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El Club Secuestros

Samantha Holt
Contenido

Página del título


CAPTURANDO A LA NOVIA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
El rapto de la heredera
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
EPÍLOGO
LA CONQUISTA DE LA SOLTERONA
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Capítulo Veintiuno
Capítulo Veintidós
Capítulo Veintitrés
Capítulo Veinticuatro
Capítulo Veinticinco
Capítulo Veintiséis
Capítulo Veintisiete
Capítulo Veintiocho
Epílogo
Secuestro Navideño
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPITULO 8
CAPITULO 9
CAPITULO 10
CAPITULO 11
CAPITULO 12
CAPITULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
Epílogo
CAPTURANDO A LA NOVIA
El Club Secuestros

Samantha Holt
Capítulo 1

En el interior de Grace rugía un grito silencioso.


Apretaba con fuerza las manos. Miró sus nudillos blancos. El corazón
le palpitaba con violencia en el pecho. Un mes más y sería independiente.
No. Mejor dicho, habría sido independiente.
Y habría recibido su herencia, apartado a su tía del hombre vil que era
su esposo y ambas habrían podido vivir en paz el resto de su vida.
Ahora solo quedaban unos días para que ese sueño se hiciese añicos.
Bajó la vista al lugar donde sus dedos pellizcaban el dorso de sus
manos y notó las pequeñas marcas rojas que se formaban alrededor de las
yemas. Sin embargo, no podía soltar las manos por miedo a gritar de
verdad.
¿Qué ocurriría si le imploraba al hombre que había sido su tutor
durante tantos años? ¿Le haría algún caso? Su tío Charlie siempre había
hecho lo posible por esquivarla, incluso cuando había llegado allí con ocho
años y huérfana. De no haber sido por su maravillosa tía, la hermana de su
padre, su vida habría sido muy desgraciada.
Por supuesto, una vez revelados los términos de la herencia, él le había
prestado más atención. Grace sabía perfectamente por qué quería casarla
antes de su veintiún cumpleaños.
Y con un hombre como el señor Worthington.
Resopló para sí misma. Aquel no era un hombre digo. De hecho,
resultaba terrorífico.
Pasó la vista de un hombre al otro. No conseguía encontrar ni un solo
rasgo positivo en ninguno de los dos, que en ese momento planeaban su
futuro como si ella no estuviese en la habitación.
Su tío Charlie siempre había tenido un rostro cetrino, de ojos vacíos y
profundos. Su mirada helada nunca se volvía más cálida, ni siquiera cuando
miraba a su esposa o veía algo que hubiese derretido el corazón del hombre
más frío. Ni ver gatitos o niños jugando, ni atardeceres hermosos. En
opinión de Grace, nada podía alterar el corazón congelado de aquel hombre.
Parecía estar protegido detrás de un grueso muro de codicia,
construido con las monedas que arañaba para después gastar con frivolidad.
La pobre tía de Grace se veía obligada a buscar excusas para aplazar deudas
y había tenido que vender la mayor parte de sus joyas y de su ropa buena.
Su esposo, sin embargo, vestía con el mismo lujo de siempre, con ropa
hecha con las mejores telas y a la última moda.
Grace arrugó la nariz. La ropa, desde luego, no lo ayudaba mucho a
medida que envejecía. Perdía pelo con rapidez y solo le quedaban unos
poco mechones oscuros pegados a la cúpula brillante de la cabeza y una tira
de cabello más corto formando una curva alrededor de la nuca. También se
hacía más pequeño, pero seguía siendo más alto que Grace, lo cual la
frustraba mucho. ¡Cuánto le gustaría poder levantarse de la silla, mirarlo
desde arriba y decirle claramente que se negaba a desposarse con el señor
Worthington!
Intentó verlo con serenidad y no a través del velo de miedo que la
invadía por dentro cada vez que él entraba en la habitación, pero no lo
consiguió. Detestaba ser una persona que se dejaba guiar por rumores, pero
en cuanto conoció al señor Worthington, adivinó que los rumores eran
ciertos.
Si la mirada de su tío era fría, los ojos azul pálido del señor
Worthington eran puro hielo. Combinados con la curva constante en las
comisuras de sus labios, indicaban que era un hombre acostumbrado a
conseguir todo lo que quería en la vida, ya fuese por la fuerza o por
coacción. El hombre destinado a ser su esposo le producía mucho frío
interior.
Aunque nunca había soñado con un amor arrebatador, como otras
chicas, tampoco se había imaginado casándose con un hombre veinte años
mayor que ella que acababa de enterrar a su esposa, a la que habían
encontrado muerta al pie de las escaleras.
Y todo el mundo sabía por qué.
¡Dios santo! Ella no podía casarse con él. Pero ¿qué podía hacer?
Aunque se levantase de la silla e intentase gritar con todas sus fuerzas, su
tío era su tutor hasta que cumpliera veintiún años. Era imposible desafiarlo.
Si pudiera conseguir que retrasase el matrimonio… O podía huir y
esconderse un tiempo. Pero ¿cómo? ¿Y a dónde? Ni siquiera le gustaba ir
de visita a casas nuevas, ¿cómo se iba a marchar sin saber a dónde, sola y
confiando en que no le ocurriese nada?
Lo cual resultaba muy improbable.
No solo sabía muy poco del mundo, además era pequeña, muy
pequeña. Su constitución diminuta y su estatura baja siempre la habían
hecho resultar vulnerable.
¡Cómo odiaba eso! Si fuera más alta e imponente, podría decirle a su
tío con toda claridad que no se casaría con un hombre como el señor
Worthington ni con ningún otro, sino que tomaría el dinero de su padre y se
mudaría a un lugar tranquilo y pacífico, donde se rodearía de todas las cosas
que amaba.
El señor Worthington miró en su dirección. Solo un instante, eso sí,
como si pensara que ella carecía de importancia. Como si la conversación
relativa al día de su boda no tuviese nada que ver con ella. Por supuesto,
tenía mucho más que ver con su herencia, así que probablemente era verdad
que ella no importaba gran cosa. El hecho de que se viese obligado a
tomarla por esposa significaría poca cosa para él si eso le permitía reclamar
su dinero.
Grace alzó la vista al techo y observó el gran rosetón de escayola que
rodeaba una pequeña araña de cristal. ¿Por qué su padre no le había dejado
el dinero directamente a ella? ¿Por qué había dado por hecho que querría
casarse? ¿No sabía que su hija, reflexiva y lectora, jamás desearía tener un
hombre al lado?
Suspiró. Su padre había intentado cuidar de ella a su modo, eso lo
sabía. Al procurar que su dinero fuese a parar a su esposo al desposarse,
independientemente de su edad, se aseguraba de que resultara una
prometida atractiva y que no hubiese motivos económicos que alejaran a un
pretendiente en potencia.
No obstante, no había previsto que el tío de ella haría un trato sórdido
con un hombre como Worthington solo para quedarse una parte de dicho
dinero cuando estuviese en manos de su esposo.
El grito crecía de nuevo en su interior, llenando sus pulmones y
calentándole la garganta. Pero sabía que, si intentaba liberarlo, saldría como
un simple chillido, igual que cuando Freddy Porter la había empujado
contra la puerta de la iglesia y la había besado, o como cuando Eliza
McConnell se reía de su falta de curvas cuando todas las demás chicas se
convertían en mujeres.
En esas ocasiones había intentado gritar y patear el suelo, pero el
enfado de una mujer tan pequeña como ella resultaba muy poco
amenazador y los demás se habían limitado a reírse de ella.
El señor Worthington la miró a los ojos y sus labios se curvaron en una
mueca petulante. Aunque no era feo para su edad, ella podía ver a través de
su grueso cabello moreno con canas, su mandíbula fuerte y su nariz
refinada.
Veía su interior, aunque él intentase esconderlo, cosa que había hecho
al principio, cuando había empezado a hablar de cortejarla. Ella no le había
hecho caso. Su herencia no era de dominio público, cosa que agradecía. De
otro modo, quizá se hubiese visto obligada a ignorar a más pretendientes.
Pero su temperamento callado y su cuerpo flacucho los mantenían bastante
a raya.
Hasta que apareció el horrible señor Worthington.
Había intentado seducirla, sí. Había intentado halagar su vanidad.
Estúpido por su parte, pues ella carecía de vanidad. Podría haber sentido
alguna punzada de envidia por las curvas de Eliza McConnell, pero su
padre la había educado bien. Le había enseñado que una mujer debía ser
algo más que la suma de sus atributos físicos.
En consecuencia, el señor Worthington había visto ignorados sus
esfuerzos. ¿Por qué iba Grace a renunciar a su esperanza de independencia
por una sonrisa coqueta y unas pocas palabras halagadoras? No, estaba
decidida a no casarse nunca y, desde luego, a no entregar jamás a su esposo
la fortuna que su padre había ganado con esfuerzo.
Lástima que su tío no opinase igual.
El señor Worthington se levantó y Grace comprendió que habían
terminado la conversación sobre ella y los planes de boda. La mera idea
bastaba para que quisiese vomitar allí mismo, delante del pretendiente. Si lo
hacía, ¿lograría que él huyese asustado? Lo miró cuando se levantaba de su
asiento. No, él la aceptaría, vómito incluido, solo por su fortuna, y ella
quedaría atrapada en la misma situación horrible que su última esposa.
¿Cuánto tiempo pasaría hasta que acabara convertida en un montón de
huesos rotos al pie de las escaleras?
Tenía que escapar como fuese.
—Volveré a visitarla la semana próxima. —El señor Worthington le
tomó la mano y rozó sus nudillos con un beso. Ella se encogió, pero no
apartó la mano, aunque el estómago le dolía de tal modo, que quería
doblarse en dos. La sonrisa de él se hizo más amplia al ver su reacción—.
Estoy deseando hacerla mi esposa —murmuró.
Grace no contestó. ¿Qué podía decir? ¿”Prefiero morir”?
Tal vez, pero deseaba más sobrevivir y hacer que su padre se sintiese
orgulloso. ¡Si hubiese algún modo fácil de escapar, algún primo o prima
olvidados que la albergasen! Pero solo estaban su tía y ella y, ¿cómo iba a
dejar a su tía Elsie sola con su horrible tío Charlie? Sin duda la culparía por
la desaparición de Grace y, aunque él no solía recurrir a los puños, como
todos decían que hacía el señor Worthington, podía hacerla bastante
desgraciada.
Su tío cerró la puerta detrás del señor Worthington y cruzó los brazos
delante de su pecho ancho y rotundo.
—Harías bien en ser amable con él, Grace. Será un buen esposo para
ti.
—¿En qué sentido, tío?
—Es atractivo, bien relacionado… —Él frunció el ceño—. ¡Por el
amor de Dios, muchacha! Esta es la primera oferta que has tenido. Deberías
estar agradecida.
En aquel momento resultaba muy tentador soltar el grito. O replicarle
con fuerza. Decir que sabía que la estaba vendiendo. Pero su destino estaba
en manos de aquel hombre y quizá si se mostraba amable…
—Por favor, no haga que me case con él —suplicó. No le gustó lo
estrangulada que sonaba su voz. Eso solo la hacía más vulnerable, cosa que
odiaba—. Me maltratará, usted sabe que lo hará —añadió cuando la
expresión de él no cambió en absoluto.
Él agitó una mano en el aire.
—No hará tal cosa. —La apuntó con un dedo y ella miró la yema
ligeramente manchada de tinta que tenía delante—. El que haya hecho
correr esos rumores solo buscaba mancillar la buena reputación del señor
Worthington. Siempre me ha parecido un hombre muy agradable. Además,
¿por qué necesitaría una persona apuesta y encantadora como Worthington
maltratar a una mujer? Sin duda daría una buena azotaina a su esposa de
vez en cuando, pero ¿qué mujer no ha necesitado alguna vez una azotaina?
Ella no. Su padre jamás habría hecho algo así, ni tampoco se lo había
hecho a su madre. De eso estaba segura. Él había hablado muchas veces del
respeto mutuo que se tenían y de la importancia de hablar entre ellos
cuando no eran de la misma opinión. Pero sabía que no podía mantener una
conversación así con su tío.
—Usted me venderá diga lo que diga —murmuró.
—¿Qué has dicho? —gruñó él.
Grace negó con la cabeza y miró la alfombra de color rojo sangre,
tejida con dibujos oro y verde. Odiaba aquella alfombra. Odiaba aquella
estancia, con sus tonos masculinos de caoba oscura salpicada de oro.
Prefería el saloncito raído de su tía, con sus encajes suaves pálidos y sus
cojines ahuecados con dibujos de escenarios alegres comprados baratos
Dios sabía dónde.
¡Cómo odiaba que su tío viviese rodeado de lujo todos los días
mientras descuidaba a su esposa y la dejaba sin nada y ella intentaba pagar
las deudas en las que él incurría constantemente! Sus mejores joyas y
vestidos habían desaparecido, todos los recuerdos de familia de ella. Y todo
para que su tío pudiese vivir en aquella burbuja de lujo y fingir que era
importante.
¡Cuánto lo odiaba!
—Retírate —dijo su tío Charlie, pellizcándose el puente de la nariz—.
Me das dolor de cabeza.
Teniendo en cuenta que ella apenas había pronunciado una palabra, no
sabía cómo había conseguido eso, pero se apresuró a salir. Caminó por el
pasillo y entró directamente en la comodidad acogedora del salón de su tía.
El fuego de la chimenea ofrecía sus lenguas de calor y, agradecida, se
acercó a él y extendió las manos hacia las llamas con la esperanza de que el
calor alejase los escalofríos que le había dejado la interacción con su tío y el
señor Worthington.
Cuando se abrió la puerta, se giró y juntó las manos a la espalda, con la
sensación de haber sido sorprendida haciendo algo malo. Por supuesto, era
su tía y no su tío. ¿Quién más iba a ser? Grace se relajó y se acercó a ella.
Su tía Elsie era solo un poco más alta que ella, pero más rellena y, oh,
muy reconfortante. Desde que Grace llegara allí con ocho años, el abrazo de
su tía siempre había conseguido aliviar cualquier problema.
Aunque en aquel momento su abrazo no tenía nada de reconfortante.
—He escuchado en la puerta —le dijo su tía en voz baja.
Grace se apartó para ver su expresión preocupada. Su tía Elsie le
recordaba a su padre, con su cabello pelirrojo y sus ojos color esmeralda.
Incluso tenía las mismas cejas pobladas que él. Y también el mismo
temperamento paciente y tranquilo.
—Entonces sabes que quieren que me case con él antes de mi
cumpleaños.
Su tía asintió.
—Pero no lo permitiremos.
—¿Cómo lo vamos a impedir? No se me ocurre…
Su tía le apretó los brazos.
—¡Chist! —Miró a su alrededor—. Tengo un plan. Es un poco osado,
pero funcionará, lo prometo.
Capítulo 2

—¡Condenación! —Nash se frotó el punto dolorido en su cabeza donde


seguramente habría un chichón en cualquier momento.
Miró la viga baja culpable del golpe y se agachó para entrar en la
estrecha sala de estar de la casita. Al menos crepitaba un fuego en la
chimenea, que arrojaba su calor a una estancia demasiado pequeña para tres
hombres adultos.
A pesar de ello, estaban todos allí de pie y parecían gigantes dentro de
la casa de muñecas de una niña. Se juró que, en cuanto heredara la fortuna
de su padre, gastaría dinero en un lugar de encuentro mejor para ellos,
alguna casa en otra parte con habitaciones amplias y sin vigas malditas.
—Todas las veces —comentó Guy con una sonrisa de suficiencia.
—Acabaré haciéndole un agujero a esa viga —amenazó Nash,
señalando la madera en cuestión.
Hawthorne Cottage había sido su lugar de reunión durante casi dos
años, debido a su posición aislada y su relativa proximidad a su hacienda de
Shropshire.
Aunque llamarla “hacienda” resultaba exagerado. Esa palabra hacía
pensar en campos extensos, prados inmaculados y quizá algunos ciervos
refugiándose bajo los árboles. Guildham House estaba muy lejos de ser eso.
Algo que él también pensaba cambiar cuando tuviese dinero. Siempre
había soñado con ello.
—En primer lugar, creo que a la señora Heath no le gustaría mucho
que hicieras eso y, en segundo lugar, estoy casi seguro de que harías caer el
techo sobre nuestras cabezas. —El conde de Henleigh rozó el techo encima
de ellos y se despegó un trocito de yeso.
—No creo que este techo lo sostenga una sola viga. —Nash hizo una
mueca y miró el techo desigual con manchas de humedad—. De hecho, no
estoy seguro de que lo sostenga nada. —Se acomodó en el sillón raído
colocado en un rincón de la estancia, lo bastante cerca del fuego para
apoyar los pies en las baldosas que lo rodeaban y secar sus botas húmedas
—. Tendríamos que buscar otro lugar de reunión —declaró.
Russell movió la cabeza y permaneció de pie. Guy siguió el ejemplo
de Nash y se acomodó en el otro sillón. Marcus Russell era el más alto de
ellos y prácticamente tenía que encorvarse para permanecer de pie en esa
habitación.
—Esta casa es perfecta. —Russell se quitó los guantes y los sujetó con
una mano—. Barata, bien situada y alejada de ojos curiosos.
—Por no mencionar sin ninguna conexión con nosotros —señaló Guy.
Nash movió una mano en el aire.
—Debe de haber cientos de casas aisladas para alquilar. No veo por
qué no podemos ser discretos en un lugar más confortable.
Guy enarcó una ceja oscura, en un gesto que el conde probablemente
había perfeccionado y utilizado muchas veces en provecho propio, pero
Nash lo ignoró. Si fuese capaz de dejarse asustar por una simple ceja, se
habría caído desmayado años atrás, cuando su padre lo había repudiado.
—Pensaba que estabas a favor de procurar que sacásemos todos los
beneficios posibles de esta aventura —comentó Guy.
—Tengo mis necesidades, lo admito. —Nash se miró las uñas y
frunció el ceño ante el mal aspecto de su dedo anular. No eran los dedos de
un futuro vizconde.
Mejor dicho, un posible futuro vizconde.
Un futuro vizconde que probablemente tendría que esperar veinte años
más. Lo que implicaba que, entretanto, necesitaba dinero y no tenía ningún
deseo de estropear sus uñas más de lo que ya estaban. Aquella empresa con
Russell y Guy era un modo perfecto de asegurarse la supervivencia hasta el
día en el que heredase el título y todas las propiedades atadas a él.
Suspiró.
—Está bien. Toleraré esta casa un poco más.
—¡Qué suerte la nuestra! —exclamó Guy con una sonrisa burlona.
—Pues claro que tenéis suerte. Sin mí, no tendríais un lugar donde
ocultar a las chicas.
—Nos arreglaríamos —murmuró Russell.
—Y nadie que mirase por ellas —añadió Nash. Señaló a Guy—. Tú
estás demasiado ocupado con tus asuntos de conde para pasarte semanas
cuidando a pobres mujeres llorosas con el corazón roto. Y tú —señaló a
Russell con un dedo— no sabrías qué hacer con una mujer que llora.
Seguramente la haría llorar más —dijo a Guy.
Russell se enderezó.
—He tratado antes con mujeres llorosas. Muchas de ellas lloran
durante el viaje.
—Pues curiosamente, siguen llorando cuando llegan a mí. —Nash se
inclinó hacia adelante—. ¿Cómo tratas con ellas exactamente?
—Pues yo…
—Basta —ordenó Guy—. Tenemos asuntos que debatir y aquí no va a
cambiar nada. Este seguirá siendo nuestro lugar de encuentro, Russell
continuará entregando a las mujeres, lloren o no, y Nash cuidará de ellas.
Russell miró de hito en hito a Nash, quien sonrió con osadía. ¡Oh,
cómo le gustaba burlarse de él! Era el único modo de hacer que a veces
pareciese humano. Siempre tenía una actitud extraña, casi insensible, como
si estuviera dispuesto a tumbarse en cualquier sitio y echarse a dormir.
Raramente mostraba alguna emoción, con la excepción de un temperamento
fiero que parecía brotar de ninguna parte.
Nash no sabía mucho sobre él, aparte de que era leal hasta la médula y
muy buen luchador. Por suerte, no había tenido que medirse nunca con él a
puñetazos, pero aquel galés alto los había sacado de algunas situaciones
comprometidas con mucha facilidad.
No porque Nash fuera un pacifista precisamente, pues él mismo había
acabado metido en alguna que otra pelea, pero prefería tener a Russell de su
lado.
Guy pasó una mano por su pelo castaño, que necesitaba un corte. La
sombra de barba en su rostro tampoco resultaba muy propia de un conde.
Nash no sabía lo que ocurría en la vida de lord Guy. Eran amigos desde
antes de la universidad, pero después de que heredara el título y montara
aquel tema de los secuestros, el conde había tenido poco tiempo libre. Nash
le habría sugerido que tomase una esposa que compartiera su carga, pero
Guy no quería saber nada de las mujeres desde que la espantosa Eleanor le
había roto el corazón.
Nash, por su parte, tenía todo el tiempo del mundo. Contaba los días
hasta que muriese su padre y pudiera probarle que no era tan malo como su
progenitor temía. ¿Había perdido una pequeña fortuna en el juego?
Francamente, sí. Pero ¿no había estado también dispuesto a reformarse una
vez que heredara? Pues… tal vez no en su momento. Pero eso había
cambiado. Sobre todo, desde que era condenadamente pobre.
Seguía pensando que no había habido una buena razón para repudiar y
dejar sin dinero a un hijo único. Después de todo, había muchos aristócratas
que hacían cosas peores que pasar algo de tiempo en los locales de juego.
—¿Y quién es la mujer esta vez? —preguntó Russell.
—La señorita Grace Beaumont —repuso Guy.
Grace Beaumont. Rubia, de mejillas sonrosadas, curvas abundantes y
ojos grandes. Por supuesto, Nash no tenía ni idea de quién era la mujer, pero
se la imaginaba así.
—¿Y la razón de que la ayudemos? —preguntó.
—Creo que quiere huir de un prometido. Se sabe que el hombre era
violento con su esposa anterior —explicó Guy.
—Bastardo —siseó Russell.
Nash se inclinó hacia delante.
—¿Es atractiva?
Guy alzó los ojos al cielo y Russell soltó un gruñido irritado.
—¿Qué? —Nash alzó las manos—. Tengo que saber cómo es la chica
a la que voy a cuidar o podría equivocarme de chica.
Russell lo miró desde arriba.
—¿Tienes que saber cómo es la chica a la que te voy a entregar
directamente por miedo a que te entregue la chica equivocada?
Nash se encogió de hombros.
—Podría ocurrir —se defendió.
—De todos modos, da igual —intervino Guy—. Yo no la he visto.
—¿Con quién has hablado? —quiso saber Nash.
—Con la tía. Lo ha organizado ella. Se enteró de lo nuestro por lady
Smythe. Recordad que ayudamos a su prima.
Nash asintió. La prima de lady Smythe había pasado muchos días
llorando mientras él la cuidaba hasta que pudiesen enviarla a Irlanda. Era
una muchacha muy dulce y a él no le importaba mucho consolar a una
mujer triste. Si no había nada más que pudiera hacer con su tiempo, al
menos podía ofrecer sus amplios hombros para una buena causa.
—¿Y qué hay de la tía? —preguntó.
Guy frunció el ceño.
—¿Qué pasa con ella?
—¿Es atractiva?
—¡Dios santo, Nash! Es treinta años mayor que yo.
Nash se encogió de hombros.
—Como amante, soy partidario de la igualdad de oportunidades.
Guy lo amenazó con un dedo.
—Evitarás todas las oportunidades de ser amante o te quedarás fuera
de esto —le advirtió.
—Sí, sí, ya lo sé.
Nash no pensaba renunciar bajo ningún concepto a aquel modo fácil de
ganar dinero ni a participar en el Club Secuestros, como habían bautizado
aquello.
Cierto que su parte de la tarea era la menos emocionante, cuidar de las
mujeres mientras planeaban su huida, organizaban sus finanzas o las
reunían con sus enamorados para que se fugasen juntos. Sospechaba que
Russel tenía la mejor parte, la de llevar a las mujeres y protegerlas en el
camino, pero él estaba encantado de hacer algo útil con su propiedad
olvidada y descuidada y no tenía que preocuparse de cocheros armados que
decidieran que su trabajo valía más que su vida y acabaran disparando.
Nash se cruzó de brazos y sonrió.
—A veces pienso que solo me queréis por mi casa.
Guy enarcó las cejas.
—Eso es exactamente por lo que te queremos.
—Tú sí que sabes hacer que un hombre se sienta valorado —gruñó
Nash.
—La chica —intervino Russell—. ¿Qué hacemos?
—La secuestraremos dentro de dos días. Irá en un carruaje, viajando
con su tía a ver a una amiga en Somerset. Y la secuestraremos entonces.
—Has dicho que esto lo ha organizado la tía. La chica sabe que va a
ocurrir, ¿verdad? —preguntó Russell.
Guy asintió.
—Ella lo sabe todo.
Nash cruzó los dedos y se echó hacia atrás, con las manos a la espalda.
—¿Y qué haremos con ella? ¿Escoltarla hasta la casa de una tía
solterona en mitad de ninguna parte? ¿Enviarla a Gretna con un
enamorado?
Guy negó con la cabeza.
—La vamos a deshonrar.
Nash casi se atragantó con la siguiente respiración.
—¿Qué demonios…? —murmuró Russell casi para sí.
Nash miró a Guy y se preguntó si el cabello largo y el aspecto
descuidado serían más una muestra de locura que de estar muy ocupado.
Cuando Guy lo había metido en aquella aventura para ayudar a una prima
suya a escapar de un matrimonio horrible y había quedado patente que ese
tipo de servicios eran necesarios, le había dado órdenes estrictas de no
deshonrar a ninguna mujer. Ni siquiera podía haber un beso. Nash tenía que
mostrarse lo menos seductor posible.
Una misión difícil, pero que hasta el momento había conseguido
desempeñar con éxito.
—La señorita Beaumont es una heredera. Heredará todo su dinero
cuando cumpla veintiún años, dentro de poco más de un mes. En ese
momento será totalmente independiente. El plan es retenerla pidiendo
rescate hasta que sea mayor de edad y después llevarla de vuelta a Londres,
más mayor y muy probablemente “deshonrada” por uno de los
secuestradores. Su prometido perderá interés y ella quedará libre de él.
Russell siseó en voz baja:
—Suena peligroso, Guy. ¿Retenerla un mes entero?
—En verdad —asintió Nash—. Nunca hemos escondido a una mujer
más de dos semanas. Espero que nos paguen una fortuna por esto.
Guy hizo una mueca y Russell gruñó.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Nash.
—Nos pagarán. Dos veces.
Nash juntó las manos.
—Me parece perfecto. Me gusta.
—Una vez cuando paguen el rescate y la otra cuando la señorita
Beaumont reciba su herencia.
—¿El rescate? —repitió Rusell.
—No —dijo Nash—. ¿Recuerdas lo que pasó la última vez que
intentamos cobrar un rescate? Siempre has dicho que solo es para disimular.
Para mantener a la gente en tensión y asegurarnos de que nadie vaya en
busca de las mujeres.
Russell asintió.
—Dijiste que no habría rescates, aunque los pidiéramos.
Guy levantó ambas manos.
—Digamos que, aunque la señorita Beaumont es una heredera, sigue
siendo una mujer de pocos medios. No puede permitirse nuestra tarifa.
—Y tú dijiste que solo un caso de caridad al año —señaló Russell—.
Necesitamos ese dinero o no podremos seguir haciendo esto. Al menos
Nash y yo.
—Lo sé, lo sé. —Guy se frotó la barbilla—. El rescate será más que
suficiente.
—Si su familia puede pagar el rescate, ¿por qué no nos paga la tía la
tarifa? —inquirió Russell.
—La tía es pobre. El tío no. Ella está segura de que él pagará para
recuperar a su sobrina y poder casarla.
Nash empezaba a notar un principio de jaqueca. Aunque la señorita
Beaumont fuera rubia y de mejillas sonrosadas, quizá no valiera la pena
exponerse tanto por ella.
—¿Y qué pasará cuando cobremos el rescate y no la entreguemos?
¿Cómo vamos a estar seguros de que no intentarán venir a por nosotros?
—No podemos estarlo —admitió Guy—. Pero somos precavidos.
Siempre lo hemos sido. Nadie le seguirá el rastro hasta tu casa y esto
acabará antes de que nos demos cuenta.
Nash se frotó la frente.
—Más vale que esto salga bien, Guy. No tengo intención de que me
ahorquen por la señorita Grace Beaumont.
Aunque fuera la chica más bella del mundo.
Capítulo 3

A Grace le resultaba difícil decidir si sentirse horrorizada o ilusionada con


aquel tema del “secuestro”.
¿Hacía mal en seguir adelante con ello?
Probablemente.
Pero estaba desesperada.
Miró el campo desconocido que pasaba a y apretó más toda velocidad
y apretó al gato contra ella. Claude se retorció en protesta y ella lo soltó. Él
se desperezó, saltó de su regazo y giró varias veces sobre sí mismo antes de
instalarse en el cojín al lado de Grace. A ella le habría gustado sentirse igual
de despreocupada después de haber sido introducida en aquel carruaje
extraño por un hombre enmascarado de piernas largas y pocas palabras.
Grace entendía la urgencia, la comprendía perfectamente, pero había
esperado alguna palabra de consuelo por parte de su secuestrador.
Horrorizada. Así era como debería sentirse.
Todo aquello había sido un asunto extraño y rápido. El hombre había
detenido el carruaje en el que ella viajaba con su tía y se la había llevado en
segundos a punta de pistola. Su tía había fingido muy bien desesperación,
pero Grace no estaba tan segura de que su actuación hubiese resultado igual
de convincente. Especialmente cuando se había negado a separarse de
Claude.
El gato llevaba años con ella y, por despreciativo que se mostrara en
aquel momento, la necesitaba.
Y ella a él. Si se iba a embarcar en aquel plan descabellado, necesitaba
a su gato. Necesitaba al menos tener consigo algo familiar, teniendo en
cuenta que había dejado atrás todas sus pertenencias… las pocas que
poseía.
También resultaba en cierto modo emocionante. Dejaba atrás al
horrible señor Worthington y escapaba de las garras de su tío. Era como una
historia de aventuras, aunque imaginaba que su tiempo lejos de casa sería
bastante aburrido. No estaba muy segura de lo que podía esperar, pero
parecía que tendría que estar escondida, procurando que no la encontraran.
Con suerte, confiaba en que el lugar en el que estuviese no fuera
demasiado incómodo ni aburrido, pero después de haber vivido con su tío,
se había acostumbrado a vivir con poco mientras él acaparaba todo lo que
podía para mantener su estilo de vida lujoso. Ella tenía suerte de tener aún
algún libro, pues la mayoría habían sido vendidos o estaban en el despacho
de él a modo de decoración.
El carruaje pasó un bache en el camino y ella se agarró al borde de la
ventanilla. Claude abrió un ojo, se movió un poco y volvió a quedarse
quieto.
—Tú no tienes ninguna preocupación —le murmuró ella.
¡Qué encantador debía de resultar ser un gato! Nada de lo que
preocuparse excepto de cuál era el cojín más cómodo. Ningún miedo por lo
que pudiese deparar el futuro.
¡Dios bendito!, ¿qué había hecho? Ella jamás hacía nada distinto ni
fuera de lo común. Desde luego, nunca había puesto su destino en manos de
extraños, y menos por dinero. ¿Y si intentaban hacerle algo? ¿Y si querían
más dinero? Había muchas cosas que podían salir mal, y eso era lo más
estúpido e ilógico que podía hacer una persona.
Definitivamente, terrorífico.
¿Qué mujer en su sano juicio seguiría adelante con algo así?
Pero, según su tía, aquellos hombres tenían práctica en eso y eran
totalmente de fiar. Le había dicho que aquello lo dirigía un hombre
importante. ¿Por qué querría un hombre importante mezclarse con rescates
y secuestros y ayudar a escapar de su destino a mujeres a las que no
conocía? Y la enfurecía pensar que hubiese necesidad de ese tipo de
servicios.
Frunció el ceño. ¿Se podía considerar que esos hombres hacían un
“servicio”? Parecía un nombre demasiado tonto para algo así, pero ¿qué
otra cosa se podían llamar?
¡Si al menos el hombre enmascarado se hubiese dignado decirle a
dónde iban o cuánto tiempo viajarían! Llevaban al menos tres horas de viaje
y empezaba a hacer frío en el interior del carruaje. Le habían dado una
manta, pero era fina y raída. Confiaba en que eso no fuese una muestra de
los cuidados que tendría que soportar durante el siguiente mes. No era una
dama remilgada y exigente, pero odiaba pasar frío.
Al menos no llovía. Nubes negras habían cubierto el cielo durante todo
el día como una señal de mal agüero. Los caminos mojados habrían hecho
el viaje más difícil y presumiblemente también mucho más largo. Confiaba
en que estuviesen cerca del final.
Se subió más la manta y miró a Claude moviendo la cabeza.
—Lo menos que podrías hacer es sentarte en mi regazo y darme calor.
El gato la ignoró, aparentemente dormido, aunque Grace estaba segura
de que lo había visto abrir brevemente un ojo.
Movió la cabeza, lo acarició un instante y volvió su atención al
camino. Pasaron hileras de árboles, que fueron dando paso a terreno abierto.
El campo se extendía y prolongaba, sin ninguna señal de vida en ninguna
parte. Todo estaba teñido de un gris oscuro por el cielo amenazador, con lo
que las colinas adquirían un aire poco grato. Pasaron una piedra alta,
colocada en un ángulo raro y a la que le faltaban trozos, y ella comprendió
que debía de haber sido en otro tiempo un arco de entrada. Tal vez
estuviesen cerca del final del trayecto.
¡Qué emocionante!
Estiró el cuello para ver hacia delante y apretó la frente en el cristal de
la ventanilla. El camino continuaba colina abajo y después se curvaba un
poco hacia arriba. Hasta que no llegaron a la cima de la colina no vio el
edificio que había más adelante. Una casa grande enclavada en el valle y
apoyada en las colinas de detrás.
Un escalofrío recorrió la columna de Grace. Las ventanas cerradas
parecían ojos de demonio, blancas y sin emoción. Incluso a esa distancia,
podía ver que la casa no estaba habitada. Una atmósfera de descuido
envolvía el enorme edificio, con la hierba y la maleza creciendo a su libre
albedrío, árboles esmirriados y hiedra desnuda envolviendo la piedra.
Terrorífico. Definitivamente, terrorífico.

***

Feo. Definitivamente, feo.


