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En brazos del peligro

Ken Casper
8º Serie Multiautor Purasangre

En brazos del peligro (2009)


Título original: A lady's luck (2008)
Serie multiautor: 8º Purasangre
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Oro 180
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Brent Preston y Devon Hunter

Argumento:
¿La dama le traerá suerte… o desgracias?
El viudo Brent Preston se despertaba cada mañana con recuerdos
agridulces y con el insistente deseo de descubrir quién era el responsable de
la ruina en la que estaban sumidos los establos Quest. Pero entonces se topó
con una pista que podría resolver, de una vez por todas, el misterio en torno
al purasangre campeón de su familia.
La pista lo llevó hasta Inglaterra y hasta lady Devon Hunter. Brent
esperaba que pudiera ayudarlo a destapar los secretos de su hermano, pero
con sólo una mirada, las emociones y sentimientos que había enterrado
hacía tiempo acabaron saliendo a la luz. Se encontró dividido entre
conquistar a la elegante y esquiva Devon y atrapar al culpable de la ruina
de su familia… ¡sin saber que ambos caminos lo conducirían directamente
a los brazos del peligro!
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1
Lunes, 5 de enero

—Todo va mal —dijo bruscamente Brent Preston cuando entró su hermano—.


Me he topado con un muro en esta investigación.
—¿Tan mal está la situación? —preguntó Andrew. Se sirvió una taza de café y
se sentó sobre la encimera de mármol de la cocina.
Brent lo había estudiado todo en la cabeza y sobre el papel cientos de veces, y
aún no encontraba respuestas que tuvieran sentido.
Se pasó una mano por la cara y se giró hacia su hermano.
—Maldita sea, no sé qué demonios ha salido mal. He supervisado la cría de ese
caballo igual que las del resto.
—Nadie está culpándote.
«Claro que sí. Y aunque no me culpen, yo sí lo hago. Yo estaba al cargo».
La primavera anterior, Orgullo de Leopold, de tres años, se había convertido en el
caballo estrella de carreras del rancho Quest al ganar el Kentucky Derby y la
Preakness. Parecía estar camino de conseguir la Belmont Stakes y la Triple Corona y
había cosechado enormes cantidades de dinero. Después, un problema técnico con
los ordenadores de la Jockey Association había provocado una llamada mediante la
que se pedía una nueva prueba de ADN para un grupo en concreto de caballos
purasangre.
Y la cosa no pareció tan grave… Hasta que recibieron los resultados.
Según la nueva prueba de ADN, Apolo no era el padre de Orgullo de Leopold, tal
y como decían los papeles de registro. Y lo que era peor, nadie sabía quién era el
padre, ya que el resultado del ADN no coincidía con ningún semental del archivo de
los purasangre.
A la Jockey Association no le interesaba a qué se debía la confusión; lo único
que les preocupaba era que la procedencia del caballo no era la que se afirmaba que
era. Orgullo de Leopold fue expulsado de la Belmont Stakes y al rancho Quest le dieron
tres meses para resolver la confusión. Al no poder hacerlo, a todos los purasangre de
Quest se les prohibió competir en Estados Unidos, y a eso lo siguió un veto
internacional.
Prácticamente de la noche a la mañana, los ingresos se redujeron a la mitad
cuando los propietarios retiraron a sus caballos del rancho.
—Escucha, Brent, la mayoría de nuestros clientes regresarán.
—Tal vez, siempre que este desastre del ADN se resuelva pronto. Pero si una
investigación demuestra que se ha cometido una falta por parte de Quest o por mi
parte… —sus palabras fueron desvaneciéndose mientras miraba hacia la pared de
ventanas que daba al jardín—. Si no se resuelve nada, esto supondrá el fin de Quest
—suspiró—. Cuando pienso en lo que el abuelo ha creado, en todo lo que ha

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trabajado, en su amor, en la pasión que puso en todo esto… cuando pienso que va a
verlo hundirse porque he estado tan ciego como para dejarme engañar… soy el
criador jefe. Yo presencié el momento en que Apolo cubrió a la yegua, ¿qué va a
pensar la gente?
—Mira —dijo Andrew—, como director general de este lugar, puedo decirte
que no vamos a hundirnos. Sólo necesitamos que pase algo de tiempo.
Estaba siendo optimista. Había ranchos que habían salido del negocio por
menos. Y además, su hermano estaba siendo generoso al no mencionar cómo esa
situación estaba afectando a sus deseos personales. Andrew tenía pensado
prepararse para llegar a ser el presidente de la International Thoroughbred Racing
Federation, la institución más importante dentro del mundo de las carreras de
caballos purasangre. Ahora, con todo ese escándalo que había ensuciado la
reputación de Quest, ese sueño ya no sería posible.
—He decidido marcharme a Inglaterra —anunció Brent.
—¿A Inglaterra? ¿En enero? —Jenna, su madre, entró en la cocina y levantó su
taza favorita de la encimera—. Pues ponte mucha ropa de abrigo, cariño.
—¿Por qué Inglaterra? —preguntó Thomas, su padre, que iba tras ella.
—Por Nolan Hunter, por supuesto —respondió Jenna, antes de que su hijo
pudiera hacerlo.
Brent casi sonrió. A su madre no se le escapaba nada.
Se había encontrado a Nolan Hunter en la Classic de Florida el día de Año
Nuevo. Era el propietario de Apolo, y Melanie, la hermana de Brent, lo había vencido
en una carrera a lomos de Algo de que hablar. Brent había invitado al inglés a pasar
unos días de descanso con la familia en el rancho Quest en Kentucky con la
esperanza de que pudiera aclararle algo más sobre la fatalidad que estaba
amenazando a su familia. Y lo había hecho, aunque no con las consecuencias que
esperaba.
—Estoy empezando a tener dudas sobre Nolan —admitió Brent.
—Me lo imaginaba —dijo su madre mientras servía café para su marido y para
ella—. Es un hombre encantador y sofisticado, pero tiene algo que me inquieta.
Brent asintió.
—Ayer, justo antes de que se marchara al aeropuerto, lo oí hablar por teléfono.
No suelo escuchar las conversaciones de los demás, pero el tono que estaba
empleando no era el de un inglés educado y refinado, sino más bien el de un matón
callejero.
—¿De qué hablaba? —preguntó Andrew.
—No lo capté todo. Estaba enfadado, de eso no tengo duda. Insistía en que las
cosas por aquí estaban controladas, que no había razones para preocuparse. No
dejaba de referirse a una tercera persona… no especificó quién… y dijo que el tipo no
podía hacer nada porque no tenía pruebas.
—¿Tienes alguna idea de la persona a quien se refería?

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—De alguien llamado Camberg. ¿Os dice algo ese nombre?


Todos negaron con la cabeza.
—Sólo escuchaste una parte de la conversación —le recordó Andrew—. ¿No es
posible que estés malinterpretando lo que…?
—Claro que es posible —respondió Brent con brusquedad. Cerró los ojos y
respiró hondo—. Y puede que esta conversación no haya tenido nada que ver con
Apolo ni Orgullo de Leopold. Nolan no mencionó a los caballos, pero estoy muy seguro
del tono en que lo oí hablar. El vizconde Kestler oculta algo.
Andrew dio un sorbo de café.
—Nolan Hunter tiene un buen estatus social, una fortuna importante y una
reputación impecable. ¿Por qué iba a arriesgarlo todo?
—¿Y yo qué demonios sé? Pero es el dueño de Apolo y hasta que descubramos
quién está detrás del fraude del ADN, es mi primer sospechoso.
—Un viaje a Inglaterra podría ser lo más apropiado —observó Jenna—. Sobre
todo ahora.
No hicieron falta más explicaciones. Todos sabían que el aniversario de la
muerte de Marti estaba cerca.
Tres años antes, la mujer de Brent había empezado a quejarse de un malestar y
un cansancio generalizados. Deportista, brillante y alegre, le había robado el corazón
a Brent treinta segundos después de que se tropezaran en la biblioteca de la
universidad. Habían estado saliendo durante dos años antes de casarse justo después
de licenciarse; él, en Cría de Animales, y ella en Lengua Inglesa y Sociología.
Como sus hijas gemelas habían empezado a ir a la guardería, Brent y Marti
achacaron su estado de depresión al hecho de que las niñas ya no estuvieran todo el
tiempo en casa, y él le sugirió que empezara un nuevo proyecto para mantenerse
ocupada.
Seis meses más tarde, murió de cáncer.
La había perdido y esa pérdida seguía pesándole inmensamente en el corazón y
dominaba sus pensamientos. Si hubiera insistido en que fuera al médico antes… Si
hubiera…
Había pasado horas interminables culpándose por ello pero, afortunadamente,
tenía a sus preciosas hijas para ayudarlo a sobrellevar la pena y el dolor. Estaba
orgulloso de ellas. Le habían hecho tener fuerzas para seguir adelante.
—¿Y las niñas? —preguntó Jenna—. El colegio empieza la semana que viene.
—Me las llevaré conmigo —le dijo Brent—. Ahora mismo no quiero estar
alejado de ellas.
—Hablaré con la directora —le dijo su madre—. Althea se muestra muy
comprensiva al ver que los padres se llevan a sus hijos de viaje.
—¿Dónde están? —preguntó Andrew.

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—Han ido a las caballerizas con el abuelo a ver al nuevo potrillo de Isabella.
Deben de estar al llegar.
Justo en ese momento, se oyeron ruidos por la puerta trasera, las voces agudas
de unas niñas y la voz ronca de un hombre mayor. Un instante después, dos niñas de
ocho años idénticas entraron con estruendo en la cocina.
—Isabella nos ha dejado acariciar a su bebé —exclamó Rita—. ¡Rascal es tan
suave!
—Y aún no tiene dientes —añadió Katie—, como los bebés.
Llevaban el pelo recogido con un lazo amarillo que hacía juego con sus
camisetas.
Su bisabuelo estaba de pie tras ellas. A sus ochenta y seis años, Hugh Preston
aún tenía el poder de dominar una habitación nada más entrar en ella.
A sus pies se encontraba Seamus, un perro lobo irlandés que al anciano le
llegaba por las rodillas. Hugh le acarició la cabeza y señaló a una esquina, donde el
perro se tumbó con un suave gruñido para observar las actividades de los humanos
que lo rodeaban.
—Ahora es castaño —comentó Hugh sobre el potrillo—, pero espero que se
vuelva gris como su padre —se sirvió una taza de café.
—Quiero un zumo de naranja —gritó Rhea corriendo hacia la encimera, donde
había una jarra casi llena.
Katie salió tras ella.
—Vale, vale —dijo Brent levantándose de su asiento—. Yo os lo sirvo. Pero
primero, ¿por qué no mostráis un poco de educación y dais los buenos días a
vuestros abuelos?
—Buenos días —dijeron al unísono.
Sus abuelos les respondieron lo mismo e inmediatamente Rhea les preguntó:
—¿Ya podemos tomarnos el zumo?
Conteniendo una sonrisa, Brent se lo sirvió.
—Chicas, ¿os apetecería ir de viaje?
—¿A Disneyworld? —preguntó Rhea con los ojos abiertos como platos.
—Yo estaba pensando en Inglaterra —les dio un vaso a cada una.
—Yo no quiero ir a Inglaterra —contestó Katie haciendo un puchero—. Quiero
ir a Disneyworld.
—Podréis ver la Torre de Londres —les dijo Thomas.
—Y ahí podremos oír el reloj…
—Eso es el Big Ben —dijo Andrew—. La Torre de Londres es un castillo.
Katie frunció el ceño.
—Ahí es donde la reina guarda todas sus joyas —explicó Jenna.

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—Entonces ¿la reina vive en una torre? —preguntó Katie—. ¿Como


Rumpelstiltskin?
—No. Vive en el Palacio de Buckingham.
—Pero ¿por qué no guarda sus joyas en casa, como hace todo el mundo?
Exasperada, Rhea dijo:
—Porque no es como el resto del mundo. Es la reina y tiene tantas joyas que no
tiene espacio en su palacio para guardarlas todas.
—¿Cuándo tienes pensando irte? —le preguntó Thomas a su hijo.
—Yo no quiero ir a Inglaterra —repitió Katie.
—En un día o dos —respondió Brent—, si puedo arreglarlo todo.
Cuando se acomodaron para tomar el desayuno en familia, Brent repasó
mentalmente las otras razones por las que quería investigar a Nolan Hunter, el
vizconde Kestler. Durante la semana anterior, se había enterado de que Marcus
Vásquez, el prometido de Melanie y antiguo entrenador del rancho Quest, era en
realidad el hermanastro ilegítimo de Nolan. Marcus también le había confiado a
Brent que sospechaba que Nolan no estaba siendo completamente sincero en lo que
respectaba al escándalo de los purasangre, aunque no podía ofrecer ninguna prueba
que sustentara su afirmación. Brent no le habría hecho caso a esa información,
pensando que se trataría de un asunto de celos por el tema de la paternidad del
español, si no hubiera escuchado la conversación telefónica de Nolan.
Al parecer, un caballo propiedad de lord Rochester, llamado Millones para
Repartir, era hijo de Apolo y poco después del Sandstone Derby de Dubai había
aparecido muerto. Envenenado. Sin embargo, los resultados de la prueba de ADN
concluyeron que Apolo no era el padre, sino que lo era el mismo semental misterioso
del que procedía Orgullo de Leopold. Brent había hablado del asunto por teléfono con
lord Rochester, pero el inglés desconocía quién podría estar detrás de toda esa trama.
—¿Qué has planeado hacer en Inglaterra? —preguntó Thomas después de que
las niñas hubieran vuelto a la cuadra a ver al poni.
—He pensado que podría empezar por la Jockey Association de Londres.
—Marcus mencionó que Devon, la hermana pequeña de Nolan, es profesora en
una escuela de niñas cerca de Oxford —comentó Jenna—. El colegio Briar Hills, creo
que dijo. Tal vez podrías hablar con ella por si puede aclararte algo.
—Si necesitas ayuda, hijo —dijo Thomas—, lo único que tienes que hacer es
llamar. Ya lo sabes. Uno de nosotros… o todos… podemos subirnos al primer vuelo
que salga hacia Heathrow.
—No tengo que decirte que tengas cuidado, hermano —dijo Andrew—.
Alguien está ganando mucho dinero con esto y cuanto más te acerques a la verdad,
más nerviosos van a ponerse.

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2
Martes, 6 de enero

El vuelo de dos horas desde Louisville a Nueva York, seguido de una escala de
tres horas allí y de seis horas más para cruzar el Atlántico, dejó a Brent exhausto. Él
nunca se había dormido en los aviones y, de todos modos, con las dos gemelas
cargadas de energía tampoco habría podido hacerlo aunque hubiera querido.
Cuando después de engatusar a los pasajeros de al lado, por fin se sentaron a ver una
película de dibujos, tuvo tiempo de volver a pensar en la parte de la conversación
que había escuchado.
«Estamos a salvo, estoy seguro. Ese bastardo no sabe nada».
¿Era esa palabra un simple epíteto o se estaba refiriendo a Marcus Vásquez, su
hermanastro ilegítimo? Marcus había sido entrenador en Quest durante unos meses,
pero en diciembre se había marchado para ser el entrenador jefe del rancho Lucas,
donde Melanie, la hermana de Brent, era jinete.
«Puede pensar lo que quiera», había protestado Hunter, «pero no tiene pruebas,
así que tendrá que tener la boca cerrada si sabe lo que le conviene».
¿Pruebas de qué? Y si estaba refiriéndose a Marcus, esa afirmación no era del
todo cierta. Marcus le había dicho a Brent que estaba convencido de que Hunter
estaba detrás del asunto que estaba arruinando al rancho Quest, pero también
admitió que desconocía por completo cómo se había llevado a cabo el fraude y que
no tenía ninguna prueba que demostrara su acusación. Además, confesó odiar al
padre de Nolan Hunter por haber abandonado a su difunta madre. Marcus era un
gran entrenador, y prueba de ello era el premio que había ganado Melanie a lomos
de Algo de que hablar, pero su vínculo emocional con Hunter le quitaba objetividad…
si bien no credibilidad, al menos en opinión de Brent.
Después de que el avión aterrizara en Heathrow, que pasaran la aduana y se
metieran en un taxi, las niñas ya empezaron a dar muestras de cansancio. Sin
embargo, Brent prefería dejarlas despiertas un rato más para que acabaran
metiéndose en la cama por voluntad propia, y por ello estuvo hablándoles sobre todo
lo que reconocía de camino al hotel: la impresionante fachada del Museo Albert y
Victoria, Trafalgar Square y el Palacio de Buckingham. Para cuando se metieron en la
cama, ya era más de la una de la madrugada.
Sonrió. Se habían quedado profundamente dormidas antes de que si quiera le
diera tiempo de arroparlas.
Se sirvió una copa de whisky y se sentó en el salón a revisar los planes que tenía
para los próximos días. Sobre todo turismo, por las niñas. Ya había estado en
Inglaterra meses antes para ver a Nolan Hunter, justo después de que se diera a
conocer el asunto del ADN. El hombre le había ofrecido su ayuda y lo había
convencido de que era una persona honesta y un apoyo.
Nolan Hunter parecía no estar involucrado en nada de lo que estaba
sucediendo.

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Brent fue a ver cómo estaban sus hijas. Podían ser realmente agotadoras, pero
sin duda eran la alegría de su vida. No podía imaginarse el mundo sin ellas. Pensó en
su difunta esposa, Marti. Nunca había estado en Inglaterra. Le habría encantado,
pero con dos niñas pequeñas habían decidido posponer los viajes más largos para
cuando fueran mayores. Y ahora allí estaba solo y deseando que Marti estuviera con
él.
La tensión de un día tan largo comenzó a filtrarse hacia fuera desde sus
músculos cansados. Tras tirar por la pila la mayor parte del vaso de whisky, lo
aclaró, se desvistió y se metió en la enorme cama de matrimonio.
Cuando se despertó con el sonido de unas risas, el reloj sobre la mesilla de
noche marcaba las nueve y cuarto. Para su sorpresa, las niñas ya estaban vestidas y
Rhea estaba cepillándole el pelo a su hermana.
—Tengo hambre —dijo Katie.
Nada nuevo.
—Buenos días a vosotras también —les respondió con un bostezo mientras se
estiraba. Hacía casi doce horas que no comían nada y él también estaba hambriento.
Veinte minutos después, los tres estaban bajando las escaleras para ir a
desayunar y pasar el día visitando la ciudad.
—Este pan sabe raro —dijo Rhea al morder su segundo triángulo de tostada con
mantequilla.
—No es raro —la corrigió Brent—. Es diferente. Aquí encontraréis muchas
cosas diferentes. Es lo mejor de viajar, que conoces cosas nuevas y diferentes.
—Está bueno —dijo Rhea al tomar otra rebanada—, pero sigo pensando que
sabe raro.
Durante el día hicieron lo que hacen la mayoría de turistas que visitan Londres
por primera vez: vieron el cambio de guardia en el Palacio de Buckingham,
recorrieron la Torre de Londres boquiabiertos y contemplaron la imponente Catedral
de St. Paul, el Parlamento y el Big Ben. Fueron a ver El rey león, subieron en
autobuses de dos plantas… siempre en el piso de arriba, por supuesto, y se
refugiaron en la Estación Victoria mientras caía un chaparrón torrencial.
Y después llegó el momento de resolver el misterio de Orgullo de Leopold.
Finalmente, y después de otro desayuno inglés en el bufét del hotel, los tres
partieron desde la Estación de Paddington hacia Oxford.
Una hora después de recorrer nostálgicos paisajes con sus casas estilo Tudor,
casitas con tejado de paja e iglesias de estilo románico, llegaron a la famosa ciudad
universitaria.
El colegio Briar Hills para niñas ocupaba una casa del siglo XIX de ladrillos
marrones situada entre unas colinas a unos cuantos kilómetros de Oxford.
Brent había concertado la visita antes de salir de Estados Unidos diciendo que
era un empresario norteamericano que se mudaría a Inglaterra en un futuro no muy
lejano y que quería ver escuelas a las que poder enviar a sus hijas. Había vuelto a
llamar el día antes desde Londres para confirmar la cita.

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—¿Señor Preston? —le preguntó la joven de veintitantos años que los recibió al
salir del taxi.
—Sí. Y éstas son mis hijas, Rhea y Katie.
—Soy Heather Wilcot. La señora Sherwood-Griffin, la directora, me ha pedido
que venga a darles la bienvenida y que los acompañe a su despacho.
Atravesaron un vestíbulo central dominado por una gran escalera curvada con
un pasamanos de hierro forjado y unos escalones de mármol cubiertos por una
gruesa alfombrilla roja en dirección a una puerta de madera oscura situada a la
derecha.
—¿Puede esperar aquí, señor? —le dijo la joven al entrar en una sala de espera.
Fue hacia la puerta abierta que había más adelante y llamó.
—El señor Preston y sus hijas, Rhea y Katie, ya han llegado.
La mujer que salió por la puerta era alta y de constitución fuerte.
—Señor Preston —dijo con una voz fuerte, pero agradable—. Muchas gracias
por venir a visitarnos. Encantada de conocerlo —e inmediatamente centró su
atención en las niñas—. Rhea y Katie. ¿Quién es quién? —preguntó con una sonrisa
sincera.
Rhea, la más extrovertida, respondió:
—Soy Rhea. Ella es Katie.
Después de mirarlas detenidamente con unos ojos brillantes, les preguntó:
—¿Siempre vestís igual?
—Casi siempre —dijo Rhea—. Menos con los vestidos verdes que nos regaló la
tía Melanie. Son feos y el color es como el del vómito, así que yo nunca me pongo el
mío, pero Katie sí se pone el suyo a veces.
—No me lo he traído. Y además, no es de color vómito, es más… como un
pudín de apio.
La señora Sherwood-Griffin enarcó las cejas al instante.
—¿Pudín de apio? No logro imaginármelo… —sin duda, intentaba controlar
una sonrisa.
—Vamos a dar un paseo. Os enseñaré los jardines antes de que empiece a llover
y, mientras, podéis contarme algo sobre vuestro colegio en Kentucky.
El día estaba nublado. La directora les hizo algunas preguntas sobre las
materias que estaban estudiando y, satisfecha con las respuestas, les dijo que fueran a
jugar a la zona de recreo.
Un pedazo de papel cayó al suelo.
—Katie, se te ha caído algo.
Una de las niñas se volvió mientras su hermana la miraba.
—Justo ahí —le indicó la directora señalando un ticket de uno de los lugares
que habían visitado.

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Katie se la quedó mirando con una expresión de asombro que casi se


aproximaba al miedo.
—Recógelo, querida. Cuando entremos, te diré dónde puedes tirarlo.
—Sí, señora —respondió la niña antes de correr tras su hermana.
—Felicidades. Tenemos amigos que las conocen desde que nacieron y que aún
no pueden distinguirlas.
—Tenemos varias gemelas aquí, señor Preston. Y las considero un interesante
desafío.
Siguieron caminando. La mujer le contó una breve historia del colegio, de las
calificaciones y de los premios más recientes que habían recibido.
—Cuando llamó para concertar la cita, señor Preston, dijo que esperaba pasar
algún tiempo aquí en Inglaterra por motivos de trabajo.
—Aún no es seguro, por eso no les he dicho nada a las niñas y le he pedido que
no lo mencione delante de ellas. Creen que estamos aquí únicamente de vacaciones.
—Lo entiendo completamente. Ya he avisado al resto de profesores también.
Tenemos muchas alumnas extranjeras cuyos padres viajan constantemente.
Brent no podía imaginarse dejando a sus hijas con extraños.
—Podrían vivir con sus abuelos en Estados Unidos, pero preferiría que se
quedaran conmigo —se detuvo—. Desde que su madre murió, creo que es
importante que estemos juntos todo el tiempo posible.
—Mis condolencias por la pérdida de su esposa, señor Preston. Se las ve unas
niñas muy educadas. ¿Puedo preguntarle por qué ha pensado en el colegio Briar
Hills como una opción?
—Un amigo me lo recomendó. Nolan Hunter. Creo que su hermana es una de
sus profesoras.
—¡Lord Kestler! Sí, por supuesto. Su hermana, Devon, es una de nuestras
mejores profesoras. ¿La conoce?
—Nunca he tenido el placer de conocerla.
La directora miró al cielo.
—Será mejor que pasemos dentro —dio unas palmadas. Las niñas, que
conversaban subidas a un balancín, se detuvieron al instante y se giraron para
mirarla.
«Ojalá me obedecieran a mí así de bien», pensó Brent.
—Vamos, chicas —gritó—. Vamos dentro, deprisa.
Apenas habían entrado en el edificio por la puerta trasera cuando las primeras
gotas de agua comenzaron a caer sobre el camino de pizarra negro.
—Justo a tiempo —dijo Brent al cerrar la puerta.

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—Avisaré a la señorita Hunter para que se reúna con nosotros —dijo la


directora—. Estará encantada de conocerlo. Adora a su hermano. Es todo un
caballero.

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3
No era normal que a Devon la avisaran para salir del aula en mitad de una
clase. Rezó porque no se tratara de alguna tragedia. La salud de su madre era frágil,
pero si algo le hubiera sucedido a Lady Kestler, sin duda la señora Sherwood-Griffin
habría ido a comunicárselo en persona. ¿Podría tratarse de su hermano?
Últimamente Nolan se había convertido en todo un misterio para ella.
—Tiene visita —susurró Heather al levantar la vista del ordenador—. Ha dicho
que pases sin llamar.
—¿Quién es? Seguro que alguien importante. Tal vez un miembro del
Parlamento haciendo una inspección o que ha venido a traer al colegio a su hija por
primera vez.
—Ya lo verás.
Devon se preguntó a qué se debía el exagerado secretismo de su amiga. Y a
juzgar por su picara sonrisa, seguro que la sorpresa no era desagradable.
Antes de acercarse a la puerta abierta, se detuvo para colocarse el vestido,
asegurarse de que tenía el cinturón derecho y estirar cualquier arruga que pudiera
tener. Se pasó las manos por el pelo, que le llegaba a la altura de los hombros y, sólo
después de hacer ese gesto tan habitual en ella, entró.
La señora Sherwood-Griffin estaba en el centro de la habitación hablando con
un hombre que Devon estaba segura de no haber visto antes. Era muy alto,
probablemente medía más de metro ochenta y cinco, y tenía unos hombros
impresionantemente anchos. Cuando el hombre se dio la vuelta, vio que había más…
Estaba perfectamente afeitado, tenía unas facciones bien proporcionadas, una
barbilla con una pequeña hendidura en el medio y un hoyuelo en la mejilla derecha.
Sus carnosos labios enmarcaban una sonrisa cargada de sensualidad.
—Ah, señorita Hunter, ya está aquí —dijo la señora Sherwood-Griffin con
amabilidad.
Al acercarse, Devon se fijó en que los ojos del hombre eran de color azul oscuro.
Parecían el complemento perfecto a su tez bronceada y a su cabello ondulado y
castaño. Es más, todo en él parecía perfecto. Ahora entendió la sonrisa de Heather y
tuvo que controlarse para disimular la suya.
—Este es el señor Brent Preston, el norteamericano del que hablé en la reunión
de profesores y que había concertado una cita para visitar el colegio.
Devon lo recordó.
—Señor Preston —continuó la otra mujer—, deje que le presente a la Honorable
Devon Hunter.
Sybil no solía presentar a Devon por su título nobiliario. A pesar de la
diferencia de edad y de sus orígenes, en privado se hablaban de tú a tú. Y en
ocasiones más formales, como ésa en concreto, Devon era simplemente la señorita
Hunter.

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Extendió la mano.
—Señor Preston, es un placer conocerlo. Bienvenido a Briar Hills.
Su mano era grande y cálida. Sintió un ligero tirón cuando se estrecharon la
mano… o tal vez fue su imaginación. A pesar de estar encantada de conocer a ese
hombre, no podía evitar preguntarse para qué la habían hecho llamar, ya que Sybil
normalmente recibía a los visitantes por su cuenta, sin contar con el profesorado.
—El señor Preston conoce a su hermano —la informó la directora.
La mención de Nolan no fue tan bien recibida como lo habría sido en el pasado,
pero Devon hizo todo lo que pudo por ocultarlo.
—He estado con él en Año Nuevo —dijo Brent con una voz profunda y un
acento indiscutiblemente norteamericano—. Uno de sus caballos corría en la Classic
de Florida.
—¿Y ganó?
Brent rió suavemente.
—La verdad es que perdió. Por una nariz. Perdió contra mi hermana.
—¿Su hermana?
—Es jockey profesional.
En ese momento, Devon no pudo más que reírse.
—Espero que se lo tomara deportivamente.
—Como un perfecto caballero —respondió Preston mostrando unos dientes
blancos e igualados.
—Y ellas son sus hijas —dijo Sybil poniendo las manos sobre los hombros de las
dos niñas—. Rhea y Katie.
Devon miró a las dos niñas.
—No es justo que vistáis igual, niñas. Al menos una de las dos podría
mancharse con los copos de avena del desayuno para que sea más fácil distinguiros.
Las niñas se rieron y una de ellas dijo:
—¡Puaj! Odio los copos de avena.
Devon se fijó en el hombre que la estaba observando. Le gustaba el modo en
que sus hijas lo miraban y en cómo una de ellas… ¿Katie?… le había sujetado la
mano. Estaba claro que lo adoraban y que él las adoraba. Ver familias felices siempre
le había despertado unas emociones agridulces. Su padre no había sido en absoluto
un hombre sentimental. Cuando no la estaba criticando, directamente no le hablaba.
—Nunca han estado en una escuela inglesa —explicó la señora Sherwood-
Griffin— y les interesaría ver en qué se diferencian de las norteamericanas. Y dado
que el señor Preston conoce a lord Kestler, he pensado que tal vez le gustaría
enseñarles nuestro colegio.
—Me encantaría —respondió Devon.

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Brent estaba embelesado. La joven que había entrado en el despacho era


bellísima, además de elegante y encantadora. Tenía un rostro ovalado, una piel clara
y perfecta, unas mejillas delicadamente rosadas y unos ojos color café que
resplandecían de inteligencia y picardía.
Cuando los habían presentado y ella le había estrechado la mano, había tenido
el impulso de llevársela a los labios y besarla. No podía recordar haberse sentido así
antes, pero entonces pensó en Marti y sintió una punzada de culpabilidad. Tras
intercambiar varias palabras más con la directora, salieron del despacho. Devon los
llevó hacia un ala nueva del edificio que no era visible desde la parte delantera.
—¿Cuántos años tenéis, niñas?
—Ocho —respondió Rhea.
—Vuestro sistema educativo es diferente del nuestro. Dejadme pensar… estáis
en tercer curso, ¿verdad?
Katie asintió con entusiasmo.
—Sí, señora.
—Nosotros empezamos un año antes que vosotros, de modo que aquí estaríais
en cuarto, pero supongo que lo que aprenderíais sería más o menos lo mismo.
—¿Enseña alguna asignatura en particular, señorita Hunter? —preguntó Brent.
—Gramática. En cuarto de primaria… que sería vuestro tercero… estamos
aprendiendo los nombres, los verbos, los adjetivos y los adverbios.
—Nosotras también —gritó Rhea.
—¡Sh! —su padre le puso un dedo en los labios—. No hables tan alto. No
queremos molestar a las niñas que están dando clase.
Según iban recorriendo los pasillos y Devon los invitaba a mirar las clases y el
aula de informática a través de las ventanas de las puertas, Brent se iba sintiendo más
y más atraído hacia la hermana del vizconde, de un modo que no había
experimentado en mucho tiempo. Estuvo haciendo preguntas de lo más apropiadas
sin dejar de pensar en cómo sacar a relucir el asunto que lo había llevado hasta allí.
Apolo.
Devon se había reservado su clase para la última. Cuando llegaron allí, los llevó
dentro y los presentó ante un grupo de veinte niñas que rondaban la edad de las
gemelas. Acababa de terminar con las presentaciones cuando una campana sonó en
el pasillo.
—Hora del recreo —dijo mirando a las gemelas—. ¿Por qué no os vais con las
niñas durante su rato de descanso? Estaréis en la planta de abajo, en la sala de
reuniones, porque ahora llueve demasiado como para salir.
No hubo necesidad de decírselo dos veces; las pequeñas salieron corriendo por
la puerta con las otras niñas y desaparecieron por el pasillo.
—¿Ve mucho a su hermano? —le preguntó Brent, aprovechando la interrupción
para cambiar de tema.

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—No suelo ir mucho a Londres —respondió— y él pasa allí la mayor parte del
tiempo, si no está viajando. Y cuando algún fin de semana voy a ver a mí madre,
nunca coincidimos.
—Creía que tal vez compartía su amor por los caballos y lo acompañaba a las
carreras.
—La verdad es que me encantan los caballos y aún monto cuando estoy en casa,
pero las carreras nunca han sido mi pasión, al contrario de Nolan.
De pronto Brent vio que su interés ya no se centraba únicamente en el tema
ecuestre. Y tras convencerse de que su reacción ante la joven era absolutamente
natural y de que no ofendería la memoria de Marti, se preguntó cómo podía
encontrar un modo de pasar más tiempo con ella, con la Honorable Devon Hunter.
Cuando sonó otra campana, un grupo de niñas entró en la clase con entusiasmo
seguido por sus hijas, que, sin duda, eran las más alborotadoras de todas.
—Las niñas quieren saber si podemos volver mañana y sentarnos en la clase
con ellas —le dijo Rhea a su padre—. Han dicho que la señorita Hunter es muy, muy
simpática.
—No depende de mí, chicas —quería darles un abrazo a las dos por haberle
resuelto el dilema—. A lo mejor… —miró a Devon.
—De vez en cuando tenemos visitas que se sientan en clase son nosotras —dijo,
al parecer, encantada con la idea—. Aunque, por supuesto, primero tenemos que
pedirle permiso a la directora.
—¡Yupi! Vamos a ir al cole —gritaron aplaudiendo.
—Aún no es seguro, chicas —les avisó su padre.
—Hay dos asientos libres al fondo —les dijo Devon—. Si queréis, podéis
sentaros ahí ahora mientras vuestro padre y yo hablamos con la señora Sherwood-
Griffin.
A la vez que Devon hablaba en privado con su ayudante, Brent les recordaba a
las niñas que tenían que estar calladas y hablar sólo si la profesora se dirigía a ellas.
Un minuto después, cuando la ayudante reanudó la clase, Devon y él salieron del
aula.
—Es curioso —dijo él de camino al despacho de la directora—. Nunca las he
visto tan contentas por ir al colegio.
Devon se rió.
—Eso es porque para ellas es como estar viviendo una aventura en otro país.
Hablando de aventuras… estaba cayendo bajo el hechizo de esa risa y quería
oírla más veces.
—Su madre… —comenzó ella a decir con aire vacilante. Probablemente se
esperaba que le dijera que se había quedado en casa, tal vez cuidando de otro hijo, o
que estaban divorciados.
—Murió hace unos años.

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Su impacto fue evidente.


—Lo siento muchísimo. Debe de ser difícil para ellas… para usted… —tras una
pausa, añadió—: ¿Dónde duermen?
Se quedó asombrado por un instante antes de darse cuenta de que ella
simplemente había pretendido cambiar de tema.
—Me refiero al hotel, supongo que están hospedados en Londres.
—Oh… eh… —de pronto se sintió como un torpe adolescente—. No sabía
cuánto tiempo estaríamos aquí y, por otro lado, pensé que sería una buena
oportunidad para ver Oxford, así que he reservado una habitación en el Sword and
Shield.
—Buena elección —dijo ella—. Muchos de los padres que vienen a visitar a sus
hijas se alojan ahí. No es especialmente lujoso, pero está cerca y, según me han dicho,
es muy agradable.
—Si no tiene planes, señorita Hunter —le dijo Brent cerca del despacho de la
directora—, nos gustaría mucho invitarla a cenar con nosotros.

