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Asbel Hernández

Psicoanalista y Narradora mexicana.

Actualmente es miembro fundador de la ESLEP, Escuela de la Letra


Psicoanalítica, (2015). Estudia el Doctorado en Investigación y Creación
Literarias en Casa LAMM. CDMX. Ejerce su práctica clínica desde 1999 a la
fecha. Ha participado en diferentes talleres literarios desde 2006.

En noviembre del 2018 fue merecedora del primer lugar en la primera edición
del concurso de la asociación: Por el derecho a morir con dignidad DMD
México, con el relato: Mientras la opacidad de los recuerdos se instala…

En sus tres propuestas de ficción abarca los temas de la pasión, del sinsentido,
de la equivocación, el deseo, el amor y la muerte como una obsesión o miedo
que deja entreverse en sus letras.
Asbel Hernández, en palabras de María Esther Núñez (Escritora Mexicana):
pertenece al linaje de escritoras que escudriñan sin pudor el alma, esos
sombríos rincones donde somos realmente humanos porque hasta allá no
llega la censura de lo social.
Su reciente proyecto editado por Casa Abismos Editorial: Contra el silencio,
título que apuesta por la palabra escrita; contra el silencio la palabra, el grito.
Hacerse con el silencio y lo contrario. Una propuesta donde se trascienden los
géneros, los disloca, para llevarlos por caminos del ensayo, de la reflexión
siempre más allá de la anécdota. ¿Es posible que una mujer quiera devorar
literalmente a su pareja? ¿Es posible la huida antes que la traición del otro?
Territorios constreñidos por la culpa y el misterio, donde el amor insiste de
forma necia en los relatos y el tiempo como el único calibrador de la vida: la
edad, la proximidad de la vejez, el pensamiento acerca de la muerte de los
demás y la propia. Contra el silencio nos recuerda que escribir es un acto que
suple con todo derecho a otras creencias que para algunos funcionan como
consuelo.

Sus libros se encuentras disponibles en e-book o versión física en Amazon


México y USA. Entre ellos: “Antes bien, no ser de Edipo a Eatherly y más
allá…”, (2013) (Ensayo psicoanalítico) Ed. Samsara; “Otra vez el crepúsculo”
(2015), (Libro de relatos) Ed. Samsara. “No me quedaré”, (2017), su primera
novela corta, editada por casa Abismos y su más reciente propuesta: “Contra
el silencio”, libro de relatos por editorial Casa Abismos (2018). Ha participado
en coautoría en varios libros de psicoanálisis y una antología de cuentos.

Contacto: hazvel74p@hotmail.com
Voces enlutadas1

El naufragio no era necesario, el exilio tampoco, aunque algo de

eso sucedía sin siquiera pasar una línea fronteriza o dejar su

país.

En lo cotidiano se presentó, en su literalidad, el hambre,

hambre de verdad. La soledad fue creando surcos en cada

corazón al paso de los años, cada segundo contaba, cada

respiro suspendido en la habitación. El contexto, su país, pero

sobre todo la población deslucida, donde el polvo era un

compañero asiduo, polvo que llegaba hasta sus pulmones, polvo

que cobijaba cada alimento. Aquel sitio no era seguro y los

demás habitantes, vecinos sólo por las colindancias que

delimitaban algunos tabiques amontonados, son enemigos, llegó

a decir su mujer. No había candados o cerrojos que lograran

transmitir tranquilidad y un sueño amable. Miedo cotidiano.

Aquel hombre cada día se dirigía a su trabajo, una odisea

materializada: ocho horas ininterrumpidas de una acción

mecánica, estar atento al tiempo de acción para no equivocarse

y detener el trabajo de toda la planta, media hora para comer y

1
Cuento del libro: “Contra el silencio”, casa Abismos Editorial. 2018.
de vuelta a continuar. Otro tipo de esfuerzo era lo que implicaba

salir de casa y regresar, seis de traslado de ida y vuelta, algunas

para dormir; así pasaron algunos años sin que aquel desgaste e

inversión de energía fueran suficientes para tener un poco más

de alimento. El reparto de oportunidades seguía la misma lógica

del mundo. Sólo unos cuantos teniendo más, y el resto, sólo eso,

sedimentos de oportunidades que no los harían salir del carrusel.

