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Revista Stultifera Navis

Número 5 Año 2 (Febrero 2022)

Psicoanálisis y teoría crítica: la influencia de Freud


en la obra de Herbert Marcuse

Prett Rentería Tinoco1


México

Resumen:
En este artículo se abordan algunos conceptos clave que permiten comprender la importancia
de la obra freudiana para la teoría crítica a partir de Eros y civilización (1953). El trabajo de
investigación de H. Marcuse es por sí muy extenso, y rebasa la intención aproximativa de
este texto, por lo cual, el análisis se centra sólo en los capítulos que exponen de manera
directa la cuestión de la crítica cultural y su relación con las pulsiones humanas desde lo
erótico, obviando el aspecto genealógico de las teorías de Freud y la mitología griega. Esto,
con la intención de delimitar la relación entre el erotismo y los procesos civilizatorios en
occidente, y así, incorporar la obra de ambos autores, lo cual permite asimilar la influencia
del psicoanálisis en la teoría crítica de la escuela de Fráncfort.

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Prett Rentería Tinoco. Colegio de Humanidades y Ciencias Sociales. Universidad Autónoma de la Ciudad de
México. E-mail: ocelotzin876@gmail.com

1
Palabras clave: filosofía, teoría crítica, psicoanálisis

Introducción
Sigmund Freud es conocido comúnmente por su trabajo teórico relacionado con la sexualidad
humana, no en vano sus primeros escritos fueron mal vistos por la sociedad vienesa de fines
del siglo XIX. Los antecedentes de lo que entonces se conocía con el nombre de “psicología”
distan mucho de la labor emprendida por Freud en la terapia psicoanalítica. El colocar a las
pulsiones (instintos) en el centro de todo un andamiaje que sostiene a la civilización
occidental era algo extraño a la tradición de corte racionalista/idealista de la época, ya que,
por un lado, tenemos a Hegel (máximo exponente del idealismo alemán) para quien la cultura
es producto del desarrollo del espíritu objetivo por medio de las vicisitudes de las distintas
civilizaciones en la historia de la humanidad; y por el otro, al romanticismo, corriente que
enarbola el sentimiento estético pero que concibe a la cruda sexualidad como algo indigno
de ser plasmado en la creación literaria. Los nuevos padecimientos de la psique parecían ir
en aumento conforme la moral se volvía más férrea, lo cual condujo a Freud a sospechar que
algo no funcionaba bien más allá del sujeto; es decir, que los orígenes de los malestares que
muchos de sus pacientes presentaban ni siquiera tenían una raíz biológica/psicológica sino
más bien cultural. Es justo ahí donde sus primeras cavilaciones acerca de la personalidad
humana se proyectan al ámbito filosófico y dejan de ser mera terapia individual para tomar
una postura crítica de la cultura. Por mucho tiempo el trabajo psicoanalítico de Freud fue
ignorado, y la obra que él suponía que inauguraría un nuevo siglo (La interpretación de los
sueños) fue un rotundo fracaso después de su publicación en 1900. Sin embargo, el neurólogo
austríaco persistió en la teorización, incluso durante su exilio en el periodo entre guerras, lo
cual, según algunos biógrafos, muestra un fatalismo evidente en sus últimos trabajos, en
especial en El malestar en la cultura, publicado en 1930. El dar una perspectiva
psicoanalítica tan lúgubre sobre la naturaleza del ser humano y la represión de sus
potencialidades en una sociedad decadente convierte a Freud en un filósofo siempre actual
para los periodos de transición y de crisis de la civilización, y tal parece ser la opinión de
Herbert Marcuse (teoría crítica), quien dedica una obra completa al análisis cultural de Freud
como reflexión filosófica en Eros y civilización, texto guía del presente artículo.

