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ANTOLOGÍA DE CUENTOS

EAM – 1er. AÑO


Índice

El cuentista 3
Historia del ciego que se hacía abofetear en el puente 7
El cuento del bulero 13
La leyenda del hombre del cerebro de oro 17
El héroe 19
El buen diablo 21
La balanza de los Balek 23
El ángel y el payador 28
El sur 32
La fiesta ajena 36
Continuidad de los parques 40

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EL CUENTISTA (Saki)

Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada,
Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña
pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía
a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado
opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta,
pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento.
Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando
las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios
de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre
soltero no decía nada en voz alta.

-No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del
asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -
añadió.

El niño se desplazó hacia la ventanilla con desgana.

-¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -preguntó.

-Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba -respondió la tía
débilmente.

-Pero en ese campo hay montones de hierba -protestó el niño-; no hay otra cosa que
no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.

-Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente.

-¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.

-¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía.

Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero
ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.

-¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril.

El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió,
mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar
una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.

La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino
hacia Mandalay». Solo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado
conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy
audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no
era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse.
Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería.

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-Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el soltero la había
mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma.

Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde


estaba la tía. Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una
alta posición, según la estimación de los niños.

Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas


malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con
una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de
todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por
numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.

-¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas.

Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.

-Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo que la hubieran socorrido
muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho.

-Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de las niñas con una
inmensa convicción.

-Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta -dijo Cyril.

La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto
a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito.

-No parece que tenga éxito como contadora de historias -dijo de repente el soltero
desde su esquina.

La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.

-Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar -dijo
fríamente.

-No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero.

-Quizá le gustaría a usted explicarles una historia -contestó la tía.

-Cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las niñas.

-Érase una vez -comenzó el soltero- una niña pequeña llamada Berta que era
extremadamente buena.

El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida;


todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara.

-Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia,
comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones
perfectamente y tenía buenos modales.

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-¿Era bonita? -preguntó la mayor de las niñas.

-No tanto como cualquiera de ustedes -respondió el soltero-, pero era terriblemente
buena.

Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a


bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que
faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.

-Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad, que
siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por
puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y
chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que
vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña
extraordinariamente buena.

-Terriblemente buena -citó Cyril.

-Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y


dijo que, ya que era tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana,
por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se
había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso
para poder entrar.

-¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril.

-No -dijo el soltero-, no había ovejas.

-¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta
anterior.

La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca.

-En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque, una vez, la madre del príncipe
tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de
pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes
de pared en su palacio.

La tía contuvo un grito de admiración.

-¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril.

-Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad -dijo el
soltero despreocupadamente-. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí
había muchos cerditos corriendo por todas partes.

-¿De qué color eran?

-Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises
con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.

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El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una
idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió:

-Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías,
con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía
intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no
había flores para coger.

-¿Por qué no había flores?

-Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el soltero rápidamente-.
Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que
decidió tener cerdos y no tener flores.

Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha


gente habría decidido lo contrario.

-En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces
dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin
previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó
arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente
buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que
hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la
ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba
merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su
cena.

-¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés.

-Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un
gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue
a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde
una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que
nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la
siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y
se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las
ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia.
Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente
buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que
el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos
que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que
pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo
merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra
las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que
producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que
estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y

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triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella
fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.

-¿Mató a alguno de los cerditos?

-No, todos escaparon.

-La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-, pero ha tenido un final
bonito.

-Es la historia más bonita que he escuchado nunca -dijo la mayor de las niñas, muy
decidida.

-Es la única historia bonita que he oído nunca -dijo Cyril.

La tía expresó su desacuerdo.

-¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado


el efecto de años de cuidadosa enseñanza.

-De todos modos -dijo el soltero, cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar
el tren-, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted
pudo.

«¡Infeliz! -se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe-.


¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una
historia impropia!»

HISTORIA DEL CIEGO QUE SE HACIA ABOFETEAR EN EL PUENTE


(de Las mil y una noches)

"Has de saber ¡oh Emir de los Creyentes! que, por lo que a mí respecta, en tiempos de mi
juventud yo era conductor de camellos. Y gracias a mí trabajo y a mi perseverancia, acabé
por ser propietario de ochenta camellos de mi exclusiva pertenencia. Y los alquilaba a las
caravanas que comerciaban de un país en otro, y en época de peregrinación, lo cual me
valía crecidos beneficios y hacía aumentar de año en año mi capital y mis intereses. Y
con mis beneficios aumentaba de día en día mi deseo de ser más rico aún, y no pensaba
nada menos que en llegar a ser el más rico de los conductores de camellos del Irak.
Un día entre los días, regresando yo de Bassra de vacío con mis ochenta camellos,
a los que había conducido a aquella ciudad cargados de mercaderías con destino a la India,
y habiendo hecho alto junto a un depósito de agua para darles de beber y dejarlos pacer
por las cercanías, vi avanzar en dirección mía a un derviche. Y el tal derviche me abordó
con aire cordial, y después de las zalemas por una y otra parte, se sentó a mi lado. Y
reunimos nuestras provisiones, y con arreglo a las costumbres del desierto, tomamos
juntos nuestra comida. Tras de lo cual nos pusimos a hablar de unas cosas y de otras y
nos interrogamos mutuamente acerca de nuestro viaje y de su punto de destino. Y él me
dijo que se dirigía a Bassra y yo le dije que iba a Bagdad. Y cuando reinó la intimidad
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entre nosotros, le hablé de mis negocios y de mis ganancias y le di cuenta de mis proyectos
de riquezas y de opulencia.
Y dejándome hablar hasta que concluí, el derviche me miró sonriendo y me dijo:
"¡0h mi señor Babá-Abdalah, cuánto trabajo te tomas para llegar a un resultado tan poco
proporcionado, cuando a veces basta un recodo del camino para que el destino os haga,
en un abrir y cerrar de ojos, no solamente más rico que todos los conductores de camellos
del Irak, sino más poderoso que todos los reyes de la tierra reunidos!". Luego añadió:
"¡Oh mi señor Babá-Abdalah! ¿Oíste alguna vez hablar de tesoros escondidos y de
riquezas subterráneas?" Y contesté: "Ciertamente, ¡oh derviche! he oído hablar a menudo
de tesoros escondidos y de riquezas subterráneas. Y todos sabemos que cada uno de
nosotros puede, si tal es el decreto del Destino, despertarse un día más opulento que los
reyes todos. Y no hay un labrador que, al labrar su tierra, no piense que llegará día en que
caiga sobre la piedra sellada de algún tesoro maravilloso, y no hay un pescador que, al
arrojar sus redes al agua, no piensa en que llegará día en que saque la perla o la gema
marina que le llevará al límite de la opulencia. ¡Pues no soy un ignorante, ¡oh derviche!
y además estoy persuadido de que los hombres de tu corporación conocen secretos y
palabras de gran poder!"
Y al oír este discurso, el derviche cesó de escarbar en la arena con su báculo, me
miró de nuevo y me dijo: "¡Oh mi señor Babá-Abdalah! creo que hoy no has tenido un
mal encuentro al encontrarte conmigo, y se me antoja que este día es para ti precisamente
el día en que hará recodo el camino que te conduzca frente a tu destino". Y le dije: "¡Por
Alah, oh derviche, que le acogeré con firmeza y con ojos llenos, y tráigame lo que me
traiga, lo aceptaré con corazón agradecido!" Y me dijo él: "¡Entonces, levántate, oh pobre,
y sígueme!"
Y se irguió sobre ambos pies, y echó a andar delante de mí. Y le seguí, pensando:
"¡Sin duda hoy es el día de mi destino, después de tanto tiempo como llevo
aguardándole!" Y al cabo de una hora de marcha llegamos a un pequeño valle bastante
espacioso, cuya entrada era tan estrecha que mis camellos apenas podían pasar por ella
uno a uno. Pero no tardó en ensancharse el terreno con el valle, y nos vimos al pie de una
montaña tan impracticable que no había ni que pensar que una criatura humana llegase
por allí nunca hasta nosotros. Y el derviche me dijo: "Henos aquí llegados adonde había
que llegar. Por lo que a ti respecta, para tus camellos y haz que se sienten, a fin de que,
cuando llegue el momento de cargarlos con lo que vas a ver, no nos cueste trabajo el
hacerlo". Y contesté con el oído y la obediencia, y me dediqué a sentar a todos los
camellos, uno tras de otro, en el amplio espacio que se extendía al pie de aquella montaña,
tras de lo cual me reuní con el derviche y le encontré con un eslabón en la mano
prendiendo fuego a un montón de leña seca. Y en cuanto brotó llama del montón de leña,
el derviche arrojó a él un puñado de incienso macho, pronunciando palabras cuyo
significado no comprendí. Y al punto se elevó por el aire una columna de humo que el
derviche partió en dos con su báculo. Y en seguida una roca grande, frente a la cual nos
encontrábamos, se separó por la mitad y nos dejó ver una ancha abertura en el sitio donde
un instante antes había una muralla lisa y vertical. Y dentro aparecían montones de oro
amonedado y de pedrerías, como esos montículos de sal que se ven a orillas del mar. Y a
la vista de aquel tesoro, me abalancé sobre el primer montón de oro, con la rapidez del

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halcón que cae sobre la paloma, y empecé por llenar un saco de que ya me había provisto.
Pero el derviche se echó a reír, y me dijo: "¡Oh pobre, estás haciendo un trabajo poco
productivo! ¿No ves que si llenas de oro amonedado tus sacos, pesarán demasiado para
cargarlos en tus camellos? Llénalos mejor con esas pedrerías amontonadas que hay un
poco más allá, y una sola de las cuales vale por sí más que cada uno de esos montones de
oro, siendo cien veces más ligera que una moneda de ese metal"
Y contesté: "No hay inconveniente, ¡oh derviche!" Porque comprendí cuán justa
era su observación. Y uno tras otro, llené mis sacos con aquellas pedrerías, y los cargué
de dos en dos a lomos de mis camellos. Y cuando de tal suerte hube cargado a mis ochenta
camellos, el derviche, que me había mirado hacer, sonriendo sin moverse de su sitio, se
levantó y me dijo: "Ya no tenemos más que cerrar el tesoro y marcharnos". Y tras de
hablar así, entró en la roca, y le vi que se dirigía a una orza labrada que había encima de
un zócalo de madera de sándalo. Y en mi fuero interno me decía yo: "¡Por Alah, qué
lástima no tener conmigo ochenta mil camellos que cargar con esas pedrerías y esas
monedas y esas orfebrerías, en vez de los ochenta que son de mi propiedad únicamente!"
Y he aquí que vi al derviche acercarse a la consabida orza preciosa y levantar la
tapa. Y sacó de ella un bote de oro, que se metió en el seno. Y como yo le mirara con una
especie de interrogación en los ojos, me dijo: “iNo es nada! ¡Un poco de pomada para los
ojos!" Y no me dijo más. Y como, impulsado por la curiosidad, quería yo avanzar a mi
vez para coger de aquella pomada buena para los ojos, me lo impidió, diciendo: "Bastante
tenemos por hoy, y ya es tiempo de que salgamos de aquí". Y me empujó hacia la salida,
y pronunció ciertas palabras que no comprendí. Y al punto se juntaron las dos partes de
la roca, y en lugar de la anchurosa abertura apareció una muralla tan lisa como si acabasen
de tallarla en la misma piedra de la montaña.
Y el derviche se encaró entonces conmigo y me dijo: "¡Oh Babá-Abdalah! vamos
ahora a salir de este valle. Y una vez que lleguemos al paraje donde hubimos de
encontrarnos, dividiremos ese botín con toda equidad, y nos lo repartiremos
amistosamente". Y en seguida hice levantarse a mis camellos. Y desfilamos en buen orden
por donde habíamos entrado al valle, y fuimos juntos hasta el camino de las caravanas,
donde debíamos separarnos para seguir cada cual el suyo, yo hacia Bagdad y el derviche
hacia Bassra. Pero en el camino me había dicho yo, pensando en el reparto consabido:
"¡Por Alah! este derviche pide demasiado por lo que ha hecho. ¡Verdad es que él me ha
revelado el tesoro, y lo ha abierto, merced a su ciencia de la hechicería, que el Libro Santo
reprueba! ¿Pero qué hubiera hecho sin mis camellos? ¡Y hasta puede ser que sin mi
presencia no hubiera tenido éxito la cosa, ya que el tesoro indudablemente está escrito a
mi nombre, en mi suerte y en mi destino! Creo, pues, que si le doy cuarenta camellos
cargados de estas pedrerías salgo perdiendo yo, que me he fatigado cargando los sacos
mientras él descansaba sonriendo; y al fin y al cabo, yo soy el dueño de los camellos. No
conviene, por tanto, que le deje hacer el reparto a su antojo. Y sabré hacerle atender a
razones".
Así es que, cuando llegó el momento del reparto, dije al derviche: "¡Oh santo
hombre! Tú que, según los principios de tu corporación, debes preocuparte muy poco de
los bienes del mundo, ¿qué vas a hacer de esos cuarenta camellos con su carga, que tan
indiferente me reclamas como precio de tus indicaciones?" Y lejos de escandalizarse por

