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El fin de la literatura: ¿hacia una politización de la cultura?

Article · January 2014

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Ernesto Baltar
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Publicado en Ábaco. Revista de Cultura y Ciencias Sociales, 2ª época, vol. 4, nº 82,
diciembre de 2014, “Tiempos revueltos: Hechos e ideas ante un mundo confuso”.

El fin de la literatura: ¿hacia una politización de la cultura?

Ernesto Baltar

Resumen: Al hilo de los últimos movimientos políticos o ciudadanos ⎯autocalificados de subversivos,


contestatarios o antisistema⎯ y propiciada por el panorama apocalíptico de la industria cultural, se ha
extendido en España una corriente de pensamiento que aboga por la politización de la cultura, lucha que
permanece abierta en varios frentes: la ruptura del statu quo que se estableció en la época de la Transición
(la llamada «Cultura de la Transición»), la reivindicación de una nueva cultura popular, el rechazo de la
ironía postmoderna o incluso la demonización de la figura del indie o hipster, acusado de
hiperconsumista. Perplejo ante semejante revolución (revoltijo) mainstream, el escéptico político trata de
entender someramente el estado de cosas. Quién lo diría: la politización está de moda.

Palabras clave: literatura, industria cultural, crisis, politización de la cultura, lectura crítica.

Abstract: In line with the recent political or civic movements ⎯self-qualified as subversive, rebellious or
anti-establishment⎯, and favored by the apocalyptic scene of the cultural industry, has spread in Spain a
stream of thought that advocates the politicization of culture, a struggle that remains open in several
fronts: the breakdown of the status quo established during the Transition to democracy (the so-called
«Culture of Transition»), the vindication of a new popular culture, the rejection  of the postmodern irony,
or even the demonization of the indies & hipsters, accused of hyperconsumerism. Perplexed by such
mainstream revolution (mishmash), the political skeptic tries to understand   briefly the   state of affairs.
Who would have thought? Politicization is trendy.

Keywords: literature, culture industry, crisis, politicization of culture, critical reading.

Por una literatura política

En 2013 se publicó Qué hacemos con la literatura, un libro escrito conjuntamente por
David Becerra, Raquel Arias, Julio Rodríguez y Marta Sanz. El calificativo de
«panfleto» se ajusta, sin matiz peyorativo, a sus características. El título, de resonancias
leninistas, sintetiza con claridad sus intenciones cuando se extiende al completo en la
portada: Qué hacemos para construir un discurso disidente y transformador con
aquello que hoy sirve para enmascarar la realidad y transmitir ideología: la literatura.
El único suspense que deja al lector el pormenorizado epígrafe es cómo definirán y
analizarán los autores términos tan evanescentes como «disidente», «transformador»,
«enmascarar» o «ideología». Lamentablemente, hay que decirlo, al terminar las 64
páginas del librito (bibliografía incluida) el lector seguirá con las mismas incógnitas al
respecto: no hay explicación ni descripción ni análisis de esos conceptos; sólo su
repetición machacona, como si de un mantra mágico y autorreferencial se tratara.

Resumamos el meollo del planteamiento: frente al discurso humanista que defiende que
los hombres, aun de distintas épocas, somos todos iguales en nuestra sustancia espiritual
y que, por tanto, podemos buscarnos a nosotros mismos en los textos que leemos
(construyendo una imagen ideal de la literatura por encima del entramado político y
social), hay que entender la literatura como el producto ideológico de unas condiciones
históricas concretas: «No existe una lectura inocente. Todas las formas de discurso
⎯independientemente de que este sea literario o no⎯ contienen siempre ideología» (p.
15); «La literatura no sólo no puede entenderse fuera de su propia Historia, sino que, en
tanto resultado de las relaciones sociales en las que se produce, cumple una función de
reproducción y legitimación ideológicas» (p. 19). De ahí que los textos literarios de los
últimos siglos hayan funcionado «como aparato de legitimación social de la burguesía
en su lucha por el poder».

