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DIAL

14. FUNCIÓN PÚBLICA Y AMBIGÜEDAD MORAL

Una vez propuse a los estudiantes de la Universidad el siguiente ejercicio.

Tengo una sobrina muy querida. Tiene título de arquitecta, obtenido con altas
calificaciones, pero nunca ejerció esa profesión. Cuando estaba terminando su
carrera se puso de novia, se casó y tuvo tres chicos, de modo que se dedicó
íntegramente a su familia. Desde entonces, han pasado quince años. El marido la
abandonó y desapareció del mapa. Ella quedó sola, con una casa que atender, tres
hijos para mantener y sin empleo. Acabo de enterarme de que en el Ministerio de
Educación acaba de jubilarse el subdirector de Arquitectura. Casualmente, el actual
subsecretario ha sido compañero mío en el colegio secundario. Yo podría ir a verlo y
pedirle que designara a mi sobrina en ese puesto. No sé si lo hará, pero con pedirlo
no se pierde nada. Por otra parte, no existe norma alguna que impida esa designación,
de modo que no estaría pidiendo nada ilegal. Pero ocurre que no estoy seguro de que
ese pedido sea ético. Les pido un consejo moral: ¿debo ir a ver a mi antiguo
compañero o corresponde que me abstenga?

Casi todos los estudiantes entendieron que yo debía solicitar el cargo para mi
inexistente sobrina. Cuando pedí las razones de esa decisión, las respuestas fueron
reveladoras. Algunos señalaban que yo sólo debía pedir el cargo, pero que la
responsabilidad, en todo caso, sería del subsecretario que había de resolver el asunto.
Otros enfatizaron que no había impedimento legal. Varios entendieron que mi
sobrina debía obtener el cargo porque lo necesitaba. Unos cuantos se preguntaron por
qué no había de darse a mi sobrina una oportunidad, ya que bien podía suceder que
ejerciera el puesto con solvencia, a pesar de no haber practicado la arquitectura
durante quince años.

Digo que las respuestas fueron reveladoras porque todas vieron el problema desde mi
punto de vista y ninguna desde la óptica del ciudadano común. Y porque los
argumentos tendían a derivar la responsabilidad (hacia el subsecretario), rechazaban
el análisis moral a favor del encuadre jurídico (la falta de ley que lo prohibiera), eran
ingenuamente inconducentes (mi sobrina necesitaba trabajar) o se aferraban a una
improbable conjetura (tal vez, después de todo, mi sobrina fuera idónea para el
puesto). Pero yo había pedido un consejo moral, y tan pobres argumentos se hallaban
dirigidos a incitarme a una acción positiva.

Parecía claro que había otro argumento tácito, otro argumento completamente
determinante, pero que por algún motivo no se atrevía a mostrarse. Ese argumento,
sospecho, es que los estudiantes pensaban que yo, como tío de mi sobrina preferida,
tenía la obligación moral de protegerla y, pudiendo hacerlo, no debía omitir el intento
de conseguirle un buen empleo. Pero, si esta idea enunciaba un deber moral, ¿por qué
no expresarla abiertamente? Porque los estudiantes temían ser socialmente criticados
por predicar el acomodo liso y llano.
Desde luego, hay en esto algo extraño. Si un estudiante era contrario al acomodo,
habría sido sencillo expedirse así y aconsejarme en sentido contrario: después de
todo, no era él quien debía actuar; él sólo debía dar un consejo moral a una persona
que se lo solicitaba expresamente. La explicación probable es que quien así discurría
no tenía claramente asumida su propia escala de valores: la familia está primero; el
juego limpio administrativo viene después, pero es mejor que esto no se haga público
porque de otro modo los resultados podrían verse entorpecidos.

Esta interferencia de valores morales individuales y públicos, en la que los


individuales tienen mayor fuerza motivadora pero son vividos como algo que debe
ocultarse, es un fenómeno metodológicamente curioso y políticamente grave. Todos
conocemos el esquema del pecado, en el que un individuo sostiene un sistema de
normas morales pero cede ocasionalmente a la tentación de infringirlo. Este caso es
distinto: implica que un mismo individuo sostiene dos sistemas morales
incompatibles, ya que está dispuesto a cumplir lo que entiende como su obligación
personal y, al mismo tiempo, a criticar (sin mucha severidad) que otro haga lo mismo
en sus propias circunstancias.

