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EL ÚLTIMO DRUIDA
EL ÚLTIMO DRUIDA
El traqueteo de la cansada maquinaria de la nave arrullaba al anciano
en el sillón de mando. Las fugas de calor del sistema de propulsión lo
arropaban incluso allá en el puente. La poca velocidad del carguero y la
carencia de modernos dispositivos de soporte vital obligaban al único
tripulante a pasar la mayor parte del tiempo durmiendo para hacer algo más
llevadero el largo viaje espacial, envuelto en una raída capa incluso más
vieja que la embarcación que lo transportaba y cubierto a su vez por una
manta de lana sintética, el vetusto navegante roncaba en el sillón del piloto.

El viaje ya se alargaba por más de seis meses y el continuo ciclo de


duermevela, sin la asistencia de cámaras de suspensión homologadas, había
deteriorado gravemente la salud del cosmonauta. Según sus propios
cálculos necesitaría al menos tres meses para llegar a su destino y otros diez
más para realizar el viaje de vuelta a casa, todo ello sin tener en cuenta el
tiempo que emplearía en completar el cometido por el que había
emprendido aquel periplo espacial a tan avanzada edad. La misión se
antojaba suicida, pero de ella dependía el futuro de su planeta natal y, si
había de morir, tenía la certeza de que los espíritus de Kaltan le llevarían de
vuelta hasta él.

Gwyddion abrió los ojos con pesadez, observó durante unos largos
minutos la profundidad del espacio cubierta con la luz de millones de
pequeños puntos, estrellas en su mayoría inexploradas todavía para el
humano. A continuación, se levantó con dificultad del sillón, recolocando la
capa y la manta sobre sus hombros, dirigiéndose con pasos lentos y torpes
al rincón establecido como cocina y comedor. Ojeó los distintos
compartimentos hasta que encontró una ración de su agrado, un
concentrado de alubias al curry azul de Xeltrix que introdujo en el
rehidratador. Esperó de pie a que el proceso terminase bebiendo los restos
de café frío que quedaban en una taza de la repisa.

—Asqueroso y reconfortante a la vez, justo lo que necesitaba para


despertarme —bromeó consigo mismo en voz alta.

Tomó el box del rehidratador y se sentó en el taburete plegable a


degustar la comida con su omnicubierto. Estaba más que acostumbrado a
aquella mezcla de sabores de las Colonias Próximas y, aunque ya había
tomado 74 raciones en los seis meses de viaje, disfrutaba de ella como el
niño que probaba el plato por primera vez. La amalgama de dulce, salado y
ácido junto al punto picante y el retrogusto belhtún era algo de lo que jamás
se cansaría y se reafirmó en ello.

—La mejor comida de la galaxia conocida.

Degustó con calma su plato preferido, regocijándose en uno de los


pocos momentos del día en los que podía desperdiciar energía y sentirse
completamente vivo. Se acercó de nuevo a la encimera buscando la
cafetera, tenía ganas de elucubrar con cierta tranquilidad y para ello
necesitaba con urgencia algo de cafeína en el cuerpo y salir del semitrance
en el que se encontraba pese a haberse llenado el buche con su adorado
curry azul. Echó el sobre de café 33% natural en el filtro de la cafetera y lo
puso en el hornillo.
—Me pregunto si allá donde voy habrá árboles de café. Puede que
incluso puedan preparar café pureza 55 o incluso pureza 66. Oh, ¿qué
estupendo sabor tendrá ese brebaje?
Tamborileó los dedos sobre el metal divagando sobre el café de
altísima pureza y las sensaciones que despertaría en sus papilas gustativas,
es más, en su cerebro, la cantidad de funciones sinápticas excitadas por la
cafeína no sintética, la sensación de despertar de la propia mente.
Ensimismado en las maravillas del café natural se sobresaltó cuando la
cafetera silbó anunciando que la infusión ya estaba lista. Se sirvió en su taza
de hojalata y volvió al puente a revisar los mapas estelares.

