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Psicología Social

UNIDAD 4. ACTITUDES E IDENTIDAD SOCIAL


Unidad 4. Actitudes e identidad social

ÍNDICE
1. Introducción 3

2. Actitudes 4

2.1. Concepto de actitud 4

2.1.1. Componentes de la actitud 6

2.2. Fortaleza de las actitudes 7

2.3. Claves para el esclarecimiento de la actitud 9

2.4 Formación de actitudes 12

2.5. Funciones de la actitud 15

3. Identidad social 17

3.1. Construcción individual de la identidad social 19

3.2. Procesos individuales, grupales y macrosociales 20

3.3. Identidad social e influencia en el comportamiento 20

4. Actitudes, identidad social y prejuicio 22

4.1. Procesos individuales, grupales y macrosociales 23

4.2. Efectos del prejuicio 23

4.3. Identidad social y sesgos intergrupales 25

5. Conclusión 28

6. Bibliografía 29

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Unidad 4. Actitudes e identidad social

1. Introducción

En el campo psicosocial, la interacción social constituye un fenómeno especialmente


relevante cuyo análisis nos permite seguir ahondando en la comprensión del
comportamiento social.

La interacción social hace referencia a las relaciones que establecen las personas entre
sí, es decir, la manera en que se comportan unas respecto a otras cuando por algún motivo
entran en contacto (real, imaginario o simbólico).

Como ocurre en tantos fenómenos de naturaleza psicosocial, la interacción social


imbrica diversos procesos individuales, interpersonales, intergrupales y societales, que
atraviesan simultáneamente las dimensiones psicológica, psicosocial y social de las
personas, influyendo potentemente en la manera en la que nos comportamos respecto a
otras personas y grupos en un contexto social determinado.

Cualquier encuentro entre personas implica reconocer dos agentes socialmente


caracterizados y situados. Esto es, portadoras de una serie de códigos individuales y
sociales que le permiten desenvolverse en situaciones de interacción enmarcadas en un
contexto cultural concreto.

En esta unidad abordaremos dos fenómenos psicosociales que dan cuenta de esos
códigos que mediatizan la interacción social, las actitudes y la identidad social. Trataremos
de ofrecer una visión interconectada de ambos fenómenos.

La importancia de abordar estos constructos siguiendo una estructura de análisis en tres


niveles (individual, grupal y social) radica en facilitar la comprensión sobre cómo
contribuyen factores de distinta naturaleza a un mismo fenómeno, por definición,
complejo y multicausal.

En términos de relaciones sociales, las actitudes y la identidad social aparecen como


elementos estrechamente vinculados al fenómeno de los prejuicios, actuando
habitualmente como variables moderadoras de sus antecedentes y consecuentes.

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2. Actitudes

Las actitudes han sido un fenómeno extensamente estudiado en Psicología Social dada
su relevancia en el ámbito de la percepción y las relaciones intergrupales. Sin embargo, al
tratarse de un fenómeno mental su medición ha sido una de las cuestiones fundamentales
que ha tratado de abordar la Psicología social.

Históricamente, la construcción teórica del ámbito de las actitudes ha estado marcada


por la controversia, dando lugar a diversas concepciones que enfatizaban diferencialmente
entre la dimensión individual y social de la actitud y que, a su vez, han derivado en líneas
de investigación muy variadas.

Desde que en 1962 Spencer utilizara por primera vez el término actitud para referirse a
que las personas disponían de una serie de patrones mentales que condicionaban su
percepción de las situaciones en las que se encontraban inmersas, sucedieron numerosos
intentos de definir este concepto.

Sin embargo, se considera que fueron Thomas y Znaniecki (1918) quienes introdujeron
este concepto en el campo de la psicología social atribuyéndole una doble dimensionalidad.
Entendían que además de factores individuales, entre los que se destacaba el papel de los
afectos, existían factores de naturaleza social que contribuían a su formación.

2.1. Concepto de actitud

En un primer momento, las definiciones a propósito del término aparecían centradas en


la dimensión individual y más concretamente en la conducta observable. A raíz de las
publicaciones de Thurstone (1929) y Likert (1932), quienes se dedicaron a la medición de
las actitudes como cualidades observables, en 1935 Allport proporcionó una definición que
incluso hoy goza de gran aceptación.

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Allport entendía la actitud como una tendencia o disposición a pensar, sentir y


comportarse de una determinada manera ante objetos o situaciones concretas, que es
adquirida a través de la experiencia (Pallí y Martínez, 2011; Guerra y Cantillo, 2012).

Se consideraba, por tanto, que las actitudes existían en tanto que podían ser inferidas a
partir de conductas observables. Sin embargo, desde un enfoque cognitivo comienza a
plantearse la hipótesis de que las actitudes existen aun cuando no son reveladas
externamente, es decir, independientemente de que sean manifestadas conductualmente
(Fazio, 2007).

Es en torno a los años noventa del siglo pasado cuando resurge el interés en la dimensión
cognitiva de las actitudes como consecuencia del auge de los modelos del procesamiento
de la información.

En esta línea, Eagly y Chaiken (1993) definieron la actitud como “una tendencia
psicológica que es expresada mediante la evaluación de una entidad con cierto grado de
aprobación o desaprobación” (p.1). En esta concepción podemos identificar tres
características esenciales: la actitud es una tendencia a evaluar de cierta forma un objeto
actitudinal.

• La tendencia se define como una propiedad latente de la persona que da lugar a


valoraciones y, en efecto, a respuestas tanto emocionales como conductuales. Se establece
así una distinción entre tendencia interna como actitud en sí misma y las respuestas que
expresan actitudes.

• La evaluación se refiere a la valoración en términos favorables o desfavorables


respecto objeto actitudinal. Se concibe como cualquier tipo de respuesta evaluativa, ya
sean cognitivas, afectivas o conductuales, directas o sutiles, conscientes o inconscientes.
Entienden, por tanto, las respuestas evaluativas como expresiones o manifestaciones, no
siempre externas, de la tendencia interna que constituye la actitud.