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mis palabras o de enfadarse, como yo esperaba, el derviche me contestó con voz pausada:
`Babá-Abdalah, estás en lo cierto al decir que debo ser hombre que se preocupa muy poco
de los bienes de este mundo. Así, no es por mí por quien reclamo la parte que me
corresponde en un reparto equitativo, sino para distribuirla por el mundo a todos los
pobres y a todos los desheredados. En cuanto a lo que tú llamas injusticia, piensa, ya
Babá-Abdalah, que con cien veces menos de lo que te he dado serías ya el más rico de los
habitantes de Bagdad. Y olvidas que nada me obligaba a hablarte de ese tesoro, y que
hubiera podido guardar para mí solo el secreto. ¡Desecha, pues, la avidez y conténtate con
lo que Alah te ha dado, sin tratar de contravenir nuestro acuerdo!"
Entonces, aunque convencido de la mala calidad de mis pretensiones y seguro de
mi falta de derecho, cambié la cuestión de aspecto y de forma y contesté: "¡Oh derviche!
me has convencido de mis errores. Pero permíteme que te recuerde que eres un excelente
derviche que ignora el arte de conducir camellos y no sabe más que servir al Altísimo.
Por lo visto, olvidas el apuro en que te verías al querer conducir a tantos camellos
acostumbrados a la voz de su amo. Si quieres creerme, coge lo menos posible, sin
perjuicio de volver más tarde al tesoro para cargar de nuevo con pedrerías, ya que puedes
abrir y cerrar a tu antojo la entrada de la gruta. Escucha, pues, mi consejo y no expongas
tu alma a sinsabores y preocupaciones a que no está acostumbrada". Y el derviche, como
si no pudiese rehusarme nada, contestó: "Confieso ¡oh Babá-Abdalah! que de primera
intención no había reflexionado en lo que acabas de recordarme; y heme aquí ya
extremadamente inquieto por las consecuencias de ese viaje, solo con todos esos
camellos. Escoge, pues, de los cuarenta camellos que me corresponden los veinte que te
plazca escoger, y déjame los veinte restantes. ¡Después vete bajo la salvaguardia de
Alah!"
Y yo, muy sorprendido de encontrar en el derviche tanta facilidad para dejarse
persuadir, me apresuré a escoger primero los cuarenta que me correspondían del reparto
y luego los otros veinte que me cedía el derviche. Y tras de darle gracias por sus buenos
oficios, me despedí de él y me puse en camino para Bagdad, mientras él guiaba sus veinte
camellos por el lado de Bassra.
Y he aquí que no había dado yo más que unos veinte pasos, cuando el cheitán
infundió en mi corazón la envidia y la ingratitud. Y empecé a deplorar la pérdida de mis
veinte camellos, y más aún las riquezas que llevaban de carga al lomo. Y me dije: "¿Por
qué me arrebata mis veinte camellos ese derviche maldito, si es dueño del tesoro y puede
sacar de allá cuantas riquezas quiera?" Y de repente paré mis animales y eché a correr
detrás del derviche, llamándole con todas mis fuerzas y haciéndole señas para que
detuviese sus animales y me esperase. Y oyó mi voz y se detuvo. Y cuando le alcancé, le
dije: "¡Oh hermano mío derviche! en cuánto te he dejado he empezado a preocuparme
mucho por ti, debido al interés que me tomo por tu tranquilidad. Y no he querido
resolverme a separarme de ti sin hacerte considerar una vez más cuán difíciles de conducir
son veinte camellos cargados, sobre todo cuando se es, como tú, ¡oh hermano mío
derviche! un hombre que no está acostumbrado a este oficio y a este género de ocupación.
¡Créeme que te encontrarás mucho mejor si no te llevas más que diez camellos a lo sumo,
aliviándote de los otros diez en un hombre como yo, a quien no cuesta más trabajo cuidar
de ciento que de uno solo!" Y mis palabras produjeron el efecto que yo anhelaba, pues el

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derviche me cedió sin ninguna resistencia los diez camellos que le pedía, de modo que
sólo le quedaron diez, y yo me vi dueño de setenta camellos con sus cargas, cuyo valor
superaba a las riquezas de todos los reyes de la tierra reunidos.
Después de aquello parece ¡oh Emir de los Creyentes! que yo debía tener motivo
para estar satisfecho. Pues bien; ni por asomo lo estaba. Y mis ojos permanecieron tan
vacíos como antes, si no más, y mi avidez iba en aumento con mis adquisiciones. Y
empecé a redoblar mis solicitudes, mis ruegos y mis importunidades para decidir al
derviche a rematar su generosidad accediendo a cederme los diez camellos que le
quedaban. Y le abracé y le besé las manos, y tanto hice, que no tuvo el valor de
rehusármelos, y me anunció que me pertenecían, diciéndome: "¡Oh hermano Babá-
Abdalah! haz buen uso de las riquezas que te vienen del Retribuidor y acuérdate del
derviche que te encontró en el recodo de tu destino.
Y yo, ¡oh mi señor! en vez de llegar al límite de la satisfacción por haberme
convertido en propietario de toda la carga de pedrerías, me sentí impulsado por la avidez
de mis ojos a pedir otra cosa más. Y aquello era lo que debía ocasionar mi perdición. Me
vino a las mientes, en efecto, la idea de que el bote de oro que contenía la pomada, y que
el derviche había sacado de la orza preciosa antes de salir de la gruta, también tenía que
pertenecerme como lo demás. Porque me decía yo: "¡Quién sabe las virtudes que podrá
tener esa pomada! Y además, claro es que tengo derecho a llevarme ese bote, pues el
derviche puede procurarse en la gruta otros iguales cuando le plazca". Y este pensamiento
me determinó a hablarle del particular. Así es que, cuando acababa de abrazarme para
despedirse de mí, le dije: "Por Alah sobre ti ¡oh hermano derviche! ¿Qué quieres hacer
con este bote de pomada que te has escondido en el seno? ¿Y de qué le puede servir esa
pomada a un derviche que de ordinario no utiliza pomadas ni olor de pomada ni sombra
de pomada? ¡Mejor es que me des ese bote, a fin de que yo me lo lleve con lo demás
como recuerdo tuyo!"
A la sazón yo esperaba que, irritado por mi insistencia, el derviche me rehusase
sencillamente el bote consabido. Y estaba dispuesto a basarme en su negativa para
arrebatárselo a la fuerza, pues que yo era, con mucho, el más fuerte, y en caso de que se
resistiera, a dejarle en el sitio en aquel paraje desierto. Pero, en contra de mis
suposiciones, el derviche me sonrió con bondad, se sacó del seno el bote, y me lo presentó
graciosamente diciéndome: "¡Toma, aquí tienes el bote, ¡oh hermano Babá-Abdalah! y
ojalá satisfaga el último de tus deseos! Por otra parte, si crees que puedo hacer más por
ti, no tienes más que hablar, y aquí estoy dispuesto a complacerte".
Cuando tuve el bote entre las manos, lo abrí, y mirando su contenido, dije al
derviche: "¡Por Alah sobre ti, ¡oh hermano derviche! completa tus bondades diciéndome
cómo se usa y qué virtudes tiene esta pomada que desconozco!" Y añadió: "Sabe, ya que
lo preguntas, que esta pomada ha sido triturada por los dedos de los gen subterráneos, que
han puesto en ella facultades maravillosas. En efecto, si se aplica un poco alrededor del
ojo izquierdo y en el párpado, hace aparecer ante quien la ha utilizado los escondrijos
donde se encuentran los tesoros de la tierra. Pero si, por desgracia, se aplica esta pomada
al ojo derecho, de repente queda uno ciego de ambos ojos a la vez. Y tal es la virtud y tal
es el uso de esta pomada, ¡oh hermano Babá Abdalah! ¡Uassalam!"

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Y tras de hablar así, quiso de nuevo despedirse de mí. Pero le retuve por la manga,
y le dije: "¡Por tu vida! hazme el último favor aplicándome tú mismo esta pomada en el
ojo izquierdo, pues sabrás hacerlo mucho mejor que yo, y estoy en el límite de la
impaciencia por experimentar la virtud de esta pomada de la que soy poseedor". Y el
derviche no quiso hacerse rogar más, y siempre amable y tranquilo, tomó un poco de
pomada con la yema del dedo y me la aplicó alrededor del ojo izquierdo y en el párpado
izquierdo, diciéndome "¡Abre el ojo izquierdo y cierra el derecho!"
Y abrí el ojo izquierdo untado de pomada, ¡oh Emir de los Creyentes! y cerré el
ojo derecho. Y al punto desaparecieron todas las cosas visibles a mis ojos habitualmente
para dejar sitio a planos superpuestos de grutas subterráneas y marinas, de troncos de
árboles gigantescos ahuecados por la base, de estancias abiertas en roca y de escondrijos
de todas clases. Y todo aquello estaba lleno de tesoros de pedrerías, orfebrerías, joyeles,
alhajas y dinero de todos los colores y de todas las formas. Y vi metales en sus minas,
plata virgen y oro natural, piedras cristalizadas en su ganga y filones preciosos
circundando la tierra. Y no cesé de mirar y de maravillarme, hasta que sentí que mi ojo
derecho, que me veía obligado a tener cerrado, se fatigaba y quería abrirse. Entonces lo
abrí, y al punto los objetos del paisaje que me rodeaba se pusieron por sí solos en su sitio
habitual, y todos los planos, debidos al efecto de la pomada mágica, desaparecieron,
alejándose.
Y asegurándome así de la verdad acerca del efecto real de aquella pomada cuando
se aplicaba al ojo izquierdo, no pude por menos de abrigar dudas acerca del efecto de su
aplicación al ojo derecho. Y me dije para mi fuero interno: "Entiendo que el derviche está
lleno de astucia y de doblez, y ha estado conmigo tan asequible y tan afable para
engañarme a la postre. Porque no es posible que la misma pomada produzca dos efectos
tan contrarios en las mismas condiciones, sencillamente a causa de la diferencia de sitio".
Y dije al derviche riendo: ¡Eh, ualah! ¡Oh padre de la astucia, creo que te ríes de mí al
presente! Porque no es posible que una misma pomada produzca efectos tan opuestos uno
a otro. Antes bien, me parece, pues que no la has ensayado en ti mismo, que, aplicada al
ojo derecho, esta pomada tendrá la virtud de poner a mi disposición los tesoros que me
ha enseñado mi ojo izquierdo. ¿Qué opinas? ¡Puedes hablar sin reticencias! Y por cierto
que, me des o me quites la razón, quiero experimentar en mi propio ojo el efecto de esta
pomada al lado derecho, a fin de no tener ya duda. Te ruego, pues, que me la apliques sin
tardanza al ojo derecho, porque es preciso que me ponga en camino antes de ocultarse el
sol".
Pero por primera vez desde que nos encontramos, el derviche tuvo un movimiento
de impaciencia, y me dijo: "¡Babá-Abdalah, tu petición es irrazonable y nociva, y no
puedo resolverme a hacerte mal después de haberte hecho bien! ¡No me obligues, pues,
con tu obstinación a obedecerte en una cosa de la que te arrepentirás toda tu vida!" Y
añadió: "Separémonos, pues, como hermanos, y que cada cual vaya por su camino". Pero
yo ¡oh mi señor! no le dejé, y cada vez estaba más persuadido de que las dificultades que
ponía no tenían otro objeto que impedirme tener en mi mano, perteneciéndome
absolutamente, los tesoros que podía ver con mi ojo izquierdo. Y le dije: "Por Alah, ¡oh
derviche! si no quieres que me separe de ti con el corazón descontento por cosa tan fútil,
después de tantas de importancia como me has concedido, no tienes más que untarme el

