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1 Juan 3:1-3

VERSO 1: Mirad, cuál amor (mirad cuán grande), es más que un


simple imperativo que llama la atención. Es una genuina exclamación de
asombro mezclado con gratitud. Se refiere a cualidad del amor de Dios, al
hecho de que es dado a aquellos que son inmerecedores e indignos.
Este amor es una manifestación de la Gracia de Dios y lo más maravilloso,
es que ha sido dado al hombre.
Juan especifica que quien da su amor es el Padre y mostró ese amor hacia
nosotros en el hijo. Lo admirable de este amor, es que ha sido dado a
nosotros y como resultado nos hemos convertidos en hijos de Dios. Los
cristianos somos productos o el resultado del amor de Dios, mientras que el
resto de la humanidad es el resultado de su actividad creadora.
No solo hemos llamados hijos de Dios, sino que en realidad lo somos. En
otras palabras, Dios no nos hace una promesa que cumplirá más adelante,
en el futuro. No, en realidad ya somos hijos de Dios. Disfrutamos de todos
los derechos y privilegios incluidos en nuestra adopción, porque hemos
llegado a conocer a Dios como Padre.
Por medio de Jesús recibimos el amor del Padre y somos llamados “hijos
de Dios”.
¡Qué gran honor! Dios nos llama hijos suyos y nos da la certeza de que por
ser sus hijos somos herederos y coherederos con Cristo (Ro. 8:17).
Por esto - porque somos hijos de Dios - el mundo no nos conoce. Los
incrédulos no pueden entendernos, dice Juan, porque no conocen a Dios
(compárese con Jn. 16:2–3. LEERLO). JUAN ATRIBUYE ESTA
CEGUERA DEL MUNDO A SU NATURALEZA INHERENTE (2.15
ss.). “El mundo no nos reconoce porque nunca lo reconoció a él”. El
mundo incrédulo vive separado de Dios y nunca conocerá el significado de
nuestra relación espiritual con Dios. Si nos volviésemos mundanos,
perderíamos nuestra posición como hijos de Dios. Pero al rechazarnos a
nosotros, el mundo confirma nuestra relación con Dios el Padre.
VERSO 2: En principio somos hijos de Dios (v. 1) que carecen de
perfección a causa del pecado. Pero lo que existe ahora en principio llegará
a ser una realidad plena en el futuro. Por consiguiente, Juan hace notar que:
“Lo que seremos no se ha manifestado aún”. Vale decir que Dios sólo ha
comenzado su obra maravillosa en nosotros, obra que a su debido tiempo él
llevará a su consumación.
Pablo habló de esto también:
a. Y nosotros, que con rostros descubiertos reflejamos todos la gloria
del Señor, vamos siendo transformados a su semejanza con una
gloria creciente. [2 Co. 3:18]
b. [Jesucristo] transformará nuestros humildes cuerpos de modo tal que
serán como su cuerpo glorioso. [Fil. 3:21]
c. Cuando Cristo, que es vuestra vida, aparezca, entonces vosotros
también apareceréis con él en gloria. [Col. 3:4].
Las Escrituras revelan que cuando venga Cristo seremos glorificados en
cuerpo y alma. “Seremos como él es”. Seremos conformados a la
semejanza del Hijo de Dios. Compartimos su inmortalidad.
La condición cristiana, ahora y en la eternidad, se centra en el hecho de ser
hijos de Dios.
SEMEJANTES A ÉL: La semejanza del reflejo pleno de la gloria de Dios
en el creyente. Esto incluye el cambio físico al cuerpo resucitado, así como
el cambio espiritual total, que incluye la pureza (v. 3), la ausencia de
pecado (v. 5) y la justicia (v. 7).
VERSO 3: ¿Como enfrenta el creyente el futuro? Ha recibido de Dios la
promesa de una completa restauración, y vive ahora en la esperanza de que
Dios cumplirá su promesa.
Juan declara un hecho: “Todo el que tiene esta esperanza … se purifica a
sí mismo”. El evita expresar un deseo (“puede purificarse”), o una
posibilidad (“podría purificarse”) o un mandato (“debería purificarse”).
Juan formula el hecho en términos positivos. El creyente vive en la
esperanza de verse transformado en semejanza a Jesucristo, y cuanto más
contempla esta verdad tanto más se purifica del pecado. Busca limpiarse a
sí mismo del pecado que contamina el cuerpo y el alma; se esfuerza
constantemente en la santidad por reverencia a Dios (2 Co. 7:1).
“Así como él es puro”. En los capítulos precedentes, Juan ha escrito que, si
tenemos comunión con Jesús, él nos limpia del pecado por medio de su
sangre (1:7); y que, si declaramos que tenemos comunión con él, “debemos
andar como Jesús anduvo” (2:6). Cristo es siempre el ejemplo que Juan
propone al creyente.
Juan enfatiza la pureza moral que todo creyente debe demostrar por medio
de una vida de santidad. Juan indica cuál ha de ser la medida: así como
Cristo es puro, así se esfuerzan los creyentes por ser puros.
¿Cómo puede alcanzar esa pureza de alma de la que habla la Biblia?
En Job 14:4 Job se pregunta: “¿Quién hará limpio lo inmundo?” Y él
mismo responde: “Nadie”.
Y en un tono similar el profeta Jeremías se pregunta: “¿Mudará el etíope
su piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros
hacer el bien estando habituados a hacer mal?” (Jer. 13:23). Pero ni Job
ni Jeremías fueron tan directos como el Señor Jesucristo en Mt. 12:34:
“¡Generación de víboras! ¿Cómo podéis hablar lo bueno siendo
malos?” No podemos esperar que una víbora actúe como un cordero, a
menos que sea transformada en un cordero.
Y ¿cómo puede hacerse eso? ¿Cómo podemos hacer que una serpiente se
convierta en una oveja? 1Pedro 1:22 nos da la respuesta: “Habiendo
purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el
Espíritu.
Comp. vers. 23-25. La purificación que Pedro está presentando aquí es la
obra del Espíritu Santo en nosotros, usando como instrumento la verdad de
Dios revelada en Su Palabra. Pablo dice en Tito 3:5 que el Señor “nos
salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiésemos hecho, sino por
Su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la
renovación en el Espíritu Santo”. Sólo el Espíritu Santo puede efectuar
una obra de esa magnitud en nuestro ser interior; y Él lo hace usando Su
Palabra como instrumento. ¿Cómo está nuestra vida espiritual?
Comparar Jueces 16:20. Para terminar Jesús en el Getsemaní. Jesús sabía
que su padre lo iba a abandonar al hacerse pecado. No contristemos al E.S.

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