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waráh!
¿La ortografía conlleva ideología? Por supuesto que sí. No es lo mismo –ni se
escribe igual– Nomenklatura que nomenclatura (con minúsculas y una ce), aunque
suenen parecido y procedan de la mismísima nómina latina, convertida la primera por
los ñángaras en aquella elite política del Partido Comunista soviético, donde en la
igualdad proclamada por Lenin esta era un poquito «más igual» que el resto de la
humanidad.
Un manual de estilo tan reputado, como el del diario El País, de España, que se
tiene como referencia del buen escribir en muchas universidades venezolanas, obliga a
sus periodistas a escribir Terranova al referirse a la provincia canadiense de New
Foundland, o suajili y no swahili, para la lengua hablada en varios países del África
oriental, dándole prioridad a la tradición española para ciertos nombres de lugares y sus
derivados. No obstante, se vuelve un ocho cuando se trata de los topónimos de la propia
España. Así el Libro de Estilo de El País (pág. 91) pontifica: «Los nombres de
poblaciones españolas deberán escribirse según la grafía aceptada oficialmente por el
correspondiente Gobierno autónomo, que no siempre es la castellana». O sea, obligan a
escribir Londres y Alemania (y no London o Deutschland), pero cuando se trata de
Orense y Gerona, prefieren Ourense y Girona, obviando la tradición y el nombre con el
que los hispanoamericanos conocemos de siempre esas localidades.
El fundamentalismo beneçolano
Una vieja polémica entre lingüistas e historiadores tiene que ver con el nombre
de Venezuela, para quienes es una deshonra que este apele a la gran Venecia, pero
venida a menos, a juzgar por el sufijo «uela», que tanto recuerda al peyorativo
mujerzuela de la calle (espero que no me cancelen por usar un lenguaje tan propio del
patriarcado machirulo, aunque lo haya usado con fines pedagógicos).
El indigenismo pitiyankee
Todos hemos observado con absoluta estupefacción cómo los gobernantes de
nuestro país, en las dos últimas décadas, han intentado sustituir nombres de ciudades,
montañas y ríos, cuyos apelativos provienen de la época hispánica –cuando sacerdotes y
militares exploraron el territorio– por supuestas voces indígenas, algunas de las cuales
suenan francamente a invención. Así hemos visto cómo nuestro querido cerro El Ávila
ha sido rebautizado como Guaraira Repano (aparentemente quiere decir Sierra Grande
en alguna lengua caribe), a partir de algún documento hallado por allí y que algunos han
dado por verdad absoluta, sacralizándolo como «auténtico» e «incuestionable».
Así bien, en su momento, el desaparecido presidente Chávez, desde su
creatividad y sapiencia histórica propuso cambiarle el nombre a la capital carabobeña –
la Nueva Valencia del Rey de 1555– la cual debía recuperar el Takariwa (supongo que
habría de escribirse así) de una supuesta ciudad indígena (sic) a la que Alonso Díaz
Moreno habría rebautizado con tan castiza denominación y de la que nadie ha dado
cuenta, ni antes ni ahora.
Pues bien, a esa supuesta «recuperación» de topónimos (y en algunos casos de
antropónimos, como el de algunos caciques históricos o de nombres de tribus) se les
aplica una mayor deshispanización de tipo ortográfico, por lo que los fonemas recogidos
por los frailes españoles –tan dados a normalizar y entender las lenguas indígenas
durante el período de la evangelización y expansión de las Españas por estos
andurriales– se les sustituyen con grafías más cercanas al inglés o al alemán, para darles
caché y una aparente alcurnia aborigen.
Así pues, de Guaraira Repano el pobre cerro al que le cantó Ilan Czenstochowski
(Chéster, para los efectos del mercadeo discográfico) pasó a ser Waraira Repano, con
una doble uve pronunciada a lo gringo y el Aponguao sería Aponwao (como lo
escribirían en Georgetown, en la ex British Guiana, la misma que se quedó con el
territorio aledaño y que Venezuela justamente reclama como criollo, por ende, adscrito
al mundo de habla española). Esa onda llegó al paroxismo cuando alguien en la prensa
larense escribió Skuke por la muy trujillana Escuque, retomando así la manera con que
los thimoto-kuikas (sic) se referían a esa población en los papiros, faxes o pergaminos
ancestrales que aquella periodista halló en las cavernas de su propia fantasía.
Todo este «fundamentalismo indígena» reflejado en la manera de escribir los
nombres de los lugares no es más que un mito, como si las lenguas ágrafas de nuestros
indios tuvieran un sistema ortográfico parecido al del inglés, el alemán o el holandés, y
que se ha convertido en el lenguaje «políticamente correcto» –o sea, ideologizado– con
que escribe la prensa. Así tenemos indios Waikeríes, Wayüü (que no guayús ni menos
guajiros, con mayúsculas y uve doble, como se escribiría en el New York Times),
Waraos, Kariñas (no pudieron con la eñe) y pare usted de contar, con lo que alguien se
ofende si uno las escribe tal como suenan en español o los nombra como se hacía antes.
Lo irónico estriba en que, para sacarnos de encima el eurocentrismo español, debimos
huir a los brazos de la Pérfida Albión, cuando no a Francia, Bélgica o Alemania.
Cuando Venezuela era la Klein Venedig (que en alemán significa literalmente la
Pequeña Venecia, ¿¡vieron que sí significa eso, ah!?) o Welserland de los Bélzares
alemanes, Felipe de Hutten escribió en su correspondencia la palabra Warekessimet –o
algo parecido– al referirse al río del que tomó el nombre la capital de Lara (el Turbio) y
no por eso es más auténtico que el Barquisimeto del cuatro y del corrido de mis años
mozos. ¡Na waráh!, como dirían los descendientes de gayones o ayamanes que cada 12
de octubre se disfrazan de indios sioux para conmemorar la resistencia indígena y no
precisamente en un acto escolar.
En el marco de la descolonización de la historia que impulsa el gobierno a partir
del Plan de la Patria 2019-2025, se pretende darle protagonismo a lo aborigen. Pero, ya
que no sabemos cómo se llamaban exactamente estos lares antes de la interpretación
fonológica de las lenguas nativas hechas por los españoles, al menos las única opciones
posibles parecen ser deshipanizar el mapa o inventar un nombre «antiguo».
Esa ortografía pitiyankee pretende alzarse como parte de la «descolonización
cultural» de los indigenismos y los fundamentalismos históricos que tienen más de
fantasía que de verdad, más de antihispanismo que revaloración de los pueblos
originarios... Al fin y al cabo, la idea no es recuperar el lejano pasado aborigen, sino
reescribir –aunque sea con borrones– la civilización que trajo España, o sea, nuestra
propia herencia cultural, difuminada y confundida entre leyendas negras, disonancias
históricas y cuentos de camino.