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ojo derecho con esta pomada, pues yo no sabría. Y en verdad que no te dejaré más que
con esta condición".
Entonces el derviche se puso muy pálido y su rostro tomó un aire de dureza que
no conocía yo en él, y me dijo: "Te vuelves ciego con tus propias manos". Y tomó un
poco de pomada y me la aplicó alrededor del ojo derecho y en el párpado derecho. Y ya
no vi más que tinieblas con mis dos ojos, y me convertí en el ciego que ves, ¡Oh, Emir de
los Creyentes! Y al sentirme en aquel estado lamentable, volví en mí de pronto y exclamé,
tendiendo los brazos al derviche: "Sálvame de la ceguera, ¡oh hermano mío!" Pero no
obtuve ninguna respuesta, y se mantuvo él sordo a mis súplicas y a mis gritos, y le oí
poner en marcha los camellos y alejarse, llevándose lo que había sido mi parte y mi
destino. Entonces me dejé caer al suelo, y estuve sin conocimiento un largo transcurso de
tiempo. Y sin duda habría muerto de dolor y de confusión en aquel sitio, si al día siguiente
no me hubiese recogido y traído a Bagdad una caravana que volvía de Bassra.
Y desde entonces, tras de haber visto pasar al alcance de mi mano la fortuna y el
poder, me vi reducido a este estado de mendigo por los caminos de la generosidad. Y en
mi corazón entró el arrepentimiento por mi avaricia y por lo que abusé de los beneficios
del Retribuidor, y para castigarme yo mismo, me impuse la penitencia de una bofetada de
mano de toda persona que me diera limosna.
Y tal es mi historia, ¡oh Emir de los Creyentes! Y te la he contado sin ocultar en
nada mi impiedad y la bajeza de mis sentimientos. Y heme aquí dispuesto a recibir una
bofetada de mano de cada uno de los honorables circunstantes, aunque no sea ése bastante
castigo. ¡Pero Alah es infinitamente misericordioso!"
Cuando el califa hubo oído esta historia del ciego, le dijo: "¡Oh Babá-Abdalah!
¡Indudablemente tu crimen es un crimen grande y la avidez de tus ojos una avidez
imperdonable! Pero creo que te han redimido ya tu arrepentimiento y tu humildad ante el
Misericordioso. Y por eso quiero que en adelante esté asegurada tu vida por cuenta de mi
tesorero, para no verte sufrir esa penitencia pública que te has impuesto. Y en
consecuencia, el visir del tesoro te dará a diario diez dracmas de moneda mía para tu
subsistencia. ¡Y Alah te tenga en Su misericordia!"

EL CUENTO DEL BULERO (de los Cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer)

Había en antaño en Flandes una pandilla de jóvenes entregados a toda clase de


disipación tales como el juego y las tabernas, donde día y noche jugaban a los dados y
bailaban al son del arpa, laúd y guitarra, comiendo y bebiendo más de lo debido.
De este modo, con los excesos más abominables, dedicaron al diablo los más
viles sacrificios en aquel templo del demonio: la taberna. Se os pondría la carne de
gallina si escuchaseis los terribles juramentos y blasfemias con los que destrozaban el
sagrado cuerpo de Nuestro Señor.
Se divertían con la perversidad de los demás, y entonces entraban las bonitas
bailarinas, los cantores con sus arpas, y mujeres jóvenes vendiendo fruta y caramelos,
siendo éstas las auténticas representantes del diablo en atizar y avivar el fuego de la

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lascivia, que sigue a la gula: las Sagradas Escrituras son testigo de que la lascivia surge
del vino y de las borracheras.
(…) Había tres muchachos, que mucho antes de que la campana tocase para las
oraciones de las seis, ya hacía rato que estaban bebiendo dentro de la taberna. Mientras
se hallaban allí sentados, oyeron una campanilla que sonaba precediendo a un cadáver
que era conducido a la tumba. Uno de esos tres llamó al mozo y le dijo:
-Corre y averigua de quién es el cadáver que llevan. Espabílate y mira de
enterarte bien del nombre.
-Señor -repuso el muchacho-, no hay necesidad de ello, pues me lo dijeron dos
horas antes de que ustedes llegasen aquí. Se trata, por cierto, de un viejo amigo de
ustedes. Fue muerto de repente la noche pasada, mientras se hallaba tendido sobre un
banco, borracho como una cuba. Se le acercó un ladrón al que llaman Muerte, que anda
por ahí matando a todos los que puede en la comarca, y le atravesó el corazón con una
lanza, yéndose luego sin pronunciar palabra. Ha asignado a millares en la presente peste,
y me parece, señores, que es preciso que toméis precauciones antes de enfrentaros con
un adversario así. Debéis estar siempre preparados por si os sale al encuentro (mi madre
así me lo advirtió). No os puedo decir nada más.
-¡Por Santa María! -intervino el posadero-. Lo que dice el muchacho es cierto.
Este año ha matado a todo hombre, mujer, niño, trabajador en la granja y criado en un
gran pueblo que se halla a más o menos una milla de aquí, que es, por cierto, el lugar
en el que, creo, vive. Lo más juicioso resulta estar preparados para que no os hiera.
-¿Eh? -dijo el trasnochador-. ¡Por el Sagrado Corazón! ¿Tan peligroso resulta
toparse con él? ¡Por los huesos del Señor, juro que lo buscaré por calles y caminos!
Escuchad, amigos: nosotros tres somos uno; cojámonos de la mano y jurémonos eterna
hermandad recíprocamente, y entonces salgamos a matar a este falso traidor llamado
Muerte. Por el esplendor divino, este asesino deberá morir antes de medianoche.
Los tres juntos dieron su palabra de honor de vivir o morir por los demás, como
si se hubiese tratado de hermanos de la misma sangre. Entonces se levantaron, borrachos
de ira, y se pusieron en camino hacia el pueblo del que el posadero había hablado.
Durante todo el trecho fueron desmembrando el santo cuerpo de Jesús con sus infames
juramentos. Darían muerte a la Muerte si podían ponerle la mano encima.
No habían andado aún media milla entera cuando un hombre pobre se topó con
ellos en el mismo momento en que iba a subir las escalerillas de una cerca.
El anciano les saludó humildemente:
- ¡Que Dios los guarde y los acompañe, señores!
Pero el más altanero de los tres trasnochadores le replicó: -Maldito sea, rústico
patán. ¿Por qué vas tapado hasta los ojos? ¿Y cómo es que sigues viviendo con tu
chochez?
- Porque, aunque anduviese desde aquí hasta la India no podría encontrar a nadie
en ciudad o aldea que estuviese dispuesto a cambiar su juventud por mi edad -le dijo el
anciano mientras le miraba intensamente-. Por lo que debo soportar mi ancianidad hasta
que Dios disponga. Ni la Muerte, ¡ay, Dios mío!, quiere tomar mi vida. Por eso, como
un prisionero incansable, ando golpeando con mi vara la tierra, la puerta de mi madre,
de noche y de día, rogando: «Querida madre, ¡déjame entrar! Mira cómo mi carne, mi

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sangre y mi piel se marchitan. ¿Cuándo podrán descansar mis huesos? Madre, yo te
cambiaría todos los vestidos que tengo en el armario de mi cuarto desde hace tiempo,
por un sudario con el que envolverme.» Sin embargo, sigue sin querer concederme ese
favor. Por eso es mi rostro tan pálido y escuálido. Pero, señores, éstos no son modales
para hablar tan rudamente a un anciano que no os ha ofendido para nada. Por consi-
guiente, os doy un consejo: no causéis daño a un anciano ahora, del mismo modo que
no querríais que os dañaran cuando seáis ancianos si es que vivís para serlo. Y que Dios
os acompañe en vuestro viaje dondequiera que vayáis. Debo proseguir mi camino.
-No, por Dios. No vayáis tan deprisa, anciano -replicó el otro jugador-. Por San
Juan, no te vas a librar tan fácilmente. Ahora mismo hablaste de este traidor llamado
Muerte que mata a todos nuestros amigos de la comarca. Por mi vida que eres espía
suyo. Dime dónde está o lo pagarás muy caro, por Dios y el Santísimo Sacramento. Tú
y él estáis confabulados para matarnos a nosotros los jóvenes, y ésta es la verdad, tú,
esto sí que es verdad, maldito embustero.
-Bueno, señores -replicó-, si tantas ganas tenéis de encontrar a Muerte, subid por
esta carretera serpenteante; os juro que le dejé sentado bajo un árbol en aquel
bosquecillo esperando y os aseguro que vuestra baladronada no le hará esconder. ¿Veis
aquel roble? Allí mismo lo encontraréis. ¡Que el Salvador os guíe y proteja!
Así habló el anciano, a lo que cada uno de los trasnochadores apretó a correr
hasta llegar al árbol, donde encontraron un montón de florines de oro recién acuñados:
casi ocho fanegas les pareció que había. Al verlos dejaron de buscar a Muerte y se
sentaron al lado de aquel precioso montón, excitados y alegres a la vista de aquellos
hermosos y relucientes florines.
El peor de los tres fue el primero en hablar:
-Hermanos -dijo-. Mirad lo que os digo, pues aunque hago bromas y el tonto soy
más listo de lo que parezco. La Fortuna nos ha dado este tesoro para que podamos pasar
el resto de nuestras vidas alegres y en plena francachela. Lo que llegó con facilidad se
diluye rápidamente. ¡Loado sea Dios bendito! ¿Quién se podía imaginar que tendríamos
tanta suerte? Ahora bien, si este oro pudiese ser transportado y llevado a mi casa -o a la
vuestra, quiero decir-, estaríamos en el séptimo cielo. Pues resulta evidente que todo
este oro es nuestro. Naturalmente, esto no lo podemos hacer de día. La gente diría que
somos salteadores de caminos y nos ahorcarían por robar nuestro propio tesoro. No,
debe ser transportado de noche y con todas las precauciones y prudencia que sea posible.
Por tanto, sugiero que lo echemos a suertes y veremos en quién recae. El que saque la
paja más larga deberá ir corriendo a la ciudad lo más rápidamente que pueda y nos traerá
pan y vino sin despertar sospechas, mientras los otros dos mantienen una constante
vigilancia sobre el tesoro. Si no se entretiene, esta misma noche transportaremos el
tesoro al lugar que consideremos más apropiado.
Se colocó las tres pajas en el puño y dijo a los demás que sacasen una para ver
en quién recaía la suerte. La sacó el más joven de los tres, quien inmediatamente se
encaminó hacia la ciudad.
Tan pronto como se hubo ausentado, uno de los que quedaban dijo al otro:
-Como sabes, tú eres mi hermano por juramento, y ahora te voy a decir algo que
te beneficiará. Como has visto, nuestro amigo se ha marchado y aquí hay oro en

