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ÍNDICE
1. Introducción 3
2. Actitudes 4
3. Identidad social 17
5. Conclusión 28
6. Bibliografía 29
1. Introducción
La interacción social hace referencia a las relaciones que establecen las personas entre
sí, es decir, la manera en que se comportan unas respecto a otras cuando por algún motivo
entran en contacto (real, imaginario o simbólico).
En esta unidad abordaremos dos fenómenos psicosociales que dan cuenta de esos
códigos que mediatizan la interacción social, las actitudes y la identidad social. Trataremos
de ofrecer una visión interconectada de ambos fenómenos.
2. Actitudes
Las actitudes han sido un fenómeno extensamente estudiado en Psicología Social dada
su relevancia en el ámbito de la percepción y las relaciones intergrupales. Sin embargo, al
tratarse de un fenómeno mental su medición ha sido una de las cuestiones fundamentales
que ha tratado de abordar la Psicología social.
Desde que en 1962 Spencer utilizara por primera vez el término actitud para referirse a
que las personas disponían de una serie de patrones mentales que condicionaban su
percepción de las situaciones en las que se encontraban inmersas, sucedieron numerosos
intentos de definir este concepto.
Sin embargo, se considera que fueron Thomas y Znaniecki (1918) quienes introdujeron
este concepto en el campo de la psicología social atribuyéndole una doble dimensionalidad.
Entendían que además de factores individuales, entre los que se destacaba el papel de los
afectos, existían factores de naturaleza social que contribuían a su formación.
Se consideraba, por tanto, que las actitudes existían en tanto que podían ser inferidas a
partir de conductas observables. Sin embargo, desde un enfoque cognitivo comienza a
plantearse la hipótesis de que las actitudes existen aun cuando no son reveladas
externamente, es decir, independientemente de que sean manifestadas conductualmente
(Fazio, 2007).
Es en torno a los años noventa del siglo pasado cuando resurge el interés en la dimensión
cognitiva de las actitudes como consecuencia del auge de los modelos del procesamiento
de la información.
En esta línea, Eagly y Chaiken (1993) definieron la actitud como “una tendencia
psicológica que es expresada mediante la evaluación de una entidad con cierto grado de
aprobación o desaprobación” (p.1). En esta concepción podemos identificar tres
características esenciales: la actitud es una tendencia a evaluar de cierta forma un objeto
actitudinal.
Una de las nociones más utilizadas para explicar la constitución de las actitudes es la
denominada concepción tripartita. Desde esta perspectiva, la actitud está formada por tres
componentes:
frecuente que, al hacer referencia a cualquiera de ellos, se haga alusión a los restantes. Sin
embargo, no siempre se les atribuye el mismo peso respecto a la formación de las
actitudes.
Entre los modelos explicativos de la formación de las actitudes nos encontramos los
modelos unidimensionales que enfatizan la dimensión evaluativa-emocional de la actitud
y, aunque reconocen su relación con las creencias y las conductas, entienden que se trata
de constructos diferenciados; los modelos bidimensionales que resaltan el papel de los
componentes cognitivo y emocional, considerando la conducta como una consecuencia de
ambos; y, por último, los modelos tridimensionales que otorgan el mismo peso a los
componentes de tipo cognitivo, emocional y conativo.
El grado de fuerza que posee una actitud vendrá determinado por la intersección de
diversas variables objetivas y subjetivas que, siguiendo a Briñol et al. (2013), mostramos a
continuación.
Variables objetivas
Las variables objetivas refieren indicadores operativos que nos informan acerca de
diferentes propiedades de la actitud: dirección e intensidad, la accesibilidad, la
ambivalencia, la estabilidad, la resistencia y la capacidad predictiva.
Variables subjetivas
• Confianza. Se refiere al grado de seguridad con que una persona sostiene una
actitud determinada. La confianza depende de otros aspectos como la experiencia directa,
el grado en que es compartida socialmente, su accesibilidad y su intensidad. También de
factores individuales como la personalidad, factores sociodemográficos o situacionales.
Cuanta más confianza se atribuye a una actitud, mayor resistencia, estabilidad y capacidad
predictiva presenta.