• El objeto actitudinal constituye la entidad que suscita la respuesta evaluativa. Puede


ser cualquier que podamos imaginar: una persona, una ciudad, una ideología y, también,
un grupo social. Hablamos, pues, de objetos concretos o abstractos, así como individuales
o colectivos.

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2.1.1 Componentes de la actitud

Una de las nociones más utilizadas para explicar la constitución de las actitudes es la
denominada concepción tripartita. Desde esta perspectiva, la actitud está formada por tres
componentes:

• Componente afectivo. Relacionado con las emociones, sentimientos y estados de


ánimo asociados al objeto actitudinal que se activan en su presencia. La experimentación
de determinados afectos desencadena una respuesta evaluativa que, como hemos dicho,
resulta en términos favorables o desfavorables. En este sentido, el componente afectivo se
constituye como el elemento fundamental en la formación de determinadas actitudes,
puesto que su participación es esencial en la determinación tanto de su valencia como de
su intensidad.

• Componente cognitivo. Refiere el conjunto de creencias que subyacen a una actitud


determinada respecto a un objeto actitudinal, cómo se encuentran organizadas en una
estructura jerárquica mental y el grado de generalidad-especificidad que presentan. Dichas
creencias generalmente consisten en asociaciones entre determinadas propiedades y el
objeto de actitud. Rasgos y características que son evaluados como positivos o negativos
por el sujeto actitudinal. De esta forma, evaluaciones negativas y positivas darán lugar a
asociaciones de la misma valencia, aunque, como hemos visto en la unidad anterior,
también puede ocurrir que concurran ambos tipos de evaluaciones hacia un mismo objeto.
En este caso, se denominan actitudes ambivalentes.

• Componente conativo o conductual. Representa la tendencia a actuar ante el


objeto actitudinal de una manera determinada. Se trata de las tendencias conductuales
positivas, neutras o negativas que se activan hacia el objeto de actitud. Incluye tanto la
conducta manifiesta como las intenciones de conducta.

Habitualmente los componentes afectivo, cognitivo y conativo de la actitud presentan


alta consistencia, es decir, suelen guardar coherencia entre sí. Resulta difícil presentarlos
como componentes estanco, perfectamente diferenciados unos de otros, por lo que es

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frecuente que, al hacer referencia a cualquiera de ellos, se haga alusión a los restantes. Sin
embargo, no siempre se les atribuye el mismo peso respecto a la formación de las
actitudes.

Entre los modelos explicativos de la formación de las actitudes nos encontramos los
modelos unidimensionales que enfatizan la dimensión evaluativa-emocional de la actitud
y, aunque reconocen su relación con las creencias y las conductas, entienden que se trata
de constructos diferenciados; los modelos bidimensionales que resaltan el papel de los
componentes cognitivo y emocional, considerando la conducta como una consecuencia de
ambos; y, por último, los modelos tridimensionales que otorgan el mismo peso a los
componentes de tipo cognitivo, emocional y conativo.

Ante esta controversia, lo esencial en la comprensión de las actitudes es que,


independientemente de la importancia que se le otorgue a cada componente, todos lo son
en relación a la misma.

2.2. Fortaleza de las actitudes

La fortaleza de las actitudes alude a la influencia que ejercen sobre nuestro


comportamiento. Por tanto, la fuerza con la que opera una actitud se refiere al grado de
estabilidad que presenta a lo largo del tiempo, la resistencia que opone ante informaciones
que la contradicen y los efectos que produce en términos predictivos (la medida en que
predicen comportamientos).

El grado de fuerza que posee una actitud vendrá determinado por la intersección de
diversas variables objetivas y subjetivas que, siguiendo a Briñol et al. (2013), mostramos a
continuación.

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Variables objetivas

Las variables objetivas refieren indicadores operativos que nos informan acerca de
diferentes propiedades de la actitud: dirección e intensidad, la accesibilidad, la
ambivalencia, la estabilidad, la resistencia y la capacidad predictiva.

• Dirección e intensidad. La dirección se refiere a la valencia positiva, neutral o


negativa de la actitud; mientras que la intensidad se refiere al grado mayor o menor de
polarización de dicha valencia.

• Accesibilidad. Hace alusión al grado de espontaneidad con que una actitud es


activada. Aquellas más accesibles influyen en mayor medida en la percepción y evaluación
de la realidad.

• Ambivalencia. Ocurre cuando, ante un mismo objeto de actitudinal, se sostienen


evaluaciones de tipo positivo y de tipo negativo de manera simultánea, cada una de ellas
con su correspondiente intensidad.

• Estabilidad. Se refiere a su persistencia a lo largo del tiempo sin sufrir apenas


variaciones. De este modo, hablamos de actitudes fuertes cuando son estables y
permanecen invariable a lo largo del tiempo, y de actitudes débiles cuando ocurre lo
contrario.

• Resistencia. Indica el grado de inmutabilidad ante informaciones que contradicen la


actitud. Aquellas que presentan un alto grado de resistencia se consideran fuertes;
mientras que las que poseen un grado bajo se consideran débiles.

• Capacidad predictiva. Hace alusión al grado en que una actitud predice


comportamientos asociados. Cuanto más fuerte es, mayor capacidad predictiva; si bien es
cierto que esta relación entre actitud y conducta está influenciada por factores ambientales
e individuales que intervienen en su manifestación, así como por el grado de especificidad
de la conducta en cuestión.

Variables subjetivas

Las variables subjetivas aluden a indicadores metacognitivos basados en las


percepciones que posee la persona respecto a cómo opera una actitud determinada en su

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desempeño. Constituyen, pues, evaluaciones subjetivas que la persona realiza respecto a


los parámetros objetivos (emisión de juicios sobre las variables objetivas), así como acerca
de la confianza, importancia y conocimiento que posee sobre la actitud.

• Confianza. Se refiere al grado de seguridad con que una persona sostiene una
actitud determinada. La confianza depende de otros aspectos como la experiencia directa,
el grado en que es compartida socialmente, su accesibilidad y su intensidad. También de
factores individuales como la personalidad, factores sociodemográficos o situacionales.
Cuanta más confianza se atribuye a una actitud, mayor resistencia, estabilidad y capacidad
predictiva presenta.

