Está en la página 1de 4

EL FIN DE LA ERA

CAPITULO I
Era una tarde fría en octubre del año 1997. Transcurrían las horas en aquélla ciudad,
desolada, tan fría como la tarde que estaban viviendo aquellos habitantes, tan desolados
como ella misma.
El invierno se acercaba, dejando paso al hambre y a la angustia. Era preferible morir, a vivir
como ratas en un hormiguero. Destrucción era la palabra santa. Tecnicismo su áurea de
santos. Gracias a esa divinidad encolerizadora, vivían desolados sin el temor de ni siquiera
ser vistos por alguien diferente a ellos. Destrucción y tecnicismo llevaron a la desolación.
Ellos se reunían como una familia, aunque no lo eran, pero la situación les había puesto allí.
Vivían unos para otros, pero ellos eran solo los unos y los otros. El tiempo pasaba y se
detenía de vez en cuando para dejar inerte a la soledad que se escurría por entre las gotas
de agua producidas por las nubes perennes, que se estacionaron en ese lugar después de
un largo correr por el espacio.
El cielo que les cubría se teñía de rojo y negro, para que no se olvidaran de lo que un día la
historia hizo que se quedara. El tiempo era inerte y se escurría por entre los cuerpos de
aquellos seres. Llegó la noche y se sentí el ambiente lúgubre, y la soledad se seguía
escurriendo por entre los restos de lo que un día la naturaleza quiso que fuera la naturaleza.
Despertaron sobresaltados, creyendo que el tiempo de un siglo había pasado sin darse ellos
cuenta. Soñaban con despertar de una horrible pesadilla, no sabiendo que era su pesadilla
la que ellos vivían. –El sol ya se ocultó, pero el cielo continúa ardiendo- replicó Enrique. –Es
porque no nos quiere hacer olvidar lo que vivimos y donde vivimos. Un infierno viviente que
quema nuestros cuerpos sin hacernos daño, pero nos quema – comentó Ana.
-No te dejes llevar por tus sentimientos fatalistas, Ana – le reprochó Alejandro – recuerda
que vivimos para ser los testigos de una nueva era. Alejandro había sido un chico soñador.
Le gustaba la alegría de vivir, de levantarse cada mañana con la esperanza de que el mañana
fuera mejor que el hoy. Pero todo murió. A Alejandro lo mató en parte la destrucción, pero
había palpable en él todavía la esperanza.
Enrique era el guía, el hombre en quien había que confiar para vivir, aquel donde ellos
podían apoyarse sin el miedo de caer. Los demás eran victimas también de la destrucción.
- ¿Cuánto nos queda en las reservas de alimentos? - preguntó Pedro con miedo de escuchar
lo que siempre estaba en su conciencia.
- Lo suficiente para dos o tres meses más. Creo que pasaremos el invierno con reservas, le
respondió Juan. Él se había encargado de recolectar una gran cantidad de alimentos,
todavía comestibles; alimentos ajenos al mal que los agobiaba.
El silencio se hizo dueño absoluto de su hogar. Pasaron las horas mirándose a los ojos, como
buscando en el otro la respuesta que tanto ansiaban. Solo después de varias horas, donde
el tiempo se hizo conocerse a ellos, una mujer rompió el estado de letargo en el cual habían
caído. – Tengo hambre – apenas susurró Joanna, dejando escapar tras de sí un aire de
angustia que solo el aire pudo notar.
- Tengo hambre – volvió a gritar, después de ver que nadie respondía a su llamado.
- Dale algo de los vegetales antes de que se pierdan – ordenó Enrique a Juan.
- Sí – respondió Juan, tomando la ración que correspondía a cada uno por igual. Todos
comieron menos uno que había quedado en estado de impavidez ante la situación. Había
desistido de vivir y se unió a los que tanto sufrieron unos meses atrás la agonía, que a su
paso dejó la destrucción. Era Teresa. Se unió a los otros con la interrogante que sus ojos
gritaban, ¿Por qué?
Su corazón dejó de latir al compás del reloj que guiaba anteriormente todos sus
movimientos. Se quedó inerte como el tiempo. Solo la eternidad hacía compañía a su vivir.
- Tenemos hacer algo para sacar a Teresa de aquí – dijo Enrique dirigiéndose a los otros. No
podemos dejarla en un momento más acá, ya que su muerte nos contagiará a todos el mal.
– Si, pero el ambiente es impuro allá afuera – le gritó Pedro con temor, ya que no quería ser
él, el que saliera a ver el mundo externo que les rodeaba.
- ¿Por qué no la enterramos aquí, total hay mucho espacio en este hogar, que nosotros
llamamos “nuestro hogar”?
- Si, yo estoy de acuerdo con la idea de Ana, total para que arriesgarnos a traer más mal a
nuestro hogar – le dijo Pedro a Enrique, entusiasmado con la idea de no salir al espacio que
ellos un día amaron, pero que ahora odiaban.
- Esta bien -, replicó Enrique. Alejandro, haz un hoyo en la tierra al final de la cueva, para
que podamos enterrar a Teresa, y tu Pedro ayúdale. Y dirigiéndose a Juan le ordenó que
repartiera en partes iguales, la ración de Teresa entre ellos mismos.
CAPITULO II