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abundancia para repartírnoslo entre los tres. Pero supón que pudiese arreglarlo de
manera que nos lo repartiésemos entre nosotros dos. ¿No te beneficiaría esto?
-No sé cómo puede hacerse -repuso el otro-. Él sabe que el oro está aquí con
nosotros. ¿Qué es lo que podemos hacer? ¿Qué le diremos?
-¿Debe ser un secreto? -dijo el primer bribón-. Entonces te diré en dos palabras
lo que vamos a hacer para llevárnoslo.
-Conforme -dijo el otro-. No tengas miedo; te doy mi palabra y no te defraudaré.
-Bueno -replicó el primero-. Como sabes, somos dos, y dos son más fuertes que
uno. Espera que se siente; entonces te levantas como si fueras a pelear con él en broma
y yo miraré de atravesarle; y, mientras tú haces ver que forcejeas con él, procura hacer
lo mismo con tu daga. Entonces, amigo mío, podremos repartimos todo este oro entre
tú y yo y podremos jugar a los dados a placer y hacer lo que queramos.
Así fue cómo estos dos canallas se pusieron de acuerdo para matar al tercero
según he contado.
Ahora bien, el más joven de ellos, el que le tocó ir a la ciudad, estuvo todo el
rato dando vueltas y más vueltas al asunto, pensando en la belleza de aquellos
relucientes florines de oro. «Oh, Dios -musitó él-, si pudiese tener todo el tesoro para
mí solo, ¿qué hombre bajo la bóveda celeste podría vivir más feliz que yo?» Y al final,
el diablo, nuestro común enemigo, puso en su mente la idea de comprar veneno con el
que matar a sus dos compinches.
Como veis, el diablo le encontró llevando tan mala vida, que tuvo licencia para
acarrearle la perdición, pues el joven pretendía matar a ambos sin sentir el menor
remordimiento; y, sin perder más tiempo, se dirigió a un boticario de la ciudad y le pidió
que le vendiese veneno para matar ratas, pues, dijo, había una mofeta que rondaba su
corral y le mataba las gallinas.
El boticario le contestó:
-Te daré algo. Te aseguro, como espero ganar la gloria del Cielo, que este veneno
es tan fuerte que no existe criatura viviente en el mundo que no pierda la vida
inmediatamente; así caerá muerto en menos tiempo que canta un gallo, tanto si come
como si bebe de esta poción, aunque solamente sea la cantidad necesaria para empapar
un grano de trigo.
El malvado tomó la caja de veneno con la mano y se fue a la calle siguiente,
donde encontró un hombre a quien le pidió en préstamo tres botellas grandes. Vertió el
veneno en dos de ellas y guardó la tercera, limpia, para su uso personal, pues esperaba
pasarse toda la noche trabajando, acarreando aquel oro.
Y cuando aquel canalla -que el diablo le lleve- hubo llenado de vino las tres
grandes botellas, regresó con sus amigos.
¿Es preciso explicarlo con detalle? Le acuchillaron allí mismo como habían
planeado, y, cuando hubieron terminado, uno de ellos dijo:
-Ahora sentémonos y bebamos y pongámonos contentos. Luego sepultaremos el
cuerpo.
Al decir esto tomó una de las botellas que contenían veneno y bebió, pasándola
luego a su amigo, que también bebió, con lo que ambos perecieron allí mismo.

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Por cierto, que no creo que el gran médico Avicena haya escrito en cualquier
sección de su Libro del Canon en Medicina síntomas de envenenamiento más horribles
que los que sintieron aquellos dos desgraciados antes de morir. Así fue cómo los dos
asesinos, al igual que el envenenador, hallaron su fin.
¡Oh, iniquidad de iniquidades! ¡Traidores asesinos! ¡Oh, maldad! ¡Oh, codicia,
lascivia y juego! ¡Tú, blasfemo contra Jesucristo con los más infames juramentos
surgidos de la soberbia y de la costumbre! ¡Oh, humanidad! ¿Por qué eres tan falsa y
agresiva hacia tu Creador, que te hizo y te redimió con la sangre de su precioso
Corazón?
Ahora, queridos hermanos, que Dios perdone vuestros pecados y os salve del
pecado de la avaricia. Mi santo perdón puede curaros a todos vosotros si hacéis ofrenda
de peniques de plata o de buenas monedas de oro, broches de plata, cucharas o anillos
(…)
Pero, señores, hay una cosa que olvidé mencionar en mi discurso. En mi bolso
llevo las mejores reliquias y bulas que podáis hallar en Gran Bretaña y que he recibido
de las mismas manos del Papa. Si alguno de vosotros quiere hacer una ofrenda devota
y recibir mi absolución, que se acerque a mí, se arrodille aquí y, con humildad, reciba
mi perdón. También, si queréis, podéis hacerlo mientras vamos de camino; lo tendréis
completamente nuevo en cada mojón que pasemos, mientras repitáis vuestras ofrendas
en buena moneda, plata u oro. ¡Qué gran honor para vosotros tener aquí a un buen bulero
que os perdone cualquier pecado que cometáis mientras cabalgáis por el país!

LA LEYENDA DEL HOMBRE DEL CEREBRO DE ORO (Alphonse Daudet)

Había un hombre que tenía el cerebro de oro. Al nacer, los médicos creyeron que moriría,
pues su cabeza pesaba demasiado y su cráneo era desmesurado. Vivió, sin embargo, y se
desarrolló al aire libre como un hermoso olivo; sólo que su gruesa cabeza tiraba de él, y
daba pena verlo chocarse con los muebles cuando andaba por la casa. Se caía muchas
veces. Un día rodó desde lo alto de unas gradas, y fue a dar con la frente en un escalón de
mármol, sonando su cabeza como un lingote. Se lo creyó muerto; pero al levantarlo, no
se le encontró más que una ligera herida, con dos o tres gotitas de metal cuajadas entre
sus rubios cabellos. Así es como supieron los padres que el niño tenía los sesos de oro.
Se lo tuvo como un secreto; y el pobre niño no sospechó. De vez en cuando
preguntaba por qué no lo dejaban correr con los chicos de la calle.
-¡Porque te robarían, amor mío -le respondió su madre.
Entonces el chico sentía miedo de que lo robasen; y jugaba solo, sin decir una
palabra, arrastrándose pesadamente de una habitación a otra.
Hasta los dieciocho años no le revelaron su don monstruoso, regalo del destino; y
como lo habían criado hasta aquella edad, le pidieron en recompensa un poco de su oro.
El muchacho no vaciló; en el mismo instante (no dice la leyenda cómo y por qué medio)
se arrancó del cráneo un pedazo de oro macizo del tamaño de una nuez, y se lo echó
orgullosamente a su madre en el regazo. Deslumbrado con las riquezas que llevaba en la

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cabeza, poseído por el deseo, embriagado con su poder, abandonó la casa paterna, y se
fue por el mundo despilfarrando su tesoro.
Por la vida que llevaba, y por el modo con que derramaba el oro sin llevar cuenta,
se hubiera dicho que su cerebro era inagotable. Y sin embargo, se agotaba, y bien se
advertía cómo se le apagaba la mirada, y cómo se le hundían las mejillas. Por fin, una
mañana, después de una desenfrenada orgía, el desdichado que se había quedado solo
entre los restos del festín y las lámparas que palidecían, se asustó de la enorme brecha
que había abierto ya en su cabeza.
Era tiempo de detenerse. Desde aquel día emprendió nueva vida. El hombre del
cerebro de oro se fue a vivir retirado, con el trabajo de sus manos, receloso y tímido como
un avaro, huyendo de las tentaciones y procurando olvidarse de aquellas fatales riquezas
que ya no quería tocar. Por desgracia, le había seguido un amigo suyo, y aquel amigo
conocía su secreto. Una noche se despertó sobresaltado con un espantoso dolor en la
cabeza; saltó de la cama, y a la luz de la luna vio a su amigo que huía escondiendo una
cosa debajo de la capa. ¡Otro poco de cerebro que le quitaban!
Al poco tiempo, el hombre del cerebro de oro se enamoró, y esta vez se acabó
todo... todo... Amaba con toda su alma a una rubia que también le quería, pero que prefería
los lujos, las plumas blancas, y las lindas bellotas bronceadas que golpeaban sus botitas.
Entre las manos de esta monísima criatura, medio pájaro, medio muñeca, las partículas
de oro se derretían que era un primor. A ella todo se le antojaba y él no sabía negarle
nada; por temor de disgustarla, le ocultó hasta el final el triste secreto de su fortuna.
- ¿Conque somos muy ricos? - decía ella.
Y el pobre hombre respondía:
- ¡Oh, sí... muy ricos!
Y miraba con amorosa sonrisa al pajarito azul que se le iba comiendo el cráneo
inocentemente. Algunas veces, sin embargo, se apoderaba de él el miedo, le daban
tentaciones de avaricia; pero entonces la mujercita se le acercaba a saltitos y le decía:
-Maridito mío, ya que eres tan rico, cómprame alguna cosita muy cara.
Y él le compraba algo de mucho valor.
Aquello duró unos dos años. La mujer murió una mañana, sin saberse la
enfermedad, como un pájaro. El tesoro tocaba a su fin. Con lo que quedaba, el viudo
mandó hacer a su amada un hermoso entierro. Doblar de campanas, magníficas carrozas
enlutadas, caballos empenachados, lágrimas de plata sobre el terciopelo, nada le pareció
demasiado. ¿Qué le importaba ya su tesoro? Dio para la iglesia, para los enterradores,
para los vendedores de flores; lo repartió por todas partes, sin regatear. Y al salir del
cementerio no le quedaba casi nada de aquel cerebro maravilloso; sólo algunas partículas
en las paredes del cráneo.
Entonces se le vio andar extraviado por las calles, y las manos extendidas hacia
delante, como un borracho. Por la noche, a la hora en que iluminan los bazares, se detuvo
delante de un gran escaparate en que las luces hacían resplandecer telas y joyas, y se
quedó allí mirando dos botitas de satén azul forradas de plumón de cisne.
“Bien sé yo a quien le gustarían mucho estas botitas”, pensaba sonriendo, sin
acordarse ya de que su mujer había muerto; y entró a comprarlas.

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Desde el fondo de la trastienda, la vendedora oyó un grito; vino corriendo, y
retrocedió de miedo al ver un hombre que se reclinaba en el mostrador y la miraba
tristemente. En una mano tenía las botitas azules con ribetes de cisne, y alargaba la otra
mano ensangrentada con limaduras de oro en las puntas de las uñas.

EL HÉROE (Máximo Gorki)

En las épocas antiguas existía un país rodeado de bosques impenetrables; a uno de sus
lados aparecía una estepa inmensa que se perdía a lo lejos, a lo lejos, en el horizonte…
En aquel país vivía un pueblo poderoso. Llenos de ardor y de fuerza, aquellos hombres
tenían alegría de vivir y nada deseaban. Pero un día sucedieron grandes desgracias. De
más allá de la estepa cayó sobre ellos un ejército extranjero y los arrojó a lo más profundo
del bosque, ahí donde las nieblas flotan sobre los pantanos.
Los árboles crecían tan cerca unos de otros que sus ramas entrelazadas ocultaban
el cielo; apenas sí el sol las podía atravesar, y cuando sus rayos llegaban hasta la superficie
de las aguas embarradas, los malos olores hacían sufrir a los pulmones más fuertes. Y las
mujeres y los niños gemían y tristes pensamientos oscurecían las caras de los hombres.
Querían abandonar esos lugares malditos. Pero, ¿qué hacer? ¿Volver y caer en las
manos crueles de los enemigos, o ir más adentro del bosque, hacia lo desconocido?
Ninguno tenía ánimo para tomar una resolución, aunque todos eran fuertes como robles.
Silenciosos, duros como si fueran de piedra, se veían los troncos de los árboles en
la penumbra gris; en la tarde, cuando las hogueras del acampamento estaban encendidas,
sus ramas parecían querer enlazar a los hombres en un abrazo más estrecho todavía. Y
cuando el viento sacudía su follaje, la gran voz del bosque dejaba oír un extraño gemido,
un lamento amenazador, una especie de canto fúnebre para los desgraciados que se habían
refugiado a su amparo.
Continuaban pensando, mudos, respirando el vapor venenoso de las aguas;
continuaban durmiendo junto a las hogueras del campamento, a cuyos reflejos parecían
danzar sombras silenciosas… y creían que esas sombras eran los malos espíritus del
bosque que se burlaban de ellos.
Nada destruye tanto el cuerpo y el alma como la falta de ánimo. Por eso aquellos
hombres, poco a poco, se debilitaban y perdían la voluntad. La cobardía y el aburrimiento
se apoderaban de ellos y nada hacían con sus manos, antes tan robustas. Ante los
cadáveres de aquellos que cada día morían por los vapores de los pantanos, las mujeres
gritaban y se lamentaban con desesperación y los llantos subían hacia el aire sombrío.
Otras veces, llenos de rabia, pensaban en ir contra el enemigo, aunque perdieran la vida
o la libertad, porque la esclavitud y la muerte eran preferibles a aquella tortura.
Entonces, entre los hombres se distinguió Danko. Tenía la belleza y el ardor de la
juventud. Los hombres hermosos siempre son valientes. Miró a sus compañeros y les dijo:
-Hermanos, el pensamiento no resuelve por sí solo los problemas; necesita de la
acción. Si hay una piedra en medio del camino, con pensar solamente en que es un estorbo
no va a desaparecer. Es precisa la acción para sacar la piedra del paso. ¿Por qué gastar
nuestras fuerzas en pensamientos tristes? ¡Levántense! Atravesemos el bosque. Como

