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Ken Casper
8º Serie Multiautor Purasangre
Argumento:
¿La dama le traerá suerte… o desgracias?
El viudo Brent Preston se despertaba cada mañana con recuerdos
agridulces y con el insistente deseo de descubrir quién era el responsable de
la ruina en la que estaban sumidos los establos Quest. Pero entonces se topó
con una pista que podría resolver, de una vez por todas, el misterio en torno
al purasangre campeón de su familia.
La pista lo llevó hasta Inglaterra y hasta lady Devon Hunter. Brent
esperaba que pudiera ayudarlo a destapar los secretos de su hermano, pero
con sólo una mirada, las emociones y sentimientos que había enterrado
hacía tiempo acabaron saliendo a la luz. Se encontró dividido entre
conquistar a la elegante y esquiva Devon y atrapar al culpable de la ruina
de su familia… ¡sin saber que ambos caminos lo conducirían directamente
a los brazos del peligro!
Ken Casper - En brazos del peligro - 8º Serie Multiautor Purasangre
1
Lunes, 5 de enero
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Ken Casper - En brazos del peligro - 8º Serie Multiautor Purasangre
trabajado, en su amor, en la pasión que puso en todo esto… cuando pienso que va a
verlo hundirse porque he estado tan ciego como para dejarme engañar… soy el
criador jefe. Yo presencié el momento en que Apolo cubrió a la yegua, ¿qué va a
pensar la gente?
—Mira —dijo Andrew—, como director general de este lugar, puedo decirte
que no vamos a hundirnos. Sólo necesitamos que pase algo de tiempo.
Estaba siendo optimista. Había ranchos que habían salido del negocio por
menos. Y además, su hermano estaba siendo generoso al no mencionar cómo esa
situación estaba afectando a sus deseos personales. Andrew tenía pensado
prepararse para llegar a ser el presidente de la International Thoroughbred Racing
Federation, la institución más importante dentro del mundo de las carreras de
caballos purasangre. Ahora, con todo ese escándalo que había ensuciado la
reputación de Quest, ese sueño ya no sería posible.
—He decidido marcharme a Inglaterra —anunció Brent.
—¿A Inglaterra? ¿En enero? —Jenna, su madre, entró en la cocina y levantó su
taza favorita de la encimera—. Pues ponte mucha ropa de abrigo, cariño.
—¿Por qué Inglaterra? —preguntó Thomas, su padre, que iba tras ella.
—Por Nolan Hunter, por supuesto —respondió Jenna, antes de que su hijo
pudiera hacerlo.
Brent casi sonrió. A su madre no se le escapaba nada.
Se había encontrado a Nolan Hunter en la Classic de Florida el día de Año
Nuevo. Era el propietario de Apolo, y Melanie, la hermana de Brent, lo había vencido
en una carrera a lomos de Algo de que hablar. Brent había invitado al inglés a pasar
unos días de descanso con la familia en el rancho Quest en Kentucky con la
esperanza de que pudiera aclararle algo más sobre la fatalidad que estaba
amenazando a su familia. Y lo había hecho, aunque no con las consecuencias que
esperaba.
—Estoy empezando a tener dudas sobre Nolan —admitió Brent.
—Me lo imaginaba —dijo su madre mientras servía café para su marido y para
ella—. Es un hombre encantador y sofisticado, pero tiene algo que me inquieta.
Brent asintió.
—Ayer, justo antes de que se marchara al aeropuerto, lo oí hablar por teléfono.
No suelo escuchar las conversaciones de los demás, pero el tono que estaba
empleando no era el de un inglés educado y refinado, sino más bien el de un matón
callejero.
—¿De qué hablaba? —preguntó Andrew.
—No lo capté todo. Estaba enfadado, de eso no tengo duda. Insistía en que las
cosas por aquí estaban controladas, que no había razones para preocuparse. No
dejaba de referirse a una tercera persona… no especificó quién… y dijo que el tipo no
podía hacer nada porque no tenía pruebas.
—¿Tienes alguna idea de la persona a quien se refería?
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—Han ido a las caballerizas con el abuelo a ver al nuevo potrillo de Isabella.
Deben de estar al llegar.
Justo en ese momento, se oyeron ruidos por la puerta trasera, las voces agudas
de unas niñas y la voz ronca de un hombre mayor. Un instante después, dos niñas de
ocho años idénticas entraron con estruendo en la cocina.
—Isabella nos ha dejado acariciar a su bebé —exclamó Rita—. ¡Rascal es tan
suave!
—Y aún no tiene dientes —añadió Katie—, como los bebés.
Llevaban el pelo recogido con un lazo amarillo que hacía juego con sus
camisetas.
Su bisabuelo estaba de pie tras ellas. A sus ochenta y seis años, Hugh Preston
aún tenía el poder de dominar una habitación nada más entrar en ella.
A sus pies se encontraba Seamus, un perro lobo irlandés que al anciano le
llegaba por las rodillas. Hugh le acarició la cabeza y señaló a una esquina, donde el
perro se tumbó con un suave gruñido para observar las actividades de los humanos
que lo rodeaban.
—Ahora es castaño —comentó Hugh sobre el potrillo—, pero espero que se
vuelva gris como su padre —se sirvió una taza de café.
—Quiero un zumo de naranja —gritó Rhea corriendo hacia la encimera, donde
había una jarra casi llena.
Katie salió tras ella.
—Vale, vale —dijo Brent levantándose de su asiento—. Yo os lo sirvo. Pero
primero, ¿por qué no mostráis un poco de educación y dais los buenos días a
vuestros abuelos?
—Buenos días —dijeron al unísono.
Sus abuelos les respondieron lo mismo e inmediatamente Rhea les preguntó:
—¿Ya podemos tomarnos el zumo?
Conteniendo una sonrisa, Brent se lo sirvió.
—Chicas, ¿os apetecería ir de viaje?
—¿A Disneyworld? —preguntó Rhea con los ojos abiertos como platos.
—Yo estaba pensando en Inglaterra —les dio un vaso a cada una.
—Yo no quiero ir a Inglaterra —contestó Katie haciendo un puchero—. Quiero
ir a Disneyworld.
—Podréis ver la Torre de Londres —les dijo Thomas.
—Y ahí podremos oír el reloj…
—Eso es el Big Ben —dijo Andrew—. La Torre de Londres es un castillo.
Katie frunció el ceño.
—Ahí es donde la reina guarda todas sus joyas —explicó Jenna.
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2
Martes, 6 de enero
El vuelo de dos horas desde Louisville a Nueva York, seguido de una escala de
tres horas allí y de seis horas más para cruzar el Atlántico, dejó a Brent exhausto. Él
nunca se había dormido en los aviones y, de todos modos, con las dos gemelas
cargadas de energía tampoco habría podido hacerlo aunque hubiera querido.
Cuando después de engatusar a los pasajeros de al lado, por fin se sentaron a ver una
película de dibujos, tuvo tiempo de volver a pensar en la parte de la conversación
que había escuchado.
«Estamos a salvo, estoy seguro. Ese bastardo no sabe nada».
¿Era esa palabra un simple epíteto o se estaba refiriendo a Marcus Vásquez, su
hermanastro ilegítimo? Marcus había sido entrenador en Quest durante unos meses,
pero en diciembre se había marchado para ser el entrenador jefe del rancho Lucas,
donde Melanie, la hermana de Brent, era jinete.
«Puede pensar lo que quiera», había protestado Hunter, «pero no tiene pruebas,
así que tendrá que tener la boca cerrada si sabe lo que le conviene».
¿Pruebas de qué? Y si estaba refiriéndose a Marcus, esa afirmación no era del
todo cierta. Marcus le había dicho a Brent que estaba convencido de que Hunter
estaba detrás del asunto que estaba arruinando al rancho Quest, pero también
admitió que desconocía por completo cómo se había llevado a cabo el fraude y que
no tenía ninguna prueba que demostrara su acusación. Además, confesó odiar al
padre de Nolan Hunter por haber abandonado a su difunta madre. Marcus era un
gran entrenador, y prueba de ello era el premio que había ganado Melanie a lomos
de Algo de que hablar, pero su vínculo emocional con Hunter le quitaba objetividad…
si bien no credibilidad, al menos en opinión de Brent.
Después de que el avión aterrizara en Heathrow, que pasaran la aduana y se
metieran en un taxi, las niñas ya empezaron a dar muestras de cansancio. Sin
embargo, Brent prefería dejarlas despiertas un rato más para que acabaran
metiéndose en la cama por voluntad propia, y por ello estuvo hablándoles sobre todo
lo que reconocía de camino al hotel: la impresionante fachada del Museo Albert y
Victoria, Trafalgar Square y el Palacio de Buckingham. Para cuando se metieron en la
cama, ya era más de la una de la madrugada.
Sonrió. Se habían quedado profundamente dormidas antes de que si quiera le
diera tiempo de arroparlas.
Se sirvió una copa de whisky y se sentó en el salón a revisar los planes que tenía
para los próximos días. Sobre todo turismo, por las niñas. Ya había estado en
Inglaterra meses antes para ver a Nolan Hunter, justo después de que se diera a
conocer el asunto del ADN. El hombre le había ofrecido su ayuda y lo había
convencido de que era una persona honesta y un apoyo.
Nolan Hunter parecía no estar involucrado en nada de lo que estaba
sucediendo.
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Brent fue a ver cómo estaban sus hijas. Podían ser realmente agotadoras, pero
sin duda eran la alegría de su vida. No podía imaginarse el mundo sin ellas. Pensó en
su difunta esposa, Marti. Nunca había estado en Inglaterra. Le habría encantado,
pero con dos niñas pequeñas habían decidido posponer los viajes más largos para
cuando fueran mayores. Y ahora allí estaba solo y deseando que Marti estuviera con
él.
La tensión de un día tan largo comenzó a filtrarse hacia fuera desde sus
músculos cansados. Tras tirar por la pila la mayor parte del vaso de whisky, lo
aclaró, se desvistió y se metió en la enorme cama de matrimonio.
Cuando se despertó con el sonido de unas risas, el reloj sobre la mesilla de
noche marcaba las nueve y cuarto. Para su sorpresa, las niñas ya estaban vestidas y
Rhea estaba cepillándole el pelo a su hermana.
—Tengo hambre —dijo Katie.
Nada nuevo.
—Buenos días a vosotras también —les respondió con un bostezo mientras se
estiraba. Hacía casi doce horas que no comían nada y él también estaba hambriento.
Veinte minutos después, los tres estaban bajando las escaleras para ir a
desayunar y pasar el día visitando la ciudad.
—Este pan sabe raro —dijo Rhea al morder su segundo triángulo de tostada con
mantequilla.
—No es raro —la corrigió Brent—. Es diferente. Aquí encontraréis muchas
cosas diferentes. Es lo mejor de viajar, que conoces cosas nuevas y diferentes.
—Está bueno —dijo Rhea al tomar otra rebanada—, pero sigo pensando que
sabe raro.
Durante el día hicieron lo que hacen la mayoría de turistas que visitan Londres
por primera vez: vieron el cambio de guardia en el Palacio de Buckingham,
recorrieron la Torre de Londres boquiabiertos y contemplaron la imponente Catedral
de St. Paul, el Parlamento y el Big Ben. Fueron a ver El rey león, subieron en
autobuses de dos plantas… siempre en el piso de arriba, por supuesto, y se
refugiaron en la Estación Victoria mientras caía un chaparrón torrencial.
Y después llegó el momento de resolver el misterio de Orgullo de Leopold.
Finalmente, y después de otro desayuno inglés en el bufét del hotel, los tres
partieron desde la Estación de Paddington hacia Oxford.
Una hora después de recorrer nostálgicos paisajes con sus casas estilo Tudor,
casitas con tejado de paja e iglesias de estilo románico, llegaron a la famosa ciudad
universitaria.
El colegio Briar Hills para niñas ocupaba una casa del siglo XIX de ladrillos
marrones situada entre unas colinas a unos cuantos kilómetros de Oxford.
Brent había concertado la visita antes de salir de Estados Unidos diciendo que
era un empresario norteamericano que se mudaría a Inglaterra en un futuro no muy
lejano y que quería ver escuelas a las que poder enviar a sus hijas. Había vuelto a
llamar el día antes desde Londres para confirmar la cita.
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—¿Señor Preston? —le preguntó la joven de veintitantos años que los recibió al
salir del taxi.
—Sí. Y éstas son mis hijas, Rhea y Katie.
—Soy Heather Wilcot. La señora Sherwood-Griffin, la directora, me ha pedido
que venga a darles la bienvenida y que los acompañe a su despacho.
Atravesaron un vestíbulo central dominado por una gran escalera curvada con
un pasamanos de hierro forjado y unos escalones de mármol cubiertos por una
gruesa alfombrilla roja en dirección a una puerta de madera oscura situada a la
derecha.
—¿Puede esperar aquí, señor? —le dijo la joven al entrar en una sala de espera.
Fue hacia la puerta abierta que había más adelante y llamó.
—El señor Preston y sus hijas, Rhea y Katie, ya han llegado.
La mujer que salió por la puerta era alta y de constitución fuerte.
—Señor Preston —dijo con una voz fuerte, pero agradable—. Muchas gracias
por venir a visitarnos. Encantada de conocerlo —e inmediatamente centró su
atención en las niñas—. Rhea y Katie. ¿Quién es quién? —preguntó con una sonrisa
sincera.
Rhea, la más extrovertida, respondió:
—Soy Rhea. Ella es Katie.
Después de mirarlas detenidamente con unos ojos brillantes, les preguntó:
—¿Siempre vestís igual?
—Casi siempre —dijo Rhea—. Menos con los vestidos verdes que nos regaló la
tía Melanie. Son feos y el color es como el del vómito, así que yo nunca me pongo el
mío, pero Katie sí se pone el suyo a veces.
—No me lo he traído. Y además, no es de color vómito, es más… como un
pudín de apio.
La señora Sherwood-Griffin enarcó las cejas al instante.
—¿Pudín de apio? No logro imaginármelo… —sin duda, intentaba controlar
una sonrisa.
—Vamos a dar un paseo. Os enseñaré los jardines antes de que empiece a llover
y, mientras, podéis contarme algo sobre vuestro colegio en Kentucky.
El día estaba nublado. La directora les hizo algunas preguntas sobre las
materias que estaban estudiando y, satisfecha con las respuestas, les dijo que fueran a
jugar a la zona de recreo.
Un pedazo de papel cayó al suelo.
—Katie, se te ha caído algo.
Una de las niñas se volvió mientras su hermana la miraba.
—Justo ahí —le indicó la directora señalando un ticket de uno de los lugares
que habían visitado.
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No era normal que a Devon la avisaran para salir del aula en mitad de una
clase. Rezó porque no se tratara de alguna tragedia. La salud de su madre era frágil,
pero si algo le hubiera sucedido a Lady Kestler, sin duda la señora Sherwood-Griffin
habría ido a comunicárselo en persona. ¿Podría tratarse de su hermano?
Últimamente Nolan se había convertido en todo un misterio para ella.
—Tiene visita —susurró Heather al levantar la vista del ordenador—. Ha dicho
que pases sin llamar.
—¿Quién es? Seguro que alguien importante. Tal vez un miembro del
Parlamento haciendo una inspección o que ha venido a traer al colegio a su hija por
primera vez.
—Ya lo verás.
Devon se preguntó a qué se debía el exagerado secretismo de su amiga. Y a
juzgar por su picara sonrisa, seguro que la sorpresa no era desagradable.
Antes de acercarse a la puerta abierta, se detuvo para colocarse el vestido,
asegurarse de que tenía el cinturón derecho y estirar cualquier arruga que pudiera
tener. Se pasó las manos por el pelo, que le llegaba a la altura de los hombros y, sólo
después de hacer ese gesto tan habitual en ella, entró.
La señora Sherwood-Griffin estaba en el centro de la habitación hablando con
un hombre que Devon estaba segura de no haber visto antes. Era muy alto,
probablemente medía más de metro ochenta y cinco, y tenía unos hombros
impresionantemente anchos. Cuando el hombre se dio la vuelta, vio que había más…
Estaba perfectamente afeitado, tenía unas facciones bien proporcionadas, una
barbilla con una pequeña hendidura en el medio y un hoyuelo en la mejilla derecha.
Sus carnosos labios enmarcaban una sonrisa cargada de sensualidad.
—Ah, señorita Hunter, ya está aquí —dijo la señora Sherwood-Griffin con
amabilidad.
Al acercarse, Devon se fijó en que los ojos del hombre eran de color azul oscuro.
Parecían el complemento perfecto a su tez bronceada y a su cabello ondulado y
castaño. Es más, todo en él parecía perfecto. Ahora entendió la sonrisa de Heather y
tuvo que controlarse para disimular la suya.
—Este es el señor Brent Preston, el norteamericano del que hablé en la reunión
de profesores y que había concertado una cita para visitar el colegio.
Devon lo recordó.
—Señor Preston —continuó la otra mujer—, deje que le presente a la Honorable
Devon Hunter.
Sybil no solía presentar a Devon por su título nobiliario. A pesar de la
diferencia de edad y de sus orígenes, en privado se hablaban de tú a tú. Y en
ocasiones más formales, como ésa en concreto, Devon era simplemente la señorita
Hunter.
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Extendió la mano.
—Señor Preston, es un placer conocerlo. Bienvenido a Briar Hills.
Su mano era grande y cálida. Sintió un ligero tirón cuando se estrecharon la
mano… o tal vez fue su imaginación. A pesar de estar encantada de conocer a ese
hombre, no podía evitar preguntarse para qué la habían hecho llamar, ya que Sybil
normalmente recibía a los visitantes por su cuenta, sin contar con el profesorado.
—El señor Preston conoce a su hermano —la informó la directora.
La mención de Nolan no fue tan bien recibida como lo habría sido en el pasado,
pero Devon hizo todo lo que pudo por ocultarlo.
—He estado con él en Año Nuevo —dijo Brent con una voz profunda y un
acento indiscutiblemente norteamericano—. Uno de sus caballos corría en la Classic
de Florida.
—¿Y ganó?
Brent rió suavemente.
—La verdad es que perdió. Por una nariz. Perdió contra mi hermana.
—¿Su hermana?
—Es jockey profesional.
En ese momento, Devon no pudo más que reírse.
—Espero que se lo tomara deportivamente.
—Como un perfecto caballero —respondió Preston mostrando unos dientes
blancos e igualados.
—Y ellas son sus hijas —dijo Sybil poniendo las manos sobre los hombros de las
dos niñas—. Rhea y Katie.
Devon miró a las dos niñas.
—No es justo que vistáis igual, niñas. Al menos una de las dos podría
mancharse con los copos de avena del desayuno para que sea más fácil distinguiros.
Las niñas se rieron y una de ellas dijo:
—¡Puaj! Odio los copos de avena.
Devon se fijó en el hombre que la estaba observando. Le gustaba el modo en
que sus hijas lo miraban y en cómo una de ellas… ¿Katie?… le había sujetado la
mano. Estaba claro que lo adoraban y que él las adoraba. Ver familias felices siempre
le había despertado unas emociones agridulces. Su padre no había sido en absoluto
un hombre sentimental. Cuando no la estaba criticando, directamente no le hablaba.
—Nunca han estado en una escuela inglesa —explicó la señora Sherwood-
Griffin— y les interesaría ver en qué se diferencian de las norteamericanas. Y dado
que el señor Preston conoce a lord Kestler, he pensado que tal vez le gustaría
enseñarles nuestro colegio.
—Me encantaría —respondió Devon.
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—No suelo ir mucho a Londres —respondió— y él pasa allí la mayor parte del
tiempo, si no está viajando. Y cuando algún fin de semana voy a ver a mí madre,
nunca coincidimos.
—Creía que tal vez compartía su amor por los caballos y lo acompañaba a las
carreras.
—La verdad es que me encantan los caballos y aún monto cuando estoy en casa,
pero las carreras nunca han sido mi pasión, al contrario de Nolan.
De pronto Brent vio que su interés ya no se centraba únicamente en el tema
ecuestre. Y tras convencerse de que su reacción ante la joven era absolutamente
natural y de que no ofendería la memoria de Marti, se preguntó cómo podía
encontrar un modo de pasar más tiempo con ella, con la Honorable Devon Hunter.