También peludo, pero no necesariamente en los lugares indicados. Los
parches calvos ofrecían un extraño contraste rosa pálido con los trozos de
pelo negro y blanco.
Nash miró el gato que en ese momento le tendía Russell.
—¿Qué es esto?
Russell se encogió de hombros, su expresión oculta por el trapo que le
cubría la nariz y la boca.
—Ella ha insistido.
—La estabas secuestrando. ¿Cómo diablos ha podido encontrar tiempo
para insistir?
Russell volvió a encogerse de hombros y le ofreció el gato una vez
más. El animal parpadeó perezosamente, nada alterado al parecer ni por el
largo viaje ni por el hombre que lo sostenía. Nash lo tomó y observó mejor
a la desdichada criatura. A pesar de lo feo que era, parecía limpio, aunque
no podía imaginar qué clase de mujer insistiría en llevarse a una criatura tan
esmirriada a un secuestro.
—No deje a Claude en el suelo —ordenó una mujer—. Saldrá
huyendo.
¿Claude?
Russell se hizo a un lado y una niña se apeó del carruaje. Nash
parpadeó varias veces y miró a Russell. “¿Es ella?”, preguntó con los
labios. Russell asintió.
Nash la observó. Sabía que tenía veinte años, pero su aspecto lo había
engañado por un momento. Todo en ella era pequeño. Bajita, con labios
apretados, barbilla delicada y nariz algo respingona. Calculó que podía
abarcar su cintura con ambas manos y eso incluyendo el peso añadido de la
capa. Lo único que no era pequeño en ella eran sus ojos grandes y oscuros,
que parecían verlo todo. Su mirada pasó del frontón de encima de él a los
escalones en los que se encontraba y de nuevo a él, al que miró de arriba
abajo varias veces.
Pequeña, seguro.
Pero fea no.
A diferencia de…
—¿Claude?
Ella asintió y abrió los brazos.
—El gato.
Él le pasó a la criatura y la observó acariciarlo al tiempo que
murmuraba palabras arrulladoras que no sonaban bien murmuradas a un
animal tan zarrapastroso. Cosas como “querido mío” y “preciosidad”. Nash
arrugó la nariz. No sabía cómo podía alguien querer a un animal así.
—Bueno, yo me marcho —anunció Russell—. Todo ha ido bien y no
nos han seguido.
Nash sintió tentaciones de persuadirlo para que se quedara. No sabía
por qué, pero había algo perturbador en la señorita Beaumont. O quizá solo
fuera que el gato lo descolocaba.
¡Santo cielo! Cualquiera diría que nunca había visto a un gato o a una
mujer vagamente hermosa. Carraspeó, juntó las manos a la espalda y sonrió
lo más encantadoramente que pudo.
—Ayudaré a la señorita Beaumont a instalarse —dijo.
—Muy bien. —Russell se llevó una mano al sombrero y volvió a subir
al pescante del carruaje.
—Mary llegará en cualquier momento —dijo Nash.
La señorita Beaumont apretó al gato con fuerza contra sí, con ojos muy
abiertos.
—¿Mary?
—Cocinará y cuidará de usted.
—¿Y qué hará usted?
—Soy su protector, por supuesto.
Ella ladeó la cabeza.
—¿Necesito protección? Creía que la idea era que nadie me
encontraría aquí.
Era cierto que nadie había seguido nunca el rastro de ninguna de las
mujeres hasta aquella casa. Era tan vieja, remota y olvidada, que pocos
sabían de su existencia. Con excepción de unas pocas personas de confianza
que ayudaban llevando comida y leña para que no pasasen hambre ni frío,
por supuesto.
Sin embargo, eso no significaba que pudieran dejar solas a las mujeres.
A veces querían cambiar de idea y volver a casa. Otras veces, suplicaban ir
a visitar a una amiga o un familiar, y le tocaba a él convencerlas de que
debían ceñirse al plan. Por suerte, él era una persona persuasiva.
—Nadie la encontrará —prometió. Señaló la casa—. Estoy aquí para
protegerla y porque esta es mi casa.
Ella parpadeó unas cuantas veces.
—Está… ah… un poco envejecida.
Él se echó a reír.
—Podríamos decir que sí. Pero funciona perfectamente para nuestros
propósitos.
—Entiendo.
—Entre. Sin duda estará cansada del viaje y… —Suspiró—. Traiga a
la criatura con usted.
—Claude —corrigió ella—. Se pronuncia como clawed, “con garras”.
Se supone que es gracioso.
—Claude —murmuró él. La precedió por la puerta de entrada—.
Graciosísimo.
Sabía lo que debía de parecerle la casa a ella. Él la veía con los
mismos ojos. No había ama de llaves que la mantuviera organizada ni
doncellas ni mayordomos. El polvo cubría la barandilla y en los rincones
del vestíbulo se amontonaban hojas secas. Si su padre no lo hubiese
repudiado, habría sido muy diferente, pero así carecía de dinero para
mantenerla.
Todavía.
A pesar de ello, amaba aquel edificio viejo. Siempre le había gustado.
Miró por encima de su hombro y la vio parada en mitad de la estancia. El
amplio techo, que terminaba en una cúpula mugrienta de cristal, la hacía
parecer aún más pequeña. Ella alzó la vista a la cúpula un momento y luego
lo miró a él.
—Esta fue una buena casa en algún momento.
—Lo fue.
—No sé su nombre.
Él sonrió. ¡Qué descuido por su parte! No se había presentado.
Definitivamente, había algo extraño en aquel encuentro. Normalmente las
mujeres agradecían la presencia de un hombre fuerte que las protegiera y
calmara su ansiedad. La señorita Beaumont simplemente parecía
desconcertada por la situación.
—Nash.
—¿Solo Nash?
—Es mejor que me conozca solo por ese nombre.
—Entiendo. —Ella soltó el aire—. Supongo que es bastante lógico. Lo
que hace usted debe de ser peligroso.
—¡Oh, sí! —Él sonrió.
Ella inclinó la cabeza a un lado.
—No se me ocurre por qué quiere usted ponerse en peligro.
—Me gusta ayudar a mujeres en apuros.
La señorita Beaumont enarcó las cejas y apretó los labios. Dio unos
pasos metódicos por la habitación, inspeccionó una estatua de David
polvorienta y un retrato de Wickstead Castle, la casa ancestral de Nash. Por
fin volvió de nuevo su atención a él.
—En ese caso, supongo que puede llamarme Grace. Sería un poco
tonto usar más formalismos con la mujer a la que ha secuestrado.
Él asintió.
—Grace, pues. —Señaló las escaleras—. ¿Le muestro su habitación?
Ella miró la puerta y él sospechó que se debatía entre escapar o seguir
adelante con el plan. Aún no la entendía bien, pero era obvio que no estaba
plenamente segura de su decisión de huir de su compromiso.
¿Quizá su tía estaba equivocada? ¿Tal vez a Grace le gustaba aquel
bribón?
En cualquier caso, daba igual. Él tenía un trabajo que hacer y lo haría
para poder cobrarlo. Después quizá pudiese pagar por fin a alguien para que
limpiase la casa.
—Muy bien —musitó ella, apretando los labios—. Muéstreme mi
habitación.
Capítulo 4

Nash miró a su alrededor en busca de Mary, pero sospechó que estaría


trabajando en la cocina. Aunque eran solo dos, siempre confiaba en la
ayuda de Mary. Principalmente porque, si le hubiese tocado a él dar de
comer a la cautiva, lo más que habría podido ofrecerle habría sido un trozo
de pan.
La mayoría del tiempo, además, las mujeres eran ricas y estaban
acostumbradas a que las sirvieran. Ayudaba tener a Mary para desatar las
cintas de los vestidos y otras cosas. No porque a él le importase desatarle
las cintas del vestido a una mujer hermosa, sino porque le había jurado a
Guy mantener una distancia profesional. Eso significaba que a veces tenía
que rechazar alguna insinuación, pero dudaba de que tuviese nada que
temer de aquella mujercita nerviosa de ojos grandes que hablaba de un
modo tan directo.
Los pies de ella apenas hacían ruido cuando lo seguía a los
dormitorios. Él señaló pasillo abajo.
—Mantenemos dos alas cerradas para procurar que esta parte del
edificio se conserve caliente. Usted dormirá aquí. —Abrió una puerta que
estaba justo a la izquierda de las escaleras.
Aunque deteriorada como el resto de la casa, Mary la mantenía limpia
y caliente. Nash adoraba esa habitación. Recordaba haberse escondido allí
de niño de su hermana mayor y también cómo lo regañaban cuando no
conseguían encontrarlo en toda una tarde.
Un fuego proporcionaba calor a la estancia y la cama grande de
madera tallada rodeada por gruesas cortinas rojas ofrecía un santuario
seductor.
Grace por fin dejó al gato en el suelo y se enderezó. Tocó la tela
dorada que cubría las paredes.
—¿Dónde dormirá usted? —preguntó.
Él vaciló. No era la primera vez que le hacían esa pregunta, pero no la
esperaba en ella. A pesar de su aspecto delicado, no parecía el tipo de mujer
que fuera a ir corriendo a su dormitorio en plena noche porque había oído
un ruido.
—Dos habitaciones más allá. —Señaló con la barbilla hacia la
derecha.
—Comprendo.
Nash vio que el gato olfateaba un punto concreto de la alfombra y
después se acercaba tranquilamente a una de las cortinas y alzaba la cola.
—¡Claude, no! —Ella agarró al gato y le dio un golpecito en el morro
que Nash solo habría sido capaz de calificar como una caricia afectuosa.
—¿Acaba de… aliviarse en las cortinas? —preguntó.
Grace hizo una mueca.
—Lo siento. Es que intenta habituarse a la habitación.
—¿Y no podría hacerlo, no sé, durmiendo en la cama o de algún otro
modo?
—Me temo que eso no funciona así. Sobre todo, con los machos.
Nash se cruzó de brazos.
—Si va a orinar por todas partes, no puede dormir aquí.
—No lo hará, se lo prometo. —Ella apretó al gato contra sí.
—Puede quedarse en la cocina. Allí seguro que habrá ratones que
cazar. Así será de utilidad.
Ella abrió mucho los ojos.
—¡No! Lo necesito a mi lado.
—Señorita Beaumont… Grace… no tengo por costumbre permitir
animales en mi casa. Y menos gatos. Creo sinceramente que…
—Espere. ¿No le gustan los gatos?
—Me gustan. Cuando están en la cocina haciendo el trabajo para el
que claramente llegaron a este mundo.
—O sea que no le gustan.
—¿Importa eso?
—Claro que sí. Se pierde todo lo que pueden ofrecer los gatos. ¿Sabía
que su ronroneo puede conseguir calmar casi todos los males?
Él resistió el impulso de pasarse una mano por el rostro. ¿Por qué
aquella mujer bajita no había llegado allí llorando y quejándose de lo que
quiera que fuese lo que la había impulsado a huir? En lugar de eso, se
dedicaba a darle lecciones sobre los beneficios de los animales felinos.
—Dudo muchísimo…
—Por no mencionar que son unos compañeros de cama cálidos e
ideales.
Era obvio que ella nunca había tenido a nadie en su cama que no fuese
un gato, porque, de otro modo, no habría dicho eso.
—Y son criaturas limpias. Requieren unos cuidados mínimos. Algo de
comida de vez en cuando, y a cambio te dan todo su amor.
Nash miró al animal. Con las patas extendidas en el brazo de ella y las
puntiagudas uñas del extremo blanco de las patas bien visibles, parecía muy
dócil. El gato parpadeó y bostezó como si la conversación sobre sus muchas
características maravillosas resultase muy aburrida y hubiese oído ya
muchas veces aquellas palabras. Sin duda su dueña elogiaba a menudo sus
virtudes.
Nash suspiró y cedió a la curiosidad.
—¿Y por qué está calvo a trozos? —preguntó.
—Lo rescaté de un río —dijo ella con orgullo—. Y desde entonces no
nos hemos separado ni un solo día.
Aunque él no conocía apenas a la señorita Grace Beaumont, no le
costaba imaginar a aquella mujer minúscula desprendiéndose de la capa y
arrojándose al más furioso de los ríos solo para salvar a aquel gato feo.
—Eso sigue sin explicar los trozos de calva.
Ella alzó un hombro y colocó al animal en la cama.
—Supongo que habrá tenido una vida dura, pero nunca me ha hablado
de ella.
¡Dios santo! A lo mejor era corta de inteligencia. O estaba
desconcertada. Quizá la experiencia del secuestro la había afectado tanto
que creía que podía hablar con los animales.
—¿El gato le habla? —preguntó él.
Ella rio como si él fuese tonto. Nash tenía que admitir que le gustaba
verla sonreír. Era mucho mejor que la expresión extraña y perpleja que tenía
continuamente. Sin embargo, no estaba seguro de que le gustase que se riera
de él.
—¡Por supuesto que no! —contestó ella—. Pero cuando aprendes a
conocer a un animal, normalmente puedes entender su historia. Odia el
agua, cosa normal en los gatos, por supuesto, pero él le tiene un miedo
cerval. A veces es posible saber lo que han vivido en el pasado por su
comportamiento actual. Igual que en los humanos, supongo. —Lo miró y
entrecerró levemente los ojos, como si intentara adivinar su historia.
Nash pensó que él no tenía una gran historia. Rico y privilegiado hasta
que su padre le había quitado todo eso. Y, de momento, dejando pasar el
tiempo hasta que volviese a ser rico y privilegiado.
—Debería acariciarlo —dijo ella.
—No.
—Pero tal vez le guste hacerlo.
—Me conformo con apreciar a distancia todo lo que Claude tiene que
ofrecer. Además, hemos tenido un buen… abrazo antes, cuando han
llegado.
Ella sonrió un poco.
—Nunca entenderé por qué el sexo fuerte tiene miedo de los gatos.
—Desde luego, yo no le tengo miedo.
—Muy bien. Si usted lo dice…
—Lo digo —repuso él con firmeza.
—Por supuesto. —La sonrisa de ella indicaba que no lo creía.
Una llamada a la puerta impidió a Nash continuar la conversación.
Mary metió la cabeza en la habitación.
—Buenas noches. Me ha parecido oír llegar el carruaje.
—Así es. —Nash retrocedió. Al menos la llegada de la doncella lo
había salvado de verse obligado a tocar a aquel gato esmirriado—. La dejo
en las capaces manos de Mary.
Hizo una inclinación de cabeza y se apresuró a salir de la habitación
moviendo la cabeza para sí mismo. La señorita Beaumont no era una
secuestrada como las demás, eso seguro.

***
Grace no pudo evitar mirar el espacio vacío que había ocupado Nash. Todo
aquel proceso había sido ya bastante desconcertante sin que alguien
como… como él estuviese al cargo de su protección, o de lo que quiera que
fuese lo que hacía.
Desconcertante era un buen modo de describirlo. Tenía toda la fuerza
que uno pudiese pedir en un protector, eso resultaba evidente. Era mucho
más alto que ella, lo cual no era nada nuevo, pero sus anchos hombros
llenaban una levita que había pasado de moda algunas temporadas atrás.
Ella lo sabía porque su tío elogiaba continuamente los beneficios de ir
a la moda. No porque ella hubiese llevado nada elegante en su vida, ni
tampoco deseado hacerlo. La ropa cómoda y práctica era más de su gusto y
no disfrutaba gran cosa con los vestidos de amplio escote que mostraban
sus escasas curvas, ni tampoco con las cinturas apretadas ni con los picores
del encaje. Prefería muselina sencilla y una pañoleta cualquier día.
Su mirada volvió al espacio vacío donde casi esperaba ver marcas de
las botas en la alfombra por la presencia de él. No sabía gran cosa del sexo
opuesto, pero reconocí a un hombre seguro de sí mismo cuando lo veía.
El señor Worthington tenía un aire similar, excepto porque él jamás
admitiría que le dieran miedo los gatos. Aunque Nash no había admitido eso
exactamente, pero el miedo estaba allí, presente en sus ojos verde salvia. A
Grace le gustaba ese miedo, aunque no lo entendía. Eso lo hacía más
humano que el señor Worthington, a pesar de su aspecto tremendamente
atractivo.
Mary cerró la puerta tras de sí y se acercó a ella.
—¡Pobrecita! Debe de estar congelada.
En realidad, Grace estaba bien. Caliente incluso. Y no solo por el
fuego de la chimenea y los acogedores muebles. Sentía calor en las mejillas
al pensar lo atractivo que era Nash. Suponía que era algo normal, que esas
cosas ocurrían. Después de todo, era una mujer en la plenitud de la vida. Su
cuerpo la preparaba para tener bebés, ¿y qué mejor modo de que la
naturaleza la convenciese de hacer eso que procurar que se sintiese atraída
por un ejemplar del sexo opuesto? La atracción era parte de ser humano, era
algo muy natural.
¡Si al menos pudiera ignorar esa atracción de un modo natural! Pero el
modo en que a él se le rizaba el cabello moreno en torno a las orejas y la
manera en que rozaba su nuca hacían que a ella le cosquillearan los dedos, y
cuando pensaba en su boca, fuerte, pero de labios generosos, se alteraba su
respiración.
La naturaleza humana tenía mucho que explicar.
—Pronto le daremos una buena comida. —Mary le desabrochó la capa
—. No se preocupe, sé que ha venido sin nada. Aparte del gato, claro. Pero
aquí tenemos ropa para las chicas, la mayoría bastante buena, donada por
algunas de las otras damas a quienes hemos ayudado. —Mary la miró
detenidamente—. Aunque usted es tan pequeña que tendré que hacer
algunos arreglos con la aguja.
Grace abrió la boca, y volvió a cerrarla. Resultaba muy extraño pensar
que otras mujeres habían hecho lo mismo, habían estado en la misma
posición que ella. Probablemente también habrían ponderado el atractivo de
Nash. ¿Cómo había acabado aquel hombre proporcionando ese servicio?
¿Cómo habían acabado todos ellos dedicándose a eso?
Observó a Mary doblar su capa y sacar un vestido de una caja de
mantas grande que tenía una cerradura pequeña, lo cual le recordó un cofre
del tesoro. Aunque no era mucho más alta que ella, Mary tenía más curvas y
probablemente era unos años más mayor. Tenía cabello pelirrojo y pestañas
del mismo color, que hacían que el azul de sus ojos resaltara más en su piel
pálida y pecosa.
Su rostro era fino, con una barbilla fuerte. Sus rasgos no parecían estar
en concordancia con su tono cálido y sus movimientos maternales. Casi
daba la impresión de que iría más con ella tener un pecho generoso y
mejillas cálidas y rojas como manzanas.
—Este es agradable, grueso y no demasiado largo. Quizá solo
tengamos que atar algo en la cintura. ¿La ayudo a cambiarse para la cena?
—¿La cena? —repitió Grace.
Mary sonrió.
—Ha tenido un día largo y agotador. Necesita alimento —dijo con
suavidad.
Grace pensó en su cuerpo, consciente de que estaba dolorido por el
viaje en carruaje, pero incapaz de adivinar si tenía hambre o no.
—Supongo que me vendrá bien comer —comentó.
—Por supuesto, tiene que mantener las fuerzas. Respecto al vestido…
—Puedo arreglarme sola, gracias. Nunca he tenido doncella —
respondió Grace.
No sabía por qué le hacía sentirse tonta confesar eso. Quizá fuese
porque estaba en lo que había sido en otro tiempo una gran mansión e
imaginaba que cualquier mujer que se hubiese hospedado allí en esa época
habría llevado consigo un séquito completo. Fuera como fuese, se sentía
desbordada y completamente fuera de lugar.
Mary le puso una mano en el brazo.
—Sé que ha sido una experiencia extraña, pero Nash es un hombre
amable y la cuidará bien. —Se agachó a remover el fuego con un atizador
—. Y yo estoy aquí casi todas las tardes.
—¡Oh! ¿No está aquí todo el tiempo?
Mary negó con la cabeza.
—Solo ayudo cuando me necesitan y no ganaría mucho dinero si no
ayudase también en nuestra granja.
—Comprendo.
—Por favor, no tenga miedo. Nash parece un libertino y no me cabe
duda de que lo fue en otro tiempo, pero se portará como un caballero.
Grace movió vagamente la cabeza.
—No estoy preocupada por él.
Al menos, creía no estarlo. “De todos modos, él no desearía a una
mujer como yo”.
Sin su herencia, no la querría ni siquiera el señor Worthington. Pero
tenía que admitir que algo extraño se movía en su vientre cuando pensaba
en quedarse a solas con él. Quizá fuera simplemente porque era un
desconocido.
Aquello tenía sentido. Los humanos estaban diseñados para que no les
gustasen las cosas nuevas ni los extraños, era pura cuestión de
supervivencia. Ella solo tenía que convencer a sus instintos de que no
necesitaban ponerse a funcionar en aquel momento.
—Bien, la dejo que se vista. Aquí no tocamos un gong para llamar a la
cena, así que procure estar abajo a las siete.
—¡Oh! ¿Dónde está el comedor?
—Abajo, gire a la derecha y atraviese el primer salón.
Grace cruzó sus manos.
—¿Y, ah, Nash también estará allí?
—Es un hombre y siempre quiere alimentarse, así que sí.
—¡Oh! Sí. Bien. Por supuesto. —Grace quería esconder el rostro en
las manos. Su mente estaba muy confusa. ¿Qué esperaba? ¿Que él se
escondiera durante la cena y la dejase comer sola en una mesa grandiosa?
Tenía que empezar a controlarse. Y deprisa.
Capítulo 5

—¡Fuera!
Nash siguió el sonido de los urgentes “¡Fuera!”. Oyó varios más hasta
que se encontró con Grace en los escalones traseros de la casa. Se agarraba
las faldas con una mano y agitaba la otra con frenesí delante de un pavo
real. Retrocedió un paso.
—¡Fuera, te digo!
El pavo real, totalmente impertérrito, movió sus plumas extendidas. Al
parecer, el ave pensaba que Grace era digna de una exhibición y no se daba
cuenta de que a ella no le interesaba nada. Ella dio un paso al frente, y
volvió a retroceder rápidamente cuando se acercó el pavo.
—Yo jamás te haría daño, pero, por favor, tienes que dejarme en paz
—suplicó al ave.
Nash se cruzó de brazos y contempló el espectáculo, sonriente. No le
extrañaba que la criatura quisiera impresionarla. Aunque su figura rozaba la
de un chico, a la luz del sol de la mañana, que se abría paso entre las grietas
de las espesas nubes, la hermosa inclinación de su barbilla resultaba más
que evidente.
Había sido consciente de su atractivo durante la cena, pero este se
había visto disminuido de algún modo por sus modales bruscos. En ella no
había coquetería ni gentileza. La señorita Beaumont hacía preguntas
directas y no parecía comprender que uno quisiese esquivar la respuesta o
contestar de otro modo que no fuese directamente.
Por alguna razón, luchar con un pavo real la hacía mucho más
atractiva. Su cabello negro como el carbón, recogido flojo con horquillas,
realzaba el tono pálido de su piel. Pequeños mechones sueltos tocaban su
rostro y, cuando ella apartó uno con un soplido, eso hizo que a Nash le
cosquillearan los dedos.
—Por favor —pidió ella al ave—. Déjame en paz.
Su voz se quebró un poco, lo que impulsó a Nash a actuar. Se adelantó
y se colocó entre el pavo real y ella.
—Priscilla, márchate —ordenó con firmeza—. Largo de aquí.
El pavo movió las plumas, le lanzó lo que solo se podía considerar una
mirada desdeñosa y se volvió despacio, asegurándose de que vieran bien su
exhibición antes de alejarse hacia la maleza descuidada de los jardines.
Nash miró a Grace, quién se hallaba en mitad de las escaleras,
agarrada a la balaustrada de piedra.
—¿Se encuentra bien?
Ella asintió, inhaló profundamente y se soltó de la barandilla.
—Estoy bien. —Miró al pavo—. ¿Priscilla? Pero es un macho.
Él soltó una risita.
—Nos lo dieron recién nacido y no nos dimos cuenta de que era un
macho hasta que creció y se llenó de colores. Para entonces, ya se había
quedado con ese nombre.
—¿Y se puede saber por qué lo tiene precisamente aquí?
—Como puede ver, es un guardián excelente.
Ella se llevó una mano al pecho y se enderezó.
—Normalmente suelo gustar a los animales.
—Bueno, Priscilla es un ave. Y yo diría que le ha gustado mucho.
—Pues ha tenido un modo extraño de demostrarlo.
Nash se encogió de hombros.
—Me temo que la mayoría de los varones somos así. Siempre
intentamos impresionar a las damas, pero lo hacemos del modo más torpe.
Ella lo miró. El sol había renunciado a intentar derrotar a las nubes y
dejado un día levemente plomizo. Pero, al parecer, la belleza de Grace no
era totalmente mérito del sol. Sus ojos, de un color marrón claro,
enmarcados por largas pestañas negras, resultaban cautivadores, y lo
obligaron a mirarlos mucho más tiempo de lo que resultaba educado. Ella
no pareció darse cuenta y lo observó a su vez hasta que un chillido de
Priscilla rompió el conjuro.
—Imagino que usted nunca es torpe —dijo ella al fin.
—Tengo mis momentos.
Mentira.
No estaba seguro de por qué minimizaba su habilidad con las mujeres,
pero le parecía necesario.
—No, yo creo que no lo es —comentó ella.
Al parecer, había captado su mentira. Eso era algo que tendría que
recordar.
—¿Qué hacía cuando se ha encontrado con Priscilla? —preguntó.
—Quería explorar el jardín. Anoche intenté explorar un poco la casa,
pero estaba demasiado oscura y usted tiene la mayor parte cerrada.
—Puedo mostrarle más durante su estancia, pero, como le dije, lo
hacemos para no tener que calentar muchas habitaciones.
—¿Usted vive aquí todo el tiempo? —preguntó ella.
—Me quedo a menudo en casas de amigos.
Ella bajó la escalera y se colocó delante de él.
—¿En la ciudad?
—Casi siempre, sí.
—¿Por qué vive aquí? —Ella miró a su alrededor.
Él sabía lo que veía. Enredaderas demasiado crecidas, rosales muertos,
árboles desiguales, bancos de piedra cubiertos de hiedra... Un lugar muy
distinto al que había sido en otro tiempo.
—Es una larga historia.
—Tenemos tiempo —señaló ella.
—Pero también es aburrida.
Y en realidad no era muy larga, pero lo último que quería era quejarse
de su padre o confesarle a ella sus discrepancias con él.
Frunció el ceño. ¿Por qué?
¡Diablos! Por alguna razón estúpida, quería impresionarla.
Nash señaló el sendero que discurría entre boj descuidado.
—¿Quiere que lo exploremos juntos?
—Pues… —Ella parpadeó unas cuantas veces—. Sí, eso estaría muy
bien.
—Excelente. —Él sonrió y juntó las manos a la espalda—. Puedo
protegerla de Priscilla si decide renovar su interés.
—No sé por qué no le he gustado.
—Como ya he dicho, le ha gustado demasiado.
—Siempre he sentido que tenía afinidad con todas las criaturas de Dios
—confesó ella—. Supongo que no las conozco a todas, pero nunca he
conocido a una a la que no pudiese cautivar.
Como él a las mujeres, pero Grace aún no se había rendido a sus
encantos. Quizá ella fuese su Priscilla. Aunque, desde luego, no hacía
exhibiciones brillantes. De hecho, más bien lo contrario. Su actitud
tranquila y metódica estaba muy alejada del modo en que solían
comportarse las mujeres con él.
Pasearon entre los árboles. La hierba, muy crecida, se enredaba en el
dobladillo de las faldas de ella, quien las alzó levemente, permitiendo a
Nash ver un tobillo cubierto por la media. Apartó rápidamente la mirada.
Había conseguido resistirse a muchas mujeres que habían pasado por allí y
esa no iba a ser diferente.
Entonces, ¿por qué diablos un simple vistazo a un tobillo, un tobillo
minúsculo cubierto de tela, le producía tanto calor y nerviosismo?

***
Grace frunció el ceño. ¿Por qué había apartado él la vista de ese modo
cuando lo había mirado? Su postura también se había vuelto rígida. ¿Había
dicho ella algo equivocado? No sería extraño. Gracias a la tacañería de su
tío, al menos en lo referente a su tía y a ella, socializaba poco y su padre
había tenido más empeño en que ella pasase el tiempo estudiando a su lado
que observando a las damas de la zona ir a tomar el té y lucir vestidos
bonitos. En consecuencia, su habilidad para la conversación ligera era
bastante nula.
Aun así, no creía haber dicho nada demasiado raro.
Miró entre los árboles descuidados que los rodeaban. Tenía muchas
preguntas. Quería conocer la larga historia de por qué él había ido a vivir
allí y por qué estaba tan descuidado aquello. En cierto modo, era la casa
más maravillosa que había visto en su vida. Las enredaderas salvajes, los
viejos árboles rotos, las ventanas pintadas de verde y los muebles antiguos
contenían una historia que le interesaba sobremanera.
Pero a pesar de que parecía fácil conversar con Nash, este se mostraba
sorprendentemente reservado en lo relativo a sí mismo. Ella había
conseguido reunir el valor de acosarlo a preguntas la noche anterior, pero él
había evitado responder a casi todas.
Abrió la boca y volvió a cerrarla. ¿Cómo había llegado un hombre
como Nash a involucrarse en aquella extraña aventura? Por desgracia,
Grace comprendía demasiado bien la necesidad de algunas mujeres de
desaparecer. Y después de conocer a aquellos hombres, no podía por menos
de preguntarse si habrían tenido algo que ver con algunas desapariciones de
damas de la alta sociedad para evitar matrimonios desgraciados.
¡Qué historia debían de tener! ¿Y por qué, oh, por qué habían montado
algo así? Le habría gustado llevar su libreta consigo para poder tomar notas
y quizá poder deducir algo a partir de lo poco que él le había dicho.
Quizá si preguntaba a Mary, esta le encontraría algo donde escribir.
Ella pensaba mejor cuando escribía. Resultaba mucho, mucho más fácil que
pensar en voz alta. Siempre la había parecido que todo sería mucho más
fácil, si la vida se pudiese llevar solo por carta. Le habría gustado darle una
buena regañina a su tío y decirle lo desagradable que lo encontraba, pero,
desafortunadamente, jamás tendría el valor suficiente para hacerlo cara a
cara.
—¿Claude se va habituando al sitio? —preguntó Nash.
—Mary le ha dado pescado esta mañana y parecía bastante satisfecho.
Lo he dejado en mi habitación. Los gatos necesitan tiempo para descubrir lo
que los rodea. Si no, tienen tendencia a perderse.
—¿No dijo que los gatos son fáciles de cuidar?
—Bueno, no creo que encerrarlo en mi habitación sea mucho trabajo.
Además, estará encantado de pasarse el día durmiendo.
—Mientras no decida orinarse en nada más…
—Solo intentaba sentir que estaba en su casa.
Nash enarcó las cejas.
—Si yo orinara en todos los lugares donde quiero sentirme cómodo,
me echarían de la mayoría de los sitios.
—Ahora tiene paja donde hacerlo. Es bastante limpio, de verdad. Lo
he educado yo.
—¿También le ha enseñado a mear en las cortinas?
Ella abrió la boca. Volvió a cerrarla y negó con la cabeza.
—Disculpe mi lenguaje. No pretendía escandalizarla —musitó él.
—¡Oh, no! No me ha escandalizado. En realidad, mi padre usaba un
lenguaje grosero. Imaginaba que era una muestra de inteligencia. Además,
cuando uno limita su lenguaje, ¿no limita también su capacidad de
pensamiento?
Él la miró frunciendo los labios.
—De eso no estoy seguro, pero supongo que nunca me ha parecido
que haga daño soltar un juramento de vez en cuando. Aunque a la mayoría
de las damas no les gusta.
—¡Oh! —exclamó ella.
A juzgar por las palabras de él, parecía que hubiese olvidado que
estaba con una dama. Ella no era nadie especial, pero tenía buena educación
y su tío era bastante respetado. Cuando recibiese su herencia, se la
consideraría medianamente rica, lo bastante para que algunas personas le
prestaran atención y, desde luego, suficiente para que su tía y ella viviesen
cómodamente el resto de sus días.
Pero sabía que no era como otras damas, así que no lo culpaba. No
tenía encantos, desconocía el lenguaje de los abanicos y de las miradas
coquetas y carecía de atractivos con los que cautivarlo.
Y tampoco quería hacerlo. ¡Dios santo, no! Ya era bastante ridículo
que tuviera que fingir un secuestro para escapar del señor Worthington.
Pensar que podía, de algún modo, llegar a atraer a aquel hombre con lo
poco que tenía que ofrecer rozaba la locura.
Y, por supuesto, no sentía ningún deseo de atraerlo. Ni a él ni ningún
otro.
—Puede llorar si quiere.
Grace se detuvo y ladeó la cabeza.
—¿Llorar?
—Si quiere. —Él sacó un pañuelo y se lo tendió—. Hasta puedo
ofrecerle un abrazo si quiere. Me han dicho que se me da bien eso.
Su sonrisa chulesca le arrancó una mueca a ella.
—No comprendo.
—La mayoría de las mujeres lloran cuando llegan aquí. Es un
momento duro para ellas.
—Es algo extraño, desde luego, pero…
—Quizá la haya alterado huir de su prometido. Lo entenderé
perfectamente. —Nash volvió a ofrecerle el pañuelo.
—No es mi prometido. Al menos en mi cabeza. Jamás lo he aceptado
—contestó ella con firmeza.
Él enarcó las cejas.
—Comprendo.
—Y si fuese tan débil como para llorar por un hombre tan horrible, me
enfadaría mucho conmigo misma. —Ella se cruzó de brazos—. No soy
débil, aunque lo parezca.
Él alzó ambas palmas.
—No he pensado ni por un segundo que lo fuera.
—¡Ah!
—Solo he pensado que podía necesitar consuelo. Parecía un poco
melancólica.
Grace dejó relajar los hombros.
—Estoy melancólica a menudo, Nash. Me temo que yo soy así.
—¿Y… no va a llorar?
Ella negó vigorosamente con la cabeza.
—Claro que no.
Él la observó un momento. Bajó la vista desde la cabeza hasta los pies
de ella y volvió a subirla. Movió la cabeza.
—En ese caso, sigamos con la exploración.
Echó a andar, obligándola a recogerse las faldas y apresurarse para
alcanzarlo. ¿Por qué movía la cabeza? ¿No le gustaba lo que veía? Grace
reprimió un suspiro. ¡Cómo deseaba poder comprender al sexo opuesto!
¡Cuánto deseaba entender a aquel hombre!
Capítulo 6

Habían compartido ya cuatro cenas. Cinco, incluida aquella, pero Grace no


la contaba porque acababan de empezar el plato principal de perdices. No
sabía cómo se las arreglaba Mary para preparar comidas así ella sola, pero
era obvio que a la mujer le gustaba cocinar. Grace no había comido tan bien
desde que vivía su padre.
Siempre que llegaba a la cena, sentía tentaciones de sentarse en el otro
extremo de la larga mesa. La madera pulida brillaba y sobre ella había un
único candelabro y cubiertos ligeramente rústicos.
Esas cinco noches se había sentado a la derecha de Nash. Comer a
millas el uno del otro resultaría ridículo y todavía le quedaban por hacer
muchas de sus cientos de preguntas. Pero ya tenía papel y un lápiz y había
anotado varias de ellas.
Miró las notas que había extendido a escondidas en su regazo. Las
había escrito nerviosa, así que no resultaban especialmente legibles, y la
escasa luz hacía que fuese más difícil leerlas, pero podía adivinar algunas.
Al día siguiente las escribiría con más claridad y las llevaría encima por si
encontraba más oportunidades de interrogarlo.
Miró la primera guiñando los ojos. Suponía que era la que más la
atormentaba, pero también la que Nash parecía menos inclinado a
responder. ¿Quién era él y cómo había llegado allí? Grace movió la cabeza,
comió un pedazo de carne e hizo una pausa mientras ponderaba la segunda
pregunta.
No había un modo delicado de plantearlas. O quizá ella fuera
totalmente incapaz de ser delicada.
Cuando terminó de masticar, lo miró, esperando.
Siguió esperando. Nash comió tres tenedores completos antes de notar
la mirada de ella fija en él.
—¿Sí?
—¿Por qué se dedica a esto? —preguntó ella directamente.
—¿A esto? —Él miró a su alrededor—. ¿A cenar? Pues porque tengo
hambre y…
—No, me refiero al secuestro. —Grace arrugó la nariz—. Mi tía dijo
que había oído que lo llamaban… ¿el Club Secuestros?
Él soltó una risita.
—Yo también lo he oído llamar así, pero no pensábamos que fuera su
nombre oficial.
—¡Oh, bien!
—¿Bien?
—Bueno, a mí se me habría ocurrido un nombre mucho más
interesante.
Él bajó el tenedor y se inclinó hacia delante.
—¿Por ejemplo?
Ella apretó los labios.
—¿El Club Capturas quizá?
—¿El Club Capturas? —repitió él—. ¿Por qué es mejor eso que el
Club Secuestros?
Grace hundió los hombros.
—Supongo que no lo es. Pero estoy segura de que, con tiempo, se me
ocurriría algo mucho más atrayente.
—No nos interesa mucho ser atrayentes, Grace —señaló él—. No es
como si quisiéramos captar miembros.
—¿Cuántos son ustedes exactamente?
—Tres miembros principales. Y luego está Mary. —Él iba contando
con los dedos—. Tommy, el muchacho que nos trae la leña y la comida.
También tenemos a Hamper, que nos ayuda con los viajes cuando lo
necesitamos, y a la señora Richmond, cuando es necesario.
—¿Y todos ellos tienen papeles específicos?
—A Russell lo conoció ya. Es el secuestrador y escolta. Los otros
ayudan cuando es preciso.
—¿Y el tercero?
Nash enarcó las cejas.
—¿Su tía no le habló de él?
Grace negó con la cabeza.
—Guy es el líder de todo esto. Lo organizó él.
—Pero ¿por qué? —Ella inclinó la cabeza a un lado—. Eso es lo que
más curiosidad me suscita. ¿Es por dinero? Porque supongo que arriesgarse
a morir, a la ira de los esposos o a un duelo en potencia no vale lo que
puedan ganar con ello.
Nash se recostó en su silla y entrelazó las manos detrás de la cabeza.
—Tendría que preguntarle a Guy por qué sigue por este camino. Y a
Russell lo mismo. Para mí es un modo interesante de pasar el tiempo y,
como puede ver, me viene bien el dinero. —Señaló a su alrededor.
—Su familia debe de ser rica —murmuró ella.
Miró el retrato polvoriento que colgaba encima de la chimenea. El
hombre del cuadro parecía una versión más vieja de Nash y, a juzgar por su
ropa, solo podía haber sido pintado unos treinta años atrás. ¿Era su padre?
¿Había muerto y lo había dejado sin un penique? Quizá por eso eludía
hablar de ello. Porque era joven cuando murió su padre, pero todavía
recordaba el dolor.
Ella deslizó una mano a lo largo de la mesa y la dejó cerca de los
dedos de él.
—Puede llorar si quiere.
—¿Llorar?
—Ese es su padre, ¿verdad? —Ella señaló el retrato con la barbilla.
Él se puso rígido y ella vio que se movían los músculos de su
mandíbula.
—Lo es.
—Yo perdí a mi padre a los ocho años. Lloré mucho tiempo. A veces
todavía hay momentos en los que lo echo terriblemente de menos.
Nash negó vigorosamente con la cabeza.
—Yo no echo de menos a mi padre.
—Entiendo.
Él tomó su tenedor y apuñaló la carne con fuerza.
—No entiende nada, Grace. No hay nada de lo que hablar.
—Entiendo.
—¡Maldita sea! Deje de decir eso.
Ella tenía las palabras en la punta de la lengua, así que tomó un
mordisco de carne para reprimirlas. Sí entendía. Veía que había mucho
dolor en la relación con su padre. ¿Había sido un hombre horrible quizá?
Con Nash era muy difícil saberlo. Era encantador e ingenioso, pero su
sustancia permanecía oculta. ¡Cómo deseaba poder tomar notas
rápidamente! Normalmente le gustaba estudiar a los animales, pero Nash
era tan fascinante como cualquier criatura que hubiera visto en su vida.

