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Samantha Holt
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Samantha Holt
Capítulo 1
***
***
Grace no pudo evitar mirar el espacio vacío que había ocupado Nash. Todo
aquel proceso había sido ya bastante desconcertante sin que alguien
como… como él estuviese al cargo de su protección, o de lo que quiera que
fuese lo que hacía.
Desconcertante era un buen modo de describirlo. Tenía toda la fuerza
que uno pudiese pedir en un protector, eso resultaba evidente. Era mucho
más alto que ella, lo cual no era nada nuevo, pero sus anchos hombros
llenaban una levita que había pasado de moda algunas temporadas atrás.
Ella lo sabía porque su tío elogiaba continuamente los beneficios de ir
a la moda. No porque ella hubiese llevado nada elegante en su vida, ni
tampoco deseado hacerlo. La ropa cómoda y práctica era más de su gusto y
no disfrutaba gran cosa con los vestidos de amplio escote que mostraban
sus escasas curvas, ni tampoco con las cinturas apretadas ni con los picores
del encaje. Prefería muselina sencilla y una pañoleta cualquier día.
Su mirada volvió al espacio vacío donde casi esperaba ver marcas de
las botas en la alfombra por la presencia de él. No sabía gran cosa del sexo
opuesto, pero reconocí a un hombre seguro de sí mismo cuando lo veía.
El señor Worthington tenía un aire similar, excepto porque él jamás
admitiría que le dieran miedo los gatos. Aunque Nash no había admitido eso
exactamente, pero el miedo estaba allí, presente en sus ojos verde salvia. A
Grace le gustaba ese miedo, aunque no lo entendía. Eso lo hacía más
humano que el señor Worthington, a pesar de su aspecto tremendamente
atractivo.
Mary cerró la puerta tras de sí y se acercó a ella.
—¡Pobrecita! Debe de estar congelada.
En realidad, Grace estaba bien. Caliente incluso. Y no solo por el
fuego de la chimenea y los acogedores muebles. Sentía calor en las mejillas
al pensar lo atractivo que era Nash. Suponía que era algo normal, que esas
cosas ocurrían. Después de todo, era una mujer en la plenitud de la vida. Su
cuerpo la preparaba para tener bebés, ¿y qué mejor modo de que la
naturaleza la convenciese de hacer eso que procurar que se sintiese atraída
por un ejemplar del sexo opuesto? La atracción era parte de ser humano, era
algo muy natural.
¡Si al menos pudiera ignorar esa atracción de un modo natural! Pero el
modo en que a él se le rizaba el cabello moreno en torno a las orejas y la
manera en que rozaba su nuca hacían que a ella le cosquillearan los dedos, y
cuando pensaba en su boca, fuerte, pero de labios generosos, se alteraba su
respiración.
La naturaleza humana tenía mucho que explicar.
—Pronto le daremos una buena comida. —Mary le desabrochó la capa
—. No se preocupe, sé que ha venido sin nada. Aparte del gato, claro. Pero
aquí tenemos ropa para las chicas, la mayoría bastante buena, donada por
algunas de las otras damas a quienes hemos ayudado. —Mary la miró
detenidamente—. Aunque usted es tan pequeña que tendré que hacer
algunos arreglos con la aguja.
Grace abrió la boca, y volvió a cerrarla. Resultaba muy extraño pensar
que otras mujeres habían hecho lo mismo, habían estado en la misma
posición que ella. Probablemente también habrían ponderado el atractivo de
Nash. ¿Cómo había acabado aquel hombre proporcionando ese servicio?
¿Cómo habían acabado todos ellos dedicándose a eso?
Observó a Mary doblar su capa y sacar un vestido de una caja de
mantas grande que tenía una cerradura pequeña, lo cual le recordó un cofre
del tesoro. Aunque no era mucho más alta que ella, Mary tenía más curvas y
probablemente era unos años más mayor. Tenía cabello pelirrojo y pestañas
del mismo color, que hacían que el azul de sus ojos resaltara más en su piel
pálida y pecosa.
Su rostro era fino, con una barbilla fuerte. Sus rasgos no parecían estar
en concordancia con su tono cálido y sus movimientos maternales. Casi
daba la impresión de que iría más con ella tener un pecho generoso y
mejillas cálidas y rojas como manzanas.
—Este es agradable, grueso y no demasiado largo. Quizá solo
tengamos que atar algo en la cintura. ¿La ayudo a cambiarse para la cena?
—¿La cena? —repitió Grace.
Mary sonrió.
—Ha tenido un día largo y agotador. Necesita alimento —dijo con
suavidad.
Grace pensó en su cuerpo, consciente de que estaba dolorido por el
viaje en carruaje, pero incapaz de adivinar si tenía hambre o no.
—Supongo que me vendrá bien comer —comentó.
—Por supuesto, tiene que mantener las fuerzas. Respecto al vestido…
—Puedo arreglarme sola, gracias. Nunca he tenido doncella —
respondió Grace.
No sabía por qué le hacía sentirse tonta confesar eso. Quizá fuese
porque estaba en lo que había sido en otro tiempo una gran mansión e
imaginaba que cualquier mujer que se hubiese hospedado allí en esa época
habría llevado consigo un séquito completo. Fuera como fuese, se sentía
desbordada y completamente fuera de lugar.
Mary le puso una mano en el brazo.
—Sé que ha sido una experiencia extraña, pero Nash es un hombre
amable y la cuidará bien. —Se agachó a remover el fuego con un atizador
—. Y yo estoy aquí casi todas las tardes.
—¡Oh! ¿No está aquí todo el tiempo?
Mary negó con la cabeza.
—Solo ayudo cuando me necesitan y no ganaría mucho dinero si no
ayudase también en nuestra granja.
—Comprendo.
—Por favor, no tenga miedo. Nash parece un libertino y no me cabe
duda de que lo fue en otro tiempo, pero se portará como un caballero.
Grace movió vagamente la cabeza.
—No estoy preocupada por él.
Al menos, creía no estarlo. “De todos modos, él no desearía a una
mujer como yo”.
Sin su herencia, no la querría ni siquiera el señor Worthington. Pero
tenía que admitir que algo extraño se movía en su vientre cuando pensaba
en quedarse a solas con él. Quizá fuera simplemente porque era un
desconocido.
Aquello tenía sentido. Los humanos estaban diseñados para que no les
gustasen las cosas nuevas ni los extraños, era pura cuestión de
supervivencia. Ella solo tenía que convencer a sus instintos de que no
necesitaban ponerse a funcionar en aquel momento.
—Bien, la dejo que se vista. Aquí no tocamos un gong para llamar a la
cena, así que procure estar abajo a las siete.
—¡Oh! ¿Dónde está el comedor?
—Abajo, gire a la derecha y atraviese el primer salón.
Grace cruzó sus manos.
—¿Y, ah, Nash también estará allí?
—Es un hombre y siempre quiere alimentarse, así que sí.
—¡Oh! Sí. Bien. Por supuesto. —Grace quería esconder el rostro en
las manos. Su mente estaba muy confusa. ¿Qué esperaba? ¿Que él se
escondiera durante la cena y la dejase comer sola en una mesa grandiosa?
Tenía que empezar a controlarse. Y deprisa.
Capítulo 5
—¡Fuera!
Nash siguió el sonido de los urgentes “¡Fuera!”. Oyó varios más hasta
que se encontró con Grace en los escalones traseros de la casa. Se agarraba
las faldas con una mano y agitaba la otra con frenesí delante de un pavo
real. Retrocedió un paso.
—¡Fuera, te digo!
El pavo real, totalmente impertérrito, movió sus plumas extendidas. Al
parecer, el ave pensaba que Grace era digna de una exhibición y no se daba
cuenta de que a ella no le interesaba nada. Ella dio un paso al frente, y
volvió a retroceder rápidamente cuando se acercó el pavo.
—Yo jamás te haría daño, pero, por favor, tienes que dejarme en paz
—suplicó al ave.
Nash se cruzó de brazos y contempló el espectáculo, sonriente. No le
extrañaba que la criatura quisiera impresionarla. Aunque su figura rozaba la
de un chico, a la luz del sol de la mañana, que se abría paso entre las grietas
de las espesas nubes, la hermosa inclinación de su barbilla resultaba más
que evidente.
Había sido consciente de su atractivo durante la cena, pero este se
había visto disminuido de algún modo por sus modales bruscos. En ella no
había coquetería ni gentileza. La señorita Beaumont hacía preguntas
directas y no parecía comprender que uno quisiese esquivar la respuesta o
contestar de otro modo que no fuese directamente.
Por alguna razón, luchar con un pavo real la hacía mucho más
atractiva. Su cabello negro como el carbón, recogido flojo con horquillas,
realzaba el tono pálido de su piel. Pequeños mechones sueltos tocaban su
rostro y, cuando ella apartó uno con un soplido, eso hizo que a Nash le
cosquillearan los dedos.
—Por favor —pidió ella al ave—. Déjame en paz.
Su voz se quebró un poco, lo que impulsó a Nash a actuar. Se adelantó
y se colocó entre el pavo real y ella.
—Priscilla, márchate —ordenó con firmeza—. Largo de aquí.
El pavo movió las plumas, le lanzó lo que solo se podía considerar una
mirada desdeñosa y se volvió despacio, asegurándose de que vieran bien su
exhibición antes de alejarse hacia la maleza descuidada de los jardines.
Nash miró a Grace, quién se hallaba en mitad de las escaleras,
agarrada a la balaustrada de piedra.
—¿Se encuentra bien?
Ella asintió, inhaló profundamente y se soltó de la barandilla.
—Estoy bien. —Miró al pavo—. ¿Priscilla? Pero es un macho.
Él soltó una risita.
—Nos lo dieron recién nacido y no nos dimos cuenta de que era un
macho hasta que creció y se llenó de colores. Para entonces, ya se había
quedado con ese nombre.
—¿Y se puede saber por qué lo tiene precisamente aquí?
—Como puede ver, es un guardián excelente.
Ella se llevó una mano al pecho y se enderezó.
—Normalmente suelo gustar a los animales.
—Bueno, Priscilla es un ave. Y yo diría que le ha gustado mucho.
—Pues ha tenido un modo extraño de demostrarlo.
Nash se encogió de hombros.
—Me temo que la mayoría de los varones somos así. Siempre
intentamos impresionar a las damas, pero lo hacemos del modo más torpe.
Ella lo miró. El sol había renunciado a intentar derrotar a las nubes y
dejado un día levemente plomizo. Pero, al parecer, la belleza de Grace no
era totalmente mérito del sol. Sus ojos, de un color marrón claro,
enmarcados por largas pestañas negras, resultaban cautivadores, y lo
obligaron a mirarlos mucho más tiempo de lo que resultaba educado. Ella
no pareció darse cuenta y lo observó a su vez hasta que un chillido de
Priscilla rompió el conjuro.
—Imagino que usted nunca es torpe —dijo ella al fin.
—Tengo mis momentos.
Mentira.
No estaba seguro de por qué minimizaba su habilidad con las mujeres,
pero le parecía necesario.
—No, yo creo que no lo es —comentó ella.
Al parecer, había captado su mentira. Eso era algo que tendría que
recordar.
—¿Qué hacía cuando se ha encontrado con Priscilla? —preguntó.
—Quería explorar el jardín. Anoche intenté explorar un poco la casa,
pero estaba demasiado oscura y usted tiene la mayor parte cerrada.
—Puedo mostrarle más durante su estancia, pero, como le dije, lo
hacemos para no tener que calentar muchas habitaciones.
—¿Usted vive aquí todo el tiempo? —preguntó ella.
—Me quedo a menudo en casas de amigos.
Ella bajó la escalera y se colocó delante de él.
—¿En la ciudad?
—Casi siempre, sí.
—¿Por qué vive aquí? —Ella miró a su alrededor.
Él sabía lo que veía. Enredaderas demasiado crecidas, rosales muertos,
árboles desiguales, bancos de piedra cubiertos de hiedra... Un lugar muy
distinto al que había sido en otro tiempo.
—Es una larga historia.
—Tenemos tiempo —señaló ella.
—Pero también es aburrida.
Y en realidad no era muy larga, pero lo último que quería era quejarse
de su padre o confesarle a ella sus discrepancias con él.
Frunció el ceño. ¿Por qué?
¡Diablos! Por alguna razón estúpida, quería impresionarla.
Nash señaló el sendero que discurría entre boj descuidado.
—¿Quiere que lo exploremos juntos?
—Pues… —Ella parpadeó unas cuantas veces—. Sí, eso estaría muy
bien.
—Excelente. —Él sonrió y juntó las manos a la espalda—. Puedo
protegerla de Priscilla si decide renovar su interés.
—No sé por qué no le he gustado.
—Como ya he dicho, le ha gustado demasiado.
—Siempre he sentido que tenía afinidad con todas las criaturas de Dios
—confesó ella—. Supongo que no las conozco a todas, pero nunca he
conocido a una a la que no pudiese cautivar.
Como él a las mujeres, pero Grace aún no se había rendido a sus
encantos. Quizá ella fuese su Priscilla. Aunque, desde luego, no hacía
exhibiciones brillantes. De hecho, más bien lo contrario. Su actitud
tranquila y metódica estaba muy alejada del modo en que solían
comportarse las mujeres con él.
Pasearon entre los árboles. La hierba, muy crecida, se enredaba en el
dobladillo de las faldas de ella, quien las alzó levemente, permitiendo a
Nash ver un tobillo cubierto por la media. Apartó rápidamente la mirada.
Había conseguido resistirse a muchas mujeres que habían pasado por allí y
esa no iba a ser diferente.
Entonces, ¿por qué diablos un simple vistazo a un tobillo, un tobillo
minúsculo cubierto de tela, le producía tanto calor y nerviosismo?
***
Grace frunció el ceño. ¿Por qué había apartado él la vista de ese modo
cuando lo había mirado? Su postura también se había vuelto rígida. ¿Había
dicho ella algo equivocado? No sería extraño. Gracias a la tacañería de su
tío, al menos en lo referente a su tía y a ella, socializaba poco y su padre
había tenido más empeño en que ella pasase el tiempo estudiando a su lado
que observando a las damas de la zona ir a tomar el té y lucir vestidos
bonitos. En consecuencia, su habilidad para la conversación ligera era
bastante nula.
Aun así, no creía haber dicho nada demasiado raro.
Miró entre los árboles descuidados que los rodeaban. Tenía muchas
preguntas. Quería conocer la larga historia de por qué él había ido a vivir
allí y por qué estaba tan descuidado aquello. En cierto modo, era la casa
más maravillosa que había visto en su vida. Las enredaderas salvajes, los
viejos árboles rotos, las ventanas pintadas de verde y los muebles antiguos
contenían una historia que le interesaba sobremanera.
Pero a pesar de que parecía fácil conversar con Nash, este se mostraba
sorprendentemente reservado en lo relativo a sí mismo. Ella había
conseguido reunir el valor de acosarlo a preguntas la noche anterior, pero él
había evitado responder a casi todas.
Abrió la boca y volvió a cerrarla. ¿Cómo había llegado un hombre
como Nash a involucrarse en aquella extraña aventura? Por desgracia,
Grace comprendía demasiado bien la necesidad de algunas mujeres de
desaparecer. Y después de conocer a aquellos hombres, no podía por menos
de preguntarse si habrían tenido algo que ver con algunas desapariciones de
damas de la alta sociedad para evitar matrimonios desgraciados.
¡Qué historia debían de tener! ¿Y por qué, oh, por qué habían montado
algo así? Le habría gustado llevar su libreta consigo para poder tomar notas
y quizá poder deducir algo a partir de lo poco que él le había dicho.
Quizá si preguntaba a Mary, esta le encontraría algo donde escribir.
Ella pensaba mejor cuando escribía. Resultaba mucho, mucho más fácil que
pensar en voz alta. Siempre la había parecido que todo sería mucho más
fácil, si la vida se pudiese llevar solo por carta. Le habría gustado darle una
buena regañina a su tío y decirle lo desagradable que lo encontraba, pero,
desafortunadamente, jamás tendría el valor suficiente para hacerlo cara a
cara.
—¿Claude se va habituando al sitio? —preguntó Nash.
—Mary le ha dado pescado esta mañana y parecía bastante satisfecho.
Lo he dejado en mi habitación. Los gatos necesitan tiempo para descubrir lo
que los rodea. Si no, tienen tendencia a perderse.
—¿No dijo que los gatos son fáciles de cuidar?
—Bueno, no creo que encerrarlo en mi habitación sea mucho trabajo.
Además, estará encantado de pasarse el día durmiendo.
—Mientras no decida orinarse en nada más…
—Solo intentaba sentir que estaba en su casa.
Nash enarcó las cejas.
—Si yo orinara en todos los lugares donde quiero sentirme cómodo,
me echarían de la mayoría de los sitios.
—Ahora tiene paja donde hacerlo. Es bastante limpio, de verdad. Lo
he educado yo.
—¿También le ha enseñado a mear en las cortinas?
Ella abrió la boca. Volvió a cerrarla y negó con la cabeza.
—Disculpe mi lenguaje. No pretendía escandalizarla —musitó él.
—¡Oh, no! No me ha escandalizado. En realidad, mi padre usaba un
lenguaje grosero. Imaginaba que era una muestra de inteligencia. Además,
cuando uno limita su lenguaje, ¿no limita también su capacidad de
pensamiento?
Él la miró frunciendo los labios.
—De eso no estoy seguro, pero supongo que nunca me ha parecido
que haga daño soltar un juramento de vez en cuando. Aunque a la mayoría
de las damas no les gusta.
—¡Oh! —exclamó ella.
A juzgar por las palabras de él, parecía que hubiese olvidado que
estaba con una dama. Ella no era nadie especial, pero tenía buena educación
y su tío era bastante respetado. Cuando recibiese su herencia, se la
consideraría medianamente rica, lo bastante para que algunas personas le
prestaran atención y, desde luego, suficiente para que su tía y ella viviesen
cómodamente el resto de sus días.
Pero sabía que no era como otras damas, así que no lo culpaba. No
tenía encantos, desconocía el lenguaje de los abanicos y de las miradas
coquetas y carecía de atractivos con los que cautivarlo.
Y tampoco quería hacerlo. ¡Dios santo, no! Ya era bastante ridículo
que tuviera que fingir un secuestro para escapar del señor Worthington.
Pensar que podía, de algún modo, llegar a atraer a aquel hombre con lo
poco que tenía que ofrecer rozaba la locura.
Y, por supuesto, no sentía ningún deseo de atraerlo. Ni a él ni ningún
otro.
—Puede llorar si quiere.
Grace se detuvo y ladeó la cabeza.
—¿Llorar?
—Si quiere. —Él sacó un pañuelo y se lo tendió—. Hasta puedo
ofrecerle un abrazo si quiere. Me han dicho que se me da bien eso.
Su sonrisa chulesca le arrancó una mueca a ella.
—No comprendo.
—La mayoría de las mujeres lloran cuando llegan aquí. Es un
momento duro para ellas.
—Es algo extraño, desde luego, pero…
—Quizá la haya alterado huir de su prometido. Lo entenderé
perfectamente. —Nash volvió a ofrecerle el pañuelo.
—No es mi prometido. Al menos en mi cabeza. Jamás lo he aceptado
—contestó ella con firmeza.
Él enarcó las cejas.
—Comprendo.
—Y si fuese tan débil como para llorar por un hombre tan horrible, me
enfadaría mucho conmigo misma. —Ella se cruzó de brazos—. No soy
débil, aunque lo parezca.
Él alzó ambas palmas.
—No he pensado ni por un segundo que lo fuera.
—¡Ah!
—Solo he pensado que podía necesitar consuelo. Parecía un poco
melancólica.
Grace dejó relajar los hombros.
—Estoy melancólica a menudo, Nash. Me temo que yo soy así.
—¿Y… no va a llorar?
Ella negó vigorosamente con la cabeza.
—Claro que no.
Él la observó un momento. Bajó la vista desde la cabeza hasta los pies
de ella y volvió a subirla. Movió la cabeza.
—En ese caso, sigamos con la exploración.
Echó a andar, obligándola a recogerse las faldas y apresurarse para
alcanzarlo. ¿Por qué movía la cabeza? ¿No le gustaba lo que veía? Grace
reprimió un suspiro. ¡Cómo deseaba poder comprender al sexo opuesto!
¡Cuánto deseaba entender a aquel hombre!
Capítulo 6
***
No debería haber gritado, pero al menos así ella dejaría de preguntar. Nash
no consideraba que tuviese muchos secretos, pero ¡Dios santo!, estaba
cansado de pensar en su padre y su traición.
Pasaron unos momentos de maravilloso silencio. Terminó de cenar y
se limpió la boca con la servilleta. Grace miró varias veces su regazo y
arrugó el ceño. ¿Se le habría caído la servilleta del regazo quizá? Tal vez se
había tirado algo encima y se sentía avergonzada.
—Sé que estamos cenando en una gran casa, o en lo que fue en otra
época una gran casa, pero no es necesario que crea que tiene que actuar con
etiqueta —le aseguró—. Va a estar aquí un tiempo y me gustaría que
pudiésemos ser amigos.
—¿Etiqueta? —repitió ella—. ¿Amigos?
—Sí, la noto un poco incómoda.
Ella alzó la vista del regazo y negó con la cabeza.
—No.
—¿No quiere que seamos amigos o no se siente incómoda?
—Admito que esto me resulta extraño, pero no estoy incómoda. —Ella
alzó los hombros como si acabara de inhalar profundamente—. No tengo
amigos, así que supongo que eso sería… agradable.
Con cualquier otra mujer, él habría pensado que aquello era falsa
modestia o un modo de intentar arrancarle cumplidos. Sin embargo, no
creía que hubiese ni un ápice de falsedad en ella.
—Seguro que tiene al menos una mejor amiga. Todas las chicas tienen
una mejor amiga.
—Yo no. A menos que contemos a mi tía. —Ella hizo una pausa—.
Suena bastante deprimente, aunque mi tía es maravillosa.
Su expresión se iluminó al hablar de su tía. Era casi la primera vez que
él la veía sonreír. Si aquello se podía considerar una sonrisa, pues la leve
curva de sus delicados labios resultaba más elusiva que la sonrisa de la
Mona Lisa.
—¿Se ha criado con su tía?
—Desde los ocho años —repuso ella. Su sonrisa se hizo un poco más
amplia—. Es la mujer más buena del mundo.
—Debe de ser fantástica.
—La echo de menos —admitió ella—. Casi no nos hemos separado ni
un solo día desde que llegué a su casa.
—¿No le gusta que usted pase tiempo con otras personas? —preguntó
él.
—¡Oh, sí! Le encantaría que hiciese amigas, pero mi tío… Bueno,
digamos que él nos lo pone difícil y yo no tengo mucha práctica en hacer
amigas.
—Su tío es el que la obliga a casarse, ¿verdad?
—Sí —repuso ella, tensa.
—Puede decirlo, ¿sabe? —Él se inclinó hacia delante, buscando su
mirada. Al mencionar a su tío, había visto mucha rabia allí y, sin embargo,
ella se contenía.
—¿Decir qué?
—Lo que sea que sienta por él.
Grace apretó los labios.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque…. Porque es peligroso que una mujer diga cosas. No
podemos hablar libremente.
—Aquí puede hablar libremente. Está completamente a salvo.
Ella miró a su alrededor como si hubiera espías en todos los rincones,
esperando oír lo que fuera que le pasaba por la cabeza. Abrió la boca y
volvió a cerrarla.
—Dígalo —la urgió él.
—Pues… pues… —Ella alzó la barbilla—. Lo odio.
Nash sonrió ante la vehemencia de sus palabras.
—Lo odio —repitió ella con más agresividad—. Es vanidoso, estúpido
y avaricioso. Es… es un grandísimo idiota y es muy feo.
—Bien, bien.
—Y odio su estudio. Con su horrible sillón rojo. Y toda esa madera
oscura. Y esas horribles cortinas rojas. Lo odio a él y odio su estudio.
Nash soltó una risita. Le gustaba demasiado cómo le brillaban los ojos
a ella y el color rojo de sus mejillas.
—Odio cómo trata a mi tía. ¡Oh, Señor! ¡Cómo odio eso! —Ella dejó
caer el rostro sobre las manos y pasaron unos segundos de silencio hasta
que levantó la cara—. Creo que ahora es posible que necesite llorar.
Nash prácticamente saltó de su asiento para acudir en su ayuda. Se
sentó en la silla a su lado y le pasó un brazo por los hombros. Ella bajó la
cabeza al pecho de él con tanta fuerza, que él temió que les hubiese hecho
daño a ambos, pero el dolor pasó mientras le frotaba los hombros y el
pequeño cuerpo de ella se estremecía y sollozaba contra su pecho.
Le miró la parte superior de la cabeza y se obligó a respirar por la
boca. El cabello de ella olía a jabón. No era diferente al olor que captaba
cada vez que se bañaba él. Pero, por alguna razón desconocida, ese aroma
fresco y limpio le hizo sentirse como mareado. Y la sensación del cuerpo de
ella contra el suyo también.
“Tócala”.
La estaba tocando, maldición. Le sujetaba el hombro firmemente con
una mano. Y en ese momento la rodeó también con el otro brazo. La tocaba
lo suficiente.
“Tócala más”.
¡Diantres! Tragó saliva con fuerza. ¡Qué fácil sería acariciarle la
barbilla, alzar su rostro hacia el de él y depositar un beso gentil en aquella
boca pequeña con forma de arco de Cupido!
¡Qué fácil sería y qué estúpido! Nunca había besado a una mujer a su
cuidado y no iba a empezar en ese momento. ¡Qué canalla tenía que ser
para pensar en besar a una mujer vulnerable que lloraba! Echó un vistazo al
retrato de su padre, que lo miraba con reproche desde arriba. Lo último que
quería hacer era probarle que tenía razón. No la besaría, ni entonces ni
nunca.
—Ha llegado el postre —anunció Mary—. Tenemos bizcocho
borracho con frutas y crema, manzanas asadas y pastel de Banbury.
Confieso que me he dejado llevar un poco. —Nash oyó que sus pasos se
detenían—. ¡Oh!
Él se giró a mirarla.
—No pasa nada —murmuró—. Solo está llorando un poco.
Grace se enderezó y se pasó una mano por la cara.
—Ya estoy bien, gracias. —Sonrió a Mary—. El postre suena
delicioso.
Nash frunció el ceño cuando ella rompió el contacto. Sí parecía estar
mejor.
—¿Seguro que está bien? —preguntó.
—¡Oh, sí! —repuso ella, sirviéndose una generosa porción de
bizcocho borracho—. Llorar es bueno para la salud. Mi padre siempre lo
decía. —Se entregó al postre con placer—. Gracias —dijo con la boca llena
—. Tenía razón. Lo necesitaba.
Nash, atónito, la observó terminar el bizcocho y pasar al siguiente
postre. Se preguntó dónde metía todo lo que comía. Había creído que una
mujer de su tamaño comería como un gorrión, pero devoraba alimentos
como un halcón. Aquella no era una mujer corriente.
Capítulo 7
***
Cuando su puño golpeó al intruso en el vientre, Grace saltó sobre la cama y
retrocedió con los puños levantados.
—¡Oh, no!
Tardó un momento en darse cuenta de que el intruso no era ningún
extraño o, mejor dicho, no era un intruso en absoluto.
—¡Nash! —exclamó.
Se apartó el pelo de la cara, dio la vuelta al lecho y le puso una mano
en el hombro. Él estaba doblado sobre sí mismo y jadeaba. Grace frunció el
ceño.
—Lo he tomado por un intruso —explicó.
—Lo sé —murmuró él, con un brazo en la cintura.
Por fin se enderezó y ella miró su bata abierta. Y debajo de ella, la
camisa de dormir abierta. Iba sujeta solo por un simple hilo, atado en un
lazo flojo, y permitía verle hasta el ombligo. Se sonrojó.
—Lo siento mucho. —Volvió a tocarle el hombro, pero apartó
rápidamente la mano cuando su mirada traidora se posó de nuevo en el
torso de él. Había visto pechos de hombre otras veces. En cuadros o en
estatuas, cierto, pero, aun así, debería haberle servido para que no
reaccionase de ese modo ante un simple trozo de carne. Después de todo,
solo era eso. Piel cubriendo tendones y músculos.
Muchos músculos. Demasiados músculos. Ladeó la cabeza. ¿Cómo
podía ser tan fuerte? ¿Cómo tenía aquellos bultos en el abdomen? Levantó
la vista y vio que él la miraba enarcando las cejas.
—¿Está herido? —se apresuró a preguntar ella.
Nash negó con la cabeza y apoyó un brazo en el poste de la cama.
—En absoluto.
Ella lo miró.
—Me ha parecido que le había hecho mucho daño. —Se miró el puño
—. No sabía que podía dar puñetazos.
—Me ha tomado por sorpresa, eso es todo.
—Siento haberle hecho daño. Pero usted también me ha tomado por
sorpresa.
—No me ha hecho daño —insistió él.
—Debo de tener más fuerza de la que pensaba. —Ella apretó un puño
e intentó recordar cómo había lanzado el puñetazo—. ¡Qué fascinante!
—No me ha hecho daño —repitió él entre dientes.
—Quizá debería ver si puedo darle puñetazos a alguna otra cosa.
—¡No! —Él levantó las manos.
—¡Oh, no! No volveré a hacerle daño, lo prometo.
—No me ha hecho daño —insistió él.
—Puedo golpear una almohada. —Ella dejó caer la mano y lo miró—.
¿Puedo saber qué hace aquí?
—He venido a ver si estaba bien, por lo fuerte del vendaval. —Él
señaló el exterior.
—¡Oh! —Por primera vez desde que lo golpeara, recordó ella que
estaba en camisola. Prácticamente desnuda, en realidad. Tendió la mano
hacia la manta de la cama y Nash miró el techo.
¡Dios santo! Seguramente él había visto más de su cuerpo que ella del
pecho de él.
Del pecho que seguía viendo todavía.
Tiró de la manta y la colocó ante sí. Sin duda un hombre como Nash
habría visto muchas mujeres desnudas y la mayoría de ellas probablemente
tenían mucho más que ofrecer que ella. Nannette Arbuckle siempre le había
recordado que ella parecía un chico. Y a Nash seguramente le habría
sorprendido ver un cuerpo tan poco femenino.
—El viento… —murmuró él, posando por fin los ojos en los de ella—.
Esta noche es muy agresivo.
Ella se encogió de hombros.
—A mí no me molesta. Estamos en un edificio fuerte, pero admito que
el ruido en las ventanas me impedía dormir.
—Ah… La he oído cantar.
—¿Ah, sí?
—Al principio pensaba que era el viento, pero luego he
comprendido…
—¿Lo he despertado? —Ella se llevó una mano a la sien y sujetó
firmemente la manta con la otra—. Lo siento. Primero lo despierto y
después le hago daño.
—No me ha hecho daño.
—Estoy bastante bien, lo prometo, y ya no cantaré más. Puede volver a
la cama.
—Si está segura de que está bien…
—Sí, sí, estoy bien. —Ella hizo una pausa y frunció el ceño—. Pero
¿por qué estaba escondido detrás de mi cama?
Nash se quedó paralizado.
—Estaba, ah… bueno, es decir… —Se encogió de hombros—. Me ha
parecido ver algo.
—¿Algo?
—Sí, pero no era nada.
—Entiendo.
Él la miró un momento y empezó a alejarse de la cama caminando de
lado. Cuando llegó al final del lecho, se detuvo ante ella y extendió el
brazo. A Grace se le paró el corazón. Oía su respiración en los oídos. La
mano de él se movía a un ritmo infinitesimal. Tomó el borde de la camisola
de ella y la subió para taparle un hombro desnudo del que ella no era
consciente.
Grace intentó tragar el nudo que tenía en la garganta, pero no lo
consiguió. ¿Por qué la habitación parecía tan insoportablemente caliente?
¿Por qué él seguía de pie ante ella? ¿Por qué ella no podía resistir la
tentación de mirarle el pecho?
—Bien, buenas noches —dijo él, con la mano todavía en el hombro de
ella.
—Sí, buenas noches.
—Mi dormitorio está… Es decir… —Él tosió—. Estoy cerca si me
necesita.
—Lo sé.
—Sí, claro que lo sabe.
Grace pensó que la mano de él probablemente le habría dejado ya
huellas de quemaduras. Se miró el hombro, medio esperando ver vapor
elevándose del punto en el que posaba él los dedos.
Nash se sobresaltó y retiró la mano.
—Buenas noches, pues.
—Buenas noches.
Él retrocedió y tropezó con Claude, que estaba acurrucado encima de
una manta. El gato abrió un ojo, bostezó y volvió a cerrarlo, impertérrito
ante la molestia.
—Perdón —murmuró Nash.
Salió rápidamente por la puerta y la cerró tras de sí con tanta fuerza,
que Claude se despertó del todo.
Grace miró un momento la puerta cerrada y se dejó caer sobre la cama.
Aunque fuera no hiciese viento, dudaba mucho de que pudiera dormir ya.
¡Qué momento tan extraño había sido aquel! ¿Por qué estaba Nash tan raro?
¿Por qué la había tocado tanto rato?
Colocó los dedos donde había estado la mano de él. Todavía podía
sentir su contacto. Sabía que el contacto humano era importante, que los
niños a los que más abrazaban tendían a ser seres humanos más
equilibrados. Pero nunca había oído que un sencillo contacto pudiese hacer
que alguien tuviese la sensación de estar ardiendo. Y por todo el cuerpo.
Todas las partes de ella estaban en llamas, cosquilleando con una sensación
extraña que se acumulaba en la parte baja de su estómago. Y se
intensificaba cuando pensaba en el pecho de él y en lo que le había visto esa
noche.
Claude saltó sobre la cama y frotó la cabeza en la mano de ella. Grace
suspiró y acarició la piel desigual del gato.
—Los hombres son criaturas extrañas —le dijo.
E interesantes. O al menos lo era Nash. Muy interesante.
Capítulo 8
***
Grace volvió el rostro hacia el sol. O lo que quedaba de él. La tormenta
había pasado, dejando el aire fresco y oloroso a hierba mojada. El sol
intentaba abrirse paso entre las nubes a intervalos regulares y Grace inhaló
profundamente.
Su padre siempre insistía en los beneficios para la salud de estar fuera,
incluso a veces sin sombrilla ni sombrero. Y ella empezaba a entender por
qué. Aunque solía preferir estar dentro, después de una noche como la
anterior, sentía la necesidad de sentarse al aire libre y dejar que el sol le
acariciase el rostro.
Claude se movió, rodó un poco en el regazo y volvió a acomodarse.
Grace cerró el libro que leía, lo dejó a su lado en el banco y volvió su
atención al gato. Le pasó la mano por las orejas y la cabeza y siguió por la
curva del cuerpo. El animal ronroneó en alto y el sonido vibró a través de
las piernas de ella.
—Al menos tú estás satisfecho, Claude —murmuró.
Aunque, ¿qué había esperado ella de aquella aventura? Si era sincera,
casi no había pensado en eso cuando su tía había sugerido la idea, algo poco
habitual en ella, que pensaba mucho casi todo, incluso cuántos huevos debía
de tomar para desayunar. Pero la desesperación la había hecho descuidada y
había aceptado deseosa aquel secuestro.
Cualquier cosa con tal de huir del espantoso señor Worthington.
Arrugó la nariz. Quizá por eso sentía tanta curiosidad por Nash. No
podía decir que se conociesen mucho todavía, pero era completamente
diferente al señor Worthington. Era encantador, sí, pero sin ninguna
sensación de falsead. Nash era así. Se movía, respiraba y vivía encanto.
El hecho de que hubiese ido a ver cómo se encontraba la noche
anterior también la hacía sentir cierta suavidad por dentro. Le preocupaba
su bienestar. Quizá fuese porque le pagaban para eso, pero a ella le gustaba
de todos modos. Las únicas personas a las que les había preocupado su
bienestar eran su tía y su padre y, por supuesto, ellos estaban obligados.
—Nash también está obligado —le dijo al gato.
Claude le frotó la mano con el hocico, recordándole que no lo
acariciaba lo suficiente.
—Tienes razón —comentó Grace—. Estoy demasiado distraída y algo
tonta. ¿Qué más da que sea bueno conmigo? Hay mucha gente amable en el
mundo. —Apretó los labios—. O eso creo.
—Hasta mañana, Grace —gritó Mary desde el sendero que se alejaba
de la casa, despidiéndola con la mano.
Grace devolvió el gesto agitando la mano en el aire e intentó ignorar el
nudo del estómago que le recordaba que estaría sola con Nash todo el día y
toda la noche. Mary ya se lo había comunicado y la joven había conseguido
mostrarse indiferente, pero la idea la excitaba por alguna razón.
—Eso también es tonto. De todos modos, estamos solos todas las
noches. —Observó a Mary alejarse de la casa y tragó saliva con fuerza—. Y
estaremos solos muchos días más hasta que cumpla veintiún años, ¿no es
así? En cuyo caso, lo mejor será que empiece a comportarme de un modo
sensato.
—¿Alguna vez se ha comportado de otro modo que con sensatez?
Grace se levantó del banco de un salto, lo cual asustó a Claude, quien
salió huyendo de su regazo y se alejó corriendo por el sendero que llevaba a
los prados.
—¡Oh, no! —Ella echó a correr tras él y Nash los siguió con rapidez.
La adelantó a ella y agarró al gato.
Claude se retorció en sus brazos e intentó arañarlo. Nash echó atrás la
cabeza y esquivó por poco las garras extendidas. Grace se apresuró a
quitarle el gato y murmuró palabras tranquilizadoras hasta que Claude dejó
de mala gana de retorcerse.
—Lo siento —dijo ella sin aliento—. Ha sido una tontería sacarlo
fuera tan pronto.
—¿Era por eso por lo que se reñía a sí misma?
—Sí. No. ¡Ah! —Ella respiró hondo. Difícilmente podía confesar que
se había reñido por pasar demasiado tiempo pensando en él.
—¿Llevamos a Claude dentro antes de que intente volver a escapar?
—Nash miró el cielo—. Y antes de que cambie el tiempo.
Grace asintió. Miró también las nubes grises que se habían juntado y lo
siguió a la casa. Cuando hubieron cerrado la puerta, dejó al gato en el suelo
y el animal corrió a un diván raído que había en un rincón y se instaló allí.
Nash sonrió.
—Su pequeña aventura lo ha dejado agotado.
Grace se esforzó por contestar. Lo miraba y se sentía cautivada por el
brillo blanco de sus dientes y las arrugas en torno a sus ojos. Quería ir a su
habitación y escribir más sobre él, lo cual probablemente también era
estúpido, pues no ayudaría a apartarlo de sus pensamientos.
—Esta mañana la he echado de menos en el desayuno —comentó él,
después de un silencio.
Ella asintió.
—Quería aprovechar al máximo el buen tiempo, antes de que cambie.
—Puede pasear por la propiedad si lo desea, pero no pierda de vista la
casa. Si la ve alguien…
—Sí —respondió ella.
Nash le había dictado unas pocas reglas que había que seguir, pero la
principal era no dejar que nadie la viese. Grace no creía que eso fuera un
problema. Explorar no era lo suyo, a menos que escarbar en la biblioteca
entrara en esa categoría.
—Creo que ya he tomado bastante aire fresco por el momento. Voy a ir
a buscar otro libro para leer. —Se detuvo y se llevó una mano a la boca—.
El libro. Lo he dejado fuera en la lluvia.
—No tema, yo iré a rescatarlo —se ofreció él.
Salió antes de que ella pudiera protestar y regresó rápidamente con el
pelo húmedo y muy rizado. Le tendió el libro.
—¿Grace? —preguntó cuando ella se quedó paralizada en el sitio.
Ella notó que tenía la boca abierta, pero no pudo hacer nada para
cerrarla. Una gota de lluvia caía por la barbilla de él y ella siguió su
recorrido con la vista a lo largo del cuello y hasta el punto en el que la
camisa estaba ligeramente abierta. ¿Bajaría del todo o empaparía la ropa?
¿Pasaría por las protuberancias que había en el estómago de él?
Y quizá más abajo.
De sus labios salió un gritito que no pudo reprimir. Le quitó el libro.
—Gracias —murmuró. Y echó a correr escaleras arriba.
—Pensaba que quería ir a la biblioteca —oyó que decía él. Pero no
hizo caso y fue apresuradamente a su dormitorio.
Cerró la puerta con fuerza y pegó la espalda a ella, con el libro
apretado contra el pecho palpitante. Esos pensamientos no tenían ningún
sentido. Ninguno en absoluto Ella era una dama bien educada, a quien
importaba poco la apariencia externa y más lo que ocurría en la mente de
las personas. Y desde luego, no debía pensar en lo que había debajo de…
debajo de…
¡Dios bendito! Se llevó una mano a la cara. Aquello era más que
estúpido, era una auténtica locura. Una chica como ella no tenía por qué
pensar en un hombre como Nash.
Una locura absoluta.
Capítulo 9
***
Grace oyó los pasos de él en el corredor, pero mantuvo su atención fija en el
libro que tenía en el regazo. Aprovechaba al máximo el fuego en la
chimenea de la biblioteca sentándose en la alfombra delante de ella con una
manta en las rodillas. Claude había optado por reunirse también con ella, lo
cual no tenía nada de sorprendente teniendo en cuenta que el dormitorio
estaba frío. Y allí se sentía segura. Los libros impedían que su mente vagara
demasiado.
Al menos la mayor parte del tiempo.
Las palabras se confundían ante sus ojos. Frunció el ceño, obligándose
a concentrarse. El corazón le dio un vuelco cuando se abrió la puerta de la
biblioteca y estuvo a punto de levantarse de un salto, pero obligó a su
cuerpo a permanecer inmóvil, con la barbilla baja, y fingir que seguía
leyendo.
Lo último que necesitaba era parecer una chica loca de amor,
impaciente por levantarse corriendo en cuanto detectaba la presencia de
Nash. Ella no estaba loca de amor.
No obstante, su estúpido interés en pensar en él podía hacer que
pareciese eso. Los coqueteos y embelesarse con hombres no eran para ella,
nunca lo habían sido. Ni entendía al sexo opuesto, ni quería hacerlo. El
único hombre que había sido amable con ella había sido su padre.
Sospechaba que los hombres buenos no abundaban.
Posó la vista en el trozo de papel que usaba como marcapáginas. Pero,
por supuesto, se mentía a sí misma. Quería comprender a Nash y el
marcapáginas así lo probaba. Lo había usado para tomar nota de los giros
en las frases de él o de la poca información que se le escapaba. Era heredero
de un título, y, en consecuencia, presumiblemente rico. Sin embargo, vivía
en aquella casa llena de corrientes y deteriorada en un lugar aislado.
Ciertamente, no estaba casado, eso al menos parecía evidente. Mary había
dado a entender que había habido algún tipo de riña familiar y eso explicaba
la escasez de dinero, pero él nunca hablaba de ello.
Le habría gustado que hablara con ella. ¡Cuánto deseaba
comprenderlo!
Él carraspeó y ella alzó la vista, lo miró y tuvo que reprimir un suspiro
al ver lo bien que el chaleco y la levita se ceñían a su cuerpo.
Suspirar por los hombres era ridículo. Había visto hacerlo a chicas
desde que era muy joven, incluso cuando los chicos no lo merecían. Eso
solo servía para que pareciesen tontas.
Y Dios sabía que ella sería muy tonta si se embelesaba con Nash y
suspiraba por él. Era un hombre increíblemente atractivo y extremadamente
encantador. Ciertamente, no el tipo de hombre que se iba a interesar por una
mujer como ella, que tan poco sabía de las finuras de la buena sociedad y
tenía un cuerpo como el de un chico.
—Están muy cómodos ahí los dos —dijo él.
—Es el lugar más cálido de la casa. —Ella vio el ceño fruncido de él
—. ¿Qué ocurre?
—Siguen sin pagar su rescate.
Grace cerró los ojos un instante.
—No me sorprende, aunque confiaba en que mi tío mostrara algún
interés por mi bienestar, aunque fuese simplemente para que volviese a casa
para desposarme con el señor W. —Dejó el libro a un lado y echó a un
irritado Claude de su regazo antes de ponerse en pie—. Aunque cuanto más
tarde pague, mejor. Si pagara, tendría que volver yo.
Él negó con la cabeza.
—Las pocas veces que pedimos un rescate, no solemos cobrarlo.
Normalmente es solo una táctica de dilación. Enviaríamos otra carta,
diciendo que hay gente vigilando o que tiene que esperar. Lo que fuese con
tal de retrasar que salieran en su busca.
—Y entonces, ¿por qué es un problema que no haya pagado?
—Hay gente buscándola.
La embargó una ola de frío, que se concentró en su estómago.
—No me encontrarán —dijo, aunque su afirmación salió más bien a
modo de pregunta.
—Claro que no —repuso él con firmeza—. Yo me aseguraré de eso, se
lo prometo.
Ella se llevó las manos al estómago.
—Solo necesito un poco más de tiempo y después ya no podrá
utilizarme.
Nash le tomó los brazos y la obligó a mirarlo.
—Enviaremos otra carta. Russell está aquí y la entregará él. Queremos
que escriba una nota suplicándole que anule la búsqueda para que no le pase
nada a usted.
—Supongo que eso podría funcionar.
—Si cree que podemos matarla, funcionará.
—Muy bien, la escribiré de inmediato.
—Russell ha sugerido que hagamos también otra cosa.
—¿Sí?
Nash tocó un mechón suelto del cabello de ella que caía sobre su
rostro, y ese contacto bastó para que a Grace se le erizase el vello de los
brazos dentro de las mangas.
—Un mechón de pelo. Prueba de que la tenemos nosotros y sigue viva.
—¿De mi pelo?
—Sí. —Él sacó una navaja del bolsillo y la abrió. Ese movimiento
repentino la sobresaltó. Nash sonrió—. Seré gentil, lo prometo.
Grace se llevó una mano al pelo.
—No soy vanidosa, pero, no sé, no tengo muchos otros atributos y me
gusta mi pelo.
La sonrisa de él se hizo más amplia.
—Grace, tiene muchos, muchísimos atributos, y un mechón de pelo no
va a suponer ninguna diferencia.
Ella respiró despacio y asintió. Se quitó todas las horquillas, las
sostuvo en una mano y se soltó el pelo con la otra.
—Corte de la parte de abajo —sugirió—. Así no se notará.
—Buena idea.
Nash se colocó detrás de ella. Sus dedos en el pelo la sobresaltaron de
nuevo, así que mantuvo todos los músculos rígidos, sin respirar apenas,
para no traicionarse.
Disfrutaba demasiado de aquel contacto.
Él le apartó el pelo a un lado y sus dedos rozaron la parte de atrás del
cuello. Grace cerró los ojos y se concentró en respirar con normalidad.
Inspirar… espirar… inspirar… ¿Era su imaginación o sentía el aliento de él
en el cuello? Inspirar… espirar… ¡Dios querido! ¿Cuánto tiempo tardaba en
cortar un mechón de pelo?
—¿Ha terminado?
Los dedos de él se apartaron de su cuello y el pelo volvió a caer en su
sitio. Ella se volvió y vio que él sostenía un mechón en la mano. Tenía la
frente fruncida y parecía levemente aturdido. Tosió.
—He terminado —anunció—. Le llevaré esto a Russell
inmediatamente.
—Pero la carta…
Él se había ido ya. Salió de la estancia con pasos largos y rápidos antes
de que ella pudiese sugerir que iba a escribir la carta. Grace miró el lugar
donde lo había visto la última vez. Contuvo el aliento y esperó que volviese
en cuanto se diera cuenta de que ella aún no había escrito la nota.
Pero él no volvió.
—Tonta —musitó ella para sí.
¿Por qué quería que volviera? ¿Para ver de nuevo aquella expresión
extraña suya e intentar averiguar a qué se debía? ¿O para que la tocara de
nuevo? Se estremeció y apretó la parte de atrás del cuello con los dedos.
—Tonta, tonta, tonta.
Volvió a la chimenea, se sentó sobre la manta y dejó las horquillas en
una mesa próxima. Claude ignoró la palmadita de invitación que le dio y
siguió acurrucado lo más cerca posible del fuego. Grace tomó su libro, lo
abrió donde estaba el papel escrito y tomó el lápiz que llevaba detrás de la
oreja. Escribiría la carta un momento después. Primero tenía que escribir
sobre él. En ese punto no sabía de qué serviría anotar sus observaciones,
pero era lo único que podía hacer para sacárselo de la cabeza.
Donde, desde luego, no debía estar.
Capítulo 10
Nash miró por encima del periódico de tres días y apartó la vista del
anuncio de una venta anual de invierno que había omitido leer las tres
primeras veces. Se veía obligado a leer lo poco que le faltaba porque el
muchacho que llevaba la comida no había aparecido desde el jueves. Y si se
atrevía a ir a comprar el periódico personalmente, era probable que alguien
lo reconociese y se correría la voz de que la casa volvía a estar ocupada.
No podía colocar a Grace en peligro ni siquiera por el bien de un
periódico reciente.
Esperaba a que ella pasase de nuevo por delante de la puerta. No sabía
por qué estaba tanto tiempo fuera. De algún modo, la sala de estar se había
convertido un poco en su territorio y la biblioteca en el de ella. Se juntaban
en la cena y en la mayoría de los desayunos y conversaban sobre muchos
temas, con Grace normalmente educándolo sobre cualquier cosa, desde los
hábitos de apareamiento de los caracoles hasta la historia de los
instrumentos para escribir. La mujer era una condenada enciclopedia
andante.
Y a él le gustaba demasiado.
Por lo tanto, era más fácil permanecer apartado de ella en todo
momento, no fuese a echarse a sus pies y suplicarle que lo maravillase más
con su enorme cerebro. Tenía amigos que pensaban que la ida de que una
mujer osase pensar la convertía en muy poco atractiva, pero Grace era la
negación por excelencia de esa hipótesis. Cada vez que abría la boca, él se
sentía más atraído.
Se burló interiormente de sí mismo. “Hipótesis”. Ya empezaba a hablar
como ella.
Ella volvió a pasar por delante de la puerta. Nash esperó unos
momentos y Grace repitió el movimiento.
—¿Grace? —llamó él.
Oyó un soplido, unos pasos suaves y luego ella apareció en el umbral.
Apretó los dedos en el marco y metió la cabeza.
—¿Sí?
—¿Quería algo?
—No. —Ella retrocedió fuera de la vista y después volvió a aparecer
—. Sí. —Frunció el ceño—. No.
—¿Sí o no?
Grace atravesó el umbral y cruzó las manos ante sí.
—¿Se sabe algo del rescate o de los movimientos de mi tío? —
preguntó.
Nash negó con la cabeza.
—Cuando haya algo nuevo, se lo haré saber.
—Bien. —Ella asintió con la cabeza—. Excelente. Bueno, pues… —
Empezó a volverse, pero se detuvo—. ¿Está seguro de que esto funcionará?
—¿La carta?
—Sí. No. —Ella movió una mano en el aire—. Todo esto. El
secuestro, el mechón de pelo, esconderme aquí. ¿Funcionará?
—Sí, funcionará —le aseguró él—. Lo hemos hecho unas cuantas
veces.
—Pero no conmigo.
—Con otras mujeres. Todas las cuales necesitaban escapar.
—En circunstancias distintas. —Ella se apartó un mechón de pelo de
la cara—. ¿Cómo puede estar seguro de que funcionará esta vez, cuando las
cosas son distintas? No se puede realizar la misma acción con variables
distintas y esperar los mismos resultados.
Él dobló el periódico, se levantó de la silla y se reunió con ella en la
puerta.
—Grace, ¿a qué viene esto?
—He estado pensando. —Ella respiró hondo—. En que quizá debería
ir a otro sitio. A alguna parte donde nadie sepa que estoy allí. Puedo ir a una
posada quizá o… o…
—Es totalmente imposible que se quede en una posada —declaró él
con firmeza.
Ella lo miró a los ojos.
—Pero yo no pensé bien todo esto. Me refiero al secuestro. Y yo lo
pienso todo. Mi tía me dijo de pronto que ustedes nos iban a ayudar y al
momento siguiente me secuestraron y me trajeron aquí. ¿Cómo puedo saber
que saldrá bien? ¿Cómo puedo estar segura de que mi tío no me encontrará
y me llevará a rastras a casa?
—Porque yo no se lo permitiré.
Ella lo miró de arriba abajo.
—No dudo de que haya ayudado a otras mujeres, pero subestima a mi
tío y al señor Worthington. Probablemente no pueda pensar como ellos. Son
hombres avariciosos, dispuestos a hacer lo que sea por conseguir mi
fortuna.
—Yo sé muy bien lo que es necesitar dinero. —Él señaló una mancha
de humedad en el techo—. Por si no se ha dado cuenta, me vendría bien
tener un poco.
Sabía también lo que era la avaricia. La necesidad desesperada de
dinero cuando se estaba acabando. Su padre lo había acusado de ser así,
pero dudaba de que ayudara algo decírselo a Grace.
—Pero usted jamás obligaría a alguien a casarse con usted solo por su
dinero.
Él sonrió levemente.
—Yo esperaría no tener que obligarla.
Grace soltó un gemido de frustración.
—Por eso no puedo confiar en esto. Ni confiar en usted. Es demasiado
propenso a sonreír y tomarse la situación a la ligera.
El corazón de él dio un vuelco doloroso. Grace no confiaba en él.
Genial.
—Le dije que la protegería y puede estar seguro de que lo haré.
—Creo que mi tía quizá se dejó influenciar por el hombre que lidera
este asunto. Que quizá no pensó con claridad. —Ella cerró los ojos un
instante—. Y, ciertamente, yo tampoco. Tendría que haber pensado otro
modo de esconderme un mes. —Se llevó los dedos a los labios—. Pero sé
que habrían castigado a mi tía si me hubiese escapado. Estoy segura.
—Su tío debe de ser un bastardo —murmuró él.
¡Cómo deseaba que ella no hubiese tenido que vivir con él! Deseaba
haberla conocido antes. Haber podido intervenir de algún modo. Haberlas
protegido a su tía y a ella de aquel hombre vil y haber evitado que la
obligaran a prometerse con el tal Worthington.
Pero, por supuesto, no se habría fijado en ella si no la hubiesen puesto
directamente bajo su cuidado. Era una persona sin rango y sin fortuna. La
verdad era que su círculo solo incluía a los escalones más altos de la
sociedad y que Grace no sería parte de ellos ni siquiera cuando heredase su
fortuna.