Cuando sonó otra campana, un grupo de niñas entró en la clase con entusiasmo
seguido por sus hijas, que, sin duda, eran las más alborotadoras de todas.
—Las niñas quieren saber si podemos volver mañana y sentarnos en la clase
con ellas —le dijo Rhea a su padre—. Han dicho que la señorita Hunter es muy, muy
simpática.
—No depende de mí, chicas —quería darles un abrazo a las dos por haberle
resuelto el dilema—. A lo mejor… —miró a Devon.
—De vez en cuando tenemos visitas que se sientan en clase son nosotras —dijo,
al parecer, encantada con la idea—. Aunque, por supuesto, primero tenemos que
pedirle permiso a la directora.
—¡Yupi! Vamos a ir al cole —gritaron aplaudiendo.
—Aún no es seguro, chicas —les avisó su padre.
—Hay dos asientos libres al fondo —les dijo Devon—. Si queréis, podéis
sentaros ahí ahora mientras vuestro padre y yo hablamos con la señora Sherwood-
Griffin.
A la vez que Devon hablaba en privado con su ayudante, Brent les recordaba a
las niñas que tenían que estar calladas y hablar sólo si la profesora se dirigía a ellas.
Un minuto después, cuando la ayudante reanudó la clase, Devon y él salieron del
aula.
—Es curioso —dijo él de camino al despacho de la directora—. Nunca las he
visto tan contentas por ir al colegio.
Devon se rió.
—Eso es porque para ellas es como estar viviendo una aventura en otro país.
Hablando de aventuras… estaba cayendo bajo el hechizo de esa risa y quería
oírla más veces.
—Su madre… —comenzó ella a decir con aire vacilante. Probablemente se
esperaba que le dijera que se había quedado en casa, tal vez cuidando de otro hijo, o
que estaban divorciados.
—Murió hace unos años.
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—¿Qué quieres decir con eso de que lo has rechazado? —le preguntó Heather
esa misma noche—. ¿Estás tonta?
Devon intentó ignorar la pregunta mientras recogía los periódicos y revistas
que había sobre el sofá de su salón. Por lo general, le gustaba compartir piso con su
amiga, pero esa chica podía resultar excesivamente descuidada y desordenada.
—Pero ¿por qué? —insistió Heather.
—Es demasiado mayor para mí.
—Es maduro —la corrigió Heather—. Y además es guapo, educado y está claro
que no es pobre. Y también está disponible. He oído decirle a la señora…
—Que su mujer murió. Sí, lo sé.
—¿Y bien? —Heather enarcó ambas cejas y sonrió—. Esa forma que tiene de
hablar me da ganas de acurrucarme en una cama calentita. De verdad, ¿qué más se
puede pedir? Y a juzgar por cómo te han observado esos maravillosos ojos —insistió
su compañera de piso—, no sólo le interesa que le aconsejes sobre qué plato del
menú pedir en el Sword and Shield.
Devon siguió ignorándola.
—Vale, el problema es que tiene dos hijas. Gemelas. Probablemente no era lo
que buscabas…
—Yo no busco nada… ni a nadie.
—Pero seguro que están muy bien educadas —continuó Heather, ignorando la
interrupción—. Está claro que quieren a su padre y que él las quiere a ellas. Y eso es
muy importante.
Devon se dio por vencida.
—No es por las niñas —protestó—. Ya sabes por qué es…
—Por Charles.
Devon asintió. Sólo el sonido de su nombre la ponía nerviosa.
—No puedes permitir que dicte…
—No sigas por allí —la interrumpió Devon bruscamente.
—Vale —Heather parecía inmune al repentino carácter de su amiga—. Me
preocupo demasiado por ti como para dejar que arruines tu vida de este modo.
Además, hace semanas, o meses, que no llama.
—Porque hace meses que no salgo con nadie.
—¿Y quién sale perdiendo aquí? Sigue así y acabarás como una vieja bruja que
nunca ha disfrutado de la vida, y mucho menos del amor. Te guste o no, vas a tener
que olvidarte de él y tomar las riendas de tu destino.
—Déjame en paz, ¿vale?
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—No.
Devon se dejó caer sobre el sofá, con los brazos estirados, y echó la cabeza hacia
atrás. Suspiró.
—Sé que tienes razón, pero…
Todo había empezado dos años atrás, cuando ella aún estaba en la universidad
y tenía veintiún años. Su hermano Nolan le había presentado a su amigo Charles
Robinett. Charles era duque, unos escalones por encima de un vizconde, y además
provenía de una familia de considerable prestigio. Era joven, en aquel momento sólo
tenía veintiocho años y un físico imponente por haber sido jugador de rugby. A pesar
de haberse roto la nariz en dos ocasiones, era atractivo, aunque no exactamente
guapo y además se decía que valía millones.
Inmediatamente después de la graduación de Devon, le propuso matrimonio.
Pero a pesar de su linaje y de sus elegantes modales en público, Charles
Robinett no era en absoluto su esposo ideal. Tenía un físico muy bueno y no había
duda de que tener una fortuna hacía que la vida fuera más fácil, pero el físico
acababa desvaneciéndose con los años y ella tenía suficientes medios como para vivir
bien por su cuenta. No necesitaba que un hombre le diera ni seguridad ni posición
social. Y, por supuesto, no necesitaba a un hombre que fuera un tirano, que exigiera
que se cumplieran sus deseos sin tener en cuenta lo que ella quería.
Cuando rechazó su propuesta, él juró que agrediría físicamente a cualquier
hombre por el que mostrara interés. En su momento, ella lo interpretó como una
exageración, como la reacción de un hombre que estaba acostumbrado a tenerlo todo
sin esforzarse. Pero un tiempo después, sus dos parejas siguientes fueron asaltadas
después de dejarla en casa. La primera vez pensó que se trataba de una coincidencia,
pero la segunda vio que no era así, y aunque no hubo forma de relacionar esos
asaltos con Charles, Devon sabía que él estaba detrás, sobre todo después de que la
llamara para amenazarla de nuevo.
—Ya sabes lo que pasa cuando cedes ante un intimidador —le dijo Heather—.
Cada vez pide más y más.
«¿Le haría gracia a Brent Preston desempeñar el papel de héroe?», se preguntó
Devon.
Eso era lo que se había esperado de su hermano cuando le había hablado de las
amenazas de Charles. Estaba segura de que él le daría una advertencia al duque,
pero lo único que hizo fue decirle que era una boba por desaprovechar la
oportunidad de subir un peldaño en el escalafón social. Había dicho que las
«supuestas» amenazas no habían sido más que un malentendido y que debería
haberlas interpretado como un cumplido por parte del joven y como una muestra de
la devoción que sentía hacia ella.
En aquel momento, Devon se enfureció por el hecho de que su hermano, al que
había idolatrado durante tantos años, la llamara mentirosa y no le preocupara que
hubiera estado potencialmente en peligro.
Desde entonces, su relación se había vuelto muy distante y tensa, aunque sin
llegar a rozar el umbral de la hostilidad. En público y en presencia de su madre,
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era dos años mayor que su difunto esposo y que tenía una salud frágil debido a una
enfermedad coronaria.
Cuando apagó el ordenador, no sabía mucho más que antes; a decir verdad, no
sabía nada que le diera algo de luz a su investigación sobre el misterio del ADN de
Orgullo de Leopold.
Mientras se metía bajo las sábanas, pensaba que la noche habría sido mucho
más agradable, y tal vez más productiva, si Devon hubiera accedido a pasarla con
ellos.
No debería estar pensando en una hermosa joven mientras estaba metido en la
cama, y en particular no debería estar pensando en Devon Hunter. Su búsqueda por
Internet le había dado su edad: veintitrés, doce años menos que él. No obstante,
parecía igualarse a él en madurez y por ello no se sentía más de una década mayor.
Más bien, ella le producía el efecto opuesto. Lo hacía sentir diez años más joven.
A juzgar por sus comentarios, no parecía que estuviera involucrada en las
actividades fraudulentas de su hermano, ni que tuviera conocimiento de las mismas.
La expresión de la joven parecía haberse nublado al oírle mencionar a Nolan… ¿A
qué se debería esa reacción? En cualquier caso, estaba seguro de que no le haría
gracia descubrir que Brent sospechaba que su hermano era un criminal. Así que,
dadas las circunstancias, hacerse ilusiones con tener una relación más estrecha con
ella resultaba una distracción estúpida y una pérdida de tiempo. Pero
desafortunadamente, había cosas que no podían someterse a la razón.
A la mañana siguiente, las niñas ya estaban bien despiertas y llenas de energía,
y para su alivio y sorpresa, su entusiasmo por ir a la escuela no había disminuido
durante la noche, lo cual significaba que tendría una oportunidad de volver a ver a
Devon cuando las dejara allí y una vez más al recogerlas.
Se tomaron otro suculento desayuno inglés y se prepararon para ir a la escuela.
Según lo acordado la tarde anterior, las dejaría directamente en la clase de
Devon. De camino allí, las niñas no cesaron de hablar sobre lo simpática que era la
señorita Hunter, sobre lo bien que les caía a todas las chicas de la clase, sobre lo
diferente que era de las otras profesoras que tenían en casa y sobre las ganas que
tenían de pasar el día en su clase. Al parecer, Devon también estaba conquistando a
las niñas.
Lo saludó con una sonrisa, les dijo a las niñas dónde podían sentarse… y tuvo
el acierto de no sentarlas juntas.
—Puede recogerlas a las tres. Si no están esperando abajo, entonces estarán aquí
arriba conmigo. ¿Cómo tiene pensado ocupar el tiempo que esté solo? —le preguntó
con naturalidad, aunque al instante las mejillas se le tiñeron de rosa—. Le pido
disculpas. Ha sido una pregunta muy impertinente por mi parte.
A él, el malestar de Devon le resultó gracioso y, por otro lado, pensó que ser
completamente sincero no era lo más inteligente en ese momento.
—Tengo que investigar unas cosas para el trabajo, así que este tiempo que tengo
libre me va a venir muy bien. ¿A qué hora sale hoy? Es viernes. He pensado en
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El reloj recargadamente tallado que había en la esquina del vestíbulo marcaba
las seis cuando Devon entró en el viejo hotel de estilo Tudor. Dada la época del año
en que se encontraban, el sol hacía tiempo que se había puesto.
Brent y las niñas estaban esperándola delante de la chimenea. Él llevaba una
chaqueta sastre de tweed, una camisa beige y una corbata verde oliva. Sus
pantalones color sepia oscuro estaban ligeramente arrugados y llevaba unos
brillantes mocasines marrones.
Estaba incluso más guapo con ese atuendo algo más informal que con el traje
que se había puesto por la mañana. Pero fue el hombre en sí, y no la ropa, lo que
captó toda su atención… y su imaginación.
Tenía un cuerpo increíble. Se preguntó qué deportes practicaría, pero sabía que
fuera lo que fuera, se le daría muy bien.
—¡Vaya! —exclamó en un intento de centrar la atención en las niñas en lugar de
en él—. Estáis guapísimas.
Las niñas se levantaron del sillón y corrieron hacia ella.
—¿Dónde sugieres cenar? —preguntó Brent.
—Por aquí hay varios sitios. El Stag and Sheer está cerca y es bastante bueno.
Tienen un rosbif con pudín excelente…
—Yupi, rosbif con pudín —gritó Rhea.
—Yo quiero otra cosa —se quejó Katie—. Estoy harta del rosbif con pudín.
—Bueno —dijo Devon poniéndole un dedo en la barbilla—, también tienen
pastel de carne, chuletas, una trucha muy buena…
—Pastel de carne —repitió Katie—. Quiero pastel de carne.
Brent sonrió.
—Entonces supongo que vamos al Stag and Sheer —dijo Brent sonriendo.
Se pusieron los abrigos.
—Gracias por venir con nosotros —dijo Brent mientras paseaban por calles
estrechas de camino al restaurante—. Siempre es más divertido si te acompaña
alguien que conoce el lugar.
Devon sonrió.
—Pues para mí es un placer ser ese alguien.
Fue una cena divertida. Brent resultó ser un hombre con un gran sentido del
humor y le contó historias sobre la vida en Kentucky que le hicieron desear estar allí.
—¿De verdad la hierba es azul?
Él se rió.
—Es absolutamente abundante y absolutamente verde.
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6
Brent se levantó enseguida y corrió a la habitación de sus hijas. Devon lo siguió
hasta la puerta, pero no entró.
Rhea estaba profundamente dormida, con la cara girada hacia la luz que
entraba por la puerta abierta. Era Katie la que lloraba.
Brent se sentó a su lado y le acarició el pelo.
—¿Qué pasa, pequeña? ¿Has tenido una pesadilla?
—Echo de menos a mami.
La abrazó.
—Lo se, cielo, yo también la echo de menos, pero sabes que está aquí contigo.
Lo que pasa es que no puedes verla.
Katie lloró con más fuerza contra su pecho.
—Papá…
—¿Qué pasa, cariño?
—¿Vas a volver a llevarnos a ese colegio y a dejarnos aquí?
—¿Qué? —con delicadeza, la apartó para poder mirarla a los ojos—. Pero ¿de
qué hablas, cielo?
—Las otras niñas… nos han dicho que sus padres las llevaron allí y las dejaron.
Ya no los ven, sólo en los días de visita. Ya no van a su casa, sólo en vacaciones. ¿Tú
también vas a dejarnos aquí?
Había sentido dolor en otros momentos, pero nada podía compararse a la
agonía que lo inundaba en ese momento por el hecho de que sus hijas pensaran que
iba a abandonarlas…
La abrazó tan fuerte que temió hacerle daño.
—Yo jamás haría eso, cariño. Os quiero tanto que jamás podría dejaros con otras
personas. Sólo estamos aquí de visita. Cuando se acaben nuestras vacaciones,
volveremos a casa. Todos. Juntos.
—Me daba miedo que ya no quisieras que estuviésemos contigo —dijo la niña
sollozando.
—Sh —le dijo para calmarla—. Eso no es verdad, cielo. Eso nunca será verdad.
La acunó en sus brazos y sintió sus propias lágrimas deslizarse por su cara.
—Vamos a pasárnoslo bien mientras estemos aquí, y después nos iremos a casa,
¿de acuerdo?
Ella asintió entre sollozos y se aferró con más fuerza a él.
—Lo prometo —le secó las lágrimas y la besó en la mejilla. Después, la tendió
sobre la cama, la arropó y permaneció sentado en el borde de la cama hasta que se
quedó dormida. Y sólo entonces, salió de la habitación de puntillas.
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Devon lo vio levantar la copa con una mano temblorosa y beberse su contenido.
Se esperaba que fuera al mueble bar a rellenarla… ¿No era eso lo que hacían los
hombres cuando las cosas no iban bien? ¿Tomarse otra copa? Sin embargo, para su
alivio y sorpresa, él no lo hizo.
—¿Qué sucede, Brent?
Él se giró, como si hubiera olvidado que estaba allí.
—Debería haberme dado cuenta de que algo le preocupaba. Rhea es la
parlanchina, pero Katie no suele ser tan retraída como se ha mostrado esta noche.
—Eso no responde a mi pregunta.
Finalmente, la miró.
—¿Qué quieres decir?
—Está claro que no has venido a Briar Hills con la intención de matricular a tus
hijas, a menos que hayas mentido a Katie.
—No le he mentido —abrió una botella de agua y la vertió en un vaso limpio.
—Entonces, ¿para qué has venido al colegio? —cuando él no respondió, Devon
continuó—. ¿Vas a decírmelo, Brent? ¿O debería irme ya?
—No te vayas. Por favor.
Parecía estar muy preocupado e inquieto, pero ya le había mentido una vez.
¿Por qué iba a creer lo que fuera a decirle ahora? ¿El beso también había sido una
mentira? ¿Un modo de manipularla, de conseguir lo que fuera que se hubiera
propuesto?
—Por favor, siéntate y te lo contaré.
No estaba segura de si debía o no quedarse, pero quería respuestas y él era el
único que podía dárselas. Se sentó. Tenía su jerez al lado, pero lo ignoró.
—¿Qué sabes de Apolo? —le preguntó.
Ella ladeó la cabeza y lo observó. Tras una larga pausa, respondió:
—Apolo. ¿Es un caballo?
Brent asintió y se sentó en el sillón, en el mismo donde habían estado besándose
minutos antes.
—Sí, un caballo que tu hermano tuvo como semental hace cuatro años en
Estados Unidos.
—Ya te he dicho que no sé nada de caballos. ¿O es que crees que miento con la
misma facilidad que tú?
—Siento haberte engañado, Devon. A lo mejor después de que te haya
explicado lo que ha sucedido…
Ella se guardó una respuesta cargada de sarcasmo y se cruzó de brazos.
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—Mi abuelo, Hugh Preston, llegó a Estados Unidos desde Irlanda hace más de
sesenta años —dijo Brent—. Trabajó mucho, ahorró dinero, invirtió en varios potros
prometedores, le fue bien y con el tiempo se casó con mi abuela. Juntos compraron
mil acres de tierra en Kentucky y fundaron el rancho Quest.
Dio un sorbo de agua y dejó el vaso al lado de la copa de jerez.
—Ha ido bien todos estos años, no somos la granja de caballos más grande de
Kentucky, y mucho menos del país, pero tampoco somos exactamente pequeños.
Tenemos… teníamos una media de quinientos caballos y una plantilla de empleados
fijos que se aproximaba a los setenta y cinco. Mi abuelo dejó de llevar el negocio
después de la muerte de mi abuela hace unos años, y dejó al cargo a mi padre, que
desde hace poco nos ha confiado algunos aspectos del negocio a mi hermano y a mí.
Andrew es el director general y yo estoy al cargo de la cría de los caballos.
Ella escuchó sin interrumpirlo ni mostrar ninguna emoción. Brent se levantó,
fue hacia el mueble bar, se echó más whisky en el vaso que había utilizado antes y se
apoyó contra el alféizar de la ventana, frente a Devon.
—Hace cuatro años, cuando supe que Apolo ejercería de semental en la granja
de caballos Angelina Stud, reservé a una de nuestras mejores yeguas, Cortina Blanca,
para cruzarla con él. El resultado fue extraordinario. El año pasado, el potro, Orgullo
de Leopold, ganó el Kentucky Derby al igual que la Preakness y parecía estar de
camino a conseguir la Belmont Stakes y la Triple Corona.
Le dio un sorbo a su copa e hizo una mueca de asco.
—Me va a costar acostumbrarme al sabor de esto —lo apartó.
Devon esperó, sabiendo que ese comentario había sido una táctica para retrasar
la conversación.
—Entonces hubo un problema técnico en los ordenadores de la Jockey
Association. Unos cuantos archivos con información sobre el ADN de los caballos se
perdieron y la asociación les pidió a los propietarios de los caballos afectados que
extrajeran nuevas muestras de sangre —respiró hondo—. Un procedimiento bastante
sencillo. No había ningún problema —se bebió lo que quedaba del whisky—, excepto
que según los resultados, Apolo no era el padre de Orgullo de Leopold. De la noche a la
mañana nuestra honradez quedó en entredicho y nos acusaron de estafadores.
¿Tienes idea del impacto que tuvo eso? —le preguntó con evidente rabia.
Ella sacudió la cabeza, no estaba dispuesta a hablar.
—No. Claro que no, pero deja que te diga algo. La cría de caballos nos genera
mucho dinero, pero sólo durante tres meses al año. Como todos los purasangre nacen
oficialmente el uno de enero, nadie quiere un potro que haya nacido más tarde.
Cuando salió a la luz el tema del origen de Orgullo de Leopold, quedó relegado de las
competiciones hasta que se solucionara el problema, y tres meses después, cuando no
hubo resolución, a todos los purasangre propiedad del rancho Quest se les prohibió
competir en Estados Unidos. A eso le siguió una prohibición internacional en
octubre. Como resultado, los propietarios inmediatamente comenzaron a sacar a sus
caballos de Quest. Y no sólo se llevaron a los caballos que residían allí, sino también a
los que entrenábamos. Además, los contratos para los cruces se esfumaron de la
noche a la mañana.
