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NACIDOS DE DIOS

1 Juan 3:1-9

"Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el
mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él."

En muchos manuscritos, después de decirnos: "que seamos llamados hijos de Dios", se


agrega: "y lo somos". ¡Sí! Podemos afirmar que nosotros somos hijos de Dios, los que por fe
hemos aceptado a Jesucristo como nuestro único y suficiente Salvador. El aceptar por fe el
sacrificio de Cristo en la cruz nos convierte en "hijos de Dios". Pero este nuevo nacimiento
espiritual, el mundo, es decir el resto de la humanidad, no lo comprende, y le parece
presunción, arrogancia y soberbia.

Lo importante aquí es que, el hijo de Dios puede decir sin lugar a duda: "Yo soy un hijo de Dios
por medio de la fe en Jesucristo". ¡Ya lo somos en el PRESENTE! No es que esperamos serlo
en algún futuro más o menos próximo. Emociona saber, amigo oyente, que, como hijos de
Dios, pertenecemos a la familia de Dios. Nuestra decisión por seguir a Cristo nos da el derecho
de presentarnos ante Él, en cualquier momento y circunstancia, para adorarle, honrarle con
nuestras alabanzas, como también presentarle nuestras necesidades y peticiones. Hay que
afirmar que somos hijos de Dios no significa pecar de soberbia o de orgullo espiritual. No
llegamos a ser hijos de Dios por nuestros propios méritos, por muchas buenas obras y
generosos gestos que podamos tener. Los hijos de Dios sólo podemos afirmar con humildad
que la gracia del perdón de nuestros pecados se acepta como un regalo, no merecido, por
parte de Dios. Así que, sólo nos podemos jactar del maravilloso Salvador que tenemos, Cristo
Jesús.

Otro aspecto que necesitamos destacar aquí es que Juan ha presentado de una manera muy
clara el pensamiento de que, si somos hijos del Dios Altísimo, y hemos nacido de nuevo,
entonces vamos a exhibir una vida que se conforma e imita a la del Padre; es decir, un hijo de
Dios tendrá deseos de vivir una vida que haga creíble su fe en Jesucristo, y andar en luz,
porque Cristo es la luz.

Volvamos al texto que nos ocupa hoy. Juan dijo: "Ahora mismo somos hijos de Dios", en el
versículo 2 de este capítulo 3. Leamos todo el versículo 2:

"Amados, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero
sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él
es."

El mundo, la humanidad, la sociedad que nos rodea, no puede comprender esto, de eso
estamos seguros, porque no comprendió a Jesús. Es necesario tener un discernimiento
espiritual, y ese es el ungimiento del cual hablamos en un programa anterior. Él nos ha dado
una unción, y el Espíritu de Dios, que nos sella o marca como exclusiva propiedad de Dios es
el que nos revela esta verdad tan profunda. Sólo el Espíritu de Dios, amigo oyente, puede
hacer eso. El Espíritu de Dios puede y quiere quitarle las vendas de los ojos de su alma, darle
entendimiento y comprensión de verdades espirituales que usted jamás ha soñado poder
discernir. El Espíritu Santo es el que confirma esta certeza, de que usted es un hijo de Dios, en
su corazón, y lo confirma a su corazón, y usted sabrá con absoluta confianza que es salvo,
limpio y lavado, por la sangre que Cristo vertió en la cruz por amor.

Juan nos siguió animando en este versículo 2 y dijo que "seremos semejantes a Él, porque le
veremos tal como Él es". ¡Ese es una promesa maravillosa! Dios ve en usted y en mí, aquello
que Él puede hacer de nosotros. Estoy agradecido a Dios de que Él no ha dejado de trabajar y
de obrar en mí. Si pensara que Él ya ha terminado conmigo, entonces estaría muy
desanimado. Pero Él aún no ha terminado su obra transformadora en mí, tiene que seguir
realizando su obra en mí.

Se cuenta una historia acerca del universalmente conocido artista, Miguel Ángel, un genio de la
pintura y la escultura, que en una ocasión trajo a su estudio un gran trozo de mármol. Miguel
Ángel caminó a su alrededor, lo estudió y dijo: "Esto es realmente hermoso". Su ayudante que
se encontraba a su lado dijo: "Bueno, todo lo que yo veo es un enorme pedazo de mármol".
Miguel Ángel le contestó: "Ah, olvidaba que tú no ves lo que yo veo. Lo que veo aquí es una
estatua de David". Su ayudante miró y dijo: "Bueno, la verdad es que yo no la veo en absoluto".
Miguel Ángel le replicó: "Ya sé que tú no lo puedes ver, porque yo lo veo en mi propia mente, y
lo que veo, lo voy a transferir al mármol". Y así lo hizo. Miguel Ángel pudo percibir el potencial
de esta gran piedra, observó sus grietas, sus vetas, pesó mentalmente el mármol y determinó
que podría sacar una obra singular, irrepetible, que hoy todavía asombra al mundo por su
belleza y perfección.