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4
—¿Qué quieres decir con eso de que lo has rechazado? —le preguntó Heather
esa misma noche—. ¿Estás tonta?
Devon intentó ignorar la pregunta mientras recogía los periódicos y revistas
que había sobre el sofá de su salón. Por lo general, le gustaba compartir piso con su
amiga, pero esa chica podía resultar excesivamente descuidada y desordenada.
—Pero ¿por qué? —insistió Heather.
—Es demasiado mayor para mí.
—Es maduro —la corrigió Heather—. Y además es guapo, educado y está claro
que no es pobre. Y también está disponible. He oído decirle a la señora…
—Que su mujer murió. Sí, lo sé.
—¿Y bien? —Heather enarcó ambas cejas y sonrió—. Esa forma que tiene de
hablar me da ganas de acurrucarme en una cama calentita. De verdad, ¿qué más se
puede pedir? Y a juzgar por cómo te han observado esos maravillosos ojos —insistió
su compañera de piso—, no sólo le interesa que le aconsejes sobre qué plato del
menú pedir en el Sword and Shield.
Devon siguió ignorándola.
—Vale, el problema es que tiene dos hijas. Gemelas. Probablemente no era lo
que buscabas…
—Yo no busco nada… ni a nadie.
—Pero seguro que están muy bien educadas —continuó Heather, ignorando la
interrupción—. Está claro que quieren a su padre y que él las quiere a ellas. Y eso es
muy importante.
Devon se dio por vencida.
—No es por las niñas —protestó—. Ya sabes por qué es…
—Por Charles.
Devon asintió. Sólo el sonido de su nombre la ponía nerviosa.
—No puedes permitir que dicte…
—No sigas por allí —la interrumpió Devon bruscamente.
—Vale —Heather parecía inmune al repentino carácter de su amiga—. Me
preocupo demasiado por ti como para dejar que arruines tu vida de este modo.
Además, hace semanas, o meses, que no llama.
—Porque hace meses que no salgo con nadie.
—¿Y quién sale perdiendo aquí? Sigue así y acabarás como una vieja bruja que
nunca ha disfrutado de la vida, y mucho menos del amor. Te guste o no, vas a tener
que olvidarte de él y tomar las riendas de tu destino.
—Déjame en paz, ¿vale?

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—No.
Devon se dejó caer sobre el sofá, con los brazos estirados, y echó la cabeza hacia
atrás. Suspiró.
—Sé que tienes razón, pero…
Todo había empezado dos años atrás, cuando ella aún estaba en la universidad
y tenía veintiún años. Su hermano Nolan le había presentado a su amigo Charles
Robinett. Charles era duque, unos escalones por encima de un vizconde, y además
provenía de una familia de considerable prestigio. Era joven, en aquel momento sólo
tenía veintiocho años y un físico imponente por haber sido jugador de rugby. A pesar
de haberse roto la nariz en dos ocasiones, era atractivo, aunque no exactamente
guapo y además se decía que valía millones.
Inmediatamente después de la graduación de Devon, le propuso matrimonio.
Pero a pesar de su linaje y de sus elegantes modales en público, Charles
Robinett no era en absoluto su esposo ideal. Tenía un físico muy bueno y no había
duda de que tener una fortuna hacía que la vida fuera más fácil, pero el físico
acababa desvaneciéndose con los años y ella tenía suficientes medios como para vivir
bien por su cuenta. No necesitaba que un hombre le diera ni seguridad ni posición
social. Y, por supuesto, no necesitaba a un hombre que fuera un tirano, que exigiera
que se cumplieran sus deseos sin tener en cuenta lo que ella quería.
Cuando rechazó su propuesta, él juró que agrediría físicamente a cualquier
hombre por el que mostrara interés. En su momento, ella lo interpretó como una
exageración, como la reacción de un hombre que estaba acostumbrado a tenerlo todo
sin esforzarse. Pero un tiempo después, sus dos parejas siguientes fueron asaltadas
después de dejarla en casa. La primera vez pensó que se trataba de una coincidencia,
pero la segunda vio que no era así, y aunque no hubo forma de relacionar esos
asaltos con Charles, Devon sabía que él estaba detrás, sobre todo después de que la
llamara para amenazarla de nuevo.
—Ya sabes lo que pasa cuando cedes ante un intimidador —le dijo Heather—.
Cada vez pide más y más.
«¿Le haría gracia a Brent Preston desempeñar el papel de héroe?», se preguntó
Devon.
Eso era lo que se había esperado de su hermano cuando le había hablado de las
amenazas de Charles. Estaba segura de que él le daría una advertencia al duque,
pero lo único que hizo fue decirle que era una boba por desaprovechar la
oportunidad de subir un peldaño en el escalafón social. Había dicho que las
«supuestas» amenazas no habían sido más que un malentendido y que debería
haberlas interpretado como un cumplido por parte del joven y como una muestra de
la devoción que sentía hacia ella.
En aquel momento, Devon se enfureció por el hecho de que su hermano, al que
había idolatrado durante tantos años, la llamara mentirosa y no le preocupara que
hubiera estado potencialmente en peligro.
Desde entonces, su relación se había vuelto muy distante y tensa, aunque sin
llegar a rozar el umbral de la hostilidad. En público y en presencia de su madre,

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actuaban como de costumbre, incluso bromeaban tal y como lo habían hecho en el


pasado. Devon no sabía qué le había ocurrido a su hermano, pero el cambio que
había visto en él la apenaba profundamente.
—Sé que tienes razón —le dijo a Heather—, pero no estoy segura de que sea
justo poner al señor Preston en esa situación.
—Tarde o temprano vas a tener que hacerle frente a Charles. ¿Por qué no
hacerlo con un hombre que tiene pinta de poder enfrentarse a medio equipo de
rugby con una sola mano? Además, no va a estar aquí mucho tiempo. Sólo está
haciendo una excursión para explorar el terreno por si lo trasladan en el trabajo.
Devon finalmente se rió.
—A lo mejor debería vender entradas para esa excursión.
Heather se echó sobre el sofá y sonrió.
—Pues yo compraré una.

Esa noche, después de dar un paseo por la ciudad universitaria de Oxford,


Brent y las niñas cenaron en el hotel. Sin embargo, durante el recorrido, no había
tardado en darse cuenta de que las gemelas no estaban demasiado interesadas ni
impresionadas por ver los asientos que en su día habían ocupado numerosos
eruditos. Él, por su parte, también se aburrió un poco al echar en falta algo de
compañía adulta. No dejó de pensar en Devon Hunter. Sin duda, ella conocía muy
bien todo lo que estaban viendo y podría enseñarles cosas más interesantes. En su
mente la vio sonriente y con los ojos brillantes mientras les recitaba una breve
historia del lugar, incluyendo antiguas leyendas sobre duelos y caballeros.
En realidad era una estupidez. Acababa de conocerla y, además, había
rechazado su invitación. Por otro lado, no podía olvidar que no estaba allí ni para
hacer turismo, ni para ir detrás del sexo opuesto. Tal vez para el resto del mundo él
fuera un hombre sin compromisos, pero seguía viéndose como un hombre casado…
al menos, hasta que conoció a Devon Hunter.
Después de la cena, y para su alivio, las niñas accedieron a irse a dormir sin
armar ningún escándalo ni negarse en redondo. Llevaban un ritmo frenético desde
hacía varios días y todo ese ajetreo ya se estaba haciendo notar. Cinco minutos
después de que apoyaran la cabeza sobre la almohada, ya estaban profundamente
dormidas.
Él también estaba agotado, pero sobre todo se sentía inquieto. Sacó su portátil y
continuó buscando por Internet más información sobre la familia Hunter. Nolan era
el sexto vizconde Kestler. Había heredado el título ocho años antes, después de que
su padre, Nigel, muriera a los cincuenta y dos años a consecuencia de un fallo renal.
Otra versión añadía que la enfermedad había sido causada por un problema de
alcoholismo crónico. Su mujer, Sarah Morningfield Hunter, la madre de Nolan y de
Devon, provenía de la alta burguesía más que de la aristocracia. La propiedad actual
de los Kestler, la Mansión Morningfield, era herencia por parte de madre. Brent no
pudo encontrar mucho sobre Sarah Hunter, a excepción de un artículo que decía que

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era dos años mayor que su difunto esposo y que tenía una salud frágil debido a una
enfermedad coronaria.
Cuando apagó el ordenador, no sabía mucho más que antes; a decir verdad, no
sabía nada que le diera algo de luz a su investigación sobre el misterio del ADN de
Orgullo de Leopold.
Mientras se metía bajo las sábanas, pensaba que la noche habría sido mucho
más agradable, y tal vez más productiva, si Devon hubiera accedido a pasarla con
ellos.
No debería estar pensando en una hermosa joven mientras estaba metido en la
cama, y en particular no debería estar pensando en Devon Hunter. Su búsqueda por
Internet le había dado su edad: veintitrés, doce años menos que él. No obstante,
parecía igualarse a él en madurez y por ello no se sentía más de una década mayor.
Más bien, ella le producía el efecto opuesto. Lo hacía sentir diez años más joven.
A juzgar por sus comentarios, no parecía que estuviera involucrada en las
actividades fraudulentas de su hermano, ni que tuviera conocimiento de las mismas.
La expresión de la joven parecía haberse nublado al oírle mencionar a Nolan… ¿A
qué se debería esa reacción? En cualquier caso, estaba seguro de que no le haría
gracia descubrir que Brent sospechaba que su hermano era un criminal. Así que,
dadas las circunstancias, hacerse ilusiones con tener una relación más estrecha con
ella resultaba una distracción estúpida y una pérdida de tiempo. Pero
desafortunadamente, había cosas que no podían someterse a la razón.
A la mañana siguiente, las niñas ya estaban bien despiertas y llenas de energía,
y para su alivio y sorpresa, su entusiasmo por ir a la escuela no había disminuido
durante la noche, lo cual significaba que tendría una oportunidad de volver a ver a
Devon cuando las dejara allí y una vez más al recogerlas.
Se tomaron otro suculento desayuno inglés y se prepararon para ir a la escuela.
Según lo acordado la tarde anterior, las dejaría directamente en la clase de
Devon. De camino allí, las niñas no cesaron de hablar sobre lo simpática que era la
señorita Hunter, sobre lo bien que les caía a todas las chicas de la clase, sobre lo
diferente que era de las otras profesoras que tenían en casa y sobre las ganas que
tenían de pasar el día en su clase. Al parecer, Devon también estaba conquistando a
las niñas.
Lo saludó con una sonrisa, les dijo a las niñas dónde podían sentarse… y tuvo
el acierto de no sentarlas juntas.
—Puede recogerlas a las tres. Si no están esperando abajo, entonces estarán aquí
arriba conmigo. ¿Cómo tiene pensado ocupar el tiempo que esté solo? —le preguntó
con naturalidad, aunque al instante las mejillas se le tiñeron de rosa—. Le pido
disculpas. Ha sido una pregunta muy impertinente por mi parte.
A él, el malestar de Devon le resultó gracioso y, por otro lado, pensó que ser
completamente sincero no era lo más inteligente en ese momento.
—Tengo que investigar unas cosas para el trabajo, así que este tiempo que tengo
libre me va a venir muy bien. ¿A qué hora sale hoy? Es viernes. He pensado en

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quedarnos una noche más aquí, si le apetece acompañarnos. Nuestro intento de


hacer turismo ayer no resultó muy fructífero.
—Oh… ¿tan horrible fue? —preguntó con una consternación fingida.
—Y además, la oferta para cenar con nosotros sigue en pie.
Ella se puso más seria, pero no pudo ocultar del todo su sonrisa y eso le dio
esperanzas.
—Por favor, cene con nosotros —le repitió.

Mientras se cambiaba de ropa en su apartamento esa misma tarde, Devon


debatía consigo misma y con Heather sobre si era acertado o no pasar la noche con
Brent Preston.
—Charles tiene espías por todas partes —le recordó a su amiga—. En Oxford
me conoce mucha gente. Acabará enterándose de que me han visto en compañía de
un guapo caballero norteamericano…
—Y de sus dos hijas —señaló Heather.
—Eso no cambiará las cosas.
Charles era un hombre celoso y vengativo, y sus amenazantes llamadas
telefónicas desde la ruptura habían dejado constancia de que no quería verla con
ningún otro hombre y de que se vengaría de cualquiera que estuviera con ella.
—No tiene ningún derecho a perseguirte así. Te pidió que te casaras con él y le
dijiste que no. Con eso debería bastar. No puedes pasarte el resto de tu vida
acobardada por un hombre que roza lo criminal y tal vez también lo psicótico.
—No estás diciéndome nada que no me haya dicho yo antes —murmuró Devon
al ir al baño después de quitarse el vestido que había llevado al colegio. Durante los
últimos años había estado sola y podría cambiar esa situación si dejara de
comportarse como una cobarde. Antes era una chica popular y extrovertida.
Por ello, estaba totalmente dispuesta a hacer caso omiso de las amenazas de
Charles hasta que pensó en las hijas de Brent. Ya habían perdido a su madre y si algo
le ocurría a su padre, algo que tuviera que ver con Charles, nunca podría
perdonárselo.
Vestida únicamente con su ropa interior, sopesó los pros y los contras de la
situación y se exfolió la cara. Un minuto después, y con la bata puesta, se sentó y se
cepilló el pelo. Mientras se aplicaba una capa de maquillaje, le echó un vistazo a la
pequeña colección de perfumes que tenía sobre la cómoda y eligió uno.
No pudo evitar sonreír al ponerse unas gotas detrás de las orejas. Hacía tanto
que no salía con un hombre que pensarlo le produjo un cosquilleo por la piel y en su
interior.
—¿Qué vas a ponerte? —le preguntó Heather—. Supongo que algo sencillo,
pero elegante, por supuesto.
Devon se rió.

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—Estaba pensando en los pantalones verdes oscuros y la blusa plateada.


—Y tu chaqueta color cobre. Perfecto. Ah, espera.
Heather buscó entre los cajones de la mesilla de Devon y sacó un collar de
piedras pulidas negras, verdes y vino con un brazalete a juego.
—Toma. ¿Dónde tienes el reloj bueno?
Si Devon no estuviera nerviosa por su cita, el entusiasmo de su amiga le habría
animado. Señaló al pequeño cajón que había bajo el espejo y Heather sacó la elegante
pieza de oro con sus diminutos diamantes.
Diez minutos después, Devon se dio una vuelta delante del espejo; se sentía
como una chica liberada después de un largo confinamiento.
Satisfecha con los resultados hasta el momento, pasó a pensar en el calzado.
—Las botas negras —insistió Heather.
Buena idea. Finalmente, se puso encima su abrigo Burberry y una bufanda de
seda verde.
—Deséame suerte —dijo al ir hacia la puerta.
—Te deseo más que eso. Y querré un informe completo cuando vuelvas —
sonrió—, sea la hora que sea.
Devon salió del piso riendo.

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5
El reloj recargadamente tallado que había en la esquina del vestíbulo marcaba
las seis cuando Devon entró en el viejo hotel de estilo Tudor. Dada la época del año
en que se encontraban, el sol hacía tiempo que se había puesto.
Brent y las niñas estaban esperándola delante de la chimenea. Él llevaba una
chaqueta sastre de tweed, una camisa beige y una corbata verde oliva. Sus
pantalones color sepia oscuro estaban ligeramente arrugados y llevaba unos
brillantes mocasines marrones.
Estaba incluso más guapo con ese atuendo algo más informal que con el traje
que se había puesto por la mañana. Pero fue el hombre en sí, y no la ropa, lo que
captó toda su atención… y su imaginación.
Tenía un cuerpo increíble. Se preguntó qué deportes practicaría, pero sabía que
fuera lo que fuera, se le daría muy bien.
—¡Vaya! —exclamó en un intento de centrar la atención en las niñas en lugar de
en él—. Estáis guapísimas.
Las niñas se levantaron del sillón y corrieron hacia ella.
—¿Dónde sugieres cenar? —preguntó Brent.
—Por aquí hay varios sitios. El Stag and Sheer está cerca y es bastante bueno.
Tienen un rosbif con pudín excelente…
—Yupi, rosbif con pudín —gritó Rhea.
—Yo quiero otra cosa —se quejó Katie—. Estoy harta del rosbif con pudín.
—Bueno —dijo Devon poniéndole un dedo en la barbilla—, también tienen
pastel de carne, chuletas, una trucha muy buena…
—Pastel de carne —repitió Katie—. Quiero pastel de carne.
Brent sonrió.
—Entonces supongo que vamos al Stag and Sheer —dijo Brent sonriendo.
Se pusieron los abrigos.
—Gracias por venir con nosotros —dijo Brent mientras paseaban por calles
estrechas de camino al restaurante—. Siempre es más divertido si te acompaña
alguien que conoce el lugar.
Devon sonrió.
—Pues para mí es un placer ser ese alguien.
Fue una cena divertida. Brent resultó ser un hombre con un gran sentido del
humor y le contó historias sobre la vida en Kentucky que le hicieron desear estar allí.
—¿De verdad la hierba es azul?
Él se rió.
—Es absolutamente abundante y absolutamente verde.

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—Vaya, otro mito destruido —respondió ella con un suspiro.


Al regresar al hotel por un camino distinto al del día anterior, encontraron una
tienda de juguetes que vendía muñecas de porcelana antiguas. Las niñas se quedaron
fascinadas y le suplicaron a su padre que las llevara a la tienda al día siguiente.
—Mañana es sábado —señaló—. No creo que abran.
—Me parece que abren hasta mediodía —les informó Devon.
—Por favor, ¿podemos volver mañana? —suplicó Rhea—. ¿Por favor?
Él se dirigió a Devon.
—¿Quieres acompañarnos?
—Si de verdad queréis que vaya con vosotros…
—Claro que queremos que vengas con nosotros —respondió Brent con voz
suave. Sus labios dijeron «queremos», pero sus ojos dijeron «quiero» y eso le produjo
un cosquilleo en el estómago.
Una vez en el hotel, la invitó a subir a la suite y ella vaciló por un momento.
—¿Ayudarás a papá a meternos en la cama? —preguntó Rhea emocionada.
Eso era algo que no le habían pedido nunca y se sintió ligeramente incómoda.
Miró a Brent. Habían pasado la noche observándose y desviando la mirada. Heather
tenía razón: estaba interesado en ella.
Si no fuera por Charles, habría aceptado la invitación sin dudarlo. Había
disfrutado en compañía de ese hombre y de sus hijas y le gustaría mucho seguir
haciéndolo.
Pero Charles…
Si estaba rodeada de espías contratados por el duque, tal y como sospechaba,
sabría que había estado con Brent. Y ya había dejado claro que no quería verla en
compañía de ningún hombre.
Pero entonces lo miró una vez más y no pudo imaginarlo intimidado por nadie,
ni siquiera por un hombre como Charles. Además, en unos días Brent Preston
volvería a Estados Unidos y no creía que Charles fuera a perseguirlo a través del
Atlántico.
—Pero sólo un momento —le dijo a las niñas, antes de añadir mirándolo a él—,
si a ti te parece bien.

¿Bien? Sintió su pulso acelerarse y cómo se despertaban sensaciones hacía


mucho tiempo dormidas. Los pensamientos y deseos que había enterrado desde la
muerte de Marti estaban resurgiendo con una fuerza brutal.
Devon y él habían pasado la noche como dos viejos amigos, intercambiando
opiniones, haciéndose preguntas, compartiendo risas. En dos ocasiones, y de manera
espontánea, le había tomado la mano, y en dos ocasiones, ella le había devuelto ese
gesto. Es decir… se habían comportado como algo más que amigos.
Un sentimiento de culpabilidad lo invadió. Si Marti estuviera allí, él nunca…

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Sin embargo, su mujer ya no estaba, y esa realidad le produjo un dolor tan


agudo que sintió ganas de llorar. Después, miró a Devon y rezó porque Marti lo
entendiera y lo perdonara si estaba cometiendo un error, pero la sonrisa de la joven
era tan cálida que estaba seguro de que su mujer lo aprobaría.
Subieron por las escaleras hasta lo que los británicos y europeos llaman «primer
piso»… como si el piso bajo no contara. La suite se componía de dos sencillos
dormitorios, un baño y un salón con una pequeña chimenea de mármol.
—Poneos los pijamas —le dijo Brent a las niñas— y cepillaos los dientes. Luego
vendré a arroparos.
—Queremos que Devon también venga a arroparnos —le recordó Rhea.
—Lo hará. Ahora, preparaos para meteros en la cama.
Las gemelas fueron bailando hasta el cuarto de baño. Tras unos segundos,
Devon y él pudieron oír el sonido del agua.
—Me gustan, Brent. Mucho. Son unas niñas maravillosas.
—Entonces supongo que me las quedaré —le respondió, bromeando—. Y, por
cierto, tú también las has conquistado a ellas.
—Estamos listas —gritó Rhea un minuto después.
—Vamos —dijo Brent y, con una mano en la espalda de Devon, la guió hasta la
habitación de las niñas.
Al verlo abrazar y darles un beso a las gemelas, Devon recordó cuando su
padre le decía que se fuera a dormir, aunque no pudo recordarlo dándole un beso de
buenas noches y, mucho menos, arropándola. Qué afortunadas eran esas niñas por
tener un padre que las quería.
Esperaba que simplemente tendría que decirles «buenas noches» y marcharse,
pero insistieron en que ella también las abrazara y les diera un beso.
—Dulces sueños —les dijo casi con un susurro mientras las veía acurrucarse
contentas bajo las sábanas.
Ella nunca había experimentado la clase de cariño que esa familia, por
incompleta que estuviera, se prodigaba de forma habitual, y era algo que envidiaba.
La dinámica de su familia había consistido en contabilizar cuánto bebía su
padre. Por otro lado, su madre, que cuando Devon nació tras un embarazo no
planeado y, tal vez, no deseado, tenía unos cuarenta años, siempre había sido una
mujer de salud frágil.
Ese encuentro con los Preston la había llenado de una calidez que nunca antes
había sentido y si así era tener una familia normal, entonces ella quería tener una.
Brent estaba detrás de ella y el calor de su cuerpo la envolvió cuando la rodeó
con el brazo para cerrar la puerta.
—Estarán profundamente dormidas en un momento —le aseguró con una
sonrisa, y el amor que vio en sus ojos le hizo querer llorar por la soledad en la que
ella vivía—. Son tan inquietas durante el día que cuando llega la noche parece que
duermen el sueño de la muerte.

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No le gustó la metáfora, pero no obstante sonrió. Sintió un escalofrío.


—Tienes frío —y como si fuera lo más natural del mundo, la rodeó por los
hombros generando con esa caricia otro temblor, aunque en esa ocasión fue uno lleno
de calidez.
Intentó decirse que estaba reaccionando como una adolescente, pero en realidad
ese abrazo le hizo recordar los dos años que había pasado sola, sin que nadie la
tocara, como una mujer apartada de todo.
—Deja que encienda el fuego —dijo— y luego serviré unas copas.
Ella quiso gritar «¡no!» cuando la soltó, pero, en lugar de hacerlo, se quedó
donde estaba y lo observó mientras se agachaba a encender el fuego.
Al terminar, Brent se levantó sonriéndole y fue hacia el mueble bar que había en
una esquina.
—A ver… whisky escocés, brandy, jerez y vino tinto. ¿Qué te apetece?
«Otro abrazo, por favor», quiso decirle.
—Creo que jerez.
—Jerez, muy bien. Yo me tomaré un whisky escocés, aunque soy hombre de
bourbon.
—Kentucky es famoso por su bourbon, ¿verdad?
—Hacemos el mejor. He oído que Tennessee también produce un producto
aceptable, pero yo tengo debilidad por la bebida de mi tierra.
—Como es lógico.
Brent le sonrió.
—Tengo que darte las gracias por este día tan maravilloso —le dijo mientras le
servía la copa de jerez.
—Tus hijas son encantadoras —aunque lo que en realidad quería decir era que
no deseaba que se terminase el día—. Seguro que estás muy orgulloso de ellas.
—Lo estoy —se sirvió su copa de whisky—. Pero tienes que saber que estos días
se están portando mejor que nunca; te aseguro que en ocasiones pueden ser un
auténtico terror.
Ella sonrió cuando le dio su copa de vino dulce.
—Gracias por animarlas tanto —le dijo Brent.
—Soy yo la que debería darte las gracias por el día de hoy —le respondió
delante del fuego—. Me has hecho un regalo muy especial al compartir conmigo tu
familia y al permitirme ver el mundo que me rodea con otros ojos. No lo olvidaré
nunca.
Le encantaba oírla hablar, con ese acento tan claro y preciso. La miró fijamente a
los ojos y alzó la copa al decir:
—Por los regalos especiales.
Ella alzó la suya sin dejar de sostenerle la mirada.

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Tras tomarle la mano, él la llevó hasta el sillón que había delante de la


chimenea. El fuego aún no estaba dando demasiado calor, pero no importaba. Ya
había suficiente entre los dos.
—Debes de estar cansado —le dijo en voz baja—. También ha sido un día largo
para ti.
—Lo único que siento ahora es alegría. Han sido dos días maravillosos —
murmuró—. Te he conocido.
Se miraron, y cuando él la besó el calor del fuego no fue nada comparado con el
calor que surgió entre los dos.
Devon cerró los ojos y dejó sus sentidos flotar. Un furor de deseo la invadió por
dentro. ¿Era ese hombre el que la estaba liberando? ¿O cualquier otro hombre que la
hubiera tocado habría generado esa misma reacción?
Sintió que el beso estaba cargado de desesperación. ¿Acaso no eran más que dos
solitarios hambrientos de contacto físico?
Se separaron. Él no la miró, sino que agachó la cabeza. ¿Lo había decepcionado?
¿Se estaría lamentando?
Pasó otro largo momento antes de que se dieran cuenta del sonido que procedía
de la otra habitación, un sollozo apagado.

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6
Brent se levantó enseguida y corrió a la habitación de sus hijas. Devon lo siguió
hasta la puerta, pero no entró.
Rhea estaba profundamente dormida, con la cara girada hacia la luz que
entraba por la puerta abierta. Era Katie la que lloraba.
Brent se sentó a su lado y le acarició el pelo.
—¿Qué pasa, pequeña? ¿Has tenido una pesadilla?
—Echo de menos a mami.
La abrazó.
—Lo se, cielo, yo también la echo de menos, pero sabes que está aquí contigo.
Lo que pasa es que no puedes verla.
Katie lloró con más fuerza contra su pecho.
—Papá…
—¿Qué pasa, cariño?
—¿Vas a volver a llevarnos a ese colegio y a dejarnos aquí?
—¿Qué? —con delicadeza, la apartó para poder mirarla a los ojos—. Pero ¿de
qué hablas, cielo?
—Las otras niñas… nos han dicho que sus padres las llevaron allí y las dejaron.
Ya no los ven, sólo en los días de visita. Ya no van a su casa, sólo en vacaciones. ¿Tú
también vas a dejarnos aquí?
Había sentido dolor en otros momentos, pero nada podía compararse a la
agonía que lo inundaba en ese momento por el hecho de que sus hijas pensaran que
iba a abandonarlas…
La abrazó tan fuerte que temió hacerle daño.
—Yo jamás haría eso, cariño. Os quiero tanto que jamás podría dejaros con otras
personas. Sólo estamos aquí de visita. Cuando se acaben nuestras vacaciones,
volveremos a casa. Todos. Juntos.
—Me daba miedo que ya no quisieras que estuviésemos contigo —dijo la niña
sollozando.
—Sh —le dijo para calmarla—. Eso no es verdad, cielo. Eso nunca será verdad.
La acunó en sus brazos y sintió sus propias lágrimas deslizarse por su cara.
—Vamos a pasárnoslo bien mientras estemos aquí, y después nos iremos a casa,
¿de acuerdo?
Ella asintió entre sollozos y se aferró con más fuerza a él.
—Lo prometo —le secó las lágrimas y la besó en la mejilla. Después, la tendió
sobre la cama, la arropó y permaneció sentado en el borde de la cama hasta que se
quedó dormida. Y sólo entonces, salió de la habitación de puntillas.

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Ken Casper - En brazos del peligro - 8º Serie Multiautor Purasangre

Devon lo vio levantar la copa con una mano temblorosa y beberse su contenido.
Se esperaba que fuera al mueble bar a rellenarla… ¿No era eso lo que hacían los
hombres cuando las cosas no iban bien? ¿Tomarse otra copa? Sin embargo, para su
alivio y sorpresa, él no lo hizo.
—¿Qué sucede, Brent?
Él se giró, como si hubiera olvidado que estaba allí.
—Debería haberme dado cuenta de que algo le preocupaba. Rhea es la
parlanchina, pero Katie no suele ser tan retraída como se ha mostrado esta noche.
—Eso no responde a mi pregunta.
Finalmente, la miró.
—¿Qué quieres decir?
—Está claro que no has venido a Briar Hills con la intención de matricular a tus
hijas, a menos que hayas mentido a Katie.
—No le he mentido —abrió una botella de agua y la vertió en un vaso limpio.
—Entonces, ¿para qué has venido al colegio? —cuando él no respondió, Devon
continuó—. ¿Vas a decírmelo, Brent? ¿O debería irme ya?
—No te vayas. Por favor.
Parecía estar muy preocupado e inquieto, pero ya le había mentido una vez.
¿Por qué iba a creer lo que fuera a decirle ahora? ¿El beso también había sido una
mentira? ¿Un modo de manipularla, de conseguir lo que fuera que se hubiera
propuesto?
—Por favor, siéntate y te lo contaré.
No estaba segura de si debía o no quedarse, pero quería respuestas y él era el
único que podía dárselas. Se sentó. Tenía su jerez al lado, pero lo ignoró.
—¿Qué sabes de Apolo? —le preguntó.
Ella ladeó la cabeza y lo observó. Tras una larga pausa, respondió:
—Apolo. ¿Es un caballo?
Brent asintió y se sentó en el sillón, en el mismo donde habían estado besándose
minutos antes.
—Sí, un caballo que tu hermano tuvo como semental hace cuatro años en
Estados Unidos.
—Ya te he dicho que no sé nada de caballos. ¿O es que crees que miento con la
misma facilidad que tú?
—Siento haberte engañado, Devon. A lo mejor después de que te haya
explicado lo que ha sucedido…
Ella se guardó una respuesta cargada de sarcasmo y se cruzó de brazos.

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Ken Casper - En brazos del peligro - 8º Serie Multiautor Purasangre

—Mi abuelo, Hugh Preston, llegó a Estados Unidos desde Irlanda hace más de
sesenta años —dijo Brent—. Trabajó mucho, ahorró dinero, invirtió en varios potros
prometedores, le fue bien y con el tiempo se casó con mi abuela. Juntos compraron
mil acres de tierra en Kentucky y fundaron el rancho Quest.
Dio un sorbo de agua y dejó el vaso al lado de la copa de jerez.
—Ha ido bien todos estos años, no somos la granja de caballos más grande de
Kentucky, y mucho menos del país, pero tampoco somos exactamente pequeños.
Tenemos… teníamos una media de quinientos caballos y una plantilla de empleados
fijos que se aproximaba a los setenta y cinco. Mi abuelo dejó de llevar el negocio
después de la muerte de mi abuela hace unos años, y dejó al cargo a mi padre, que
desde hace poco nos ha confiado algunos aspectos del negocio a mi hermano y a mí.
Andrew es el director general y yo estoy al cargo de la cría de los caballos.
Ella escuchó sin interrumpirlo ni mostrar ninguna emoción. Brent se levantó,
fue hacia el mueble bar, se echó más whisky en el vaso que había utilizado antes y se
apoyó contra el alféizar de la ventana, frente a Devon.
—Hace cuatro años, cuando supe que Apolo ejercería de semental en la granja
de caballos Angelina Stud, reservé a una de nuestras mejores yeguas, Cortina Blanca,
para cruzarla con él. El resultado fue extraordinario. El año pasado, el potro, Orgullo
de Leopold, ganó el Kentucky Derby al igual que la Preakness y parecía estar de
camino a conseguir la Belmont Stakes y la Triple Corona.
Le dio un sorbo a su copa e hizo una mueca de asco.
—Me va a costar acostumbrarme al sabor de esto —lo apartó.
Devon esperó, sabiendo que ese comentario había sido una táctica para retrasar
la conversación.
—Entonces hubo un problema técnico en los ordenadores de la Jockey
Association. Unos cuantos archivos con información sobre el ADN de los caballos se
perdieron y la asociación les pidió a los propietarios de los caballos afectados que
extrajeran nuevas muestras de sangre —respiró hondo—. Un procedimiento bastante
sencillo. No había ningún problema —se bebió lo que quedaba del whisky—, excepto
que según los resultados, Apolo no era el padre de Orgullo de Leopold. De la noche a la
mañana nuestra honradez quedó en entredicho y nos acusaron de estafadores.
¿Tienes idea del impacto que tuvo eso? —le preguntó con evidente rabia.
Ella sacudió la cabeza, no estaba dispuesta a hablar.
—No. Claro que no, pero deja que te diga algo. La cría de caballos nos genera
mucho dinero, pero sólo durante tres meses al año. Como todos los purasangre nacen
oficialmente el uno de enero, nadie quiere un potro que haya nacido más tarde.
Cuando salió a la luz el tema del origen de Orgullo de Leopold, quedó relegado de las
competiciones hasta que se solucionara el problema, y tres meses después, cuando no
hubo resolución, a todos los purasangre propiedad del rancho Quest se les prohibió
competir en Estados Unidos. A eso le siguió una prohibición internacional en
octubre. Como resultado, los propietarios inmediatamente comenzaron a sacar a sus
caballos de Quest. Y no sólo se llevaron a los caballos que residían allí, sino también a
los que entrenábamos. Además, los contratos para los cruces se esfumaron de la
noche a la mañana.

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Ken Casper - En brazos del peligro - 8º Serie Multiautor Purasangre

—Lo siento.
—Los empleados que dependían de nosotros para vivir… mozos de cuadra,
entrenadores, los encargados de las instalaciones, los granjeros… tuvieron que irse. Y
todo porque crucé a una yegua con un semental que, según tu hermano, era Apolo,
pero que en realidad no lo era. Hice que repitieran la prueba de ADN, pero los
resultados fueron los mismos. Hablé con todo el mundo que había entrado en
contacto con el semental y la yegua, incluso volé hasta aquí y hablé con tu hermano.
Colaboró en todo lo que pudo y me dejó sacarle nuevas muestras de sangre a Apolo,
pero no sirvió de nada. Apolo no era el caballo por el que pagamos. Tu hermano dijo
no tener idea de lo que podía haber pasado ya que él no estaba en Estados Unidos en
aquel momento.
—No lo entiendo —dijo Devon—. Parece que Nolan cooperó en todo lo que
pudo, así que ¿por qué estás aquí? ¿Por qué lo estás acusando?
—A pesar de lo que dijo, creo que tu hermano está involucrado en este fraude.
Hoy me he pasado el día revisando archivos, artículos de periódico… por cierto,
tenéis unas excelentes instalaciones para investigación aquí en Oxford. Intentaba
descubrir todo lo que pudiera sobre los intereses ecuestres de tu hermano y he visto
que se han producido otros fraudes relacionados con Apolo, aunque Nolan no ha
dejado rastro.
Ella se lo quedó mirando con los labios apretados antes de levantarse.
—Te diré lo que me parece todo esto. Creo que tú mismo has hundido tu
negocio y ahora quieres buscar un chivo expiatorio.