La travesía espacial había recorrido la galaxia por derroteros


olvidados hacía mucho tiempo, lejos de las rutas comerciales habituales y
de las vías de colonización siempre en aumento. El punto de partida fue su
planeta natal, Kaltan, en el segmento Tyrguss, integrado en las Colonias
Próximas, aquellos que primero habían sido explorados y habitados en la
primera era espacial, todos ellos a una distancia cercana a la Vieja Tierra.
Desde allí puso rumbo con vector Sudeste Z, hacia las Colonias Lejanas,
realizando un giro abrupto en la órbita de las estrellas gemelas de Gnall,
para encauzar el antiguo Sendero Farb hacia los asentamientos del Límite.
Todos ellos fueron abandonados tiempo ha por la dificultad que entrañaba
el viaje interestelar, una vez abandonada la seguridad de las Colonias
Lejanas, obligando a los intrépidos viajeros a atravesar campos de
asteroides, pozos de gravedad, zonas de alta radiación y desajustes
electromagnéticos de alta intensidad.

El vuelo había sido dificultoso en las semanas que siguieron al


cambio de rumbo en las Gemelas, teniendo que atravesar una profunda
alteración gravitatoria que había destruido al pequeño droide mecánico, su
único acompañante durante la primera parte del viaje, mientras intentaba
reparar el reactor principal desde el exterior de la atorada embarcación. Por
suerte el sacrificio robótico sirvió para que Gwyddion pudiese continuar su
aventura, que desde ese momento tuvo que dedicarse en persona a arreglar
los desperfectos de aquel cascarón al que llamaba Epona con los pocos
conocimientos mecánicos que atesoraba.

Ya sin droide tuvo que atravesar un campo de asteroides de grandes


dimensiones en el que las masas rotaban a altísima velocidad por la fuerza
de la gravedad de una nebulosa de tonos rosados y añil extraordinariamente
bella que, por desgracia, el anciano no pudo disfrutar en ningún momento.
Aquel cinturón de asteroides, una de las principales causas que habían
desalentado el mantenimiento de colonias en el Límite había resultado ser
una especie de decepción para el piloto, que había conseguido atravesarlo
sin mayor dificultad debido a sus habilidades de percepción aumentadas y
la ayuda de cierto compuesto extraído de los desiertos septentrionales de
Kaltan. Reflexionó largo tiempo sobre la poca habilidad que debían tener
los pilotos espaciales de la antigüedad para estrellar cientos de astronaves
en aquel obstáculo, máxime cuando muchos tenían la ayuda de implantes
cibernéticos en la época previa al SinTeck. El conflicto interestelar entre
humanos, inteligencias artificiales y aumentados, que sumió a la galaxia en
una edad oscura que había desconectado gran parte de los planetas
colonizados, prohibido las mejoras cibernéticas en los humanos y aislado
para siempre el Límite del resto de la humanidad.

Tras el campo de asteroides el trayecto se había vuelto terriblemente


aburrido. La navegación por aquel sector era muy tranquila debido a la poca
concentración de sistemas estelares. Solo los fallos en las antiguas cartas
estelares proporcionaban algo de entretenimiento, cuando resultaba
necesario recalcular las trayectorias y cambiar el rumbo de la desvencijada
embarcación. El pedazo de chatarra en el que volaba tampoco ayudaba a
hacer el viaje más llevadero. Una reliquia de la era de la primera
colonización, con un reactor que era incapaz de alcanzar la velocidad de la
luz y con una capacidad de carga limitada a su pequeño tamaño, de solo 30
metros de eslora con forma de huso. Una pionera del espacio que sirvió en
las primeras rutas comerciales entre la Vieja Tierra y las Colonias Próximas.
La fecha de creación del carguero se había perdido hace tiempo, mas
Gwyddion sabía que Epona soportaba ya más de un milenio en sus junturas.
En la actualidad, no era más que una mosca insignificante comparada con
los inmensos cargueros de más de 5 km de eslora y 1 km de manga con
hasta 2km de calado, unas moles rectangulares más grandes que muchos
megaedificios y, aun así, capaces de desplazarse un tercio más rápido que la
velocidad de la luz.