Desde esta posición, la literatura se presenta como una mercancía más insertada en la
lógica de la sociedad de consumo capitalista: el lector se ha convertido en cliente y lo
único importante es seducirlo. Existe, sin embargo, según los autores, la posibilidad de
una lectura crítica y una escritura disidente. Leer críticamente significa saber quién
escribe, para quién escribe y desde dónde escribe, pues «aceptar los discursos literarios
supone la mayoría de las veces asumir la ideología de nuestros explotadores» (p. 21). Y
la escritura disidente es aquella que consiga localizar las contradicciones históricas en el
interior de la ideología, que desenmascare el funcionamiento del capitalismo y muestre
los mecanismos ideológicos no visibles que nos conducen a aceptar nuestra alienación.
Una literatura que desvele el funcionamiento objetivo y real del sistema y que, de esta
manera, pueda contribuir a la emancipación política y social de las clases explotadas.

Al margen de que uno pueda estar en desacuerdo con estas formulaciones tan redondas
y definitivas, acríticas respecto a sus propios presupuestos y fundamentos (lo que más
nos inquieta es ese reiterado y furibundo sintagma nominal: «nuestros explotadores»),
hasta aquí nos encontramos básicamente ante un clásico discurso teórico de corte
marxista. Ortodoxia de manual, marketing de guerrilla. El problema llega cuando, para
ilustrar esas formulaciones genéricas y abstractas, los autores descienden a lo concreto
y, por ejemplo, analizan el concepto de «alma» en un poema de amor de Garcilaso de la
Vega, considerándolo un símbolo ideológico del capitalismo emergente en defensa de la
categoría burguesa de individualidad, que trataría de oponerse a la jerarquía de sangre
de la época feudal. O cuando erigen como modelo de la tan deseada «politización de la
literatura» la producción de culebrones bolivarianos, que exaltan los valores socialistas
y revolucionarios.

No sé si, como defendía Popper, el marxismo es inmune a la falsación porque, en tanto


que discurso totalizante, encaja a su favor todos los posibles contraejemplos. Pero,
desde luego, algunos de los ejemplos propuestos por los propios autores para ilustrar su
teoría (como los que acabamos de mencionar) ponen a ésta al borde del ridículo.

No tan incendiario

Más interesante es el ensayo No tan incendiario, de la novelista Marta Sanz (coautora


también del anterior título), publicado en 2014 por la editorial Periférica y situado en
una línea de pensamiento muy similar. Es normal que la autora reivindique la figura del
autor-creador y desconfíe de las obras colectivas, pues ahora sí se trata de un ensayo
literario incisivo, inteligente, irónico, variado, ameno y, sobre todo, muy bien escrito.
Además, no desbarra cuando desciende a comentar casos concretos, sino que resulta aún
más iluminador.

Marta Sanz trata de dar respuesta a distintas baterías de preguntas que ella misma se
plantea (nos plantea) en varios pasajes del libro, aunque desde el principio se confiesa
incapaz de responder a todas ellas: ¿tiene la cultura alguna utilidad?, ¿por qué o para
qué leemos y escribimos?, ¿qué entendemos por cultura popular?, ¿sólo la «literatura
política» es literatura política o toda literatura lo es?, ¿existe una cultura de la
izquierda?, ¿qué es el yo?, ¿y la ficción?, ¿y lo literario?, ¿existe la verdad o lo único
que existe es el lenguaje?, etc. Al margen de las soluciones propuestas, se trata de
preguntas elocuentes por sí mismas y que obligan a reflexionar al lector.

El punto de partida es la afirmación de que toda la cultura encarna un posicionamiento


ideológico, desde los diferentes movimientos artísticos como el expresionismo
abstracto, el pop, el barroquismo o el minimalismo, hasta los programas infantiles de
Pocoyó o los Teletubbies: «La cultura como artefacto ideológico conforma la visión del
mundo y el espacio sentimental de los seres humanos que, interactivamente, se
convierten en productores de cultura» (p. 29). Desde esta posición rayana en la
paranoia, las formas culturales que guardan apariencia de neutralidad son las que
entrañan mayor peligro.

