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La Constitución como Límite (Positivo y Negativo):

El Caso de la Igualdad ante la Ley

Por Roberto Saba1

La Constitució n Nacional prescribe que todos los habitantes de la Nació n


gozan de los derechos que ella establece de acuerdo con las leyes que reglamenten
su ejercicio2. Esas leyes no pueden alterarlos oponiéndole un límite a las facultades
del Congreso de la Nació n.3 Por otro lado, también prescribe que el Poder Ejecutivo
no podrá modificar el espíritu de las leyes por medio de excepciones
reglamentarias.4 El reconocimiento de esos derechos constitucionales implica la
existencia de responsabilidades estatales. La naturaleza y alcance de esas
responsabilidades dependerá , a su vez, del significado que le demos a la noció n de
“tener derecho a”.

Una democracia constitucional es un régimen político que combina dos


elementos. Por un lado, el elemento de autogobierno del pueblo. Debido a la
dimensió n de la comunidad autogobernada moderna y la necesaria protecció n de
un á mbito amplio de autonomía que se le debe dejar a la persona para que
desarrolle su plan de vida5, el ejercicio de esa autodeterminació n colectiva se logra,
en la mayoría de los casos, por medio de representantes. Ademá s, como
consecuencia de una imposibilidad fá ctica – o por la falta de razones que así lo
justifiquen desde el punto de vista de la teoría democrá tica – no se exige el
consenso absoluto para cada decisió n de autogobierno. Por ello, entendemos que
la mejor manera de identificar el contenido de la voluntad del pueblo es por medio
de la aplicació n de la regla de mayoría luego de un proceso deliberativo. Por su
parte, es preciso asumir que esas decisiones pueden ser revisadas y modificadas
por el pueblo siguiendo el mismo procedimiento.

El segundo elemento de este régimen político se vincula con el


establecimiento de un límite – al que llamamos constitucional – que se impone a
las decisiones democrá ticas del pueblo tomadas de acuerdo con lo que identifiqué
como primer elemento del sistema. El pueblo es soberano pero só lo en la medida
que no desconozca el límite establecido en la Constitució n Nacional. En este
sentido, entendemos que los derechos constitucionales operan como límite a la
voluntad popular – que en verdad es la de la mayoría luego de un proceso
deliberativo – cuando ella lo contradice o vulnera.
1
Decano y Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Palermo y Profesor de
la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.
2
Artículo 14 de la Constitució n Nacional.
3
Artículo 28 de la Constitució n Nacional.
4
Artículo 99.2 de la Constitució n Nacional.
5
En el sentido de que si requerimos una participació n de la ciudadanía en los asuntos
pú blicos en un nivel de demanda tan alto que se le haga imposible a las personas
desarrollar su plan de vida “privado”, estaríamos frente a una interferencia perfeccionista
incompatible con la autonomía personal. Ver Carlos Nino, La constitución de la democracia
deliberativa, Gedisa, 1997, Capítulo 4.

1
Esta concepció n de la Constitució n como límite a la voluntad democrá tica
del pueblo, así como la idea de que los derechos previstos en ella operan como
cartas de triunfo frente a la soberanía popular de índole gubernamental6, ha
llevado a muchos a pensar que la Constitució n y la noció n de “tener derecho a”
implica el reconocimiento de una existencia excluyente de obligaciones estatales
negativas, es decir, que esas cartas de triunfo só lo servirían para derrotar al estado
– corporizado en el pueblo autogobernado – cuando sus acciones violaran
derechos. Esa identificació n del estado-enemigo que actú a interfiriendo con el
ejercicio de los derechos constitucionales hace presumir a algunos que só lo por
medio de un no-hacer estatal, la vigencia y el ejercicio de los derechos vulnerados
son reestablecidos7. Detrá s de esta visió n del estado como enemigo de la libertad,
se encuentra una concepció n de la idea de límite como límite negativo, que algunos
identificará n con una filosofía política conservadora que requiere un estado
pequeñ o y pasivo, inconsistente con las demandas de justicia – o de igualdad –
defendidas desde una filosofía política progresista o liberal igualitaria.8 Por ello, la
mismísima idea de la Constitució n como límite resulta a veces resistida por
demó cratas radicales o por partidarios de un estado má s activo. Pero esa
resistencia es a una idea de límite en particular que considero no es correcta.