Era diciembre. El frío era atormentador, y solo se sentían ciertos vestigios en su hogar. El
cielo cambió a gris y las nubes tomaron rumbo nuevo, errantes, buscando también lo que
ellos deseaban encontrar.
- Tenemos que pensar cómo hacer para salir de aquí y procurarnos reservas para las
siguientes temporadas – comenzó Juan la conversación, que y eran un derecho caso
reservado. Las reservas aumentaron un poco después que murió Teresa, pero hay que
afrontar la realidad y darnos cuenta que para dentro de poco se terminará nuestro
alimento. Ellos lo miraban fríamente. Se adivinaba en sus rostros la desesperanza y las ganas
de que el fin llegara. No querían pensar en ese mañana tan odiado. Querían unirse a la
agonía que otros vivieron.
- Era lindo ver a los niños jugar en los parques, ver las flores crecer y el sol iluminar nuestros
días bajo un cielo que nos ofrecía la maravilla de su color. Respirar el aire puro y …. Ana se
quedó pensativa. No quise terminar su frase porque no quería seguir soñando aquella
realidad vivida por ellos.
- ¡Malditos sean aquellos que tentaron a la destrucción, malditos sean! – lloraba Joanna
gritando la verdad tanto tiempo callada por ellos. – ¡Malditos sean por haber dejado todo
como está! – lloraba desconsolada, quizás porque sabía la respuesta que tanto ansiaban
conocer.
- Pienso que debería ir Alejandro y Pedro a buscar más reservas – trató de seguir hablando
Juan, para que la histeria de Joanna no se contagiara entre ellos. No todo debe estar
desolado. Quizás sea un mal en nuestra ciudad. Hay que pensar donde….. – calla Juan – le
gritó Pedro. ¿No ves que esto es el final?
- No se dejen llevar por la angustia – les trató de calmar Enrique. – Debemos mantener la
calma para poder vivir. Es necesario vivir.
- ¿Vivir? Prefiero seguir la suerte de Teresa a vivir en este infierno calcinante que parece ser
eterno. ¿Es que acaso piensas hacer un milagro y cambiar lo que nos rodea?
- Ana, no te desesperes. Bastante tenemos por el momento como para agregar algo más a
nuestro vivir. Enrique quería alentarlos, pero sabía que el fin estaba cerca.
Las horas pasaron y con ellas los días. Las reservas se acabaron y había que tomar la decisión
que tanto habían esquivado. Era el momento de enfrentarse a la realidad. Una negra y gris
como el cielo que les rodeaba. Una realidad sin esperanza alguna, porque así era el mal que
vivían. Desesperanza y soledad.
Cuando decidieron salir, todos lo hicieron detrás de Enrique. Sus ojos miraron aquello que
tanto temían de ver. Uno a uno miraron aquel valle de soledad, impávidos de encontrarse
algo que nunca soñaron ver. Sus sueños se esparcieron y sus esperanzas corrieron la suerte
de los granos de arena que pisaban a su paso.
Por un momento pasaron por sus mentes los recuerdos. Saltaban de uno a otro, pero no
quedándose más del tiempo necesario que les era debido para recordar. Los niños, los
parques, las flores, el cielo. Corrieron lágrimas por sus ojos, porque no creían lo que veían.
Era su mundo, aquel mundo que amaron y al que sirvieron fielmente. Su mundo de sueños,
de fantasías que una vez estuvo lleno de vida. Ahora, sus ojos llorosos tropezaban con su
mundo, pero el mundo contrario. Se dieron cuenta de que el cielo estaba negro, cubierto
de un manto mortuorio, anunciándoles que estaba allí el mal. Miraron hacia el sitio que
antes les había servido de hogar, y lloraron más aún. Y por fin, se dieron cuenta que aquel
mundo que tanto amaron, que ahora estaba cubierto de cenizas y muerte era nada más
que un planeta que fue privilegiado de que la raza humana existiera, de un planeta que el
propio hombre destruyó por su ambición de poder. Aquel planeta Se llamó: TIERRA.

También podría gustarte