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(1285-1347)
Un pensador a caballo entre dos tiempos
Guillermo de Ockham (¿1285-1347?) puede ser considerado como
el último filósofo medieval o el primero que anticipa ideas
renacentistas. Su filosofía se encuentra marcada por el fin de una
época, por el hundimiento y la crisis de toda una visión del mundo
(la medieval) y el palpitar de una nueva forma de pensamiento que
comienza a nacer, caracterizada por un dato esencial que implica
una ruptura radical con todo lo anterior: el teocentrismo medieval
será sustituido por el antropocentrismo renacentista. En este
contexto, Guillermo de Ockham realiza un esfuerzo intelectual
admirable por comprender el tiempo en el que vive, sin aferrarse a
los ya superados esquemas escolásticos. Su pensamiento
representa, a este nivel, un intento de renovación y revisión de toda
la filosofía y la teología anterior, y un auténtico ejercicio de
libertad filosófica, que le valió las críticas y el desprecio de
muchos de sus contemporáneos, hasta al punto de llegar a ser
acusado de herejía por su interpretación del voto de pobreza
(episodio magistralmente captado por Umberto Eco en El nombre
de la rosa). Lejos de amilanarse, Ockham llegó a acusar al papado
de herejía. En este contexto no dejó de escribir textos sobre
política, que se consideran como precedentes de la Reforma y que,
según algunas fuentes, llegaron a valerle la excomunión.
Evidentemente, la sustitución del teocentrismo medieval por el
antropocentrismo, tendrá consecuencias importantes en otros
aspectos característicos de la filosofía medieval: la demostración
de la existencia de Dios, los universales, el naturalismo ético, la
relación Iglesia-Estado... La perspectiva de Ockham en todos estos
temas dejará notar de un modo muy claro la tensión existente entre
un tiempo que se termina y otro que comienza a germinar.
Idea central de su pensamiento: la
omnipotencia divina
En cierta forma, se podría decir que toda la filosofía de Guillermo
de Ockham bascula en torno a una idea expresada en la primera
frase del credo cristiano: “Creo en Dios todopoderoso”. La
omnipotencia divina será, así, el primero de sus grandes
presupuestos, lo que le obliga a romper con toda la filosofía
escolástica de corte neoplatónico, pero también con la tomista.
Para Ockham no pueden existir ideas, esencias o formas, que
limiten el poder creador de Dios. Lo único que Dios no puede crear
es lo contradictorio por imposible: Dios no puede crear, por poner
un ejemplo, un círculo cuadrado, pues eso es contradictorio en sí
mismo. La omnipotencia no puede ir en contra de las leyes
esenciales de la lógica o de la matemática, pues estas están basadas
en la coherencia y en la ausencia de contradicción.
Así de un dogma puramente teológico (omnipotencia divina) se
derivará una consecuencia en principio inesperada, pero
tremendamente moderna: la negación de las esencias, que es
precisamente el nervio central del nominalismo. En cada criatura
manifiesta Dios su poder de creación y la diversidad la entiende
Ockham como una manifestación del poder creador de Dios, que
no puede verse constreñido por ningún tipo de Idea que exista
separada de la realidad, o por esencias o formas que están dentro
de cada individuo. La creación es una muestra del capricho de
Dios, de su acto de creación y originalidad extremos. Dios se
recrea en cada criatura, siendo capaz de dar la existencia a una
cantidad enorme de seres absolutamente diferentes, particulares,
exclusivos. Cada realidad existente es única e irrepetible, lo que
sería un signo, a juicio de Ockham, de la omnipotencia divina. Las
consecuencias no sólo serán importantes para su metafísica, sino
que, como veremos al final, se dejarán sentir también en su ética.
Los signos lingüísticos son los orales y los escritos. Pero hay una
diferencia muy importante entre el signo lingüístico y el signo
concebido: mientras que los signos concebidos (contenidos
mentales) mantienen una relación natural con las cosas
particulares, los signos orales y escritos son convencionales, es
decir, mantienen una relación artificial no con la realidad
directamente, sino con el signo concebido, que se origina
naturalmente a partir de las cosas.
Como consecuencia, todos los seres humanos comparten una
misma imagen de las cosas particulares (fundada en la semejanza
entre las cosas, no en esencias o formas), y a esta imagen mental
cada idioma le asocia, de un modo convencional, una palabra, un
signo lingüístico compartido, que tiene la capacidad de ocupar el
lugar de la cosa misma. La semejanza entre las cosas particulares
no se puede cambiar de un modo arbitrario, puesto que viene
condicionada por la relación de semejanza real que hay entre las
cosas. Sin embargo, la convencionalidad del signo lingüístico
implica que es una relación arbitraria y modificable. A lo largo de
la historia de una lengua vemos cómo se van produciendo cambios
para designar esta relación de semejanza, lo que confirma la
convencionalidad y arbitrariedad del signo lingüístico. Lo que no
podemos perder de vista es que los 2 tipos de signos (el mental y el
lingüístico en su doble vertiente de oral y escrito) tienen la
capacidad de suplantar la cosa designada. Ahí reside la capacidad
significativa del objeto que se convierte en signo. Para explicar los
distintos universales, Ockham distingue:
1. Universal natural: signo único que podemos predicar de
muchas cosas, y que encuentra su fundamento en la relación de
semejanza entre las cosas, o en una relación causal y regular de la
naturaleza. No sólo es signo natural el mental, sino también la
relación que se establece entre la risa y la alegría, el llanto y la
tristeza o el humo y el fuego. La clave de esta clase de universales
es la relación natural que se establece entre el signo y lo
significado. Que esta relación sea natural entraña, por supuesto,
que no sea modificable, ni dependa de la voluntad humana.