Dios nos dice: aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Él puede ver lo que puede hacer
con y en nosotros, y lo que llegaremos a ser algún día. Ahora, ¿cuál es nuestra parte en este
proceso que culminará un día en que se manifestará lo que somos, por Su gracia y trabajo en
nosotros? Bueno, en el versículo 3 del mismo capítulo 3, leemos:

"Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro."

Nosotros seremos semejantes a Él, eso es una promesa; no vamos a ser idénticos a Él, sino
que nos pareceremos a Él; y eso es un incentivo para vivir una vida de santidad aquí y ahora.
Nada debería animarnos más a vivir santamente que el estudio de la profecía, por ejemplo.
Cuando vemos hoy en día esa forma de vivir descuidada y desordenada de tantos que se
llaman a sí mismos "cristianos", hasta incluso los que practican y observan todos los preceptos
y ordenanzas, cuando escuchamos a cristianos decir: "yo creo y estoy esperando que el Señor
Jesús venga", nos tenemos que plantear la pregunta: ¿vive usted como si realmente creyese
en la venida del Jesucristo? ¿Cuál es su estilo de vida? La forma en que usted vive aquí,
ahora, hoy, hará creíble que realmente está esperando que el Señor venga.

Juan siguió adelante, comenzando con el versículo 4, y aquí podemos apreciar las dos
naturalezas del creyente en acción. Como dijimos en un programa anterior, aquí es donde Él
nos habló directamente. En el versículo 4 de este capítulo 3 de la Primera Epístola del Apóstol
Juan, dijo:

"Todo aquel que comete pecado, infringe también la Ley, pues el pecado es infracción de la
Ley."

Esto quiere decir que el pecado es fundamental y básicamente aquello que es contrario a la
voluntad de Dios. Cualquier cosa que sea contraria a la voluntad de Dios es pecado. Es decir,
un pecador es aquel que está en insubordinación contra la voluntad de Dios.

Vamos a desarrollar este pensamiento por unos instantes. En una clase infantil de la Escuela
Dominical de una iglesia se le preguntó a una niña, cuál era su definición de pecado. Se le
preguntó: ¿qué es el pecado? Y la niña contestó: "Yo creo que es todo aquello que a uno le
gusta hacer". Amigo oyente, ella no estaba muy lejos de la respuesta correcta, porque esta
vieja naturaleza que usted y yo tenemos es absolutamente contraria a la voluntad de Dios.

El Apóstol Pablo dijo en su epístola a los Romanos, capítulo 8, versículo 5: Porque los que
viven conforme a la carne ponen la mente en las cosas de la carne; pero los que viven
conforme al Espíritu, en las cosas del Espíritu. ¿Cómo está viviendo usted? ¿Muy
humanamente "en la carne", viviendo a su antojo y buen parecer, o en el Espíritu, gobernado
por el Espíritu Santo y con La Palabra de Dios, como guía? El Apóstol Pablo continuó diciendo:
Porque el ocuparse de la carne es muerte. O sea, es la separación de Dios, porque se vive sin
pensar en Dios, en rebeldía, alejado e indiferente de Él; ésta es la actitud que Juan denunció
aquí. Usted no puede tener comunión con Dios, y ser un creyente ocasional, "de vez en
cuando", cuando usted lo convenga, o le quede cómodo. A eso se le llama a ser "un creyente
carnal". Escuchamos con cierta frecuencia a supuestos "cristianos", supuestos creyentes decir:
"¡Cuánto amo a Dios, y qué bien le sirvo, hago tantas cosas buenas, soy bueno, Dios tendrá en
cuenta lo santo y piadoso que soy “! Pero, en realidad, los que así piensan y actúan, no está en
comunión con Él; sólo se autoengañan. El Apóstol Pablo, en su epístola a los Romanos,
capítulo 8, versículos 6 y 7 nos dijo: "el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del
Espíritu es vida y paz. Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque
no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden".

Hablando del estado de rebelión que afectó a toda la raza humana, la Biblia es clara y
determinante al respecto. Así lo destacó, por ejemplo, en una de las muchas citas sobre este
tema, el profeta Isaías en el capítulo 53, versículo 6; cuando escribió: Todos nosotros nos
descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; más el Señor cargó en él el
pecado de todos nosotros.

