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Cuando pensamos en filosofía, todos pensamos en distintos filósofos, Aristóteles, Platón,

Schopenhauer, Nietzsche, se nos inunda la cabeza de todos los filósofos de los que nos hablaban
en clase que a veces tenían teorías tan enredadas que a la hora de estudiar para un examen a
veces dolía, en serio.

Sobre todo, porque usualmente no teníamos esos profesores que lo motivarán a uno a estudiar, a
leer más sobre lo importante que es la filosofía, a en serio educarse sobre temas que beneficiaran
el pensamiento crítico.

A mí el primer filosofo que me llamo la atención fue uno de los más nombrados. Y sé que todos los
reconocemos por su típica frase del “Sólo sé que nada sé”, y es porque es una de las que más ha
hecho resonancia, pero si me lo preguntan a mí, no creo que fuese la más importante.

Hace mucho tiempo, cuando todavía estaba en la secundaria, nos pusieron como actividad buscar
y rebuscar un texto relacionado al filósofo que quisiéramos que nos transmitiera algo real. Que
nos hiciera sentir algo, cualquier cosa. Y entonces, llegue a este texto.

Había una vez, porque todos los cuentos inician alguna vez, en la Grecia antigua, llena de vinos y
placeres, de grandes estructuras de cal blanca y ágoras llenas de conocimiento, un pensador que
todos conocían, pero no al que todos quisieron, su nombre era Sócrates, y tenía tantos discípulos
como enemigos en la gran ciudad.

Se le reconocía por, además de todo, ser un hombre un poco raro, que no escribía mucho como
era costumbre en esos tiempos, pero que le encantaba hablar y cuestionarse, sobre todo eso.
Como si fuera un niño pequeño que nunca tuvo suficientes porqués, seguía haciendo preguntas
sobre todo en su vida, sobre lo que aprendía, escuchaba, oía, e incluso sobre lo que enseñaba.

Y esa actitud no era algo que le gustase a todo el mundo.

Un día de estos tantos mientras Sócrates observaba desde el ágora a los demás sofistas discutir
sobre algún tema, uno de sus discípulos y aprendices se acercó a él rápidamente, y agitado
empezó a hablar atropelladamente.

“¡Maestro! Quiero contarte cómo un amigo tuyo que soy, que hace unos segundos en el ágora
cercana al oráculo, escuche a unos hombres hablar cosas terribles sobre ti, y creo que...”

En ese momento, Sócrates alzo la mirada y la mano, en señal de que se detuviese un poco.

“¡Espera! Antes de que continúes con tu relato, ¿Ya hiciste pasar a través de los Tres Filtros lo que
me vas a decir?”

El discípulo parecía confundido.

“¿Los Tres Filtros…?”

“Sí” Respondió Sócrates, levantándose de su lugar y empezando a caminar por el ágora como
siempre lo hacía cuando estaba dispuesto a comentar algo. “El primer filtro es la VERDAD. ¿Ya
examinaste cuidadosamente si lo que me quieres decir es verdadero en todos sus puntos?”

“No… lo oí decir a unos vecinos…”


El discípulo titubeaba, por lo que Sócrates continuó

“Pero al menos lo habrás hecho pasar por el segundo Filtro, que es la BONDAD: ¿Lo que me
quieres decir es por lo menos bueno?”

“No, en realidad no… al contrario…”

“¡Ah!” – interrumpió Sócrates. “Entonces tal vez quizás lo hayas pasado por el último filtro. La
necesidad. ¿Es NECESARIO que me cuentes eso?”

“Para ser sincero, no…. Necesario no es.”

“Entonces sonrió el sabio- Si no es verdadero, ni bueno, ni necesario vamos a olvidarlo ambos. Tú,
olvida que alguna vez escuchaste lo que sea que escuchaste, y yo olvidaré que has venido hasta
acá a contármelo”

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