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Ken Casper - En brazos del peligro - 8º Serie Multiautor Purasangre

7
—No, Devon. No estoy buscando un chivo expiatorio —Brent se pasó una
mano por el pelo, preparado para dar rienda suelta a su ira, pero la inocencia que vio
en sus ojos marrones le hizo arrepentirse al instante de cualquier duda que hubiera
podido albergar sobre el hecho de que ella estaba compinchada con su hermano—.
Estoy buscando al culpable y tengo una buena razón para pensar que se trata de tu
hermano.
—Pero no tienes ninguna prueba —le recordó—. De lo contrario, ¿no habrías
acudido a las autoridades?
—No tengo ninguna prueba —tuvo que admitir—, pero sí tengo una seria
sospecha.
—Creo que estás buscando a alguien a quien culpar por tu incompetencia.
Brent se tragó el insulto sin responder porque ¿no se había acusado él mismo de
eso? Ella estaba defendiendo a su hermano, el nombre de su familia, y eso era algo
que podía comprender y respetar. La cuestión era si lo estaba haciendo basándose en
una confianza ciega o si tenía una buena razón para creer que Nolan era incapaz de
hacer algo así.
—No estoy solo. Tu hermanastro está convencido de que Nolan está
involucrado en el fraude.
Su furiosa mirada se transformó al instante en una de sorpresa y confusión.
—¿Hermanastro? ¿De qué estás hablando? Yo no tengo ningún hermanastro.
Sólo somos Nolan y yo.
Brent sacudió la cabeza, en absoluto sorprendido por su reacción. Nolan le
había dejado bien claro a Marcus Vásquez que no tenía intención de reconocer a su
hermano bastardo. La pregunta era si Devon estaba imitando la actitud de su
hermano o si de verdad no sabía nada sobre el hijo ilegítimo de su padre. Brent se
inclinaba más por el hecho de que lo ignoraba, algo que confirmaría su no
implicación en las actividades de Nolan.
—Siento ser yo el que te dé esta noticia, Devon, pero no es verdad. Tienes un
hermanastro… se llama Marcus Vásquez. En la actualidad es el entrenador del
rancho Lucas en Kentucky, pero fue entrenador en Quest durante un tiempo. Nolan
y él se encontraron en la Classic de Florida el día de Año Nuevo, pero no puede
decirse exactamente que se alegraran de verse.
Ella se levantó y lo miró, con sus delicadas manos cerradas en dos apretados
puños.
—No te creo.
Brent decidió no enfadarla más contándole que Marcus le había salvado la vida
a su hermana Melanie después de la carrera, matando en defensa propia al hombre
que la atacó. No podía demostrar que existiera una relación directa entre el ataque y
el fraude de los caballos, pero la conexión parecía inevitable. Además, eso constataba

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que la gente implicada se sentía lo suficientemente amenazada como para recurrir al


asesinato.
En cuanto a Devon, descubrir que tenía un hermanastro ilegítimo ya fue
suficiente impacto.
—Lo sé —le dijo con un tono comprensivo—. O al menos sé que no quieres
creerme, pero es la verdad.
Se acercó a ella, le tomó la mano derecha y se la llevó a los labios para besarla.
—Pregúntale a Nolan —la acompañó al sillón y él se sentó al lado, en el sofá, sin
soltarle la mano aún temblorosa—. Te dirá que es verdad. Antes de que él naciera, tu
padre tuvo una relación con la madre de Marcus. No le dijo que estaba casado hasta
que ella le contó que estaba embarazada y entonces la abandonó. No tuvieron más
contacto. Sin embargo, cuando la mujer estaba en su lecho de muerte, le pidió a
Marcus que lo visitara para convencerlo de verla por última vez antes de morir. Al
parecer, seguía enamorada de él. Tu padre se negó, diciendo que ni siquiera se
acordaba de esa mujer. Entonces Marcus se acercó a Nolan y le pidió que intercediera
por él ante su padre, pero lo único que Nolan hizo fue decirle a Marcus que se
perdiera y que no volviera nunca a sacar a relucir su supuesta relación.
Mientras Brent le hablaba, Devon se mordía los labios y sus ojos se llenaron de
tristeza.
—Puedo creerme lo de mi padre, era un hombre frío y egoísta. Pero no puedo
creerme que mi hermano supiera esto y nunca me haya dicho nada.
—Siento que lo estés descubriendo de esta forma. Lo siento mucho. No sé si tu
madre sabe…
Devon sacudió la cabeza.
—No sé qué pasaba con mi padre. Nunca encontré una buena razón para
quererlo, pero mi madre sí, aunque la trataba de un modo terrible. Dudo que esa
pobre criatura que has mencionado fuera la única relación de mi padre, pero si mi
madre hubiera sabido que él tenía otro hijo… Si se enterara ahora, creo que eso la
mataría.
Devon estiró las piernas, echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando al techo.
Sin soltarle la mano, Brent se arrodilló ante ella y con delicadeza le tomó la otra
mano.
De pronto, y como si se estuviera rebelando contra el impacto emocional que
acababa de recibir, ella se levantó y casi lo tiró.
—¿Y qué demonios tiene esto que ver con ese maldito caballo?
—Directamente, nada —admitió tranquilamente y se puso de pie—. Pero me he
dado cuenta de que tu hermano oculta algo detrás de esa sofisticación que muestra
delante de todo el mundo.
Brent casi sonrió ante el fuego que vio en esos hermosos ojos marrones. Tras
respirar hondo, ella volvió a sentarse en el sillón.
—No tienes pruebas de que Nolan estuviera implicado en este… malentendido.

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—Fraude.
—No has hecho más que decir mentiras desde que has llegado —le dijo—. No
has venido para buscar un colegio para tus hijas y, por lo que sé, incluso también
podría ser mentira que seas viudo.
—Soy viudo —le respondió, muy consciente de las lágrimas que le había
provocado y del daño que le había hecho—. Y puede que engañe con palabras, pero
ese beso no ha sido ninguna mentira, Devon, lo que siento por ti no es mentira.
—Ojalá pudiera creerte.
—Puedes hacerlo y lo harás si escuchas a tu corazón. Cuando te he besado no
estaba mintiéndote y estoy seguro de que tú tampoco has fingido al devolverme el
beso.
La vio analizar esas palabras y llegar a la decisión de creerlo, de confiar en sus
propios sentimientos.
—¿No pudo un semental cubrir a tu yegua antes o después que Apolo? —
preguntó.
Una pregunta razonable.
—Eso puede suceder, pero no es el caso. Estamos hablando de caballos
purasangre que ganan premios y que están muy vigilados, incluso su comida es
minuciosamente examinada. Si un semental se hubiera acercado a esta yegua,
créeme, lo sabríamos.
Ella asintió la cabeza.
—Hay algo más —dijo—. Hace unos meses, Millones para Repartir, un caballo de
carreras purasangre propiedad de lord Rochester, murió en misteriosas
circunstancias en Dubai. Se suponía que su padre también era Apolo, pero las pruebas
de ADN revelaron que el padre era el mismo que el de Orgullo de Leopold. No
estamos hablando de un accidente que haya sucedido en una ocasión, Devon.
Estamos hablando de algo mucho más grave.
—Una conspiración —murmuró ella.
Brent asintió.
—Y estás sacando la conclusión de que mi hermano está detrás de todo esto.
—Él es el único que tiene algo que ganar, Devon. ¿Podría alguien más ser el
responsable? Supongo que sí, pero ¿con qué fin? Tu hermano es el único que saca
beneficio de Apolo al producir el número máximo de potrillos vivos. Bajo las óptimas
condiciones, puede ganar de uno a dos millones de dólares en una temporada de
cría.
—¿Tanto? No tenía ni idea. Pues él siempre está diciendo que no tiene dinero…
Pero has dicho que estos caballos están muy vigilados, así que ¿cómo se hizo el
cambio de semental?
—He pensado muchísimo en ello —respondió Brent—. Imagino que hay dos
formas: una sería sustituirlo por un caballo que se pareciera a Apolo.
—¿Por qué?

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Brent se encogió de hombros.


—Como ya sabrás, los caballos son increíblemente dados a los accidentes. Apolo
tal vez resultó herido justo antes de que lo transportaran para la cría. A lo mejor tenía
algún tipo de infección y no pudo pasar la inspección veterinaria y por ello no fue
considerado apto para la cría. O por alguna razón quedó estéril. O tal vez lo habían
cruzado demasiadas veces y no tenía la cantidad suficiente de esperma, algo que
arruinaría su reputación como semental. Hay muchas razones que podrían ser
válidas.
—Pero ¿no se reconocería a un sustituto? —preguntó ella.
—Sus cuidadores sí, sin duda, y eso significa que ellos tendrían que estar
metidos en esto. Pero eso no es muy probable. He hablado con todos menos con uno
y en ningún momento he sentido que estuvieran ocultando algo. Por supuesto, la
gente miente y se guarda cosas, pero nunca me dio esa impresión. Algunos de ellos
eran hombres mayores que se enorgullecen de la reputación que han logrado a lo
largo de los años. No puedo imaginármelos poniendo en riesgo su reputación, sobre
todo dado que no hay signos de que su estilo de vida haya cambiado… ni pruebas de
ingresos económicos.
—Te has esmerado mucho —le dijo ella, con una mezcla de acusación y orgullo.
—El sustento de mi familia y su buen nombre están en juego. Por supuesto que
me he esmerado. En lo que respecta al hecho de que los propietarios de las yeguas
hubieran diferenciado a un caballo idéntico a Apolo… dependería de lo
familiarizados que estuvieran con el semental. Somos bastante buenos a la hora de
diferenciar a nuestros caballos. Igual que me pasa con las gemelas; puedo
distinguirlas aunque sean idénticas para todo el mundo —le lanzó una sonrisa—.
Excepto para tu directora.
Devon asintió.
—Aun así —prosiguió Brent—, las manchas de Apolo son claramente distintivas
y bien conocidas, así que usar un doble supondría correr un riesgo enorme. Una
alternativa mucho más realista es que se utilizara la inseminación artificial. Como
puede que sepas, a los purasangre no se les permite reproducirse mediante
inseminación artificial, pero eso no significa que no funcione. En muchas otras razas
se permite y hay buenas razones para que sea una opción preferida sobre otras. Por
ejemplo, hay menos riesgo de que tanto la yegua como el semental sufran daños,
pero por tradición, los purasangre registrados deben concebirse a la antigua, en vivo.
—Puedo entender que se usara un doble de Apolo si él no estaba disponible,
pero si lo estaba, ¿por qué emplear la inseminación artificial?
—Porque conseguir que la yegua quede preñada al primer intento le ahorra
mucho dinero a los propietarios de las yeguas y le da a Apolo buena reputación.
Cuando contratas una cría, te garantizan un potrillo vivo. Si no es así, hay que repetir
el proceso, y eso significa mantener a la yegua en el criadero, con un coste
importante, o llevarla de nuevo la siguiente temporada de cría, también con un coste
considerable. He hecho algunas investigaciones y en el cincuenta por ciento de los
casos, la yegua no queda preñada en el primer intento. El índice de fecundación en

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un solo intento de Apolo es del ochenta por ciento y eso resulta muy atrayente para el
propietario de una yegua.
—Sigo sin entenderlo —dijo Devon.
—Creo que además de ser cubiertas por Apolo, las yeguas eran sometidas a la
inseminación artificial para incrementar sus estadísticas de fertilidad. Por ejemplo,
sabemos que engendró a un potrillo llamado Mirada Perfecta durante la misma
temporada de apareamiento en la que Orgullo de Leopold fue concebido y que cubrió a
la yegua una sola vez.
Justo en ese momento el teléfono sonó, interrumpiendo su explicación.

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8
Devon inmediatamente reconoció su tono y, tras sacudir la cabeza para
disculparse por la interrupción, sacó el teléfono del bolso. El número reflejado en la
pantalla no era ni el de su madre ni el del doctor, así que al menos se sintió aliviada
de que no hubiera sucedido nada en casa. Al no reconocer la serie de números, se vio
tentada a ignorar la llamada, pero lo pensó mejor y contestó:
-¿Diga?
—¿Creías que porque es un maldito extranjero no me enteraría? —dijo una voz
masculina cargada de furia.
Ella dio un grito ahogado, se apartó el teléfono de la oreja y se levantó
bruscamente.
—Te dije que te mantuvieras alejada de otros hombres, y lo dije en serio.
—Pero…
—No te acerques más a él o lo lamentará.
—Yo…
—Y tú también.
—No puedes…
—Sé quién es, Devon. No creas que puedes ocultarme nada, porque no puedes.
—No tienes…
—Y sé dónde encontrarlo a él y a sus dulces hijitas.
—No te atrevas a…
—Aléjate de él.
La llamada terminó y ella se quedó donde estaba, temblando.
—¿Quién era? —preguntó Brent, claramente preocupado—. ¿Era Notan?
—No —respondió con poco menos que un susurro. Dejó caer el móvil dentro
del bolso.
—Devon, ¿quién era? ¿Qué te ha dicho? —cuando se acercó, ella se estremeció
—. ¿Por qué estás tan asustada? Estás temblando.
—No es… nada.
La abrazó y ella se sintió tan protegida por esos fuertes brazos que
instintivamente se relajó.
—Dime qué está pasando. Deja que te ayude.
—Habrá sido algún loco —murmuró—. Nada de qué preocuparse. Ya estoy
bien.
Brent la alejó lo justo para poder mirarla a los ojos y lo que Devon encontró al
mirarlo fue auténtica preocupación, un verdadero deseo de ayudarla. Pero ¿qué

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podía hacer por ella? Era un extranjero, un extraño que se iría en unos días. La
soledad y la impotencia la embargaron.
—Devon, no estás bien. Estás temblando como un flan.
—De verdad, no pasa nada. Ya he recibido esta clase de llamadas antes. Son
incómodas, pero eso es todo.
Podía ver en sus hermosos ojos azules que no la estaba creyendo y saber que se
preocupaba por ella le hizo sentir una agradable calidez en su interior. Hacía tanto
tiempo que un hombre no la abrazaba de ese modo… O tal vez nunca la habían
abrazado así. Lo que sentía con Brent era algo que no había vivido antes más que en
sueños.
—Ha sido más que eso, Devon. El que te haya llamado te ha dejado
aterrorizada. Por favor, dime qué está pasando.
Ella se obligó a apartarse de su protector abrazo. Heather tenía razón. Había
llegado el momento de tomar el control de su vida, de enfrentarse a Charles y de
dejar de acobardarse. Pero ¿cómo? No podía depender de Brent para que la ayudara.
Pronto se marcharía y volvería a Estados Unidos y ella se quedaría sola librando esa
batalla.
—Creo que deberías volver a casa —declaró firmemente.
—¿Qué?
Casi tambaleándose, Devon volvió a la silla donde había dejado su abrigo.
—Creo que deberías volver a casa —repitió—. Haz las maletas, guárdate tus
viles acusaciones contra mi familia y vuelve a Kentucky.
Él se la quedó mirando perplejo y cuando Devon fue hacia la puerta, se puso
delante de ella con las manos apoyadas en las caderas.
—Deja que me vaya, Brent —se sentía tan cansada…—. Por favor.
—No voy a detenerte, Devon, pero tendrás que rodearme para salir.
Eso le dejaba muy poco espacio. Sería imposible rebasar esa imponente figura
masculina, tan alta y decidida, sin que se produjera un contacto físico, sin rozarse
contra él. Quería tocarlo, empaparse del calor y del poder que ese hombre emanaba,
pero saber que en cuanto lo hiciera tendría que romper ese contacto y volver a
quedarse sola le producía una sensación casi asfixiante.
Pasó una eternidad sin que se oyera nada en la habitación.
Entonces dejó escapar un sollozo y se cubrió la cara con las manos. Sin decir
nada, Brent le quitó el abrigo de las manos, lo tiró sobre una silla y la sentó sobre el
sofá, a su lado. Le tomó la mano durante varios minutos.
—¿Vas a contarme lo que está pasando? —le preguntó sin soltarla.
A pesar de un primer momento de indecisión, Devon fue adquiriendo
confianza y le habló de Charles Robinett, de su proposición de matrimonio dos años
antes, que había rechazado, y de su amenaza contra todo hombre que se atreviera a
acercarse a ella.

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—¿Era ése el tipo que te ha llamado?


Ella asintió.
—Por eso tienes que irte, Brent. Inmediatamente. Charles sabe quién eres y que
hemos estado juntos —sonó como algo demasiado íntimo. «Hemos estado juntos».
La había besado y ella había querido que volviera a besarla, quería que estuvieran
juntos de una forma mucho más íntima—. No puedo arriesgarme a que siga adelante
con su amenaza…
—No te preocupes por mí. Puedo cuidar de mí mismo.
De eso ella no tenía duda.
—¿Y las niñas? —añadió.
—¿Ha amenazado a mis hijas? —preguntó con indignación.
—No específicamente, pero sabe que están aquí. No sé qué puede llegar a hacer.
No lo subestimes, Brent. No le importa a quién utiliza ni a quién hace daño para
salirse con la suya.
—No pondré en peligro el bienestar de mis hijas, pero hay algo que deberías
saber sobre mí. Primero, no voy a dejarme intimidar, y segundo, una vez que me
decido a hacer algo, me niego a que intenten disuadirme. He venido a Inglaterra a
descubrir todo lo que pueda sobre Apolo y no tengo intención de marcharme hasta
que sepa exactamente qué está pasando.
Ella asintió.
—Está claro que le habrás contado a tu hermano lo de Charles. ¿Qué te ha
dicho?
—Nolan no me creyó. Pensó que había malinterpretado la preocupación de
Charles por mí como una amenaza y que era tonta por dejar pasar las oportunidades
que me estaba ofreciendo al pedirme que me casara con él.
Brent se la quedó mirando.
—¿Qué? Pero eres su hermana. ¿Acaso tu felicidad no cuenta?
Ella resopló con sorna.
—Tienes que entender una cosa sobre Nolan. Los dos son amigos y él se niega a
creer que Charles pudiera decir o hacer algo… impropio.
—¿Impropio? A lo mejor a este lado del Atlántico le dais a esa palabra un
significado distinto, Devon, pero de donde yo vengo, «impropio» significa
«incorrecto». Por Dios, Devon, ¡te ha amenazado!
A ella le sorprendió que él no hubiera dicho «por lo que me has contado» o «si
es verdad lo que dices», y que directamente la hubiera creído de una forma
incondicional, cosa que ni siquiera su hermano había hecho.
—A Nolan le importa demasiado el tema de las clases sociales. Charles es un
duque y en la escala social un duque está muy por encima de un vizconde.
—¿Y eso importa? Dime, ¿tú crees esa estupidez de que la gente que tiene
títulos es especial? ¿Debería empezar a llamarte lady Kestler, milady?

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Ese sarcasmo y desdén con que habló fueron como una bofetada para Devon. Se
puso derecha y posó las manos sobre su pecho para liberarse de su abrazo.
—No, pero sí creo que hacen que la gente vea y trate de un modo distinto a los
que los poseen. Puede que en tu país no haya títulos ni aristocracia, Brent, pero
vosotros tenéis a todas esas ricas y famosas estrellas del cine y a los políticos.
Él sonrió ante el comentario.
—Touché.
Se quedaron en silencio unos minutos, cada uno absorto en sus propios
pensamientos.
—Tu hermano se niega a creer que te están amenazando —dijo finalmente
Brent más furioso que antes—. Se negó a dar la cara por ti y a protegerte y aun así tú
insistes en que es imposible que esté implicado en un fraude con el que podría haber
ganado millones de dólares. Eso no tiene sentido, Devon.
Ella abrió la boca para dar sus argumentos, pero él no le dio la oportunidad.
—No estoy diciendo que una cosa sea la prueba de la otra, que porque no te
haya protegido, esté involucrado en el fraude; a lo mejor resulta que simplemente es
un cobarde.
—No lo es —protestó ella. «Al menos, antes no lo era».
—Pues sin duda está actuando como si lo fuera. Sé que eso no demuestra que
haya timado al rancho Quest, pero tienes que admitir que la posibilidad es grande. Si
puede darte de lado cuando tú, su propia hermana, necesita su protección, también
es capaz de engañar a unos extraños.
«Ha cambiado con el paso de los años», pensó ella. «No sé por qué. Siempre
pensé que podía depender de él en el pasado, hasta que apareció Charles».
—¿Cómo se conocieron Charles y él? —preguntó Brent, como si estuviera
leyéndole la mente—. ¿En la universidad?
Ella fue hacia la ventana y oyó la lluvia que acababa de empezar a caer contra
los cristales.
—Nolan tiene cinco años más que Charles, así que no coincidieron en la
universidad. Se conocieron en una carrera, creo, o tal vez en algún evento social
después de alguna.
—¿Charles tiene caballos?
—Creo que no, aunque sí que pasa mucho tiempo en los hipódromos y he oído
que lo han interrogado alguna vez por algún asunto de carreras amañadas, pero
tiene amigos muy influyentes, así que…
—No le ha pasado nada —Brent terminó por ella.
Ella apartó la vista con desconsuelo. La lluvia caía cada vez con más fuerza. El
sonido hacía que la habitación pareciera más pequeña, más aislada, el ambiente más
íntimo.

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—A lo mejor puedo encontrar algo en Internet —dijo Brent—, ahora que tengo
una idea más clara de lo que estoy buscando. ¿Charles Robinett es su nombre
completo?
Ella asintió.
—Has dicho que es duque. Entonces tendrá un título, ¿no? ¿Cuál es?
—Es el duque de Camberg.

Ver a Devon marcharse esa noche había sido más difícil de lo que Brent se había
esperado. Había vuelto a suceder, al igual que había pasado con Marti. Un encuentro
y sus instintos masculinos ya se habían confabulado contra él. En el caso de Marti, se
había debido al poder de su risa, a su alegría de vivir, a su belleza y a su encanto.
Con Devon, fue su vulnerabilidad lo que despertó sus instintos de protección; sentía
una enorme indignación por el hecho de que un hombre, Charles, pudiera
atormentar a Devon hasta ese extremo.
La diferencia de seis horas con Kentucky le dio ventaja. En Inglaterra eran las
diez de la noche y en Kentucky aún era por la tarde. Devon se había marchado hacía
escasamente diez minutos, abatida. Y en parte era culpa de él, pero también había
captado en ella un aire de determinación que no había visto antes. Esa noche le había
dado dos noticias impactantes: una, que su hermano podía estar involucrado en
actividades fraudulentas y la segunda, que tenía un hermanastro ilegítimo.
Marcó el número de su hermano mayor, que respondió al tercer tono.
—¿Estás haciendo algún progreso? —preguntó Andrew, después de los saludos
habituales.
—He descubierto quién es Camberg —le dijo Brent—. Se llama Charles
Robinett. Es el duque de Camberg, un amigo de Nolan. Además, ha estado
amenazando a Devon, la hermana de Nolan.
—Qué tipo más majo.
Brent le contó la situación tal y como Devon se la había descrito.
—Estoy más convencido que nunca de que Nolan está detrás de todo esto, pero
tengo un problema —continuó Brent—. Lo he fastidiado todo con las niñas.
Le contó a Andrew la visita al colegio y el miedo de Katie a que fuera a dejarlas
allí, abandonadas. Se sentía fatal. Después de todo por lo que habían pasado las niñas
al perder a su madre y mudarse posteriormente con sus abuelos, había sido muy
insensible por su parte llevarlas a un lugar donde otras niñas eran tratadas como
hijos a los que sus padres daban de lado.
—Pobrecitas —se lamentó Andrew.
—Pero ahora, dadas las circunstancias, no es seguro que se queden aquí
conmigo. He pensado en llevarlas a casa y volver luego, pero me pregunto si papá y
mamá podrían venir y quedarse aquí con ellas. Así se sentirían seguras y yo podría
seguir investigando sabiendo que están completamente a salvo. ¿Crees que querrán
hacerlo?

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—Puedo preguntárselo, Brent, pero no es necesario. Los dos sabemos cuál será
la respuesta. La única pregunta ahora es cuál es el primer vuelo que sale hacia allí.
Brent dejó escapar un suspiro de alivio.
—Esta noche vamos a pasarla en Oxford, pero volveremos a Londres en tren
por la mañana —le dio el nombre del hotel donde se hospedaban.
—Vale. Te llamaré para decirte cuándo llegan a Heathrow.

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9
Sábado, 10 de enero

Devon se mostró muy animada con las niñas al día siguiente, cuando se
reunieron para desayunar en el Sword and Shield, pero a Brent no podía engañarlo.
Tras sus risas, podía ver confusión e infelicidad.
—Tengo buenas noticias —les dijo a las gemelas—. Una sorpresa.
Pensar que Katie pudiera estar aún asustada le atormentaba y se preguntó si lo
que estaba a punto de decirles mejoraría la situación o la empeoraría. Una vez más,
se vio tentado a anunciarles que volvían a casa, pero entonces tuvo que esperar y
pensar.
Allí también había problemas. La situación económica del rancho era cada vez
peor y a menos que solucionara el asunto del fraude, Quest tendría que acabar
cerrando sus puertas. Incluso existía la posibilidad de que se vieran obligados
también a vender las tierras. Su abuelo tenía ochenta y seis años y aunque su salud
era buena, el viejo caballo de hierro no viviría para siempre. Brent no podía soportar
ver a Hugh marcharse a la tumba dejando su legado en ruinas.
El otro impedimento para su vuelta a casa era Devon. Sabiendo lo que sabía, no
podía subir a un avión y abandonarla. Sí, podía decirse que no le debía nada y que lo
que le pasara no era asunto suyo, pero la había besado. Y aunque había muchas cosas
que aún quería saber de ella, no la consideraba una extraña. Desde que Marti había
muerto, no había mirado a otra mujer, no había tocado a otra mujer. Pero sí que
había mirado a Devon. La había tocado. La había besado en los labios y había sentido
su respuesta.
Las tres chicas de la mesa estaban mirándolo.
—¿Cuál es la sorpresa, papi? —le preguntó Rhea con impaciencia.
—Anoche hablé con el tío Andrew por teléfono y ¿a que no sabéis qué? El
abuelo y la abuela vienen a estar con nosotros.
—¿De verdad? —preguntó Katie.
Brent podía ver una sombra de sospecha en sus claros ojos azules.
—Sí. Han decidido que necesitan unas vacaciones y estarán aquí esta tarde.
Devon lo observó con incertidumbre.
—¿A qué hora llegan?
—Llegan a Heathrow a las cuatro. Me imagino que si nos subimos al tren de las
diez y dieciocho hacia Londres, nos dará tiempo a dejar nuestro equipaje, a comer
algo y a ir al aeropuerto a buscarlos.
Devon asintió, pero no dijo nada hasta después de que salieran del hotel y
fueran hacia la tienda de muñecas. Las niñas iban de la mano delante de ellos.

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Ese gesto inspiró a Brent, que también le tomó la mano a Devon. Ella se mostró
reticente al principio, pero después la apretó con fuerza.
—¿Por qué vienen tus padres? —le preguntó un momento después.
—Después de lo que Katie dijo anoche, he decidido que necesitan sentirse más
seguras. Están muy unidas a mis padres.
—¿Es sólo por eso? —su tono no era acusatorio, pero a Brent no se le escapó ese
atisbo de desconfianza.
—Tengo que investigar más. Pensé que podría hacerlo y llevarme a las niñas
conmigo, pero después de lo que me dijiste del amigo de tu hermano, no puedo
correr el riesgo de ponerlas en peligro. Mis padres las protegerán a la vez que me
darán la libertad que necesito para moverme e investigar.
—¿Y por qué no vuelves a casa directamente?
Él se detuvo y, sin soltarle la mano, se volvió hacia ella.
—No pienso abandonarte, Devon.
—Y si te digo que no quiero que te quedes, que no necesito que juegues a ser mi
protector…
—¿Es esto una prueba? Si digo que me voy a quedar de todas formas, podrás
acusarme de ser tan opresivo como Charles. Si digo que me voy, puedes criticarme
por dejarte en la estacada, como tu hermano. No salgo ganando de ninguna de las
dos formas, ¿verdad?
Ella agachó la cabeza, pero él le alzó la cara y la miró a los ojos.
—De una forma u otra, tú sales perdiendo, Devon. Me importas y estoy
dispuesto a hacer lo que sea para ayudarte y protegerte.
—Gracias —murmuró ella.
—Vamos, papi. ¿A qué esperáis? —le gritó Rhea impaciente.
Y los cuatro juntos entraron en la tienda de muñecas.
—¡Oh! ¿No son preciosas? —exclamó Devon.
—¡Me gusta ésa! —gritó Rhea—. La de rojo.
—A mí me gusta más la azul —dijo Katie, señalando a una muñeca más
pequeña.
—O a lo mejor ésa —murmuró Rhea, al hablar de otra vestida de color púrpura.
Las niñas cambiaron de opinión una docena de veces durante la siguiente
media hora.
—Vais a perder el tren —le recordó Devon a Brent.
—No pasa nada. Sale otro dentro de una hora. Tenemos tiempo de sobra para
llegar a Heathrow.
Brent sonreía mientras sus hijas discutían sobre sus gustos con Devon y le
pedían opinión constantemente entre risas, pero cuando empezó a sentirse algo
apartado, Devon lo miró y le guiñó un ojo. Salieron de la tienda casi una hora

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después, una vez que las niñas se habían decidido y habían elegido las muñecas que
las habían enamorado.
Caminaban de vuelta al hotel para recoger su equipaje cuando Devon le agarró
la mano a Brent. El gesto lo complació enormemente, pero también le transmitió una
especie de desesperación, como si él fuera su única cuerda de salvamento.
—Anoche no dormí mucho —le confesó cuando las niñas corrían delante de
ellos hacia el hotel.
—No me sorprende nada. Yo tuve gran parte de culpa. Lo siento.
—No es culpa tuya. Bueno… —intentó sonreír— a lo mejor sí. Si no me
hubieras contado todas esas cosas…
Había otras cosas de las que él habría preferido hablar, como de su beso, por
ejemplo. Sólo eso logró mantenerlo despierto la noche anterior, pero mencionarlo
ahora habría complicado las cosas para los dos.
—¿Habrías preferido no saberlo?
—Una parte de mí, sí —caminaron en silencio durante un minuto—. ¿Estás
convencido de que todo lo que me has contado es verdad?
—No voy por ahí contándole mentiras a la gente, Devon.
Ella lo miró con una ceja enarcada y una sonrisa. Incluso esa frase era
técnicamente una mentira.
—Me refiero a cosas que sean realmente importantes —le apretó la mano con
más fuerza.
—No, supongo que no mientes.
—Pero aun así no me crees.
—No quiero creerte, Brent. Hace unos años, bajo ningún concepto le habría
dado credibilidad a comentarios que mancharan la reputación de mi hermano.
—Hasta que sucedió lo de Charles…
—Fui a hablar con él por lo de Charles y vi una cara de Nolan que no sabía que
existía. No quiero creer lo que me has contado…
—De todas formas, tampoco es seguro.
—No es seguro —admitió ella—, pero algo de lo que me has dicho sí que me
parece verdad —tras una pausa, continuó—: No era agradable vivir con un hombre
como mi padre, Brent. Era un tirano. Que dejara embarazadas a mujeres y luego las
abandonara no es algo que me sorprenda. Dios sabe cuántos otros Hunter habrá
corriendo por ahí ahora mismo —se detuvo—. Lo siento. No debería hablar así. En lo
que respecta a ese tal Marcus Vásquez, habrá estado mucho mejor creciendo sin un
padre como Nigel Hunter.
—Siento que te hiciera daño.
Devon no captó lástima en esas palabras, sino más bien solidaridad, y eso
significó mucho para ella.

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—Creo que mi hermano es diferente —continuó—. Antes lo era, al menos.


Cuando yo era pequeña, él era el hermano mayor al que siempre podía acudir
cuando mi padre se ponía furioso. Y Nolan nunca me dio la espalda. Pero entonces
algo cambió —se detuvo—. En Charles vi la maldad de mi padre más que la virtud
de mi hermano, y por eso lo rechacé, pero parece que al relacionarse con Charles,
Nolan también se ha contagiado de esa maldad —se quedó pensativa—. Quiero a mi
madre, pero no puedo negar que es una mujer débil, y no sólo desde el punto de
vista físico. No la estoy juzgando, lo único que digo es que no quiero sentirme como
ella. Preferiría estar sola que vivir a la sombra de alguien y siempre con miedo.
Brent le apretó la mano.
—Tú eres fuerte, Devon.
—No lo he sido hasta ahora. He sido exactamente como he dicho que no quiero
ser, alguien que se esconde bajo el poder de otra persona. Pero ahora he decidido ir
contigo a Londres, Brent.
—¿A Londres? —se sintió como un idiota repitiendo las palabras, y al mismo
tiempo podía imaginarse a los dos agarrados de la mano, como lo estaban en ese
momento, paseando por Hyde Park, por el Támesis, refugiándose en soportales y
besándose mientras esperaban a que pasara una tormenta—. Las chicas se pondrán
muy contentas… y yo también lo estoy. Pero, Devon, ¿por qué?
—Para hacer frente a mis demonios —respondió con decisión—. No sé si lo que
me dijiste anoche es verdad, si mi hermano es tan deshonesto como crees. Admito
que estoy decepcionada con él, pero no es lo mismo, ¿no crees? Ahora tengo que
descubrirlo por mí misma.
—Pero ¿qué pasa con el colegio? ¿Con tu trabajo?
—Llamaré a la señora Sherwood-Griffin esta tarde y le diré que me ha surgido
un problema familiar. Sabe que el estado de salud de mi madre es delicado…
—¿Vas a mentirle?
Ella se sonrojó.
—Si tengo que hacerlo, lo haré. He estado formando a una nueva ayudante, ella
podrá ocuparse. Es muy competente y a las niñas les cae muy bien.
—Estupendo —le llevó la mano hasta su pecho y ahí la dejó mientras la miraba
a los ojos—. No quieres que tu hermano sea el malo de la película y, aunque no lo
respeto como hombre por no haberte protegido, espero que sea inocente. Lo digo en
serio, por tu bien, y por el de tu madre. Pero tengo que avisarte, cielo. No me echaré
atrás si él es el culpable.
—Lo sé. No tienes que decírmelo. A lo mejor, juntos podremos encontrar la
verdad.

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10
Pathwatch Hall, con vistas al Hyde Park, no era particularmente impresionante
desde fuera: cuatro plantas de ladrillo marrón oscurecido por los años con postigos
negros en las ventanas. La brillante puerta delantera roja estaba flanqueada por dos
columnas griegas blancas de mármol. La única ostentación, si podía llamarse así, era
la aldaba de latón pulido con forma de león.
—¿Es ésta tu casa? —preguntó Rhea.
—Aquí es donde nací —respondió Devon—. Tenemos una casa de campo en
Abbingvale, justo a las afueras de Cambridge, adonde íbamos todos los veranos,
pero la mayor parte del tiempo vivíamos aquí.
—¿Detecto algo de ironía? —preguntó Brent mientras subían los tres escalones
hacia la puerta—. Viviste en Cambridge y ahora trabajas en Oxford.
—Muy perspicaz, señor Preston —dijo con una formalidad burlona—. Pero eso
ya me lo han dicho muchas veces.
—¡Ups! —exclamó, tambaleándose hacia atrás exageradamente—. Así que he
caído en un cliché.
Ella se rió.
—Papá, no te has caído —dijo Katie—. Te he visto.
Él se rió también.
Las niñas se miraron y se encogieron de hombros mientras Devon sacaba una
llave del bolso. Sin embargo, antes de poder introducirla, un hombre de unos sesenta
años la abrió desde dentro.
—Buenos días, señorita Hunter.
—Hola, Perkins —instó a las niñas a que pasaran delante de ellos—. Perkins —
dijo cuando Brent estaba en el umbral—, te presento al señor Brent Preston y a sus
hijas, Rhea y Katie. A ver si tú las distingues. Yo aún no sé quién es quién. Son de
Kentucky, de Estados Unidos.
El mayordomo inclinó la cabeza ligeramente a modo de saludo.
—Bienvenido a Londres, señor Preston.
Brent le dio las gracias y le presentó a sus hijas.
—Han prometido comportarse.
—No, no hemos prometido nada, papi —dijo Katie.
Las mejillas de Preston se alzaron en una casi imperceptible sonrisa.
—Pero lo vais a hacer, ¿verdad? —les preguntó Brent enarcando una ceja.
Las dos bajaron la cabeza a la vez.
—Claro que sí, papi —respondió Rhea dulcemente.
—Seguro, papi —añadió Katie.

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—Sabía que podía contar con mis dos angelitos.