—Entenderá que debo irme. No puedo permitir que me atrape.
—Usted no va a ninguna parte.
—Vi a su amigo. Vi lo nervioso que estaba cuando se marchó.
Caminaba con brusquedad e iba con la espalda muy recta.
Nash alzó los ojos al cielo. Era muy propio de Grace analizar cómo
andaba Russell y sacar conclusiones.
—Él siempre anda así.
—No, yo sé que estaba preocupado.
Nash no estaba dispuesto a confesar que gran parte de la preocupación
de Russell se debía a que había visto su comportamiento después de cortarle
el condenado mechón de pelo a Grace. Solo tocarle el cuello y resistir el
impulso de besar su piel olorosa a jabón lo había descontrolado y Russell se
había dado cuenta y le había dicho unas breves palabras de advertencia.
Pero no podía contarle eso a Grace.
—Siento mucho que no confíe en mí, pero, por favor, créame si le digo
que este es el mejor lugar para usted. A su tía le daría un ataque si supiese
que la hemos dejado en una posada y yo no podría vivir conmigo mismo.
—Pero es el mejor modo de procurar el anonimato. —Ella apretó las
manos con fuerza—. Y yo podría seguir moviéndome para asegurarme de
que no me alcanzaran.
—No.
—Mi padre siempre me decía que, si me perdía, me quedara quieta en
un sitio y él me encontraría. Por eso precisamente no debo quedarme aquí.
—No.
***
—Tiene sentido que me vaya.
Grace había pensado mucho en aquello. Había demasiadas personas
que sabían que estaba allí. Mary, por supuesto, también el hombre con el
que había hablado su tía y el chico de los repartos, por no mencionar al
cochero. Si huía a pie, nadie sabría a dónde había ido.
Eso era lo que tendría que haber hecho ya, ser valiente y marcharse.
Una vez que todos sabían que había sido secuestrada, su tía no sería
castigada por sus actos y ella podía hacer lo que quisiera. Pero, por alguna
razón estúpida, pensaba que le debía a Nash contarle su plan.
—¿De verdad cree que podría sobrevivir ahí fuera sola?
—Sé que soy pequeña, pero no soy tonta. Estoy segura de que me
arreglaría.
Él negó vigorosamente con la cabeza.
—Se la comerían en un instante.
Ella sostuvo la barbilla en alto, muy consciente de la estatura de él y
también de la hermosa vista de su mandíbula bien afeitada y de su olor
cálido a humo de leña. ¡Qué tentador sería echarse en sus brazos y dejar que
la protegiese de un mundo tan abrumador! Solo que no sabía si él desearía
hacer semejante cosa. Así que estaba sola.
—Tengo que intentarlo.
—Está más segura aquí.
—¿Cómo puede saber eso?
—¿Cree de verdad que una persona como usted podría sobrevivir ni un
momento sola en este mundo de criminales y sinvergüenzas?
Grace no estaba segura, pero había pensado mucho en eso. Cualquier
destino era mejor que ser capturada por su tío y obligada a casarse con el
señor Worthington. Se encogió de hombros.
—He sobrevivido hasta ahora bajo el control de mi tío.
—Siento mucho que haya tenido que pasar por eso, pero no permita
que esa experiencia la lleve a tomar decisiones estúpidas.
—¿Qué puede saber usted de tomar decisiones? —preguntó ella—. Ni
siquiera tiene que decidir qué comer todos los días. Mary lo hace por usted.
—¡Condenación, Grace! He tomado muchas decisiones en mi vida.
—¿Ah, sí? —Ella se cruzó de brazos—. Yo no creo que haya vivido ni
un momento difícil en toda su vida. Lo único que hace es pasarse el día
sentado, leer periódicos, montar a caballo y pasear por ahí fingiendo ser un
señorito rural.
Nash apretó los dientes.
—Conque es eso, ¿verdad? —La miró entrecerrando los ojos—. No
confía en mí y me ha etiquetado como una persona inútil.
—No puede negar la evidencia.
—¿Y no se le ha ocurrido ni por un momento mirar más allá de la
evidencia? ¿Más allá de lo que le dicen su mente y sus ojos?
—¡Por supuesto que no! ¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque a veces se puede conocer mejor a un hombre escuchando a
su corazón —repuso él, cortante.
Grace parpadeó varias veces. Él echaba fuego por los ojos y su pecho
se movía con rapidez. No había visto a Nash apasionarse por nada, pero, al
parecer, las palabras de ella lo habían afectado bastante.
Sin embargo, no la haría cambiar de idea. No podía permitírselo. Podía
golpearse el pecho y hablar de corazones todo lo que quisiera, pero ella no
dejaría que un hombre dictara sus actos nunca más.
—Me voy a marchar.
—La ataré en su dormitorio si se le ocurre intentarlo.
—No haría eso.
Él le agarró la muñeca.
—¿Quiere probar?
Ella inhaló con furia.
—No puede obligarme a hacer algo. No voy a permitir que me
obliguen nunca más, ¿comprende?
—Sí puedo, si es por su bien.
—No dudo de que mi tío también se engaña a sí mismo y piensa que
casarme con el señor Worthington es por mi bien. Y estoy segura de que el
señor Worthington probablemente pensaba que golpear a su esposa era por
su bien. Seguramente imaginaba que tirándola por las escaleras le daba una
lección. —Grace soltó su mano—. Estoy muy harta de que los hombres
crean que saben lo que necesito y lo que más me conviene.
Él abrió la boca, pero volvió a cerrarla y se pasó una mano por la
barbilla.
—Grace, yo…
—Pensaba que antes mentía cuando le he dicho que no confiaba en
usted —confesó ella—. Pero ahora que ha amenazado con atarme y tenerme
cautiva, creo que tenía razón. No se puede confiar en usted, Nash.
—No, eso no es verdad —respondió él.
Extendió el brazo, pero ella lo esquivó.
—Voy a mi dormitorio. Puede poner una barricada en la puerta si
quiere, pero yo voy a hacer planes para partir.
—No tengo deseo de hacer tal cosa —dijo él con suavidad.
—Bien. —Ella se volvió, salió de la estancia y subió las escaleras
apresuradamente.
Le escocían los ojos por la necesidad de llorar. No estaba segura de por
qué. Había tomado una decisión, la había pensado detenidamente incluso.
Lo más lógico que podía hacer era marcharse y no decirle a nadie a dónde
iba.
Y, sin embargo, pensar en dejar a Nash hacía que le doliera el corazón.
Lo cual, desde luego, no tenía nada de lógico.
Capítulo 11
Era un canalla.
No.
Un imbécil.
Nash movió la cabeza. Peor que eso.
Un bastardo sin sentimientos.
Por supuesto que no había podido entender el miedo de Grace. Desde
luego que había desestimado su deseo de huir y le había dicho que era una
tonta.
¿Qué sabía él de matrimonios forzosos y hombres que se
aprovechaban? En los últimos cuatro años no había hecho otra cosa que
estar sin hacer nada, enfadado con su padre por haberlo dejado sin fondos.
Oh, sí, había participado en el Club Secuestros, creyendo que esa causa
noble compensaría de algún modo por su pasado hedonista, pero había
hecho lo mínimo imprescindible.
Resopló con fuerza y sacó el libro del estante de la biblioteca.
Confiaba en que, debido a su pequeña estatura, ella no lo hubiese visto aún
y fuera una agradable sorpresa. Suponiendo, claro, que ella no hubiese
reunido ya sus pertenencias y huido por la ventana de su dormitorio.
No podía dejar que se fuera. En eso tenía razón él. Fuera de allí y sola,
resultaría muy vulnerable, por inteligente que fuese. Temía que habría
muchos hombres, e incluso mujeres, que se aprovecharían de ella.
Lo que no implicaba que él tuviese que ser tan bruto en lo relativo a
sus miedos.
“No, bastardo insensible, ¿recuerdas?”.
Se colocó el libro bajo el brazo, tomó el plato de ternera frío y sostuvo
el ramo de flores silvestres en la otra mano.
Ese día haría algo más que el mínimo imprescindible. Tenía que
comprender exactamente por qué había aceptado Grace el secuestro. No
porque no lo supiese ya. Aquel prometido parecía horrible y Nash tenía que
esforzarse mucho para no aplastar los delicados tallos de las flores al pensar
en él. La ingenua y pequeña Grace no tenía ninguna posibilidad contra un
hombre así. Él acabaría por matarla, desde luego, después de haberse hecho
con su dinero.
¡Condenación! Le gustaría mucho tener una pelea limpia con aquel
hombre. Que diera puñetazos a alguien que fuera su igual y a ver lo que
ocurría. Nash no sabía nada de él, pero estaba seguro de que podría
vencerlo con facilidad. Era fuerte y rápido, pero, sobre todo, tenía de su
parte el deseo de proteger a Grace.
Pero aquello no se iba a arreglar con una pelea. No, de momento tenía
que disculparse con ella y hacer lo que él, en su arrogancia, había pensado
que se le daba tan bien. Escucharla de verdad.
Subió las escaleras y llamó a la puerta. No esperaba respuesta y no la
obtuvo. Volvió a llamar y se apoyó en la puerta para escuchar si se oía algún
movimiento. ¿Y si se había ido por la ventana? Tenía varias mantas allí para
combatir el frío. Podía haberlas atado juntas a modo de cuerda.
Desde luego, no había bajado por las escaleras, pues había dejado allí a
Mary de guardia mientras reunía sus ofrendas.
No pudo esperar más. Tenía que hablar con ella, aunque la encontrase
paseando en camisola a la luz de la vela y desafinando. Haciendo malabares
con la bandeja, las flores y el libro, consiguió girar el pomo con el codo y
abrir la puerta con el hombro.
¡Mierda!
Ella se había ido.
Había dos vestidos extendidos sobre la cama. El fuego, que seguía
encendido, y las velas calentaban la habitación. Nash sintió una opresión
feroz en el pecho. Tendría que correr tras ella, perseguirla. Suponía que
podía pedir ayuda a los hermanos de Mary, pero ellos creían que su
hermana trabajaba para una familia cercana. O ir en busca de Tommy, el
muchacho que llevaba la comida y pedirle que lo ayudase. También enviaría
recado a Russell. Nadie podía huir de Russell.
Aunque eso implicara que le arrancaran la cabeza y probablemente lo
expulsaran del Club Secuestros.
¡Maldición, condenación y maldición!
Cerró la puerta tras de sí y Claude salió corriendo de debajo de la
cama. Nash frunció el ceño. Ella no se iría de allí sin Claude.
Y la ventana estaba cerrada. Además, no había ni rastro de ninguna
cuerda hecha con mantas.
En el otro lado de la cama sonó un hipido. Nash hundió los hombros y
se acercó. La encontró en el suelo, con la espalda apoyada en el marco de la
cama, las rodillas en el pecho y los brazos alrededor de ellas. Seguramente
lo había oído, pero no alzó la vista.
—Grace —musitó él con suavidad.
Ella mantuvo la cabeza inclinada y resopló.
Nash se odió a sí mismo. Él le había hecho eso, la había hecho llorar.
¿Acaso no tenía que cuidar de ella? ¿Que cubrir todas sus necesidades
emocionales y materiales? ¡Qué fracasado era!
Se sentó en el suelo a su lado y apoyó la espalda en la cama.
—Lo siento.
Pasó tiempo y siguió a su lado, esperando. Al final, ella alzó un poco la
cabeza y lo miró de soslayo. Incluso a la tenue luz de las velas, él vio sus
ojos rojos y los rastros húmedos de las lágrimas. Sintió una punzada
dolorosa en el corazón.
Ella frunció la frente.
—¿Qué es eso? —Señaló las manos de él.
Nash se encogió de hombros, avergonzado.
—Ofrendas.
Ella frunció más la frente.
Él dejó el plato en el suelo.
—Ternera fría para Claude. —Miró a su alrededor en busca del gato,
quien aún no había olfateado la carne—. Flores para usted. —Se las ofreció
—. Es lo único que he encontrado en esta época del año, pero creo que son
bastante bonitas.
Ella las miró como si le ofreciera un ramo gigante de serpientes
sinuosas. Él las sostuvo un momento más y después las dejó en el suelo a
los pies de ella.
—Y un libro. —Lo mostró.
¡Señor! ¡Qué tonto debía de parecer ofreciendo unas florecillas
insignificantes y un libro que probablemente ella habría leído ya!
Grace miró el libro y lanzó respingo, que sobresaltó a Nash. Ella le
quitó el libro y lo abrió.
—Una historia de los gatos. —Lo miró—. ¿Dónde ha encontrado
esto?
***
La sonrisa avergonzada de él ablandó su corazón. Aunque sabía que no era
físicamente posible, Grace habría jurado que el ablandamiento era real,
como si el músculo se convirtiera en papilla.
Abrió el libro y ojeó una página, incapaz de reprimir una sonrisa. Al
parecer, Claude también se había ablandado, pues salió de dondequiera que
estuviese escondido y empezó a mordisquear la carne. Ella cerró el libro,
tomó las flores e inhaló su dulce aroma.
—Son preciosas, gracias.
Nash se encogió de hombros.
—Habría preferido comprarle un ramo a una florista, pero es todo lo
que he podido hacer con la prisa.
Ella lo miró.
—¿Las ha recogido personalmente?
Él asintió. Una sonrisa tímida entreabrió sus labios. Ni rastro de la
sonrisa arrogante que lucía en otras ocasiones.
—Gracias —repitió ella.
—Sé que he sido un imbécil —se apresuró a decir él—. Ni siquiera he
intentado comprender por lo que está pasando, de lo que tuvo que huir.
—Yo tampoco me he mostrado muy abierta con el tema.
—Sabía que estaba asustada, pero yo también lo estaba. No quiero que
le suceda nada malo.
Ella alzó la mano y dejó las flores en la mesilla al lado de la cama.
Luego volvió a apoyarse en el marco de esta.
—Sé que tiene el deber de protegerme y siento no haber creído que
podía hacerlo.
—Grace —murmuró él—. Es más que un condenado deber. Jamás me
lo perdonaría si le ocurriese algo.
Ella lo miró de soslayo. ¿Hablaba en serio? ¿Era más que un deber?
¿La apreciaba quizá un poco? Se sacudió mentalmente. Él no era ni un
tonto ni un caballero perezoso como le había dicho ella, pero solo estaba
allí porque le pagaban para cuidar de ella y ella haría bien en no olvidarlo.
—No me iré —dijo.
—¿Lo dice solo para que baje la guardia y pueda escapar?
Grace negó con la cabeza.
—Sé que tiene razón. No sobreviviría mucho tiempo sola. Esa era una
de las razones principales de que necesitara su ayuda. No tengo a quién
acudir y tenía miedo de que le pasara algo a mi tía si se sabía que había
huido voluntariamente.
—¿Tan malo es su tío? —preguntó él. Y ella lo vio cerrar un puño por
el rabillo del ojo.
—Es egoísta y cruel. Nunca nos ha pegado ni a mi tía ni a mí, pero hay
muchos modos en los que podría castigarla. Ella vive con poco, pero da
generosamente lo que tiene, mientras que él lo acapara todo y sigue
contrayendo deudas. —Él se tensó ligeramente a su lado y ella se volvió a
mirarlo—. Si me desposase con el señor Worthington, mi tío aceptaría parte
de la herencia en pago. Le oí hablar de eso cuando el señor Worthington
empezó a visitarnos.
—Bastardo —murmuró él.
—Literalmente no lo es —señaló ella—. Es de buena familia. Pero le
agradezco el sentimiento.
—¿Y el tal Worthington sí ha golpeado antes a mujeres?
—Por supuesto, solo son rumores, pero se dice que disciplinaba a su
esposa. Luego, un día, la encontraron muerta al pie de las escaleras. —
Grace reprimió el escalofrío que le produjo esa imagen—. Dijeron que
había tropezado y se había caído, pero todo el mundo cree que la empujó él.
Puso los brazos en jarras.
—Yo no soy una persona con la que sea fácil llevarse bien. Nunca me
he entrenado para ser una esposa ni siento deseos de someterme a un
hombre. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que terminara al pie de las
escaleras?
—Entiendo por qué tiene miedo, pero le prometo, Grace, que mientras
a mí me quede aliento en el cuerpo, no permitiré que le ocurra ningún daño.
Ella lo miró a los ojos y la papilla en que se había convertido su
corazón volvió a la vida, latiendo con la ferocidad de un tambor de guerra.
A la luz de las velas, él era más que hermoso. Podía compararlo con una
obra de arte, aunque nunca había visto un retrato como aquel. La luz de las
velas daba calidez a su piel y realzaba el brillo de sus rizos morenos. Al
lado del labio tenía una cicatriz débil, en la que ella no se había fijado antes.
Posó la mano allí sin darse cuenta de lo que hacía.
Él se encogió y ella retiró la mano con brusquedad y la cubrió con la
otra con aire protector. Quería volver a tocarle la cara. Le cosquilleaban los
dedos por el anhelo de repetir el contacto.
—¿Cómo se hizo esa cicatriz? —preguntó.
Había más cosas que quería saber. Tenía muchas preguntas. Pero temía
espantarlo, y en aquel momento no había ningún lugar en el mundo donde
deseara estar más que allí, a su lado, sentada en el suelo al lado de la cama.
Él sonrió levemente.
—En mi juventud llevé una vida poco saludable. Esto fue resultado de
una pelea.
—Usted es fuerte, pero nunca he pensado que fuese peleón.
Nash volvió a sonreír.
—Es usted una aduladora.
Grace frunció el ceño.
—¿Quería que dijese que lo imagino peleando?
—Espero que nunca tenga que verme pelear. No es una imagen
agradable. No obstante, mi ego no me permite ignorar que se ha fijado en
mi fuerza.
—No veo cómo puede disfrutar de esas palabras. Eso es un hecho y
usted debe saberlo.
Él movió la cabeza con una sonrisa.
—¡Qué poco sabe usted de los hombres! Siempre nos gusta que las
mujeres hermosas nos hagan cumplidos.
Grace abrió la boca, luchó por buscar una respuesta, renunció y volvió
a cerrarla.
—Puede decirlo, ¿sabe? Decir lo que siente —musitó él.
¿Qué sentía? ¡Virgen santa! Ella no lo sabía. Sentía las extremidades
extrañamente débiles y una especie de niebla rara en la cabeza. Una niebla
más espesa que el smog amarillento que cubría Londres por la mañana.
¿Cómo podía describir lo que sentía?
—¿Grace? —insistió él.
—Su… supongo que me gusta que me haya llamado hermosa.
—¿Lo ve? A los dos nos gustan los cumplidos.
Grace lo miró a los ojos y se quedó petrificada. Ni uno solo de sus
músculos podía responder a ninguna orden, y menos todavía cuando la
mirada de él se posó en sus labios. La niebla se levantó, dejando en su lugar
una ráfaga de aire caliente y osado que la atravesó. Sabía lo que era aquello.
La lógica dictaba claramente lo que iba a suceder. Los ojos de él se habían
oscurecido y se inclinaba hacia ella. La mirada de Nash seguía fija en sus
labios.
La iba a besar.
Grace cerró los ojos. Esperó, conteniendo el aliento. Pasó un momento
y oyó un ligero rumor de ropa y a Claude mordisqueando su comida. Tragó
saliva con fuerza.
Algo le rozó la mano y ella abrió los ojos. Nash le dio una palmadita
en el dorso y sonrió con aire pesaroso.
—Es tarde —musitó. Se puso de pie—. Es mejor que… —En su prisa
por llegar a la puerta, tropezó con el borde de la manta de ella.
Grace se levantó a su vez y lo vio salir corriendo de la habitación.
—Buenas noches —dijo él, deprisa, con la cabeza gacha y sin
molestarse en cerrar la puerta tras de sí.
La joven se llevó una mano a la mejilla. ¿Qué demonios había hecho
mal para que huyera así de ella?
Capítulo 12
Grace contó con los dedos las rayas pequeñas dibujadas en sus notas.
Cinco, diez, quince… Frunció el ceño. Aquello no podía estar bien. ¿Había
llegado allí el doce de febrero o el trece? Miró a Mary, que estaba ocupada
estirando las sábanas de su cama.
—¿Llegué aquí el doce o el trece?
Mary la miró con la sábana blanca en la mano.
—Yo le preguntaría a Nash. Soy terrible para las fechas.
Grace hizo una mueca. No era que no quisiera verlo, pero no quería
preguntárselo a él porque, si lo hacía, él le preguntaría por qué quería
saberlo, y ella tendría que explicárselo.
Se aburría mortalmente.
Según sus cálculos, todavía le quedaban veinte días allí. Veinte días
interminables. ¡Si al menos él tuviese un calendario por allí! Perder la
cuenta de los días a medida que uno se fundía con el otro, la estaba
volviendo loca.
—¿Es martes? —preguntó.
—Sí —repuso Mary, ligeramente sin aliento. Colocó la sábana en la
cama y gruñó con esfuerzo cuando remetió las esquinas. Grace se levantó y
la ayudó con el otro lado.
—Veinte días, pues —murmuró para sí. Después podría irse, ser
independiente y… y…—. ¡Oh!
—¿Qué ocurre? —preguntó Mary.
Grace negó con la cabeza.
—Nada en absoluto. ¿Necesita más ayuda? Puedo ayudar a hacer la
cama de Nash. —Arrugó la nariz—. Si no es una intromisión.
—Dudo de que a Nash le importe, pero ya la he hecho.
—¿Y puedo ayudarla con la comida? ¿O a limpiar el polvo, quizá?
Puedo cortar algo. —Hizo gestos de cortar verdura con las manos.
Mary se echó a reír.
—Me temo que ya lo he preparado todo para la cena, pero puede
ayudarme mañana. ¿Tiene mucha experiencia cocinando?
—Pues no —confesó Grace.
Pero debería conseguir alguna experiencia, aunque pudiese permitirse
pagar una cocinera cuando cobrara su herencia. Siempre había pensado que
tenía unos conocimientos bastante variados, pero después del tiempo
pasado allí, se daba cuenta de que eran más de índole intelectual que
pragmática. Resultaría agradable saber que podía hacer algunas cosas por sí
misma. Quizá así no se sentiría tan vulnerable.
—Yo puedo ayudarla con eso, pero temo que tendrá que esperar.
Cuando termine aquí, tengo que volver a casa. Mis hermanos seguro que se
pelean por las tareas si no estoy allí para impedírselo.
—¿Le gusta trabajar aquí? ¿Y en la granja? —preguntó Grace.
Mary ladeó la cabeza.
—¿Por qué? ¿Busca un empleo?
Grace sabía que era ridículo que una mujer como ella pensase siquiera
en el trabajo físico. Y no lo pensaba, no en serio. Pero en cierto sentido,
envidiaba a Mary. Iba y venía como le apetecía y siempre parecía
satisfecha.
—Era solo curiosidad.
—Me gusta cocinar. Limpiar, no tanto. Pero Nash me paga bien y me
deja cierta independencia. En cuanto a la granja, es un trabajo duro, pero es
nuestra y un día será de nuestros hijos.
—Comprendo. Tener independencia debe de ser agradable.
Mary sonrió.
—Usted la tendrá pronto.
Pero ¿qué haría con ella?
—Si se aburre, ¿por qué no le pregunta a Nash si puede ir a dar un
paseo?
—No estoy segura de que me lo permita —contestó Grace, sabiendo
que era una excusa.
¿Y si la veía alguien? ¿Y si los hombres de su tío habían descubierto
dónde estaba y la capturaban para devolverla a su casa?
—No es un ogro. —Mary le hizo un gesto tranquilizador—. Vaya a
preguntarle.
Grace salió del dormitorio. No pensaba ni por un momento que Nash
fuera un ogro. Siempre parecía bastante alegre. El hecho de que hubiese
pasado tiempo peleando seguía sorprendiéndola. Había pensado anotar eso,
pero a esas alturas, sus notas eran tan raras y confusas que ya no conseguía
entenderlas.
Nash seguía siendo un gran misterio para ella.
Lo encontró fuera, tirando de unas enredaderas que subían por una de
las ventanas frontales hasta una habitación que él tenía cerrada. Ella se puso
de puntillas para asomarse, pero solo vio algunos muebles cubiertos con
sábanas.
—¿Qué hace? —preguntó.
Él dejó de tirar de la enredadera y se frotó las manos en los pantalones.
—He pensado hacer algo útil. Estas enredaderas empiezan a tragarse la
casa.
Su expresión levemente vergonzosa hizo que ella notase algo líquido
en sus entrañas, seguido de una sensación cálida y extraña que le debilitaba
las extremidades. Miró las manos enguantadas de él, donde se cerraban con
firmeza en torno a la enredadera, y siguió después la línea de los brazos
hasta las mangas arremangadas de la camisa.
Los brazos eran solo… brazos, pero en Nash parecían algo totalmente
distinto. Estaban ligeramente bronceados, probablemente de montar a
caballo, y cubiertos de pelo fino y oscuro. Seguramente suave al tacto.
—¿Quería algo? —preguntó él.
Ella subió la vista hasta su rostro.
—Ah, solo… hmm… buscaba algo que hacer.
—Puede ayudar aquí si quiere. Aunque tendría que cambiarse.
Ella miró su vestido sencillo de muselina.
—El otro día, cuando quería recoger mis cosas, me di cuenta de que no
había traído nada conmigo. Solo tengo este vestido y el que me dio Mary, y
creo que este es el menos elegante.
—Se ensuciará —le advirtió él.
—No importa.
—En ese caso, agarre esto. —Él le paso la enredadera—. Y yo tiraré
desde detrás de usted.
Grace asintió. Se lamió los labios secos y captó su imagen en el cristal
sucio de la ventana. Lo vio a él detrás, mucho más alto y con el cuerpo
alineado con el de ella. La imagen hizo que sintiera un nudo en el estómago
y entonces olió la colonia, fresca y especiada de él, y le cosquilleó la piel.
¡Estaba tan cerca! Solo tenía que retroceder un poco y estaría en sus brazos.
¡Qué pensamiento tan delicioso le pareció aquel!
***
Nash tendría que haberse negado. Decir que no. Pedirle que se largse. Nein.
No. Nyet.
Habría sido bastante fácil. Pero no, tenía que pedirle que ayudara y
colocarse en una posición en la que le resultaba muy difícil controlar su
cuerpo.
Miró la parte superior de la cabeza de ella. Se dijo que la parte superior
de una cabeza no tenía nada de excitante. De hecho, Grace se esforzaba
porque la suya resultase especialmente aburrida. No la había visto ni una
sola vez con un peinado elaborado ni con rizos rozando con gracia su piel.
Su cabello, moreno y brillante, iba recogido atrás en un moño sencillo y
dividido en el centro, mostrando una línea pálida de cuero cabelludo.
Especialmente aburrido, sí.
Sin embargo, estar tan cerca de ella resultaba de todos menos aburrido
y, por mucho que se repitiera lo poco excitante que era su cabello, su cuerpo
no quería escuchar.
Inhaló hondo y agarró la enredadera con las manos cubiertas de
guantes. Se le había ocurrido que el trabajo físico podía disminuir su deseo,
pero después de una hora de tirar de enredaderas y arrancarlas, su deseo
seguía siendo igual de intenso.
Y ya no podía negarlo. ¡Qué demonios!, unas noches atrás había
estado a punto de besarla. Y ella estaba preparada, con los ojos cerrados y
los labios apretados. ¡Habría sido tan condenadamente fácil tomar lo que
quería!
—Agárrela fuerte —ordenó, gimiendo interiormente por la imagen que
provocaron esas palabras—. Y al principio dé un tirón flojo.
¡Santo cielo! ¿Qué demonios le ocurría?
Cerró la boca y tiraron juntos de la enredadera. La testaruda planta se
negaba a ceder, así que él la soltó y usó la navaja para cortar algunas de las
bifurcaciones más pequeñas que se aferraban obstinadamente a la ventana.
—Esto es más difícil de lo que pensaba —comentó ella.
Nash la miró fijamente.
—¿Qué pasa? —preguntó Grace.
Él negó con la cabeza y volvió a asumir su posición detrás de ella.
Aquella mujer no tenía ni idea de lo que le hacía. Primero, casi había roto la
promesa que había hecho a los otros de que nunca, nunca tocaría a ninguna
de las mujeres bajo su protección, y luego había empezado a hacer trabajo
físico en un raro intento por impresionarla. La verdad era que todavía le
molestaban las palabras de ella, la idea de que se dedicaba a no hacer nada
y fingir ser un señorito rural.
Por supuesto, le molestaban todavía porque tenían mucho de verdad.
Hacía todo lo que podía por aquellas mujeres y le enorgullecía ayudarlas,
pero su papel de protector nunca había exigido que hiciese mucho. Desde
luego, nunca tenía que preocuparse de que lo persiguiesen tíos horribles o
prometidos violentos.
No podía evitar preguntarse si no habría tenido razón también su
padre. Si no lo hubiese repudiado, quizás no habría cambiado nunca y
habría seguido llevando una vida disipada.
Apretó los dientes y tiró con fuerza de la enredadera. Esta cedió
demasiado deprisa y Grace se tambaleó hacia atrás con un grito. El aire
abandonó los pulmones de Nash cuando su espalda golpeó el suelo y un
codo afilado aterrizó en su barriga.
Ella se dio la vuelta y quedó con el rostro a pocos centímetros del
suyo.
—Lo siento mucho. —Se apartó un mechón de pelo de la cara—. Lo
siento muchísimo.
—Ha sido culpa mía. He tirado demasiado fuerte.
—Yo tenía que haber clavado mejor los pies. Por supuesto que usted
tenía que tirar fuerte. Tiene más fuerza que yo.
Lo dijo con tal naturalizad, que él ni siquiera consiguió sentirse
halagado por sus palabras. Aunque en ese momento no necesitaba palabras.
Estaba demasiado concentrado en el hecho de que el cuerpo esbelto de ella
estaba encima del suyo, alineado perfectamente, con una rodilla entre las
piernas de él y la otra montando su cadera. A juzgar por la expresión de ella,
él sabía que tenía poca idea de la posición en la que se había colocado.
Grace se incorporó con una mano en el pecho de él.
—¿Se encuentra bien? ¿Le he hecho daño?
—Estoy bien —contestó él con un gruñido.
Intentó concentrarse en un trozo de cielo blanco detrás de ella y, desde
luego, no en la línea de su cintura ni en el arco de su cuello ni, demonios, ni
siquiera en sus dedos y en cómo estaban extendidos en el torso de él.
—No era mi intención hacerle daño.
—No me lo ha hecho —insistió él entre dientes.
Pero algunas partes de él dolían y, si ella permanecía allí mucho más,
acabaría descubriéndolo. Pero, por alguna razón, el cuerpo de él se negaba a
moverse. Lo único que tenía que hacer era apartarla con gentileza. En vez
de eso, yacía allí como un inválido, intentando desesperadamente controlar
su pene.
—Parece un poco aturdido. —Ella le tocó la frente y luego llevó los
dedos a su sien y lo miró a los ojos—. Tiene las pupilas un poco dilatadas.
“Sí, porque usted está muy cerca, joder”, quería decir él. Porque le
dolía cada respiración. Porque nunca había tenido que esforzarse tanto por
mantener el control.
—Estoy bien —repitió.
Grace pasó la vista por su cuerpo.
—Puede quedarse un momento tumbado. Voy a buscar una compresa
fría o…
Él le agarró la mano que seguía en su cara.
—No.
—Pero puede estar herido y no saberlo. A lo mejor se ha golpeado en
una piedra o…
—No.
—Levante un poco la cabeza y deje que vea si está bien. —Ella se
inclinó hacia delante, lo que le permitió a él echar un vistazo entre la tela
gruesa de su pañoleta y el escote alto de su vestido.
Lanzó un gemido. ¡Cielo santo!
—¿Lo ve? Está herido.
Él le agarró ambos brazos y le subió un poco el tronco.
—No estoy herido, y usted tiene que apartarse inmediatamente.
—Déjeme al menos… —Ella intentó tomarle la nuca.
—¡Maldita sea, mujer! ¡Apártese de una vez!
Ella se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos.
—Lo siento. No pretendía hacerle daño.
—No estoy herido, maldita sea. —Él apretó los dientes e inhaló
superficialmente por la nariz—. Pero tiene que quitarse de encima
inmediatamente, Grace.
—Pero…
—Inmediatamente —insistió él.
—¡Oh! —Ella tragó saliva y sus ojos se abrieron todavía más. Bajó la
vista entre ellos—. ¡Oh! —repitió.
Se apartó entre murmullos de faldas y susurró disculpas con las
mejillas sonrojadas.
Nash se tapó la cara con el brazo, incapaz de verla alejarse. Miró el
punto en el que su excitación tensaba los pantalones. Al menos ya no
tendría que preocuparse de mantener las distancias. La había aterrorizado de
tal modo, que ella probablemente pasaría el resto de su estancia allí
escondida en su habitación.
Capítulo 13
Grace apartó a un lado el montón de papeles. Era inútil. Por mucho que
escribiera o pensara en el asunto, no conseguía entender a Nash.
O, más concretamente, no podía comprender su, ah, situación en el
tema de la excitación.
Cada vez que cerraba los ojos por la noche, recordaba su cuerpo
apretado contra el de ella. Solo con verlo, la había embargado una oleada de
sensaciones ardientes, hasta que le había resultado difícil respirar y le había
quemado cada parte del cuerpo. Y especialmente, el punto en el que se
habían conectado sus cuerpos.
“Solo fue algo biológico, ¿recuerdas?”.
Bueno, sí, su cuerpo lo recordaba, y daba igual cuántas veces se dijese
que ella era una hembra sana y él un varón sano y que era natural que la
naturaleza los convenciera de que debían procrear.
No podía olvidar ese momento.
Sospechaba que Nash tampoco lo había olvidado, lo cual era extraño.
Un hombre como él seguro que había experimentado eso muchas veces y
había hecho el amor a muchas mujeres. Grace no sabía por qué lo
avergonzaba un momento de excitación. No parecía el tipo de hombre que
se avergonzase por eso. Pero, por otra parte, como ella había concluido ya,
no conseguía entenderlo.
Ni tampoco a sí misma, al parecer, porque en ese mismo momento, una
punzada de algo afilado le pinchó el pecho como una aguja al imaginarlo
haciendo el amor con otras mujeres.
Miró en su dirección e intentó apartar de su mente la imagen de él
cuidando de otra mujer como cuidaba de ella esos días. ¿Por qué le
importaba que hubiese acompañado a otras? Que hubiese hecho algo tan
sencillo como sentarse en la sala de estar, en lados opuestos de la estancia,
mientras él leía el periódico a la luz de las velas y ella fingía estar atareada
en sus notas en la mesa pequeña situada al lado de la ventana.
No importaba. Ni lógicamente ni por ninguna otra razón. No
importaba lo más mínimo.
En ese caso, no necesitaba preguntar por ellas.
Decididamente, no.
—¿Nash?
¡Maldición! ¿Qué demonios le ocurría?
Él bajó la esquina del periódico para mirarla.
—¿Grace?
Bueno, ya que había empezado, ¿por qué no hacer las preguntas?
Quizá eso la ayudaría a entender por qué sentía aquello. Lo dudaba, pero
siempre quedaba esa esperanza.
Se giró en la silla para mirarlo de frente.
—¿Ha, ejem, cuidado así de muchas mujeres? Es decir, con secuestros,
no de ningún otro modo, ya me entiende, pero así… como lo que hacemos
ahora… —Juntó las manos en el regazo y bajó la vista. Aquel no era modo
de conducir una investigación, de eso estaba segura.
—Sí, ha habido varias.
—¡Oh!
Grace ya lo sabía, así que, ¿por qué narices se sentía decepcionada?
—¿Eran… hermosas?
¡Ay, Dios! Esa no era la pregunta que quería hacer. El aspecto no tenía
nada que ver allí. Ella no daba mucha importancia a eso. O, al menos, no se
la había dado hasta que conoció a Nash. Tenía que admitir que lo
encontraba extremadamente atractivo, pero sospechaba que además no
ayudaba que le gustara bastante el hombre en sí. Parecía andar por la vida
sin tener nada en cuenta y ella admiraba su osadía. No recordaba ni una sola
vez en la que ella no hubiese pensado detenidamente hasta las decisiones
más sencillas.
Él enarcó las cejas.
—Algunas sí.
—¿Por qué vinieron aquí?
Nash dobló el periódico y lo dejó en el sofá.
—No creo que deba hablar de sus problemas con usted.
—No, claro que no.
Grace se encogió por dentro. Naturalmente que no podía hacerlo y,
aunque él pudiese dar la impresión de que obraba a la ligera, ella sabía que
no comprometería su honor. El hecho de que la hubiese apartado cuando se
había excitado había dejado aquello claro. Un hombre como Nash podía
tener cualquier mujer que quisiera. Habría sido muy fácil para él seducirla.
Muy fácil.
Resistió el deseo de cubrirse las mejillas con las manos. ¡Cielo santo!
Aquello era más que un simple deseo biológico. Sentía muy, muy hondo
aquella necesidad de tocarlo, de saborear y sentir su cuerpo contra el de
ella. De explorar su virilidad única y de estudiarlo mucho más de cerca.
—Todas necesitaban ayuda, eso es lo único que puedo decir. Algunas
necesitaban escapar para empezar una nueva vida, otras estaban en
situaciones ligeramente parecidas a la suya.
Grace forzó una sonrisa y apartó los fantasmas de mujeres hermosas
paseando por la sala de estar con andares elegantes. No era dada a las
comparaciones, pero no podía evitar que la invadiera el sentimiento
estúpido que eran los celos. Si aquello fuese un mero deseo biológico de
reproducirse, no tendría por qué sentir esas cosas, ¿verdad?
—Estoy segura de que se sienten muy agradecidas por su ayuda —dijo
con voz tensa.
—Me alegró mucho ayudarlas.
—Y que le pagaran.
¿Por qué había sentido la necesidad de decir eso? Quizá porque podía
poner distancia entre ellos si se recordaba que, cuando obtuviera su
herencia, debería una buena suma a esos secuestradores.
Él soltó una risita.
—Eso tampoco hace daño. —Señaló el techo—. Por si no se ha dado
cuenta, esta casa necesita fondos.
Grace alzó la vista a la mancha de humedad que había en un rincón.
—¿Cómo ha llegado esta casa a este estado? —preguntó.
—Es bastante sencillo. Carezco de dinero y mantenerla cuesta mucho.
—Pero usted viene de familia rica, ¿no? Después de todo, es el
heredero de un título.
—Grace, usted es una mujer inteligente. Sabe que no toda la nobleza
posee una fortuna acorde con sus títulos.
—Sí, supongo que lo sé. —Sin embargo, las respuestas seguían
explicando muy poco sobre él—. Pero ¿cómo llegó a no tener dinero? ¿Y
dónde está su familia? Su padre no puede estar muerto si usted no ha
heredado.
Él volvió a cambiar de postura y apretó la mandíbula.
—Mi padre está vivo y lo demás es una larga historia. —Sonrió al
instante—. Hablemos de cosas más agradables. Como su fortuna, por
ejemplo. ¡Qué bendición será para usted heredarla!
***
A Nash no le pasó desapercibida la expresión de decepción de ella. Sin
embargo, lo último que quería era saciar su curiosidad sobre él. Cuanto
menos supiese, mejor. Y, además, por primera vez en su vida, se sentía
bastante avergonzado de sus indiscreciones pasadas. ¿Cómo iba a explicar
que su falta de fortuna y el deterioro de esa casa eran culpa suya? ¿Culpa de
su avaricia? Precisamente lo que más odiaba ella en su tío.
Siempre había creído que su padre era el culpable de su situación
actual, pero en ese momento en que pensaba explicárselo a otra persona,
una persona tan buena y tan inteligente como Grace, esa noción empezaba a
resultarle ridícula.
Nadie le había puesto las cartas en la mano. Nadie lo había obligado a
apostar un dinero que no tenía.
Respiró hondo. Aun así, eso no implicaba que su padre tuviese que
repudiarlo de aquel modo e incumplir su promesa de arreglar Guildham
House. Nash adoraba esa casa y había soñado durante años con devolverle
su gloria pasada. Y su padre había hecho que perdiera esa oportunidad. Eso
no podía perdonarlo.
—¿Qué hará cuando esté libre de su tío? —preguntó. Era mucho mejor
pensar en el futuro de ella. Un futuro sin él. Así quizá pudiese controlar sus
condenados deseos. Ya no faltaba mucho para que tuviese que devolverla a
su casa, mayor de edad y completamente independiente.
Y lejos de él.
—Sabe que espero irme a vivir con mi tía.
—Pero ¿qué más?
Ella abrió la boca, la cerró y frunció el ceño.
—Debe de tener otras ambiciones. O quizá haya alguien que le
interese —se obligó él a preguntar, sabiendo que, si la respuesta era
positiva, resultaría más doloroso de lo que estaba dispuesto a admitir.
—¿Interesarme?
—¿Algún otro aparte de ese bastardo de Worthington?
—¡Oh! —Ella negó vigorosamente con la cabeza—. He tenido poco
que ver con la sociedad y, dudo mucho de que, aunque así no fuese, yo
pudiera atraer la atención de nadie. —Se encogió de hombros—. Además,
no tengo interés en encontrar esposo.
—Su herencia puede cambiar eso.
—Lo dudo.
Nash colocó una mano en el brazo del sofá. Eso lo ayudó a no
levantarse, acercarse a ella y sacudirla con fuerza. No podía culpar a los
hombres de la buena sociedad por no haberse fijado en aquella belleza
porque había estado escondida, pero, cuando se supiese que era una
heredera con una fortuna razonable a su nombre, sí se fijarían. Y si eran
listos, verían que no solo se llevaban una esposa rica, sino también
inteligente y bella.
Frunció el ceño. Inteligente sí, y quizá en muchos sentidos, pero
completamente ignorante de lo seductora que resultaba. Incluso después de
lo del día de la enredadera, seguía parpadeando y frunciendo la frente,
como si le costase imaginar por qué tenerla encima de él le había provocado
una erección de la que le había costado dos baños de agua fría librarse.
—¿O sea que su tía y usted vivirán en algún lugar campestre? —
preguntó—. ¿Y qué harán con sus vidas?
Ella parpadeó unas cuantas veces. ¡Dios bendito! ¿Por qué lo alteraba
tanto su modo de parpadear? Quería entrar en su mente y espantar los
pensamientos que la invadían. Sin duda había muchos. Si prestaba atención,
casi podía ver girar el engranaje de su mente como el de un reloj.
Sospechaba que aquella mujer nunca hacía nada espontáneo, nada sin
pensarlo antes mucho.
—Supongo que puedo buscar otro gato…
—¿Eso es todo? ¿Su gran plan es conseguir otro gato?
Grace se cruzó de brazos.
— La verdad es que no he pensado mucho más allá de evitar casarme
con un asesino y alejarme de mi tío.
—Bueno, al menos sea ambiciosa. ¿Por qué no cinco gatos?
—Puede que haga eso.
—Y una cabra.
—Eso también.
—Y puede tener un pavo real, si lo desea.
Ella alzó la barbilla.
—Le aseguro que yo podría proporcionarle una casa excelente.
Sí, sin duda ella podría ofrecerles a todos un hogar amoroso, en el que
escribiría sobre ellos, los estudiaría, analizaría su naturaleza interior y los
mimaría perfectamente.
¡Dios santo!, estaba celoso de un pavo real, una cabra y un grupo de
gatos ficticios.
—Parece un plan excelente —musitó.
Ella resopló y descruzó los brazos.
—No puedo evitar ser aburrida, Nash. Siento no tener una mansión
deteriorada y un pasado misterioso. —Levantó las manos—. Yo soy así.
Tengo poca ambición y me gustan los animales. Ya está, soy aburrida.
Nash se levantó sin pensar lo que hacía. Se acercó a ella, la agarró por
los codos y la alzó hasta que quedó frente a él. Ella separó los labios y abrió
mucho los ojos.
—¿Se puede saber qué…?
—No vuelva a decir eso —dijo él con firmeza.
—Pero…
—Usted no es nada, nada aburrida.
Le puso una mano en la parte trasera del cuello y la besó. Con fuerza.
Fueron solo dos segundos. Dos segundos con los labios de ella debajo de
los suyos. Dos segundos para romper todas las promesas silenciosas que se
había hecho a sí mismo, a Grace y todas las promesas en voz alta que le
había hecho a Guy.
Ella sabía tan condenadamente bien, que no podía lamentarlo.
Después de lanzar un gritito de sorpresa, ella se apoyó en él, y Nash le
pasó un brazo por la cintura para acercarla más. Ella le clavó los dedos en
los antebrazos mientras él exploraba sus labios con cuidado, brevemente,
solo el tiempo suficiente para lograr entrar en ellos.
Grace emitió otro sonido, que resonó en lo más profundo de él e hizo
que se pusiese más duro que una estatua de piedra. El cuerpo de ella se
suavizó más aún, y él la abrazó con fuerza y profundizó en el beso
deslizando su lengua en la boca de ella con un gemido.
Era inútil. Estaba perdido ante ella.
***
Aunque Grace hubiese tenido sus notas a mano, estaba segura de que no
habría podido describir el beso con palabras.
Cálido, quizá. Suave. Pero no blando.
Fuerte, firme, exigente.
Pero sus labios eran suaves.
Era una combinación de opuestos muy extraña.
Al fin se decidió por delicioso.
Sí, eso sonaba bien. Delicioso lo definía de muchos modos y no
resultaba demasiado específico. Los brazos de él envolviéndola eran una
sensación deliciosa. Él sabía delicioso. Y la sensación en su interior también
se podía calificar así. Absoluta, completamente deliciosa.
Nunca la habían besado, a no ser que contara la vez en que Robert
Fletcher le dio un beso viscoso en la mejilla cuando su padre vivía todavía,
pero tenía la fuerte sospecha de que no muchos hombres podían besar así,
de un modo tan… tan… delicioso.
Nash aflojó la mano en la nuca de ella y después también la de la
cintura. Cuando retrocedió e interrumpió el beso, ella no pudo reprimir un
suspiro de satisfacción.
—Vaya, eso ha sido agradable —musitó con suavidad.
—¿Agradable? —repitió él, con voz ligeramente estrangulada.
—Claro que sí —asintió ella—. Besa muy bien.
Nash la miró fijamente, como si pensara que acababan de salirle
cuernos o que se había convertido en Claude.
—No creo que sea la primera mujer que le dice eso.
—No. —Él se pasó una mano por la cara—. Es decir… —Retrocedió
unos pasos—. Grace, yo…
Tenía las mangas de la camisa arrugadas, porque ella las había aferrado
con fuerza. Verlas hizo que quisiese volver agarrarlas y atraerlo hacia sí.
¿Cuántas veces reviviría ese beso en el futuro? Y sí volvían a hacerlo,
¿sería distinto? ¿Cómo era un beso más gentil? ¿Cómo era besarse
tumbados? Lo había visto ilustrado en libros, que ciertamente ella no
debería haber leído, pero si alguien quería comprender plenamente a los
humanos o a los animales, tenía que entender la mecánica básica de la
procreación. Al menos, eso era lo que ella pensaba.
—Basta —dijo él con brusquedad.
—¿Basta qué?
—De pensar.
—¿De pensar? ¿Qué quiere decir’
—Lo veo. —Él hizo un movimiento de giro con un dedo—. Veo
funcionar su cerebro detrás de esos ojos grandes. Eso puede volver loco a
un hombre.
Ella frunció el ceño.
—¿Pensar puede volver loco a un hombre?
—Sí. No. —Él espiró con fuerza—. Es el contenido de sus
pensamientos —explicó.
—¿Cómo puede saber el contenido de mis pensamientos?
—Sus ojos se agrandan y parpadea mucho. Normalmente eso significa
que tiene pensamientos complejos, que jamás debería decir en voz alta.
—¡Dios mío!
¿Tan evidente resultaba? Aquello era un poco desconcertante. Él no
podía saber que estaba pensando lo que sentiría si lo tocaba más, ¿verdad?
Si deslizaba una mano dentro de su camisa y sentía el calor de su…
—¡Basta, maldita sea!
—¡Dios mío! —murmuró ella de nuevo.
—Y que lo diga.
—Vaya, siento haberlo avergonzado.
Él saltó una risita.
—Grace, no estoy nada avergonzado, pero usted debe dejar de pensar.
Movió la cabeza con desmayo y ella se dio cuenta de que su mente se
había disparado y había bajado la vista por el cuerpo de él. Alzó los ojos
hasta los de él y entrelazó los dedos recatadamente.
—Estoy aquí para cuidar de usted, nada más. Y desde luego, no he
debido besarla.
—Pero si he dicho que ha sido…
—Agradable. Lo sé.
Nash pronunció la palabra como si ella hubiese dicho algo horrible
como… como “zurullo”.
—Independientemente de que haya estado bien, no he debido hacerlo.
—No ha habido daños —insistió ella—. No estoy escandalizada ni
alterada. Y no se lo diré a nadie.
—Pero ya lo sabré. —Él se presionó el pecho con un dedo—. Yo soy
muchas cosas, Grace, pero no rompo promesas, y juré que no la tocaría.
—¿A quién se lo juró?
—A los otros. Al Club Secuestros.
Grace sintió un nudo en la garganta y tragó saliva.
—¿Tiene… tiene la costumbre de, ah, tocar a las otras mujeres?
—Por supuesto que no.
Si ella hubiese tenido una silla al lado, se habría dejado caer en ella
aliviada. Ridículo, sí.
Nash sin duda había besado y hecho el amor a muchas mujeres en el
pasado, pero ella odiaba imaginarlo besando a las otras mujeres que habían
estado en su lugar.
—Y entonces, ¿por qué tuvo necesidad de hacer ese juramento?
Él apretó los labios.
—Tengo cierta fama de libertino, Grace. Me sorprende que todavía no
lo haya adivinado.
—Entiendo que se le pueda considerar así, pero no ha hecho nada que
me haga pensar que pudiese aprovecharse de una mujer. De hecho, ha sido
usted muy amable y caballeroso.
Él hizo una mueca.
—Si cree que sus pensamientos son libidinosos, los míos la dejarían de
piedra.
—¡Oh!
—Y yo jamás me aprovecharía de una mujer. Nunca. Pero en esta
situación, sería muy fácil que se enamorase de mí.
—¿Enamorarme de usted?
—Soy su protector, su hombro en el que llorar. El hombre que la salva
de su horrible destino.
Ella lo miró.
—Yo le pago para que me rescate, así que no estoy segura de que eso
se considere salvar.
—Lo que intento decir es que no puedo volver a besarla. No volveré a
besarla.
—Pues me parece una lástima, francamente. Creo que se nos da
bastante bien.
Capítulo 14
***
—Eso suena fantástico. Pero ¿por qué a nadie más le importa esta casa?
Él apretó los dientes y Grace casi lamentó la pregunta. En la cara de él
leía amor y admiración siempre que hablaba de la mansión. Y ella no podía
por menos que preguntarse por qué su padre, dondequiera que estuviese, no
se involucraba en la reparación de una casa que debía valer una fortuna.
—Por alguna razón, soy el único de mi familia que sienta interés por
ella. Supongo que es porque yo pasaba mucho tiempo aquí cuando mis
padres viajaban.
Grace asintió y se asomó por el corredor oscuro. Oyó el silbido del
viento y se detuvo.
—Quizás no sea tan buena idea. Puede haber ratas.
—Creía que le gustaban los animales.
—Las ratas son roedores. Y ha dicho que los suelos están podridos. ¿Y
si nos caemos por un agujero?
—He dicho el suelo. La parte de debajo sigue en muy buen estado.
—¿Cuándo fue la última vez que entró ahí?
—Hace unos meses —respondió él con ligereza.
—O sea que ahora podría haber agujeros.
—No se deterioraría tan rápidamente. —Él movió la cabeza con una
sonrisa—. Venga, ¿no se fía de mi protección?
Ella apretó los labios y miró las sombras oscurecidas del rostro de él,
donde solo consiguió ver una expresión divertida.
—No tiene nada de malo ser cautelosos, ¿sabe?
—Claro que no. Siempre que eso no le impida disfrutar de la vida al
máximo.
—¿Usted nunca es precavido, Nash?
Él tardó un segundo en contestar.
—Probablemente no.
—Pues debería probar a veces.
—Y usted debería probar a veces ser más osada. —Él le tiró de la
mano—. Venga, valdrá la pena, lo prometo.
—Muy bien. —Ella se dejó guiar por la escalera en sombras—.
Aunque me gustaría señalar que para usted es muy fácil hablar de correr
riesgos.
Él la ayudó a bajar los últimos escalones. Un pequeño resquicio de luz
escapaba de una puerta que había delante de ellos y los guiaba hacia allí.
—¿Y eso por qué? —preguntó él.
—Pues porque usted es un hombre, es fuerte y de buena familia,
supongo. Puede permitirse ser atrevido.
Él se detuvo delante de la puerta.
—Asumo que tiene razón. —Giró el pomo, empujó la pueta y ella
parpadeó por efecto de la luz repentina.
Todos los pensamientos sobre cautela o atrevimiento la abandonaron
en cuanto se asomó a la habitación. Ante ella se extendía un gran salón de
baile. Aunque las contraventanas ocultaban todos los ventanales, una
enorme cúpula de cristal, que imitaba la que había en el vestíbulo de la
entrada, dejaba entrar hermosas franjas de luz de colores. Ella se soltó de la
mano de Nash y se adelantó, con sus zapatos resonando en el suelo de
mármol, hasta que llegó al centro de la estancia, justo debajo de la cúpula.
Alargó el cuello para ver los dibujos de la vidriera de cristal.
—Esto es precioso.
Él se reunió con ella en el centro de la estancia.
—Sí que lo es.
Grace bajó la vista y vio que él la observaba fijamente. Sintió un nudo
en la garganta y se esforzó por seguir respirando.
Nash apartó la vista rápidamente y señaló a su alrededor.
—No vi muchos bailes de niño, pero mi abuelo pasaba la mayor parte
del tiempo en el campo y él sí los organizaba aquí.
—Parece una gran lástima no utilizar este espacio.
—Espero poder utilizarlo algún día.
Grace bajó la vista a sus zapatos, que sobresalían del dobladillo del
vestido. No quería imaginar a Nash bailando allí con alguna mujer elegante
en sus brazos. Una mujer que probablemente sería su esposa. Después de
todo, los nobles tenían que casarse en algún momento.
