Está en la página 1de 29

Daniel

Las Margaritas, ese es un hermoso caserío de montaña, allá arriba, donde comienza
el monte, donde los riachuelos de verdad son cristalinos y frescos, donde el silencio
se hace cómplice de la neblina para arropar las tardes, donde las flores son azules,
anaranjadas, y entre los musgos retozan días de invierno, y es que en Las Margaritas
viven las hadas, sí, eso nos dijo mi mamá un día para calmar nuestro deseo de irnos
de vacaciones y sin poder hacerlo, entonces nos dijo: ¡Les prometo que el jueves
iremos a acampar al sitio donde viven las hadas! Y fue divino esperar ese día y
prepararlo todo para ir con nuestra carpa a la montaña y seguro ir donde estarían
las hadas. Subir muy lentamente, ir viendo desde lo lejos como el pueblo se iba
volviendo más pequeñito cada vez, fuimos sintiendo como la brisa fresca calmaba
nuestro cansancio y entre la conversa y la sorpresa de ir descubriendo los encantos
del lugar, por fin llegamos. La experiencia de acampar es inolvidable, entre el frío,
la fogata, lo tibio de las cobijas, el juego, los ruidos desconocidos, la comida, la
quebrada y el despertarse solo con el canto de los pájaros y el agua fría en nuestros
rostros.
Y ahora el paseo a la casa de las hadas, que ansiedad, que rápido el
desayuno para partir. Y por fin, allí estábamos, entramos con la tensión
y la ternura de poder estar en un lugar mágico y de encanto especial.
El musgo lo pintaba todo, los troncos, las ramas, las piedras, todo de un
verde fresco, suave y húmedo, solo escuchamos la música tierna del
agua de un riachuelo transparente, algunos pájaros y creo que un grillo.
El olor a bosque no permitía pensar en más nada. Al pasar debajo de
un tronco gigantesco de un árbol caído casi sentí que entraba a una
dimensión diferente, y que las hadas permitían nuestra presencia, nos
quitamos nuestros zapatos y pudimos caminar descalzos entre el agua
y las piedras, y dejamos un trocito de nuestra panela para compartir
con los seres que allí estuviesen, y en silencio absoluto pudimos ver
cada detalle bendito, sentir la música celestial de un espacio que no
podré olvidar.
Daniel, vive en Las Margaritas, y es un ser tan especial como ese
lugar, es muy joven, pero con la magia de cada amanecer junto a
la montaña. Con la tranquilidad particular de un ser que vive con
los árboles, con el silencio y con los encantos. Pero también con la
fortaleza que implica esta vivencia. El ingenio no ha podido arropar
la brisa fresca de su sonrisa y el rostro frágil de un joven de apenas
catorce años. Cada día se abraza al trabajo de campo, y con su poca
edad ya construyó su cuarto para dormir, tiene su siembra y pronto le
comprarán su burro, pero antes debe elaborar su mecate para atarlo
y en eso anda, tejiendo hilos de la planta de fique sacados con su
“talla” y luego de estar asoleados y bien secos, los teje o más bien los
enrosca con su “taraba” hasta ir haciendo su largo cordel, tan largo
como sus sueños, sus ganas, su ingenuidad.
Daniel, vive en medio de un lugar mágico, de brisa y rocío, y así ha
venido sacudiendo su niñez de hermano mayor, en una familia donde
la riqueza de la humildad lo puede todo, donde es cotidiano el barro, el
pasto y la leña, donde pocas veces podemos sentirnos extraños, pues
Daniel aparece y con su sonrisa da los buenos días y disipa cualquier
distancia.

También podría gustarte