Las niñas se rieron.
—Lady Kestler está en el salón, señorita.
—Gracias, Perkins.
—Puedo servirles el almuerzo cuando lo deseen.
—Perfecto —se volvió hacia Brent y las niñas—. Vamos a ver a mi madre.
Las niñas se retorcieron el cuello para ver el vestíbulo de mármol con su
lámpara de araña y el mobiliario Luis XIV y se chocaron la una contra la otra
mientras seguían a Devon por el pasillo en dirección a una sala que había a la
derecha.
Una mujer regordeta con el cabello gris estaba sentada en una silla de ruedas
motorizada junto a una enorme chimenea. Tenía unos tubos de oxígeno en la nariz
que salían de un pequeño tanque que llevaba en la parte trasera de la silla. Brent
sabía que aún no tenía sesenta y cinco años, pero a medida que se acercaba se daba
cuenta de que, a pesar de su rostro bien cuidado y del maquillaje aplicado con
esmero, aparentaba ser mucho mayor.
Tras apartar a un lado el pequeño libro que tenía en las manos, abrió los brazos
hacia Devon, que se agachó y la besó en la mejilla.
—Madre, quiero presentarte al señor Preston de Estados Unidos. Mi madre,
Sarah, la vizcondesa Kestler.
La mujer miró hacia arriba y extendió la mano derecha con la palma hacia
abajo.
—Señor Preston, encantada de conocerlo.
Brent le tomó la mano con delicadeza, sin estar seguro de si debía besarla o no.
—Lady Kestler, un placer conocerla. Le presento a mis hijas, Rhea y Katie.
—Hola —dijo Rhea agitando tímidamente la mano.
—Sí, hola —repitió Katie.
—Hola —les respondió lady Kestler con un brillo en los ojos—. Por favor,
sentaos todos —y comenzó a hablar con las pequeñas, preguntándoles dónde habían
estado y qué habían visto.
Cuando Devon les había contado a las niñas que iba a irse a Londres con ellos y
que su madre los había invitado a almorzar, Brent las había convencido para que se
quitaran sus chillones pantalones y se pusieran un vestido más formal. Al principio
habían protestado, pero finalmente habían accedido, y viéndolas allí, se alegraba de
que lo hubieran hecho.
—¿Cuánto se quedarán en Inglaterra, señor Preston?
—No estoy seguro. Probablemente un par de semanas.
—¿Y después volverán a Kentucky? Tengo entendido que cría caballos allí y
que conoce a mi hijo, Nolan.

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—Sí, señora. Nos conocimos aquí en Londres hace unos meses y volvimos a
vernos en Florida en Año Nuevo.
—Entonces últimamente lo ha visto más que yo —comentó la mujer con
decepción e incluso cierta amargura—. Ese chico no para nunca.
El chico al que se refería tenía treinta y cinco años. Aunque claro, su madre
decía lo mismo de sus hijos porque, para una madre, un hijo siempre es pequeño.
—La hermana de Brent es jockey —dijo Devon— y venció al caballo de Nolan
en la Classic de Florida.
—Fascinante. ¿Lo ha visto en este viaje?
—No, señora. Aún no, pero espero verlo, y también a Charles Robinett,
mientras estoy aquí.
—¿El duque de Camberg? —preguntó con gesto de desagrado.
Brent se preguntó qué razones tendría la mujer para que no le gustara ese
hombre, ya que Devon le había dicho que nunca le había hablado a su madre sobre
las amenazas.
—Sé que le interesa el mundo de las carreras —comentó con naturalidad Brent
—. He pensado que podríamos intercambiar opiniones.
—Entonces tiene que venir al baile que vamos a celebrar la próxima semana. Él
estará allí y así usted podrá aprovechar y visitar nuestras caballerizas.
—Es usted muy amable. Lo estoy deseando.
—Mi difunto esposo comenzó a celebrar el baile hace más de treinta años —le
explicó lady Kestler con orgullo—. Y, por supuesto, nosotros hemos continuado con
la tradición.
Brent asintió.
—Es un honor que me invite.
Lady Kestler los llevó hasta una acogedora sala con vistas a un invernadero en
la parte trasera de la casa para tomar el almuerzo.
—Cuando Devon me dijo que iban a venir, intenté pensar en algo que atrajera a
las niñas. A Devon y Nolan siempre les gustó el Sapo en un agujero.
Las niñas se quedaron horrorizadas y Katie le tiró a su padre de la manga
mientras Devon y su madre avanzaban delante de ellos.
—Papi —dijo con un nervioso susurro—, yo no quiero comer sapo.
—Yo tampoco —añadió Rhea—. Oh, qué asco.
Él las detuvo y se agachó.
—Ni siquiera sabéis lo que es. Puede ser algo que os guste mucho.
Las niñas lo miraron aliviadas.
—Entonces, ¿no es un sapo?
—¿Acaso un perrito caliente está hecho de perro?

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—¡Papi! —las niñas lo miraron escandalizadas ante la idea.


Él se rió.
—¿Qué es eso tan divertido? —preguntó Devon mientras tomaban asiento.
—Las niñas quieren saber qué es un Sapo en un agujero. En casa no tenemos
nada con ese nombre.
Ella sonrió.
—Os gustan las salchichas, ¿verdad?
—Están ricas —dijo Katie.
—¿Y os gusta el pudín Yorkshire?
—Es mi comida favorita —dijo Rhea.
—Bueno, pues eso es un Sapo en un agujero. Pudín Yorkshire con salchichas
cocinadas dentro.
—Mmm —exclamaron las niñas.
—Y de postre —anunció lady Kestler—, tomaremos Huevas de rana.

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11
Las Huevas de rana resultaron ser pudín de tapioca y, a pesar de no ser una de
las comidas favoritas de las niñas, Brent se sintió orgulloso de ellas cuando se lo
comieron todo sin protestar, hacer arcadas ni pronunciar comentarios desagradables.
Después del entretenido almuerzo, lady Kestler se excusó para retirarse a su
dormitorio a descansar. Para entonces ya había llegado la hora de ir al aeropuerto a
recoger a los padres de Brent y así, al rato, todos estaban esperando ansiosos a que
los Preston salieran por las puertas.
—Parece que no han visto a sus abuelos en meses y sólo han pasado días —le
dijo Brent a Devon al oído.
Ella deseó poder decirle cuánto envidiaba la relación tan estrecha que tenían
todos, porque no podía recordar haber estado nunca tan emocionada ante la idea de
reunirse con su familia.
—Yo os las sujeto —le dijo Devon a las niñas, refiriéndose a las muñecas de
porcelana.
Sin ofrecer mucha resistencia, las dos le dieron sus muñecas que, más que
juguetes, eran auténticas piezas de coleccionista.
—Ahí están —dijo Brent señalando a una pareja de mediana edad.
—¿Dónde? ¿Dónde? —las niñas saltaban intentando ver algo.
Devon se fijó durante un momento en los padres de Brent, que habían
empezado a saludarlos con la mano. Su madre era esbelta e increíblemente atractiva
y su padre, alto, fuerte y con un porte distinguido, era una versión mucho mayor de
Brent.
El cansancio que Devon había apreciado en ellos se había disipado en el
momento en que habían visto a su hijo y a sus nietas. Una vez pasadas las puertas
electrónicas, comenzaron a abrazarlos y a besarlos; primero a las nietas y a
continuación a su hijo, que no dudó en devolverles las mismas muestras de afecto.
Brent presentó a Devon ante sus padres como la señorita Devon Hunter.
—Devon a secas —dijo ella, extendiendo fa mano hacia Jenna—. Mucho gusto
en conocerla, señora Preston. Espero que el vuelo haya ido bien —añadió al
estrecharle la mano a Thomas Preston.
—Hemos venido en el coche de su madre —gritó Rhea.
—También tenemos conductor —añadió Katie—. Pero no pasa nada, porque él
sí sabe conducir por el lado equivocado de la carretera.
—Creo que mañana vamos a necesitar unas cuantas clases de diplomacia en
relaciones internacionales —dijo Jenna con una sonrisa de felicidad. Todos los
adultos salieron del edificio riendo.
—Tiene unas nietas absolutamente maravillosas, señora Preston —le dijo
Devon—. No cambiaría nada de ellas.

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—Son estupendas, ¿verdad? —asintió la mujer—. Brent también nos ha salido


un buen chico, ¿no crees? Y, por favor, llámame Jenna.
Ya en el coche, Brent preguntó por su abuelo.
—Está bien —le aseguró Thomas—. Sé que te preocupas por él, Brent, pero no
es necesario. Es un hombre muy fuerte, ha pasado por muchas cosas en su vida.
—Por eso es todo tan injusto. Tiene que estar muy desanimado con todo esto —
se vio tentado a añadir «y decepcionado conmigo», pero no quería que el tema se
centrara en él. Lo importante era el rancho Quest y el legado de Hugh Preston—.
Ojalá, después de todos estos meses, pudiera decirle que estoy más cerca de resolver
el problema.
—Lo estás, hijo, pero aún no te has dado cuenta. Ya has eliminado un montón
de posibilidades y de sospechosos.
—¿Fue Sherlock Holmes o Hércules Poirot el que dijo que, cuando has
eliminado todo lo demás, lo que te queda debe de ser la respuesta?
—Depende del acento, mamá —dijo Brent con una sonrisa—. Si sonaba como
Devon, entonces fue Sherlock. Si hablaba como Maurice Chevalier, entonces fue
Hércules.
—Eres un listillo —dijo Jenna riéndose.
—Pero ¿quién es Maurice Chevalier? —preguntó Devon.
Los señores Preston la miraron hasta que Brent se rió. Después, todos estallaron
en carcajadas.
—Te pillé —dijo Brent y le dio a Devon un delicado pellizco en la mejilla; un
gesto impulsivo que sorprendió a sus padres, pero que ellos no miraron con
desaprobación.

Cuando llegaron al hotel, el portero les abrió la puerta del coche.


Brent había logrado reservar la suite situada al otro lado del pasillo de la suya y
se instalaron en cuestión de minutos.
—Supongo que es demasiado tarde para un delicioso té inglés —le comentó
Jenna a Devon, tras colocar el último de sus artículos de tocador.
Devon les guiñó un ojo.
—No para ciertas personas. ¿Dónde queréis tomarlo? ¿Aquí o en el comedor de
abajo?
—Creo que prefiero aquí arriba, para que podamos charlar más tranquilamente
—respondió Jenna.
Devon levantó el teléfono que había sobre el escritorio situado entre las
ventanas con vistas al parque y pulsó un botón.
—Soy la señorita Hunter. A lady Kestler le gustaría pedir té para cuatro adultos
y dos niños, por favor. Sí, la selección de siempre. Gracias —volvió a colgar—.
Tardará unos veinte minutos.

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Brent se acercó a ella, ladeó la cabeza y le dijo con tono histriónico:


—Debo corregirme, milady. Los títulos sí que marcan una diferencia.
Ella se rió.
El té fue servido exactamente en veinte minutos y Jenna se acomodó para
empezar a desempeñar el papel de madre, algo que a Brent le vino bien porque así
ella le haría a Devon preguntas que a él ni siquiera se le habrían ocurrido.
—¿En qué colegios estudiaste?
—En un internado.
—¿En Briar Hills? —preguntó Brent.
Devon asintió.
—Mi padre y mi hermano fueron a Oxford. Él esperaba que yo también fuera
allí, pero cuando llegó el momento, elegí Cambridge.
—¿Y eso le molestó? —preguntó Jenna.
—Para entonces ya había fallecido.
—¿Y qué estudiaste?
—Lengua Inglesa y Música, especializándome en Textos Medievales.
—¿Qué instrumentos tocas? —le preguntó Brent.
—El piano y el violín.
—Mi madre toca el piano y a mi padre no se le da mal el violín —señaló Brent.
—Aunque lo toco de oído. No sé leer partituras.
—¿Y cuál es tu favorita? —le preguntó Jenna.
Devon ladeó la cabeza con gesto pensativo.
—Depende de mi estado de ánimo. Y tú ¿tocas? —le preguntó a Brent.
—Como mi padre, toco música country —admitió—. Instrumentos de cuerda
como la guitarra, el banjo, la mandolina. Aunque no toco ninguno demasiado bien.
—Es demasiado modesto —dijo Jenna—, aunque en esta ocasión tiene razón.
—Vaya, gracias, mamá.
Ella se rió.
Cuando Devon se levantó para irse, se disculpó por no poder invitarlos a
Pathwatch Hall a cenar, pero les explicó que su madre no estaba capacitada para
recibir a invitados dos veces en un mismo día. Sin embargo, esperaba que los Preston
fueran a visitarla durante su estancia en Inglaterra.
Las niñas, que habían estado sorprendentemente calladas durante la
conversación de los mayores, se pusieron de pie para protestar por el hecho de que
Devon tuviera que irse y para darle un abrazo.
—Estoy segura de que volveremos a vernos muy pronto.

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Tras las formalidades de la despedida, Brent la acompañó hasta el vestíbulo. El


Rolls-Royce estaba esperando fuera para llevarla a casa de su madre. Se quedaron en
un rincón junto al ascensor, fuera de la vista de la gente que pasaba por allí, y la
rodeó con los brazos.
—Te llamaré mañana para contarte nuestros planes. ¿Cuándo piensas ir a la
Mansión Morningfield? Me gustaría ir contigo, si no es ningún problema.
—Claro. Quiero que vengas. Me voy el miércoles por la mañana y mi madre no
llegará hasta el jueves.
La besó. Ella comenzó a resistirse, pero finalmente lo besó también y lo abrazó.
Un minuto más tarde, Brent vio cómo el portero le daba la mano para subir al
elegante Rolls negro.

—¿Has podido descubrir algo más? —preguntó Thomas esa misma noche en el
salón de la suite de Brent. Estaban tomándose una copa mientras Jenna metía a las
niñas en la cama.
—Aparte de la identidad de Camberg, no mucho, la verdad, pero aún es pronto.
—Andrew nos dijo que ese tal Camberg es un duque inglés.
Brent asintió.
—Lo he buscado en Internet. Tiene treinta años, se licenció hace seis años
después de que su padre muriera en un accidente con su jet privado. Estudió en Eton
y en el King's College, en Oxford, donde fue famoso por organizar fiestas más que
por sus notas. El título de los Camberg se remonta a la época de la Restauración,
después de la Guerra Civil Inglesa, y poseen una enorme propiedad en las Midlands.
La madre de Charles, a diferencia de lady Kestler, también pertenece a la aristocracia
y una de sus generaciones pasadas estuvo relacionada con los Habsburgo.
—Estoy impresionado —dijo Thomas lacónicamente.
—Tiene dos hermanas —continuó Brent—, las dos más jóvenes, casadas y
viviendo en el extranjero. Una en Francia y la otra en Australia.
—¿A qué se dedica?
—Por lo que sé, no a mucho. Su padre era un buen empresario que logró
aumentar la fortuna de la familia de manera considerable, pero Charles parece
empeñado en gastarla. Tiene fama de play boy. Conduce deportivos caros y al
parecer los destroza con regularidad. Lo acusaron hace un par de años por haber
dejado a un joven lisiado tras provocar un accidente, pero se libró de los cargos
gracias a los esfuerzos del carísimo abogado que contrató. Se dice que pagó cinco
millones de libras para resolver el problema al margen de los tribunales. Le gusta
apostar a los caballos y, por lo que he leído, se ha visto involucrado en varios asuntos
turbios.
—Es una chica encantadora —comentó Jenna al salir de la habitación de las
gemelas y cerrar la puerta despacio—. ¿Qué estáis bebiendo?

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—Brent un brandy y yo whisky escocés —dijo Thomas mientras se levantaba y


se dirigía al mueble bar—. ¿Qué te apetece?
—Escocés, por favor —Jenna se sentó—. ¿Sabe por qué estás aquí?
—No le costó mucho averiguar que no estamos aquí de vacaciones.
—No, seguro que no —dijo Jenna.
—Me parece una chica muy inteligente, además de muy guapa —dijo Thomas
al entregarle la bebida a su mujer. Se sentó en el sofá, a su lado.
Una imagen perfecta: sus padres sentados el uno al lado del otro, totalmente
cómodos por estar juntos. Eso lo había tenido una vez con Marti, aunque ahora,
cuando pensaba en estar sentado al lado de una mujer, era Devon a quien veía y eso
lo llenaba de una renovada esperanza.
—Parece que los dos habéis congeniado muy bien —comentó Jenna tras dar un
primer sorbo a su copa.
—Ha ido todo muy deprisa —dijo él, sintiéndose especialmente culpable ya que
ese mismo día se cumplía el aniversario de la muerte de Marti.
—Con Marti pasó lo mismo —le recordó Jenna—. Dos imanes atrayéndose el
uno al otro. Irresistible.
Jenna había querido a Marti como a una hija, y aun así quería que comenzara a
formar parte del pasado. Thomas pensaba igual y eso suponía mucho para Brent
porque indicaba que le daban su permiso, que lo animaban a seguir adelante con su
vida.
—Todo esto debe de ser muy difícil para ella —observó Jenna.
—No quiere creer que su hermano no es tan bueno como pensaba, y por su bien
me gustaría que él no fuera el culpable. Era su héroe, su protector cuando su padre
estaba vivo, pero admite que en los últimos años ha cambiado y no a mejor,
precisamente. Se negó a apoyarla y protegerla con el asunto de Camberg.
Cuando sus padres lo miraron extrañados, cayó en la cuenta de que tal vez
Andrew no les había dado esa información. Les habló de las amenazas que Devon
recibía de su «amigo» y no le sorprendió su reacción de horror.
—¿Puedes confiar en ella? —le preguntó Thomas al momento.
Era una pregunta bastante razonable, una que Brent había tenido que hacerse a
sí mismo. Después de todo, el nombre y la reputación de su familia estaban en juego.
—Sí. A pesar de su situación privilegiada, ha tenido una vida algo dura. Por lo
que sé, su padre era un hombre emocionalmente frío que no se preocupaba por sus
hijos. Y después está el asunto de Camberg… —la furia comenzó a invadirlo por
dentro—. Aún no he tenido el placer de conocer al caballero, pero lo haré este fin de
semana. Me han invitado al baile anual que se celebra en la Mansión Morningfield, la
propiedad que los Kestler tienen en el condado de Cambridge.
Se detuvo para darle un sorbo a su copa.
—En este momento, la principal preocupación de Devon es su madre. Lady
Kestler tiene una salud muy frágil desde hace años. Si su primogénito resulta ser un

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mentiroso y un estafador que podría acabar en prisión, sería más de lo que la pobre
mujer puede soportar.
—No la conozco, pero seguro que es más fuerte de lo que la gente se piensa —
comentó Jenna.
Brent y su padre se volvieron hacia ella.
—¿Puedes explicarte un poco más, querida? —le preguntó Thomas.

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—Antes has dicho que lady Kestler no sabía que Marcus era el hijo ilegítimo de
su marido. Sin embargo, creo que es bastante probable que lo haya sabido desde el
principio.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Brent.
—Tal vez me equivoque, por supuesto —Jenna dio otro sorbo de su copa
mientras los dos hombres esperaban expectantes.
—Por favor, mamá, sigue.
—Creo que lady Kestler supo desde el principio que su marido era un
mujeriego y un adúltero. Has dicho que has buscado información sobre la familia.
¿Que has encontrado?
—Los Hunter perdieron su propiedad… se llamaba Wickerbale o algo así… y la
mayor parte de su fortuna a principios del siglo XX.
—¿Y los Morningfield?
—Pertenecían a la alta burguesía. Plebeyos. Amasaron su fortuna en el siglo XIX
y compraron la propiedad, que ahora es la Mansión Morningfield, a finales de los
años veinte.
—¿Y qué sabes concretamente de Sarah Morningfield?
—Tenía un hermano mayor soltero que fue piloto en las Fuerzas Aéreas
Británicas y que murió en el bombardeo alemán de Londres. Sarah fue a Cambridge
después de la guerra. La única fotografía publicada que he encontrado de ella es la
de su boda en unas páginas de sociedad.
—Deja que adivine… ¿era… cómo decirlo… poco agraciada?
Brent se encogió de hombros.
—Bajita y regordeta, aunque la fotografía estaba veteada. Lo único que puedo
decirte es que la mujer que he conocido hoy era encantadora y elegante, pero
sinceramente, no puedo imaginarme que haya sido especialmente atractiva nunca ni
una belleza arrebatadora.
—Y en la foto de boda Nigel Hunter es alto y guapo.
—Supongo. Por lo menos, alto y con presencia imponente.
—Además de unos años más joven que ella.
—¿Adonde intentas llegar, mamá? —le preguntó, aunque creía que lo sabía.
—Creo que su matrimonio fue un matrimonio de conveniencia para que ella
pudiera entrar a formar parte de la nobleza y para que él tuviera la oportunidad de
acceder a la fortuna de los Morningfield.
Brent y su padre se miraron, enarcaron las cejas y se encogieron de hombros.

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—Supongo que tiene sentido —dijo Thomas—, pero ¿qué tiene eso que ver con
la situación actual? Ese viejo depravado lleva varios años muerto.
—Supongamos —dijo Jenna— que Nolan es el responsable del fraude, ¿cuáles
serían sus motivos?
—El dinero, por supuesto —dijo Brent—. ¿Qué otra cosa podría ser? Apolo
estaba generando entre uno y dos millones al año, por lo que tengo entendido.
—Pero la familia ya tiene mucho dinero. Lady Kestler tiene un Rolls-Royce,
vive sola en una gran casa en Londres al lado de Hyde Park con un montón de
sirvientes y también posee una casa de campo en la que, según Devon, también
tienen mucho personal de servicio.
—Sí, es rica —asintió Brent—, pero eso no es ningún secreto.
—Creo que es rica porque nunca ha cedido el control de la fortuna de los
Morningfield.
Brent se la quedó mirando y agachó la cabeza mientras decía:
—¿Estás sugiriendo que le daba una asignación a su marido y que ahora hace lo
mismo con su hijo? Eso hace que parezca demasiado manipuladora, mamá.
Pero Brent no podía desechar esa posibilidad.
—Sabemos que Nolan vive bien —siguió Jenna.
—La última vez que estuve aquí, lo visité en su piso de Londres. Tiene unos
gustos muy caros.
—Sin duda lleva ropa cara —señaló ella—. Tiene unas caballerizas y cuando
viaja vuela en primera clase, pero no tiene un trabajo fijo.
—Además es el vizconde Kestler —observó Thomas—. ¿No habría heredado
dinero además del título tras la muerte de su padre? ¿No es más probable que él esté
administrando el dinero de su madre inválida para que la mujer mantenga su alto
estilo de vida?
—A lo mejor tienes razón —respondió Jenna, aunque estaba claro que no lo
pensaba—. Sin embargo, no creo que un tipo que le pone en bandeja a su hermana a
Camberg sea la clase de hombre que se ocuparía de que su madre viviera a todo lujo.
A menos que sea un niño de mamá.
—Eso no lo creo —comentó Thomas.
—Podría ser un inversor muy astuto —pensó Brent—, pero tampoco me lo
imagino en ese papel. Devon, por otro lado, tiene un empleo como profesora y
comparte piso con una compañera. Si lady Kestler es la fuente del dinero de Nolan,
¿por qué no ha recibido Devon lo mismo?
Thomas se encogió de hombros.
—Buena pregunta.
—Por grosero que suene esto, a lo mejor debería preguntarle a Devon por el
tema del dinero. ¿Qué tenéis planeado para mañana? —les preguntó, cambiando de
tema. En ese instante no quería que pensar en Devon lo distrajera.

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—Se me ha ocurrido que podríamos ir a una agencia de viajes por la mañana —


respondió Jenna— y ver qué hay disponible en esta época del año. Stratford-upon-
Avon, por supuesto. El Castillo de Warwick y Hampton Court son preciosos, aunque
las niñas sean demasiado pequeñas como para apreciar su valor histórico. Estoy
segura de que un agente de viajes nos recomendará más lugares. A lo mejor
podríamos hacer un viaje en tren por Escocia. Es una pena que sea invierno. El
verano sería mucho mejor para visitar Edimburgo. Aun así…
—¿Cuánto tiempo quieres que nos mantengamos fuera de escena? —preguntó
Thomas.
—El baile en la Mansión Morningfield se celebra el próximo fin de semana y
Devon dice que puedo marcharme allí con ella el miércoles, así que estaré por aquí
mañana y el martes. A lo mejor podemos hacer algo juntos, y aun así tendré tiempo
de investigar algo más. Y también tengo que conseguir un esmoquin porque seguro
que el baile es un evento muy formal.
—Si lo hubieras dicho, te habríamos traído el tuyo —le dijo Jenna.
—Me han invitado hoy.
—Pues no creo que haya tiempo para que te hagan uno a medida, cielo.
—Bueno, pues puedo comprar uno en una tienda o incluso alquilarlo. No es
momento de gastar tanto dinero en lujos frívolos.
Su padre sacudió la cabeza.
—No te preocupes por el dinero, hijo, aún no somos pobres.
—Eso es muy alentador. «Aún».
—Lo digo en serio. Vamos a superar esto.
¿Qué diría Devon al ver a una familia en la que se apoyaban tanto los unos a los
otros? Era triste que nunca hubiera experimentado algo así y también era señal de su
fortaleza y carácter el hecho de que, sin esa clase de familia, se hubiera convertido en
tan buena persona.
—Vale, gracias. Lo segundo que tengo que hacer es repasar normas de
protocolo. O más bien, aprenderlas. Este fin de semana voy a estar codeándome con
la aristocracia. En Kentucky no nos topamos con demasiados duques, condes y
barones.
Jenna se rió.
—Lo harás muy bien, cariño. Solamente recuerda decir siempre «gracias» y
«por favor».
—Sí, mami —se sonrieron.
—Ese Camberg —comentó Thomas con gesto pensativo— parece un tipo
peligroso.
—Ten cuidado, cariño —le pidió Jenna.
—No os preocupéis por mí. Vosotros simplemente cuidad de las niñas.

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13
Miércoles, 14 de enero

Brent había estado en la Mansión Morningfield durante su primera visita a


Inglaterra, cuando había volado hasta allí para reunirse con Nolan y recopilar toda la
información posible sobre Apolo. Se había encontrado con él por primera vez en su
piso de Mayfair y juntos habían viajado en tren hasta Cambridge, donde un chófer
los estaba esperando en la estación. La visita había sido breve. Había llegado una
tarde y se había marchado a la mañana siguiente, rodeado de una espesa niebla que
le hizo imaginarse que se toparía con Sherlock Holmes en cualquier esquina. Por
desgracia, no se cruzó con el famoso detective porque, de lo contrario, podría haberlo
ayudado a resolver el caso.
En aquella ocasión no había visto mucho del exterior de la casa y con respecto al
interior, recordaba que le había resultado muy cómodo e incluso lujoso, aunque eso
le importó poco ya que su único interés entonces había estado centrado en el rancho.
—¿Sabe Nolan que venimos? —preguntó Brent.
Devon redujo la marcha al aproximarse a la cima de una colina desde donde se
veía la enorme propiedad. Esa vista había estado oculta por la niebla y las nubes de
lluvia la primera vez que Brent visitó la casa.
—¡Guau! —exclamó.
Ella sonrió complacida.
—Es impresionante, ¿verdad?
Comenzaron a descender la pendiente hacia esa casa que parecía un castillo del
país de las hadas.
—Es una maravilla —dijo él.
Las construcciones que conformaban la propiedad eran una mezcla ecléctica de
distintos estilos arquitectónicos: románico, neoclásico, georgiano y victoriano. La
estructura central era de granito gris, pero algunas de las alas estaban hechas de
ladrillo rojo y marrón. Había torres y torrecillas y una cúpula.
—¿Se planeó así o fue algo que surgió sobre la marcha?
Ella se rió.
—Las partes más antiguas se remontan a los siglos XII y XIII, pero no queda
mucho de ellas. La mayor parte se construyó a principios del siglo XVIII y se
añadieron otras zonas antes de la Primera Guerra Mundial, cuando se tiraron abajo
algunas modificaciones del siglo XIX porque resultaban bastante feas.
—Pues lo que ha quedado está muy bien.
Le sonrió.
—Me alegra que te guste.

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Nada más detener el coche y abrir la puerta, un mayordomo apareció y la


saludó.
Devon presentó a los dos hombres y para sorpresa del mayordomo, Brent le
estrechó la mano.
—Bienvenido a Morningfield, señor.
—¿Está aquí mi hermano? —preguntó Devon.
—Sí, milady. Está en el salón del billar.
—Giles, ¿puedes llevar las cosas del señor Preston a la suite Ogden?
—Sí, milady.
—Ven —le dijo Devon a Brent—. Vamos a buscar a Nolan.
Brent recordaba esa sala de su primera visita a la casa porque, en esa única
noche que había pasado allí, había jugado unas cuantas partidas con Nolan mientras
hablaban sobre el misterio de la procedencia de Orgullo de Leopold.
Encontraron a lord Kestler inclinado sobre la mesa de billar con el taco en la
mano. Esperó a tirar antes de saludar a su invitado.
—Qué alegría verte otra vez, viejo amigo. Me quedé sorprendido cuando mi
madre me dijo que habías venido a Inglaterra y más cuando me enteré de que habías
estado en el colegio de Devon —soltó el taco y le estrechó la mano—. Espero que
estés disfrutando de tu visita y estoy encantado de que vayas a acompañarnos en el
baile.
—Gracias por invitarme —dijo Brent—. Marcus le dijo a mi madre que tu
hermana era profesora en un colegio, pero no mencionó que era preciosa.
Brent podía sentir la ira acumulándose dentro de Nolan y un claro malestar por
parte de Devon.
—Es preciosa, ¿verdad?
Devon estaba ruborizada por ser el centro de la conversación.
—Voy a enseñarle a Brent su habitación. Lo he instalado en la suite Ogden.
—Muy apropiado —dijo Nolan con un tono que le hizo pensar a Brent si había
algún significado oculto en ese comentario. Por un instante contempló la fantasía de
que su habitación estuviera conectada con la de Devon por una puerta común.
—Y después he pensado que podríamos tomar un té. ¿Quieres acompañarnos?
—No me apetece tomar nada. ¿Por qué no le enseñas todo esto?
—Gracias otra vez por invitarme —dijo Brent, tendiéndole la mano una vez
más, como si le hubiera brindado el más grande de los honores al permitirle
quedarse allí.
Ese gesto, sin duda, lo tomó por sorpresa.
—No hay de qué, amigo. Encantado.
Devon guió a Brent por el laberinto de pasillos y habitaciones.

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—No pretendo ser irrespetuoso, pero ¿puedo preguntarte qué hacéis con todas
estas habitaciones? Quiero decir… ¿para qué sirven? Y, por cierto, ¿cuántas hay?
Ella se rió.
—Cuarenta y seis. Y tienes razón, la mayoría nunca se utiliza.
Le mostró dos habitaciones.
—He estado intentando convencer a mi madre de que se deshaga de todas estas
cosas y lo redecore todo —admitió Devon—, pero como apenas pisa este ala de la
casa se le olvida la poca utilidad que tiene y lo poco acogedora que es.
—Supongo que Nolan heredará la casa cuando ella fallezca.
—Dice que la venderá cuando llegue el momento.
—No lo dices muy feliz.
—Este lugar es muy costoso de mantener y seguro que hay usos mucho mejores
para la casa y la tierra que una estancia ocasional de tres personas en verano o
Navidad, pero…
—Pero es un hogar —completó la frase por ella.
Atravesaron una pequeña puerta para salir a unas escaleras que los condujeron
hasta una pequeña cocina. Olía a pan horneado, a carne asada y a especias dulces. A
Brent se le hizo la boca agua.
Una mujer corpulenta con un mandil blanco corrió a saludar a Devon con los
brazos extendidos. Las dos mujeres se fundieron en un abrazo.
—Augusta, te presento a Brent Preston. Es estadounidense y se quedará con
nosotros para el baile.
—Encantada de conocerlo, señor y bienvenido a Morningfield.
—Gussy, estamos hambrientos. Esperaba que pudieras prepararnos unos
sándwiches.
El rostro de la mujer se iluminó.
—Por supuesto, señorita. Tengo cordero y pan recién hecho, no hace ni una
hora que lo he sacado del horno.
—Gracias, Gussy.
Devon le indicó a Brent que se sentaran a una mesa de madera situada bajo una
ventana arqueada.
—Cuéntame todos los cotilleos —le dijo Devon a la cocinera, que estaba
dándole órdenes a una nerviosa mujer más joven.
—Estas últimas semanas han sido muy tranquilas, exceptuando los
preparativos para el baile, claro.
—¿Tienes una copia de la lista de invitados? —le preguntó Devon.
—Sí.

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Devon hojeó cada página, como si no estuviera buscando nada especial, aunque
Brent sabía que en esa lista sólo había un nombre en el que los dos estaban
interesados.
—Lady Ilsa —comentó Devon—. Me alegro de que este año pueda venir. El año
pasado estuvo enferma. El señor Claxton… Lord Dexter-Ridley… Oh, vaya, la
princesa Gregoria. Espero que su inglés haya mejorado… Y también viene el duque
de Camberg.
—Ha estado aquí en varias ocasiones durante los últimos meses, milady. Hace
dos días, sin ir más lejos —comentó la cocinera sin molestarse en ocultar su
desagrado.
—Supongo que habrá bebido mucho —murmuró Devon mientras seguía
mirando la lista.
La otra mujer vaciló.
—Y ha hecho que su hermano también bebiera, aunque, por supuesto, eso no es
asunto mío.
Las dos mujeres siguieron charlando sobre distintos aspectos de los
preparativos y sobre la gente apuntada en la lista. Brent escuchaba, aunque excepto
el de Camberg, ningún nombre de los que oía le decía nada.
Augusta preparó el té en una enorme tetera de cerámica mientras que la joven
ayudante colocaba una serie de platos y de condimentos sobre la mesa de madera:
tomates en rodajas y cebollas moradas, lechuga, aceitunas griegas y pepinillos,
además de mantequilla, mostaza y rábano picante. Finalmente, la cocinera sacó una
gran barra de pan blanco que partió en rebanadas con un cuchillo de sierra y una
pierna de cordero de donde cortó generosas porciones de carne.
Después del té, Devon siguió enseñándole el castillo.
—Hay un increíble espacio desaprovechado y algunas partes del edificio que
tenemos más o menos cerradas de forma permanente. Obtener permisos para alterar
las estructuras que están en el registro nacional lleva muchísimo tiempo y papeleo y
me temo que a mi madre no le apetece mucho todo ese ajetreo.
Tras media hora vagando por las habitaciones y los pasillos, entraron en un
pequeño patio aislado entre unas torres y almenas. Ahora era invierno, pero Brent
pudo imaginárselo como una explosión de colores, como el clásico jardín inglés.
—¿A que éste es tu sitio favorito?
—¿Cómo lo sabes?
—Porque en cuanto hemos entrado aquí se te ha borrado toda esa tensión de la
cara.
—No sabía que fuera tan transparente —dijo, no sin cierto tono de enfado,
como si hubiera violado su privacidad.
Brent se preguntó cuántas veces habría buscado refugio allí para alejarse de
todas las tensiones que se debían de vivir dentro de los muros de ese castillo de
cuento. «Transparente», había dicho. Quería decirle que sólo era transparente para
las personas que estaban dispuestas a tomarse un tiempo para verla como una

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persona. Sospechaba que la aristocracia que vivía en ese lugar estaba demasiado
centrada en sí misma como para fijarse en nadie más, ni siquiera en una damisela
pidiendo un poco de amor y afecto.
Sin importarle quién pudiera estar viéndolo por las ventanas que había por
encima y detrás de ellos, le tomó la mano.
—Es un lugar muy tranquilo. Puedo imaginarte acurrucada aquí… —señaló un
banco de madera flanqueado por dos árboles— leyendo a Jane Austen o a una de las
hermanas Bronte.
—A veces me asustas, Brent. Recuérdame que nunca te subestime —dijo con
una tímida sonrisa—. Venía aquí cuando mi padre no estaba de buen humor, pero él
nunca venía a buscarme después.
—O a lo mejor tenía la sensibilidad de permitir que éste fuera tu santuario.
Ella le dirigió una mirada de extrañeza.
—Nunca había pensado en eso —admitió—. No es muy probable, pero… —se
puso de puntillas y lo besó en la mejilla— gracias por darme el consuelo de que
exista esa posibilidad.
Salieron de allí por una puerta lateral situada detrás de las dos estatuas griegas
esculpidas en granito. Un camino de ladrillo los condujo hasta un bosquecillo. Al
salir de él, Brent vio unas enormes caballerizas de piedra y ladrillo. En la puerta
había un hombre de unos cincuenta años con pantalones anchos, botas, una camisa
roja de lana y un chaleco negro acolchado.
Justo el hombre que quería ver.