Se apartó de él en un esfuerzo por huir de los celos estúpidos que la
invadían. No tenía ningún derecho sobre aquel hombre y si alguien le
hubiese preguntado unas semanas atrás si alguna vez había sentido celos,
habría dicho que eran una pérdida de tiempo.
Y seguían siéndolo. Por deteriorado y viejo que fuese aquel edificio,
era un recordatorio de las diferencias entre ellos. Él era osado y ella
cautelosa. Ella procedía de una vida sencilla y él no. Él sería un lord algún
día y ella estaría con su tía en alguna parte, probablemente llevando la vida
de una solterona.
Dio una vuelta por la estancia y se detuvo delante de un retrato de
familia. La ropa parecía relativamente moderna, así que asumió que el
cuadro no era viejo.
—¿Quiénes son estos? —preguntó.
Nash le tomó la mano y la apartó de allí.
—Nadie en concreto.
—Ella se negó a moverse y estudió el cuadro. Unos padres y tres hijos.
La más mayor, chica, un niño que no podía tener más de dos años y una
bebé en brazos de su madre. Ella se inclinó a mirarlo más de cerca.
—¿El niño es usted?
—Sí, era muy guapo, ¿verdad? Ahora vamos a ver…
—¿Y estos son sus padres y sus hermanas?
—Sí, sí —dijo él con impaciencia.
—No sabía que tenía hermanas.
—No ha surgido el tema. —Él intentó de nuevo apartarla—. ¿Por qué
no…?
—¿Por qué no ha mencionado nunca una cosa así?
Él respiró hondo.
—Porque no tiene importancia, Grace. No los veo y no hay nada más
que decir.
—¿No ve a su familia? ¿A ninguno de ellos?
—No —respondió él, cortante—. Ni a mi padre ni a mi madre ni a mis
hermanas.
—¡Oh! —Ella ladeó la cabeza—. Pero ¿por qué?
Él dejó caer la mano.
—Porque no les gusto mucho a ninguno, por eso. ¿Podemos continuar
ya?
Grace deseaba preguntar mucho más, pero la postura tensa de él y su
mandíbula rígida se lo impedían. Por alguna razón, Nash no quería hablarle
de su familia. ¿Qué secreto ocultaba?
Capítulo 15
***
Aquel fue un beso diferente. Más tierno, suave, exploratorio. El viento de la
ventana rota rozaba la piel de Grace, proporcionando un alivio bienvenido
al calor que hervía en su interior. Nash la saboreaba como si ella fuese algo
exquisito. Eso hizo que le diera vueltas la cabeza y dejase de pensar en su
tío y en todo lo relacionado con él. En su mente solo había cabida para
Nash.
Para los brazos de él alrededor de su cuerpo. Su pecho firme bajo los
dedos de ella. Su lengua buscando la de ella.
Posó los dedos en la piel cálida del cuello de él y a continuación fue
bajándolos por el vello que cubría su pecho. Empezaron a embargarla
sensaciones dulces, que se concentraban muy abajo. Detrás de los párpados
cerrados estaba inmersa en un mundo de deseo, un mundo en el que era
mucho más que una mujer pequeña, con frío y asustada por un poco de
viento.
En los brazos de Nash se sentía deseada, era poderosa. Cuando movía
los dedos, él se estremecía, y si ella ponía más fuerza en el beso, él gemía.
Pensar que tenía poder sobre aquel hombre atractivo y osado la dejaba
atónita, y quería más.
Se acercó más, apretando sus pechos en el torso de él. Los pezones le
dolían al contacto, pero, al mismo tiempo, proporcionaban cierto alivio. Él
volvió a gemir y llevó la mano al rostro de ella para retenerla cerca mientras
exploraba su boca. Su mano se deslizó hacia abajo, debajo del brazo de ella,
para tocar entre ellos. La palma cálida se instaló encima del pecho de ella,
que suspiró y se relajó en la postura.
Él acarició el pecho y ella echó atrás la cabeza. Él bajó los labios por
el cuello de ella, provocando temblores a lo largo de su columna. Ella
esperó, con los ojos cerrados y conteniendo el aliento, mientras él bajaba
los labios por su cuello y rozaba con ellos los pechos. El calor de su boca
sobre la tela que cubría los pezones le arrancó un respingo. Él los rozó con
los dientes y después succionó.
¡Virgen santa!, nada de lo leído en los libros había podido prepararla
para eso. Abrió los ojos para ver cómo la saboreaba a través de la tela,
primero un pecho y después el otro. Nunca había comprendido lo que
querían decir los libros ilustrando imágenes tan eróticas, pero en ese
momento lo supo.
Y jamás lo olvidaría.
Deslizó los dedos entre los rizos suaves del pelo moreno de él y volvió
a cerrar los ojos. no sabía lo que ocurriría a continuación, pero, por una vez
en su vida, no le importaba. Estaba dispuesta a seguir adelante con Nash,
sin lógica, sin pensamientos.
La puerta rechinó y la cama se hundió levemente. Unas patas pesadas
se abrieron paso hasta el regazo de ella y Nash se quedó inmóvil. Grace
abrió los ojos de mala gana y vio a Claude instalándose en su regazo, entre
ellos. El gato alzó la pata trasera con mucha elegancia y procedió a
limpiarse sus zonas bajas.
—Supongo que debo darte las gracias —murmuró Nash al gato. Se
enderezó y se apartó de ella.
—¿Darle las gracias?
—Un poco más y podría haber roto completamente mi juramento de
no tocarla. —Él se pasó una mano por el pelo.
—Yo creo que me ha tocado.
Nash hizo una mueca.
—Sí, pero ya no más, Grace. —La apuntó con un dedo—. De verdad
que no sé por qué es tan difícil resistirse a usted.
Grace quizás debería haberse sentido insultada. Después de todo, ¿por
qué se iba a sentir atraído por una mujer delgada y con tipo de chico como
ella? No obstante, si él no había tocado nunca a ninguna de las otras
mujeres, eso tenía que significar algo, ¿verdad?
—Estamos diseñados para querer procrear —dijo. Le dio una
palmadita en el brazo—. Es muy natural.
—No estoy seguro de que lo que siento por usted sea natural.
Ella frunció el ceño.
—¿Se puede saber qué significa eso?
—Significa… —Él movió la cabeza—. No importa. —Bajó de la cama
y le tendió la mano—. Vamos a instalarla en otra habitación. Al menos está
a más de dos puertas de la mía. Puede que la distancia ayude.
—¿Tan malo es querer besarme?
Él la miró.
—Grace, yo quiero hacer más que besarla, y sí, está muy mal. Usted es
inocente, ingenua.
Ella alzó la barbilla.
—No soy tan ingenua. Sé cómo funciona el sexo.
Él soltó una risita seca.
—Por supuesto que sí, pero eso no quiere decir que deba practicarlo. Y
menos con alguien como yo.
—¿Alguien como usted? —repitió ella.
—Alguien que ha jurado comportarse con usted como es debido.
Alguien que… bueno, no importa. Pero créame cuando le digo que su
primera vez no debería ser conmigo.
Ella tomó su mano y se dejó llevar a la otra habitación, con Claude
enganchado a su otro brazo. Mil argumentos le rondaban por la cabeza, pero
ninguno de ellos era mejor que el de: “Pero yo quiero que mi primera vez
sea con usted”.
Muy poco lógico.
Desde luego, no ganaría ningún debate con eso, especialmente porque
muy bien podía él estar en lo cierto. Tenía secretos y ella estaba segura de
que había sido un libertino en el pasado. Todos los indicadores estaban allí.
¿Por qué, si no, le harían jurar sus amigos que no la tocaría? Sí, él hacía lo
que era sensato.
Y por una vez en su vida, ella no deseaba en absoluto hacer lo más
sensato.
Nash encendió el fuego, comprobó que la ventana era segura y se
volvió hacia donde estaba ella, con las manos en la cintura, muy consciente
de que sus pezones seguían duros y de que la imagen de él en ellos no
abandonaría su mente.
—Métase en la cama, Grace.
—No quiero hacerlo.
—¡Hágalo! —ordenó él con un suspiro.
Ella reprimió un suspiro propio, cruzó el dormitorio y se metió entre
las sábanas frías. Él echó un último vistazo antes de salir de la estancia.
—Sea buena chica y cierre la puerta con llave.
Ella abrió la boca para protestar.
—Lo digo en serio.
Capítulo 16
***
Grace se sobresaltó ante la caricia, pero él le puso una mano grande y
tranquilizadora en el estómago para sujetarla, antes de acercar vacilante la
lengua a los pliegues de ella.
Ella tembló con violencia cuando un relámpago de sensación rugió en
su interior y prendió fuego a su piel.
—¡Nash!
Se recuperó rápidamente del shock y se maravilló ante la sensación
dichosa que provocaba la boca de él en su sexo. Respondió a todas sus
caricias con un movimiento de sus caderas y con las manos en el pelo de él.
¿Quién iba a imaginar que la boca de un hombre allí pudiese hacer
tales cosas?
Cuando sintió que ya no podía más, Nash deslizó un dedo en su calor
resbaladizo y ella explotó con un grito.
Una letargia decadente cayó sobre ella y lo miró con párpados pesados
por el placer. Él volvió a subirse despacio sobre ella y cubrió su cuerpo con
el de él. Tuvo cuidado de no colocar su peso sobre ella, como si temiese
romperla, pero a Grace le gustó la sensación de su pene duro entre las
piernas y su pecho fuerte presionado contra su piel sensible.
Grace pasó las manos por los músculos de él, dibujando con los dedos
un sendero sobre cada uno de los músculos, mientras él le tomaba el rostro
entre las manos.
Su expresión era sombría.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Él tragó saliva.
—No quiero hacerte daño.
Grace sabía que debería estar nerviosa. Había leído lo suficiente para
entender que la primera vez podía ser doloroso, pero su curiosidad no le
permitía echarse atrás en ese momento, no después de lo que acababa de
ocurrir entre ellos.
Puso las manos en el trasero de él.
Nash se acomodó entre sus piernas, hundió la cabeza en el pelo de ella
y le besó el cuello. Echó el cuerpo hacia adelante con cuidado, mientras le
mordisqueaba y succionaba la oreja. Su pene caliente y endurecido rozó los
pliegues de ella.
Con una embestida apresurada, la penetró, llenándola por completo.
Ella gritó de dolor y sus ojos, que había cerrado para bloquear la
incomodidad, se llenaron de lágrimas.
El esperó. Se disculpó una y otra vez en susurros y le limpió las
lágrimas de las mejillas.
—¡Condenación! —murmuró.
Pero el dolor se disolvió y ella percibió un principio de calor, que
comenzó a esparcirse desde lo profundo del estómago.
Él la besó con fiereza en los labios.
Empujó lentamente y Grace respondió intuitivamente al ligero
movimiento alzando las caderas. Él inhaló con fuerza cuando el
movimiento lo introdujo más profundamente en ella.
—¡Caramba! —susurró ella. Aquello no se parecía a nada que hubiese
podido imaginar. Ninguna investigación habría podido prepararla para una
sensación así.
Cuando él retrocedió, ella lamentó la pérdida de presión, pero
inmediatamente se vio gratificada una vez más cuando Nash volvió a
embestir y a ella le cosquilleó todo el cuerpo.
Tiró de su cabeza hacia ella para que la besara y la lengua de él imitó
en su boca las embestidas de más abajo.
Grace solo podía gemir cada vez más. Se agarró con fuerza a los
hombros de él. Cualquier pensamiento de tomar notas, de lógica y
razonamiento había desaparecido. La presión siguió aumentando con él
moviéndose en su interior, hasta que finalmente le puso las manos debajo de
las nalgas y la levantó de tal modo, que la profundidad de su siguiente
embestida la llevó al clímax sin compasión.
Observó cómo se tensaba el rostro de él cuando se retiró de ella y se
entregó a su propio placer.
¡Caramba!
Capítulo 17
***
—No puedes llevarte al gato.
Grace apretó con fuerza el asa de la cesta.
—No pienso dejar a Claude aquí. Mary ha dicho que le has pedido que
no se acerque por la casa. ¿Quién va a cuidar de él?
Nash gimió.
—¿No puede comer ratones o algo así? Volveremos a buscarlo cuando
estés segura, lo prometo.
Ella lo miró. Al parecer hacerle el amor a un hombre no hacía qué te
comprendiese mejor que antes. ¿O se lo había hecho él a ella? No estaba
segura. Después de todo, ella había sido la que le había pedido que lo
hiciesen, pero Nash ciertamente había llevado la voz cantante.
Y menuda voz cantante la suya.
Movió la cabeza. ese no era momento de pensar en la noche anterior.
Lo más lógico era dejarla a un lado por el momento y preocuparse de ello
más adelante. La gente enviada por su tío a buscarla podía llegar en
cualquier momento, y si había más de un hombre, podrían estar en peligro.
Lo más extraño era que no conseguía tener miedo. Al menos, no
todavía. Quizá fuese por efecto de hacer el amor. Tal vez eso crease una
sensación rara, confusa y cálida que no se disipaba ni siquiera ante un gran
peligro. No era de extrañar que hombres y mujeres enamorados tomasen a
menudo decisiones desastrosas.
Pero ella no lo haría. Levantó la barbilla y se enfrentó a Nash. Aunque
le hubiese hecho sentir cosas que jamás habría imaginado, no había ninguna
posibilidad de que dejase allí a Claude solo mientras ellos huían.
Él suspiró.
—Muy bien. —Extendió la mano—. Dame la cesta.
Ella dudó un momento, y le pasó la cesta con el gato. Claude lanzó un
maullido de irritación por el encierro, pero no había otra opción.
Nash hizo una mueca.
—Espero que no se pase todo el viaje maullando. Tenemos que
movernos sin llamar la atención.
—Claude sabe moverse sin llamar la atención.
Nash enarcó las cejas y frunció un poco los labios.
—Desde luego. —Sacó su reloj de bolsillo del chaleco y lo abrió—.
Tenemos que movernos. —Volvió a guardar el reloj—. Si nos damos prisa,
podemos llegar a la posada justo después de atardecer.
—¿A dónde vamos exactamente?
—A una posada.
—Sí, pero ¿a dónde?
—Lejos de aquí.
—Creo que tengo derecho a saber a dónde.
—Muy bien. Al Royal Oak, en White Moss.
Grace arrugó la nariz.
—No conozco ningún White Moss.
—Exactamente. —Él le tendió la mano—. ¿Podemos ponernos en
marcha ya, por favor?
Ella le tomó la mano. Miró el contraste entre los guantes oscuros de él
y los de color azul claro suyos. ¡Qué extraño era que se hubiesen tocado
piel con piel hacía poco y, sin embargo, le diese un vuelco el estómago por
el simple hecho de tomarle la mano! ¡Qué rabia que tuviesen que huir y no
tuviera tiempo de escribir nada de la noche anterior ni de pensar
detenidamente en el acto de hacer el amor!
—Subiremos la colina y evitaremos el pueblo por completo —explicó
él cuando entraron en una senda bastante usada que discurría entre la
hierba.
—¿Cómo nos han encontrado?
—Que me condenen si lo sé. Solo Mary y un puñado de personas más
conocen nuestra presencia aquí. Siempre tengo cuidado de llegar sin que me
vean, y Russell también. La mayoría de la gente piensa que la casa está
abandonada.
—¿Nos habrá traicionado uno de los hermanos de Mary?
Él negó con la cabeza.
—No saben lo que hace ella. Además, son buena gente y Mary les
arrancaría la cabeza si lo hiciesen.
—¿El muchacho, pues?
—Se le paga bien para que guarde silencio. —Él frunció el ceño—.
Sería una verdadera lástima que nos haya traicionado alguien.
—¿Por qué vamos a esa posada en particular?
Nash se detuvo en el borde de la colina. Nubes grises colgaban como
plomo sobre los campos, bañando la hierba en una luz opaca. Grace confió
en que la lluvia esperase hasta que llegaran a lo que quiera que fuese White
Moss. A Claude no le gustaría nada estar encerrado en una cesta mojada.
—Tenemos un plan de apoyo.
—¿Tenemos?
—El Club Secuestros —explicó él—. Nunca hemos tenido que usarlo,
pero siempre hemos planeado ir a esa posada si nos descubren.
—¿Y luego qué?
—Grace, por mucho que adore tu mente curiosa, a veces me gustaría
que dejases que un hombre haga su papel y lleve el control.
—No veo por qué hacer preguntas te va a impedir llevar el control. A
veces una mujer debería saber a dónde va antes de seguir ciegamente a un
hombre.
Él cerró los ojos un instante.
—Tienes razón, por supuesto. Yo solo intento que lleguemos allí lo
más rápidamente posible y procurar que estés a salvo.
La preocupación que Grace leyó en sus ojos hizo que le diese un
vuelco al corazón, y no en un sentido bueno. Por alguna razón, había
olvidado el riesgo que corrían todos con aquello. Si la encontraba su tío, se
vería obligada a casarse con un asesino y Nash sería acusado de secuestro.
—Comprendo.
Él echó a andar de nuevo y ella lo siguió.
—Iremos a una casa en Derbyshire que Guy tiene alquilada con un
nombre supuesto por si la necesitamos.
—¿Derbyshire? Eso está lejos.
Él se volvió y sonrió.
—No te preocupes, no iremos siempre andando. Con un poco de
suerte, la caballería acudirá en nuestra ayuda dentro de poco.
Capítulo 19
***
Nash no deseaba asustar a Grace más de lo que ya estaba, pero le costaba
controlar sus sentimientos. Se forzó a abrir los puños. Siempre se había
considerado una persona bastante relajada. La única vez que había perdido
los estribos había sido cuando su padre le había anunciado que lo repudiaba.
Pero ver personalmente al prometido de ella... Respiró con fuerza. Si Grace
no hubiese estado presente, Nash lo habría golpeado hasta hacerle papilla,
sin importarle que estuviese en minoría.
No ayudaba que Grace fuese inteligente. Ella comprendía
perfectamente que alguien los había traicionado. Había tan pocas personas
involucradas, que era difícil imaginar quién. Confiaba en todos los que los
ayudaban o no habría contado con ellos. Su miedo era que hubiesen
amenazado a alguno. Pidió a Dios que Mary estuviese bien.
Cuando se detuvieron, ya al final de la tarde, aún no había conseguido
desprenderse de la rabia. Seguía mirando a Grace, con sus grandes ojos y su
figura frágil, imaginándola casada con Worthington. Le dolía la mandíbula
de apretar los dientes. Y algo se le debió de notar, pues Guy le puso una
mano en el hombro y se lo llevó a un lado, mientras Russell ayudaba a
Grace a bajar del carruaje.
—Aquí estará segura. Ya no falta mucho tiempo y nos quedaremos
para ayudarte a protegerla.
Nash asintió. No estaría mal contar con la fuerza de Guy y Russell,
especialmente porque los brutos contratados por Worthington no dudarían
en pelear sucio ni en hacerle daño a Grace siempre que les pagaran.
Russell alzó la cesta que contenía a Claude y abrió la tapa. El gato
emitió un maullido quejoso y Russell volvió a cerrarla.
—Este animal es más feo cada día —le murmuro a Nash.
—No está tan mal. —Nash le arrebató la cesta y Russell movió la
cabeza con una sonrisa.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Grace, alisándose con las manos
el vestido arrugado.
—Caminar hasta la casa. Está a unas pocas millas, pero es un paseo
fácil —le explicó Nash.
—Y nosotros llevaremos el carruaje a una posada, donde estará fuera
de la vista y así nos aseguraremos de que no le sigan el rastro hasta la casa
—intervino Guy.
Ella abrió mucho los ojos.
—No creerá que puedan seguirnos aquí, ¿verdad?
—En absoluto. —Russell subió al pescante—. Pero nos gusta ser
precavidos.
—Volveremos después de oscurecer —le dijo Guy a Nash.
Grace observó alejarse el carruaje y miró a su acompañante con la
boca abierta.
—Acabo de darme cuenta…
—¿Sí?
—De que es el carruaje del conde de Henleigh. —Ella se pellizcó el
puente de la nariz—. He reconocido el escudo de armas de su familia
porque lo vi en un libro sobre linajes.
—Sí que lo es —respondió Nash con una sonrisa.
—¿Él es el que está detrás de esto?
Nash se limitó a sonreír.
—¡Dios mío! ¿Uno de ellos era el conde? Porque no me digas que se
lo habéis robado al conde. —Se llevó las manos a las mejillas—. No, tú no
eres el conde, ¿verdad?
Él negó con la cabeza y soltó una risita.
—No soy conde. Pero Guy es lord Guy Huntington, conde de
Henleigh. Él empezó el Club Secuestros —señaló con la cabeza el sendero
que se extendía al pie de la colina—. Venga, tenemos que movernos.
—No puedo creer que no me haya dado cuenta.
—Guy es muy poco ceremonioso, así que yo que tú no me
preocuparía.
—¿Cómo empezó esto exactamente? —preguntó ella, cuando echó a
andar a su lado.
Nash miró las colinas. Aún no había señales de la casita, pero lo habían
obligado a memorizar ese sendero por si resultaba necesario y sabía que,
cuando subiesen la siguiente colina, la encontrarían de frente: una casa
pintada de blanco situada al lado de un lago grande.
—Una prima de Guy tenía un matrimonio espantoso. Su esposo la
golpeaba hasta casi matarla y se negaba a entregarla de ningún modo o
forma. Así que Guy la ayudó a escapar a América, pero primero fue
“secuestrada” y se pidió un rescate para que el esposo no intentase seguirla
allí. Ahora vive contenta en América con su hijita y el marido acabó
matándose a borracheras.
—¡Dios mío!
—Eso fue antes de que yo me involucrase, pero la prima le contó a
otra mujer lo que Guy había hecho por ella y así empezó a extenderse el
rumor. Entonces fue cuando él nos contrató a nosotros.
—¿Por qué te uniste a él?
—Principalmente porque necesitaba dinero y me parecía un modo
interesante de estar ocupado. Conozco a Guy desde la universidad y él sabía
que tenía la casa y tiempo de sobra para cuidar de las mujeres a las que
ayudamos.
—Debe de ser una buena sensación ayudar a mujeres necesitadas.
Nash se detuvo un momento. Para él siempre había sido cuestión de
dinero. Al menos, eso pensaba. Por supuesto, le importaban las mujeres a
las que cuidaba, les deseaba lo mejor y se alegraba de que pudiesen huir de
lo que fuese que necesitasen escapar. Pero nunca lo había considerado de
otro modo que como un trabajo pagado.
Hasta el secuestro de Grace.
Hasta que había visto al bastardo con el que podía haberse casado.
Ahora deseaba ayudar a más mujeres a huir.
—Creo que los tres sois muy valientes—declaró ella.
Él negó con la cabeza.
—El valor tiene poco que ver aquí. De hecho, nunca me ha parecido
una ocupación muy peligrosa. Russell corre casi todo el riesgo físico y Guy
podría perder la confianza de todo su círculo si se supiese que ayuda a
esposas a huir.
—También es tu círculo, ¿verdad?
—Hoy en día, ya no tanto. Si no tienes dinero, no lo es. Dudo mucho
de que ninguno de ellos piense algo en mí.
Grace sonrió y le tomó la mano.
—Pues ellos se lo pierden.
Nash no estaba tan seguro.
Capítulo 22
—¡Maldita sea! ¿A quién se le ocurrió que era buena idea alquilar esta
casa? —Russell se pasó una mano por el pelo mojado y luego por la cara,
sacudiéndose las gotas de lluvia.
Guy se quitó el abrigo empapado y lo colgó en la silla delante del
fuego. Enarcó una ceja.
—Sabes perfectamente que fue idea mía.
—¿Y no podías haber encontrado un sitio que no implicase vagar
millas en la oscuridad? —murmuró Russell.
Nash sirvió brandy en tres vasos y pasó dos a sus amigos. El tiempo
había empeorado justo después de que Grace y él llegasen a la casa. Por
suerte, había bastante leña seca y habían podido encender varios fuegos.
Guy se sentó en un sillón.
—Ese era el sentido de tener este sitio —señaló—. Que está en mitad
de ninguna parte.
—Estoy seguro de que hay lugares igual de aislados y con caminos
decentes.
Nash miró las botas llenas de barro de Russell. Se las quitó y las dejó
al lado del fuego.
—Supongo que no hace falta que pregunte si os han seguido.
—Solo un idiota nos seguiría —gruño Russell.
—O alguien muy decidido —le recordó Nash.
Esperó hasta que Russell se hubo sentado delante de la chimenea y
tomó una silla de madera para sentarse con ellos. Sostenía el brandy en una
mano. Hizo girar el líquido en el vaso y lo observó teñir el interior del
cristal.
—No necesitas preocuparte —dijo Guy—. Hemos Tenido cuidado y
nadie nos ha visto salir de la posada. Hemos pagado generosamente al
posadero para que tenga el carruaje bien escondido.
—Es la primera vez que hemos necesitado utilizar esta casa —
comentó Nash—. Éramos tan arrogantes como para creer que estábamos
seguros en la mía. No quiero volver a pecar de esa arrogancia nunca más.
Russell miró a Nash.
—¿Desde cuánto te has vuelto tan serio?
—Desde que casi se llevan a Grace delante de mis narices.
Russell soltó un bufido.
—Tú jamás permitirías eso.
—Ha estado demasiado cerca para mi gusto. —Nash vació el vaso de
brandy.
—Menos mal que se me ocurrió estar bien aprovisionado —comentó
Guy, señalando el vaso vacío.
Nash asintió.
—He visto que hay leña suficiente para mantenernos calientes hasta
que tengamos que irnos.
—Y Russell y yo hemos traído comida. —Guy señaló el techo—.
Asumo que la señorita Beaumont está descansando.
—Se ha portado muy bien, pero creo que el shock de todo esto se ha
cobrado un precio. Se ha dormido casi inmediatamente.
—Deberíamos hacer guardia —sugirió Russell—. No haría daño ser
precavidos.
—Yo haré la primera guardia —se ofreció Nash.
Guy negó con la cabeza.
—Tú también descansarás.
—Vosotros dos habéis andado más que yo, y apuesto que también
habéis viajado más distancia que yo.
Russell intercambió una mirada con Guy.
—Pero llevas tiempo cuidando de ella y tienes un aspecto espantoso.
Nash se enderezó en la silla. Le dolía cada parte del cuerpo como si
acabasen de darle una paliza en esgrima y sentía los ojos cansados y la boca
seca. Sin embargo, no creía que fuese capaz de cerrar los ojos y descansar,
con el prometido de Grace buscándolos.
—Tengo mucho mejor aspecto que tú, amigo mío.
—Creo que no has tenido el lujo de mirarte a un espejo o no dirías eso
—se burló Russell.
—Yo haré la primera guardia —intervino Guy, cortante—. Podéis
descansar los dos.
—Yo no necesito descansar —protestó Nash.
—Quiero que los dos estéis en perfectas condiciones, y tú querrás lo
mismo si deseas proteger a esa mujer. —Guy se inclinó y miró el fuego—.
Hoy hemos estado muy cerca de que se descubriese todo esto. Si sale a la
luz que hemos ayudado a otras mujeres, podrían acabar todas en peligro.
—Por no mencionar que yo estaría fatal con una soga alrededor del
cuello —murmuró Nash.
Russell movió la cabeza.
—Es muy probable que vosotros dos os libraseis de la soga gracias a
vuestra sangre azul.
Nash resopló.
—Estoy seguro de que a mi familia no le importaría gran cosa. Pero no
me apetece mucho descubrirlo.
—Cuando termine todo esto, descansaremos un tiempo y pensaremos
bien cómo vamos a continuar. —Guy movió la cabeza—. Hemos perdido la
lealtad de alguien.
Russell frunció el ceño.
—No se me ocurre nadie que pueda traicionarnos.
—Ni a mí, pero ¿de qué otro modo crees que habrían podido
encontrarnos?
Nash apretó los puños.
—Cuando les ponga las manos encima…
—Yo te acompañaré —dijo Russell.
Guy levantó una mano.
—Primero preocupaos de cómo vamos a proteger a la señorita
Beaumont. Después nos preocuparemos de averiguar quién nos ha
traicionado.
Nash se puso rígido.
—¿Acaso crees que he pensado en otra cosa?
Russell giró la cabeza para mirarlo.
—Estás muy tenso con el tema de esta mujer, Nash.
—Es cierto —asintió Guy.
—¿Y os extraña? —Nash hizo un gesto con los dedos—. Ha faltado
muy poco para que nos pillaran.
Russell ladeó la cabeza.
—Yo creo que hay algo más que eso.
—Lo hay —asintió Guy.
—¡Maldita sea! No sabéis lo que decís.
—¿Ves? —le dijo Russell a Guy—. ¿Cuándo lo habías visto tú ponerse
tan a la defensiva? Sabía que algo era distinto desde el momento en que le
llevé a la chica.
—Definitivamente, está cambiado. —Guy terminó su brandy y dejó el
vaso en una mesita al lado de su sillón—. No me digas que por fin has
cedido a la tentación.
—¿Tentación? —repitió Nash—. ¿Por quién me tomas?
Guy se encogido de hombros.
—Por un libertino.
Nash no podía discutir eso. Ciertamente, lo había sido. Pero nunca
había tocado a ninguna de las mujeres vulnerables que estaban bajo su
cuidado.
Hasta entonces.
—Entre vosotros ha pasado algo —dijo Russell—. Se nota. —Lo miró
con ojos entrecerrados.
—Más vale que no. —Guy apretó los dientes.
Nash abrió la boca y volvió a cerrarla, al tiempo que buscaba una
negativa convincente en la confusión de su mente.
Un gritito femenino interrumpió sus pensamientos y el corazón le dio
un vuelco. Los tres se pusieron de pie cuando una bola de pelo entró en la
estancia y se subió al brazo del sillón de Guy. Grace entró corriendo,
cubierta únicamente con la camisola. Se quedó inmóvil delante de ellos con
ojos muy abiertos.
—¡Oh! ¡Ah! Buenas noches.
***
Grace no sabía si la sala de estar de la casita era especialmente pequeña o si
los tres hombres que la miraban eran especialmente grandes. Sospechaba
que podía hacer cálculos y averiguarlo, pero eso implicaría medirlos y no
resultaría muy apropiado.
Aunque no sería más violento que la situación en la que se encontraba
en ese instante.
Estaban hablando de ella. Si Claude no se hubiese escapado de sus
brazos, habría podido oír más. Su conversación le llegaba apagada por la
puerta semicerrada, pero estaba segura de que los otros dos interrogaban a
Nash sobre su relación con ella.
Quería hablar, decir que ella tenía la culpa de todo, que había exigido
que Nash la llevase a la cama, pero eso sería traicionar su intimidad, ¿no?
Además, en ese momento ni siquiera estaba segura de que volvería a
suceder.
¡Qué estúpida! Por supuesto que no ocurriría. Faltaba una semana para
su cumpleaños y luego estaría libre para hacer lo que quisiese con su vida.
Esa idea debería haberla alegrado, pero en vez de eso, le produjo un nudo
en el estómago. ¿Cómo iba a volver a una vida normal después de haber
estado en brazos de Nash?
Se acercó e intentó retirar a Claude del brazo del sillón. El pobre
animal había sufrido mucho atrapado en una cesta, viajando en un carruaje
y teniendo que acostumbrarse después a otro lugar nuevo. No era extraño
que hubiese querido huir de la habitación. Ella no había tenido intención de
escuchar y solo quería volver a llevar al gato arriba, pero no había podido
contenerse cuando había oído hablar a los tres hombres.
De ella.
De Nash y de ella.
Se arrepentía completamente de su decisión. Debería haber agarrado a
Claude y haberlo llevado directamente arriba. Estaba segura de que solo
tenía que mirar a Nash para traicionar todos los sentimientos que
amenazaban con explotar en su pecho, como si fuesen un rayo de luz
palpitando en su interior y visibles para todo el mundo.
Cuando lo miraba, era difícil ver un conjunto de rasgos. Una barbilla
atractiva, un cuerpo musculoso, ojos penetrantes… Lo veía simplemente
como Nash, el hombre que le había hecho sentir cosas que eran
completamente ilógicas.
Volvió a tirar de Claude, consciente de que los hombres la miraban.
Todos eran altos y fuertes. El conde tenía la prestancia de un noble, pero
también un aspecto algo curtido, como si la vida le hubiese dado un golpe
fuerte. Había unas arrugas permanentes en su frente y sus sienes estaban
teñidas de gris.
Aunque a Russell lo había visto antes, había sido en circunstancias en
las que había tenido poco tiempo para observarlo. Era ligeramente más
delgado, pero había algo peligroso en su mandíbula tensa y en su mirada
acerada. De los tres hombres, era el que resultaba más amenazador.
Claude por fin retrajo las garras y ella pudo separarlo del sillón y
apretarlo contra su pecho.
—Lo siento —murmuró—. Está un poco alterado.
Sospechaba que todos lo estaban. Se movió entre el trío de hombres,
muy consciente de su aspecto y con el vello de los brazos en punta.
Lamentaba profundamente haberlos oído. La atmósfera masculina de la
habitación era suficiente para lograr que hasta la mujer más osada quisiera
huir, y ella, desde luego, no era la más osada. Se obligó a avanzar despacio
hacia la puerta en lugar de salir corriendo como un ratoncito, que era lo que
deseaba hacer. Antes de salir de la estancia, sonrió vacilante.
—Buenas noches.
Los tres la miraron un momento antes de reaccionar y devolverle las
buenas noches a coro.
El conde carraspeó.
—Yo haré guardia por si necesita algo.
Grace vio que Nash lo miraba de hito en hito.
Russell asintió.
—Y Nash y yo estaremos en la habitación al lado de la suya.
La expresión de Nash se hizo más sombría.
—De acuerdo. Buenas noches —repitió ella.
Se volvió y sintió sus miradas en la espalda. Salió al pasillo y oyó
pasos pesados detrás de sí. No se atrevió a volverse por miedo a llevarse
una decepción hasta que él la llamó por su nombre.
—Grace. —Nash espiró con fuerza—. No sé lo que has oído, pero…
—Solo he venido a por Claude —comentó ella, sujetando al alicaído
animal.
—Lo sé, pero…
—Deberías irte a la cama. Ha sido un día largo.
—Es cierto —asintió él.
—Yo haré lo mismo.
—Grace… —volvió a decir él.
—Buenas noches, Nash. Que descanses.
Él se miró los pies. Ella no era tonta. Sabía que Nash quería decir algo
más, pero ella no quería oírlo. Quizá fuese una disculpa por haber permitido
que ella lo sedujera. Quizá quería suplicarle qué mantuviese en secreto su
aventura. Fuera lo que fuese, ella no lo soportaría. Los recuerdos de su
única noche y mañana juntos la acompañarían hasta que fuese vieja y
canosa. De eso estaba segura, y el corazón le latía con fuerza al pensar que
él pudiera lamentarlo, sobre todo en ese momento, en el que sus amigos casi
lo habían adivinado.
O, por supuesto, también podía querer decirle que aquello era ridículo,
pues él jamás amaría a alguien como ella. Grace lo sabía, pero no quería
oírlo. Eran la pareja menos lógica que existía. Eso lo sabía desde el
principio.
Aparentemente, sin embargo, su mente se negaba a funcionar cuando
se trataba de Nash, porque solo pensar en la palabra amor había hecho que
su corazón latiese con fuerza, como un pajarito que intentara volar libre.
Pero, si iba a sobrevivir a los días siguientes en compañía de Nash,
tendría que controlarlo firmemente.
—Buenas noches —musitó con suavidad. Y se volvió.
Subió las escaleras, con el corazón en la garganta y abrazando a
Claude.
—El amor es una cosa tonta —le susurró al gato—. Solo es un
sentimiento para asegurar que los hombres y las mujeres quieran procrear.
Y ella, desde luego, no sería tan tonta como para pensar que podía
sentir algo así por Nash.
Capítulo 23
***
Grace lo había intentado. Mucho. Pero sin resultado. No conseguía
encontrar la lógica detrás de su atracción por Nash. No podía imaginar por
qué su relación no se reducía a dos personas incapaces de ignorar el instinto
básico de procrear. Era mucho, mucho más que eso, y aunque se esforzaba
por comprenderlo, no lo conseguía.
Solo sabía que necesitaba su contacto, que lo necesitaba cerca. Cuando
despertaba sola, lo echaba de menos. Había conocido pocos hombres, pero
no necesitaba conocer muchos para entender que había pocos como él.
Se balanceó contra él aferrada a su cuello. Las sensaciones inundaban
su cuerpo. Se echó hacia atrás y cerró los ojos de nuevo. Él siguió creando
un rastro de besos por su cuello. Le mordisqueó el lóbulo de la oreja, lo que
envió escalofríos de placer por la espina dorsal de ella. Nada de eso parecía
una necesidad básica de cumplir con lo que deseaba la naturaleza humana.
Era algo más complejo y mucho menos racional.
Pero no podía lamentarlo. Estar en brazos de Nash le hacía sentir
muchas cosas. No solo placer, también fuerza y valor. La Grace que había
llegado a Guildham jamás habría sido capaz de frotarse contra el pene de un
hombre.
Levantó los párpados y notó que la miraba mientras ella lo montaba.
Sus ojos se encontraron y ella se esforzó por respirar. Detrás de la mirada de
él, de sus pupilas grandes y oscuras, había mucho deseo. Grace sabía que
eso era una señal segura de excitación, pero también algo más que eso. Bajo
aquella mirada, ella era sensual, hermosa y estaba muy alejada de la criatura
con figura de chico que siempre había creído ser. Él la observaba como si
fuese una gota de lluvia en mitad de una sequía y necesitara beberla.
Y por Dios, que ella esperaba que lo hiciese.
Les quedaba muy poco tiempo juntos y ella quería emplearlo así.
—Sí —gimió él, cuando ella se movió con más fuerza. Le acarició un
pecho y después el otro, al tiempo que la alentaba con la otra mano en la
espalda.
Ella se balanceó una y otra vez, hasta que fue demasiado. El placer
estalló en forma de una palpitación pequeña que fue dando paso a una
oleada que la envolvió. Se puso rígida, permitió que la arrastrara y luego se
dejó caer contra el pecho de Nash.
Él subió y bajó la mano por su espalda, murmurándole palabras dulces
al oído, palabras que hablaban de su belleza y de su pasión. Nash había
liberado a una mujer que ella no sabía que existía y Grace desconocía cómo
volver a la normalidad.
Al fin levantó la cabeza.
Él la besó con gentileza en los labios.
—¿Eso te ha ayudado a comprender?
Ella negó con la cabeza.
—Ni lo más mínimo.
Él se quedó inmóvil y ladeó la cabeza.
—¡Maldición! Ese es Guy.
Grace se quedó inmóvil y oyó a Guy llamar a Nash. Este se soltó de
sus brazos y se puso de pie con rapidez.
—No he debido venir aquí —murmuró.
—Nash…
—Tengo que irme. Intenta dormir —le ordenó él.
—Pero Nash…
—Duerme —repitió él.
Se giró y estuvo a punto de tropezar con Claude en su prisa para
escapar. Grace observó un momento la puerta y a continuación miró sus
notas. Al menos ya entendía algunas cosas. Se estaba enamorando de él. O
quizá se había enamorado ya. Pero él seguía combatiéndolo. Ella no
resentía eso, pero aquello era más grande que cualquier juramento y
empezaba a cansarse de negarlo.
Capítulo 24
***
Nash miraba el techo con los dedos entrelazados detrás de la cabeza. Allí no
había nada de interés aparte de una telaraña que bailaba en la corriente que
entraba por el filo de la ventana. A diferencia de lo que sucedía en su casa,
allí no había cortinajes ni columnas interesantes de madera que observar.
Le habría gustado que las hubiera. Que hubiese cualquier cosa que
pudiera distraerlo. Desafortunadamente, una telaraña no lo iba a conseguir.
Y menos cuando sabía que Grace estaba en el dormitorio contiguo y
enfadada con él.
Nunca la había visto así. Resultaba muy impresionante en su furia. Y
además tenía razón. El caballo se había escapado ya y él intentaba cerrar la
verja. Y no se le daba muy bien. Le hacía el amor y después huía e intentaba
olvidarlo. Estaba haciendo un gran lío de todo aquello y no tenía ni idea de
cómo arreglarlo.
Para empezar, podía confesarle todo su pasado. Esa idea le producía
escalofríos. Ciertamente, ella se enfadaría con él. Por otra parte, también
podía confesarle a Guy lo que había ocurrido entre ellos.
Era más fácil decirlo que hacerlo. Guy no era famoso por su
comprensión y su calma. Lo echaría del Club Secuestros.
Espiró con fuerza. Suponía que tenía que ocurrir. Al día siguiente le
diría a Guy que había metido la pata y que comprendería que no quisiese
saber nada más de él. Después le contaría a Grace que también había
metido la pata en el pasado y que en realidad no era un caballero. Que no
era mejor que el avaricioso de su tío, que tomaba todo lo que podía y lo
perdía a las cartas sin importarle el impacto que causase su avaricia.
¡Señor! ¡Qué horrible sonaba todo eso! Sin embargo, era lo más
correcto. Confesarlo todo y aceptar las consecuencias. Dejar de esconderse
del pasado y de fingir que había sido el ofendido, y, por supuesto, no
esconderse tampoco de sus errores presentes.
Aunque no podía considerar a Grace como un error. Sin ella, seguiría
viviendo como un imbécil y culpando a su padre de sus fallos.
Fuera crujió un tablón. Se quedó muy quieto, obligándose a respirar de
un modo superficial.
No podía ser ella. Seguía enfadada con él.
Y tampoco quería que lo fuese. Porque entonces tendría que contárselo
todo antes. Y una vez más, intentar resistirse a ella. Era demasiado agotador
no estar a su lado y tenerla en sus brazos.
Unos pasos ligeros se acercaron a su puerta y se detuvieron. No podían
ser Russell ni Guy. Eran demasiado delicados. Tenía que ser ella.
Quería que fuese ella.
Los pasos volvieron a pasar cerca y luego la luz se coló por la grieta de
la puerta. Nash se incorporó en el lecho. No quería que ella entrase allí.
Salvo porque sí quería.
Todos sus músculos, todas las fibras de su ser la necesitaban.
Se abrió la puerta y la cálida luz de una vela penetró en la estancia. Él
contuvo el aliento cuando Grace entró y cerró la puerta con cuidado.
—¿Estás solo? —susurró.
Él asintió. Notaba la lengua espesa y su garganta se negaba a
funcionar. Ella había ido a él, a pesar de su comportamiento, y él no podía
estar más agradecido.
—¿Estabas dormido?
Nash negó con la cabeza.
Grace se acercó despacio a su cama como una criatura etérea, con
pasos que apenas producían ningún sonido. La envolvía su aroma a jabón y
él ansiaba tenderle los brazos, pero permaneció inmóvil. Cada aliento que
tomaba le dolía y sabía que eso no cesaría hasta que la tuviese en sus
brazos. Ella dejó la vela en la mesilla de noche y quedó de pie al lado de la
cama con las manos unidas ante sí. La luz cálida permitió a Nash
contemplar sus ojos grandes, sus mejillas suaves, su delicada boca y la
fragilidad de su figura.
Sin embargo, esa noche no había nada frágil en ella. Con la barbilla
levantada y su postura decidida, exudaba fuerza y seguridad en sí misma.
Nash pensó que ella quizá pudiera asimilar la verdad sobre su pasado.
—No tenemos que hacer el amor si no quieres —dijo Grace.
Él le tendió la mano y ella la tomó. Luego él levantó las mantas y ella
se deslizó en la cama a su lado. Nash seguía sin poder hablar. No pronunció
palabras de disculpa ni de confesión. Ella lo había dejado paralizado por el
deseo, inmovilizado por sus sentimientos. Solo pudo rodearla con un brazo
y atraerla hacia sí.
—Necesitaba sentir tu contacto —confesó Grace.
Nash sabía que aquello estaba mal. Debería pedirle que se fuese,
decirle que no podía volver a romper la promesa hecha a Guy o confesar el
pasado y ver si ella lo seguía deseando después.
No tenía la fuerza de ella para ser tan valiente. Grace lo debilitaba de
tal modo, que lo único que pudo hacer fue mirarla unos momentos antes de
acercar su boca a la de ella. Grace gimió contra sus labios y él la saboreó
hondamente y sintió qué se aflojaba el dolor de su pecho y de sus músculos.
Todo en él se suavizaba una vez que tenía lo que anhelaba.
Nash se estaba condenando y no conseguía que le importase.
Capítulo 25
***
Grace pasó la mirada entre los tres hombres. Tenía que dejar de escuchar
sus conversaciones. Todos arrastraron los pies y miraron el suelo, el techo o
cualquier lugar que no fuese ella.
Pero si no hubiese entrado en la cocina, no habría oído lo que había
dicho Nash.
Inclinó a un lado la cabeza.
—¿Me has mentido?
Él tragó saliva, miró a los otros dos, se adelantó y la tomó del brazo.
—Vamos a hablar.
Grace asintió y respiró hondo. No tenía sentido sacar conclusiones
hasta que lo hubiese oído todo. No obstante, eso no ayudó a que se le
soltase el nudo que se le había formado en el estómago.
Nash la llevó a la sala de estar, donde ardía un buen fuego, que
mantenía a raya la humedad y el frío del día. Cerró la puerta detrás de ellos
y se acercó a la chimenea, donde removió las llamas agresivamente con un
atizador, que después volvió a colgar en su gancho. Al fin la miró a ella.
—He querido decírtelo muchas veces. —Frunció el ceño y se enderezó
—. Al principio no me parecía gran cosa, pero a medida que pasaban los
días, me he dado cuenta de que te lo ocultaba intencionadamente.
—¿Qué me has ocultado? —Ella frunció el ceño y adelantó unos pasos
—. ¿Esto tiene que ver con mi tío? ¿O con Worthington? ¿O con la persona
que nos ha traicionado? —Cerró la boca y le hizo señas de que continuase.
—Estás a salvo —le recordó él—. Pero hay cosas que deberías saber
de mí.
—¿De ti?
Él asintió con seriedad y el nudo en el estómago de ella cobró nuevas
fuerzas. Sabía que él ocultaba algo, por supuesto que sí. Odiaba hablar de
su familia y solo gracias a sus observaciones e insistencia, había conseguido
ella saber algo, pero, por alguna razón, no tener la información completa
había dejado de importarle. Mal hecho. Una persona nunca debería sacar
conclusiones sin tener toda la información. Eso lo sabía muy bien.
Él le hizo señas de que se sentara y ella así lo hizo. Nash apoyó el codo
en la chimenea y se frotó la frente con el pulgar y el dedo índice.
—Por tu postura, yo diría que es algo malo, y creo que lo mejor es que
lo digas claramente y sin vacilar —lo alentó ella.
Él rio con sequedad.
—Lo intentaré, pero Grace, a veces no es tan fácil ser racional y lógico
a tu lado. Esto no es excusa, pero sí una razón de por qué no te he contado
antes todo esto.
Ella esperó con las manos cruzadas en el regazo.
Nash se enderezó y unió las manos a la espalda.
—Soy heredero de un vizcondado.
Ella asintió.
—Después de Cambridge, tenía poco con lo que distraerme —
continuó él. Alzó una mano—. Lo sé, no es excusa, ya me doy cuenta.
Grace asintió de nuevo.
—Durante una temporada llevé la típica vida de libertino, pero eso no
tardó en aburrirme. Al final empecé a frecuentar los salones de juego. Allí
descubrí que tenía habilidad para las cartas.
—Jugar parece ser una ocupación típica de los nobles.
—Lo es. Pero yo la llevé al extremo.
—¿Al extremo?
Nash suspiró.
—Acabé con muchas deudas. Una cantidad importante. No podía dejar
de jugar y mi padre se vio obligado a vender terreno para cubrir mis deudas.
Desafortunadamente, eso no me detuvo y volví a incurrir en más deudas. Y
mi modo de vida hacía que la cantidad que debía aumentase sin cesar.
Comía lo mejor, vestía lo mejor, vivía de un modo caro y cada vez jugaba
más.
—Como mi tío —musitó ella con suavidad. Tragó saliva con fuerza y
observó la expresión torturada de él.
—Pues sí. —Él respiró ruidosamente—. Desgraciadamente, hay más.
Cuando quedó patente que no iba a cambiar de estilo de vida, mi padre me
repudió. Por culpa de mi ego, eso ha conllevado que no haya vuelto a ver al
resto de mi familia. —Se giró y miró el fuego. Tenía los dedos blancos por
la fuerza con que los había agarrado a su espalda—. Lo odié por ello. Pensé
que me había robado a mi madre y a mis hermanas y, lo peor de todo, que
había roto una promesa.
—¿Qué promesa era esa?
—Que me daría fondos para arreglar Guildham House. Ese sería mi
hogar cuando estuviese restaurada. —Sonrió con tristeza—. Era una de mis
ambiciones de joven. Siempre me había gustado estar allí de niño y… no
sé… representaba una especie de independencia, supongo. Por eso, cuando
mi padre me repudió, decidí irme a vivir allí, como para probar algo. Por
supuesto, tampoco tenía ningún otro sitio al que ir.
—Comprendo.
—Fue una suerte que apareciese Guy. Me ofreció trabajo y he podido
mantenerme y reparar algunas cosas de la casa. Naturalmente, necesita
muchos más arreglos, pero he conseguido lograr que no se hunda del todo.
—¿Y tu padre no ha hecho ningún esfuerzo por contactar contigo?
—Aunque lo hubiese hecho, yo no lo habría aceptado. —Se volvió a
mirarla—. Mi orgullo estaba herido, y parece que soy un hombre
superficial.
—¿Por qué no me has contado antes esto?
—Al principio me pareció irrelevante. Después me di cuenta de que
podrías odiarme por ser como tu tío. —Hizo una mueca—. No soportaba la
idea de que me odiaras. —Se acercó a ella y se dejó caer de rodillas delante
de su silla—. También puedes odiarme ahora y no te culparía.
Grace lo miró y vio su expresión angustiada. Negó lentamente con la
cabeza.
—No podría odiarte —susurró.
—Entonces, ¿me perdonas?
—Comprendo por qué lo has guardado en silencio. —Ella apretó los
labios—. No estoy segura de nada más.
Él hundió los hombros.
—Entiendo.
—Necesito tiempo para pensar en la situación.
Él asintió con tristeza.
—Por supuesto que sí. —Salió repentinamente de la sala, sin darle
tiempo a llamarlo.
Grace respiró hondo. Él le había ocultado cosas intencionadamente.
Pero ¿cambiaba eso lo que sentía por él?
Capítulo 26
***
Grace frunció el ceño. Nash no parecía concentrarse en absoluto en buscar a
Claude. Tenía una expresión extraña y lejana en los ojos, como si se
imaginase en otra parte. Unas semanas atrás, posiblemente lo hubiese
achacado a que no quería estar con ella, pero después de su confesión del
día anterior, ya no estaba segura. Le había hablado como nunca le había
hablado nadie, y no podía negar que la había conmovido.
Pero había conmovido su corazón, no su cabeza. Necesitaba pensar
seriamente en todo eso. En él. Sopesar todas las opciones y llegar a una
conclusión.
El problema era que sospechaba que ya había llegado a una,
simplemente no sabía qué hacer con ella. Tantos años pasados bajo el
control de un hombre y, ahora que estaba tan cerca de conseguir la libertad,
¿cómo iba a renunciar a esa posibilidad?
Un sonido atrajo su atención. Tiró de la mano de Nash para detenerlo y
se llevó un dedo a los labios. Observó la hierba que los rodeaba, pero no
había ni rastro del gato negro y peludo.
—¿Has oído eso? —preguntó.
Él negó con la cabeza.
—Ahí. —Definitivamente, era un maullido, y bastante quejumbroso—.
Tiene que ser Claude.
—Ahora lo he oído. —Él le soltó la mano y avanzó en dirección al
sonido.
Ella lo siguió, deteniéndose a escuchar entre maullido y maullido.
—Suena alterado.
—Al menos parece que viene de ahí. —Nash señaló un montoncito de
hierba—. O eso creo.
Grace se acercó allí.
—¿Claude? Ven, gatito, gatito, gatito —lo llamó.
El animalito respondió con un maullido, un sonido largo y angustioso.
A ella le tembló el labio inferior.
—¿Dónde estás, Claude? —preguntó.
Nash subió el pequeño montículo e hizo una mueca.
—Parece que está aquí dentro.
—¡Oh, no! —Ella escaló usando las manos hasta reunirse con Nash.
No lejos de donde él estaba, había una madriguera excavada en la
tierra. Ella captó el brillo de los ojos de Claude en la oscuridad. Se arrodilló
y puso una mano en el agujero.
—Ven aquí. Mamá está aquí.
Introdujo la mano hasta el hombro, pero no tocó nada, ni piel peluda ni
uñas. Retiró el brazo.
—O está atascado o está demasiado asustado para moverse.
Él se quitó la levita, desabrochó los gemelos, se los guardó en el
bolsillo y se remangó las mangas de la camisa.
—Mis brazos son más largos que los tuyos.
Grace intentó no mirarle los brazos, donde resaltaban venas y
músculos a lo largo de su piel bronceada. Aquel no era el mejor momento
para pensar en sus brazos, ni en las cosas que podía hacer con ellos. Como
abrazarla, acariciarla, tocarla…
No. Estaba allí para rescatar a su gato, no para obsesionarse con los
brazos de Nash.
Él se puso de rodillas e introdujo el brazo en la madriguera.
—No puedo alcanzarlo —gruñó.
Retrocedió y empezó a escarbar la tierra con las manos. Grace se dejó
caer a su lado y empezó a imitarlo.
—Déjame probar otra vez. —Él introdujo el brazo en el agujero y
Claude lanzó un sonido de protesta, que hizo asumir a Grace que Nash lo
tenía ya—. Está atascado, creo.
Escarbaron un poco más, hasta que vieron que el animal se había
metido muy hondo en el agujero. Nash movió la cabeza.
—Claude, yo creía que eras un buen chico.
—Normalmente lo es.
—Lo sé —contestó él—. Lo sacaremos.
Escarbó un poco más, hasta crear espacio suficiente para que cupiesen
sus dos brazos en el agujero. Ella se mordió el labio inferior mientras él
introducía los brazos más y más. Los retiró despacio, embarrados, y sacó a
Claude con un ademán ostentoso. El gato, sucio y más desastrado que de
costumbre, lanzó una mirada torcida a Nash, como dando a entender que
hubiese preferido seguir en el agujero.