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todas las cosas de la tierra, el bosque también tendrá su fin. Vamos, hermanos, ¡en
marcha!
Todos miraron al que hablaba así. En sus ojos había tanta seguridad, estaba tan
seguro de la victoria, que, como un solo hombre, todos alargaron sus brazos hacia él y lo
aclamaron.
Se puso delante de todos y ellos lo siguieron, llenos de confianza. El camino era
difícil. Los árboles, las ramas, se enredaban como serpientes, formando una pared casi
impenetrable; todos los días alguien moría en las profundidades del pantano. Cuanto más
adelantaban, más el bosque y el pantano multiplicaban sus peligros; y más se agotaban
las fuerzas de los hombres.
Empezaron a oírse quejas. Se dudó de Danko, decían que era muy joven y sin
experiencia.
-Va sin rumbo… Nos extravía…
Pero Danko iba siempre delante de todos, a la cabeza, sin perder su coraje y seguro
de triunfar.
Un día una gran tempestad hizo oír su amenazadora voz y al bosque lo envolvió
una gran oscuridad, como si todas las noches desde el nacimiento de la Tierra hubieran
juntado en aquel lugar su horror angustioso.
Bajo los árboles gigantescos caminaban los hombres pequeñísimos, y las plantas
robustas se doblaban como rosales. Zigzagueaban los relámpagos lanzando a través de la
noche sus garras luminosas, como para apresar a los seres perdidos que escapaban, tan
pronto encandilados por la luz como hundidos en la oscuridad.
Por fin se detuvieron, extenuados, y rodearon a Danko. Empezaron a gritar:
- ¡Nos ha engañado! ¡Nos ha perdido! ¡Muera, muera…!
De repente, la tormenta se calmó. Un último relámpago, como un presagio,
pareció confirmar las palabras de los hombres y un estremecimiento de placer pasó sobre
las cimas.
-¡Hombres débiles!- gritó Danko- Ustedes me eligieron como guía. Conozco el
fin y a él voy, sin hacer caso de las dificultades. Pero ustedes se dejan desilusionar por la
extensión del camino y no conservan ni el valor ni la fuerza. Y es un rebaño de corderos
lo que yo llevo detrás de mí.
Otra vez el bosque escuchó gritos de muerte.
Danko miró a aquellos por quienes se había sacrificado y vio que eran semejantes
a las bestias. Detrás de los ojos que lo miraban no había almas. Comprendió que ninguno
le tendría compasión y, ante esa ignorancia, estalló la ira en su corazón. Luego sintió una
piedad muy grande, una angustia tremenda, y pensó que sin él aquel pueblo querido
caminaría hacia su muerte. Y entonces sintió más necesidad de salvar a aquellos
miserables. Este deseo iluminó su mirada, pero sin comprenderlo y para luchar contra él,
se apretujaron más estrechamente a su alrededor.
Y la muchedumbre vociferaba sin cesar; los relámpagos herían la noche y el
bosque murmuraba siempre su triste canción.
Permaneció con la frente en alto; sus ojos brillaban, llenos de todo su amor.
-¡Sálvalos! –se gritó con una voz que dominó los ruidos de la tormenta.

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Y entonces, abriéndose el pecho con las uñas, se sacó el corazón y lo levantó en
alto, con las dos manos, por encima de su cabeza.
El corazón iluminaba como el sol.
De repente el bosque quedó en silencio y, ante la llama de amor, la oscuridad
retrocedió, cediéndole el sitio. Sobre los mismos yuyos, a ras de las aguas estancadas, la
luz se extendía.
-¡Vamos!- gritó Danko, y echó a caminar. Con paso seguro, ocupando su lugar;
siempre en alto, para mostrar el camino, el corazón luminoso.
Todos lo siguieron. El bosque, sorprendido, sacudió su ramaje y nuevamente hizo
oír sus rumores. Pero los pasos seguros de los hombres apagaron su voz. Porque ahora
marchaban todos sin miedo, guiados por la luz del corazón llameante, dominados por una
fuerza irresistible y mágica. Aún caían muchos, pero morían contentos, sin una lágrima,
sin un lamento.
Danko caminaba siempre delante de sus compañeros, sosteniendo su corazón
rodeado de luz.
Y de repente el bosque, como si se declarara vencido, les dejó libre el paso y se
separó de ellos, cerrando después su espeso muro. Con todo su pueblo, Danko entró en la
luz, en el sol, en el aire puro que perfumaban las plantas.
La tempestad había quedado atrás. El sol extendía su resplandor sobre la estepa
ondulada cubierta de flores. Miles de gotas de rocío brillaban entre la hierba.
Atardecía. Los rayos del sol se ocultaban, coloreando de púrpura las aguas del río,
cuyas espumas se volvía rojas como la sangre que manaba del pecho de Danko.
Moribundo ya, miró por última vez la estepa inmensa en que su pueblo, ahora
libre, iba a vivir. Y el héroe cayó al suelo y murió.
A lo lejos, los árboles admirados murmuraron; sobre el césped salpicado de su
sangre corrió una brisa. Pero los hombres alegres, llenos de esperanza, no pensaban ya en
él y no se daban cuenta de que el corazón ardiente llameaba siempre al lado del muerto.
Uno de ellos lo vio de pronto y con prudencia lo aplastó con el pie.
El corazón de Danko despidió aún algunos resplandores; luego se apagó. Y es de
este corazón de donde salen todavía las luces azules que, antes de la tormenta, brillan en
la estepa como pequeñas lenguas de fuego.

EL BUEN DIABLO (Monteiro Lobato)

Había una vez un rey que tenía un hijo de dieciocho años. Un día la reina llamó a su hijo
y le dijo: “es hora de que lea tu porvenir”, y leyó el futuro del joven. El pobre muchacho
tenía que morir ahorcado. La reina entristeció mucho pero no contó nada a su hijo. “¿Por
qué estás triste, madre mía?”, le preguntaba, y la reina suspiraba.
Pero al fin le insistió tanto para que le contase la verdad que ella le dijo:
-Hijo mío, es que tu suerte es morir ahorcado.
El joven trató de consolarla, diciéndole que tenía que morir como todos y era lo
mismo morir de una cosa que de otra. Pero le pidió permiso para recorrer el mundo y así

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ser ahorcado lejos de allí, para no causarles mayores disgustos. La reina, aunque le
causaba gran dolor, le concedió el permiso.
El día del viaje el rey le dio gran cantidad de dinero y el muchacho se fue a recorrer
el mundo. Anduvo por ciudades y reinos desconocidos, hasta que llegó a un pueblo donde
había una capilla de San Miguel, con la imagen de este santo y la figura del diablo, pero
todo estaba en ruinas. El príncipe se quedó allí y quiso reconstruir la capillita y restaurar
las imágenes.
Buscó obreros y se pusieron a trabajar. Lo dejó todo nuevo, resplandeciente.
Cuando el pintor fue a recibir su dinero, le dijo que le había sobrado pintura porque había
dejado sin pintar la figura del diablo.
-¡Por qué no lo pintaste? Al diablo también hay que pintarlo –ordenó el príncipe.
Y el pintor pintó al diablo.
Cuando aquel trabajo quedó terminado, el príncipe siguió su camino por el mundo.
Un día llegó a una casa, en la cual vivía una vieja y pidió albergue. Entró, y después de
comer se puso a contar el dinero que le quedaba. Al ver eso, la vieja fue corriendo a las
autoridades y les dijo que le habían robado y que el ladrón estaba en su casa contando el
dinero.
Vino una patrulla y apresó al príncipe. Lo encerraron, después lo juzgaron y lo
condenaron a morir en la horca. Pero el día de la ejecución, en la capillita de San Miguel,
el santo se puso a conversar con el diablo.
- ¡Qué lindo estás ahora, diablo!
-Es verdad. Me pintaron todo.
-Y ¿no sabes quién arregló esta capilla y nos pintó?
Y como el diablo no lo sabía, el santo le contó la historia del príncipe que allí se
había detenido y le dijo también que ese pobre muchacho había sido encarcelado y
juzgado, y que ese mismo día iba a ser colgado de una horca por culpa de una vieja.
El diablo no lo quiso escuchar más. Subió a un caballo y fue volando a la casa de
la vieja, la agarró y la llevó a la presencia del rey, y allí le hizo confesar toda la verdad.
El rey ordenó que soltaran al prisionero y lo llevaran al palacio. El diablo montó en su
caballo, voló a la prisión donde el príncipe iba a ser ahorcado y le mostró al verdugo la
orden de libertad. El verdugo la entregó al condenado, que se fue con el diablo al palacio
del rey.
Cuando el rey vio al príncipe le preguntó quién era y de dónde venía. Al saberlo
todo, ordenó a la vieja devolverle el dinero y la condenó en lugar del joven. Terminado
el caso, el príncipe continuó nuevamente su camino.
En el camino encontró a un caballero y después de conversar un rato le contó su
historia.
-¿Y no sabes quién te ayudó? –le preguntó el caballero.
-No lo sé –respondió el príncipe.
-Fue el diablo de la capillita de san Miguel, y ese diablo soy yo. San Miguel me
lo contó todo el día que iban a ahorcarte; monté a caballo, volé a la casa de la vieja y la
llevé delante del rey para que todo se aclarara.
-¿Y por qué has sido bueno? –preguntó el príncipe.

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-¡Ah! –exclamó el diablo, riéndose- Es por aquel poquito de pintura que mandaste
que me pusieran. Ahora estás libre de tu mala suerte porque la vieja va a ser ahorcada en
tu lugar. Ya nada malo te va a pasar. Puedes volver tranquilo al reino de tu padre.
Antes de regresar a su país, el príncipe volvió a la capillita de San Miguel para
agradecer al buen santo, y mientras rezaba vio la figura del diablo, con su pintura nueva,
mirándolo contento, feliz.

LA BALANZA DE LOS BALEK (Heinrich Böll)

En la tierra de mi abuelo, la mayor parte de la gente vivía de trabajar en las agramaderas1.