—Pero ya queda poco —proclamó esperanzado el anciano.


Los últimos cálculos realizados por el cosmonauta le hacían pensar
que se encontraba a una distancia de unos dos meses hasta alcanzar su
destino si no ocurría ningún imprevisto, lo cual tenía casi por seguro,
teniendo en cuenta las últimas semanas de viaje. Ya se encontraba en la
zona denominada como el Límite y no había encontrado ningún
impedimento a su vuelo continuado con una trayectoria prácticamente
inalterada. Si sus viejos huesos, su vetusto transporte y la premura de la
misión no le empujasen a cumplir con su misión de inmediato, le hubiese
encantado poder visitar alguno de los sistemas que podían encontrarse
habitados en esa remota región del espacio conocido. Las maravillas
encontradas en aquella región de la galaxia distaban mucho de los
descubrimientos de la primera colonización, todos ellos planetas muy
similares a la Vieja Tierra en sus condiciones geológicas y atmosféricas. Sin
embargo, el Límite estaba plagado de cuerpos astronómicos extraños que
habían atraído a intrépidos exploradores hacía miles de años. Desde la
dorada superficie de Xrisos, recubierta en su totalidad de oro; hasta las
minas arcoíris de Boreas III, plagadas de todo tipo de gemas de los más
bellos colores; pasando por Dolus VII, el abovedado, en cuyo plano interior
se encontró una especie inteligente de gigantescos topos, los Tolpidianos,
que de tanto horadar la superficie habían creado la especie de cúpula que
cubría su totalidad; y, por supuesto, su destino Cernunnos, que los druidas
habían utilizado como un gigantesco jardín botánico.

El planeta había sido elegido por el Círculo Superior tras la primera


colonización, en el momento en el que se desalojó por completo la Vieja
Tierra. En aquellos tiempos los sacerdotes ejercían el poder político y
religioso sobre toda la población debido, precisamente, al abuso que se
había hecho de la naturaleza y de la necesidad de intentar evitar la
destrucción del hogar de la humanidad. Sin embargo, pese al abrazo de toda
la sociedad al ecologismo y las creencias religiosas creadas o retomadas
basándose en el cuidado de la naturaleza, el daño causado ya era irreparable
y una vez conseguida la habitabilidad en una serie de asentamientos
extraterrestres quedó claro que la Vieja Tierra debía ser abandonada por sus
nefastas condiciones para la vida.
El culto druídico se erigió como la base de la civilización en las
primeras Colonias, buscando evitar el desastre causado en la Vieja Tierra,
sin embargo, con el paso de los años, el hombre olvidó sus malos actos y
costumbres y explotó sin miramientos los recursos de los nuevos
asentamientos que iban conquistando, repitiendo el error que nos había
obligado a huir de nuestro hogar en cientos de nuevos territorios. De tal
manera, buscando la preservación de lo poco que se podía salvar de la Vieja
Tierra y de los ecosistemas que ya empezaban a esquilmarse salvajemente,
el Círculo envió exploradores por toda la galaxia para encontrar un cuerpo
celeste que pudiese actuar como vivero para toda la vegetación que los
humanos acabarían destruyendo en los diversos sistemas. Tras muchos años
de exploración e investigación de diversos candidatos, localizaron un
pretendiente perfecto y le dieron el nombre del Dios de la fertilidad, la
regeneración y la perennidad según las antiguas tradiciones druídicas:
Cernunnos.