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14
—Allí está Brice Halpern, el jefe de las caballerizas. Lleva aquí desde que nací.
Solía esconderme a veces cuando mi padre se emborrachaba. Cuando le preguntaba
por mí, le decía que no me había visto. Siempre me he sentido muy seguro al lado de
Halpern.
El hombre mostró una amplía sonrisa al verlos aproximarse.
—Señor Preston —dijo con alegría y alargando la mano antes de que Devon
pudiera presentarlos.
—Hola, señor Halpern. Me alegro de volver a verlo. ¿Está bien? ¿Sigue
molestándole esa cadera?
El hombre se mostró claramente agradecido al ver que Brent recordaba que en
su anterior viaje le había hablado de su lesión.
—Es por el invierno, señor. En primavera me encontraré mejor.
—Veo que ya os conocéis —le dijo Devon a Brent algo disgustada por no
haberlo sabido antes.
—La otra vez que estuve aquí, el señor Halpern me fue de gran ayuda.
Claramente incómodo por ser el centro de la conversación, el hombre se dirigió
a Devon.
—¿Querrá la señorita salir a cabalgar hoy? Puedo ensillar a Afortunada y
prepararla para usted en cuestión de minutos.
—Ya es un poco tarde quizá, pero gracias. Tal vez mañana por la mañana.
—Estará preparada, milady, y encantada de volver a verla. Y para el señor he
pensado en Quillan.
Ella sonrió.
—Quillan. Sí. Una elección excelente.
—¿Qué tal está Apolo? —preguntó Brent.
—Espléndidamente, señor. ¿Le gustaría verlo?
—Sí, claro. Gracias.
Cuando el hombre se adentró en las sombras de las caballerizas, Brent y Devon
lo siguieron de la mano hasta el interior. De inmediato se vieron envueltos por la
húmeda calidez y los aromas únicos del mundo equino. Heno y grano, cuero y
linimento y el olor que desprendían los animales. Él inhaló los intensos, aunque no
desagradables, aromas mientras le sonreía y Devon le apretó la mano, como si
sintiera lo que ese lugar significaba para él.
—¿Este año tienen como semental a Apolo? —le preguntó al hombre que cojeaba
delante de ellos.

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—No, señor. El señor ha decidido que no cubra a más yeguas esta temporada.
Tal vez quiera esperar hasta que se aclare este terrible malentendido. Y es una pena,
porque es un buen caballo. Funcionó muy bien en las carreras y es padre de muchos
ganadores. Señor, ¿ha descubierto algo nuevo para resolver el problema?
—Por desgracia, no —respondió Brent—. Pero no me he dado por vencido.
Cuando llegaron a la cuadra del semental, Devon extendió la mano con los
dedos hacia abajo y dejó que el caballo la olfateara. Brice le dio un pedazo de
zanahoria que ella se puso en la mano para ofrecérsela al caballo. El animal la olfateó
brevemente antes de quitársela con calma y treinta segundos más tarde, Devon ya le
estaba acariciando el hocico.
—Es magnífico, ¿verdad? —exclamó Brent.
Apolo era un caballo castaño oscuro con la crin y la cola de color negro, y lo que
lo hacía diferente a los otros caballos, de similares características, era un mechón de
pelo rubísimo que le recorría su larga y espesa cola.
—La primera vez que vi un vídeo de él supe que era perfecto para una de
nuestras jóvenes yeguas y el potrillo, Orgullo de Leopold, lo confirmó. Estaba a punto
de ganar la Triple Corona cuando todo esto estalló.
—No tiene ningún sentido, señor —dijo Brice—. No dejo de decirme que tiene
que haber una explicación muy sencilla y lógica para lo que ha sucedido.
—Tengo la intención de seguir buscando hasta que lo descubra. ¿Sabe algo de
Neal Caruthers? —era el mozo de cuadra con el que no había podido hablar la
primera vez que había estado allí y la persona que había acompañado a Apolo cuatro
años antes durante su viaje a Estados Unidos.
—No, señor. He estado preguntando, pero nadie parece saber lo que ha sido de
él. Era un chico simpático, pero muy reservado. No se relacionaba mucho con la
gente de por aquí, pero creo que volverá a aparecer cuando necesite trabajo.
Al salir de las caballerizas, Brent extendió la mano.
—Muchas gracias por su ayuda, señor Halpern.
—Un placer, señor.
Brent y Devon quedaron allí a las nueve de la mañana siguiente, para salir a
cabalgar.

—Estás lleno de sorpresas —le dijo Devon mientras subían la colina en


dirección a la mansión—. No me habías dicho que conocías a Halpern.
—Ya te dije que había estado aquí antes y que había visitado el rancho para ver
a Apolo. Y por supuesto, Halpern estaba allí —se detuvo en un punto del camino y la
miró—. En ningún momento he pretendido engañarte, Devon —le dijo con
sinceridad—. Espero que lo entiendas.
Ella lo observó y bajó la mirada.
—Supongo que estoy siendo un poco paranoica.

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La rodeó con los brazos.


—No, cariño, eres humana, nada más. En los últimos días han pasado muchas
cosas que le han dado la vuelta a tu mundo. Pero lo superaremos. Ya lo verás.
Esa noche, la cena se sirvió a las ocho en punto en un acogedor salón con vistas
a un jardín. Desde que la cocinera había dicho que Charles había estado en la casa
hacía sólo dos días, Devon no había dejado de preguntarse si seguiría por la zona y si
se presentaría allí. Sin embargo, al preguntar a Nolan, éste le respondió que esa
noche cenarían los tres solos.
—No dijiste que volverías a Inglaterra cuando nos despedimos en Kentucky la
semana pasada —le comentó Nolan a Brent con un tono amigable, pero que Devon
reconoció como uno de furia contenida—. ¿Es por Apolo? Ya hemos hablado de ello
muchas veces, Preston. No sé qué más decirte.
Que su hermano empleara el apellido de su invitado en lugar del nombre era
una clara indicación de su desagrado.
—Ha sido una decisión impulsiva, nada meditada —respondió Brent.
—Qué interesante. Jamás habría dicho que tú fueras un hombre impulsivo.
En lugar de ofenderse por ser acusado prácticamente de mentiroso, Brent se rió.
—Pero claro, no somos todo lo que aparentamos ser, ¿verdad?
Nolan no pareció muy seguro de cómo responder a ese comentario.
—¿Por qué no estás en el colegio?
Y por eso, en compensación, atacó a su hermana.
—Hablas como si estuviera haciendo novillos. He decidido tomarme un tiempo
libre para enseñarle al señor Preston todo esto y ayudar a mamá con los preparativos.
—Mamá lo tiene todo bien controlado, pero estoy seguro de que eso ya lo sabes.
Nunca ha necesitado ayuda en el pasado y dudo que ahora quiera que te entrometas.
—¿Hoy te has levantado con el pie izquierdo, querido hermano? —le preguntó
Devon con una sonrisa forzada—. ¿O estás así porque no has podido echarte una
siesta esta tarde?
Nolan apretaba los dientes mientras miraba a Brent de un modo que indicaba
que lo consideraba el culpable de la actitud ofensiva de su hermana. Rápidamente,
intentó sonreír.
—Vas a darle a nuestro invitado la impresión de que lo único que hacemos es
criticarnos y pelear, querida hermana. Algo que, por supuesto, no es verdad.
Brent se rió a carcajadas.
—Olvidas que yo también tengo una hermana pequeña. Melanie y yo podemos
discutir en privado, pero sabe que yo le sacaría los ojos a cualquier hombre que la
ofendiera. Estoy seguro de que a ti te pasa lo mismo con Devon.
Hubo silencio durante los próximos diez segundos. Devon miró a su hermano y
esperó a oír su respuesta. Él se negó a mirarla a los ojos.
Tras haber conseguido crear la tensión que buscaba, Brent preguntó:

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—Bueno, ¿y qué tal es Quillan?


—¿Quillan? —preguntó Nolan.
—Mi caballo para mañana cuando Devon y yo vayamos a cabalgar juntos.
Estoy deseando ver el resto de la propiedad, ya que la otra vez que estuve aquí la
niebla me impidió ver bien las cosas.
Se produjo un tenso silencio hasta que Nolan dijo:
—Ah, Quillan. Sí. Buena elección. Un purasangre castrado de diez años. Seguro
que será de tu agrado.
—¿Por qué lo castrasteis?
—No era bueno para la cría —respondió Nolan.
Durante el resto de la cena reinó un silencio únicamente interrumpido por el
sonido de la cubertería de plata contra la porcelana china. Finalmente, Nolan se
levantó de la mesa, se excusó y salió de la habitación.
—¿Por qué intentabas provocarlo? —le preguntó Devon furiosa.
—Para ver cómo reaccionaba. Para dejarle claro que ya no me engaña con su
apariencia de buen tipo.
—¿Y no recibirías más ayuda de él si lo trataras como a un amigo y aliado?
—Eso ya lo he intentado, Devon. No es mi amigo. Ésa es la cuestión —le tomó
la mano—. ¿Qué te apuestas a que, si aún no lo ha hecho, ahora mismo está llamando
a Charles para decirle que estoy aquí?
Ella le apartó la mano, se levantó y se puso de espaldas a él.
—Estás convirtiéndolo en mi enemigo también —murmuró mientras las
lágrimas comenzaban a entrecortarle la voz.
Brent se levantó y le puso las manos sobre los hombros.
—No estoy haciendo nada de eso. Si es tu enemigo, y espero que no lo sea, es
por su propia elección, por sus acciones y su actitud, no por las mías.
Con delicadeza, la giró hacia él, aunque ella mantuvo la cabeza agachada.
—¿No lo entiendes? —Devon lloró y se abrazó a él—. Nolan es la única familia
que tengo. Tú tienes a tus padres, a tus hermanos, a tu abuelo y a tus hijas. Yo no
tengo a nadie excepto a mi hermano.
—Tienes a tu madre.
—Desde que era pequeña he querido acudir a ella en busca de apoyo y
protección, pero no he podido. Es una pena, ¿verdad? Mi propia madre. Siempre
estaba demasiado enferma y ésa ha sido su forma de mantenernos alejados de ella.
Se apartó porque tocarlo le parecía una muestra de debilidad y se había
propuesto no volver a ser una mujer débil nunca más.
—Mi madre sabía cómo era mi padre, pero nunca intentó hacerle frente, nunca
intentó protegerme. A lo mejor no podía. No lo sé. Lo único que me decía era que

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tenía que ser fuerte. Yo era una niña y ella quería que yo sola me impusiera a ese
animal.
—¿Te pegaba?
—A veces, pero enseguida aprendí a esquivarlo.
Brent sacudió la cabeza, como si le resultara incomprensible. Su experiencia
familiar era tan diferente…
—El único que intentó protegerme fue Nolan y ahora tú quieres apartarme de él
también.
—Eso no es verdad. Si Nolan es ese hombre decente que dices que es, jamás lo
apartaría de ti. Lo sabes tan bien como yo.
—¿Por qué está pasando esto? —dijo llorando—. No entiendo qué he hecho.
—A lo mejor no es lo que has hecho tú, sino lo que ha hecho él.
Se lo quedó mirando.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé, pero si de verdad era ese buen tipo que dices que era, algo debe de
haber pasado para cambiarlo. ¿Alguna idea de qué puede ser?
Ella admitió que lo desconocía.
—A lo mejor cuando encontremos una respuesta a esa pregunta, tendremos la
respuesta a las demás.

Brent había esperado poder pasar un tiempo a solas con Devon esa noche y el
hecho de que Nolan se hubiera levantado tan bruscamente de la mesa parecía que
fuera a posibilitarlo. Pero no fue así. Ya que la mansión pertenecía a los
Morningfield, lady Kestler había hecho que la casa estuviera abierta a todos sus
parientes… para desagrado del padre de Devon. Ese detalle servía para reforzar la
teoría de Jenna según la cual la mujer tenía gran parte del control de las propiedades
de los Kestler y no era una simple beneficiaría.
Por ello, unos minutos después de que Nolan se hubiera levantado de la mesa y
antes de que Devon y Brent hubieran abandonado el comedor, Perkins anunció la
llegada de sir Baldric.
Una sonrisa atravesó el rostro de Devon.
—Vamos —dijo levantándose de la mesa—. Baldy te caerá muy bien.
En el vestíbulo, y rodeado de maletas y arcones, un caballero alto y delgado se
estaba quitando unos guantes, que salieron volando en dos direcciones distintas
cuando vio a Devon y extendió los brazos para abrazarla.
—¡Cuánto me alegro de que estés aquí! —gritó ella.
—Hortense tiene ganas de pelea, así que he pensado que lo mejor era salir
corriendo. Tú debes de ser el estadounidense —dijo el recién llegado a la vez que le
tendía la mano—. Sarán me ha dicho que estabas aquí.

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Devon hizo las respectivas presentaciones.


El doctor sir Baldric Morningfield era primo carnal de Sarah Morningfield. Tres
años mayor que ella y un soltero empedernido, había conseguido el título de «sir»
veinte años antes por sus contribuciones al descubrimiento del ADN.
—¿Has cenado? —le preguntó Devon.
—No he tomado nada que sea creíble desde el punto de vista científico, pero sí.
Lo que necesito es una copa y espero que me acompañéis. No me importa beber solo,
pero odio ser el único público de mis fascinantes historias.
El equipaje fue llevado de inmediato a sus dependencias, una suite de varias
habitaciones reservada permanentemente para él en el mismo ala donde Sarah
residía. A continuación, los tres fueron al salón donde el locuaz biólogo procedió a
obsequiarles con historias de sus viajes.
Tal y como le contaron a Brent, Hortense era la ayudante de investigación de
Baldy y al parecer su amante. Se reuniría con ellos la noche siguiente.
La noche resultó ser muy entretenida y el caballero del reino demostró tener
una capacidad formidable para beber whisky de malta solo. Ya eran más de las doce
cuando cada uno se retiró a su dormitorio… Adiós a los planes de Brent de pasar la
noche con Devon.

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15
Jueves, 15 de enero

El invernal sol brillaba cuando salieron hacia las caballerizas después de


desayunar. Como era su costumbre, sir Baldric durmió hasta tarde. Brice, por su
parte, ya tenía los caballos listos y ensillados. Devon saludó a Afortunada, una yegua
de veinte años, con dulces palabras y suaves caricias. El destello en los ojos del
animal y la forma en que respondió a las caricias de su dueña dejaron claro que se
alegraba de verla.
El caballo elegido para Brent era negro, joven e inquieto y él lo calmó con unas
palabras y unas caricias sosegadas.
Una vez montados, Brent dejó que Devon marcara el camino. La propiedad era
muy extensa y tenían varias sendas entre las que elegir. Cabalgaron por campos que
en primavera estarían cubiertos de robles y cebada y por bosques bien cuidados.
—Era una de las pocas cosas por las que me sentía orgullosa de mi padre. No
diría que era exactamente un ecologista, pero cuando se sugería que se cortaran
ciertos grupos de árboles para replantarlos, se negaba categóricamente. Mi madre era
la que siempre estaba a favor de que se deshicieran de los árboles viejos, aunque lo
lógico era pensar que sería al contrario.
Unas nubes negras comenzaron a surcar el cielo invernal.
—A lo mejor deberíamos volver —comentó Brent cuando las primeras gotas
empezaron a caer.
—Estaremos empapados para cuando queramos llegar allí —le respondió
Devon y giró a su caballo a la derecha—. Sígueme.
El caballo de Devon comenzó a trotar mientras Brent las seguía de cerca y
disfrutaba de la vista que le ofrecía el trasero tan bien formado de la joven, que se
movía de arriba abajo con elegancia. A ambos lados los rodeaban hileras de árboles
agitados por el viento cuando a lo lejos, y como si se tratara de una visión de una
canción de cuna, vieron una casita con el tejado de paja. En una zona anexa a la
construcción tenía una especie de cochera cubierta.
Devon agachó la cabeza al entrar bajo ella y descendió del caballo.
Brent desmontó antes y tiró de Quillan para ponerlo a cubierto. Amarraron a los
caballos a una barra suspendida entre dos postes.
—¿Está abierta? ¿Tienes llave? —le preguntó él.
—Me la he traído —respondió con una sonrisa—. Por si acaso.
—Chica lista.
Devon se metió la mano en el bolsillo y sacó lo que parecía una antigua llave
maestra que empleó para abrir la pesada puerta de tablones. Sin embargo, una vez
dentro, cruzó la habitación corriendo e introdujo una clave en un teclado numérico.

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Él se rió y ella se volvió hacia él.


—¿Qué tiene tanta gracia?
—¿Cuántos años tiene esta casa?
—No estoy segura… doscientos o trescientos. ¿Por qué?
—Y tiene un sistema de seguridad electrónico y todo.
Ella vio la ironía en el comentario y se rió.
—La verdad es que no sé ni por qué nos molestamos. Antes era la casa del
guardes y después mi padre la usó como un lugar en el que pararse a descansar y
beber durante las cacerías de zorros, pero cuando murió dejamos de celebrarlas.
Aquí no hay nada de mucho valor.
Él miró a su alrededor y, por lo que pudo ver, tenía razón.
—Porque es vuestra y eso os da el derecho a protegerla.
Lo condujo hasta el salón, donde una gran chimenea de piedra dominaba la
pared del fondo. A la izquierda se encontraba la puerta delantera flanqueada por dos
pequeñas ventanas. Delante del hogar había un sofá cubierto por una colcha de flores
y dos sillones a los lados con fundas similares. Devon apretó un interruptor y se
encendieron una serie de apliques que dotaron a la habitación de un brillo suave y
dorado.
—¿Vamos a estar aquí tanto tiempo como para encender el fuego? —le
preguntó Brent.
Ella le sonrió.
—Eso espero.
Él también lo esperaba y no pudo evitar pensar si Devon habría tenido la
intención de llevarlos allí desde el principio.
Tomó una cerilla, la encendió y la acercó al papel arrugado bajo las ramas. En
un minuto, las llamas ya titilaban sobre los pedazos más grandes que había por
encima.
Devon se sentó en el sofá y le dio unas palmaditas al cojín que tenía al lado
indicándole a Brent que se sentara a su lado.
No hizo falta decírselo dos veces.
Le echó un brazo por encima de los hombros y la acercó a sí. Ella se acurrucó
contra él y le puso una mano en el pecho. Al percibir el aroma a lluvia de su cabello,
Brent, de manera instintiva, la besó en la cabeza y ella lo miró con una tentadora
sonrisa antes de que sus bocas se fundieran en una.

La tormenta que había fuera no fue nada comparada con el torrente de


sentimientos y sensaciones que se estaba desatando en el interior de Devon y que le
estaban dando un placer olvidado desde hacía mucho tiempo. Se movió contra el
musculoso y ardiente torso de Brent mientras él le acariciaba un pecho con

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delicadeza hasta hacer que su respiración se volviera entrecortada. A la vez, su


lengua jugueteaba con la de ella, con fuerza y persuasivamente.
—Quiero hacerte el amor, Devon —le susurró.
El fuego brillaba, pero el calor que desprendía no era nada comparado con el
que palpitaba y vibraba en el interior de Devon; el mismo calor que la hizo arquear la
espalda y arrimarse más a él.
Las manos de Brent rozaban con decisión su sensible piel mientras le
desabrochaban la camisa. Ella se desabrochó los pantalones de montar y entonces se
dio cuenta de que llevaba las botas puestas.
De pronto los dos comenzaron a reírse.
Brent se dejó caer al suelo y, se colocó de rodillas de espaldas a ella, le puso el
pie derecho entre sus piernas y se echó hacia delante. Ella plantó su pie izquierdo en
el trasero de Brent y empujó. La bota salió volando y casi aterrizó en el fuego.
Hicieron lo mismo con la otra. Después, él corrió hacia uno de los sillones para
quitarse las suyas.
Con una sonrisa, Devon se levantó, puso un pie desnudo sobre el cojín, entre las
piernas de Brent, y comenzó a tirar.
—Ten cuidado con esos deditos —la advirtió.
—Tranquilo, estoy pensando en otra clase de juego —respondió ella entre risas.
Ya descalzo, colocó un gran tronco en el fuego y, cuando se giró, vio a Devon en
el sofá. En ese momento ella supo lo que era ser seducida por la mirada de un
hombre.
Brent se sentó a su lado e intentó quitarle la blusa con delicadeza y paciencia,
pero ni ninguno de los dos estaba interesado en mostrarse paciente en ese momento,
ni tampoco eran capaces de hacerlo. Blusa y camisa. Pantalones de montar. Lo que
comenzó lentamente fue transformándose en unos movimientos cada vez más
frenéticos. Dedos y manos, bocas y lenguas. Deseo físico y lujuria. El tacto. El sabor.
La vista. El olfato. Todos los sentidos conspirando en un arrebato de pasión.
Pero entonces, ambos se detuvieron y se miraron a los ojos. Y en esa ocasión,
cuando Brent la acarició y besó, fue con devoción y veneración.
La lluvia golpeaba los cristales con un ritmo constante, pero ellos no
escuchaban más que el latido de sus corazones y lo único que veían era una
confirmación de deseo en los ojos del otro. Lo único que sentían era la eléctrica
sensación que les recorría el cuerpo.
Cuando finalmente se adentró en ella, no se pareció a nada que Devon hubiera
experimentado antes, y durante un valioso momento temió no volver a sentir ese
éxtasis nunca más. Pero no importaba. Lo único que importaba era el presente. El
momento.

El fuego de la chimenea había quedado reducido a cenizas para cuando


terminaron de vestirse. El viento y la lluvia habían arrastrado consigo sus gemidos y

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respiraciones entrecortadas, pero la tormenta que se había desatado entre los dos aún
bramaba insaciable.
Devon conectó el sistema de seguridad de la casa, y también el de su corazón,
antes de salir a la calle. Si nunca volvían, si él se iba para no regresar más, el delicioso
momento que habían compartido allí se quedaría con ella para siempre.

Durante el resto del día, a Brent le pareció que la vida había adoptado una
cualidad algo surrealista.
El tiempo que habían pasado en la cabaña del bosque había sido mágico. Estar
con Devon le excitaba, lo hacía sentirse vivo otra vez como hombre, y sin embargo,
no podía dejar de castigarse por haber tenido esa experiencia. Marti y él habían
estado casados diez años. Nunca le había sido infiel y nunca había querido serlo. Ella
lo había sido todo para él y no se había sentido atraído por ninguna mujer desde su
muerte… hasta que Devon apareció. Ahora no dejaba de preguntarse si haber hecho
el amor con ella suponía que le había sido infiel a Marti.
Lo que era seguro era que no le era infiel a su memoria. Marti ocupaba un
hueco especial en su mundo, era su compañera en cuerpo, mente y alma. Era la
madre de sus hijas y nada de eso cambiaría nunca. Pero, por muy vividos y felices
que pudieran ser los recuerdos que tenía de ella, Brent no podía ignorar el hecho de
que Marti se había marchado de su vida dejándolo incompleto.
Hasta que encontró a Devon. Ella llenaba ese vacío, aunque no podía
reemplazar a Marti, simplemente porque no era otra Marti. Era Devon, una persona
única y maravillosa. Brent por fin entendía que el corazón humano no marcaba
restricciones, no ponía límites a la capacidad de amar.
Y ese descubrimiento lo liberó porque significaba que podía seguir adelante sin
sentirse culpable, sin tener remordimientos. Marti había sido parte de su vida, una
que siempre recordaría y amaría. Devon era un nuevo capítulo aún por escribir.

Durante el almuerzo, Baldy les obsequió con relatos de sus aventuras en lugares
tan dispares como las junglas de África y las ciudades de Chicago y Buenos Aires.
Nolan apareció cuando ya estaban finalizando la comida, con gesto taciturno y los
claros efectos de una noche marcada por el exceso de alcohol.
Llegaron más invitados para ir instalándose con motivo del baile que se
celebraría el fin de semana y todos quisieron saberlo todo sobre Brent, Kentucky y las
carreras de caballos en Estados Unidos. Si alguno sabía lo del asunto de la
prohibición impuesta a los purasangre del rancho Quest, fueron lo suficientemente
discretos como para no preguntarle ni hacer alusión al respecto.
Tras el almuerzo, Brent llamó a sus padres para saber dónde estaban y cómo se
encontraban las niñas, y a juzgar por los ruidos que se oían de fondo, lo estaban
pasando muy bien.
Ya por la tarde, lady Kestler llegó en su Rolls-Royce seguida de otro coche con
su equipaje.

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—Siempre le ha gustado jugar a ser la reina —le dijo Baldy a Brent en el


pequeño balcón de la biblioteca del primer piso.
—Debe de ser difícil para ella verse tan limitada de movilidad.
—Es toda una experta a la hora de sacarle partido. Ha practicado mucho.
Brent se vio tentado de pedirle que le diera más información, como por ejemplo,
cuánto tiempo llevaba en la silla de ruedas y la naturaleza exacta de esa
discapacidad, pero se dio cuenta enseguida de que no era necesario hacer esas
preguntas ya que Baldy le había dicho todo lo que necesitaba saber. Brent le diría a
su madre que podía estar contenta porque el examen que había hecho de la señora
Kestler era totalmente acertado.
El ambiente relajado y familiar que había reinado en la casa durante los últimos
dos días cambió con la presencia de lady Kestler.
Al día siguiente, el viernes, sucedieron dos cosas que afectaron a Brent. La
primera fue el hecho de que la vizcondesa le pidiera a su hija que la ayudara a
supervisar los preparativos de última hora para la celebración del sábado por la
noche. Eso mantuvo a Devon tan ocupada que no pudieron salir a cabalgar por la
tarde y reunirse en el bosque. La segunda fue la conversación telefónica que Brent
mantuvo con su padre.
—¿Ya has hablado con Andrew? —le preguntó Thomas.
—No. Quería llamaros a vosotros primero para ver cómo os estáis apañando
con las niñas.
—No nos están dando ningún problema. Deberías hablar con tu hermano.
—¿Sobre qué?
—Hace unos días ha aparecido el cuerpo de un hombre en una lujosa casa de
Georgia. Parece un suicidio, pero cuando Andrew preguntó si podría tratarse de un
asesinato, las autoridades dijeron que no descartaban ninguna posibilidad.
—¿Y qué iban a decir, papá? De todos modos, ¿a qué viene esto? ¿Quién era el
hombre?
Tras una breve pausa, Thomas Preston respondió:
—Ross Ingliss.
Brent no dijo nada mientras intentaba asimilar la información y lo que ello
implicaba.
De todas las personas implicadas en el proceso de cría y registro de caballos con
las que Brent había querido hablar tras el escándalo de Orgullo de Leopold, sólo hubo
dos con las que no pudo contactar: una era Neal Carruthers, el mozo de cuadra inglés
que había acompañado a Apolo a Estados Unidos, y el otro era Ross Ingliss, el técnico
que había registrado los datos de la cría y nacimiento del caballo. La investigación
que Brent llevó a cabo demostró que Ingliss había sido el responsable de introducir la
información original de todos los hijos de Apolo que finalmente había resultado ser
errónea.

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Poco después del fallo de los ordenadores tras el cual se habían vuelto a exigir
las pruebas de ADN, Ingliss había dimitido y al parecer se había marchado a Rusia
para casarse. Sin embargo, eso había resultado ser un engaño y Brent había logrado
seguirle la pista hasta Nueva York e incluso Florida. También había descubierto su
nombre en la lista de pasajeros de un vuelo a las Islas Caimán. Dudaba seriamente
que ese hombre estuviera allí por sus playas de arena blanca, pero cada vez que se
acercaba a él, el tipo desaparecía. Acabó convencido de que Ross Ingliss estaba
íntimamente relacionado con el fraude, aunque desconocía el porqué.
Ahora Ingliss estaba muerto y era seguro que lo habían asesinado.
—¿Sigues ahí, hijo?
—Sólo estaba pensando, papá.
Otra pausa.
—Tal vez la policía descubra quién lo ha hecho.
—Tal vez —aunque Brent no estaba tan seguro de que fuera a ser así.
Quienquiera que estuviera tras el fraude se estaba cubriendo muy bien las espaldas.
Brent quiso hablar con las niñas, pero ellas prefirieron hablar con Devon. Sin
embargo, finalmente accedieron a contarle los lugares que habían visitado con los
abuelos mientras que él buscaba a la joven. La encontró en la inmensa sala de
banquetes, le entregó el teléfono y escuchó la conversación en la que sus hijas le
contaban todas las cosas que, por supuesto, ya le habían contado a él. Tras
despedirse de las gemelas con un beso, le pasó el teléfono a Brent, pero las niñas ya
habían colgado.
—Parece que se lo están pasando muy bien —le dijo ella, mientras se alejaba
con un sirviente que quería consultarle algo.
Al verla desaparecer entre cajas y adornos, Brent vio lo irónico de la situación:
allí estaba él, en un castillo preparándose para asistir a un baile y preguntándose si
uno de los invitados, o incluso el anfitrión, sería un asesino.

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16
Sábado, 17 de enero

El salón de baile resplandecía, tanto por las joyas que lucían las mujeres como
por los miles de prismas de cristal de las tres lámparas de araña. Una orquesta tocaba
lo que a Brent le recordaba a «música de ascensor». Había mesas alineadas junto a
una pared ocupada por altos ventanales y al otro lado de la pista de baile, enfrente de
la pared cubierta de tapices, los sirvientes no cesaban de reponer el enorme bufé
dominado por una gran escultura de hielo de un arquero.
Sobre una plataforma elevada, se encontraba lady Kestler en su silla de ruedas
con un vestido de seda y encaje color lavanda, una gargantilla de perlas y una tiara
de diamantes que coronaba su cabeza.
Detrás de ella, Devon iba recibiendo a los invitados ataviada con un vestido
largo de satén que se ajustaba perfectamente a sus curvas. Sobre su atractivo escote
pendía una aguamarina unida a una cadena de oro. Brent estaba cautivado por su
belleza y elegancia y sintió la apremiante necesidad de correr hasta ella y cubrirla
para ocultarla de las miradas de otros hombres.
A su derecha se encontraba su hermano, vestido con un uniforme con galones y
trabillas.
—Está preciosa, ¿verdad?
Brent se giró hacia una mujer de mediana edad ligeramente obesa.
—Soy Rebecca Allingford —extendió la mano de un modo que decía que
esperaba que se la estrechara, no que se la besara.
—Brent Preston.
—El estadounidense. Sí. He oído hablar de usted.
—Supongo que destaco rodeado de toda esta gente.
Ella se rió con unas carcajadas marcadas tal vez por el whisky y el tabaco.
—Rodeado de esta gente, todo el mundo destaca. Ahí está la cuestión. Quítales
las ropas caras y todos somos normalitos e incluso feos.
—Excepto usted.
—No busco cumplidos, señor Preston. Simplemente me gusta hablar con la
gente, al menos hasta que la conozco demasiado bien como para que deje de
gustarme.
—Pero ¿no es en ese punto cuando la cosa se pone interesante?
Ella ladeó la cabeza, lo miró y soltó una carcajada que hizo que varias personas
se giraran para mirarlos.
—Una observación muy astuta. Me gusta, señor Preston.

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Un camarero pasó por su lado ofreciendo bebidas. Brent se decidió por una
copa de vino.
—¿No le gusta el whisky? —le preguntó la mujer con su copa de champán en la
mano.
—Soy hombre de bourbon.
—Yo prefiero el de malta y lo que echo en falta es que le pongan mucho hielo —
y ante la mirada de sorpresa de Brent, añadió—: Soy de Nashville. Allí era Becky
Brixby, hasta que conocí a Clive.
En ese instante, Brent reconoció el nombre. Sir Clive Allingford había sido
comandante de las tropas en Afganistán.
—Perdóneme por no haberla reconocido, lady Allingford. Mis condolencias por
la pérdida de su esposo.
—Gracias, pero ni tú ni yo tenemos que preocuparnos por los títulos. Con
Becky bastará.
Sí. Definitivamente, le cayó bien esa mujer.
—Tengo entendido que estás investigando algo sobre un escándalo en las
carreras de caballos.
Él enarcó una ceja.
—Por aquí no hay muchos secretos. No es que sea una cotilla, pero resulta que
nací en un criadero de caballos en Tennessee. Aunque no era tan grande como el
rancho Quest, eso seguro. He oído lo de este problema que están teniendo algunas
personas con los supuestos hijos de Apolo y lo del envenenamiento del semental de
lord Rochester en Dubai. Qué barbaridad. Así que, si hay algo que pueda hacer por
ti, estoy a tu disposición.
—A lo mejor podríamos encontrar un lugar más tranquilo donde poder hablar.
—Es la mejor proposición que me han hecho en toda la noche. Aunque lo cierto
es que también es la única. Vamos. Conozco un lugar.
—¿Que demonios está haciendo aquí? —le preguntó Charles a Nolan en voz
baja.
—Mi madre lo ha invitado.
—Pues deberías haber retirado la invitación.
—¿Y que le habría dicho a mi madre?
—¿Y a mí qué me importa lo que tú le digas a tu madre? Quiero que se vaya.
—Está hospedado aquí. Serán sólo un día o dos como mucho y después volverá
a Estados Unidos.
—Parece que no lo entiendes, Kestler. Quiero que se vaya esta noche. Ahora.
Frustrado por la intransigencia del hombre y sintiéndose impotente ante ella,
Nolan se alejó consciente de la mirada que lo estaba apuñalando por la espalda.

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Aunque eso también le daba cierta satisfacción. Charles sabía muy bien que no
era del agrado de su madre por un comentario que había hecho años atrás sobre sus
orígenes humildes. Si montaba una escena, Sarah Morningfield Hunter, lady Kestler,
no dudaría en hacer que lo sacaran de allí y que se le prohibiera la entrada en esa
casa para siempre.
En ese momento, la gran pregunta que ocupaba la mente de Nolan era cuánto
más se alargaría esa situación.

—Vaya, aquí estás —dijo Devon al ver a Brent aproximarse.


La orquesta ahora estaba tocando música más popular y bailable y había subido
el volumen.
—¿Bailamos? —le preguntó Brent.
—Nos está mirando.
—Bien —le tomó la mano y la llevó a la pista de baile.
La arrastró hasta sus brazos y comenzó a darle vueltas.
Devon tardó sólo unos pasos en perder el ritmo y darse cuenta de que Brent era
un buen bailarín, algo que le hizo desear que tocaran una pieza más lenta que, por
otro lado, también le daría la oportunidad de acercarse más a él.
—Acabo de conocer a una mujer de lo más interesante —le dijo rodeándola por
la cintura con el brazo.
—¿Más interesante que yo?
La miró con unos brillantes y atrayentes ojos azules y le sonrió.
—Más interesante, pero de una manera muy distinta. Es Becky Allingford.
—¿Lady Allingford?
—Me ha contado un montón de cosas fascinantes. ¿Sabías, por ejemplo, que a
Charles Robinett lo arrestaron el año pasado acusado de haber dopado a un caballo
en Ascot?
—¿En serio? No sabía nada.
—Casi nadie lo sabe. Se mantuvo muy en secreto. Becky cree que seguro que el
informe de la policía también ha sido eliminado.
—¿Conque Becky, eh? —le dijo sonriendo.
—Al parecer había un testigo, pero desapareció de pronto.
—Nolan… ¿Mi hermano?
—No hay pruebas de que estuviera involucrado, pero claro, eso no significa que
no lo estuviera.
—Insistes en pensar mal de él, ¿verdad?