—Aquí tienes —anunció él—. Un gato sucio e irritado.
—Gracias. —Grace tomó al animal, lo estrechó contra sí con un brazo,
pasó el otro por la cintura de Nash y se puso de puntillas para darle un beso
en la mejilla—. Gracias, gracias, gracias.
Él se encogió de hombros.
—Haría lo que fuese por ti, Grace.
Ella retrocedió un paso y lo miró. Su expresión era sincera y no
dudaba en absoluto de sus palabras. Independientemente de lo que hubiese
hecho en el pasado, él ya no era ese hombre. Dudaba de que el Nash de
antes hubiese rescatado a gatos y le hubiese desnudado su alma a una
persona como ella. Porque eso era lo que había hecho.
Resopló y apretó al gato contra su pecho. El pasado de él no
importaba, pero el futuro de ella sí. Lo amaba y ninguna nota ni ningún
estudio sobre él la convencerían de otra cosa. Ese conocimiento hizo que le
latiese con fuerza el corazón, aceleró la sangre en sus venas y se posó en su
cerebro.
Lo amaba.
Pero ¿qué iba a hacer al respecto?
Capítulo 27
Nash saltó de la cama sin entender totalmente por qué, pero con el corazón
golpeándole en el pecho. Estuvo a punto de tropezar con las mantas, que se
enredaron en sus piernas y luchó con ellas, maldiciendo una y otra vez.
—¡Maldita sea esta puñetera cosa! —Al fin consiguió soltarse y abrió
la puerta. Russell estaba de pie en el umbral con un candelabro en la mano.
—¿Qué ocurre? —preguntó Nash.
Su amigo lo miró sombrío.
El tío está aquí.
El corazón de Nash decidió que no podía seguir martilleando y optó
por pararse de pronto.
¿El tío de Grace?
—Desde luego.
—¿Cómo diablos nos ha encontrado?
Russell se encogió de hombros.
—Sabe Dios.
Nash miró la puerta cerrada del dormitorio de Grace.
—No puede tenerla. —Frunció el ceño y miró a Russell de arriba abajo
—. ¿Dónde demonios está Guy y por qué narices no le has dado una paliza
a su tío?
—El hombre ha venido pacíficamente. Solo. —Russell volvió a
encogerse de hombros.
—¿Qué diablos…? —murmuró Nash.
—Vístete. Será mejor que hables tú con él. Tú conoces mejor a Grace.
Nash se pasó los dedos por el pelo.
—Me va a costar mucho hablar simplemente con él. Intentó vender a
su sobrina.
Russell le puso una mano en el hombro.
—Si podemos resolver esto pacíficamente, debemos intentarlo. Ahora
nos ha visto. Podría ponerlo todo en peligro.
Nash maldijo entre dientes.
—Es un día extraño el que te oigo a ti hablar de paz.
—Solo utilizo la violencia cuando es imprescindible —repuso Russell.
Nash lo miró.
—¿Cómo cuando golpeaste a un hombre porque no dejaba de cantar
baladas en el Royal Oak? —preguntó.
—Aquello fue totalmente necesario —repuso el otro, imperturbable.
Nash resopló, volvió a entrar en el dormitorio y se vistió lo suficiente
para parecer vagamente respetable. No porque le importase lo que pensara
el tío. Por lo que a él se refería, aquel hombre se podía ir al diablo, y si
estaba solo, no tenía ninguna posibilidad de ver a Grace.
Salió de la habitación y el corazón le dio un vuelco. Miró de hito en
hito a la joven.
—¡Dios santo, mujer! Hoy os habéis confabulado para provocarme un
ataque al corazón.
Ella lo miró a través del velo de su pelo revuelto.
—¿Qué ocurre? He oído a Russell mencionar a mi tío.
Nash podía mentir, pero ella sacaría conclusiones fácilmente. Muy
propio de él haberse enamorado de una mujer con una mente excepcional.
—Está aquí —dijo.
Ella abrió mucho los ojos y se sopló sin éxito el pelo de la cara. Lo
apartó con un sonido de irritación y se lo colocó detrás de la oreja.
—¿Aquí? ¿En esta casa?
—Sí. Creo que estaba merodeando fuera.
—Pero ¿cómo nos ha encontrado?
—No lo sé, pero pienso descubrirlo. —Nash le puso una mano en el
brazo—. Vuelve a tu habitación y cierra la puerta con llave. Haremos que se
vaya lo antes posible.
Ella apretó los labios y negó con la cabeza.
—No, me parece que no.
—¿Cómo dices?
Grace tiró de la cinta del cuello de su camisola, metió la mano detrás
de la puerta y sacó una bata. Introdujo los brazos en las mangas y se la ató
con fuerza en la cintura. A Nash le recordó a un caballero que se vestía para
el combate. Ella alzó los hombros y levantó la barbilla.
—Creo que debo hablar yo con él.
—Grace, te aseguro que no tienes que…
—Sí tengo.
—Grace…
—Tengo, Nash. Estar contigo, hacer todo esto... —Señaló vagamente a
su alrededor—, al menos me ha enseñado que soy más capaz de lo que
pensaba. Hablaré con él.
—No me gusta nada…
—Nash —dijo ella con firmeza—. Toda mi vida los hombres me han
dicho lo que tengo que hacer. Y desde luego, no pienso escucharte ahora a
ti. —Le dio una palmadita en el hombro—. Además, si no hablo con él,
¿qué ocurrirá? Os delatará a los tres. Lo más lógico es que intente razonar
con él.
Nash abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Demonios, no podía evitar
admirarla. Aquel hombre había intentado imponerle una vida miserable y
ella muy bien podría decirle lo que pensaba y echarlo de allí. Solo esperaba
que su idea de razonar con él no incluyese ceder a sus demandas.
Bajaron y encontraron a los tres hombres en la cocina. Russell estaba
de pie al lado de la puerta, bloqueando la salida, y Guy permanecía al lado
del fregadero, apoyado contra la porcelana y con los brazos cruzados.
No obstante, su postura no tenía nada de relajada, cosa que Nash le
agradecía. El tío estaba sentado a la mesa y miraba a los otros dos con ojos
muy abiertos. Era un hombre rechoncho, medio calvo y vestido con ropa
buena. Nash no encontraba nada amenazador en él.
Lo que no implicaba que pensara relajarse.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó.
Grace le puso una mano en el brazo y se colocó a su lado. Nash
percibió un leve temblor en su cuerpo. Aunque deseaba con fuerza colocarla
detrás de él o pasarle un brazo reconfortante por los hombros, consiguió
mantener los brazos cruzados. Grace había pedido hablar con su tío y él se
lo permitiría, pero si aquel hombre le faltaba al respeto de algún modo…
Demonios, no estaba seguro de que fuese responsable de sus actos.
***
La tensión que había en la estancia hizo estremecerse a Grace. Vio por el
rabillo del ojo los nudillos blancos de Nash. Parecía un caballo, listo para
encabritarse, así que tenía que asegurarse de que la situación permaneciese
tranquila. No obstante, su tío los había encontrado, sabía ya quién estaba
involucrado y podía causar muchos problemas a los tres hombres que
habían intentado ayudarla.
Ella no permitiría bajo ningún concepto que les ocurriese nada, sobre
todo porque en el futuro podían seguir ayudando a otras mujeres en su
situación.
Y no podía dejar que le sucediese nada malo a Nash.
—Grace. —Su tío Charlie sonrió—. Estás ilesa. Es maravilloso. —
Miró entre los hombres—. No sé lo que ocurre aquí, pero me voy a llevar a
mi sobrina. —Apuntó con un dedo a Russell—. Se lo advierto, si intenta
hacerme daño…
Russell se adelantó un paso con los labios apretados y los ojos fríos. El
tío de Grace se hundió en la silla.
—No le harán daño, tío —dijo ella, con una mirada de advertencia a
Russell, que resopló y retrocedió un paso—. Pero tampoco me iré con
usted. ¿La tía Elsie le ha dicho dónde estaba?
Él frunció el ceño.
—No. ¿Por qué diablos iba a saber ella dónde estás? ¿Deseas seguir
con tus secuestradores? —Hizo ademán de levantarse de la silla, pero lo
pensó mejor y permaneció donde estaba—. ¡Dios santo! He oído hablar de
eso. Mujeres seducidas por sus secuestradores, quienes se apoderan de su
mente. Siempre he sabido que eras una chica tonta, pero no esperaba…
Nash dio un puñetazo en la mesa.
—No es una chica tonta —dijo entre dientes.
Grace le hizo señas de que se apartase y se sentó en una silla enfrente
de su tío. Lo miró con calma. ¡Qué raro que la hubiese asustado poco
tiempo atrás! En ese momento solo veía un hombrecillo que intentaba
compensar su falta de, bueno, de todo, gastando dinero en ropa y
pertenencias. No era como Nash, quien podía haber hecho lo mismo con sus
ganancias, pero las dedicaba a reformar la casa que tanto amaba.
—Volveré a casa —dijo.
—De eso nada —siseó Nash.
—Cuando esté lista —continuó ella—. Después de mi cumpleaños.
Su tío negó con la cabeza con fuerza.
—Tenemos la licencia de matrimonio. Tienes que casarte con
Worthington. Te prometí con él.
—Yo no era suya para que me prometiera.
—Todavía soy tu tutor —replicó él, cortante—. Puedo perfectamente
hacer lo que quiera contigo.
—Ya no, tío Charlie. —Ella entrelazó los dedos delante de su pecho—.
En dos días cumpliré veintiún años y usted no puede decidir mi destino.
Su tío se sonrojó.
—Puedo y lo haré. Haré que te saquen a rastras de aquí. Ningún
tribunal de este país permitirá esto. Y todos ustedes serán colgados.
Guy resopló.
—¿Cree que puedes salir de aquí vivo para contar su historia?
—Pues… —La cara del tío Charlie parecía a punto de explotar. Se
movió en el asiento.
—Tío, no tengo intención de que sufra ningún daño —musitó ella con
suavidad—. Pero no puede decirle a nadie lo que han hecho estos hombres.
Él frunció el ceño.
—¿Y por qué no? Seguro que te han aterrorizado, te han hecho algo.
Son secuestradores, Grace.
—Han hecho mucho para ayudarme —explicó ella con lentitud—, y
no permitiré que les cause ningún daño.
—Pues vente a casa conmigo y quizá olvide todo esto.
—Tío…
—No puede irse a casa con usted —interrumpió Nash—. Porque
estamos prometidos para casarnos.
Grace se volvió en su silla para mirarlo con la boca abierta. Aquello no
se lo esperaba.
—¿Prometidos? —al tío Charlie casi se le salieron los ojos de las
órbitas—. ¿Con tu secuestrador?
—Pensamos casarnos pronto, ¿no es así, querida? —Nash apoyó una
mano en el hombro de ella—. Soy un vizconde, lo cual creo que le
complacerá, y si dice algo de lo que hacemos, tendrá un criminal en la
familia. ¿Seguro que desea eso?
El hombre miró a su sobrina.
—¿Eso es cierto?
Sería muy fácil. Una solución lógica e ideal. Pero Grace no estaba
segura de querer lógica. Y desde luego, no quería que Nash se casase con
ella en un intento desesperado de salvarlos a los dos. Tenía que haber un
modo mejor de asegurarse el silencio de su tío.
Amaba a Nash y no rebajaría su amor de ese modo. Ni tampoco
permitiría que esos hombres dictasen su futuro.
—No es verdad —admitió.
Nash apartó la mano de su hombro.
—Grace…
Ella no podía mirarlo. Por maravillosa que le pareciese la idea de
casarse con él, necesitaba algo más que sus ganas de rescatarla, algo más
que el hecho de que él hiciese ese ofrecimiento solo para salvarla de un
hombre y que al final pasase de uno a otro.
—No es verdad —repitió. Miró a su alrededor. Russell le dedicó una
sonrisa alentadora y Guy permaneció en la misma postura, enarcando las
cejas—. Pero usted no dirá a nadie lo que ha ocurrido aquí.
—Pe… pero… —protestó su tío.
Ella levantó un dedo.
—Volveré a casa en mi cumpleaños. Cuando llegue, cobraré mi
herencia y le pagaré 400 libras por su silencio.
Su tío abrió y cerró la boca varias veces como un pez en busca de aire.
Al fin dejó caer los hombros.
—Supongo que eso sería aceptable.
—Excelente. —Ella se levantó de la silla—. Russell, acompañe a mi
tío a la puerta.
El gigantón sonrió.
—Con placer.
Su tío movió la cabeza.
—No comprendo lo que ha ocurrido aquí, pero es muy extraño.
—Es un poco extraño —asintió ella—. Y me alegro de que haya
pasado.
Capítulo 28
Nash había creído que lo más doloroso que le había ocurrido en la vida
había sido cuando su padre había roto la promesa de hacer reparaciones en
Guildham House.
Ya no. Aquello no era nada comparado con Grace rechazando de plano
su propuesta.
No le había pedido la mano en matrimonio al estilo tradicional, pero
creía que había dejado bastante claro lo que ofrecía. Y había pensado que
ella sentía lo mismo que él.
¡Maldición! ¿Cómo era posible equivocarse tanto?
Russell tomó al tío del brazo. Guy se colocó al otro lado.
—Es hora de irse —dijo.
Escoltaron al hombre de aspecto aturullado a la oscuridad exterior.
Nash confiaba en que pudieran averiguar cómo los había encontrado
exactamente. Tenía que haber alguien en alguna parte que los había
traicionado, pero no conseguía imaginar quién, pues casi nadie conocía la
casa del lago.
Se volvió hacia Grace, pero no se le ocurría qué decir. Arrastró los pies
y miró el suelo. Quería respuestas. ¿Por qué no lo amaba? ¿Era por su
pasado? ¿Era por alguna otra cosa?
—Nash, tengo que darte las gracias por lo que has hecho, pero debes
saber que no podía continuar esa mentira.
—Yo estaba encantado de hacerlo —murmuró él.
—Tú no eres un mentiroso y yo no quiero que te conviertas en uno.
—Soy una especie de mentiroso. —Él alzó la vista—. Y
probablemente por eso no has querido seguirme la corriente, supongo.
Ella negó con la cabeza.
—No, no es eso en absoluto.
—¿Entonces qué?
—Pues que… siento muchas cosas por ti.
Él frunció el ceño.
—Para ser una mujer que se enorgullece de ser lógica, eso no tiene
sentido.
—Siento muchas cosas por ti, pero esta temporada ha sido muy
extraña y también siento muchas cosas por mí.
—Ahora sí que me he perdido.
—Tú me has enseñado mucho sobre mí misma, me has mostrado que
puedo ser valiente. —Ella le tendió la mano, pero él se apartó. Sabía que se
comportaba como un imbécil, pero no estaba seguro de poder soportar que
lo tocase en ese momento.
—No puedo dejar que nadie me diga lo que tengo que hacer. Ya no.
—Tú sabes perfectamente que yo no haría…
Se abrió la puerta de la cocina y el tío de Grace entró por ella. Se dobló
en dos, esforzándose por respirar.
—¿Tío Charlie? ¿Qué ha pasado?
El hombre siguió doblado en dos y con la respiración jadeante.
—Worthington y sus hombres. —Se enderezó y resopló—. Están aquí.
Son varios. Me dijo dónde estabas, pero yo no creía que fuera a venir. Me
dijo que te llevase a casa. —Señaló a Nash—. Sus amigos me han dicho
que vuelva y busque refugio aquí mientras se encargan de ellos. Dios sabe
que ese hombre me dará una paliza de muerte si se entera de que he
accedido a no entregarle a Grace.
—¡Diablos! —Nash miró a Grace—. Vete arriba con tu tío.
—¿Y tú?
—Yo tengo que ayudar a Guy y a Russell.
—Pero…
—Haz lo que te digo —bramó él.
Grace asintió y tomó a su tío del brazo.
—Por aquí.
Nash esperó hasta que subieron y oyó cerrarse la puerta del dormitorio
antes de ponerse las botas. los hombres de fuera probablemente eran los
mismos que había visto en la posada. Un grupo peligroso. Guy y Russell
eran luchadores, pero si esos hombres iban armados, correrían peligro. No
podía dejarlos solos.
Aunque lamentaba haber dejado arriba la condenada pistola.
Antes de que pudiese salir de la cocina, se abrió la puerta de atrás.
Nash se lanzó contra el primer hombre que entró, le dio un puñetazo en el
vientre y lo empujó contra el que lo seguía. Esquivó un puñetazo lanzado
desde algún lugar y respondió con otro propio, que hizo caer al suelo al
segundo hombre. Un tercero entró tras ellos. Nash frunció los labios.
—Worthington.
El hombre lo miró de arriba abajo.
—¿Quién diablos eres tú?
—Eso no importa ahora.
Worthington alzó su pistola mientras los otros dos se ponían de pie
tambaleantes.
—No, supongo que no. ¿Dónde está mi prometida?
—Le puedo asegurar que no es su prometida.
—Dime dónde está —exigió Worthington.
Nash miró a su alrededor. Uno de los hombres se sujetaba la nariz, que
sangraba, y el otro se apretaba el estómago con la mano. Ninguno de ellos
llevaba armas, así que solo tenía que preocuparse de la pistola de
Worthington. Si Guy y Russell no llegaban pronto, tendría que confiar en
que la pistola no fuese muy certera. No le quedaba más remedio que asumir
que sus amigos estaban lidiando con el resto de los hombres de Worthington
y esperaba que no tuviesen el mismo problema que él.
—Tengo una idea —dijo—. Luchemos como hombres. Si me vence,
puede llevarse a Grace.
—Con que Grace, ¿eh? —Worthington achicó la mirada—. No me
digas que esa putita se ha hecho amiga tuya.
Nash apretó los dientes. ¡Cómo deseaba que aquel hombre quisiera la
pelea! Le encantaría aplastar su cara engreída y hacerle pagar caro haber
asustado a Grace.
—Una pelea, maldita sea.
Worthington frunció los labios.
—Un secuestrador honorable. ¡Qué raro! Aunque ya me pareció que
había algo extraño cuando el muchacho nos habló de ti.
Nash gimió interiormente. El único muchacho que los ayudaba era
Tommy Jenkins, el chico de los repartos. Debía de ser él quien le había
hablado de ellos a Worthington, aunque no sabía cómo había descubierto la
casa del lago.
—Espero que no le hiciera daño —musitó.
—Solo un poco, —Worthington sonrió—. Pero ahora te lo voy a hacer
a ti.
—No si se lo hago yo antes.
Worthington levantó la pistola y Nash respiró hondo. Si supiera que
Grace estaría a salvo, no le importaría morir, pero dada la situación, no
podía.
El hombre apretó el gatillo.
***
—Nos va a matar a los dos.
Grace no tenía tiempo para lidiar con los lloriqueos de su tío. Aquello
había sido un disparo, ¿no? Y Nash no tenía su Flintlock. Lo sabía porque la
tenía ella. Metió la pólvora y la apretó con el escobillón.
La cara de su tío Charlie estaba cubierta de sudor y él se escondía
detrás de la cama.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso?
Ella movió la cabeza. ¡Y pensar que había tenido miedo de ese hombre
durante años! Solo era un cobarde.
Pero ella no podía serlo. Ese día no. Nash la necesitaba y ella rezó para
que el disparo no hubiese sido contra él.
Si estaba muerto…
Sacudió la cabeza. Aquel no era el momento de pensar en eso.
—Quédese aquí —ordenó a su tío.
Ignoró sus protestas y salió del dormitorio. ¿Cómo había podido
ofrecérsela a Worthington cuando sabía perfectamente que era un hombre
violento? ¿Por qué le había hecho eso a ella? Pero esas preguntas eran para
otro momento, cuando la vida de Nash no corriese peligro.
Los dedos le temblaban cuando agarró la pistola y respiró hondo varias
veces antes de bajar corriendo las escaleras. Nash la reñiría por no ser más
silenciosa, pero su vida estaba en peligro y no había tiempo. Entró en la
cocina blandiendo la pistola.
El aire abandonó sus pulmones cuando vio a Nash tumbado en el
suelo. Le subió bilis por la garganta y sintió mucho calor, como si alguien
hubiese prendido fuego a su bata y estuviese ardiendo de la cabeza a los
pies. Nash gimió desde su posición en el suelo y ella vio brotar sangre a
través de sus pantalones, justo por encima de la rodilla. Worthington
manoseaba su pistola, preparándola para volver a cargarla y había tres
hombres más desarmados en la puerta de atrás.
Grace levantó la pistola y apuntó con ella a Worthington.
—Yo que usted tiraría el arma.
Worthington la miró sobresaltado.
—¡Vaya! Pero sí es mi prometida.
—No soy su prometida.
—Grace —gimió Nash. Se levantó con ayuda de una silla—. Vuelve
arriba.
Ella negó con la cabeza.
—Le sugiero que se marche —le dijo a Worthington —, o me veré
obligada a dispararle.
Él sonrió con suficiencia.
—¿Un ratoncito como tú? Tú nunca me dispararías. —Le tendió una
mano—. Ven a casa conmigo, te convertiré en mi esposa y olvidaremos
todo esto.
Ella tiró del percutor con dos dedos.
—Jamás seré su esposa.
La expresión de él cambió y a ella se le heló la sangre. Aquel era el
hombre que sabía que existía bajo aquel encanto falso. El hombre que su
difunta esposa probablemente había visto muchas veces.
—No tienes elección —dijo él.
—Jamás seré su esposa —repitió ella. Se colocó delante de Nash.
Worthington señaló a este.
—¿Lo dices por él? ¿Por estos secuestradores?
—No. —Ella alzó la barbilla—. Lo digo por mí. Estoy harta de que me
digan lo que tengo que hacer, de llevar una vida dictada por hombres.
Él chasqueó la lengua con desprecio.
—Estás loca. Me casaré contigo y te enviaré a un asilo. Así aprenderás
a obedecer a tu prometido. —Abrió un paquete de pólvora con los dientes.
Grace levantó más la pistola. El golpeteo en su pecho había
desaparecido, la bilis amarga de su garganta también. Por primera vez en
siglos, todo estaba claro y tranquilo. No necesitaba analizar la situación ni
tomar notas. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer.
—Si intenta dispararnos a alguno de los dos, dispararé yo primero —
dijo. Puso el dedo en el gatillo.
—No te atreverías. —Él echó la pólvora en el cañón.
—Mi padre me enseñó a disparar cuando era niña —dijo ella con
calma—. Ha pasado el tiempo, pero creo que todavía puedo apuntar bien.
—Grace. —Nash intentó obligarla a ponerse detrás de él.
Ella no le hizo caso. Él había hecho mucho por ella y no pensaba
permitir que volviesen a hacerle daño.
Worthington la miró un momento y una sonrisa entreabrió sus labios.
—Eres demasiado blanda y tienes demasiado miedo, Grace. Tú jamás
podrías hacerme daño ni siquiera para salvar a tu novio. —Levantó su
pistola.
—Ya no tengo miedo. —Ella apretó el gatillo y el retroceso la lanzó
hacia Nash. Un grito resonó en la habitación y Worthington cayó al suelo.
Grace se acercó, le quitó la pistola y apuntó con ella a los hombres.
—Váyanse o les dispararé también.
Ellos no perdieron tiempo en salir por la puerta. Cuando se hubieron
ido, ella miró a Worthington, que rodaba por el suelo agarrándose la pierna.
—Bueno, he apuntado al brazo, pero la pierna me parece justo,
teniendo en cuenta que le ha hecho lo mismo a Nash.
Este la miró con la boca abierta.
Ella le pasó la pistola y colocó una silla para que se sentase.
—Será mejor que os vende a los dos, supongo.
Él asintió y se sentó en la silla. La puerta de la cocina se abrió y Nash
levantó la pistola mientras Grace se giraba.
Guy se detuvo delante de Worthington, que gemía todavía y se
agarraba la pierna herida.
—¿Qué diablos ha pasado?
—Ha pasado ella —respondió Nash.
Guy la miró. Russell entró en la cocina como una tromba.
—¿Qué ha pasado? —preguntó sin aliento.
—Ha pasado ella —repitió Guy.
—¡Vaya, que me condenen! —murmuró Russell.
Grace sonrió. Le parecía una exclamación apropiada.
Capítulo 29
***
Aquello podía ser un gigantesco error. A Nash le dio un vuelco al estómago
cuando salió del carruaje y miró la casa familiar. El estilo paladino del
edificio apenas había cambiado, con excepción de cortinas nuevas en las
ventanas de la sala de estar. Confiaba en que hubiese cambiado algo más,
que su padre aceptarse al menos recibirlo. Cuando se abrió la puerta
principal, tragó saliva con fuerza. Definitivamente, era un error. ¿Por qué
estaba dispuesto a exponerse otra vez a un encuentro humillante con su
padre?
Ah, sí, por Grace. ¡Maldición! Su capacidad de perdonar y su fuerza le
habían enseñado al menos una cosa, a dejar de ser un cobarde testarudo. Si
su padre seguía sin querer verlo, al menos lo habría intentado.
—¡Nash!
Una nube de muselina clara con cintas colgando por todos los ángulos
corrió hacia él. Henrietta lo abrazó por la cintura y él se tambaleó a causa
del inesperado peso.
—¡Madre mía, has crecido! —Miró a su hermana menor, quién le
sonrió abiertamente.
El corazón le dio un vuelco. Se había perdido muchas cosas, sobre
todo en la vida de Henrietta. Y todo había sido culpa suya, eso ya lo sabía.
Por mucho que quisiese culpar a su padre, sabía que habían sido su
obstinación y su estupidez lo que lo había alejado de allí.
—¿Cuándo demonios te has hecho tan grande?
—Soy alta para mi edad. —Henrietta se apartó, cruzó las manos a su
espalda y se balanceó en los talones—. El señor Joules dice que vienes a
hablar con padre. —Ella se mordió el labio inferior—. No discutiréis como
la última vez y te irás otra vez mucho tiempo, ¿verdad?
Nash sonrió.
—Me portaré muy bien, lo prometo.
—Me alegro. Tengo que enseñarte mi nueva colección de dedales.
Padre acaba de traerme uno precioso de Escocia. Tiene un cardo dibujado.
—Podrás enseñármelos muy pronto —contestó Nash. Pero antes tenía
que hablar con su padre—. ¿Dónde están las demás?
—Madre y Nelly han ido de visita. A mí no me permiten ir porque soy
demasiado inquieta.
—Mejor para ti. Te resultaría muy aburrido, estoy seguro.
Ella sonrió.
—No me importa porque has venido tú. Se morirán de envidia porque
he sido la primera en verte. —Hizo un mohín—. Todos te hemos echado
mucho de menos.
—Yo también a vosotros. —Él miro la ventana del estudio—. ¿Padre
me espera?
—Ajá. Ha dicho que vayas al estudio.
Nash abrazó a su hermana.
—Ve a sacar los dedales. Iré a verlos en un momento.
O eso esperaba. Si su padre no volvía a echarlo de allí.
Enderezó la columna y entró en la casa. Después de entregar el abrigo,
el sombrero y los guantes al mayordomo, echó a andar por el pasillo hacia
el estudio. Todo estaba igual, con los mismos cuadros, la misma alfombra y
la misma mancha de tinta por la que lo habían castigado a los siete años.
Pero él había cambiado, y si su padre no podía verlo, no habría nada que
hacer.
Llamó a la puerta cerrada y esperó permiso para entrar. Cuando abrió
la puerta, su padre se levantó de la silla. Los años habían teñido de gris casi
todo su espeso cabello y sus hombros eran un poco más redondeados de lo
que Nash recordaba. Su expresión permaneció un momento a la defensiva,
pero antes de que Nash cerrase la puerta, salió de detrás del escritorio y le
tendió los brazos.
Nash se quedó inmóvil, con los brazos a los costados.
—¡Ah!...
—Hijo mío. —Su padre retrocedió y se pasó una mano por la cara—.
Perdóname, pero te hemos echado de menos.
Nash parpadeó varias veces.
—Yo también a vosotros.
Su padre respiró hondo.
—He querido ir en tu busca muchas veces, pero… después del modo
en que dejamos las cosas…
Nash asintió.
—Y yo he sido demasiado orgulloso para venir.
Su padre le agarró los brazos y lo miró de arriba abajo.
—Tienes buen aspecto.
—Estoy bien —contestó Nash. Si no contaba el corazón roto por una
mujer.
—Me alegro, me alegro. Tu madre se pondrá muy contenta de verte.
—Perdóname, padre, pero… bueno, pensaba que no sería bienvenido.
—Lo sé. —Su padre hizo una mueca—. Y al principio no lo habrías
sido. Tienes que entender lo difícil que fue para mí tomar esa decisión,
pero, hijo, estabas muy perdido y no se me ocurrió ningún otro modo de
hacerte entrar en razón. Me pareció que la única manera de que aprendieras
era golpearte donde más te dolía.
Nash asintió. Le había dolido. La falta dinero y la pérdida de su
familia, la pérdida de sus sueños. Había sido una tortura, pero ahora se veía
a sí mismo como lo había visto su padre. Y no podía jurar que él no haría lo
mismo si un hijo suyo se portaba de un modo parecido.
—Siempre he pensado que acabarías volviendo a nosotros —confesó
su padre.
—Yo creía que no sería bienvenido.
Su padre apretó los labios.
—¿Y qué te ha hecho cambiar de idea?
Nash se encogió de hombros.
—No sabía si querrías verme, pero tenía que intentarlo. —Sonrió—.
Ahora soy diferente. Desde luego, ya no juego, pero, además… bueno, he
conocido a una mujer y ella me ha enseñado mucho.
—¡Ah! —Su padre enarcó sus cejas grises—. Las mujeres parecen
tener ese tipo de impacto en los hombres que somos bastante imperfectos.
¿Esa mujer sigue en tu vida?
—En este momento no.
—¿Y no hay nada que puedas hacer sobre eso?
—Creo que no.
Grace se había mostrado firme en su despedida. Había dicho que
necesitaba tiempo para ella. Luego lo había besado en la mejilla y le había
dado las gracias por todo. A él eso le había parecido un adiós definitivo.
—Pues, si eso cambia, estoy seguro de que nos gustaría conocerla. —
Su padre le puso una mano en el hombro—. Pareces un hombre nuevo.
Nash se sentía un hombre nuevo en muchos sentidos, pero ¿sería
suficiente para Grace? Sospechaba que una vez más tendría que hacer
acopio de valor y descubrirlo.
Capítulo 30
Grace tamborileó con los dedos en la mesa del desayuno y miró sus notas.
Su tio se sentaba en la cabecera de la mesa, con el cuerpo rígido, pero en
silencio. Apenas le había dirigido dos palabras seguidas desde que habían
regresado a casa.
La joven sonrió para sí. Sabía que él se avergonzaba de su cobardía y
quizá también un poco de haber intentado obligarla a casarse con
Worthington. Y si no era así, daba igual. Su tía Elsie y ella se mudarían en
cuanto encontrase una casa apropiada para ellas.
Después solo tenía que decidir qué hacer respecto a Nash. Le había
dicho que necesitaba tiempo y no era mentira. Se habían visto atrapados en
una aventura extraña, encerrados juntos y obligados a vivir situaciones
totalmente inusitadas. Cuando él le había dicho a su tío que se casaría con
ella, por un momento Grace se había sentido exultante, pero enseguida se
había dado cuenta de que, si alguna vez se casaba con alguien, no sería de
ese modo.
Volvió a mirar sus notas. Había confiado en que tener tiempo para
estar sola, apartada de la poderosa atracción que había entre ellos, la
ayudaría a comprender mejor las cosas.
Pero parecía que no había nada que entender. Lo amaba y ninguna
cantidad de notas la ayudaría a comprender racionalmente ese sentimiento.
Fue tachando palabras de la lista. Nash era bueno, leal, valiente y cariñoso.
También sabía que la apreciaba. Se había mostrado muy decepcionado
cuando ella le había dicho adiós.
Pero ¿la amaba?
Nada en sus notas podía asegurarle eso. Miró a su tía, quien parecía
más joven y relajada que nunca ahora que su futuro estaba decidido. O casi
decidido. En Inglaterra había muchas casas para alquilar, pero Grace
siempre encontraba algún defecto en todas. Los dormitorios eran demasiado
pequeños o la sala de estar no era lo bastante soleada. No había suficiente
jardín para que Claude explorara o las proporciones de las habitaciones no
eran correctas. Había soñado mucho con ese futuro, pero ahora le parecía
lúgubre.
Si Nash no estaba en él.
Sonó el timbre de la puerta y ella alzó la vista de sus papeles. Se abrió
la puerta.
—Hay un… —dijo el mayordomo, antes de que algo lo interrumpiese.
Grace frunció el ceño y miró la puerta de la sala del desayuno. Soltó
un gritito cuando un hombre enmascarado entró en la estancia, con un
pañuelo negro cubriendo la parte inferior de su rostro. Llevaba guantes
negros y la apuntó con un dedo.
—Señorita Beaumont, vengo a secuestrarla.
El tío de ella se levantó.
—¿A qué diablos viene esto?
Grace parpadeó unas cuantas veces y pasó la vista del dedo a los ojos
verdes del hombre. Movió la cabeza y sonrió.
—¿Qué haces aquí?
Nash devolvió la sonrisa.
—Ya te lo he dicho, vengo a secuestrarte.
—Estoy cansado de este asunto del secuestro. —El tío Charlie se dejó
caer en su silla—. Haga lo que quiera con ella. Yo, desde luego, no puedo
decirle lo que tiene que hacer.
La tía Elsie, que no había cerrado la boca desde que Nash había
entrado en la habitación, miró a su sobrina y después al intruso.
—¿Qué pasa aquí, Grace?
—Ah, sí, lo olvidaba. —Nash señaló a la mujer—. También la
secuestro a usted.
La tía Elsie se llevó una mano al pecho.
—¿Por qué va a querer secuestrarme a mí?
—Porque Grace la quiere mucho y no puedo separarlas.
Grace movió la cabeza y sonrió.
—No se equivoca.
—Bien. —Él hizo un gesto para que se levantaran—. Considérense
secuestradas. Vamos, señoras, no tenemos todo el día.
—Pero… pero ¿a dónde vamos? —preguntó la tía Elsie. Miró a Grace
—. ¿Tú de verdad quieres ir con él?
Grace se levantó de la silla y miró un momento a Nash a los ojos. No
necesitaba pensar más, ya no dudaba.
—Sí, sí quiero.
—En ese caso, supongo que será mejor que vaya contigo. —Su tía se
levantó despacio de la silla.
El tío Charlie se sirvió un café, sacó una petaca del bolsillo de la levita
y añadió un buen chorro de licor.
—No entiendo qué les pasa a las mujeres —murmuró—. De verdad
que no.
—Vamos, pues, no hay tiempo que perder. —Nash tomó la mano de
Grace y tiró de ella hacia el vestíbulo.
—¡Espera! —ella se detuvo—. No podemos irnos sin Claude.
Nash hizo una pausa.
—Por supuesto que no. ¿Dónde está?
Grace corrió al saloncito de su tía y lo encontró acurrucado en un
sillón. El animal soltó un maullido de protesta cuando lo tomó en brazos.
—Lo siento, Claude, pero nos vamos en otra aventura.
Fuera esperaba un carruaje y el escudo de armas indicaba que
pertenecía a un noble. Grace lo examinó y miró a Nash.
—Este no es el escudo de un secuestrador.
—Es el de mi padre —explicó él—. Nos hemos reconciliado.
—¿Eso significa que ya no estás repudiado?
—Sí. —Nash ayudó a la tía Elsie a subir al carruaje, tomó al gato y se
lo entregó a la mujer—. Y también significa que puedes estar segura de que
no quiero casarme contigo por tu dinero.
Grace movió la cabeza.
—Yo nunca habría pensado eso de ti. —Hizo una pausa—. ¿Casarte?
—¿De verdad piensas que te voy a secuestrar y no me voy a casar
contigo?
—Si te soy franca, no me has dado tiempo a pensar nada.
—Tengo una licencia de matrimonio preparada. Solo tienes que decir
que sí y podemos casarnos y partir para Guildham. La casa está un poco
deteriorada, pero prometo que la convertiré en un hogar hermoso para tu tía
y para ti.
—Eso no lo dudo.
—¿Casarse? —preguntó la tía Elsie desde el interior del carruaje—.
Grace, eso no me parece muy lógico.
Grace alzó la mano, desató el pañuelo negro del rostro de Nash, lo tiró
al suelo y le echó los brazos al cuello.
—Nada de esto es lógico —murmuró—. Por eso sé que es lo correcto.
—He intentado darte todo el tiempo que he podido —confesó Nash—.
Quería darte más, pero estar lejos de ti me está volviendo loco. Solo sabía
que tenía que volver a verte para estar seguro.
—Desde luego, había modos menos dramáticos de hacer eso.
Él se encogió de hombros.
—Pero no tan divertidos.
—Necesitaba tiempo para mí —dijo ella—. Creo que me ha venido
bien y me ha hecho comprender cuánto te amo y que estaré encantada de
poner mi destino en tus manos.
Nash sonrió ampliamente y le puso las manos en la cintura.
—¿Has escrito notas sobre mí cuando estábamos separados?
—Por supuesto.
—¿Decían lo mucho que te amo?
Ella negó con la cabeza. El calor de la mirada de él impedía cualquier
respuesta sensata y racional.
—Es verdad. Te amo, Grace. A ti y a tu gato feo.
—¡Chist! Él cree que es hermoso.
—Tú eres hermosa. En todos los sentidos. —Él respiro hondo—.
Señorita Grace Beaumont, tú haces que no pueda dormir, comer ni existir
sin empezar a pensar en ti. Desde el momento en el que me echaste encima
tu odioso gato, he estado obsesionado por ti y no puedo esperar a
convertirte en mi esposa.
—Pues no esperes más.
Él se inclinó a besarla y a continuación la tomó en brazos y la depositó
en el carruaje.
La tía Elsie movió la cabeza cuando Grace se sentó en el asiento a su
lado.
—No es propio de ti hacer algo tan osado.
—No, no lo es. —Grace sonrió y unió las manos en el regazo—. Pero
ahora soy diferente.
FIN
El rapto de la heredera
Samantha Holt
CAPÍTULO 1
Un sonido que solo podría describirse como una fuerte pedorreta
resonó por la sala de estar. Rosamunde se estremeció y se cubrió
brevemente los ojos con una mano. Bueno, podría describir el sonido de
peores formas, pero ella era una dama y ciertamente no hablaba de ruidos
corporales de esa manera. La tía Petunia se levantó de la silla, sonrojada, y
tomó la corneta culpable.
—¿George Hampton, acaso estás detrás de esto? —preguntó.
George, el primo de nueve años de Rosamunde, luchaba por mantener
la compostura. Sus mejillas se inflaron hasta que se deshizo en carcajadas,
sujetándose el estómago. Su hermana corrió hacia allí, le arrebató la corneta
a la Tía Petunia y se la lanzó a George.
—¡Esa fue la mejor hasta ahora, George!
La tía Petunia intentó coger a George por la espalda de la chaqueta,
pero él la esquivó y salió disparado de la sala de estar, seguido por su
hermana y los dos primos menores. La tía Petunia se dejó caer en su sillón,
pero no sin antes asegurarse de que no hubiera nada más que pudiera hacer
un ruido tan grosero.
La madre de Rosamunde acarició el dorso de la mano de la tía Petunia.
—Hoy están muy animados.
Como lo estaban siempre. Rosamunde adoraba a sus primos menores
y no podía culparlos por su comportamiento. Ella había sido igual durante
su infancia en la casa paterna. Los grandes salones de Westham House
siempre proporcionaban un maravilloso patio de recreo para los niños.
Incluso ahora, preferiría escaparse a la biblioteca y esconderse en la galería
superior o caminar en puntillas por el pasillo de los sirvientes, rogando para
que no la atraparan. Cualquier cosa antes de sentarse y escuchar a sus
cuatro tías y a su madre hablar sobre las perspectivas matrimoniales de
Rosamunde.
Dios Santo, ya se había casado una vez. ¿Acaso no era suficiente?
—¿Qué tal Sir Bellmont? —sugirió su madre.
—Oh —asintió la tía Janey—. Es elegible.
—No es lo suficientemente rico —observó otra tía.
Rosamunde arrugó la nariz. La riqueza no era un problema. Sir
Bellmont era casi tan anciano como su difunto marido. Si se casaba con él,
era probable que quedara viuda por segunda vez y ¿qué clase de reputación
tendría entonces?
Frunció los labios. La gente la llamaría La Viuda Negra. O La Viuda
Perversa. No, La Esposa Asesina. Sonrió para sí. En realidad, eso no sería
tan malo. Incluso podría resultar emocionante. No es que tuviera ningún
deseo de enterrar a otro esposo, pero sería bastante emocionante ser
conocida como algo más que Lady Rosamunde Stanley, heredera de la
fortuna de su padre, viuda del vizconde Rothmere y tía de demasiados
primos traviesos. Miró sus manos. No debería quejarse. Había muchas
personas en circunstancias mucho peores que las suyas. Su matrimonio
concertado había sido aceptable, aunque increíblemente aburrido. El
vizconde siempre la había tratado con respeto, aunque era de suponer que
dos visitas al año dejaban poco margen para tratarla de otra manera. Su
fallecimiento no fue una sorpresa. Apenas un año después de su
matrimonio, la salud mental de él comenzó a deteriorarse y ella perdió toda
esperanza de concebir hijos. Fue un milagro que durara cinco años.
Sus primos irrumpieron nuevamente en la sala, seguidos por la
hermana menor de Rosamunde, Ellie. George pasó corriendo junto a la
delicada mesa que estaba a un lado de Rosamunde y esta se tambaleó
peligrosamente. Ella cogió la taza de té antes de que pudiera caer con
estrépito y observó cómo George se escondía detrás de las pesadas cortinas
de damasco, seguido por el resto de los primos más pequeños.
Tías, tíos, hermanas y primos mayores expresaron su consternación
mientras los niños correteaban entre todos ellos por la habitación, como si
fuera una pista de carreras de caballos en lugar del elegante salón de una
lujosa casa londinense. Varios perros que estaban en la habitación
comenzaron a ladrar.
Rosamunde cerró los ojos por un instante. Esas reuniones en Westham
sucedían al menos todos los sábados. Era raro que la casa estuviera ocupada
solo por sus padres y su hermana. Y aunque adoraba a su familia, a veces
sospechaba que sería agradable tener un poco de paz.
¿O no?
No. Tal vez algo… bueno, diferente. Algo que no fuera tomar el té con
sus tías y conversar sobre su futuro. Algo que no fuera ver cómo sus primos
derribaban el florero Wedgewood cada vez que estaban de visita. Algo que
no fuera comer galletas de manteca y tomar té. Miró hacia la puerta abierta
y esperó en silencio. Algún día sucedería, estaba segura. Algo diferente y
emocionante ocurriría. Un pirata entraría corriendo por la puerta, la
señalaría con el dedo y diría: “Sí, ahora sí. Tú te embarcas conmigo en una
aventura, jovencita”.
Frunció el ceño. No, eso no estaba bien. Los piratas decían “mi
corazón”. Había estado pensando en el fornido escocés que le exigiría que
fuera a su castillo en las Tierras Altas de inmediato y le ayudara a repeler el
asedio de miles de ingleses. Sin embargo, hoy en día, le apetecía más una
aventura en alta mar. Seguramente podría fregar cubiertas como cualquier
hombre, pensaba, y era una excelente nadadora, sin mencionar que sabía
manejar una espada. Su pirata sería guapo, por supuesto, con dentadura
blanca completa y aroma a brisa marina y jabón. Sus ojos serían azules
como los mares tropicales de los que había oído hablar, y su cabello tendría
un color arenoso, desteñido por el sol. Además, sería terriblemente fuerte y
capaz de cargarla en brazos o sujetarla firmemente en la cubierta cuando se
desatara una tormenta. Rosamunde suspiró cuando la entrada permaneció
vacía y no entró ningún hombre apuesto de brazos fuertes y pelo dorado.
—¿Rosamunde, estás soñando despierta otra vez? —preguntó su
madre, inclinándose hacia ella desde el sofá.
—No.
—Sí, lo estabas haciendo.
—Solo estaba pensando, mamá.
Su madre frunció los labios.
—Soñando despierta. Realmente deberías dejar de hacerlo. No es
propio de una dama, sobre todo cuando estás con gente.
Rosamunde no mencionó que su familia estaba acostumbrada a sus
ensoñaciones y fantasías y además, estaban demasiado preocupados con las
discusiones sobre su futuro como para que les importara si ella prestaba
atención o no.
—Eres demasiado parecida al tío Albert —murmuró la tía Janey—. Es
una suerte que sea bonita, si no seguiría soltera con la nariz metida en un
libro y la cabeza en las nubes.
Rosamunde se contuvo para no alzar los ojos al cielo. Sus tías no eran
malas, pero ninguna de ellas sabía callarse la boca. Era una lamentable
característica familiar, desafortunadamente. Si alguien pensaba algo, por lo
general lo decía en voz alta. Hasta ella misma lo hacía en ocasiones.
—¿Alguien ha tenido noticias del tío Albert? —preguntó su madre.
La tía Janey negó con la cabeza.
—No, pero ya sabes cómo es. Es probable que esté trepando por
Scarfell o se haya hecho amigo de algún lord ermitaño.
Rosamunde frunció el ceño.
—¿Nadie lo ha visto esta semana?
Mamá se encogió de hombros.
—Albert suele desaparecer por un tiempo, lo sabes.
—Sí, pero han pasado tres meses. —Rosamunde se acomodó las gafas
sobre la nariz. —Es una ausencia larga, incluso para él.
La tía Petunia movió hizo un ademán con la mano.
—Siempre ha sido muy independiente.
Y Rosamunde lo envidiaba por eso. De todos los miembros de su
familia, el tío Albert era al que más comprendía. No siempre asistía a las
reuniones semanales y a menudo se lo pasaba en el campo o frecuentando
su club de caballeros para después regresar con relatos de peleas y apuestas
atrevidas. Ella sospechaba que él también era el único que la comprendía.
Tenía ese mismo deseo de ver más, de hacer más. Le encantaba viajar por el
país y siempre le traía algún pequeño obsequio.
La última vez le había traído de Cumbria una piedra afilada que según
alegaba, era una herramienta antigua utilizada por los seres humanos hacia
miles de años. Ella había oído de tales descubrimientos, pero no sabía si su
piedra era genuina. Pero no importaba. Atesoraba su colección de objetos
mundanos, aunque no le importara el valor de los objetos en sí, sino la
historia que los acompañaba.
—¿Crees que deberíamos contratar a alguien para buscarlo? —sugirió
Rosamunde—. Hace bastante tiempo que no lo vemos.
Su madre negó con la cabeza.
—Pronto regresará, sin duda, con muchas historias fantásticas.
—Pero podría estar herido —protestó Rosamunde—, o en algún tipo
de problema. ¿Y si alguien lo ha… no sé… secuestrado?
Mamá se rió.
—¿Por qué alguien querría secuestrar al tío Albert? —Palmeó
ligeramente la rodilla de Rosamunde. —Rosie, tienes que dejar de imaginar
cosas. Nunca te encontraremos otro esposo si sigues comportándote como
una niña.
Rosamunde suspiró, sobre todo porque detestaba que la llamaran
Rosie. Le recordaba cuando era niña y le decían que no podía hacer las
mismas cosas que los niños.
Oh, no, Rosie, las niñas no nadan en el lago.
No, Rosie, las señoritas no pueden aprender esgrima.
De ninguna manera, Rosie, las mujeres de tu edad no deberían fumar
ni beber alcohol.
Pffft. No entendía por qué. Era tan buena espadachín como los
mejores, habiendo aprendido al imitar a su tío Frederick cuando él
practicaba. También sabía fumar, aunque en realidad, no era muy agradable
y había pasado gran parte de la noche tosiendo después de probar un
cigarro. Era una enérgica nadadora y no arrugaba la nariz al beber alcohol,
como muchas señoritas jóvenes. Sabía hacer todas esas cosas y las hacía
con gusto.
Es decir, las haría, si su familia se lo permitiera.
Pero, no, por lo visto, pasaría el resto de sus días sentada allí, casada
con otro anciano.
Miró esperanzada la puerta abierta. Nunca había sido mejor
momento para que el noble escocés, laird MacFarlane viniera a rescatarla.
Incluso aceptaría al señor Hunter, el intrigante arqueólogo que necesitaba
desesperadamente su ayuda en Egipto para descifrar los jeroglíficos de una
tumba perdida y maldita.
Sus primos menores salieron apresuradamente de la sala en fila, lo
que la trajo de vuelta de su ensoñación. Suspiró. Ningún laird ni aventurero
vendría, lo que significaba que tendría que idear una forma de vivir su
propia aventura. El problema era que apenas sabía por dónde empezar.
Ninguna de sus amigas tenía los mismos deseos y la mayoría estaban
casadas o tenían niños. Ojalá el tío Albert estuviera allí. Seguramente le
daría buenos consejos.
—Ah, Rosamunde —dijo la tía Petunia—, ¿vendrías conmigo
mañana a casa de la señora Lockwood? Debería ir con Mabel, pero como
sabes, está demasiado ocupada con los preparativos de la boda y todos
quieren visitarla ahora que está comprometida.
Bueno, no era una aventura, pero le gustaba visitar a la señora
Lockwood. La mujer, que era de una notable franqueza, tenía una preciosa
casa antigua en el campo y varios perros. Rosamunde envidiaba un poco su
vida solitaria.
No había tías que molestaran a la señora Lockwood para que
volviera a casarse ni primos correteando por los pasillos. Solo ella y sus
perros, y una casa que seguramente albergaba varios fantasmas y pasadizos
secretos. A veces, cuando Rosamunde la visitaba, apoyaba los dedos en las
paredes con la esperanza de encontrar puertas secretas, pero aún no había
encontrado ninguna.
—Estaré encantada de acompañarte, tía.
No viviría una gran aventura al día siguiente, pero a menos podría
viajar un poco y escapar a la discusión sobre su próximo matrimonio.
—Oí decir que Lord Woolhurst estará de visita —dijo su madre en
un susurro vehemente—. Deberías llamar su atención. Sería un buen esposo
para ti.
Rosamunde reprimió un gemido.
CAPÍTULO 2
Marcus Russel se ajustó el pañuelo sobre la nariz y aferró con fuerza
la pistola. Su mano se mantuvo firme, su respiración, lenta y calmada.
Cogió las riendas del caballo y miró hacia el camino.
—Ya falta poco —murmuró al caballo.
Siempre y cuando no hubiera animales esta vez, el secuestro debería
ir sin problemas. Siempre y cuando no hubiera unos malditos gatos. La
última criatura horrenda había arañado el interior del carruaje y dejado
marcas en la tela. Poco le importaba la apariencia del carruaje: se utilizaba
para transportar mujeres hacia y desde su escondite y bastante gastado
estaba ya, pero no necesitaba más gatos horrendos arañando el interior.
Resopló por lo bajo. La señorita Beaumont había sido la primera y
única mujer que había llevado un gato y él dudaba de que a otra mujer se le
ocurriera traer su horrible mascota a un “secuestro”.
Por supuesto, ella ya no era la señorita Beaumont y a Russell le
resultaba bastante divertido ver a Nash perdidamente enamorado de la
interesante mujer, incluso si tenía el gato más horrible del mundo.
El traqueteo de las ruedas del carruaje en el camino seco hizo que su
corazón diera un pequeño vuelco. Respiró hondo y fijó la vista en el
camino. Un carruaje cerrado, reluciente y negro como el azabache bajo el
sol del verano, con adornos dorados. Sin duda, su objetivo.
—Vamos, Junior —dijo, e instó al caballo a avanzar hacia el centro
del camino—. Es hora de actuar.
Sosteniendo la pistola en posición, mantuvo su postura firme. Junior
había llevado a cabo muchos de estos secuestros con anterioridad y se
mantenía perfectamente quieto. El carruaje se detuvo y el conductor se
apresuró a bajar del asiento, pero Russell le apuntó con el arma.
—Quédese dónde está o dispararé —amenazó con firmeza.
El conductor asintió, sujetando las riendas con manos temblorosas.
Russell dio la vuelta al carruaje y al mirar por la ventanilla vio a dos
mujeres abrazadas. Se centró en la más joven. Morena y bonita, como Guy
la había descrito.
Muy atractiva. Russell apretó la mandíbula. La señorita Heston se
veía algo mayor que los veintiún años que él esperaba, pero Guy
ciertamente le había restado importancia a su atractivo. Ella lo miró con
ojos muy abiertos, luego murmuró algo a su acompañante mayor.
Antes de que él pudiera abrir la puerta, la mujer la empujó, asomó la
cabeza y lo fulminó con la mirada. Sin el cristal nublado entre ambos, pudo
ver unos labios generosos, una barbilla algo obstinada y lentes con montura
de metal que acentuaban unos ojos de un cálido color castaño. Sin embargo,
no había nada cálido en su mirada.
Él arqueó una ceja. La mujer era una excelente actriz.
—Venga conmigo. —Mantuvo la voz baja, en caso de que la
acompañante no conociera el arreglo que tenían.
—¡Ni por mil demonios!
Él parpadeó ante el exabrupto. Hasta donde sabía, la mujer que
estaban secuestrando era de cuna refinada y estaba tratando de escapar de
las persistentes atenciones de un caballero. Aun así, tal vez estaba tratando
de representar el papel de víctima indefensa ante su compañera.
Muy bien. Ella no era la única que sabía actuar. No por nada él
había leído todas las piezas teatrales de Shakespeare.
—Venga conmigo o dispararé —le advirtió, manteniendo un tono
vehemente y hostil.
La señorita Heston lo miró de hito en hito y levantó la barbilla.
—Si lo que quiere es dinero, soy muy acaudalada. —Se llevó una
mano a un prendedor que llevaba en el escote de su vestido carmesí.
La mirada de Russell siguió el movimiento de ella, sin intención.
Solo se dio cuenta de que el escote de la mujer le había llamado la atención
cuando ella desprendió el prendedor de oro y rubí. Apartó la mirada
enseguida y parpadeó, sintiendo que la imagen de piel suave, sombras
oscuras y curvas generosas estaban grabadas a fuego en su mente.