El planeta era un gigante rocoso de alta densidad con una atmósfera


idónea para la vida, en concreto para la vegetal. Su distancia a su sol
amarillo hacía de sus condiciones una especie de Jardín del Edén y los
druidas no dudaron un segundo en cual debía ser el elegido. En el más
absoluto secreto se enviaron numerosas naves al sistema con millones de
plantas de las diversas colonias y los hombres necesarios para proceder a su
sembrado y cuidados. Durante decenios los colonizadores adecuaron el ya
verde astro a las nuevas especies, creando diversos ecosistemas en diversas
latitudes, alterando enormes espacios de terreno para la plantación de
bosques y cultivos alienígenas, siempre respetando y dejando gran parte de
la superficie terrestre al crecimiento natural de la flora y fauna autóctonas,
hasta conseguir un equilibrio entre lo que el frondoso mundo ya ofrecía y
las necesidades de conservación de los druidas. Una vez corroborada la
viabilidad del proyecto, un pequeño grupo de cuidadores se quedaron
supervisando el vivero mientras los demás regresaban a sus asentamientos
de origen, con la misión de mantener la identidad y ubicación de Cernunnos
como un secreto, incluso para sus propios compañeros, conociendo de su
existencia únicamente los archivistas y el Círculo gobernante de cada
colonia.

La destartalada nave alcanzó la órbita de Cernunnos en el


ducentésimo sexagésimo cuarto día de travesía. Los ojos de Gwyddion se
abrieron como platos al presenciar por primera vez el majestuoso astro. Con
un tamaño cuatro veces superior al de la Vieja Tierra y el doble de grande
que su Kaltan natal. Sin embargo, lo que impresionó al cansado viajero no
fue el tamaño del globo, sino su color esmeralda. A simple vista no se
distinguía ninguna nota de cambio en su superficie, más al fijarse con
detenimiento, podían observarse las corrientes azuladas que formaban los
ríos y lagos, y partes más cercanas al marrón o al gris, formando las
pequeñas cadenas montañosas. Cernunnos no tenía mares, por lo que su
apariencia era la de una gigantesca canica verdosa con millones de matices
en su superficie, entre los que destacaban incontables tonalidades de verde
de las distintas formas de vegetación que hacían del planeta un auténtico
paraíso.

—¡Jamás imaginé que pudiera ser tan bello! —exclamó el druida


entre lágrimas.
El contraste con Kaltan era sobrecogedor. Gwyddion recordaba la
terrible visión que había supuesto ver su hogar desde la órbita, poco
después del despegue. Su hogar ofrecía un aspecto desolado desde el
cubículo de la vieja Epona: grandes desiertos ocres espolvoreados con los
perfectos cuadrados gigantescos de color gris que formaban las megápolis
estándar donde habitaban los obreros de la potente industria; bordeando los
desiertos grandes cadenas montañosas de tono metalizado que conformaban
el corazón del mundo, su riqueza mineral explotada durante siglos
exprimiendo hasta el último recurso del planeta. La poca vegetación que
poblaba Kaltan en las primeras fases de la colonización había desaparecido
hacía tiempo y con ella desaparecieron las exiguas masas de agua del astro.
Coronaba el aspecto hostil de la superficie una atmósfera entre amarillenta
y grisácea que cubría todo el orbe con los gases putrefactos generados por
la desmesurada industria y que evidenciaban la cercana extinción de Kaltan,
donde era imposible respirar sin unos filtros mecánicos que se implantaban
quirúrgicamente a los neonatos en sus primeras horas de vida.

—Comenzamos la maniobra de aproximación —declaró para sí


mismo mientras se ponía a los mandos de la embarcación, incrustándose en
el sillón que lo recibió con un quejoso crujido.