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—Lo siento.
—Los empleados que dependían de nosotros para vivir… mozos de cuadra,
entrenadores, los encargados de las instalaciones, los granjeros… tuvieron que irse. Y
todo porque crucé a una yegua con un semental que, según tu hermano, era Apolo,
pero que en realidad no lo era. Hice que repitieran la prueba de ADN, pero los
resultados fueron los mismos. Hablé con todo el mundo que había entrado en
contacto con el semental y la yegua, incluso volé hasta aquí y hablé con tu hermano.
Colaboró en todo lo que pudo y me dejó sacarle nuevas muestras de sangre a Apolo,
pero no sirvió de nada. Apolo no era el caballo por el que pagamos. Tu hermano dijo
no tener idea de lo que podía haber pasado ya que él no estaba en Estados Unidos en
aquel momento.
—No lo entiendo —dijo Devon—. Parece que Nolan cooperó en todo lo que
pudo, así que ¿por qué estás aquí? ¿Por qué lo estás acusando?
—A pesar de lo que dijo, creo que tu hermano está involucrado en este fraude.
Hoy me he pasado el día revisando archivos, artículos de periódico… por cierto,
tenéis unas excelentes instalaciones para investigación aquí en Oxford. Intentaba
descubrir todo lo que pudiera sobre los intereses ecuestres de tu hermano y he visto
que se han producido otros fraudes relacionados con Apolo, aunque Nolan no ha
dejado rastro.
Ella se lo quedó mirando con los labios apretados antes de levantarse.
—Te diré lo que me parece todo esto. Creo que tú mismo has hundido tu
negocio y ahora quieres buscar un chivo expiatorio.
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7
—No, Devon. No estoy buscando un chivo expiatorio —Brent se pasó una
mano por el pelo, preparado para dar rienda suelta a su ira, pero la inocencia que vio
en sus ojos marrones le hizo arrepentirse al instante de cualquier duda que hubiera
podido albergar sobre el hecho de que ella estaba compinchada con su hermano—.
Estoy buscando al culpable y tengo una buena razón para pensar que se trata de tu
hermano.
—Pero no tienes ninguna prueba —le recordó—. De lo contrario, ¿no habrías
acudido a las autoridades?
—No tengo ninguna prueba —tuvo que admitir—, pero sí tengo una seria
sospecha.
—Creo que estás buscando a alguien a quien culpar por tu incompetencia.
Brent se tragó el insulto sin responder porque ¿no se había acusado él mismo de
eso? Ella estaba defendiendo a su hermano, el nombre de su familia, y eso era algo
que podía comprender y respetar. La cuestión era si lo estaba haciendo basándose en
una confianza ciega o si tenía una buena razón para creer que Nolan era incapaz de
hacer algo así.
—No estoy solo. Tu hermanastro está convencido de que Nolan está
involucrado en el fraude.
Su furiosa mirada se transformó al instante en una de sorpresa y confusión.
—¿Hermanastro? ¿De qué estás hablando? Yo no tengo ningún hermanastro.
Sólo somos Nolan y yo.
Brent sacudió la cabeza, en absoluto sorprendido por su reacción. Nolan le
había dejado bien claro a Marcus Vásquez que no tenía intención de reconocer a su
hermano bastardo. La pregunta era si Devon estaba imitando la actitud de su
hermano o si de verdad no sabía nada sobre el hijo ilegítimo de su padre. Brent se
inclinaba más por el hecho de que lo ignoraba, algo que confirmaría su no
implicación en las actividades de Nolan.
—Siento ser yo el que te dé esta noticia, Devon, pero no es verdad. Tienes un
hermanastro… se llama Marcus Vásquez. En la actualidad es el entrenador del
rancho Lucas en Kentucky, pero fue entrenador en Quest durante un tiempo. Nolan
y él se encontraron en la Classic de Florida el día de Año Nuevo, pero no puede
decirse exactamente que se alegraran de verse.
Ella se levantó y lo miró, con sus delicadas manos cerradas en dos apretados
puños.
—No te creo.
Brent decidió no enfadarla más contándole que Marcus le había salvado la vida
a su hermana Melanie después de la carrera, matando en defensa propia al hombre
que la atacó. No podía demostrar que existiera una relación directa entre el ataque y
el fraude de los caballos, pero la conexión parecía inevitable. Además, eso constataba
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—Fraude.
—No has hecho más que decir mentiras desde que has llegado —le dijo—. No
has venido para buscar un colegio para tus hijas y, por lo que sé, incluso también
podría ser mentira que seas viudo.
—Soy viudo —le respondió, muy consciente de las lágrimas que le había
provocado y del daño que le había hecho—. Y puede que engañe con palabras, pero
ese beso no ha sido ninguna mentira, Devon, lo que siento por ti no es mentira.
—Ojalá pudiera creerte.
—Puedes hacerlo y lo harás si escuchas a tu corazón. Cuando te he besado no
estaba mintiéndote y estoy seguro de que tú tampoco has fingido al devolverme el
beso.
La vio analizar esas palabras y llegar a la decisión de creerlo, de confiar en sus
propios sentimientos.
—¿No pudo un semental cubrir a tu yegua antes o después que Apolo? —
preguntó.
Una pregunta razonable.
—Eso puede suceder, pero no es el caso. Estamos hablando de caballos
purasangre que ganan premios y que están muy vigilados, incluso su comida es
minuciosamente examinada. Si un semental se hubiera acercado a esta yegua,
créeme, lo sabríamos.
Ella asintió la cabeza.
—Hay algo más —dijo—. Hace unos meses, Millones para Repartir, un caballo de
carreras purasangre propiedad de lord Rochester, murió en misteriosas
circunstancias en Dubai. Se suponía que su padre también era Apolo, pero las pruebas
de ADN revelaron que el padre era el mismo que el de Orgullo de Leopold. No
estamos hablando de un accidente que haya sucedido en una ocasión, Devon.
Estamos hablando de algo mucho más grave.
—Una conspiración —murmuró ella.
Brent asintió.
—Y estás sacando la conclusión de que mi hermano está detrás de todo esto.
—Él es el único que tiene algo que ganar, Devon. ¿Podría alguien más ser el
responsable? Supongo que sí, pero ¿con qué fin? Tu hermano es el único que saca
beneficio de Apolo al producir el número máximo de potrillos vivos. Bajo las óptimas
condiciones, puede ganar de uno a dos millones de dólares en una temporada de
cría.
—¿Tanto? No tenía ni idea. Pues él siempre está diciendo que no tiene dinero…
Pero has dicho que estos caballos están muy vigilados, así que ¿cómo se hizo el
cambio de semental?
—He pensado muchísimo en ello —respondió Brent—. Imagino que hay dos
formas: una sería sustituirlo por un caballo que se pareciera a Apolo.
—¿Por qué?
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un solo intento de Apolo es del ochenta por ciento y eso resulta muy atrayente para el
propietario de una yegua.
—Sigo sin entenderlo —dijo Devon.
—Creo que además de ser cubiertas por Apolo, las yeguas eran sometidas a la
inseminación artificial para incrementar sus estadísticas de fertilidad. Por ejemplo,
sabemos que engendró a un potrillo llamado Mirada Perfecta durante la misma
temporada de apareamiento en la que Orgullo de Leopold fue concebido y que cubrió a
la yegua una sola vez.
Justo en ese momento el teléfono sonó, interrumpiendo su explicación.
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8
Devon inmediatamente reconoció su tono y, tras sacudir la cabeza para
disculparse por la interrupción, sacó el teléfono del bolso. El número reflejado en la
pantalla no era ni el de su madre ni el del doctor, así que al menos se sintió aliviada
de que no hubiera sucedido nada en casa. Al no reconocer la serie de números, se vio
tentada a ignorar la llamada, pero lo pensó mejor y contestó:
-¿Diga?
—¿Creías que porque es un maldito extranjero no me enteraría? —dijo una voz
masculina cargada de furia.
Ella dio un grito ahogado, se apartó el teléfono de la oreja y se levantó
bruscamente.
—Te dije que te mantuvieras alejada de otros hombres, y lo dije en serio.
—Pero…
—No te acerques más a él o lo lamentará.
—Yo…
—Y tú también.
—No puedes…
—Sé quién es, Devon. No creas que puedes ocultarme nada, porque no puedes.
—No tienes…
—Y sé dónde encontrarlo a él y a sus dulces hijitas.
—No te atrevas a…
—Aléjate de él.
La llamada terminó y ella se quedó donde estaba, temblando.
—¿Quién era? —preguntó Brent, claramente preocupado—. ¿Era Notan?
—No —respondió con poco menos que un susurro. Dejó caer el móvil dentro
del bolso.
—Devon, ¿quién era? ¿Qué te ha dicho? —cuando se acercó, ella se estremeció
—. ¿Por qué estás tan asustada? Estás temblando.
—No es… nada.
La abrazó y ella se sintió tan protegida por esos fuertes brazos que
instintivamente se relajó.
—Dime qué está pasando. Deja que te ayude.
—Habrá sido algún loco —murmuró—. Nada de qué preocuparse. Ya estoy
bien.
Brent la alejó lo justo para poder mirarla a los ojos y lo que Devon encontró al
mirarlo fue auténtica preocupación, un verdadero deseo de ayudarla. Pero ¿qué
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podía hacer por ella? Era un extranjero, un extraño que se iría en unos días. La
soledad y la impotencia la embargaron.
—Devon, no estás bien. Estás temblando como un flan.
—De verdad, no pasa nada. Ya he recibido esta clase de llamadas antes. Son
incómodas, pero eso es todo.
Podía ver en sus hermosos ojos azules que no la estaba creyendo y saber que se
preocupaba por ella le hizo sentir una agradable calidez en su interior. Hacía tanto
tiempo que un hombre no la abrazaba de ese modo… O tal vez nunca la habían
abrazado así. Lo que sentía con Brent era algo que no había vivido antes más que en
sueños.
—Ha sido más que eso, Devon. El que te haya llamado te ha dejado
aterrorizada. Por favor, dime qué está pasando.
Ella se obligó a apartarse de su protector abrazo. Heather tenía razón. Había
llegado el momento de tomar el control de su vida, de enfrentarse a Charles y de
dejar de acobardarse. Pero ¿cómo? No podía depender de Brent para que la ayudara.
Pronto se marcharía y volvería a Estados Unidos y ella se quedaría sola librando esa
batalla.
—Creo que deberías volver a casa —declaró firmemente.
—¿Qué?
Casi tambaleándose, Devon volvió a la silla donde había dejado su abrigo.
—Creo que deberías volver a casa —repitió—. Haz las maletas, guárdate tus
viles acusaciones contra mi familia y vuelve a Kentucky.
Él se la quedó mirando perplejo y cuando Devon fue hacia la puerta, se puso
delante de ella con las manos apoyadas en las caderas.
—Deja que me vaya, Brent —se sentía tan cansada…—. Por favor.
—No voy a detenerte, Devon, pero tendrás que rodearme para salir.
Eso le dejaba muy poco espacio. Sería imposible rebasar esa imponente figura
masculina, tan alta y decidida, sin que se produjera un contacto físico, sin rozarse
contra él. Quería tocarlo, empaparse del calor y del poder que ese hombre emanaba,
pero saber que en cuanto lo hiciera tendría que romper ese contacto y volver a
quedarse sola le producía una sensación casi asfixiante.
Pasó una eternidad sin que se oyera nada en la habitación.
Entonces dejó escapar un sollozo y se cubrió la cara con las manos. Sin decir
nada, Brent le quitó el abrigo de las manos, lo tiró sobre una silla y la sentó sobre el
sofá, a su lado. Le tomó la mano durante varios minutos.
—¿Vas a contarme lo que está pasando? —le preguntó sin soltarla.
A pesar de un primer momento de indecisión, Devon fue adquiriendo
confianza y le habló de Charles Robinett, de su proposición de matrimonio dos años
antes, que había rechazado, y de su amenaza contra todo hombre que se atreviera a
acercarse a ella.
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Ese sarcasmo y desdén con que habló fueron como una bofetada para Devon. Se
puso derecha y posó las manos sobre su pecho para liberarse de su abrazo.
—No, pero sí creo que hacen que la gente vea y trate de un modo distinto a los
que los poseen. Puede que en tu país no haya títulos ni aristocracia, Brent, pero
vosotros tenéis a todas esas ricas y famosas estrellas del cine y a los políticos.
Él sonrió ante el comentario.
—Touché.
Se quedaron en silencio unos minutos, cada uno absorto en sus propios
pensamientos.
—Tu hermano se niega a creer que te están amenazando —dijo finalmente
Brent más furioso que antes—. Se negó a dar la cara por ti y a protegerte y aun así tú
insistes en que es imposible que esté implicado en un fraude con el que podría haber
ganado millones de dólares. Eso no tiene sentido, Devon.
Ella abrió la boca para dar sus argumentos, pero él no le dio la oportunidad.
—No estoy diciendo que una cosa sea la prueba de la otra, que porque no te
haya protegido, esté involucrado en el fraude; a lo mejor resulta que simplemente es
un cobarde.
—No lo es —protestó ella. «Al menos, antes no lo era».
—Pues sin duda está actuando como si lo fuera. Sé que eso no demuestra que
haya timado al rancho Quest, pero tienes que admitir que la posibilidad es grande. Si
puede darte de lado cuando tú, su propia hermana, necesita su protección, también
es capaz de engañar a unos extraños.
«Ha cambiado con el paso de los años», pensó ella. «No sé por qué. Siempre
pensé que podía depender de él en el pasado, hasta que apareció Charles».
—¿Cómo se conocieron Charles y él? —preguntó Brent, como si estuviera
leyéndole la mente—. ¿En la universidad?
Ella fue hacia la ventana y oyó la lluvia que acababa de empezar a caer contra
los cristales.
—Nolan tiene cinco años más que Charles, así que no coincidieron en la
universidad. Se conocieron en una carrera, creo, o tal vez en algún evento social
después de alguna.
—¿Charles tiene caballos?
—Creo que no, aunque sí que pasa mucho tiempo en los hipódromos y he oído
que lo han interrogado alguna vez por algún asunto de carreras amañadas, pero
tiene amigos muy influyentes, así que…
—No le ha pasado nada —Brent terminó por ella.
Ella apartó la vista con desconsuelo. La lluvia caía cada vez con más fuerza. El
sonido hacía que la habitación pareciera más pequeña, más aislada, el ambiente más
íntimo.
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—A lo mejor puedo encontrar algo en Internet —dijo Brent—, ahora que tengo
una idea más clara de lo que estoy buscando. ¿Charles Robinett es su nombre
completo?
Ella asintió.
—Has dicho que es duque. Entonces tendrá un título, ¿no? ¿Cuál es?
—Es el duque de Camberg.
Ver a Devon marcharse esa noche había sido más difícil de lo que Brent se había
esperado. Había vuelto a suceder, al igual que había pasado con Marti. Un encuentro
y sus instintos masculinos ya se habían confabulado contra él. En el caso de Marti, se
había debido al poder de su risa, a su alegría de vivir, a su belleza y a su encanto.
Con Devon, fue su vulnerabilidad lo que despertó sus instintos de protección; sentía
una enorme indignación por el hecho de que un hombre, Charles, pudiera
atormentar a Devon hasta ese extremo.
La diferencia de seis horas con Kentucky le dio ventaja. En Inglaterra eran las
diez de la noche y en Kentucky aún era por la tarde. Devon se había marchado hacía
escasamente diez minutos, abatida. Y en parte era culpa de él, pero también había
captado en ella un aire de determinación que no había visto antes. Esa noche le había
dado dos noticias impactantes: una, que su hermano podía estar involucrado en
actividades fraudulentas y la segunda, que tenía un hermanastro ilegítimo.
Marcó el número de su hermano mayor, que respondió al tercer tono.
—¿Estás haciendo algún progreso? —preguntó Andrew, después de los saludos
habituales.
—He descubierto quién es Camberg —le dijo Brent—. Se llama Charles
Robinett. Es el duque de Camberg, un amigo de Nolan. Además, ha estado
amenazando a Devon, la hermana de Nolan.
—Qué tipo más majo.
Brent le contó la situación tal y como Devon se la había descrito.
—Estoy más convencido que nunca de que Nolan está detrás de todo esto, pero
tengo un problema —continuó Brent—. Lo he fastidiado todo con las niñas.
Le contó a Andrew la visita al colegio y el miedo de Katie a que fuera a dejarlas
allí, abandonadas. Se sentía fatal. Después de todo por lo que habían pasado las niñas
al perder a su madre y mudarse posteriormente con sus abuelos, había sido muy
insensible por su parte llevarlas a un lugar donde otras niñas eran tratadas como
hijos a los que sus padres daban de lado.
—Pobrecitas —se lamentó Andrew.
—Pero ahora, dadas las circunstancias, no es seguro que se queden aquí
conmigo. He pensado en llevarlas a casa y volver luego, pero me pregunto si papá y
mamá podrían venir y quedarse aquí con ellas. Así se sentirían seguras y yo podría
seguir investigando sabiendo que están completamente a salvo. ¿Crees que querrán
hacerlo?
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—Puedo preguntárselo, Brent, pero no es necesario. Los dos sabemos cuál será
la respuesta. La única pregunta ahora es cuál es el primer vuelo que sale hacia allí.
Brent dejó escapar un suspiro de alivio.
—Esta noche vamos a pasarla en Oxford, pero volveremos a Londres en tren
por la mañana —le dio el nombre del hotel donde se hospedaban.
—Vale. Te llamaré para decirte cuándo llegan a Heathrow.
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9
Sábado, 10 de enero
Devon se mostró muy animada con las niñas al día siguiente, cuando se
reunieron para desayunar en el Sword and Shield, pero a Brent no podía engañarlo.
Tras sus risas, podía ver confusión e infelicidad.
—Tengo buenas noticias —les dijo a las gemelas—. Una sorpresa.
Pensar que Katie pudiera estar aún asustada le atormentaba y se preguntó si lo
que estaba a punto de decirles mejoraría la situación o la empeoraría. Una vez más,
se vio tentado a anunciarles que volvían a casa, pero entonces tuvo que esperar y
pensar.
Allí también había problemas. La situación económica del rancho era cada vez
peor y a menos que solucionara el asunto del fraude, Quest tendría que acabar
cerrando sus puertas. Incluso existía la posibilidad de que se vieran obligados
también a vender las tierras. Su abuelo tenía ochenta y seis años y aunque su salud
era buena, el viejo caballo de hierro no viviría para siempre. Brent no podía soportar
ver a Hugh marcharse a la tumba dejando su legado en ruinas.
El otro impedimento para su vuelta a casa era Devon. Sabiendo lo que sabía, no
podía subir a un avión y abandonarla. Sí, podía decirse que no le debía nada y que lo
que le pasara no era asunto suyo, pero la había besado. Y aunque había muchas cosas
que aún quería saber de ella, no la consideraba una extraña. Desde que Marti había
muerto, no había mirado a otra mujer, no había tocado a otra mujer. Pero sí que
había mirado a Devon. La había tocado. La había besado en los labios y había sentido
su respuesta.
Las tres chicas de la mesa estaban mirándolo.
—¿Cuál es la sorpresa, papi? —le preguntó Rhea con impaciencia.
—Anoche hablé con el tío Andrew por teléfono y ¿a que no sabéis qué? El
abuelo y la abuela vienen a estar con nosotros.
—¿De verdad? —preguntó Katie.
Brent podía ver una sombra de sospecha en sus claros ojos azules.
—Sí. Han decidido que necesitan unas vacaciones y estarán aquí esta tarde.
Devon lo observó con incertidumbre.
—¿A qué hora llegan?
—Llegan a Heathrow a las cuatro. Me imagino que si nos subimos al tren de las
diez y dieciocho hacia Londres, nos dará tiempo a dejar nuestro equipaje, a comer
algo y a ir al aeropuerto a buscarlos.
Devon asintió, pero no dijo nada hasta después de que salieran del hotel y
fueran hacia la tienda de muñecas. Las niñas iban de la mano delante de ellos.
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Ese gesto inspiró a Brent, que también le tomó la mano a Devon. Ella se mostró
reticente al principio, pero después la apretó con fuerza.