***
No debería haber gritado, pero al menos así ella dejaría de preguntar. Nash
no consideraba que tuviese muchos secretos, pero ¡Dios santo!, estaba
cansado de pensar en su padre y su traición.
Pasaron unos momentos de maravilloso silencio. Terminó de cenar y
se limpió la boca con la servilleta. Grace miró varias veces su regazo y
arrugó el ceño. ¿Se le habría caído la servilleta del regazo quizá? Tal vez se
había tirado algo encima y se sentía avergonzada.
—Sé que estamos cenando en una gran casa, o en lo que fue en otra
época una gran casa, pero no es necesario que crea que tiene que actuar con
etiqueta —le aseguró—. Va a estar aquí un tiempo y me gustaría que
pudiésemos ser amigos.
—¿Etiqueta? —repitió ella—. ¿Amigos?
—Sí, la noto un poco incómoda.
Ella alzó la vista del regazo y negó con la cabeza.
—No.
—¿No quiere que seamos amigos o no se siente incómoda?
—Admito que esto me resulta extraño, pero no estoy incómoda. —Ella
alzó los hombros como si acabara de inhalar profundamente—. No tengo
amigos, así que supongo que eso sería… agradable.
Con cualquier otra mujer, él habría pensado que aquello era falsa
modestia o un modo de intentar arrancarle cumplidos. Sin embargo, no
creía que hubiese ni un ápice de falsedad en ella.
—Seguro que tiene al menos una mejor amiga. Todas las chicas tienen
una mejor amiga.
—Yo no. A menos que contemos a mi tía. —Ella hizo una pausa—.
Suena bastante deprimente, aunque mi tía es maravillosa.
Su expresión se iluminó al hablar de su tía. Era casi la primera vez que
él la veía sonreír. Si aquello se podía considerar una sonrisa, pues la leve
curva de sus delicados labios resultaba más elusiva que la sonrisa de la
Mona Lisa.
—¿Se ha criado con su tía?
—Desde los ocho años —repuso ella. Su sonrisa se hizo un poco más
amplia—. Es la mujer más buena del mundo.
—Debe de ser fantástica.
—La echo de menos —admitió ella—. Casi no nos hemos separado ni
un solo día desde que llegué a su casa.
—¿No le gusta que usted pase tiempo con otras personas? —preguntó
él.
—¡Oh, sí! Le encantaría que hiciese amigas, pero mi tío… Bueno,
digamos que él nos lo pone difícil y yo no tengo mucha práctica en hacer
amigas.
—Su tío es el que la obliga a casarse, ¿verdad?
—Sí —repuso ella, tensa.
—Puede decirlo, ¿sabe? —Él se inclinó hacia delante, buscando su
mirada. Al mencionar a su tío, había visto mucha rabia allí y, sin embargo,
ella se contenía.
—¿Decir qué?
—Lo que sea que sienta por él.
Grace apretó los labios.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque…. Porque es peligroso que una mujer diga cosas. No
podemos hablar libremente.
—Aquí puede hablar libremente. Está completamente a salvo.
Ella miró a su alrededor como si hubiera espías en todos los rincones,
esperando oír lo que fuera que le pasaba por la cabeza. Abrió la boca y
volvió a cerrarla.
—Dígalo —la urgió él.
—Pues… pues… —Ella alzó la barbilla—. Lo odio.
Nash sonrió ante la vehemencia de sus palabras.
—Lo odio —repitió ella con más agresividad—. Es vanidoso, estúpido
y avaricioso. Es… es un grandísimo idiota y es muy feo.
—Bien, bien.
—Y odio su estudio. Con su horrible sillón rojo. Y toda esa madera
oscura. Y esas horribles cortinas rojas. Lo odio a él y odio su estudio.
Nash soltó una risita. Le gustaba demasiado cómo le brillaban los ojos
a ella y el color rojo de sus mejillas.
—Odio cómo trata a mi tía. ¡Oh, Señor! ¡Cómo odio eso! —Ella dejó
caer el rostro sobre las manos y pasaron unos segundos de silencio hasta
que levantó la cara—. Creo que ahora es posible que necesite llorar.
Nash prácticamente saltó de su asiento para acudir en su ayuda. Se
sentó en la silla a su lado y le pasó un brazo por los hombros. Ella bajó la
cabeza al pecho de él con tanta fuerza, que él temió que les hubiese hecho
daño a ambos, pero el dolor pasó mientras le frotaba los hombros y el
pequeño cuerpo de ella se estremecía y sollozaba contra su pecho.
Le miró la parte superior de la cabeza y se obligó a respirar por la
boca. El cabello de ella olía a jabón. No era diferente al olor que captaba
cada vez que se bañaba él. Pero, por alguna razón desconocida, ese aroma
fresco y limpio le hizo sentirse como mareado. Y la sensación del cuerpo de
ella contra el suyo también.
“Tócala”.
La estaba tocando, maldición. Le sujetaba el hombro firmemente con
una mano. Y en ese momento la rodeó también con el otro brazo. La tocaba
lo suficiente.
“Tócala más”.
¡Diantres! Tragó saliva con fuerza. ¡Qué fácil sería acariciarle la
barbilla, alzar su rostro hacia el de él y depositar un beso gentil en aquella
boca pequeña con forma de arco de Cupido!
¡Qué fácil sería y qué estúpido! Nunca había besado a una mujer a su
cuidado y no iba a empezar en ese momento. ¡Qué canalla tenía que ser
para pensar en besar a una mujer vulnerable que lloraba! Echó un vistazo al
retrato de su padre, que lo miraba con reproche desde arriba. Lo último que
quería hacer era probarle que tenía razón. No la besaría, ni entonces ni
nunca.
—Ha llegado el postre —anunció Mary—. Tenemos bizcocho
borracho con frutas y crema, manzanas asadas y pastel de Banbury.
Confieso que me he dejado llevar un poco. —Nash oyó que sus pasos se
detenían—. ¡Oh!
Él se giró a mirarla.
—No pasa nada —murmuró—. Solo está llorando un poco.
Grace se enderezó y se pasó una mano por la cara.
—Ya estoy bien, gracias. —Sonrió a Mary—. El postre suena
delicioso.
Nash frunció el ceño cuando ella rompió el contacto. Sí parecía estar
mejor.
—¿Seguro que está bien? —preguntó.
—¡Oh, sí! —repuso ella, sirviéndose una generosa porción de
bizcocho borracho—. Llorar es bueno para la salud. Mi padre siempre lo
decía. —Se entregó al postre con placer—. Gracias —dijo con la boca llena
—. Tenía razón. Lo necesitaba.
Nash, atónito, la observó terminar el bizcocho y pasar al siguiente
postre. Se preguntó dónde metía todo lo que comía. Había creído que una
mujer de su tamaño comería como un gorrión, pero devoraba alimentos
como un halcón. Aquella no era una mujer corriente.
Capítulo 7

El viento y la lluvia golpeaban los cristales. Nash gruñó y se dio la vuelta


en la cama. Otra ráfaga de viento golpeó el edificio y él se incorporó
sentado. El tiempo no era probable que mejorase pronto, así que no podría
dormir.
Se pasó la mano por la cara, buscó a tientas la yesca y encendió una
vela. Puso los pies en el frío suelo de madera y se estremeció. Tomó su bata
de una silla cercana, introdujo a ciegas los puños en las mangas y se la ató
con fuerza. Si él no podía dormir, Grace probablemente tampoco.
Tenía que ir a verla.
Pero ella iría a buscarlo si lo necesitaba, ¿no?
No, tal vez no. Con ella era difícil saberlo. Era el tipo de mujer que
nunca pedía nada. Nunca parecía necesitar nada. Nash frunció el ceño. Eso
la hacía ser difícil, pero no del modo altivo habitual. A la mayoría de las
mujeres podía decirles algo amable y ellas le sonreían y le daban
efusivamente las gracias. En el caso de Grace, todavía no había descubierto
lo que quería en la vida y, por algún condenado motivo, deseaba mucho,
mucho, darle un motivo para sonreír.
No obstante, si ella necesitaba algo desesperadamente, acudiría a él,
¿no?
Dios sabía que era la mujer más sincera y directa que había conocido.
Si la tormenta de fuera la asustaba, no dudaría en acudir a él.
Quizá.
Resopló y pegó el rostro a la ventana. Un manto de oscuridad rodeaba
la casa, impidiéndole ver nada que no fuesen unas gotas de lluvia en la
ventana y ni siquiera la forma de los árboles. Imposible saber cuándo
pasaría el vendaval.
Tomó la vela y abrió la puerta. Se asomó y miró a un lado y a otro del
corredor oscuro. El viento soplaba a través de una grieta en algún lugar de
la casa, pero en su puerta no había una mujer vacilante buscando consuelo.
Claro que no. Porque ella se encontraba perfectamente.
De todos modos, debería asegurarse. Después de todo, estaba a su
cuidado.
Nash cerró la puerta del dormitorio a sus espaldas. Lo hizo con
suavidad. Tal vez ella fuese una de las pocas personas que podían dormir
con una tormenta como aquella. Si ese era el caso, la envidiaba
profundamente.
Se detuvo en la puerta de la habitación de ella y escuchó un momento.
El sonido del aullido del viento lo paralizó en el sitio. ¡Santo cielo!, sonaba
terrible procedente de la habitación de ella. Una de las ventanas debía de
estar entreabierta o rota. Tendría que trasladarla a otro sitio, pues de
momento no había ninguna posibilidad de repararla.
Frunció el ceño. Había mucho ruido. No era posible que ella pudiese
dormir con eso. Sintió una punzada de culpabilidad. Hasta donde sabía, ella
había llevado una vida básica con su tío. ¡Qué lástima que él no tuviese
fondos para procurar que disfrutase de algunos lujos durante su estancia
allí! Desafortunadamente, mientras su padre no suspendiera el castigo, no
tenía fondos para mantener la casa mejor de lo que estaba.
“Como me había prometido”, pensó con amargura.
Llamó a la puerta con los nudillos y esperó un momento.
Definitivamente, estaba dormida.
Debería dejarla en paz.
Se volvió para marcharse, pero después cambió de idea. Giró despacio
el pomo de la puerta y se deslizó dentro.
El brillo cálido de la habitación le hizo parpadear. En la chimenea
brillaban todavía carbones y varias velas y una lámpara de aceite
iluminaban la habitación. Su mirada se posó en la cama, pero estaba vacía,
con las mantas apartadas a un lado. Cerró la puerta con cuidado a sus
espaldas y dejó la vela sobre el guardarropa.
¿Dónde estaba ella? Era obvio que había estado allí hacía poco, y era
muy descuidado por su parte dejarlo todo encendido, a menos que pensase
estar fuera solo un momento.
Volvió a revisar la estancia, por si había pasado por alto a la mujer
bajita acurrucada en algún rincón. En la mesa pequeña, cerca de la
chimenea, había unas hojas de papel apiladas ordenadamente. Se acercó a
ellas y las extendió con los dedos.
En una leyó su nombre.
¿Escribía sobre él?
El aullido del viento resonó en la habitación. Se giró al oírlo y frunció
el ceño. Eso no era aullido del viento, era…
No, no podía ser.
Volvió a escuchar. Sí que lo era. Era Grace. Estaba en el vestidor
adyacente.
Y estaba cantando.
Suponiendo que aquello se pudiese llamar cantar. Ciertamente, había
algún parecido con una melodía, pero ninguna que él reconociese, y los
sonidos que ella hacía parecían más bien graznidos. Le recordaban un poco
a cuando visitaba a lord Kirkland de niño y pasaba mucho rato gastándole
bromas a su loro hablador.
¿Quién habría podido imaginar que una mujer tan delicada pudiese
hacer tanto ruido?
El cántico continuó y luego se detuvo. Se oyeron pasos en el suelo y a
Nash se le paró el corazón. Ella volvía a la habitación.
Y lo encontraría allí. En bata y hurgando en sus pertenencias.
No estaba seguro de que fuese muy inteligente, pero era la única
opción que le quedaba. Se agachó al lado de la cama.
Y se quedó allí, escondido en la habitación de ella, agachado al lado de
su cama como un intruso, mientras Grace se movía por la estancia
tarareando para sí. Nash hizo una mueca. ¡Qué estúpido era! Habría sido
mejor que se hubiese quedado donde estaba y le hubiese explicado que
había ido a ver cómo se encontraba.
Pero no, había tenido que seguir a su estúpido instinto y esconderse
como un… un bandido. Y si ella lo descubría, se llevaría un susto de
muerte.
Quizá pudiera escabullirse cuando ella volviese a la cama. Tal vez no
notaría que había alguien merodeando en su dormitorio.
El tarareo de ella subió de volumen y Nash hizo una mueca de dolor.
Aquella mujer no era capaz de entonar ni tarareando.
Se asomó por encima de las mantas y se le paró el corazón.
¡Dios bendito! Ya no era solo un merodeador, sino también un
pervertido.
La luz de la vela iluminaba la silueta de ella a través de la tela fina de
la camisola. La silueta de cada parte de su cuerpo. Nash divisó su cintura
minúscula y le cosquillearon los dedos por el deseo de abarcarla. Y había
también una ligera protuberancia en los pechos.
“Pervertido”. Definitivamente, era un pervertido. Tenía que apartar la
vista o toser en alto, y rápidamente, antes de que viera algo más.
Ella se volvió y él gimió en su interior. Ahora le veía la curva del
trasero.
“Estúpido Nash”. Tendría que haberse quedado en la cama y confiado
en que ella acudiría a él si necesitaba algo. Era obvio que ella estaba
tranquila, cantando para sí con aquella prenda fina, casi desnuda y
demasiado…
Aquello iba de mal en peor.
Nash se incorporó bruscamente.
—Grace…
Ella gritó, se giró y se lanzó sobre él a través de la cama.

***
Cuando su puño golpeó al intruso en el vientre, Grace saltó sobre la cama y
retrocedió con los puños levantados.
—¡Oh, no!
Tardó un momento en darse cuenta de que el intruso no era ningún
extraño o, mejor dicho, no era un intruso en absoluto.
—¡Nash! —exclamó.
Se apartó el pelo de la cara, dio la vuelta al lecho y le puso una mano
en el hombro. Él estaba doblado sobre sí mismo y jadeaba. Grace frunció el
ceño.
—Lo he tomado por un intruso —explicó.
—Lo sé —murmuró él, con un brazo en la cintura.
Por fin se enderezó y ella miró su bata abierta. Y debajo de ella, la
camisa de dormir abierta. Iba sujeta solo por un simple hilo, atado en un
lazo flojo, y permitía verle hasta el ombligo. Se sonrojó.
—Lo siento mucho. —Volvió a tocarle el hombro, pero apartó
rápidamente la mano cuando su mirada traidora se posó de nuevo en el
torso de él. Había visto pechos de hombre otras veces. En cuadros o en
estatuas, cierto, pero, aun así, debería haberle servido para que no
reaccionase de ese modo ante un simple trozo de carne. Después de todo,
solo era eso. Piel cubriendo tendones y músculos.
Muchos músculos. Demasiados músculos. Ladeó la cabeza. ¿Cómo
podía ser tan fuerte? ¿Cómo tenía aquellos bultos en el abdomen? Levantó
la vista y vio que él la miraba enarcando las cejas.
—¿Está herido? —se apresuró a preguntar ella.
Nash negó con la cabeza y apoyó un brazo en el poste de la cama.
—En absoluto.
Ella lo miró.
—Me ha parecido que le había hecho mucho daño. —Se miró el puño
—. No sabía que podía dar puñetazos.
—Me ha tomado por sorpresa, eso es todo.
—Siento haberle hecho daño. Pero usted también me ha tomado por
sorpresa.
—No me ha hecho daño —insistió él.
—Debo de tener más fuerza de la que pensaba. —Ella apretó un puño
e intentó recordar cómo había lanzado el puñetazo—. ¡Qué fascinante!
—No me ha hecho daño —repitió él entre dientes.
—Quizá debería ver si puedo darle puñetazos a alguna otra cosa.
—¡No! —Él levantó las manos.
—¡Oh, no! No volveré a hacerle daño, lo prometo.
—No me ha hecho daño —insistió él.
—Puedo golpear una almohada. —Ella dejó caer la mano y lo miró—.
¿Puedo saber qué hace aquí?
—He venido a ver si estaba bien, por lo fuerte del vendaval. —Él
señaló el exterior.
—¡Oh! —Por primera vez desde que lo golpeara, recordó ella que
estaba en camisola. Prácticamente desnuda, en realidad. Tendió la mano
hacia la manta de la cama y Nash miró el techo.
¡Dios santo! Seguramente él había visto más de su cuerpo que ella del
pecho de él.
Del pecho que seguía viendo todavía.
Tiró de la manta y la colocó ante sí. Sin duda un hombre como Nash
habría visto muchas mujeres desnudas y la mayoría de ellas probablemente
tenían mucho más que ofrecer que ella. Nannette Arbuckle siempre le había
recordado que ella parecía un chico. Y a Nash seguramente le habría
sorprendido ver un cuerpo tan poco femenino.
—El viento… —murmuró él, posando por fin los ojos en los de ella—.
Esta noche es muy agresivo.
Ella se encogió de hombros.
—A mí no me molesta. Estamos en un edificio fuerte, pero admito que
el ruido en las ventanas me impedía dormir.
—Ah… La he oído cantar.
—¿Ah, sí?
—Al principio pensaba que era el viento, pero luego he
comprendido…
—¿Lo he despertado? —Ella se llevó una mano a la sien y sujetó
firmemente la manta con la otra—. Lo siento. Primero lo despierto y
después le hago daño.
—No me ha hecho daño.
—Estoy bastante bien, lo prometo, y ya no cantaré más. Puede volver a
la cama.
—Si está segura de que está bien…
—Sí, sí, estoy bien. —Ella hizo una pausa y frunció el ceño—. Pero
¿por qué estaba escondido detrás de mi cama?
Nash se quedó paralizado.
—Estaba, ah… bueno, es decir… —Se encogió de hombros—. Me ha
parecido ver algo.
—¿Algo?
—Sí, pero no era nada.
—Entiendo.
Él la miró un momento y empezó a alejarse de la cama caminando de
lado. Cuando llegó al final del lecho, se detuvo ante ella y extendió el
brazo. A Grace se le paró el corazón. Oía su respiración en los oídos. La
mano de él se movía a un ritmo infinitesimal. Tomó el borde de la camisola
de ella y la subió para taparle un hombro desnudo del que ella no era
consciente.
Grace intentó tragar el nudo que tenía en la garganta, pero no lo
consiguió. ¿Por qué la habitación parecía tan insoportablemente caliente?
¿Por qué él seguía de pie ante ella? ¿Por qué ella no podía resistir la
tentación de mirarle el pecho?
—Bien, buenas noches —dijo él, con la mano todavía en el hombro de
ella.
—Sí, buenas noches.
—Mi dormitorio está… Es decir… —Él tosió—. Estoy cerca si me
necesita.
—Lo sé.
—Sí, claro que lo sabe.
Grace pensó que la mano de él probablemente le habría dejado ya
huellas de quemaduras. Se miró el hombro, medio esperando ver vapor
elevándose del punto en el que posaba él los dedos.
Nash se sobresaltó y retiró la mano.
—Buenas noches, pues.
—Buenas noches.
Él retrocedió y tropezó con Claude, que estaba acurrucado encima de
una manta. El gato abrió un ojo, bostezó y volvió a cerrarlo, impertérrito
ante la molestia.
—Perdón —murmuró Nash.
Salió rápidamente por la puerta y la cerró tras de sí con tanta fuerza,
que Claude se despertó del todo.
Grace miró un momento la puerta cerrada y se dejó caer sobre la cama.
Aunque fuera no hiciese viento, dudaba mucho de que pudiera dormir ya.
¡Qué momento tan extraño había sido aquel! ¿Por qué estaba Nash tan raro?
¿Por qué la había tocado tanto rato?
Colocó los dedos donde había estado la mano de él. Todavía podía
sentir su contacto. Sabía que el contacto humano era importante, que los
niños a los que más abrazaban tendían a ser seres humanos más
equilibrados. Pero nunca había oído que un sencillo contacto pudiese hacer
que alguien tuviese la sensación de estar ardiendo. Y por todo el cuerpo.
Todas las partes de ella estaban en llamas, cosquilleando con una sensación
extraña que se acumulaba en la parte baja de su estómago. Y se
intensificaba cuando pensaba en el pecho de él y en lo que le había visto esa
noche.
Claude saltó sobre la cama y frotó la cabeza en la mano de ella. Grace
suspiró y acarició la piel desigual del gato.
—Los hombres son criaturas extrañas —le dijo.
E interesantes. O al menos lo era Nash. Muy interesante.
Capítulo 8

—Grace dice que ayer le hizo daño.


Nash lanzó un gruñido desdeñoso y agachó la cabeza detrás del
periódico de una semana atrás para huir de la mirada inquisitiva de Mary.
Aunque lo inhabitual de sus circunstancias implicaba que no usaran los
formalismos de siempre, no necesitaba que Mary supiese que había estado
la noche anterior en el dormitorio de su protegida.
Pero parecía que Grace se lo había dicho ya. Suspiró, dobló el
periódico y lo dejó sobre la mesa del comedor.
—¿Cuándo vamos a comprar un periódico nuevo? —preguntó—. Ya
he leído este cinco veces y, si tengo que leer una vez más sobre las plumas
de lady P, puede que me pegue un tiro solo para entretenerme con algo.
Mary movió la cabeza y le quitó el periódico. Se lo colocó debajo del
brazo y siguió recogiendo los platos del desayuno.
—Normalmente no está usted tan tenso. Debe de ser verdad que le
hizo daño.
—No me hizo daño, diga lo que diga ella.
—Se siente bastante mal por haberle dado un puñetazo.
—¿Tú la has visto, Mary? Hay niñas de cinco años que tienen más
fuerza que ella. —Él golpeó la mesa con un dedo—. No. Me. Hizo. Daño
—insistió.
Ella se encogió de hombros y se detuvo al lado de la ventana.
—Al menos el tiempo ha aclarado ya. Grace está fuera con el gato.
—Condenada criatura. Es feísimo —murmuró Nash.
—Hoy está muy gruñón. ¿Seguro que no le hizo daño? —Mary se
volvió desde la ventana y se apoyó en el alféizar con los platos en la mano
—. ¿Y qué hacía en su habitación? Sabe que el conde le arrancará la cabeza
si ocurre algo indecoroso.
Él ladeó la cabeza.
—Supongo que me consideras tonto.
—No, en absoluto. —Ella sonrió un poco—. Bueno, tiene un historial
de errores tontos, eso lo sabemos todos, pero nunca he visto que tocara a
ninguna de las mujeres.
—Ni nunca lo haré. Solo cumplía con mi deber y me aseguraba de que
ella estaba bien. Por si no te diste cuenta, anoche hubo un buen vendaval
por aquí.
Mary asintió.
—Me di cuenta. En el camino se ha caído uno de los árboles. Mis
hermanos lo cortarán luego y mañana enviaré a Tommy con parte de la leña.
—Y un periódico nuevo, por favor.
—Sí, sí. —Ella se enderezó y miró por la ventana—. Es bastante
bonita, ¿sabe?
Nash se arrepintió de haber entregado el periódico. Tenía que haberlo
conservado y seguir fingiendo que lo leía. Así no tendría que soportar la
penetrante mirada de Mary.
—¿Quién? —preguntó.
—Grace, por supuesto.
Él se encogió de hombros.
—A mí no me lo parece. Demasiado pequeña.
Mary negó vigorosamente con la cabeza.
—Tiene un rostro hermoso. Apuesto a que muchos hombres sentirían
curiosidad por ella, sobre todo por lo pequeña que es. Eso hace que quieran
sentirse primitivos y protegerla.
—Yo la protejo porque me pagan por ello. Y bastante bien, por cierto.
No porque sea pequeña o vagamente hermosa.
Y no quería pensar en que otros hombres desearan protegerla.
—Creí que había dicho que no era bonita.
Él tardó un momento en contestar.
—Tú has dicho que lo es. Yo solo repito tus palabras.
La sonrisa de ella se hizo más amplia.
—Le está permitido encontrarla hermosa —dijo—. Dios sabe que
normalmente no se anda con remilgos en lo relativo al atractivo de nuestras
huéspedes.
—Un hombre puede cambiar —respondió él.
Empujó la silla hacia atrás y se levantó. Estaba cansado de ser
interrogado sobre si encontraba hermosa a Grace. ¿Importaba eso? ¿Tenía
que defenderse solo porque no podía quitarse la imagen de su silueta de la
cabeza? ¿Porque había pasado toda la noche imaginando cómo sería
tumbarla en la cama, levantar la camisola y probar esos capullos de rosa
que había entrevisto?
¡Dios santo! Tendría que haber seguido sentado.
Respiró hondo y se acercó a la ventana. No quería mirarla, de verdad
que no, pero no podía estar cara a cara con Mary en esa situación.
Y sí, Grace estaba fuera, sentada en un banco de piedra, con Claude
acurrucado en su regazo. Tenía un libro en una mano y la otra posada sobre
el gato con aire protector. Llevaba el mismo vestido con el que había
llegado, una prenda de color crema con líneas azules cosidas a intervalos y
un escote alto. Estaba bien envuelta en la capa y llevaba el cabello recogido
con horquillas al modo habitual en ella.
Aquella imagen no tenía por qué empeorar la situación de él, pero lo
hizo.
Frunció el ceño y siguió respirando por la nariz.
“Piensa en todo el dinero que perderías si la comprometieras”.
Ridículo, él no la iba a deshonrar. Había resistido tentaciones mayores
que la de una mujer pequeña y rara que rescataba gatos feos y que
probablemente leería todos los libros de su biblioteca durante su estancia
allí.
—Esta noche no vendré a la hora de la cena —le recordó Mary—. Hay
una fuente con comida fría en la cocina.
—Sí —murmuró él.
—¿Se sabe algo de Russell y el rescate?
Nash negó con la cabeza y se pasó una mano por la cara. Aquella
situación le resultaba peliaguda. Normalmente no pedían rescates, pero esa
vez no solo lo habían hecho por el dinero, sino también porque eso
retrasaría el asunto e impediría que la buscasen. Habían enviado otras veces
notas amenazadoras o incluso una demanda de rescate, pero nunca lo
habían cobrado.
Las probabilidades de que alguien encontrase allí a Grace eran
ridículamente pequeñas de todos modos. Nadie esperaría que el heredero de
un vizcondado se involucrara en un secuestro y Guildham era un lugar
olvidado. Además, había una razón para que confiaran en pocas personas
que los ayudaran.
—Bueno, solo tres semanas más y Grace podrá regresar a casa
convertida en una heredera —comentó Mary, animosa—. Apuesto a que
después habrá muchos hombres encantadores llamando a su puerta.
Nash se limitó a gruñir. Grace solo había hablado de irse a vivir con su
tía, pero ¿qué mujer no podía cambiar de idea si se lo proponía un hombre
atractivo y encantador? Supuso que Mary tenía razón y Grace no tardaría en
prometerse en cuanto se corriera la voz de su herencia, aunque hubiese sido
secuestrada y presuntamente “deshonrada”. Después de todo, ¿qué era un
poco de deshonra comparado con una mujer hermosa que poseía una
fortuna apreciable?
“¡Condenación!”.
Mary tenía razón. Era bonita. Demasiado bonita. Y él no quería
imaginarla casada con algún canalla que no la comprendería nada y solo la
querría por su dinero. Tendría que aconsejarla. Asegurarse de que ella fuera
cautelosa.
Se rio de sí mismo. ¿Quién era él para dar consejos?
—¿Seguro que no puedes quedarte todo el día? —preguntó a Mary,
cuando por fin se volvió hacia ella.
—Lo siento, tengo mucho trabajo en casa. —Ella recogió el último
plato—. No tiene miedo de que vuelva a hacerle daño, ¿verdad?
Nash apretó los dientes.
—No me hizo daño.
Mary rio y salió del comedor antes de que él pudiese decir nada más.
¡Maldita mujer! ¡Maldita Grace! Malditas todas.

***
Grace volvió el rostro hacia el sol. O lo que quedaba de él. La tormenta
había pasado, dejando el aire fresco y oloroso a hierba mojada. El sol
intentaba abrirse paso entre las nubes a intervalos regulares y Grace inhaló
profundamente.
Su padre siempre insistía en los beneficios para la salud de estar fuera,
incluso a veces sin sombrilla ni sombrero. Y ella empezaba a entender por
qué. Aunque solía preferir estar dentro, después de una noche como la
anterior, sentía la necesidad de sentarse al aire libre y dejar que el sol le
acariciase el rostro.
Claude se movió, rodó un poco en el regazo y volvió a acomodarse.
Grace cerró el libro que leía, lo dejó a su lado en el banco y volvió su
atención al gato. Le pasó la mano por las orejas y la cabeza y siguió por la
curva del cuerpo. El animal ronroneó en alto y el sonido vibró a través de
las piernas de ella.
—Al menos tú estás satisfecho, Claude —murmuró.
Aunque, ¿qué había esperado ella de aquella aventura? Si era sincera,
casi no había pensado en eso cuando su tía había sugerido la idea, algo poco
habitual en ella, que pensaba mucho casi todo, incluso cuántos huevos debía
de tomar para desayunar. Pero la desesperación la había hecho descuidada y
había aceptado deseosa aquel secuestro.
Cualquier cosa con tal de huir del espantoso señor Worthington.
Arrugó la nariz. Quizá por eso sentía tanta curiosidad por Nash. No
podía decir que se conociesen mucho todavía, pero era completamente
diferente al señor Worthington. Era encantador, sí, pero sin ninguna
sensación de falsead. Nash era así. Se movía, respiraba y vivía encanto.
El hecho de que hubiese ido a ver cómo se encontraba la noche
anterior también la hacía sentir cierta suavidad por dentro. Le preocupaba
su bienestar. Quizá fuese porque le pagaban para eso, pero a ella le gustaba
de todos modos. Las únicas personas a las que les había preocupado su
bienestar eran su tía y su padre y, por supuesto, ellos estaban obligados.
—Nash también está obligado —le dijo al gato.
Claude le frotó la mano con el hocico, recordándole que no lo
acariciaba lo suficiente.
—Tienes razón —comentó Grace—. Estoy demasiado distraída y algo
tonta. ¿Qué más da que sea bueno conmigo? Hay mucha gente amable en el
mundo. —Apretó los labios—. O eso creo.
—Hasta mañana, Grace —gritó Mary desde el sendero que se alejaba
de la casa, despidiéndola con la mano.
Grace devolvió el gesto agitando la mano en el aire e intentó ignorar el
nudo del estómago que le recordaba que estaría sola con Nash todo el día y
toda la noche. Mary ya se lo había comunicado y la joven había conseguido
mostrarse indiferente, pero la idea la excitaba por alguna razón.
—Eso también es tonto. De todos modos, estamos solos todas las
noches. —Observó a Mary alejarse de la casa y tragó saliva con fuerza—. Y
estaremos solos muchos días más hasta que cumpla veintiún años, ¿no es
así? En cuyo caso, lo mejor será que empiece a comportarme de un modo
sensato.
—¿Alguna vez se ha comportado de otro modo que con sensatez?
Grace se levantó del banco de un salto, lo cual asustó a Claude, quien
salió huyendo de su regazo y se alejó corriendo por el sendero que llevaba a
los prados.
—¡Oh, no! —Ella echó a correr tras él y Nash los siguió con rapidez.
La adelantó a ella y agarró al gato.
Claude se retorció en sus brazos e intentó arañarlo. Nash echó atrás la
cabeza y esquivó por poco las garras extendidas. Grace se apresuró a
quitarle el gato y murmuró palabras tranquilizadoras hasta que Claude dejó
de mala gana de retorcerse.
—Lo siento —dijo ella sin aliento—. Ha sido una tontería sacarlo
fuera tan pronto.
—¿Era por eso por lo que se reñía a sí misma?
—Sí. No. ¡Ah! —Ella respiró hondo. Difícilmente podía confesar que
se había reñido por pasar demasiado tiempo pensando en él.
—¿Llevamos a Claude dentro antes de que intente volver a escapar?
—Nash miró el cielo—. Y antes de que cambie el tiempo.
Grace asintió. Miró también las nubes grises que se habían juntado y lo
siguió a la casa. Cuando hubieron cerrado la puerta, dejó al gato en el suelo
y el animal corrió a un diván raído que había en un rincón y se instaló allí.
Nash sonrió.
—Su pequeña aventura lo ha dejado agotado.
Grace se esforzó por contestar. Lo miraba y se sentía cautivada por el
brillo blanco de sus dientes y las arrugas en torno a sus ojos. Quería ir a su
habitación y escribir más sobre él, lo cual probablemente también era
estúpido, pues no ayudaría a apartarlo de sus pensamientos.
—Esta mañana la he echado de menos en el desayuno —comentó él,
después de un silencio.
Ella asintió.
—Quería aprovechar al máximo el buen tiempo, antes de que cambie.
—Puede pasear por la propiedad si lo desea, pero no pierda de vista la
casa. Si la ve alguien…
—Sí —respondió ella.
Nash le había dictado unas pocas reglas que había que seguir, pero la
principal era no dejar que nadie la viese. Grace no creía que eso fuera un
problema. Explorar no era lo suyo, a menos que escarbar en la biblioteca
entrara en esa categoría.
—Creo que ya he tomado bastante aire fresco por el momento. Voy a ir
a buscar otro libro para leer. —Se detuvo y se llevó una mano a la boca—.
El libro. Lo he dejado fuera en la lluvia.
—No tema, yo iré a rescatarlo —se ofreció él.
Salió antes de que ella pudiera protestar y regresó rápidamente con el
pelo húmedo y muy rizado. Le tendió el libro.
—¿Grace? —preguntó cuando ella se quedó paralizada en el sitio.
Ella notó que tenía la boca abierta, pero no pudo hacer nada para
cerrarla. Una gota de lluvia caía por la barbilla de él y ella siguió su
recorrido con la vista a lo largo del cuello y hasta el punto en el que la
camisa estaba ligeramente abierta. ¿Bajaría del todo o empaparía la ropa?
¿Pasaría por las protuberancias que había en el estómago de él?
Y quizá más abajo.
De sus labios salió un gritito que no pudo reprimir. Le quitó el libro.
—Gracias —murmuró. Y echó a correr escaleras arriba.
—Pensaba que quería ir a la biblioteca —oyó que decía él. Pero no
hizo caso y fue apresuradamente a su dormitorio.
Cerró la puerta con fuerza y pegó la espalda a ella, con el libro
apretado contra el pecho palpitante. Esos pensamientos no tenían ningún
sentido. Ninguno en absoluto Ella era una dama bien educada, a quien
importaba poco la apariencia externa y más lo que ocurría en la mente de
las personas. Y desde luego, no debía pensar en lo que había debajo de…
debajo de…
¡Dios bendito! Se llevó una mano a la cara. Aquello era más que
estúpido, era una auténtica locura. Una chica como ella no tenía por qué
pensar en un hombre como Nash.
Una locura absoluta.
Capítulo 9

Normalmente, a Nash no le gustaba nada que Russell se presentase en su


casa.
Eso significaba que algo iba mal.
Ese día, sin embargo, se levantó del sillón en la sala de estar con una
sonrisa y lo saludó con un firme apretón de manos.
Russell no notó el alivio que le producía verlo o no le importó. El
gigantón se pasó una mano por el pelo castaño y dejó el sombrero en una
mesa cercana.
—¿Cómo está la chica? —preguntó.
¿Fascinante? No, eso no sonaría bien. ¿Demasiado hermosa? Nash
decidió que tampoco podía decir eso.
—Muy bien —respondió.
—Me alegro.
Russell paseó hasta la ventana que daba a los jardines descuidados.
Sus largas piernas cubrieron la distancia en unos pocos pasos, y cuando
llegó a la pared, se giró para repetir el movimiento.
—¿Asumo que las cosas no van bien en tu lado? Nash apoyó un codo
en la chimenea, en una pose mucho más relajada de lo que él se sentía. La
última semana lo había dejado nervioso, con el vientre constantemente
oprimido por… Por todo.
Deseo, curiosidad, más deseo.
Estaba perdiendo la cuenta.
Por eso recibió con alivio aquella intrusión. Aunque el alivio fue solo
momentáneo. Hasta que pensó que, si las cosas no iban de acuerdo con el
plan, eso podía poner a Grace en peligro y su últimamente hipersensible
vientre volvió a tensarse. No podía permitir que le ocurriese nada a ella.
—¿Se puede saber dónde está la chica? —preguntó Russell.
—En la biblioteca. Probablemente con el gato.
Russell hizo una mueca.
—Esa cosa difícilmente puede pasar por un gato.
Nash se encogió de hombros.
—No es tan malo.
—No sabía que te gustaban los gatos. —Russell miró a Nash
achicando los ojos.
Este se volvió a encoger de hombros.
—Se lavan solos y se les da bien darte calor.
¡Dios bendito! Empezaba a hablar como Grace.
Russell movió la cabeza, pero no hizo más comentarios sobre el
repentino cambio de idea de Nash sobre el tema de los gatos.
—El tío de la chica quiere pruebas de que está viva.
—¡Ah!
—Es por ganar tiempo. Guy ha oído que no quiere pagar el rescate y
está enviando hombres a buscarla.
—No es la primera vez que han enviado hombres a buscar a alguna
mujer.
—No, pero en este caso tenemos también al prometido, y sabemos que
está relacionado con mala gente. No dudarán en hacer daño a quien sea para
sacar información.
—No es su prometido —murmuró Nash.
—¿Cómo dices?
—No es su prometido —repitió Nash—. Ella nunca lo aceptó.
Russell lo miró un momento.
—Pues el mundo cree que lo es. Parece que ha hecho correr el rumor
de que echa de menos a su encantadora prometida y está dispuesto a todo
por recuperarla.
—Menos a pagar el rescate.
—Exacto.
—¡Bastardo! —exclamó Nash entre dientes, apretando los puños.
Ni al prometido ni al tío les importaba nada Grace. Solo querían su
herencia. ¡Demonios! Le gustaría agarrarlos a ambos y…
—Bastará con un mechón de su pelo.
Nash alzó la vista.
—¿Qué?
—Enviaremos un mechón de su pelo junto con una nota de ella
suplicándoles que paguen el rescate y no hagan nada por miedo a lo que
pueda pasarle a ella.
Nash respiró hondo. No era la primera vez que tenían que lanzar
amenazas para continuar con el proceso del secuestro y asegurarse de que la
familia no buscaba a las mujeres, pero no le gustaba gran cosa la idea de
que Grace escribiese a su no prometido, aunque fuese con una aflicción
fingida.
—Aquí no la encontrarán nunca —dijo.
Russell asintió.
—Pero es mejor ir sobre seguro. Todavía faltan casi tres semanas hasta
su cumpleaños.
—El periodo más largo que hemos tenido nunca a una mujer.
—Precisamente. En esta situación, todo es diferente a lo habitual.
Tenemos que hacer lo posible para mantenerla a salvo.
Era diferente, desde luego. Nada en Grace era igual que con las demás
mujeres. Ni su aspecto ni su comportamiento ni tampoco el modo en que
comía o bebía. Ella lo analizaba todo y tomaba notas constantemente. Nash
seguía con ganas de ver lo que escribía sobre él, pero no había tenido
ocasión de echar un vistazo.
¿Serían cosas buenas? Era difícil saberlo. A veces lo miraba como si
pensara que era un espécimen curioso. De vez en cuando ladeaba la cabeza
mientras conversaban y él notaba que su mente no descansaba. Su deseo de
saber qué pasaba exactamente detrás de aquellos ojos grandes de ella era
casi tan fuerte como su deseo de volver a sorprenderla con la camisola de
dormir.
—Voy a pedirle que escriba la carta —dijo al fin.
—No olvides el mechón de pelo.
—¿Lo quieres ya?
—No es mi intención quedarme mucho. Tengo un largo camino y hay
que entregar esa carta cuanto antes —explicó Russell.
Nash no discutió. Russell nunca parecía necesitar descanso, comida ni
conversación. El hombre se movía por el país con la misma velocidad con
la que sus largas piernas cruzaban la sala de estar. Tanto viaje habría vuelto
loco a Nash, pero Russell siempre disfrutaba yendo de sitio en sitio. Una
vez le había dicho que nunca había tenido raíces y no podía entender por
qué la gente quería quedarse siempre en el mismo lugar.
Nash, por su parte, estaba encantado de permanecer en aquella casa.
Le bastaba con el entretenimiento de las secuestradas.
Aunque “entretenimiento” no era la palaba apropiada para la situación
que vivía en ese momento. Disfrutaba de la compañía extraña de Grace,
desde luego, pero también le hacía perder la cabeza. Aquella mujer franca y
directa probablemente no tenía ni idea de lo cautivadora que era.
Ni tampoco de lo condenadamente hermosa que resultaba.
Aunque él jamás admitiría eso ni ante Mary ni ante nadie más.
Después de todo, era un profesional y no tenía intención de estropear su
historial de no tocar a las mujeres a las que cuidaba.