No deberían existir problemas para aterrizar en aquel gigante verde,


pero primero debía orbitar alrededor del astro en busca de alguna de las
pistas o aeródromos que debían haber construido sus congéneres. Tras la
primera pasada, pudo observar una especie de planicie de tierra en el
hemisferio Sur de Cernunnos, cerca de dónde debía encontrarse su ecuador,
por lo que fijó el rumbo para descender sobre aquel punto cuando volviese a
estar en su trayectoria. Mientras tanto, el anciano observaba con lágrimas en
los ojos la belleza del cuerpo celeste al que había destinado su último viaje,
orgulloso de haber tomado aquella decisión ya hacía un año.
Kaltan se encontraba al borde del colapso, era algo más que conocido
por todos los habitantes, sin embargo, era duro de admitir para el último
druida que quedaba con vida en aquella tierra inhóspita. Su trabajo había
fracasado estrepitosamente, así como el de sus antepasados. No sólo no se
había conseguido la viabilidad ecológica del planeta, sino que había sido
esquilmado de tal manera que debía ser abandonado. Los transportes ya
habían evacuado a los terratenientes y los patrones de las fábricas de
Kaltan, mientras que el éxodo de la masa obrera tardaría aún unos lustros en
completarse, en concreto, los mismos en que se había calculado que la
riqueza mineral de las entrañas del astro sería extraída hasta el último
gramo.

Apesadumbrado por el devenir de su hogar, Gwyddion se devanó los


sesos durante decenios, visitando con asiduidad la biblioteca druídica casi
derruida, las depresiones horadadas por los antiguos mares, los desiertos
que cubrían los extintos bosques y las minas desbordantes de actividad,
buscando la manera de dotar de sostenibilidad al sistema, pese al abuso
perpetrado sobre él. No podía permitirse que Kaltan fuese otro fracaso
como la Vieja Tierra y otras tantas colonias, el ser humano no podía arrasar
planeta tras planeta hasta que no quedase nada o hasta su misma extinción.
El anciano tuvo claro su plan una vez que se decretó el abandono de la
colonia. La oportunidad se presentó a su puerta con un sonoro timbrazo en
la puerta. La humanidad, la causante de la destrucción de innumerables
ecosistemas abandonaría el astro en los próximos años y no volvería a él
jamás. La Naturaleza podría recobrar aquello que se le había robado, al
menos en parte, regenerarse y crear un ecosistema propicio a las viejas y
nuevas especies que conviviesen tras la desolación que dejaría a su paso el
hombre. Pero esa nueva vida necesitaba un empujón. Sin plantas ni agua
sería harto difícil recuperar una atmósfera viable para la vida y un ciclo
biológico sostenible. Así decidió que debía recuperar las especies
originarias de Kaltan que debían encontrarse plantadas en el legendario
vivero druídico, Cernunnos. Devolver estas especies vegetales a su hábitat
de procedencia, cuidarlas y propiciar la creación de microclimas que
pudiesen expandirse en ausencia del hombre sería la misión a la que
dedicaría el resto de su vida.

Sentado al timón de Epona, Gwyddion inició la maniobra de entrada a


la atmósfera. El viejo carguero debía soportar un calentamiento
aerodinámico superior a aquel para el que había sido preparado su aislante
térmico, debido a la gran densidad de la atmósfera de Cernunnos. Los
primeros segundos de aproximación ya hicieron que el cuerpo del anciano
se resintiera, la fricción era altísima y costaba mantener la posición de la
proa para una correcta entrada que no causase la desintegración de aquel
cascarón con motores. Las quejas de Epona no tardaron en llegar. Los
sensores comenzaron a pitar desenfrenados, creando una sinfonía
desagradable que no ayudaba en nada a controlar el aterrizaje. El piloto
decidió abstraerse de los lamentos de su compañera para intentar llevarlos a
ambos a salvo a la superficie y enfiló la pista de aterrizaje directamente con
el morro, intentando exponer la mínima superficie del cohete al
calentamiento de la entrada. La temperatura en el interior de la maltrecha
astronave ascendía sin cesar, haciendo sudar con profusión al anciano
mientras deterioraba aún más los distintos dispositivos. La bola de fuego en
la que se había convertido Epona se aproximaba peligrosamente a la
superficie sin haber aminorado suficiente la velocidad, la firmeza abandonó
los brazos de Gwyddion y la trayectoria notó la carencia de una guía
estricta, haciendo que la embarcación temblase como un martillo neumático
a la par que el suelo se acercaba cada vez más. El druida era incapaz de
mantener el rumbo, el pulso le temblaba, el sudor corría por su cara y sus
manos húmedas apenas podían aferrar los mandos, la cabeza le palpitaba y
el corazón latía como una fiera desbocada, tanto que no pudo aguantar más
y cayó sobre el panel de mando desfallecido. La nave atravesó una
voluminosa nube baja en ese mismo instante y se estrelló contra la tierra
húmeda por la tremenda tormenta que azotaba la pista de aterrizaje.
***