Un aviso de suspensión del suministro de luz fue la señal

para iniciar lo urdido por meses. Un señor nada amable visitó su

casa, sus hijos corrieron ávidos a la puerta como parte de una

sorpresa en su rutina, hacía dos meses que habían dejado la

escuela y la inocencia de ver a alguien diferente a ellos era casi

un milagro. Era insostenible cubrir los gastos de trasporte, entre

otras cuestiones, pero lo que los hizo decidir, a aquellos padres,

que sus hijos no fueran más al colegio era que a su regreso,

todos los días, llegaban hambrientos de todo, de objetos, de otra

vida, de un poco más de comida. La visita del técnico fue breve,

sin concesiones, sin ofertas que hacer para que no les quitara

aquel servicio que los sacaba de los días negros y con bruma,

aunque la luz tenía tiempo que no llegaba a sus corazones. Días

brunos y largos. Invierno. Las arenillas del sitio desierto se

sentían como pequeños fusiles que se alojaban en las mejillas si

no se cubrían el rostro. El calor tardaría en llegar. La peor época

para quedarse sin ese suministro. La negrura se alojó en las


cuatro almas abandonadas. Lo demás se dio de una forma

rápida. El agua también se les quitó y con ello los restos de una

incipiente esperanza. Su casa, aquel sitio de cuarenta metros

cuadrados, se derruía cada segundo, como poco a poco se

restaban los respiros de vida en cada uno de ellos; habitantes de

un sitio por el que pronto no podrían pagar tampoco. La calle no

era un buen destino.

Así se inició la historia. Ni siquiera él comprende cómo

aceptó la idea de su mujer. El suicidio colectivo empezó a

urdirse. Carecían de gas suficiente para que, como algún vecino

lo hizo, dejarlo escapar por la noche y no saber más de la vida.

Las calles de aquel vecindario, que pronto dejaría de llamarse

así por la migración, vacío, sinuoso, alejado de la ciudad, de un

Dios que no escuchaba los rezos cada vez más faltos de fe. No

había vías de ferrocarril cerca y mucho menos puentes que

sirvieran de patíbulo. Perderse en el desierto era una opción.

Aunque ella optó por vivir con lo que tenían. En los últimos

meses la idea estaba quieta, firme, como roca de rio. Lo

discutieron mucho. Él, renuente aunque no podía dejarla sola.

Ella imploró por ser la primera, que fuera después de dormir a

los niños, sería rápido y los pequeños ni cuenta se darían, así

sería su último crepúsculo. Después vendrían los niños y al final

él, su opción era ingerir la última lata de veneno para ratas.

Descansar en su tierra que los entregó a la vida y a la vez


terminar con los restos de vida y volver al origen. Voces

enlutadas.

La cicatriz que tiene en la cabeza sigue siendo un registro

de lo sucedido. Ella, su mujer, esperó a que durmieran todos,

incluyéndolo a él. Lo golpeó con fuerza con una piedra. Ella

sabía que él no podría cumplir con el plan y en unos instantes

cambió el giro de los planes acordados. La muerte real de sus

hijos no fue dolorosa. Porque desde hacía tiempo pensaba que

todos, incluyendo a los pequeños, morían de algún modo todos

los días. Cada respiro sin una ilusión, respirar un aire limpio no

quitaba el hambre, y su cuerpo, como orquesta que afina sus

instrumentos antes de un concierto, ponía en evidencia esos

ruidos que significaban un grito de hambre, de ingerir algo más

que migajas. Su mujer pensó en quitarles ese dolor que surgía a

diario como un llanto que no era escuchado por nadie, un llanto

que les quitaba energías y producía que ese vacío en sus

cuerpos se hiciera más cruento. Asfixia, determinaron los

especialistas. Informaron que fue con una almohada o alguna

cobija y sin demasiada fuerza. Lo que ningún documento o

prueba pudo registrar fue que esa asfixia fue paulatina, desde

hacía años, donde pareciera que el mundo se hacía chico y el

aire no era suficiente para respirar junto con los demás. A ella la

encontraron en el fondo de un barranco. Simplemente se tiró.