Desde hacía cinco generaciones, pacientes y alegres generaciones que comían queso de
cabra, papas y, de cuando en cuando, algún conejo, respiraban el polvo que desprenden
al romperse los tallos del lino y dejaban que éste los fuera matando poco a poco. Por la
noche, hilaban y tejían en sus chozas, cantaban y bebían té con menta y eran felices. De
día, agramaban el lino con las viejas máquinas, expuestos al polvo y también al calor que
desprendían los hornos de secar, sin ningún tipo de protección. En sus chozas había una
sola cama, semejante a un armario, reservada a los padres, mientras que los hijos dormían
alrededor en bancos. Por la mañana la estancia se llenaba de olor a sopas; los domingos
había ganchas, y enrojecían de alegría los rostros de los niños cuando en los días de fiesta
extraordinaria el negro café de bellotas se teñía de claro, cada vez más claro, con la leche
que la madre vertía sonriendo en sus tazones.
Los padres se iban temprano al trabajo y dejaban a los hijos al cuidado de la casa;
ellos barrían, hacían las camas, lavaban los platos y pelaban papas: preciosos y
amarillentos frutos cuyas finas mondas tenían que presentar luego para no caer bajo
sospecha de despilfarro o ligereza.
Cuando los niños regresaban del colegio debían ir al bosque a recoger setas o
hierbas, según la época; asperilla, tomillo, comino y menta, también dedalera, y en
verano, cuando habían cosechado el heno de sus miserables prados, recogían amapolas.
Las pagaban a un pfennig o por un kilo pfennig en la ciudad, los boticarios las vendían
por veinte pfennigs2 a las señoras nerviosas. Las setas eran lo más valioso: las pagaban a
veinte pfenngs por kilo y en las tiendas de la ciudad se vendían a un marco veinte. En
otoño, cuando la humedad hace brotar las setas de la tierra, los niños penetraban en lo
más profundo y espeso del bosque, y así cada familia tenía sus rincones donde recoger
las setas, sitios cuyo secreto se transmitía de generación en generación.
Los bosques y las agramaderas pertenecían a los Balek; en el pueblo de mi abuelo
los Balek tenían un castillo, y la esposa del cabeza de familia de cada generación tenía un
gabinete junto a la despensa donde se pesaban y pagaban las setas, las hierbas y las
amapolas. Sobre la mesa de aquel gabinete estaba la gran balanza de los Balek, un antiguo
y retorcido artefacto, de bronce dorado, ante el cual habían esperado los abuelos de mi
abuelo, con las cestitas de setas y los cucuruchos de amapolas entre sus sucias manos
infantiles, mirando ansiosos cuántos pesos tenía que poner la señora Balek en el platillo
para que el fiel de la balanza se detuviera exactamente en la raya negra, aquella delgada
línea de la justicia que cada año había que trazar de nuevo. La señora Balek después

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tomaba el libro de lomo de cuero pardo, apuntaba el peso y pagaba el dinero, en pfennigs
o en piezas de diez pfennigs y, muy rara vez, de marco. Y cuando mi abuelo era niño allí
había un bote de vidrio con caramelos ácidos de los que costaban a marco el kilo, y cuando
la señora Balek que en aquella época gobernaba el gabinete se encontraba de buen humor,
metía la mano en aquel bote y le daba un caramelo a cada niño, cuyos rostros enrojecían
de alegría como cuando su madre, en los días de fiesta extraordinaria, vertía leche en sus
tazones, leche que teñía de claro el café, cada vez más claro hasta llegar a ser tan rubio
como las trenzas de las niñas.
Una de las leyes que habían impuesto los Balek en el pueblo, era que nadie podía
tener una balanza en su casa. Era tan antigua aquella ley que ya a nadie se le ocurría
pensar cuándo y por qué había nacido, pero había que respetarla, porque quien no la
obedecía era despedido de las agramaderas, y no se le compraban más setas, ni tomillo ni
amapolas; y llegaba tan lejos el poder de los Balek que en pueblos vecinos tampoco había
nadie que le diera trabajo ni nadie que le comprara las hierbas del bosque. Pero desde que
los abuelos de mi abuelo eran niños y recogían setas y las entregaban para que fueran a
amenizar los asados o los pasteles de la gente rica de Praga, a nadie se le había ocurrido
infringir aquella ley: los huevos se podían contar, se sabía cuánto se tenía hilado
midiéndolo por varas y, por lo demás, la balanza de los Balek, antigua y de bronce dorado,
no daba la impresión de poder engañar; cinco generaciones habían confiado al negro fiel
de la balanza lo que con ahínco infantil recogían en el bosque.
Si bien entre aquellas pacíficas gentes había algunos que burlaban la ley,
cazadores furtivos que pretendían ganar en una sola noche más de lo que hubieran ganado
en un mes de trabajo en la fábrica de lino, a ninguno se le había ocurrido la idea de
comprarse una balanza o fabricársela en casa. Mi abuelo fue el primero que tuvo la osadía
de verificar la justicia de los Balek que vivían en el castillo, que poseían dos coches, que
siempre le pagaban a un muchacho del pueblo los estudios de teología en el seminario de
Praga, a cuya casa, cada miércoles, acudía el párroco a jugar al tarot, a los que el
comandante del departamento, luciendo el escudo imperial en el coche, visitaba para Año
Nuevo, y a los que en 1900 el emperador en persona elevó a la categoría de nobles.
Mi abuelo era laborioso y listo; se internaba más en los bosques que los otros niños
de su estirpe, se aventuraba en la espesura donde, según contaba la leyenda, vivía Bilgan,
el gigante que guarda el tesoro de los Balderar. Pero mi abuelo no tenía miedo a Bilgan:
se metía hasta lo más profundo del bosque y, ya de niño, cobraba un importante botín de
setas, e incluso encontraba trufas que la señora Balek valoraba en treinta pfennigs la libra.
Todo lo que vendía a los Balek mi abuelo lo apuntaba en el reverso de una hoja de
calendario: cada libra de setas, cada gramo de tomillo, y, con su caligrafía infantil,
apuntaba al lado lo que le habían pagado por ello; desde sus siete años hasta los doce,
dejó inscrito cada pfennig. Y cuando cumplió los doce llegó el año 1900 y, para celebrar
que le emperador les había concedido un título, los Balek regalaron a cada familia del
pueblo un cuarto de libra de café auténtico del que viene del Brasil; también repartieron
tabaco y cerveza a los hombres, y en el castillo se celebró una gran fiesta: la avenida de
chopos que va de la verja al castillo estaba atestada de coches.
El día anterior a la fiesta repartieron el café en el gabinete donde hacía casi cien
años que estaba instalada la balanza de los Balek, que se llamaban ahora Balek von

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Bilgan, porque, según contaba la leyenda, Bilgan, el gigante, había vivido en un gran
castillo allí donde ahora están los edificios de los Balek.
Mi abuelo muchas veces me había contado que, al salir de la escuela, fue a recoger
el café de cuatro familias: los Chech, los Weidler, los Vohla y el suyo propio, el de los
Brüchen. Era la tarde de Año Viejo: había que adornar las casas, hacer pasteles, y no se
quiso prescindir de cuatro muchachos para enviarlos al castillo a recoger un cuarto de
libra de café.
Fue así como mi abuelo fue a sentarse en el banquillo de madera del gabinete, y
esperando que Gertrud, la criada, le entregara los paquetes de octavo de kilo, previamente
pesados, cuatro bolsas, fue que le dio por mirar la balanza en cuyo platillo izquierdo había
quedado la pesa de medio kilo; la señora Balek von Bilgan estaba ocupada con los
preparativos de la fiesta. Y cuando Gertrud fue a meter la mano en el bote de vidrio de
los caramelos ácidos para darle uno a mi abuelo, vio que estaba vacío: lo llenaba una vez
al año y en él cabía un kilo de los de un marco:
Gertrud se echó a reír y dijo:
-Espera, voy a buscar más.
Y, con los cuatro paquetes de octavo de kilo que habían sido empaquetados y
precintados en la fábrica, se quedó mi abuelo delante de la balanza en la que alguien había
dejado la pesa de medio kilo. Tomó los cuatro paquetitos de café, los puso en el platillo
vacío y su corazón empezó a latir precipitadamente cuando vio que el negro indicador de
la justicia permanecía a la izquierda de la raya, el platillo con la pesa de medio kilo seguía
abajo y el medio kilo de café flotaba a una altura considerable; su corazón latía aún con
más fuerza que si, apostado en el bosque, hubiese estado aguardando a Bilgan, el gigante;
y buscó en el bolsillo unos guijarros de esos que siempre llevaba para disparar con la
honda contra los gorriones que picoteaban entre las coles de su madre... tres, cuatro, cinco
guijarros tuvo que poner al lado de los cuatro paquetes de café antes de que el platillo con
la pesa de medio kilo se elevara y el indicador coincidiera, finalmente, con la raya negra.
Mi abuelo sacó el café de la balanza, envolvió los cinco guijarros en su pañuelo, y cuando
Gertrud regresó con la gran bolsa de a kilo llena de caramelos ácidos que debían durar
otro año para provocar el rubor de la alegría en los rostros de los niños, y ruidosamente
los metió en el bote, el muchacho permaneció pálido y silencioso como si nada hubiese
ocurrido. Pero mi abuelo sólo tomó tres paquetes de café y Gertrud miró asombrada y
asustada al pálido muchacho al ver que tiraba el caramelo ácido al suelo, lo pisoteaba y
decía:
-Quiero hablar con la señora Balek.
-Querrás decir Balek von Bilgan -replicó Gertrud.
-Está bien, quiero hablar con la señora Balek von Bilgan.
Pero Gertrud se burló de él y mi abuelo volvió de noche al pueblo, dio el café que
les correspondía a los Chech, los Weidler y los Vohla, e hizo ver que aún tenía que ir a
hablar con el párroco.
Pero se fue con los cinco guijarros envueltos en el pañuelo, camino adelante. Tuvo
que ir muy lejos hasta encontrar quien tuviera una balanza, quien pudiera tenerla; en los
pueblos de Blaugau y Bernau nadie la tenía, ya sabía eso, los atravesó y luego de caminar
dos horas a oscuras llegó a la villa de Dielheim donde vivía el boticario Honig. Salía de

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casa de Honig el olor a buñuelos recién hechos y cuando Honig abrió la puerta al
muchacho aterido de frío, su aliento olía a ponche y llevaba un cigarro húmedo entre los
labios. Oprimió un instante las manos frías del muchacho entre las suyas y dijo:
-¿Qué sucede? ¿Han empeorado los pulmones de tu padre?
-No, señor, no vengo en busca de medicinas; yo quería…
Mi abuelo abrió el pañuelo, sacó los cinco guijarros, se los mostró a Honig y dijo:
-Querría que me pesara esto.
Miró asustado para ver qué cara ponía Honig, pero como no decía nada, no se
enfadaba ni le preguntaba nada, añadió:
-Es lo que le falta a la justicia.
Y al entrar en la casa caliente, se dio cuenta de que llevaba los pies mojados. La
nieve había traspasado su viejo calzado, y al cruzar el bosque las ramas le habían sacudido
la nieve encima; estaba cansado y tenía hambre, y de repente se echó a llorar porque pensó
en la gran cantidad de setas, de hierbas y de flores pesadas con la balanza a la que faltaba
el peso de cinco guijarros para la justicia. Y cuando, sacudiendo la cabeza y con los cinco
guijarros en la mano, Honig llamó a su mujer, mi abuelo pensó en la generación de sus
padres y en la de sus abuelos, en todas aquellos que habían tenido que pesar sus setas y
sus flores en aquella balanza, y le embargó algo así como una gran ola de injusticia y se
echó a llorar aún más, y se sentó sin que nadie se lo dijera en una silla de la casa de Honig,
sin fijarse en los buñuelos ni en la taza de café caliente que le ofrecía la buena y gorda
señora Honig, y no cesó de llorar hasta que el propio Honig volvió de su tienda y, todavía
sopesando los guijarros con una mano, decía en voz baja a su mujer:
-Cincuenta y cinco gramos, exactamente.
Mi abuelo anduvo las dos horas de regreso por el bosque, dejó que en su casa lo
azotaran, y calló; tampoco contestó cuando le preguntaron por el café; se pasó la noche
echando cuentas en el trozo de papel en el cual había apuntado todo lo que entregara a la
actual señora Balek von Bilgan y cuando vio la medianoche, cuando se oyeron los
disparos de mortero del castillo, el ruido de las carracas y el griterío jubiloso de todo el
pueblo, cuando la familia se hubo abrazado y besado, mi abuelo dijo en el silencio que
sigue al Año Nuevo:
-Los Balek me deben dieciocho marcos y treinta y dos pfennigs.
Y de nuevo pensó en todos los niños que había en el pueblo, pensó en su hermano
Fritz que había recogido muchas setas, en su hermana Ludmilla, pensó en cientos de niños
que habían recogido para los Balek setas, hierbas y flores, y no lloró esta vez, sino que
contó a sus padres y a sus hermanos lo que había descubierto.
Cuando el día de Año Nuevo los Balek von Bilgan concurrieron a misa mayor con
sus nuevas armas -un gigante sentado al pie de un abeto- en su coche ya campeando sobre
azul y oro, vieron los duros y pálidos rostros de la gente mirándolos de hito en hito.
Habían esperado ver el pueblo lleno de guirnaldas, y que irían por la mañana a cantarles
al pie de sus ventanas, y vivas y aclamaciones, pero, cuando ellos pasaron con su coche,
el pueblo estaba como muerto; en la iglesia, los pálidos rostros de la gente se volvieron
hacia ellos con expresión enemiga, y cuando el párroco subió al púlpito para decir el
sermón, sintió el frío de aquellos rostros hasta entonces tan apacibles y amables,
pronunció pesaroso su plática y regresó al altar bañado en sudor. Y cuando, después de