No hay nada en la teoría política que subyace a la justificació n de un


régimen de democracia constitucional que nos obligue a concebir a la Constitució n
y a los derechos en ella establecidos, como límites exclusivamente negativos
oponibles al ejercicio democrá tico del autogobierno. Es cierto que las ideas
liberales clá sicas que rodearon a la sanció n de la Constitució n de 1853 concebían a
la libertad como negativa y veían en el estado un instrumento de las mayorías
constituido en amenaza al ejercicio de las libertades civiles. Sin embargo, esta
identificació n de la libertad con la necesidad de establecer una esfera de
protecció n contra el estado es inconsistente con la idea de la Constitució n como
límite o, al menos, con una idea de límite que, lejos de referirse a un límite a la
acció n estatal, está asociada a la noció n de límite a la voluntad democrá tica, que es
algo muy diferente. Mientras el límite a la acció n estatal arroja como consecuencia
un estado mínimo y pasivo, el limite concebido como restricció n a la libre decisió n
de la mayoría puede imponerle a ella la obligació n de tomar decisiones tendientes
a provocar la acció n estatal, como sucede, por ejemplo, con los derechos sociales,
pero no ú nicamente con ellos. La Constitució n como límite no implica
necesariamente el veto a la acció n estatal, sino la limitació n de la libertad absoluta
del colectivo para decidir democrá ticamente las políticas pú blicas. En este punto,
se hace necesario aclarar qué entendemos por “límite” cuando decimos que la
Constitució n es un límite a la democracia.

6
Ronald Dworkin, Taking Rights Seriously, Harvard University Press, Cambridge, 1977,
Capítulo 4.
7
Esta idea de la Constitució n y de los derechos como límite negativo se corresponde con la
de libertad negativa presentada por Isaiah Berlin en su ensayo "Dos conceptos de
libertad", publicado en Isaiah Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza, Universidad,
Madrid, 1988, pp. 187-243.
8
Ver Carlos N. Nino, “Liberalismo conservador: ¿Liberal o conservador?, en Roberto
Gargarella y Marcelo Alegre (coordinadores), El derecho a la igualdad. Aportes para un
constitucionalismo igualitario, Lexis Nexis, Buenos Aires, 2007, pp. 17-44.

2
Como muchos de nuestros desacuerdos normativos, la raíz de la
controversia acerca del alcance de nuestras libertades y de las consiguientes
responsabilidades estatales encuentra su origen en la ambigü edad de la noció n de
límite. Dos concepciones diferentes – y posiblemente contradictorias – acerca de lo
que significa establecer un límite al estado – o a la voluntad democrá tica del pueblo
– generan confusió n, no só lo acerca de lo que el estado debe hacer o dejar de hacer
cuando se trata de asegurar derechos. El desacuerdo sobre la noció n de límite,
sobre lo que se limita con ese límite, expone un desacuerdo acerca de lo que
consideramos que una Constitució n es o debe ser. Cuando afirmamos que la
Constitució n es un límite a la democracia no estamos diciendo que la primera
opera como límite a la acció n estatal – en el sentido de que se demanda la inacció n
del estado –, sino que nos referimos a otra noció n de límite. Una que lo asocia con
la idea misma de Constitució n. Una idea de Constitució n que tanto conservadores
como progresistas podrían compartir por las razones que esgrimo a continuació n.