Aunque no era muy profundo para que el golpe la matara, rodó


hasta el fondo y murió de hipotermia. No era necesario ningún

puente, ni un ferrocarril. La muerte lloraba en ella desde hacía

años y lo decidió por todos. Lo único en que falló fue con él. El

golpe no fue certero, el chorro de sangre seguro fue una señal

que ella registró como el fin. Lo demás estaba urdido sin marcha

atrás.

El naufragio de sus almas y la soledad en ese cuarto, la

indiferencia del mundo, de los familiares y de su Dios, fueron

suficientes para decidir no estar de ese modo en la tierra.

Simple.
Final gourmet2

Dicen que enviudó joven, que era bella, excelente cocinera y de

buena familia. Lujos y abundancia se esfumaron con el tiempo.

Un tiempo que no dejó de anunciar tormentas a sus casi ochenta

años. Una tarde, recién terminaba de marinar en seco (pimienta,

sal, comino y un poco de ajo en polvo) el último trozo de carne

que le quedaba, pequeño realmente, se sintió cansada del

trabajo. Un trabajo que no redituaba dinero pero sí les permitía

tener un alimento decente, no de lujo como años atrás, pero sí

realizado con el tiempo y cariño que daba en cada elaboración

de sus alimentos. Esa tarde vio cómo se deslizaba por debajo de

la puerta un sobre manila: notificación de desalojo. Un mes atrás

recibió el primero.

Dicen que sus hijos pronto la abandonaron. Y que desde

que dejó de cocinar como ella acostumbraba, a falta de recursos

para comprar materia prima de calidad, una negrura se instaló en

su interior: como el petróleo cobija los mares cuando de las

entrañas surge como oro negro; como la noche anuncia su

nacimiento, como la tierra cubre los féretros. Hizo intentos por

2
Ídem.
sustituir el aceite de oliva, la sal de mar, el cardamomo, el

jengibre y la pimienta. Nada los igualaba. La melancolía entró en

casa, se dejaba ver por cada resquicio, por cada grieta, por cada

loza desprendida. Las escaleras gritaban el deterioro, cada crujir

era como un lamento, una demanda de restauración o tal vez un

canto a la tristeza. Dicen que su hijo mayor fue diputado y de la

hija nada se sabe. Su casa, sitio habitado de historias, de olores,

de recetas, de llantos arrancados en primaveras, de sueños

rotos, de respiros forzados; esa casa pronto se convirtió en

tumba prematura y fue declarada un peligro para la comunidad:

un foco de infección, dijeron los de salubridad. Los vecinos

rumoraban que hacía meses no salía, nadie la vio por la avenida

que acostumbraba caminar, ni siquiera por el jardín. Ruidos

imprecisos se escuchan por las noches, incluso en algunos

amaneceres. Los hedores recorrieron las calles insinuando vida,

vida en deterioro, vida podrida. Dicen que años atrás esa casa

despedía otro tipo de vida, como anuncio de fiestas y banquetes.

Por un tiempo, el olor a pan recién horneado recibía a los

vecinos de la cuadra. Cuando el orégano, el romero y el tomillo,

todos recién cortados de su pequeño huerto, se integraban en

comunión para danzar por aquella casa, los habitantes vecinos

se sentían de un humor especial: vida producción, creación

culinaria. Cada vecino aledaño probó alguna que otra receta

creada por la mujer. Las primaveras parecían no irse. Incluso los


inviernos dejaban de serlo debido al calor emitido por la casa

gourmet al final de la calle. Estofados de largo cocimiento,

conservas dulces y hasta encurtidos era lo que se esperaba en

esa época gélida.