Epona yacía semienterrada en el barro, humeando por diversos sitios.


Pese a su longevidad y falta de mantenimiento, jamás se había parecido a
un trozo de chatarra inservible tanto como en aquel momento. La entrada en
la atmósfera había chamuscado buena parte de sus circuitos internos, habían
desaparecido algunas planchas de metal de la cola dejando al descubierto el
interior del almacén convertido en un absoluto desorden con cajas, piezas y
herramientas esparcidas por doquier, todo ello sin contar que uno de los
propulsores se encontraba a varios metros de distancia tras haberse
desprendido del cuerpo a pocos metros de estrellarse en el suelo. La lluvia
torrencial repiqueteaba en la chapa, creando un sonido melancólico a la par
que apagaba los pequeños incendios y refrescaba la estructura del cohete.
La esclusa superior rechinó al abrirse con dificultad, dejando penetrar el
agua en el interior de la cabina de mando. Tras unos interminables minutos,
por el hueco asomó la cabeza ensangrentada del maltrecho anciano, herido
y cansado como no lo había estado en su vida. Dio una gran bocanada de
aire y una sonrisa se dibujó en los labios.

El druida consiguió bajar con pesadez de la inclinada borda de la


nave, cayendo al suelo a cuatro patas. Sus manos se hundieron en aquella
sustancia viscosa que desconocía por completo, embriagándose de emoción.
Cogió entre sus manos todo lo que pudo y se frotó la cara con ella. Su
humedad causó una sensación indescriptible en el anciano, que sólo durante
toda su vida sólo podía haber bebido las minúsculas raciones de agua
necesarias para la subsistencia suministradas por el Patronazgo de Kaltan.
Cogió otro gran puñado de la sustancia y se impregnó sus largos cabellos
blanquecinos tiñendo de marrón su cara y su pelo, resaltando el blanco de
sus dientes y sus ojos abiertos de par en par.
—¡Oh, Cernunnos! ¡Bendito seas en tu abundancia! ¡Nunca pensé
que pudiese ver agua cayendo del cielo! —Cogió otro puñado de la
sustancia y la puso frente a sus ojos—. Ni tampoco barro. ¡Barro!

Carcajeó a mandíbula batiente mientras se sumergía de cabeza en el


barro y movía sus brazos y piernas haciendo círculos. Tras unos segundos
se tumbó sobre su espalda y disfruto de la lluvia cayendo sobre su rostro,
abriendo la boca para beber directamente de las nubes. Olfateó con
profusión los aromas del entorno: humedad, tierra mojada, vegetación
exuberante, y otras tantas sensaciones desconocidas para sus sentidos.
Se levantó revitalizado y echó un vistazo a su transporte. Iba a ser
casi imposible sacar la embarcación del barro y, sobre todo, realizar las
reparaciones necesarias para poder salir de allí una vez recogidas las
muestras necesarias. Miró de proa a popa con detenimiento y se percató del
propulsor faltante llevándose una mano a la cabeza, rascándose con lentitud
el cráneo, preocupado.

—Vieja amiga, haré todo lo que pueda por recuperarte —prometió


posando su mano sobre el lomo Epona.