***
Grace oyó los pasos de él en el corredor, pero mantuvo su atención fija en el
libro que tenía en el regazo. Aprovechaba al máximo el fuego en la
chimenea de la biblioteca sentándose en la alfombra delante de ella con una
manta en las rodillas. Claude había optado por reunirse también con ella, lo
cual no tenía nada de sorprendente teniendo en cuenta que el dormitorio
estaba frío. Y allí se sentía segura. Los libros impedían que su mente vagara
demasiado.
Al menos la mayor parte del tiempo.
Las palabras se confundían ante sus ojos. Frunció el ceño, obligándose
a concentrarse. El corazón le dio un vuelco cuando se abrió la puerta de la
biblioteca y estuvo a punto de levantarse de un salto, pero obligó a su
cuerpo a permanecer inmóvil, con la barbilla baja, y fingir que seguía
leyendo.
Lo último que necesitaba era parecer una chica loca de amor,
impaciente por levantarse corriendo en cuanto detectaba la presencia de
Nash. Ella no estaba loca de amor.
No obstante, su estúpido interés en pensar en él podía hacer que
pareciese eso. Los coqueteos y embelesarse con hombres no eran para ella,
nunca lo habían sido. Ni entendía al sexo opuesto, ni quería hacerlo. El
único hombre que había sido amable con ella había sido su padre.
Sospechaba que los hombres buenos no abundaban.
Posó la vista en el trozo de papel que usaba como marcapáginas. Pero,
por supuesto, se mentía a sí misma. Quería comprender a Nash y el
marcapáginas así lo probaba. Lo había usado para tomar nota de los giros
en las frases de él o de la poca información que se le escapaba. Era heredero
de un título, y, en consecuencia, presumiblemente rico. Sin embargo, vivía
en aquella casa llena de corrientes y deteriorada en un lugar aislado.
Ciertamente, no estaba casado, eso al menos parecía evidente. Mary había
dado a entender que había habido algún tipo de riña familiar y eso explicaba
la escasez de dinero, pero él nunca hablaba de ello.
Le habría gustado que hablara con ella. ¡Cuánto deseaba
comprenderlo!
Él carraspeó y ella alzó la vista, lo miró y tuvo que reprimir un suspiro
al ver lo bien que el chaleco y la levita se ceñían a su cuerpo.
Suspirar por los hombres era ridículo. Había visto hacerlo a chicas
desde que era muy joven, incluso cuando los chicos no lo merecían. Eso
solo servía para que pareciesen tontas.
Y Dios sabía que ella sería muy tonta si se embelesaba con Nash y
suspiraba por él. Era un hombre increíblemente atractivo y extremadamente
encantador. Ciertamente, no el tipo de hombre que se iba a interesar por una
mujer como ella, que tan poco sabía de las finuras de la buena sociedad y
tenía un cuerpo como el de un chico.
—Están muy cómodos ahí los dos —dijo él.
—Es el lugar más cálido de la casa. —Ella vio el ceño fruncido de él
—. ¿Qué ocurre?
—Siguen sin pagar su rescate.
Grace cerró los ojos un instante.
—No me sorprende, aunque confiaba en que mi tío mostrara algún
interés por mi bienestar, aunque fuese simplemente para que volviese a casa
para desposarme con el señor W. —Dejó el libro a un lado y echó a un
irritado Claude de su regazo antes de ponerse en pie—. Aunque cuanto más
tarde pague, mejor. Si pagara, tendría que volver yo.
Él negó con la cabeza.
—Las pocas veces que pedimos un rescate, no solemos cobrarlo.
Normalmente es solo una táctica de dilación. Enviaríamos otra carta,
diciendo que hay gente vigilando o que tiene que esperar. Lo que fuese con
tal de retrasar que salieran en su busca.
—Y entonces, ¿por qué es un problema que no haya pagado?
—Hay gente buscándola.
La embargó una ola de frío, que se concentró en su estómago.
—No me encontrarán —dijo, aunque su afirmación salió más bien a
modo de pregunta.
—Claro que no —repuso él con firmeza—. Yo me aseguraré de eso, se
lo prometo.
Ella se llevó las manos al estómago.
—Solo necesito un poco más de tiempo y después ya no podrá
utilizarme.
Nash le tomó los brazos y la obligó a mirarlo.
—Enviaremos otra carta. Russell está aquí y la entregará él. Queremos
que escriba una nota suplicándole que anule la búsqueda para que no le pase
nada a usted.
—Supongo que eso podría funcionar.
—Si cree que podemos matarla, funcionará.
—Muy bien, la escribiré de inmediato.
—Russell ha sugerido que hagamos también otra cosa.
—¿Sí?
Nash tocó un mechón suelto del cabello de ella que caía sobre su
rostro, y ese contacto bastó para que a Grace se le erizase el vello de los
brazos dentro de las mangas.
—Un mechón de pelo. Prueba de que la tenemos nosotros y sigue viva.
—¿De mi pelo?
—Sí. —Él sacó una navaja del bolsillo y la abrió. Ese movimiento
repentino la sobresaltó. Nash sonrió—. Seré gentil, lo prometo.
Grace se llevó una mano al pelo.
—No soy vanidosa, pero, no sé, no tengo muchos otros atributos y me
gusta mi pelo.
La sonrisa de él se hizo más amplia.
—Grace, tiene muchos, muchísimos atributos, y un mechón de pelo no
va a suponer ninguna diferencia.
Ella respiró despacio y asintió. Se quitó todas las horquillas, las
sostuvo en una mano y se soltó el pelo con la otra.
—Corte de la parte de abajo —sugirió—. Así no se notará.
—Buena idea.
Nash se colocó detrás de ella. Sus dedos en el pelo la sobresaltaron de
nuevo, así que mantuvo todos los músculos rígidos, sin respirar apenas,
para no traicionarse.
Disfrutaba demasiado de aquel contacto.
Él le apartó el pelo a un lado y sus dedos rozaron la parte de atrás del
cuello. Grace cerró los ojos y se concentró en respirar con normalidad.
Inspirar… espirar… inspirar… ¿Era su imaginación o sentía el aliento de él
en el cuello? Inspirar… espirar… ¡Dios querido! ¿Cuánto tiempo tardaba en
cortar un mechón de pelo?
—¿Ha terminado?
Los dedos de él se apartaron de su cuello y el pelo volvió a caer en su
sitio. Ella se volvió y vio que él sostenía un mechón en la mano. Tenía la
frente fruncida y parecía levemente aturdido. Tosió.
—He terminado —anunció—. Le llevaré esto a Russell
inmediatamente.
—Pero la carta…
Él se había ido ya. Salió de la estancia con pasos largos y rápidos antes
de que ella pudiese sugerir que iba a escribir la carta. Grace miró el lugar
donde lo había visto la última vez. Contuvo el aliento y esperó que volviese
en cuanto se diera cuenta de que ella aún no había escrito la nota.
Pero él no volvió.
—Tonta —musitó ella para sí.
¿Por qué quería que volviera? ¿Para ver de nuevo aquella expresión
extraña suya e intentar averiguar a qué se debía? ¿O para que la tocara de
nuevo? Se estremeció y apretó la parte de atrás del cuello con los dedos.
—Tonta, tonta, tonta.
Volvió a la chimenea, se sentó sobre la manta y dejó las horquillas en
una mesa próxima. Claude ignoró la palmadita de invitación que le dio y
siguió acurrucado lo más cerca posible del fuego. Grace tomó su libro, lo
abrió donde estaba el papel escrito y tomó el lápiz que llevaba detrás de la
oreja. Escribiría la carta un momento después. Primero tenía que escribir
sobre él. En ese punto no sabía de qué serviría anotar sus observaciones,
pero era lo único que podía hacer para sacárselo de la cabeza.
Donde, desde luego, no debía estar.
Capítulo 10

Nash miró por encima del periódico de tres días y apartó la vista del
anuncio de una venta anual de invierno que había omitido leer las tres
primeras veces. Se veía obligado a leer lo poco que le faltaba porque el
muchacho que llevaba la comida no había aparecido desde el jueves. Y si se
atrevía a ir a comprar el periódico personalmente, era probable que alguien
lo reconociese y se correría la voz de que la casa volvía a estar ocupada.
No podía colocar a Grace en peligro ni siquiera por el bien de un
periódico reciente.
Esperaba a que ella pasase de nuevo por delante de la puerta. No sabía
por qué estaba tanto tiempo fuera. De algún modo, la sala de estar se había
convertido un poco en su territorio y la biblioteca en el de ella. Se juntaban
en la cena y en la mayoría de los desayunos y conversaban sobre muchos
temas, con Grace normalmente educándolo sobre cualquier cosa, desde los
hábitos de apareamiento de los caracoles hasta la historia de los
instrumentos para escribir. La mujer era una condenada enciclopedia
andante.
Y a él le gustaba demasiado.
Por lo tanto, era más fácil permanecer apartado de ella en todo
momento, no fuese a echarse a sus pies y suplicarle que lo maravillase más
con su enorme cerebro. Tenía amigos que pensaban que la ida de que una
mujer osase pensar la convertía en muy poco atractiva, pero Grace era la
negación por excelencia de esa hipótesis. Cada vez que abría la boca, él se
sentía más atraído.
Se burló interiormente de sí mismo. “Hipótesis”. Ya empezaba a hablar
como ella.
Ella volvió a pasar por delante de la puerta. Nash esperó unos
momentos y Grace repitió el movimiento.
—¿Grace? —llamó él.
Oyó un soplido, unos pasos suaves y luego ella apareció en el umbral.
Apretó los dedos en el marco y metió la cabeza.
—¿Sí?
—¿Quería algo?
—No. —Ella retrocedió fuera de la vista y después volvió a aparecer
—. Sí. —Frunció el ceño—. No.
—¿Sí o no?
Grace atravesó el umbral y cruzó las manos ante sí.
—¿Se sabe algo del rescate o de los movimientos de mi tío? —
preguntó.
Nash negó con la cabeza.
—Cuando haya algo nuevo, se lo haré saber.
—Bien. —Ella asintió con la cabeza—. Excelente. Bueno, pues… —
Empezó a volverse, pero se detuvo—. ¿Está seguro de que esto funcionará?
—¿La carta?
—Sí. No. —Ella movió una mano en el aire—. Todo esto. El
secuestro, el mechón de pelo, esconderme aquí. ¿Funcionará?
—Sí, funcionará —le aseguró él—. Lo hemos hecho unas cuantas
veces.
—Pero no conmigo.
—Con otras mujeres. Todas las cuales necesitaban escapar.
—En circunstancias distintas. —Ella se apartó un mechón de pelo de
la cara—. ¿Cómo puede estar seguro de que funcionará esta vez, cuando las
cosas son distintas? No se puede realizar la misma acción con variables
distintas y esperar los mismos resultados.
Él dobló el periódico, se levantó de la silla y se reunió con ella en la
puerta.
—Grace, ¿a qué viene esto?
—He estado pensando. —Ella respiró hondo—. En que quizá debería
ir a otro sitio. A alguna parte donde nadie sepa que estoy allí. Puedo ir a una
posada quizá o… o…
—Es totalmente imposible que se quede en una posada —declaró él
con firmeza.
Ella lo miró a los ojos.
—Pero yo no pensé bien todo esto. Me refiero al secuestro. Y yo lo
pienso todo. Mi tía me dijo de pronto que ustedes nos iban a ayudar y al
momento siguiente me secuestraron y me trajeron aquí. ¿Cómo puedo saber
que saldrá bien? ¿Cómo puedo estar segura de que mi tío no me encontrará
y me llevará a rastras a casa?
—Porque yo no se lo permitiré.
Ella lo miró de arriba abajo.
—No dudo de que haya ayudado a otras mujeres, pero subestima a mi
tío y al señor Worthington. Probablemente no pueda pensar como ellos. Son
hombres avariciosos, dispuestos a hacer lo que sea por conseguir mi
fortuna.
—Yo sé muy bien lo que es necesitar dinero. —Él señaló una mancha
de humedad en el techo—. Por si no se ha dado cuenta, me vendría bien
tener un poco.
Sabía también lo que era la avaricia. La necesidad desesperada de
dinero cuando se estaba acabando. Su padre lo había acusado de ser así,
pero dudaba de que ayudara algo decírselo a Grace.
—Pero usted jamás obligaría a alguien a casarse con usted solo por su
dinero.
Él sonrió levemente.
—Yo esperaría no tener que obligarla.
Grace soltó un gemido de frustración.
—Por eso no puedo confiar en esto. Ni confiar en usted. Es demasiado
propenso a sonreír y tomarse la situación a la ligera.
El corazón de él dio un vuelco doloroso. Grace no confiaba en él.
Genial.
—Le dije que la protegería y puede estar seguro de que lo haré.
—Creo que mi tía quizá se dejó influenciar por el hombre que lidera
este asunto. Que quizá no pensó con claridad. —Ella cerró los ojos un
instante—. Y, ciertamente, yo tampoco. Tendría que haber pensado otro
modo de esconderme un mes. —Se llevó los dedos a los labios—. Pero sé
que habrían castigado a mi tía si me hubiese escapado. Estoy segura.
—Su tío debe de ser un bastardo —murmuró él.
¡Cómo deseaba que ella no hubiese tenido que vivir con él! Deseaba
haberla conocido antes. Haber podido intervenir de algún modo. Haberlas
protegido a su tía y a ella de aquel hombre vil y haber evitado que la
obligaran a prometerse con el tal Worthington.
Pero, por supuesto, no se habría fijado en ella si no la hubiesen puesto
directamente bajo su cuidado. Era una persona sin rango y sin fortuna. La
verdad era que su círculo solo incluía a los escalones más altos de la
sociedad y que Grace no sería parte de ellos ni siquiera cuando heredase su
fortuna.
—Entenderá que debo irme. No puedo permitir que me atrape.
—Usted no va a ninguna parte.
—Vi a su amigo. Vi lo nervioso que estaba cuando se marchó.
Caminaba con brusquedad e iba con la espalda muy recta.
Nash alzó los ojos al cielo. Era muy propio de Grace analizar cómo
andaba Russell y sacar conclusiones.
—Él siempre anda así.
—No, yo sé que estaba preocupado.
Nash no estaba dispuesto a confesar que gran parte de la preocupación
de Russell se debía a que había visto su comportamiento después de cortarle
el condenado mechón de pelo a Grace. Solo tocarle el cuello y resistir el
impulso de besar su piel olorosa a jabón lo había descontrolado y Russell se
había dado cuenta y le había dicho unas breves palabras de advertencia.
Pero no podía contarle eso a Grace.
—Siento mucho que no confíe en mí, pero, por favor, créame si le digo
que este es el mejor lugar para usted. A su tía le daría un ataque si supiese
que la hemos dejado en una posada y yo no podría vivir conmigo mismo.
—Pero es el mejor modo de procurar el anonimato. —Ella apretó las
manos con fuerza—. Y yo podría seguir moviéndome para asegurarme de
que no me alcanzaran.
—No.
—Mi padre siempre me decía que, si me perdía, me quedara quieta en
un sitio y él me encontraría. Por eso precisamente no debo quedarme aquí.
—No.

***
—Tiene sentido que me vaya.
Grace había pensado mucho en aquello. Había demasiadas personas
que sabían que estaba allí. Mary, por supuesto, también el hombre con el
que había hablado su tía y el chico de los repartos, por no mencionar al
cochero. Si huía a pie, nadie sabría a dónde había ido.
Eso era lo que tendría que haber hecho ya, ser valiente y marcharse.
Una vez que todos sabían que había sido secuestrada, su tía no sería
castigada por sus actos y ella podía hacer lo que quisiera. Pero, por alguna
razón estúpida, pensaba que le debía a Nash contarle su plan.
—¿De verdad cree que podría sobrevivir ahí fuera sola?
—Sé que soy pequeña, pero no soy tonta. Estoy segura de que me
arreglaría.
Él negó vigorosamente con la cabeza.
—Se la comerían en un instante.
Ella sostuvo la barbilla en alto, muy consciente de la estatura de él y
también de la hermosa vista de su mandíbula bien afeitada y de su olor
cálido a humo de leña. ¡Qué tentador sería echarse en sus brazos y dejar que
la protegiese de un mundo tan abrumador! Solo que no sabía si él desearía
hacer semejante cosa. Así que estaba sola.
—Tengo que intentarlo.
—Está más segura aquí.
—¿Cómo puede saber eso?
—¿Cree de verdad que una persona como usted podría sobrevivir ni un
momento sola en este mundo de criminales y sinvergüenzas?
Grace no estaba segura, pero había pensado mucho en eso. Cualquier
destino era mejor que ser capturada por su tío y obligada a casarse con el
señor Worthington. Se encogió de hombros.
—He sobrevivido hasta ahora bajo el control de mi tío.
—Siento mucho que haya tenido que pasar por eso, pero no permita
que esa experiencia la lleve a tomar decisiones estúpidas.
—¿Qué puede saber usted de tomar decisiones? —preguntó ella—. Ni
siquiera tiene que decidir qué comer todos los días. Mary lo hace por usted.
—¡Condenación, Grace! He tomado muchas decisiones en mi vida.
—¿Ah, sí? —Ella se cruzó de brazos—. Yo no creo que haya vivido ni
un momento difícil en toda su vida. Lo único que hace es pasarse el día
sentado, leer periódicos, montar a caballo y pasear por ahí fingiendo ser un
señorito rural.
Nash apretó los dientes.
—Conque es eso, ¿verdad? —La miró entrecerrando los ojos—. No
confía en mí y me ha etiquetado como una persona inútil.
—No puede negar la evidencia.
—¿Y no se le ha ocurrido ni por un momento mirar más allá de la
evidencia? ¿Más allá de lo que le dicen su mente y sus ojos?
—¡Por supuesto que no! ¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque a veces se puede conocer mejor a un hombre escuchando a
su corazón —repuso él, cortante.
Grace parpadeó varias veces. Él echaba fuego por los ojos y su pecho
se movía con rapidez. No había visto a Nash apasionarse por nada, pero, al
parecer, las palabras de ella lo habían afectado bastante.
Sin embargo, no la haría cambiar de idea. No podía permitírselo. Podía
golpearse el pecho y hablar de corazones todo lo que quisiera, pero ella no
dejaría que un hombre dictara sus actos nunca más.
—Me voy a marchar.
—La ataré en su dormitorio si se le ocurre intentarlo.
—No haría eso.
Él le agarró la muñeca.
—¿Quiere probar?
Ella inhaló con furia.
—No puede obligarme a hacer algo. No voy a permitir que me
obliguen nunca más, ¿comprende?
—Sí puedo, si es por su bien.
—No dudo de que mi tío también se engaña a sí mismo y piensa que
casarme con el señor Worthington es por mi bien. Y estoy segura de que el
señor Worthington probablemente pensaba que golpear a su esposa era por
su bien. Seguramente imaginaba que tirándola por las escaleras le daba una
lección. —Grace soltó su mano—. Estoy muy harta de que los hombres
crean que saben lo que necesito y lo que más me conviene.
Él abrió la boca, pero volvió a cerrarla y se pasó una mano por la
barbilla.
—Grace, yo…
—Pensaba que antes mentía cuando le he dicho que no confiaba en
usted —confesó ella—. Pero ahora que ha amenazado con atarme y tenerme
cautiva, creo que tenía razón. No se puede confiar en usted, Nash.
—No, eso no es verdad —respondió él.
Extendió el brazo, pero ella lo esquivó.
—Voy a mi dormitorio. Puede poner una barricada en la puerta si
quiere, pero yo voy a hacer planes para partir.
—No tengo deseo de hacer tal cosa —dijo él con suavidad.
—Bien. —Ella se volvió, salió de la estancia y subió las escaleras
apresuradamente.
Le escocían los ojos por la necesidad de llorar. No estaba segura de por
qué. Había tomado una decisión, la había pensado detenidamente incluso.
Lo más lógico que podía hacer era marcharse y no decirle a nadie a dónde
iba.
Y, sin embargo, pensar en dejar a Nash hacía que le doliera el corazón.
Lo cual, desde luego, no tenía nada de lógico.
Capítulo 11

Era un canalla.
No.
Un imbécil.
Nash movió la cabeza. Peor que eso.
Un bastardo sin sentimientos.
Por supuesto que no había podido entender el miedo de Grace. Desde
luego que había desestimado su deseo de huir y le había dicho que era una
tonta.
¿Qué sabía él de matrimonios forzosos y hombres que se
aprovechaban? En los últimos cuatro años no había hecho otra cosa que
estar sin hacer nada, enfadado con su padre por haberlo dejado sin fondos.
Oh, sí, había participado en el Club Secuestros, creyendo que esa causa
noble compensaría de algún modo por su pasado hedonista, pero había
hecho lo mínimo imprescindible.
Resopló con fuerza y sacó el libro del estante de la biblioteca.
Confiaba en que, debido a su pequeña estatura, ella no lo hubiese visto aún
y fuera una agradable sorpresa. Suponiendo, claro, que ella no hubiese
reunido ya sus pertenencias y huido por la ventana de su dormitorio.
No podía dejar que se fuera. En eso tenía razón él. Fuera de allí y sola,
resultaría muy vulnerable, por inteligente que fuese. Temía que habría
muchos hombres, e incluso mujeres, que se aprovecharían de ella.
Lo que no implicaba que él tuviese que ser tan bruto en lo relativo a
sus miedos.
“No, bastardo insensible, ¿recuerdas?”.
Se colocó el libro bajo el brazo, tomó el plato de ternera frío y sostuvo
el ramo de flores silvestres en la otra mano.
Ese día haría algo más que el mínimo imprescindible. Tenía que
comprender exactamente por qué había aceptado Grace el secuestro. No
porque no lo supiese ya. Aquel prometido parecía horrible y Nash tenía que
esforzarse mucho para no aplastar los delicados tallos de las flores al pensar
en él. La ingenua y pequeña Grace no tenía ninguna posibilidad contra un
hombre así. Él acabaría por matarla, desde luego, después de haberse hecho
con su dinero.
¡Condenación! Le gustaría mucho tener una pelea limpia con aquel
hombre. Que diera puñetazos a alguien que fuera su igual y a ver lo que
ocurría. Nash no sabía nada de él, pero estaba seguro de que podría
vencerlo con facilidad. Era fuerte y rápido, pero, sobre todo, tenía de su
parte el deseo de proteger a Grace.
Pero aquello no se iba a arreglar con una pelea. No, de momento tenía
que disculparse con ella y hacer lo que él, en su arrogancia, había pensado
que se le daba tan bien. Escucharla de verdad.
Subió las escaleras y llamó a la puerta. No esperaba respuesta y no la
obtuvo. Volvió a llamar y se apoyó en la puerta para escuchar si se oía algún
movimiento. ¿Y si se había ido por la ventana? Tenía varias mantas allí para
combatir el frío. Podía haberlas atado juntas a modo de cuerda.
Desde luego, no había bajado por las escaleras, pues había dejado allí a
Mary de guardia mientras reunía sus ofrendas.
No pudo esperar más. Tenía que hablar con ella, aunque la encontrase
paseando en camisola a la luz de la vela y desafinando. Haciendo malabares
con la bandeja, las flores y el libro, consiguió girar el pomo con el codo y
abrir la puerta con el hombro.
¡Mierda!
Ella se había ido.
Había dos vestidos extendidos sobre la cama. El fuego, que seguía
encendido, y las velas calentaban la habitación. Nash sintió una opresión
feroz en el pecho. Tendría que correr tras ella, perseguirla. Suponía que
podía pedir ayuda a los hermanos de Mary, pero ellos creían que su
hermana trabajaba para una familia cercana. O ir en busca de Tommy, el
muchacho que llevaba la comida y pedirle que lo ayudase. También enviaría
recado a Russell. Nadie podía huir de Russell.
Aunque eso implicara que le arrancaran la cabeza y probablemente lo
expulsaran del Club Secuestros.
¡Maldición, condenación y maldición!
Cerró la puerta tras de sí y Claude salió corriendo de debajo de la
cama. Nash frunció el ceño. Ella no se iría de allí sin Claude.
Y la ventana estaba cerrada. Además, no había ni rastro de ninguna
cuerda hecha con mantas.
En el otro lado de la cama sonó un hipido. Nash hundió los hombros y
se acercó. La encontró en el suelo, con la espalda apoyada en el marco de la
cama, las rodillas en el pecho y los brazos alrededor de ellas. Seguramente
lo había oído, pero no alzó la vista.
—Grace —musitó él con suavidad.
Ella mantuvo la cabeza inclinada y resopló.
Nash se odió a sí mismo. Él le había hecho eso, la había hecho llorar.
¿Acaso no tenía que cuidar de ella? ¿Que cubrir todas sus necesidades
emocionales y materiales? ¡Qué fracasado era!
Se sentó en el suelo a su lado y apoyó la espalda en la cama.
—Lo siento.
Pasó tiempo y siguió a su lado, esperando. Al final, ella alzó un poco la
cabeza y lo miró de soslayo. Incluso a la tenue luz de las velas, él vio sus
ojos rojos y los rastros húmedos de las lágrimas. Sintió una punzada
dolorosa en el corazón.
Ella frunció la frente.
—¿Qué es eso? —Señaló las manos de él.
Nash se encogió de hombros, avergonzado.
—Ofrendas.
Ella frunció más la frente.
Él dejó el plato en el suelo.
—Ternera fría para Claude. —Miró a su alrededor en busca del gato,
quien aún no había olfateado la carne—. Flores para usted. —Se las ofreció
—. Es lo único que he encontrado en esta época del año, pero creo que son
bastante bonitas.
Ella las miró como si le ofreciera un ramo gigante de serpientes
sinuosas. Él las sostuvo un momento más y después las dejó en el suelo a
los pies de ella.
—Y un libro. —Lo mostró.
¡Señor! ¡Qué tonto debía de parecer ofreciendo unas florecillas
insignificantes y un libro que probablemente ella habría leído ya!
Grace miró el libro y lanzó respingo, que sobresaltó a Nash. Ella le
quitó el libro y lo abrió.
—Una historia de los gatos. —Lo miró—. ¿Dónde ha encontrado
esto?

***
La sonrisa avergonzada de él ablandó su corazón. Aunque sabía que no era
físicamente posible, Grace habría jurado que el ablandamiento era real,
como si el músculo se convirtiera en papilla.
Abrió el libro y ojeó una página, incapaz de reprimir una sonrisa. Al
parecer, Claude también se había ablandado, pues salió de dondequiera que
estuviese escondido y empezó a mordisquear la carne. Ella cerró el libro,
tomó las flores e inhaló su dulce aroma.
—Son preciosas, gracias.
Nash se encogió de hombros.
—Habría preferido comprarle un ramo a una florista, pero es todo lo
que he podido hacer con la prisa.
Ella lo miró.
—¿Las ha recogido personalmente?
Él asintió. Una sonrisa tímida entreabrió sus labios. Ni rastro de la
sonrisa arrogante que lucía en otras ocasiones.
—Gracias —repitió ella.
—Sé que he sido un imbécil —se apresuró a decir él—. Ni siquiera he
intentado comprender por lo que está pasando, de lo que tuvo que huir.
—Yo tampoco me he mostrado muy abierta con el tema.
—Sabía que estaba asustada, pero yo también lo estaba. No quiero que
le suceda nada malo.
Ella alzó la mano y dejó las flores en la mesilla al lado de la cama.
Luego volvió a apoyarse en el marco de esta.
—Sé que tiene el deber de protegerme y siento no haber creído que
podía hacerlo.
—Grace —murmuró él—. Es más que un condenado deber. Jamás me
lo perdonaría si le ocurriese algo.
Ella lo miró de soslayo. ¿Hablaba en serio? ¿Era más que un deber?
¿La apreciaba quizá un poco? Se sacudió mentalmente. Él no era ni un
tonto ni un caballero perezoso como le había dicho ella, pero solo estaba
allí porque le pagaban para cuidar de ella y ella haría bien en no olvidarlo.
—No me iré —dijo.
—¿Lo dice solo para que baje la guardia y pueda escapar?
Grace negó con la cabeza.
—Sé que tiene razón. No sobreviviría mucho tiempo sola. Esa era una
de las razones principales de que necesitara su ayuda. No tengo a quién
acudir y tenía miedo de que le pasara algo a mi tía si se sabía que había
huido voluntariamente.
—¿Tan malo es su tío? —preguntó él. Y ella lo vio cerrar un puño por
el rabillo del ojo.
—Es egoísta y cruel. Nunca nos ha pegado ni a mi tía ni a mí, pero hay
muchos modos en los que podría castigarla. Ella vive con poco, pero da
generosamente lo que tiene, mientras que él lo acapara todo y sigue
contrayendo deudas. —Él se tensó ligeramente a su lado y ella se volvió a
mirarlo—. Si me desposase con el señor Worthington, mi tío aceptaría parte
de la herencia en pago. Le oí hablar de eso cuando el señor Worthington
empezó a visitarnos.
—Bastardo —murmuró él.
—Literalmente no lo es —señaló ella—. Es de buena familia. Pero le
agradezco el sentimiento.
—¿Y el tal Worthington sí ha golpeado antes a mujeres?
—Por supuesto, solo son rumores, pero se dice que disciplinaba a su
esposa. Luego, un día, la encontraron muerta al pie de las escaleras. —
Grace reprimió el escalofrío que le produjo esa imagen—. Dijeron que
había tropezado y se había caído, pero todo el mundo cree que la empujó él.
Puso los brazos en jarras.
—Yo no soy una persona con la que sea fácil llevarse bien. Nunca me
he entrenado para ser una esposa ni siento deseos de someterme a un
hombre. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que terminara al pie de las
escaleras?
—Entiendo por qué tiene miedo, pero le prometo, Grace, que mientras
a mí me quede aliento en el cuerpo, no permitiré que le ocurra ningún daño.
Ella lo miró a los ojos y la papilla en que se había convertido su
corazón volvió a la vida, latiendo con la ferocidad de un tambor de guerra.
A la luz de las velas, él era más que hermoso. Podía compararlo con una
obra de arte, aunque nunca había visto un retrato como aquel. La luz de las
velas daba calidez a su piel y realzaba el brillo de sus rizos morenos. Al
lado del labio tenía una cicatriz débil, en la que ella no se había fijado antes.
Posó la mano allí sin darse cuenta de lo que hacía.
Él se encogió y ella retiró la mano con brusquedad y la cubrió con la
otra con aire protector. Quería volver a tocarle la cara. Le cosquilleaban los
dedos por el anhelo de repetir el contacto.
—¿Cómo se hizo esa cicatriz? —preguntó.
Había más cosas que quería saber. Tenía muchas preguntas. Pero temía
espantarlo, y en aquel momento no había ningún lugar en el mundo donde
deseara estar más que allí, a su lado, sentada en el suelo al lado de la cama.
Él sonrió levemente.
—En mi juventud llevé una vida poco saludable. Esto fue resultado de
una pelea.
—Usted es fuerte, pero nunca he pensado que fuese peleón.
Nash volvió a sonreír.
—Es usted una aduladora.
Grace frunció el ceño.
—¿Quería que dijese que lo imagino peleando?
—Espero que nunca tenga que verme pelear. No es una imagen
agradable. No obstante, mi ego no me permite ignorar que se ha fijado en
mi fuerza.
—No veo cómo puede disfrutar de esas palabras. Eso es un hecho y
usted debe saberlo.
Él movió la cabeza con una sonrisa.
—¡Qué poco sabe usted de los hombres! Siempre nos gusta que las
mujeres hermosas nos hagan cumplidos.
Grace abrió la boca, luchó por buscar una respuesta, renunció y volvió
a cerrarla.
—Puede decirlo, ¿sabe? Decir lo que siente —musitó él.
¿Qué sentía? ¡Virgen santa! Ella no lo sabía. Sentía las extremidades
extrañamente débiles y una especie de niebla rara en la cabeza. Una niebla
más espesa que el smog amarillento que cubría Londres por la mañana.
¿Cómo podía describir lo que sentía?
—¿Grace? —insistió él.
—Su… supongo que me gusta que me haya llamado hermosa.
—¿Lo ve? A los dos nos gustan los cumplidos.
Grace lo miró a los ojos y se quedó petrificada. Ni uno solo de sus
músculos podía responder a ninguna orden, y menos todavía cuando la
mirada de él se posó en sus labios. La niebla se levantó, dejando en su lugar
una ráfaga de aire caliente y osado que la atravesó. Sabía lo que era aquello.
La lógica dictaba claramente lo que iba a suceder. Los ojos de él se habían
oscurecido y se inclinaba hacia ella. La mirada de Nash seguía fija en sus
labios.
La iba a besar.
Grace cerró los ojos. Esperó, conteniendo el aliento. Pasó un momento
y oyó un ligero rumor de ropa y a Claude mordisqueando su comida. Tragó
saliva con fuerza.
Algo le rozó la mano y ella abrió los ojos. Nash le dio una palmadita
en el dorso y sonrió con aire pesaroso.
—Es tarde —musitó. Se puso de pie—. Es mejor que… —En su prisa
por llegar a la puerta, tropezó con el borde de la manta de ella.
Grace se levantó a su vez y lo vio salir corriendo de la habitación.
—Buenas noches —dijo él, deprisa, con la cabeza gacha y sin
molestarse en cerrar la puerta tras de sí.
La joven se llevó una mano a la mejilla. ¿Qué demonios había hecho
mal para que huyera así de ella?
Capítulo 12

Grace contó con los dedos las rayas pequeñas dibujadas en sus notas.
Cinco, diez, quince… Frunció el ceño. Aquello no podía estar bien. ¿Había
llegado allí el doce de febrero o el trece? Miró a Mary, que estaba ocupada
estirando las sábanas de su cama.
—¿Llegué aquí el doce o el trece?
Mary la miró con la sábana blanca en la mano.
—Yo le preguntaría a Nash. Soy terrible para las fechas.
Grace hizo una mueca. No era que no quisiera verlo, pero no quería
preguntárselo a él porque, si lo hacía, él le preguntaría por qué quería
saberlo, y ella tendría que explicárselo.
Se aburría mortalmente.
Según sus cálculos, todavía le quedaban veinte días allí. Veinte días
interminables. ¡Si al menos él tuviese un calendario por allí! Perder la
cuenta de los días a medida que uno se fundía con el otro, la estaba
volviendo loca.
—¿Es martes? —preguntó.
—Sí —repuso Mary, ligeramente sin aliento. Colocó la sábana en la
cama y gruñó con esfuerzo cuando remetió las esquinas. Grace se levantó y
la ayudó con el otro lado.
—Veinte días, pues —murmuró para sí. Después podría irse, ser
independiente y… y…—. ¡Oh!
—¿Qué ocurre? —preguntó Mary.
Grace negó con la cabeza.
—Nada en absoluto. ¿Necesita más ayuda? Puedo ayudar a hacer la
cama de Nash. —Arrugó la nariz—. Si no es una intromisión.
—Dudo de que a Nash le importe, pero ya la he hecho.
—¿Y puedo ayudarla con la comida? ¿O a limpiar el polvo, quizá?
Puedo cortar algo. —Hizo gestos de cortar verdura con las manos.
Mary se echó a reír.
—Me temo que ya lo he preparado todo para la cena, pero puede
ayudarme mañana. ¿Tiene mucha experiencia cocinando?
—Pues no —confesó Grace.
Pero debería conseguir alguna experiencia, aunque pudiese permitirse
pagar una cocinera cuando cobrara su herencia. Siempre había pensado que
tenía unos conocimientos bastante variados, pero después del tiempo
pasado allí, se daba cuenta de que eran más de índole intelectual que
pragmática. Resultaría agradable saber que podía hacer algunas cosas por sí
misma. Quizá así no se sentiría tan vulnerable.
—Yo puedo ayudarla con eso, pero temo que tendrá que esperar.
Cuando termine aquí, tengo que volver a casa. Mis hermanos seguro que se
pelean por las tareas si no estoy allí para impedírselo.
—¿Le gusta trabajar aquí? ¿Y en la granja? —preguntó Grace.
Mary ladeó la cabeza.
—¿Por qué? ¿Busca un empleo?
Grace sabía que era ridículo que una mujer como ella pensase siquiera
en el trabajo físico. Y no lo pensaba, no en serio. Pero en cierto sentido,
envidiaba a Mary. Iba y venía como le apetecía y siempre parecía
satisfecha.
—Era solo curiosidad.
—Me gusta cocinar. Limpiar, no tanto. Pero Nash me paga bien y me
deja cierta independencia. En cuanto a la granja, es un trabajo duro, pero es
nuestra y un día será de nuestros hijos.
—Comprendo. Tener independencia debe de ser agradable.
Mary sonrió.
—Usted la tendrá pronto.
Pero ¿qué haría con ella?
—Si se aburre, ¿por qué no le pregunta a Nash si puede ir a dar un
paseo?
—No estoy segura de que me lo permita —contestó Grace, sabiendo
que era una excusa.
¿Y si la veía alguien? ¿Y si los hombres de su tío habían descubierto
dónde estaba y la capturaban para devolverla a su casa?
—No es un ogro. —Mary le hizo un gesto tranquilizador—. Vaya a
preguntarle.
Grace salió del dormitorio. No pensaba ni por un momento que Nash
fuera un ogro. Siempre parecía bastante alegre. El hecho de que hubiese
pasado tiempo peleando seguía sorprendiéndola. Había pensado anotar eso,
pero a esas alturas, sus notas eran tan raras y confusas que ya no conseguía
entenderlas.
Nash seguía siendo un gran misterio para ella.
Lo encontró fuera, tirando de unas enredaderas que subían por una de
las ventanas frontales hasta una habitación que él tenía cerrada. Ella se puso
de puntillas para asomarse, pero solo vio algunos muebles cubiertos con
sábanas.
—¿Qué hace? —preguntó.
Él dejó de tirar de la enredadera y se frotó las manos en los pantalones.
—He pensado hacer algo útil. Estas enredaderas empiezan a tragarse la
casa.
Su expresión levemente vergonzosa hizo que ella notase algo líquido
en sus entrañas, seguido de una sensación cálida y extraña que le debilitaba
las extremidades. Miró las manos enguantadas de él, donde se cerraban con
firmeza en torno a la enredadera, y siguió después la línea de los brazos
hasta las mangas arremangadas de la camisa.
Los brazos eran solo… brazos, pero en Nash parecían algo totalmente
distinto. Estaban ligeramente bronceados, probablemente de montar a
caballo, y cubiertos de pelo fino y oscuro. Seguramente suave al tacto.
—¿Quería algo? —preguntó él.
Ella subió la vista hasta su rostro.
—Ah, solo… hmm… buscaba algo que hacer.
—Puede ayudar aquí si quiere. Aunque tendría que cambiarse.
Ella miró su vestido sencillo de muselina.
—El otro día, cuando quería recoger mis cosas, me di cuenta de que no
había traído nada conmigo. Solo tengo este vestido y el que me dio Mary, y
creo que este es el menos elegante.
—Se ensuciará —le advirtió él.
—No importa.
—En ese caso, agarre esto. —Él le paso la enredadera—. Y yo tiraré
desde detrás de usted.
Grace asintió. Se lamió los labios secos y captó su imagen en el cristal
sucio de la ventana. Lo vio a él detrás, mucho más alto y con el cuerpo
alineado con el de ella. La imagen hizo que sintiera un nudo en el estómago
y entonces olió la colonia, fresca y especiada de él, y le cosquilleó la piel.
¡Estaba tan cerca! Solo tenía que retroceder un poco y estaría en sus brazos.
¡Qué pensamiento tan delicioso le pareció aquel!