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Psicoanálisis freudiano y teoría crítica
Una definición sencilla de la tarea psicoanalítica es la siguiente: hacer consciente lo
inconsciente; en otras palabras, rastrear el contenido simbólico de la realidad en las
profundidades de la psique humana. Entendido así, existen planos, o registros, distintos de
realidad: uno es el inmediato, en el cual interactuamos con los demás en lo cotidiano; y otro,
el inconsciente, meramente subjetivo y que se constituye desde la primera infancia, según
Freud (Jones, 2003). En el plano de la realidad inmediata el hombre se comunica, actúa y
piensa simbólicamente, ya que debajo de cualquier acción o pensamiento consciente existe
un fundamento o fuerza libidinal que lo determina, o sea, que podríamos decir que
funcionamos a través de potencias instintivas ocultas por nuestra consciencia pero que
permanecen siempre latentes. Es justo en ese ocultamiento donde Freud localiza la represión
de los instintos por la cultura, ya que de dar rienda suelta a nuestros instintos (no sólo sexuales
sino también violentos) sería imposible concebir cualquier tipo de acuerdo social entre dos o
más hombres, lo que, a su vez, hace imposible el surgimiento de la civilización misma: “Esta
sustitución del poder del individuo por el de la comunidad es el paso cultural decisivo”
(Freud, 1992: 94). Entonces, siguiendo a Marcuse, el proceso civilizatorio propuesto por
Freud parte de la represión de los instintos animales e inmediatos (entiéndase: placer, juego,
etc.), lo que en psicoanálisis se conoce como “principio de placer”.
La limitación de los instintos primarios del hombre es encauzada a metas más altas,
las cuales proporcionan una satisfacción retardada, por ejemplo, el trabajo. El trabajo
representa el triunfo del ser humano sobre la naturaleza, al transformarla y hacer de ella algo
útil. Dichas restricciones, según Marcuse, son impuestas al hombre por medio de dos vías: la
ontogenética y la filogenética. Y en donde hay represión o restricción de los instintos, surge
lo que Freud denomina como “principio de realidad”: el antagonismo entre el principio del
placer y el principio de realidad posibilita el proceso civilizatorio, ya que el segundo restringe
el instinto, instituye el trabajo (y, por ende, la productividad) y da como resultado el control
y el orden de las sociedades, base común para toda creación humana, ya que “la idea de una
civilización no represiva es imposible para la teoría freudiana” (Marcuse, 1983: 32). Marcuse
tomará muy en serio estas aseveraciones para su crítica, lo cual se expone más adelante.

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Como se mencionó, una de las vías por medio de las cuales se “imprime” la necesidad de la
represión proviene, en primera instancia, de la ontogénesis, es decir, por vía individual, y se
aprende a través de padres de familia y educadores. Estos indican al sujeto lo que debe desear,
moldean su carácter enseñando lo que es bueno y lo que es malo, nociones morales que, al
mismo tiempo, inducen en el sujeto el aprecio por el trabajo y la productividad. El trabajo es
bueno; el ocio es malo. Disfrutar del tiempo libre es mejor si uno cree merecerlo al haber
dedicado gran parte del día a ganárselo trabajando.

Dentro del desarrollo “normal” el individuo vive su represión “libremente” como su propia
vida: desea lo que se supone debe desear: sus gratificaciones son provechosas para él y para
los demás: es razonable y hasta a menudo exuberantemente feliz (Marcuse: 57).