Dicen que hace años esa mujer recibió a un gato callejero,

a éste se sumaron otros, algunos más se los regalaron y uno que

otro lo compró. Sumaron cincuenta, hay quien dice que fueron

más. Los felinos se convirtieron en su motivo, una razón más

para emprender su empresa gastronómica. Los vecinos dejaron

de recibir viandas exquisitas. Los olores cambiaron de a poco.

Los gatos se convirtieron en los catadores primarios de la

anciana; les preparaba exquisitas croquetas de atún y, cuando

quería consentirlos y su despensa lo permitía: anchoas,

calamares y uno que otro ostión. Preparaba quiché de

espárragos con queso maduro que enloquecía a los mininos

sibaritas. Si de lácteos se trataba, ella podía identificar

diferencias y recepción en el paladar de cada gato. Al más viejo

le gustaban los quesos frescos con aroma suave, desde el más

ordinario panela, hasta el de cabra o mascarpone. Éste último lo

utilizaba sobre todo para gelatinas saladas que le encantaban al

gato más joven. A ella le atraían los quesos llamados azules,

donde las vetas anuncian la opulencia del trabajo de los hongos.

Los de consistencia suave y cremosa, como el Brie o

Camembert, los reservaba sólo para ella y los acompañaba con


un chutney casero de higos, que era su favorito y hacía frascos

de reserva para todo el año, porque higos y arándanos, de

buena calidad, no se daban en cualquier mes. Y si ella estaba de

buen humor, unía quesos y chutney y los degustaba con un buen

vino untuoso y de aroma floral como un french colombard de

buena acidez. Su cava, nutrida durante años por su esposo, fue

su compañera en los últimos años de disfrute. No escatimaba en

ocupar un Marqués del Riscal para marinar sus estofados, en un

inicio con cierta culpa, porque sabía que si su marido viviera ni

remotamente podía ocupar esos vinos para sus platillos.

Inevitable imaginar a su esposo escogiendo el vino adecuado

para cada ocasión. A veces se descubría hablando sola en la

cava como si una conversación con él la acompañara en

aquellos días donde los gatos cobraban más presencia. Le

hablaba a él de ellos, sus nuevos inquilinos, su familia, llegó a

pensar. Los excesos fueron evidenciando la carencia en su

cuenta bancaria. Su marido la dejó con dinero suficiente para

llevar una vida moderada. Con los gatos, la realidad de su

economía causó un impacto que llegó a su despensa, su rincón

de vida, su alma culinaria. Las reservas monetarias no serían

suficientes para cubrir los gustos de los habitantes de su casa,

incluyendo los de ella misma.

Dicen que vendió hasta el último mueble para alimentar a

sus compañeros, los mininos, que la seguían en noches cortas y


mañanas largas. Cuentan que dejó de comer para alimentarlos.

Ellos, su prioridad; su razón para despertar, su obsesión de cada

día.

Dicen que hace tiempo la orquesta de maullidos aminoró.

Pronto no se escuchó ruido alguno.

El anuncio de desalojo no tuvo respuesta ni solicitud de

prórroga por parte de ella. Se rumoran varias versiones: que los

gatos se fueron de a poco al no ser alimentados; que los regaló a

los pepenadores; que los mató; que se los comió.

Las noticias de la tarde nos recuerdan la existencia de una

población desolada en el norte del país. El huracán Norberto

asoló las costas del pacifico. Los reporteros intentan tener la

mejor toma, la mejor nota del suceso local. Nadie informa, los

vecinos sólo dicen y dicen. Un desalojo más. Aunque una

historia diferente que contar: Una anciana es notificada por los

miembros de Salubridad local, para que en menos de un mes

deje su vivienda por ser considerada ésta un foco de infección.