Sospechaba que de ahora en más, cada vez que parpadeara, volvería a ver
esa imagen.
Qué tontería. Había visto muchos escotes en su vida. Un atisbo de lo
que parecía ser un escote excelente no sería su perdición. Si había podido
sobrevivir en las calles y forjarse una vida de la nada, ciertamente podía
olvidar la imagen de ni siquiera un tercio de un seno.
O dos.
Maldición. Parpadeó un par de veces más y luego frunció el ceño
cuando ella le entregó el prendedor.
—Tome, esto vale mucho más de lo que conseguiría por mi rescate.
Él lo ignoró y frunció el ceño aún más. ¿Por qué demonios le daba
el broche? Si seguía perdiendo tiempo el conductor podría reunir el valor
para luchar con él o vendría alguien y Russell tal vez terminaría con un
disparo en el cuerpo.
—Si con eso no es suficiente… —La mujer se levantó la falda,
revelando una media pálida alrededor de una pierna bien formada.
La imagen del escote ya no lo perseguiría, lo que ya era algo. Tragó
saliva y frunció el ceño mientras ella dejaba a la vista el borde de encaje de
la media y la liga que la sostenía. Su mano se movió lentamente hacia la
banda y sacó un billete.
¿Por qué diablos esta mujer guardaba billetes en las medias?
Tras sacar el billete, ella cerró los dedos alrededor de otra cosa: un
mango adornado con piedras preciosas.
Una maldita navaja.
Ella la sacó rápidamente y la movió hacia él. Russell retrocedió; la
hoja pasó junto a su abdomen y se enganchó brevemente en la tela.
—¡Diablos, mujer! —Le cogió la muñeca. La actuación se estaba
poniendo demasiado peligrosa. Tenía que ponerle fin ahora mismo.
Ella chilló y la navaja resbaló de entre sus dedos. Aferrándole la
muñeca, él la acercó de un tirón y luego le pasó un brazo alrededor de la
cintura. La mujer que estaba dentro del carruaje gritó e intentó coger las
faldas de la señorita Heston, pero Russell se llevó a su cautiva con facilidad
y la subió con él al caballo; sus piernas pateaban contra las enaguas
espumosas y con los puños golpeaba el muslo de él. Russell miró a la mujer
que estaba atravesada sobre su regazo y meneó la cabeza.
Nada de gatos esta vez. En cambio, tenía una bestia salvaje que
parecía dispuesta a destrozarlo con sus garras.
Cada vez que su madre hablaba, Rosamunde sentía morir una parte
de sí. Pronto sería un cascarón sin alma. Solo una funda marchita y
arrugada, sostenida apenas por huesos.
No ayudaba que Russell tuviera esa constante expresión de
incomodidad. Tampoco ayudaba que su primo hubiera escondido una
corneta debajo de su sillón. Si solo se hubiera dado cuenta…
Esto había sido un error monumental. Ella podría haber interrogado
a su familia por su cuenta. Debería haberlo hecho. En cambio, su madre lo
miraba como a un potencial pretendiente. Para ser franca, casi no podía
culparla. Russell podía tener una cierta aspereza en algunos sitios, pero su
ropa hablaba a gritos de riqueza y era sumamente guapo. Hasta se había
afeitado para la ocasión.
No era que ella notara esas cosas.
Miró hacia la puerta del salón. Si solo se hubiera puesto firme y se
hubiera negado con firmeza a reunirse con su familia. Debió de creer que
Russell tendría mejor suerte para sonsacarles información. Cada vez que
conversaba con sus tías, la conversación invariablemente giraba hacia
matrimonios o si estaba comiendo bien o si se había quedado al sol
demasiado tiempo… cielos, ¿cómo una joven tan bonita podía tener pecas?
Nadie podía negar que Russell imponía su presencia. Rodeado por
sus tías y primas en variados tonos femeninos y por los tenues tonos pastel
del salón, parecía un alto roble rodeado de flores primaverales que arrojaba
su sombra y atraía la atención de cada una de ellas. Hasta Mabel se veía
algo turbada y Rosamunde no creía que nadie pudiera hacerle desviar la
atención de su amado novio.
—No tengo familia —respondió Russell, tajante.
Oh. Ella sintió una punzada de compasión. Por más que su familia la
llevara al borde de la locura, no imaginaba la vida sin ella.
—Lo siento —murmuró.
Él se encogió de hombros y le dirigió una rápida mirada.
—No tiene importancia.
La madre de Rosamunde se irguió ligeramente.
—¿Entonces está solo? ¿No tiene… mujer ni hijos?
Santo Cielo. Rosamunde contuvo el impulso de hundir la cabeza
entre las manos.
—Mamá —dijo, apretando los dientes.
—Soy solo yo —respondió él.
—Interesante. —La madre de Rosamunde se llevó los dedos a los
labios. —¿Le apetecería una taza de té, señor Russell? ¿O pastel? Tenemos
en abundancia.
Él negó con la cabeza.
—No, gracias, miladi. Realmente debo pedirle que…
La tía Effie intervino, luego otra de sus tías y hasta la prima Emily
comenzaron a hacerle preguntas. Él las evadió todas y reveló muy poco
sobre sí mismo. Rosamunde no lo culpaba por esquivar las preguntas, pero
tenía que admitir que despertaba su curiosidad.
¿Cuánto tiempo había vivido sin familia? ¿Se había casado alguna
vez? Tenía edad suficiente como para haber tenido esposa alguna vez. Ella
no sabía qué edad tenía exactamente, pero deducía que estaría cerca de los
treinta años. Tal vez tenía alguna historia trágica en la que había perdido su
familia en un naufragio y ahora no podía siquiera mirar el mar que tanto
solía gustarle.
No. Qué absurdo. Estaba lleno de gente sin familia y sin historia
trágica.
No obstante, era innegable que había despertado su curiosidad.
—Esto es atroz —le murmuró a Mabel.
—Les agrada —respondió Mabel—. Y eso no es malo.
Rosamunde negó con la cabeza.
—No necesito que les caiga bien. Necesito que respondan a sus
preguntas.
Y Russell lo intentó. Por cada pregunta que esquivaba, les devolvía
otra, pero nadie pudo decir cuándo había visto a Albert por última vez o
había sabido algo de él. Parecía probable que Rosamunde fuera la última
que había hablado con él y habían pasado tres meses.
—Es muy guapo, de una manera algo ruda —observó Mabel—.
Entiendo por qué te gusta.
—¿Gustarme? —dijo Rosamunde por lo bajo—. No me gusta. Es
decir, no me disgusta, pero no está aquí para que me guste. Me está
ayudando a investigar.
—¿De verdad crees que tu tío Albert está en apuros?
—Sí.
—Pues pienso que si alguien podría encontrarlo, sería el señor
Russell. Se lo ve muy decidido.
Rosamunde no pudo resistir echar una mirada a su mandíbula firme
y sus fuertes hombros. “Decidido” era una manera de describirlo. A ella le
venían a la mente continuamente palabras como atractivo, impactante,
intrigante. Tal vez hasta gallardo. Dudaba de que Russell apreciara que se
lo llamara gallardo, pero podía imaginarlo llevando a cabo hazañas heroicas
con facilidad, como correr a salvar a su amada o blandir la espada para
defenderse de una horda de enemigos.
Russell logró quedarse más de una hora antes de poner una excusa
para marcharse. Todos los perros comenzaron a ladrar y bajaron de los
sillones para saltarle a las piernas. Rosamunde se abrió paso para
acompañarlo hasta la puerta y lo siguió hasta la calle.
—Lamento que no haya podido conseguir más información. —
Entrelazó las manos delante del cuerpo. —Y le pido disculpas por mi
familia. A veces pueden resultar intimidantes.
Una sonrisita se dibujó en los labios de él.
—Me he topado con cosas peores.
—Pues me gustaría escuchar esa historia algún día.
Él la miró durante un instante, luego pareció volver abruptamente al
presente.
—No es una historia para los oídos de una dama —dijo, tajante, y la
sonrisa desapareció.
—No soy…
—No fue una pérdida completa de tiempo, de todos modos. Una de
sus tías mencionó el Alfred Club.
—Ah, sí. Es un club de escritores. Solo para caballeros. Aunque el
tío Albert siempre decía que era más lo que se bebía y se jugaba a las cartas
que lo que se conversaba.
—Creo que sería buena idea visitarlo y hablar con algunos de sus
conocidos. Tal vez les dijo dónde pensaba ir.
Ella asintió.
—Me parece una idea excelente. ¿Cuándo le parece ir? ¿Esta noche?
—Iré mañana. Solo. Por si lo ha olvidado, Rosamunde, usted
ciertamente no es un caballero.
Ella abrió la boca y luego la cerró.
—Le haré saber lo que averiguo.
—Pero yo podría…
—Me pondré en contacto con usted.
Dio media vuelta y se alejó por la calle; sus piernas largas lo
alejaron tan rápidamente que aun cuando ella lo llamó, no le pareció que la
oiría.
—Ah, bah —refunfuñó.
Un club de caballeros. Qué interesante sería. Si solo pudiera pensar
en la manera de entrar. Tal vez podría buscar una entrada de servicio o
trepar por una ventana. ¿Pero entonces, cómo haría para conseguir
información? Se llevó un dedo a los labios. Tenía que existir una forma de
que pudiera participar. De ninguna manera pensaba permitir que Russell
hiciera toda la investigación por su cuenta.
CAPÍTULO 9
—Vas a tener que ajustarlo más.
Mabel dio un paso atrás y observó a Rosamunde con ojo crítico.
—Puedo ajustarlo todo lo que desee pero no hay manera de
disimular tus… bueno, tus atributos.
Rosamunde exhaló y se miró en el espejo de pie. Una ajustada tela
blanca le aplastaba los senos, pero igualmente se curvaban hacia afuera.
—No hay forma de que pueda hacerme pasar por un hombre.
—Lo intentaré de nuevo —se ofreció Mabel.
Rosamunde asintió y se preparó. Mabel tiró con fuerza de los
extremos de la tela y Rosamunde hizo una mueca de dolor al sentir la
presión contra la piel.
—Jamás creí que maldeciría el hecho de tener curvas —se quejó.
—¿Estás segura de que deberías hacer esto? ¿No hay que ser
miembro del club para poder entrar?
—Se permite la entrada de familiares de miembros. Solo daré el
nombre del tío Albert.
Mabel levantó la mirada hacia ella.
—Realmente no sé si te ves lo suficientemente masculina. Ni
siquiera con la ropa de mi hermano.
—Sigue ajustando.
—Si tu madre se entera que he participado en esto…
—Nadie lo sabrá —le aseguró Rosamunde—. Me colaré por la
entrada de servicio mientras el personal está cenando.
—¿No puedes simplemente dejar que el señor Russell haga su
trabajo? —sugirió Mabel con suavidad.
—¿Y que sea el único que se divierte? Ni lo pienses.
—No sé qué tiene de divertido aplastarse los senos y colarse en un
club de ancianos —murmuró Mabel.
—Tengo que hacerlo, Mabel. Tengo que encontrar al tío Albert.
—Pensaba que la idea de contratar a alguien era justamente para que
no tuvieras que hacerlo tú.
—Contraté al señor Russell por sus conocimientos. Además, no
puedes negar que la ayuda de un hombre te abre algunas puertas.
—Abre las puertas de clubes de caballeros, y ¡por eso no entiendo
por qué estamos haciendo esto!
—Más ajustado —insistió Rosamunde.
—Nunca me dijiste dónde encontraste al señor Russell. Es
sumamente guapo. No es de extrañarse que tu madre estuviera encantada
con él.
Rosamunde hizo una mueca de pesar. Debería haberlo mantenido
lejos de su familia de dementes. Al parecer, su madre había decidido que el
señor Russell tenía suficiente dinero y era lo bastante guapo como para ser
adecuado para su hija y ahora no dejaba de hablar de él. O tal vez su madre
se había cansado de que Rosamunde no prestara atención a los hombres y
creía que esto era tan buena manera de conseguir que se casara de nuevo
como cualquier otra. En ambos casos, su madre se equivocaba. Russell
podía ser rico, pero no parecía la clase de hombre que fuera a casarse.
—El señor Russell iba a ser tu secuestrador.
Mabel ahogó una exclamación.
—Ay, cielos. —Metió los extremos de la tela dentro de los pliegues
y dio un paso atrás para admirar su trabajo. —Así está mejor, creo.
—Casi no puedo respirar, así que mejor que tengas razón.
—No sé cómo me hubiera sentido si me hubiera raptado el señor
Russell.
Rosamunde frunció el ceño.
—Sabías que sucedería. ¿Por qué tendrías que haber sentido algo?
—Bueno, pues tiene ese aire algo oscuro y peligroso ¿no? Creo que
habría sido de lo más atemorizador.
—Sí, lo fue, supongo—. Y algo emocionante y vigorizante.
—De todos modos les pagué, y también envié un largo mensaje de
disculpas, pero igual me siento muy mal por el cambio de planes.
—Imagino que hay muchas otras mujeres para raptar.
—Me pregunto cómo un hombre se mete en algo así. —Mabel le
alcanzó una camisa y la ayudó a meter los brazos en las mangas.
Rosamunde luchó con los botones y soltó un sonido de frustración.
—¡No sé cómo hacen los hombres con esto! ¡Están al revés!
—No lo hacen —le recordó Mabel—. Tienen valet.
—Dudo que Russell tenga uno. Me parece más bien independiente.
Y ahora lo imaginaba vistiéndose, poniéndose la camisa sobre los
brazos fuertes y el pecho musculoso. Si ya le estaba costando respirar,
Mabel se lo había puesto peor.
Mabel la ayudó con los botones y el pañuelo y luego con el resto de
la ropa. Rosamunde se recogió el pelo en un rodete tenso, lo sujetó con una
peineta simple y añadió el sombrero.
—¿Y si tienes que quitarte el sombrero?
Rosamunde se miró en el espejo e hizo una mueca al ver su imagen.
—Ojalá hubiera tenido tiempo de comprar una peluca. Se
inspeccionó con atención y levantó la barbilla. Se veía masculina, sí,
aunque muy joven. A la luz de las farolas del club ¿seguramente podría
pasar por un hombre?
—Tal vez deberías dejarle todo esto al señor Russell.
—Nunca.
—No tiene nada de malo permitir que un hombre te ayude, sabes —
dijo Mabel, mientras le alcanzaba los guantes.
—No necesito ayuda.
—Entonces, ¿por qué lo contrataste?
Rosamunde soltó un suspiro. Mabel jamás lo entendería. Adoraba a
los hombres y adoraba depender de ellos. Cuando Rosamunde pensaba en
tener hombres en su vida, se parecían a su tío Albert. No por mayores ni
algo rellenos, desde luego, sino porque la respetaban y también respetaban
su opinión. Ciertamente no se casaban y luego pasaban la menor cantidad
posible de tiempo con ella. La consideraban un par y deseaban su ayuda.
No, necesitaban su ayuda.
Russell no lo sabía todavía, pero iba a necesitar su ayuda, de eso
estaba segura. Y aunque pensaba respetar la experiencia de él y las puertas
que podría abrirle por ser hombre, no pensaba dejar que fuera el único que
se divertía.
Russell hizo una mueca. La mujer tenía que estar desquiciada. Era la
única explicación posible.
Vestida con ropa de hombre, caminaba de un lado a otro por la
entrada del club. Él sacudió la cabeza. Cómo no la habían echado de allí
todavía, no lo sabía, pero no había manera de que pasara por un hombre. Ni
siquiera por un muchacho, para el caso. Sus curvas estaban disimuladas
bastante bien, pero era imposible confundir esa cara bonita, aun detrás de
gafas más grandes de las que llevaba habitualmente.
Fue hasta ella y la cogió del brazo. Ella soltó un chillido
decididamente femenino.
—¿Qué hace aquí? —murmuró él.
Ella abrió grandes los ojos al ver que se trataba de Russell. Lo miró
de hito en hito.
—Se lo ve muy elegante.
No era la respuesta que esperaba; él nunca pensaba en cómo se veía
con ropa formal ni si les resultaba atractivo a las mujeres. Vestía ropa
elegante porque en un tiempo no había tenido nada. Apenas si había tenido
zapatos de su talla, ni qué hablar de prendas de calidad. El hecho de que
usara esa ropa no tenía nada que ver con causar buena impresión en nadie.
Pero una parte extraña de su ser se alegraba de que ella pensara que
se veía bien.
—Salgamos de aquí antes de que alguien se dé cuenta de quién es
usted y quede envuelta en un escándalo —dijo.
—Nadie me ha visto todavía. —Intentó resistirse a la fuerza con que
tiraba de su brazo hacia la puerta.
—Créame, alguien se fijará en usted muy pronto. Como hombre, es
desastrosa.
—Pero…
—Ya he hecho averiguaciones. No hay necesidad de que esté aquí.
—Pero…
—Venga. —Tiró de su brazo y ella suspiró y dejó que la guiara
hacia las calles oscuras.
Russell le soltó el brazo y ella resopló y se acomodó el chaleco. Él
le miró el tórax con el ceño fruncido.
—Le pedí a mi prima que me vendara el pecho —explicó
Rosamunde.
Él levantó la mirada de inmediato. Diablos. Lo habían pillado.
—No estaba pensando…
Ella se apretó la chaqueta contra el cuerpo.
—¿Cómo logró entrar? No es socio ¿verdad?
Él sonrió con expresión burlona.
—¿No cree que soy lo suficientemente listo?
Rosamunde frunció el ceño.
—No. No me parece la clase de hombre que disfruta de la compañía
de otros hombres.
Russell buscó una respuesta. Ella no se equivocaba.
Un carruaje se detuvo afuera de la puerta del club y dos caballeros
descendieron del vehículo, que volvió a ponerse en movimiento. Los
hombres saludaron con un movimiento de cabeza y uno de ellos miró a
Rosamunde con expresión confundida.
Russell la cogió del brazo y la llevó hacia las sombras del edificio.
—¿En qué estaba pensando? —exclamó—. No puede hacerse pasar
por un hombre.
—Me pareció que me veía muy bien. —dijo ella, levantando la
barbilla.
—Es demasiado bonita.
—Ah.
—Para no mencionar que es imposible disimular algunas cosas.
—¿Algunas cosas?
—Sus, hum… —Dibujó unas curvas con las manos. —La chaqueta
es demasiado corta para ocultar… hum.
—¡Ay! —Rosamunde se cubrió la cara con las manos. —Solamente
me miré de frente. —Frunció el entrecejo. —Demonios. ¿Por qué Mabel no
me dijo nada?
—Si lo hubiera hecho, ¿la habría escuchado?
Ella no pudo reprimir una sonrisa.
—Supongo que no.
Russell la llevó más hacia las sombras cuando un hombre salió del
edificio, silbando. Protegidos como estaban contra la parte lateral del
edificio, él podía distinguir la expresión de Rosamunde, pero nada más.
—Debería regresar a casa enseguida, antes de que alguien la vea.
¿Tomó un carruaje para venir aquí?
Ella negó con la cabeza.
—Vine andando.
—¿Andando? Por Dios, mujer, está más loca de lo que creía.
Ella cruzó los brazos.
—No estoy loca. Mi casa no está lejos de aquí y diría que una de las
ventajas de ser un hombre es que todos te dejan en paz.
—Hasta los hombres son víctimas de robos.
—Apostaría a que usted nunca lo ha sido.
—Tuve bastantes situaciones desagradables cuando era más joven.
—Pero no ahora que es mayor.
Él se encogió de hombros.
—Creo que no. —Hizo un ademán hacia ella. —Pero aun si alguien
creyera que usted es un hombre, a mi juicio, sería un hombre muy diferente
de los demás.
Muy. Tenía expresión ingenua y juvenil. Sus labios se curvaban
demasiado, su nariz era demasiado pequeña. Su piel demasiado tersa. Y
además, él no podía olvidar ese trasero. Todas las mujeres deberían usar
pantalones, pensó. Ver cómo la tela se adhería a sus nalgas era mucho más
atractivo que cualquier vestido. Inspiró hondo y se obligó a concentrarse en
la cara de Rosamunde.
—La acompañaré a su casa —suspiró.
—No es necesario, realmente.
—Sí que lo es.
—Supongo que podrá contarme lo que averiguó.
—No mucho, me temo.
Le ofreció su brazo y ella estuvo a punto de tomarlo, pero ambos
debieron de recordar que se suponía que ella era un hombre y pusieron algo
de distancia entre ambos. Echaron a andar lentamente. Las calles todavía
estaban concurridas por carruajes que pasaban cada pocos minutos. Había
menos transeúntes de los que se verían de día, cosa que lo alegraba. Menos
posibilidades de que alguien reconociera a Rosamunde.
—Hablé con varios conocidos de su tío, pero ninguno pudo decirme
demasiado, solo que hacía tiempo que no lo veían.
—Tal vez se ha metido en problemas. —Rosamunde se mordió el
labio. —Espero que esté bien.
—Lo encontraré —le aseguró él.
—Lo encontraremos —lo corrigió ella.
Antes que Russell pudiera protestar, Rosamunde ahogó una
exclamación y lo cogió del brazo. Él apenas si tuvo tiempo de preguntarse
qué sucedía cuando Rosamunde lo empujó contra la pared. Se quitó el
sombrero y la peineta, que cayeron al suelo y le arrojó los brazos alrededor
del cuello.
—¿Qué demo…?
Ella apretó sus labios contra los de él. Con fuerza.
Russell trató de comprender qué sucedía. Pero en lo único que podía
pensar era en que ella apretaba la boca contra la suya. Y que sabía muy
dulce. Y que lo único que él necesitaba hacer era deslizar las manos hacia
abajo y apoyarlas sobre ese trasero que lo tenía tan obsesionado.
De manera que hizo lo que haría cualquier hombre de sangre
caliente; tras deslizar las manos hacia abajo, le apretó las nalgas. Ella gimió
contra su boca y él utilizó la oportunidad para saborear más profundamente
esa dulzura.
Dios bendito, qué dulce sabía. Y qué tibia…
Ella se movió contra él, apretando el pecho extrañamente firme
contra el suyo. Él la sujetó con fuerza y ella enredó los dedos en el pelo de
Russell, que asomaba debajo de su sombrero. Volvió a gemir cuando él
apartó la cabeza y le mordió suavemente el labio inferior antes de volver a
besarla con ardor. Ella ladeó la cabeza para que el beso fuera más profundo
y él soltó un gemido.
Ardía de deseo. Podría jurar que nunca había ardido de esa manera.
Apretó las caderas de ella con más fuerza, hasta que chocaron contra las
suyas. Era una ventaja que no estuviera la barrera de faldas voluminosas. Se
frotó contra ella, apartó los labios de su boca y le mordió suavemente el
cuello. Sintió cómo ella se estremecía.
Rosamunde le palmeó el hombro e inspiró temblorosamente.
—Creo que se han ido ya.
Él levantó la cabeza y miró hacia la calle. Una pareja joven
caminaba del otro lado de la calle, centrados en no mirarlos.
—¿Quiénes?
—Una amiga —respondió ella—. Temía que pudieran reconocerme.
Él la soltó, sintiendo como si le hubiera arrojado un cubo de agua
helada. Había estado tratando de ocultarse. Por eso lo había besado.
FIN
LA CONQUISTA DE LA SOLTERONA
El Club de Secuestros
SAMANTHA HOLT
Capítulo Uno
Guy miró por encima de su hombro y alcanzó a ver a la reportera
precipitándose por la calle londinense con toda la delicadeza de un coche de
caballos. Al verla zambullirse detrás de un muro, sus labios se curvaron en
una sonrisa. Si no fuera tan irritante, la encontraría divertida, pero no podía
permitir que presenciara la reunión clandestina a la que debía asistir, o peor
aún, que lo relacionara con el Club de Secuestros.
Sin embargo, esto rozaba la persecución y comenzaba a resultarle
cansador. Aceleró el paso, dando zancadas largas por la acera y
manteniendo la atención fija hacia delante. El sol se demoraba detrás de los
edificios, bañando sus cimas cuadradas en un glaseado de color ámbar.
Pronto la oscuridad engulliría las calles de la ciudad, pero tenía la sospecha
de que ni siquiera entonces se libraría de ella.
Maldita sea, tenía que deshacerse de la mujer. No podía tener una
reunión clandestina con una duquesa en el parque si esa entrometida
reportera del London Chronicle seguía detrás de él.
Guy se permitió una sonrisa irónica. Llamarla “reportera” era
adjudicarle demasiado mérito. La señorita Haversham, había descubierto,
era la responsable de la columna de chismes del Chronicle.
Podía contar con una mano las veces que lo habían mencionado en
esa columna, pero incluso una o dos veces eran demasiadas, sobre todo
cuando los chismes trataban sobre él y lady A.
Amelia.
Otra mujer más que se había hecho un gran trabajo para convertirse
en un dolor de cabeza.
En realidad, era más como un dolor en el corazón. Soltó un suspiro.
Maldición, esa mujer seguía teniendo cierto control sobre él. Cada vez que
recordaba su nombre, el puñal de la frustración se retorcía en su corazón,
clavándose más profundamente. Había estado tan cerca… había pensado
que quizá, esta vez sí, por fin había encontrado una mujer que lo quería. A
él como persona.
Pero no había podido ser.
El sufrimiento se había aliviado algo en los últimos años, pero el
dolor seguía allí, y lo que menos necesitaba era que una mujer como la
señorita Haversham se enterara de todos los detalles de su compromiso
fallido y revelara la desilusión del Conde de Henleigh a toda Inglaterra.
No tenía idea de qué buscaba ella, pero sea lo que fuere, no quería
saberlo. En su opinión, las columnas de chismes eran la forma más baja de
periodismo y no le proporcionaría combustible para ese fuego del infierno
que era su trabajo.
Se detuvo otra vez y fingió mirar hacia arriba, a uno de los edificios
de tres pisos que bloqueaban el sol en descenso, una silueta alta y oscura
con ventanas iluminadas solo en el segundo piso. Una sombra se movía en
una ventana, y vio a un caballero con una copa en la mano, dirigiéndose
hacia la chimenea. La luz dorada titilaba y bailaba. Tiritando, Guy se ajustó
el abrigo alrededor del cuello.
Un fuego cálido y un trago de brandy en su sillón favorito serían
muy bienvenidos en este momento. Mucho más atractivos que escabullirse
como una rata húmeda por las calles de Londres hacia una reunión secreta.
Hubiera sido agradable al menos tener su carruaje, pero el escudo de familia
estampado en el lateral no habría ayudado con la naturaleza clandestina del
asunto.
Pues bien, se tomaría ese brandy tan pronto como todo esto
terminara, se dijo. Y tan pronto como se hubiera liberado de la señorita
Haversham. Ahora mismo lo espiaba desde la esquina de un callejón.
Exhaló y se pellizcó el puente de la nariz. Esa mujer no iba a dejarlo
en paz. Ya lo sabía. Hacía meses que solicitaba audiencias y él las
rechazaba. No tenía idea de lo que quería, pero dada su asociación con el
Club de Secuestros y su posición de liderazgo en él, cuanto menos ella
husmeara en su vida, mejor. Eran demasiadas las mujeres cuyas vidas
dependían de que la suya se mantuviera en el misterio como para siquiera
considerar tener una conversación con la señorita Haversham.
Lo más probable, por supuesto, era que quisiera sus comentarios
sobre alguna tontería. Como el hecho de que Amelia se hubiera casado
recientemente.
No tenía idea de por qué la señorita Haversham encontraba
diversión en meter el dedo en sus llagas. No la conocía y tampoco deseaba
hacerlo. Después del fiasco con Amelia, se había resignado al hecho de que
él y las mujeres no se mezclaban ni lo harían nunca. Al diablo con sus
deberes de conde; se quedaría soltero por siempre y se aseguraría de
legitimar a su medio hermano.
Russell podría tener algunas opiniones al respecto, pero no había
mucho más que pudiera hacer. Heredaría el título y sin duda él y Rosie
tendrían hijos en un futuro cercano, por lo que la línea sucesoria estaría
asegurada.
Guy dio unos cuantos pasos más. Las calles estaban tranquilas; los
peatones se apresuraban antes de que la noche se tragara a Londres. Pasó un
carruaje y luego un carro. Se escurrió entre los dos vehículos, deteniéndose
unos segundos para quedar oculto. Luego giró en redondo.
La señorita Haversham salió de su escondite y se detuvo para mirar
a su alrededor con las manos en jarra.
—¿Dónde diablos…? —murmuró.
—¿Me buscaba? —preguntó Guy, acercándose por detrás.
Ella se giró, abriendo grandes los ojos; la luz de la calle iluminaba
suavemente su cabello rubio claro.
—¡Hostia!
Él se habría divertido con su improperio si no detestara tanto a
reporteras como ella. Mantuvo el gesto adusto y apretó la mandíbula.
Había intimidado a varios hombres con esa expresión.
Ella levantó su barbilla angulosa, le clavó una mirada azul pálida y
se cruzó de brazos.
—De hecho sí, lo buscaba.
Subir sin ser vista había sido más fácil de lo esperado. El barón tenía
poco personal, según el ama de llaves, algo que la irritaba sobremanera.
Como Freya llevaba un uniforme que había tomado prestado de la casa, no
era de extrañar que nadie le hubiera prestado atención mientras recorría el
pasillo. Ahora lo único que necesitaba era dar con la esposa del barón.
Con una mano contra los labios, Freya ahogó una risita y se detuvo
en la puerta para escuchar la discusión entre Brown y Guy. La dinámica
entre ambos le resultaba divertida. No sabía demasiado sobre las relaciones
entre los mayordomos y sus señores, pero imaginaba que no muchos
empleados podrían hablarles a sus empleadores como lo hacía Brown.
—¿Por qué arrojarías a la basura el periódico, Brown? —quiso saber
Guy.
Freya espió por la puerta y vio que Brown se encogía de hombros.
—No tengo idea, milord.
—Años a mi servicio y sabes que me gusta leer el periódico cuando
vuelvo a casa.
—Lo sé, milord.
—¿Dónde está, entonces?
—Quizá la señora Bellamy se deshizo de él —sugirió el
mayordomo.
—Así que ahora el ama de llaves lo arrojó a la basura. Brown, ¿se
puede saber por qué estás siendo tan obtuso?
—No sé a qué se refiere, milord.
Guy se apretó el puente de la nariz don los dedos.
—Encuéntrame el periódico ¿quieres? Es una orden.
Tras unos segundos, el mayordomo suspiró. Freya entró en la
habitación, fingiendo no haber estado escuchando. Brown pasó junto a ella
y movió los labios para decir lo que parecía ser la palabra “perdón”. Freya
frunció el ceño. ¿Por qué se estaría disculpando con ella el mayordomo?
Una sonrisa iluminó el rostro de Guy cuando la vio Esperó a que
Brown cerrara la puerta y luego fue hacia ella, le pasó una mano detrás de
la nuca y la besó hasta dejarla sin aliento.
—¿A qué se debe eso? —preguntó ella cuando él apoyó su frente
contra la de ella.
—¿Acaso un hombre necesita una razón para besar a una mujer?
—Bueno… —Ella levantó un dedo y frunció el ceño—. Supongo
que no. —Hizo un gesto hacia la puerta—. ¿Qué le pasa a Brown?
—No tengo idea. Se ha estado comportando de manera muy extraña
todo el día. —Movió la mano hacia los sillones—. ¿Quieres tomar algo
conmigo?
Freya entrelazó los dedos, sintiendo los latidos del corazón en el
pecho. No quería decirlo, ni siquiera pensarlo, pero la situación
necesitaba… claridad. Se pasó la lengua por los labios y tragó saliva.
—Vengo de hablar con mi madre.
—No se siente mal ¿verdad? —Se movió hacia la puerta—. Enviaré
a buscar al doctor.
—No, no. —Freya le aferró el brazo—. Está muy bien.
Fantásticamente bien, en realidad. Creo que puedes haberle salvado la vida,
Guy.
—No he hecho nada.
—No es cierto. —Freya soltó un suspiro—. Pero creo que es hora de
que vuelva a casa.
La mandíbula de él se tensó.
—¿Te refieres a ella o a ti?
—Bueno, pues si ella no está, no puedo quedarme aquí como mujer
soltera sin mi madre ¿verdad?
Él retrocedió unos pasos, su postura rígida.
—Entonces ya no deseas estar aquí ¿es eso lo que estás diciendo?
No. Deseaba estar con él más que nunca. Siempre. Cada día. Pero
¿cómo podía seguir así?
—Mi padre echa de menos a mi madre. —Hizo una mueca al ver
que Guy fruncía todavía más el ceño.
—Creí que te agradaba estar aquí. Conmigo.
La vulnerabilidad en su voz le estrujó el corazón.
—Me agrada, sí.
—¿Entonces por qué deseas marcharte?
—Podemos seguir viéndonos.
La expresión de él se endureció.
—Eso suena bastante insípido.
La puerta se abrió y Brown regresó con el periódico.
—Lo encontré en la cocina, milord. Tal vez una de las criadas lo
estaba leyendo. —Dirigió otra mirada de disculpas a Freya mientras se lo
entregaba a Guy y se retiró de inmediato.
Guy echó un vistazo a los titulares y frunció el ceño.
—¿Por qué tanto aspaviento por un perió…? —Se interrumpió y lo
abrió. Freya se acercó para mirar por encima de su hombro—. ¿Qué pasa?
No me digas que a la esposa del barón le ha ocurrido algo.
—No —dijo él con voz áspera.
Freya leyó y el corazón se le fue a los pies.
—Guy…
Él la enfrentó y agitó el periódico.
—¿Por esto querías marcharte, porque estabas demasiado ocupada
escribiendo sobre mí? ¿Y ahora qué? ¿Escribirás también sobre el Club de
Secuestros? —Soltó un ruido de fastidio—. Supongo que debería de
sentirme agradecido de que solo hayas escrito sobre mi visita al burdel y no
sobre las mujeres que necesitaban ayuda.
—¡No he sido yo! —se defendió Freya.
—Está tu nombre aquí. ‘Señorita H’”. —Golpeó el dedo sobre la
parte superior del artículo.
—Se trata de otra señorita H, claramente. Yo no he escrito eso, Guy.
¿Por qué lo haría?
—Porque tu carrera lo significa todo para ti.
—Es cierto, sí, pero escribir chismes en ningún momento significó
nada para mí.
—Para mí, sí —masculló él.
—Lo sé, y lamento mucho el dolor que causó mi columna. Por ese
motivo me negué a escribirla esta semana. —Se cruzó de brazos—. He
renunciado a mi puesto en el periódico, Guy.
Él se quedó mirándola durante varios segundos; luego bajó la
mirada hacia el periódico y volvió a fijar sus ojos en ella.
—¿De verdad crees que te haría algo así? —Freya enderezó los
hombros.
Tal vez había estado bien en su deseo de marcharse. No podía seguir
jugando a ser la amante, era demasiado doloroso pensar en cuándo se
desmoronaría todo a su alrededor, pues nunca se casarían. ¡Qué absurdo
imaginarse como una condesa! Había esperado que al menos siguieran
siendo amigos, y ciertamente no deseaba renunciar a ser parte del Club de
Secuestros.
Al ver que él no respondía, dio un paso adelante.
—¿De verdad crees que yo haría algo así?
Guy apretó la mandíbula y dejó caer el periódico al suelo. Freya
frunció el ceño cuando aterrizó sobre la alfombra.
—¿Qué…?
Él le tomó el rostro entre las manos y le levantó la barbilla.
—No —murmuró—. No lo creo ni por un segundo. —Sus labios se
encontraron con los de ella, ardientes y desesperados—. No irás a ningún
lado, Freya. Al menos esta noche. Te necesito demasiado.
Toda su resolución se evaporó ante las palabras de él. Freya le pasó
las manos alrededor del cuello.
—Yo también te necesito.
Demasiado, probablemente.
Capítulo Veintiséis
***
Solo cuando divisó el contorno sombrío de la cabaña del
guardabosque, Gabriel aflojó la mano en las riendas. Tenía a la mujer. Tenía
un lugar donde ocultarla.
Y nadie había visto nada.
Guió a los caballos hacia la parte trasera de la construcción de
piedra. Hacía años que nadie usaba la cabaña y dado que estaba en tierras
privadas, las posibilidades de que alguien avistara el carruaje eran remotas,
y la cabaña protegía al vehículo de la vista de cualquiera que subiera por la
colina. Por supuesto, estarían invadiendo propiedad privada, lo que le
causaría más problemas que si alguien los viera, pero no deseaba complicar
aún más esta situación.
Ni volverla todavía más desagradable.
El grito que había soltado la señorita Strong cuando él le había
colocado el saco de harina en la cabeza todavía resonaba en sus oídos.
Apretó los labios en una línea adusta y se tocó el costado sensible donde las
cicatrices le dolían tras el forcejeo. La mujer no parecía gran cosa; era alta,
pero esbelta. Sin embargo, peleaba como una condenada fiera. Fuerte de
nombre, fuerte de naturaleza. [1]
Sacudió la cabeza al acercarse al carruaje. Tenía que volver a pensar
en ella como “la mujer”. Era mucho más fácil no involucrarse
emocionalmente en todo este terrible asunto. Llevaría a los caballos al
establo una vez que tuviera a la mujer encerrada en la cabaña. Deslizó
lentamente el cerrojo de la puerta y espió por el pequeño espacio entre las
cortinas, pero no pudo ver mucho. Con suerte, el viaje la habría amansado.
No podía hacer demasiado con las manos atadas y un saco en la cabeza, y lo
más probable era que sintiera terror de él.
Sonrió para sí mismo. Si ella lo viera, ciertamente sentiría terror.
Pero había una razón para el saco en la cabeza. Ni siquiera el antifaz que
llevaba sobre los ojos podía disimular quién era.
La puerta se abrió abruptamente y golpeó contra el costado del
carruaje con tanta fuerza que él juró que oyó cómo se astillaba la madera.
Desde las oscuras profundidades emergió una bestia salvaje que se arrojó
rugiendo sobre él, haciéndolo retroceder varios pasos. Le arañó la cara con
las garras, hiriéndole la mejilla.
La sujetó de las muñecas, que ya no estaban atadas, y le impidió
golpearlo nuevamente. Bajo la tenue luz de la luna, sus ojos se veían
blancos y enormes y el cabello rubio formaba una aureola de rizos
alrededor de su cara. Dónde había ido a dar el maldito saco, no podía
saberlo, pero no tuvo mucho tiempo de pensar en ello antes de que la mujer
se abalanzara otra vez sobre él y le diera con la rodilla en la ingle.
Erró. Por muy poco. Pero aun así, él sintió un dolor agudo en el
muslo. Para ser una mujer que parecía necesitar varias comidas decentes,
tenía más fuerza de la que él había imaginado.
Ella logró liberarse; giró en redondo y se alejó. Él la cogió por la
capa y ella ahogó un grito cuando él jaló hacia atrás. La capa se escapó de
entre sus dedos en el forcejeo y ella cayó al suelo con fuerza. A esa hora
tardía, ya había comenzado a formarse hielo en el suelo, y él hizo una
mueca cuando ella emitió un grito de dolor.
Con un suspiro, se preparó mentalmente para enfrentarse a sus
gemidos y la cogió de un brazo con intención de levantarla. Pero ella se
defendió y su pie fue a dar contra la espinilla de él; se lanzó hacia adelante,
obligándolo a arrodillarse. Lanzó un codo hacia atrás, pero él lo esquivó.
—¡Quédese quieta, maldita sea! —le ordenó con voz ronca.
Para su sorpresa, ella se inmovilizó por un instante, tal vez
solamente por el impacto de oír su voz. Sabía cómo era: ronca y
desagradable, la voz perfecta para un secuestrador desalmado. Por lo visto,
no la asustó lo suficiente como para detenerla. Ella se arrastró hacia
adelante a gatas, obligándolo a seguirla hasta que pudo sujetarla y voltearla,
inmovilizándola luego con su cuerpo. Ella continuó luchando, retorciéndose
bajo su peso, moviendo las piernas y los brazos en todas las direcciones.
—¡Quítese de encima, asqueroso renacuajo baboso!
Vaya, lo habían llamado de varias maneras a lo largo de su vida,
pero eso era una novedad.
—Quédese quieta —repitió.
—¡Nunca!—Comenzó a luchar otra vez.
—¡Maldición! —Le sujetó las muñecas con fuerza, llevándole los
brazos hacia atrás e inmovilizándoselos sobre la tierra fría y dejándola
vulnerable y expuesta sobre la hierba. Oyó su exclamación de dolor y
frunció el ceño.
Tenía que hacer esto. Era por Emma, no debía olvidarlo.
—No quiero hacerle daño, pero si es necesario, la lastimaré —le
dijo entre dientes—. Cargó más peso sobre las muñecas de ella. Dios, ¿por
qué no dejaba de luchar? ¿Acaso quería que la lastimara?
Con una exclamación de furia, ella quedó inerte. Él aprovechó la
oportunidad para inspirar hondo y preguntarse cómo demonios había
terminado en esta situación. El cuerpo esbelto de ella debajo del suyo le
traía recuerdos de tiempos lejanos en los que había disfrutado de la
compañía de una mujer.
Ahora estaba secuestrando a una, demonios.
Aunque debía decir que era realmente atractiva.
Ella se movió abruptamente, desplegó el puño y le clavó algo
afilado en el brazo. Él ni siquiera sintió el dolor, tan grande fue su sorpresa.
Miró el extremo del alfiler del sombrero, la pequeña esfera que brillaba a la
luz de la luna, como si quisiera burlarse de él.
—¡Desgraciado, cara de verruga! —le espetó ella.
—Bien. Basta ya. —Le inmovilizó las muñecas con una mano.
Había intentado ser gentil, pero no tenía tiempo para luchar en el suelo con
su prisionera. Se arrancó el alfiler del hombro, lo lanzó lejos y levantó en
brazos a la mujer. Ella luchó en vano; la capa se desprendió de sus hombros
y cayó al suelo. Él la cargó sobre el hombro y abrió la puerta de la cabaña
con la bota.
Cuanto antes terminara todo esto, mejor.
CAPÍTULO 2
La cama crujió cuando él la arrojó sobre ella. Millie contuvo un
grito. Mañana estaría llena de moratones y magulladuras por el forcejeo en
el suelo. Quienquiera que fuera este enmascarado, era increíblemente
fuerte. Ella había conocido a muchos hombres musculosos, hombres que
luchaban para ganarse la vida o cargaban cajones en los muelles o tiraban
de cuerdas en los barcos, pero no recordaba que ninguno hubiera sido tan
fuerte como su captor.
Por supuesto ninguno de ellos la había aplastado bajo su peso.
Se incorporó en la cama y corrió al otro lado de la habitación, pero
ya era tarde. La puerta se cerró con estrépito detrás de él y ella oyó el ruido
del cerrojo. Golpeó la puerta con la palma de la mano, soltando un grito de
frustración y luego sacudió el pomo de la puerta.
—¡Déjeme ir, maldito vejestorio ruin!
Su exigencia quedó sin respuesta; oyó que unos pasos pesados se
alejaban de la puerta.
Millie inspiró hondo y observó la oscura habitación. Un escalofrío la
recorrió. La casa no parecía haber sido habitada en mucho tiempo; tenía una
chimenea desolada, una vieja cama de madera cubierta con una manta
delgada y nada más. No había visto las otras habitaciones de la construcción
de una sola planta, pero nada de lo que veía le brindaba mucha esperanza.
El viento silbaba a través de las rendijas del marco de la ventana, así
que cruzó los brazos alrededor del cuerpo. Si tan solo no hubiera perdido su
capa. Estaba hecha de un hermoso y cálido tejido que Freya y Lucy le
habían regalado y era una de sus prendas favoritas. Ahora estaba tirada
afuera en el barro, y quién sabía cuándo la recuperaría.
Cogió la manta de la cama y se la envolvió alrededor de los
hombros, acercándola a su cuello al tiempo que sus ojos se adaptaban a la
penumbra de la habitación. Las paredes eran de piedra pintada y estaban
frías al tacto. Nadie había ido hasta allí para calentar la ropa de cama en
años, supuso, así que las posibilidades de que la encontraran eran escasas.
En la ventana colgaban cortinas deshilachadas y a través de los cristales
sucios, apenas se divisaba la luna creciente que trataba de abrirse camino
entre gélidas nubes azuladas. El pestillo de la ventana estaba trabado y se
negaba a moverse por más que lo empujara. De todos modos, nunca podría
pasar ese pequeño espacio.
Sintió escalofríos como dedos que le subían por la espalda y tensó el
cuerpo. No había nada que odiara más que tener frío. Le recordaba todas
aquellas noches heladas de su infancia y ya de adulta y con un negocio
próspero como tendera, había jurado que jamás volvería a pasar tanto frío.
Parecía que su captor tenía otras ideas. Tal vez pensaba que dejarla
en una habitación tan fría la perturbaría. Pues bien, iba a ser necesario más
que una habitación helada para dejarla sin fuerzas para luchar. No se había
sacado a sí misma de la pobreza con un negocio exitoso solo para que su
determinación quedara aplastada bajo el primer obstáculo.
Si es que se podía considerar un secuestro como un obstáculo, claro
está.
Tenía que haberse equivocado de mujer. No cabía otra posibilidad.
Tal vez ella ya no fuera del todo pobre, pero la nueva tienda le había
costado la mayor parte de sus ahorros y no tenía nada que ofrecerle a nadie
aparte de una gran variedad de telas, botones y cintas. Si alguien quería
todo eso, solo tenía que pagarle y Millie sospechaba que su captor tenía
dinero de sobra. El carruaje, el costoso botón y su físico dejaban en claro
que nunca había pasado hambre en su vida. Por lo poco que había visto de
él, llevaba el pelo bien cortado y olía a jabón. No era lo que uno imaginaría
de un criminal salvaje.
Tal vez si razonaba con él…
Se dirigió a la puerta y la golpeó varias veces con la palma de la
mano.
—¡Disculpe! —gritó, y enseguida frunció el ceño. ¿Por qué se
mostraba cortés con su captor? Golpeó la puerta nuevamente y se detuvo
cuando escuchó pasos. Él no habló.
—Ha secuestrado a la persona equivocada —dijo a la puerta cerrada
—. Déjeme ir y olvidaremos que esto ha sucedido. —Esperó; el único
sonido en la vieja cabaña eran los latidos de su corazón. ¿Seguía él allí?
Sacudió la puerta con un grito de frustración—. ¡Déjeme ir! Por favor.
Puedo pagarle…
—Lo dudo.
Así que sabía que ella no era rica. Se mordió el labio inferior. No era
una buena señal. Significaba que bien podría haber tenido la intención de
llevársela, entonces.
—Por favor, déjeme ir —dijo suavemente—. Debe haberse
equivocado de persona.
—No.
¿Era la respuesta para ambas afirmaciones o solo para la primera?
—¿Qué podría querer de mí?
—Descanse un poco —respondió él después de varios segundos de
silencio.
—¡No! —Golpeó la mano contra la puerta y la sacudió nuevamente
—. Nunca. Y usted tampoco descansará. Gritaré y gritaré hasta que me
suelte. —Soltó un grito desgarrador a modo de demostración.
Podría haber jurado que oyó un suspiro del otro lado de la puerta.
—Pues grite todo lo que desee. Nadie la oirá.
Gritó con toda la fuerza que pudo mientras golpeaba ambas manos
contra la puerta. Un golpe del otro lado la hizo retroceder por un momento.
—¡Basta! —ordenó él.
—¡No!
Gritó durante todo el tiempo que pudo, luego tomó aire y volvió a
gritar. No lo escuchó alejarse de la puerta, pero sospechó que se había ido
mucho antes de que su voz la abandonara.
Suspirando, se frotó la garganta y se acurrucó en la cama, con la
manta alrededor de los hombros. Servía poco para combatir el frío, pero el
esfuerzo de la lucha y un día largo en la tienda le pesaban en los párpados.
Si descansaba por un momento, tendría fuerzas para pelear de nuevo, se
prometió a sí misma.
Despertó cuando la brillante luz del amanecer se filtraba por la
estrecha ventana. Tenía la garganta irritada, las extremidades doloridas y
había tierra debajo de sus uñas y en su ropa, lo que la hacía sentirse sucia y
áspera. También estaba cubierta por su preciosa capa de lana.
Frunciendo el ceño, miró la puerta cerrada. ¿Le habría devuelto la
capa, arriesgándose a que ella se escapara? ¿La habría arropado? Y si era
así, ¿quién era él y por qué le importaría mínimamente el bienestar de su
prisionera?
***
***
***
La libertad de su hermana era más importante que todo esto. Tenía
que serlo.
Era la primera vez que lo ponía en duda. Gabriel siguió con la vista
la sangre que goteaba al suelo. Esta mujer era una amenaza.
—¿En qué estaba pensando? —preguntó; fue hacia ella, dejó la vela
sobre la repisa de la chimenea y cogió su mano para inspeccionarla.
—Pues, no lo sé; tal vez pensaba que podría escapar de mi bárbaro y
desalmado captor.
—¿Bárbaro? Esperaba algo mejor.
—¿Mejor?
—Un insulto más creativo —explicó él mientras le desenvolvía
cuidadosamente la mano y se la giraba hacia la luz de la vela. Tomó aire de
manera abrupta al oírla emitir un suave sonido de dolor que tironeó del
alma que ella lo acusaba de no poseer.
—Me habría… —La mujer cerró los ojos por un instante mientras él
le separaba los dedos para inspeccionar el corte en la suave piel debajo del
pulgar—. Me habría mostrado más creativa si no me hubiera cortado la
mano en su cristal.
Él contempló la ventana rota y el agujero que ella había abierto. El
aire frío que entraba silbando lo hizo estremecerse a pesar de que llevaba
una gruesa chaqueta. A la luz de la vela, ella era una visión fantasmal de
piel pálida y dientes que castañeaban. Maldijo mentalmente. Esta mujer no
era solo una amenaza, era un peligro para sí misma. Si la dejaba en esta
habitación, moriría congelada o haría alguna idiotez como cortarse y
desangrarse intentando escapar.
—Mi cristal estaba intacto —observó—. Fue usted quien lo rompió.
—Limpió gran parte de la sangre—. Tiene suerte de no haberse causado
más daño. Podría haber perdido un dedo o el uso de la mano.
—No es tan grave.
—He visto a hombres incapaces de volver a coger algo con la mano
tras heridas de este tipo.
Ella le sostuvo la mirada.
—¿Cuándo?
Él hizo caso omiso de la pregunta.
—Está blanca como un lirio. —Frunció el ceño y la guió hacia la
cama con una mano sobre su hombro—. Y va a desmayarse.
Ella negó con la cabeza.
—Nunca me desmayo. Desmayarse es cosa de damas refinadas. —
Intentó ponerse en pie, pero él se lo impidió con una mano.
Reprimió una sonrisa al ver el valor que demostraba. Si le permitía
ponerse en pie, terminaría por desmoronarse como una muñeca de trapo, de
eso estaba seguro.
—Pues finja que es una dama refinada y quédese quieta durante
unos minutos. —Presionó la capa contra la palma de la mano de ella y le
colocó la otra mano encima—. Presione con fuerza.
Gabriel sopesó sus opciones. No se había preparado para nada que
no fuera una jovencita aterrada que se quedaría sentada en su habitación y
obedecería en todo. Por cierto, no había esperado una herida semejante; no
había paños limpios en la cabaña. Sin embargo, había alcohol. Era viejo y
estaba allí desde la muerte del último guardabosque, pero serviría. Por
desgracia, estaba en el armario de provisiones.
—Es necesario limpiar esa herida. —dijo, observando los párpados
pesados de ella—. No se quede dormida.
—No estoy cansada —respondió ella con un bostezo.
—No debe moverse ¿lo entiende? Si no limpio la herida, podría
morir de una infección. —Le tomó la barbilla entre los dedos y trató de no
pensar en cuánto deseaba besar ese labio inferior. ¿Cómo se sentiría si lo
mordisqueaba suavemente?—. Millicent, no se mueva. Debo limpiar esto, o
morirá.
—Sabe mi nombre —murmuró ella, y asintió ligeramente.
Sí, lo sabía. Y no le agradaba haberlo utilizado. Hacía que todo esto
fuera demasiado real. Era mucho más fácil pensar en ella como la señorita
Strong o tal vez solo como “esa maldita mujer”.
—Pero yo no sé el suyo —murmuró ella mientras él salía del
dormitorio y cerraba la puerta. No sería tan tonta como para intentar escapar
por la ventana.
Con suerte.
Para cuando regresó, ella estaba acurrucada en la cama, con los ojos
cerrados.
Él profirió una exclamación que jamás pronunciaba en compañía
femenina y tomándola de los hombros, la obligó a incorporarse. Millie
parpadeó y en sus labios se dibujó una ligera sonrisa. Al principio creyó que
era un truco, pero cuando ella levantó un dedo y lo apoyó sobre la cara de
él, comprendió que el dolor y la pérdida de sangre la habían dejado
confundida.
—Apuesto. —La palabra fue un susurro.
Él casi soltó una risotada. Hacía años que ya no era apuesto.
—Esto va a arder —le advirtió. Retiró la tela, sacó el corcho del
envase de alcohol y derramó una buena cantidad sobre su mano. Ella soltó
un grito suave y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Él sintió una punzada en el corazón, pero apretó la mandíbula y se
centró en vendarle la mano con su pañuelo de cuello limpio y ajustarlo con
fuerza. El olor penetrante de alcohol le quemaba las fosas nasales.
—Tiene suerte de que no sea necesario coserla —dijo con aspereza
—. Eso sería mucho más doloroso.
—El que tiene suerte es usted —respondió ella.
—¿En qué sentido?
—Porque si estuviera muerta, no tendría a nadie a quien secuestrar,
por lo que sería un pésimo secuestrador y estaría solo y… —Frunció el
ceño—. Solo y…
—Pues me agradaría estar solo ahora. —Anudó el pañuelo—.
Debería mantener la mano en alto. —Le levantó la muñeca—. Así.
La señorita Strong lo miraba como si estuviera loco, pero mantuvo
la mano en alto, lo que de algún modo creaba una imagen enternecedora.
Cuando no estaba intentando hacerse daño o atacarlo, era bastante atractiva.
Una ráfaga de aire helado entró por la ventana y ella se estremeció.
Gabriel se pasó una mano por la cara y suspiró. No solo estaba debilitada
por la pérdida de sangre y el dolor, sino que había logrado que hiciera más
frío que antes. Si la dejaba allí, podría morir de verdad.