—¿Por qué vienen tus padres? —le preguntó un momento después.
—Después de lo que Katie dijo anoche, he decidido que necesitan sentirse más
seguras. Están muy unidas a mis padres.
—¿Es sólo por eso? —su tono no era acusatorio, pero a Brent no se le escapó ese
atisbo de desconfianza.
—Tengo que investigar más. Pensé que podría hacerlo y llevarme a las niñas
conmigo, pero después de lo que me dijiste del amigo de tu hermano, no puedo
correr el riesgo de ponerlas en peligro. Mis padres las protegerán a la vez que me
darán la libertad que necesito para moverme e investigar.
—¿Y por qué no vuelves a casa directamente?
Él se detuvo y, sin soltarle la mano, se volvió hacia ella.
—No pienso abandonarte, Devon.
—Y si te digo que no quiero que te quedes, que no necesito que juegues a ser mi
protector…
—¿Es esto una prueba? Si digo que me voy a quedar de todas formas, podrás
acusarme de ser tan opresivo como Charles. Si digo que me voy, puedes criticarme
por dejarte en la estacada, como tu hermano. No salgo ganando de ninguna de las
dos formas, ¿verdad?
Ella agachó la cabeza, pero él le alzó la cara y la miró a los ojos.
—De una forma u otra, tú sales perdiendo, Devon. Me importas y estoy
dispuesto a hacer lo que sea para ayudarte y protegerte.
—Gracias —murmuró ella.
—Vamos, papi. ¿A qué esperáis? —le gritó Rhea impaciente.
Y los cuatro juntos entraron en la tienda de muñecas.
—¡Oh! ¿No son preciosas? —exclamó Devon.
—¡Me gusta ésa! —gritó Rhea—. La de rojo.
—A mí me gusta más la azul —dijo Katie, señalando a una muñeca más
pequeña.
—O a lo mejor ésa —murmuró Rhea, al hablar de otra vestida de color púrpura.
Las niñas cambiaron de opinión una docena de veces durante la siguiente
media hora.
—Vais a perder el tren —le recordó Devon a Brent.
—No pasa nada. Sale otro dentro de una hora. Tenemos tiempo de sobra para
llegar a Heathrow.
Brent sonreía mientras sus hijas discutían sobre sus gustos con Devon y le
pedían opinión constantemente entre risas, pero cuando empezó a sentirse algo
apartado, Devon lo miró y le guiñó un ojo. Salieron de la tienda casi una hora
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después, una vez que las niñas se habían decidido y habían elegido las muñecas que
las habían enamorado.
Caminaban de vuelta al hotel para recoger su equipaje cuando Devon le agarró
la mano a Brent. El gesto lo complació enormemente, pero también le transmitió una
especie de desesperación, como si él fuera su única cuerda de salvamento.
—Anoche no dormí mucho —le confesó cuando las niñas corrían delante de
ellos hacia el hotel.
—No me sorprende nada. Yo tuve gran parte de culpa. Lo siento.
—No es culpa tuya. Bueno… —intentó sonreír— a lo mejor sí. Si no me
hubieras contado todas esas cosas…
Había otras cosas de las que él habría preferido hablar, como de su beso, por
ejemplo. Sólo eso logró mantenerlo despierto la noche anterior, pero mencionarlo
ahora habría complicado las cosas para los dos.
—¿Habrías preferido no saberlo?
—Una parte de mí, sí —caminaron en silencio durante un minuto—. ¿Estás
convencido de que todo lo que me has contado es verdad?
—No voy por ahí contándole mentiras a la gente, Devon.
Ella lo miró con una ceja enarcada y una sonrisa. Incluso esa frase era
técnicamente una mentira.
—Me refiero a cosas que sean realmente importantes —le apretó la mano con
más fuerza.
—No, supongo que no mientes.
—Pero aun así no me crees.
—No quiero creerte, Brent. Hace unos años, bajo ningún concepto le habría
dado credibilidad a comentarios que mancharan la reputación de mi hermano.
—Hasta que sucedió lo de Charles…
—Fui a hablar con él por lo de Charles y vi una cara de Nolan que no sabía que
existía. No quiero creer lo que me has contado…
—De todas formas, tampoco es seguro.
—No es seguro —admitió ella—, pero algo de lo que me has dicho sí que me
parece verdad —tras una pausa, continuó—: No era agradable vivir con un hombre
como mi padre, Brent. Era un tirano. Que dejara embarazadas a mujeres y luego las
abandonara no es algo que me sorprenda. Dios sabe cuántos otros Hunter habrá
corriendo por ahí ahora mismo —se detuvo—. Lo siento. No debería hablar así. En lo
que respecta a ese tal Marcus Vásquez, habrá estado mucho mejor creciendo sin un
padre como Nigel Hunter.
—Siento que te hiciera daño.
Devon no captó lástima en esas palabras, sino más bien solidaridad, y eso
significó mucho para ella.
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Pathwatch Hall, con vistas al Hyde Park, no era particularmente impresionante
desde fuera: cuatro plantas de ladrillo marrón oscurecido por los años con postigos
negros en las ventanas. La brillante puerta delantera roja estaba flanqueada por dos
columnas griegas blancas de mármol. La única ostentación, si podía llamarse así, era
la aldaba de latón pulido con forma de león.
—¿Es ésta tu casa? —preguntó Rhea.
—Aquí es donde nací —respondió Devon—. Tenemos una casa de campo en
Abbingvale, justo a las afueras de Cambridge, adonde íbamos todos los veranos,
pero la mayor parte del tiempo vivíamos aquí.
—¿Detecto algo de ironía? —preguntó Brent mientras subían los tres escalones
hacia la puerta—. Viviste en Cambridge y ahora trabajas en Oxford.
—Muy perspicaz, señor Preston —dijo con una formalidad burlona—. Pero eso
ya me lo han dicho muchas veces.
—¡Ups! —exclamó, tambaleándose hacia atrás exageradamente—. Así que he
caído en un cliché.
Ella se rió.
—Papá, no te has caído —dijo Katie—. Te he visto.
Él se rió también.
Las niñas se miraron y se encogieron de hombros mientras Devon sacaba una
llave del bolso. Sin embargo, antes de poder introducirla, un hombre de unos sesenta
años la abrió desde dentro.
—Buenos días, señorita Hunter.
—Hola, Perkins —instó a las niñas a que pasaran delante de ellos—. Perkins —
dijo cuando Brent estaba en el umbral—, te presento al señor Brent Preston y a sus
hijas, Rhea y Katie. A ver si tú las distingues. Yo aún no sé quién es quién. Son de
Kentucky, de Estados Unidos.
El mayordomo inclinó la cabeza ligeramente a modo de saludo.
—Bienvenido a Londres, señor Preston.
Brent le dio las gracias y le presentó a sus hijas.
—Han prometido comportarse.
—No, no hemos prometido nada, papi —dijo Katie.
Las mejillas de Preston se alzaron en una casi imperceptible sonrisa.
—Pero lo vais a hacer, ¿verdad? —les preguntó Brent enarcando una ceja.
Las dos bajaron la cabeza a la vez.
—Claro que sí, papi —respondió Rhea dulcemente.
—Seguro, papi —añadió Katie.
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—Sí, señora. Nos conocimos aquí en Londres hace unos meses y volvimos a
vernos en Florida en Año Nuevo.
—Entonces últimamente lo ha visto más que yo —comentó la mujer con
decepción e incluso cierta amargura—. Ese chico no para nunca.
El chico al que se refería tenía treinta y cinco años. Aunque claro, su madre
decía lo mismo de sus hijos porque, para una madre, un hijo siempre es pequeño.
—La hermana de Brent es jockey —dijo Devon— y venció al caballo de Nolan
en la Classic de Florida.
—Fascinante. ¿Lo ha visto en este viaje?
—No, señora. Aún no, pero espero verlo, y también a Charles Robinett,
mientras estoy aquí.
—¿El duque de Camberg? —preguntó con gesto de desagrado.
Brent se preguntó qué razones tendría la mujer para que no le gustara ese
hombre, ya que Devon le había dicho que nunca le había hablado a su madre sobre
las amenazas.
—Sé que le interesa el mundo de las carreras —comentó con naturalidad Brent
—. He pensado que podríamos intercambiar opiniones.
—Entonces tiene que venir al baile que vamos a celebrar la próxima semana. Él
estará allí y así usted podrá aprovechar y visitar nuestras caballerizas.
—Es usted muy amable. Lo estoy deseando.
—Mi difunto esposo comenzó a celebrar el baile hace más de treinta años —le
explicó lady Kestler con orgullo—. Y, por supuesto, nosotros hemos continuado con
la tradición.
Brent asintió.
—Es un honor que me invite.
Lady Kestler los llevó hasta una acogedora sala con vistas a un invernadero en
la parte trasera de la casa para tomar el almuerzo.
—Cuando Devon me dijo que iban a venir, intenté pensar en algo que atrajera a
las niñas. A Devon y Nolan siempre les gustó el Sapo en un agujero.
Las niñas se quedaron horrorizadas y Katie le tiró a su padre de la manga
mientras Devon y su madre avanzaban delante de ellos.
—Papi —dijo con un nervioso susurro—, yo no quiero comer sapo.
—Yo tampoco —añadió Rhea—. Oh, qué asco.
Él las detuvo y se agachó.
—Ni siquiera sabéis lo que es. Puede ser algo que os guste mucho.
Las niñas lo miraron aliviadas.
—Entonces, ¿no es un sapo?
—¿Acaso un perrito caliente está hecho de perro?
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Las Huevas de rana resultaron ser pudín de tapioca y, a pesar de no ser una de
las comidas favoritas de las niñas, Brent se sintió orgulloso de ellas cuando se lo
comieron todo sin protestar, hacer arcadas ni pronunciar comentarios desagradables.
Después del entretenido almuerzo, lady Kestler se excusó para retirarse a su
dormitorio a descansar. Para entonces ya había llegado la hora de ir al aeropuerto a
recoger a los padres de Brent y así, al rato, todos estaban esperando ansiosos a que
los Preston salieran por las puertas.
—Parece que no han visto a sus abuelos en meses y sólo han pasado días —le
dijo Brent a Devon al oído.
Ella deseó poder decirle cuánto envidiaba la relación tan estrecha que tenían
todos, porque no podía recordar haber estado nunca tan emocionada ante la idea de
reunirse con su familia.
—Yo os las sujeto —le dijo Devon a las niñas, refiriéndose a las muñecas de
porcelana.
Sin ofrecer mucha resistencia, las dos le dieron sus muñecas que, más que
juguetes, eran auténticas piezas de coleccionista.
—Ahí están —dijo Brent señalando a una pareja de mediana edad.
—¿Dónde? ¿Dónde? —las niñas saltaban intentando ver algo.
Devon se fijó durante un momento en los padres de Brent, que habían
empezado a saludarlos con la mano. Su madre era esbelta e increíblemente atractiva
y su padre, alto, fuerte y con un porte distinguido, era una versión mucho mayor de
Brent.
El cansancio que Devon había apreciado en ellos se había disipado en el
momento en que habían visto a su hijo y a sus nietas. Una vez pasadas las puertas
electrónicas, comenzaron a abrazarlos y a besarlos; primero a las nietas y a
continuación a su hijo, que no dudó en devolverles las mismas muestras de afecto.
Brent presentó a Devon ante sus padres como la señorita Devon Hunter.
—Devon a secas —dijo ella, extendiendo fa mano hacia Jenna—. Mucho gusto
en conocerla, señora Preston. Espero que el vuelo haya ido bien —añadió al
estrecharle la mano a Thomas Preston.
—Hemos venido en el coche de su madre —gritó Rhea.
—También tenemos conductor —añadió Katie—. Pero no pasa nada, porque él
sí sabe conducir por el lado equivocado de la carretera.
—Creo que mañana vamos a necesitar unas cuantas clases de diplomacia en
relaciones internacionales —dijo Jenna con una sonrisa de felicidad. Todos los
adultos salieron del edificio riendo.
—Tiene unas nietas absolutamente maravillosas, señora Preston —le dijo
Devon—. No cambiaría nada de ellas.
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—¿Has podido descubrir algo más? —preguntó Thomas esa misma noche en el
salón de la suite de Brent. Estaban tomándose una copa mientras Jenna metía a las
niñas en la cama.
—Aparte de la identidad de Camberg, no mucho, la verdad, pero aún es pronto.
—Andrew nos dijo que ese tal Camberg es un duque inglés.
Brent asintió.
—Lo he buscado en Internet. Tiene treinta años, se licenció hace seis años
después de que su padre muriera en un accidente con su jet privado. Estudió en Eton
y en el King's College, en Oxford, donde fue famoso por organizar fiestas más que
por sus notas. El título de los Camberg se remonta a la época de la Restauración,
después de la Guerra Civil Inglesa, y poseen una enorme propiedad en las Midlands.
La madre de Charles, a diferencia de lady Kestler, también pertenece a la aristocracia
y una de sus generaciones pasadas estuvo relacionada con los Habsburgo.
—Estoy impresionado —dijo Thomas lacónicamente.
—Tiene dos hermanas —continuó Brent—, las dos más jóvenes, casadas y
viviendo en el extranjero. Una en Francia y la otra en Australia.
—¿A qué se dedica?
—Por lo que sé, no a mucho. Su padre era un buen empresario que logró
aumentar la fortuna de la familia de manera considerable, pero Charles parece
empeñado en gastarla. Tiene fama de play boy. Conduce deportivos caros y al
parecer los destroza con regularidad. Lo acusaron hace un par de años por haber
dejado a un joven lisiado tras provocar un accidente, pero se libró de los cargos
gracias a los esfuerzos del carísimo abogado que contrató. Se dice que pagó cinco
millones de libras para resolver el problema al margen de los tribunales. Le gusta
apostar a los caballos y, por lo que he leído, se ha visto involucrado en varios asuntos
turbios.
—Es una chica encantadora —comentó Jenna al salir de la habitación de las
gemelas y cerrar la puerta despacio—. ¿Qué estáis bebiendo?
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mentiroso y un estafador que podría acabar en prisión, sería más de lo que la pobre
mujer puede soportar.
—No la conozco, pero seguro que es más fuerte de lo que la gente se piensa —
comentó Jenna.
Brent y su padre se volvieron hacia ella.
—¿Puedes explicarte un poco más, querida? —le preguntó Thomas.
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—Antes has dicho que lady Kestler no sabía que Marcus era el hijo ilegítimo de
su marido. Sin embargo, creo que es bastante probable que lo haya sabido desde el
principio.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Brent.
—Tal vez me equivoque, por supuesto —Jenna dio otro sorbo de su copa
mientras los dos hombres esperaban expectantes.
—Por favor, mamá, sigue.
—Creo que lady Kestler supo desde el principio que su marido era un
mujeriego y un adúltero. Has dicho que has buscado información sobre la familia.
¿Que has encontrado?
—Los Hunter perdieron su propiedad… se llamaba Wickerbale o algo así… y la
mayor parte de su fortuna a principios del siglo XX.
—¿Y los Morningfield?
—Pertenecían a la alta burguesía. Plebeyos. Amasaron su fortuna en el siglo XIX
y compraron la propiedad, que ahora es la Mansión Morningfield, a finales de los
años veinte.
—¿Y qué sabes concretamente de Sarah Morningfield?
—Tenía un hermano mayor soltero que fue piloto en las Fuerzas Aéreas
Británicas y que murió en el bombardeo alemán de Londres. Sarah fue a Cambridge
después de la guerra. La única fotografía publicada que he encontrado de ella es la
de su boda en unas páginas de sociedad.
—Deja que adivine… ¿era… cómo decirlo… poco agraciada?
Brent se encogió de hombros.
—Bajita y regordeta, aunque la fotografía estaba veteada. Lo único que puedo
decirte es que la mujer que he conocido hoy era encantadora y elegante, pero
sinceramente, no puedo imaginarme que haya sido especialmente atractiva nunca ni
una belleza arrebatadora.
—Y en la foto de boda Nigel Hunter es alto y guapo.
—Supongo. Por lo menos, alto y con presencia imponente.
—Además de unos años más joven que ella.
—¿Adonde intentas llegar, mamá? —le preguntó, aunque creía que lo sabía.
—Creo que su matrimonio fue un matrimonio de conveniencia para que ella
pudiera entrar a formar parte de la nobleza y para que él tuviera la oportunidad de
acceder a la fortuna de los Morningfield.
Brent y su padre se miraron, enarcaron las cejas y se encogieron de hombros.
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—Supongo que tiene sentido —dijo Thomas—, pero ¿qué tiene eso que ver con
la situación actual? Ese viejo depravado lleva varios años muerto.
—Supongamos —dijo Jenna— que Nolan es el responsable del fraude, ¿cuáles
serían sus motivos?
—El dinero, por supuesto —dijo Brent—. ¿Qué otra cosa podría ser? Apolo
estaba generando entre uno y dos millones al año, por lo que tengo entendido.
—Pero la familia ya tiene mucho dinero. Lady Kestler tiene un Rolls-Royce,
vive sola en una gran casa en Londres al lado de Hyde Park con un montón de
sirvientes y también posee una casa de campo en la que, según Devon, también
tienen mucho personal de servicio.
—Sí, es rica —asintió Brent—, pero eso no es ningún secreto.
—Creo que es rica porque nunca ha cedido el control de la fortuna de los
Morningfield.
Brent se la quedó mirando y agachó la cabeza mientras decía:
—¿Estás sugiriendo que le daba una asignación a su marido y que ahora hace lo
mismo con su hijo? Eso hace que parezca demasiado manipuladora, mamá.
Pero Brent no podía desechar esa posibilidad.
—Sabemos que Nolan vive bien —siguió Jenna.
—La última vez que estuve aquí, lo visité en su piso de Londres. Tiene unos
gustos muy caros.
—Sin duda lleva ropa cara —señaló ella—. Tiene unas caballerizas y cuando
viaja vuela en primera clase, pero no tiene un trabajo fijo.
—Además es el vizconde Kestler —observó Thomas—. ¿No habría heredado
dinero además del título tras la muerte de su padre? ¿No es más probable que él esté
administrando el dinero de su madre inválida para que la mujer mantenga su alto
estilo de vida?
—A lo mejor tienes razón —respondió Jenna, aunque estaba claro que no lo
pensaba—. Sin embargo, no creo que un tipo que le pone en bandeja a su hermana a
Camberg sea la clase de hombre que se ocuparía de que su madre viviera a todo lujo.
A menos que sea un niño de mamá.
—Eso no lo creo —comentó Thomas.
—Podría ser un inversor muy astuto —pensó Brent—, pero tampoco me lo
imagino en ese papel. Devon, por otro lado, tiene un empleo como profesora y
comparte piso con una compañera. Si lady Kestler es la fuente del dinero de Nolan,
¿por qué no ha recibido Devon lo mismo?
Thomas se encogió de hombros.
—Buena pregunta.
—Por grosero que suene esto, a lo mejor debería preguntarle a Devon por el
tema del dinero. ¿Qué tenéis planeado para mañana? —les preguntó, cambiando de
tema. En ese instante no quería que pensar en Devon lo distrajera.
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Miércoles, 14 de enero
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—No pretendo ser irrespetuoso, pero ¿puedo preguntarte qué hacéis con todas
estas habitaciones? Quiero decir… ¿para qué sirven? Y, por cierto, ¿cuántas hay?
Ella se rió.
—Cuarenta y seis. Y tienes razón, la mayoría nunca se utiliza.
Le mostró dos habitaciones.
—He estado intentando convencer a mi madre de que se deshaga de todas estas
cosas y lo redecore todo —admitió Devon—, pero como apenas pisa este ala de la
casa se le olvida la poca utilidad que tiene y lo poco acogedora que es.
—Supongo que Nolan heredará la casa cuando ella fallezca.
—Dice que la venderá cuando llegue el momento.
—No lo dices muy feliz.
—Este lugar es muy costoso de mantener y seguro que hay usos mucho mejores
para la casa y la tierra que una estancia ocasional de tres personas en verano o
Navidad, pero…
—Pero es un hogar —completó la frase por ella.