Marcuse señala enérgicamente de qué manera el sujeto interioriza la autoridad represiva a tal
grado de considerar como deseable la no satisfacción inmediata del instinto en favor del
trabajo y la gratificación retardada, y el papel de los padres y educadores es crucial en la
primera infancia para fijar en el sujeto dicha represión, ya que para Freud “no hay lugar para
un instinto del trabajo original, o para un instinto de dominación” (Freud: 86), sino que este
es totalmente transmitido al sujeto por vía ontogenética.
Siguiendo la exposición de Marcuse, existe otra vía por medio de la cual se reafirma
la represión de los instintos, pero que es externa al núcleo familiar y surge del orden social
mismo, a saber, la filogenética. El origen de las instituciones punitivas (que se encargan de
controlar a las masas y verificar que no se detenga la producción), las leyes y el Estado, puede
ser rastreado en la prehistoria, según Freud, y es algo íntimamente relacionado con la
humanidad primitiva. Según su gran recopilación de datos antropológicos provenientes del
norte de la actual Polinesia, las sociedades primitivas funcionaron de acuerdo con
prohibiciones impuestas por el jefe tribal (o padre primordial, como Freud lo llama), y dichas
prohibiciones dieron lugar a las instituciones estatales que hoy conocemos, después de un
largo desarrollo histórico, como bien expone en Tótem y tabú (1913): “[…] Así pues, el tótem
sería la primera forma de tal sustitución del padre, y el dios, otra posterior y más desarrollada”
(Freud: 247). En estos estudios del funcionamiento de las sociedades, Marcuse observa en
Freud una inquietud por establecer una metodología útil para la ciencia social (Marcuse,
1983: 66). Sin embargo, sería arriesgado afirmar tal cosa, ya que bien podríamos pensar que
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Freud simplemente quiso dar un sustento científico a sus teorías, valiéndose de información
de carácter antropológico. El realizar una conexión directa entre el estado primitivo del
hombre y las instituciones estatales costó a Freud, nuevamente, el rechazo de la tradición de
la teoría política clásica que considera a la antigua Grecia como fundadora indiscutible de las
mismas. No se entrará en dicha discusión, no obstante, es importante mencionarlo para
resaltar que la represión de los instintos proviene, según Marcuse, de dos vías: la individual
y la social.
Ahora bien, la intención de Marcuse por exponer la teoría freudiana de la represión
tiene como objetivo ubicar la figura de Eros (pulsión de vida) como constitutivo de una
cultura reprimida, neurótica y miserable, producto del trabajo enajenado, en el cual las
potencias vitales del hombre se ven reducidas al mínimo. Eros, como principio de
conservación de la vida, es reprimido en pro de la productividad, de la civilización y del
progreso. Lo cual, desde la perspectiva de Freud, genera no sólo individuos neuróticos, sino
una cultura enferma. La diferencia entre Freud y Marcuse es que el primero considera
imposible el surgimiento de la cultura sin la represión de los instintos (sexuales y violentos);
y el segundo, plantea la posibilidad de revertir el proceso civilizatorio que reprime la libido
para entonces liberarla de su exclusividad reproductora/genital, a través de la erotización
plena del cuerpo y de las relaciones sociales. En otras palabras, Marcuse analiza desde un
espectro más amplio que Freud el papel de los instintos, lo cuales, desde su propuesta, no son
algo negativo en sí mismo, sino sólo cuando se los reprime y generan destructividad al
interior de las sociedades. Es aquí más fácil observar la relevancia del psicoanálisis para la
teoría crítica, especialmente en lo que refiere a la crítica cultural, una crítica fundada en la
interdisciplinariedad. Por lo tanto, para Marcuse, la transformación del instinto meramente
sexual (bajo la represión) y relacionado exclusivamente a su función reproductiva en Eros
(relaciones filiales, de amistad, e incluso laborales) puede resultar algo positivo que
engrandezca al ser humano y lo lleve a la plenitud.
Posterior a la exposición de la teoría freudiana sobre los instintos, Marcuse se
concentra en detallar cómo sería posible una cultura que funcione con el mínimo de represión
posible de Eros, dando un lugar preeminente al papel que la utopía y la imaginación ocupan
en la fundamentación de sus ideales.