2. Universal por convención: signo universal fijado de un modo
arbitrario (voluntario y convencional) a partir del universal natural.
Sólo la imagen mental o la asociación regular es un universal en
sentido primario. El universal por convención lo es sólo de un
modo indirecto o secundario, y su efectividad depende
precisamente de la del universal natural. Para Ockham, por tanto,
el universal es un signo lingüístico de carácter convencional,
fundado en una relación establecida de un modo arbitrario entre
una imagen mental y una palabra. No se puede admitir, en
consecuencia, que los universales existan fuera de la mente, ni en
la realidad misma, ni en un mundo separado. Eso sería multiplicar
los entes sin necesidad. Fuera del pensamiento existe únicamente
el singular, la realidad particular y concreta, a partir de la cual,
estableciendo relaciones de semejanza, obtenemos imágenes
naturales y universales, pues todo ser humano, independientemente
del idioma que hable, tiene el mismo contenido mental cuando
utiliza la palabra que en su lengua designa al perro, o al menos así
piensa Ockham. Y a partir de esta imagen natural, establecemos
relaciones convencionales con las palabras del lenguaje. De este
universal convencional sólo la capacidad significativa es universal,
pero no tiene ningún tipo de existencia real. Resumiendo lo dicho
hasta aquí, cabe definir los universales como intenciones del
entendimiento, actos singulares (convencionales) por medio de los
cuales nuestro entendimiento tiende a significar una pluralidad de
entidades particulares, que son conocidas de un modo directo,
inmediato e intuitivo, siendo el fundamento de estos actos
singulares la semejanza que hay entre esta pluralidad de
particulares. Ockham se refiere a los universales como
“intenciones singulares del alma, aptas naturalmente para ser
predicadas por muchos”. Otra de las definiciones que ofrece,
interpreta el universal como “una realidad singular y que no es
universal sino en la significación porque es signo de muchos”. El
universal por tanto es: signo lingüístico, convencional y con
capacidad significativa (“suponen” o suplantan la realidad). Son
términos, palabras (nomine) no realidades existentes, ni conceptos
mentales. El nominalismo de Ockham no sólo representa una
importante evolución en la filosofía medieval, sino que, como
ocurre con otras de sus ideas, abre también espacio a que surjan
nuevas formas de pensamiento que cristalizaran en la modernidad.
La valoración de lo individual, su intento de eliminar la existencia
de abstracciones (sean esencias o conceptos), y su agudo análisis
del lenguaje, posibilitarán un estudio más empírico, más
preocupado por lo individual y lo cercano que por las lejanas
abstracciones de la filosofía escolástica. El nominalismo de
Ockham supone la vuelta empírica a la realidad, que debe ser
estudiada de un modo directo, tratando de evitar en todo momento
abstracciones o universalizaciones que vayan más lejos de lo que la
realidad permite. En el nominalismo aparece además otra de las
ideas centrales en el pensamiento de Ockham: el voluntarismo.
Hay que destacar que la validez de los universales descansa sobre
la voluntad del ser humano. Es el hombre el que, a través del
lenguaje, se pone de acuerdo voluntariamente en asignar cada
palabra a cada cosa. El hombre es voluntad capaz de crear
significados, de la misma forma que Dios es voluntad capaz de
crear realidades, seres particulares y contingentes y absolutamente
distintos a los demás. Además de en el terreno teológico y
metafísico (o lingüístico) el voluntarismo de Ockham se deja sentir
también en la ética, tal y como vamos a ver a continuación.
Convencionalismo moral
La ética de Ockham es una consecuencia natural del primer rasgo
al que nos referíamos al caracterizar su pensamiento: si la
omnipotencia divina debe estar por encima de todo, y no puede
estar limitada por las ideas o las esencias, tampoco es admisible la
existencia de una ley ética natural, que obligue a Dios a someterse
a un conjunto de preceptos. Cualquier ley ética natural de carácter
universal podría interpretarse como algo que determina al poder
creador de Dios, lo cual es inadmisible. La ley ética natural, que
Santo Tomás entendía como una verdad común a razón y fe, no
existe. Si a la omnipotencia le sumamos la navaja de Ockham,
podemos concluir (sin multiplicar los entes sin necesidad) que es
mucho más fácil pensar que las leyes y principios morales son los
que los seres humanos determinan con el simple acuerdo, antes que
inventarse la existencia de una ley ética natural cuyo contenido y
fundamentación no están del todo claros. Del mismo modo que las
palabras mantienen una relación artificial con las imágenes
mentales que pretenden expresar, también las leyes morales son
artificiales, creadas de un modo convencional por los seres
humanos.
La importancia de esta tesis a lo largo de toda la modernidad no es
nada despreciable. Si a la convencionalidad moral le añadimos la
separación del poder político y el religioso, lo que estamos
haciendo en realidad es anticipar las ideas centrales del
contractualismo moderno (Hobbes, Locke...) así como de teorías
éticas como la de Hume. En el terreno ético, al igual que en todos
los anteriores, Ockham sigue anticipando ideas que después se
convertirán en señas de identidad de nuevas formas de
pensamiento.