—No habría podido salir por ese hueco.
—Tal vez sí. —Levantó la barbilla.
Maravilloso. Ya estaba recuperando su fuego interno. Justo lo que él
necesitaba.
Apretó los dientes, la tomó del codo y la instó a incorporarse.
—Será mejor que venga a mi habitación. Al menos allí podré
vigilarla.
CAPÍTULO 5
Tenía que admitirlo, el dolor la había dejado algo confundida. Pero
no por mucho tiempo. Ni tampoco tan confundida como para pasar por alto
que esta era su oportunidad. Cogió la capa con una mano y permitió que él
la guiara del codo hacia un dormitorio iluminado por el fuego encendido en
la chimenea.
Pero qué agradable para él, pensó con amargura. Cómodo y
calentito mientras ella estaba al borde de morir congelada. La había mirado
con una expresión de preocupación y ternura que jamás hubiera esperado de
una bestia como él, pero su corazón era realmente negro y le convenía
tenerlo presente.
Una vez que se orientó, fingió tropezar y cuando él le soltó el codo,
giró rápidamente en redondo y corrió hacia la puerta; la abrió con violencia
y se lanzó a la noche. Fingir que estaba exhausta había resultado bien. Su
captor no había esperado que estuviera lista para huir. El frío le mordió la
cara, y se cubrió los hombros con la capa.
A sus espaldas, oyó improperios y luego él gritó su nombre en la
noche, lo que la hizo sentir un escalofrío.
—¡Millicent!
Pero ella era veloz, y sospechaba que él no podría alcanzarla. Su
contextura musculosa lo volvería lento y ella siempre había sido muy
rápida. Esa habilidad le había sido de gran utilidad para correr entre los
puestos del mercado tras haber robado pan o vegetales para poder cenar con
su madre. Por supuesto, ahora nunca haría algo así, pero no había perdido
esa destreza. La vida de una mujer soltera en Londres no estaba exenta de
peligro.
Sin embargo, jamás había imaginado que pudieran secuestrarla.
Corrió a ciegas por el campo, tropezando sobre la tierra irregular,
pero en ningún momento se detuvo. Respiraba a bocanadas y el corazón le
latía con fuerza. No se atrevía a mirar hacia atrás por si él se cernía sobre
ella como una sombra oscura y peligrosa.
La noche negra no le ofrecía manera de orientarse. Esperaba
vislumbrar el brillo de alguna lámpara o las luces en movimiento de un
carruaje para dirigirse hacia un camino. Sin embargo, lo único que veía eran
los suaves contornos de las colinas y algún árbol ocasional. Estuvo a punto
de caer de cabeza en un estanque bajo cuando su pie se hundió en el agua.
El líquido gélido se le metió en la bota y le mojó las medias pero había
entrado en calor corriendo y en ese momento no podía preocuparse por si el
frío terminaría por congelarle los dedos. Solo tenía que huir.
Cuando por fin se detuvo para recuperar el aliento y se inclinó hacia
adelante para inspirar bocanadas de aire, ya no se veían las luces de la
cabaña. Tampoco podía escuchar los pasos de él ni ningún improperio
lanzado a la noche. Con las manos en las caderas, miró a su alrededor y
luego levantó la vista hacia el cielo sin estrellas. Había un silencio de
muerte, y solo se oía el leve silbido del viento. Ninguna criatura viviente
deseaba estar afuera en una noche tan fría y no podía culparlas.
Solo una tonta vagaría por esos páramos a esa hora de la noche.
Y esa tonta era ella.
Dios, tal vez había tomado la decisión errónea, pero ¿qué era mejor,
quedar a merced de aquel hombre o de estas tierras áridas?
Pensó en el fuego que ardía en la chimenea, en la gentileza con que
él le había vendado la mano, en el roce de las manos callosas de él contra
las suyas, también ásperas, y en la expresión preocupada que le daba el
ceño fruncido. ¿De verdad deseaba estar con él ahora?
No. Esto no estaba bien. Echó a andar más despacio, cerrándose la
capa alrededor del cuerpo y avanzó con pasos cuidadosos en lo que
esperaba fuera una línea recta. En algún momento llegaría a un camino o a
una casa o algo así ¿verdad? ¿Qué tan vastas podían ser estas tierras?
Sentía punzadas en la mano que le erosionaban la confianza.
Chasqueó la lengua cuando su imaginación evocó imágenes de bestias
salvajes en los páramos o fantasmas tras ella, o hasta de cómo descubrirían
su cadáver congelada dentro de meses, y su pobre madre…
—¡No! —Siguió andando con pasos enérgicos, agachando la cabeza
contra el viento, mientras subía una cuesta. —Es un loco. Debe estar loco
—se dijo en voz baja—. No olvides que piensa que eres la hija de un
aristócrata. —Soltó una risa—. Como si una tendera como yo pudiera darse
aires de gran dama.
La cima de la cuesta no le ofreció ninguna esperanza. No veía otra
cosa que negrura. Pastos negros, lomas negras, contornos negros de colinas
y quizá un tono muy oscuro de azul en el cielo. ¿Pero qué alternativa tenía?
No se imaginaba encontrando el camino de regreso a la cabaña y prefería
morir de frío que volver arrastrándose y suplicarle un lugar junto al fuego.
Debía seguir adelante.
Millie no sabía cuánto tiempo había caminado ni qué distancia había
cubierto. Pero ya había perdido la sensación de calor por el ejercicio,
tiritaba y sentía que el pie mojado estaba entumecido. La gruesa capa podría
haber estado hecha de satén por el abrigo que le brindaba. Sentía frío en las
orejas, y le dolían. Pronto ya no sabría si seguían existiendo. Alternaba
metiendo una mano dentro de la capa, luego la otra, solo para que no se le
entumecieran del todo. Y las partes que no estaban entumecidas le dolían.
Y su cabeza… Podría ser el cansancio, el hambre o la pérdida de
sangre, pero sentía la mente dispersa y espesa, como si le hubieran llenado
el cráneo de lana. Le pesaban los párpados y en varias ocasiones estuvo a
punto de caer, pero abrió los brazos en el último momento para recuperar el
equilibro.
No había caso. Necesitaba descansar.
Buscó un sitio plano y seco, se acurrucó de lado y se cubrió con la
capa. Cerraría los ojos durante unos minutos antes de seguir alejándose de
ese bárbaro.
***
Gabriel había considerado varias situaciones cuando decidió liberar
a su hermana de las garras del duque de Westwick. Raptar a su hija
ilegítima había sido una apuesta alocada y si no tenía noticias de su padre a
través del muchacho mensajero pronto, tendría que concluir que había
fracasado. Sin embargo, no había imaginado que la maldita mujer intentaría
quitarse la vida en el páramo.
Miró a su alrededor cuando la niebla empezó a disiparse con el sol
de la madrugada y no vio nada salvo arbustos espinosos. Por supuesto,
anoche podía haber pasado con el caballo junto a ella y no haberse dado
cuenta. La tenue luz gris de la madrugada le brindaba una mejor vista de la
zona que rodeaba la cabaña y ya había recorrido cierta distancia a caballo.
Maldita sea, qué mujer estúpida Si ya tenía canas en las sienes, la
culparía a ella. A este ritmo, lo haría envejecer varios años.
Tenía que estar viva. Aunque solo fuera para atormentarlo durante
un poco más de tiempo. Necesitaba que estuviera viva.
Hizo girar al caballo. Aun con piernas veloces, ella no podía haberse
alejado mucho más. Su aliento se elevaba como vapor delante de su cara; en
el suelo, la escarcha relucía a la luz del sol. El frío le habría quitado la
energía muy pronto y además, estaba débil por el corte que se había hecho
en la mano.
Al diablo con su espíritu, al diablo con su valor. ¿No podría haber
sido la mujer sumisa y dócil que había imaginado? No era de extrañar que
se hubiera enfurecido cuando él insinuó que su padre la había ayudado a
llegar a donde estaba ahora. Se había equivocado al pensar que ella podía
importarle a Westwick. Una mujer dispuesta a morir por su libertad haría
todo lo posible para elevarse de la vergüenza de haber nacido de una madre
soltera.
Lo que significaba que era probable que su plan fracasara y su
hermana nunca quedara libre.
Sacudió la cabeza. No tenía sentido pensar en eso todavía. Antes
tenía que encontrar a la señorita Strong y asegurarse de que estuviera viva,
aunque más no fuera para traerle más problemas.
Emprendió el regreso hacia la cabaña. Si trazaba un recorrido en
círculos que lo alejaran de la casa, tendría una mejor oportunidad de
hallarla. Era poco probable que ella hubiera caminado en línea recta en la
oscuridad. Las probabilidades indicaban que debía haber recorrido una
distancia menor a la deseada.
Sus planes de búsqueda, sin embargo, resultaron innecesarios. La
encontró a aproximadamente una cinco kilómetros de la cabaña, enroscada
en el suelo como un manojo pequeño de lana oscura. Conteniendo la
respiración, descendió del caballo, se quitó un guante y apoyó los dedos
sobre el cuello de ella, consciente de que le temblaba la mano. La sintió fría
al tacto, pero se permitió respirar cuando percibió el débil palpitar de un
pulso y ella se movió, agitada. Con cuidado, la levantó en brazos y tras
murmurar algo incoherente, ella hundió su helada nariz contra el cuello de
él.
Una punzada de dolor lo atravesó, tan aguda y profunda que lo dejó
con náuseas. Si hubiera estado más tiempo allí afuera, ella habría muerto.
Podía haberla matado.
Tan pronto la subió al caballo y se acomodó en la montura, la
dispuso sobre su regazo. Ella se movía con él, pero apenas parecía
consciente de su presencia y mantenía los ojos cerrados. Envolviéndola en
sus brazos, regresó a la cabaña, con esperanzas de que el fuego aún
ofreciera algunas brasas cuando llegaran.
Gabriel miró su rostro ceniciento, las pálidas pestañas sobre las
mejillas.
—No mueras —la animó con suavidad—. Aun te quedan muchas
injurias por lanzarme.
Ella se movió y ocultó el rostro contra su pecho, lo que generó
aquella intensa sensación en sus entrañas. Habían pasado años desde que
una mujer lo había tocado, por no hablar de acurrucarse contra él.
Esbozó una sonrisa irónica. Qué tonto era por reaccionar al contacto
con una mujer medio congelada.
Descendió del caballo frente a la cabaña, la tomó en brazos y ató las
riendas a un poste cercano. Ella permaneció contra su pecho, sin dar señales
de vida aparte de unos leves movimientos cuando la depositó en el sillón
delante del fuego. Todavía ardían algunas brasas que se apresuró a avivar.
Tal vez comenzaran a mejorar las cosas, aunque si no la hacía entrar en
calor pronto, podría desmejorar y él tendría más problemas entre manos.
La sonrisa socarrona seguía en su rostro. Era difícil imaginar que
esa escuálida y pálida mujer pudiera causarle tantos problemas, sobre todo
cuando no era más que un ovillo pequeño. Observó sus rasgos, la barbilla
firme oculta bajo la capa, los ojos centelleantes cerrados con fuerza. Por
más desequilibrada que estuviera, tenía más valentía que la mitad de los
oficiales con los que había luchado en la guerra.
Tras tomar una manta y envolverla en ella, se mantuvo agachado a
su lado y tomó sus dedos congelados entre los suyos; los frotó entre sus
manos, cuidando de evitar la herida. Esperaba señales de vida, que esos ojos
se abrieran de golpe y que ella lo llamara sapo, insecto repugnante o alguna
otra criatura irritante o desagradable. A estas alturas, estaría feliz de
escuchar tales palabras de sus labios. Cualquier cosa sería mejor que esta
mujer pálida y apagada frente a él.
Rozó su mejilla e intentó no pensar en lo suave que era ese rostro en
comparación con el suyo, marcado con cicatrices en una mitad y cubierto de
barba que ya comenzaba a picar en la otra. ¿Acaso podía ser más marcado
el contraste?
El fuego ardía y el calor penetraba por entre la ropa, pero ella
permanecía inmóvil. Maldiciendo entre dientes, se puso de pie, la levantó
en brazos y se sentó con ella en su regazo. Volvió a frotar sus dedos, luego
le masajeó los brazos y la espalda antes de abrazarla con fuerza. Ella emitió
un ligero sonido y él sintió que la tensión en su abdomen se aflojaba un
poco.
Tras lo que parecieron horas, pero podrían haber sido minutos, sus
pestañas temblaron y abrió los ojos. Posó sus ojos desenfocados sobre él
durante varios segundos, y luego murmuró:
—Bárbaro.
Gabriel no pudo evitar que una sonrisa se dibujara en sus labios.
Ella se movió entre sus brazos, se aferró a la solapa de su chaqueta y
dejó escapar un largo suspiro. Cuando su pálida mirada se encontró con la
de él, Gabriel supo lo que iba a hacer. No sabía por qué, y tenía la certeza
de que era un error.
Pero su mirada descendió de dodos modos hacia los labios de Millie
y cuando ella alzó la barbilla, no tuvo elección.
Bajó sus labios hacia los de ella...
CAPÍTULO 6
Hacía mucho tiempo que no la besaban.
No obstante, comparar ese beso con cualquier otro era como
comparar el calor con el frío o algo mojado con algo seco. Millie nunca
había experimentado algo así.
La boca de él era suave, tierna, exploradora. Pedía permiso y ella se
lo otorgaba; por algún extraño motivo, se lo otorgaba.
Le echaría la culpa a la noche pasada en el páramo. Era una excusa
tan buena como cualquier otra. Ansiaba calor y consuelo y qué mejor lugar
donde conseguirlos que en brazos de este hombre asombrosamente tierno.
Que también era su captor.
No quería pensar en eso.
Alargó el brazo, y le pasó dedos temblorosos alrededor del cuello
para amoldarse al beso. Los dedos de él le apretaban la espalda y su otra
mano ejercía presión sobre el brazo de ella. Tomó conciencia de la firmeza
de sus muslos y de cuán ancho era, con cuánta facilidad la sostenía en ese
abrazo cálido y delicioso. Cuando abrió su boca para él y la lengua de él se
encontró con la suya, se olvidó de todo menos de las sensaciones. El
sufrimiento de la noche desapareció y se sintió tibia y líquida, anhelando
más.
Cuando se movió y apoyó sus pechos contra el tórax de él al tiempo
que emitía un ruidito, él se inmovilizó. No se apartó de inmediato, sino que
suavizó el beso, asegurándose de que ella comprendiera que había
terminado. La locura había pasado.
Y ahora a ella le quedaba una sensación de vergüenza, sentía las
mejillas ardientes en contraste con el resto de su cuerpo frío. La mirada
oscura de él estaba fija en su rostro y ella olvidó el ojo ciego y las cicatrices
de un lado de la cara. Era difícil pensar en él como una especie de bestia
cuando la sujetaba con tanta ternura y besaba como un hombre que
exploraba una maravilla recién descubierta.
—¿P-por qué ha hecho eso? —preguntó en un susurro tembloroso
—. ¡Es usted un bárbaro!
Las palabras tenían menos fuerza de lo que hubiera deseado. En
realidad, le estaba costando verlo como un cruel captor cuando se mostraba
tan solícito y diligente con ella. Este hombre tenía una historia –estaba
segura- y como una tonta, quería entenderla.
—Un bárbaro —repitió él, con una media sonrisa en los labios—.
Sí, lo sé. —La miró de hito en hito, pero no había malicia ni enojo en su
expresión—. Si la dejo aquí, ¿puedo confiar en que no intentará volver a
escapar? Necesita vendas limpias.
Ella movió la mano para poder ver la tela sucia que le envolvía la
herida. No estaba segura de tener la fuerza de volver a huir, mucho menos
la voluntad de hacerlo, y tampoco creía que este hombre fuera a hacerle
daño.
—Me quedaré —prometió.
Él la miró con los párpados entornados, luego la bajó de su regazo,
la levantó y la dejó sobre el sillón que había ocupado. El fuego ardía y
crepitaba, invitándola a inclinarse hacia él y calentarse las manos. Era la
primera vez en varios días que sentía calor, y aun si hubiera querido
escapar, no habría podido resistirse a la tentación de quedarse allí durante
horas. Su captor le dirigió una última mirada y abandonó la estancia.
Ella paseó la mirada por el pequeño salón. Con excepción del fuego,
no ofrecía muchas más comodidades que el dormitorio donde la había
encerrado. Él debía haber pasado la noche en el sillón; había algo
extrañamente atractivo en la imagen de él despierto de noche, vigilando su
puerta, haciéndose preguntas sobre ella. ¿Habría pensado con anterioridad
en besarla? ¿La consideraría bonita?
Millie negó con la cabeza. No era momento de vanidad y si tenía en
cuenta que el pelo se le había soltado del moño hacía mucho tiempo, su
ropa estaba sucia y olía a tierra y humedad, dudaba de que hubiera algo para
considerar bonito en su persona. Era imposible saber por qué la habría
besado y absurdo detenerse en ello; ahora por qué ella lo había besado a él
era otra historia y tendría que buscar el motivo por su cuenta.
Él regresó con otro pañuelo para el cuello y se arrodilló delante de
ella para quitarle el vendaje.
—Mi último pañuelo —le advirtió, mientras le limpiaba la mano
con ternura—. Trate de no ensuciar este también.
Ella inspiró con fuerza y apartó la mano cuando él le tocó una parte
especialmente sensible.
—Perdón —murmuró él.
Con el ceño fruncido, Millie lo estudió. Un rizo oscuro le caía sobre
la frente y tenía una sombra de barba oscura y espesa en la mandíbula. Aun
con las cicatrices, era indudablemente muy apuesto. Antes de que lo
hirieran, debió haber roto docenas de corazones.
—¿Cómo sucedió? —preguntó, con un gesto hacia la cara de él.
Él levantó la mirada mientras le envolvía el pañuelo alrededor de la
mano.
—En la guerra —respondió, escueto.
Bueno, pues eso explicaba mucho. Como soldado, debió haber visto
cosas terribles. Tal vez antes de ir a la guerra había sido un seductor
descarado y la experiencia lo había dejado con esa extraña mezcla de
caballerosidad y personalidad atormentada. Muchos hombres de la zona
donde había vivido con su madre habían ido a la guerra y regresado como
personas completamente distintas.
—Podría haberme dejado morir ¿sabe?
—Sí, podría —coincidió él, sin mirarla.
—No me parece que sea un secuestrador experimentado.
—¿Ahora es cuando me dirá que soy un sapo con verrugas y cerebro
de mosquito?
—Debe de existir un motivo por el que esté haciendo esto.
Él la miró a los ojos.
—Por supuesto.
—¿Y cuál es? ¿Qué quiere usted del duque si no es dinero? Porque
las telas como esta no son baratas —dijo, con un movimiento de cabeza
hacia el pañuelo de cuello—; y además, habla con demasiada elocuencia
para ser un hombre sin educación. A pesar de todo, no creo que tenga
cerebro de mosquito.
Un músculo en la mandíbula de él se contrajo mientras le ataba el
pañuelo con un nudo complicado. El corazón de Millie latía con fuerza; no
se había dado cuenta de lo importante que le resultaba su respuesta. Por
favor, que no se trate de dinero. No podría soportar haberse equivocado
sobre él. No podría.
Tras varios dolorosos segundos, él la miró y respondió:
—Tiene a mi hermana.
***
Tenía muchos motivos para no decirle a la señorita Strong por qué
había decidido raptarla.
Un hombre lógico –un hombre que no habría besado a la mujer que
tenía cautiva- habría mantenido la boca cerrada. Tal vez se debió a que
hacía tiempo que no besaba a una mujer o a que sus labios eran muy suaves.
O tal vez se debió simplemente a ella.
El valor y la fortaleza demostrados por esta mujer eran comparables
con los de algunos de los soldados con los que había luchado y le resultaba
imposible no admirarlos. No se había necesitado más que un dulce y
delicioso beso, una caricia de las manos de ella, el contacto de su cuerpo
con el de él y allí estaba, confesando cosas que ella no tenía por qué saber.
—¿Tiene a su hermana? —repitió la señorita Strong—. ¿Así como
me tiene usted a mí?
Él le soltó la mano y se la depositó con suavidad sobre el regazo,
reprimiendo las ansias de volver a estar en contacto con su piel, aunque más
no fuera con una breve caricia de sus dedos. Por todos los demonios. En
vista de que la había besado, ¿no podía ella al menos mirarlo como si lo
odiara en lugar de posar sobre él esos ojos grandes y curiosos? ¿No podía
haberlo apartado con violencia y haber huido de él, en lugar de levantar la
barbilla a modo de invitación y plegar su cuerpo esbelto contra el suyo?
Gabriel se pasó una mano por la mandíbula áspera y soltó un
suspiro.
—Están comprometidos.
Ella parpadeó varias veces.
—Vaya, eso no se parece en nada a mi situación. —Frunció el ceño
—. ¿Me ha hecho pasar por esto a causa de un mero compromiso? Me
secuestró, me asustó, me hizo correr riesgo de morir congelada ¿solo
porque no le agrada el prometido de su hermana?
Él se puso de pie.
—¿No puede poner fin al compromiso y ya? Ella no quedaría
envuelta en un escándalo si lo hiciera.
—No es tan fácil —dijo él, entre dientes, y apretó los puños al
recordar las palabras burlonas de Westwick, su expresión jubilosa ante la
idea de que tenía a Gabriel y a su hermana justo donde los quería. Se dirigió
a la ventana. La señorita Strong no se equivocaba. La había hecho pasar por
una experiencia que habría quebrado a la mayoría de las mujeres.
Pero no a ella. Claro que no. Esta mujer demente se le acercó por
detrás, le apoyó una mano sobre el brazo y con decisión, lo obligó a mirarla
a los ojos.
—¿Qué ha hecho este hombre, mi supuesto padre, que lo obliga a
actuar con tanta desesperación?
Él esbozó una leve sonrisa. Por supuesto, ella veía su desesperación.
Solo un tonto se comportaría como lo había hecho él, no solo raptando a
una mujer en plena calle sino cediendo a la tentación de ser para ella
cualquier cosa menos un cruel captor.
Y de besarla, desde luego.
Al mirarlo, cualquier podría pensar que era un hombre despiadado,
quizás un asesino. No estaría muy lejos de la verdad. Tenía la sangre de
muchos hombres en sus manos. ¿Por qué cuando estaba con ella no podía
pensar con la misma frialdad que cuando decidía quién moría, si él o su
enemigo?
—Él sabe cosas de nosotros, cosas que nos arruinarían a ambos. —
La miró con los párpados entornados—. ¿De verdad no sabe nada de su
padre? ¿Nunca ha sentido curiosidad?
Ella frunció el ceño.
—Por supuesto que no. ¿Por qué diría lo contrario?
—Me cuesta creer que no sienta curiosidad.
—No tengo tiempo ni recursos para la curiosidad. Mi madre no
deseaba hablar de él y ¿qué podría hacer yo para encontrarlo? —Su
entrecejo se arrugó aún más—. Ni siquiera sé cómo usted me encontró. —
Hizo una breve pausa antes de añadir con picardía—: Aunque no estoy
convencida de que tenga razón.
—Tengo recursos —dijo él—, y también tengo razón.
—La gente pensaría que estoy loca si les dijera que soy la hija de un
noble, aunque no sea más que una hija ilegítima.
Él se estremeció. La palabra ilegítima no le hacía justicia. Westwick
no le había hecho justicia. Gabriel sabía lo suficiente sobre la señorita
Strong como para comprender que ella y su madre habían salido de la
pobreza por su propio esfuerzo y no tenía dudas de que continuaría
prosperando en un mundo que no era fácil para las mujeres, mucho menos
para las que no tenían conexiones ni recursos. Si la hubieran cuidado y le
hubieran dado el beneficio de que su padre la reconociera, habría
prosperado aún más.
Aunque, dada la naturaleza de su padre, tal vez fuera mejor que no
lo hubiera conocido. Padres mejores que él habían arruinado a muchos
hijos.
—Después del compromiso, solicité a varios investigadores que
hurgaran en el pasado de Westwick.
—¿Entonces tiene información sobre él? ¿Así como él la tiene sobre
usted?
—En efecto. —Y era probable que hubiera algo peor de lo que
Westwick sabía sobre su hermana y él, pero estaba sepultado tan
profundamente que todavía no lo había descubierto.
Lo más grave que había averiguado era que tenía varios hijos
ilegítimos y para muchos hombres de su rango, lamentablemente, eso no era
inusual. Gabriel no podía imaginar recibir la bendición de un hijo y luego
sentir el deseo de ignorar su existencia.
—Así que usted me descubrió, o eso dice.
—Usted es su hija. Su madre trabajó durante un tiempo para él y mi
investigador encontró a la comadrona que la trajo al mundo. No era ningún
secreto que fue Westwick quien la engendró.
Los ojos de ella centellearon.
—Quizá debería haber dejado los secretos donde estaban.
Él encogió los hombros.
—Necesitaba información y la historia de su nacimiento formaba
parte de ella.
—Qué agradable todo. —Frunció los labios. —¿Está completamente
seguro de esto?
—Así es.
Ella se llevó los dedos a los labios, lo que le recordó el tiempo que
había transcurrido desde que la había besado.
No era que fuera a sentir el sabor de esos labios otra vez, desde
luego.
—Mi madre nunca quiso hablar de mi padre.
—Perdió su empleo y dudo que Westwick haya sido amable al
respecto. Es un sinvergüenza despiadado.
—Así dice usted, pero se arreglan muchos matrimonios infelices
con hombres de su rango ¿no es así? ¿Acaso su hermana no gozará de
protección y riquezas?
—Yo puedo cuidar muy bien de mi hermana —respondió él entre
dientes.
—Porque es rico.
—Lo suficiente.
—Porque es... —Se quedó mirándolo unos segundos y luego negó
con la cabeza—. No. No es posible que tenga título de nobleza.
Él miró al suelo y luego levantó la mirada; vio que los ojos de ella
se agrandaban. No debería estar revelando tanto, pero a estas alturas, ya no
le parecía importante.
—En realidad, lo tengo.
La señorita Strong se tambaleó y él se apresuró a tomarla del brazo.
—Por favor, dígame que no va a desmayarse.
Ella se giró para mirarlo.
—¡Jamás!
Y procedió a desplomarse en sus brazos.
***
***
***
—Ya veo de donde viene su…
—Lengua filosa —dijo Millie dijo mientras cerraba la puerta detrás
de su madre y el budín—. Sí, ya lo ha dicho.
La señora Strong los saludó con el brazo por el escaparate, con el
budín a salvo dentro de su canasta, listo para la cocción. Gabriel jamás
había pensado en los preparativos que se llevaban a cabo para realizar los
platos festivos que adornarían la gran mesa en Arden Hall. Ahora lo sabía
prácticamente todo sobre el budín de ciruelas. Indudablemente, el día no
había resultado como lo había planeado.
En gran parte porque había besado a Millie.
—En realidad, iba a referirme a su resiliencia —le aclaró con una
sonrisa; Millie parpadeó varias veces.
—Ah…
Gabriel deseaba volver atrás y pensar en ella como la señorita
Strong. O “la mujer”. No pensar en ella como una persona le había
permitido juntar el valor para secuestrarla. Y ahora había transitado a los
tumbos desde llamarla “esa mujer” hasta pronunciar su nombre: Millie. El
apodo cariñoso que por lo visto utilizaban todas las personas de su entorno.
No le convenía usar ese apodo cariñoso.
Tampoco debería haberla besado.
Había cometido muchos errores a lo largo del día y sospechaba que
cometería otros más. Millie metió las manos en el bolsillo de su delantal y
se meció sobre sus talones.
—Entonces…
—¿De verdad necesita ayuda con las cajas? —preguntó antes de que
ella pudiera mencionar el beso. Una técnica de distracción, por supuesto.
Porque no tenía voluntad alguna de pasar mucho tiempo más en el apretado
espacio de la tienda.
—No.
Gabriel puso sus manos debajo de una de las cajas y la levantó para
probarla, gruñendo por el esfuerzo. Miró a Millie.
—De acuerdo, sí, admito que la necesito.
—¿Cómo logó meterlas aquí dentro?
—Me ayudaron Guy, Russell y Nash.
Él apretó los dientes. Admiraba a esos hombres y los respetaba aún
más. Pero eran guapos, ricos y tenían sus dos ojos. No le agradaba la idea
de que Millie estuviera rodeada de esos tres caballeros.
—¿Esos aristócratas la ayudaron?
—Bueno, no se sorprenda tanto. Son hombres buenos, como ya ha
comprobado.
—Hombres buenos, sí —murmuró.
Ella se cruzó de brazos y ladeó la cabeza.
—¿Por qué los desaprueba?
—Bueno, ¿estuvo a solas con ellos?
—En realidad, Freya y Lucy estaban aquí, pero ¿qué importa?
—Es usted una mujer sola y ellos son hombres ricos y poderosos.
—Que se hallan felizmente casados y profundamente enamorados
de sus mujeres.—Millie levantó los brazos—. Por si no se había percatado,
estamos solos y usted es rico y poderoso y guapo.
—Yo no diría guapo. —Le costaba creer que ella hablaba en serio.
Él ya había ahuyentado no a una, sino a dos prometidas, sin siquiera poder
persuadirlas de que su rango y riqueza valían la pena de tener que desposar
a alguien con ese rostro.
—¿No? Bueno…—Millie resopló y sacudió la cabeza—. Eso no es
lo importante. No puede venir aquí y decirme lo que tengo que hacer. Ni
sobre mi padre ni sobre mi negocio.
—Esta es mi primera vez aquí. —señaló él.
—La segunda.
—La vez pasada Russell impidió que pusiera un solo pie en la
puerta.
—Debí permitirle a Russell que lo moliera a golpes. Mi vida sería
mucho más fácil.
—Entonces no estaría aquí para ayudarla. —Se quitó la chaqueta y
la arrojó sobre una silla, luego se quitó los gemelos de la camisa y los
guardó en el bolsillo del chaleco.
Ella se quedó mirándolo, azorada, mientras se enrollaba las mangas
de la camisa.
—¿Qué hace?
—La ayudo.
—No puede ayudarme.
—Si acepta la ayuda de un conde y sus amigos, también puede
aceptar la mía.
—Pero no… —Millie descruzó los brazos y los dejó caer a los lados
del cuerpo—. De acuerdo. Necesito abrir estas y a éstas…—señaló una pila
de telas coloridas—…debo ponerlas allí—.Señaló una estantería sobre la
pared.
—¿Y esto?
Él tomó el trozo de cinta que había estado enredada en los dedos de
ella antes de que la besara.
Millie se la quitó bruscamente.
—Ya le encontraré el lugar.
—Bien. —Era preferible no tenerla a la vista porque le recordaba lo
que había sentido al explorar su boca.
Demonios, había hecho más que explorar su boca. También había
explorado su cuerpo. Aunque no lo suficiente. Había sentido su trasero, el
suave arco de su espalda, el peso gentil de sus muslos.
Pero quería más… mucho, mucho más.
Ni siquiera la visita de la madre de ella pudo empañar su deseo. No
eran solo sus labios y sus expresiones testarudas, era toda ella. Cuando
Millie discutía con él, ya no se sentía como un desecho de vizconde tuerto.
Desde que había retornado de la guerra para encontrarse con la muerte de su
hermano y el legado de la familia en sus manos, nunca se había sentido tan
vivo.
Antes de correr el riesgo de decir alguna estupidez, se giró y abrió la
caja para sacar las telas. Trabajaron casi en silencio; de tanto en tanto,
Millie emitía alguna directiva o volvía a doblar lo que él intentaba con
torpeza; no se dieron por vencidos hasta que la tenue luz de las lámparas les
impidió continuar.
Millie apoyó las manos sobre las caderas y contempló la tienda;
Gabriel vio el destello de orgullo en su expresión. Westwick era un necio
por no querer saber nada con esta mujer.
—¿Qué dijo su padre cuando lo enfrentó?
La sonrisa de Millie se congeló y él se arrepintió de preguntar, pero
no podía olvidar la razón por la que había ido hasta allí.
—Pues solo me consideró un estorbo, como era de esperar.
—Es un hombre vil.
—Coincido.
—Y mi advertencia sigue en pie. Aléjese de él.
—Quería pedirle que tuviera misericordia de su hermana —dijo ella,
y apretó los labios. —Solo se rio de mí.
El abrió la boca y la cerró. ¿Cómo podía enfadarse con ella por
buscar la libertad de su hermana?
—Solo tenga cuidado —masculló.
Ahora que el duque conocía su existencia y aspecto, Gabriel podía
haberla puesto en peligro. No podía imaginar por qué Westwick tendría
malas intenciones para con ella, pero algo en sus entrañas le decía que
tendría que vigilar a Millie de cerca. La había involucrado en este embrollo
y no se perdonaría que le hicieran daño por causa de sus acciones.
CAPITULO 13
La tienda había estado tan concurrida, que Millie no debería haber
tenido tiempo para pensar en Gabriel, Lord no sé qué. Podría haberle
pedido que le dijera cuál era su título otra vez, pero se distraía
continuamente.
En especial a causa de El Beso.
El beso que superaba todos los besos. No era que en veintiséis años
no la hubieran besado alguna vez, pero ninguno de esos intentos débiles,
torpes y a veces descuidados, le habían hecho sentir algo parecido a esto.
Estaba segura de que Gabriel y ella habían experimentado algo que
cambiaría su mundo, como si la tierra hubiera temblado bajo sus pies. Por
mucho que ambos hubieran intentado ignorar ese beso, ella no podía
olvidarlo.
Ahora no sabía con certeza si podría ir a la nueva tienda, a pesar de
que tenía urgencia por guardar las telas que Gabriel la había ayudado a
desempacar. Se llevó una mano a la nuca y se masajeó el nudo tenso que
sentía allí, mientras sonreía y despedía a la última clienta, que se marchó
con un retazo de percal envuelto en papel bajo el brazo.
Deseaba retirarse temprano pero el constante flujo de clientes no le
permitía abandonar a la joven Betsy, que anotaba las ventas con esfuerzo y
hablaba lentamente. Su asistente era una trabajadora incansable, y eso
compensaba con creces las miradas burlonas que recibía de los clientes
menos agradables o el tiempo que le llevaba escribir en el libro mayor.
Millie de todas formas, no quería saber nada con clientes maleducados. Por
su experiencia, nunca estaban conformes y solo complicaban su trabajo.
Dejó listo otro paquete para que pasaran a retirarlo y se dispuso a
cortar una diáfana muselina plateada que debía dejar en lo de Lucy de
camino a la nueva tienda. Era hora de irse, por más recuerdos que tuviera de
Gabriel allí. Había invertido demasiado para poder abrir antes de Navidad y
los clientes esperaban con ansias la inauguración. Debía dejar de lado ese
beso y concentrarse en lo que siempre había hecho: trabajar duro para
lograr sus objetivos.
Ningún lord iba a evitar que fuera así.
—¿Millie? —Betsy, con las mejillas rosada debajo de las pecas,
agitaba una mano delante de su cara—. ¿Millie?
—¿Si? — respondió Millie enseguida, parpadeando.
—Una dama pregunta por ti. —Betsy señaló con el pulgar la puerta
donde se hallaba una joven y bonita mujer de cabello oscuro, sujetando la
empuñadura de un paraguas con sus guantes blancos.
—¿Puedes atenderla tú, Betsy? Debo dejar terminado esto para el
Señor Humphries que vendrá a retirarlo hoy. —Hizo un gesto hacia la tela
que estaba a medio cortar.
—Ha preguntado por ti.
Millie asintió, dejó las tijeras y pasó entre dos entusiasmadas
jóvenes que miraban una selección de cintas, para ir a recibir a la clienta.
Los ojos oscuros hacían juego con el brillo de su cabello negro, y estaban
enmarcados por unas pestañas que los tornaban enormes en comparación
con sus facciones delicadas.
—¿Eres Millicent Strong? —preguntó la mujer con voz más grave
de lo Millie había imaginado, pero ligeramente temblorosa.
—Sí soy yo. —Le ofreció una cálida sonrisa. —¿En qué puedo
ayudarla?
La mujer echó una mirada a su alrededor.
—¿Podríamos hablar en privado?
Frunciendo el entrecejo, Millie vaciló.
—Se trata de mi hermano, Lord Thornbury.
—¿Su hermano? —Soltó la exclamación sin poder evitarlo. Ahora
veía el parecido: los mismos ojos intensos, una versión femenina de su
nariz; cualquier mención de Gabriel aún hacía que su corazón se acelerara.
—¿Es usted Lady Emma?
Los labios de la mujer se curvaron en una suave sonrisa.
—Preferiría que me llamaras Emma, si no te molesta. Y espero
poder llamarte Millie, considerando nuestra… conexión.
—Por supuesto. —Millie saludó amablemente a otra clienta que
salía y luego hizo un gesto para que Emma la siguiera hasta el depósito.
Hizo una mueca de pesar ante el caótico panorama que se desplegaba ante
ella: mercadería esparcida sobre una mesa o asomando entre las cajas de
madera que debía llevar a la nueva tienda. —Me disculpo por el desorden—
murmuró.
—Dice Gabriel que estás por abrir una nueva tienda.
Millie se giró para mirarla; parecía casi fantasmal bajo la luz
mortecina del depósito. La muselina pálida le ceñía la figura delgada pero
con curvas. No era de extrañar que Westwick estuviese desesperado por
casarse con ella. Muy pocas damas de gran belleza podrían superar el
atractivo de esta joven.
Se sentía sucia y desaliñada en comparación, pero tampoco se había
visto mejor el día anterior. ¿Qué había motivado a Gabriel para besarla?
—¿Gabriel te ha hablado de la tienda?
Emma asintió, mordiéndose brevemente el labio inferior.
—Me ha contado todo sobre ti. —Mirando al suelo, continuó—:
Debo decirte que lamento las circunstancias en las que conociste a mi
hermano. Espero que comprendas que él es un hombre muy bueno y que
esta situación es solo…
Millie levantó la mano,
—Lo sé y lo entiendo. —Frunció la nariz—. Bueno, no del todo.
Fue un plan bastante desesperado.
—Es que estamos desesperados —coincidió Emma.
—Lo sé.
—Gabriel dice que nos estás ayudando.
—No he podido hacer mucho, me temo, pero le he presentado a
algunos hombres que pueden ayudar y haré cualquier otra cosa que me sea
posible.
Emma asintió otra vez y paseó la mirada por la habitación.
—¿Emma, qué es lo que necesitas? —preguntó Millie por fin.
—Mi hermano confía en ti.
—Si… —¿Era realmente así? No estaba tan segura. Después de
todo, la última vez que se habían visto la reprendió por haber ido en busca
de su padre.
Y la besó. Y preparó un budín junto con su madre…
—Tengo miedo de que se exponga al peligro por este asunto de
Westwick. He tratado de convencerlo de que prefiero casarme con ese
hombre antes que verlo lastimado, pero Gabriel a veces es…imprudente.
—Sí, lo sé.
—Supongo que sí. —Emma sonrió con algo de pesar—. Tiene
suerte de que usted lo perdonara por haberla secuestrado.
—Ah, el secuestro —dijo, distraída. El secuestro había quedado en
el recuerdo lejano, sepultado bajo la sensación de las manos tibias de él
sobre su cuerpo y de sus besos apasionados.
—Desde que volvió de la guerra, ha sido siempre un poco…
temerario. Creo que tiene relación con el haber estado tan cerca de la
muerte —reflexionó Emma—. Por supuesto, cuando mi hermano murió y él
heredó el título, se estabilizó y aceptó su vida de lord.
—¿Teníais un hermano?
—¿Gabriel no te le ha contado?
Millie ignoró el rubor repentino en sus mejillas. La apenaba
descubrir qué poco sabía sobre Gabriel. Si alguien le preguntara sobre él,
ella podría describir su aroma, o cómo se sentía su pecho al apoyar sus
palmas sobre él, pero no podría ofrecer mayores detalles, excepto el hecho
de que era mucho más noble de lo que él creía.
—Harry murió poco antes de que terminara la guerra, solo unas
semanas antes, en realidad. Siempre había gozado de buena salud, así que
fue un gran golpe para nosotros. Sabe Dios que Gabriel nunca imaginó que
heredaría el título.
—Comprendo.
—Gabriel fue herido justo sobre el final de la guerra, también. —
Sacudió la cabeza—. Fue todo tan absurdo… muchos hombres murieron en
esos últimos días y ¿para qué?
—Realmente carece de sentido —asintió Millie, con la esperanza de
que Emma siguiera hablando.
Emma movió una mano.
—En fin, he venido aquí en realidad, para pedirte que cuides a mi
hermano. Puede parecer intimidante, pero por lo que me ha dicho, tú no
eres de las que se dejan amedrentar por un gruñón.
“Gruñón” era una interesante manera de describirlo. Imaginaba que
la mayoría de la gente lo consideraba más bien aterrador.
—Es el mejor hermano del mundo y ha sufrido mucho. Prefiero
desposar a ese hombre despreciable antes de verlo lastimado.
—Yo tampoco quisiera que le hicieran daño —respondió Millie—,
pero debemos encontrar la manera de asegurarnos de que esta boda no se
lleve a cabo. Tu hermano nunca se perdonaría si tuvieras que contraer
matrimonio con Westwick.
El rostro de Emma se iluminó.
—¿Lo ves? Tú también te has dado cuenta de que él es algo más que
un gruñón.
—Pues…
—Será mejor que me vaya. Gabriel me ha contado que tu tienda
tiene mucho éxito y sé que estás ocupada. Pero, por favor, ¿podrías pedirle
a tus amigos que lo vigilen y eviten que haga algo precipitado? Quizás
también podrías hablar con él. Él tiene muy en cuenta tu opinión, lo sé.
Sin duda, sería mejor sacarse a Gabriel de la cabeza y dejar que el
Club del Secuestro manejara la situación. Tendría que decirle a Emma que
no, que Gabriel no la escucharía, por mucho que ella pensara en que él
respetaba su opinión.
En cambio se escuchó a sí misma decir:
—Por supuesto, lo haré.
***
Gabriel solía recibir con agrado cualquier cosa que lo distrajera de la
montaña de correspondencia apilada sobre el escritorio de su estudio.
Siempre había sido un hombre activo; prefería la caza, la equitación y
alguna pelea ocasional a escribir cartas o dedicarse a tareas académicas. En
días como este, lamentaba haber heredado el título. Se sabía que Harry
estaba mucho mejor preparado que él para las responsabilidades de un
vizconde.
Además, debía estar dedicando su tiempo a hacer algo útil para
derribar a Westwick. Aunque no podía descuidar sus deberes - Bishop
tendría que esperar- no veía el momento de volver a las calles de Londres.
Hizo crujir los nudillos y levantó la mirada cuando entró el
mayordomo. Al ver su expresión sombría y tensa, la correspondencia pasó a
mucho más atractiva.
—Su Gracia, el Duque de Westwick está aquí para verlo, milord.
Gabriel asestó un golpe al escritorio.
—¡Maldición!
—¿Le digo que…? —Peters señaló la puerta.
Gabriel no ocultaba su desagrado por Westwick, aunque ninguno de
los sirvientes conocía los detalles completos y sórdidos de lo que el hombre
había hecho para enojar a su amo. En cualquier caso, y por lo que él podía
oír, los sirvientes no le tenían demasiado aprecio.
—Lo atenderé —Hizo un movimiento con la mano y suspiró—.
Llévalo al salón Queen Anne. Lo quiero bien lejos de la puerta de entrada, y
si Emma regresa ten a bien avisarle que él está aquí.
—Por supuesto, milord.
Gabriel se tomó su tiempo para acomodar las cartas y los libros
contables, guardar la pluma y el papel y luego se colocó la chaqueta. Se
miró al espejo del corredor y se arrepintió enseguida. En un tiempo había
sido guapo. Ahora era solo cicatrices inflamadas y un gran desastre donde
debería estar su ojo. Por qué Millie había respondido a su beso de esa
manera, no lo entendía. Lo cierto era que no veía nada digno de un beso en
su imagen reflejada y, sin embargo, había sido el beso más apasionado de su
vida. ¿Podría haber fingido ella tanta pasión? ¿Y por qué lo haría?
Hizo un gesto de desaprobación ante su propia imagen, enderezó los
hombros y se dirigió al salón ubicado en las profundidades de la casa.
Decorado según el gusto de su padre con un toque de elegancia escocesa,
completamente inadecuada para la moda londinense, ni él ni su hermana lo
usaban mucho, pero para ser sincero, tampoco utilizaban demasiado los
otros salones de estar. Si no fuera por la proximidad de esas nupcias, que
mejor sería que no se llevaran a cabo, él se mantendría lejos de Londres y
sus alrededores. Le resultaba agotador observar las reacciones de la gente
hacia él, aunque se esforzaran por ocultarlas.
Westwick, sentado frente al fuego crepitante con el rostro vuelto
hacia las llamas, apenas si registró su entrada en el salón. El resplandor lo
iluminaba de un lado, profundizando las sombras de su rostro, haciendo que
su mandíbula cuadrada y su afilada nariz parecieran más feroces. Gabriel
tuvo que hacer un gran esfuerzo para no abalanzarse sobre él, tumbar la
silla al piso y dejarlo inconsciente. Si no fuera porque Emma y Lydia solo
lo tenían a él, no lo habría dudado.
Pasó junto al duque y se colocó en su línea de visión, erguido y con
las manos detrás de la espalda.
—¿Qué quieres? —le espetó.
—¿Acaso no puedo visitar a mi prometida? —Su sonrisa hizo
pensar a Gabriel en la expresión de una serpiente antes de lanzarse sobre su
presa.
—Ella no está aquí.
—Pues bien, puedo esperar. —Se miró las uñas y luego se las lustró
en la solapa de su chaqueta—.Tengo tiempo.
—Yo no —dijo Gabriel con vehemencia—. Tengo asuntos que
atender.
—Ah, por supuesto, sin duda tienes que ir en busca de más
jovencitas a quienes enviarás a acosarme.
El pulso se le aceleró en un instante, pero Gabriel se esforzó por
mantener una expresión neutral.
—Deje a Millie fuera de esto.
—¿Millie? —dijo Westwick con una sonrisa más amplia—. ¡Qué
encantador! Secuestras a la joven, de alguna forma la convences para que
hable conmigo y ahora parece que te refieres a ella con apodos cariñosos.
—Lo miró de hito en hito—. Podría denunciarte por secuestrarla pero… ¿a
quién le importa la desaparición una tendera?
Claro que lo haría, maldición. Se imaginó dándole un empellón y
golpeándole la cara con el puño una y otra vez. Quería escuchar el ruido de
hueso aplastado y tal vez añadiría un puntapié en el estómago solo para que
el Duque sienta cada la profundidad de su ira. En cambio, se limitó a soltar
aire por la nariz.
—No hay duda de que debes saber bastante sobre mujeres
desaparecidas —respondió Gabriel—. Tu segunda esposa ¿a dónde fue
exactamente?
La sonrisa de Westwick se esfumó y el hombre entornó los ojos.
—Murió. Y la lloré profundamente.
Gabriel rió, al ver que no había nada más que frialdad y ambición en
la mirada del Duque.
—No te creo capaz de tales emociones.
Westwick se levantó abruptamente.
—No sabes de lo que soy capaz —dijo entre dientes, apuntándolo
con el dedo —. Pero te aseguro…
—¿Por qué Emma, si hay cientos de mujeres desesperadas por estar
del brazo de un duque. ¿Por qué no te buscas una mujer sumisa? Mi
hermana jamás será la clase de esposa que deseas.
Westwick retuvo una respiración audible, temblorosa y cerró sus
ojos brevemente. Esa expresión extraña y distante hizo que Gabriel sintiera
escalofríos.
—Deseo a Emma por sobre todas las demás y será mía de nuevo.
Miró hacia un costado y Gabriel sintió que el alma se le iba a los
pies. O bien Emma había ignoró las indicaciones de Peters o no lo había
visto. Gabriel se giró y vio a su hermana inmóvil en la puerta.
—¡Y aquí está! —Westwick sonrió y caminó hacia ella—. Una bella
visión, como siempre. —La tomó del brazo y Gabriel notó que la tela del
vestido se arrugaba bajo el puño firme—. Quería recordarte que las
proclamas se leerán el domingo. Anhelo escucharlas contigo a mi lado.
Emma murmuró algo antes de que Westwick la besara en la mejilla
con suavidad. Le apretó el brazo y ella hizo una mueca de dolor.
—Hasta el domingo, entonces —dijo, y se marchó.
Antes de que Gabriel pudiera ir tras él, Emma le bloqueó el paso.
—No lo hagas —suplicó.
Gabriel miró a su hermana, luego miró la puerta y se esforzó por
tragar el nudo caliente y áspero que sentía en la garganta.
—No te casarás con él —le aseguró—. No mientras yo viva y
respire.
Y quizás tampoco después de eso. Si lograba asegurarse de que
alguien cuidaría de ella, haría lo tenía que hacer… aunque significara ir a
juicio por matar a un duque.
CAPÍTULO 14
A pesar de que Freya permanecía en la tienda e intentaba mostrarse
paciente, Millie vio que tamborileaba los dedos sobre sus brazos cruzados y
no dejaba de mordisquearse los labios. Se despidió del último cliente y se
acercó a ella deprisa.
Ataviada con un hermoso capote de lana, Freya de alguna manera
lograba habitar dos mundos al mismo tiempo: se veía práctica con un
sencillo sombrero azul oscuro, sin joyas ni volantes, pero también elegante
gracias a las costosas telas de su atuendo. Millie se preguntó cómo se las
arreglaría ella si la sacaran de su mundo y la elevaran al de la nobleza.
Aunque, por supuesto, eso no sucedería. Sea cual fuere el
significado de ese último beso, los vizcondes no se casaban con tenderas.
Freya tenía un poco más de respetabilidad gracias a que sus padres, si bien
no tenían dinero, eran refinados, aunque muchos dirían que el hecho de que
ella siguiera escribiendo para un periódico después de casarse difícilmente
podía considerarse respetable.
—¿Qué ocurre? —preguntó Millie.
—Grace quiere vernos. Cree que ha descubierto algo.
—¿Se lo has dicho a Gabriel? Digo... ¿a Lord Thornbury?
—No todavía. Ninguno de los hombres lo sabe. Ya sabes cómo son:
entrarán en acción antes de que hayamos tenido tiempo de confirmar si la
información es correcta.
Millie frunció los labios. Freya no se equivocaba, pero Gabriel se
enfadaría si descubría que le ocultaban cosas. De todos modos, era mejor
averiguar qué sabía Grace antes de contárselo. Podría muy bien actuar de
manera temeraria y ella no lo soportaría que le sucediera algo.
Además, le había prometido a Emma que lo cuidaría.
Viajaron en el carruaje de Freya a las afueras de Londres, pasando el
mercado, en dirección a Hertfordshire. Millie nunca se había alejado tanto
de Londres –a menos que contara el secuestro, por supuesto- y disfrutaba
del paisaje ondulado salpicado de muros bajos de piedra, granjas y
bosquecillos de pinos. Aunque sus conexiones con el Club del Secuestro
habían aportado elementos de aventura a su vida, su papel siempre había
sido menor y nunca antes había visitado a damas en sus residencias de
campo.
Gabriel seguramente había viajado por toda Europa antes de la
guerra y visto toda clase de cosas exóticas. Otra razón más por la que no
debía pensar en él. La había besado como si fuera un moribundo y ella, la
cura, sí, pero las diferencias entre ambos no podían ser más marcadas. Él
había visto el mundo. Ella solo conocía Londres.
El carruaje se detuvo delante de una casa de ladrillos. Millie contó
seis ventanas en la planta baja y siete en la alta, todas con marcos pintados
de blanco. Esta no era una modesta casa de campo y cuando entró, sus
sospechas quedaron confirmadas. A pesar de que la decoración era algo
excéntrica, con extrañas pinturas de figuras borrosas y adornos con forma
de gatos por todas partes, el mobiliario valía más de lo que ella podría ganar
en toda su vida.
Las condujeron hasta donde se encontraba Grace, arropada bajo una
manta junto al fuego en un sillón que se veía demasiado grande para ella.
Millie se dio cuenta de que la mujer de aspecto delicado era diminuta y el
sillón tenía un tamaño casi normal. Debajo de la manta se notaba su vientre
pronunciado; una extraña bola blanca y negra se movió, revelando al gato
más feo que Millie había visto en su vida.
—Claude —lo regañó Grace—, me estás hundiendo las patas en el
cuerpo. —Hizo una mueca de dolor, levantó al gato y lo dejó en el suelo. —
Disculpadme por no ponerme en pie. El bebé me ha estado dando puntapiés
toda la noche y estoy agotada.
Freya movió una mano.
—Si te levantas, se lo contaré a Nash.
—No te atreverías. —Grace sonrió—. Es cierto que estoy en
situación delicada, pero él está yendo demasiado lejos con esto del esposo
protector. Tengo suerte de que me permita levantarme de la cama.
Freya hizo un gesto para que Millie se adelantara.
—Grace, esta es Millie.
Millie hizo una reverencia y se sintió una tonta cuando Grace hizo
un movimiento con la mano.
—He estado leyendo sobre ti. —Le dirigió una mirada penetrante.
—¿Sobre mí?
—Bueno, sobre todos vosotros. —Hizo un gesto hacia el sofá que
estaba delante de la chimenea, luego tomó un gastado cuaderno que estaba
en el sillón y lo abrió.
Millie y Freya se sentaron en el sofá y Millie observó el cuaderno
lleno de anotaciones.
—Al parecer, Westwick tiene al menos nueve hijos ilegítimos. —
Grace hizo una mueca—. Perdona, no quiero parecer insensible.
Millie encogió los hombros.
—Siempre supe que era ilegítima.
—No parece haber nada demasiado interesante, según descubrió
Lord Thornbury en sus investigaciones. Algunos murieron de niños y
ninguno se destacó en nada. —Se acomodó las gafas con marco de metal
sobre la nariz—. Excepto tú. —Cogió el lápiz que tenía detrás de la oreja—.
¿Cómo fue que llegaste a tener una tienda?
—Eh… ¿es importante para la investigación?
—No, en absoluto. —Grace esperaba con el lápiz listo.
—¿Podemos centrarnos en Westwick? —sugirió Freya con
delicadeza.