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—No quiero discutir contigo, Devon —le susurró al oído—. Estoy de tu parte.
Quiero saber la verdad y creo que tú también. No discutamos sobre algo que no
sabemos y vamos a centrarnos en lo que tenemos.
Le dio una vuelta.
—Por ejemplo, sé que me encanta tenerte en mis brazos. Sé que me embriaga el
aroma de tu piel y el brillo que veo en tus ojos cuando hacemos el amor.
Y mientras se escuchaban las últimas notas de la canción, la besó. Ella quiso
resistirse, pero… ¿cómo hacerlo cuando se sentía tan bien? Se separaron justo cuando
la música se detuvo y, sin duda, el aplauso que estalló entre los asistentes fue
dirigido a ellos más que a los músicos.
—¿Tienes sed? —le preguntó Brent, cuando empezó a sonar la siguiente
canción.
—Y nervios. No estoy segura de que esto haya sido muy inteligente, Brent.
—¿Acaso no te has divertido?
—Claro que sí… Tal vez demasiado.
Él se rió.
—Nunca hay suficiente diversión, al igual que yo nunca tengo suficiente de ti.
—Estamos en una sala llena de gente.
—Apuesto a que podemos encontrar una que no lo esté —se inclinó y le susurró
al oído—: Donde podamos estar solos y pueda acariciar todas las partes de tu cuerpo
y saborear…
Ella se rió.
—Eres incorregible. No es ni el lugar ni el momento.
Según avanzaban hacia la mesa de las bebidas, iban saludando a la gente.
Devon le tiró de la mano.
—Ahí está —murmuró.
—No te preocupes. Champán y vino —le dijo al camarero.
—Sí, señor.
—Usted es Preston —dijo una profunda voz masculina que atemorizó a Devon.
Brent se volvió hacia él.
—Sí, pero creo que no nos conocemos —le respondió con un tono muy
agradable.
—Charles Robinett.
—Ah, Camberg. Sí, he oído hablar de usted —Brent sabía que emplear ese
nombre sin pronunciar el título delante era inapropiado hasta el punto de resultar
maleducado.
Nolan se situó a la derecha de Brent.
—¿Te apetece bailar, hermanita?

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Brent le agarró la mano y se la apretó con fuerza.


—Ahora mismo, no —respondió ella.
—Creo que…
—Gracias, Nolan —dijo Devon ahora con un tono más conciliador—. A lo mejor
luego.
—Haría muy bien si se mantuviera alejado de los asuntos de los demás —dijo
Camberg dirigiéndose a Brent.
—Sabio consejo —respondió él.
—Tal vez no está informado, pero le he pedido a la señorita que se case
conmigo.
—Eso fue hace dos años y ella lo rechazó. Creo que con eso se acabó la relación.
—Aquí no hace nada, amigo. Simplemente tuvimos una discusión de pareja.
Nada más.
—Pues yo creo que no —dijo Brent sonriendo—, aunque me gustaría mucho
discutir más sobre el tema con usted. Aquí y ahora o —le guiñó un ojo a Devon— en
otro sitio y en otro momento. Como a usted le venga mejor, por supuesto.
Brent levantó las dos copas que les había servido el camarero y le preguntó a
Devon:
—¿Nos sentamos en una mesa, cielo?
Y cuando empezaron a alejarse, se detuvo para girarse hacia los dos hombres.
—Hasta la próxima.

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17
Devon estaba temblando cuando se sentaron a la mesa que había quedado libre
sólo unos segundos antes.
Saludó distraídamente a un invitado y, consciente de que la gente estaba
mirándola, mantuvo la sonrisa pegada en su cara y miró a Brent cuando le puso su
bebida delante.
—Lo has hecho muy bien —le dijo él al alzar la copa para brindar.
—Lo único que he hecho ha sido decir «no».
—Ésa es una palabra que no siempre es fácil de pronunciar.
—¿Por qué lo estás provocando? Prácticamente lo has desafiado a un duelo.
—¿Eso se hace todavía en este país?
—Deja de bromear, maldita sea. Estás empeorándolo todo.
Él le ofreció una sonrisa de consuelo y su calidez la ayudó, pero no fue
suficiente porque Devon quería que la rodeara con sus brazos, quería que los dos
estuvieran en otro lugar, preferiblemente en la cabaña del guardes.
—Devon, sabes que no haría nada que pudiera hacerte daño. Nunca.
—Lo sé, pero…
—Cielo, relájate. Sé lo que hago. Por favor, confía en mí. Sí, lo he provocado a
que me amenace, pero lo he hecho ante un gran grupo de gente. Ahora puede elegir
entre seguir adelante, con lo que estará quebrantando la ley…
—Es Charles Robinett, el duque de Camberg. ¿Acaso no lo entiendes? Eso no le
importa.
—No, Devon, eres tú la que no lo entiende. ¿Recuerdas cuando te dije que yo
nunca me rindo? Tu aristócrata es un cobarde y también está sujeto a la ley. Si me
golpea, lo haré responsable. Si no lo hace, se desprestigiará. De una forma u otra, yo
gano.
—No lo entiendes, ¿verdad?
Brent le puso un dedo bajo la barbilla y la besó.
—Entiendo que estoy locamente enamorado de ti —y la besó.
Ella se quedó sorprendida al oír esas palabras, nadie se las había dicho antes. El
corazón le dio un vuelco y esa sensación perduró cuando él apartó sus labios.
—¿Bailamos? —le preguntó bajo la mirada y la sonrisa de varias personas.

Eran casi las tres de la madrugada cuando salieron del salón de baile y Brent
acompañó a Devon a su dormitorio. Ella lo invitó a pasar, pero él declinó la
invitación. Con la mansión llena de invitados, había demasiados ojos puestos en ellos

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como para tener intimidad y, dadas las circunstancias, la discreción parecía la


postura más sensata, a pesar de desear desesperadamente hacerle el amor.
—Duerme —le dijo—. Mañana te espero en el comedor.
—Si no estoy allí al mediodía, será mejor que vengas a despertarme.
Él le sonrió.
—Bueno, pues si no quieres pasar, ¿al menos vas a darme un beso de buenas
noches?
Pero ya la tenía en sus brazos antes de que terminara la frase.
—Quiero más que un beso y lo sabes.
Se besaron. Apasionadamente.
—Mañana iremos a cabalgar y, con suerte, lloverá y tendremos que encontrar
un lugar cálido y seco donde esperar a que amaine.
—Voy a rezar para que llueva —dijo Devon.

Ya en su dormitorio, cuando estaba quitándose la corbata, alguien llamó a la


puerta. Lo primero que pensó fue que Devon lo había seguido y que iba a pasar la
noche, o al menos parte de ella, con él. Pero al abrir la puerta, encontró allí a un
miembro del servicio.
—Le pido disculpas, pero al señor le gustaría hablar con usted. Espera que se
reúna con él en el jardín.
—Dígale al señor que estaré allí en unos minutos.
—Muy bien, señor. Buenas noches.
Brent decidió quitarse el esmoquin y ponerse unos pantalones, el suéter de
cuello alto que su madre había insistido en comprarle esa semana y unos mocasines.
Pensó en ponerse la chaqueta, pero a pesar de estar a mediados de enero, esa noche
la temperatura era suave y no hacía aire, de modo que el suéter de lana sería
suficiente.
Podía adivinar lo que Nolan quería decirle y no esperaba que le llevara mucho
tiempo.
Mientras avanzaba por el camino de ladrillo que conducía a los jardines oyó un
sonido tras él. Apenas tuvo tiempo de darse la vuelta cuando sintió el primer
puñetazo, que le golpeó la mandíbula y lo lanzó contra un seto. Al instante, el
asaltante ya estaba sobre él con el puño preparado para atacar de nuevo, pero el
chico de Kentucky fue más rápido y esquivó el golpe haciéndole perder el equilibrio
al otro hombre y caer sobre el arbusto. Antes de rodar a un lado y levantarse, pudo
ver que el hombre tenía un pequeño tatuaje rojo y dorado en la mano derecha.
Entonces, en un segundo, otro asaltante salió de la nada.
Brent no lo reconoció, aunque sabía que no era ni Nolan ni Charles, y eso le
decepcionó. Le habría encantado estampar su puño contra la cara de cualquiera de

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los dos, pero por supuesto, los cobardes siempre enviaban a alguien. Había sido
estúpido al no pensar en la posibilidad de que contrataran a unos matones.
Dos contra uno, pero su situación no era tan mala; hacía años que no practicaba
kickboxing, pero había cosas que nunca se olvidaban y que simplemente surgían
cuando las circunstancias lo requerían. No obstante, cuando alzó su pie derecho y lo
llevó contra el codo de uno de los oponentes, supo que al día siguiente sus músculos
protestarían por tanto esfuerzo.
Un nudillo le golpeó un ojo a la vez que él llevaba su puño contra la nariz del
otro extraño. El crujido que se oyó fue inconfundible y el hombre cayó al suelo.
—Vámonos.
En cuestión de segundos, los dos hombres ya estaban corriendo en distintas
direcciones. Brent pensó en ir tras ellos, pero conocían mejor la zona y le sacaban
ventaja. Habría estado muy bien presentarse con uno de los dos ante la policía, pero
dudaba que fueran a revelar el nombre de la persona que los había contratado.
Sabía quién era el responsable, al igual que lo sabrían todos cuando lo vieran
aparecer en el desayuno con un ojo morado. No pudo evitar reírse. Camberg, ese
idiota cobarde, debería haber esperado un día más, cuando ya no quedara ningún
invitado por allí.
Sí, al día siguiente le dolería todo y tendría un aspecto terrible, pero eso no
importaba. Le consolaba saber que lo había provocado y que ya no había duda de
quién era el enemigo. Era más fácil atacar al objetivo cuando podías identificarlo.
Mientras se curaba en el baño de la suite, pensó en lo que había sucedido.
¿Estaba relacionado con Apolo? Había muerto gente para guardar ese secreto y él, sin
embargo, no tenía más que unas cuantas magulladuras. Por supuesto, un asesinato
en la mansión sería un escándalo de importantes proporciones que no beneficiaría a
Nolan Hunter, el vizconde Kestler; de ahí que el ataque hubiera sido limitado.
Tal vez lo sucedido no había sido más que la venganza de un hombre celoso.
Pero había otro detalle. El sirviente que había ido a llamarlo había hablado del
«señor» y con ello se había referido a Nolan, no a Charles. ¿O acaso los dos se habían
puesto de acuerdo para perpetrar el ataque? De ser así, eso significaba que ahora
tenía dos enemigos con los que lidiar.
Más tarde, tendido en la cama, Brent recordó el tatuaje de la muñeca de uno de
los asaltantes. Se sentó en la cama. ¿No tenía el hombre que había atacado a su
hermana tras un torneo un tatuaje similar? A lo mejor ese ataque no tenía nada que
ver con el duque y sus celos. A lo mejor Nolan simplemente había aprovechado la
situación para advertir a Brent.
—Buen intento —murmuró para sí—. Pero no te va a funcionar.

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18
Domingo, 18 de enero

—¡Dios mío! —exclamó Devon al sentarse enfrente de Brent a la hora del


desayuno—. Pero ¿qué demonios te ha pasado?
Él le sonrió.
—Un visitante que tuve ayer, o mejor dicho, dos. Aunque deberías ver qué
aspecto tienen ellos ahora.
—¿Bromeas con esto? —le preguntó horrorizada.
—¿Y qué quieres que haga, Devon? Créeme, no es tan grave como parece. En el
colegio salí peor parado muchas veces.
—No entiendo a los hombres. Se pegan y después se ríen de ello. ¿Ha sido
Charles? ¿Ha sido él el que te ha hecho esto?
—No ha sido él personalmente. Por favor, no te disgustes, cielo. Sólo tengo un
ojo morado.
—Pero podrían volver a intentarlo.
—Devon, cariño, podrían pasar muchas cosas, pero vamos a centrarnos en las
cosas que son reales y seguras… como que te quiero.
Se había pasado buena parte de esa noche en vela dolorido por el golpe en la
cara y pensando en Devon, en los dos. Había cruzado una línea al decirle que la
amaba y esas palabras sólo se las había dicho antes a una mujer. Para él significaban
mucho, suponían un compromiso.
La fría reacción de Devon no fue la que se había esperado y por ello se dio
cuenta de que ella no estaba acostumbrada a que alguien le expresara esos
sentimientos. Por otro lado, ella tampoco le había dirigido a él esas palabras mágicas,
pero no importaba, porque esperaría pacientemente a que estuviera preparada.
—Y ahora ¿qué?
—Bueno… estaba pensando en ese paseo a caballo que estábamos planeando
dar.
—¿Quieres ir a montar en tu estado?
—Hablas como si estuviera embarazado —dijo riéndose—. Considéralo una
especie de terapia, el ejercicio es bueno para los músculos doloridos.
—Te gusta sufrir.
—Me gustas tú.
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto?
—La predicción del tiempo dice que va a llover.
—Eres increíble —le dijo ella riéndose.

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—Hago lo que puedo —respondió con una sonrisa. ¿Qué más le daba el dolor?
Ver ese brillo en sus ojos marrón chocolate bien valía la pena.
Baldy entró en el comedor, miró a su alrededor, los vio y fue hacia ellos.
—Buenos días… —se detuvo al ver el estado de la cara de Brent—. Vaya, veo
que ha tenido un encuentro con su Excelencia. Seguro que él tiene peor aspecto.
—Envió a sus matones —dijo Devon aún furiosa—. A dos.
—Vaya, pero de todos modos, usted está aquí mostrando su cara magullada y
él no, así que usted gana —le tendió la mano—. Ha sido un placer conocerlo, señor
Preston. Espero que volvamos a vernos. Ahora debo marcharme —le dio un abrazo a
Devon—. Cuida bien de él, querida. Parece un hombre de los que merecen la pena.
Sir Baldric se giró y se marchó.
Brent y Devon tomaron un desayuno que duplicaba lo que él normalmente
comía en casa: lonchas de beicon, huevos revueltos, arenque ahumado, tomates
asados, rebanadas de pan tostado con mantequilla y mermelada y dos tazas grandes
de café con leche.
—Te duele mucho —le dijo Devon cuando se estremeció al levantarse de la
silla.
—Qué va, es sólo que anoche flexioné unos músculos que hacía mucho tiempo
que no utilizaba. Pero moverme un poco me ayudará.
Y, en efecto, para cuando llegaron paseando a las caballerizas, el dolor ya se
había calmado un poco.
—Parece que se haya chocado contra una puerta —le dijo Brice Halpern al
verlo.
—Pues debería haber visto cómo ha quedado la puerta.
—Me he enterado del problema que tuvo anoche.
—¿Sabes quién lo hizo, Halpern? —le preguntó Devon.
—No he oído nada, milady, pero si me entero de algo, se lo diré enseguida. En
unos minutos tendrán los caballos preparados y ensillados.
Le hizo una señal al nervioso chico que esperaba a un lado.
—Chester, prepara a Afortunada para la señora.
—Ahora mismo, jefe. Ya está cepillada, sólo falta la silla —y fue hacia las
caballerizas.
—¿Le importaría ir con él, milady, y decirle qué silla prefiere?
A Brent le pareció una pregunta extraña, pero Devon hizo caso y acompañó al
joven.
Halpern chasqueó con los dedos para avisar a otro chico y decirle que les
llevara a Quillan. Cuando los dos se quedaron solos, el hombre le dijo a Brent:
—Esperaba poder hablar con usted en privado, señor, si no le importa.
—Por supuesto, señor Halpern. ¿Ha sucedido algo?

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—Esta mañana un chico me ha dicho que han encontrado a Neal Caruthers.


—Es una buena noticia —dijo, y al ver el gesto del hombre, añadió—: ¿Verdad?
—Ha tenido un accidente de coche, señor. En Escocia. Nadie sabe qué estaba
haciendo por allí arriba.
—Un accidente de coche…
—Ha muerto, señor. Lo siento.
Sí. Brent también lo sentía. Caruthers había sido su última esperanza de conocer
de primera mano quién podía estar detrás del fraude. Era demasiada casualidad que
las dos personas que podían saberlo todo, Ross Ingliss y ahora Neal Caruthers,
hubieran muerto de pronto con pocos días de diferencia.
—¿Hay pruebas de que haya sido provocado?
—Eso no puedo decírselo, señor. El chico que me ha llamado se ha enterado por
medio de otro compañero. Al parecer sucedió en una carretera local y por eso sólo se
ha publicado en el Guardián de Glasgow, pero Kevin recordaba que Neal había
trabajado para mí y ha pensado que querría saberlo. Se salió de la carretera por la
noche, según ha dicho el periódico. Se cree que podría haber estado bebiendo. Y es
posible. Neal era un buen tipo, pero sí que le gustaba tomarse una copa de vez en
cuando, aunque no lo hacía en el trabajo. Eso nunca se lo he tolerado a ninguno de
mis hombres.
Brent lo creyó.
—Bueno, señor —continuó Halpern—. Estaba charlando con Crispin de su
muerte y hemos empezado a hablar sobre lo bueno que era trabajando con Apolo y lo
extraño que fue que decidiera marcharse…
—¿Se marchó voluntariamente? ¿No lo despidieron?
—Dijo que necesitaba un cambio. En su momento me extrañó, pero hay tipos
así. Si se quedan mucho tiempo en un mismo lugar de pronto les entran las ganas de
conocer mundo. Bueno, el caso es que hemos seguido hablando sobre Apolo y Danny
Bridges nos ha contado algo que sucedió hace aproximadamente un mes. El señor
vendió unos cuantos caballos hace un tiempo y aunque la mayoría de los nuevos
propietarios enviaron sus propios remolques para llevárselos, hubo uno o dos que no
lo hicieron y nosotros tramitamos el transporte.
Brent asintió.
—Mandamos a nuestros hombres con esos caballos para asegurarnos de que
llegaban a su destino, sanos y salvos.
—Algo muy sensato.
—Pues Danny Bridges, que es de los más jóvenes y al que le apasionan los
animales, me ha dicho esta mañana, cuando hablábamos de Neal y de Apolo, que ha
visto a un caballo pastando en South Dorset que, perfectamente, podría haber sido el
gemelo de Apolo. Dice que incluso preguntó por los alrededores y le dijeron que se
llama Luz de Texas. Esto sucedió hace un mes, así que no sé si el caballo sigue allí o si
Bridges se confundió. Aunque esto sería muy raro porque él sabe mucho de caballos,

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los distingue sin problema. Bueno, el caso es que le he dicho que mantenga la boca
cerrada.
Un mozo salió de las caballerizas tirando de Quillan. Brice tomó las riendas y le
dio las gracias al joven.
—No sé si le he ayudado, señor, pero he pensado que le gustaría saberlo o
incluso comprobarlo por usted mismo.
—Tiene razón. Lo haré. ¿Puede decirme exactamente el lugar donde vio al
caballo?
—En la granja Lynch. Me he tomado la libertad de anotarle el nombre —se
metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó un pedazo de papel—. En la aldea de
Dinston Heath. Es demasiado pequeña como para salir en algunos mapas, no son
más que unas cuantas casas, según me han dicho. Pero si sigue las indicaciones que
le he anotado, llegará sin problemas. Ahora ya es un poco tarde y más con la lluvia
que se avecina, pero si parte mañana temprano, no tendrá ningún problema.
—Gracias, señor Halpern. Le agradezco mucho lo que está haciendo.
—Tenga cuidado con las puertas, señor —le dijo con una sonrisa justo cuando
Devon salió de las caballerizas acompañada de Afortunada.

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19
Lunes, 18 de enero

Conducían hacia el sur; Devon al volante y Brent a su izquierda, con la cabeza


echada hacia atrás y los ojos cerrados.
—¿Por qué quieres ir a Dorset? —le preguntó.
Le había propuesto ese viaje durante el desayuno. Al igual que sir Baldric, la
mayor parte de los familiares de su madre y demás invitados habían partido el día
anterior. También lo había hecho Nolan, aunque no había ido a despedirse de su
hermana ni le había dejado ningún mensaje para decirle que se marchaba.
—Para ver un caballo —respondió Brent—. ¿Cuánto crees que tardaremos en
llegar?
—Unas seis horas, depende del tráfico. ¿Cómo has conocido este lugar?
—Devon, ¿cómo voy a recuperar las horas de sueño que tanto necesito si no
dejas de hacerme preguntas?
Como Nolan se había marchado y su madre estaba recluida en otro ala de la
mansión, Devon lo había invitado a pasar la noche con ella en su dormitorio. Aún la
invadía una cálida sensación al recordar cómo habían jugueteado sobre esa gran
cama con dosel. No habían dormido mucho, pero el recuerdo de despertar con Brent
acurrucado junto a ella… Suspiró. Al menos habían tenido la discreción de bajar a
desayunar por separado y con varios minutos de diferencia.
—Tendría que obligarte a conducir.
—Eso sería peligroso, cielo. Como diría Katie, tú sabes conducir por el lado
equivocado, pero yo no —le dijo con esa atractiva sonrisa.
—No es el lado equivocado. Al menos no, desde mi punto de vista. Y ahora
cállate y duerme —le dijo intentando parecer molesta, aunque no logró ocultar su
sonrisa.
—No puedo. No dejas de hablar.
Ella pisó el freno y giró hacia el estrecho arcén que había en el lado izquierdo.
—Vale, vale —Brent alzó las manos a modo de rendición—. Tregua.
—Y no olvides quién conduce.
—Sí, señora.
Unos kilómetros más adelante, Devon dijo:
—Este caballo…
—Podría ser el doble de Apolo.
—¿Quién es el dueño?
—No lo sé. Sólo sé que hace más de un mes estaba en la granja Lynch.

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—¿Quién te lo ha dicho?
—Eso no importa y ni si quiera sé si la información es de fiar.
Devon se preguntó por qué le estaría ocultando esa respuesta. Para proteger a
la fuente, por supuesto, pero ¿por qué creía que tenía que proteger a esa persona de
ella?
—Y esa persona, sea quien sea, ¿por qué no decidió decírselo a la policía en
lugar de a ti?
—Porque soy yo el que busca un caballo que se parezca a Apolo.
—Parece que has hecho muchos amigos por aquí en muy poco tiempo.
—Eso es algo propio entre nosotros, los plebeyos.
¿Ese comentario pretendía ser un insulto? A Devon no le gustaba que se
diferenciara entre «nosotros» y «ellos» porque ella tampoco le daba importancia a los
títulos. Había roto esa barrera con sus compañeras de trabajo en el colegio, pero
nunca había logrado hacerlo en Morningfield. Allí todos la llamaban «milady» o al
menos «señorita», pero nunca «Devon». Al principio pensó que era por su padre, que
habría despedido inmediatamente a cualquier empleado que se hubiera atrevido a
mostrar algún signo de confianza hacia ella. Pero incluso después de que él muriera,
el servicio no había bajado la guardia del todo. Le llevó un tiempo darse cuenta de
que todo era culpa de su madre, la plebeya que había aprendido muy bien a darse
aires de grandeza.
—¿Y qué pasa si encontramos a ese doble?
—Que después tenemos que descubrir quién es el dueño. Un trabajo de
investigación habitual.
—Elemental —ella alzó la barbilla y dijo con altanería—: Puedes llamarme
Watson.
—Bueno, se me ocurren otras cosas que me gustaría llamarte, cielo.
Tres horas más tarde se detuvieron en un pub a las afueras de Wareham, junto a
las ruinas del Castillo de Corfe, para comer algo y pedir indicaciones hasta Dinston
Heath.
El dueño, un hombre amable con una cara colorada y una gran barriga, les
confirmó que iban por la carretera correcta.
—¿Por casualidad no conocerá una granja propiedad del señor Lynch? —
preguntó Brent.
—Es un buen hombre, John. Irlandés. De Belfast. Mavis y él la compraron hace
unos treinta años.
Tras una empanada, una ensalada y media pinta de cerveza, volvieron a
ponerse en marcha y veinte minutos más tarde se vieron rodeados de pastos
delimitados por vallas.
—¡Para! —gritó Brent y antes de que Devon tuviera tiempo de preguntarle qué
había visto, ya había abierto la puerta y estaba bajando del coche.

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-¿Qué…?
—Mira.
—Es… igual que…
Una sonrisa de satisfacción cruzó el rostro de Brent.
—Apolo.
—Tienes razón —Devon no podía creer lo que estaba viendo—. Es
completamente igual.
Se quedaron unos cinco minutos observando al caballo.
—Vamos a hablar con el señor Lynch —dijo finalmente Brent.

Una mujer de unos sesenta y cinco años salió a recibirlos.


—¿Señora Lynch? Me llamo Brent Preston. Soy norteamericano y estoy
haciendo un estudio sobre los caballos purasangre. Me han dicho que aquí tienen
ejemplares muy preciados y por lo que he visto en sus campos, la información es
correcta. Oh, discúlpeme. Le presento a mi ayudante inglesa, Devon Hunter.
La mujer les estrechó la mano.
—Soy Mavis Lynch. Sí, criamos caballos purasangre. Vamos a las caballerizas.
John está allí.
John Lynch, no mucho más alto que su esposa, tenía unos setenta años y el pelo
cubierto de canas, además de una tez curtida y unos brillantes ojos azules. Sonrió
cuando Mavis los presentó.
—He visto un caballo en sus pastos —le comentó Brent—. Tiene una bonita
cabeza y un pecho ancho.
—Lo compramos hace unos dos meses —le dijo con un suave pero
inconfundible acento irlandés.
—¿Usted monta? —le preguntó Devon.
—No tanto como antes, pero mi nieto sí. Los ejercita a todos regularmente.
Quería ser jinete profesional, pero creció demasiado.
—Es más alto que usted, señor Preston —dijo Mavis orgullosa.
—¿Cómo se llama el caballo? —preguntó Brent.
—Luz de Texas.
—¿Ejerce como semental?
—Oh, ojalá, señor Preston. Podría sacarme un buen dinero con él, pero no está
registrado.
—Qué pena —respondió Brent—. Seguro que es un purasangre. Una de las
cosas que estamos intentando demostrar con nuestra investigación es si el ADN
puede identificar la raza. Como sabrá, eso no es posible en la actualidad. Podemos

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verificar quiénes son los padres del potro en concreto mediante una prueba de ADN,
pero no la raza.
El hombre asintió.
—¿Estaría dispuesto a que le sacáramos una muestra de sangre a Luz de Texas?
Le pagaré, por supuesto, y también por las molestias. Preferiríamos que la muestra
llevara la firma de un veterinario titulado, el suyo, si es posible. Y también necesitaré
una declaración jurada firmada por él y que usted certifique la muestra que
mandaremos a la Jockey Association.
—Puede que Simón esté libre hoy. ¿Lo llamo? —le preguntó Mavis a su esposo.

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20
Dos horas después todo estaba hecho. El doctor Simón Davis, el veterinario de
Lynch, había extraído dos muestras de sangre. Debidamente etiquetadas y
embaladas, una fue enviada por correo urgente a un laboratorio equino de Londres y
la otra por correo internacional prioritario a la Jockey Association. Además, se había
adjuntado un detallado informe de cómo el señor Lynch le había comprado el caballo
llamado Luz de Texas a una mujer que respondía al nombre de Muriel Fairbrown, que
a su vez se lo había comprado a un hombre llamado Nolan Kestler. Los contratos de
venta no incluían informes del pedigrí que indicaran que o bien el caballo o uno de
sus padres eran purasangre, lo cual dejaba al caballo, que tenía todas las
características propias de la raza, sin poder ser registrado.
Para cuando llegó la hora de marcharse, ya había oscurecido y se esperaba una
fuerte tormenta que haría muy desagradable el camino de vuelta a Cambridge.
Mavis Lynch les recomendó un hostal en Wareham con vistas al castillo iluminado
donde podían pasar la noche.
El hostal de estilo Tudor resultó ser tan encantador y pintoresco como había
dicho la mujer de Lynch. Les dieron una habitación muy agradable, con los techos
bajos y una inmensa cama.
—Entiendo alguna que otra cosa de lo que ha sucedido —le dijo Devon a Brent
mientras tomaban una cerveza—, pero ¿puedes ponérmelo todo en contexto?
Durante la noche anterior, Brent había estado debatiendo consigo mismo sobre
si hablarle de la conversación que había mantenido con Brice Halpern y encontró
varias razones para no hacerlo.
Una era Nolan. Por muy enfadada y decepcionada que estuviera con él, era su
hermano y podía avisarlo de que él estaba a punto de destapar toda la trama. Y
después estaba Halpern. Si Brent le hubiera hablado a Devon de la nueva prueba que
tenía, habría dado por hecho que la fuente era el mozo de cuadras, y eso delataba al
buen hombre que la había protegido en el pasado.
Por otro lado, no decírselo a ella también era una forma de protegerla. Si
aquello acababa tal y como esperaba, Devon podría decir con toda sinceridad que
desconocía la fuente o hasta dónde llegaba la información de que él disponía. Y esa
inocencia por su parte sería crucial para cerrar la brecha que se había abierto entre su
hermano y ella.
Lo que a Brent le molestaba era que Devon interpretara el hecho de que le
guardara secretos como una señal de que no confiaba en ella.
Pero no era así. Aunque se conocían desde hacía muy poco tiempo, ya se había
enamorado de ella. ¿O acaso era el placer que había encontrado en su cuerpo
después de años de hambruna sexual lo que le había nublado la mente?
Devon había desempeñado como toda una profesional el papel de
investigadora; ni siquiera se había inmutado cuando había salido a relucir el nombre
de Nolan Kestler, a pesar de que ese descubrimiento resultaba desastroso para su

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hermano y para la reputación de su familia. Si Brent no hubiera confiado en ella, no


le habría permitido tener acceso a las pruebas que habían encontrado.
—Hay unos detalles que no me quedan muy claros —dijo él—, así que no
quiero especular. Y será mejor que no lo haga porque eso te protegerá de posibles
futuras acusaciones.
Ella asintió, aunque no pareció que esa excusa la convenciera del todo.
—Los papeles que el señor Flynch nos ha entregado hoy muestran que Nolan
compró Luz de Texas a Charles Robinett hace cuatro años y medio. Brice Halpern me
dijo que Apolo tuvo tres infecciones sistemáticas seguidas acompañadas de fiebres
altas. El caballo se recuperó de todas ellas y por eso lo enviaron a Estados Unidos
para cumplir con sus contratos de apareamiento, pero creo que esas infecciones lo
dejaron estéril.
—Pero estaba generando mucho dinero como semental como para declararlo
estéril.
—Y resultó que Charles tenía un purasangre sin registrar con las mismas
características que Apolo.
—Exacto. Lo principal era tener constancia de la existencia del doble del
caballo, y ahora mismo eso ya lo tenemos.
Entre otras cosas, le habían sacado unas cuantas fotografías a Luz de Texas.
—Sigo sin verle sentido —dijo Devon—. ¿Por qué no sustituyeron directamente
a Apolo por Luz de Texas?
—Eso iba a explicarte ahora. Sustituir un caballo por otro es más difícil de lo
que parece. Los mozos de cuadra podrían distinguir a un caballo de otro y, aunque
tu hermano hubiera contratado a una nueva plantilla en las caballerizas, algo que sin
duda habría generado muchas preguntas y sospechas, seguiría existiendo la
posibilidad de que alguien notara la diferencia. Como ya hablamos el otro día, los
amantes de los caballos distinguen a unos de otros con mucha facilidad al igual que
yo distingo a mis gemelas.
—¿Entonces cómo lo hicieron?
—Por inseminación artificial —declaró Brent—. Y sé quién lo hizo. Cuando
mandaron a Apolo a Estados Unidos como semental, un mozo de cuadra, Neal
Caruthers, siempre estaba con él. Creo que se llevó semen congelado de Luz de Texas
y después de que el estéril Apolo cubriera a la yegua, Caruthers la inseminó
artificialmente con el semen de Luz de Texas. El potrillo se parecería tanto al caballo
que nadie cuestionaría su procedencia.
—Pero ¿y los procesos para registrar al caballo? Después del nacimiento del
potro hay que registrarlo y para ello hay que comparar los ADN. ¿Por qué no salió a
la luz el engaño en ese momento?
—Charles, o a lo mejor tu hermano, tenían a alguien trabajando en la oficina de
registros de la Jockey Association que pudo falsificar los informes. Su nombre era
Ross Ingliss, un técnico que desapareció hace unos meses y que desgraciadamente
murió antes de que se pudiera contactar con él. Al parecer se suicidó, pero yo
sospecho que se trató de un asesinato.

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Devon tomó aire, abatida.


—Si no se hubiera producido el fallo en los ordenadores, si no hubiera hecho
falta volver a tomar muestras de los ADN de algunos caballos, las posibilidades de
que el fraude hubiera salido a la luz habrían sido muy escasas. Tu hermano habría
seguido obteniendo muchos ingresos y los propietarios de yeguas habrían tenido
potros cuya procedencia no se habría cuestionado. Está claro que Luz de Texas ha
resultado dar unos hijos muy aptos para la competición. Después de todo, nuestro
Orgullo de Leopold ganó el Kentucky Derby y la Preakness, y estuvo a punto de ganar
la Triple Corona. El caballo de lord Rochester, Millones para Repartir, el medio
hermano de Orgullo de Leopold, demostró también ser todo un campeón.
—Y entonces, ¿qué va a pasar ahora?
—Tengo que llamar a mis padres y a mi hermano para darles la buena noticia,
pare decirles que parece que he encontrado la clave del fraude. Si se demuestra que
Luz de Texas es el padre de Orgullo de Leopold y de Millones para Repartir, no
tendremos problemas para convencer a la Jockey Association de que fuimos víctimas
de una estafa, al igual que lord Rochester, y podremos recuperar el buen nombre y la
reputación de nuestras familias.
—Y la mía quedará arruinada completamente. Estás hablando de la posible
implicación de mi hermano en un asesinato.
—Lo siento, Devon. Ojalá tu familia no tuviera que salir perjudicada, pero no
encuentro ningún modo de mantener alejado de todo este asunto el nombre de tu
familia.
—No entiendo por qué Nolan hizo algo tan estúpido, tan vil. No va a ser nada
fácil para mamá.
Había admitido que su madre era una mujer fría y centrada en sí misma y aun
así le preocupaba lo que ese escándalo pudiera suponer para ella. Eso le hizo a Brent
darse cuenta, una vez más, de lo importante que era el amor de una madre.
—No la subestimes —le dijo Brent—. Ha tenido que pasar por muchas cosas y
lo ha hecho con elegancia y dignidad. Esto también lo superará. Necesitará tu ayuda
y tu apoyo, por supuesto, pero creo que esto servirá para uniros más a las dos.
Devon lo miró con gesto de tristeza, aunque en sus ojos brillaba un atisbo de
esperanza.
—¿Eso crees?
Él entrelazó su mano con la de ella.
—Eres más fuerte de lo que crees, cielo. Ésa es una de las razones por las que te
quiero.
Y allí se quedaron, sentados, con las manos unidas, sin decir nada excepto con
los ojos hasta que les sirvieron la comida que habían pedido, el especial del día:
cordero, puré de patata y guisantes. Él lo devoró todo, pero ella, que dijo no tener
hambre, apenas tocó su plato hasta que la posadera les ofreció dulce de leche de
postre.

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—Antes he intentado llamar a mis padres y a Andrew desde la habitación —


dijo Brent cuando se levantaron de su mesa—, pero no tenía señal en el móvil. Voy a
ver si puedo llamar desde la calle.
—Te espero arriba —le dijo al echar a andar hacia la escalera.
Brent la agarró de la muñeca.
—Superaremos esto, Devon. Juntos.
Ella le ofreció una lánguida sonrisa, antes de subir las escaleras hasta el primer
piso y Brent salió a la fría y húmeda noche para intentar hacer la llamada.