Atravesaron una pequeña puerta para salir a unas escaleras que los condujeron
hasta una pequeña cocina. Olía a pan horneado, a carne asada y a especias dulces. A
Brent se le hizo la boca agua.
Una mujer corpulenta con un mandil blanco corrió a saludar a Devon con los
brazos extendidos. Las dos mujeres se fundieron en un abrazo.
—Augusta, te presento a Brent Preston. Es estadounidense y se quedará con
nosotros para el baile.
—Encantada de conocerlo, señor y bienvenido a Morningfield.
—Gussy, estamos hambrientos. Esperaba que pudieras prepararnos unos
sándwiches.
El rostro de la mujer se iluminó.
—Por supuesto, señorita. Tengo cordero y pan recién hecho, no hace ni una
hora que lo he sacado del horno.
—Gracias, Gussy.
Devon le indicó a Brent que se sentaran a una mesa de madera situada bajo una
ventana arqueada.
—Cuéntame todos los cotilleos —le dijo Devon a la cocinera, que estaba
dándole órdenes a una nerviosa mujer más joven.
—Estas últimas semanas han sido muy tranquilas, exceptuando los
preparativos para el baile, claro.
—¿Tienes una copia de la lista de invitados? —le preguntó Devon.
—Sí.
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Devon hojeó cada página, como si no estuviera buscando nada especial, aunque
Brent sabía que en esa lista sólo había un nombre en el que los dos estaban
interesados.
—Lady Ilsa —comentó Devon—. Me alegro de que este año pueda venir. El año
pasado estuvo enferma. El señor Claxton… Lord Dexter-Ridley… Oh, vaya, la
princesa Gregoria. Espero que su inglés haya mejorado… Y también viene el duque
de Camberg.
—Ha estado aquí en varias ocasiones durante los últimos meses, milady. Hace
dos días, sin ir más lejos —comentó la cocinera sin molestarse en ocultar su
desagrado.
—Supongo que habrá bebido mucho —murmuró Devon mientras seguía
mirando la lista.
La otra mujer vaciló.
—Y ha hecho que su hermano también bebiera, aunque, por supuesto, eso no es
asunto mío.
Las dos mujeres siguieron charlando sobre distintos aspectos de los
preparativos y sobre la gente apuntada en la lista. Brent escuchaba, aunque excepto
el de Camberg, ningún nombre de los que oía le decía nada.
Augusta preparó el té en una enorme tetera de cerámica mientras que la joven
ayudante colocaba una serie de platos y de condimentos sobre la mesa de madera:
tomates en rodajas y cebollas moradas, lechuga, aceitunas griegas y pepinillos,
además de mantequilla, mostaza y rábano picante. Finalmente, la cocinera sacó una
gran barra de pan blanco que partió en rebanadas con un cuchillo de sierra y una
pierna de cordero de donde cortó generosas porciones de carne.
Después del té, Devon siguió enseñándole el castillo.
—Hay un increíble espacio desaprovechado y algunas partes del edificio que
tenemos más o menos cerradas de forma permanente. Obtener permisos para alterar
las estructuras que están en el registro nacional lleva muchísimo tiempo y papeleo y
me temo que a mi madre no le apetece mucho todo ese ajetreo.
Tras media hora vagando por las habitaciones y los pasillos, entraron en un
pequeño patio aislado entre unas torres y almenas. Ahora era invierno, pero Brent
pudo imaginárselo como una explosión de colores, como el clásico jardín inglés.
—¿A que éste es tu sitio favorito?
—¿Cómo lo sabes?
—Porque en cuanto hemos entrado aquí se te ha borrado toda esa tensión de la
cara.
—No sabía que fuera tan transparente —dijo, no sin cierto tono de enfado,
como si hubiera violado su privacidad.
Brent se preguntó cuántas veces habría buscado refugio allí para alejarse de
todas las tensiones que se debían de vivir dentro de los muros de ese castillo de
cuento. «Transparente», había dicho. Quería decirle que sólo era transparente para
las personas que estaban dispuestas a tomarse un tiempo para verla como una
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persona. Sospechaba que la aristocracia que vivía en ese lugar estaba demasiado
centrada en sí misma como para fijarse en nadie más, ni siquiera en una damisela
pidiendo un poco de amor y afecto.
Sin importarle quién pudiera estar viéndolo por las ventanas que había por
encima y detrás de ellos, le tomó la mano.
—Es un lugar muy tranquilo. Puedo imaginarte acurrucada aquí… —señaló un
banco de madera flanqueado por dos árboles— leyendo a Jane Austen o a una de las
hermanas Bronte.
—A veces me asustas, Brent. Recuérdame que nunca te subestime —dijo con
una tímida sonrisa—. Venía aquí cuando mi padre no estaba de buen humor, pero él
nunca venía a buscarme después.
—O a lo mejor tenía la sensibilidad de permitir que éste fuera tu santuario.
Ella le dirigió una mirada de extrañeza.
—Nunca había pensado en eso —admitió—. No es muy probable, pero… —se
puso de puntillas y lo besó en la mejilla— gracias por darme el consuelo de que
exista esa posibilidad.
Salieron de allí por una puerta lateral situada detrás de las dos estatuas griegas
esculpidas en granito. Un camino de ladrillo los condujo hasta un bosquecillo. Al
salir de él, Brent vio unas enormes caballerizas de piedra y ladrillo. En la puerta
había un hombre de unos cincuenta años con pantalones anchos, botas, una camisa
roja de lana y un chaleco negro acolchado.
Justo el hombre que quería ver.
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14
—Allí está Brice Halpern, el jefe de las caballerizas. Lleva aquí desde que nací.
Solía esconderme a veces cuando mi padre se emborrachaba. Cuando le preguntaba
por mí, le decía que no me había visto. Siempre me he sentido muy seguro al lado de
Halpern.
El hombre mostró una amplía sonrisa al verlos aproximarse.
—Señor Preston —dijo con alegría y alargando la mano antes de que Devon
pudiera presentarlos.
—Hola, señor Halpern. Me alegro de volver a verlo. ¿Está bien? ¿Sigue
molestándole esa cadera?
El hombre se mostró claramente agradecido al ver que Brent recordaba que en
su anterior viaje le había hablado de su lesión.
—Es por el invierno, señor. En primavera me encontraré mejor.
—Veo que ya os conocéis —le dijo Devon a Brent algo disgustada por no
haberlo sabido antes.
—La otra vez que estuve aquí, el señor Halpern me fue de gran ayuda.
Claramente incómodo por ser el centro de la conversación, el hombre se dirigió
a Devon.
—¿Querrá la señorita salir a cabalgar hoy? Puedo ensillar a Afortunada y
prepararla para usted en cuestión de minutos.
—Ya es un poco tarde quizá, pero gracias. Tal vez mañana por la mañana.
—Estará preparada, milady, y encantada de volver a verla. Y para el señor he
pensado en Quillan.
Ella sonrió.
—Quillan. Sí. Una elección excelente.
—¿Qué tal está Apolo? —preguntó Brent.
—Espléndidamente, señor. ¿Le gustaría verlo?
—Sí, claro. Gracias.
Cuando el hombre se adentró en las sombras de las caballerizas, Brent y Devon
lo siguieron de la mano hasta el interior. De inmediato se vieron envueltos por la
húmeda calidez y los aromas únicos del mundo equino. Heno y grano, cuero y
linimento y el olor que desprendían los animales. Él inhaló los intensos, aunque no
desagradables, aromas mientras le sonreía y Devon le apretó la mano, como si
sintiera lo que ese lugar significaba para él.
—¿Este año tienen como semental a Apolo? —le preguntó al hombre que cojeaba
delante de ellos.
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—No, señor. El señor ha decidido que no cubra a más yeguas esta temporada.
Tal vez quiera esperar hasta que se aclare este terrible malentendido. Y es una pena,
porque es un buen caballo. Funcionó muy bien en las carreras y es padre de muchos
ganadores. Señor, ¿ha descubierto algo nuevo para resolver el problema?
—Por desgracia, no —respondió Brent—. Pero no me he dado por vencido.
Cuando llegaron a la cuadra del semental, Devon extendió la mano con los
dedos hacia abajo y dejó que el caballo la olfateara. Brice le dio un pedazo de
zanahoria que ella se puso en la mano para ofrecérsela al caballo. El animal la olfateó
brevemente antes de quitársela con calma y treinta segundos más tarde, Devon ya le
estaba acariciando el hocico.
—Es magnífico, ¿verdad? —exclamó Brent.
Apolo era un caballo castaño oscuro con la crin y la cola de color negro, y lo que
lo hacía diferente a los otros caballos, de similares características, era un mechón de
pelo rubísimo que le recorría su larga y espesa cola.
—La primera vez que vi un vídeo de él supe que era perfecto para una de
nuestras jóvenes yeguas y el potrillo, Orgullo de Leopold, lo confirmó. Estaba a punto
de ganar la Triple Corona cuando todo esto estalló.
—No tiene ningún sentido, señor —dijo Brice—. No dejo de decirme que tiene
que haber una explicación muy sencilla y lógica para lo que ha sucedido.
—Tengo la intención de seguir buscando hasta que lo descubra. ¿Sabe algo de
Neal Caruthers? —era el mozo de cuadra con el que no había podido hablar la
primera vez que había estado allí y la persona que había acompañado a Apolo cuatro
años antes durante su viaje a Estados Unidos.
—No, señor. He estado preguntando, pero nadie parece saber lo que ha sido de
él. Era un chico simpático, pero muy reservado. No se relacionaba mucho con la
gente de por aquí, pero creo que volverá a aparecer cuando necesite trabajo.
Al salir de las caballerizas, Brent extendió la mano.
—Muchas gracias por su ayuda, señor Halpern.
—Un placer, señor.
Brent y Devon quedaron allí a las nueve de la mañana siguiente, para salir a
cabalgar.
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tenía que ser fuerte. Yo era una niña y ella quería que yo sola me impusiera a ese
animal.
—¿Te pegaba?
—A veces, pero enseguida aprendí a esquivarlo.
Brent sacudió la cabeza, como si le resultara incomprensible. Su experiencia
familiar era tan diferente…
—El único que intentó protegerme fue Nolan y ahora tú quieres apartarme de él
también.
—Eso no es verdad. Si Nolan es ese hombre decente que dices que es, jamás lo
apartaría de ti. Lo sabes tan bien como yo.
—¿Por qué está pasando esto? —dijo llorando—. No entiendo qué he hecho.
—A lo mejor no es lo que has hecho tú, sino lo que ha hecho él.
Se lo quedó mirando.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé, pero si de verdad era ese buen tipo que dices que era, algo debe de
haber pasado para cambiarlo. ¿Alguna idea de qué puede ser?
Ella admitió que lo desconocía.
—A lo mejor cuando encontremos una respuesta a esa pregunta, tendremos la
respuesta a las demás.
Brent había esperado poder pasar un tiempo a solas con Devon esa noche y el
hecho de que Nolan se hubiera levantado tan bruscamente de la mesa parecía que
fuera a posibilitarlo. Pero no fue así. Ya que la mansión pertenecía a los
Morningfield, lady Kestler había hecho que la casa estuviera abierta a todos sus
parientes… para desagrado del padre de Devon. Ese detalle servía para reforzar la
teoría de Jenna según la cual la mujer tenía gran parte del control de las propiedades
de los Kestler y no era una simple beneficiaría.
Por ello, unos minutos después de que Nolan se hubiera levantado de la mesa y
antes de que Devon y Brent hubieran abandonado el comedor, Perkins anunció la
llegada de sir Baldric.
Una sonrisa atravesó el rostro de Devon.
—Vamos —dijo levantándose de la mesa—. Baldy te caerá muy bien.
En el vestíbulo, y rodeado de maletas y arcones, un caballero alto y delgado se
estaba quitando unos guantes, que salieron volando en dos direcciones distintas
cuando vio a Devon y extendió los brazos para abrazarla.
—¡Cuánto me alegro de que estés aquí! —gritó ella.
—Hortense tiene ganas de pelea, así que he pensado que lo mejor era salir
corriendo. Tú debes de ser el estadounidense —dijo el recién llegado a la vez que le
tendía la mano—. Sarán me ha dicho que estabas aquí.
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15
Jueves, 15 de enero
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respiraciones entrecortadas, pero la tormenta que se había desatado entre los dos aún
bramaba insaciable.
Devon conectó el sistema de seguridad de la casa, y también el de su corazón,
antes de salir a la calle. Si nunca volvían, si él se iba para no regresar más, el delicioso
momento que habían compartido allí se quedaría con ella para siempre.
Durante el resto del día, a Brent le pareció que la vida había adoptado una
cualidad algo surrealista.
El tiempo que habían pasado en la cabaña del bosque había sido mágico. Estar
con Devon le excitaba, lo hacía sentirse vivo otra vez como hombre, y sin embargo,
no podía dejar de castigarse por haber tenido esa experiencia. Marti y él habían
estado casados diez años. Nunca le había sido infiel y nunca había querido serlo. Ella
lo había sido todo para él y no se había sentido atraído por ninguna mujer desde su
muerte… hasta que Devon apareció. Ahora no dejaba de preguntarse si haber hecho
el amor con ella suponía que le había sido infiel a Marti.
Lo que era seguro era que no le era infiel a su memoria. Marti ocupaba un
hueco especial en su mundo, era su compañera en cuerpo, mente y alma. Era la
madre de sus hijas y nada de eso cambiaría nunca. Pero, por muy vividos y felices
que pudieran ser los recuerdos que tenía de ella, Brent no podía ignorar el hecho de
que Marti se había marchado de su vida dejándolo incompleto.
Hasta que encontró a Devon. Ella llenaba ese vacío, aunque no podía
reemplazar a Marti, simplemente porque no era otra Marti. Era Devon, una persona
única y maravillosa. Brent por fin entendía que el corazón humano no marcaba
restricciones, no ponía límites a la capacidad de amar.
Y ese descubrimiento lo liberó porque significaba que podía seguir adelante sin
sentirse culpable, sin tener remordimientos. Marti había sido parte de su vida, una
que siempre recordaría y amaría. Devon era un nuevo capítulo aún por escribir.
Durante el almuerzo, Baldy les obsequió con relatos de sus aventuras en lugares
tan dispares como las junglas de África y las ciudades de Chicago y Buenos Aires.
Nolan apareció cuando ya estaban finalizando la comida, con gesto taciturno y los
claros efectos de una noche marcada por el exceso de alcohol.
Llegaron más invitados para ir instalándose con motivo del baile que se
celebraría el fin de semana y todos quisieron saberlo todo sobre Brent, Kentucky y las
carreras de caballos en Estados Unidos. Si alguno sabía lo del asunto de la
prohibición impuesta a los purasangre del rancho Quest, fueron lo suficientemente
discretos como para no preguntarle ni hacer alusión al respecto.
Tras el almuerzo, Brent llamó a sus padres para saber dónde estaban y cómo se
encontraban las niñas, y a juzgar por los ruidos que se oían de fondo, lo estaban
pasando muy bien.
Ya por la tarde, lady Kestler llegó en su Rolls-Royce seguida de otro coche con
su equipaje.
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Poco después del fallo de los ordenadores tras el cual se habían vuelto a exigir
las pruebas de ADN, Ingliss había dimitido y al parecer se había marchado a Rusia
para casarse. Sin embargo, eso había resultado ser un engaño y Brent había logrado
seguirle la pista hasta Nueva York e incluso Florida. También había descubierto su
nombre en la lista de pasajeros de un vuelo a las Islas Caimán. Dudaba seriamente
que ese hombre estuviera allí por sus playas de arena blanca, pero cada vez que se
acercaba a él, el tipo desaparecía. Acabó convencido de que Ross Ingliss estaba
íntimamente relacionado con el fraude, aunque desconocía el porqué.
Ahora Ingliss estaba muerto y era seguro que lo habían asesinado.
—¿Sigues ahí, hijo?
—Sólo estaba pensando, papá.
Otra pausa.
—Tal vez la policía descubra quién lo ha hecho.
—Tal vez —aunque Brent no estaba tan seguro de que fuera a ser así.
Quienquiera que estuviera tras el fraude se estaba cubriendo muy bien las espaldas.
Brent quiso hablar con las niñas, pero ellas prefirieron hablar con Devon. Sin
embargo, finalmente accedieron a contarle los lugares que habían visitado con los
abuelos mientras que él buscaba a la joven. La encontró en la inmensa sala de
banquetes, le entregó el teléfono y escuchó la conversación en la que sus hijas le
contaban todas las cosas que, por supuesto, ya le habían contado a él. Tras
despedirse de las gemelas con un beso, le pasó el teléfono a Brent, pero las niñas ya
habían colgado.
—Parece que se lo están pasando muy bien —le dijo ella, mientras se alejaba
con un sirviente que quería consultarle algo.
Al verla desaparecer entre cajas y adornos, Brent vio lo irónico de la situación:
allí estaba él, en un castillo preparándose para asistir a un baile y preguntándose si
uno de los invitados, o incluso el anfitrión, sería un asesino.
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16
Sábado, 17 de enero
El salón de baile resplandecía, tanto por las joyas que lucían las mujeres como
por los miles de prismas de cristal de las tres lámparas de araña. Una orquesta tocaba
lo que a Brent le recordaba a «música de ascensor». Había mesas alineadas junto a
una pared ocupada por altos ventanales y al otro lado de la pista de baile, enfrente de
la pared cubierta de tapices, los sirvientes no cesaban de reponer el enorme bufé
dominado por una gran escultura de hielo de un arquero.
Sobre una plataforma elevada, se encontraba lady Kestler en su silla de ruedas
con un vestido de seda y encaje color lavanda, una gargantilla de perlas y una tiara
de diamantes que coronaba su cabeza.
Detrás de ella, Devon iba recibiendo a los invitados ataviada con un vestido
largo de satén que se ajustaba perfectamente a sus curvas. Sobre su atractivo escote
pendía una aguamarina unida a una cadena de oro. Brent estaba cautivado por su
belleza y elegancia y sintió la apremiante necesidad de correr hasta ella y cubrirla
para ocultarla de las miradas de otros hombres.
A su derecha se encontraba su hermano, vestido con un uniforme con galones y
trabillas.
—Está preciosa, ¿verdad?
Brent se giró hacia una mujer de mediana edad ligeramente obesa.
—Soy Rebecca Allingford —extendió la mano de un modo que decía que
esperaba que se la estrechara, no que se la besara.
—Brent Preston.
—El estadounidense. Sí. He oído hablar de usted.
—Supongo que destaco rodeado de toda esta gente.
Ella se rió con unas carcajadas marcadas tal vez por el whisky y el tabaco.
—Rodeado de esta gente, todo el mundo destaca. Ahí está la cuestión. Quítales
las ropas caras y todos somos normalitos e incluso feos.
—Excepto usted.
—No busco cumplidos, señor Preston. Simplemente me gusta hablar con la
gente, al menos hasta que la conozco demasiado bien como para que deje de
gustarme.
—Pero ¿no es en ese punto cuando la cosa se pone interesante?
Ella ladeó la cabeza, lo miró y soltó una carcajada que hizo que varias personas
se giraran para mirarlos.
—Una observación muy astuta. Me gusta, señor Preston.
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Un camarero pasó por su lado ofreciendo bebidas. Brent se decidió por una
copa de vino.
—¿No le gusta el whisky? —le preguntó la mujer con su copa de champán en la
mano.
—Soy hombre de bourbon.
—Yo prefiero el de malta y lo que echo en falta es que le pongan mucho hielo —
y ante la mirada de sorpresa de Brent, añadió—: Soy de Nashville. Allí era Becky
Brixby, hasta que conocí a Clive.
En ese instante, Brent reconoció el nombre. Sir Clive Allingford había sido
comandante de las tropas en Afganistán.
—Perdóneme por no haberla reconocido, lady Allingford. Mis condolencias por
la pérdida de su esposo.
—Gracias, pero ni tú ni yo tenemos que preocuparnos por los títulos. Con
Becky bastará.
Sí. Definitivamente, le cayó bien esa mujer.
—Tengo entendido que estás investigando algo sobre un escándalo en las
carreras de caballos.
Él enarcó una ceja.