—Sí, claro. —Grace dio vuelta una página—. Disculpa, me encanta
tomar notas. Es… —Hizo un movimiento con la mano—. Es mi manera de
comprender el mundo.
—¿Qué has descubierto? —preguntó Freya.
—Su primer matrimonio y la posterior muerte de su mujer no
despiertan sospechas. Es posible que hasta la haya amado. Sin embargo, su
segundo matrimonio es un misterio. Al parecer, le atrae cierto tipo de mujer
y Emma cumple los requisitos tanto en apariencia como en condición
social. Sus dos mujeres elevaron su rango gracias al matrimonio. No
obstante, según las columnas de chismes, su segunda esposa desapareció
durante un tiempo, y luego se anunció su muerte. Nash está intentando
conseguirme su certificado de defunción.
Millie ahogó una exclamación.
—¿Piensas que mató a su mujer?
—Creo que es muy posible.
—Pues entonces solo necesitaremos probarlo. —Miró primero a
Freya y luego a Grace, que no parecían tan entusiasmadas como ella por la
información.
—Sería difícil de probar —suspiró Freya.
—Hay más… —Con el ceño fruncido, Grace releyó sus apuntes
durante tanto tiempo que Millie comenzó a contar los segundos con cada
tictac del reloj que estaba sobre la repisa. Por fin, Grace hizo a un lado el
cuaderno.
—Después de la guerra, Westwick tuvo importantes ganancias en el
mercado bursátil. —Remarcó el hecho levantando un dedo—. El hombre
que nunca se aparta de él, según Russell, muestra una decidida inclinación
hacia el crimen. —Levantó otro dedo—. Pero esto es lo que me ha resultado
más interesante: Westwick tenía un hermano mellizo.
—¿Un hermano mellizo? —repitió Millie.
Grace asintió con entusiasmo.
—Por lo visto, murió hace más de veinte años, así que no es de
sorprenderse que no sepamos nada al respecto. Era el mellizo menor y
según el caballero con el que he estado intercambiando correspondencia, un
inútil e irresponsable. Este caballero manejaba propiedades de Westwick
cuando su hermano vivía. Pero el mellizo, Frederick, murió poco tiempo
después de que Westwick heredara su título.
—¿Otra muerte misteriosa? —preguntó Freya.
—Así es. Tal vez sea porque fue hace tanto tiempo y solo me baso
en la palabra de un hombre; además, nadie guardaría registro de
publicaciones de chismes de hace décadas, pero no he podido encontrar
nada sobre este hermano, salvo un certificado de nacimiento. De hecho, al
parecer tampoco existe un certificado de defunción.
Millie se llevó una mano a la boca. Dos muertes misteriosas y un
hombre.
Un hombre muy peligroso, por lo visto. Lo primero que debían
hacer era alejar a Emma de él y asegurarse de que Gabriel no hiciera nada
imprudente. Si Westwick era capaz de matar a su segunda mujer y a su
hermano, no lo pensaría dos veces antes de mandar a asesinar a Gabriel.
***
Nevaba, y los pequeños copos blancos bailaban contra el cielo
oscuro de la noche. El frío mordía la cara de Gabriel y la calle empedrada
se veía resbaladiza y brillante bajo la luz que llegaba desde las ventanas de
la posada.
Sintiendo el calor del alcohol en las venas, se ajustó la bufanda
alrededor del rostro. Varios hombres salieron de la posada detrás de él, y sus
risas sonoras retumbaron en el silencio de la noche, interrumpido solo por el
traqueteo ocasional de ruedas de carruaje. Su propio carruaje estaba en su
casa, resguardado en los establos. No tenía sentido traer un vehículo tan
costoso a esta zona de Londres, sobre todo ya que venía aquí a olvidar
quién era.
Inclinando la cabeza, avanzó por la calle y se adentró en un callejón
angosto y sinuoso. Le tomaría al menos media hora caminar hasta su casa,
tiempo suficiente para que el aire frío dispersara los efluvios alcohólicos
que lo rodeaban. Gran parte del olor provenía de sus compañeros
bebedores, pero él aportaba su parte.
No acostumbraba a emborracharse hasta perder el sentido, pero de
vez en cuando anhelaba la cálida confusión del alcohol que ralentizaba su
mente y suavizaba la tensión causada por las cicatrices en su cuerpo. Debía
admitir que ese no era el momento para permitirse beber, pero el dolor en su
interior y la necesidad de ocultarle a Emma cómo se sentía lo habían
obligado a salir en esa noche helada para intentar deshacerse de sus
sentimientos.
No había funcionado. Por supuesto que no. La cerveza no podía
disipar las dos emociones gemelas de deseo y furia. Pugnaban dentro de él,
exigían atención y debía ignorarlas. Si cedía a su deseo, se encontraría con
otro rechazo, y si se entregaba a la furia hacia Westwick, podría arruinarlo
todo. De cualquier forma que terminara tratando a ese hombre, tenía que
mostrarse sereno y cauteloso. Tras varios días de seguirlo, sabía que no
sería fácil llegar hasta él.
Tampoco sería fácil olvidar a Millie, pero lo intentaría.
El ruido de pasos a sus espaldas hizo que se detuviera y se girara,
olvidando a Millie por un breve y feliz momento. Escudriñó las paredes de
los edificios durante varios segundos pero no vio señales de movimiento.
Esperó un instante más, luego siguió andando con pasos rápidos para llegar
a la protección de la calle ancha y bien iluminada.
Pasos otra vez. Se giró en forma abrupta, ignorando el tirón que el
movimiento causó en sus cicatrices y vio una sombra en un portal.
—¡Muéstrese! —ordenó.
Cuando nadie apareció, dio un paso adelante, con los músculos
tensos. Antes de que llegara a la puerta, un hombre se abalanzó hacia él y lo
embistió en el pecho. Se recuperó enseguida y levantó los puños, pero no lo
suficientemente rápido. Algo se estrelló contra la parte posterior de su
cabeza.
Sintió un estallido de dolor en el cráneo y por un momento, solo vio
blanco.
Gabriel se retorció y logró distinguir las facciones toscas de un
hombre al que conocía bien. Bishop. El asistente del duque.
Vio a un segundo hombre en la periferia de su visión y levantó el
brazo antes de que el palo de madera volviera a caer; el impacto contra el
brazo hizo que soltara el aire abruptamente. El otro hombre, alguien a quien
no reconocería incluso si no le he hubieran golpeado la cabeza, le atestó un
puñetazo en el costado y Gabriel emitió un gruñido.
No pudo bloquear el siguiente ataque y Bishop le golpeó las
costillas una vez, dos. La tercera vez Gabriel cogió el garrote y lo utilizó
para acercar a Bishop de un tirón y estrellar su cabeza contra la de él. Sintió
un crujido y oyó que el hombre soltaba una exclamación de dolor, pero
pagó el precio: su visión volvió a borronearse.
Seguían lloviéndole golpes sobre la espalda y Gabriel se retorcía
como un demente tratando de defenderse de una horda de ratas. Los dos
hombres orquestaron una golpiza tan brutal que Gabriel cayó de rodillas.
Otro golpe en las costillas lo hizo inclinarse hacia delante. Inhaló, dolorido.
Solo tenía que sobrevivir. Ya lo había hecho antes. Millie y su hermana lo
necesitaban. Sabía muy bien qué era eso: Bishop no tenía intención de
matarlo. Se trataba de una advertencia.
Alargó el brazo y cogió la muñeca del otro hombre antes del
siguiente golpe, logrando acercarlo y asestarle un puñetazo en la ingle.
Escuchó la exclamación ahogada de dolor; el hombre soltó varios
improperios y los golpes cesaron.
Bishop golpeó a Gabriel una vez más en la espalda y luego hubo
silencio. Gabriel cayó tendido al suelo, sintiendo el sabor de la sangre en su
boca; apenas si podía ver por su ojo bueno. El empedrado estaba frío bajo
su mejilla, lo era casi reconfortante. Se concentró en hacer dolorosas
inhalaciones profundas mientras intentaba ver si Bishop todavía estaba allí.
Voces desde más arriba en el callejón resonaron entre los edificios;
Gabriel se permitió cerrar su ojo bueno por completo. Con suerte, Bishop
habría huido y quienquiera que anduviera por allí lo ayudaría.
Y volvería a ver a Millie.
CAPÍTULO 15
La vista de su imagen deformada reflejada en el aldabón de latón
hizo que Millie se retorciera por dentro. Incluso sin la nariz prominente o la
frente gigante que le daba, no se veía bien. Toda la mañana atendiendo a
clientes, buscando entre la mercadería y persiguiendo pagos atrasados la
había dejado con el cabello desaliñado, la ropa arrugada y… ¿acaso tenía
una mancha de suciedad en la mejilla? Se acercó más.
Ay, Señor, sí.
Sacó un pañuelo del bolsillo de la capa y se frotó la mejilla con
fuerza, pero la mancha no desapareció. ¿Cómo se le había ocurrido
presentarse en la casa de Gabriel y pararse en la puerta principal como si
tuviera todo el derecho de visitar a un vizconde?
Bueno, la realidad era que no lo había evaluado. Tan pronto como
escuchó la noticia del ataque contra él, no pudo pensar en otra cosa que
llegar a su lado. Alguien dijo que lo habían apuñalado, otra clienta afirmó
que lo habían golpeado hasta dejarlo inconsciente. La señora Lionel dijo
que estaba en su lecho de muerte, aunque tenía tendencia a exagerar.
No podía estar en su lecho de muerte ¿verdad?
Se frotó la mancha otra vez con furia y se acercó para mirar su
imagen en el aldabón. La puerta se abrió de repente y Millie dio un salto
hacia atrás.
Un caballero mayor con expresión imperturbable, la miró de hito en
hito y soltó un “¿Sí?” muy tenue, como si apenas valiera la pena pronunciar
el monosílabo.
—Yo… eh, es decir… —Levantó la barbilla. Si era la hija no
deseada de un duque, le corría sangre noble por las venas. —Estoy aquí
para ver a Lord Thornbury —anunció con apenas un temblor en su voz.
Bien. No había sido tan difícil ¿verdad?
—Milord no recibe visitas en este momento.
Millie soltó el aliento que no sabía que estaba reteniendo. Al menos
estaba vivo. El mayordomo se disponía a cerrarle la puerta, pero antes de
que pudiera hacerlo, Emma apareció en la brecha y la abrió.
—¡Millie! ¿Qué haces aquí?
Ella reprimió una sonrisa ante la expresión confundida del
mayordomo.
—Oí que atacaron a tu hermano. Quería asegurarme de que
estuviera bien.
—Tanto como puede estarlo. —Emma apretó los labios—. Como
mínimo, tiene las costillas golpeadas, pero lo que es peor, su orgullo está
herido de muerte. —Dirigió una mirada al mayordomo de rostro impasible
—. Ay, ya déjala entrar, Peters. No va a atacarlo, ¿verdad? —El mayordomo
la observó brevemente y luego dio un paso atrás, permitiendo que Millie
entrara. Ella mantuvo deliberadamente la mirada fija en la hermana de
Gabriel y se esforzó por mantener el rostro inexpresivo. Varios salones
pintados en tonos suaves albergaban bustos variados y una enorme araña
colgaba del techo. Dos puertas a cada lado llevaban quién sabe a dónde. Sin
duda a más grandeza. Miró por un instante sus botas sucias sobre el suelo
de piedra color crema y decidió no girarse para ver las huellas que debía
haber dejado.
—Perdona al señor Peters. Se muestra excesivamente protector con
mi hermano desde que lo atacaron.
—¿Tiene heridas de gravedad? ¿Qué ocurrió?
—Se recuperará rápido, si lo conozco, aunque tiene mal aspecto. —
Emma suspiró—. No me ha contado demasiado. El muy tonto piensa que
me está protegiendo.
—¿Puedo verlo?
—Una excelente idea, de hecho. —La expresión de Emma se
iluminó—. Tal vez logres que te cuente algo.
Abrió la puerta y subió por unas escaleras de madera. Millie la
siguió; el corazón le latía con tanta fuerza que sentía el pulso en las yemas
de los dedos. ¿Estaría sufriendo? ¿Quién lo había herido? ¿Volverían a
intentarlo? ¿Y si la próxima vez intentaban algo peor, como matarlo? La
idea de no volver a verlo la hacía sentir náuseas.
Emma abrió la puerta, hizo un gesto para que Millie esperara y
luego salió al pasillo de nuevo.
—Está despierto y tan gruñón como siempre. —Lo dijo con una
sonrisa, mientras abría completamente la puerta para que Millie entrara—.
Avísame si averiguas algo —susurró antes de bajar otra vez las escaleras.
Millie observó el pasillo vacío y la puerta abierta de la habitación.
Supuso que nadie esperaba que ocurriera algo escandaloso entre una
tendera y un vizconde herido y si sucedía, a nadie le importaría. Después de
todo, ella no tenía una reputación que proteger. De todas formas, dejó la
puerta abierta cuando entró en el dormitorio.
Gabriel entornó la mirada tan pronto la vio. O la entornó todavía
más de lo que ya estaba. Su ojo sano estaba hinchado y tenía un corte en el
lado de la cara donde no había cicatrices. Tal vez tenía más heridas, pero las
cicatrices irregulares del otro lado de su cara dificultaban esa apreciación.
—¿Qué hace aquí? —preguntó, tajante, mientras se desenredaba del
desorden de sábanas y mantas; soltó el aire con fuerza al intentar bajar las
piernas por el costado de la cama.
Millie apartó la mirada de las piernas desnudas bajo una camisa
larga y se adelantó para ponerle una mano sobre el hombro.
—No se atreva —le advirtió, cubriéndole las piernas con la sábana
—. Al menos por decoro.
—Está usted en mi dormitorio —masculló—. Es demasiado tarde
para decoro.
Una oleada de calor la invadió. Era solo un dormitorio. Un
dormitorio con una cama. Un dormitorio con una cama en la que había un
vizconde.
Un vizconde a medio vestir.
Un vizconde que a ella le gustaba mucho besar.
Soltó el aire y se dio un sacudón mental.
—Oí que lo atacaron. ¿Qué ocurrió?
Él miró hacia la puerta abierta.
—El asistente del duque, Bishop. Me tomó por sorpresa.
—Pero…¿por qué?
—El duque sabe que lo estamos investigando.
Millie ahogó una exclamación.
—¿Está al tanto de la existencia del Club del Secuestro?
—Lo dudo. —Soltó un gemido entre dientes mientras volvía a
acomodarse contra la almohada—. El pedido de información al parlamento
debe haberle llamado la atención, pero sin duda piensa que soy yo. Tengo
cierta reputación de trabajar por mi cuenta. —Esbozó una leve sonrisa.
—Es cierto. —Se acercó a la cama y le acomodó la almohada—.
¿Le ha hecho mucho daño?
—No es lo peor que me ha sucedido.
—Eso no fue lo que pregunté. —Cedió a la tentación y le tocó la
mandíbula, levantándola para inspeccionar los daños.
Gabriel la miró a los ojos y ella pudo sentir el cambio en él. Su
pecho subía y bajaba con la respiración mientras ella le pasaba los dedos
cuidadosamente sobre las cicatrices y heridas nuevas, en dirección a sus
labios.
—Millie…
—¿Qué otras heridas tiene? —preguntó y le movió la cara hacia un
lado y el otro; contuvo el aliento al ver los moratones que bajaban por su
cuello—. Oh, Gabriel —dijo, con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Qué le ha
hecho ese cerdo con cara de rata?
***
Los dedos de ella sobre su cara no deberían haberle resultado un
consuelo. Eran ásperos por el trabajo duro, y sin embargo, el contacto era
como un bálsamo que llegaba a las partes más profundas de su ser y curaba
las heridas invisibles. Gabriel no entendía cómo ella podía tocarlo con tanta
ternura cuando la mayoría de las personas no soportaba siquiera mirarlo,
pero aceptó lo que ella ofrecía y cerró los ojos mientras ella le pasaba los
dedos por la mejilla, el cuello, la clavícula. Tiró del cuello abierto de la
camisa y él abrió los ojos de inmediato.
—Millie —le advirtió con voz ronca.
—El pecho —dijo ella con suavidad—. Tiene magullones en el
pecho.
Magullones, golpes, nada le importó cuando la mirada de Millie se
encontró con la suya y sus pupilas se dilataron. No podía existir un
momento más inadecuado para esto, pero esta mujer despertaba en él una
reacción incómoda en cualquier situación. Podría estar muriéndose e igual
sentiría deseos de besarla.
Antes de que ella pudiera moverse, le pasó una mano detrás de la
nuca y la atrajo hacia su boca. Ella emitió un sonido de sorpresa y él la soltó
de inmediato, maldiciendo por lo bajo.
—Perdón, no debería haber… —Dejó caer la mano y apretó el puño
contra las sábanas.
Ella sacudió la cabeza y se dejó caer sobre el borde de la cama.
—Deseaba que lo hiciera —confesó con la mirada baja.
—Ese sonido. Pensé…
Ella levantó la mirada.
—Me sorprendió. Sus besos siempre me sorprenden.
—Siempre la sorprenden —repitió él—. Sí, la he besado muchas
veces y lo lamento.
—¿Y si yo no lo lamentara?
El corazón de Gabriel dio un vuelco.
—Me resulta difícil de creer.
—¿Por qué? No soy una debutante inocente.
—¿Entonces piensa que no merece respeto?
Millie esbozó una sonrisa.
—Eso no es lo que quise decir. Me refería a que no me asusto por un
simple beso.
¿Un simple beso? Si cualquiera de los besos que se habían dado
podía considerarse “simple”, le convenía darse por vencido y arrojarse al
Támesis.
—No soy tonto, Millie. Sé que las mujeres no desean besarme. Soy
vizconde y debo ser consciente de los privilegios que eso trae aparejado.
Una mujer como usted podría…
Ella se levantó abruptamente de la cama, con expresión confundida.
—¿Qué? ¿Dejarse caer en sus brazos porque es rico y tiene título de
nobleza? —Se rio—. No olvide que me dejé caer en sus brazos cuando
pensaba que era un bárbaro.
—Soy un bárbaro.
—No es cierto.
—Pues tengo la cara de un bárbaro. —Sonrió—. Y también el
temperamento. Varias mujeres se han asustado y alejado de mí por esas dos
razones.
Millie ladeó la cabeza, se cruzó de brazos y lo miró.
—¿Cree que le tengo miedo?
—No, claro que no. Creo que no le tiene miedo a nada. Pero esta
cara… —Señaló sus cicatrices—. No es la clase de cara que una mujer
desea besar.
Con movimientos lentos, Millie volvió a sentarse sobre la cama y
soltó un suspiro aliviado. Si huía de él, le dolería más que el abandono de
cualquier otra mujer.
—Esa cara está muy bien.
—Sí, si a uno no le importa mirar a una bestia.
—¿Cómo… cómo fue que lo hirieron? —preguntó, vacilante.
—En la…
Ella levantó una mano.
—En la guerra, lo sé. Pero ¿cómo?
Gabriel sabía que debía decirle que se marchara, pero estaba en
deuda con ella ¿no? Tras raptarla y besarla, no podía negarse a responder
sus preguntas, por más que detestara hablar de aquel día.
—Fue hacia el final de la guerra, en la batalla de Quatre-Bras. Nos
tomaron por sorpresa y mis hombres estaban exhaustos y con la moral baja.
Ella lo miró con los ojos entornados.
—Luchó junto a ellos ¿verdad? Apuesto a que como oficial ni
siquiera debería haber estado allí.
Él levantó un hombro e hizo una mueca al sentir una punzada de
dolor en un costado.
—¿Cómo podía mandarlos a morir mientras yo me mantenía a
resguardo?
—¿Entonces lo hirieron en esa batalla?
—No recuerdo mucho. Hubo una explosión tan fuerte que me dejó
sordo durante varias semanas, luego, solo oscuridad. Desperté en Inglaterra
y me enteré de que mi hermano había muerto unas semanas antes y yo era
vizconde, estaba prácticamente inválido, y apenas tenía fuerzas para
ponerme en pie y ni hablar de manejar una finca.
Ella le toco el brazo, justo debajo de la manga.
—Ya no es un inválido y hace un muy buen trabajo como vizconde.
—Claro, porque usted sabe muy bien todo lo que implica ser un
vizconde ¿verdad? —bromeó.
—En realidad, sí. —Levantó la barbilla con una expresión altiva
muy lograda. —Implica dar órdenes a todo el mundo y creerse mejor que el
resto.
Él rio.
—No está demasiado equivocada.
—¿Lo ve? Yo sería un excelente vizconde.
O vizcondesa.
Gabriel reprimió ese pensamiento de inmediato. Dos mujeres habían
rechazado ese rol y Millie sin duda también lo haría. Tenía la inteligencia y
determinación necesarias para la posición, pero él no podía confinarla a una
situación en la que lo único que podía esperar serían burlas y la compañía
de un marido tuerto.
No era que algunos besos significaran llegar al matrimonio, por
supuesto. Sin embargo, tendría que cuidarse y evitarlos en el futuro, para
que ninguno de los dos sacara conclusiones equivocadas.
Sobre todo, él.
CAPÍTULO 16
Millie reprimió una risita ante la rígida postura del mayordomo,
mientras la conducía por la casa y se detenía para anunciarla, con una
entonación que daba a entender que habría preferido anunciar que había
pisoteado excrementos de caballo.
—La señorita Millie Strong.
Cómo alguien podía cargar de tanto desdén un mero nombre, ella no
lo sabía, pero le pareció bastante impresionante. A pesar de las excusas que
Emma daba por él, quedaba claro que el mayordomo no creía que debía
estar en la casa de Gabriel.
Para ser sincera, estaba de acuerdo con él, y en ciertos aspectos, se
sentía agradecida por su petulancia. Le recordaba su lugar y en ese
momento, necesitaba el recordatorio. No había visto a Gabriel en casi diez
días, pero no dejaba de pensar en él.
La expresión de Emma se iluminó cuando Millie entró en la sala de
estar. Estaba rodeada de envoltorios de papel, pilas de prendas variadas y lo
que parecía ser paquetes de mazapán.
Emma parecía pequeña sentada sobre la alfombra persa. A Millie se
le comprimió la garganta cuando la muchacha se puso de pie. Emma era
menuda y joven, y aun así iba a casarse con el duque antes de Navidad. Las
mujeres del Club del Secuestro la habían visitado en la nueva tienda solo
unos días atrás y su información sobre el duque no había sido de utilidad
hasta el momento.
Se les estaba agotando el tiempo.
—Gracias, Peters —dijo Emma.
—Sí, gracias. —Millie sonrió al mayordomo, y su diversión
aumentó cuando él hizo un gesto de desdén y abandonó la sala.
Emma se acercó a la cuerda de la campanilla.
—¿Llamo para pedir el té?
—No, no. Solo vine a traerte estas cintas. —Levantó el paquete que
tenía en las manos—. ¿Para qué las vas a utilizar?
—Estoy preparando las cajas para los sirvientes y las personas a los
que se las entregaremos el Día de Navidad. O al menos lo hará mi hermano.
—Emma se mordió el labio inferior—. Yo tal vez ni siquiera esté aquí.
—Todavía hay tiempo —la tranquilizó Millie con más optimismo
del que realmente sentía.
Emma tomó el paquete y lo apoyó sobre una reluciente mesa lateral;
lo abrió y sacó unos rollos de cinta.
—Ah, serán la terminación perfecta para las cajas.
—Bien, entonces me…
—¿Quieres ayudarme? —Emma señaló el desorden en el suelo—.
Así podrías contarme sobre… —bajó la voz—… lo que ya sabes.
Millie apretó los labios.
La tienda había estado muy tranquila ese día. Sospechaba que la
gente estaba dedicada a lo mismo que Emma, preparándose para el período
festivo.
—Supongo que sí…
—Fantástico.
Tras quitarse el abrigo y los guantes, se sentó en el suelo con Emma,
tratando de no pensar en sus botas sucias sobre la costosa alfombra ni en
cuán tosca debía verse en comparación con la belleza de Emma. Su vestido
de muselina no podía compararse con la seda color rosa pálido del vestido
de mangas largas que lucía la joven y se sentía muy sencilla sin ni siquiera
un collar, al ver el brillo de joyas en las orejas y el cuello de Emma.
—¿Hay alguna noticia? —preguntó Emma mientras envolvía unos
guantes tejidos en un papel que había cortado.
Millie sintió una punzada de dolor ante su tono entusiasta.
—Pues… —Imitó los movimientos de Emma y apiló los presentes
para luego envolverlos y atar el paquete con la bonita cinta de encaje que
había traído—. Hay algo, sí… pero no es una buena noticia.
—Puedes contármelo.
Millie tragó saliva.
—La segunda mujer del duque… es posible que se haya quitado la
vida.
—Oh.
—Sí.
—¿Entonces el duque no tuvo nada que ver?
—No. Ingirió una sobredosis de láudano.
Las palabras no dichas colgaban entre ellas. ¿Por qué una duquesa
llegaría al extremo de quitarse la vida? Millie ya había llegado a la
conclusión de que su vida con el duque había sido tan atroz que no podía
soportar seguir en este mundo.
—No desesperes. Todavía está el asunto del mellizo.
Emma asintió con una sonrisa tensa.
—Sí.
—Y queda tiempo. Ya encontraremos la manera.
—¿La manera de qué?
Millie se puso de pie de un salto al oír la voz profunda de Gabriel.
Era muy posible que su corazón hubiera dado un vuelco y salido de su
cuerpo, pues ciertamente no sentía como si lo tuviera dentro del pecho. Sin
pañuelo al cuello pero con más ropa que la última vez que lo había visto,
Gabriel estaba erguido en toda su estatura, lo que dificultaba la respiración
de Millie, sobre todo si le miraba los labios y recordaba su sabor o dejaba
que sus ojos bajaran y le trajeran recuerdos de sus manos sobre el pecho
firme de él.
—Estábamos hablando de…
—Del duque —acotó Emma.
—Si hubo novedades, creí que me las contaría a mí. —Entró en la
sala y observó el desorden con una ceja arqueada. —¿Acaso hubo una
explosión?
Una explosión. Ella solo pudo pensar en lo que él le había contado
sobre cómo había sido herido. Sus miradas se encontraron y Millie intuyó
que él había pensado lo mismo. ¿Se arrepentiría de haberle confesado esa
intimidad? Ella jamás lamentaría conocerlo mejor. Al fin y al cabo,
enterarse de sus acciones valerosas, no hacía nada para disminuir la
intensidad de los sentimientos que la inundaban, y no sentía más que
agradecimiento por el hecho de que él hubiera compartido un momento tan
doloroso con ella.
—¿Cómo se siente? —preguntó con tono brusco.
—Casi tan bien como para ir en busca de Bishop —respondió él.
—¡No! —exclamó Emma.
Millie asintió.
—Ese monstruo con cara de gárgola es demasiado peligroso.
Gabriel reprimió una sonrisa.
—Necesito seguirlo y ahora que mis costillas ya están casi curadas,
podría hacerlo. Si el duque está metido en algo que nos resultará útil, estoy
seguro de que Bishop estará haciendo el trabajo sucio por él. —Se apretó
una mano contra las costillas—. Me reuniré con Russell más tarde, en
White’s. Ha estado haciendo todo lo posible para mantenerme al tanto de
las andanzas de Bishop.
Emma frunció el ceño.
—Deberías estar descansando.
—Sí, debería.
Él paseó su mirada de una a la otra.
—Regañado por mi hermana y mi… amiga. ¿Qué puede hacer un
pobre hombre?
—Podrías ayudarnos con esto, al menos. Después de todo, son para
tus sirvientes. —Emma empujó una cinta hacia él y sonrió a Millie—. Tal
vez podamos convencerlo de la locura de sus intenciones.
Millie observó con una sonrisa la postura firme de Gabriel. Apenas
si podía convencerse a sí misma de la locura de sus sentimientos cada vez
más intensos, ni hablar de decirle a un vizconde qué debía hacer.
—Lo dudo. Pero podemos intentarlo.
***
Resistirse a un pedido de su hermana nunca había sido fácil, pero
cuando se combinaba con uno de Millie, ¿cómo iba a negarse? Fue así que
se encontró atando paquetes con cinta, o al menos enredándose en cintas.
Sentado a la mesa, frunció el ceño al ver cómo se le habían enredado entre
los dedos y vio la expresión divertida de Millie. Iba a mover la mano hacia
ella para pedir su ayuda, en vista de que él la había rescatado de unas cintas
previamente, pero vio juraba que Emma les dirigía miradas extrañas.
—Oh, olvidé… —Su hermana se levantó de un salto y se dirigió a
toda prisa hacia la puerta.
—¿Qué has olvidado? —preguntó; ella se detuvo en la puerta.
—Eh… algo.
Emma evitó la mirada suspicaz de él y desapareció a toda prisa.
Millie levantó los hombros y cortó un largo de cinta para otro paquete.
Transcurrieron varios segundos en silencio. Él se preguntaba si Millie se
daría cuenta de lo difícil que le resultaba no mirarla. Tenía el tipo de belleza
simple que no necesitaba adornos. Ninguna joya podía resaltar su cuello
esbelto mientras se inclinaba hacia un lado y hacia el otro y luego se llevaba
una mano a la parte baja de la espalda. No necesitaba de vestidos
complicados para destacar su cintura. Ni plumas en el cabello.
Sin nada de eso, capturaba por completo su atención.
Y ella lo había notado.
—¿Qué ocurre?
—Solo me preguntaba cómo tenía el tiempo de ayudar a mi hermana
con esto —mintió.
—Emma es muy persuasiva. Además, ha sido un día tranquilo en la
tienda.
—Ah. —Miró hacia la puerta—. ¿Ha dicho algo de Westwick? Creo
que todo esto la distrae.
—No mucho.
La miró con el ceño fruncido. Millie le estaba ocultando algo, pero
no se le ocurría qué podía ser. Russell no había dejado de vigilar a Bishop y
Nash había dicho que en cuanto su mujer descubriera algo útil se lo
informaría, pero obligado a recuperarse de los golpes en las costillas,
Gabriel se sentía tan inservible como un tintero sin pluma.
—Me alegro de que haya venido, en realidad.
La expresión de ella se iluminó.
—Quería asegurarme de que está siendo cautelosa.
Millie aflojó los hombros.
—Por supuesto.
—Si Bishop se entera de que no he dejado de investigar a Westwick,
usted también podría estar en peligro.
—¿Yo? ¿Y qué me dice de usted? Ese hombre podría haberlo
matado.
Gabriel resopló con sarcasmo.
—Se necesitan más que unos cuantos puñetazos para matarme.
Millie termino un paquete y lo añadió a la pila.
—Tal vez debería dejar todo en manos del Club del Secuestro. Ellos
tienen experiencia con estas cuestiones.
—Yo tengo experiencia con el peligro, por si lo ha olvidado.
—Y sin embargo ese hombre le quebró una costilla.
Gabriel se puso de pie abruptamente.
—¡Porque me atacó por la espalda como un cobarde y eran dos
contra mí! No volveré a dejar que me tomen por sorpresa.
—¿Por qué tiene que ser terco como un b…?
—¿Cómo un bárbaro?
—¡Sí! —Millie se puso de pie de un salto—. Me gustaría pensar en
un insulto mejor, pero le sienta a la perfección.
—Tal vez, en el fondo, soy simplemente un bárbaro.
—Que está decidido a dejarse lastimar. ¿Cómo se las arreglará
Emma si usted termina muerto? ¿Cómo me…? —Se interrumpió e inspiró
hondo. —Son varios los que lo quieren, los que se preocupan por usted.
—Si piensa que el peligro es tan grande, entonces escuchará mis
advertencias.
—¡Lo he hecho! No he caminado sola por Londres en ningún
momento y mi madre tiene órdenes estrictas de no abrirle la puerta a nadie,
aunque debería intentar usted darle explicaciones a una mujer tan curiosa.
—Pues… bien. —Asintió. —Me alegra escuchar eso.
—¿Y usted no seguirá sus propias advertencias?
—Soy un hombre de acción, Millie. Estar inactivo para reponerme
me ha llevado al borde de la locura.
—Entiendo. —Él vio algo en su mirada parecido a la decepción,
aunque no podía entender el motivo. —No correré riesgos innecesarios.
Él le apoyó una mano sobre el brazo.
—Bien. —Millie levantó la barbilla y él sintió la conocida opresión
en el pecho que experimentaba al mirarla. Dios, cómo deseaba haberla
conocido en otras circunstancias.
Los labios de ella se entreabrieron. Gabriel podría haber jurado que
la oyó inspirar.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó Millie en voz baja.
—No lo sé —fue todo lo que pudo responder él.
Un ruido en el vestíbulo llamó la atención de ella y Gabriel dio un
rápido paso atrás antes de ceder y besarla allí mismo. Al menos no era el
único que se sentía así, supuso, pero tenían cosas más importantes en las
que pensar.
Como rescatar a su hermana.
—¿Ha hablado con el Club del Secuestro? —preguntó—. Guy dijo
que las mujeres se reunirían pronto.
—Sí, pero no han conseguido ninguna información útil. Sí han
mencionado que… —Se le cerró la garganta.
—¿Qué cosa, Millie?
—Que su segunda mujer podría haberse quitado la vida —susurró
ella.
Las palabras quedaron colgando entre ambos.
—¿Emma lo sabe?
Millie asintió.
Él negó con la cabeza y se pasó una mano por el pelo.
—¿Cómo demonios voy a arreglar esta situación, Millie? —exclamó
—. No puede casarse con él. No puede terminar como su esposa anterior.
—Emma es más fuerte de lo que parece —le recordó ella—. Pero no
llegaremos a eso. Tenemos tiempo y contamos con la ayuda de algunas de
las mentes más astutas de Inglaterra. —Apretó los labios—. Le preguntaré a
mi madre sobre Westwick.
—Ha dicho que le causaría mucho daño.
—Lo sé, pero tengo que hacer todo lo que pueda.
—¿Y si… si las circunstancias fueran similares a las del nacimiento
de Lydia?
—¿Se refiere a si mi nacimiento fuera producto de un acto tan ruin?
—Levantó la barbilla y Gabriel no pudo menos que admirar la fuerza de su
postura. Millie se encogió de hombros—. He tenido el amor de mi madre,
del mismo modo en que Lydia tiene el de la suya. Puedo soportar la verdad.
—Gracias —logró murmurar él, con la garganta cerrada—. De
verdad no me debe nada. Al fin y al cabo, fui su secuestrador.
Los labios de ella se curvaron en una sonrisita.
—¿Qué puedo decir? Hay veces en que hasta los bárbaros necesitan
ayuda.
El sonido de un carraspeo lo hizo dar un paso atrás. Haciendo caso
omiso de la sonrisa extrañamente satisfecha de su hermana, abandonó la
sala con una inclinación de cabeza, pero no sin antes dirigirle una última
mirada a Millie y admitir que le hacía dar vuelcos a su corazón. Por
desgracia, no iba a poder hacer nada al respecto hasta que su hermana
estuviera a salvo.
CAPÍTULO 17
—Sabía que estarías ocupada con la apertura de tu nueva tienda,
Millicent, pero no imaginé que prácticamente no te vería durante toda la
temporada navideña. —La madre de Millie colocó las hojas sobre la mesa y
Millie observó el follaje que decoraba la repisa de la chimenea y el friso.
—Las decoraciones lucen preciosas, mamá. —Dejó su sombrero
sobre la mesa, que se movía un poco, sin importar lo que pusieran debajo, y
añadió sus guantes a la pila.
Aunque la casa era modesta, siempre estaba cálida, llena de mantas,
adornos y muebles que habían sido rellenados y reparados innumerables
veces. La vida no era tan dura como en un tiempo lo había sido para ellas,
pero qué extraño contraste era pasar de los techos altos y abiertos de la casa
de Gabriel a la acogedora salita de techo bajo de la casa de su madre.
Su madre hizo un gesto hacia la tetera.
—Estaba a punto de tomar té. ¿Tienes tiempo para una taza?
—Sí.
Se sentó y esperó a que su madre sirviera el té, y luego lo tomó,
consciente del nerviosismo que hizo que la taza chocara contra el platillo.
Inhalando profundamente, se recordó por qué necesitaba tener esta
conversación. No era por ella, sino por Emma.
Sin embargo, no podía negar que la curiosidad ardía con fuerza en
su interior. ¿Era realmente la hija de un duque? ¿La hija de un hombre tan
espantoso? ¿Y qué había sucedido entre él y su madre?
—¿Sucede algo? —preguntó su madre tras sentarse y beber un
sorbo lento—. Estás rara.
—Llegué hace apenas un minuto, mamá, ¿cómo puedo estar rara?
Su madre le clavó la mirada y arqueó una ceja.
—Soy tu madre. Te conozco mejor que tú misma. —Sus ojos se
agrandaron y una tenue sonrisa curvó sus labios. —¿Es ese caballero que
estaba en tu tienda? Debo admitir que su apariencia me sorprendió un poco,
pero esos brazos… —Con la mano libre, su madre hizo un gesto de apretar.
—¡Mamá!
Ella levantó un hombro.
—Soy vieja, no ciega.
—Es un caballero de verdad.
—Sí, parecía serlo, por cierto.
—No, un verdadero caballero. Es vizconde.
Los labios de su madre se separaron; bebió un rápido sorbo de té
antes de dejar la taza sobre la mesa lateral junto a una lámpara.
—Ni siquiera me dirigí a él como corresponde. —Hizo una mueca
—. Podrías haberme advertido, Millicent.
—Gabriel no piensa mucho en la etiqueta de la alta sociedad. Te
prometo que no se sintió ofendido.
—¿Por qué te estaba ayudando? ¿Es amigo de Lady Henleigh?
—Pues… en cierto modo.
—Parecía encariñado contigo.
—Madre, él es un vizconde y yo soy… —Señaló su sencillo vestido
—. Yo soy yo.
—El amor no entiende de rango.
—¿Amor? —Millie se atragantó con el sorbo de té y dejó la taza.
Esta no era la clase de conversación que uno podía tener mientras bebía,
concluyó.
—Sería fácil amar a un hombre como él y admito que soy parcial,
pero eres bastante adorable.
Millie frunció el ceño. Nunca se había considerado adorable.
Demasiado autoritaria, demasiado decidida, demasiado trabajadora.
Adorable, no. Pero ahora la palabra daba vueltas en su mente una y otra
vez. Sabía lo fácil que podía ser amar a Gabriel, pero ¿que él la amara a
ella? Incomprensible.
Inhaló profundamente. De todos modos, no había tiempo para hablar
de eso.
—Mamá, la razón por la que conozco a Gabriel es porque su
hermana está… bueno, comprometida con el duque de Westwick. —
Observó la expresión de su madre en busca de algún indicio, pero no vio
nada más que cejas levantadas.
—El duque de Westwick —repitió Millie—. Trabajaste en su casa.
Su madre entornó los ojos.
—¿Y por qué deseas hablar de eso?
—Porque sé que… —Millie tragó el nudo que iba creciendo en su
garganta. No podía decir por qué ocultarle esto a su madre le parecía una
traición. Al fin y al cabo, ella le había ocultado la identidad de su padre
durante toda su vida—. Sé que es mi padre.
La boca de su madre se tensó. Cogió la taza de té, la bebió
rápidamente y la volvió a dejar sobre la mesa.
—Comprendo.
—¿Es cierto, entonces?
Ella se encogió de hombros.
—¿Por qué nunca me lo contaste? ¿Fue… fue malvado contigo?
Ella negó con la cabeza.
—No, al menos hasta que supe que estaba embarazada. Entonces me
informaron que debía marcharme inmediatamente de la casa, sin siquiera
una carta de recomendación. Él se negó a volver a verme.
—Lo siento, mamá.
—¿Qué hay para lamentar? Tengo la mejor hija que una madre
podría desear.
—¿Acaso él era… es decir, por qué…? —Millie hizo un gesto vago.
No quería pensar en su madre con un amante, mucho menos un hombre
como ese.
—Él era encantador y me decía que me amaba. Yo era joven y le
creía, por supuesto. Incluso me envió cartas de amor.
—Cartas de amor —repitió Millie—. No sonaba como el Westwick
que conocía.
—Pienso que lamentablemente no fui la única en recibir tales cartas.
Creo que todavía tengo algunas… —Su madre se llevó un dedo a los labios,
luego se puso de pie y desapareció en la habitación de atrás.
Millie entrelazó los dedos y los golpeó entre sí. Apenas si podía
creer que su madre hubiera conservado las cartas, mucho menos que
hubiera estado enamorada del duque.
Su madre regresó y le entregó las misivas. Despacio, Millie
desplegó un papel arrugado y leyó profesiones de amor y palabras elegantes
que sin duda atraerían a muchas mujeres a la cama. Incluso hablaba del
embarazo y de matrimonio. Su madre no era tonta, pero ni siquiera Millie
podía creer que el duque de Westwick realmente hubiera tenido intención de
casarse con su madre.
—Para ser un duque, no tiene tan buena mano con la escritura —
observó Millie, señalando las manchas de tinta en el papel.
—Solía tenerla, mira. —Cogió la carta de arriba para mostrarle otras
escritas con más pulcritud—. Supuse que escribió la última
apresuradamente y con dolor en su corazón cuando me envió lejos. —Su
madre se rio—. Qué equivocada estaba.
—Lamento si esto te duele, mamá, pero debo saber más sobre él. No
por mí, sino por la hermana de Gabriel.
—No puedo contarte mucho, me temo, pero después de la muerte de
su hermano, me dijeron que me fuera y conocí su verdadera naturaleza. No
quiso reconocerte ni concederme una audiencia. Al principio, concluí que
era un asunto demasiado vergonzoso para él, pero pronto me di cuenta de
que no sentía ningún amor por mí y cuando fui a trabajar para el señor
Morecambe, después de que nacieras, me quedó claro que nunca había
tenido buenas intenciones hacia mí.
—Parece que no ha cambiado, mamá. De hecho creo que su
comportamiento ha empeorado.
Su madre palideció.
—Imagino que a medida que envejecía, las mujeres no se le
entregaban con tanta facilidad. A pesar de su habilidad para escribir
palabras bonitas, ahora entiendo que no tenía corazón ni capacidad de amar.
Millie asintió con expresión sombría. Eso ya lo sabía, pero la idea
de que Emma fuera víctima de su comportamiento solo avivaba su deseo de
liberarla de sus garras.
***
Inhalando entre dientes, Gabriel se sentó con cuidado en el sillón y
paseó la mirada por el club de caballeros. Le dolían las costillas y los
magullones que tenía en el cuerpo, pero el dolor no lo incomodaba tanto
como estar sentado en Boodle’s. La última vez que había estado allí había
sido antes de la guerra.
Antes de que el disparo de cañón lo convirtiera en un monstruo.
El camarero hizo todo lo posible por mantener una expresión neutra
mientras le colocaba un whisky delante, pero Gabriel captó la mirada rápida
y curiosa. La ignoró y señaló la taza de café de Nash.
—¿No bebes?
—Con el bebé a punto de nacer, no me atrevo. Necesito estar alerta.
Guy sacudió la cabeza.
—Un whisky no te enturbiará la mente, Nash. Te he visto beber lo
suficiente como para llenar un barril y aun así estar lúcido como para cantar
el himno nacional.
—Estaba celebrando mi compromiso con Grace —le recordó Nash a
su amigo—. Y estoy bastante seguro de que no pronuncié bien ni una
palabra.
Guy sonrió.
—Yo tampoco estaba precisamente sobrio, así que no lo recuerdo.
—Se giró hacia Gabriel—. ¿Cómo te estás recuperando?
—Estoy bastante bien —murmuró Gabriel—. Aunque mi orgullo ha
recibido una paliza.
—Ese Bishop es un tipo artero. Russell ha estado dividiendo su
tiempo entre Westwick y Bishop y sabe Dios que Westwick controla a
mucha gente a través de su criado, pero todavía no hemos visto nada útil.
Gabriel tamborileó los dedos sobre la mesa.
—Se nos acaba el tiempo.
Nash asintió.
—Coincido. Necesitamos movernos más rápido, con decisión.
Llevamos demasiado tiempo persiguiendo nuestros propios rabos.
—¿Grace ha descubierto algo más sobre Westwick? —preguntó
Guy.
—Está hasta la coronilla de correspondencia —Hizo un gesto con la
mano—. Supongo que es fácil que suceda, dada su baja estatura, pero ya
sabes a lo que me refiero. Debe de haber escrito cien cartas a antiguos
empleados del duque, pero con este clima, el correo es espantosamente
lento.
—He estado tratando de rastrear a una antigua amante de Westwick
—explicó Gabriel—. ¿Grace ha tenido suerte con eso?
—Esa tal señorita Cross —dijo Nash.
—Así es. —Gabriel les enseñó una de las páginas que le había dado
el investigador que había contratado y señaló con el dedo—. Fui a la
antigua dirección ayer, pero nadie ha oído hablar de ella. Queda claro que
estoy repasando terreno previamente pisado, pero es la única que no he
podido encontrar. Según el investigador, trabajó en casa de Westwick antes
de que él heredara el título y uno de los viejos lacayos tenía mucho que
decir al respecto; pensaba que Westwick estaba enamorado de ella.
Nash asintió.
—Pero ha desaparecido.
—Así parece.
—Demasiada gente desaparece cerca de Westwick —murmuró Guy.
Gabriel reprimió un escalofrío.
No quería pensar en lo que podría pasarle a Emma si le desagradaba
a Westwick.
—Grace ha estado investigando sobre ella —dijo Nash—, aunque
no sé si ha logrado comunicarse con alguien o ha descubierto algo.
—Si te enteras de algo, avísame —le pidió Gabriel—. Necesito
hacer algo útil, y seguir a Bishop y Westwick no ha llevado a nada.
Guy se pasó una mano por la cara y dio un largo trago a su bebida.
—Bishop, al menos, es consciente de que estás tratando de indagar
en el pasado de Westwick. Dudo que el hombre haga algo temerario
después de haberte atacado.
—Perdí demasiado tiempo esperando a que cometiera un error —
admitió Gabriel—. Después de tantos años sirviendo a Westwick, nunca lo
atraparon; dudo que revele algo ahora.
—Siempre podríamos arrojarle a Russell encima, a ver si le gusta
una paliza. —Nash encogió los hombros y miró a Guy, que le propinó un
codazo. —¿Qué?
—No podemos llamar la atención sobre Russell y nuestra
participación, maldito idiota.
—Lo único que digo es que Russell se desenvuelve muy bien con
los puños y es experto en lograr que la gente hable. Con solo mirarlo, la
mayoría de las personas confiesan pecados que apenas recuerdan. Y si no
ayudamos a Emma, entonces ¿qué sentido tiene hacer esto?
Gabriel negó con la cabeza.
—No puedes arriesgarte a que se sepa que estáis implicados. No
quisiera que pusieras en peligro el club. Además, si esta cara no asusta a
Bishop, dudo que lo haga la de Russell.
—Nos queda un poco de tiempo —le aseguró Guy—. Y contamos
con algo de información. Grace todavía está investigando la idea de que
Westwick haya hecho ganancias en el mercado de valores y sabemos que su
hermano acumuló enormes deudas antes de su muerte.
—¿Su hermano? —repitió Gabriel—. ¿Qué demonios me perdí
mientras me recuperaba?
Los dos hombres se miraron.
—Pensé que Millie te lo habría contado —explicó Guy.
No. Ella había se había comportado de manera sospechosa la última
vez que la vio, pero por supuesto, él estaba demasiado centrado en no
besarla como para hacerle preguntas inteligentes.
—¿Tenía un hermano?
—Un gemelo —dijo Guy—. Murió mientras dormía, parece, aunque
no lo sabemos con certeza. Fue hace más de veinte años, por eso no lo
sabíamos, pero su nombre casi no aparece, salvo en algunos registros.
Apostaría a que Millie estaba tratando de protegerlo de alguna
manera. La última vez que la vio, estaba preocupada y le había pedido que
no actuara de manera precipitada. No sabía por qué ella pensaba que podría
actuar de manera insensata después de la noticia sobre el gemelo, pero
deseaba que hubiera sido sincera con él.
Por supuesto, él tampoco era del todo sincero con ella. Si realmente
lo fuera, le habría dicho que se enamoraba un poco más de ella cada vez
que la veía.
Y que no sabía qué haría si no volvía a verla una vez que esta
pesadilla hubiera terminado.
Si es que terminaba.
—Grace cree que trataron de ocultar algo escandaloso sobre el
hermano —dijo Nash—. Tal vez sobre su muerte, o sobre algo peor que una
gran cantidad de deudas. —Encogió los hombros—. Imposible saberlo.
—Así que necesitamos más información sobre este gemelo. —
Gabriel levantó un dedo—. Y sobre la tal señorita Cross. —Levantó otro
dedo.
Guy asintió.
—Grace ya está abocada a eso —dijo Nash—, pero deberíamos
seguir hablando con cualquier sirviente o miembro del personal. Creo que
las mujeres están haciendo todo lo posible por hablar con aquellos que aún
residen en Londres.
—Podría valer la pena volver a reunirnos pronto para recopilar toda
la información que tenemos hasta el momento. Tal vez hayamos pasado
algo por alto —sugirió Guy.
Gabriel apretó los puños. Si seguían con más charla y nada de
acción, se volvería loco. Pero haría lo que fuera necesario por su hermana,
incluso dejar de lado su creciente deseo por Millie para centrarse en sacar a
Emma de esta situación antes de que alguien saliera herido. Otra vez.
CAPÍTULO 18
Ver a casi todo el Club del Secuestro reunido en una habitación
desconcertaba a Millie. La moderna y bellamente decorada sala de la casa
del conde ostentaba mármol reluciente, elegantes y sobrios tonos verdes, y
techos simples con molduras. La casa había sufrido un incendio hacía más
de un año, pero por cómo se veía ahora, nadie lo habría sabido.
Cada pareja estaba junta, con excepción de Nash, que estaba sentado
al piano; se lo veía algo perdido sin su esposa. Millie miró a Freya y al
conde, luego a Gabriel, consciente de que él y ella estaban ubicados de
manera similar.
Excepto que no eran una pareja.
Y estar a su lado no debía convencerla de que lo fueran. Ni de que
pudieran llegar a serlo. Freya no provenía de la riqueza, era cierto, y
además, era una mujer que trabajaba mucho, pero su origen familiar era
más refinado que el de Millie. Mucho más refinado. Al fin y al cabo, Freya
no era la hija bastarda de un duque.
Como una tonta, siguió observando las interacciones entre ellos; los
tiernos momentos de contacto, la forma en que lord Henleigh se inclinaba y
le susurraba algo al oído, y como Freya sonreía con expresión cómplice.
Nunca antes había tenido tiempo para pensar en romances, pero sintió una
punzada de celos en el corazón. Sería maravilloso tener el apoyo del
hombre al que amaba.
Tragó saliva para aflojar el nudo apretado en su pecho y alejó esos
pensamientos. Estaban aquí por Emma, nada más.
Lord Henleigh habló primero.
—Seré franco, Gabriel. No hay duda de que Westwick ha abusado
de su poder, pero encontrar pruebas de ello es casi imposible.
Gabriel asintió, solemne, y la expresión resignada en su rostro hizo
que a Millie se le estrujara el corazón. Si los demás no estuvieran allí,
estaría haciendo un gran esfuerzo para no apretarse contra su pecho y
ofrecerle todo el consuelo que pudiera.
—Su hombre, Bishop, asume todo el riesgo —dijo Gabriel—.
Tenemos que centrarnos en él.
—Pero no ha hecho nada en estas últimas semanas —señaló Nash
—. Sabe que estás siguiendo las actividades del duque; dado que las
acciones de ese hombre han pasado inadvertidas durante tanto tiempo, es
seguro que no es tan tonto como para llevarlas a cabo bajo nuestras narices.
—Lo sé —dijo Gabriel, pasándose una mano por la mandíbula—.
Lo sé.
El conde y Freya cruzaron miradas y ella dio un paso al frente.
—Podría ser el momento para pensar en sacar a Emma de aquí —
dijo.
—Ella no se irá —respondió Millie por Gabriel.
—Tienes que persuadirla —agregó Rosamunde.
—O podríamos llevárnosla, demonios —propuso Russell y recibió
un toque ligero en el brazo por parte de su esposa. —¿Qué? —dijo,
encogiéndose de hombros.
Rosamunde levantó los ojos al cielo con expresión resignada.
—Lo que está diciendo mi esposo es que necesitamos persuadirla.
De acuerdo con nuestras investigaciones, parecería que la segunda esposa
del conde se suicidó, aunque lo mantuvieron oculto.
El conde frunció el ceño.
—¿Estabas al tanto de esto? —preguntó a su mujer.
Rosamunde levantó la mano.
—Queríamos estar seguras y no deseábamos que ciertos miembros
de este grupo actuaran de manera impulsiva y llamaran la atención sobre sí
mismos. Ya sabemos que nuestras solicitudes de información en el
Parlamento han llamado la atención. —Asintió hacia Gabriel
—.Desafortunadamente para el Lord Thornbury, las sospechas recayeron
sobre él.
—No, en absoluto —respondió Gabriel—. Es mucho mejor que
recaigan sobre mí que sobre cualquiera de vosotros.
—De todos modos —interrumpió Freya—, lo que Emma necesita
entender es que no la vamos a abandonar. —Fijó su mirada en Gabriel y
Millie—. Simplemente necesitamos más tiempo.
—¿Entonces enviamos a Emma lejos por un tiempo hasta que
podamos encontrar algo más sobre el duque? —preguntó Millie.
—Exacto —afirmó Freya—. Nos aseguramos de que la boda no se
lleve a cabo mientras buscamos algo que garantice que él ya no tenga
influencia sobre Gabriel ni su hermana, y luego la traemos de regreso a
casa.
Millie miró a Gabriel, que apretaba la mandíbula.
—Es una idea. Seguro que existe un lugar donde podamos enviarla.
—Tengo una prima en Irlanda —sugirió Lord Henleigh—. Nadie la
encontrará allí ya que la presencia de mi primo en la zona es… digamos que
desconocida.
Gabriel asintió lentamente.
—Ella se mostrará reacia. No querrá causar escándalo y no sabemos
cuánto tiempo llevará este asunto. —Bajó la voz y murmuró a Millie—. ¿Y
qué pasará con su hija?
—Bajo la férrea mano del duque, sospecho que una vez casada,
tampoco podrá ver a Lydia.
Gabriel apretó los labios.
