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El Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio

Augusto Monterroso

Hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la
primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho.
 
FIN

El mito de Er
Platón

Todos temen a la sombra de la muerte, pero para Er, ella alumbró el camino de su vida. Cuenta el
mito que este soldado fue muerto en combate, sin embargo, luego de diez días, su cuerpo aún estaba
incorrupto; y antes de ser llevado a la tumba, volvió a la vida para relatar su asombrosa historia.

Er llegó ante una asamblea que juzgaba a las almas. Si había sido buena, debía tomar una puerta
rumbo a un lugar de recompensas, si por el contrario había sido ambicioso o hecho el mal, según la
costumbre, debía pagar diez veces el tiempo de su vida con sufrimiento. Luego de esto, salían a un
prado en donde el ambiente era como la luz del arcoíris. Se les permitía deambular por un día, pero
luego, debían elegir un destino que cumplirían como nuevos miembros de la humanidad, naciendo
de una hembra humana embarazada.

Las Moiras, hijas de la Necesidad, hilaban la lana del destino, gruesa como un alambre, y la
enrollaban en un carrizo que determinaba la belleza, la riqueza, la vida sencilla o la sabiduría. El
primer hombre en escoger tenía hambre de poder, y al extender el cordel supo que a cambio debía
sacrificar la vida de sus hijos. Apesadumbrado, intentó embobinar el hilo y evitar su destino,
pero ambos, el poder y la tragedia, debían realizarse. Al final, todos se embarcaron en el río del
olvido, también Er, aunque él no bebió de sus aguas, sino que despertó para contar su historia.

Alma en pena
José María López Valdizón

—¿Quién se llama Baudilio Bautista?

El paisano que hizo esta pregunta apareció sin que le viésemos llegar. Vestía luto rigoroso, por lo
cual era de suponerle seminarista o viudo, muerto o recién llegado de provincia, aunque, a decir
verdad, nadie hubiera atinado el acertijo a primera vista. Mas no puede negarse que su semblante
enigmático nos pareció raro al extremo de sobrecogernos tremebunda la duda de que fuera un alma
en pena. Amarillento, barbilampiño, de nariz afilada y brillantes ojos, daba idea de cargar consigo
alguna terrible preocupación funeral.

—ninguno de ustedes es Baudilio? —esgrimió esta vez resuelto a obtener nuestra contestación.

—Nadie. Ninguno. No hay quien se llame así…  —respondimos.

—Pues, señores —aclaró sentencioso el desconocido —, para que lo sepan, yo soy quien lleva ese
nombre: soy Baudilio Bautista, para servirlos… He llegado de ahí por Zacapa. Discúlpenme,
pregunto por mí para saber si me conocen aquí.

Nos miramos ciertamente extrañados. Y, por lo mismo, seguro de la chifladura del señor Baudilio,
alguien le hizo este injusto reproche:

—¿Qué se trae con ese juego? ¿Pregunta por usted mismo tan tranquilamente?

—Pues verán: tengo un hermano gemelo, mejor dicho, tenía. No hace mucho que él estiró la pata.
Mi hermano se llamaba Reginaldo Bautista. ¡Un momento! ¡Ni hagan ojo pache! Juro que éramos
iguales.
—Resulta —continuó—, que por cuestión de faldas acabo de tener dificultades. Me enamoré de una
doña llamada Susana Domínguez, mujer de un tal Teodoro Teos, viejo camionero y dueño de un
trapiche en Estanzuela. ¡Claro que en los pueblos luego se saben las cosas! ¿Quién le diría a
Teodoro que su mujer era mi mujer? Es lo que no sé. Pero, matrero como él solo, Teodoro Teos me
aguardó a la salida de Choyoyó, junto al Motagua, camino a Chimecate, donde existe un
improvisado funicular de canastita. Y una noche me salió de las sombras un corvo traicionero que
sembró aquí, en mi pecho. Se vengó el maldito, mas, ¿a quién daría muerte? ¿Será que vengó mi
acción dándole muerte a Reginaldo, mi hermano gemelo, o, de veras, en vez de matar a Reginaldo,
me mató a mí? Es lo que no sé. Por eso pregunto mi nombre. ¡Ah! ¡Maldita mi desgracia! ¡No sabré
quién fue el muerto hasta no dar con un conocido!

Diciendo esto, se disculpó, y, quitándose el sombrero de fieltro para saludarnos, el espectro de


Baudilio Bautista se fue desvaneciendo poco a poco.

El almohadón de plumas
(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)

Horacio Quiroga

         SU LUNA DE miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter
duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo,
a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle,
echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él,
por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
         Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía
siempre.
         La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del
patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal
impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve
rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al
cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo
abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
         En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa
hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
         No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al
jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto
Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida
en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado,
redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron
retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una
palabra.
         Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma
y descanso absolutos.
         —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—.
Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se
despierta como hoy, llámeme enseguida.
         Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de
marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero
se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces
prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia
dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase
sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus
pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la
cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
         Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y
que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente
abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama.
Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y
sus narices y labios se perlaron de sudor.
         —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
         Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
         —¡Soy yo, Alicia, soy yo!
         Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de
largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la
mano de su marido, acariciándola temblando.
         Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la
alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
         Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se
acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la
última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno
a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
         —Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio...
poco hay que hacer...
         —¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la
mesa.
         Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que
remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad,
pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche
se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación
de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día
este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que
le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares
avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban
dificultosamente por la colcha.
         Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz.
Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el
silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la
cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
         Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró
un rato extrañada el almohadón.
         —¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que
parecen de sangre.
         Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la
funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían
manchitas oscuras.
         —Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.
         —Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
         La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél,
lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
         —¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
         —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
         Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa
del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores
volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las
manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo
lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y
viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
         Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del
almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo
moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a
Alicia.
         Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en
ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles
particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

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