—Por aquí no hay muchos secretos. No es que sea una cotilla, pero resulta que
nací en un criadero de caballos en Tennessee. Aunque no era tan grande como el
rancho Quest, eso seguro. He oído lo de este problema que están teniendo algunas
personas con los supuestos hijos de Apolo y lo del envenenamiento del semental de
lord Rochester en Dubai. Qué barbaridad. Así que, si hay algo que pueda hacer por
ti, estoy a tu disposición.
—A lo mejor podríamos encontrar un lugar más tranquilo donde poder hablar.
—Es la mejor proposición que me han hecho en toda la noche. Aunque lo cierto
es que también es la única. Vamos. Conozco un lugar.
—¿Que demonios está haciendo aquí? —le preguntó Charles a Nolan en voz
baja.
—Mi madre lo ha invitado.
—Pues deberías haber retirado la invitación.
—¿Y que le habría dicho a mi madre?
—¿Y a mí qué me importa lo que tú le digas a tu madre? Quiero que se vaya.
—Está hospedado aquí. Serán sólo un día o dos como mucho y después volverá
a Estados Unidos.
—Parece que no lo entiendes, Kestler. Quiero que se vaya esta noche. Ahora.
Frustrado por la intransigencia del hombre y sintiéndose impotente ante ella,
Nolan se alejó consciente de la mirada que lo estaba apuñalando por la espalda.
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Aunque eso también le daba cierta satisfacción. Charles sabía muy bien que no
era del agrado de su madre por un comentario que había hecho años atrás sobre sus
orígenes humildes. Si montaba una escena, Sarah Morningfield Hunter, lady Kestler,
no dudaría en hacer que lo sacaran de allí y que se le prohibiera la entrada en esa
casa para siempre.
En ese momento, la gran pregunta que ocupaba la mente de Nolan era cuánto
más se alargaría esa situación.
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—No quiero discutir contigo, Devon —le susurró al oído—. Estoy de tu parte.
Quiero saber la verdad y creo que tú también. No discutamos sobre algo que no
sabemos y vamos a centrarnos en lo que tenemos.
Le dio una vuelta.
—Por ejemplo, sé que me encanta tenerte en mis brazos. Sé que me embriaga el
aroma de tu piel y el brillo que veo en tus ojos cuando hacemos el amor.
Y mientras se escuchaban las últimas notas de la canción, la besó. Ella quiso
resistirse, pero… ¿cómo hacerlo cuando se sentía tan bien? Se separaron justo cuando
la música se detuvo y, sin duda, el aplauso que estalló entre los asistentes fue
dirigido a ellos más que a los músicos.
—¿Tienes sed? —le preguntó Brent, cuando empezó a sonar la siguiente
canción.
—Y nervios. No estoy segura de que esto haya sido muy inteligente, Brent.
—¿Acaso no te has divertido?
—Claro que sí… Tal vez demasiado.
Él se rió.
—Nunca hay suficiente diversión, al igual que yo nunca tengo suficiente de ti.
—Estamos en una sala llena de gente.
—Apuesto a que podemos encontrar una que no lo esté —se inclinó y le susurró
al oído—: Donde podamos estar solos y pueda acariciar todas las partes de tu cuerpo
y saborear…
Ella se rió.
—Eres incorregible. No es ni el lugar ni el momento.
Según avanzaban hacia la mesa de las bebidas, iban saludando a la gente.
Devon le tiró de la mano.
—Ahí está —murmuró.
—No te preocupes. Champán y vino —le dijo al camarero.
—Sí, señor.
—Usted es Preston —dijo una profunda voz masculina que atemorizó a Devon.
Brent se volvió hacia él.
—Sí, pero creo que no nos conocemos —le respondió con un tono muy
agradable.
—Charles Robinett.
—Ah, Camberg. Sí, he oído hablar de usted —Brent sabía que emplear ese
nombre sin pronunciar el título delante era inapropiado hasta el punto de resultar
maleducado.
Nolan se situó a la derecha de Brent.
—¿Te apetece bailar, hermanita?
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17
Devon estaba temblando cuando se sentaron a la mesa que había quedado libre
sólo unos segundos antes.
Saludó distraídamente a un invitado y, consciente de que la gente estaba
mirándola, mantuvo la sonrisa pegada en su cara y miró a Brent cuando le puso su
bebida delante.
—Lo has hecho muy bien —le dijo él al alzar la copa para brindar.
—Lo único que he hecho ha sido decir «no».
—Ésa es una palabra que no siempre es fácil de pronunciar.
—¿Por qué lo estás provocando? Prácticamente lo has desafiado a un duelo.
—¿Eso se hace todavía en este país?
—Deja de bromear, maldita sea. Estás empeorándolo todo.
Él le ofreció una sonrisa de consuelo y su calidez la ayudó, pero no fue
suficiente porque Devon quería que la rodeara con sus brazos, quería que los dos
estuvieran en otro lugar, preferiblemente en la cabaña del guardes.
—Devon, sabes que no haría nada que pudiera hacerte daño. Nunca.
—Lo sé, pero…
—Cielo, relájate. Sé lo que hago. Por favor, confía en mí. Sí, lo he provocado a
que me amenace, pero lo he hecho ante un gran grupo de gente. Ahora puede elegir
entre seguir adelante, con lo que estará quebrantando la ley…
—Es Charles Robinett, el duque de Camberg. ¿Acaso no lo entiendes? Eso no le
importa.
—No, Devon, eres tú la que no lo entiende. ¿Recuerdas cuando te dije que yo
nunca me rindo? Tu aristócrata es un cobarde y también está sujeto a la ley. Si me
golpea, lo haré responsable. Si no lo hace, se desprestigiará. De una forma u otra, yo
gano.
—No lo entiendes, ¿verdad?
Brent le puso un dedo bajo la barbilla y la besó.
—Entiendo que estoy locamente enamorado de ti —y la besó.
Ella se quedó sorprendida al oír esas palabras, nadie se las había dicho antes. El
corazón le dio un vuelco y esa sensación perduró cuando él apartó sus labios.
—¿Bailamos? —le preguntó bajo la mirada y la sonrisa de varias personas.
Eran casi las tres de la madrugada cuando salieron del salón de baile y Brent
acompañó a Devon a su dormitorio. Ella lo invitó a pasar, pero él declinó la
invitación. Con la mansión llena de invitados, había demasiados ojos puestos en ellos
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los dos, pero por supuesto, los cobardes siempre enviaban a alguien. Había sido
estúpido al no pensar en la posibilidad de que contrataran a unos matones.
Dos contra uno, pero su situación no era tan mala; hacía años que no practicaba
kickboxing, pero había cosas que nunca se olvidaban y que simplemente surgían
cuando las circunstancias lo requerían. No obstante, cuando alzó su pie derecho y lo
llevó contra el codo de uno de los oponentes, supo que al día siguiente sus músculos
protestarían por tanto esfuerzo.
Un nudillo le golpeó un ojo a la vez que él llevaba su puño contra la nariz del
otro extraño. El crujido que se oyó fue inconfundible y el hombre cayó al suelo.
—Vámonos.
En cuestión de segundos, los dos hombres ya estaban corriendo en distintas
direcciones. Brent pensó en ir tras ellos, pero conocían mejor la zona y le sacaban
ventaja. Habría estado muy bien presentarse con uno de los dos ante la policía, pero
dudaba que fueran a revelar el nombre de la persona que los había contratado.
Sabía quién era el responsable, al igual que lo sabrían todos cuando lo vieran
aparecer en el desayuno con un ojo morado. No pudo evitar reírse. Camberg, ese
idiota cobarde, debería haber esperado un día más, cuando ya no quedara ningún
invitado por allí.
Sí, al día siguiente le dolería todo y tendría un aspecto terrible, pero eso no
importaba. Le consolaba saber que lo había provocado y que ya no había duda de
quién era el enemigo. Era más fácil atacar al objetivo cuando podías identificarlo.
Mientras se curaba en el baño de la suite, pensó en lo que había sucedido.
¿Estaba relacionado con Apolo? Había muerto gente para guardar ese secreto y él, sin
embargo, no tenía más que unas cuantas magulladuras. Por supuesto, un asesinato
en la mansión sería un escándalo de importantes proporciones que no beneficiaría a
Nolan Hunter, el vizconde Kestler; de ahí que el ataque hubiera sido limitado.
Tal vez lo sucedido no había sido más que la venganza de un hombre celoso.
Pero había otro detalle. El sirviente que había ido a llamarlo había hablado del
«señor» y con ello se había referido a Nolan, no a Charles. ¿O acaso los dos se habían
puesto de acuerdo para perpetrar el ataque? De ser así, eso significaba que ahora
tenía dos enemigos con los que lidiar.
Más tarde, tendido en la cama, Brent recordó el tatuaje de la muñeca de uno de
los asaltantes. Se sentó en la cama. ¿No tenía el hombre que había atacado a su
hermana tras un torneo un tatuaje similar? A lo mejor ese ataque no tenía nada que
ver con el duque y sus celos. A lo mejor Nolan simplemente había aprovechado la
situación para advertir a Brent.
—Buen intento —murmuró para sí—. Pero no te va a funcionar.
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Domingo, 18 de enero
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—Hago lo que puedo —respondió con una sonrisa. ¿Qué más le daba el dolor?
Ver ese brillo en sus ojos marrón chocolate bien valía la pena.
Baldy entró en el comedor, miró a su alrededor, los vio y fue hacia ellos.
—Buenos días… —se detuvo al ver el estado de la cara de Brent—. Vaya, veo
que ha tenido un encuentro con su Excelencia. Seguro que él tiene peor aspecto.
—Envió a sus matones —dijo Devon aún furiosa—. A dos.
—Vaya, pero de todos modos, usted está aquí mostrando su cara magullada y
él no, así que usted gana —le tendió la mano—. Ha sido un placer conocerlo, señor
Preston. Espero que volvamos a vernos. Ahora debo marcharme —le dio un abrazo a
Devon—. Cuida bien de él, querida. Parece un hombre de los que merecen la pena.
Sir Baldric se giró y se marchó.
Brent y Devon tomaron un desayuno que duplicaba lo que él normalmente
comía en casa: lonchas de beicon, huevos revueltos, arenque ahumado, tomates
asados, rebanadas de pan tostado con mantequilla y mermelada y dos tazas grandes
de café con leche.
—Te duele mucho —le dijo Devon cuando se estremeció al levantarse de la
silla.
—Qué va, es sólo que anoche flexioné unos músculos que hacía mucho tiempo
que no utilizaba. Pero moverme un poco me ayudará.
Y, en efecto, para cuando llegaron paseando a las caballerizas, el dolor ya se
había calmado un poco.
—Parece que se haya chocado contra una puerta —le dijo Brice Halpern al
verlo.
—Pues debería haber visto cómo ha quedado la puerta.
—Me he enterado del problema que tuvo anoche.
—¿Sabes quién lo hizo, Halpern? —le preguntó Devon.
—No he oído nada, milady, pero si me entero de algo, se lo diré enseguida. En
unos minutos tendrán los caballos preparados y ensillados.
Le hizo una señal al nervioso chico que esperaba a un lado.
—Chester, prepara a Afortunada para la señora.
—Ahora mismo, jefe. Ya está cepillada, sólo falta la silla —y fue hacia las
caballerizas.
—¿Le importaría ir con él, milady, y decirle qué silla prefiere?
A Brent le pareció una pregunta extraña, pero Devon hizo caso y acompañó al
joven.
Halpern chasqueó con los dedos para avisar a otro chico y decirle que les
llevara a Quillan. Cuando los dos se quedaron solos, el hombre le dijo a Brent:
—Esperaba poder hablar con usted en privado, señor, si no le importa.
—Por supuesto, señor Halpern. ¿Ha sucedido algo?
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los distingue sin problema. Bueno, el caso es que le he dicho que mantenga la boca
cerrada.
Un mozo salió de las caballerizas tirando de Quillan. Brice tomó las riendas y le
dio las gracias al joven.
—No sé si le he ayudado, señor, pero he pensado que le gustaría saberlo o
incluso comprobarlo por usted mismo.
—Tiene razón. Lo haré. ¿Puede decirme exactamente el lugar donde vio al
caballo?
—En la granja Lynch. Me he tomado la libertad de anotarle el nombre —se
metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó un pedazo de papel—. En la aldea de
Dinston Heath. Es demasiado pequeña como para salir en algunos mapas, no son
más que unas cuantas casas, según me han dicho. Pero si sigue las indicaciones que
le he anotado, llegará sin problemas. Ahora ya es un poco tarde y más con la lluvia
que se avecina, pero si parte mañana temprano, no tendrá ningún problema.
—Gracias, señor Halpern. Le agradezco mucho lo que está haciendo.
—Tenga cuidado con las puertas, señor —le dijo con una sonrisa justo cuando
Devon salió de las caballerizas acompañada de Afortunada.
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Lunes, 18 de enero
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—¿Quién te lo ha dicho?
—Eso no importa y ni si quiera sé si la información es de fiar.
Devon se preguntó por qué le estaría ocultando esa respuesta. Para proteger a
la fuente, por supuesto, pero ¿por qué creía que tenía que proteger a esa persona de
ella?
—Y esa persona, sea quien sea, ¿por qué no decidió decírselo a la policía en
lugar de a ti?
—Porque soy yo el que busca un caballo que se parezca a Apolo.
—Parece que has hecho muchos amigos por aquí en muy poco tiempo.
—Eso es algo propio entre nosotros, los plebeyos.
¿Ese comentario pretendía ser un insulto? A Devon no le gustaba que se
diferenciara entre «nosotros» y «ellos» porque ella tampoco le daba importancia a los
títulos. Había roto esa barrera con sus compañeras de trabajo en el colegio, pero
nunca había logrado hacerlo en Morningfield. Allí todos la llamaban «milady» o al
menos «señorita», pero nunca «Devon». Al principio pensó que era por su padre, que
habría despedido inmediatamente a cualquier empleado que se hubiera atrevido a
mostrar algún signo de confianza hacia ella. Pero incluso después de que él muriera,
el servicio no había bajado la guardia del todo. Le llevó un tiempo darse cuenta de
que todo era culpa de su madre, la plebeya que había aprendido muy bien a darse
aires de grandeza.
—¿Y qué pasa si encontramos a ese doble?
—Que después tenemos que descubrir quién es el dueño. Un trabajo de
investigación habitual.
—Elemental —ella alzó la barbilla y dijo con altanería—: Puedes llamarme
Watson.
—Bueno, se me ocurren otras cosas que me gustaría llamarte, cielo.
Tres horas más tarde se detuvieron en un pub a las afueras de Wareham, junto a
las ruinas del Castillo de Corfe, para comer algo y pedir indicaciones hasta Dinston
Heath.
El dueño, un hombre amable con una cara colorada y una gran barriga, les
confirmó que iban por la carretera correcta.
—¿Por casualidad no conocerá una granja propiedad del señor Lynch? —
preguntó Brent.
—Es un buen hombre, John. Irlandés. De Belfast. Mavis y él la compraron hace
unos treinta años.
Tras una empanada, una ensalada y media pinta de cerveza, volvieron a
ponerse en marcha y veinte minutos más tarde se vieron rodeados de pastos
delimitados por vallas.
—¡Para! —gritó Brent y antes de que Devon tuviera tiempo de preguntarle qué
había visto, ya había abierto la puerta y estaba bajando del coche.
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-¿Qué…?
—Mira.
—Es… igual que…
Una sonrisa de satisfacción cruzó el rostro de Brent.
—Apolo.
—Tienes razón —Devon no podía creer lo que estaba viendo—. Es
completamente igual.
Se quedaron unos cinco minutos observando al caballo.
—Vamos a hablar con el señor Lynch —dijo finalmente Brent.
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verificar quiénes son los padres del potro en concreto mediante una prueba de ADN,
pero no la raza.
El hombre asintió.
—¿Estaría dispuesto a que le sacáramos una muestra de sangre a Luz de Texas?
Le pagaré, por supuesto, y también por las molestias. Preferiríamos que la muestra
llevara la firma de un veterinario titulado, el suyo, si es posible. Y también necesitaré
una declaración jurada firmada por él y que usted certifique la muestra que
mandaremos a la Jockey Association.
—Puede que Simón esté libre hoy. ¿Lo llamo? —le preguntó Mavis a su esposo.
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20
Dos horas después todo estaba hecho. El doctor Simón Davis, el veterinario de
Lynch, había extraído dos muestras de sangre. Debidamente etiquetadas y
embaladas, una fue enviada por correo urgente a un laboratorio equino de Londres y
la otra por correo internacional prioritario a la Jockey Association. Además, se había
adjuntado un detallado informe de cómo el señor Lynch le había comprado el caballo
llamado Luz de Texas a una mujer que respondía al nombre de Muriel Fairbrown, que
a su vez se lo había comprado a un hombre llamado Nolan Kestler. Los contratos de
venta no incluían informes del pedigrí que indicaran que o bien el caballo o uno de
sus padres eran purasangre, lo cual dejaba al caballo, que tenía todas las
características propias de la raza, sin poder ser registrado.
Para cuando llegó la hora de marcharse, ya había oscurecido y se esperaba una
fuerte tormenta que haría muy desagradable el camino de vuelta a Cambridge.
Mavis Lynch les recomendó un hostal en Wareham con vistas al castillo iluminado
donde podían pasar la noche.
El hostal de estilo Tudor resultó ser tan encantador y pintoresco como había
dicho la mujer de Lynch. Les dieron una habitación muy agradable, con los techos
bajos y una inmensa cama.
—Entiendo alguna que otra cosa de lo que ha sucedido —le dijo Devon a Brent
mientras tomaban una cerveza—, pero ¿puedes ponérmelo todo en contexto?
Durante la noche anterior, Brent había estado debatiendo consigo mismo sobre
si hablarle de la conversación que había mantenido con Brice Halpern y encontró
varias razones para no hacerlo.
Una era Nolan. Por muy enfadada y decepcionada que estuviera con él, era su
hermano y podía avisarlo de que él estaba a punto de destapar toda la trama. Y
después estaba Halpern. Si Brent le hubiera hablado a Devon de la nueva prueba que
tenía, habría dado por hecho que la fuente era el mozo de cuadras, y eso delataba al
buen hombre que la había protegido en el pasado.
Por otro lado, no decírselo a ella también era una forma de protegerla. Si
aquello acababa tal y como esperaba, Devon podría decir con toda sinceridad que
desconocía la fuente o hasta dónde llegaba la información de que él disponía. Y esa
inocencia por su parte sería crucial para cerrar la brecha que se había abierto entre su
hermano y ella.
Lo que a Brent le molestaba era que Devon interpretara el hecho de que le
guardara secretos como una señal de que no confiaba en ella.
Pero no era así. Aunque se conocían desde hacía muy poco tiempo, ya se había
enamorado de ella. ¿O acaso era el placer que había encontrado en su cuerpo
después de años de hambruna sexual lo que le había nublado la mente?
Devon había desempeñado como toda una profesional el papel de
investigadora; ni siquiera se había inmutado cuando había salido a relucir el nombre
de Nolan Kestler, a pesar de que ese descubrimiento resultaba desastroso para su
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Ya en la habitación, Devon terminó de sacar de la bolsa la poca ropa que se
había llevado. Se había quedado sorprendida cuando esa mañana Brent le había
dicho que quería ir a visitar esa pequeña aldea. Cuando le había preguntado por qué,
él se había mostrado evasivo con los detalles.
¿Dónde y cuándo habría conseguido esa información que lo había conducido
hasta ese pequeño lugar? La mañana anterior habían sido inseparables desde el
momento del desayuno. Inseparables en un sentido muy literal. Recordar cómo
habían hecho el amor aún le despertaba un agradable calor por dentro y la hacía
sonrojarse… Estando al lado de Brent parecía que el placer no tenía límites.
Por otro lado, todo indicaba que había estado ocultándole información y eso
significaba una cosa: que no confiaba en ella. ¿Acaso pensaba que tenía algo que ver
con el fraude de los caballos? ¿O simplemente temía que ella fuera a contarle a su
hermano que el estadounidense estaba estrechando el cerco?
Había dejado la bolsa junto a un extremo de la cama, cuando alguien llamó a la
puerta. ¿Se habría olvidado Brent de la llave?