***
Nash tendría que haberse negado. Decir que no. Pedirle que se largse. Nein.
No. Nyet.
Habría sido bastante fácil. Pero no, tenía que pedirle que ayudara y
colocarse en una posición en la que le resultaba muy difícil controlar su
cuerpo.
Miró la parte superior de la cabeza de ella. Se dijo que la parte superior
de una cabeza no tenía nada de excitante. De hecho, Grace se esforzaba
porque la suya resultase especialmente aburrida. No la había visto ni una
sola vez con un peinado elaborado ni con rizos rozando con gracia su piel.
Su cabello, moreno y brillante, iba recogido atrás en un moño sencillo y
dividido en el centro, mostrando una línea pálida de cuero cabelludo.
Especialmente aburrido, sí.
Sin embargo, estar tan cerca de ella resultaba de todos menos aburrido
y, por mucho que se repitiera lo poco excitante que era su cabello, su cuerpo
no quería escuchar.
Inhaló hondo y agarró la enredadera con las manos cubiertas de
guantes. Se le había ocurrido que el trabajo físico podía disminuir su deseo,
pero después de una hora de tirar de enredaderas y arrancarlas, su deseo
seguía siendo igual de intenso.
Y ya no podía negarlo. ¡Qué demonios!, unas noches atrás había
estado a punto de besarla. Y ella estaba preparada, con los ojos cerrados y
los labios apretados. ¡Habría sido tan condenadamente fácil tomar lo que
quería!
—Agárrela fuerte —ordenó, gimiendo interiormente por la imagen que
provocaron esas palabras—. Y al principio dé un tirón flojo.
¡Santo cielo! ¿Qué demonios le ocurría?
Cerró la boca y tiraron juntos de la enredadera. La testaruda planta se
negaba a ceder, así que él la soltó y usó la navaja para cortar algunas de las
bifurcaciones más pequeñas que se aferraban obstinadamente a la ventana.
—Esto es más difícil de lo que pensaba —comentó ella.
Nash la miró fijamente.
—¿Qué pasa? —preguntó Grace.
Él negó con la cabeza y volvió a asumir su posición detrás de ella.
Aquella mujer no tenía ni idea de lo que le hacía. Primero, casi había roto la
promesa que había hecho a los otros de que nunca, nunca tocaría a ninguna
de las mujeres bajo su protección, y luego había empezado a hacer trabajo
físico en un raro intento por impresionarla. La verdad era que todavía le
molestaban las palabras de ella, la idea de que se dedicaba a no hacer nada
y fingir ser un señorito rural.
Por supuesto, le molestaban todavía porque tenían mucho de verdad.
Hacía todo lo que podía por aquellas mujeres y le enorgullecía ayudarlas,
pero su papel de protector nunca había exigido que hiciese mucho. Desde
luego, nunca tenía que preocuparse de que lo persiguiesen tíos horribles o
prometidos violentos.
No podía evitar preguntarse si no habría tenido razón también su
padre. Si no lo hubiese repudiado, quizás no habría cambiado nunca y
habría seguido llevando una vida disipada.
Apretó los dientes y tiró con fuerza de la enredadera. Esta cedió
demasiado deprisa y Grace se tambaleó hacia atrás con un grito. El aire
abandonó los pulmones de Nash cuando su espalda golpeó el suelo y un
codo afilado aterrizó en su barriga.
Ella se dio la vuelta y quedó con el rostro a pocos centímetros del
suyo.
—Lo siento mucho. —Se apartó un mechón de pelo de la cara—. Lo
siento muchísimo.
—Ha sido culpa mía. He tirado demasiado fuerte.
—Yo tenía que haber clavado mejor los pies. Por supuesto que usted
tenía que tirar fuerte. Tiene más fuerza que yo.
Lo dijo con tal naturalizad, que él ni siquiera consiguió sentirse
halagado por sus palabras. Aunque en ese momento no necesitaba palabras.
Estaba demasiado concentrado en el hecho de que el cuerpo esbelto de ella
estaba encima del suyo, alineado perfectamente, con una rodilla entre las
piernas de él y la otra montando su cadera. A juzgar por la expresión de ella,
él sabía que tenía poca idea de la posición en la que se había colocado.
Grace se incorporó con una mano en el pecho de él.
—¿Se encuentra bien? ¿Le he hecho daño?
—Estoy bien —contestó él con un gruñido.
Intentó concentrarse en un trozo de cielo blanco detrás de ella y, desde
luego, no en la línea de su cintura ni en el arco de su cuello ni, demonios, ni
siquiera en sus dedos y en cómo estaban extendidos en el torso de él.
—No era mi intención hacerle daño.
—No me lo ha hecho —insistió él entre dientes.
Pero algunas partes de él dolían y, si ella permanecía allí mucho más,
acabaría descubriéndolo. Pero, por alguna razón, el cuerpo de él se negaba a
moverse. Lo único que tenía que hacer era apartarla con gentileza. En vez
de eso, yacía allí como un inválido, intentando desesperadamente controlar
su pene.
—Parece un poco aturdido. —Ella le tocó la frente y luego llevó los
dedos a su sien y lo miró a los ojos—. Tiene las pupilas un poco dilatadas.
“Sí, porque usted está muy cerca, joder”, quería decir él. Porque le
dolía cada respiración. Porque nunca había tenido que esforzarse tanto por
mantener el control.
—Estoy bien —repitió.
Grace pasó la vista por su cuerpo.
—Puede quedarse un momento tumbado. Voy a buscar una compresa
fría o…
Él le agarró la mano que seguía en su cara.
—No.
—Pero puede estar herido y no saberlo. A lo mejor se ha golpeado en
una piedra o…
—No.
—Levante un poco la cabeza y deje que vea si está bien. —Ella se
inclinó hacia delante, lo que le permitió a él echar un vistazo entre la tela
gruesa de su pañoleta y el escote alto de su vestido.
Lanzó un gemido. ¡Cielo santo!
—¿Lo ve? Está herido.
Él le agarró ambos brazos y le subió un poco el tronco.
—No estoy herido, y usted tiene que apartarse inmediatamente.
—Déjeme al menos… —Ella intentó tomarle la nuca.
—¡Maldita sea, mujer! ¡Apártese de una vez!
Ella se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos.
—Lo siento. No pretendía hacerle daño.
—No estoy herido, maldita sea. —Él apretó los dientes e inhaló
superficialmente por la nariz—. Pero tiene que quitarse de encima
inmediatamente, Grace.
—Pero…
—Inmediatamente —insistió él.
—¡Oh! —Ella tragó saliva y sus ojos se abrieron todavía más. Bajó la
vista entre ellos—. ¡Oh! —repitió.
Se apartó entre murmullos de faldas y susurró disculpas con las
mejillas sonrojadas.
Nash se tapó la cara con el brazo, incapaz de verla alejarse. Miró el
punto en el que su excitación tensaba los pantalones. Al menos ya no
tendría que preocuparse de mantener las distancias. La había aterrorizado de
tal modo, que ella probablemente pasaría el resto de su estancia allí
escondida en su habitación.
Capítulo 13

Grace apartó a un lado el montón de papeles. Era inútil. Por mucho que
escribiera o pensara en el asunto, no conseguía entender a Nash.
O, más concretamente, no podía comprender su, ah, situación en el
tema de la excitación.
Cada vez que cerraba los ojos por la noche, recordaba su cuerpo
apretado contra el de ella. Solo con verlo, la había embargado una oleada de
sensaciones ardientes, hasta que le había resultado difícil respirar y le había
quemado cada parte del cuerpo. Y especialmente, el punto en el que se
habían conectado sus cuerpos.
“Solo fue algo biológico, ¿recuerdas?”.
Bueno, sí, su cuerpo lo recordaba, y daba igual cuántas veces se dijese
que ella era una hembra sana y él un varón sano y que era natural que la
naturaleza los convenciera de que debían procrear.
No podía olvidar ese momento.
Sospechaba que Nash tampoco lo había olvidado, lo cual era extraño.
Un hombre como él seguro que había experimentado eso muchas veces y
había hecho el amor a muchas mujeres. Grace no sabía por qué lo
avergonzaba un momento de excitación. No parecía el tipo de hombre que
se avergonzase por eso. Pero, por otra parte, como ella había concluido ya,
no conseguía entenderlo.
Ni tampoco a sí misma, al parecer, porque en ese mismo momento, una
punzada de algo afilado le pinchó el pecho como una aguja al imaginarlo
haciendo el amor con otras mujeres.
Miró en su dirección e intentó apartar de su mente la imagen de él
cuidando de otra mujer como cuidaba de ella esos días. ¿Por qué le
importaba que hubiese acompañado a otras? Que hubiese hecho algo tan
sencillo como sentarse en la sala de estar, en lados opuestos de la estancia,
mientras él leía el periódico a la luz de las velas y ella fingía estar atareada
en sus notas en la mesa pequeña situada al lado de la ventana.
No importaba. Ni lógicamente ni por ninguna otra razón. No
importaba lo más mínimo.
En ese caso, no necesitaba preguntar por ellas.
Decididamente, no.
—¿Nash?
¡Maldición! ¿Qué demonios le ocurría?
Él bajó la esquina del periódico para mirarla.
—¿Grace?
Bueno, ya que había empezado, ¿por qué no hacer las preguntas?
Quizá eso la ayudaría a entender por qué sentía aquello. Lo dudaba, pero
siempre quedaba esa esperanza.
Se giró en la silla para mirarlo de frente.
—¿Ha, ejem, cuidado así de muchas mujeres? Es decir, con secuestros,
no de ningún otro modo, ya me entiende, pero así… como lo que hacemos
ahora… —Juntó las manos en el regazo y bajó la vista. Aquel no era modo
de conducir una investigación, de eso estaba segura.
—Sí, ha habido varias.
—¡Oh!
Grace ya lo sabía, así que, ¿por qué narices se sentía decepcionada?
—¿Eran… hermosas?
¡Ay, Dios! Esa no era la pregunta que quería hacer. El aspecto no tenía
nada que ver allí. Ella no daba mucha importancia a eso. O, al menos, no se
la había dado hasta que conoció a Nash. Tenía que admitir que lo
encontraba extremadamente atractivo, pero sospechaba que además no
ayudaba que le gustara bastante el hombre en sí. Parecía andar por la vida
sin tener nada en cuenta y ella admiraba su osadía. No recordaba ni una sola
vez en la que ella no hubiese pensado detenidamente hasta las decisiones
más sencillas.
Él enarcó las cejas.
—Algunas sí.
—¿Por qué vinieron aquí?
Nash dobló el periódico y lo dejó en el sofá.
—No creo que deba hablar de sus problemas con usted.
—No, claro que no.
Grace se encogió por dentro. Naturalmente que no podía hacerlo y,
aunque él pudiese dar la impresión de que obraba a la ligera, ella sabía que
no comprometería su honor. El hecho de que la hubiese apartado cuando se
había excitado había dejado aquello claro. Un hombre como Nash podía
tener cualquier mujer que quisiera. Habría sido muy fácil para él seducirla.
Muy fácil.
Resistió el deseo de cubrirse las mejillas con las manos. ¡Cielo santo!
Aquello era más que un simple deseo biológico. Sentía muy, muy hondo
aquella necesidad de tocarlo, de saborear y sentir su cuerpo contra el de
ella. De explorar su virilidad única y de estudiarlo mucho más de cerca.
—Todas necesitaban ayuda, eso es lo único que puedo decir. Algunas
necesitaban escapar para empezar una nueva vida, otras estaban en
situaciones ligeramente parecidas a la suya.
Grace forzó una sonrisa y apartó los fantasmas de mujeres hermosas
paseando por la sala de estar con andares elegantes. No era dada a las
comparaciones, pero no podía evitar que la invadiera el sentimiento
estúpido que eran los celos. Si aquello fuese un mero deseo biológico de
reproducirse, no tendría por qué sentir esas cosas, ¿verdad?
—Estoy segura de que se sienten muy agradecidas por su ayuda —dijo
con voz tensa.
—Me alegró mucho ayudarlas.
—Y que le pagaran.
¿Por qué había sentido la necesidad de decir eso? Quizá porque podía
poner distancia entre ellos si se recordaba que, cuando obtuviera su
herencia, debería una buena suma a esos secuestradores.
Él soltó una risita.
—Eso tampoco hace daño. —Señaló el techo—. Por si no se ha dado
cuenta, esta casa necesita fondos.
Grace alzó la vista a la mancha de humedad que había en un rincón.
—¿Cómo ha llegado esta casa a este estado? —preguntó.
—Es bastante sencillo. Carezco de dinero y mantenerla cuesta mucho.
—Pero usted viene de familia rica, ¿no? Después de todo, es el
heredero de un título.
—Grace, usted es una mujer inteligente. Sabe que no toda la nobleza
posee una fortuna acorde con sus títulos.
—Sí, supongo que lo sé. —Sin embargo, las respuestas seguían
explicando muy poco sobre él—. Pero ¿cómo llegó a no tener dinero? ¿Y
dónde está su familia? Su padre no puede estar muerto si usted no ha
heredado.
Él volvió a cambiar de postura y apretó la mandíbula.
—Mi padre está vivo y lo demás es una larga historia. —Sonrió al
instante—. Hablemos de cosas más agradables. Como su fortuna, por
ejemplo. ¡Qué bendición será para usted heredarla!
***
A Nash no le pasó desapercibida la expresión de decepción de ella. Sin
embargo, lo último que quería era saciar su curiosidad sobre él. Cuanto
menos supiese, mejor. Y, además, por primera vez en su vida, se sentía
bastante avergonzado de sus indiscreciones pasadas. ¿Cómo iba a explicar
que su falta de fortuna y el deterioro de esa casa eran culpa suya? ¿Culpa de
su avaricia? Precisamente lo que más odiaba ella en su tío.
Siempre había creído que su padre era el culpable de su situación
actual, pero en ese momento en que pensaba explicárselo a otra persona,
una persona tan buena y tan inteligente como Grace, esa noción empezaba a
resultarle ridícula.
Nadie le había puesto las cartas en la mano. Nadie lo había obligado a
apostar un dinero que no tenía.
Respiró hondo. Aun así, eso no implicaba que su padre tuviese que
repudiarlo de aquel modo e incumplir su promesa de arreglar Guildham
House. Nash adoraba esa casa y había soñado durante años con devolverle
su gloria pasada. Y su padre había hecho que perdiera esa oportunidad. Eso
no podía perdonarlo.
—¿Qué hará cuando esté libre de su tío? —preguntó. Era mucho mejor
pensar en el futuro de ella. Un futuro sin él. Así quizá pudiese controlar sus
condenados deseos. Ya no faltaba mucho para que tuviese que devolverla a
su casa, mayor de edad y completamente independiente.
Y lejos de él.
—Sabe que espero irme a vivir con mi tía.
—Pero ¿qué más?
Ella abrió la boca, la cerró y frunció el ceño.
—Debe de tener otras ambiciones. O quizá haya alguien que le
interese —se obligó él a preguntar, sabiendo que, si la respuesta era
positiva, resultaría más doloroso de lo que estaba dispuesto a admitir.
—¿Interesarme?
—¿Algún otro aparte de ese bastardo de Worthington?
—¡Oh! —Ella negó vigorosamente con la cabeza—. He tenido poco
que ver con la sociedad y, dudo mucho de que, aunque así no fuese, yo
pudiera atraer la atención de nadie. —Se encogió de hombros—. Además,
no tengo interés en encontrar esposo.
—Su herencia puede cambiar eso.
—Lo dudo.
Nash colocó una mano en el brazo del sofá. Eso lo ayudó a no
levantarse, acercarse a ella y sacudirla con fuerza. No podía culpar a los
hombres de la buena sociedad por no haberse fijado en aquella belleza
porque había estado escondida, pero, cuando se supiese que era una
heredera con una fortuna razonable a su nombre, sí se fijarían. Y si eran
listos, verían que no solo se llevaban una esposa rica, sino también
inteligente y bella.
Frunció el ceño. Inteligente sí, y quizá en muchos sentidos, pero
completamente ignorante de lo seductora que resultaba. Incluso después de
lo del día de la enredadera, seguía parpadeando y frunciendo la frente,
como si le costase imaginar por qué tenerla encima de él le había provocado
una erección de la que le había costado dos baños de agua fría librarse.
—¿O sea que su tía y usted vivirán en algún lugar campestre? —
preguntó—. ¿Y qué harán con sus vidas?
Ella parpadeó unas cuantas veces. ¡Dios bendito! ¿Por qué lo alteraba
tanto su modo de parpadear? Quería entrar en su mente y espantar los
pensamientos que la invadían. Sin duda había muchos. Si prestaba atención,
casi podía ver girar el engranaje de su mente como el de un reloj.
Sospechaba que aquella mujer nunca hacía nada espontáneo, nada sin
pensarlo antes mucho.
—Supongo que puedo buscar otro gato…
—¿Eso es todo? ¿Su gran plan es conseguir otro gato?
Grace se cruzó de brazos.
— La verdad es que no he pensado mucho más allá de evitar casarme
con un asesino y alejarme de mi tío.
—Bueno, al menos sea ambiciosa. ¿Por qué no cinco gatos?
—Puede que haga eso.
—Y una cabra.
—Eso también.
—Y puede tener un pavo real, si lo desea.
Ella alzó la barbilla.
—Le aseguro que yo podría proporcionarle una casa excelente.
Sí, sin duda ella podría ofrecerles a todos un hogar amoroso, en el que
escribiría sobre ellos, los estudiaría, analizaría su naturaleza interior y los
mimaría perfectamente.
¡Dios santo!, estaba celoso de un pavo real, una cabra y un grupo de
gatos ficticios.
—Parece un plan excelente —musitó.
Ella resopló y descruzó los brazos.
—No puedo evitar ser aburrida, Nash. Siento no tener una mansión
deteriorada y un pasado misterioso. —Levantó las manos—. Yo soy así.
Tengo poca ambición y me gustan los animales. Ya está, soy aburrida.
Nash se levantó sin pensar lo que hacía. Se acercó a ella, la agarró por
los codos y la alzó hasta que quedó frente a él. Ella separó los labios y abrió
mucho los ojos.
—¿Se puede saber qué…?
—No vuelva a decir eso —dijo él con firmeza.
—Pero…
—Usted no es nada, nada aburrida.
Le puso una mano en la parte trasera del cuello y la besó. Con fuerza.
Fueron solo dos segundos. Dos segundos con los labios de ella debajo de
los suyos. Dos segundos para romper todas las promesas silenciosas que se
había hecho a sí mismo, a Grace y todas las promesas en voz alta que le
había hecho a Guy.
Ella sabía tan condenadamente bien, que no podía lamentarlo.
Después de lanzar un gritito de sorpresa, ella se apoyó en él, y Nash le
pasó un brazo por la cintura para acercarla más. Ella le clavó los dedos en
los antebrazos mientras él exploraba sus labios con cuidado, brevemente,
solo el tiempo suficiente para lograr entrar en ellos.
Grace emitió otro sonido, que resonó en lo más profundo de él e hizo
que se pusiese más duro que una estatua de piedra. El cuerpo de ella se
suavizó más aún, y él la abrazó con fuerza y profundizó en el beso
deslizando su lengua en la boca de ella con un gemido.
Era inútil. Estaba perdido ante ella.

***
Aunque Grace hubiese tenido sus notas a mano, estaba segura de que no
habría podido describir el beso con palabras.
Cálido, quizá. Suave. Pero no blando.
Fuerte, firme, exigente.
Pero sus labios eran suaves.
Era una combinación de opuestos muy extraña.
Al fin se decidió por delicioso.
Sí, eso sonaba bien. Delicioso lo definía de muchos modos y no
resultaba demasiado específico. Los brazos de él envolviéndola eran una
sensación deliciosa. Él sabía delicioso. Y la sensación en su interior también
se podía calificar así. Absoluta, completamente deliciosa.
Nunca la habían besado, a no ser que contara la vez en que Robert
Fletcher le dio un beso viscoso en la mejilla cuando su padre vivía todavía,
pero tenía la fuerte sospecha de que no muchos hombres podían besar así,
de un modo tan… tan… delicioso.
Nash aflojó la mano en la nuca de ella y después también la de la
cintura. Cuando retrocedió e interrumpió el beso, ella no pudo reprimir un
suspiro de satisfacción.
—Vaya, eso ha sido agradable —musitó con suavidad.
—¿Agradable? —repitió él, con voz ligeramente estrangulada.
—Claro que sí —asintió ella—. Besa muy bien.
Nash la miró fijamente, como si pensara que acababan de salirle
cuernos o que se había convertido en Claude.
—No creo que sea la primera mujer que le dice eso.
—No. —Él se pasó una mano por la cara—. Es decir… —Retrocedió
unos pasos—. Grace, yo…
Tenía las mangas de la camisa arrugadas, porque ella las había aferrado
con fuerza. Verlas hizo que quisiese volver agarrarlas y atraerlo hacia sí.
¿Cuántas veces reviviría ese beso en el futuro? Y sí volvían a hacerlo,
¿sería distinto? ¿Cómo era un beso más gentil? ¿Cómo era besarse
tumbados? Lo había visto ilustrado en libros, que ciertamente ella no
debería haber leído, pero si alguien quería comprender plenamente a los
humanos o a los animales, tenía que entender la mecánica básica de la
procreación. Al menos, eso era lo que ella pensaba.
—Basta —dijo él con brusquedad.
—¿Basta qué?
—De pensar.
—¿De pensar? ¿Qué quiere decir’
—Lo veo. —Él hizo un movimiento de giro con un dedo—. Veo
funcionar su cerebro detrás de esos ojos grandes. Eso puede volver loco a
un hombre.
Ella frunció el ceño.
—¿Pensar puede volver loco a un hombre?
—Sí. No. —Él espiró con fuerza—. Es el contenido de sus
pensamientos —explicó.
—¿Cómo puede saber el contenido de mis pensamientos?
—Sus ojos se agrandan y parpadea mucho. Normalmente eso significa
que tiene pensamientos complejos, que jamás debería decir en voz alta.
—¡Dios mío!
¿Tan evidente resultaba? Aquello era un poco desconcertante. Él no
podía saber que estaba pensando lo que sentiría si lo tocaba más, ¿verdad?
Si deslizaba una mano dentro de su camisa y sentía el calor de su…
—¡Basta, maldita sea!
—¡Dios mío! —murmuró ella de nuevo.
—Y que lo diga.
—Vaya, siento haberlo avergonzado.
Él saltó una risita.
—Grace, no estoy nada avergonzado, pero usted debe dejar de pensar.
Movió la cabeza con desmayo y ella se dio cuenta de que su mente se
había disparado y había bajado la vista por el cuerpo de él. Alzó los ojos
hasta los de él y entrelazó los dedos recatadamente.
—Estoy aquí para cuidar de usted, nada más. Y desde luego, no he
debido besarla.
—Pero si he dicho que ha sido…
—Agradable. Lo sé.
Nash pronunció la palabra como si ella hubiese dicho algo horrible
como… como “zurullo”.
—Independientemente de que haya estado bien, no he debido hacerlo.
—No ha habido daños —insistió ella—. No estoy escandalizada ni
alterada. Y no se lo diré a nadie.
—Pero ya lo sabré. —Él se presionó el pecho con un dedo—. Yo soy
muchas cosas, Grace, pero no rompo promesas, y juré que no la tocaría.
—¿A quién se lo juró?
—A los otros. Al Club Secuestros.
Grace sintió un nudo en la garganta y tragó saliva.
—¿Tiene… tiene la costumbre de, ah, tocar a las otras mujeres?
—Por supuesto que no.
Si ella hubiese tenido una silla al lado, se habría dejado caer en ella
aliviada. Ridículo, sí.
Nash sin duda había besado y hecho el amor a muchas mujeres en el
pasado, pero ella odiaba imaginarlo besando a las otras mujeres que habían
estado en su lugar.
—Y entonces, ¿por qué tuvo necesidad de hacer ese juramento?
Él apretó los labios.
—Tengo cierta fama de libertino, Grace. Me sorprende que todavía no
lo haya adivinado.
—Entiendo que se le pueda considerar así, pero no ha hecho nada que
me haga pensar que pudiese aprovecharse de una mujer. De hecho, ha sido
usted muy amable y caballeroso.
Él hizo una mueca.
—Si cree que sus pensamientos son libidinosos, los míos la dejarían de
piedra.
—¡Oh!
—Y yo jamás me aprovecharía de una mujer. Nunca. Pero en esta
situación, sería muy fácil que se enamorase de mí.
—¿Enamorarme de usted?
—Soy su protector, su hombro en el que llorar. El hombre que la salva
de su horrible destino.
Ella lo miró.
—Yo le pago para que me rescate, así que no estoy segura de que eso
se considere salvar.
—Lo que intento decir es que no puedo volver a besarla. No volveré a
besarla.
—Pues me parece una lástima, francamente. Creo que se nos da
bastante bien.
Capítulo 14

“Agradable”. La palabra le molestaba todavía.


Agradable.
El calificativo se quedaba corto.
Corto no, cortísimo.
Agradable.
Nash frunció los labios y cerró con fuerza la puerta de los establos. La
palabra resonaba al ritmo de sus pasos al volver a la casa. “Agradable,
agradable, agradable”. No lo había abandonado desde la noche anterior.
Cada vez que oía un crujido o se movía en la cama y sonaban los muelles
del somier, le parecía que siseaban esa palabra como una burla.
Agradable.
Aquel beso había sido más que agradable. Había sido cautivador,
seductor, exquisito, excelente… De todo menos agradable.
También había sido una mala idea. Como le había recordado a Grace,
él era muchas cosas, pero nunca rompía su palabra y odiaba a las personas
que lo hacían. Sabía demasiado bien que una promesa rota podía arruinarlo
todo, incluidas las relaciones familiares.
Así pues, ¿no era mejor que ella lo considerase simplemente
agradable?
Aunque, por el modo en que había visto que funcionaba su mente,
sospechaba que ella había estado dando vueltas a otros modos de explorar
cómo de agradables eran los besos. Nash no podía negar que él hacía lo
mismo, pero al menos conseguía guardarse para sí sus pensamientos. Saber
que ella los imaginaba juntos era una auténtica tortura.
Entró en la casa y saludó con un gruñido a Mary, que se afanaba con
los brazos llenos de ropa blanca.
—Nash, hoy ha llegado la comida y le he dejado un periódico nuevo
en la sala de estar.
Él hizo una pausa y le dio las gracias. Si Mary lo consideraba un
maleducado, no se equivocaría, pero ella no dijo nada. Él subió las escaleras
de dos en dos. No tenía tiempo para hablar de la comida ni de periódicos
nuevos. No cuando estaba a punto de ponerse en evidencia gracias a Grace.
—¡Grace! —exclamó, cuando casi tropezó con ella en la parte superior
de las escaleras.
—Lo siento. —Ella retrocedió unos pasos y miró por encima de su
hombro hacia el ala izquierda de la casa. Incluso a la tenue luz del rellano,
sus mejillas se veían enrojecidas.
—¿Qué hace?
Aparte de volverlo loco, claro estaba.
—Ah, bueno… —Ella se balanceó sobre los talones—. Estaba un poco
aburrida y usted había salido a montar a caballo, así que...
—¿Así que…?
Ella apretó los labios. Él gimió interiormente y se concentró en el trozo
de pared detrás de ella donde había un tapiz desgastado en los bordes. Nada
excitante. Completamente aburrido. Sin labios ni boca, nada tentador.
Porque bajo ningún concepto volvería a besarla. Si lo hacía, podía
despedirse de aquel ingreso y muy probablemente también de sus amigos.
Se pasó una mano por la barbilla. Si aquello continuaba así, tendría que
confesarle a Russell lo que ocurría. Quizá pudiese ir él a protegerla en su
lugar.
No, no quería a Russell a solas con ella. El hombre no sería
encantador, pero era inteligente y atractivo. Y Grace podía querer besarlo a
él y Nash no permitiría aquello bajo ningún concepto.
Besos. Labios. Boca. La boca de Grace. Su mirada se posó en ella y
captó las últimas palabras de lo que decía.
—… un vistazo.
—¿Perdón?
—Esperaba echar un vistazo. —Ella señaló pasillo abajo—. ¿Al ala
este? —explicó cuando él la miró sin comprender—. He probado la puerta,
pero está cerrada.
—¡Ah! —Él tocó el bolsillo de su chaleco—. Yo tengo la llave aquí.
—He pensado que quizá no quisiera que mirara. Por si hay algo que no
quiere que vea.
Nash tiró del pequeño grupo de llaves. Mary llevaba otro más grande
encima, pero él tenía unas pocas por si necesitaba entrar en alguna
habitación.
—¿Ha pensado que quizá tenga una esposa escondida en una de las
habitaciones o un familiar odiosamente desfigurado?
Ella negó con la cabeza.
—Sé que las tiene cerradas porque están deterioradas, pero usted no
cuenta nada sobre sí mismo y así es imposible no pensar que quizá tenga
algo que ocultar.
“Solo un pasado que me resulta cada vez más incómodo”, pensó él.
—Hay poco que contar —respondió despreocupadamente—. Estudios
en Cambridge, un tiempo viviendo en Londres y después me uní al Club
Secuestros.
Ella achicó los ojos.
—Creo que tiene que haber algo más que eso.
—Nada importante, se lo aseguro.
A menos que contara muchas deudas, demasiado tiempo en las mesas
de juego y un padre que lo había repudiado.
Abrió la puerta del ala este, que dejó entreabierta para que penetrarse
la luz en el largo pasillo oscuro. Olía a moho y humedad. Le puso a Grace
una mano en el brazo y se colocó delante de ella.
—Hace meses que no entro aquí, así que tenga cuidado. El suelo está
podrido en algunos lugares.
—¡Qué lástima lo que le ocurre a esta casa! Sería muy triste verla
derrumbarse.
Nash asintió. Lo sería. De niño había pasado varios veranos felices
allí, hasta que su padre había comprado una casa más cerca de la costa y se
había olvidado de aquel edificio.
Igual que él.
—Mi intención es repararla por completo, pero, como puede imaginar,
costaría mucho dinero y en este momento ando escaso de fondos. —Le
tomó la mano para guiarla por el corredor—. Siempre me ha gustado esta
casa. —Sonrió—. Y un día la veré restaurada a su antiguo esplendor.

***
—Eso suena fantástico. Pero ¿por qué a nadie más le importa esta casa?
Él apretó los dientes y Grace casi lamentó la pregunta. En la cara de él
leía amor y admiración siempre que hablaba de la mansión. Y ella no podía
por menos que preguntarse por qué su padre, dondequiera que estuviese, no
se involucraba en la reparación de una casa que debía valer una fortuna.
—Por alguna razón, soy el único de mi familia que sienta interés por
ella. Supongo que es porque yo pasaba mucho tiempo aquí cuando mis
padres viajaban.
Grace asintió y se asomó por el corredor oscuro. Oyó el silbido del
viento y se detuvo.
—Quizás no sea tan buena idea. Puede haber ratas.
—Creía que le gustaban los animales.
—Las ratas son roedores. Y ha dicho que los suelos están podridos. ¿Y
si nos caemos por un agujero?
—He dicho el suelo. La parte de debajo sigue en muy buen estado.
—¿Cuándo fue la última vez que entró ahí?
—Hace unos meses —respondió él con ligereza.
—O sea que ahora podría haber agujeros.
—No se deterioraría tan rápidamente. —Él movió la cabeza con una
sonrisa—. Venga, ¿no se fía de mi protección?
Ella apretó los labios y miró las sombras oscurecidas del rostro de él,
donde solo consiguió ver una expresión divertida.
—No tiene nada de malo ser cautelosos, ¿sabe?
—Claro que no. Siempre que eso no le impida disfrutar de la vida al
máximo.
—¿Usted nunca es precavido, Nash?
Él tardó un segundo en contestar.
—Probablemente no.
—Pues debería probar a veces.
—Y usted debería probar a veces ser más osada. —Él le tiró de la
mano—. Venga, valdrá la pena, lo prometo.
—Muy bien. —Ella se dejó guiar por la escalera en sombras—.
Aunque me gustaría señalar que para usted es muy fácil hablar de correr
riesgos.
Él la ayudó a bajar los últimos escalones. Un pequeño resquicio de luz
escapaba de una puerta que había delante de ellos y los guiaba hacia allí.
—¿Y eso por qué? —preguntó él.
—Pues porque usted es un hombre, es fuerte y de buena familia,
supongo. Puede permitirse ser atrevido.
Él se detuvo delante de la puerta.
—Asumo que tiene razón. —Giró el pomo, empujó la pueta y ella
parpadeó por efecto de la luz repentina.
Todos los pensamientos sobre cautela o atrevimiento la abandonaron
en cuanto se asomó a la habitación. Ante ella se extendía un gran salón de
baile. Aunque las contraventanas ocultaban todos los ventanales, una
enorme cúpula de cristal, que imitaba la que había en el vestíbulo de la
entrada, dejaba entrar hermosas franjas de luz de colores. Ella se soltó de la
mano de Nash y se adelantó, con sus zapatos resonando en el suelo de
mármol, hasta que llegó al centro de la estancia, justo debajo de la cúpula.
Alargó el cuello para ver los dibujos de la vidriera de cristal.
—Esto es precioso.
Él se reunió con ella en el centro de la estancia.
—Sí que lo es.
Grace bajó la vista y vio que él la observaba fijamente. Sintió un nudo
en la garganta y se esforzó por seguir respirando.
Nash apartó la vista rápidamente y señaló a su alrededor.
—No vi muchos bailes de niño, pero mi abuelo pasaba la mayor parte
del tiempo en el campo y él sí los organizaba aquí.
—Parece una gran lástima no utilizar este espacio.
—Espero poder utilizarlo algún día.
Grace bajó la vista a sus zapatos, que sobresalían del dobladillo del
vestido. No quería imaginar a Nash bailando allí con alguna mujer elegante
en sus brazos. Una mujer que probablemente sería su esposa. Después de
todo, los nobles tenían que casarse en algún momento.
Se apartó de él en un esfuerzo por huir de los celos estúpidos que la
invadían. No tenía ningún derecho sobre aquel hombre y si alguien le
hubiese preguntado unas semanas atrás si alguna vez había sentido celos,
habría dicho que eran una pérdida de tiempo.
Y seguían siéndolo. Por deteriorado y viejo que fuese aquel edificio,
era un recordatorio de las diferencias entre ellos. Él era osado y ella
cautelosa. Ella procedía de una vida sencilla y él no. Él sería un lord algún
día y ella estaría con su tía en alguna parte, probablemente llevando la vida
de una solterona.
Dio una vuelta por la estancia y se detuvo delante de un retrato de
familia. La ropa parecía relativamente moderna, así que asumió que el
cuadro no era viejo.
—¿Quiénes son estos? —preguntó.
Nash le tomó la mano y la apartó de allí.
—Nadie en concreto.
—Ella se negó a moverse y estudió el cuadro. Unos padres y tres hijos.
La más mayor, chica, un niño que no podía tener más de dos años y una
bebé en brazos de su madre. Ella se inclinó a mirarlo más de cerca.
—¿El niño es usted?
—Sí, era muy guapo, ¿verdad? Ahora vamos a ver…
—¿Y estos son sus padres y sus hermanas?
—Sí, sí —dijo él con impaciencia.
—No sabía que tenía hermanas.
—No ha surgido el tema. —Él intentó de nuevo apartarla—. ¿Por qué
no…?
—¿Por qué no ha mencionado nunca una cosa así?
Él respiró hondo.
—Porque no tiene importancia, Grace. No los veo y no hay nada más
que decir.
—¿No ve a su familia? ¿A ninguno de ellos?
—No —respondió él, cortante—. Ni a mi padre ni a mi madre ni a mis
hermanas.
—¡Oh! —Ella ladeó la cabeza—. Pero ¿por qué?
Él dejó caer la mano.
—Porque no les gusto mucho a ninguno, por eso. ¿Podemos continuar
ya?
Grace deseaba preguntar mucho más, pero la postura tensa de él y su
mandíbula rígida se lo impedían. Por alguna razón, Nash no quería hablarle
de su familia. ¿Qué secreto ocultaba?
Capítulo 15

—¡Condenación! —murmuró Nash entre dientes.