• Importancia. Representa el grado de relevancia que la persona otorga a la actitud


evaluada. Es el juicio emitido sobre el hecho de mantener una actitud determinada. De este
modo, cuanta más significación posea el objeto de actitud para la persona, mayor será la
probabilidad de que la persona apoye su actitud en información objetiva; sin embargo,
cuando se trata de evaluar la actitud en sí misma que resulta relevante, es más probable
que se produzca una búsqueda y procesamiento sesgado de la información respecto al
objeto de actitud.

• Conocimiento. Hace alusión al grado de conocimiento que una persona cree tener
(no necesariamente, el que en realidad posee) sobre la actitud propiamente dicha y no
sobre el objeto hacia el que se dirige. Esta variable, cuanto mayor, más capacidad predictiva
respecto a conductas relacionadas con la actitud.

2.3. Claves para el esclarecimiento de la actitud

Tradicionalmente, la compresión de la naturaleza de las actitudes ha sido objeto de


interés científico. Históricamente, se ha definido este constructo de diversas maneras y
atendiendo a marcos teóricos particulares. Ante la vasta producción científica, parece un
asunto difuso y marcado por la controversia que ahoga los intentos por organizar el
conocimiento. Ahora, la cuestión que hemos de plantearnos es cómo podemos conjugar
todos los conocimientos acerca de la actitud de manera que facilite su comprensión.

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En este sentido, la revisión sobre la concepción tripartita de las actitudes elaborada por
Eagly y Chaiken (2007) nos ayuda a vislumbrar algunos aspectos clave. Estas autoras
plantean que:

• Con carácter definitorio, la dimensión evaluativa se constituye como el componente


fundamental de las actitudes.

• Las cogniciones, los afectos y el comportamiento constituyen en sí, más que


antecedentes de la actitud, tres tipos de respuestas evaluativas cognitivas, emocionales y
conductuales que un determinado objeto actitudinal puede elicitar.

o La respuesta cognitiva de las actitudes consiste en asociaciones que las personas


establecen entre un objeto de actitud y varias particularidades que le atribuyen.

o La respuesta afectiva consiste en el conjunto de sentimientos, emociones y


respuestas fisiológicas que pueden acompañar a la experiencia afectiva.

o La respuesta conductual se refiere a las acciones abiertas dirigidas hacia el objeto


de la actitud, así como a las intenciones de actuar.

• Las respuestas evaluativas pueden ser positivas o negativas, presentando


variaciones de intensidad a lo largo de un continuum y que, en algunos casos, pueden
resultar neutrales respecto a sus implicaciones.

• Las actitudes pueden ser formadas o expresadas primaria o exclusivamente, sobre


la base de uno de estos procesos (cognitivos, afectivos y/o conductuales) o, incluso, de la
combinación de algunos o todos ellos.

• Sus componentes pueden ser, al mismo tiempo, antecedentes y consecuencias de


la actitud a la que se encuentran asociados. Existe, pues, una interrelación bidireccional
entre componentes y actitud. En otras palabras, los componentes forjan actitudes, y las
actitudes dan contenido a los componentes.

• La actitud constituye un almacén de experiencias pasadas, denominadas residuos


mentales, asociadas con el objeto actitudinal. Los residuos mentales son, por tanto,
asociaciones almacenadas en la memoria entre determinados atributos y el objeto de
actitud. Podemos diferenciar entre residuos cognitivos, afectivos y conductuales, aunque

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no necesariamente todos han de estar involucrados en la tendencia interna que constituye


la actitud.

• Las asociaciones mentales pueden ser estructuradas a dos niveles: intra-actitudinal,


relacionada con al conjunto de asociaciones cognitivas, emocionales y/o conductuales que,
presentando consistencia o ambivalencia entre ellas, constituyen una actitud como tal; o
inter-actitudinal, cuando dos o más actitudes se integran en una misma estructura, como
puede ser el caso de las ideologías, los valores, los prejuicios e, incluso, los estereotipos. En
este sentido, ambas estructuras reflejan diferentes maneras en las que se constituye una
actitud. Las personas pueden configurar sus actitudes, como ya hemos dicho, a partir de
experiencias directas o indirectas, mediante las que se establecen asociaciones entre
determinadas evaluaciones cognitivas, emocionales y conductuales, y el objeto actitudinal.
Y también, partiendo de asociaciones de carácter específico, pueden formarse otras
actitudes más generales y abstractas.

• No todas las actitudes están representadas en la memoria a modo de fuertes


vínculos asociativos con el objeto actitudinal. Existen situaciones en las que tienen que ser
construidas inmediatamente como respuesta a demandas urgentes de la situación. Así, la
actitud es construida con mayor o menor esfuerzo en función de variables motivacionales.
Por ejemplo, puede ser construida tras la deliberación pormenorizada sobre los atributos
específicos que caracterizan al objeto evaluado y la valoración positiva o negativa de los
mismos. Sin embargo, otras pueden ser construidas con menor esfuerzo debido a su
similitud con otras actitudes ya almacenadas en la memoria.

• La activación más o menos automática de las actitudes está relacionada con el


número y la potencia de las asociaciones almacenadas en la memoria. Además, estos
residuos pueden ser activados de múltiples formas y de manera parcial o total,
dependiendo de factores situacionales y su relación con los residuos mentales.

• Las actitudes operan tanto a nivel explícito como implícito. Esta diferenciación alude
primordialmente al grado de conciencia que una persona tiene sobre una actitud específica
propia. Por consiguiente, cuando opera a nivel explícito, decimos que es consciente y puede
ser en mayor medida identificada. Por el contrario, a nivel implícitos es menos consciente
y controlable. Esta categorización de las actitudes basada en el conocimiento consciente o

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inconsciente representa tan solo una parte de la explicación del fenómeno actitudinal.
Además, hemos de tener en cuenta dos consideraciones: por una parte, que las personas
reconozcan que poseen una determinada actitud, no implica necesariamente que las valore
positivamente; y, por otra, que el desconocimiento de que se mantienen determinadas
actitudes (implícitas) pueden hacerse conscientes, y por tanto explícitas, mediante diversos
procesos.