Ya hemos mencionado muchas veces que aquí tenemos probablemente el verdadero cuadro
del hombre que no es salvo. Cada cual se ha apartado por su propio camino. Esas palabras
cuentan nuestra historia. Se apartó por su camino. Ese es su problema, amigo oyente, y
también es el mío. Queremos hacer las cosas como nos gusta a nosotros. Podemos observar a
un bebé en su cuna, gritando a viva voz. ¿Qué es lo que le pasa al pequeño? Este pequeño,
tierno e inocente bebé, sólo quiere imponer su propia voluntad. Nadie se lo ha enseñado, así es
como nacemos. Nacemos con esa naturaleza, con esa inclinación egoísta y egocéntrica. Y esa
naturaleza está en rebelión contra Dios. ((Como dice un poema: "Yo era una oveja errante; no
quería estar en el redil. No amaba la voz de mi pastor, no quería ser controlado. Era un hijo
muy porfiado, ni amaba siquiera mi hogar. No amaba la voz de mi padre, me gustaba muy lejos
vagar".))

Pero esa criatura rebelde y alejada de Dios, ahora, ha regresado a Dios, arrepentido, pidiendo
perdón. Se ha producido el nuevo nacimiento espiritual, y por ello el apóstol Juan les llamó
"hijitos". Continuamos leyendo el versículo 5 de este capítulo 3 de la Primera Epístola del
Apóstol Juan:

"Y sabéis que él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él."

Ahora, notemos aquí dos cosas importantes. Una, es que Él apareció para quitar nuestros
pecados. Notemos que Juan aquí nos habló en plural. ¿Recuerda Usted, amigo oyente, el
grandioso mensaje del Evangelio de Juan, capítulo 3, versículo 16 que dice "porque de tal
manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él
cree, no se pierda, más tenga vida eterna"? Él, Jesucristo, murió por los pecados de todo el
mundo. Otro texto que ya hemos estudiado en el capítulo anterior de la misma epístola de
Juan, capítulo 2, versículo 2, también nos afirmó que "él es el sacrificio por el perdón de
nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo.
¿Qué afirman estos dos versículos? Nos aclaran que Él, Jesucristo, padeció una muerte
redentora para pagar el castigo de nuestros pecados; pero Él también murió por nuestros
pecados para poder librarnos del poder del pecado. Dios quiere que nosotros vivamos para Él,
y para que podamos vivir como "hijos de Dios", se nos ha dado una nueva naturaleza.

Y luego continúa diciendo, y no hay pecado en Él. Una traducción literal de este texto podría
ser: "En Él no está el pecado". Es decir, que Él, Jesucristo, padeció una muerte redentora, un
sacrificio, una ofrenda por el pecado. Él era santo, sin mancha y sin contaminación. Él se
entregó a Sí mismo por usted y por mí, amigo oyente, para que usted y yo pudiéramos vivir
para Él en el presente. Continuamos leyendo el versículo 6 de este capítulo 3 de la Primera
Epístola del Apóstol Juan:

"Todo aquel que permanece en él, no peca. Todo aquel que peca, no lo ha visto ni lo ha
conocido."

Aquí estamos tratando con algo que es muy importante. Todo aquel que permanece en Él, no
peca. ¿Qué es lo que quiso decir Juan con esto? Bueno, el hijo de Dios, el creyente que
permanece en Cristo, no practica el pecado, sino muy al contrario, lo rechaza y lo rehúye. El
pecador vive con toda naturalidad en el pecado, todo el tiempo, pero el hijo de Dios ha recibido
una nueva naturaleza, y ya no puede, ni desea vivir una vida pecaminosa. Esto se nos describe
claramente en la parábola de "el hijo pródigo". Lo hemos estudiado en el Evangelio de Lucas,
capítulo 15, versículos 11 al 24. Sólo los cerdos viven felices en las pocilgas, pero los hijos,
como aquel hijo pródigo, abandonan esas circunstancias incompatibles con su nueva
naturaleza, y regresan al hogar, junto al Padre Celestial. Los hijos de Dios pueden entrar en
una pocilga, pero no desean permanecer en esa situación, porque se sentirán miserables,
sucios, despreciables, porque como hijos de Dios conocieron la luz y la bondad del Padre.

Si usted puede ser feliz en el pecado, entonces, amigo oyente, usted todavía no es un hijo de
Dios, porque los hijos de Dios tienen la naturaleza del Padre.

Hay algunos oyentes que nos escriben diciendo que tienen un problema, y que, debido a ese
problema y ese pecado, se sienten miserables, desgraciados, y no tienen gozo, ni paz.
Entendemos el motivo, y comprendemos su estado de ánimo. No ponemos en duda que un hijo
de Dios pueda sentirse tentado y que caiga en una situación de pecado, pero, también
podemos afirmar que Dios puede librarle de ese pecado, que Dios tiene poder y deseos de
perdonarle, si usted con arrepentimiento se lo confiesa y se lo pide con humildad, y de todo
corazón. Usted puede pedirle a Dios que le restaure la paz y gozo que ha perdido por haberse
alejado de Él. Entréguele a Dios el control de su vida, y si usted es un hijo de Dios, entonces,
nunca estará satisfecho y feliz cuando se encuentre alejado de Dios.