Apartó las mantas y se levantó de la cama, poniendo una mano en el
poste del lecho y debatiéndose con las cortinas que lo rodeaban.
Cuando consiguió liberarse, parpadeó en la oscuridad, intentando
adivinar la fuente del sonido. Definitivamente, había oído un golpe, de algo
que caía o quizás se rompía. Pero cuando sus ojos se adaptaron a la
oscuridad, no vio nada.
Se quedó inmóvil.
¡Diablos!
Grace.
Los habían encontrado. Alguien intentaba llegar hasta ella.
Y él los mataría.
Salió corriendo del dormitorio y cruzó la puerta de ella con los puños
en alto. La ventana estaba entreabierta, el viento agresivo movía las
cortinas. Oyó el golpeteo de la lluvia en el cristal, pero no había nadie.
Nadie excepto Grace, acurrucada en la cama, con las rodillas contra el
pecho y los ojos muy abiertos. Él respiró con fuerza y bajó los puños.
—¿Qué ha pasado?
—El… el viento. Creo que ha abierto la ventana.
Nash se acercó a la ventana y vio que el cristal se había agrietado con
la fuerza del viento y el pestillo estaba roto y separado del marco de
madera. Cuando tomó el yesquero y encendió una vela, vio cristales rotos
cerca del lateral de la cama.
—No se mueva —ordenó.
Ella negó con fuerza con la cabeza.
Por suerte, el cristal no se había roto por completo y solo había unas
cuantas esquirlas largas debajo de la ventana. No quería pensar lo que podía
haber sucedido si se hubiese roto todo. Grace podría haber resultado herida.
¡Maldición! Él tendría que haber revisado mejor la habitación, haberse
asegurado de que estaba en buenas condiciones.
Al menos no era lo que había temido y el villano de su prometido no
había ido a apartarla de él.
Es decir, a apartarla de aquella casa.
De él no. Él no era su dueño.
Sintió un remolino en el vientre al darse cuenta de que a una parte
importante de él le gustaría mucho que le perteneciera. Tener la libertad de
besarla, tocarla, escuchar sus insistentes preguntas y alentarla a correr algún
riesgo de vez en cuando.
Recogió las pocas esquirlas de cristal, las guardó en un pañuelo y las
dejó en una mesa pequeña colocada al lado de la chimenea. Por fin se
volvió hacia Grace. Seguía acurrucada como una bolita, con los ojos muy
abiertos y la piel pálida. Temblaba y se agarraba con fuerza las piernas.
—No puede quedarse aquí —dijo él—. Se congelará. Vamos a
instalarla en uno de los otros dormitorios y encenderé la chimenea.
—No creo que pueda moverme.
—He recogido el cristal, no le pasará nada.
Ella negó con la cabeza.
Nash frunció el ceño y se sentó en la cama a su lado. Su peso hundió el
colchón y ella terminó apoyada en él, quien agarró una manta de la parte
inferior del lecho y la cubrió con ella.
—¿Grace?
Ella lo miró a los ojos.
—He creído… —Inhaló con fuerza—. He creído que eran mi tío o el
señor Worthington, que venían a por mí.
—Yo he pensado lo mismo por un momento.
A ella le temblaba la barbilla.
—Estaba muy asustada y lo único que he podido hacer ha sido
quedarme aquí quieta, paralizada.
Nash le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí.
—Ahora está a salvo —la tranquilizó—. Yo jamás permitiré que le
suceda nada.
Era mentira, por supuesto. Una vez que ella cumpliera veintiún años,
aquello terminaría y probablemente no volvería a verla. Lo que sucediese
en el futuro no dependería de él.
Grace asintió. Apretó el rostro en el pecho de él y aferró el cuello de su
camisa de dormir con las manos como si fuese un salvavidas. Nash se
concentró atentamente en respirar con regularidad e ignorar el roce de los
dedos de ella en su piel desnuda. Ciertamente, aquel no era el momento
apropiado para pensar que solo llevaba una camisa sin nada debajo y que
ella estaba cubierta únicamente con la camisola y, por lo que había visto en
otra ocasión, tampoco llevaría nada debajo.
No era el momento en absoluto.
Su respiración se hizo más caliente y notó qué se le erizaba el vello de
la nuca. ¡Dios bendito, qué villano era! Ella estaba aterrorizada y él solo
podía pensar en lo fácil que sería deslizar una mano por sus muslos y
averiguar exactamente qué era lo que había debajo de la tela blanca.
—Seguro que usted nunca se asusta de nada —murmuró ella contra su
pecho.
—Claro que sí. —Él le froto el hombro con la mano libre—. Hace un
momento me he asustado muchísimo de lo que le ha pasado.
Ella alzó la cabeza y lo miró. El viento movía los mechones sueltos de
pelo alrededor de su rostro y le brillaban los ojos.
—¿De verdad?
—De verdad —respondió él, solemne.
—Sé que cuida de mí porque es su trabajo, pero no puedo evitar que
me guste que lo haga—confesó ella.
—A mí también me gusta —admitió él con suavidad.
Ella separó los labios y su lengua asomó brevemente para lamer el
labio inferior. Él nunca había sentido envidia de una lengua, pero la sintió
en aquel momento. Quería ser él quien explorarse la boca de ella. Lo
deseaba más que su próximo e incómodo aliento caliente.
Grace no se movió, aunque tenía que saber lo que se avecinaba. Ella se
reñía por tener miedo, y no tenía ni idea de hasta qué punto lo destrozaba
con su valentía.
—¿Por qué es tan difícil resistirse a usted? —gruñó, antes de bajar los
labios a los de ella.

***
Aquel fue un beso diferente. Más tierno, suave, exploratorio. El viento de la
ventana rota rozaba la piel de Grace, proporcionando un alivio bienvenido
al calor que hervía en su interior. Nash la saboreaba como si ella fuese algo
exquisito. Eso hizo que le diera vueltas la cabeza y dejase de pensar en su
tío y en todo lo relacionado con él. En su mente solo había cabida para
Nash.
Para los brazos de él alrededor de su cuerpo. Su pecho firme bajo los
dedos de ella. Su lengua buscando la de ella.
Posó los dedos en la piel cálida del cuello de él y a continuación fue
bajándolos por el vello que cubría su pecho. Empezaron a embargarla
sensaciones dulces, que se concentraban muy abajo. Detrás de los párpados
cerrados estaba inmersa en un mundo de deseo, un mundo en el que era
mucho más que una mujer pequeña, con frío y asustada por un poco de
viento.
En los brazos de Nash se sentía deseada, era poderosa. Cuando movía
los dedos, él se estremecía, y si ella ponía más fuerza en el beso, él gemía.
Pensar que tenía poder sobre aquel hombre atractivo y osado la dejaba
atónita, y quería más.
Se acercó más, apretando sus pechos en el torso de él. Los pezones le
dolían al contacto, pero, al mismo tiempo, proporcionaban cierto alivio. Él
volvió a gemir y llevó la mano al rostro de ella para retenerla cerca mientras
exploraba su boca. Su mano se deslizó hacia abajo, debajo del brazo de ella,
para tocar entre ellos. La palma cálida se instaló encima del pecho de ella,
que suspiró y se relajó en la postura.
Él acarició el pecho y ella echó atrás la cabeza. Él bajó los labios por
el cuello de ella, provocando temblores a lo largo de su columna. Ella
esperó, con los ojos cerrados y conteniendo el aliento, mientras él bajaba
los labios por su cuello y rozaba con ellos los pechos. El calor de su boca
sobre la tela que cubría los pezones le arrancó un respingo. Él los rozó con
los dientes y después succionó.
¡Virgen santa!, nada de lo leído en los libros había podido prepararla
para eso. Abrió los ojos para ver cómo la saboreaba a través de la tela,
primero un pecho y después el otro. Nunca había comprendido lo que
querían decir los libros ilustrando imágenes tan eróticas, pero en ese
momento lo supo.
Y jamás lo olvidaría.
Deslizó los dedos entre los rizos suaves del pelo moreno de él y volvió
a cerrar los ojos. no sabía lo que ocurriría a continuación, pero, por una vez
en su vida, no le importaba. Estaba dispuesta a seguir adelante con Nash,
sin lógica, sin pensamientos.
La puerta rechinó y la cama se hundió levemente. Unas patas pesadas
se abrieron paso hasta el regazo de ella y Nash se quedó inmóvil. Grace
abrió los ojos de mala gana y vio a Claude instalándose en su regazo, entre
ellos. El gato alzó la pata trasera con mucha elegancia y procedió a
limpiarse sus zonas bajas.
—Supongo que debo darte las gracias —murmuró Nash al gato. Se
enderezó y se apartó de ella.
—¿Darle las gracias?
—Un poco más y podría haber roto completamente mi juramento de
no tocarla. —Él se pasó una mano por el pelo.
—Yo creo que me ha tocado.
Nash hizo una mueca.
—Sí, pero ya no más, Grace. —La apuntó con un dedo—. De verdad
que no sé por qué es tan difícil resistirse a usted.
Grace quizás debería haberse sentido insultada. Después de todo, ¿por
qué se iba a sentir atraído por una mujer delgada y con tipo de chico como
ella? No obstante, si él no había tocado nunca a ninguna de las otras
mujeres, eso tenía que significar algo, ¿verdad?
—Estamos diseñados para querer procrear —dijo. Le dio una
palmadita en el brazo—. Es muy natural.
—No estoy seguro de que lo que siento por usted sea natural.
Ella frunció el ceño.
—¿Se puede saber qué significa eso?
—Significa… —Él movió la cabeza—. No importa. —Bajó de la cama
y le tendió la mano—. Vamos a instalarla en otra habitación. Al menos está
a más de dos puertas de la mía. Puede que la distancia ayude.
—¿Tan malo es querer besarme?
Él la miró.
—Grace, yo quiero hacer más que besarla, y sí, está muy mal. Usted es
inocente, ingenua.
Ella alzó la barbilla.
—No soy tan ingenua. Sé cómo funciona el sexo.
Él soltó una risita seca.
—Por supuesto que sí, pero eso no quiere decir que deba practicarlo. Y
menos con alguien como yo.
—¿Alguien como usted? —repitió ella.
—Alguien que ha jurado comportarse con usted como es debido.
Alguien que… bueno, no importa. Pero créame cuando le digo que su
primera vez no debería ser conmigo.
Ella tomó su mano y se dejó llevar a la otra habitación, con Claude
enganchado a su otro brazo. Mil argumentos le rondaban por la cabeza, pero
ninguno de ellos era mejor que el de: “Pero yo quiero que mi primera vez
sea con usted”.
Muy poco lógico.
Desde luego, no ganaría ningún debate con eso, especialmente porque
muy bien podía él estar en lo cierto. Tenía secretos y ella estaba segura de
que había sido un libertino en el pasado. Todos los indicadores estaban allí.
¿Por qué, si no, le harían jurar sus amigos que no la tocaría? Sí, él hacía lo
que era sensato.
Y por una vez en su vida, ella no deseaba en absoluto hacer lo más
sensato.
Nash encendió el fuego, comprobó que la ventana era segura y se
volvió hacia donde estaba ella, con las manos en la cintura, muy consciente
de que sus pezones seguían duros y de que la imagen de él en ellos no
abandonaría su mente.
—Métase en la cama, Grace.
—No quiero hacerlo.
—¡Hágalo! —ordenó él con un suspiro.
Ella reprimió un suspiro propio, cruzó el dormitorio y se metió entre
las sábanas frías. Él echó un último vistazo antes de salir de la estancia.
—Sea buena chica y cierre la puerta con llave.
Ella abrió la boca para protestar.
—Lo digo en serio.
Capítulo 16

—Mi puerta está abierta.


Nash se volvió y vio a Grace en el umbral de su dormitorio. Maldijo en
silencio. En los dos últimos días había conseguido resistir el impulso de
volver a besarla. Pero había sido condenadamente difícil.
—¿Qué hace aquí?
—He estado pensando —dijo ella. Cerró la puerta a sus espaldas y se
volvió de nuevo hacia él.
—Eso siempre es peligroso —murmuró él.
—Como he sido secuestrada, la gente asumirá ciertas cosas sobre mí.
Nash frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir?
—Lo más probable es que unos hombres que secuestran a una mujer
joven se aprovechen de ella.
El ceño de él se hizo más profundo.
—Ella quedaría deshonrada, Nash —explicó Grace, como si él de
verdad fuese tan lento.
Y así era como se sentía en ese momento. Todo le resultaba lento. Su
respiración, sus movimientos y su capacidad para echarla del dormitorio y
alejarla del peligro.
—¿Y?
—Pues que, después de pensarlo, para mí está claro que los dos
sentimos algún tipo de reacción entre nosotros. Por alguna razón, la
biología quiere que procreemos.
Él casi se atragantó con la respiración.
—¿La biología?
—Significa la ciencia de la vida.
—Sí, he oído antes la palabra —murmuró él—. Pero ¿procreación?
—Nash, yo no deseo un hijo.
—Entonces, ¿qué…?
—Pues que, teniendo en cuenta que de todos modos quedaré
deshonrada, me parece lógico fornicar con usted.
Él la miró un momento, observando su expresión sensata y sus manos
entrelazadas inocentemente ante sí. ¿Estaba soñando?
—¿Nash? —insistió ella.
—¿Qué es lo que ha dicho?
—Que quiero… ¿cómo se dice? Acostarme con usted.
Él se pasó una mano por el pelo.
—¡Dios mío!
—Estoy bastante segura de que usted no sería contrario a ello.
Él rio con sequedad. Eso era muy poco decir.
—Grace, usted es inocente y yo…
—No espero nada de usted —se apresuró a aclarar ella—, aparte de su
experiencia en el… ah, tema de la fornicación.
—¡Por Dios! Por favor, deje de decir fornicación.
—¿Mejor sexo?
No era bueno de ninguno de los dos modos. Ella se le ofrecía en
bandeja y a él le quedaba poco control para negarse.
Tragó saliva y ella se colocó las manos a la espalda y después se
volvió un poco y lo miró por encima del hombro.
—¿Me ayuda con las cintas?
Él se movió con pies de plomo, incapaz de resistirse, pero sabiendo
que iba a romper la única promesa solemne que había hecho en su vida.
—Alto —dijo ella con suavidad.
Él se detuvo, apretando los dientes. Miró las cintas que tenía en las
manos. Ella se volvió a mirarlo y él dejó caer las cintas al suelo. Los dedos
de ella rozaron su barbilla y se miraron a los ojos. Un hombro lechoso había
quedado visible y él bajó la vista, atraído por la encantadora imagen de la
piel desnuda.
Nash extendió la mano sin darse cuenta de lo que hacía y la posó en el
hombro de ella. La piel le cosquilleaba por el deseo de volver a tocarla. El
calor de la piel de ella parecía penetrar el hueco entre ambos y a él le
temblaba la mano por el esfuerzo de controlarse.
Había odiado a su padre por romper la promesa que le había hecho.
¿De verdad iba él a hacer lo mismo?
—¿No quiere… es decir, no desea tocarme? —preguntó ella.
Nash la miró a los ojos y vio un asomo de vulnerabilidad en la
expresión de ella.
—¡Dios mío! —dijo con voz rasposa—. Deseo tocarla más que nada
en el mundo.
Se acercó con un movimiento repentino y ella dio un respingo, al
tiempo que él gemía por la sensación de la piel suave bajo su mano. ¿Quién
iba a imaginar que un simple hombro podía provocar una reacción así?
Cuando ella movió levemente el hombro, el vestido cayó por un lado
hasta la parte superior del pecho. Él divisó el borde rosado de un pezón
asomando por encima del corsé.
Muy bien, aparentemente no era solo el hombro lo que lo excitaba. Los
bordes de los pezones también hacían que le ardiese todo el cuerpo. Deslizó
un pulgar debajo del vestido y del corsé y frotó tembloroso el pezón
endurecido.
Grace suspiró y cerró los ojos mientras él le acariciaba el pecho. A
Nash le resulta difícil apartarse de ese pecho, aunque sabía que había más,
mucho más, que explorar. Quizá si seguía allí, todo iría bien y no la
deshonraría ni se condenaría a sí mismo.
Con un ligero movimiento del hombro, ella dejó caer totalmente el
vestido por debajo del pecho y él la miró fijamente.
—Sé que a los hombres les gustan los pechos grandes, pero… —
musitó ella.
¡Dios bendito! Aquella mujer tenía que desconectar la mente de vez en
cuando. Nash emitió un gemido.
—Pero he llegado a la conclusión de que, aun así, usted me desea —
terminó ella. Su boca temblaba ligeramente.
—La deseo. Pero usted no debería ofrecerme esto.
—Es totalmente racional, se lo aseguro.
Daba igual cómo lo explicase ella, él sabía que no debería. Pero que lo
condenaran si se lo iba a negar. Nash pronunció un juramento, enterró los
dedos en el pelo de ella y la atrajo hacia sí para besarla. Deslizó los labios
sobre los de ella, los mordisqueó y succionó, y la sintió temblar. Las puntas
duras de sus pezones rozaron la camisa de él y Grace gimió. Nash tragó el
gemido y deslizó la lengua en la boca de ella, quien respondió con
impaciencia.
Ella bajó las manos hasta el cinturón de él y lo desabrochó lentamente.
Cayó al suelo con un golpe seco y él se apartó para permitirle acceso a su
camisa. Ella soltó cuidadosamente las cintas del cuello, sin dejar de mirarlo
a los ojos. Cuando se inclinó hacia adelante, él la besó en la frente y deslizó
el pulgar por la mejilla de ella. Juntos sacaron la camisa de él por su cabeza
y ella le sonrió.
Grace extendió lentamente los dedos y empezó a jugar con el vello del
pecho de él y seguir este hasta las protuberancias del estómago. Los
músculos de Nash se contrajeron bajo su caricia y respiró con fuerza. Ella
lo estudiaba y él se lo permitía, ofreciéndose cómo sujeto de investigación.
La otra mano de ella se unió a la primera y acarició el cuello de él antes de
bajar y de que ambas manos quedasen planas sobre el pecho de él.
Nash tragó saliva cuando ella bajó más los dedos antes de besarlo en la
base del cuello, dónde sintió palpitar su corazón.
Él necesitaba quitarle el vestido del todo. Pero no lo había hecho aún.
Quizás, en el fondo de su mente, pensara que todavía podía resistirse.
Improbable.
Ella debió de notar su vacilación, porque guio con gentileza la mano
de él hacia el escote del vestido, apremiándolo para que tirase de la prenda
hacia abajo. La resistencia de él cedió por completo y tiró del vestido y del
corsé, dejando al descubierto el otro pecho. El sudor cubría su frente.
Apartó todas las prendas de ella, la mezcla de corsé y de un vestido
grueso. El poco control que le quedaba se disipó por completo. ¿Cómo se
iba a resistir a una ofrenda así?
Ella se quitó el resto de la ropa interior y arrojó el corsé al suelo con
un gesto de placer. Nash la atrajo hacia sí y jadeó al sentir la piel de ella
contra la suya. Grace se retorció para frotar los pezones contra el pecho de
él.
Lanzó un gemido y él siseó cuando ella alzó las caderas y empujó
contra su erección. Podía explotar en cualquier momento.
Ansioso por sentirla del todo, se quitó el resto de la ropa. Oyó que ella
daba un respingo y se quedó inmóvil. ¿La había asustado?
Ella acercó la mano, vacilante, y exploró la longitud de su pene. En sus
movimientos no había vergüenza, solo una casta fascinación. Nash se
esforzó al máximo para no terminar en su mano, pero ella jamás sabría
cuánto le costó aquello. No se atrevía a espantarla, porque eso lo mataría.
Ella cerró la mano en torno a su pene.
—¿Esto te lo he hecho yo?
—Sí —gruñó él.
Grace lo soltó muy lentamente y lo miró a los ojos.
—Tócame, Nash. Quiero ser tuya.
—Sí —gimió él. Y la tomó en sus brazos.
Ella enterró la cara en su cuello y frotó con los dedos el vello de su
pecho mientras él la llevaba a la cama.
La depositó con gentileza en el lecho y la miró, con intención de
saborear cada precioso momento que pasase con ella. Se colocó a su lado,
apoyado en un codo, para poder verla en toda su gloria.
Extendió con las manos su pelo moreno sedoso alrededor de su cuerpo
y fue rozando los mechones en el punto exacto en el que caían. Grace se
alzó hacia su mano, cerró los ojos y separó los labios con un gemido
callado. Él bajó en silencio el dedo por el perfil de su rostro e hizo una
pausa para introducirlo en la boca abierta de ella. La lengua de ella salió al
encuentro de la yema de su dedo y él gimió ante aquella invitación
inconsciente. Sus dedos temblorosos siguieron explorando el arco delicado
del cuello de ella antes de introducirse entre sus pechos y rodear cada uno
de los pezones.
—Nash —gimió ella.
Él respondió con un beso apasionado, colocó una mano alrededor de
su pecho y rozó el pezón endurecido con los dedos. Grace respondió a su
beso, pero él se apartó antes de que pudiese profundizarlo demasiado.
Aquella mujer ponía seriamente a prueba su control y no tenía deseos de
empujarla más allá del punto al que ella pudiese llegar, por mucho que su
cuerpo pidiese otra cosa.
Ignorando sus gemidos de protesta, se apartó y ella dejó de protestar en
cuanto él empezó a besar su piel húmeda. Se retorció bajo sus manos,
gimiendo con cada toque de los labios de él en su carne. Nash le besó el
cuello y dedicó mucha atención a los pechos antes de seguir bajando más y
más y besar su vientre tembloroso. Sus dedos fueron trazando un sendero
hasta la unión de sus muslos y allí la admiró un momento antes de acariciar
el dulce calor húmedo que lo esperaba.

***
Grace se sobresaltó ante la caricia, pero él le puso una mano grande y
tranquilizadora en el estómago para sujetarla, antes de acercar vacilante la
lengua a los pliegues de ella.
Ella tembló con violencia cuando un relámpago de sensación rugió en
su interior y prendió fuego a su piel.
—¡Nash!
Se recuperó rápidamente del shock y se maravilló ante la sensación
dichosa que provocaba la boca de él en su sexo. Respondió a todas sus
caricias con un movimiento de sus caderas y con las manos en el pelo de él.
¿Quién iba a imaginar que la boca de un hombre allí pudiese hacer
tales cosas?
Cuando sintió que ya no podía más, Nash deslizó un dedo en su calor
resbaladizo y ella explotó con un grito.
Una letargia decadente cayó sobre ella y lo miró con párpados pesados
por el placer. Él volvió a subirse despacio sobre ella y cubrió su cuerpo con
el de él. Tuvo cuidado de no colocar su peso sobre ella, como si temiese
romperla, pero a Grace le gustó la sensación de su pene duro entre las
piernas y su pecho fuerte presionado contra su piel sensible.
Grace pasó las manos por los músculos de él, dibujando con los dedos
un sendero sobre cada uno de los músculos, mientras él le tomaba el rostro
entre las manos.
Su expresión era sombría.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Él tragó saliva.
—No quiero hacerte daño.
Grace sabía que debería estar nerviosa. Había leído lo suficiente para
entender que la primera vez podía ser doloroso, pero su curiosidad no le
permitía echarse atrás en ese momento, no después de lo que acababa de
ocurrir entre ellos.
Puso las manos en el trasero de él.
Nash se acomodó entre sus piernas, hundió la cabeza en el pelo de ella
y le besó el cuello. Echó el cuerpo hacia adelante con cuidado, mientras le
mordisqueaba y succionaba la oreja. Su pene caliente y endurecido rozó los
pliegues de ella.
Con una embestida apresurada, la penetró, llenándola por completo.
Ella gritó de dolor y sus ojos, que había cerrado para bloquear la
incomodidad, se llenaron de lágrimas.
El esperó. Se disculpó una y otra vez en susurros y le limpió las
lágrimas de las mejillas.
—¡Condenación! —murmuró.
Pero el dolor se disolvió y ella percibió un principio de calor, que
comenzó a esparcirse desde lo profundo del estómago.
Él la besó con fiereza en los labios.
Empujó lentamente y Grace respondió intuitivamente al ligero
movimiento alzando las caderas. Él inhaló con fuerza cuando el
movimiento lo introdujo más profundamente en ella.
—¡Caramba! —susurró ella. Aquello no se parecía a nada que hubiese
podido imaginar. Ninguna investigación habría podido prepararla para una
sensación así.
Cuando él retrocedió, ella lamentó la pérdida de presión, pero
inmediatamente se vio gratificada una vez más cuando Nash volvió a
embestir y a ella le cosquilleó todo el cuerpo.
Tiró de su cabeza hacia ella para que la besara y la lengua de él imitó
en su boca las embestidas de más abajo.
Grace solo podía gemir cada vez más. Se agarró con fuerza a los
hombros de él. Cualquier pensamiento de tomar notas, de lógica y
razonamiento había desaparecido. La presión siguió aumentando con él
moviéndose en su interior, hasta que finalmente le puso las manos debajo de
las nalgas y la levantó de tal modo, que la profundidad de su siguiente
embestida la llevó al clímax sin compasión.
Observó cómo se tensaba el rostro de él cuando se retiró de ella y se
entregó a su propio placer.
¡Caramba!
Capítulo 17

Grace bajó de la cama y se acercó a la puerta de puntillas. Se detuvo un


momento a mirar a Nash, que dormía pacíficamente. ¡Qué cosa tan extraña
había sido despertar al lado de un hombre!
¡Qué cosa tan extraña había sido la noche!
Extraña y maravillosa.
Pero tenía que irse antes de que él despertase. No podía soportar que
hubiese incomodidad entre ellos, así que concluyó que lo mejor era irse.
—¿A dónde crees que vas?
Ella se quedó inmóvil.
—Oh, yo solo… —Señaló la puerta y retrocedió unos pasos—. Hmm,
gracias por lo de anoche. Ha sido… hmm… de lo más excelente.
Se volvió y puso la mano en el pomo.
Las manos de él se posaron en sus hombros. La volvió hacia sí y, antes
de que ella supiera lo que ocurría, la besó en los labios y deslizó la lengua
en su boca.
Grace dio un respingo. Él aprovechó la oportunidad para profundizar
el beso y ella alzó la mano para tocarlo, pero él le agarró la muñeca, le bajó
la mano y la abrazó.
El poco sentido común que le quedaba la abandonó por completo
cuando él apretó su cuerpo contra el de ella e invadió su boca con la lengua.
La mano libre de Grace se posó en el cuello de él, donde acarició el suave
pelo que encontraron sus dedos antes de seguir por su barbilla.
Él le dio la vuelta y le besó la nuca y ella inhaló con fuerza para
reprimir los temblores que la recorrían. Las manos de él sujetaron las de
ella en su cuerpo, la atrajo hacia sí y ella sintió la longitud dura de su
virilidad.
—No haré nada que tú no quieras. Di una palabra y te dejo ir —
susurró Nash antes de rozar la oreja de ella con los dientes y dedicar una
atención especial al cuello—. Dilo, Grace, y esto habrá terminado.
Ella echó atrás la cabeza y le temblaron las piernas, pero Nash la
mantuvo erguida sujetándola por la cintura.
Grace no dijo nada. Se mordió el labio inferior y unos cosquilleos
erizaron todo el vello de su cuerpo.
Él subió la mano con un gemido y le rozó ligeramente el pecho. Ella
gimió con la caricia, con los pezones insoportablemente duros. Él posó la
otra mano en su cadera, la acercó hacia sí y ella se retorció contra la firmeza
que la esperaba.
Echó atrás la cabeza y se vio gratificada cuando sintió una vez más la
boca de él en la suya, esa vez con más suavidad. La lengua de Grace salió al
encuentro de la de él.
Nash gimió de nuevo cuando ella le devolvió el beso con placer y
Grace sonrió contra sus labios. ¡Qué distinta se sentía en sus brazos! ¡Qué
fuerte, qué poderosa! Tenía el poder de hacerle gemir.
Nash tiró de su camisola y pasó los dedos por los pezones rígidos que
sobresalían debajo. Los acarició hasta que quedaron muy, muy duros.
Bajó la otra mano a la zona tierna entre sus piernas y, aunque un
brevísimo instante de pánico le aceleró el corazón, ella se entregó
rápidamente a sus caricias. Deseaba aquello más que ninguna otra cosa.
Había sopesado todas las posibilidades y había llegado a esa conclusión.
Él la apretó contra sí con la presión de su mano en el pecho de ella y
acarició con los dedos su calor húmedo a través de la camisola. Ella suspiró
y su humedad no tardó en empapar la tela de la camisola. Nash soltó un
gemido cuando ella se apretó contra su mano al sentir que un placer
gratificante reemplazaba el anhelo de su sexo.
Con un movimiento rápido, él llevó ambas manos al escote de la
camisola y se la arrancó. Grace gritó de sorpresa y se cubrió instintivamente
con las manos, pero él se las apartó de inmediato.
—Eres hermosa, Grace. En muchos sentidos.
—Parezco un chico —no pudo evitar susurrar ella.
Él le tomó los pechos en las manos.
—Estos no son de un chico. —Movió la mano a la cintura de ella—. Y
esto, desde luego, es una cintura de mujer.
Su mano por fin cubrió el trasero de ella.
—Y esto, Dios santo, es el trasero de mujer más perfecto que he visto
en toda mi vida.
La tela suave de su camisa rozó la espalda desnuda de ella cuando la
acercó hacia sí, con ambas manos en los pechos de Grace. Extendió las
manos en la suave carne de ella y siseó. Grace tembló.
—Eres exquisita —gruñó él.
Y ella se sintió así. Se sintió así de verdad.
Él enterró el rostro en su pelo y siguió rozando con los pulgares los
pezones de ella. Una mano abandonó su pecho y ella se sintió huérfana,
anhelando de nuevo ese calor. Pero el calor de la mano de él no tardó en
regresar a su piel, bajar por su estómago e ir acercándose despacio hacia su
sexo. Los músculos de ella se contrajeron bajo aquella caricia gentil, que
parecía casi vacilante e inquisitiva.
Ella, en respuesta, alzó las caderas y él tomó aquello como una
aceptación y bajó la mano a la piel sedosa que lo esperaba. Deslizó muy
brevemente un dedo en la unión húmeda de los muslos antes de acariciar su
núcleo palpitante, lo que hizo que ella se encabritara. Siguió
atormentándola, manteniéndola inmóvil con una mano en su pecho y ella se
descubrió extendiendo los brazos en busca de algo que terminase con
aquellas sensaciones torturantes pero dichosas.
Dos dedos la penetraron con rapidez y ella abrió mucho los ojos a la
luz de la lámpara de aceite cuando el dolorcillo de la excitación pareció
disminuir y a la vez inflamarse. Él entró y salió y ella siguió retorciéndose
bajo sus caricias mientras él la besaba con ternura.
Nash aceleró el ritmo y ella luchó por respirar. El pulgar de Nash rozó
su protuberancia y ella gritó cuando el calor fiero la envolvió y la hizo
estremecerse con oleadas de placer.
Grace yació sin fuerza en sus brazos, con los dedos de él todavía en su
interior, intentando recuperar el aliento y el control de sus sentidos. Nash se
apartó y la volvió hacia sí.
La besó con ternura, con cautela, y ella respondió de igual modo,
saboreando el calor dulce y la presión de sus labios. Él hundió las manos en
el pelo de ella.
—Túmbate —susurró contra sus labios.
Grace obedeció y corrió al lecho rodeado de cortinas. Se disponía a
apartar las sábanas, pero cambió de idea, disfrutando de la sensación de su
desnudo y dejando atrás cualquier posible vulnerabilidad en el manto
oscuro de la noche anterior. Esa mañana se sentía traviesa y deliciosamente
desvergonzada.
Mientras él se desvestía, ella miró el dosel de la cama. El deseo de
mirarlo a él chocaba con el golpeteo de su corazón y no podía saber cómo
reaccionaría al desnudo de él, así que esperó hasta que Nash se acercó al
lecho.
Extendió ciegamente la mano y lanzó un respingo cuando tocó el
miembro duro de él. Lo oyó respirar con fuerza mientras lo exploraba,
extendiendo los dedos por los músculos ágiles que esperaban su contacto.
—¡Caramba! —murmuró, observando el vello fuerte en los músculos
flexibles.
Continuó la exploración hacia abajo, siguiendo el rastro de vello firme
más abajo del estómago. La suavidad aterciopelada de su excitación
combinada con su gran fuerza la asustaron y se apartó.
Inspiró hondo y volvió a extender la mano, esa vez preparada para la
sensación que él producía, y lo agarró con cuidado, encantada de oírlo
gemir y del movimiento instintivo de las caderas de él. Subió y bajó
lentamente la mano, guiada por los ruidos de apreciación que él emitía.
—¡Demonios, Grace! Me vas a matar. —Él le retiró la muñeca y la
apretó contra la cama. Cuando se colocó sobre ella, Grace se sintió aturdida
por la sensación que le producían sus cuerpos alineados.
—Eso resulta bastante agradable —murmuró.
Él sonrió en el lateral del pecho de ella.
—Esto también —murmuró.
Sacó la lengua y fue trazando un sendero por la piel de ella hasta llegar
al pezón. Se detuvo a soplarlo, pero no tardó en rodearlo con la boca. La
sensación fue tan intensa, que ella se arqueó en la cama.
Nash llevó la otra mano debajo de ella para alzar su cuerpo hasta la
boca de él. Grace se retorció y gimió mientras él pasaba de un pezón al otro.
Estaba desesperada por liberar las manos para abrazarse a él.
Por fin él le soltó las manos para besarle todo el cuerpo y fue dejando
un rastro de besos por su estómago, por los muslos y las caderas. Ella
contuvo el aliento y miró la cabeza morena de él contra su piel pálida.
Comprendía por fin la atracción del sexo. Resultaba perturbador y muy
excitante.
Tiró de él con impaciencia para que volviese a sus pechos y le sujetó la
cabeza contra la suya.
—Me gusta cuando me tocas los pezones —dijo.
—Y a mí me gusta muchísimo tocarlos.
Después de dedicar atención a los pezones, Nash le dio la vuelta y la
dejó con el rostro sobre la almohada. Ella giró la cabeza a un lado con un
respingo y se hundió en el colchón cuando el cuerpo musculoso de él cubrió
el suyo y su pene empujó contra las nalgas de ella.
Los labios de Nash se posaron en el lateral de su cabeza, donde le
mordisqueó el lóbulo de la oreja y resopló en su oído.
Grace gimió. ¿Quién iba a imaginar que no poder verlo bien pudiese
resultar tan… tan erótico?
La humedad del aliento caliente de él en la parte trasera de su cuello
hizo que se estremeciese cuando los labios de él rozaron levemente la piel
sensible.
—¿Te gusta esto?
Grace asintió con frenesí. Deseaba que le hiciese algo que terminara
con su sufrimiento y la llevase a recuperar las sensaciones más deliciosas.
Él se apartó brevemente, pero ella siguió donde estaba, tumbada con
las manos encima de la cabeza y el trasero buscando el contacto de él. Un
dedo solitario siguió la curva de su espina dorsal, se detuvo un momento
justo encima de la piel suave de su trasero y a continuación él se agachó y
colocó un beso sonoro en cada nalga.
Después hundió el dedo entre sus nalgas y jugueteó levemente en la
suavidad resbaladiza que imploraba su contacto. Ella enterró la cabeza en la
almohada para ahogar un grito de exasperación y levantó instintivamente el
trasero hacia la mano de él. Nash la penetró de pronto con dos dedos,
sobresaltándola, antes de retirarse y dejarla desolada.
El calor de su cuerpo cubrió el de ella de repente y le alzó levemente
las caderas del lecho. La punta de su pene encontró los pliegues del sexo de
ella y Grace se dio cuenta de que había llegado el momento. La iba a
poseer.
—¿Desde atrás? —preguntó, sin saber si su voz temblaba debido al
deseo o por inquietud.
—Tú lo sentirás muy profundo —dijo él. Y ella captó una sonrisa en su
voz—. Creo que lo disfrutarás.
Se movió con vacilación, presionando ligeramente contra ella para
después retirarse.
—Tómame —le suplicó ella.
Él se hundió en su cuerpo con un gemido.
—¡Madre mía!
Grace casi no podía pensar ni respirar. Él la llenaba tan completa, tan
perfectamente, que parecía hecho adrede para ella. Justo cuando pensaba
que no podía haber nada mejor, él se retiró y volvió a embestir.
Se movía con facilidad dentro de ella y Grace encontró un ritmo que le
permitía llevarlo cada vez más profundo. Él embistió una y otra vez, hasta
que ambos quedaron empapados en sudor y Grace no podía hacer otra cosa
que estremecerse de placer a medida que cada embestida la acercaba más y
más al clímax.
—Necesito… —dijo.
Él se detuvo de pronto, se retiró y le puso una mano debajo de la
cadera para volverla hacia él.
Antes de que ella pudiese preguntarle qué quería, él la besó en los
labios con frenesí y pasión y le agarró los muslos de modo que lo abrazase
con las piernas antes de volver a penetrarla.
Grace lo besó profundamente, clavándole las uñas en los músculos de
la espalda. Echó atrás la cabeza y encajó cada embestida profunda. No
lograba imaginar por qué aquello le resultaba ya tan natural, pero no podía
por menos que preguntarse qué otros modos habría de hacer el amor.
¿Y él se los enseñaría todos?
Subió las caderas hacia él y jadeó. Le cosquilleaba todo el cuerpo, la
cama chirriaba debajo de ellos y el cabecero golpeaba la pared. Cerró los
ojos, apretó la frente en el pecho de él y contuvo el aliento cuando el placer
alcanzó su culmen.
Abrió los ojos para ver a Nash embestir varias veces más antes de
retirarse y derramar su semilla en los muslos de ella.
Él apretó su frente contra la de ella.
—¡Ah, Grace! ¿Es preciso que mires a un hombre con esos ojos tan
grandes? Puedes volverlo paranoico.
—Pero es que es muy fascinante.
—Supongo que sí.
Ella miró el reloj que había sobre la chimenea.
—¿Crees que tenemos tiempo para más?
Él se echó a reír y tomó una toalla pequeña para limpiarla. Ella no
pudo evitar mirarle fijamente el trasero.
—Vamos a descansar un poco —dijo Nash mientras le frotaba los
muslos—. Una cosa que tienes que aprender sobre los hombres es que
necesitamos algo de tiempo para recuperarnos.
Grace asintió y sonrió.
—Hoy estoy aprendiendo mucho.
—No te preocupes. Tengo muchísimo más que enseñarte.
Capítulo 18

—¡Mierda! —siseó Nash.