• Frente a una tendencia interna que puede ser más o menos estable, los efectos
producidos por determinados aspectos contextuales incrementan la variabilidad de las
respuestas. La variabilidad en las respuestas no es, por tanto, sinónimo de inestabilidad de
la actitud y/o inconsistencia de las respuestas evaluativas, aspectos más relacionados con
la conceptualización de actitud como tendencia interna; sino el reflejo de la influencia que
ejerce el contexto en la manifestación de las actitudes.

2.4. Formación de actitudes

La mayoría de las actitudes poseen una naturaleza aprendida, fruto de la interacción de


la persona con su ambiente social. En efecto, tanto las cualidades individuales como las
contextuales (grupales, sociales y culturales), favorecen o no que ciertas actitudes sean
adquiridas individualmente, compartidas socialmente y se mantengan a lo largo del
tiempo.

Uno de los elementos más determinantes en la adquisición y formación de las actitudes


es el proceso de socialización pues, a través de él, las personas “incorporan normas, roles,
valores, actitudes y creencias, a partir del contexto sociohistórico en el que se encuentran
insertos a través de los agentes de socialización” (Simkin y Becerra, 2013, p.122). En este
sentido, adquieren especial relevancia familia, la escuela, los medios de comunicación, los
grupos de iguales y los grupos sociales de pertenencia, como fuente de transmisión de
transmisión y reproducción de actitudes.

En tanto que se trata de aprendizajes, la adquisición de actitudes opera bajo los mismos
preceptos, pudiendo analizarse desde diferentes enfoques. Desde la perspectiva
conductista, el aprendizaje de actitudes responde a procesos de condicionamiento.

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• Condicionamiento clásico. Mediante la asociación entre un estímulo


incondicionado (delincuencia) que genera una respuesta incondicionada (miedo) a un
estímulo inicialmente neutro (grupo social), de tal forma que la mera presencia este (ahora
condicionado) provoque la misma respuesta (también condicionada).

• Condicionamiento instrumental, asociado a las contingencias que siguen a un


comportamiento determinado. Por ejemplo, el grado de aceptación (refuerzo) o rechazo
social (castigo) que obtengamos por comportarnos de una determinada manera, actúan
como elementos moderadores de nuestras actitudes.

• Condicionamiento vicario. La observación del comportamiento de otras personas


(modelos) y sus consecuencias, pueden incrementar o disminuir la probabilidad de
manifestemos dicho comportamiento. Por ejemplo, si ante un comentario racista o sexista
de un familiar cercano y significativo, observamos que el resto de personas se ríen, es más
probable que entendamos como adecuado ese comportamiento.

Desde una perspectiva cognitivista, la adquisición de las actitudes está mediatizada por
diferentes procesos psicológicos que ocurren respecto a los tres tipos de información sobre
las que se realizan evaluaciones (Briñol et al., 2013).

Cuando se trata de información cognitiva tales como pensamientos y creencias que


desarrollamos respecto al objeto actitudinal, su adquisición está basada
fundamentalmente en la experiencia personal o indirecta y vinculada a la probabilidad y el
deseo de manifestar una conducta.

En este sentido, adquiere especial relevancia el Modelo de la acción razonada (Fishbein


y Ajzen, 1975; Ajzen, 1991) en el cual se establece que el comportamiento social viene
determinado, en primera estancia, por la intención o no de actuar (motivación) de una
determinada manera, como resultado de haber hecho una valoración entre lo que creemos
que debemos hacer (actitudes) y lo que percibimos que otras personas creen que debemos
hacer (normas sociales).

Sin embargo, no siempre nuestro comportamiento es resultado de una acción


deliberada. Muchas otras veces, nuestro comportamiento manifiesto se produce de

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manera espontánea y responde a procesos cognitivos con un carácter más automático e


inconsciente, dependiendo de la accesibilidad de la actitud y factores contextuales.
Además, la expresión de las actitudes tiene un origen multicausal que no puede ser
reducido al binomio valor-expectativa. Esto explicaría por qué dos personas con la misma
intención de conducta puedan manifestarla o no en situaciones similares.

La información afectiva ejerce también una poderosa influencia en las evaluaciones que
realizamos sobre el objeto actitudinal. De hecho, en numerosas ocasiones el
procesamiento de este tipo de información suele ocurrir de manera inconsciente y
automática, precediendo y sesgando el procesamiento de información cognitiva (proceso
denominado priming afectivo).

También el efecto de la mera exposición (Zajonc, 1968) explica cómo la exposición


repetida a un determinado estímulo (por ejemplo, un grupo social) relativamente
novedoso, sobre el que aún no hemos formado una impresión, se asocia a una mayor
probabilidad de evaluarlo de manera positiva. Este efecto pone de relieve el vínculo entre
familiaridad y preferencia, y sus efectos ante la reducción de la incertidumbre. Por el
contrario, si se trata de un estímulo sobre el que ya se ha realizado una evaluación previa
o sobre el que ya pesa una actitud determinada (positivas o negativas), la exposición al
estímulo solo incrementa la respuesta original de la misma valencia.

Cuando nos centramos en los efectos que el comportamiento produce en nuestras


tendencias o estados internos, hablamos de información conductual. Además de procesos
de condicionamiento vinculados al procesamiento de este tipo de información, la
autopercepción o los sesgos de confirmación; hemos de destacar el papel que desempeña
en la adquisición de actitudes la disonancia cognitiva (Festinger, 1957).

Este fenómeno psicológico alude al conflicto interno que se produce a raíz de percibir
cierta incongruencia entre cómo pensamos, sentimos y actuamos. La discrepancia entre
cognición, afecto y conducta evidencia la inconsistencia de nuestro comportamiento, lo
que conlleva cierta cuota de tensión y malestar. En un intento de reestablecer el equilibrio
interno, las personas buscamos estrategias para reducir o eliminar ese estado aversivo.
Habitualmente, tratamos de racionalizar nuestras inconsistencias, aportando razones que

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proporcionen coherencia a las incoherencias, en lugar de aceptarlas. En otras ocasiones,


realizamos esfuerzo por devolver la consistencia, unas veces con mejores resultados que
otros, y en este caso hablamos del efecto motivador que posee respecto al cambio o la
formación de nuevas actitudes que nos otorguen bienestar.