• Conocimiento. Hace alusión al grado de conocimiento que una persona cree tener
(no necesariamente, el que en realidad posee) sobre la actitud propiamente dicha y no
sobre el objeto hacia el que se dirige. Esta variable, cuanto mayor, más capacidad predictiva
respecto a conductas relacionadas con la actitud.
En este sentido, la revisión sobre la concepción tripartita de las actitudes elaborada por
Eagly y Chaiken (2007) nos ayuda a vislumbrar algunos aspectos clave. Estas autoras
plantean que:
• Las actitudes operan tanto a nivel explícito como implícito. Esta diferenciación alude
primordialmente al grado de conciencia que una persona tiene sobre una actitud específica
propia. Por consiguiente, cuando opera a nivel explícito, decimos que es consciente y puede
ser en mayor medida identificada. Por el contrario, a nivel implícitos es menos consciente
y controlable. Esta categorización de las actitudes basada en el conocimiento consciente o
inconsciente representa tan solo una parte de la explicación del fenómeno actitudinal.
Además, hemos de tener en cuenta dos consideraciones: por una parte, que las personas
reconozcan que poseen una determinada actitud, no implica necesariamente que las valore
positivamente; y, por otra, que el desconocimiento de que se mantienen determinadas
actitudes (implícitas) pueden hacerse conscientes, y por tanto explícitas, mediante diversos
procesos.
• Frente a una tendencia interna que puede ser más o menos estable, los efectos
producidos por determinados aspectos contextuales incrementan la variabilidad de las
respuestas. La variabilidad en las respuestas no es, por tanto, sinónimo de inestabilidad de
la actitud y/o inconsistencia de las respuestas evaluativas, aspectos más relacionados con
la conceptualización de actitud como tendencia interna; sino el reflejo de la influencia que
ejerce el contexto en la manifestación de las actitudes.
En tanto que se trata de aprendizajes, la adquisición de actitudes opera bajo los mismos
preceptos, pudiendo analizarse desde diferentes enfoques. Desde la perspectiva
conductista, el aprendizaje de actitudes responde a procesos de condicionamiento.
Desde una perspectiva cognitivista, la adquisición de las actitudes está mediatizada por
diferentes procesos psicológicos que ocurren respecto a los tres tipos de información sobre
las que se realizan evaluaciones (Briñol et al., 2013).
La información afectiva ejerce también una poderosa influencia en las evaluaciones que
realizamos sobre el objeto actitudinal. De hecho, en numerosas ocasiones el
procesamiento de este tipo de información suele ocurrir de manera inconsciente y
automática, precediendo y sesgando el procesamiento de información cognitiva (proceso
denominado priming afectivo).
Este fenómeno psicológico alude al conflicto interno que se produce a raíz de percibir
cierta incongruencia entre cómo pensamos, sentimos y actuamos. La discrepancia entre
cognición, afecto y conducta evidencia la inconsistencia de nuestro comportamiento, lo
que conlleva cierta cuota de tensión y malestar. En un intento de reestablecer el equilibrio
interno, las personas buscamos estrategias para reducir o eliminar ese estado aversivo.
Habitualmente, tratamos de racionalizar nuestras inconsistencias, aportando razones que
Comprender las funciones que cumple la actitud resulta esencial en su estudio. Aunque
en la literatura existente encontramos diversidad de clasificaciones y funciones, aquí
presentaremos las más destacadas en términos motivacionales, es decir, en la medida en
que tratan de satisfacer necesidades individuales. Su denominador común es que todas
ellas ocurren en el seno de dinámicas grupales y están íntimamente relacionadas con el
sistema organizado de conocimiento al que se adscribe un determinado grupo y, por ende,
sus miembros.
Las actitudes nos permiten organizar la información proveniente del medio social en
términos evaluativos, positivos y negativos, incrementando así nuestra sensación de
control sobre el mismo. Además, procesamiento de esta información está fuertemente
influenciado por las actitudes que poseemos, pues median, entre otros, procesos
cognitivos de atención, de codificación de la información y de recuperación de la memoria.
Esto implica que, por ejemplo, atendamos a aquellos aspectos que resultan congruentes
con nuestras actitudes y obviemos o rechacemos aquellos que no se encuentren en
consonancia con ellas (Briñol et al., 2013; Marín y Martínez-Pecino, 2012).