Propugna Marta Sanz una cultura que nos saque de la parálisis y de la astenia colectiva,
que no sea sólo supositorio antiestrés, que no sea sólo ocio y espectáculo, sino
«herramienta crítica para ver, pensar y actuar de otra manera», que desenmascare esa
ideología invisible que denuncia Zizek. Por eso considera que la «cultura popular» no
debe identificarse con la cultura fácil o la cultura basura, ni con la cultura de masas o la
más vendida/consumida, sino con «aquella capaz de reflejar problemáticas que afectan a
las comunidades, las hacen visibles entre las interferencias del televisor y consiguen que
su mensaje sea escuchado entre la maraña de mensajes» (p. 31).

Frente a la «estética de la ternura» de cierta izquierda tradicional, que encarna en el


fondo una «ética inmovilista y reaccionaria», este libro aboga por una literatura realista
y política que cuestione los límites entre los géneros, hable de las cosas que nos parecen
«normales» y se atreva a revisar ciertos conceptos asentados: «Nuestras propuestas
culturales pasan por pensar en el ahora y en el aquí, por ver la viga en el ojo propio, por
reconocer el peso y el volumen de nuestras alienaciones cotidianas: las que tienen que
ver con la obsesión por la salud, por la seguridad, por el fútbol y los patrióticos triunfos
deportivos, por las grandes superficies comerciales y la televisión, por el concepto
mismo de una literatura reducida a autoayuda, a buenos sentimientos, a “lo bonito”
⎯yo quiero escribir feo de lo feo y dinamitar con violencia los dictados del “canon”⎯,
por las redes sociales, el aire acondicionado y el calor, los móviles ⎯¿producen
cáncer?⎯ y las tecnologías que imponen nuevas formas de relación humana» (p. 42).
Como figuras más destacadas de este tipo de literatura y que han logrado resultados de
mayor calidad, estarían los novelistas Belén Gopegui (La conquista del aire, El padre
de Blancanieves, Acceso no autorizado) e Isaac Rosa (El país del miedo, La mano
invisible, La habitación oscura), y como sus principales defensores teóricos, el editor
Constantino Bértolo y el crítico Ignacio Echeverría.

En el fondo, dice Marta Sanz, se trata de considerar que la palabra puede intervenir en el
espacio público para ensancharlo. Como nos faltan realidades, concluye, «es necesario
contar historias y volver, en definitiva, a la literatura como forma de conciencia de la
vida y como capacidad de nombrar y de intervenir en el mundo».

La politización está de moda

Desde que en 2008, coincidiendo con el inicio de la crisis económica mundial, se


publicaran las obras La cena de los notables de Constantino Bértolo y Un pistoletazo en
medio de un concierto de Belén Gopegui (basada en una conferencia leída dos años
antes en la Universidad de California y cuyo título hace referencia a la afirmación de
Stendhal de que meter la política en una obra literaria es como dar un pistoletazo en
medio de un concierto), que podemos considerar como dos textos fundacionales, el
movimiento en favor de la «politización de la cultura» no ha hecho más que incrementar
sus filas en nuestro país, hasta haberse convertido prácticamente, a día de hoy, en una
especie de moda o conjunto borroso de lugares comunes.

El (pen)último hito de esta corriente carpetovetónica ha sido el manifiesto «Politicemos


la cultura», publicado el 13 de noviembre de 2014 en el diario Publico.es y que aparece
firmado por Esteban Hernández, Juan Diego Botto, Javier Gallego, Nacho Vegas,
Germán Cano, Carolina del Olmo, Fernando Pardo, Víctor Lenore (autor, por cierto, del
reciente Indies, hipsters y gafapastas, crónica de una dominación cultural, así como de
uno de los capítulos de CT o la Cultura de la Transición), César Rendueles, Juan
Santaner y Santiago Alba Rico.