Sonriendo, abrió la puerta y se quedó sin palabras.
—Pareces contenta de verme, querida. Qué bien —dijo Charles con una sonrisa
que la hizo estremecer. Sin esperar a que lo invitara a pasar, entró y cerró la puerta
bruscamente.
Asustada, Devon fue retrocediendo hasta que cayó sentada sobre la cama. El
miedo le impidió gritar o emitir sonido alguno durante los primeros segundos.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó al fin.
—Pobre e inocente Devon. Ésta es una de las cosas que te hacen tan atractiva,
esa dulce inocencia que tienes. Aunque en realidad no eres tan inocente, ¿verdad?
Pero no pasa nada. Puedo enseñarte.
—Márchate. El señor Preston vendrá…
—Tu amigo está ocupado intentando hablar por teléfono y le llevará un rato.
Mientras, nosotros tenemos que hablar.
—No tenemos nada que decirnos. He dicho que te vayas.
—Será mejor que me escuches, querida. Sé que habéis encontrado a Luz de
Texas, el caballo que tu hermano vendió al darse cuenta de que se había acabado el
juego. Habría sido mejor para todos que hubiera sacrificado al caballo. Ahora, gracias
a ti y a ese yanqui entrometido él irá a la cárcel. Aunque así debería ser porque,
después de todo, tu hermano ha robado mucho dinero, ¿verdad? Ahora la única
pregunta es si tu madre también acabará en prisión.
—¿Mi madre? —Devon se levantó.
—Sabía que eso iba a interesarte —dijo él, entre carcajadas.
—¿De qué estás hablando? Mi madre no tiene nada que ver con esto.
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Devon se dejó caer sobre la cama. La grabación no terminaba ahí, pero sólo
escuchó algunos fragmentos mientras se cubría la cara con las manos, horrorizada.
Eso no podía estar pasando.
—¿Qué quieres? —le preguntó a Charles.
—Creo que lo sabes. No puedo seguir protegiendo a tu hermano, pero sí que
puedo ocultar la implicación de tu madre en delitos como el fraude y el asesinato
ante la policía y los medios de comunicación. Al menos la mujer podrá vivir sus
últimos días como la vizcondesa Kestler, y mientras tú, querida, serás la duquesa de
Camberg. Me parece una buena oferta.
—Estás loco.
Él se rió.
—Vete ahora mismo. No quiero que pases una noche más con él. Ha arruinado
tu vida y la de tu familia, Devon. No sé por qué querrías quedarte con él. No tiene
nada que ofrecerte y yo lo tengo todo. Si quieres que tu apellido no quede por los
suelos, harás lo que te digo. Ya verás como te gustará que te llamen «duquesa». Te lo
prometo.
—¡Sal de aquí! —le gritó ella con la voz entrecortada por las lágrimas.
—Sí, ya me marcho —le respondió con indiferencia—, pero espero verte en la
calle, sola, en los próximos veinte minutos.
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—¿Qué está pasando? —se acercó y vio su rostro surcado por las lágrimas.
Nunca antes la había visto en ese estado.
—Me voy.
—Devon…
—Lamento haberte conocido. Has arruinado mi vida y la de mi hermano y mi
madre.
—Devon, por favor, cálmate. Sabes que lo que estás diciendo no es justo. Si
alguien es culpable de algo, ése es Nolan.
—Claro, tú échale la culpa de todo.
Le puso una mano en el hombro, pero ella se apartó con una brusquedad y una
violencia extremas.
—Devon, cálmate. Por favor. Sé que esto es difícil…
—¿Difícil? A mi hermano lo van a acusar de un delito de fraude y Dios sabe de
qué más. Puede que mi madre muera por el impacto y la humillación y yo seré mal
vista entre la sociedad. ¿Puede ser peor?
Agarró su abrigo y fue hacia la puerta. Él se interpuso en su camino y la miró.
—¿A qué viene esto de repente?
—Apártate de mi camino, Brent.
Se quedaron mirándose durante unos segundos. Él odiaba el dolor que estaba
viendo en sus ojos, ese mismo dolor que él había provocado.
—Te quiero, Devon. ¿Acaso no lo sabes?
Pero esas palabras no hicieron otra cosa que enfurecerla más todavía. Volvió a
intentar calmarla.
—¡No! Quítame las manos de encima.
Brent cerró los ojos, abrió la puerta y allí se quedó mientras ella corría por las
escaleras.
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Al instante fue tras ella, pero sólo logró verla alejándose por la carretera.
Allí estaba, sin medio de locomoción y con la mayoría de su ropa en la Mansión
Morningfield, pero nada de eso importaba porque lo único importante era que
Devon lo había abandonado. Mientras subía las escaleras hacia el dormitorio, se
preguntaba qué había hecho mal y cómo se sentiría él si de pronto hubiera
descubierto que sus hermanos eran unos criminales. Sólo la idea lo hizo temblar.
Pasó una hora hasta que por fin pudo contactar con Andrew.
—Lo he encontrado.
—¿A quién? —preguntó Andrew.
El grito procedente desde el otro lado de la línea cuando le explicó lo sucedido
le hizo tener que apartarse el teléfono de la oreja.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo —respondió intentando sumarse a la alegría de su hermano, pero
lo cierto era que sin Devon cualquier muestra de felicidad sería falsa—. Hace unas
cinco horas hemos enviado una muestra de sangre a la Jockey Association. Te
agradecería que los avises de que la recibirán mañana y que le den prioridad.
—Eso está hecho. Bueno, venga, dame todos los detalles.
Tras veinte minutos de conversación, Andrew le preguntó si ya había hablado
con sus padres.
—Aún no he podido contactar con ellos.
—Están en una zona con poca cobertura, pero tengo un número fijo donde
puedes localizarlos. Espera un minuto… Aquí está. Toma nota.
Y unos minutos más tarde, cuando Brent estaba a punto de colgar, su hermano
le dijo:
—Bien hecho, Brent. ¿Cómo se lo ha tomado Devon? A papá y a mamá les ha
gustado mucho y dicen que es guapísima.
—Se ha ido, convencida de que le he arruinado la vida.
—Si le importas tanto como creen papá y mamá, volverá. Dale tiempo para
calmarse y asimilarlo. Pobrecilla. Habrá sido un día muy duro para ella.
—Me gustaría retorcerle el cuello a su hermano —respondió Brent.
Tras despedirse de Andrew, llamó al número de la habitación de sus padres en
un lugar de la zona norte de Inglaterra.
—He encontrado al doble de Apolo —le dijo a su padre.
Pasaron otros veinte minutos mientras repetía la historia sobre cómo había
encontrado a Luz de Texas.
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—¿Y cómo lo está llevando Devon? —le preguntó su madre. Había estado
escuchando la conversación por la otra línea.
Les contó que se había marchado.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Por la mañana tomaré el tren hasta Londres y me aseguraré de que el
laboratorio ha recibido la muestra. Andrew va a pedirle a la Jockey Association que
le den prioridad a la muestra que les hemos enviado también a ellos. En cuanto
tengamos los resultados de la prueba de ADN, si son positivos, el siguiente paso será
llamar a la policía y denunciar a Nolan.
—Mañana nos vemos en Londres —dijo Thomas—. No sé a qué hora, pero
probablemente por la tarde. Esperaremos unos días hasta tener los resultados y
después hablaré con un abogado para que nos asesore antes de ponernos en contacto
con las autoridades. Quiero que hagamos esto bien.
—Estoy de acuerdo.
—Has hecho un buen trabajo, hijo. Siento que las cosas no hayan funcionado
con Devon, pero me siento orgulloso de ti por cómo has llevado todo esto.
La alabanza de su padre debería haberle consolado, pero lo único en lo que
podía pensar era en el rostro lleno de lágrimas de Devon y en la tristeza reflejada en
esos ojos color chocolate.
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Viernes, 23 de enero
Brent voló de vuelta a Kentucky con sus padres y sus hijas y fue recibido en el
rancho Quest como un auténtico héroe.
Su abuelo, Hugh Preston, lo recibió con lágrimas en los ojos y le dio las gracias
por haber salvado el apellido y el honor de la familia. Fue una demostración de
sentimientos nada usual en el octogenario fundador de la dinastía Quest y un gesto
que conmovió profundamente a Brent.
Diez días después, la Jockey Association levantó la prohibición impuesta sobre
el rancho Quest y en cuestión de horas, los propietarios comenzaron a llevar de
vuelta a sus caballos para ser entrenados allí. La temporada de cría no había hecho
más que comenzar, y por ello Brent pudo negociar suficientes contratos con los que
compensar las pérdidas que los habían invadido durante más de seis meses y
Andrew pudo volver a contratar a muchos de los empleados que se había visto
forzado a despedir.
Una noche, mientras cenaban, Andrew comentó:
—Tendremos que devolver todo lo que hemos ganado en las carreras con
Orgullo de Leopold, pero al menos dejaremos de estar en números rojos gracias a
Brent.
—No lo he hecho yo solo —respondió su hermano, abrumado por tantas
adulaciones que estaba recibiendo de su familia, amigos y empleados.
No podría haberlo hecho sin la ayuda de Devon y saber que había salvado a su
familia a costa de destrozar la de ella le hacía sentirse terriblemente mal. Había hecho
varios intentos de contactar con la joven, pero no habían servido de nada. No
respondía a sus mensajes y las cartas que le había enviado le habían sido devueltas.
—Hemos hecho una reclamación para que los Hunter nos reembolsen las
pérdidas económicas que hemos sufrido a consecuencia del fraude del vizconde —
dijo Thomas.
—¿Tienes noticias de Inglaterra? —le preguntó Jenna a Brent.
Brent tenía su propio contacto allí, Brice Halpern, con el que hablaba por
teléfono todas las semanas. El hombre le estaba muy agradecido por no haberlo
identificado como la fuente de información del asunto de Luz de Texas. Estaba seguro
de que por ello lo habrían despedido y lo habrían acusado de empleado desleal
después de más de treinta y cinco años de servicio.
—Lady Kestler ha pagado una fianza de doscientas cincuenta mil libras para
sacar a su hijo de la cárcel.
—¿Y cómo está llevando todo esto la señora Kestler? —preguntó Robbie, el
hermano pequeño.
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Lunes, 4 de febrero
—Vuelvo a Londres unos días —les dijo Brent a sus hijas durante el desayuno.
—¿Vas a llevarnos contigo? —quería saber Rhea.
—En esta ocasión, no, cielito. Tengo que trabajar, pero volveré enseguida.
—¿Vas a ver a Devon? —preguntó Katie.
—A lo mejor —eso esperaba.
—Dile que la echamos de menos. Ojalá estuviera aquí con nosotros.
—Se lo diré, cariño.
Por suerte, consiguió una plaza en un vuelo que hacía escala en Chicago y con
el que pudo estar en Heathrow esa misma noche. Una vez allí, tomó un taxi hasta el
mismo hotel donde se había hospedado la vez anterior. Los empleados lo saludaron
por su nombre.
Tras una ducha reparadora, se cambió de ropa y se puso en marcha; gracias a
Brice Halpern, sabía muy bien dónde encontrar a Charles Robinett.
L'Exquisite era un prestigioso local de moda de la ciudad. Los miércoles, sin
embargo, no eran de las noches que más concurrido estaba y por ello no tuvo
problemas para entrar. Una discreta conversación con el maître, al que dirigió unas
generosas palabras de aprecio, le revelaron que su Excelencia, el duque de Camberg,
acababa de terminar su cena y que estaba a punto de retirarse a la sala de juegos.
Cuando Brent entró en esa zona del local, se dirigió a la barra situada en una
esquina y pidió un gin tonic.
Tras echar un vistazo a su alrededor, vio al duque sentado a una de las mesas.
A lo mejor se pasaba a verlo más tarde; sería divertido ver si su Excelencia se
asustaba al verlo, pero por el momento se conformaba con mirarlo desde lejos.
Le dio un sorbo a su copa y observó al hombre; sabía cómo funcionaba el juego,
pero no jugaba demasiado bien. Cuando comenzó la cuarta mano, los ojos de Brent
fueron automáticamente hacia la puerta, en el otro extremo de la amplia sala.
Y allí estaba. Preciosa, con un vestido corto color cobre y perlas decorándole su
piel expuesta. Su hermoso y abundante cabello color avellana estaba sujeto por unas
horquillas de ese estilo retro tan a la moda.
Estaba impresionante, bellísima. Se quedó en la puerta un momento y Brent se
situó detrás de una planta para mirarla sin que ella lo viera. Devon posó sus ojos en
Charles y fue hacia él.
Brent estaba demasiado lejos para oír lo que se decían, pero a juzgar por el
modo en que se saludaron, le quedó claro que estaban juntos.
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Cuando terminó la mano, Charles tiró sus cartas y se levantó. Rodeó a Devon
por la cintura, y tras sonreír a la gente que los rodeaba, la besó en un lado de la cara.
Después, fueron hacia la puerta.
Brent se quedó hundido.
¿Había dicho Charles la verdad y su separación no era más que la consecuencia
temporal de una pelea de enamorados? Viéndola allí, Devon no parecía una mujer
que tuviera miedo del hombre que la rodeaba con sus brazos.
En ese momento se dio cuenta de que, una vez más, un Hunter lo había
engañado. Primero Nolan y después su hermana.
Se terminó la bebida y salió del casino. En el vestíbulo central oyó música
procedente del salón de baile. Supuso que Devon y Charles estarían allí bailando,
pero prefirió no confirmarlo. Lo último que necesitaba en ese momento era verla en
brazos del duque sobre la pista de baile.
Afuera llovía. Se quedó esperando bajo el alero del local hasta que pudo subir a
un taxi que lo llevara al hotel. Una vez allí, entró en el bar y pidió otro gin tonic.
Después, subió a su habitación, se metió en la cama y se quedó dormido casi al
instante.
A la mañana siguiente, llamó al abogado que había contratado su padre y se
citó con él. Más tarde, ese mismo día, y mientras le preguntaba por el progreso del
caso, aún se sentía como un zombi, como un robot, después de lo que había visto la
noche anterior.
—Nolan Hunter está en libertad bajo fianza y aún reside en su piso de Mayfair.
Puedo decirle, señor Preston, que la acusación contra él se hace más fuerte cada día.
—¿Ha dado alguna explicación, aparte de la codicia, de por qué lo hizo?
—Ninguna. No admite las pruebas encontradas contra él y se niega a dar más
explicaciones.
—¿Y eso es normal?
—Lo normal es que al final todos acaben hablando.
—¿Y tiene alguna idea de por qué Nolan Hunter no lo ha hecho todavía?
—Ninguna. Y resulta bastante desconcertante porque con esto sólo se está
haciendo daño a sí mismo.
Esa noche, Brent volvió a L'Exquisite, pero sólo le sirvió para ver que Charles
no estaba allí.
Brice había mencionado otros dos lugares que el duque frecuentaba: un club
privado, en el que, a pesar de sus intentos de soborno, no pudo entrar, y un local
público en el que no tuvo dificultades para pasar. En ese último sitio no había sala de
casino, sino únicamente un restaurante y un salón. No tenía hambre, así que una vez
más, fue directamente a la barra del bar.
En la pista de baile sólo había unas cuantas parejas danzando al ritmo de una
pequeña banda y una de ellas era la formada por Charles y Devon. Ella estaba
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preciosa con una falda oro y marrón y una blusa de seda color crema. Todo el mundo
los miraba; bailaban demasiado juntos, parecían una auténtica pareja de enamorados,
y esa imagen atravesó el corazón de Brent como si se tratara de un puñal. Cuando el
ritmo de la música se hizo más lento, Charles agachó la cabeza y la besó en los labios.
Allí, en medio de la pista. Delante de todo el mundo.
En ese momento, invadido por la furia, Brent habría querido acercarse y
golpear al duque en esa cara de arrogante que tenía. Pero si lo hacía, sabía que lo
habrían arrestado y que, con toda seguridad, habría pasado una humillante noche en
la cárcel. Estaba a punto de marcharse cuando pudo ver por primera vez el rostro de
Devon y no resultó reflejar una expresión de placer por el reciente beso, sino más
bien una de disgusto y tristeza.
Decidió pedirse otra copa y seguir observándolos.
Pasó a fijarse en el duque. ¿Es que nadie más veía que esa expresión posesiva en
sus ojos era la de un hombre cruel y no la de un hombre enamorado?
Charles rodeó a Devon con más fuerza, como para demostrarles al resto de
hombres presentes que era suya, y sólo de él, mientras que a la vez la humillaba por
considerarla poco más que una posesionan objeto con el que jugar.
En aquella ocasión, cuando intentó acercarla más a él, Devon lo apartó, y la
forma con la que la llevó de nuevo hacia sí fue más bien agresiva.
Ella dijo algo que Brent no pudo oír, pero al leer sus labios estuvo seguro de
que lo que había dicho había sido:
—Charles, si no me sueltas, gritaré.
—Por supuesto, querida —le respondió el duque sonriendo.
La soltó y ella salió de la sala en dirección al aseo de señoras. Brent la vio
desaparecer tras una esquina y volvió a centrar la atención en el duque, que se había
retirado de la pista.
A continuación, fue al vestíbulo y se sentó en uno de los asientos situados entre
los aseos. Pasaron varios minutos hasta que Devon salió. Sorprendida al verlo, emitió
un grito ahogado.
—Hola, Devon.
Estaba preciosa. Deseaba abrazarla desesperadamente.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó ella con la voz entrecortada.
—No es un saludo muy agradable.
—No te he pedido que vinieras.
—No, me dejaste abandonado, y aún intento averiguar por qué.
—Ya te lo dije.
—Sólo me dijiste tonterías.
—Tienes que irte. Ahora mismo. Si te encuentra aquí…
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El otro hombre se quedó sin saber qué hacer durante unos segundos y a
continuación corrió a su despacho y levantó el teléfono.
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—Vamos —dijo Brent al agarrar a Devon del brazo y llevarla hacia la salida.
Charles se puso derecho, empujó a los dos hombres que habían ido a socorrerlo
y salió tras Devon y Brent. La gente los miraba boquiabierta, como espectadores de
un accidente de tráfico, ávidos de curiosidad, pero nada dispuestos a involucrarse.
—Sal —le ordenó Brent a Devon.
Ella quería hablar con él, quería decirle que no serviría de nada, que no podían
huir porque Charles los atraparía y, cuando lo hiciera, sería todavía peor. Pero se le
estaban pasando tantas cosas por la cabeza, y ninguna de ellas buena, que no logró
acertar a decir nada.
—Sal y para un taxi. ¡Date prisa!
—Brent…
—Maldita sea, ¡hazlo!
Ella se quedó paralizada ante el tono que había empleado, actuando como
Charles. Pero no, no era cierto. Brent no se parecía en nada a Charles. Él le había
dicho que la amaba y Charles no sólo no lo había hecho, sino que dudaba que llegara
a hacerlo alguna vez. Brent le había declarado su amor y ella, a cambio, lo había
abandonado. Al único hombre que…
—Voy a hacer que os arresten —la voz de Charles se oyó por encima de la
música que salía del salón de baile.
—¡Vete! —gritó Brent—. Luego hablamos. Ahora sal de aquí.
Muy a su pesar, Devon corrió hacia la salida. Nadie se había enfrentado nunca a
Charles como lo estaba haciendo Brent y quería ver qué iba a pasar. El portero le
sujetó la puerta.
Afuera llovía.
—Necesito un taxi inmediatamente.
—Ahora mismo, señora.
El hombre abrió un gran paraguas negro y dio un silbido. Un taxi que pasaba
por allí se detuvo y justo cuando el portero le abrió la puerta a Devon, Brent salió del
local, le dio dinero al hombre y, tras agarrarla por el codo, la metió dentro del
vehículo. Le ordenó al conductor que arrancara, enseguida, y segundos más tarde ya
estaban alejándose en dirección a su hotel.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Devon, con el corazón palpitándole
de felicidad y miedo.
—Rescatándote —le respondió él con una sonrisa.
—Eres el hombre más impertinente, irresponsable, engreído…
Brent le acarició una mejilla con ternura y susurró:
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de mí. No tengo ni idea de dónde salió. Lo vi antes de poder darme verdadera cuenta
de que estaba allí.