Entró en su interior a comer algo y descansar unos minutos antes de


preparar todo para una salida de reconocimiento del terreno al bosque
cercano. Era raro que no se distinguiese ninguna estructura o que los
cuidadores no se hubiesen puesto en contacto con el extraño que se
aproximaba, de todas formas, dadas las costumbres naturalistas de los
druidas, imaginó que estos habían reducido al mínimo su actividad, sobre
todo la tecnológica, aunque encontraría a alguien cerca de la pista de
aterrizaje con total seguridad. Tras el descanso salió de la cabina por el
hueco del almacén con algunas viandas y una mochila con herramientas.
Seguía lloviendo, mas la intensidad había decrecido bastante,
haciendo posible abandonar la nave y explorar el terreno circundante sin
demasiado inconveniente. Gwyddion decidió encaminarse al Norte, hacia
un gran bosque de altas coníferas que bordeaba la supuesta pista de
aterrizaje. El trecho no era largo, mas el barro hacía la marcha lenta, por lo
que tardó casi una hora en llegar, casi sin resuello, a los primeros árboles
del lindero.

—¿Quién podría imaginar que existiesen unos árboles tan grandes?—


Miró sorprendido hacia las copas de las coníferas, fascinado por su altura,
similar a la de los rascacielos menores de su planeta natal—. Los registros
no mentían sobre vosotros, pero sois muchos más impresionantes que
vuestras representaciones gráficas.

Deslizó su vista por el suelo del bosque tras perderse unos minutos en
la observación de las copas de aquellos gigantescos árboles, de más de cien
metros de altura y hasta diez metros de inabarcable y aterciopelado tronco
procedentes de la Vieja Tierra, buscando algún rastro de sus antepasados
entre las bases de aquellos titanes. Unos metros más allá pudo vislumbrar
un gigantesco tronco con un gran hueco en su interior semicubierto por
alguna clase de tela rasgada y se acercó a investigar.

El hueco parecía ser el refugio de algún humano. Una pesada cortina


de algún tipo de tela vegetal raída colgaba sobre uno de los dos espacios
que daban al interior del tronco, habiendo desaparecido su contraparte. En
el interior, tallados en la propia madera del tronco, se podían distinguir un
camastro, una cómoda y una mesa con un par de taburetes a sus pies. En
una estantería se podían ver diferentes útiles y herramientas también
tallados en madera, así como utensilios de cocina, y algunos ingredientes
entre los que Gwyddion pudo distinguir y olfatear granos de café natural,
quedando obnubilado por su intensidad. Pese a la cantidad de útiles y botes,
parecía que nadie hubiese cocinado en el interior de aquel tronco hacía
muchos años. Sobre el catre todavía podía distinguirse una abultada ropa de
cama y el druida se acercó hasta allí, retiró la pesada sábana descubriendo
un cadáver completamente descompuesto tumbado boca arriba con los
brazos cruzados sobre su pecho, portando entre sus manos un papel.

El anciano, con la respiración entrecortada, lo sacó entre los dedos


muertos de su poseedor, con cuidado de no romper el frágil material, ajado
por la humedad del bosque y las continuas lluvias del planeta. Un pedazo se
rasgó y quedó atrapado entre las manos del difunto, pero pudo salvar la
mayor parte de la nota escrita en el antiguo idioma de su clase. Leyó con
voracidad las palabras escritas en él:

«He cuidado de este mundo durante decenios, aunque él no


necesitaba de cuidados. He vivido y he recibido cuanto he necesitado de él,
aunque él no me necesitó nunca. He alterado su perpetua paz y sus ciclos
naturales, aunque él sólo me ha dado tranquilidad. He sido un intruso,
aunque él me ha proporcionado un hogar.