Una de las manifestaciones del compromiso que se intenta entre sistemas


incompatibles es la definición implícita en el uso común de la palabra “corrupción”.
Recibir una coima es ser corrupto. Pero designar a un pariente o amigo en un cargo
para el que carece de idoneidad, o por razones en las que la idoneidad real o presunta
no desempeña papel alguno, es apenas ejercer la caridad bien entendida. Y, desde
luego, aceptar un cargo público a sabiendas de la propia falta de idoneidad no
constituye falta alguna: toda la responsabilidad recae sobre el designante, mientras el
designado puede proponerse, a modo de coartada moral, tomarse la tarea con buena
voluntad. Así, mientras no haya dinero de por medio (salvo los haberes en cierto
modo mal habidos), el nepotismo y el amiguismo se juzgan en el otro pecados
veniales pero en uno mismo obligaciones morales, fundadas en una solidaridad
insoslayable.

Las consecuencias políticas de esa ambigüedad ética son considerables. Ella genera
una tendencia a discernir los empleos públicos como seguro de desempleo para
sobrinas abandonadas, como sustituto de prestación de alimentos a ex cónyuges,
como regalo de graduación para hijos de amigos, como método para la formación de
círculos de lealtad personal, como sostén para jóvenes militantes o como premio para
contribuyentes a campañas electorales. Tal vez el servicio público quede igualmente
asegurado; pero, en el mejor de los casos, la calidad de su prestación se debe a una
pura coincidencia.

De vez en cuando se producen reacciones. Cuando eso ocurre, los cazadores de


brujas escudriñan aquí y allá en demanda de pureza, mientras los constituyentes y los
legisladores elaboran normas transparentes, siempre dotadas de peligrosas lagunas y
de fatales imprecisiones. Más tarde, cuando la realidad se impone a la mística, vuelve
a recordarse aquello de que “la familia es la célula básica de la sociedad” y lo que era
destinado a conocerse se vuelve reservado, lo transparente se hace opaco, los
recaudos pierden su filo, los concursos empiezan a tener ganadores anunciados, se
multiplican los empleos “de confianza” y, en definitiva, lo público acaba por
privatizarse una y otra vez.

En estas condiciones, es prudente preguntarse por el funcionamiento real del sistema


democrático. Los conjuntos de candidatos que se proponen al voto popular se
presentan como aspirantes a conducir los negocios públicos de acuerdo con los
principios que en cada caso proclaman. Pero ¿cuántos futuros asesores o
guardaespaldas esperan su turno detrás de cada candidato? ¿Cuántos cuñados?
¿Cuántos jóvenes militantes? ¿Cuántos amigos sin empleo?

Si la práctica de la que hablamos fuera inversa, si estuviera claro para todos que los
cargos públicos no son premios al apoyo político, ni ayuda para los necesitados, ni
oportunidades de futura jubilación, sino responsabilidades que han de encargarse a
los más aptos para llevarlas a buen término, nuestra sociedad viviría una verdadera
revolución. Una revolución pacífica en lo político y casi mágica en lo económico,
aunque seguramente turbulenta en el seno de las familias. Una revolución tan grande
que hasta la gesta de la emancipación americana quedaría deslucida frente a ella. Y
no sería necesario aprobar nuevas leyes, sino tan sólo poner llanamente en marcha
las que existen.

Sin embargo, esa revolución parece aún lejana, porque los individuos no logran
resolver, en este aspecto, la ambigüedad de los sistemas morales que efectivamente
proclaman. La pregunta adecuada, sospecho, no es qué creemos que deba hacerse.
Más comprometido es preguntar qué creemos que cada uno deba hacer. En otras
palabras, estimado lector, ¿qué consejo se daría a sí mismo en el caso del ejemplo, si
se tratara de su propia sobrina?

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