Dio otro sorbo.
—Pisé el freno, bajé del coche y me arrodillé junto al hombre. No había sangre,
pero tampoco se movía. Tuve el aplomo suficiente para tomarle el pulso. No tenía.
No podía creérmelo. Acababa de matar a un hombre en cuestión de segundos sin ni
siquiera darme cuenta.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Devon y se cubrió la cara.
—Charles vino corriendo con un móvil en la mano. Le dije que llamara a la
policía, pero se quedó allí, con el teléfono en la mano y sin hacer nada,
aparentemente tan horrorizado como yo. Le repetí que llamara a la policía, pero dijo
que eso sería una estupidez, que sin duda había sido un accidente, pero que si
alguien se enteraba, mi nombre aparecería en todos los periódicos al día siguiente.
«Vizconde Kestler mata a peatón por conducir ebrio».
Nolan se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación con su
bebida en la mano.
—Pensé en las repercusiones que tendría. Pensé en cómo esa noticia mortificaría
a mamá. Las batallas legales y las demandas durarían años y mancharían nuestro
nombre y tampoco servirían para devolverle la vida a ese pobre hombre. No lo había
atropellado a propósito y tampoco iba conduciendo deprisa.
—Y entonces huiste —comentó Brent.
—Fue una estupidez. Ahora lo sé, pero en ese momento…
—¿Cuánto tiempo pasó hasta que comenzó el chantaje? —preguntó Brent.
—Seis semanas. Había aparecido un artículo en un periódico sobre un
vagabundo hallado muerto, al parecer, víctima de un atropello con fuga. La policía
decía que tenían una pista que los conduciría al culpable y que el arresto sería
inminente. No hace falta decir que estaba aterrorizado. Cada vez que sonaba el
teléfono o llamaban a la puerta, me echaba a temblar. Después no volvió a aparecer
nada más en los periódicos, ni en las noticias. Charles vino a visitarme muy
preocupado… hasta que me enseñó la foto que había sacado con el móvil y en la que
aparecía yo arrodillado junto al hombre muerto. Tanto mi cara como el número de la
matrícula se veían con bastante claridad.
—¿Qué quería? —preguntó Brent.
—Dinero, por supuesto. Se le da mucho mejor gastarlo que ganarlo. Pronto
descubrí que estaba hasta el cuello de deudas.
Eso explicaba una parte, pero ¿qué pasaba con el fraude de los caballos?
—¿Y qué tiene que ver Apolo con todo esto? —preguntó Brent.
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—Charles sabía que tenía a Apolo ejerciendo como semental y que podía obtener
grandes ingresos —explicó Nolan—. Él también quería sacar partido porque había
acumulado muchas deudas que era incapaz de pagar.
—¿Y por qué no te negaste directamente? —preguntó Devon.
—Debería. Eso lo sé ahora. Y también lo sabía entonces, pero la idea de tener
que enfrentarme a mamá y a todos nuestros amigos como alguien que había matado
a un hombre por estar borracho me daba demasiada vergüenza como para
contemplarla.
—¿Y no se te ocurrió que luego te pediría más cosas? —preguntó Brent.
—Charles me aseguró que la cosa se quedaría ahí.
Devon soltó una carcajada llena de amargura.
—No puedo creer que fueras tan estúpido.
Nolan cerró los ojos, respiró hondo y volvió a abrirlos.
—Cada vez que le pagaba insistía en que era la última vez… hasta que volvía a
pedirme dinero —bebió más whisky—. Pero entonces Apolo tuvo una serie de
infecciones acompañadas de fiebres altas. Yo sabía que como consecuencia podría
quedar estéril, así que envié una muestra de esperma que confirmó lo que me temía.
Lo creáis o no, me sentí aliviado porque supuse que así Charles dejaría de
chantajearme pidiéndome dinero. Pero entonces, apareció con otra sorpresa.
—Había encontrado un doble —dijo Brent.
—Parecía completamente imposible que dos caballos pudieran parecerse tanto.
—¿y por qué no sustituisteis directamente a Apolo por Luz de Texas?
—Porque no se parecían lo suficiente como para que nadie se diera cuenta —
respondió confirmando lo que Brent ya había pensado—. Sin embargo, los potrillos sí
que sacarían un parecido convincente.
—¿Y los registros de ADN?
—Charles tenía un cómplice en el laboratorio de la Jockey Association. Parece
que tiene cómplices por todas partes… supongo que por eso siempre consigue lo que
quiere.
—Ross Ingliss —dijo Brent.
—Sí —respondió Nolan, al parecer nada sorprendido por el hecho de que Brent
supiera su nombre—. Accedió, por supuesto a cambio de dinero, a certificar a los
potrillos como hijos de Apolo.
—Después vino lo del fallo en los ordenadores —le recordó Brent.
—Sí. Hasta ese momento todo había ido bien. Pensábamos que la posibilidad de
que alguien descubriera que Apolo y los potrillos no compartían el mismo ADN era
bastante remota.
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27
A las seis de la mañana, el abogado Josiah Harrington se despertó con una
llamada de teléfono y accedió a estar en el piso del vizconde Kestler en una hora.
Devon preparó café y unas tostadas y montó un pequeño bufé en el comedor de
Nolan. El señor Harrington era un hombre de estatura media con un mechón de pelo
gris, expresión suave y una inteligente mirada de ojos marrones.
Escuchó pacientemente lo que Brent, Nolan y Devon le contaron, formuló una
serie de preguntas perspicaces y después telefoneó a sir William Bradshaw, el
abogado de la familia Hunter. A las diez en punto los tres habían prestado
declaración en New Scotland Yard y se había emitido una orden de registro en todas
las propiedades de Charles Robinett, el duque de Camberg. El juez también firmó
una orden de detención del noble.
—¿Y qué pasará con mi hermano? —le preguntó Devon al señor Harrington
mientras salían de la comisaría. Nolan ya se había marchado con sir William.
—No va a librarse, si eso es lo que esperas —le respondió el hombre con
sensibilidad—. No obstante, creo que podemos demostrar que muchos, si no la
mayoría, de estos actos ilícitos fueron cometidos bajo coacción. Eso podría servir para
reducir hasta cierto punto su grado de culpabilidad. No lo acusarán de conducir bajo
las influencias del alcohol porque eso ya no puede demostrarse. Sin embargo, el
cargo de atropello con fuga es un delito grave, sobre todo si la víctima muere. Sólo
tenemos su palabra de que el hombre murió al instante y que no se podría haber
hecho nada para salvarle la vida. La exhumación del cuerpo, si es que lo hay, podría
o no confirmar esas palabras.
—¿Irá a la cárcel? —preguntó Brent.
El abogado asintió.
—Creo que es muy posible, aunque con su cooperación puede reducir la pena.
—¿Y Lady Kestler…?
—Sir William la pondrá al corriente de la situación personalmente. Y usted,
señor Preston, ¿puedo preguntarle qué va a hacer? En el poco probable caso de que
necesitemos más información o detalles, ¿dónde podemos localizarlo?
Brent le dio el nombre de su hotel.
—Pero seguramente volveré a Estados Unidos en un día o dos. Llamaré a su
oficina y lo informaré de mis planes de viaje.
—Gracias, señor Preston. Agradezco su cooperación. Y usted, ¿señorita Hunter?
—le preguntó a Devon.
—Voy a ir a Pathwatch Hall y después volveré a Oxford —al ver un taxi
acercarse, alzó una mano—. Puede llamar a mi madre si necesita saber dónde
encontrarme —dijo ella al abrir la puerta y entrar en el vehículo.
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Ken Casper - En brazos del peligro - 8º Serie Multiautor Purasangre
Brent pensó en seguirla, pero dudó que fuera a ser bien recibido en la casa de
lady Kestler y, por otro lado, el hecho de que Devon se hubiera marchado sin
dirigirle la palabra era una clara indicación de que no le interesaba su compañía.
—¿Le dejo en su hotel, señor Preston? —le preguntó Harrington al parar a otro
taxi.
Rechazar la invitación sin una buena razón habría sido un gesto de mala
educación. Además, eso le daba la oportunidad de hacerle más preguntas que no
había querido formularle en presencia de Devon.
—¿Cómo cree que acabará todo esto, señor Harrington? —le preguntó cuando
ya estaban dentro del vehículo.
—Lord Kestler dice que se declarará culpable, algo que, dadas las
circunstancias, me parece la decisión más sensata. Su cooperación le ahorrará al
tribunal mucho tiempo y gastos y sin duda servirá para reducir su condena. Sir
William puede ser muy persuasivo, y dado que lord Kestler no tiene antecedentes,
supongo que será una sentencia de unos cinco años, y probablemente bajo libertad
condicional en su mayor parte.
—¿Y Charles Robinett?
—No estoy seguro. Tiene muchas acusaciones, pero ningún cargo formal ni
condenas, de modo que las acusaciones probablemente serán desestimadas en el
juicio. Las pruebas que hay contra él son importantes, pero en mi opinión todo
dependerá de si los testigos están dispuestos a declarar. Sería formidable que la
señorita Hunter testificara, si estuviera dispuesta a enfrentarse a él.
—Lo hará.
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—Te llamaré en cuanto sepa a qué hora regreso mañana. Dales a las niñas un
abrazo de mi parte.
—Me alegra que estés aquí —le dijo sir William a Devon. Estaban en el
vestíbulo de Pathwatch Hall. Perkins, el mayordomo, estaba ayudando al hombre a
ponerse el abrigo—. Tu madre necesitará mucho apoyo durante estos difíciles meses.
Devon le agradeció al abogado su ayuda y entró en la biblioteca donde su
madre pasaba gran parte del tiempo. Sarah Hunter estaba sentada en su silla de
ruedas contemplando el jardín a través de la ventana.
—¿Cómo estás, mamá?
—No es uno de mis mejores días. Ven a sentarte.
Devon se acomodó en el banco acolchado del asiento empotrado bajo el
ventanal. Debería haberle dicho a su madre algo que la consolara, pero no le salieron
las palabras.
—Sé que Charles te ha estado amenazando.
Devon asintió.
—Me gustaría que me lo hubieras contado. Te habría conseguido protección.
Podríamos habernos enfrentado a él y tal vez algunas cosas no habrían llegado a
suceder.
De modo que su madre le estaba echando la culpa. Semejante injusticia debería
haberla puesto furiosa, pero en ese momento ya no sentía nada.
—Acudí a Nolan esperando que él me protegiera, pero no lo hizo a pesar de
saber qué clase de hombre era Charles. ¿O acaso estás culpándome también de que
Nolan condujera borracho, de que engañara a la gente para ganar dinero y de que
conspirara con un miembro de la aristocracia?
—Estás enfadada conmigo y tienes todo el derecho a estarlo. No he sido una
buena madre. Si lo hubiera sido, Nolan no iría a entrar en prisión y tú no serías tan
infeliz.
—Yo no soy infeliz. Estoy contenta de que todo esto se haya descubierto. Al
menos por mí. Lo que ahora le suceda a Nolan es problema suyo.
—¿A él también lo odias?
—No, mamá, yo no odio a nadie. He llegado a un punto en el que todo me
resulta indiferente.
Durante varios minutos se hizo el silencio entre las dos mujeres. Devon estaba a
punto de levantarse y marcharse cuando su madre le preguntó:
—¿Y qué pasa con tu joven?
—¿Mi joven?
—El señor Preston. Era bastante obvio cuando lo trajiste aquí que siente algo
por ti —y añadió con una sonrisa—: Y que tú sientes algo por él.
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—¿Que me avergüenzo? ¡Eso es ridículo!
—¿Se lo has dicho? —cuando Brent no le respondió, añadió—: Ve a buscarla,
hijo.
—Pero no estoy seguro de dónde está.
—¿Y un hombre tan grande y listo como tú no puede encontrarla? —preguntó
con sarcasmo.
—Así que ahora soy listo. Hace un minuto era estúpido.
Jenna suspiró.
—He dicho que eras insensible. Ahora, piensa, ¿dónde puede estar?
—Iba a ir a casa de su madre…
—Pues es un buen lugar por donde empezar, hijo.
—Llego a Louisville a las ocho de la mañana —le dijo Brent a su madre.
—¿Y Devon?
—¿Qué pasa con ella?
—¿La has visto?
—No quiere verme, mamá.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque se fue sin decirme adiós siquiera.
—¡Hombres! —exclamó Jenna—. ¿Se te ha ocurrido que a lo mejor no se
despidió de ti porque quiere que vayas tras ella?
—No, porque eso sería…
—Ve a buscarla, Brent. Esa pobre chica está sufriendo y la has dejado sola. No
sé por qué los hombres sois tan insensibles.
—Lo dices en serio, ¿verdad?
—Por supuesto que lo digo en serio. ¡Por el amor de Dios, Brent! Siente que no
te merece, siente que te avergüenzas de ella.
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—No está aquí, me temo. Ha hablado con el señor Harrington y le ha dicho que
usted tomaría el vuelo de las seis en Heathrow. Va hacia allí.
—¿A verme?
—Que yo sepa, no conoce a nadie más que vaya a salir del país hoy.
—La verdad es que no me voy. He llamado hace unos minutos para reservar un
vuelo para mañana. Esperaba poder verla antes de irme.
—La encontrará en el aeropuerto. Aunque le recomiendo que se dé prisa, señor
Preston, o se cruzarán por el camino.
El taxi apenas se había detenido cuando Brent bajó de él, después de haberle
dado al conductor la generosa propina que le había prometido si lo llevaba a la
terminal en tiempo récord. El vuelo que había reservado partía en cuestión de
minutos y en cuanto lo hiciera, Devon se marcharía al pensar que ya había subido en
él. Había intentado localizarla en el móvil, pero o lo había apagado o lo tenía
silenciado.
Corrió hacia el interior del aeropuerto y casi derribó a un anciano que tiraba de
dos maletas.
—Mira por dónde vas —le gruñó el hombre.
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Cuando llegaron al hotel, sin embargo, ella se quedó rezagada a la hora de subir
al ascensor.
—No estoy segura de que esto sea lo más inteligente.
—No te preocupes por lo de Camberg…
—No, él ya no tiene ningún poder sobre mí, pero…
—¿Pero qué?
—Todo esto está yendo tan deprisa, Brent. ¿Hasta qué punto nos conocemos?
—Sé que te quiero. Tú has dicho que me quieres. ¿No es eso suficiente?
—¿De verdad lo sabes?
Se la quedó mirando y por un momento se preguntó si Devon tendría razón.
—Vamos a sentarnos —fueron hacia un rincón del vestíbulo y cuando ya
estuvieron sentados en dos sillones separados por una mesita, le tomó la mano y
añadió—: Por favor, dime qué te preocupa.
Ella apartó la mano y comenzó a hablar mencionando aquel primer momento
en que Brent había mentido sobre la razón por la que visitó Briar Hills y, más tarde,
cuando no le había dicho cómo había descubierto la existencia de Luz de Texas. Pero
aparte de eso, añadió que no entendía cómo podía querer tener a su lado a una mujer
cuyo hermano era un delincuente, una mujer que había demostrado ser una cobarde.
Mientras la escuchaba, él deseaba más que nunca estar con ella en su habitación
para abrazarla y besarla, para secarle esas lágrimas que empañaban sus preciosos
ojos marrones.
—No soy perfecto, Devon. Es cierto que te engañé la primera vez que te vi, pero
no te engañaba directamente a ti.
—Claro que sí, Brent. Viniste al colegio para espiarme, para usarme para
destruirá mi hermano.
Él agachó la cabeza porque en el fondo tenía razón.
—Pero era porque no te conocía. No eras más que un nombre, no sabía si ibas a
ser una aliada o una enemiga. Está claro que no sabía que iba a enamorarme de ti,
pero…
—¿Y el viaje a Dorset? En ese momento ya me conocías, al menos lo suficiente
como para hacerme el amor.
—Eso fue un error. No me refiero a hacerte el amor… ¿Cómo podía lamentar
algo así? Quiero pasar el resto de mi vida haciéndote el amor, Devon. Pero el viaje a
Dorset… Debería haberte contado desde el principio lo que sabía y cómo me enteré.
—¿Y por qué no lo hiciste?
¿Cómo decirle que, aunque ya la amaba, en ese momento aún no estaba seguro
de si podía confiar en ella?
—Si pudiera retroceder, te lo contaría. Todo. Pero una vez que llegamos allí, no
me guardé nada, porque ya sabía que, pasara lo que pasara, tú harías lo correcto. Y lo
hiciste. En cuanto a tu hermano… —se detuvo—. Al igual que tú, imagino, tengo
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Epílogo
—Nos está yendo muy bien —dijo Thomas, ahora que todo el mundo se había
servido una copa y que las niñas estaban acostadas—. Jamás esperé que fuéramos a
recuperarnos con tanta rapidez.
—Y el año que viene será todavía mejor —dijo Brent encantado de estar
bebiendo de nuevo el bourbon de su tierra—. Creo que podemos llegar a igualar la
temporada pasada… eso si no la superamos.
—Aunque los ingresos en general han bajado, no estamos en números rojos y
eso sin contar con el cheque de lady Kestler.
—Eso sí que ha sido una sorpresa —comentó Jenna.
Brent se rió.
—Creo que nunca he visto tantos ceros seguidos en un cheque.
—Tu madre ha sido muy generosa —le dijo Jenna a Devon.
—Dijo que era lo más justo, que con eso se podrían cubrir las pérdidas
generadas por el fraude de Nolan.
—¿Cómo está él?
—La verdad es que bastante bien. Como mi madre pagó todos los daños y
perjuicios, lo han condenado sólo a cinco años. El abogado dice que tendrá que pasar
unos dos en prisión o tal vez menos. El resto de la sentencia lo cumplirá en libertad
condicional.
—Pienso que es un precio muy bajo, a juzgar por los millones que ha hecho
perder a otra gente y a su madre —dijo Marcus—. Creo que una parte de mí siempre
se lo reprochará, aunque por otro lado me da pena. Tiene fortuna y privilegios, pero
siempre le ha faltado algo que yo he tenido. Valorar el amor de una madre.
Su hermanastra y él por fin se habían conocido. Él le sonrió.
—Y el amor de una hermana. Pobre hombre.
—¿Y qué pasa con Camberg? —preguntó Andrew.
—Todo se le vino abajo cuando Nolan comenzó a hablar —dijo Brent— y las
pruebas contra él se fueron acumulando. Por ejemplo, el dato que di sobre el tatuaje
de uno de mis atacantes acabó relacionado con el asalto a Melanie y con lo que le
sucedió al caballo de lord Rochester en Dubai. Son los tatuajes que llevan los
miembros de una mafia internacional. Siete de esos miembros han declarado en
contra de Camberg. Se va a pasar muchos, muchos años en la cárcel.
—Pero es una pena que otros hayan tenido que perder tanto a su costa —
comentó Jenna.
—Tengo entendido que tu hermano también va a perder la Mansión
Morningfield —dijo Melanie.
Devon asintió.
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—Cuando mamá ha descubierto que planeaba venderla el día que ella muriera,
ha decidido dármela.
—¡Menudo regalo de boda! —añadió Melanie.
—Aunque insiste en que escriture la casa a mi nombre…
—Para que puedas quedártela si el matrimonio no funciona —explicó Brent—.
Muy astuta.
—Así que sigue manipulando…—gruñó Thomas.
Devon se rió.
—Los viejos hábitos nunca se pierden.
—Sólo está protegiendo a su hija —dijo Brent—. Más vale tarde que nunca, y yo
la apoyo.
—También me ha sugerido que nos casemos allí, pero le he dicho que no. Éste
es mi nuevo hogar y ha accedido a venir a la boda, así que… ¡preparaos!
Todo el mundo se rió.
—Dime una cosa, papá —le dijo Thomas a su padre mientras le servía un poco
más de Jameson—. ¿Alguna vez te imaginaste que alguien de nuestra familia tuviera
una propiedad con caballerizas y castillo en Inglaterra? Es formidable.
Los ojos de Hugh se iluminaron.
—Si hubiera querido estar en Inglaterra, hijo, habría cruzado el mar de Irlanda
en lugar del océano Atlántico. No me arrepiento de nada. De nada.
Fin
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