La mirada de Mary pasó de uno a otro. Enarcó las cejas. Nash se sentó
en la cama y usó su cuerpo para esconder a Grace.
Aunque a ella no parecía molestarle en absoluto ser descubierta en su
cama. Le puso una mano en el brazo y se asomó por detrás de él.
—¿Nos han encontrado? —preguntó.
Mary negó con la cabeza.
—Aún no, pero mi hermano dice que alguien preguntaba por usted en
el Eight Bells. O por una mujer de su descripción.
Nash lanzó un juramento. ¿Cómo demonios les habían seguido el
rastro hasta allí? Russell era el secuestrador más precavido que podía
existir. Solo se le ocurría que, o bien hubiese pasado algo con el rescate, o
que los hubiesen traicionado. Se pasó una mano por el rostro.
Aquello tampoco tenía sentido. Russell y Guy eran demasiado listos
para eso.
—Tenemos que irnos —anunció.
Grace se envolvió en la sábana y asintió.
Él medio esperaba que discutiera, pero, o bien confiaba plenamente en
él o su mente lógica había deducido ya que era demasiado peligroso seguir
allí y que, si ya estaban tan cerca, no tardarían en pensar que quizá
estuviesen en la vieja casa abandonada.
—Mary, ¿puedes preparar los vestidos de Grace y un cambio de ropa
para mí? Tendremos que irnos andando.
La mujer asintió.
—Por supuesto.
—Escribiré una carta a Russell y a Guy para contarles lo que ocurre.
¿Puedes encargarte de enviarla?
Mary volvió a asentir y salió rápidamente de la estancia. Nash miró a
Grace y le puso una mano en el rostro.
—No permitiré que te ocurra nada, lo juro.
Ella apretó la mano de él con ojos muy abiertos.
—Eres fuerte e inteligente. Estoy segura de que no les dejarás.
—Mujer, desde luego, tú sí que sabes halagar a un hombre.
—No es un cumplido, simplemente una observación.
Él soltó una receta y la besó en la frente.
—Vístete deprisa. Saldremos antes de una hora.
Grace se sacó la camisola por la cabeza y él cerró brevemente los ojos.
No era así como había pensado empezar el día. Habría querido tener más
tiempo para explorar su cuerpo y saborear cada pulgada de él. Una noche
entera de hacer el amor no bastaba para consumar su necesidad de ella.
En lugar de eso, tendrían que salir huyendo.
No tenía miedo, al menos no por él. Podía protegerla bastante
fácilmente y estaba dispuesto a hacer lo imposible para conseguir que no
tuviese que casarse con el bastardo de Worthington, pero podía haber un
grupo numeroso de hombres pagados buscándola y no estaba dispuesto a
arriesgar su vida, a menos que fuese para garantizar la seguridad de ella.
Sería mucho mejor poner distancia y unir fuerzas con Guy y Russell en la
casa del lago. Él no estaba dispuesto a jugar con la seguridad de ella.
Gracias a Dios, tenían un plan de apoyo. Nunca habían tenido que
usarlo antes, pero el precavido Guy había dejado claro lo que había que
hacer si algo se torcía. Principalmente consistía en largarse corriendo de la
casa, pero al menos no tenía que pensar a dónde ir.
Después de vestirse con rapidez, se lavó la cara con agua fría e ignoró
las sábanas arrugadas que olían todavía a Grace. Era difícil arrepentirse,
especialmente cuando ella había encontrado un argumento tan sólido, pero
había roto la promesa hecha a Guy y a Russell. Quizás eso implicara que el
Club Secuestros se había acabado para él, y quizás que había alterado un
poco su idea estricta de cumplir promesas, pero bajo ningún concepto podía
arrepentirse de ser el primero con Grace.
Y, ¡maldición!, también le gustaría ser el último. Nunca en su vida se
había sentido posesivo con una mujer, pero con ella se sentía así.
Movió la cabeza, se puso las botas y corrió abajo para escribirle una
carta apresurada a Guy. Con un poco de suerte, le llegaría en un día con la
ayuda de un mensajero rápido y él tendría hombres extra para proteger a
Grace. Nash no sentía que eso lastimara su orgullo. Era fuerte, capaz y un
excelente tirador. Pero si tenía que pedir a todos los hombres de Inglaterra
que le ayudasen a protegerla, lo haría.
¡Maldición!, tenía que llevarse también la pistola. Se levantó del
escritorio y vio a Mary en la puerta con dos bolsas en la mano.
—Creo que tienen todo lo que necesitan —dijo ella.
Él le tendió la carta.
—Lo más rápido que puedas. Y cuando nos hayamos ido, ¿puedes
cerrar la casa y procurar que no te vea nadie? No me gustaría causarte
problemas.
Mary sonrió.
—Creo que tengo protección suficiente con mis hermanos.
Nash pensó en los tres hombres corpulentos y asintió.
—Eso es cierto.
—¿Cómo cree que nos han encontrado?
Él se encogió de hombros.
—Sabe Dios. Confío en que Russell pueda contestar a eso. Tal vez
sepa algo que yo desconozco, y él tiene un cerebro casi tan grande como el
de Grace.
Ella enarcó las cejas.
—Es verdad —dijo Nash—. Puede parecer silencioso y bruto, pero lo
he visto leerse un libro en menos de una hora y siempre está citando a
Shakespeare.
—Espero que pueda proteger a Grace. —Mary sonrió con picardía—.
Y conservarla a su lado.
—Tú no has visto nada.
—Claro que no, pero, por lo que pueda servir, creo que es la mujer
perfecta para usted.
¡Genial! Lo último que necesitaba Nash era que Mary buscara algún
tipo de futuro para ellos. Grace no conocía todavía su pasado y, aunque
fuesen extremadamente compatibles en la cama, eso no implicaba que
pudiesen construir un futuro juntos.
—Es perfecta —asintió—. Pero no para mí.

***
—No puedes llevarte al gato.
Grace apretó con fuerza el asa de la cesta.
—No pienso dejar a Claude aquí. Mary ha dicho que le has pedido que
no se acerque por la casa. ¿Quién va a cuidar de él?
Nash gimió.
—¿No puede comer ratones o algo así? Volveremos a buscarlo cuando
estés segura, lo prometo.
Ella lo miró. Al parecer hacerle el amor a un hombre no hacía qué te
comprendiese mejor que antes. ¿O se lo había hecho él a ella? No estaba
segura. Después de todo, ella había sido la que le había pedido que lo
hiciesen, pero Nash ciertamente había llevado la voz cantante.
Y menuda voz cantante la suya.
Movió la cabeza. ese no era momento de pensar en la noche anterior.
Lo más lógico era dejarla a un lado por el momento y preocuparse de ello
más adelante. La gente enviada por su tío a buscarla podía llegar en
cualquier momento, y si había más de un hombre, podrían estar en peligro.
Lo más extraño era que no conseguía tener miedo. Al menos, no
todavía. Quizá fuese por efecto de hacer el amor. Tal vez eso crease una
sensación rara, confusa y cálida que no se disipaba ni siquiera ante un gran
peligro. No era de extrañar que hombres y mujeres enamorados tomasen a
menudo decisiones desastrosas.
Pero ella no lo haría. Levantó la barbilla y se enfrentó a Nash. Aunque
le hubiese hecho sentir cosas que jamás habría imaginado, no había ninguna
posibilidad de que dejase allí a Claude solo mientras ellos huían.
Él suspiró.
—Muy bien. —Extendió la mano—. Dame la cesta.
Ella dudó un momento, y le pasó la cesta con el gato. Claude lanzó un
maullido de irritación por el encierro, pero no había otra opción.
Nash hizo una mueca.
—Espero que no se pase todo el viaje maullando. Tenemos que
movernos sin llamar la atención.
—Claude sabe moverse sin llamar la atención.
Nash enarcó las cejas y frunció un poco los labios.
—Desde luego. —Sacó su reloj de bolsillo del chaleco y lo abrió—.
Tenemos que movernos. —Volvió a guardar el reloj—. Si nos damos prisa,
podemos llegar a la posada justo después de atardecer.
—¿A dónde vamos exactamente?
—A una posada.
—Sí, pero ¿a dónde?
—Lejos de aquí.
—Creo que tengo derecho a saber a dónde.
—Muy bien. Al Royal Oak, en White Moss.
Grace arrugó la nariz.
—No conozco ningún White Moss.
—Exactamente. —Él le tendió la mano—. ¿Podemos ponernos en
marcha ya, por favor?
Ella le tomó la mano. Miró el contraste entre los guantes oscuros de él
y los de color azul claro suyos. ¡Qué extraño era que se hubiesen tocado
piel con piel hacía poco y, sin embargo, le diese un vuelco el estómago por
el simple hecho de tomarle la mano! ¡Qué rabia que tuviesen que huir y no
tuviera tiempo de escribir nada de la noche anterior ni de pensar
detenidamente en el acto de hacer el amor!
—Subiremos la colina y evitaremos el pueblo por completo —explicó
él cuando entraron en una senda bastante usada que discurría entre la
hierba.
—¿Cómo nos han encontrado?
—Que me condenen si lo sé. Solo Mary y un puñado de personas más
conocen nuestra presencia aquí. Siempre tengo cuidado de llegar sin que me
vean, y Russell también. La mayoría de la gente piensa que la casa está
abandonada.
—¿Nos habrá traicionado uno de los hermanos de Mary?
Él negó con la cabeza.
—No saben lo que hace ella. Además, son buena gente y Mary les
arrancaría la cabeza si lo hiciesen.
—¿El muchacho, pues?
—Se le paga bien para que guarde silencio. —Él frunció el ceño—.
Sería una verdadera lástima que nos haya traicionado alguien.
—¿Por qué vamos a esa posada en particular?
Nash se detuvo en el borde de la colina. Nubes grises colgaban como
plomo sobre los campos, bañando la hierba en una luz opaca. Grace confió
en que la lluvia esperase hasta que llegaran a lo que quiera que fuese White
Moss. A Claude no le gustaría nada estar encerrado en una cesta mojada.
—Tenemos un plan de apoyo.
—¿Tenemos?
—El Club Secuestros —explicó él—. Nunca hemos tenido que usarlo,
pero siempre hemos planeado ir a esa posada si nos descubren.
—¿Y luego qué?
—Grace, por mucho que adore tu mente curiosa, a veces me gustaría
que dejases que un hombre haga su papel y lleve el control.
—No veo por qué hacer preguntas te va a impedir llevar el control. A
veces una mujer debería saber a dónde va antes de seguir ciegamente a un
hombre.
Él cerró los ojos un instante.
—Tienes razón, por supuesto. Yo solo intento que lleguemos allí lo
más rápidamente posible y procurar que estés a salvo.
La preocupación que Grace leyó en sus ojos hizo que le diese un
vuelco al corazón, y no en un sentido bueno. Por alguna razón, había
olvidado el riesgo que corrían todos con aquello. Si la encontraba su tío, se
vería obligada a casarse con un asesino y Nash sería acusado de secuestro.
—Comprendo.
Él echó a andar de nuevo y ella lo siguió.
—Iremos a una casa en Derbyshire que Guy tiene alquilada con un
nombre supuesto por si la necesitamos.
—¿Derbyshire? Eso está lejos.
Él se volvió y sonrió.
—No te preocupes, no iremos siempre andando. Con un poco de
suerte, la caballería acudirá en nuestra ayuda dentro de poco.
Capítulo 19

A Nash le ponía nervioso oír el castañeteo de los dientes de Grace.


¡Maldición y mil veces maldición! ¿Cómo habían podido encontrarlos? Se
había esforzado durante todo el día por conservar la calma y no irritarse,
pero el mero hecho de que alguien si hubiese acercado tanto a Grace le
hacía querer dar un puñetazo en la ventana por la que miraba en ese
momento.
La lluvia golpeaba el cristal, lo que hacía difícil ver otra cosa que no
fuese la oscuridad. Las nubes se habían abierto por fin cuando estaban a
menos a dos millas de la posada y ambos se habían empapado hasta los
huesos. Se volvió a mirar a Grace, que estaba envuelta en una manta y
sentada en una silla al lado del fuego. Tenía el pelo pegado a la piel pálida y
su pequeña figura desaparecía prácticamente dentro de la manta de lana
gruesa.
Todavía le castañeteaban los dientes.
Nash se acercó y se arrodilló ante ella. Le puso las manos en los brazos
y frotó con vigor.
—Pronto entrarás en calor —le aseguró.
Tenía que hacerlo. Si enfermaba por su culpa, nunca se lo perdonaría.
Una personita tan pequeña como ella seguramente enfermería fácilmente,
¿no? Tendría que haberle pedido un carro a un granjero por el camino o
haber buscado un vehículo en alguna parte y al diablo con el plan. Que Guy
dijera que, en caso de que algo saliera mal, tenían que evitar ser vistos, no
implicaba que Nash tuviera que obedecerle.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó ella.
—Lo primero es conseguir que entres en calor. —Él miró la puerta—.
Pronto tendremos comida y bebida calientes. Eso ayudará.
Nash los había inscrito como casados, así que compartían habitación.
Era mucho mejor que ella estuviese a su lado y confiaba en que nadie se
fijaría mucho en un matrimonio. Ninguno de ellos llamaba mucho la
atención, empapados hasta los huesos y sin ninguna apariencia de ser un
noble y una heredera, y permanecerían en la habitación hasta que tuviesen
noticias de Guy o de Russell.
Por suerte, la habitación estaba bien situada, justo bajo el alero de la
posada y tenía antecámara y sábanas limpias. Al menos Guy tenía buen
gusto en lo relativo a las posadas para viajeros.
—¿Y después qué? —insistió a ella.
—Esperamos.
—¿Para ir a Derbyshire?
Nash asintió.
—El plan es que llegará alguien con un carruaje, muy probablemente
Russell, y viajaremos desde aquí hasta la casa.
—Me alegra que tengáis un buen plan.
—Yo te protegeré —juró él.
—Lo sé.
Nash se puso de pie cuando oyó que llamaban a la puerta. La abrió y
tomó la bandeja de comida y té. Dio las gracias a la chica que la llevaba y
cerró la puerta. Dejó la bandeja en la mesa delante del fuego, sirvió una taza
de té a Grace y añadió azúcar y leche, tal y como sabía que a ella le gustaba.
La joven rodeó la taza con las manos, agradecida, e inhaló profundamente.
—Ya me siento mejor.
—Me alegro —comentó él.
Sirvió otro té para sí mismo y sacó los boles de estofado de la bandeja.
Le sonó el estómago. No era de extrañar, pues no habían comido nada en
todo el día y tenía poca energía después de haber estado… distraído toda la
noche. No obstante, esperó hasta que Grace hubo terminado su bebida para
empezar a comer y devoró la carne tierna y los trozos grandes de verdura.
Ella lo imitó y comieron en silencio hasta vaciar los boles.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó él.
Grace asintió.
—Mucho mejor, gracias. —Miró el lugar en la cama donde se había
instalado el gato—. Parece que Claude nos ha perdonado también por la
cesta.
—Pese a todo, es un gato plácido —asintió él.
—Lo es. —Ella ladeó la cabeza—. Incluso cuando lo encontré,
empapado y hambriento, era el gato más relajado que he conocido.
—No es un mal tipo, supongo.
Grace sonrió.
—Confiesa que empiece a gustarte. El otro día te vi darle pescado.
Nash se encogió de hombros.
—Simplemente lo tolero, nada más. Y el pescado se iba a tirar de todos
modos.
—Si tú lo dices…
Él se levantó de la silla.
—Hay que quitarte ese vestido. Así podremos dárselo a la chica para
que lo limpien y sequen.
Ella abrió mucho los ojos.
—Solo llevo unas enaguas debajo.
—¿Hace falta que te recuerde que anoche te vi con mucho menos?
Grace se sonrojó.
—Bueno, sí, pero eso era… distinto.
—¿Por qué?
—No sé, pero lo era.
Nash suspiró. Aquel desastre lo había estropeado todo. Si no hubiesen
sido descubiertos, esa noche le habría hecho de nuevo el amor y habría
buscado otros modos de hacerla gritar de deseo y de satisfacción.
Aunque eso implicara que él probablemente iría al infierno por robarle
la virginidad y romper su promesa.
Aun así, estaba seguro de que habría valido la pena.
—¿Te lo quitarás si me doy la vuelta? —preguntó—. Puedes
envolverte de nuevo en la manta y estarás perfectamente decente.
—Supongo que sí.
Él se giró y escuchó el murmullo de la ropa. Aquello no estaba bien.
Debería ser él quien le quitase ese vestido, lo separara de su piel y después
le bajase la enagua por los hombros para mordisquearle el cuello. Luego
seguiría bajando más y…
¡Maldición! Aquello no ayudaba nada.
Se concentró en el feo patrón entrecruzado de la manta de la cama y
respiró profundamente. Estaba tranquilo. Plácido. No quería matar al
prometido y al tío que los habían obligado a huir. No quería volverse,
abrazarla y besarla con pasión. No dejaría ver la frustración que le producía
la situación en que se hallaban.
Estaba muy, muy tranquilo.
Ella habría terminado ya, ¿no? Se volvió y ella gritó y se tapó con la
manta.
Pezones. Un trozo de hombro.
Se hallaba muy, muy lejos de estar tranquilo.
***
La chispa de deseo en los ojos de él no pasó desapercibida. Y Grace se la
agradeció. Tenía el pelo mojado y probablemente parecía un golfillo débil
de la calle y, sin embargo, él la deseaba.
Ella lo deseaba todavía. Miró su espalda fuerte, marcada por la
humedad de la camisa, y recordó la sensación de los músculos de allí y
cómo había clavado los dedos en su piel cuando él le proporcionaba un
momento de placer tras otro.
Sin embargo, no le parecía apropiado dejarse llevar por el deseo
mientras estaban en peligro y tampoco podía sentir la misma sensación de
osadía que la había poseído la noche anterior.
Se ciñó la manta con más fuerza en torno a los hombros y metió los
brazos en la camisola de noche que había sacado de la bolsa y solo se había
puesto a medias. Quizá fuese porque estar con Nash no le había parecido un
simple apareamiento ni un acto biológico. No solo había tenido
sensaciones, además había sentido cosas. Él había desencadenado algo en lo
profundo de su ser y, por primera vez en su vida, no había sido capaz de
pensar. Él le había anulado la mente la noche anterior y ella temía que no
pudiese recuperarla si volvían a hacer el amor.
—Ya puedes darte la vuelta.
Nash se giró despacio y relajó los hombros cuando la vio bien tapada.
Ella le tendió el vestido mojado y esperó al lado del fuego hasta que él
regresó de dárselo a la doncella de la colada. Él señaló la cama con la
cabeza.
—Descansa si quieres. Ha sido un día largo.
Grace negó con la cabeza. Físicamente estaba cansada, pero su mente
no se calmaría, de eso estaba segura. No solo tenía que contemplar todo lo
que había ocurrido entre ellos, sino que también tenía que preocuparse de su
tío o de quienesquiera que fuesen aquellos hombres.
Nash se encogió de hombros y se acercó a la ventana. Allí se volvió y
siguió paseando. Ella contaba sus pasos cuando andaba, se detenía a mirar
por la ventana y volvía a andar. Dudaba de que hubiese mucho que ver. La
ventana daba a la parte trasera del edificio, donde no se veían luces de los
establos ni de las farolas. Él repitió aquello diez veces antes de que ella
hablase.
—Nash, no te preocupes. Confío en que nos vas a proteger.
Él se detuvo, aflojó los puños y se sentó enfrente de ella.
—Es imposible que puedan encontrarnos aquí. Esto no está en el
camino principal.
—Exactamente.
—Y con suerte, no estaremos mucho tiempo aquí.
—Exactamente.
—¿Y a quién se le ocurriría buscarte en Derbyshire?
—A nadie.
Él movió la cabeza y una media sonrisa entreabrió sus labios.
—¿No me toca a mí tranquilizarte a ti?
—Ya lo has hecho.
Él la miró.
—Pensaba que estarías aterrorizada.
—Yo también lo pensaba, pero contigo me siento segura. —Le hizo un
gesto con la barbilla—. ¿Y por qué no? Eres fuerte, capaz y un hombre muy
decidido.
Él soltó una risita suave.
—Lo de fuerte ya lo has dicho antes, pero creo que algunas personas
discutirían lo de capaz y hombre decidido.
Ella frunció el ceño.
—¿Quiénes?
Él movió una mano en el aire.
—Eso no importa.
—¿Quién, Nash? —insistió ella.
Él respiró hondo.
—Principalmente mi padre, supongo.
—¿Él te considera incapaz?
—Incapaz, tonto, descuidado y, desde luego, poco decidido, a menos
que contemos mi determinación de estropear mi vida a lo grande.
—¿Qué pasó para que piense eso de ti?
—Es una larga historia.
—Tenemos tiempo.
Él se frotó la barbilla.
—Digamos que, después de Cambridge, fui un hombre bastante
salvaje. Y a mi padre no le gustó mucho.
Grace asintió y guardó silencio. Sabía que allí había algo más y
deseaba conocer toda la historia, pero temía preguntar demasiado por si él
dejaba de hablar.
—A los veinticuatro años me repudió —murmuró él—. Desde
entonces no lo he visto ni a él ni a nadie de mi familia.
Aquello explicaba su escasez de fondos.
—Lo siento, eso debió de ser difícil.
Nash consiguió sonreír.
—Podría ser peor. Al menos tengo un padre. No puedo quejarme
cuando tú has sufrido tanto a menos de tu tío sin tener a tu padre que te
protegiera.
—Yo amaba mucho a mi padre y era el hombre más amable del mundo
—admitió ella—. Mi madre murió intentando dar a luz a mi hermano, que
murió con ella, así que estábamos los dos solos y él me adoraba. —Hizo
una pausa—. No puedo evitar preguntarme si no me mimaría demasiado.
Iba a todas partes con él y no había ningún tema del que no hablásemos,
aunque yo fuese una niña. Consideraba importante que la mente de una
chica se formarse bien antes de llegar a mujer. Y creo que quizá yo aprendí
demasiado del mundo.
Y aprendió muy pronto a temerlo.
—Parece que era un hombre interesante, que intentaba educar lo mejor
posible a su hija. Hay muchos padres que no querrían saber nada de sus
hijas.
—¿Como el tuyo?
—Pues no. Mi padre es una persona amable y ha tratado muy bien a
mis hermanas.
—Pero te repudió a ti.
—Sí.
—Nash, ¿qué ocurrió para que tomase esa decisión si, como dices, es
una persona amable?
Él movió la cabeza.
—El pasado es pasado. —Se levantó de la silla—. No quiero hablar de
eso. ¿Por qué no intentamos descansar?
Ella miró la cama, con Claude acurrucado en un extremo.
—¿Vas a… compartir la cama conmigo?
—Solo si tú lo deseas.
Grace pensó un momento. Había cosas que todavía no sabía de aquel
hombre y su mente no quería olvidar ese hecho. Su padre le habría dicho
que examinara todo lo que sabía y lo sopesara cuidadosamente antes de
lanzarse a vivir el momento. Pero su instinto le decía que lo quería a su
lado, con su cuerpo tocando el de ella y abrazándola, aunque fuese solo para
dormir.
Asintió y notó que la postura de él se relajaba un poco. ¿Quién iba a
imaginar que ella tenía el poder de poner nervioso a un hombre así? Era una
sensación bastante embriagadora.
Capítulo 20

—Escóndete —ordenó Nash a Grace cuando llamaron a la puerta de su


habitación. Podía ser Russell, pero no iba a correr riesgos.
Abrió la puerta unas pulgadas y la chica de servicio de la posada se
asomó por la rendija. Él abrió más y examinó el pasillo.
—Perdone la molestia, señor, pero me pidió que le informase si
alguien buscaba a un hombre y una mujer que viajan juntos.
—¿Sí?
—Están abajo. Son cuatro hombres.
Nash le puso una moneda de un chelín en la mano.
—Gracias. Si pudiese mantener en silencio nuestra presencia, se lo
agradecería mucho.
Ella sintió.
—Nunca damos información sobre nuestros huéspedes, señor. Somos
un buen establecimiento.
—Eso es cierto. Por favor dé las gracias al dueño de mi parte.
Cerró la puerta y miró a Grace. Estaba acurrucada en la silla lado del
fuego, con un libro en la mano, y daba vueltas a un mechón de pelo en
torno a un dedo. ¡Señor!, odiaba tener que volver a hacerle eso, pero no
había tiempo que perder. Que la chica de servicio no dijese nada no
significaba que no pudiesen sobornar a otros con dinero.
—Grace, tenemos que irnos ahora mismo.
Ella abrió mucho los ojos.
—¿Qué ha pasado?
—Ha llegado gente, probablemente a buscarnos. No quiero correr el
riesgo de que nos encuentren. —Nash tomó su levita y metió los brazos en
las mangas—. Cuatro hombres, así que estoy en minoría.
Ella asintió con la cabeza y se levantó. Se puso rápidamente los
zapatos y tomó a Claude. El gato lanzó un ruido de sobresalto cuando lo
empujó al interior de la cesta y pudieron oír sus uñas arañando el mimbre.
Nash tomó la cesta, agarró las bolsas de ambos y lanzó una mirada
rápida a la habitación. No quedaban señales de su presencia allí, lo cual era
bueno. Ya solo tenían que escapar sin que los viesen.
—Vamos a salir por la puerta del establo —dijo—. Si están en la zona
de la taberna haciendo preguntas, podemos evitar que nos descubran.
Volvió a abrir la puerta, comprobó que el pasillo seguía vacío y la
precedió escaleras abajo. El corazón le latía con fuerza en el pecho y notaba
las manos húmedas en la cesta de mimbre. De la zona de la taberna llegaba
ruido de platos y cubiertos. Si uno de ellos abría la puerta, los verían. Nash
se arrepentía de no haberse tomado el tiempo de cargar la pistola. Si
acababa con uno de los hombres, tendría más probabilidades de pelear con
los demás.
No necesitaba verlos para saber que serían duros de pelar. El tipo de
hombres que perseguirían a quien fuese por dinero, ya se tratase de un
criminal o de una persona inocente como Grace. Y tampoco emplearían
buenos métodos, así que tenía que asegurarse de que no les echasen el
guante.
Contuvo el aliento y se dirigió a la parte trasera del edificio, mirando
de vez en cuando detrás de ellos. Se detuvo en la puerta de atrás y la abrió
con el hombro. Por suerte no había ni un mozo de cuadra. Abrió la puerta e
hizo señas a Grace para que lo siguiera. Salieron al patio enlodado. En los
apartados había varios caballos nuevos, animales de aspecto fuerte y piel
cuidada. No el tipo de caballos que podía poseer cualquiera. La persona que
los perseguía tenía fondos.
Eso no ayudó nada a tranquilizar a Nash.
Oyó voces y sintió un nudo en el estómago.
—Escóndete, rápido —siseó, tirando de Grace y agachándose con ella
detrás de la puerta abierta de un apartado de caballos vacío.
Se acurrucaron sobre la paja rancia. Ella tenía los ojos muy abiertos y
el rostro pálido. Nash oía su respiración rápida e irregular. Las voces se
acercaron y él se llevó un dedo a los labios.
—Podrían ser ellos —murmuró un hombre.
—Podría ser cualquiera. ¿Y si el chico estaba equivocado?
—Son ellos, lo sé —dijo un tercer hombre, con voz profunda pero
levemente ronca. Parecía mayor que los otros.
Nash notó que Grace se ponía rígida a su lado.
—Registrad los establos. Han dicho que la pareja ha desayunado aquí.
No pueden haber ido lejos —ordenó el hombre con un suspiro—. Espero
que esa zorra valga tanto esfuerzo.
Grace soltó un gemido y Claude se movió en su cesta en respuesta a la
perturbación de su dueña. Nash sacó la pistola. Aunque no estuviese lista
para disparar, resultaría amenazadora. Si podía contenerlos el tiempo
suficiente, le diría a Grace que se alejase corriendo. Oyó pasos que se
acercaban y la sangre se le agolpó en los oídos. Se apretó contra la puerta y
puso una mano en la espalda de Grace, impulsándola a hacer lo mismo. Una
sombra cayó sobre la paja detrás de ellos y luego se retiró. Nash contuvo el
aliento varios momentos hasta que los pasos se alejaron y oyó cerrarse una
puerta.
Se irguió lentamente y se asomó por encima de la puerta. Cuando vio
que los establos volvían a estar vacíos, se permitió respirar.
—Se han ido —dijo.
Grace permaneció agachada en el sitio, con los brazos alrededor de su
cuerpo. Temblaba.
—Todo va bien —le aseguró él, ofreciéndole una mano—. Han vuelto
dentro.
Ella negó con la cabeza.
—Nada va bien. —Alzó la vista hacia él—. Ese hombre era mi
prometido.
Capítulo 21

Cuando un carruaje negro y grande se detuvo delante de ellos,


bloqueándoles el paso, Grace habría gritado si le hubiesen quedado
energías. Y quizá hubiese reunido energía suficiente para hacerlo, si Nash
no le hubiese rodeado los hombros con un brazo.
—No temas —dijo—. Es nuestro carruaje.
A Grace casi se le doblaron las piernas. Menos mal que contaba con el
apoyo de él o hubiese acabado tumbada en el suelo embarrado. Miró a los
dos hombres sentados en el pescante del carruaje cerrado, pero sus rasgos
quedaban ocultos por las sombras.
—Casi nos han descubierto —les explicó Nash mientras abría la puerta
y empujaba a Grace al interior.
—Suba —dijo uno de los hombres.
Grace se dio cuenta de que era Russell, la persona que la había llevado
con Nash. Se dejó caer agradecida sobre el asiento cómodo del carruaje,
apoyó la cabeza en la madera y cerró los ojos. Debería haber sabido que un
hombre como Worthington buscaría personalmente a su presa. Y los
hombres que lo acompañaban… Un escalofrío recorrió su cuerpo. Sus
voces sonaban fuertes y terroríficas.
Por mucho que confiase en que Nash haría todo lo que pudiera por
protegerla, si los hubiesen descubierto, podría haber resultado herido… o
algo peor. Después de todo, era su secuestrador. Sería difícil explicarle a un
juez que ella se había dejado llevar voluntariamente y, a los ojos de la ley,
era todavía propiedad de su tío.
Abrió los ojos y se abrazó el cuerpo. Su corazón latía con rapidez,
resonando en sus oídos y haciendo que sus respiraciones le pareciesen
ruidosas. El peligro había estado demasiado cerca.
Nash subió y cerró la puerta. Apenas acababa de sentarse al lado de
ella, cuando el carruaje se puso en marcha a una velocidad trepidante. En
otras circunstancias, a Grace le habría asustado viajar tan deprisa por un
camino rural y en la oscuridad, pero en ese momento sabía que, cuanto más
lejos estuviesen de la posada y del señor Worthington, mejor.
—Esta vez ha faltado poco, maldición —murmuró Nash, echando
hacia atrás la cabeza.
Ella solo pudo asentir.
Él se enderezó y se giró a mirarla.
—Perdóname, Grace. Tendría que haber sido más precavido. —Movió
la cabeza con un gruñido de disgusto—. Sabe Dios cómo nos habrán
encontrado aquí.
—Tú no has sido nada temerario. —dijo ella.
Empezaron a castañetearle los dientes y se abrazó el cuerpo con más
fuerza.
Nash maldijo con suavidad. Tomó una manta del lado opuesto del
carruaje y la tapó con ella.
—No tengo frío —protestó la joven.
—No, tienes miedo, pero esto ayudará —repuso él.
Le remetió la manta y Grace se arrebujó en ella, agradecida. Él le pasó
un brazo por los hombros y ella apoyó la cabeza en él. En esa posición, no
pasó mucho rato antes de que dejaran de castañetearle los dientes y
desapareciera el nudo que tenía en el estómago.
—El señor Worthington es un hombre resuelto —comentó.
—Eso parece —contestó Nash con voz tensa.
Ella lo miró. La tenue luz de las farolas de fuera solo le permitía captar
la línea firme de su mandíbula.
—Ahora estamos seguros —dijo.
—Sí.
Grace se apartó un poco y le puso una mano en el pecho.
—Nash, todo va bien.
Él sonrió a medias.
—Soy yo el que te consuela a ti, ¿recuerdas?
—¿Y no podemos reconfortarnos mutuamente?
—Tal vez. —Él la atrajo hacia sí y ella apoyó la cabeza en su hombro.
No fue consciente de que se dormía, pero, cuando despertó, Nash
seguía despierto y la luz apagada del amanecer iluminaba el interior del
vehículo. Miró a su alrededor, pasando la vista por los lujosos cojines y el
interior acolchado y forrado de seda. Aquel no era un carruaje normal. Su
dueño debía de ser rico.
Grace bostezó y se desperezó.
—¿Dónde estamos? —peguntó.
—A unas quince millas de la casa.
—Espero que eso sea lo bastante lejos.
—Si nos encuentran allí, pensaré que son clarividentes.
Ella arrugó la nariz.
—La clarividencia no existe.
—Muchas personas no estarían de acuerdo con eso.
—Todavía no he visto ni una sola prueba de que exista —declaró ella
con rotundidad.
Él soltó una risita.
—No voy a debatir ahora contigo la existencia de lo paranormal,
Grace.
—Pero no sería un debate. No hay pruebas científicas de semejantes
cosas.
Él movió la cabeza.
—¿Esa mente tuya no descansa nunca?
Grace frunció el ceño.
—¿Quizás?
—Bueno, al menos tú has descansado algo.
—¿Y tú?
Nash se encogió de hombros.
—Un poco.
Grace lo dudaba. Él tenía los ojos rojos y rodeados de círculos oscuros.
Un asomo de barba empezaba a cubrir su barbilla y eso le recordó cuando
se había despertado en sus brazos y sentido aquella textura en su piel
desnuda.
¡Dios santo! ¿Qué le ocurría? ¿Cómo podía pensar en eso cuando
estaban huyendo? No obstante, no pudo evitar tender la mano y rozarle la
mandíbula ni recordar lo poderosa y fantástica que se había sentido cuando
él le había besado todo el cuerpo como si la adorase.
—¿A qué se debe eso? —preguntó él.
—Gracias por todo, Nash.
—Olvidas que solo hago mi trabajo.
—No creo que a todos los hombres a quienes le pagan por hacer su
trabajo lo hagan con tanta diligencia como tú.
Él se inclinó y le dio un beso breve en los labios.
—Si fuese tan diligente, no nos habrían descubierto.
—No puedes culparte por eso. Es probable que estuviesen revisando
todas las posadas a lo largo del camino.
—Pero ¿cómo han sabido que seguíamos ese camino?
—Quizá Worthington tenga muchos hombres buscando y haya sido
una coincidencia que él estuviese en la nuestra.
—Sé que tú crees en las coincidencias tan poco como yo —contestó él
con voz tensa.
Grace respiró hondo. Era cierto. Y, desgraciadamente, eso significaba
que había un traidor entre su gente.