2.5. Funciones de la actitud

Comprender las funciones que cumple la actitud resulta esencial en su estudio. Aunque
en la literatura existente encontramos diversidad de clasificaciones y funciones, aquí
presentaremos las más destacadas en términos motivacionales, es decir, en la medida en
que tratan de satisfacer necesidades individuales. Su denominador común es que todas
ellas ocurren en el seno de dinámicas grupales y están íntimamente relacionadas con el
sistema organizado de conocimiento al que se adscribe un determinado grupo y, por ende,
sus miembros.

Función de organización del conocimiento

Al encontrarnos en entornos saturados de información, nuestra mente necesita


estructurar, organizar y dotar de sentido a la misma de manera que favorezca nuestra
adaptación al ambiente.

Las actitudes nos permiten organizar la información proveniente del medio social en
términos evaluativos, positivos y negativos, incrementando así nuestra sensación de
control sobre el mismo. Además, procesamiento de esta información está fuertemente
influenciado por las actitudes que poseemos, pues median, entre otros, procesos
cognitivos de atención, de codificación de la información y de recuperación de la memoria.
Esto implica que, por ejemplo, atendamos a aquellos aspectos que resultan congruentes
con nuestras actitudes y obviemos o rechacemos aquellos que no se encuentren en
consonancia con ellas (Briñol et al., 2013; Marín y Martínez-Pecino, 2012).

Función instrumental o utilitaria

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El aprendizaje de determinadas actitudes nos permite desenvolvernos en el medio social


de modo que podamos alcanzar nuestros objetivos. En este sentido, se considera que las
actitudes mediatizan las relaciones individuo-entorno, favoreciendo la búsqueda de
estímulos gratificantes y la evitación de estímulos aversivos (Briñol et al., 2013).

Además, las actitudes resultan adaptativas en la medida en que se consideran


asociaciones entre determinadas emociones y experiencias pasadas (Pallí y Martínez, 2011)
que son almacenadas en la memoria y nos permiten anticipar la respuesta adecuada ante
situaciones similares.

Función defensiva del yo

Determinadas actitudes contribuyen a preservar un autoconcepto positivo y favorecen


la autoaceptación. De este modo, contribuyen a la protección del propio yo ante amenazas
internas y externas que ponen en entredicho la autoimagen de la persona.

Así, las actitudes activan mecanismos más primarios tales como la evitación o el rechazo
directo, u otros más complejos como la racionalización o la proyección, asegurando la
autoprotección y la adaptación de la persona al medio (Marín y Martínez-Pecino, 2012).

Función de identidad y expresión de valores

El mantenimiento de determinadas actitudes representa un componente fundamental


de la identidad. La expresión verbal o la manifestación de comportamientos asociados a
una actitud determinada constituyen una muestra de nuestra identidad personal y social,
y, en consecuencia, una expresión de nuestras creencias y valores.

Además, cuando se trata de actitudes compartidas socialmente favorecen la formación


y la cohesión grupal, en la medida en que satisfacen las necesidades de aceptación y de
pertenencia, e incluso, contribuyen a la diferenciación grupal. En este sentido, la actitud se
entiende como el valor del grupo reflejado a título individual. En palabras de Pallí y
Martínez (2011):

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Las actitudes serían la manifestación de la ideología del grupo en el pensamiento del


individuo, supondrían la incorporación en la persona de los valores y visión del mundo de
los grupos de pertenencia y/o referencia, es decir, de aquellos esquemas que definirían el
mundo de cada sociedad y que son transmitidos vía socialización y exigidos en las
relaciones sociales. (p. 238)

3. Identidad social

En más de una ocasión hemos aludido a que las personas nos encontramos en entornos
saturados de información con la que interactuamos de manera permanente, de tal forma
que su simplificación y organización resulta de vital importancia. En definitiva, se trata de
una serie de representaciones mentales que, a modo de categorías, nos permite
estructurar e interpretar la información que nos llega del entorno social.

Sin embargo, cuando estas representaciones son compartidas hablamos de


representaciones sociales, entendidas como un sistema organizado de conocimientos
(valores, nociones y prácticas) distintivo de una cultura, categoría o grupo, acerca de
objetos presentes en el contexto social. En tanto compartidas, sirven a las personas para
desenvolverse en el contexto social y, de alguna forma, mediatizan la construcción de la
identidad social.

En este sentido, destacamos las contribuciones realizadas desde la Teoría de la identidad


social (en adelante TIS), desarrollada inicialmente por Henri Tafjel y John Turner a partir de
la década de los setenta del siglo pasado.

Como primera aproximación al concepto de identidad social diremos que es aquella que
deriva, ya no de la mera interacción con otras personas, como vimos en el capítulo anterior,
sino del hecho de pertenecer a grupos a lo largo de la vida.

De este modo, además de una dimensión individual, denominada identidad personal, en


la que el individuo se define a partir de sus rasgos únicos e idiosincrásicos (Tajfel y Turner,

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Unidad 4. Actitudes e identidad social

1979); la identidad posee una dimensión social, definida como: “la parte del autoconcepto
del individuo que deriva del conocimiento que posee un individuo de que pertenece a
determinados grupos sociales junto a la significación emocional y de valor que tiene para
él/ella dicha pertenencia” (Tajfel, 1981, p. 255).

El autoconcepto, por tanto, no solo posee una dimensión individual (como hemos visto
en la unidad anterior), sino también social. Nos definimos a través de características
distintivas y, como no es de extrañar, también comunes. Características que consideramos
tener en común con otros miembros de nuestros grupos de referencia. Sin embargo,
nuestra definición de quién somos en tanto miembros de un grupo (endogrupo), implica
necesariamente definirnos respecto a quienes no somos (exogrupo).