Amigo oyente, Dios puede librarle de cualquier pecado. Él puede y desea librarle, porque usted
es Su hijo amado, y eso es lo que nos está enseñando la Palabra de Dios aquí. Sólo tiene que
confesarle a Dios su impotencia y derrota en la lucha contra el pecado que le separa de la
santidad de Dios, y Él se manifestará con Su poder en su vida. Ahora, continuamos con el
versículo 7 de este capítulo 3 de la Primera Epístola del Apóstol Juan, que dice:

"Hijitos, nadie os engañe; el que hace justicia es justo, como él es justo."

Hijitos. Con ternura Juan está hablando a los hijos de Dios, no está hablando a los que todavía
están alejados de Dios. Y en el versículo 7, leemos además nadie os engañe; el que hace
justicia es justo, como él es justo.

En esto se demuestra quien es verdaderamente un hijo de Dios. El permanecer en Él no se


refiere solamente a nuestra posición, a nuestro privilegio, Usted tiene una posición en Cristo
que nunca cambiará, pero aquí también tenemos unas consideraciones prácticas para
nosotros. Si vamos a permanecer en Dios, en Su comunión y servicio, entonces tenemos que
renunciar al pecado.

Un joven oyente de este programa radial nos escribió comentando que tenía problemas con el
alcoholismo. En su carta decía que podía pasar mucho tiempo sin beber, pero, después volvía
a perder el control y se emborrachaba. Terminó su carta con estas palabras "Me odio y me
desprecio" Era un joven ejecutivo de una empresa que temía perder su trabajo. Él quería dejar
de embriagarse porque era un hijo de Dios, porque había aceptado a Cristo como su Salvador
al escuchar uno de nuestros programas. Él pedía ayuda y nos preguntaba si podría librarse de
ese peso. Él había escuchado que como hijo de Dios tenía la naturaleza de su Padre Celestial,
y que Dios no permitiría que él se sintiera satisfecho y feliz en ese estado. Le aconsejamos que
cada vez que cayera en ese problema fuera al Padre Celestial, que le confesara lo que había
sucedido, le dijera que no quería permanecer en ese estado, y que no quería traer deshonra al
nombre del Señor. A continuación, como resultado de su confesión y arrepentimiento, Dios le
libraría de ese hábito, porque esa es la experiencia de vida de hombres y mujeres que Dios ha
rescatado y cambiado. En realidad, es la historia de cada pecador que ha aceptado a Cristo y
se encontraba atrapado, o dominado por algún hábito. Dios puede y quiere librarle de esa
carga. Usted no puede simplemente tomar un breve cursillo y obtener la liberación de su
problema. Usted va a tener que clamar a Dios y tener un contacto personal con Él. Ahora, el
versículo 8 de este capítulo 3 de la Primera Epístola del Apóstol Juan, dice:

"El que practica el pecado es del diablo, porque el diablo peca desde el principio. Para esto
apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo."

Juan fue muy claro en su afirmación: El que practica el pecado es del diablo. Tenemos que
reconocer que del diablo procede el pecado. Él es el culpable de que haya pecado en el
mundo. Él es el que condujo a nuestros primeros padres al pecado. Él es el culpable de que
usted y yo tengamos una naturaleza pecaminosa. Él comenzó como un ángel de luz que se
rebeló contra Dios. Pero, por esta causa vino el Hijo de Dios, para deshacer las obras del
diablo. Y sólo Jesucristo, amigo oyente, puede librarle. Usted tiene que ir a Él, personalmente,
nadie puede hacerlo por usted. Sólo Jesucristo, nuestro Salvador y Señor lo puede liberarle,
sanarle y cambiar su vieja naturaleza pecadora en un hijo redimido y muy amado que disfruta
de la nueva naturaleza que Dios implanta en sus hijos. Él es el gran médico, y esperamos que
usted acuda a Él con su problema. Para finalizar leeremos el versículo 9, que dice:

"Todo aquel que es nacido de Dios no practica el pecado, porque la simiente de Dios
permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios."

Todo aquel que es nacido de Dios - dice Juan - no practica el pecado. Esta es una declaración
contundente. Vamos a detenernos aquí. para estudiar más profundamente este versículo en
nuestro próximo programa, Amigo oyente, como esperamos continuar contando con su
compañía, le sugerimos que lea por sí mismo hasta la mitad de este capítulo. Será pues, hasta
entonces, ¡Que el Señor le bendiga es nuestra más ferviente oración!

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