La pregunta acerca de lo que una Constitució n es ha preocupado y


entretenido a constitucionalistas y políticos desde hace al menos 300 añ os. Sin
embargo, hay un rasgo que la define y, por ello, le es esencial: su supremacía. El
cará cter supremo de la Constitució n marca la relació n que existe entre ella – o, lo
que es lo mismo, las decisiones constitucionales del pueblo – y las decisiones que
toma el gobierno, la mayoría de las veces, a través de sus ó rganos legislativo y
ejecutivo, en representació n del pueblo de acuerdo al mandato que éste le otorgó a
sus representantes por medio de la misma Constitució n. El rasgo que se desprende
de esa relació n y que define la concepció n misma de lo que una Constitució n es, es
el de supremacía constitucional. En línea con el razonamiento de Marshall en el
caso Marbury v. Madison9, y que se refleja en nuestra propia jurisprudencia en el
caso Sojo10, la Constitució n es suprema respecto del resto de las normas emanadas
del gobierno democrá tico en el sentido de que, si no lo fuera, cualquier ley
emanada del gobierno y que la contradijera, estaría, por lo tanto, modificá ndola, lo
cual acabaría con la existencia de la Constitució n. La noció n misma Constitució n
está definida por la idea de supremacía de las decisiones constitucionales por
sobre las decisiones gubernamentales. Si cualquier ley del Congreso – en otras
palabras, cualquier decisió n del pueblo ejerciendo el autogobierno en una
democracia constitucional – podría imponerse sobre el mandato de la
Constitució n, entonces esta ú ltima se tornaría superflua e irrelevante. El hecho o la
decisió n de contar con una Constitució n escrita y con un procedimiento especial y
exigente en términos de deliberació n y consensos acumulados para lograr su
reforma, indica que la voluntad de la comunidad política que adoptó para su
gobierno un régimen democrá tico-constitucional es contraria a la superfluidad e
irrelevancia del mandato constitucional. En este sentido, la idea misma de
Constitució n se corresponde con la concepció n de supremacía constitucional, que a
su vez se funda en la creencia de que en una democracia constitucional existen dos
niveles de decisió n política: uno constitucional y otro legislativo, estando este
segundo nivel sujeto, para lograr su validez, a su compatibilidad con el primero.
Las decisiones constitucionales, por lo tanto, limitan la voluntad legislativa en el
sentido de que esas decisiones democrá ticas deben estar sujetas a los mandatos
establecidos por las decisiones constitucionales.

9
5 U.S. 137 (1803)
10
CJSN, Fallos, 32:120

3
Nada indica de lo hasta aquí expuesto que las decisiones constitucionales
que limitan la voluntad democrá tica del pueblo deban ser sólo decisiones acerca de
lo que el estado no debe hacer. Es perfectamente compatible con la idea de
Constitució n que acabo de defender, así como también con su inherente
concepció n de supremacía constitucional, que las decisiones constitucionales que
condicionan y limitan al estado – o al gobierno democrá tico –, sean no só lo
decisiones acerca de lo que éste debe abstenerse de hacer – límite negativo –, sino
que también pueden referirse a lo que el estado debe hacer, en cuyo caso estamos
ante un límite positivo. Debemos entonces descartar la idea de límite que conduce
a concebir a la Constitució n exclusivamente como límite negativo – en el sentido de
imponer restricciones a la acció n estatal – y rescatar una idea de Constitució n
como límite negativo y positivo, dependiendo del tipo de decisiones
constitucionales que el pueblo ha tomado al sancionar la Carta Magna cuando la
interpretamos en el presente.

Veamos ahora có mo opera esta idea de Constitució n como límite positivo y


negativo en el caso particular del principio de igualdad de trato establecido en el
artículo 16 de la Constitució n Nacional11, ejercicio que podría llevarse a cabo con
todos los derechos reconocidos en la Carta Magna.