La identidad social emerge, por tanto, como resultado un proceso de construcción


idiosincrásica, en el que se conjugan identificaciones y des-identificaciones con personas o
grupos que resultan significativos para la persona, por un lado; y la internalización de
creencias y valores socialmente construidos y compartidos, por otro (Western y Heim,
2003). Las (des) identificaciones se realizan principalmente respecto a categorías sociales
(grupos) representadas mentalmente a las que se asocian determinados rasgos
(estereotipos).

Entre las investigaciones desarrolladas en el ámbito de la identidad social encontramos,


por un lado, aquellas en las que se enfatiza su dimensión grupal, abordando aspectos
relacionados con cómo son vistos y se ven a sí mismos los grupos; qué creencias
socialmente compartidas subyacen a tales percepciones; y los efectos que todo ello
produce en el comportamiento individual en tanto que pertenecen a un grupo, en
contextos de interacción intergrupal.

Por otro lado, se han desarrollado investigaciones orientadas a averiguar cómo se


construye subjetivamente la identidad social, es decir, cómo son internalizadas las
creencias acerca de los grupos, qué procesos subyacen a su construcción y la manera en
que influyen en nuestros pensamientos, emociones y comportamientos, en contextos
interpersonales e intergrupales. En este sentido, destacamos la relación existente entre la

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Unidad 4. Actitudes e identidad social

identidad social y las actitudes, como fenómenos que articulan, justifican y mantienen el
status quo.

3.1. Construcción individual de la identidad social

La identidad social adquiere sentido de existencia en la medida en que las personas la


dotan de significado. Por tanto, asumimos que a nivel interno tienen lugar una serie de
procesos mediante los que se construye la identidad social. Según Tajfel (1981) la identidad
social se construye a nivel individual primordialmente a través de los procesos de
categorización, identificación y comparación.

• La categorización se refiere al proceso mediante el cual organizamos la información


proveniente del medio -en nuestro caso, social y respecto a los grupos sociales - y que
generalmente conduce a errores cognitivos del procesamiento de la información. En el
mundo social, la categorización tiene por objeto a personas en tanto que miembros de un
grupo social. Por tanto, las categorías sociales constituyen representaciones
socioculturalmente construidas y compartidas acerca de los grupos, por lo general,
estereotipadas. Diferenciamos entre el yo y los otros, pero también entre el nosotros y
ellos. De este modo, tienden a acentuarse las diferencias intergrupales, mientras que
suavizan las intragrupales. La categorización nos permite estructurar y desenvolvernos en
la realidad social. En este sentido, los procesos de categorización funcionan como
mecanismos adaptativos y funcionales en la interacción social.

• El término identificación tiene que ver con el proceso mediante el que una persona
se adscribe a una categoría, denominado autocategorización en la Teoría de la
categorización del yo (Turner, 1982; Turner et al., 1987). En este sentido, una persona
puede identificarse con numerosos grupos a lo largo de su vida y, además, clasificarse a sí
misma como miembro de múltiples grupos simultáneamente.

• Asimismo, el proceso mediante el que se construye la identidad social


necesariamente requiere de comparaciones entre los grupos de pertenencia (endogrupo)
y de no pertenencia (exogrupo), dando lugar a valoraciones positivas y negativas de ambos
(Tajfel, 1981).

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Así, en el proceso dialéctico que se establece entre lo que soy y no soy; los grupos con
los que me identifico y los que nos; más las evaluaciones que se desprenden de dichos
procesos, tiene lugar la construcción social de la identidad.

3.2. Procesos individuales, grupales y macrosociales

Partiendo de las aportaciones realizadas por la TIS, Gaviria et al. (2007), señalan que la
identidad social es el resultado de la conjunción de procesos de naturaleza individual,
grupal y macrosocial.

Entre los procesos individuales se encuentra, en primer lugar, el interés o motivación


que posee la persona para realizar una evaluación positiva de sí misma; y, en segundo lugar,
el grado de importancia que otorga al grupo. De la conjunción de ambos procesos, cuando
en el segundo de ellos resulta en un alto nivel de importancia, surge un tercer proceso que
motiva a la persona a realizar una evaluación positiva del grupo en cuestión.

Además, la evaluación de la categoría social de pertenencia requiere necesariamente


procesos comparativos intergrupales que, en el caso de alumbrar una valoración positiva
respecto al endogrupo, dará lugar a la distintividad social positiva. En este caso, hablamos
de procesos grupales en la medida en que las características personales pierden
protagonismo, en beneficio de sus atributos como miembro de un grupo que interactúa
con otros grupos en un contexto social determinado.

A nivel macrosocial, se entiende que el contexto determina qué categorías sociales son
valorados positiva o negativamente, así como el grado de dicha valoración. En este sentido,
los procesos macrosociales contribuyen a la construcción de la identidad social en
conjunción con los procesos grupales e individuales.

3.3. Identidad social e influencia en el comportamiento

La identificación con un determinado grupo social implica que asumamos como propias
representaciones sociales compartidas acerca de los grupos presentes en el contexto

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Unidad 4. Actitudes e identidad social

social. En este sentido, los estereotipos constituyen las categorías a partir de las que
representamos mentalmente a los grupos y en base a los cuales se produce un proceso de
estereotipia. Esto es, el grado en que una persona asume las creencias derivadas de los
estereotipos compartidos.

Basándonos en las aportaciones realizadas por Tajfel (1981), la estereotipia ocurre a dos
niveles: uno individual, definido como el proceso cognitivo mediante el que se organiza la
percepción en función de valores que poseen importancia para la persona; y otro grupal,
relacionado con las percepciones compartidas socialmente que se utilizan para explicar y
justificar sucesos sociales.

No obstante, los estereotipos acerca de los grupos, en tanto esquemas, no solo influyen
en nuestra percepción e interpretación del medio social sino también en la manera en que
nos desenvolvemos en él. Esto es, las estereotipia refiere a nivel descriptivo el grado en
que una persona utiliza las representaciones sociales compartidas acerca de un
determinado grupo social para evaluar o realizar inferencias acerca de sus miembros; y a
nivel prescriptivo, el grado en que las creencias, las normas y los valores asociados a una
identidad social concreta (estereotipo), se ven reflejados en el comportamiento de las
personas que se identifican como miembros de dicha categoría (Herrera y Reicher, 2007;
Bonilla, 2010).