Comienzan enumerando los arribafirmantes algunos de los problemas fundamentales


que, desde su punto de vista, corroen a la cultura en el presente:

• «La cultura está fuera de la sociedad: ya no genera beneficios económicos ni


distinción social, sus creaciones se han hecho demasiado banales, demasiado
crípticas o demasiado centradas en el autor mismo y ya no se percibe como un
instrumento de crecimiento personal o de transformación social».
• «La multiplicación de la oferta, con la fragmentación que la acompaña, nos ha
conducido a un mundo mucho más reaccionario en lo formal, en las estructuras
profesionales y en el carácter social de las obras producidas».
• «La industria cultural se ha adentrado en una insistente racionalización,
buscando la rentabilidad por los caminos más obvios, lo que tiende a aplanar lo
producido, convirtiendo las creaciones en productos de consumo esencialmente
idénticos».
• «El aficionado a la cultura se sumerge en un hartazgo similar al de un votante
que no percibe diferencias entre las posibles opciones de voto, y en una
saturación que le vuelve anómico».

Para entrar a valorar estos puntos, lo primero sería entenderlos cabalmente, pero la
vaguedad y confusión de algunos conceptos hace que antes tuviéramos que sostener con
los firmantes una prolongada sesión de preguntas y aclaraciones.

Como era de esperar, sitúan la solución a todos los males en la politización de la


cultura: «Es hora de cambiar esa situación, lo que sólo puede hacerse politizando la
cultura. Esto no significa que las creaciones culturales ofrezcan muchos más contenidos
políticos, sino la construcción de un contexto que haga posible que la cultura tenga
lugar. Politizar la cultura implica poner en marcha iniciativas que construyan esos
espacios y que, al mismo tiempo, abran caminos para que quienes operan en el sector
cuenten con posibilidades reales de subsistencia. Politizar la cultura implica operar
sobre esas estructuras, perniciosas para todo el mundo salvo para unos cuantos
operadores, en que se desenvuelve el mercado de la creación. Politizar la cultura
significa sacarla del entorno estructuralmente conservador en el que vive. Pero sobre
todo, significa dotarla de la importancia social que en sí misma tiene».

El primer comentario que aparece on line bajo el manifiesto, escrito por uno de los
lectores, resulta bastante expresivo en su malevolencia: «Traduciendo para el que no
entienda: quiero mi subvención».

El ejemplo más reciente de esta deriva imparable bordea la parodia: a mediados de


diciembre de 2014 una editorial barcelonesa escenifica el supuesto robo de libros en una
librería y propaga vídeos por las redes sociales; aunque la gente no lo sepa, se trata de
una «campaña de marketing viral». Varios días después la editorial convoca una rueda
de prensa para desvelar el engaño y lanza un comunicado reivindicando «su lucha
decidida por una lectura más libre y menos obediente. Lucha que empieza por reclamar
el valor del libro como arma de resistencia crítica y de la lectura como forma de
liberación». Supongo que algunos intelectuales protestarán argumentando que el
sistema se ha apropiado de su discurso contestatario y lo ha anulado al convertirlo en
mero eslogan publicitario para vender productos, aunque sean libros; sin embargo, si
profundizan un poco en la autocrítica y son sinceros consigo mismos, deberán reconocer
que ya algo de eso existía también en su propio discurso.

La politización de la literatura está de moda. Convertida en trending topic, hype o


estrategia de marketing, va camino de erigirse en pensamiento único. ¿Cómo hacerse
cargo de la paradoja de que la contracultura sea mainstream?

La tentación totalitaria

En su ya clásico ensayo de 1936 «La obra de arte en la era de la reproductibilidad


técnica», Walter Benjamin establecía una dicotomía radical entre la estetización de la
política, propugnada por el fascismo, y la politización del arte, impulsada por el
comunismo. La primera convierte al caudillo en un objeto de culto para las masas,
mientras que la segunda, según Benjamin, trataría de despertar la actitud crítica entre los
explotados.