La igualdad ante la ley establecida en la Constitució n fue identificada en la


mayor parte de la jurisprudencia y por la posició n dominante en materia
interpretativa, como la expresió n del principio de igualdad entendido como no-
discriminació n12, que a su vez se corresponde con una idea de igualdad que implica
la abstenció n por parte del estado de realizar distinciones entre las personas de
acuerdo con criterios que no sean razonables, entendiendo como tales a aquellos
criterios o requisitos que no guarden una relació n de funcionalidad entre el fin
buscado de la regulació n y el medio escogido, es decir, el criterio utilizado para
hacer la distinció n. Esta interpretació n del significado del artículo 16 no atiende a
las consecuencias o resultados de un procedimiento en el que se establezca un
trato diferente de personas sobre la base de criterios razonables. Es posible que
procesos basados en estos criterios arrojen resultados que sean incompatibles con
la igualdad de trato, pero no debido a la existencia de obstá culos legales o
formales, o asociados a la intenció n de un trato desigual injustificado, sino como
consecuencia de prá cticas sociales o diná micas de acció n colectiva que arrojan
como resultado situaciones de exclusió n o segregació n incompatibles con el
principio de igualdad. El siguiente ejemplo puede servir para ilustrar el punto que
trato de hacer.

Desde la sanció n de la ley 13.010 de 1947, las mujeres tienen los mismos
derechos políticos que los varones en Argentina. Ellas votaron por primera vez el
11 de noviembre de 1951 en elecciones nacionales. 24 Diputadas y 9 Senadoras

11
Artículo 16 de la Constitució n Nacional: “La Nació n Argentina no admite prerrogativas
de sangre, ni de nacimiento: No hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza. Todos
sus habitantes son iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra condició n que la
idoneidad. La igualdad es la base del impuesto y de las cargas pú blicas.”
12
Sobre un desarrollo má s extenso de la distinció n entre el principio de igualdad como no
discriminació n y el de igualdad como no sometimiento, ver Roberto Saba, “(Des)igualdad
estructural”, en Roberto Gargarella y Marcelo Alegre (coordinadores), El derecho a la
igualdad. Aportes para un constitucionalismo igualitario, Lexis Nexis, Buenos Aires, 2007.

4
fueron las primeras en formar parte del Congreso de la Nació n desde su creació n
en 1853. Pese a esta reforma legislativa, los varones continuaron obstaculizando la
llegada de mujeres al Congreso a través de prá cticas desarrolladas en los procesos
de elecció n de candidatos a cargos electivos dentro de los partidos políticos. Si bien
ninguna norma o distinció n realizada por el estado impedía que las mujeres
participaran en política a partir de 1947 y hasta comienzos de los 90s13, el nú mero
de mujeres en ambas Cá maras del Congreso de la Nació n durante ese período no
reflejaba ni por asomo la proporció n de mujeres que componen la població n total
del país. Sin que medien restricciones u obstá culos formales, sin que se encuentre
en aplicació n un criterio irrazonable que trate de modo diferente e injustificado a
los candidatos y candidatas a cargos electivos, el resultado de un proceso fundado
en criterios razonables arrojaba un resultado incompatible con la igualdad de trato
de varones y mujeres en la participació n política. La interpretació n de la igualdad
constitucional de acuerdo con el principio de igualdad como no-discriminació n, se
correspondía con una noció n de derechos negativos asociados a obligaciones
estatales restringidas a un no-hacer: no realizar distinciones basadas en criterios
irrazonables. Esta idea de igualdad tiene consecuencias incompatibles con el ideal
de igualdad que la propia Constitució n liberal establece. En primer término, esa
asociació n de la idea de tener derecho a (a la igualdad de trato, en este caso) con la
omisió n de tratos desiguales irrazonables por parte del estado, no hace a ese
estado responsable de evitar que los resultados de un proceso razonable (algunos
lo llamara neutral) sean contradictorios con el principio de igualdad, lo cual
demandaría obligaciones de hacer. En segundo lugar, tampoco hace al estado
responsable de impedir por medio de regulaciones o de políticas pú blicas, que los
particulares contribuyan con sus decisiones y acciones a perpetuar situaciones de
exclusió n o segregació n, como sucede con las relaciones contractuales de empleo
respecto de las mujeres. En síntesis, la idea de la Constitució n como límite
negativo, asociada a la concepció n de límite como restricció n a la acció n estatal, se
refleja en la concepció n de la igualdad como no-discriminació n, que a su vez
determina una lectura de la igualdad constitucional incompatible con el principio
de igualdad.