Recordemos que la dimensión prescriptiva del estereotipo alude al conjunto de


comportamientos que se esperan de las personas en tanto que adscritas a una
categoría/grupo social. En consecuencia, la identificación con un grupo implica no solo
asumir determinados estándares asociados a manera en la que debemos pensar, sentir y
comportarnos en contextos de interacción, los roles que debemos desempeñar y la
posición de poder que debemos ocupar; sino que, además, implica comportarnos en base
a ellos para ser merecedoras de la pertenencia al mismo.

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Unidad 4. Actitudes e identidad social

4. Actitudes, identidad social y prejuicio

Hasta ahora, hemos conceptualizado la actitud como un fenómeno mental, haciendo


hincapié en aquellos componentes, procesos y consecuentes que ocurren a nivel interno,
así como en las repercusiones que posee respecto al comportamiento individual y social.
Sin embargo, las actitudes también desempeñan un papel fundamental en la dinámica de
las relaciones intergrupales y han estado tradicionalmente asociadas al estudio del
prejuicio como actitud hacia los grupos sociales.

El prejuicio como una actitud intergrupal aparece como un rasgo inherente a las
sociedades humanas a lo largo de la historia. Su conceptualización nos devuelve a la unidad
anterior, donde definíamos el prejuicio como una actitud relativamente estable de carácter
negativo; dirigida hacia las personas en función de su pertenencia a un grupo o categoría
social; basada en determinadas creencias socialmente compartidas (estereotipos) acerca
de rasgos y características atribuidos a dicha categoría; que además condicionarán el
comportamiento individual, intencional y manifiesto, en el marco de las relaciones
interpersonales que ocurren en un contexto estructural y cultural determinados.

Por consiguiente, las actitudes prejuiciosas pueden ser dirigidas hacia otros grupos en
función de uno o varios aspectos distintivos que se atribuyen al mismo. Características
consideradas atípicas en tanto que se desvían de la norma, es decir, en comparación con
otras que se atribuyen a los grupos dominantes o de referencia. Dichos atributos pueden
ser representados a lo largo de un continuum en términos de objetividad, cuando se trata
de rasgos directamente observables y medibles como pueden ser el color de la piel y el
sexo; y subjetivos, cuando se alude a aquellos que no observables directamente, pero que
son percibidos como atributos asociados a los miembros de un grupo por la mera
pertenencia al mismo (Enesco y Guerrero, 2011).

A pesar de que inicialmente los estudios sobre las actitudes prejuiciosas y sus
componentes se abordaban desde una óptica individual y normalmente se atribuían a
factores de personalidad, desarrollos teóricos recientes destacan la importancia de los
factores situacional y contextual. Es decir, la explicación acerca de la generalización o no,

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Unidad 4. Actitudes e identidad social

de determinados tipos de prejuicio, así como sus diferentes manifestaciones dependerá,


entre otras variables, de aspectos relacionados con los procesos grupales enmarcados en
un lugar y época determinados.

4.1. Procesos individuales, grupales y macrosociales

En tanto actitud, el prejuicio surge como resultado de la intersección de procesos


individuales, grupales y macrosociales (Molero, 2013). A nivel individual, encontramos
procesos cognitivos como la diferenciación entre grupos mediante procesos categorización
y autocategorización; procesos afectivos, en la medida que se trata de evaluaciones y
valoraciones que poseen una carga emocional; y procesos conductuales, en cuanto se
adquieren patrones de acción respecto a los miembros de endogrupo y del exogrupo,
materializándose en conductas intencionales y/o manifiestas.

A nivel grupal, el prejuicio se articula como el resultado de una serie de procesos


relacionados con las representaciones sociales y las creencias compartidas acerca de los
miembros de otro grupo social, definiendo en cada momento histórico y contexto la
dinámica de las relaciones intergrupales. En este sentido, el prejuicio es una actitud
estructuradora de relaciones intergrupales, en la medida en que designa el lugar que
ocupan los diferentes grupos sociales en la estructura de poder.

A nivel macrosocial, el prejuicio representa la ideología que crea, justifica y mantiene


relaciones de privilegio-opresión entre diferentes grupos sociales en un contexto
determinado.

4.2. Efectos del prejuicio

En la unidad anterior estudiamos dos fenómenos con repercusiones evidentes a nivel


individual: la estigmatización y la amenaza del estereotipo. Ahora, trataremos de
aproximarnos a los efectos que se derivan del prejuicio a nivel grupal y social.

Efectos del prejuicio a nivel grupal

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Unidad 4. Actitudes e identidad social

A nivel grupal, el efecto por antonomasia del prejuicio es la construcción de una


identidad social negativa de las personas que pertenecen a grupos sociales estigmatizados.

Como vimos anteriormente, la TIS establece que las personas hacen lo posible por
conservar una identidad social positiva y que mediante procesos de comparación entre el
engrupo y los exogrupos de relevancia a nivel social, cuando la valoración resultante es
positiva, se produce distintividad social positiva. Sin embargo, ahora debemos
preguntarnos qué ocurre cuando el resultado de tal comparación es negativo para el propio
grupo.

Cuando la identidad social se ve amenazada por valoraciones negativas respecto al


endogrupo, la necesidad de mantener un autoconcepto y autoestima positivos nos
conduce a tratar de restablecer nuestra identidad. En este sentido, Tajfel (1981) identifica
tres supuestos con los que dotar nuevamente de propiedades positivas a nuestra
identidad.

• La movilidad individual, entendida como el hecho de abandonar el grupo de


pertenencia e integrándose en otro socialmente valorado que les proporcione una
identidad social positiva.

• La creatividad social. Hace referencia a los intentos dirigidos a modificar los


resultados de la comparación con el exogrupo, poniendo en marcha estrategias que le
permitan mantener su identidad social sin tener que abandonar el endogrupo. Por ejemplo,
resaltando aquellas características en las que destacan respecto al exogrupo,
comparándose con otro exogrupo o tratando de atributos sean valorados positivamente
en el contexto social.