El discurso oficial reporta: anciana encontrada muerta en su

domicilio. No hay indicios de violencia. Se espera el informe del

médico forense. Sin más comentarios hasta nuevo aviso.

Se dice que en la casa se encontraron esqueletos

presumiblemente de gatos, y, en el sótano, algunos cuerpos

similares en descomposición. Cuentan que, en contraste, la

cocina se encontraba limpia y en extremo ordenada. En una


pequeña despensa, sellada con toda la intención de no

contaminar, confirmaron los peritos, había frascos y especieros,

de variados tamaños y formas, repletos de pequeñas garras de

cierta variedad de felinos; bigotes en diferentes tamaños; botes y

botes de bolas de pelo y, en la pared de la estancia principal,

pegados de forma irregular, sesenta y cinco nombres: Remi,

Lucía, Pingo, Tigre, Noche, Azucena, Blanca, Infierno, etcétera.

Y en el resto de la cocina, algunos condimentos básicos: sal,

pimienta, clavo. Dicen que también encontraron carne apilada

en una nevera, en dos partes, una totalmente cubierta con sal de

grano, y la otra, con lo que se sospechó pudo ser también sal y

algunas hierbas. Corrieron rumores de que la anciana se

alimentó en sus últimos días de aquello, que bien podríamos

llamar cecina, sí, de gato. Se encontraron algunas notas,

recetarios para decirlo en el argot gastronómico, donde había

varias versiones de recetas. Algunas otras notas parecían más

del orden de un diario donde se leía: Ramón comió por muchos

años lácteos finos; su carne debe de ser más nutritiva y delicada,

su sabor tendrá un toque francés. Se podrá marinar lentamente y

su carne puede ser usada para un estofado de largo cocimiento

a fin de que la consistencia sea fina y suave. Ojo: Conservar a

Ramón congelado días antes de preparar el estofado. En otra

receta se lee: Lucía al Champandongo (segunda opción para

receta gourmet; máximo 12 porciones gatunas): Un litro de mole


poblano, una pieza de G (Lucía) sin extremidades, cocer en

trozos grandes en una olla con cuatro litros de agua, incorporar

una cebolla, ajo, sal y cuatro piezas de pimienta negra entera,

reservar y deshebrar la carne. Medio litro de nata. Una taza de

leche. Cinco docenas de tortillas de maíz. Media taza de

manteca de cerdo. 750 gramos de queso maduro rallado. Medio

litro de mole, para la decoración. 100ml de crema para decorar y

servir. Preparación: En una cacerola, colocar el mole junto con la

carne deshebrada y dejar hervir. Añadir la nata y la leche. Freír

una a una las tortillas con la manteca y reservar. En una cacerola

o molde refractario engrasado, disponer capas de tortillas, carne

con mole y queso. Una vez terminado el proceso, hornear

tapando con papel aluminio a 170 grados por cuarenta minutos.

Servir y decorar con el mole caliente y la crema. (Recordar que

no muy caliente para ellos).

Comenzó con el más viejo, su querido Ramón. Ramón

era grande y gordo, aunque un poco enfermo. Él era el ideal.

Alcanzaría para ella y todos los demás; raciones pequeñas,

equilibradas, aunque no bien condimentadas como ella hubiera

planeado. Para Ramón eligió un largo y lento estofado con

zanahorias y papas, sin su vino para marinar como ella deseaba,

pero un simple Padre Quino sería suficiente. Cocer por largo

tiempo haría que la carne estuviera suave y tierna, como tierno


fue él en vida, seguro pensó. De aquella forma sobrevivió la

anciana. Alimentar a sus gatos era lo que importaba.

Vivir con ellos y de ellos, sí, de sus amados, sus únicos

compañeros al final de su tiempo, ellos; su último alimento.

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