Así, las actitudes activan mecanismos más primarios tales como la evitación o el rechazo
directo, u otros más complejos como la racionalización o la proyección, asegurando la
autoprotección y la adaptación de la persona al medio (Marín y Martínez-Pecino, 2012).
3. Identidad social
En más de una ocasión hemos aludido a que las personas nos encontramos en entornos
saturados de información con la que interactuamos de manera permanente, de tal forma
que su simplificación y organización resulta de vital importancia. En definitiva, se trata de
una serie de representaciones mentales que, a modo de categorías, nos permite
estructurar e interpretar la información que nos llega del entorno social.
Como primera aproximación al concepto de identidad social diremos que es aquella que
deriva, ya no de la mera interacción con otras personas, como vimos en el capítulo anterior,
sino del hecho de pertenecer a grupos a lo largo de la vida.
1979); la identidad posee una dimensión social, definida como: “la parte del autoconcepto
del individuo que deriva del conocimiento que posee un individuo de que pertenece a
determinados grupos sociales junto a la significación emocional y de valor que tiene para
él/ella dicha pertenencia” (Tajfel, 1981, p. 255).
El autoconcepto, por tanto, no solo posee una dimensión individual (como hemos visto
en la unidad anterior), sino también social. Nos definimos a través de características
distintivas y, como no es de extrañar, también comunes. Características que consideramos
tener en común con otros miembros de nuestros grupos de referencia. Sin embargo,
nuestra definición de quién somos en tanto miembros de un grupo (endogrupo), implica
necesariamente definirnos respecto a quienes no somos (exogrupo).
identidad social y las actitudes, como fenómenos que articulan, justifican y mantienen el
status quo.
• El término identificación tiene que ver con el proceso mediante el que una persona
se adscribe a una categoría, denominado autocategorización en la Teoría de la
categorización del yo (Turner, 1982; Turner et al., 1987). En este sentido, una persona
puede identificarse con numerosos grupos a lo largo de su vida y, además, clasificarse a sí
misma como miembro de múltiples grupos simultáneamente.
Así, en el proceso dialéctico que se establece entre lo que soy y no soy; los grupos con
los que me identifico y los que nos; más las evaluaciones que se desprenden de dichos
procesos, tiene lugar la construcción social de la identidad.
Partiendo de las aportaciones realizadas por la TIS, Gaviria et al. (2007), señalan que la
identidad social es el resultado de la conjunción de procesos de naturaleza individual,
grupal y macrosocial.
A nivel macrosocial, se entiende que el contexto determina qué categorías sociales son
valorados positiva o negativamente, así como el grado de dicha valoración. En este sentido,
los procesos macrosociales contribuyen a la construcción de la identidad social en
conjunción con los procesos grupales e individuales.
La identificación con un determinado grupo social implica que asumamos como propias
representaciones sociales compartidas acerca de los grupos presentes en el contexto
social. En este sentido, los estereotipos constituyen las categorías a partir de las que
representamos mentalmente a los grupos y en base a los cuales se produce un proceso de
estereotipia. Esto es, el grado en que una persona asume las creencias derivadas de los
estereotipos compartidos.
Basándonos en las aportaciones realizadas por Tajfel (1981), la estereotipia ocurre a dos
niveles: uno individual, definido como el proceso cognitivo mediante el que se organiza la
percepción en función de valores que poseen importancia para la persona; y otro grupal,
relacionado con las percepciones compartidas socialmente que se utilizan para explicar y
justificar sucesos sociales.
No obstante, los estereotipos acerca de los grupos, en tanto esquemas, no solo influyen
en nuestra percepción e interpretación del medio social sino también en la manera en que
nos desenvolvemos en él. Esto es, las estereotipia refiere a nivel descriptivo el grado en
que una persona utiliza las representaciones sociales compartidas acerca de un
determinado grupo social para evaluar o realizar inferencias acerca de sus miembros; y a
nivel prescriptivo, el grado en que las creencias, las normas y los valores asociados a una
identidad social concreta (estereotipo), se ven reflejados en el comportamiento de las
personas que se identifican como miembros de dicha categoría (Herrera y Reicher, 2007;
Bonilla, 2010).