Este mundo debe permanecer aislado e inalterado, por lo que los


druidas debemos desap…»

Las lágrimas recorrieron las arrugadas mejillas de Gwyddion,


consciente de la gravedad de lo que acababa de leer. Incluso en un paraíso
terrenal, en la misma encarnación de la Diosa Naturaleza, el hombre, aún
con la mejor de las intenciones, había modificado las condiciones del
planeta para acomodarlo a sus intereses, introduciendo miles de especies
invasoras, alterando espacios geográficos y climas para el crecimiento y
conservación de las especies introducidas. Una vez más había antepuesto
los intereses de la humanidad a la naturaleza y, en esta ocasión, no habían
sido malvados empresarios en busca de beneficios explotando sus recursos,
violentos caciques tratando de expandir sus fronteras o insensibles
inteligencias artificiales guiadas únicamente por el progreso; en esta
ocasión, habían sido los propios druidas, los guardianes de la naturaleza, los
que salvaguardaron el ecologismo durante siglos, los que lo habían utilizado
a su voluntad.

El anciano se dejó caer en uno de los taburetes con la nota aún en la


mano. Sus ojos vidriosos alternaban entre la visión del cadáver y la de la
nota. Sollozaba y le costaba llevar el aire a sus pulmones. Reflexionó sobre
el sentido de su misión ahora más que nunca. Su causa era noble y el
trabajo de los compañeros en Cernunnos le proporcionaba las herramientas
para llevarlo a cabo. Sin embargo, sabía que tanto sus compañeros se habían
equivocado alterando este bello planeta, como él creyendo que Kaltan podía
ser salvado después de siglos de maltrato. Si hubiese de renacer sería el
propio Kaltan el que debía llevar a cabo dicho proceso.
Dejó la nota sobre la mesa, notando el tacto de la madera, que no
existía en su hogar, en sus manos y se levantó con gran dificultad,
encaminándose al exterior. El aliento le faltaba. Era la atmósfera con el aire
más puro imaginable y él no era capaz de respirarlo. Achacó el problema a
un ataque de ansiedad, por lo que intentó alejarse lo máximo posible de
aquel refugio maldito. Pudo ver lo que parecían otras cabañas similares a la
que había visitado y se preguntó qué habría sido de sus habitantes. Se
acercó a una de ellas y pudo ver que estaba vacía. Casi sin resuello, llegó a
una segunda y comprobó que su dueño tampoco se encontraba allí desde
hacía siglos. Intentó correr, pero tropezó y su rodilla dio con el suelo con
dureza. Sofocado se arrastró a cuatro patas hasta una pequeña estructura de
madera fuera de los troncos habitados. Varias estelas se erigían desde el
suelo con diversos signos de protección inscritos en ellas. Se trataba de
tumbas: los sepulcros de aquellos que habían precedido al último de los
druidas que pereció en su hogar junto a una nota que no creyó que nadie
leería.

Gwyddion reptó jadeando hasta una de las estelas funerarias, posando


su mano en ella. Comprendió que no debía salir de allí, no debía volver a su
hogar y completar su misión, sino que tenía que unirse a los congéneres que
habían cometido su mismo error. Los implantes de sus vías respiratorias
comenzaron a pitar, señalando que no eran capaces de filtrar el aire del
entorno. El druida esbozó una amarga sonrisa, así que eso era, por eso no
podía respirar. Los sistemas que posibilitaban la vida en su devastado hogar
y permitían respirar su aire putrefacto no eran capaces de filtrar un aire tan
puro y su organismo tampoco estaba aceptando el cambio tan radical en la
calidad del aire, lo que hacía que se estuviese ahogando desde que llegó a
aquel edén. Se dejó caer sobre el húmedo suelo, clavándose como espinas
las hojas de las secuoyas, miró al cielo oculto por las copas de los árboles
sin poder vislumbrar el sol ni el cielo del planeta, pero sintiéndose arropado
por un precioso manto verde. Cerró los ojos e inspiró profundamente el
prístino aire de Cernunnos. Decidió que, después de todo, no era una mala
manera de morir.
***

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