Desde mi punto de vista, esa dicotomía que establece Benjamin es un síntoma evidente
de la tragedia de una época polarizada en dos bandos totalitarios, competidores en odio
y criminalidad, en pugna por apropiarse de la masa a base de propaganda. En realidad,
su propuesta de «politización del arte» no sería sino otra forma de apropiación
ideológica de la masa por parte del poder: la enajenación total del pueblo a favor de la
causa del Partido y el sometimiento panfletario del artista a la Doctrina. ¿Qué tipo de
actitud crítica podía despertar Octubre de Eisenstein en un soviético de finales de los
años veinte?
Creo que a estas alturas, si conseguimos abstraernos de sus ideologías, podemos
disfrutar igualmente de las películas de Riefenstahl o de Eisenstein; el arte no mata, la
política sí. Mi sensación es que lo que unía a ambos artes totalitarios era la falta de
sentido del humor: se respira en ellos un aire enrarecido, de odio, de dolor, de
ignorancia, de violencia, de muerte. Nada que ver con las películas de Charlot, cuya
capacidad crítica con la sociedad capitalista en la cual surgen ⎯formando parte,
incluso, de su forma más depurada de dominación: el star-system⎯ supongo que nadie
pondrá en cuestión.

Volviendo a la actualidad, ¿qué es lo que subyace a esta corriente de pensamiento que


abandera la «politización del arte»? ¿Es una nueva estrategia de marketing de la
contracultura (porque «rebelarse vende», como decían Heath y Potter)? ¿Quieren los
intelectuales más o menos jóvenes complacer y halagar a su nuevo target, el público
«Podemos»? ¿Toman posiciones los más avispados ante la deriva de las encuestas de
intención de voto, para ser los primeros en poner el cazo en el futuro reparto de dinero
público? ¿Se quiere derrocar el régimen de la Transición como simple estrategia de
relevo generacional? ¿O se trata del último intento (desesperado) de unos pocos
privilegiados por salvar su mueble-bar? ¿Es posible el odio entre generaciones? ¿Hay
resentimiento de clase (que, dada la elefantiásica crisis que nos carcome, sería el
resentimiento del 99% de la sociedad frente a la «casta» corrupta del bipartidismo)?
¿Hay cierto ánimo revanchista contra no se sabe muy bien qué? ¿Es una deriva lógica
de la desesperación, el cabreo o la indignación? No sé. Quizá de todo un poco, quizá
nada de nada.

En cualquier caso, no parece que la politización de la cultura sea la mejor manera de


lograr que la cultura deje de ser, como decía Rafael Sánchez Ferlosio en 1984, «ese
invento del Gobierno» (que, en cuanto oye la palabra «cultura», extiende un cheque en
blanco al portador). Más bien todo lo contrario, pues puede propiciar que la tentación
totalitaria asome la cabeza.

Hay muchas formas de servidumbre voluntaria, y la «casta» de los intelectuales se ha


mostrado como una de las más maleables y corruptas a lo largo de la historia. Ante la
perspectiva de una dictadura del proletariado artístico (valga el oxímoron) o de un
Mundo Feliz dominado por los culebrones bolivarianos, repetidos ad infinitum en los
televisores como en un loop eterno o cuento-de-nunca-acabar, al escéptico político sólo
le cabe exclamar (como al protagonista de El corazón de las tinieblas de Conrad): «¡El
horror! ¡El horror!».

Bibliografía

Becerra, David, Arias, Raquel, Rodríguez, Julio y Sanz, Marta, Qué hacemos con la
literatura, Akal, Madrid, 2013.

Benjamin, Walter, «La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica», Obras


completas, Abada, Madrid, 2012.

Bértolo, Constantino, La cena de los notables, Periférica, Cáceres, 2008.


Gopegui, Belén, Un pistoletazo en medio de un concierto. Acerca de escribir de política
en una novela, UCM-Editorial Complutense, Madrid, 2008.

Sanz, Marta, No tan incendiario, Periférica, Cáceres, 2014.

VV.AA., «Politicemos la cultura», Publico.es, 13 de noviembre de 2014


(http://blogs.publico.es/otrasmiradas/2967/politicemos-la-cultura/).

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