Existe otra concepció n posible de la igualdad que la tornaría compatible con


la idea de Constitució n como límite positivo y negativo. O, dicho de otro modo, la
concepció n de la Constitució n como límite positivo y negativo a la voluntad
democrá tica permitiría leer la igualdad del artículo 16 de un modo en que los dos
problemas señ alados en el pá rrafo anterior se diluirían. Me refiero a interpretar la
igualdad constitucional desde la perspectiva de la igualdad como no-
sometimiento14. Segú n esta concepció n de la igualdad, el estado no só lo es
responsable de evitar tratos desiguales irrazonables, sino que también debe evitar
la cristalizació n y perpetuació n de situaciones en la que personas que integran
determinados grupos han sido sistemá tica e histó ricamente excluidos o
segregados como consecuencia de su pertenencia a esos grupos, por lo que el
respeto por parte del estado de la igualdad ante la ley no só lo requiere de la
omisió n de acció n (discriminació n) del estado por medio de diferencias basadas en

13
El 6 de noviembre de 1991 sancionó la ley de cupos femeninos que obliga a los partidos
politicos a incorporar un mínimo de 30% de candidatas mujeres en las listas de
candidaturas a cargos electivos para el Congreso de la Nació n.
14
Idem nota 8.

5
criterios irrazonables, sino que también requiere de acciones estatales tendientes a
desmantelar situaciones de exclusió n y segregació n, algo que puede lograr, por
ejemplo, a través de acciones afirmativas, como las reconocidas por la Constitució n
a partir de la reforma de 199415.

La Argentina enfrenta hoy problemas y desafíos diferentes de los existentes


cuando la Constitució n Nacional fue sancionada en 1853. O quizá enfrenta algunos
desafíos similares, pero su comprensió n y conciencia acerca de ellos es diferente,
quizá mayor o mejor. Problemas tales como la existencia de grandes porciones de
su població n bajo la línea de pobreza; la generació n de grupos considerables de
personas cuyos futuros está n negativamente determinados por la suerte que
corrieron al nacer en el seno de familias cuyos miembros llevan varias
generaciones viviendo en la marginació n social; la violencia familiar y su impacto
sobre mujeres y niñ os; las prá cticas discriminatorias entre particulares; el
incremento de la vulnerabilidad de grandes grupos de personas por su exposició n
a la criminalidad, el narcotrá fico o el terrorismo, imponen sobre el estado
responsabilidades de hacer que no dependen de la voluntad coyuntural de la
mayoría que controla el gobierno, sino que se desprenden del mandato
constitucional de asegurar los derechos de las personas, algo que se logra tanto por
medio de la omisió n estatal (que agentes del estado no violen el derecho a la vida o
a la integridad física por medio de asesinatos o torturas), como a través de la
acció n estatal (como podría ser la instrumentació n de una política pú blica de
seguridad tendiente a evitar que otras personas afecten el derecho a la vida o a la
integridad física)16. A fin de cuentas, todos los derechos son positivos17 y la
Constitució n se yergue como un límite negativo y positivo frente a gobiernos
democrá ticos progresistas o conservadores, imponiendo responsabilidades que
trascienden la mera voluntad política coyuntural.

15
Artículo 75.23 de la Constitució n Nacional: “Legislar y promover medidas de acció n
positiva que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato, y el pleno goce y
ejercicio de los derechos reconocidos por esta Constitució n y por los tratados
internacionales vigentes sobre derechos humanos, en particular respecto de los niñ os, las
mujeres, los ancianos y las personas con discapacidad.”
16
Mark Tushnet, “State action in 2020”, en Jack M. Balkin and Reva B. Siegel (editors), The
Constitution in 2020, Oxford University Press, 2009, pp. 69-77.
17
Stephen Holmes y Cass Sunstein, The Cost of Rights, Norton and Company, New York,
1999.

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