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De acuerdo con Freud, la realización de los más íntimos deseos del hombre tiene lugar
durante el sueño, pero también en la vigilia a través de la imaginación, eso que algunos llaman
“soñar despierto” (Freud: 1992). Estos deseos no se relacionan necesariamente con una
descarga sexual, sino que el abanico de posibilidades es tan grande como severa es la
represión que los proyecta como algo negativo, ocioso e improductivo, relegados entonces al
inconsciente. Pero es ahí donde Marcuse encuentra la grandeza y el poder de la facultad
imaginativa como productora de realidades alternas y posibles (utopías) y potenciadoras de
la fuerza vital del ser humano. Todo lo que el principio de realidad intenta disolver en aras
de lograr el perfeccionamiento de las acciones con base en la razón es rescatado por la
imaginación, ya que “la fantasía conserva la estructura y las tendencias de la psique anteriores
a su organización por la realidad, anteriores a su llegada a ser un individuo colocado frente a
los demás individuos” (Marcuse, 1983: 137).
Por otro lado, la creación artística es encumbrada por Freud como un ejercicio de
libertad (muy parecido a lo propuesto por Schiller en la Educación estética…), donde lo
reprimido sale a flote en las más bellas formas y notas musicales, el principio de placer es
entonces sublimado y “tolerado” por la conciencia, puesto que “la imaginación artística da
forma a la memoria inconsciente de la liberación que fracasó, de la promesa que fue
traicionada” (Marcuse: 138). En resumen, se puede decir que los más altos ideales humanos
que no tienen cabida en la teoría política ni en la filosofía más estrecha son transcritos al
lenguaje del arte, según señala Marcuse.
El lugar central que mantienen la utopía y la fantasía en la crítica de Marcuse no es
fortuito, ya que forman parte de la liberación y erotización completa del espacio, al mismo
tiempo que reducen el antagonismo entre el principio de placer y el principio de realidad,
dando prioridad al primero sobre el segundo, en una relación inversa a la que encontramos
en Freud (El malestar en la cultura). No es que la razón pase a un segundo plano y se dé
rienda suelta a los instintos; se trata más bien de una sensibilización de la razón por medio
de la erótica, aminorando en gran parte los instintos destructivos del hombre y enalteciendo
los instintos de vida (Eros) en la relación del sujeto con el mundo que le rodea y con los otros.
Marcuse no piensa la cultura en términos de productividad o progreso, sino de plenitud del
ser humano:

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[…] el nivel de vida será medido con un criterio distinto: el de la gratificación universal de las
necesidades humanas básicas, y la liberación de la culpa y el temor, tanto lo internalizado como
lo externo, lo instintivo como lo racional (Marcuse: 145).

Para lo cual no sólo es importante sino crucial que la facultad imaginativa esté siempre
presente en las aspiraciones del hombre a un mundo mejor. La producción social de los falsos
deseos y anhelos de progreso en el trabajo y la adquisición de bienes materiales serían
entonces olvidados por el sujeto libre de enajenación y represión, lo que se traduce en
gratificación por medio de los instintos de vida, de Eros, o como se mencionó, la erotización
de las relaciones sociales y hasta laborales. Marcuse brinda un lugar preponderante a la
estética en sus teorías, y discute directamente con Kant y la Crítica del juicio. Es interesante
observar que la escuela de Fráncfort parte siempre de la premisa que considera a la Ilustración
no como periodo histórico solamente, sino también como un periodo en el que sus más
grandes representantes dieron un papel tiránico a la razón que prevalecería en occidente hasta
nuestros días, y que decantaría en su uso instrumental por los regímenes fascistas. Ante lo
cual, existe siempre la posibilidad de mirar hacia donde los grandes racionalistas e idealistas
sólo miraron de paso, y construir, a partir de lo negado por ellos, una nueva razón, que se
juega a la par con la sensibilidad y las pasiones, y tal parece ser el lugar que Marcuse brinda
a la estética desde la perspectiva del psicoanálisis.
Por último, es importante revisar cómo se da la transformación de la sexualidad en
Eros. En los primeros capítulos que refieren a la teoría freudiana de los instintos, Marcuse
recalca que los mismos son encasillados a la función meramente genital y reproductiva, y
además, reprimidos, lo cual limita la potencialidad creativa que los instintos podrían tener al
liberal las facultades polimorfas de la erótica; recordemos que para Freud los instintos
representan un problema social, y por tanto, político (Freud, 2012). Sin embargo, Marcuse
confía en que es posible establecer un principio de realidad diferente al represivo, que no
posea un carácter enajenante, sino que permita el libre flujo de las fuerzas vitales del hombre.
Tal liberación es posible sólo bajo la premisa de que no se trata ya de salvajes que sucumben
a sus instintos más básicos, sino de una civilización con antecedentes sociales, históricos y
políticos que le permiten encauzar sus deseos de forma madura, y crear algo así como una
“razón libidinal” (Marcuse: 184). El sujeto maduro y consciente puede entonces permitirse
revertir los errores de la cultura represiva y hacer uso de su cuerpo no como instrumento de
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trabajo, sino de goce libidinal (entiéndase nuevamente que dicho goce libidinal rebasa las
limitaciones de la genitalidad).