—¿Y qué hay del escándalo de una novia fugitiva? ¿Permanecerá
intacta su reputación? —preguntó Millie.
—No tendrá que preocuparse por su reputación —explicó Guy—.
La raptaremos, como hemos hecho en otras oportunidades.
Nash asintió.
—No será culpa suya.
—Y bien —interpuso Freya—. ¿Creéis que podréis persuadirla?
Gabriel miró a Millie, que asintió. Por lo visto, era la única opción
que tenían. De alguna manera, se asegurarían de que el duque no pudiera
volver a tocar a ninguno de ellos, pero de momento, no tenían forma de
hacerlo. En unas semanas más, tal vez en un mes podrían encontrar algo ¿o
no? Un hombre con un alma tan negra como la de su padre tenía que haber
cometido algún error en algún sitio.
—¿Me ayudará a hablar con ella? —preguntó Gabriel.
Ella le sonrió; como si a estas alturas pudiera negarle algo.
***
***
El sabor amargo en la boca de Gabriel le quemó la garganta cuando
oyó que se acercaba un caballo al galope a la casa. Algo había salido mal.
Tal vez los caminos estaban en malas condiciones. O se le había
salido una rueda al carruaje.
Cuando salió y vio a Emma sola, a caballo, sintió que el lazo de
terror se le cerraba en la garganta. Ningún puñetazo en las costillas por
parte de ese maldito Bishop le dolió tanto como no ver a Millie con ella.
—¿Qué ocurrió? —preguntó a su hermana cuando ella desmontó de
un salto.
—Millie —dijo sin aliento, mientras le entregaba las riendas a un
mozo de cuadra—. Se la han llevado.
Gabriel frunció el ceño.
—¿Cómo dices?
—Bandidos… —Emma se inclinó hacia delante para tomar aire—.
Se la han llevado. Creían que me estaban raptando a mí, pero se llevaron a
Millie.
Solo entonces Gabriel miró a su hermana y vio que llevaba el abrigo
y el sombrero de Millie. ¿Acaso esa condenada mujer se había hecho pasar
por su hermana?
—¿No fue el Club del Secuestro?
Emma sacudió la cabeza con fuerza.
—Se la llevaron a punta de pistola… dos hombres. Decididamente
no eran del Club del Secuestro. —Le temblaba el mentón—. Gabriel, eran
agresivos y temo por su seguridad. Soy más veloz que el señor Wells, de
modo que monté a Red y vine lo más rápidamente que pude.
Él dirigió una mirada al caballo y palmeó el hombro de su hermana.
—¿Dónde os interceptaron?
—Enseguida después del poste de señalización de una milla para
Sutton. En un cruce.
De ninguna manera podía tratarse del Club del Secuestro. Planeaban
raptarla una vez que hubieran pasado el pueblo. No podía estar seguro, pero
sospechaba que Westwick estaba detrás de esto. Los bandoleros no asolaban
los caminos durante el invierno: no valía la pena. Tal vez Bishop, el hombre
del duque, había adivinado que él pensaba sacar a su hermana del país.
Cualquiera fuera el motivo por el que habían raptado a Millie, tenía
que llegar a ella. De inmediato. Si se daban cuenta de que se habían llevado
a la mujer equivocada, cualquiera de los esbirros de Bishop se aseguraría de
deshacerse de ella sin pensarlo dos veces.
—Red podrá hacer el viaje —dijo Emma—. Pero Gabriel, ten
cuidado, por favor. Eran hombres rudos. —Negó con la cabeza—. Si me
hubiera dado cuenta de las intenciones de Millie…
—Ella jamás habría permitido que te llevaran a ti —le aseguró
Gabriel, mientras montaba el caballo.
—¿No deberías llevar un arma?
Él negó con la cabeza. La mayoría de las veces, las pistolas
constituían un peligro para el que las llevaba y los que estaban a su
alrededor. Era mucho mejor un rifle. Además, no quería perder tiempo
precioso entrando en la casa y buscando el arma y municiones.
—Volveré pronto —le aseguró a su hermana, mientras tiraba de las
riendas.
Como había vaticinado Emma, Red recorrió el trayecto a toda la
velocidad que le permitía el camino, disfrutando, al parecer, del galope tras
haber tenido que tirar del carro por caminos embarrados. Encontró el
carruaje justo afuera del poblado de Sutton, como había dicho Emma.
El cochero hizo una mueca de pesar.
—Se llevaron a la señorita Strong, milord. Intenté detenerlos,
pero…
Gabriel levantó una mano.
—¿En qué dirección fueron? Si algo conozco a la señorita Strong,
no pueden haber ido demasiado lejos.
En esos caminos llenos de pozos y casi intransitables, trasladar a
una mujer cautiva sin llamar la atención no sería fácil y si creían que tenían
a su hermana, la pondrían a resguardo en algún sitio, ya fuera para pedir
rescate o para entregársela a Westwick. Gabriel se inclinaba por la segunda
opción.
Wells señaló un camino sinuoso bordeado de altos espinos.
—Los seguí de a pie, pero los perdí de vista pasando aquella granja.
—No tardaré mucho —le aseguró Gabriel y espoleó al caballo en
dirección a la granja.
Mientras se acercaba, observó la casa. No se veía movimiento
alguno, farolas ni señales de que hubieran entrado de manera violenta. Los
bandidos no serían tan tontos de tenerla prisionera tan cerca, aunque era
debatible que Bishop hubiera podido contratar gente con sentido común en
esta época del año. Las huellas de cascos de caballo en el barro lo
convencieron de que habían seguido viaje.
Redujo la velocidad y se concentró en seguir las huellas hasta una
bifurcación en el camino. En sus labios se dibujó una sonrisita sombría. Las
huellas tomaban hacia la izquierda, y no había marcas hacia la derecha.
Estaba dispuesto a apostar su título de nobleza que la habían llevado a un
granero que estaba a poca distancia de allí.
Ató a Red a una rama a varios metros de distancia del granero y se
acercó de a pie; el corazón se le aceleró cuando oyó voces de hombre.
Rodeó el viejo granero hasta la entrada y espió por una esquina.
Cuando vio a Millie, atada de pies y manos, sentada en un banco,
amordazada, se le cerró el estómago. Ya la había hecho pasar por muchas
situaciones difíciles. No podía dejar que siguiera sufriendo.
Los dos hombres caminaban de un lado a otro por el interior del
granero. El más alto y delgado se detuvo para hacer un gesto hacia Millie.
—No se comporta como la hermana de un lord —masculló.
—Pues se viste como una —dijo el segundo hombre, cuya cara
estaba oculta por la ancha ala de un sombrero: se quitó un guante y se miró
la mano—. Muerde como un perro, eso sí.
Gabriel no pudo menos que sonreír. Al menos no era el único
secuestrador que había tenido que lidiar con el espíritu luchador de Millie.
Vio una pistola sobre una mesa desvencijada a la que le faltaba una
pata y había sido reemplazada por una vieja piedra de molino; estaba a
bastante distancia de los hombres. Podían tener otra, pero lo dudaba. Las
armas no eran baratas y a juzgar por sus ropas y su aspecto cansado,
ninguno de los dos hombres parecía tener un buen pasar.
Era su oportunidad.
Entró en el granero y se ubicó entre los hombres y la mesa. Millie
soltó un gritito, abrió los ojos como platos y los dos hombres se giraron
hacia él.
—¿Quién demonios es usted? —preguntó el hombre del sombrero,
mirándolo, azorado.
—Os la compro —dijo Gabriel—. Se cruzó de brazos, adoptando
una postura que no permitía discusión sobre si le correspondía o no estar
allí.
—No está a la venta —respondió el otro hombre—. Y será mejor
que se marche o… —Su mirada se posó sobre la pistola y le dio una fuerte
palmada en la nuca a su amigo; el sombrero cayó al suelo, revelando una
mata de pelo blanco—. La pistola, estúpido.
—Podemos arreglar esto de manera pacífica —propuso Gabriel—.
Diez libras por la mujer.
—Nos pagan veinte por ella —dijo el hombre de pelo blanco.
—¡Imbécil! —exclamó el compañero—. ¿Y si pertenece a las
fuerzas de la ley?
—¿Acaso lo parezco? —preguntó Gabriel, señalándose de arriba
abajo.
El hombre, furioso, lo miró con resentimiento. Sus cicatrices tenían
un aspecto positivo: ciertamente no tenía aspecto de vizconde ni de alguacil
ni de juez.
Calculó rápidamente cuánto dinero llevaba encima.
—Os pagaré cincuenta —propuso.
Hasta Millie soltó un chillido de sorpresa.
El hombre de pelo blanco intercambió una mirada con su
compañero.
—Bishop nos matará.
Bishop. Por supuesto. Gabriel no se había equivocado. Seguramente
los había estado vigilando del mismo modo en que lo habían vigilado a él.
—Pues antes tendrá que atraparos. Cincuenta libras os llevarán bien
lejos de él.
—¿Qué garantía tenemos de que nos pagará? —preguntó el de
aspecto más inteligente.
Gabriel metió una mano dentro de su bolsillo y sacó cinco billetes
de diez libras, dejando la otra mano en alto.
—Tendréis el dinero aquí y ahora.
—Bishop llegará pronto —le recordó el hombre de pelo blanco a su
compañero.
—Por lo que deberíais decidiros pronto —los animó Gabriel.
Exhaló con fuerza mientras los hombres vacilaban. No tenía deseos
de encontrarse con Bishop, por mucho que le gustara la idea de matarlo por
haber puesto en peligro a su hermana y a Millie. Bishop llegaría solo, pero
seguramente iría armado y reconocería a Millie de inmediato. Estaba
dispuesto a morir antes que ponerla en peligro.
—¿Os apetece el dinero o no? —preguntó. Con la mano libre, sacó
del bolsillo su reloj y se los tendió—. Podéis quedaros también con esto. Es
muy valioso.
Los ojos de los hombres se agrandaron y el hombre de pelo blanco
inspeccionó el reloj.
—Parece auténtico —le informó a su amigo.
—¿Y?
Intercambiaron miradas, y ambos asintieron.
—Desatadla primero —les ordenó Gabriel.
—Antes, el dinero. —El hombre alto utilizó una mano para frenar a
su compañero.
Gabriel le arrojó el reloj de bolsillo y el hombre se apresuró a
cogerlo.
—Si queréis las cincuenta libras, liberadla.
El segundo hombre se abalanzó hacia ella y no perdió tiempo en
desatarle las piernas, las manos y luego quitarle la mordaza. Se apartó
enseguida, como si temiera que ella lo despedazara en cualquier momento.
—¡Alimañas malolientes! —dijo Millie y fue a toda prisa hacia
Gabriel.
El hombre alto le bloqueó el paso.
—El dinero.
Con una sonrisita, Gabriel arrojó el dinero hacia la derecha, cogió a
Millie del brazo y dejó que los hombres se pelearan por los billetes. La
subió al caballo, montó tras ella y salió al galope en dirección al carruaje;
no se permitió respirar hasta que vio a Wells y al carruaje.
—No puede seguir permitiendo que la rapten —le dijo a Millie.
—¡Ha pagado cincuenta libras! —exclamó ella—. ¡Cincuenta
libras!
—Y un reloj de bolsillo —le recordó él.
—¿Qué valor tenía?
—Créame, no querrá saberlo.
—Santo Cielo —masculló Millie—. Cincuenta libras y un reloj.
Gabriel, ¡es mucho dinero!
Él la abrazó contra su pecho.
—Valió la pena —susurró y se permitió sonreír cuando ella se
acurrucó contra él.
CAPÍTULO 20
Cuando Gabriel entró como una tromba en la parte posterior de la
tienda vacía, el corazón de Millie dio un vuelco; sentía como si tuviera la
cabeza llena de lana. No podía olvidar lo decidido que se había mostrado el
día anterior, la manera en que la había mirado como si ella fuera algo
precioso que no podía permitirse perder. Cómo había estado dispuesto a
pagar cualquier suma por ella. Tragó saliva cuando él se abrió paso entre las
pilas de tela, con expresión tan decidida como la de ayer.
—¿Cómo está Emma? ¡Tenemos tan poco tiempo!
—¿Cómo está mi hermana? Pues no ha tenido que pasar por nada
más grave que preocuparse por su destino, Millie. A mí me preocupa más
usted.
—¿Yo? —Se llevó una mano al pecho. —¿Pero qué podría suceder?
—Si lo recuerda, la raptaron. —Su expresión de ensombreció de
manera curiosa cuando se adelantó hacia ella. Millie retrocedió hasta que
dos cajones le bloquearon el paso.
El aire alrededor de ellos estaba espeso con… algo. Casi no habían
tenido tiempo a solas ayer; primero Emma se había lanzado sobre ella y
luego, llegó Marcus Russell cuando comprendió que Emma ya no estaba en
camino.
—Pues ya había sido víctima de otro secuestro, si lo recuerda. —
Intentó hablar con ligereza, pero no lo logró.
—Este fue un secuestro real.
—Pues yo no sabía que el último no lo había sido —objetó ella con
una sonrisita, pero le quedaron las palabras temblando en los labios cuando
él acortó la distancia entre ambos hasta que quedaron a unos meros treinta
centímetros.
—¿Tienes idea de cuánto…—Él soltó un suspiro. —Dios bendito,
Millie, cuando Emma me contó lo sucedido…
—¿Sí?
Él la miró a los ojos.
—Sentí que me moría.
—Oh —logró balbucear ella tras unos segundos.
¿Acaso era posible que a este hombre valiente y maravilloso le
importara tanto su bienestar? El destino de una tendera no le interesaba a
nadie salvo a su madre y unas pocas amigas. Nadie escribiría sobre ella en
los periódicos ni hablaría de su secuestro como habrían hecho si la víctima
hubiera sido Emma.
Pero la expresión angustiada de Gabriel le decía que a él le
importaba. Tal vez hasta le siguiera importando en el futuro.
Él la miraba con la mandíbula apretada. Millie se sentía al borde de
un acantilado, lista para saltar, pero sujeta por un hilo. Ansiaba cortarlo,
pero ¿podría hacerlo? Si ponía su destino en manos de un noble, bien podría
terminar repitiendo la historia de su madre.
Sin embargo, al estudiar su expresión, no encontraba ninguna razón
para no entregarse por completo a él. Gabriel no se asemejaba en nada a
Westwick. Él mismo admitía que no se le daba bien el papel de noble. En
algunos sentidos, ella sentía lo mismo sobre su propia vida. Ser tendera
nunca había sido suficiente, del mismo modo en que Gabriel no podía
simplemente quedarse sentado y dejar que la vida de un lord acaudalado e
indolente tomara el lugar de precedencia en su vida. Era como si ella viera
un reflejo de sí misma en él; si estuvieran juntos, los pequeños huecos de su
alma se llenarían, dejándola finalmente completa.
¿Podría hacer ella lo mismo por él? Bien sabía Dios que deseaba
hacerlo.
Él hizo el primer movimiento; con un dedo, le acarició la cara, y
luego lo hizo con toda la mano; Millie cortó el hilo que la sujetaba y se
entregó al contacto.
Cerró los ojos por un momento y disfrutó de la tibieza de la mano de
él sobre su mejilla.
—Oh, Gabriel —murmuró.
—Ojalá nos hubiéramos conocido en circunstancias diferentes. Te
haría promesas, pero este problema de mi hermana…
—No las necesito.
—Las mereces, Millie. Mereces que te traten mucho mejor que todo
esto.
Despacio, ella apoyó las manos sobre su pecho, aplanando los dedos
contra su tibia firmeza, y levantó la mirada hacia él. La mano de Gabriel
bajó al hombro de ella, seguida por la otra, lo que la mantuvo cautiva bajo
su firme mirada.
—Si las circunstancias cambiaran, si pudiera liberar a mi hermana
con facilidad, te haría mía. ¿Lo sabes, verdad?
Con la garganta cerrada, Millie asintió. Las palabras resultaban
innecesarias. Por supuesto que Gabriel no haría nada para deshonrarla. Era
incapaz de algo así. No obstante, la idea de ser suya la embriagaba como si
hubiera bebido demasiado brandy. Las promesas –por más imposibles que
fueran de momento- le hacían subir calor por todo el cuerpo.
—Millie…
—Bésame —le ordenó. No podía soportar seguir hablando de un
futuro desconocido. Ahora mismo, deseaba experimentar el presente. Con
él.
Con un gemido de resignación, Gabriel bajó la cabeza y con un
movimiento rápido, apretó su boca contra la de ella. El calor de su boca la
inundó, impidiéndole pensar y cortando el último hilo de autocontrol. Millie
entrelazó las manos alrededor de su cuello y se apretó contra él, lo que hizo
que él soltara un gemido y la abrazara con más fuerza.
Sentía los muslos de él firmes contra los suyos, y su pecho apretado
contra el de él. Gabriel estaba en todas partes, en la firmeza de sus manos,
en la caricia exigente de su boca; sus dedos se enredaban en el pelo de ella,
y ahora bajaban hasta sus faldas; las levantó, permitiendo que el aire fresco
acariciara sus muslos. Por fortuna, estaban solos.
La lengua de él se enredó con la suya; jadeó para poder respirar.
Millie no podía pensar en otra cosa que en el siguiente beso, en la siguiente
caricia. No sabía si el futuro les depararía algo, pero sabía lo que deseaba.
A él.
Todo entero.
—Gabriel… —logró susurrar entre besos—. Puedo ser tuya. Al
menos por esta noche.
Él tragó con fuerza y se apartó para mirarla. El corazón de Millie
dio un vuelco. Por un terrible instante, pensó que la rechazaría, que se
alejaría y permitiría que el honor lo guiara, pero al parecer, la atracción
entre ambos era demasiado fuerte.
La boca de él se encontró con la suya en un beso voraz e imperioso
y Millie comprendió que sucediese lo que sucediese, nada volvería a ser lo
mismo para ella.
***
Gabriel casi no tensó la expresión cuando la mano de ella le acarició
el rostro surcado de cicatrices. Cuando Millie lo besaba, olvidaba que las
tenía. Podía tener un solo ojo, pero la veía con toda claridad, veía sus
mejillas arreboladas, sus labios enrojecidos, sus párpados pesados y la
manera en que lo miraba, como si fuera el hombre más maravilloso del
mundo.
Cuando ella lo acariciaba, casi que él se lo creía.
Millie deslizó la mano entre ambos y lo besó con fuerza mientras
luchaba con los botones de su chaleco. Mientras tanto, Gabriel se quitó la
chaqueta y le deslizó el vestido hacia abajo del hombro, revelando la línea
del corsé y su piel dulce y pálida.
La besó allí y luego movió los labios por su cuello, mientras le
acariciaba los pechos a través de la ropa. Era delicada, vulnerable, tan
distinta de la Millie que conocía. Cómo deseaba cobijarla y protegerla de
todo.
Pero si las cosas salían como esperaba, no estaría allí para
protegerla.
Pensar en eso interrumpió por un instante el placer de tenerla en
brazos. La idea se alejó como un copo de nieve en la brisa, dejando solo la
más leve impresión. Las manos de ella trazaron un sendero por su camisa y
tironearon de los pocos botones antes de deslizarse dentro de la abertura. Él
soltó el aire entre dientes.
—Dios bendito, mujer.
—Quítatela —le ordenó ella.
Él vaciló por un instante. Las cicatrices de su cuerpo eran mínimas
en comparación con las de su cara, de modo que no comprendía por qué lo
frenaban, pero nadie las había visto salvo aquellos que lo habían atendido y
ayudado a recuperar su salud.
—Gabriel —susurró ella, tironeando de la tela de la camisa mientras
se mordía el labio inferior.
El deseo que ardía en su interior lo consumía. Su miembro pugnaba
por abrirse paso fuera de sus pantalones y ahora sentía que la maldita
camisa lo ahogaba. Se la quitó con tanta prisa que Millie lo miró, divertida,
hasta que la arrojó detrás de él, donde se perdió entre las montañas de tela.
No le importaba. Menos cuando ella lo miraba con unas ansias que de
alguna manera aumentaban su excitación. Si había tenido dudas sobre que
ella sentía atracción por él, habían desaparecido por completo.
—Oh, Gabriel. —Ella abrió las manos sobre su piel y tocó las
cicatrices por un instante antes de mirarlo a los ojos—. Sin duda mereces tu
nombre angelical.
Él sonrió.
—Sí, muchos coincidirían contigo —dijo con sarcasmo.
—Eres bello.
Él negó con la cabeza y le tomó el rostro con una mano.
—No. Esto… esto es belleza. —Le besó los labios—. Estos labios
están hechos para besar y estas mejillas… —Se las besó—,. Estos ojos…
Juro que solo puedo pensar en ti cuando me miras—. Presionó los labios
contra los párpados cerrados de ella—. Este cuello… nunca ha existido un
cuello más hermoso, más besable. —Le besó el arco de la piel y ella se
estremeció—. Eres la perfección —le dijo con sinceridad cuando volvió a
toparse con su boca.
Las palabras pasaron al olvido, cayeron derrotadas ante la acción; él
profundizó el beso y la apretó contra su pecho desnudo. Millie se movió
contra la erección de él, causándole un éxtasis de placer mezclado con
dolor. Lo que más deseaba era fundirse en ella, saber que le pertenecía, pero
necesitaba más, antes. Si nunca más volvería a hacer esto, tendría que ser…
todo.
Le apoyó las manos en la cintura y la movió hacia atrás, empujando
a un lado libros de contabilidad y madejas de lana. La subió a la mesa. Ella
alargó los brazos hacia él, pero Gabriel la esquivó y cayó de rodillas.
Los ojos de ella se agrandaron.
—¿Qué vas a…?
—¿Te ha besado aquí alguien alguna vez?
—¡No, por supuesto que no!
Cuando le levantó las faldas y se las subió por los muslos, sintió el
aroma almizclado de ella y reprimió un gemido. Las protestas de Millie
desaparecieron cuando los besos subieron por sus muslos hasta que
encontraron su dulce vértice.
Sintió la caricia audaz de su lengua y soltó un grito; sus uñas cortas
se clavaron los hombros de él. Una vez que se entregó a sus caricias, él
lamió y mordisqueó, alternando caricias suaves con otras más vigorosas.
Las piernas de ella se apretaron alrededor de su cabeza, temblando. Él
lamió y succionó hasta que las caderas de ella se arquearon y todo su
cuerpo se tensó. Palpitando bajo su lengua, gritó su nombre. Él aguardó
unos instantes y depositó unos suaves besos sobre su piel antes de ponerse
en pie.
Las mejillas de Millie estaban sonrosadas y ella se había aferrado al
borde de la mesa.
—Gabriel, eso fue… —Se llevó una mano al pecho—. No sabía
que…
Él le tomó la cara entre ambas manos y le levantó la barbilla.
—¿Millie, eres virgen? —preguntó, pensando por qué nunca se lo
había preguntado antes.
Ella asintió, luego lo tomó de los brazos.
—Pero no importa. Te deseo, Gabriel, más que a nada en el mundo.
No necesito tener experiencia para saberlo. Yo… yo te amo.
Él estudió su cara y no vio nada que lo hiciera dudar. ¿Cuándo había
hecho Millie algo que no deseara hacer? Ella alargó el brazo y tomó con su
mano el miembro palpitante de él; Gabriel cerró los ojos.
—¿Cuánto…? —Soltó un gemido entre dientes cuando ella volvió a
mover la palma de la mano—. ¿Cuánto sabes del acto?
—Lo suficiente.
Él abrió los ojos para verla levantar la barbilla con confianza.
Demonios, ¿cómo podía él negársele? Sobre todo cuando seguía
haciéndole…Dios bendito… eso.
Le apartó la mano y se movió entre sus muslos.
—Si sigues con eso no llegaremos ni al acto.
—Bésame.
—A tus órdenes —respondió con una sonrisa.
Gabriel se apoderó de la boca de ella y le cubrió un pecho con la
mano, agradecido de que la ropa interior no fuera rígida de tela firme; le
masajeó con el pulgar el pezón erecto y oyó sus gemidos. Luego la tomó de
la nuca para poder verla cuando le deslizó una mano entre los muslos para
jugar con los dedos sobre los pliegues de ella. Una oleada de gratificación
lo envolvió cuando ella gimió y agrandó los ojos.
—¿Otra vez? —preguntó Millie.
—Otra vez.
Millie se frotó contra su mano, moviéndose bajo sus dedos y cuando
por fin él introdujo un dedo entre sus pliegues, se estremeció. Gabriel la
abrazó y su aliento la despeinó mientras la hacía llegar al clímax. La cabeza
de ella cayó contra su hombro y él sonrió. Sintió que si moría en ese mismo
momento, moriría feliz.
—¿Qué haces? —preguntó, con el ceño fruncido.
Ella llevó un dedo a los labios de él y siguió su contorno.
—Nunca antes he visto esta sonrisa.
—Es porque nunca antes te he visto llegar al clímax.
—Pues ahora lo has hecho.
—Y lo volveré a hacer —le aseguró él.
—Ah… qué bien.
Cuando la besó esta vez, perdió todo resto de control. Ella lo
arañaba como una gata salvaje, tan desesperada como él para que fueran
uno. Gabriel se bajó el resto de la ropa y llevó la cabeza hacia atrás cuando
los dedos frescos de ella se cerraron alrededor de su miembro. Le permitió
solo una mínima exploración, con la mandíbula apretada, luego le separó
los muslos y con un gemido se fundió contra el calor de ella.
—¿Estás segura? —se detuvo a preguntar.
Ella asintió con energía.
Gabriel la penetró, con todos los músculos del cuerpo tensos, y ella
se entregó a él. Una vez que estuvo en su interior, soltó un suspiro y apretó
la frente contra la de ella, disfrutando de las sensaciones. Nunca antes se
había sentido tan completo, tan pleno.
Qué pena que sería tan fugaz. Juraba que podría pasar el resto del
día –o de su vida- haciéndole el amor a esta mujer.
Con una mano en el muslo de Millie y la otra en su cadera, se movió
lentamente y luego intensificó el ritmo al sentirla relajarse. El momento
para suavidad y cautela pasó cuando ella echó la cabeza hacia atrás y el
cabello le cayó sobre la espalda. Gabriel le besó la cara y el cuello mientras
se movía con fuerza en su interior.
El placer se intensificó en él, haciendo que se le erizara el vello de
los brazos. El cuerpo de Millie palpitaba contra él, tan cercano. Lo único
que tuvo que hacer fue apretar una mano entre ambos, tocarla apenas y
Millie estalló, llevándoselo con ella. Él embistió una, dos, tres veces con
fuerza y se retiró deprisa para acabar en su muslo.
Jadeando, tomó aire con fuerza y llevó una mano a la nuca de ella
para sostenerla contra él. Deseaba más. Deseaba permanecer dentro de ella,
arriesgarse a que gestara su hijo y se convirtiera en su vizcondesa.
Pero para salvar a Emma, sabía lo que tenía que hacer y eso
significaba que no había posibilidad de futuro para ellos, por mucho que
amara a esta mujer.
CAPÍTULO 21
La fina manta blanca de nieve no le restaba melancolía al edifico de
piedra, teñido de gris por el humo y la suciedad. De la ventana de la planta
inferior colgaban cortinas raídas y no había lámparas encendidas, a pesar de
las densas nubes que se cernían sobre Londres, amenazando con más nieve.
Millie cruzó un brazo alrededor del cuerpo; tiritaba, sin saber si se debía al
frío o a la sordidez de las instalaciones.
O tal vez temblaba porque se les acababa el tiempo. En pocos días,
Emma contraería matrimonio. Había visto la inevitabilidad en la expresión
de Gabriel esa mañana y a pesar de estar rodeada por la mayoría de los
miembros del Club del Secuestro, había deseado abrazarlo y absorber algo
del dolor grabado en su rostro surcado de cicatrices.
Sin embargo, los abrazos tendrían que esperar. Al igual que
cualquier otra cosa entre ambos. De momento, Emma era el centro de sus
preocupaciones, sobre todo por el hecho de el clima ya no les permitía
llevarla a Irlanda. Los caminos estaban casi intransitables y a pie no
llegarían a ningún lado lo suficientemente rápido.
Golpeó a la puerta con los nudillos y vio movimientos detrás de las
cortinas. Mantuvo la cabeza gacha dentro de la calidez de su bufanda, en
parte para protegerse del frío y en parte para parecer lo menos amenazante
posible. Gabriel no había tenido mucha suerte al hablar con algunos de los
antiguos criados del duque y al parecer, no era solo por su apariencia.
Incluso la persuasiva Rosamunde había intentado obtener información
sobre Westwick. Años después de haber trabajado para él, las criadas y los
mayordomos aún le tenían miedo.
Era lógico pensar que debía existir algo que pudieran usar en su
contra. Un hombre con esa reputación no podía haber pasado por la vida sin
dejar algún tipo de rastro. Pero ella no sabía cómo encontrar la punta de ese
ovillo. Ahora todos estaban intentando descubrir algo útil.
Gabriel había ido a un antro de juego frecuentado por Bishop,
Russell estaba investigando algo sórdido de lo que se negaba a hablar
delante de las mujeres y Guy y Nash estaban en los clubes de caballeros,
haciendo preguntas discretas sobre varias especulaciones financieras en las
que el duque había participado. Hasta donde Millie sabía, Grace tenía en
sus manos algunas cartas antiguas del duque y estaba investigando la
información que contenían, mientras que las demás mujeres lo intentaban
por su lado. Incluso Lucy había cerrado su tienda temprano para ayudar.
Soltó una bocanada de aire, que se convirtió en vapor frente a ella.
Todo esto podría ser en vano. La puerta se abrió despacio y una mujer
delgada la miró desde una postura encorvada. Su cabello gris oscuro, con
zonas de un gris más claro, estaba recogido en un severo rodete que tensaba
tanto su cuero cabelludo que la hacía parecer permanentemente sorprendida
debido a las cejas levantadas. Apretaba los labios rodeados de arrugas, lo
que le daba una expresión de amargura.
—¿Es usted la señora Parsons? —preguntó Millie.
—Así es.
—Quería hablar con usted sobre Westwick.
La mujer frunció el ceño, casi sin mover las cejas.
—Hace mucho que no escucho ese nombre.
Dado que el duque residía en Londres durante gran parte del año,
Millie no supo cómo responder a eso. Tal vez la mujer no se relacionaba
con mucha gente o no leía los folletines de escándalos.
—Estoy ocupada —dijo, y se giró para cerrar la puerta.
Millie puso una mano en la puerta y levantó la cesta que había traído
consigo.
—Traigo un paquete.
La mujer miró con ojos entornados la cesta cubierta. Dentro había
un paquete cuidadosamente preparado por Emma. Las ofrendas eran último
intento de que la gente accediera a hablar del duque; por lo visto, estaba
funcionando con la señora Parsons.
—¿La ha enviado Westwick? —Sonrió, revelando dientes
desiguales con huecos entre ellos—. Siempre fue un buen muchacho.
—Me envía una familia adinerada que desea difundir la alegría de la
Navidad —dijo Millie de manera imprecisa, preguntándose si era posible
que un hombre como Westwick hubiera tenido alguna vez algo de bondad
en su cuerpo.
—Ah, sabía que no me había olvidado.
Millie no la corrigió; la mujer la condujo a una salita que olía a
humedad y a tabaco. Vio una pipa de arcilla sobre una bandeja que estaba
sobre una mesa junto a un gastado sillón. El papel de las paredes se
despegaba en algunos lugares y las tablas del suelo crujían bajo sus pies,
apenas cubiertas por una deshilachada alfombra delante de un fuego
agonizante. Si Westwick era tan buen hombre como decía la mujer,
claramente su interés no llegaba al punto de ocuparse de que su antigua
niñera viviera dignamente.
La mujer se sentó en el sillón y con movimientos torpes, alargó los
brazos hacia la cesta. Millie parpadeó, le entregó la cesta y se sentó frente a
ella. La mujer buscó en el interior de la cesta y sacó un par de guantes
tejidos, un budín cuidadosamente envuelto y una lata de dulces. Soltó una
risita.
—¡Westwick, qué buen chico! —dijo.
—Me encantaría saber más sobre el tiempo que pasó criándolo.
Los ojos de la mujer se agrandaron; soltó un suspiro.
—Han pasado muchos años; una vez que los niños estuvieron bajo
la tutela de su maestro de escuela, ya no me necesitaban y sabe Dios que el
Westwick de aquel entonces no iba a acercarse a su esposa para engendrar
más hijos.
—¿Cómo era Westwick de pequeño? Dijo usted que era un buen
niño.
—El mejor —respondió ella con suavidad—. Un bebé tan paciente.
—Su expresión se volvió sombría y tras cerrar la lata de dulces, la colocó
en la mesa junto a la pipa—. A diferencia de su hermano.
—Westwick tenía un hermano gemelo ¿verdad?
—Así es, y el niño bien podría haber nacido del mismísimo diablo.
—¡Oh! ¿Era un niño malo?
—Sí, eso también, pero el miserable se negaba a usar su mano
derecha. —Se inclinó hacia ella—. Hacía todo con la mano izquierda. La
marca del diablo. Menos mal que murió o tendríamos al diablo caminando
entre nosotros.
—Sí, claro —asintió Millie, perpleja—. Eso sería terrible.
La mujer siguió hablando sobre lo maravilloso que era Westwick
durante lo que pareció una eternidad. Historias de un niño tan dulce e
inocente hicieron que Millie se preguntara qué demonios le había sucedido
para cambiarlo tanto. La señora Parsons terminó con todos los dulces antes
de que Millie se fuera, disfrutándolos con alegría mientras le recordaba una
y otra vez a Millie que agradeciera a Westwick por su gentileza.
Cuando llegó a su nueva tienda, la nieve caía en gruesos copos y le
mojaba el abrigo. Se detuvo, apartó un mechón de pelo húmedo de su rostro
y frunció el ceño ante una carta impresa que estaba clavada en la puerta
principal. La arrancó del clavo y leyó el titular en negrita.
***
***
Russell alejó la pistola del alcance de Gabriel.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo?
Gabriel miró a Westwick, que sonrió con satisfacción cuando tomó
la pistola de manos de su padrino de duelo, y asintió con firmeza.
—No tengo opción.
—Rosamunde me matará cuando se entere que me he involucrado
en este duelo.
—Te agradezco por venir. No podía pedirle a nadie más. —Gabriel
lo miró a los ojos—. Doy por sentado que no se lo has contado a nadie.
Russell asintió.
—Por supuesto. Como dije antes, no puedo decir que no haría lo
mismo que tú en una situación así, pero sabes a dónde llevará esto.
—No voy a morir.
Russell echó la cabeza ligeramente hacia atrás y lo miró.
—No todavía, al menos. —Le tendió el arma y Gabriel cerró la
mano alrededor del reconfortante peso de la pistola—. ¿Quieres que vuelva
a intentar negociar?
—No.
—Pues será mejor que tengas buena puntería. —Russell señaló su
propio ojo. —¿Eso no te molestará? Si el duque sobrevive, tu hermana no
estará en mejor situación que antes, y ya no te tendrá a ti para protegerla.
—No sobrevivirá —replicó Russell entre dientes—. Y puedo haber
perdido un ojo, pero no he perdido mi capacidad para disparar con
precisión.
Russell encogió sus anchos hombros.
—No esperaba otra respuesta, pero tenía que preguntar.
Gabriel lo miró durante varios segundos. De no ser porque estaba a
punto de matar a un duque de un disparo, habría apostado que Marcus
Russell y él habrían trabajado muy bien juntos en el futuro. El hombre tenía
el valor y las habilidades de alguien que había luchado toda su vida para
sobrevivir y Gabriel sentía un profundo respeto por él. También sabía que
Russell comprendía cuando era necesario tomar una decisión difícil y que
era el único hombre con quien podía contar para que no intentara
convencerlo de no batirse a duelo.
—Espero que tu mujer te perdone —le dijo Gabriel.
—Sí, con el tiempo lo hará. —Russell sonrió—. Ella no se da cuenta
de que yo sé muy bien cómo cautivarla.
—Bien, acabemos con esto —dijo Westwick desde su posición—.
Tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo que dispararle a un tullido.
Por una vez, Gabriel recibió de buen grado la arrogancia del duque.
Si hubiera sabido lo habilidoso que era él con una pistola, no habría
accedido de ninguna manera a batirse a duelo. Westwick sabía que si
Gabriel moría hoy, no habría justicia para él –utilizaría su título de duque y
su fortuna para asegurarse de ello- por lo que estaba seguro de que no
podría perder.
Pues bien, estaba a punto de descubrir que su título y su fortuna no
lo salvarían esta vez.
Westwick tomó su posición en el campo abierto. Russell asintió para
animar a Russell y los padrinos dieron un paso atrás; el médico se mantuvo
a una cierta distancia, cerca de un roble. Gabriel inspiró hondo, deseó haber
podido hacer el amor con Millie una última vez y luego comenzó a contar
los pasos.
Uno, dos, tres, cuatro…
Un grito cortó el aire helado. Gabriel se detuvo y se giró para ver a
Millie corriendo por el campo, sujetándose las faldas y el borde de la capa
con una mano.
—¡Gabriel! —gritó—. ¡No lo hagas!
Él bajó la cabeza. No lo detendría ahora. Cinco, seis, siete…
—¡Gabriel!
Por el rabillo del ojo, la vio pasar como un rayo, esquivando los
brazos de Russell y colocarse en la línea de fuego.
—¡Millie! —gritó, al tiempo que se giraba para correr hacia ella—.
¡Hazte a un lado! —Vio que Westwick levantaba el arma. Se oyó un disparo
y Millie cayó al suelo antes de que él pudiera sujetarla.
Gabriel cayó de rodillas; el eco del disparo retumbaba en sus oídos.
El corazón le latía tan fuerte que sentía las vibraciones en cada centímetro
del cuerpo.
—No… —se oyó decir mientras le daba la vuelta.
No había sangre. ¿Dónde estaba la sangre? Le palmeó los brazos, el
torso, los lados del cuerpo. Con las mejillas arreboladas, ella lo miró unos
segundos y luego se incorporó hasta quedar sentada.
—No estás herida.
—No, aunque la bala pasó muy cerca. —Se llevó un dedo a la oreja
y a pesar de que sus guantes eran demasiado oscuros para que se viera la
sangre, Gabriel vio la mancha en el lóbulo de su oreja. Soltó el aire entre
dientes.
—¡Por todos los demonios, Millie!
—¿Continuamos, en vista de que la chica está viva? —dijo
Westwick.
Gabriel lo fulminó con la mirada y apretó el puño. El hombre había
estado a punto de matar a la mujer que él amaba, su propia hija, y no le
importaba en absoluto. Quiso ponerse en pie, pero Millie lo sujetó de los
brazos, obligándolo a permanecer de rodillas.
—No puedes batirte a duelo con él.
—Claro que puedo, y lo haré. Estuvo a punto de matarte, Millie.
—No, no comprendes. Él no es el duque.
Gabriel dejó de forcejear para ponerse de pie y frunció el ceño.
—¿No es el duque?
—Bueno, sí, lo es. Pero no es el duque auténtico. Es su hermano —
susurró ella—. Es el gemelo menor. Finge ser su hermano. Ha tomado su
lugar.
Gabriel tardó unos segundos en comprender la información.
—Es muy probable que lo haya matado —añadió Millie.
Gabriel miró al duque y luego enfrentó la mirada suplicante de
Millie.
—No importa. Debo matarlo. Él es el duque ahora.
—No, no tienes que hacerlo. —Le apretaba los brazos con tanta
fuerza que sin duda le dejaría marcas en los brazos. Odiaba abandonarla, de
verdad, pero a pesar de esa nueva información, el mundo creía que
Westwick era… bueno, Westwick, y ninguna nueva información podría
ayudar a Emma ahora.
—No lo hagas, Gabriel, por favor, te lo suplico.
—Millie…
—Déjame negociar con él.
—Russell ya lo ha hecho.
Millie miró a Russell con fuego en los ojos y Gabriel se sintió
agradecido de que la mirada no fuera dirigida a él. Russell dio unos pasos
atrás y Gabriel no pudo menos que sonreír al ver que se sentía intimidado
por Millie.
—No, déjame negociar con esta nueva información —suplicó ella
—. Si no funciona, podrás proseguir con el duelo y dispararle. —Inspiró
hondo—. Te daré mi bendición.
Gabriel le tocó la oreja manchada de sangre y maldijo en voz baja.
—De acuerdo, pero esta vez no podrás interponerte. Debes dejar que
yo termine con esto, Millie.
—Siempre y cuando me permitas hacer lo mío.
—Juntos, entonces.
CAPÍTULO 23
Millie tenía los guantes manchados de sangre. Se los limpió contra
la capa e hizo caso omiso del zumbido en sus oídos. Qué cerca había pasado
la bala. Demasiado cerca.
Gabriel podría haber muerto.
Tenía intención de ponerle fin al asunto hoy mismo sin que nadie
muriera, ni siquiera el miserable de su padre. Con paso decidido, avanzó
hacia Westwick y Bishop. Si el duque sentía remordimiento alguno por
haber estado a punto de matar a su propia hija, no lo demostraba. Sonreía
con sarcasmo y tenía la cabeza en alto con expresión arrogante.
Por su parte, Bishop la miraba como si deseara que la bala los
hubiera atravesado tanto a ella como a Gabriel y los hubiera borrado de la
faz de la tierra.
—¿A qué demonios crees que estás jugando, muchacha? —le
espetó Westwick—. Esto no es un juego, es un asunto entre hombres.
—No es un juego, no —coincidió ella.
—¿Por qué no te apartas del camino y nos dejas terminar de una
vez?
—No terminará nada, mucho menos su asunto con Gabriel.
La sonrisa de él se ensanchó.
—¿Ahora necesitas que una mujer pelee por ti, Thornbury? —se
burló.
Millie se acercó a él y se paró en puntillas, para que no pudiera
esquivar su mirada.
—Sé lo que ha hecho.
—He hecho muchas cosas en mi vida, querida. Me resulta difícil
recordarlas todas.
—Mató a su hermano.
Él parpadeó, sorprendido, luego recuperó la compostura. Millie miró
a Bishop y no pudo evitar sonreír con satisfacción. Por lo visto, el criado
también lo sabía. Se movió, incómodo y entrelazó las manos detrás de la
espalda, esquivando la mirada de ella.
Millie negó con la cabeza. La arrogancia de estos hombres era tan
grande que ninguno de los dos concebía que alguien pudiera descubrirlos.
—Mi hermano murió hace muchos años; falleció mientras dormía,
tras haber estado enfermo. Fueron momentos muy traumáticos —dijo
Westwick con la calidez del gélido día.
—¿Su hermano y usted eran gemelos idéntico, verdad? —preguntó
Millie.
—No tengo intención de responder a estas preguntas. —Hizo un
movimiento con la mano como para desechar a Millie—. ¿Vamos a
terminar esto o no, Thornbury? ¿O acaso te veré mañana en la catedral de
St. Paul’s?
—Usted lo mató porque él era el heredero del ducado. Imagino que
usted estaba preocupado porque pronto se casaría y tendría un hijo, lo que a
usted lo excluiría por completo. —Su sonrisa se ensanchó al ver que él
apretaba la mandíbula. —Debe de haberle dolido que su hermano heredara
el título y usted no, a pesar de que nacieron al mismo tiempo.
—No tienes idea de lo que hablas, muchacha.
—Sé que usted es zurdo. Tengo pruebas concretas de su escritura. Y
que su gemelo, el verdadero duque de Westwick, era diestro. Usted lo mató,
tomó su lugar y luego le escribió a mi madre, haciéndose pasar por su
hermano, para terminar la relación con ella. Sería muy fácil comparar la
caligrafía de ambas cartas. Una de mi verdadero padre y una suya. —
Inspiró con fuerza. —Y también sé que usted es tan arrogante que jamás se
molestó en intentar aprender a utilizar la mano derecha para asegurarse de
poder seguir adelante con su engaño. —Hizo un movimiento de cabeza en
dirección a Bishop—. Por la expresión de él, imagino que le brindó algún
tipo de asistencia. Me pregunto si seguirá siendo leal a su amo cuando se
revele que mató a un duque.
Westwick emitió un sonido de desdén.
—Una historia fantasiosa, pero ¿de verdad crees que alguien se
atrevería a ponerse en mi contra siguiendo las acusaciones de una loca
vengativa? Además, ¿por qué haría una cosa así? Yo estaba primero en la
línea de sucesión, de todos modos.
—Tengo la carta que le escribió a mi madre y no dudo que existen
más pruebas de su accionar. Tal vez deseaba escapar de su reputación; la
señora Parsons dijo que era un niño malvado y que de adulto incurrió en
cuantiosas deudas. ¿No era mucho más simple convertirse en su hermano,
que era querido por todos?
Lo vio apretar la mandíbula y comprendió que sus suposiciones eran
acertadas; sintió que los latidos de su corazón se calmaban ligeramente.
—¿No lo ve, acaso, Westwick? Usted es uno de los hombres más
poderosos y conocidos de Inglaterra. Esta información no pasaría
inadvertida, ni siquiera si fuera un mero rumor.
Él se quedó mirándola durante un largo instante.
—Debería matarte y luego terminar con este maldito duelo y matar
también a esta bestia a la que pareces tan decidida a defender.
—Pues tendría que matar también al doctor y al señor Russell —dijo
Millie—. Y ya ni siquiera tiene una bala en la pistola. ¿Cree que Gabriel lo
dejaría vivir si hiciera algo así?
Una sonrisita se dibujó en los labios de él.
—No hay dudas de que eres una Westwick.
Millie levantó la barbilla.
—Soy hija de mi madre, de nadie más.
Él se le acercó.
—Podría reconocerte y ocuparme de que tu madre y tú fueran ricas
y estuvieran cuidadas. Nadie lo cuestionaría. Solo tienes que deshacerte de
esas cartas y podrías tener todo lo que tu corazón desea.
Ella abrió la boca y luego la cerró. Nunca en su vida había sentido la
falta de un padre, pero le había costado mucho salir de la pobreza. Hubo
días en los que habría hecho cualquier cosa por una comida.
Pero había progresado con honestidad y rectitud, sin la ayuda de un
hombre que seguramente jamás había trabajado en su vida.
Miró a Gabriel, una figura solitaria en la nieve, que la observaba con
expresión pensativa, y sonrió.
—Westwick, ya tengo todo lo que mi corazón desea.
El duque levantó los ojos al cielo con expresión desdeñosa.
—Santo Dios, todo esto por un hombre con la cara de una bestia.
—Al menos no tiene el corazón de una bestia —replicó Millie.
—Podría arruinarte. Demandarte por calumnias. Y el hombre al que
tanto adoras también es un asesino. ¿Lo sabías?
—¡Westwick! —exclamó Bishop.
—¿También es un asesino? ¿Confiesa, entonces, haber matado a su
hermano?
—Maldición, Bishop, cállate ya. —Se acercó a Millie, con los
dientes apretados—. No confieso nada, y no tienes ninguna prueba de nada.
—Tengo lo suficiente y tendré más. A menos que le permita a Emma
romper con el compromiso y no vuelva a hablar mal de ella ni de Lord
Thornbury.
—Podría hacerte desaparecer —masculló él entre dientes.
Millie se enfrentó a su mirada gélida, sintiendo un nudo en el
estómago. Estaba segura de que Westwick había hecho desaparecer a gente
en otras oportunidades y que su criado tenía mucho más que la sangre del
hermano del duque en sus manos.
—Hay otras personas que saben de su accionar. Tendrá que hacer
desaparecer a mucha gente importante, Westwick.
Él soltó un bufido sarcástico.
—Tus amenazas no significan nada, muchacha.
—Significan algo para mí —dijo una voz de hombre detrás de
Millie. Ella se giró y soltó un suspiro de alivio. El Club del Secuestro había
llegado.
***
Westwick se puso rígido al ver a Lord Henleigh y a Russell, Nash,
Lady Henleigh y Rosamunde, la mujer de Russell. Ahora tenía público.
Gabriel no pudo reprimir una sonrisa. Tal vez no tuviera la
satisfacción de matar a ese hombre, pero le daba placer ver cómo se
esfumaba su expresión arrogante.
Guy le entregó una carta a Gabriel y él frunció el ceño al ver una
caligrafía que le resultaba desconocida.
—¿Recuerdas a esa amante a la que no lograbas encontrar?
Gabriel asintió.
—Grace finalmente recibió noticias de ella. Le escribió hace dos
semanas, pero el estado de los caminos seguramente fue la causa del
retraso.
Gabriel leyó la carta y luego fue hasta donde estaba Millie y se la
entregó.
Westwick alzó los ojos al cielo con expresión impaciente.
—Si piensas que una carta va a ser prueba de algo…
—Pensé que esta mujer no era más que otra de las amantes que
descartaste, pero era la joven a quien tu hermano pensaba desposar ¿no es
así? —Gabriel miró a Millie.
Westwick hizo un movimiento con la mano.
—No puedo recordar a cada mujer que se rinde a mis pies.
—Tal vez sí puedas recordar el matrimonio del duque de Westwick
que se impidió cuando tu hermano quiso comportarse de manera honorable.
—Mi hermano murió —dijo Westwick entre dientes—. Si pensaba
casarse…
—Tenía una prometida y ella estaba embarazada. Tenía la intención
de casarse con ella y tú temías que el niño fuera varón y heredara todo —
prosiguió Gabriel, sin prestarle atención—, por lo cual te aseguraste de que
no viviera el tiempo suficiente como para desposarla.
—Son todas…
—Ella dice que iban a contraer matrimonio, pero sabía que el duque
no estaba enamorada de ella, sino de otra mujer, una criada de su casa. —
Millie agitó la carta, con lágrimas en los ojos—. Él iba a desposar a la
señorita Strong. Mi madre. —Se le quebró la voz en la última palabra.
Hinchó el pecho e inspiró profundamente—. Esto confirma todas mis
suposiciones. —Hizo un gesto en dirección a Bishop—. Y al parecer, su
criado le envió varias amenazas a la prometida de su hermano, que ella
todavía conserva, por si decidía contarle alguien las intenciones de su
hermano. Supuso que era para proteger a la familia del escándalo.
Detrás del duque, Bishop se movió, incómodo.
El resto del grupo se acercó a Westwick.
Freya se cruzó de brazos.
—También está el hecho de que su segunda esposa y su hermano
murieron en circunstancias similares. Curioso, si tenemos en cuenta de que
ni usted ni su hermano solían utilizar láudano. Encontré un viejo artículo
del periódico que sugiere que su hermano se suicidó porque tenía cuantiosas
deudas. Me pregunto qué sucedería si se supiera que otra persona fue
responsable de ambas muertes…
Bishop dio un paso atrás y Westwick se dirigió a él:
—¡No te muevas, maldito bastardo! Tengo suficientes pruebas
contra ti…
—Usted me obligó a hacer esas cosas, milord —farfulló el hombre
—. Yo también tengo pruebas de ello.
Westwick abrió grandes los ojos.
—No te atreverías…
—Si usted me amenaza, milord, yo lo amenazaré a usted. Tengo
pruebas en un sitio donde jamás las encontrará. —Miró a Gabriel—. Y les
daré todo a ellos, si es necesario.
—Maldito cobarde…
Bishop esquivó un puñetazo de Westwick y cruzó los brazos con
expresión insolente. Gabriel jamás sentiría simpatía por Bishop –era un
hombre cruel y sin duda tenía las manos manchadas con la sangre de
muchas personas inocentes- pero al menos era lo bastante astuto como para
asegurarse de tener protección. Westwick encorvó los hombros. Todo se
desmoronaba delante de él.
—Esto no significa nada. —El duque echó la cabeza hacia atrás y
adoptó una expresión impávida—. Son todas conjeturas y la demandaré por
calumnias. —Señaló a Freya con un dedo.
Guy se posicionó delante de su mujer con expresión decidida.
—Sabemos lo suficiente, Westwick.
—Mató a su hermano porque quería el título —lo acusó Millie—. Y
amenazó a su prometida. Ocupó el lugar de su hermano –que por lo que
sabemos era un buen hombre- para huir de los errores que había cometido.
—No cometí errores… —Westwick cerró la boca con fuerza.
Gabriel esbozó una sonrisita. Las pruebas eran escasas, pero
alcanzaban para derribar a Westwick y su criado. No tenía dudas de que si
aplicaban algo de presión, Bishop les entregaría todo lo que tenía.
—¿Le permitirá a Emma poner fin al compromiso? —quiso saber
Millie.
La mirada dura de él pasó de Millie a Gabriel, y tras varios
segundos, el duque dio un paso atrás e hizo un movimiento displicente con
la mano.
—Muy bien. Emma queda liberada del compromiso.
—¿Y qué más?
—Y me encargaré de que no sea objeto de ningún tipo de críticas
por la decisión de último momento —dijo a regañadientes—. Pero si se
llega a saber algo de…estos disparates… tengo tus errores y la hija bastarda
de Emma para…
Gabriel apretó el puño. La arrogancia del hombre no conocía
límites. Había matado a su hermano y sin embargo, no veía problema en
amenazarlos a Emma y a él. Pero las amenazas fueron proferidas en tono
vacilante y Bishop se alejaba del duque centímetro a centímetro. El engaño
de Westwick no tardaría en caerse a pedazos.
—Encárgate de cancelar la boda —le ordenó Gabriel—, y si te
acercas a mi hermana, o a cualquier otra mujer, para el caso, con todo gusto
te quitaré la vida.
Westwick resopló.
—De todos modos, nunca me atrajo esa ramera.
Gabriel sintió el ardor en los nudillos antes de darse cuenta de lo que
había hecho. Westwick trastabilló y se llevó una mano a la mandíbula. Sin
dejar de mirar a Gabriel, llamó a Bishop con señas desesperadas.
—¿No vas a hacer nada ante este comportamiento insolente?
Bishop negó con la cabeza, dio varios pasos hacia atrás y luego echó
a correr por el campo. Gabriel se masajeó la mano y rió ante el espectáculo.
Con suerte, y sin la protección del duque, a Bishop se le complicaría
bastante la vida.
Russell palmeó a Gabriel en el hombro.
—¿Te sientes mejor, ahora?
Gabriel sonrió, lo miró a los ojos y luego miró a los demás
integrantes del grupo.
Por fin, su mirada se posó en Millie.
—Algo. Pero me queda una cosa más por hacer.
Epílogo
Un año después
FIN
[1] Referencia al apellido “Strong” que significa “fuerte” en inglés. (N. de la T).