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Entre los temas del menú de la cumbre de la OTAN que se celebra en Vilna,
capital de Lituania, tres son particularmente relevantes. La postura militar de
la Alianza en el espacio europeo como clave de bóveda de la defensa
colectiva, el lugar que debe ocupar Ucrania y la relación con China.
La guerra desatada por Rusia contra su vecino, conviene repetirlo una vez
más, no va sólo de Ucrania, ni mucho menos de la región de Donbás, mero
instrumento y nunca un fin para Moscú. Así, además del derecho de Ucrania a
existir como país soberano e independiente, Rusia está disputando el orden de
seguridad europeo y las reglas que lo han sostenido hasta ahora.
Así, a ojos de Moscú, todos los países que se encuentran entre Berlín y Moscú
están potencialmente en el menú del nuevo orden que debe surgir de la actual
crisis. Una nueva arquitectura de seguridad europea en la que, además, el
Kremlin exige que Estados Unidos reduzca drásticamente su presencia en el
continente y, con ello, que la OTAN quede desarticulada de facto.
De eso iba el chantaje, en forma de seudotratados, que planteó la diplomacia
rusa en diciembre de 2021 como precio a pagar para evitar la guerra contra
Ucrania.
Quizás el margen era escaso, pero, si antes de lanzar su ataque Rusia hubiera
recibido un mensaje mucho más firme y contundente, su incentivo y su
cálculo de riesgos hubieran sido mucho menos favorables a la decisión de
invadir.
Lo que no cabe argüir, porque es pura ceguera estratégica por mucho que
algunos crean que es un análisis realizado desde un frío y pragmático
realismo, es que no fuera un asunto de incumbencia de la OTAN o de la UE.
La invasión rusa supone una quiebra profunda de la estabilidad del continente
y ha puesto fin a la ilusión de que la guerra había sido desterrada de Europa
para siempre. Un golpe, ya veremos si mortal, para lo que representa el
proyecto de integración europeo. Así que sí, nos incumbe y mucho.
Pero es que aún hay más. La inclinación europea, singularmente del eje
francoalemán, al apaciguamiento constante ante la creciente agresividad de
Rusia ha ido alimentando esa percepción y esos sesgos del Kremlin. A la
guerra contra Georgia en agosto de 2008 le siguió la propuesta de reset de la
administración Obama. A la anexión de Crimea por la fuerza y la operación
encubierta en Donbás en la primavera de 2014, la decisión de Alemania de
construir el gasoducto Nord Stream 2. Así, la lectura desde Moscú ha sido que
a mayor agresividad, mayor recompensa.
Pues bien. Desde hace algunas semanas, algunos expertos rusos de referencia,
influyentes en el ecosistema del Kremlin, están coqueteando con la idea de
que la mejor forma para acabar con una guerra que está desangrando a Rusia y
fragilizando su régimen político (el motín de Prigozhin es sólo un reflejo de
esto) es asestando un golpe contra algún país o interés OTAN. Y se asume que
si el golpe, sea convencional o nuclear, es lo suficientemente contundente,
tendrá un efecto paralizante entre los europeos y, probablemente, en
Washington.
Francia ha anunciado un aumento de más del 40% del gasto en Defensa. Nada
sorprendente si, como apunta el presidente Macron, "el futuro de nuestro
continente está en juego". Antes de concluir la década, Francia habrá doblado
su presupuesto anual y habrá invertido unos 400.000 millones de euros, entre
otras partidas, en la modernización de su arsenal nuclear o la adquisición
masiva de drones de todo tipo, de los más baratos y desechables a los más
sofisticados, y de municiones guiadas de largo alcance.
[Turquía levanta su veto a la entrada de Suecia en la OTAN y logra garantías
para ingresar en la UE]
Puede argüirse, y hay buenas razones para ello, que el gasto en proporción del
PIB no es ni el único método, ni necesariamente el más eficaz, para
determinar la contribución de un miembro a la seguridad de la Alianza. Pero
lo que admite poca discusión es que años de recortes han dejado a las fuerzas
armadas en una posición muy precaria y, acaso, insostenible. Y también que
se trata de un compromiso adquirido por los miembros de la Alianza en 2006.
Es decir, hace más de quince años.
La otra gran incógnita, y sin duda el asunto que va a acaparar todos los
titulares esta semana, es la posición de la Alianza con respecto al ingreso o no
de Ucrania. En el momento de escribir estas líneas, la expectativa es la
adopción de un compromiso firme para su adhesión futura, pero en ningún
caso mientras la guerra con Rusia siga en marcha. La formulación y el
compromiso que se adopten tendrán efectos inmediatos en el campo de batalla
ucraniano. No es un asunto menor, miles de vidas están, literalmente, en
juego.
Para quienes no sigan los debates con detalle o hayan estado sobreexpuestos a
los tuiteros del mundo de lo paranormal, conviene apuntar que la
administración Biden es extremadamente cauta y reticente a la adhesión de
Ucrania. Sólo los países del eje nórdico-báltico y el Reino Unido están
empujando en la dirección de una hoja de ruta clara para la adhesión
ucraniana.
La segunda es que el hecho de que dos países con una fuerte tradición de
neutralidad hayan optado por un rápido ingreso en la OTAN es un buen
reflejo de la gravedad del momento y de cómo, en el otro extremo del
continente, se vive la situación con mucha mayor urgencia.
Aquí se dan, de nuevo, divisiones entre los aliados. Francia, y más tras la
reciente visita de Macron a Pekín, se muestra muy reacia a un mayor papel de
la OTAN en esta cuestión y quizá dispuesta a torpedear la apertura de una
oficina de enlace de la Alianza en Tokio. Para el resto de europeos, de esto se
deriva el riesgo (como quedó de manifiesto durante la presidencia de Donald
Trump) de un progresivo desinterés estadounidense por una Alianza centrada
exclusivamente en los asuntos del viejo continente.