El prejuicio como una actitud intergrupal aparece como un rasgo inherente a las
sociedades humanas a lo largo de la historia. Su conceptualización nos devuelve a la unidad
anterior, donde definíamos el prejuicio como una actitud relativamente estable de carácter
negativo; dirigida hacia las personas en función de su pertenencia a un grupo o categoría
social; basada en determinadas creencias socialmente compartidas (estereotipos) acerca
de rasgos y características atribuidos a dicha categoría; que además condicionarán el
comportamiento individual, intencional y manifiesto, en el marco de las relaciones
interpersonales que ocurren en un contexto estructural y cultural determinados.
Por consiguiente, las actitudes prejuiciosas pueden ser dirigidas hacia otros grupos en
función de uno o varios aspectos distintivos que se atribuyen al mismo. Características
consideradas atípicas en tanto que se desvían de la norma, es decir, en comparación con
otras que se atribuyen a los grupos dominantes o de referencia. Dichos atributos pueden
ser representados a lo largo de un continuum en términos de objetividad, cuando se trata
de rasgos directamente observables y medibles como pueden ser el color de la piel y el
sexo; y subjetivos, cuando se alude a aquellos que no observables directamente, pero que
son percibidos como atributos asociados a los miembros de un grupo por la mera
pertenencia al mismo (Enesco y Guerrero, 2011).
A pesar de que inicialmente los estudios sobre las actitudes prejuiciosas y sus
componentes se abordaban desde una óptica individual y normalmente se atribuían a
factores de personalidad, desarrollos teóricos recientes destacan la importancia de los
factores situacional y contextual. Es decir, la explicación acerca de la generalización o no,
Como vimos anteriormente, la TIS establece que las personas hacen lo posible por
conservar una identidad social positiva y que mediante procesos de comparación entre el
engrupo y los exogrupos de relevancia a nivel social, cuando la valoración resultante es
positiva, se produce distintividad social positiva. Sin embargo, ahora debemos
preguntarnos qué ocurre cuando el resultado de tal comparación es negativo para el propio
grupo.
• La competición social. Implica dirigir los esfuerzos competir con el exogrupo para
lograr una distintividad social positiva. Esto es, tratar de superar al exogrupo en la
dimensión en la que este le aventajaba anteriormente, por ejemplo, a través del
establecimiento de mecanismos de favoritismo endogrupal y de rechazo exogrupal. La
cuestión aquí es ser mejores que el otro grupo, no solo diferentes.
Y aquí adquiere especial relevancia la Teoría del conflicto realista (Sherif y Sherif, 1953;
Sherif, 1966). En ella se establece que las raíces del prejuicio encuentran su origen en la
competición que se produce entre grupos por recursos limitados o cuando mantienen
metas contrapuestas. Hablamos, por tanto, de una competición más de tipo instrumental
que surge a consecuencia de un conflicto intergrupal.
que ver con los sesgos que contribuyen al mantenimiento de determinadas actitudes
intergrupales.
Allport (1954) señaló en su Tesis del contacto que este sesgo se produce como
consecuencia de un escaso contacto entre los grupos. Aunque se trata de un planteamiento
ampliamente aceptado, lo cierto es que no parece cumplirse en todas las relaciones
intergrupales. Por ejemplo, su aplicación a la dimensión del género no resulta evidente, ya
que las relaciones intergénero están basadas en una interdependencia y
complementariedad que no ocurre en otras relaciones intergrupales. Esto es, mujeres y
hombres inevitablemente interactuamos de manera constante y, de todos es sabido, que
no siempre se reduce la acción de este sesgo.
Aunque con excepciones, en términos generales, el éxito de los miembros del exogrupo
se atribuye a factores externos relacionados con el favoritismo o el azar, mientras que a
sus fracasos se le atribuyen causas internas (por ejemplo, la incompetencia). Por el
contrario, el éxito de los miembros del endogrupo se atribuye a factores internos y sus
fracasos, a factores externos.
5. Conclusión
En esta unidad hemos abordado las principales claves para comprender cómo, bajo la
influencia de factores de diversa naturaleza, se construyen las actitudes y la identidad social
a nivel individual, así como sus implicaciones y consecuencias en la interacción social.
6. Bibliografía
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