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Ya en la habitación, Devon terminó de sacar de la bolsa la poca ropa que se
había llevado. Se había quedado sorprendida cuando esa mañana Brent le había
dicho que quería ir a visitar esa pequeña aldea. Cuando le había preguntado por qué,
él se había mostrado evasivo con los detalles.
¿Dónde y cuándo habría conseguido esa información que lo había conducido
hasta ese pequeño lugar? La mañana anterior habían sido inseparables desde el
momento del desayuno. Inseparables en un sentido muy literal. Recordar cómo
habían hecho el amor aún le despertaba un agradable calor por dentro y la hacía
sonrojarse… Estando al lado de Brent parecía que el placer no tenía límites.
Por otro lado, todo indicaba que había estado ocultándole información y eso
significaba una cosa: que no confiaba en ella. ¿Acaso pensaba que tenía algo que ver
con el fraude de los caballos? ¿O simplemente temía que ella fuera a contarle a su
hermano que el estadounidense estaba estrechando el cerco?
Había dejado la bolsa junto a un extremo de la cama, cuando alguien llamó a la
puerta. ¿Se habría olvidado Brent de la llave?
Sonriendo, abrió la puerta y se quedó sin palabras.
—Pareces contenta de verme, querida. Qué bien —dijo Charles con una sonrisa
que la hizo estremecer. Sin esperar a que lo invitara a pasar, entró y cerró la puerta
bruscamente.
Asustada, Devon fue retrocediendo hasta que cayó sentada sobre la cama. El
miedo le impidió gritar o emitir sonido alguno durante los primeros segundos.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó al fin.
—Pobre e inocente Devon. Ésta es una de las cosas que te hacen tan atractiva,
esa dulce inocencia que tienes. Aunque en realidad no eres tan inocente, ¿verdad?
Pero no pasa nada. Puedo enseñarte.
—Márchate. El señor Preston vendrá…
—Tu amigo está ocupado intentando hablar por teléfono y le llevará un rato.
Mientras, nosotros tenemos que hablar.
—No tenemos nada que decirnos. He dicho que te vayas.
—Será mejor que me escuches, querida. Sé que habéis encontrado a Luz de
Texas, el caballo que tu hermano vendió al darse cuenta de que se había acabado el
juego. Habría sido mejor para todos que hubiera sacrificado al caballo. Ahora, gracias
a ti y a ese yanqui entrometido él irá a la cárcel. Aunque así debería ser porque,
después de todo, tu hermano ha robado mucho dinero, ¿verdad? Ahora la única
pregunta es si tu madre también acabará en prisión.
—¿Mi madre? —Devon se levantó.
—Sabía que eso iba a interesarte —dijo él, entre carcajadas.
—¿De qué estás hablando? Mi madre no tiene nada que ver con esto.

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—Aún no habéis descubierto esa parte, ¿verdad? Ha estado involucrada en esto


desde el principio. Ella es el cerebro de toda la trama. Hizo que tu hermano…
—No te creo —dijo con voz temblorosa—. Son todo mentiras. Mi madre
nunca…
—¿Crees que no? —la expresión de satisfacción de la cara de Charles resultaba
aterradora—. Pues tengo pruebas —metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó
una pequeña grabadora—. Escucha esto. Escucha atentamente y después dime si tu
querida mamá habla como una mujer inocente.
Presionó un botón y a los pocos segundos Devon oyó la suave voz de su madre:

—Líbrate de él inmediatamente, Nolan. No me importa cuánto te guste el caballo o


cuánto dinero pueda darnos. Quedárnoslo es demasiado peligroso. Tienes que deshacerte de él
inmediatamente.
—Madre, no lo entiendes —dijo la voz de Nolan.
—Lo entiendo mejor de lo que te piensas. Te ha ido muy bien con Apolo, pero ha
llegado el momento de parar. Si no lo haces, lo perderemos todo.

Devon se dejó caer sobre la cama. La grabación no terminaba ahí, pero sólo
escuchó algunos fragmentos mientras se cubría la cara con las manos, horrorizada.
Eso no podía estar pasando.
—¿Qué quieres? —le preguntó a Charles.
—Creo que lo sabes. No puedo seguir protegiendo a tu hermano, pero sí que
puedo ocultar la implicación de tu madre en delitos como el fraude y el asesinato
ante la policía y los medios de comunicación. Al menos la mujer podrá vivir sus
últimos días como la vizcondesa Kestler, y mientras tú, querida, serás la duquesa de
Camberg. Me parece una buena oferta.
—Estás loco.
Él se rió.
—Vete ahora mismo. No quiero que pases una noche más con él. Ha arruinado
tu vida y la de tu familia, Devon. No sé por qué querrías quedarte con él. No tiene
nada que ofrecerte y yo lo tengo todo. Si quieres que tu apellido no quede por los
suelos, harás lo que te digo. Ya verás como te gustará que te llamen «duquesa». Te lo
prometo.
—¡Sal de aquí! —le gritó ella con la voz entrecortada por las lágrimas.
—Sí, ya me marcho —le respondió con indiferencia—, pero espero verte en la
calle, sola, en los próximos veinte minutos.

Tras intentarlo muchas veces y no lograr contactar ni con sus padres ni su


hermano, Brent volvió a la habitación, donde encontró a Devon recogiendo sus cosas.

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—¿Qué está pasando? —se acercó y vio su rostro surcado por las lágrimas.
Nunca antes la había visto en ese estado.
—Me voy.
—Devon…
—Lamento haberte conocido. Has arruinado mi vida y la de mi hermano y mi
madre.
—Devon, por favor, cálmate. Sabes que lo que estás diciendo no es justo. Si
alguien es culpable de algo, ése es Nolan.
—Claro, tú échale la culpa de todo.
Le puso una mano en el hombro, pero ella se apartó con una brusquedad y una
violencia extremas.
—Devon, cálmate. Por favor. Sé que esto es difícil…
—¿Difícil? A mi hermano lo van a acusar de un delito de fraude y Dios sabe de
qué más. Puede que mi madre muera por el impacto y la humillación y yo seré mal
vista entre la sociedad. ¿Puede ser peor?
Agarró su abrigo y fue hacia la puerta. Él se interpuso en su camino y la miró.
—¿A qué viene esto de repente?
—Apártate de mi camino, Brent.
Se quedaron mirándose durante unos segundos. Él odiaba el dolor que estaba
viendo en sus ojos, ese mismo dolor que él había provocado.
—Te quiero, Devon. ¿Acaso no lo sabes?
Pero esas palabras no hicieron otra cosa que enfurecerla más todavía. Volvió a
intentar calmarla.
—¡No! Quítame las manos de encima.
Brent cerró los ojos, abrió la puerta y allí se quedó mientras ella corría por las
escaleras.

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22
Al instante fue tras ella, pero sólo logró verla alejándose por la carretera.
Allí estaba, sin medio de locomoción y con la mayoría de su ropa en la Mansión
Morningfield, pero nada de eso importaba porque lo único importante era que
Devon lo había abandonado. Mientras subía las escaleras hacia el dormitorio, se
preguntaba qué había hecho mal y cómo se sentiría él si de pronto hubiera
descubierto que sus hermanos eran unos criminales. Sólo la idea lo hizo temblar.
Pasó una hora hasta que por fin pudo contactar con Andrew.
—Lo he encontrado.
—¿A quién? —preguntó Andrew.
El grito procedente desde el otro lado de la línea cuando le explicó lo sucedido
le hizo tener que apartarse el teléfono de la oreja.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo —respondió intentando sumarse a la alegría de su hermano, pero
lo cierto era que sin Devon cualquier muestra de felicidad sería falsa—. Hace unas
cinco horas hemos enviado una muestra de sangre a la Jockey Association. Te
agradecería que los avises de que la recibirán mañana y que le den prioridad.
—Eso está hecho. Bueno, venga, dame todos los detalles.
Tras veinte minutos de conversación, Andrew le preguntó si ya había hablado
con sus padres.
—Aún no he podido contactar con ellos.
—Están en una zona con poca cobertura, pero tengo un número fijo donde
puedes localizarlos. Espera un minuto… Aquí está. Toma nota.
Y unos minutos más tarde, cuando Brent estaba a punto de colgar, su hermano
le dijo:
—Bien hecho, Brent. ¿Cómo se lo ha tomado Devon? A papá y a mamá les ha
gustado mucho y dicen que es guapísima.
—Se ha ido, convencida de que le he arruinado la vida.
—Si le importas tanto como creen papá y mamá, volverá. Dale tiempo para
calmarse y asimilarlo. Pobrecilla. Habrá sido un día muy duro para ella.
—Me gustaría retorcerle el cuello a su hermano —respondió Brent.
Tras despedirse de Andrew, llamó al número de la habitación de sus padres en
un lugar de la zona norte de Inglaterra.
—He encontrado al doble de Apolo —le dijo a su padre.
Pasaron otros veinte minutos mientras repetía la historia sobre cómo había
encontrado a Luz de Texas.

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—¿Y cómo lo está llevando Devon? —le preguntó su madre. Había estado
escuchando la conversación por la otra línea.
Les contó que se había marchado.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Por la mañana tomaré el tren hasta Londres y me aseguraré de que el
laboratorio ha recibido la muestra. Andrew va a pedirle a la Jockey Association que
le den prioridad a la muestra que les hemos enviado también a ellos. En cuanto
tengamos los resultados de la prueba de ADN, si son positivos, el siguiente paso será
llamar a la policía y denunciar a Nolan.
—Mañana nos vemos en Londres —dijo Thomas—. No sé a qué hora, pero
probablemente por la tarde. Esperaremos unos días hasta tener los resultados y
después hablaré con un abogado para que nos asesore antes de ponernos en contacto
con las autoridades. Quiero que hagamos esto bien.
—Estoy de acuerdo.
—Has hecho un buen trabajo, hijo. Siento que las cosas no hayan funcionado
con Devon, pero me siento orgulloso de ti por cómo has llevado todo esto.
La alabanza de su padre debería haberle consolado, pero lo único en lo que
podía pensar era en el rostro lleno de lágrimas de Devon y en la tristeza reflejada en
esos ojos color chocolate.

Brent llegó a la Estación de Paddington antes del mediodía el martes y tomó un


taxi hasta el hotel. El recepcionista le dijo que habían enviado su equipaje desde
Morningfield una hora antes y que ya estaba en su habitación. Sin embargo, esa
noticia no le animó.
Subió, deshizo las maletas esperando encontrar una nota de Devon, que no
había, llamó al laboratorio y le aseguraron que le estaban dando la mayor prioridad a
ese caso.
Las niñas llegaron mientras estaba en el comedor almorzando y de pronto el
mundo ya no le resultó tan sombrío.
El miércoles por la mañana su padre y él mantuvieron una productiva
conversación con un abogado especializado en temas ecuestres y por la tarde se
reunieron con un representante de la Jockey Association.
El jueves, Jenna llevó a sus nietas a visitar el Madame Tussaud's.
En dos ocasiones el martes, tres el miércoles y dos más el jueves, Brent telefoneó
a la Mansión Morningfield preguntando por Devon. Siempre le respondieron
educadamente que no estaba disponible y que no sabían cuándo podría contactar con
ella. Se vio tentado a llamar a Pathwatch Hall, pero siempre que se disponía a
hacerlo, acababa colgando el teléfono porque no sabía qué diría si respondiera la
madre de Devon. ¿Sabría la mujer lo que estaba sucediendo?
Brent y su familia cenaron juntos cada una de esas noches y las niñas vieron un
DVD distinto cada día.

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Mientras, Brent esperaba.


El jueves a las cuatro de la tarde, su móvil sonó.
—Luz de Texas es el padre de Orgullo de Leopold y de Millones para Repartir —le
dijo Andrew.
Esa tarde, y acompañados por el abogado, Brent y su padre interpusieron una
denuncia formal contra Nolan Hunter, el vizconde Kestler. Se firmó una orden de
detención y una hora después un noble fue arrestado en su piso londinense.

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23
Viernes, 23 de enero

Brent voló de vuelta a Kentucky con sus padres y sus hijas y fue recibido en el
rancho Quest como un auténtico héroe.
Su abuelo, Hugh Preston, lo recibió con lágrimas en los ojos y le dio las gracias
por haber salvado el apellido y el honor de la familia. Fue una demostración de
sentimientos nada usual en el octogenario fundador de la dinastía Quest y un gesto
que conmovió profundamente a Brent.
Diez días después, la Jockey Association levantó la prohibición impuesta sobre
el rancho Quest y en cuestión de horas, los propietarios comenzaron a llevar de
vuelta a sus caballos para ser entrenados allí. La temporada de cría no había hecho
más que comenzar, y por ello Brent pudo negociar suficientes contratos con los que
compensar las pérdidas que los habían invadido durante más de seis meses y
Andrew pudo volver a contratar a muchos de los empleados que se había visto
forzado a despedir.
Una noche, mientras cenaban, Andrew comentó:
—Tendremos que devolver todo lo que hemos ganado en las carreras con
Orgullo de Leopold, pero al menos dejaremos de estar en números rojos gracias a
Brent.
—No lo he hecho yo solo —respondió su hermano, abrumado por tantas
adulaciones que estaba recibiendo de su familia, amigos y empleados.
No podría haberlo hecho sin la ayuda de Devon y saber que había salvado a su
familia a costa de destrozar la de ella le hacía sentirse terriblemente mal. Había hecho
varios intentos de contactar con la joven, pero no habían servido de nada. No
respondía a sus mensajes y las cartas que le había enviado le habían sido devueltas.
—Hemos hecho una reclamación para que los Hunter nos reembolsen las
pérdidas económicas que hemos sufrido a consecuencia del fraude del vizconde —
dijo Thomas.
—¿Tienes noticias de Inglaterra? —le preguntó Jenna a Brent.
Brent tenía su propio contacto allí, Brice Halpern, con el que hablaba por
teléfono todas las semanas. El hombre le estaba muy agradecido por no haberlo
identificado como la fuente de información del asunto de Luz de Texas. Estaba seguro
de que por ello lo habrían despedido y lo habrían acusado de empleado desleal
después de más de treinta y cinco años de servicio.
—Lady Kestler ha pagado una fianza de doscientas cincuenta mil libras para
sacar a su hijo de la cárcel.
—¿Y cómo está llevando todo esto la señora Kestler? —preguntó Robbie, el
hermano pequeño.

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—Según mi fuente, se ha reunido con Nolan en varias ocasiones, pero nadie


sabe exactamente de qué han hablado. Si está furiosa con él, no ha dado muestras de
ello ni en público ni en privado.
—¿Crees que era consciente de lo que estaba pasando? —preguntó Marcus
Vásquez, el prometido de Melanie. a su futura suegra.
—Creo que en algún momento debió de imaginarse que algo no iba bien, pero
dudo que tomara parte en ello. Es una mujer muy orgullosa. No me la imagino
participando en esta estafa. Por cierto, Brent, ¿qué sabes de Devon?
Brent respiró hondo. Odiaba pensar en que la bella joven de la que se había
enamorado tuviera que estar pasando por todo aquello sin su ayuda y apoyo.
—Al parecer, la han visto saliendo con Charles Robinett.
—Increíble —gruñó Thomas—. Tiene que ser masoquista para haber vuelto con
él, aunque claro, con todos los cargos que hay contra su hermano y con su apellido
por los suelos, debe de estar costándole relacionarse entre la alta sociedad.
—Estoy segura de que ir del brazo del duque calla muchas bocas —sugirió
Melanie con un sarcasmo nada característico en ella.
—Y Nolan sigue negándose a dar una explicación de lo que hizo —observó
Thomas.
—Es por el dinero, por supuesto —indicó Marcus—. ¿No os parece suficiente?
Estamos hablando de millones.
—Aunque yo me pregunto si habrá algo más —añadió Brent.
—Escuchad un momento. Tengo un anuncio que hacer.
Todo el mundo lo miró.
—Estar tarde he recibido una llamada de George Witherspoon, el director del
registro de caballos purasangre en Australia. Él y un grupo de amigos me han
pedido que me presente como presidente de la International Thoroughbred Racing
Federation.
—¡Vaya! —exclamó Melanie—. Es impresionante.
—Felicidades —le dijo Robbie.
—Ya era hora de que un Preston ocupara un puesto así —dijo Hugh pletórico.
Jenna le dio un beso en la mejilla a su hijo mayor.
—Es una gran noticia, Andrew —le dijo Brent—. Estoy muy orgulloso de ti.
—Eso también significa que ahora tú serás el director general aquí, Brent —le
dijo Andrew orgulloso—. No hay nadie más dedicado y entregado al rancho Quest
que tú y lo digo con absoluto respeto hacia todos los que estáis sentados a esta mesa.
Hacerse cargo de Quest era algo con lo que Brent había soñado desde hacía
mucho tiempo, pero ahora se sentía abrumado ante la idea.
—¿Y tú? —le preguntó a su hermano.

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—Ahora mismo no hay candidatos a presidente ni por parte de Europa ni de


Estados Unidos, pero los habrá y utilizaré mis contactos para que me promocionen.
Mi principal oponente es un tipo llamado Jacko Bullock de Australia, así que creo
que voy a pasar mucho tiempo por esas tierras de ahí abajo.
De pronto, los hombres de la mesa se levantaron y comenzaron a aplaudir a los
dos hermanos. Los dos se miraron y sonrieron, pero por muy feliz y pleno que fuera
el momento para Brent, aún quedaba un asunto pendiente del que tenía que
ocuparse.

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24
Lunes, 4 de febrero

—Vuelvo a Londres unos días —les dijo Brent a sus hijas durante el desayuno.
—¿Vas a llevarnos contigo? —quería saber Rhea.
—En esta ocasión, no, cielito. Tengo que trabajar, pero volveré enseguida.
—¿Vas a ver a Devon? —preguntó Katie.
—A lo mejor —eso esperaba.
—Dile que la echamos de menos. Ojalá estuviera aquí con nosotros.
—Se lo diré, cariño.
Por suerte, consiguió una plaza en un vuelo que hacía escala en Chicago y con
el que pudo estar en Heathrow esa misma noche. Una vez allí, tomó un taxi hasta el
mismo hotel donde se había hospedado la vez anterior. Los empleados lo saludaron
por su nombre.
Tras una ducha reparadora, se cambió de ropa y se puso en marcha; gracias a
Brice Halpern, sabía muy bien dónde encontrar a Charles Robinett.
L'Exquisite era un prestigioso local de moda de la ciudad. Los miércoles, sin
embargo, no eran de las noches que más concurrido estaba y por ello no tuvo
problemas para entrar. Una discreta conversación con el maître, al que dirigió unas
generosas palabras de aprecio, le revelaron que su Excelencia, el duque de Camberg,
acababa de terminar su cena y que estaba a punto de retirarse a la sala de juegos.
Cuando Brent entró en esa zona del local, se dirigió a la barra situada en una
esquina y pidió un gin tonic.
Tras echar un vistazo a su alrededor, vio al duque sentado a una de las mesas.
A lo mejor se pasaba a verlo más tarde; sería divertido ver si su Excelencia se
asustaba al verlo, pero por el momento se conformaba con mirarlo desde lejos.
Le dio un sorbo a su copa y observó al hombre; sabía cómo funcionaba el juego,
pero no jugaba demasiado bien. Cuando comenzó la cuarta mano, los ojos de Brent
fueron automáticamente hacia la puerta, en el otro extremo de la amplia sala.
Y allí estaba. Preciosa, con un vestido corto color cobre y perlas decorándole su
piel expuesta. Su hermoso y abundante cabello color avellana estaba sujeto por unas
horquillas de ese estilo retro tan a la moda.
Estaba impresionante, bellísima. Se quedó en la puerta un momento y Brent se
situó detrás de una planta para mirarla sin que ella lo viera. Devon posó sus ojos en
Charles y fue hacia él.
Brent estaba demasiado lejos para oír lo que se decían, pero a juzgar por el
modo en que se saludaron, le quedó claro que estaban juntos.

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Cuando terminó la mano, Charles tiró sus cartas y se levantó. Rodeó a Devon
por la cintura, y tras sonreír a la gente que los rodeaba, la besó en un lado de la cara.
Después, fueron hacia la puerta.
Brent se quedó hundido.
¿Había dicho Charles la verdad y su separación no era más que la consecuencia
temporal de una pelea de enamorados? Viéndola allí, Devon no parecía una mujer
que tuviera miedo del hombre que la rodeaba con sus brazos.
En ese momento se dio cuenta de que, una vez más, un Hunter lo había
engañado. Primero Nolan y después su hermana.
Se terminó la bebida y salió del casino. En el vestíbulo central oyó música
procedente del salón de baile. Supuso que Devon y Charles estarían allí bailando,
pero prefirió no confirmarlo. Lo último que necesitaba en ese momento era verla en
brazos del duque sobre la pista de baile.
Afuera llovía. Se quedó esperando bajo el alero del local hasta que pudo subir a
un taxi que lo llevara al hotel. Una vez allí, entró en el bar y pidió otro gin tonic.
Después, subió a su habitación, se metió en la cama y se quedó dormido casi al
instante.
A la mañana siguiente, llamó al abogado que había contratado su padre y se
citó con él. Más tarde, ese mismo día, y mientras le preguntaba por el progreso del
caso, aún se sentía como un zombi, como un robot, después de lo que había visto la
noche anterior.
—Nolan Hunter está en libertad bajo fianza y aún reside en su piso de Mayfair.
Puedo decirle, señor Preston, que la acusación contra él se hace más fuerte cada día.
—¿Ha dado alguna explicación, aparte de la codicia, de por qué lo hizo?
—Ninguna. No admite las pruebas encontradas contra él y se niega a dar más
explicaciones.
—¿Y eso es normal?
—Lo normal es que al final todos acaben hablando.
—¿Y tiene alguna idea de por qué Nolan Hunter no lo ha hecho todavía?
—Ninguna. Y resulta bastante desconcertante porque con esto sólo se está
haciendo daño a sí mismo.

Esa noche, Brent volvió a L'Exquisite, pero sólo le sirvió para ver que Charles
no estaba allí.
Brice había mencionado otros dos lugares que el duque frecuentaba: un club
privado, en el que, a pesar de sus intentos de soborno, no pudo entrar, y un local
público en el que no tuvo dificultades para pasar. En ese último sitio no había sala de
casino, sino únicamente un restaurante y un salón. No tenía hambre, así que una vez
más, fue directamente a la barra del bar.
En la pista de baile sólo había unas cuantas parejas danzando al ritmo de una
pequeña banda y una de ellas era la formada por Charles y Devon. Ella estaba

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preciosa con una falda oro y marrón y una blusa de seda color crema. Todo el mundo
los miraba; bailaban demasiado juntos, parecían una auténtica pareja de enamorados,
y esa imagen atravesó el corazón de Brent como si se tratara de un puñal. Cuando el
ritmo de la música se hizo más lento, Charles agachó la cabeza y la besó en los labios.
Allí, en medio de la pista. Delante de todo el mundo.
En ese momento, invadido por la furia, Brent habría querido acercarse y
golpear al duque en esa cara de arrogante que tenía. Pero si lo hacía, sabía que lo
habrían arrestado y que, con toda seguridad, habría pasado una humillante noche en
la cárcel. Estaba a punto de marcharse cuando pudo ver por primera vez el rostro de
Devon y no resultó reflejar una expresión de placer por el reciente beso, sino más
bien una de disgusto y tristeza.
Decidió pedirse otra copa y seguir observándolos.
Pasó a fijarse en el duque. ¿Es que nadie más veía que esa expresión posesiva en
sus ojos era la de un hombre cruel y no la de un hombre enamorado?
Charles rodeó a Devon con más fuerza, como para demostrarles al resto de
hombres presentes que era suya, y sólo de él, mientras que a la vez la humillaba por
considerarla poco más que una posesionan objeto con el que jugar.
En aquella ocasión, cuando intentó acercarla más a él, Devon lo apartó, y la
forma con la que la llevó de nuevo hacia sí fue más bien agresiva.
Ella dijo algo que Brent no pudo oír, pero al leer sus labios estuvo seguro de
que lo que había dicho había sido:
—Charles, si no me sueltas, gritaré.
—Por supuesto, querida —le respondió el duque sonriendo.
La soltó y ella salió de la sala en dirección al aseo de señoras. Brent la vio
desaparecer tras una esquina y volvió a centrar la atención en el duque, que se había
retirado de la pista.
A continuación, fue al vestíbulo y se sentó en uno de los asientos situados entre
los aseos. Pasaron varios minutos hasta que Devon salió. Sorprendida al verlo, emitió
un grito ahogado.
—Hola, Devon.
Estaba preciosa. Deseaba abrazarla desesperadamente.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó ella con la voz entrecortada.
—No es un saludo muy agradable.
—No te he pedido que vinieras.
—No, me dejaste abandonado, y aún intento averiguar por qué.
—Ya te lo dije.
—Sólo me dijiste tonterías.
—Tienes que irte. Ahora mismo. Si te encuentra aquí…

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—¿Qué pasará, Devon?


—Brent, por favor —le suplicó y por primera vez él apreció en su voz miedo en
lugar de enfado—. Es mucho más complicado de lo que crees.
—Entonces, explícamelo —le dijo al levantarse.
—No puedo.
—¿No puedes o no quieres?
—Por favor, déjalo estar. De lo contrario, arrestarán a mi madre y… —comenzó
a gimotear.
—Pero ¿a qué viene esto?
—Charles —murmuró—. Hará que arresten a mi madre por formar parte del
fraude de Apolo.
—¿Y eso es cierto?
—Claro que no, pero tiene una prueba que puede usar en su contra. Márchate,
Brent. No puedes hacer nada. Vete. Date prisa.
—Devon —gritó Camberg furioso—. ¿Cuánto…? —se detuvo al ver a Brent a su
lado—. ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo aquí? Devon, ve adentro.
Ahora. Ya hablaremos de esto más tarde. Primero quiero ocuparme de este
estadounidense entrometido.
Brent sonrió. En esa ocasión, no había matones por medio.
Camberg se acercó a él. Era de su misma estatura y pesaba mucho más, pero
también parecía haber estado bebiendo mucho y desde luego no estaba tan en forma
como él.
Devon se situó detrás de Brent.
—Te he dicho que te vayas —le gritó Camberg.
Ella no se movió.
—¿Sucede algo, milord? —preguntó una voz masculina desde un despacho
situado al otro lado.
—Este extranjero está molestando a la señorita.
—No es cierto —protestó Devon—. Sólo estábamos hablando.
—¿Quiere que llame a alguien, su Excelencia? —preguntó el hombre.
—Ya me ocupo yo —respondió el duque, sin mirarlo y después, sin previo
aviso, alzó su puño y lo lanzó en dirección a la cara de Brent.
Brent se agachó y esquivó el golpe, haciendo que Camberg cayera hacia delante.
—Usted ha sido testigo. Él me ha atacado primero —le dijo al otro hombre.
En unos segundos, Camberg recuperó el equilibrio y le lanzó otro puñetazo,
menos coordinado y acertado todavía que el primero. Brent clavó su puño en la fofa
barriga del duque y lo hizo doblarse hacia delante.
Devon gritó.

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El otro hombre se quedó sin saber qué hacer durante unos segundos y a
continuación corrió a su despacho y levantó el teléfono.

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25
—Vamos —dijo Brent al agarrar a Devon del brazo y llevarla hacia la salida.
Charles se puso derecho, empujó a los dos hombres que habían ido a socorrerlo
y salió tras Devon y Brent. La gente los miraba boquiabierta, como espectadores de
un accidente de tráfico, ávidos de curiosidad, pero nada dispuestos a involucrarse.
—Sal —le ordenó Brent a Devon.
Ella quería hablar con él, quería decirle que no serviría de nada, que no podían
huir porque Charles los atraparía y, cuando lo hiciera, sería todavía peor. Pero se le
estaban pasando tantas cosas por la cabeza, y ninguna de ellas buena, que no logró
acertar a decir nada.
—Sal y para un taxi. ¡Date prisa!
—Brent…
—Maldita sea, ¡hazlo!
Ella se quedó paralizada ante el tono que había empleado, actuando como
Charles. Pero no, no era cierto. Brent no se parecía en nada a Charles. Él le había
dicho que la amaba y Charles no sólo no lo había hecho, sino que dudaba que llegara
a hacerlo alguna vez. Brent le había declarado su amor y ella, a cambio, lo había
abandonado. Al único hombre que…
—Voy a hacer que os arresten —la voz de Charles se oyó por encima de la
música que salía del salón de baile.
—¡Vete! —gritó Brent—. Luego hablamos. Ahora sal de aquí.
Muy a su pesar, Devon corrió hacia la salida. Nadie se había enfrentado nunca a
Charles como lo estaba haciendo Brent y quería ver qué iba a pasar. El portero le
sujetó la puerta.
Afuera llovía.
—Necesito un taxi inmediatamente.
—Ahora mismo, señora.
El hombre abrió un gran paraguas negro y dio un silbido. Un taxi que pasaba
por allí se detuvo y justo cuando el portero le abrió la puerta a Devon, Brent salió del
local, le dio dinero al hombre y, tras agarrarla por el codo, la metió dentro del
vehículo. Le ordenó al conductor que arrancara, enseguida, y segundos más tarde ya
estaban alejándose en dirección a su hotel.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Devon, con el corazón palpitándole
de felicidad y miedo.
—Rescatándote —le respondió él con una sonrisa.
—Eres el hombre más impertinente, irresponsable, engreído…
Brent le acarició una mejilla con ternura y susurró:

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—Yo también te quiero.


A Devon le dio un vuelco el corazón y en ese momento no habría sabido decir si
las lágrimas que le nublaban la vista eran de alegría o de pesar.
—No digas eso —murmuró.
—Que no pronuncie estas palabras no va a cambiar nada, Devon. Ahora, vas a
contarme qué está pasando. ¿Por qué estabas con ese hombre?
Llegaron a su hotel, pagó al conductor, añadiendo una generosa propina, y
bajaron. Al cruzar la puerta, le tomó la mano y la llevó hacia el ascensor.
—¿Adonde vamos?
—A mi habitación. Allí podremos hablar.
—No debería. Cuando Charles descubra…
—Eso da igual, porque no vas a volver con él.
Ella se apartó.
—Ésa es mi decisión, no la tuya.
—Yo jamás te forzaría a hacer nada, Devon. Espero que lo sepas. Lo único que
te pido es que subas a mi habitación para que podamos hablar. Si prefieres no estar
sola conmigo, podemos ir al bar y hablar ahí. Y si quieres darte la vuelta y volver a
alejarte de mí, puedes hacerlo también. La decisión es tuya, pero esta vez ya no
volveré a buscarte.
¿Sería una debilidad por su parte ceder ante él? Necesitaba tiempo para pensar,
pero carecía de ese tiempo. Lo que sí sabía era que no tenía la fuerza suficiente para
volver a alejarlo de su lado, sabía que vivir sin él era igual que morir. Podía soportar
cualquier dolor teniéndolo junto a ella, pero no podría soportar la agonía de no
tenerlo cerca.
—Está bien. Vamos a tu habitación.
Mientras esperaban el ascensor y hasta llegar a la habitación, Brent mantuvo las
distancias.
—¿Te apetece beber algo? —le preguntó con total naturalidad, pero a Devon no
la engañaba. Sabía que estaba tan nervioso como ella.
—Tal vez un poco de agua con gas, si tienes.
Encontró una botella de Vichy, le quitó el tapón, le sirvió un vaso y se lo dio. Se
abrió una botella también para él.
—Ahora, ¿puedes, por favor, contarme lo que está pasando?
—Esa noche, en Dorset, la razón por la que me fui… fue que Charles apareció
en la habitación y me dijo que a menos que volviera con él, haría que arrestaran a mi
madre junto a mi hermano por el fraude de Apolo. Me dijo que ella participó…
—¿Y por qué lo creíste si eso no es verdad?
—Porque tenía una grabación en la que los dos estaban hablando del tema.
—¿Y esa prueba te pareció creíble?

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—Del modo en que me la presentó… Sí. Me pareció creíble, aunque eso no


quiere decir que piense que es verdad. Pero me dio miedo que pudieran acusarla y…
—Tu madre es más valiente y fuerte de lo que crees. Fíjate en cómo ha llevado
el tema del arresto de tu hermano. ¿No crees que lo ha demostrado?
Ella le lanzó una mirada cargada de rabia.
—Pero en aquel momento yo no lo sabía.
Estuvo tentado de decirle que debería haberlo sabido, pero lo único que
conseguiría sería enfurecerla más. Sarah Hunter se había pasado años cultivando su
imagen de criatura frágil y delicada. No había duda de que físicamente lo era, débil y
vulnerable, a menos, claro, que eso también fuera fingido.
Pero mientras pensaba en la compleja relación entre la mujer y sus dos hijos,
otros pensamientos le llenaban la mente a la vez. Durante un tiempo había
sospechado que Nolan estaba detrás del fraude y si Jenna tenía razón al decir que
lady Kestler controlaba el dinero de la familia, entonces Nolan habría tenido una
razón económica para perpetrar el engaño.
Lo que Brent no había tenido en cuenta era que tal vez Nolan no había planeado
la trama él solo. Por lo que Devon había dicho, ya estaba claro que Charles estaba al
corriente, cosa que levantaba una interesante pregunta: ¿por qué un duque permitiría
semejante fraude en un terreno en el que él era un activo jugador? ¿Podría ser que él
hubiera participado directamente también?
Brent se bebió el vaso de agua, se puso de pie, descolgó su abrigo del perchero
que había junto a la puerta y se lo echó a Devon por los hombros, ya que ella se había
dejado su chal en el club.
—Vamos —le dijo.
—¿Adonde vamos?
—A ver a tu hermano.
—¿A estas horas? Son casi las doce.
—Entonces tenemos posibilidades de encontrarlo en su casa.
Ella vaciló y se resistió a ir hacia la puerta.
—Te lo explicaré por el camino —le dijo Brent—. Confía en mí, Devon. No
puedo prometerte que esto vaya a ponerle las cosas más fáciles a Nolan, pero es
posible que, al menos, nos dé una explicación de qué ha estado pasando y nos ayude
a identificar al verdadero culpable.

Nolan, ataviado con un pijama de seda, los recibió en la puerta de su piso.


—¿Qué demonios está haciendo él aquí?
—Tengo que preguntarte algo —le dijo Brent.
—¿Y por qué debería responderte?
—Déjanos entrar —le ordenó Devon.