• La competición social. Implica dirigir los esfuerzos competir con el exogrupo para
lograr una distintividad social positiva. Esto es, tratar de superar al exogrupo en la
dimensión en la que este le aventajaba anteriormente, por ejemplo, a través del
establecimiento de mecanismos de favoritismo endogrupal y de rechazo exogrupal. La
cuestión aquí es ser mejores que el otro grupo, no solo diferentes.

Efectos del prejuicio a nivel social

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El principal efecto del prejuicio a nivel social es el fenómeno de la exclusión (Major y


Eccleston, 2005). En líneas generales, la exclusión social consiste en la privación de
derechos de carácter político, laboral, económico y/o social a personas o grupos sociales
objeto de prejuicio, con sus consiguientes efectos a nivel psicológico y psicosocial.

Y aquí adquiere especial relevancia la Teoría del conflicto realista (Sherif y Sherif, 1953;
Sherif, 1966). En ella se establece que las raíces del prejuicio encuentran su origen en la
competición que se produce entre grupos por recursos limitados o cuando mantienen
metas contrapuestas. Hablamos, por tanto, de una competición más de tipo instrumental
que surge a consecuencia de un conflicto intergrupal.

Según esta teoría, la percepción de conflicto incrementa la cohesión intragrupal, dando


pie a que emerja la hostilidad como respuesta intergrupal. Esta aumentará cuanto más
interdependientes son los grupos que compiten, asumiendo además que la competición se
produce en igualdad de condiciones.

Sin embargo, la complejidad que envuelve a las relaciones intergrupales, donde


destacamos las situaciones de desigualdad estructural, hace que el acceso de determinados
grupos, subordinados o minoritarios, a ciertos recursos sea restringido y su capacidad para
responder en escenarios de competición se vea sustancialmente limitada. Los grupos en
posición de superioridad o dominantes no solo cuentan con más y mejores medios con los
que enfrentar la competición, si no que además establecen mecanismos de control que
aseguran el mantenimiento del status quo entre los grupos privilegiados y excluidos (Smith,
2006).

4.3. Identidad social y sesgos intergrupales

Como hemos podido observar, la identidad social constituye un componente


fundamental de los prejuicios intergrupales, en la medida en que representa el yo grupal
respecto al que establecemos diferencias nosotros y ellos, y nos comportamos en
consecuencia. Otra de las aportaciones de TIS al campo de estudio de los prejuicios tiene

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que ver con los sesgos que contribuyen al mantenimiento de determinadas actitudes
intergrupales.

En concreto, existen dos sesgos que se derivan de la interacción entre las


representaciones categóricas, la autoestima y los procesos de atribución: la homogeneidad
del exogrupo y el favoritismo endogrupal (Tajfel, 1981; Tajfel y Turner, 1986).

El sesgo de homogeneidad del exogrupo se asienta en el hecho de que existe una


tendencia generalizada a percibir a los miembros de otras categorías sociales como
portadores de rasgos extremadamente parecidos, obviando sus características distintivas
a nivel individual. Así es más probable que se establezcan estereotipos en función de
características más visibles como pueden ser la raza, la nacionalidad, la religión o el sexo.

Allport (1954) señaló en su Tesis del contacto que este sesgo se produce como
consecuencia de un escaso contacto entre los grupos. Aunque se trata de un planteamiento
ampliamente aceptado, lo cierto es que no parece cumplirse en todas las relaciones
intergrupales. Por ejemplo, su aplicación a la dimensión del género no resulta evidente, ya
que las relaciones intergénero están basadas en una interdependencia y
complementariedad que no ocurre en otras relaciones intergrupales. Esto es, mujeres y
hombres inevitablemente interactuamos de manera constante y, de todos es sabido, que
no siempre se reduce la acción de este sesgo.

Por su parte, el sesgo de favoritismo endogrupal no es otra cosa que la tendencia a


favorecer al propio grupo y, por extensión, a sus miembros. Mediante un experimento
denominado Paradigma del grupo mínimo, Tajfel (1981) demostró que el simple hecho de
pertenecer a un grupo activa conductas que lo favorecen.

Asimismo, observamos evidencias empíricas sobre este sesgo en el Modelo del


Contenido de los Estereotipos (Fiske et al.,1999, 2002; Cuddy et al, 2006, 2008; 2009), a
partir del cual se comprueba que (i) valoraciones positivas en las dimensiones de calidez y
competencia se asocian, por lo general, al propio grupo de pertenencia o con el que nos
sentimos identificados; (ii) que dichas valoraciones dan lugar a emociones positivas como

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la admiración; y, por último, (iii) se activan comportamientos de facilitación, tanto activa


como pasiva, que benefician al endogrupo.

Al mismo tiempo, resulta interesante como se desarrollan procesos de atribución


diferenciados a nivel intergrupal. En la unidad anterior abordamos algunos sesgos
relevantes al respecto como el error fundamental de atribución (Ross, 1977), que consiste
en una tendencia generaliza a atribuir las causas del comportamiento a factores internos y
por tanto, controlables, más que a factores externos; y el máximo error de atribución
(Pettigrew, 1979) mediante el que se explican las diferencias de atribución causal para un
comportamiento similar en función de si se trata de un miembro del propio grupo o del
exogrupo.

Aunque con excepciones, en términos generales, el éxito de los miembros del exogrupo
se atribuye a factores externos relacionados con el favoritismo o el azar, mientras que a
sus fracasos se le atribuyen causas internas (por ejemplo, la incompetencia). Por el
contrario, el éxito de los miembros del endogrupo se atribuye a factores internos y sus
fracasos, a factores externos.

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5. Conclusión

En esta unidad hemos abordado las principales claves para comprender cómo, bajo la
influencia de factores de diversa naturaleza, se construyen las actitudes y la identidad social
a nivel individual, así como sus implicaciones y consecuencias en la interacción social.

El término actitud no solo se entiende como un fenómeno intrapsíquico, sino que


también se considera la expresión subjetiva de representaciones grupales compartidas a
nivel social, entre ellas, la identidad social de los grupos y los prejuicios dirigidos a sus
miembros.

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