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la misa, los Balek von Bilgan salieron de la iglesia, pasaron entre dos filas de silenciosos
y pálidos rostros. Pero la joven Balek von Bilgan se detuvo delante, junto a los bancos de
los niños, buscó la cara de mi abuelo, el pequeño y pálido Franz Brücher y, en la misma
iglesia, le preguntó:
-¿Por qué no llevaste el café a tu madre?
Y mi abuelo se levantó y dijo:
-Porque todavía me debe usted tanto dinero como cuestan cinco kilos de café -y
sacando los cinco guijarros del bolsillo, los presentó a la joven dama y añadió-: Todo
esto, cincuenta y cinco gramos, es lo que falta en medio kilo de su justicia.
Y antes de que la señora pudiera decir nada, los hombres y mujeres que había en
la iglesia entonaron el canto:"La Justicia de la tierra, oh, Señor, te dio muerte..."
Mientras los Balek estaban en la iglesia, Wilhelm Vohla, el cazador furtivo, había
entrado en el gabinete, habían robado la balanza y aquel libro tan grueso, encuadernado
en piel, en el cual estaban anotados todos los kilos de setas, todos los kilos de amapolas,
todo lo que los Balek habían comprado en el pueblo. Y toda la tarde del día de Año Nuevo,
estuvieron los hombres del pueblo en casa de mis abuelos contando; contaron la décima
parte de todo lo que les habían comprado... pero cuando habían ya contado muchos miles
de marcos y aún no terminaban, llegaron los gendarmes del comandante del distrito e
irrumpieron en la choza de mi abuelo disparando y empuñado las bayonetas y, a la fuerza,
se llevaron la balanza y el libro. En la refriega murió la pequeña Ludmilla, hermana de
mi abuelo, resultaron heridos un par de hombres y fue agredido uno de los gendarmes por
WilhemVohla, el cazador furtivo.
No sólo se sublevó nuestro pueblo, sino también Blaugau y Bernau, y durante casi
una semana se interrumpió el trabajo de las agramaderas. Pero llegaron muchos
gendarmes y amenazaron a hombres y mujeres con meterlos en la cárcel, y los Balek
obligaron al párroco a que exhibiera públicamente la balanza en la escuela y demostrara
que el fiel de la justicia estaba bien equilibrado. Y hombres y mujeres volvieron a las
agramaderas, pero nadie fue a la escuela a ver al párroco. Estuvo allí solo, indefenso y
triste con sus pesas, la balanza y las bolsas de café.
Y los niños volvieron a recoger setas, tomillo, flores y dedaleras, mas cada
domingo, en cuanto los Balek entraban a la iglesia, se entonaba el canto "La Justicia de
la tierra, oh señor, te dio muerte", hasta que el comandante del distrito ordenó hacer un
pregón en todos los pueblos diciendo que quedaba prohibido aquel himno.
Los padres de mi abuelo tuvieron que abandonar el pueblo y la reciente tumba de
su hijita; emprendieron el oficio de cesteros, no se detenían mucho tiempo en ningún
lugar, porque les apenaba ver que en todas partes latía mal el péndulo de la justicia.
Andaban tras el carro que avanzaba lentamente por las carreteras, arrastrando una cabra
flaca; y quien pasara cerca del carro a veces podía oír que dentro cantaban: "La Justicia
de la tierra, oh Señor, te dio muerte". Y quien parara a escucharlos también podía oír la
historia de los Balek von Bilgan, a cuya justicia faltaba la décima parte. Pero ya casi nadie
escuchaba.

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EL ÁNGEL Y EL PAYADOR (Manuel Mujica Láinez)

1825

Esto sucedió, señores, allá por los años en que derrotamos a los brasileros en la batalla de
Ituzaingó; quizás un poco antes, hacia 1825. La fecha de Ituzaingó no puedo olvidarla,
porque la conservo en el dibujo de la hoja de un cuchillo que me regaló un puestero de
Balcarce. Vaya a saber quién fue su dueño. Si me prestan, pues, atención, escucharán una
historia que me contó mi abuelo. Era un hombre serio y se la había oído a su padre. Yo la
llamo «el cuento del Ángel y el Payador», para acortar, pero el verdadero nombre sería
«el cuento del Ángel, el Diablo y el Payador»: y pongo al Ángel primero por su condición
divina; después a Mandinga para que no se enoje; y por último al Payador porque, a pesar
de haber sido el más grande que pisó nuestros pagos, y tanto que lo solían apodar «aquel
de la larga fama», no era más que un hombre y como tal capaz de todas las debilidades.
Ya colegirán que estoy hablando de Santos Vega.
El padre de mi abuelo lo vio una vez en una pulpería de Dolores y decía que era
un gaucho buen mozo, tostado por el sol y el viento, más bien bajo y delgado, con la
barba y el pelo renegridos. Claro que en la época de lo que voy a referir andaría arañando
los setenta y el pelo y la barba se le pusieron blancos como leche. Había sido rico. Había
tenido estancia y tropillas, pero por entonces no le quedaban más pilchas que lo que lle-
vaba encima, más plata que las dos virolas del cuchillo de cabo negro, y más flete que
un alazán tostado como él y un potrillo de barriga redonda: el Mataco.
La fama de Santos Vega se esparció por todo el campo argentino. Los paisanos lo
adoraban como a un dios Por eso la gente cree que fue un personaje imaginario pues les
resulta imposible que un individuo de carne y hueso como ustedes y yo, ganara con la
guitarra tanta reverencia.
Algunos lo pintan como un gaucho malo que se pasó la vida cobrando una deuda de
sangre a los jueces de paz y acuchillando a cuanta partida de la ley se le cruzó en el camino.
No es cierto. Así por lo menos lo declaraba mi antepasado. Puso su gloria en la guitarra y
no necesitó andar marcando cristianos para merecer el respeto de los criollos: no porque
no fuera valiente, entiéndanme bien, sino porque para él lo principal fue la guitarra.
Y ¡qué guitarra! Juraba mi abuelo que su padre la describía como si tuviera vida
propia. Decía que cuando Vega se afirmaba en ella y empezaba a acariciarla, su caja se
estremecía como un cuerpo de mujer, y que las cintas de colores patrios con las cuales la
habían engalanado las chinas querendonas, se movían como trenzas tironeadas por el aire.
Esto sí puede ser exageración. ¡Vaya uno a saber! Todo lo que atañe a Vega se oscurece
con tanto misterio que lo mejor es escucharlo tranquilamente, sin impresionarse por su
rareza.
Con esa guitarra se arrimó a cuanto fogón hospitalario se encendía en la provincia.
De repente aparecía por San Pedro y de repente por Chascomús; un día lo encontraban en la
Magdalena y el otro en Luján o en Arrecifes, como si galopara sobre el pampero. Varias
veces estuvo en Buenos Aires y es fama que su entusiasmo calentó a los mozos de las
estancias y los obligó a arrear sus tropillas hasta la capital, cuando la patria los requería para

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los ejércitos, después del 25 de mayo. Se los trajo cantando: hacía lo que quería con la
voz.
Algunos gauchos aseguraban que lo habían visto al mismo tiempo en dos lugares.
Así nació su leyenda. No faltaba a los fandangos ni a los velorios del angelito. Apenas
empezaba el paisanaje a juntarse en cualquier sitio alrededor de un asado con cuero y
tortas fritas, y apenas se desataba el zapateo de un malambo o el bastonero anunciaba un
pericón, ya barruntaba la concurrencia que Santos Vega se descolgaría de las nubes
aunque no le avisaran. Y era así. Entonces aquello se ponía lindo. El payador se
acomodaba en las raíces de un ombú o al amparo de la ramada y cantaba unos estilos y
unos tristes que no ha vuelto a cantar ninguno. Al principio algunos se animaban a payar
con él, pero pronto comprendieron que no podría vencerle nadie. Cuentan que hasta los
perros lo rodeaban y los pingos, con las orejas tiesas, y que los tucutucos salían de sus
cuevas para escucharlo. Hasta que la gente comenzó a decir que el único que conseguiría
ganarle en una payada sería el Diablo mismo, porque no existía hombre capaz de tal
hazaña. Él se reía y contestaba que cuando el Diablo quisiera lo esperaba de firme. Y ese
pensamiento orgulloso casi lo condenó a penar para siempre en las vizcacheras infernales.
Pero vamos a mi cuento. Sucedió, pues, hacia 1825, y me parece que Bernardino
Rivadavia estaba al frente del gobierno, aunque es posible que me equivoque y haya sido
otro. Libros hay que sacarán de dudas a los fastidiosos, pero los libros están lejos y yo no
sé qué desconsideración me tiene la lectura que al ratito me hace lagrimear.
Había en Buenos Aires, por aquel entonces, un barrio que llamaban del Pino, a
causa de un árbol gigantesco cuya sombra invitaba a los pájaros. Si mal no recuerdo, ese
barrio se extendía por donde corre hoy la calle Montevideo, cerca de Santa Fe. Un boliche
atraía los paisanos al atardecer junto al árbol mentado. Acudían de todas partes de la
ciudad a jugar a la taba, a perder los patacones en las riñas de gallos, las cuadreras y las
sortijas, y a hacer boca con una azumbre de caña: la ginebra era superior.
Un día el barullo cesó temprano, porque Santos Vega, ya viejo, se había echado a
dormir bajo las ramas y no querían molestar su sueño. Cuando nadie lo esperaba, surgió
por allí un moreno desconocido. Era su estampa, dice mi bisabuelo, la de un gaucho
malevo, alto y flaco, con una cara afilada como un facón y unos ojos de bagual. Montaba
un parejero que a los gauchos los dejó medio locos, un doradillo que cuando le daba el
sol echaba luz. Vestía de negro y su único adorno era un cinto lleno de monedas de oro,
lo mismo que la rastra. ¡De oro, señores, como están oyendo!
Se acercó a don Santos sin saludar a nadie y lo despertó rozándole el hombro con
el rebenque.
—Mire, amigo —explicó—, me he enterado que hace tiempo que me busca para una
payada. Aquí estoy para lo que mande.
Vega entreabrió los ojos pesados de sueño y lo estuvo observando un rato:
—Yo no lo conozco, compadre; ni siquiera sé su nombre.
El enlutado rio con una risa fea:
—Lo mismo vale un nombre que otro, lo que importa son las uñas. Si le parece,
puede llamarme Juan Sin Ropa, y si le parece no payaremos. Puede ser que esté cansado.
Se había formado alrededor una rueda de guapos que murmuraban de asombro.
Intervino el pulpero abombado, después de darle un beso a la damajuana:

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—Usté no sabe con quién se mete, don. Éste es Santos Vega.
—De mentas lo conozco y me tiene a su disposición.
Don Santos estiró los brazos y se levantó:
—Cuando guste, Juan Sin Ropa.
—Usté primero, don Santos.
Debió ser cosa de verse. El viejo rompió en un preludio en el que daba la
bienvenida al misterioso adversario, y aguardó.
Cuando le tocó responder al moreno y empezó a florearse como baqueano, todos
comprendieron que la cosa sería larga, y aunque no se tomaron apuestas pues estaban
seguros del triunfo del más anciano, alguno sintió que un frío finito le corría por la
espalda.
¿Para qué les repetiré lo que siguió? Es cosa que sabe todo el mundo. Tres días
y tres noches estuvieron cantando. La cifra pasaba de boca en boca sin que dieran
muestras de abandonar. Hasta que la concurrencia notó que don Santos flaqueaba. Más
de una vez se detuvo, esperando la inspiración, y repitió versos que ya se habían oído.
En cambio el otro continuaba como un político de esos que tienen charla hasta el día del
Juicio Final. Por fin Vega no pudo más y arrojó la guitarra. Entonces Juan Sin Ropa lanzó
una carcajada tan siniestra que los hombres se santiguaron. El pino se incendió de arriba
abajo como una hoguera que prende en un pajonal, y el payador victorioso arrancó la
bordona del viejo de un manotazo que hizo relampaguear sus uñas como navajas. Luego
desapareció entre las llamas que envolvían al árbol. Era el Diablo, que le había salido
al encuentro a quien lo retó a duelo, ignorando que no se juega con Satanás. Disparó el
paisanaje y no me extraña. También hubiera disparado yo. Sólo el pulpero quedó allí: la
tranca lo había dejado duro como palenque de potro. Entonces se abrió el ramaje como
una cortina de fuego, y un muchachito de unos doce años se acercó al vencido que se
tapaba la cara con el poncho.
—Vamos, tata —le dijo, y lo ayudó a levantarse.
El viejo tomó la guitarra y lo siguió cojeando. Montó en su alazán y el mocito saltó
en el potrillo barrigón. Se alejaron al tranco y nadie volvió a verlos en Buenos Aires.
Contaba mi bisabuelo que galoparon sin pronunciar palabra hacia los pagos del
Salado. En Chascomús reconocieron a Vega. Iba doblado sobre el flete y el muchacho
trotaba detrás. Había cazado dos mulitas que llevaba a los tientos. Como era invierno, no
paraba de llover y de soplar un viento rabioso. A don Santos se le pegaba el poncho sobre
el chiripá y el calzoncillo cribado.
Llegaron así una noche a la estancia de don Gervasio Rosas, la que fue después
de Sáenz Valiente, en la boca del Tuyú. Los peones ya habían asegurado la hacienda,
porque la tormenta no amainaba, y mateaban en el puesto Las Tijeras, cuando oyeron
ladrar. El capataz se asomó a la puerta, gritando para contener a los perros y éstos
obedecieron su orden. Entonces Santos Vega y su compañero entraron en la cocina.
Chorreaban agua como si recién salieran del río.
El capataz abrazó al payador:
— ¡Bien haiga, don Santos, arrímese al fuego! ¡No tenía el gusto de verlo desde
sus payadas en la esquina La Real!