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Los dos seguían en el pasillo y Nolan bloqueaba la entrada a su piso. Ella lo


empujó para pasar y Brent la siguió.
Más furioso todavía que antes, Nolan cerró de un portazo.
—Id al salón —pero Devon ya estaba dirigiéndose hacia allí.
La habitación era tal y como Brent la recordaba de su primera visita: una
decoración austera pero con mucho gusto.
Nolan se dirigió hacia el mueble bar situado junto a un enorme ventanal que
ofrecía una impresionante vista de Londres, con la Catedral de St. Paul a lo lejos. Se
sirvió una copa, pero no les ofreció nada a ellos.
—Bueno, ¿qué demonios queréis?
—¿Quién es el cabecilla? —preguntó Brent—. ¿Charles o tú?
Se hizo el silencio durante unos segundos.
—¿De qué estás hablando?
—Charles —concluyó Brent—. Ahora la pregunta es, ¿por qué?
Nolan fue hacia uno de los sillones y se sentó.
—Podéis serviros vosotros mismos, porque esto va a ser un poco largo. Y si
creéis que voy a serviros una copa como si fuerais unos invitados de honor, estáis
locos.
—Yo quiero un gin tonic —le dijo Devon a Brent mientras miraba fríamente a
su hermano.
—¿Un gin tonic? Qué típico, madre estaría horrorizada.
Brent le sirvió una copa con ginebra Bombay y él se echó un vaso de bourbon
Basil Hayden. Al menos Nolan tenía buen gusto a la hora de elegir el whisky.
—Hace como unos cuatro años, estaba en un casino —comenzó a relatar una
vez que los tres estuvieron sentados—. No se me da bien el juego, perdí y me estaba
marchando cuando me encontré con Charles. Ya nos habíamos visto algunas veces en
las carreras. Me parecía un buen tipo, pero yo sabía que era una amistad que estaba
fuera de mi alcance.
—Porque él es duque —dijo Brent.
Devon enarcó una ceja hacia él, pero su hermano pareció no darse cuenta del
sarcasmo del comentario.
—Eso por un lado, pero, además, él podía gastarse y disponer de mucho más
dinero que yo. Esa noche yo había bebido un poco más de lo que acostumbro. Había
dejado mi Jaguar en un aparcamiento al final de la calle y él me acompañó. Me ofrecí
a llevarlo adonde quisiera, pero me dijo que la persona a la que iba a ver, que yo
supuse que era una mujer, vivía cerca. Nos dimos la mano y siguió su camino.
Nolan se bebió casi todo el contenido de su vaso, se levantó y se sirvió más.
Después volvió al sillón antes de seguir con el relato.
—Yo había salido del aparcamiento y estaba conduciendo en la misma
dirección que había seguido Charles cuando de pronto un hombre apareció delante

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de mí. No tengo ni idea de dónde salió. Lo vi antes de poder darme verdadera cuenta
de que estaba allí.
Dio otro sorbo.
—Pisé el freno, bajé del coche y me arrodillé junto al hombre. No había sangre,
pero tampoco se movía. Tuve el aplomo suficiente para tomarle el pulso. No tenía.
No podía creérmelo. Acababa de matar a un hombre en cuestión de segundos sin ni
siquiera darme cuenta.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Devon y se cubrió la cara.
—Charles vino corriendo con un móvil en la mano. Le dije que llamara a la
policía, pero se quedó allí, con el teléfono en la mano y sin hacer nada,
aparentemente tan horrorizado como yo. Le repetí que llamara a la policía, pero dijo
que eso sería una estupidez, que sin duda había sido un accidente, pero que si
alguien se enteraba, mi nombre aparecería en todos los periódicos al día siguiente.
«Vizconde Kestler mata a peatón por conducir ebrio».
Nolan se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación con su
bebida en la mano.
—Pensé en las repercusiones que tendría. Pensé en cómo esa noticia mortificaría
a mamá. Las batallas legales y las demandas durarían años y mancharían nuestro
nombre y tampoco servirían para devolverle la vida a ese pobre hombre. No lo había
atropellado a propósito y tampoco iba conduciendo deprisa.
—Y entonces huiste —comentó Brent.
—Fue una estupidez. Ahora lo sé, pero en ese momento…
—¿Cuánto tiempo pasó hasta que comenzó el chantaje? —preguntó Brent.
—Seis semanas. Había aparecido un artículo en un periódico sobre un
vagabundo hallado muerto, al parecer, víctima de un atropello con fuga. La policía
decía que tenían una pista que los conduciría al culpable y que el arresto sería
inminente. No hace falta decir que estaba aterrorizado. Cada vez que sonaba el
teléfono o llamaban a la puerta, me echaba a temblar. Después no volvió a aparecer
nada más en los periódicos, ni en las noticias. Charles vino a visitarme muy
preocupado… hasta que me enseñó la foto que había sacado con el móvil y en la que
aparecía yo arrodillado junto al hombre muerto. Tanto mi cara como el número de la
matrícula se veían con bastante claridad.
—¿Qué quería? —preguntó Brent.
—Dinero, por supuesto. Se le da mucho mejor gastarlo que ganarlo. Pronto
descubrí que estaba hasta el cuello de deudas.
Eso explicaba una parte, pero ¿qué pasaba con el fraude de los caballos?
—¿Y qué tiene que ver Apolo con todo esto? —preguntó Brent.

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26
—Charles sabía que tenía a Apolo ejerciendo como semental y que podía obtener
grandes ingresos —explicó Nolan—. Él también quería sacar partido porque había
acumulado muchas deudas que era incapaz de pagar.
—¿Y por qué no te negaste directamente? —preguntó Devon.
—Debería. Eso lo sé ahora. Y también lo sabía entonces, pero la idea de tener
que enfrentarme a mamá y a todos nuestros amigos como alguien que había matado
a un hombre por estar borracho me daba demasiada vergüenza como para
contemplarla.
—¿Y no se te ocurrió que luego te pediría más cosas? —preguntó Brent.
—Charles me aseguró que la cosa se quedaría ahí.
Devon soltó una carcajada llena de amargura.
—No puedo creer que fueras tan estúpido.
Nolan cerró los ojos, respiró hondo y volvió a abrirlos.
—Cada vez que le pagaba insistía en que era la última vez… hasta que volvía a
pedirme dinero —bebió más whisky—. Pero entonces Apolo tuvo una serie de
infecciones acompañadas de fiebres altas. Yo sabía que como consecuencia podría
quedar estéril, así que envié una muestra de esperma que confirmó lo que me temía.
Lo creáis o no, me sentí aliviado porque supuse que así Charles dejaría de
chantajearme pidiéndome dinero. Pero entonces, apareció con otra sorpresa.
—Había encontrado un doble —dijo Brent.
—Parecía completamente imposible que dos caballos pudieran parecerse tanto.
—¿y por qué no sustituisteis directamente a Apolo por Luz de Texas?
—Porque no se parecían lo suficiente como para que nadie se diera cuenta —
respondió confirmando lo que Brent ya había pensado—. Sin embargo, los potrillos sí
que sacarían un parecido convincente.
—¿Y los registros de ADN?
—Charles tenía un cómplice en el laboratorio de la Jockey Association. Parece
que tiene cómplices por todas partes… supongo que por eso siempre consigue lo que
quiere.
—Ross Ingliss —dijo Brent.
—Sí —respondió Nolan, al parecer nada sorprendido por el hecho de que Brent
supiera su nombre—. Accedió, por supuesto a cambio de dinero, a certificar a los
potrillos como hijos de Apolo.
—Después vino lo del fallo en los ordenadores —le recordó Brent.
—Sí. Hasta ese momento todo había ido bien. Pensábamos que la posibilidad de
que alguien descubriera que Apolo y los potrillos no compartían el mismo ADN era
bastante remota.

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—El auténtico problema era que os descubrieran en el momento en que Apolo


cubriera a la yegua.
Nolan asintió con la mirada perdida.
—Después de que Apolo se quedara estéril, siempre enviaba a Neal Caruthers,
el mozo de cuadra, con él. Se llevaba el esperma congelado de Luz de Texas y la noche
siguiente a que la yegua fuera cubierta, la inseminaba artificialmente. No es un
procedimiento difícil para alguien que sabe lo que está haciendo y no lleva más que
unos minutos, así que no hay mucho riesgo de que nadie te vea haciéndolo. A él por
lo menos nunca lo vio nadie.
—¿Sabías que Neal Caruthers murió hace unas semanas en lo que se cree que
fue un accidente de coche en Escocia?
—Me enteré por uno de los chicos de las caballerizas y luego lo vi en un
periódico de Glasgow.
—¿Y no te hizo sospechar?
—Claro que sí y me dejó aterrorizado.
—¿Le preguntaste a Charles?
—Se lo mencioné.
Devon miró a su hermano.
—¿Que se lo mencionaste?
—¿Qué más podía hacer? Dijo que era una pena, pero que Neal siempre había
conducido de una forma descuidada, que tenía que haber tenido más cuidado por
esas carreteras de montaña. Pero en el periódico no decían nada sobre una carretera
de montaña. Así es como supe que tenía algo que ver con la muerte de Neal. Por
supuesto, no lo habría hecho con sus propias manos. Él nunca se ensucia las manos
con cosas así…
—Como cuando me atacó en la Mansión Morningfield.
—Exactamente.
Devon se puso de pie y comenzó a andar de un lado a otro de la habitación.
—No puedo creer que esté escuchando esto. Confiaba en ti, Nolan, ¿y aun así
intentabas que me casara con un hombre que sabías que podía ser un asesino?
Su hermano no dijo nada.
—¿Hasta qué punto está mamá involucrada en esto?
—¿Mamá? Mamá no tiene nada que ver. ¿Cómo puedes siquiera sugerirlo? Es
una egoísta y una egocéntrica, pero pensar que está involucrada en algo así es…
absurdo.
—Pagó tu fianza —le recordó Devon.
Él se rió.
—Pero fue para lavar su propia imagen y además, me hizo firmar un papel
accediendo a devolverle el dinero de la fianza y todos los costes legales.

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—Charles me puso la grabación de una conversación que tuvisteis mamá y tú


sobre Apolo en la que te decía que te libraras de él.
—Eso es imposible. Jamás hemos tenido esa conversación.
—Erais mamá y tú —insistió Devon—. Eran vuestras voces.
Nolan sacudió la cabeza.
—No es posible. Espera… ¿qué decíamos exactamente?
Devon le contó lo que escuchó.
—No me creo nada de lo que diga ese hombre. Si pusiera toda la energía e
ingenio en algo productivo en lugar de en todas esas actividades criminales podrían
nombrarlo Ministro de Economía. Le gusta la tecnología, así que puede haber
mezclado varias conversaciones o puede haber usado una que mantuve con mamá
cuando compré a Arrogante, un caballo de dos años que corría a una velocidad
fantástica, pero que era demasiado indisciplinado. Yo decía que Apolo había sido así
al principio y que luego se había calmado, pero mamá insistía en que Arrogante era
demasiado peligroso.
Devon dejó de moverse de un lado a otro y lo miró pensativa.
—Es posible. Tendría que volver a oír esa conversación, pero es posible.
—Es un bastardo. Para él, todo es un juego.
«Y si te hubieras negado desde un principio, se habría buscado a otra persona a
la que torturar», pensó Brent.
—Una pregunta más —le dijo Brent al otro hombre—. ¿Por qué has estado
callado todo este tiempo? Cuando te arrestaron, ¿por qué no lo contaste todo?, ¿por
qué no delataste a Charles? ¿Por qué has estado protegiéndolo?
Nolan volvió a servirse otra copa de whisky, aunque en aquella ocasión no se la
bebió, sino que se quedó mirando fijamente a su hermana.
—Porque me dijo que si no mantenía la boca cerrada, le haría daño a Devon.
Ella se quedó boquiabierta.
—Quería protegerte, pero no sabía cómo. Sabía que era capaz de seguir
adelante con su amenaza y tenía que encontrar una forma de impedírselo hasta que
pudiera detenerlo para siempre. Tengo planeado matarlo, pero como ya sabes, no
soy ni inteligente ni valiente para hacerlo. He estado pensando en cómo hacerlo.
—¡Por Dios! —Devon corrió a él y lo abrazó.
Los dos hermanos se quedaron abrazados durante varios minutos mientras
Devon lloraba.
—Ha llegado la hora de la verdad, chicos —dijo finalmente Brent.
Los dos lo miraron.
—Esto es lo que vamos a hacer.

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27
A las seis de la mañana, el abogado Josiah Harrington se despertó con una
llamada de teléfono y accedió a estar en el piso del vizconde Kestler en una hora.
Devon preparó café y unas tostadas y montó un pequeño bufé en el comedor de
Nolan. El señor Harrington era un hombre de estatura media con un mechón de pelo
gris, expresión suave y una inteligente mirada de ojos marrones.
Escuchó pacientemente lo que Brent, Nolan y Devon le contaron, formuló una
serie de preguntas perspicaces y después telefoneó a sir William Bradshaw, el
abogado de la familia Hunter. A las diez en punto los tres habían prestado
declaración en New Scotland Yard y se había emitido una orden de registro en todas
las propiedades de Charles Robinett, el duque de Camberg. El juez también firmó
una orden de detención del noble.
—¿Y qué pasará con mi hermano? —le preguntó Devon al señor Harrington
mientras salían de la comisaría. Nolan ya se había marchado con sir William.
—No va a librarse, si eso es lo que esperas —le respondió el hombre con
sensibilidad—. No obstante, creo que podemos demostrar que muchos, si no la
mayoría, de estos actos ilícitos fueron cometidos bajo coacción. Eso podría servir para
reducir hasta cierto punto su grado de culpabilidad. No lo acusarán de conducir bajo
las influencias del alcohol porque eso ya no puede demostrarse. Sin embargo, el
cargo de atropello con fuga es un delito grave, sobre todo si la víctima muere. Sólo
tenemos su palabra de que el hombre murió al instante y que no se podría haber
hecho nada para salvarle la vida. La exhumación del cuerpo, si es que lo hay, podría
o no confirmar esas palabras.
—¿Irá a la cárcel? —preguntó Brent.
El abogado asintió.
—Creo que es muy posible, aunque con su cooperación puede reducir la pena.
—¿Y Lady Kestler…?
—Sir William la pondrá al corriente de la situación personalmente. Y usted,
señor Preston, ¿puedo preguntarle qué va a hacer? En el poco probable caso de que
necesitemos más información o detalles, ¿dónde podemos localizarlo?
Brent le dio el nombre de su hotel.
—Pero seguramente volveré a Estados Unidos en un día o dos. Llamaré a su
oficina y lo informaré de mis planes de viaje.
—Gracias, señor Preston. Agradezco su cooperación. Y usted, ¿señorita Hunter?
—le preguntó a Devon.
—Voy a ir a Pathwatch Hall y después volveré a Oxford —al ver un taxi
acercarse, alzó una mano—. Puede llamar a mi madre si necesita saber dónde
encontrarme —dijo ella al abrir la puerta y entrar en el vehículo.

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Brent pensó en seguirla, pero dudó que fuera a ser bien recibido en la casa de
lady Kestler y, por otro lado, el hecho de que Devon se hubiera marchado sin
dirigirle la palabra era una clara indicación de que no le interesaba su compañía.
—¿Le dejo en su hotel, señor Preston? —le preguntó Harrington al parar a otro
taxi.
Rechazar la invitación sin una buena razón habría sido un gesto de mala
educación. Además, eso le daba la oportunidad de hacerle más preguntas que no
había querido formularle en presencia de Devon.
—¿Cómo cree que acabará todo esto, señor Harrington? —le preguntó cuando
ya estaban dentro del vehículo.
—Lord Kestler dice que se declarará culpable, algo que, dadas las
circunstancias, me parece la decisión más sensata. Su cooperación le ahorrará al
tribunal mucho tiempo y gastos y sin duda servirá para reducir su condena. Sir
William puede ser muy persuasivo, y dado que lord Kestler no tiene antecedentes,
supongo que será una sentencia de unos cinco años, y probablemente bajo libertad
condicional en su mayor parte.
—¿Y Charles Robinett?
—No estoy seguro. Tiene muchas acusaciones, pero ningún cargo formal ni
condenas, de modo que las acusaciones probablemente serán desestimadas en el
juicio. Las pruebas que hay contra él son importantes, pero en mi opinión todo
dependerá de si los testigos están dispuestos a declarar. Sería formidable que la
señorita Hunter testificara, si estuviera dispuesta a enfrentarse a él.
—Lo hará.

Ya en la habitación del hotel, telefoneó a su padre.


—Entonces ya ha terminado todo —dijo Thomas.
«Entre Devon y yo», pensó Brent. Pero él no era lo importante, sino el honor de
su familia.
—Tu madre quiere hablar contigo —le dijo su padre un momento después.
Brent oyó cómo le pasaba el teléfono.
—¿Cómo está Devon? —le preguntó Jenna.
—Está con su madre. No es un buen momento para ninguna de las dos.
—Y tú, ¿cómo te sientes?
—La quiero, mamá.
—Pues entonces ve tras ella —cuando Brent no dijo nada, Jenna le preguntó con
voz suave—: ¿Y qué crees que siente ella por ti?
Brent casi suspiró.
—Creo que en este momento lo único que quiere es que salga de su vida.
—A lo mejor eso lo piensa ahora, pero…

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—Te llamaré en cuanto sepa a qué hora regreso mañana. Dales a las niñas un
abrazo de mi parte.

—Me alegra que estés aquí —le dijo sir William a Devon. Estaban en el
vestíbulo de Pathwatch Hall. Perkins, el mayordomo, estaba ayudando al hombre a
ponerse el abrigo—. Tu madre necesitará mucho apoyo durante estos difíciles meses.
Devon le agradeció al abogado su ayuda y entró en la biblioteca donde su
madre pasaba gran parte del tiempo. Sarah Hunter estaba sentada en su silla de
ruedas contemplando el jardín a través de la ventana.
—¿Cómo estás, mamá?
—No es uno de mis mejores días. Ven a sentarte.
Devon se acomodó en el banco acolchado del asiento empotrado bajo el
ventanal. Debería haberle dicho a su madre algo que la consolara, pero no le salieron
las palabras.
—Sé que Charles te ha estado amenazando.
Devon asintió.
—Me gustaría que me lo hubieras contado. Te habría conseguido protección.
Podríamos habernos enfrentado a él y tal vez algunas cosas no habrían llegado a
suceder.
De modo que su madre le estaba echando la culpa. Semejante injusticia debería
haberla puesto furiosa, pero en ese momento ya no sentía nada.
—Acudí a Nolan esperando que él me protegiera, pero no lo hizo a pesar de
saber qué clase de hombre era Charles. ¿O acaso estás culpándome también de que
Nolan condujera borracho, de que engañara a la gente para ganar dinero y de que
conspirara con un miembro de la aristocracia?
—Estás enfadada conmigo y tienes todo el derecho a estarlo. No he sido una
buena madre. Si lo hubiera sido, Nolan no iría a entrar en prisión y tú no serías tan
infeliz.
—Yo no soy infeliz. Estoy contenta de que todo esto se haya descubierto. Al
menos por mí. Lo que ahora le suceda a Nolan es problema suyo.
—¿A él también lo odias?
—No, mamá, yo no odio a nadie. He llegado a un punto en el que todo me
resulta indiferente.
Durante varios minutos se hizo el silencio entre las dos mujeres. Devon estaba a
punto de levantarse y marcharse cuando su madre le preguntó:
—¿Y qué pasa con tu joven?
—¿Mi joven?
—El señor Preston. Era bastante obvio cuando lo trajiste aquí que siente algo
por ti —y añadió con una sonrisa—: Y que tú sientes algo por él.

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Devon no estaba segura de si la agudeza de su madre le sorprendía o le


enfurecía.
—Se marcha a su casa con su familia.
—¿Y vas a permitir que te deje?
—¿Por qué no?
—Porque si lo haces, lo lamentarás durante el resto de tu vida.
Cuando Devon no respondió, lady Kestler continuó:
—¿Por qué crees que no te merece?
—No sé de qué estás hablando, mamá.
—Oh, pues yo creo que lo sabes. Crees que porque tu hermano está a punto de
entrar en la cárcel, porque les robó a los Preston, te ha deshonrado y te ha hecho
indigna de merecer a ese joven.
—Es más que eso —le dijo Devon bruscamente—. Cuando Charles me
amenazó, agaché la cabeza. Igual que Nolan. Dejé que me intimidara en lugar de
hacerle frente.
—Estabas asustada y eras débil.
—Más que débil, fui una cobarde —Devon se rió—. Igual que Nolan, cedí
cuando debería haberme enfrentado y luchar.
—El instinto de defensa no debe de ser un rasgo de la familia, ¿verdad? —
comentó lady Kestler entre carcajadas—. Pero tú tienes el poder de cambiar eso,
querida. Está claro que yo no he sido un buen ejemplo, y como has señalado, Nolan
tampoco. Pero este hombre, Preston, parece ser un buen modelo de perseverancia y
de agallas. He oído que le rompió la nariz a uno de los hombres que lo atacaron en
Morningfield.
—¿Lo sabes?
Sarah sonrió y asintió.
—Estoy segura de que es un hombre que no te permitirá regodearte en la
autocompasión.
—Yo no estoy haciendo eso —dijo, pero eso era exactamente lo que estaba
haciendo—. No tengo nada que ofrecerle.
—¿Estás segura?
De nuevo, un largo silencio.
—Por un lado, tienes belleza, algo que yo nunca he tenido. Aún me sorprende
que este patito feo haya dado a luz a un cisne tan precioso. Y como no fui nada
agraciada, nunca me hice valer.
Devon miró a su madre con otros ojos. Era cierto que no era físicamente
atractiva, pero ella nunca se había parado a pensar en ese detalle. Pensaba que Sarah
Morningfield había suplido esa falta de belleza con dignidad y sofisticación.

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—Lo que yo tuve en mi juventud fue dinero, montones de dinero, gracias a mi


padre. Yo me veía como una chica fea rica y por eso cuando el hombre pobre al que
amaba me ofreció matrimonio, estaba convencida de que sería por mi fortuna y lo
rechacé. Más tarde, cuando Nigel me pidió que me casara con él, estaba convencida
de que era por amor porque, claro, él era vizconde. El problema fue que Philip era el
que me amaba por quien era mientras que Nigel me quiso por mi dinero.
Devon se quedó impresionada y fascinada a la vez. Su madre nunca le había
contado eso antes y a ella jamás se le había ocurrido que en la vida de la vizcondesa
pudiera haber habido alguien antes que su padre.
—La única cosa que hice bien —continuó Sarah— fue controlar la herencia de
mi padre. Probablemente piensas que la he tenido escondida, y a lo mejor así ha sido.
Sé que Nolan lo piensa. Tal vez un día se dé cuenta de que lo que le ha faltado nunca
ha sido el dinero, sino moral, al igual que a su padre. Yo nunca tuve la fuerza, ni
física ni emocional, de enfrentarme a tu padre y por eso me escondí detrás de mi
debilidad. Y parece que le he legado esa cobardía a Nolan, pero no tiene por qué ser
tu legado también.
—No lo entiendo.
—Te culpas por no haberte enfrentado a Camberg y tengo que admitir que
deberías haberlo hecho, pero sí que reaccionaste cuando Preston atacó la reputación
de tu hermano. Apoyaste a Nolan a pesar de que él te había fallado. Incluso cuando
quedó claro que estaba en serios problemas, no te echaste atrás y quisiste descubrir la
verdad hasta el final. Para eso se necesita tener fuerza, valentía y valores.
Devon apreciaba las palabras de su madre, pero no la convencían del todo.
—Pero cuando Charles vino con más amenazas, volví a esconderme.
—Para protegerme —dijo bruscamente—. Sir William me ha contado que
Charles intentó hacerte creer que yo estaba involucrada en el fraude.
—Nunca lo creí.
—Eso espero. Pero el caso es que estuviste dispuesta a dejar al hombre que
amabas porque sentías la obligación de protegerme, a pesar de que yo te he fallado
todos estos años.
Devon se levantó. «El hombre que amabas». Era cierto, pero…
—¿Te ha rechazado? ¿Te ha sugerido Preston que no le interesa estar contigo?
—No, pero…
—No crees que seas merecedora de un hombre como él. ¿Es eso?
—No soy una persona de la que pueda sentirse orgulloso.
—¿Y por qué no dejas que sea él quien lo decida?

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28
—¿Que me avergüenzo? ¡Eso es ridículo!
—¿Se lo has dicho? —cuando Brent no le respondió, añadió—: Ve a buscarla,
hijo.
—Pero no estoy seguro de dónde está.
—¿Y un hombre tan grande y listo como tú no puede encontrarla? —preguntó
con sarcasmo.
—Así que ahora soy listo. Hace un minuto era estúpido.
Jenna suspiró.
—He dicho que eras insensible. Ahora, piensa, ¿dónde puede estar?
—Iba a ir a casa de su madre…
—Pues es un buen lugar por donde empezar, hijo.
—Llego a Louisville a las ocho de la mañana —le dijo Brent a su madre.
—¿Y Devon?
—¿Qué pasa con ella?
—¿La has visto?
—No quiere verme, mamá.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque se fue sin decirme adiós siquiera.
—¡Hombres! —exclamó Jenna—. ¿Se te ha ocurrido que a lo mejor no se
despidió de ti porque quiere que vayas tras ella?
—No, porque eso sería…
—Ve a buscarla, Brent. Esa pobre chica está sufriendo y la has dejado sola. No
sé por qué los hombres sois tan insensibles.
—Lo dices en serio, ¿verdad?
—Por supuesto que lo digo en serio. ¡Por el amor de Dios, Brent! Siente que no
te merece, siente que te avergüenzas de ella.

—Un tal señor Preston al teléfono, milady —dijo Perkins.


—Oh, bien, hablaré con él.
El mayordomo le acercó el teléfono inalámbrico.
—Señor Preston…
—Siento molestarla, lady Kestler, pero estoy buscando a su hija.

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—No está aquí, me temo. Ha hablado con el señor Harrington y le ha dicho que
usted tomaría el vuelo de las seis en Heathrow. Va hacia allí.
—¿A verme?
—Que yo sepa, no conoce a nadie más que vaya a salir del país hoy.
—La verdad es que no me voy. He llamado hace unos minutos para reservar un
vuelo para mañana. Esperaba poder verla antes de irme.
—La encontrará en el aeropuerto. Aunque le recomiendo que se dé prisa, señor
Preston, o se cruzarán por el camino.

Devon estudió la multitud agolpada en los mostradores de vuelos


internacionales, pero no lo vio. Tal vez ya había pasado las puertas de seguridad. Vio
a un hombre uniformado tecleando un ordenador en el mostrador de vuelos de
primera clase.
—¿Puede decirme si el señor Brent Preston ya ha facturado? Es estadounidense.
—No, señora. No se me permite dar esa ciase de información sobre los
pasajeros.
—Pero ¿cómo puedo averiguar si sigue aquí?
—Ése no es mi problema.
—Me parece una actitud muy poco profesional —le dijo ella bruscamente.
—Y si usted no se aparta, la arrestarán por escándalo público.
—¿Cómo…?
—Dé un paso atrás, señorita o llamaré a Seguridad.
Verdaderamente asustada por la amenaza, hizo tal como le dijo el hombre. Pero
después pensó que una vez más se estaba comportando como una cobarde y decidió
enfrentarse a él justo cuando una mujer que hacía cola a su lado le dijo:
—¿Por qué no le da un aviso por megafonía, querida?
—¡Claro! Sí, voy a hacerlo. ¡Gracias!
—Buena suerte.

El taxi apenas se había detenido cuando Brent bajó de él, después de haberle
dado al conductor la generosa propina que le había prometido si lo llevaba a la
terminal en tiempo récord. El vuelo que había reservado partía en cuestión de
minutos y en cuanto lo hiciera, Devon se marcharía al pensar que ya había subido en
él. Había intentado localizarla en el móvil, pero o lo había apagado o lo tenía
silenciado.
Corrió hacia el interior del aeropuerto y casi derribó a un anciano que tiraba de
dos maletas.
—Mira por dónde vas —le gruñó el hombre.

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Ken Casper - En brazos del peligro - 8º Serie Multiautor Purasangre

—Lo siento —gritó Brent sin detenerse.


Se acercó a uno de los mostradores y le preguntó a un hombre que tecleaba en
un ordenador.
—¿Ha visto a…?
—Usted es el estadounidense —una mujer que había en la fila de al lado le
sonrió—: Ha ido a llamarlo por megafonía. Se fue por ahí.
—Ve a buscarla, amigo —comentó el hombre que estaba al lado de la mujer.
Brent salió corriendo en esa dirección, chocándose y disculpándose con la
gente. Y entonces la vio, o mejor dicho, le vio la espalda.
—¿Busca a alguien?
—Sí… —dijo nerviosa mientras se daba la vuelta.
Y allí se quedó, como una estatua, mirándolo.
—Brent…
La miró, convencido de que no podía dejarla marchar. Era parte de él.
—Devon…
Brent la agarró del brazo y comenzaron a caminar.
—Temía que te hubiera perdido —murmuró ella sin dejar de mirarlo.
—No voy a ninguna parte… sin ti.
—Pero tu vuelo…
—Mañana, o pasado, o al otro o cuando sea. Me quedaré aquí todo el tiempo
que necesite para convencerte de que vengas conmigo.
—¿Ir contigo? ¿Adonde?
—A casa, Devon. A Kentucky. Con las niñas. Al lugar más bello del mundo. Te
quiero allí, a mi lado, como mi esposa, como la madre de mis hijos. Lo que te dije era
en serio, Devon. Te amo. Y ahora te estoy pidiendo que te cases conmigo.
—Pero…
—A menos que no me quieras. No has dicho…
—Oh, por supuesto, Brent. Claro que te quiero.
Cuando la abrazó y la besó, la gente que los rodeaba estalló en aplausos y risas
de alegría. Ellos se apartaron, ruborizados.
—Vamos a mi hotel para hablar… en privado… y… bueno… para otras cosas.
Ella se rió y ese sonido lo llenó de felicidad.
Tomar un taxi no les llevó más de un minuto. De camino a la ciudad, la besó y
le habló del gran futuro que tenían por delante, de cuánto le gustaría Kentucky, de lo
felices que estarían sus padres al verla bajar del avión con él y de lo que les alegraría
a sus hijas tener una nueva mamá.

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Cuando llegaron al hotel, sin embargo, ella se quedó rezagada a la hora de subir
al ascensor.
—No estoy segura de que esto sea lo más inteligente.
—No te preocupes por lo de Camberg…
—No, él ya no tiene ningún poder sobre mí, pero…
—¿Pero qué?
—Todo esto está yendo tan deprisa, Brent. ¿Hasta qué punto nos conocemos?
—Sé que te quiero. Tú has dicho que me quieres. ¿No es eso suficiente?
—¿De verdad lo sabes?
Se la quedó mirando y por un momento se preguntó si Devon tendría razón.
—Vamos a sentarnos —fueron hacia un rincón del vestíbulo y cuando ya
estuvieron sentados en dos sillones separados por una mesita, le tomó la mano y
añadió—: Por favor, dime qué te preocupa.
Ella apartó la mano y comenzó a hablar mencionando aquel primer momento
en que Brent había mentido sobre la razón por la que visitó Briar Hills y, más tarde,
cuando no le había dicho cómo había descubierto la existencia de Luz de Texas. Pero
aparte de eso, añadió que no entendía cómo podía querer tener a su lado a una mujer
cuyo hermano era un delincuente, una mujer que había demostrado ser una cobarde.
Mientras la escuchaba, él deseaba más que nunca estar con ella en su habitación
para abrazarla y besarla, para secarle esas lágrimas que empañaban sus preciosos
ojos marrones.
—No soy perfecto, Devon. Es cierto que te engañé la primera vez que te vi, pero
no te engañaba directamente a ti.
—Claro que sí, Brent. Viniste al colegio para espiarme, para usarme para
destruirá mi hermano.
Él agachó la cabeza porque en el fondo tenía razón.
—Pero era porque no te conocía. No eras más que un nombre, no sabía si ibas a
ser una aliada o una enemiga. Está claro que no sabía que iba a enamorarme de ti,
pero…
—¿Y el viaje a Dorset? En ese momento ya me conocías, al menos lo suficiente
como para hacerme el amor.
—Eso fue un error. No me refiero a hacerte el amor… ¿Cómo podía lamentar
algo así? Quiero pasar el resto de mi vida haciéndote el amor, Devon. Pero el viaje a
Dorset… Debería haberte contado desde el principio lo que sabía y cómo me enteré.
—¿Y por qué no lo hiciste?
¿Cómo decirle que, aunque ya la amaba, en ese momento aún no estaba seguro
de si podía confiar en ella?
—Si pudiera retroceder, te lo contaría. Todo. Pero una vez que llegamos allí, no
me guardé nada, porque ya sabía que, pasara lo que pasara, tú harías lo correcto. Y lo
hiciste. En cuanto a tu hermano… —se detuvo—. Al igual que tú, imagino, tengo

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sentimientos mezclados. Cometió muchas estupideces, hizo cosas deshonestas que a


punto estuvieron de destruir a mi familia, cosas que pusieron en peligro tu vida y tu
felicidad, aunque es cierto que muchas de esas cosas las hizo para protegerte.
Sospecho que cuando todo acabe, lo perdonarás, si es que no lo has hecho ya. Y si
puedes ser así de generosa, entonces yo también intentaré serlo.
—Es todo tan injusto —murmuró ella.
Brent vio una lágrima caer por su mejilla y no pudo soportar verla así de triste.
Se puso de pie y extendió las manos hacia ella. Con timidez, Devon las agarró y él la
levantó del sillón.
—Deja que te diga una cosa —le dijo casi con un susurro—. No eres una
cobarde, Devon. Eres una de las mujeres más valientes que he conocido. Te han
rechazado y abusado de ti, pero tú estás dispuesta a sacrificarte, a proteger a los
demás y a perdonar. Quiero pasar el resto de mi vida siendo merecedor de tu
fortaleza y valor, de tu bondad y de tu amor.
Ella posó la mejilla contra su pecho.
—Oh, Brent…
—Ahora, ¿quieres venir a mi habitación? Tenemos que hacer unas llamadas de
teléfono.
—¿Eso es todo lo que vamos a hacer? —lo miró, sonriéndole entre lágrimas.
—¿Tú qué crees? —le preguntó él con una sonrisa. La besó en la punta de la
nariz—. Te quiero, Devon. Te querré durante el resto de mi vida.

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Epílogo
—Nos está yendo muy bien —dijo Thomas, ahora que todo el mundo se había
servido una copa y que las niñas estaban acostadas—. Jamás esperé que fuéramos a
recuperarnos con tanta rapidez.
—Y el año que viene será todavía mejor —dijo Brent encantado de estar
bebiendo de nuevo el bourbon de su tierra—. Creo que podemos llegar a igualar la
temporada pasada… eso si no la superamos.
—Aunque los ingresos en general han bajado, no estamos en números rojos y
eso sin contar con el cheque de lady Kestler.
—Eso sí que ha sido una sorpresa —comentó Jenna.
Brent se rió.
—Creo que nunca he visto tantos ceros seguidos en un cheque.
—Tu madre ha sido muy generosa —le dijo Jenna a Devon.
—Dijo que era lo más justo, que con eso se podrían cubrir las pérdidas
generadas por el fraude de Nolan.
—¿Cómo está él?
—La verdad es que bastante bien. Como mi madre pagó todos los daños y
perjuicios, lo han condenado sólo a cinco años. El abogado dice que tendrá que pasar
unos dos en prisión o tal vez menos. El resto de la sentencia lo cumplirá en libertad
condicional.
—Pienso que es un precio muy bajo, a juzgar por los millones que ha hecho
perder a otra gente y a su madre —dijo Marcus—. Creo que una parte de mí siempre
se lo reprochará, aunque por otro lado me da pena. Tiene fortuna y privilegios, pero
siempre le ha faltado algo que yo he tenido. Valorar el amor de una madre.
Su hermanastra y él por fin se habían conocido. Él le sonrió.
—Y el amor de una hermana. Pobre hombre.
—¿Y qué pasa con Camberg? —preguntó Andrew.
—Todo se le vino abajo cuando Nolan comenzó a hablar —dijo Brent— y las
pruebas contra él se fueron acumulando. Por ejemplo, el dato que di sobre el tatuaje
de uno de mis atacantes acabó relacionado con el asalto a Melanie y con lo que le
sucedió al caballo de lord Rochester en Dubai. Son los tatuajes que llevan los
miembros de una mafia internacional. Siete de esos miembros han declarado en
contra de Camberg. Se va a pasar muchos, muchos años en la cárcel.
—Pero es una pena que otros hayan tenido que perder tanto a su costa —
comentó Jenna.
—Tengo entendido que tu hermano también va a perder la Mansión
Morningfield —dijo Melanie.
Devon asintió.

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—Cuando mamá ha descubierto que planeaba venderla el día que ella muriera,
ha decidido dármela.
—¡Menudo regalo de boda! —añadió Melanie.
—Aunque insiste en que escriture la casa a mi nombre…
—Para que puedas quedártela si el matrimonio no funciona —explicó Brent—.
Muy astuta.
—Así que sigue manipulando…—gruñó Thomas.
Devon se rió.
—Los viejos hábitos nunca se pierden.
—Sólo está protegiendo a su hija —dijo Brent—. Más vale tarde que nunca, y yo
la apoyo.
—También me ha sugerido que nos casemos allí, pero le he dicho que no. Éste
es mi nuevo hogar y ha accedido a venir a la boda, así que… ¡preparaos!
Todo el mundo se rió.
—Dime una cosa, papá —le dijo Thomas a su padre mientras le servía un poco
más de Jameson—. ¿Alguna vez te imaginaste que alguien de nuestra familia tuviera
una propiedad con caballerizas y castillo en Inglaterra? Es formidable.
Los ojos de Hugh se iluminaron.
—Si hubiera querido estar en Inglaterra, hijo, habría cruzado el mar de Irlanda
en lugar del océano Atlántico. No me arrepiento de nada. De nada.

Fin

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