La regresión envuelta en este esparcimiento de la libido se manifestaría primero en una


reactivación de todas las zonas erógenas y, consecuentemente, en un resurgimiento de la
sexualidad polimorfa pregenital y en una declinación de la supremacía genital. El cuerpo en su
totalidad llegaría a ser un objeto de catexis (Marcuse: 186).

Se trata entonces de una erotización de la personalidad, y en palabras de Marcuse, de un


esparcimiento antes que una explosión de la libido. En todo caso, una explosión en sentido
negativo se daría en el excedente represivo que trueca la energía libidinal en perversión, o
sea, que a mayor represión, más extrañas y poco usuales serían las liberaciones de esa energía
libidinal, y en algunos casos, violentas. Podemos ver entonces el curso destructivo que puede
tomar la energía instintiva (o libidinal) como reacción al exceso de represión de la misma, lo
que Freud denomina como “pulsión de muerte”, y la cual está en un juego constante con la
pulsión de vida, ambas son conocidas también como Eros y Tánatos en el lenguaje
mitológico.
En resumen, Marcuse sostiene que es posible fundar una nueva erótica que no quede
circunscrita a la sexualidad, sino que devenga polimorfa y adopte un sinfín de variaciones
que cubran el campo de lo individual y de lo social. Que Eros se convierta en un principio de
relaciones filiales y no mercantil/laborales entre los hombres, lo cual, a su vez, cree las
condiciones de posibilidad para un nuevo principio de realidad no represivo que permita el
libre desarrollo de las facultades humanas y el logro de la plenitud por medio de la
gratificación universal.

La transformación de la sexualidad en Eros, y su extensión a las duraderas relaciones de trabajo


libidinales presuponen aquí la reorganización racional de un amplio aparato industrial, y una
división social del trabajo altamente especializada, y la cooperación de vastas masas (Marcuse:
198).

El papel negativo, instintivo y enteramente sexual que Freud dio a Eros es tomado por
Marcuse para ser reelaborado e invertido, explorado desde otra perspectiva que posibilita en

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gran medida la disolución de la pulsión de muerte (destructiva) en la civilización, y deja el
camino libre a Eros como elemento unificador entre los hombres. De esta manera podemos
observar cómo es que Eros trasciende las fronteras de la genitalidad reproductiva y reactiva
zonas oscurecidas u olvidadas por la razón instrumental, como bien podría ser la estética,
entendida no como la “ciencia de lo bello”, sino como motor para la acción humana. Marcuse
amplifica las teorías de Freud, llevándolas a una crítica mordaz de la cultura, y no desde un
revisionismo como el que señala en el trabajo de Erich Fromm, Karen Horney y Sullivan.
Crítica que no se queda en el ámbito de lo teórico, sino que incide en una forma específica
de praxis que reúne el trabajo de Marx con el de Freud, y que juega con la
interdisciplinariedad característica de la Escuela de Fráncfort.

Fuentes consultadas
FREUD, S. (1992), El malestar en la cultura, vol. XXI, Buenos Aires: Amorrortu Editores.

FREUD, S. (1972), La interpretación de los sueños I, Madrid: Alianza Editorial.

FREUD, S. (2012), Tótem y tabú, México: Tomo Editorial.

JONES, E. (2003), Vida y obra de Sigmund Freud, Barcelona: Anagrama Editorial.

MARCUSE, H. (1983), Eros y civilización, Madrid: Sarpe Editorial.

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