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El viejo casi no respondió. Venía medio muerto por el disgusto y por el frío. Se quitó el
poncho, aceptó un amargo y se acomodó junto a las brasas. El mocito acercó una de las
mulitas al fogón para asarla. Comieron despacio y don Santos se durmió. Tiritaba y
hablaba en sueños. Los paisanos fueron tumbándose también sobre los aperos. Sólo velaba
el muchacho. ¿No les he dicho cómo era? Tenía el pelo negro y lacio, volcado sobre
las orejas, y unos ojos como dos carbones, pero azules. Con el caparazón del otro bicho
se puso a hacer una guitarrita que era un primor.
La noche entretanto andaba y la lluvia batía la paja quinchada del rancho. Por ahí
se despertó Santos Vega. Los reflejos del fogón le iluminaban la barba noble abierta sobre
el pecho. Estuvo espiando al mocito y murmuró:
—Mira, muchacho, sé que voy a morir y que iré al Infierno.
—¿Y por qué al Infierno, tata?
—Porque he sido un mal cristiano y Dios es justo. Aquel hombre que me venció
en la pulpería del Pino no era un hombre: era el propio Mandinga. Me ha vencido porque
fui soberbio y quise medirme con él. Ahora tendré que pagar mi pecado.
El niño se sonrió como un ángel. Ya les adelanté al comenzar que éste se llama
«el cuento del Ángel y el Payador», de manera que habrán colegido que era un ángel. Y
¿qué ángel?, me preguntarán. Pero tendrán que perdonar mi ignorancia. Puede que fuera el
Ángel de la Guarda de don Santos, o un ángel que bichó desde las nubes lo mal que le iba
en su versería con el Demonio. Sí, para mí era uno de esos ángeles que tocan música para
alegrar al Señor. Probablemente no le habrá gustado que el Malo pudiera andar contando
por ahí que había maltratado al mejor payador criollo. Quería tenerlo en el Cielo con su
guitarra, para que la orquesta sagrada sonara mejor. ¡Vaya a saber!
—Usté no se va al Infierno, tata —le dijo—. Yo le propongo que payemos ahora
mismo, sin esperar. Si me vence a mí, le prometo que se va derechito al Cielo.
Se sonrió don Santos melancólicamente:
—¿Y vos qué sabes de estas cosas?
Por respuesta el ángel rasgueó su instrumento tan lindamente que al viejo,
enfermo y todo como estaba, los ojos le brillaron.
—Pero es al ñudo, yo no puedo cantar con vos. Aquel malvado me cortó la bordona.
El mozo tocó la cuerda con un dedo y don Santos se persignó, porque la cuerda
se estiró como si fuera una serpiente y se enredó sola en la clavija. Al mismo tiempo un
gran resplandor inundó la cocina, como si hubieran prendido mil velas, y el
payador vio que la cosa iba en serio.
Payaron toda la noche, la guitarra contra la guitarrita, y lo milagroso es que ni uno
de los peones se despertó. Afuera la lluvia enmudeció para escucharlos y el cielo se fue
pintando de estrellas. ¡Qué payada, señores! El viejo se esforzó como nunca. Adivinaba que
de su inspiración dependía la gloria eterna. Yo no sé si el ángel se habrá dejado ganar de
puro bueno, pero lo cierto es que anduvo apurado. A veces se sacudía y la pieza se llenaba
de plumones celestes. Don Santos, para apretarlo, le preguntaba por las cosas de la tierra,
y el de los ojos azules retrucaba preguntándole por las del cielo. Por fin el mozo se iluminó
todo como una imagen del altar, y suspiró:
—Me ha derrotado en buena ley, don Santos.

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Al viejo se le cerraron los párpados ahí mismo. Al día siguiente lo enterraron a la
sombra de un tala, en campo verde, donde lo pisara el ganado, como pedía en sus trovos.
Los peones clavetearon un cajón hecho con maderas de los barcos hundidos en la playa
vecina durante la guerra con el Brasil. Agregaba mi bisabuelo que el payador sonreía
cuando le dieron sepultura, como si ya hubiera empezado a cantar delante de Tata Dios.

EL SUR (Jorge Luis Borges)

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y


era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era
secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente
argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de
línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la
discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica)
eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el
daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje
de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la
soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de
algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur,
que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos
balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la
indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta
de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso
de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones.
Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una
Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió
con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro?
En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó
por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se
olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada
estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo
gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas.
Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy
bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran
que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico
habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle
Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de
plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir.
Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo

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sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo
auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con
náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que
siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un
arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos
días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales,
su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que
eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de
una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas
y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan
abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que,
muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.

A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había


llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a
Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como
un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete
de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles
eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad
y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos,
recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz
amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.

Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir
que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más
antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de
rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.

En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente


que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme
gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba
el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le
había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel
contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive
en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del
instante.

A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y
dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la
abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con
este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa
desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.

A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de
jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó
poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran,

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quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La
felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro
y se dejaba simplemente vivir.

El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya


remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.

Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos


hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro,
encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin
revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los
terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que
parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura.
También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque
su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y
literario.

Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol
intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría
en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el
andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra
del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones
ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna
manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La
soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y
no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le
advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior
y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no
trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).

El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías
quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo
tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó
a unas diez, doce, cuadras.

Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el


sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara
la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba
despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.

El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su
bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero,
acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos.
Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado
su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le
haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo,
Dahlmann resolvió comer en el almacén.
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En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que
Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba,
inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y
pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia.
Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann
registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro
y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con
entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.

Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el


campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón
le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino
tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco
soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la
otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes,
bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto
al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de
miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.

Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había
ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra
bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo
que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara
arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el
patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:

-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.

Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas
palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los
peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo
sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les
preguntó qué andaban buscando.

El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan


Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su
borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y
obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a
Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado.
En ese punto, algo imprevisible ocurrió.

Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur
(del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el
Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la
daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear.
La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar
que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su
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esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para
adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.

-Vamos saliendo- dijo el otro.

Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al


atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo,
hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del
sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o
soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.

Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la
llanura.

LA FIESTA AJENA (Liliana Heker)

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le
hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le
había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada
pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.

–No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos.

–Los ricos también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.

–Qué cielo ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m'hijita, le gusta
cagar más arriba del culo.

A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve
años y era una de las mejores alumnas de su grado.

–Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque Luciana es mi
amiga. Y se acabó.

–Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por fin–,
esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada
más. Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.

–Callate –gritó–. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.

Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes
mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban
secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente
también le gustaba.

–Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo.
Va a venir un mago y va a traer un mono y todo.

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La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las
caderas.

–¿Monos en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las
pavadas que te dicen.

Rosaura se ofendió mucho. Además, le parecía mal que su madre acusara a las
personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica,
¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer
tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.

–Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios.

Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de
la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde,
después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le
quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco
y el pelo brillándole, y se vio lindísima. La señora Inés también pareció notarlo. Apenas
la vio entrar, le dijo:

–Qué linda estás hoy, Rosaura.

Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la
fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de
conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.

–Está en la cocina –le susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie porque es un


secreto.

Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba


meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y
después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía
permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: 'Vos sí pero ningún
otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo". Rosaura, en cambio, no rompió nada.
Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al
comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés
le había dicho: "¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?". Y claro que iba a
poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza.
Apenas la vio, la del moño le dijo:

–¿Y vos quién sos?

–Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura.

–No –dijo la del moño–, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y
conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.

–Y a mí qué me importa –dijo Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi mamá y
hacemos los deberes juntas.

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–¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita.

– Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria.

La del moño se encogió de hombros.

–Eso no es ser amiga –dijo–. ¿Vas al colegio con ella?

–No.

–¿Y entonces, de dónde la conocés? –dijo la del moño, que empezaba a


impacientarse.

Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:

–Soy la hija de la empleada –dijo.

Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos
la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha
honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.

–¿Qué empleada? –dijo la del moño–. ¿Vende cosas en una tienda?

–No –dijo Rosaura con rabia–, mi mamá no vende nada, para que sepas.

–¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño.

Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura
si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.

– Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.

Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era
Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de
embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en
equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su
equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz. Pero faltaba lo
mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora
Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo
porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban "a mí, a mí". Rosaura se acordó
de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus
súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a
los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.

Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago
de verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban
cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro
el mago: al mono lo llamaba socio. "A ver, socio, dé vuelta una carta", le decía. "No se
me escape, socio, que estamos en horario de trabajo". La prueba final era la más
emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer
desaparecer.

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–¿Al chico? –gritaron todos.

–¡Al mono! –gritó el mago. Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del
mundo. El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al
mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que
sí con la cabeza.

–No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.

–¿Qué es timorato? –dijo el gordito.

El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había
espías.

–Cagón –dijo–. Vaya a sentarse, compañero.

Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el
corazón.

–A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a
ella.

No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al


mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura,
dijo las palabras mágicas... y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus
brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su
asiento, el mago le dijo:

–Muchas gracias, señorita condesa.

Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo
primero que le contó.

– Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: "Muchas gracias, señorita condesa".

Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba
enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: "Viste que no era
mentira lo del mono". Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago. Su madre
le dio un coscorrón y le dijo:

–Mírenla a la condesa. Pero se veía que también estaba contenta.

Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy
sonriente, había dicho: "Espérenme un momentito". Ahí la madre pareció preocupada.

–¿Qué pasa? –le preguntó a Rosaura.

–Y qué va a pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los que nos
vamos.

Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al


lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque

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había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés
le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le
gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que
le decía: "Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?". Era así su madre.
Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En
cambio, le dijo:

–Yo fui la mejor de la fiesta.

Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa
celeste y una bolsa rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado
de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le
dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso
le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a
Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:

–Qué hija que se mandó, Herminia. Por un momento, Rosaura pensó que a ella le
iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán
de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a
completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni
buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera. En su mano aparecieron dos billetes.

–Esto te lo ganaste en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por todo,


querida.

Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano
de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de
su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés. La
señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla.
Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.

CONTINUIDAD DE LOS PARQUES (Julio Cortázar)

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,
volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la
trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su
apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la
tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad
de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y
se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del
placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez
que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire
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del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los
héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la
mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no
había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo
de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la
libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de
serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido
olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su
empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para
que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la
puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta
él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose
en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda
que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría
a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre
galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul,
después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera
habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la
luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del
hombre en el sillón leyendo una novela.

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