***
Nash no deseaba asustar a Grace más de lo que ya estaba, pero le costaba
controlar sus sentimientos. Se forzó a abrir los puños. Siempre se había
considerado una persona bastante relajada. La única vez que había perdido
los estribos había sido cuando su padre le había anunciado que lo repudiaba.
Pero ver personalmente al prometido de ella... Respiró con fuerza. Si Grace
no hubiese estado presente, Nash lo habría golpeado hasta hacerle papilla,
sin importarle que estuviese en minoría.
No ayudaba que Grace fuese inteligente. Ella comprendía
perfectamente que alguien los había traicionado. Había tan pocas personas
involucradas, que era difícil imaginar quién. Confiaba en todos los que los
ayudaban o no habría contado con ellos. Su miedo era que hubiesen
amenazado a alguno. Pidió a Dios que Mary estuviese bien.
Cuando se detuvieron, ya al final de la tarde, aún no había conseguido
desprenderse de la rabia. Seguía mirando a Grace, con sus grandes ojos y su
figura frágil, imaginándola casada con Worthington. Le dolía la mandíbula
de apretar los dientes. Y algo se le debió de notar, pues Guy le puso una
mano en el hombro y se lo llevó a un lado, mientras Russell ayudaba a
Grace a bajar del carruaje.
—Aquí estará segura. Ya no falta mucho tiempo y nos quedaremos
para ayudarte a protegerla.
Nash asintió. No estaría mal contar con la fuerza de Guy y Russell,
especialmente porque los brutos contratados por Worthington no dudarían
en pelear sucio ni en hacerle daño a Grace siempre que les pagaran.
Russell alzó la cesta que contenía a Claude y abrió la tapa. El gato
emitió un maullido quejoso y Russell volvió a cerrarla.
—Este animal es más feo cada día —le murmuro a Nash.
—No está tan mal. —Nash le arrebató la cesta y Russell movió la
cabeza con una sonrisa.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Grace, alisándose con las manos
el vestido arrugado.
—Caminar hasta la casa. Está a unas pocas millas, pero es un paseo
fácil —le explicó Nash.
—Y nosotros llevaremos el carruaje a una posada, donde estará fuera
de la vista y así nos aseguraremos de que no le sigan el rastro hasta la casa
—intervino Guy.
Ella abrió mucho los ojos.
—No creerá que puedan seguirnos aquí, ¿verdad?
—En absoluto. —Russell subió al pescante—. Pero nos gusta ser
precavidos.
—Volveremos después de oscurecer —le dijo Guy a Nash.
Grace observó alejarse el carruaje y miró a su acompañante con la
boca abierta.
—Acabo de darme cuenta…
—¿Sí?
—De que es el carruaje del conde de Henleigh. —Ella se pellizcó el
puente de la nariz—. He reconocido el escudo de armas de su familia
porque lo vi en un libro sobre linajes.
—Sí que lo es —respondió Nash con una sonrisa.
—¿Él es el que está detrás de esto?
Nash se limitó a sonreír.
—¡Dios mío! ¿Uno de ellos era el conde? Porque no me digas que se
lo habéis robado al conde. —Se llevó las manos a las mejillas—. No, tú no
eres el conde, ¿verdad?
Él negó con la cabeza y soltó una risita.
—No soy conde. Pero Guy es lord Guy Huntington, conde de
Henleigh. Él empezó el Club Secuestros —señaló con la cabeza el sendero
que se extendía al pie de la colina—. Venga, tenemos que movernos.
—No puedo creer que no me haya dado cuenta.
—Guy es muy poco ceremonioso, así que yo que tú no me
preocuparía.
—¿Cómo empezó esto exactamente? —preguntó ella, cuando echó a
andar a su lado.
Nash miró las colinas. Aún no había señales de la casita, pero lo habían
obligado a memorizar ese sendero por si resultaba necesario y sabía que,
cuando subiesen la siguiente colina, la encontrarían de frente: una casa
pintada de blanco situada al lado de un lago grande.
—Una prima de Guy tenía un matrimonio espantoso. Su esposo la
golpeaba hasta casi matarla y se negaba a entregarla de ningún modo o
forma. Así que Guy la ayudó a escapar a América, pero primero fue
“secuestrada” y se pidió un rescate para que el esposo no intentase seguirla
allí. Ahora vive contenta en América con su hijita y el marido acabó
matándose a borracheras.
—¡Dios mío!
—Eso fue antes de que yo me involucrase, pero la prima le contó a
otra mujer lo que Guy había hecho por ella y así empezó a extenderse el
rumor. Entonces fue cuando él nos contrató a nosotros.
—¿Por qué te uniste a él?
—Principalmente porque necesitaba dinero y me parecía un modo
interesante de estar ocupado. Conozco a Guy desde la universidad y él sabía
que tenía la casa y tiempo de sobra para cuidar de las mujeres a las que
ayudamos.
—Debe de ser una buena sensación ayudar a mujeres necesitadas.
Nash se detuvo un momento. Para él siempre había sido cuestión de
dinero. Al menos, eso pensaba. Por supuesto, le importaban las mujeres a
las que cuidaba, les deseaba lo mejor y se alegraba de que pudiesen huir de
lo que fuese que necesitasen escapar. Pero nunca lo había considerado de
otro modo que como un trabajo pagado.
Hasta el secuestro de Grace.
Hasta que había visto al bastardo con el que podía haberse casado.
Ahora deseaba ayudar a más mujeres a huir.
—Creo que los tres sois muy valientes—declaró ella.
Él negó con la cabeza.
—El valor tiene poco que ver aquí. De hecho, nunca me ha parecido
una ocupación muy peligrosa. Russell corre casi todo el riesgo físico y Guy
podría perder la confianza de todo su círculo si se supiese que ayuda a
esposas a huir.
—También es tu círculo, ¿verdad?
—Hoy en día, ya no tanto. Si no tienes dinero, no lo es. Dudo mucho
de que ninguno de ellos piense algo en mí.
Grace sonrió y le tomó la mano.
—Pues ellos se lo pierden.
Nash no estaba tan seguro.
Capítulo 22

—¡Maldita sea! ¿A quién se le ocurrió que era buena idea alquilar esta
casa? —Russell se pasó una mano por el pelo mojado y luego por la cara,
sacudiéndose las gotas de lluvia.
Guy se quitó el abrigo empapado y lo colgó en la silla delante del
fuego. Enarcó una ceja.
—Sabes perfectamente que fue idea mía.
—¿Y no podías haber encontrado un sitio que no implicase vagar
millas en la oscuridad? —murmuró Russell.
Nash sirvió brandy en tres vasos y pasó dos a sus amigos. El tiempo
había empeorado justo después de que Grace y él llegasen a la casa. Por
suerte, había bastante leña seca y habían podido encender varios fuegos.
Guy se sentó en un sillón.
—Ese era el sentido de tener este sitio —señaló—. Que está en mitad
de ninguna parte.
—Estoy seguro de que hay lugares igual de aislados y con caminos
decentes.
Nash miró las botas llenas de barro de Russell. Se las quitó y las dejó
al lado del fuego.
—Supongo que no hace falta que pregunte si os han seguido.
—Solo un idiota nos seguiría —gruño Russell.
—O alguien muy decidido —le recordó Nash.
Esperó hasta que Russell se hubo sentado delante de la chimenea y
tomó una silla de madera para sentarse con ellos. Sostenía el brandy en una
mano. Hizo girar el líquido en el vaso y lo observó teñir el interior del
cristal.
—No necesitas preocuparte —dijo Guy—. Hemos Tenido cuidado y
nadie nos ha visto salir de la posada. Hemos pagado generosamente al
posadero para que tenga el carruaje bien escondido.
—Es la primera vez que hemos necesitado utilizar esta casa —
comentó Nash—. Éramos tan arrogantes como para creer que estábamos
seguros en la mía. No quiero volver a pecar de esa arrogancia nunca más.
Russell miró a Nash.
—¿Desde cuánto te has vuelto tan serio?
—Desde que casi se llevan a Grace delante de mis narices.
Russell soltó un bufido.
—Tú jamás permitirías eso.
—Ha estado demasiado cerca para mi gusto. —Nash vació el vaso de
brandy.
—Menos mal que se me ocurrió estar bien aprovisionado —comentó
Guy, señalando el vaso vacío.
Nash asintió.
—He visto que hay leña suficiente para mantenernos calientes hasta
que tengamos que irnos.
—Y Russell y yo hemos traído comida. —Guy señaló el techo—.
Asumo que la señorita Beaumont está descansando.
—Se ha portado muy bien, pero creo que el shock de todo esto se ha
cobrado un precio. Se ha dormido casi inmediatamente.
—Deberíamos hacer guardia —sugirió Russell—. No haría daño ser
precavidos.
—Yo haré la primera guardia —se ofreció Nash.
Guy negó con la cabeza.
—Tú también descansarás.
—Vosotros dos habéis andado más que yo, y apuesto que también
habéis viajado más distancia que yo.
Russell intercambió una mirada con Guy.
—Pero llevas tiempo cuidando de ella y tienes un aspecto espantoso.
Nash se enderezó en la silla. Le dolía cada parte del cuerpo como si
acabasen de darle una paliza en esgrima y sentía los ojos cansados y la boca
seca. Sin embargo, no creía que fuese capaz de cerrar los ojos y descansar,
con el prometido de Grace buscándolos.
—Tengo mucho mejor aspecto que tú, amigo mío.
—Creo que no has tenido el lujo de mirarte a un espejo o no dirías eso
—se burló Russell.
—Yo haré la primera guardia —intervino Guy, cortante—. Podéis
descansar los dos.
—Yo no necesito descansar —protestó Nash.
—Quiero que los dos estéis en perfectas condiciones, y tú querrás lo
mismo si deseas proteger a esa mujer. —Guy se inclinó y miró el fuego—.
Hoy hemos estado muy cerca de que se descubriese todo esto. Si sale a la
luz que hemos ayudado a otras mujeres, podrían acabar todas en peligro.
—Por no mencionar que yo estaría fatal con una soga alrededor del
cuello —murmuró Nash.
Russell movió la cabeza.
—Es muy probable que vosotros dos os libraseis de la soga gracias a
vuestra sangre azul.
Nash resopló.
—Estoy seguro de que a mi familia no le importaría gran cosa. Pero no
me apetece mucho descubrirlo.
—Cuando termine todo esto, descansaremos un tiempo y pensaremos
bien cómo vamos a continuar. —Guy movió la cabeza—. Hemos perdido la
lealtad de alguien.
Russell frunció el ceño.
—No se me ocurre nadie que pueda traicionarnos.
—Ni a mí, pero ¿de qué otro modo crees que habrían podido
encontrarnos?
Nash apretó los puños.
—Cuando les ponga las manos encima…
—Yo te acompañaré —dijo Russell.
Guy levantó una mano.
—Primero preocupaos de cómo vamos a proteger a la señorita
Beaumont. Después nos preocuparemos de averiguar quién nos ha
traicionado.
Nash se puso rígido.
—¿Acaso crees que he pensado en otra cosa?
Russell giró la cabeza para mirarlo.
—Estás muy tenso con el tema de esta mujer, Nash.
—Es cierto —asintió Guy.
—¿Y os extraña? —Nash hizo un gesto con los dedos—. Ha faltado
muy poco para que nos pillaran.
Russell ladeó la cabeza.
—Yo creo que hay algo más que eso.
—Lo hay —asintió Guy.
—¡Maldita sea! No sabéis lo que decís.
—¿Ves? —le dijo Russell a Guy—. ¿Cuándo lo habías visto tú ponerse
tan a la defensiva? Sabía que algo era distinto desde el momento en que le
llevé a la chica.
—Definitivamente, está cambiado. —Guy terminó su brandy y dejó el
vaso en una mesita al lado de su sillón—. No me digas que por fin has
cedido a la tentación.
—¿Tentación? —repitió Nash—. ¿Por quién me tomas?
Guy se encogido de hombros.
—Por un libertino.
Nash no podía discutir eso. Ciertamente, lo había sido. Pero nunca
había tocado a ninguna de las mujeres vulnerables que estaban bajo su
cuidado.
Hasta entonces.
—Entre vosotros ha pasado algo —dijo Russell—. Se nota. —Lo miró
con ojos entrecerrados.
—Más vale que no. —Guy apretó los dientes.
Nash abrió la boca y volvió a cerrarla, al tiempo que buscaba una
negativa convincente en la confusión de su mente.
Un gritito femenino interrumpió sus pensamientos y el corazón le dio
un vuelco. Los tres se pusieron de pie cuando una bola de pelo entró en la
estancia y se subió al brazo del sillón de Guy. Grace entró corriendo,
cubierta únicamente con la camisola. Se quedó inmóvil delante de ellos con
ojos muy abiertos.
—¡Oh! ¡Ah! Buenas noches.

***
Grace no sabía si la sala de estar de la casita era especialmente pequeña o si
los tres hombres que la miraban eran especialmente grandes. Sospechaba
que podía hacer cálculos y averiguarlo, pero eso implicaría medirlos y no
resultaría muy apropiado.
Aunque no sería más violento que la situación en la que se encontraba
en ese instante.
Estaban hablando de ella. Si Claude no se hubiese escapado de sus
brazos, habría podido oír más. Su conversación le llegaba apagada por la
puerta semicerrada, pero estaba segura de que los otros dos interrogaban a
Nash sobre su relación con ella.
Quería hablar, decir que ella tenía la culpa de todo, que había exigido
que Nash la llevase a la cama, pero eso sería traicionar su intimidad, ¿no?
Además, en ese momento ni siquiera estaba segura de que volvería a
suceder.
¡Qué estúpida! Por supuesto que no ocurriría. Faltaba una semana para
su cumpleaños y luego estaría libre para hacer lo que quisiese con su vida.
Esa idea debería haberla alegrado, pero en vez de eso, le produjo un nudo
en el estómago. ¿Cómo iba a volver a una vida normal después de haber
estado en brazos de Nash?
Se acercó e intentó retirar a Claude del brazo del sillón. El pobre
animal había sufrido mucho atrapado en una cesta, viajando en un carruaje
y teniendo que acostumbrarse después a otro lugar nuevo. No era extraño
que hubiese querido huir de la habitación. Ella no había tenido intención de
escuchar y solo quería volver a llevar al gato arriba, pero no había podido
contenerse cuando había oído hablar a los tres hombres.
De ella.
De Nash y de ella.
Se arrepentía completamente de su decisión. Debería haber agarrado a
Claude y haberlo llevado directamente arriba. Estaba segura de que solo
tenía que mirar a Nash para traicionar todos los sentimientos que
amenazaban con explotar en su pecho, como si fuesen un rayo de luz
palpitando en su interior y visibles para todo el mundo.
Cuando lo miraba, era difícil ver un conjunto de rasgos. Una barbilla
atractiva, un cuerpo musculoso, ojos penetrantes… Lo veía simplemente
como Nash, el hombre que le había hecho sentir cosas que eran
completamente ilógicas.
Volvió a tirar de Claude, consciente de que los hombres la miraban.
Todos eran altos y fuertes. El conde tenía la prestancia de un noble, pero
también un aspecto algo curtido, como si la vida le hubiese dado un golpe
fuerte. Había unas arrugas permanentes en su frente y sus sienes estaban
teñidas de gris.
Aunque a Russell lo había visto antes, había sido en circunstancias en
las que había tenido poco tiempo para observarlo. Era ligeramente más
delgado, pero había algo peligroso en su mandíbula tensa y en su mirada
acerada. De los tres hombres, era el que resultaba más amenazador.
Claude por fin retrajo las garras y ella pudo separarlo del sillón y
apretarlo contra su pecho.
—Lo siento —murmuró—. Está un poco alterado.
Sospechaba que todos lo estaban. Se movió entre el trío de hombres,
muy consciente de su aspecto y con el vello de los brazos en punta.
Lamentaba profundamente haberlos oído. La atmósfera masculina de la
habitación era suficiente para lograr que hasta la mujer más osada quisiera
huir, y ella, desde luego, no era la más osada. Se obligó a avanzar despacio
hacia la puerta en lugar de salir corriendo como un ratoncito, que era lo que
deseaba hacer. Antes de salir de la estancia, sonrió vacilante.
—Buenas noches.
Los tres la miraron un momento antes de reaccionar y devolverle las
buenas noches a coro.
El conde carraspeó.
—Yo haré guardia por si necesita algo.
Grace vio que Nash lo miraba de hito en hito.
Russell asintió.
—Y Nash y yo estaremos en la habitación al lado de la suya.
La expresión de Nash se hizo más sombría.
—De acuerdo. Buenas noches —repitió ella.
Se volvió y sintió sus miradas en la espalda. Salió al pasillo y oyó
pasos pesados detrás de sí. No se atrevió a volverse por miedo a llevarse
una decepción hasta que él la llamó por su nombre.
—Grace. —Nash espiró con fuerza—. No sé lo que has oído, pero…
—Solo he venido a por Claude —comentó ella, sujetando al alicaído
animal.
—Lo sé, pero…
—Deberías irte a la cama. Ha sido un día largo.
—Es cierto —asintió él.
—Yo haré lo mismo.
—Grace… —volvió a decir él.
—Buenas noches, Nash. Que descanses.
Él se miró los pies. Ella no era tonta. Sabía que Nash quería decir algo
más, pero ella no quería oírlo. Quizá fuese una disculpa por haber permitido
que ella lo sedujera. Quizá quería suplicarle qué mantuviese en secreto su
aventura. Fuera lo que fuese, ella no lo soportaría. Los recuerdos de su
única noche y mañana juntos la acompañarían hasta que fuese vieja y
canosa. De eso estaba segura, y el corazón le latía con fuerza al pensar que
él pudiera lamentarlo, sobre todo en ese momento, en el que sus amigos casi
lo habían adivinado.
O, por supuesto, también podía querer decirle que aquello era ridículo,
pues él jamás amaría a alguien como ella. Grace lo sabía, pero no quería
oírlo. Eran la pareja menos lógica que existía. Eso lo sabía desde el
principio.
Aparentemente, sin embargo, su mente se negaba a funcionar cuando
se trataba de Nash, porque solo pensar en la palabra amor había hecho que
su corazón latiese con fuerza, como un pajarito que intentara volar libre.
Pero, si iba a sobrevivir a los días siguientes en compañía de Nash,
tendría que controlarlo firmemente.
—Buenas noches —musitó con suavidad. Y se volvió.
Subió las escaleras, con el corazón en la garganta y abrazando a
Claude.
—El amor es una cosa tonta —le susurró al gato—. Solo es un
sentimiento para asegurar que los hombres y las mujeres quieran procrear.
Y ella, desde luego, no sería tan tonta como para pensar que podía
sentir algo así por Nash.
Capítulo 23

—¿Dónde está ella? —preguntó Nash.


Russell dejó un momento de limpiar su pistola.
—Está a salvo, Nash. —Movió la cabeza y apoyó una palma en la
mesa de la cocina—. Sigue preocupándote así y acabarás en la tumba antes
de tiempo.
—¿Tú no estás preocupado?
Russell alzó un hombro.
—No es la primera vez que afronto un peligro.
—No, pero no lo corres tú —señaló Nash—. Lo corre ella.
—Ella parece que lo lleva bastante bien. Muchas otras mujeres estarían
llorando y lamentándose.
Nash no podía negar que Grace llevaba todo aquello
sorprendentemente bien. Esa mañana había parecido casi animada, así que
tenía que asumir que había dormido bien. El resto del día se habían evitado
mutuamente, o al menos la había evitado él. ¿Los había oído ella la noche
anterior? A juzgar por su comportamiento esquivo cuando hablaba con ella,
probablemente sí. Lo que implicaba que la idea de que él pudiese sentir
algo por ella la aterrorizaba.
También lo aterrorizaba a él. Aunque Guy no hubiese dicho nada, el
tema estaba ahí… en la vocecita silenciosa que no dejaba de susurrarle algo,
algo que él no tenía derecho a oír. Aquella mujer ni siquiera conocía todavía
toda la verdad sobre él y no podía decir que no hubiese tenido ocasión de
contársela ni que fuesen solo simples conocidos. Había tenido
oportunidades, lo sabía perfectamente.
Y sabía una cosa de cierto sobre Grace. Que odiaba a los hombres
avariciosos. El modo en que había hablado de su tío lo expresaba
claramente. Y a él también lo odiaría por su pasado, de eso estaba seguro.
—Está en la terraza —comentó Russell—. Ha preguntado si había
papel y lápiz y ha subido allí hace una hora. —Se frotó la nariz—. ¿Le
gusta dibujar acaso?
Nash negó con la cabeza.
—Toma notas.
—¿Notas? ¿Para qué demonios?
—No sabría decirlo. Solo sé que es algo que ella hace.
Russell movió la cabeza y volvió a tomar la pistola y el trapo.
—Desde luego, es distinta a todas las mujeres que he conocido.
—Eso es cierto —asintió Nash, antes de subir las escaleras.
Atravesó el dormitorio hasta las puertas abiertas. La terraza ofrecía una
vista perfecta del lago al atardecer, esparcido como una gran mancha de
pintura naranja contra el naranja más oscuro y negro de las colinas. El sol
extendía sus dedos de luz a través de la tierra y se reflejaban en el agua.
Grace había ignorado la silla de metal para sentarse en el suelo, con las
piernas dobladas a un lado. Escribía con furia en un trozo de papel. Él
intentó leer algunas de las palabras, pero la letra de ella era muy confusa.
Se acomodó a su lado, pero ella no dejó de escribir y él esperó a que
terminara antes de hablar.
—Es un lugar hermoso. —Señaló a través de los barrotes de hierro de
la barandilla de la terraza.
Ella asintió.
—Nunca me han gustado mucho las grandes extensiones de agua, pero
este lago es encantador.
—¿Por qué haces eso?
Ella se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y Nash lamentó no
haber sido él quien lo hiciese. El pelo de ella estaba revuelto desde que
habían salido de Guildham House. Le gustaba más así, liberado del moño
rígido de antes y cayendo alrededor de su rostro. Le gustaba especialmente
el aspecto de ella al atardecer, con la luz cálida tocando su piel y
provocándole el deseo ardiente de inclinarse a besarla. Russell no se
equivocaba al decir que no se parecía a ninguna otra mujer. Grace era la
criatura más inusual que había conocido. Y le gustaba mucho por eso.
—Me ayuda a entender el mundo.
—¿Escribir?
Ella se mordió el labio inferior y asintió.
—Es algo que he hecho desde niña. —Bajó las notas a su regazo—.
Nunca he entendido mucho a la gente, pero escribir y leer sí lo entiendo. A
veces, si pongo mis pensamientos sobre el papel, consigo enlazar una
cadena de pruebas y comprender lo que sucede a mi alrededor. —Alzó la
vista hacia él—. Supongo que suena raro.
—A mí me parece que tiene sentido.
—Supongo que tú nunca has tenido que esforzarte por comprender el
mundo y a la gente que lo habita.
—Desde luego, hay personas en el mundo a las que no comprendo —
respondió él.
Al menos, eso creía. Durante muchos años, no había entendido el
comportamiento de su padre hacia él. ¿Cómo era posible que un hombre
repudiase a su hijo? ¿Lo obligase a no acercarse a la familia? ¿Le impidiese
hacer lo que más deseaba? Pero empezaba a comprenderlo. Todo el mundo
tenía que tomar decisiones difíciles, y si Nash escribiera notas sobre su
juventud, si se observara a través de los ojos de Grace, ¿vería las pruebas
que apoyaban la decisión de su padre?
Desgraciadamente, empezaba a pensar que sí. Él había sido egoísta,
avaricioso y temerario. Y probablemente su padre había hecho lo único que
se le había ocurrido.
—¿Sobre qué escribes? —preguntó.
Ella vaciló. Lo miró a los ojos.
—Principalmente de ti.
Él se inclinó y cedió al deseo de volver a colocar aquel mechón
testarudo detrás de su oreja.
—¿Qué es lo que necesitas comprender de mí?
Ella bajó la cabeza.
—Muchas cosas —murmuró.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo… ¿por qué me produces una sensación extraña en el
vientre? ¿Por qué no puedo pensar en nada que no seas tú? Por qué… —Se
le quebró la voz.
Nash habría jurado que su corazón había duplicado su tamaño mientras
la oía. Deslizó una mano por el torso de ella y la posó en su rostro.
—Tú me haces lo mismo a mí.
—Intento encontrarle sentido, pero no puedo.
—Quizá no siempre tengas que buscarle sentido a todo.
—Pero yo lo hago. —Ella frunció el ceño—. Lo he hecho siempre.
Él se inclinó hacia delante.
—Desconecta un momento la mente. ¿Qué es lo que quieres hacer?
—Besarte.
—Entonces creo que debes seguir tus instintos y besarme.
—Pero los instintos no siempre son…
Él la besó en los labios, poco dispuesto a esperar ni un momento más
para saborearla. Ella cerró los párpados y gimió. El inhaló por la nariz y
profundizó en el beso. Deslizó la lengua en la boca de ella y saboreó su
lengua. Su cuerpo respondió al instante, endureciéndose por segundos
cuando ella le puso las manos en los brazos. El ligero arañazo de las uñas,
combinado con la brisa fresca procedente del lago, agudizaban los sentidos
de él, que podía sentir cada mínima sensación producida por el beso.
Se acercó más a ella y bajó las manos por el trasero femenino. Ella se
movió con él, se sentó a horcajadas en su regazo y le echó los brazos al
cuello. Nash gimió al sentir su delicado cuerpo tan pegado a él. Ella se
retorció para ponerse cómoda y él vio estrellas iluminándose detrás de sus
párpados.
Apartó los labios de su boca para mordisquearle la barbilla, el cuello y
el lóbulo de la oreja. Ella se arqueó ante sus caricias y sus pezones
apretaron el pecho de él como piedras pequeñas. Nash le tomó un pecho
con una mano y volvió a besarla en la boca. Ella se balanceó sobre él y
devolvió el beso con pasión.
—No debería tocarte —le recordó él.
¿O se lo recordaba a sí mismo?
—Ya es un poco tarde para eso.
Era demasiado tarde para eso. Estaba perdido ante aquella mujer,
ahogándose en su necesidad de ella. No se sentía capaz de parar, ni aunque
Russell y Guy estuviesen de pie en el umbral. Grace se enorgullecía de ser
racional y lógica, pero él no era capaz de pensar con lógica cuando le tenía
en sus brazos.

***
Grace lo había intentado. Mucho. Pero sin resultado. No conseguía
encontrar la lógica detrás de su atracción por Nash. No podía imaginar por
qué su relación no se reducía a dos personas incapaces de ignorar el instinto
básico de procrear. Era mucho, mucho más que eso, y aunque se esforzaba
por comprenderlo, no lo conseguía.
Solo sabía que necesitaba su contacto, que lo necesitaba cerca. Cuando
despertaba sola, lo echaba de menos. Había conocido pocos hombres, pero
no necesitaba conocer muchos para entender que había pocos como él.
Se balanceó contra él aferrada a su cuello. Las sensaciones inundaban
su cuerpo. Se echó hacia atrás y cerró los ojos de nuevo. Él siguió creando
un rastro de besos por su cuello. Le mordisqueó el lóbulo de la oreja, lo que
envió escalofríos de placer por la espina dorsal de ella. Nada de eso parecía
una necesidad básica de cumplir con lo que deseaba la naturaleza humana.
Era algo más complejo y mucho menos racional.
Pero no podía lamentarlo. Estar en brazos de Nash le hacía sentir
muchas cosas. No solo placer, también fuerza y valor. La Grace que había
llegado a Guildham jamás habría sido capaz de frotarse contra el pene de un
hombre.
Levantó los párpados y notó que la miraba mientras ella lo montaba.
Sus ojos se encontraron y ella se esforzó por respirar. Detrás de la mirada de
él, de sus pupilas grandes y oscuras, había mucho deseo. Grace sabía que
eso era una señal segura de excitación, pero también algo más que eso. Bajo
aquella mirada, ella era sensual, hermosa y estaba muy alejada de la criatura
con figura de chico que siempre había creído ser. Él la observaba como si
fuese una gota de lluvia en mitad de una sequía y necesitara beberla.
Y por Dios, que ella esperaba que lo hiciese.
Les quedaba muy poco tiempo juntos y ella quería emplearlo así.
—Sí —gimió él, cuando ella se movió con más fuerza. Le acarició un
pecho y después el otro, al tiempo que la alentaba con la otra mano en la
espalda.
Ella se balanceó una y otra vez, hasta que fue demasiado. El placer
estalló en forma de una palpitación pequeña que fue dando paso a una
oleada que la envolvió. Se puso rígida, permitió que la arrastrara y luego se
dejó caer contra el pecho de Nash.
Él subió y bajó la mano por su espalda, murmurándole palabras dulces
al oído, palabras que hablaban de su belleza y de su pasión. Nash había
liberado a una mujer que ella no sabía que existía y Grace desconocía cómo
volver a la normalidad.
Al fin levantó la cabeza.
Él la besó con gentileza en los labios.
—¿Eso te ha ayudado a comprender?
Ella negó con la cabeza.
—Ni lo más mínimo.
Él se quedó inmóvil y ladeó la cabeza.
—¡Maldición! Ese es Guy.
Grace se quedó inmóvil y oyó a Guy llamar a Nash. Este se soltó de
sus brazos y se puso de pie con rapidez.
—No he debido venir aquí —murmuró.
—Nash…
—Tengo que irme. Intenta dormir —le ordenó él.
—Pero Nash…
—Duerme —repitió él.
Se giró y estuvo a punto de tropezar con Claude en su prisa para
escapar. Grace observó un momento la puerta y a continuación miró sus
notas. Al menos ya entendía algunas cosas. Se estaba enamorando de él. O
quizá se había enamorado ya. Pero él seguía combatiéndolo. Ella no
resentía eso, pero aquello era más grande que cualquier juramento y
empezaba a cansarse de negarlo.
Capítulo 24

Grace se detuvo al lado de la ventana que daba al jardín de atrás y depositó


a Claude en el suelo.
—Sé bueno —le ordenó.
Abrió la puerta con rapidez y la cerró tras de sí antes de que el gato
pudiese seguirla. Claude se había acomodado al nuevo lugar después de que
le ofreciesen rodajas de carne cruda y un lugar confortable al lado del
fuego, pero seguía intentando escapar siempre que podía.
Grace no lo culpaba por ello.
Estar en la misma casa que aquellos tres hombres era una experiencia
extraña. Nunca había estado rodeada de tanta masculinidad. Todos se
movían por allí como si acechase el peligro detrás de cada esquina, a pesar
de que le aseguraban continuamente que no había ningún peligro de que la
encontrasen allí. Russell y Guy eran lo que ella consideraba tipos taciturnos.
Guy, en particular, no era propenso a sonreír y, aunque Russell se mostraba
algo más relajado, ella nunca sabía cómo relacionarse con él.
Se alegraría cuando aquello terminara.
Excepto porque no se alegraría.
Le parecía terriblemente injusto que tuviese que regresar a una vida
normal después de aquello. ¿Cómo iba a poder leer, jugar a las cartas con su
tía y adoptar más gatos abandonados después de todo lo que había vivido
con él? No parecía nada justo que la vida le ofreciese todo eso y después
esperase que se escondiera y llevase una vida sencilla y aburrida.
Arrugó la nariz. ¡Cuántas cosas habían cambiado en tan poco tiempo!
Sus deseos anteriores ya no la satisfacían.
Se acercó al sendero del jardín donde estaba Nash de pie. El sol de la
tarde iluminaba sus hombros y ella ansiaba poner las manos en ellos y
apretarse contra su espalda en un intento por absorber todo lo que pudiese
ofrecerle.
Había concluido que era imposible entender por qué había una
atracción entre ellos, atracción que, ciertamente, era algo más que un deseo
de procreación y, por una vez, había renunciado a intentar comprender. Lo
único que quería de Nash era sentir. Nada de pensar ni de dar vueltas a la
cabeza. Solo sentir.
Pero él la había dejado después de aquel beso, de aquel momento. Un
beso que todavía hacía que se le curvaran los dedos de los pies. Un beso
que estaba segura de que él había sentido hasta lo más profundo de su ser,
igual que ella. Sin embargo, él había podido marcharse como si no
significase nada. Y después no lo había visto hasta ese momento.
Necesitaba respuestas.
Él se volvió cuando ya estaba casi a su lado. Su mandíbula se tensó.
—Grace.
¡Dios santo! Solo tenía que pronunciar su nombre para que ella sintiese
la sangre caliente. Quería oírle decirlo más, pero quería que lo pronunciase
contra su piel desnuda.
—¿Qué haces? —preguntó.
Él se miró los pies.
—Montar guardia.
—Pero no estoy en peligro.
—No, no lo estás —confirmó él—. Pero no está de más ser cautelosos.
—Supongo que no. —Ella juntó las manos—. Esperaba que
pudiésemos hablar.
—Tú deberías ir adentro. —Él señaló la puerta—. Empieza a hacer
frío.
—¿Me estás esquivando?
—Grace, estoy de guardia —respondió él. Se volvió a mirar el valle
que se extendía ante ellos.
Ella se situó delante de él y se cruzó de brazos.
—No me iré hasta que hablemos.
—Vete adentro —dijo él con voz tensa.
—No.
Él movió la cabeza.
—¿Por qué tienen que ser tan tercas las mujeres?
—Probablemente porque estamos hartas de que nos digan lo que
tenemos que hacer.
—Yo solo te pido que entres en la casa.
—Para evitar hablar, por supuesto. Eso es algo muy masculino. —Ella
apretó los labios—. Que sepas que hay una investigación que sugiere que la
inclinación del hombre a querer guardar silencio puede causar mucho daño
a sus funciones cerebrales.
—Seguro que sí. —Él frunció los labios en un amago de sonrisa—.
Muy bien, ¿de qué quieres hablar?
—De ayer por la tarde.
Él gimió.
—Grace, no hay nada que decir sobre eso.
—Yo creo que sí.
—Fue una velada muy agradable. ¿Eso es lo que quieres oír?
—Sí —asintió ella—. ¿Y por qué huiste de mí?
—No hui.
—Sí que lo hiciste. Casi tropezaste con Claude en el proceso.
Él apretó la mandíbula y ella vio que tragaba saliva.
—¿Por qué huiste? —insistió.
—No hui —respondió él—. Simplemente intentaba ser un caballero.
Ella enarcó una ceja.
—Creo que es un poco tarde para eso.
—Dímelo a mí —murmuró él.
—¿Perdón?
—¡Maldita sea, Grace! He intentado mucho resistirme, pero tú eres
imposible con esos ojos grandes y ese cerebro aún más grande y las notas y
el modo en que dices todo lo que se te pasa por la cabeza.
Ella parpadeó varias veces.
—Fracasé en ser un caballero una vez y estoy intentando no volver a
fracasar.
—¿Y si yo no quiero que seas un caballero?
Él sonrió con tristeza.
—Grace, entra en la casa. No creo que estas sean las circunstancias
apropiadas para debatir esto.
—Dentro de poco volveré con mi tía. ¿Debatiremos esto alguna vez?
Él se encogió de hombros.
—Tal vez no.
Grace movió la cabeza.
—Nunca había entendido por qué los hombres enfurecen a las mujeres,
pero ahora ya lo sé. Tenemos fama de ser el sexo débil y obstinado, pero
son los hombres los que son cabezotas y estúpidos.
—Grace…
—Acabas de dejar claro que me deseas. Creo que te gusto. Tú no dirías
esas cosas sobre mi persona y mi comportamiento si no te gustase. Sin
embargo, estás dispuesto a negarnos a los dos algo que queremos por una
idea que nos ha impuesto la sociedad.
—¡Maldita sea, Grace! Eso no es…
Ella dio media vuelta y regresó a la casa sin dejarle terminar la frase.
Por primera vez en su vida estaba furiosa. La rabia fluía por sus venas,
caliente y puntiaguda.
Sonrió para sí.
Curiosamente, eso le gustaba bastante.
Había hablado por sí misma, por su sexo, y esa era la sensación más
fuerte que había sentido en su vida.

***
Nash miraba el techo con los dedos entrelazados detrás de la cabeza. Allí no
había nada de interés aparte de una telaraña que bailaba en la corriente que
entraba por el filo de la ventana. A diferencia de lo que sucedía en su casa,
allí no había cortinajes ni columnas interesantes de madera que observar.
Le habría gustado que las hubiera. Que hubiese cualquier cosa que
pudiera distraerlo. Desafortunadamente, una telaraña no lo iba a conseguir.
Y menos cuando sabía que Grace estaba en el dormitorio contiguo y
enfadada con él.
Nunca la había visto así. Resultaba muy impresionante en su furia. Y
además tenía razón. El caballo se había escapado ya y él intentaba cerrar la
verja. Y no se le daba muy bien. Le hacía el amor y después huía e intentaba
olvidarlo. Estaba haciendo un gran lío de todo aquello y no tenía ni idea de
cómo arreglarlo.
Para empezar, podía confesarle todo su pasado. Esa idea le producía
escalofríos. Ciertamente, ella se enfadaría con él. Por otra parte, también
podía confesarle a Guy lo que había ocurrido entre ellos.
Era más fácil decirlo que hacerlo. Guy no era famoso por su
comprensión y su calma. Lo echaría del Club Secuestros.
Espiró con fuerza. Suponía que tenía que ocurrir. Al día siguiente le
diría a Guy que había metido la pata y que comprendería que no quisiese
saber nada más de él. Después le contaría a Grace que también había
metido la pata en el pasado y que en realidad no era un caballero. Que no
era mejor que el avaricioso de su tío, que tomaba todo lo que podía y lo
perdía a las cartas sin importarle el impacto que causase su avaricia.
¡Señor! ¡Qué horrible sonaba todo eso! Sin embargo, era lo más
correcto. Confesarlo todo y aceptar las consecuencias. Dejar de esconderse
del pasado y de fingir que había sido el ofendido, y, por supuesto, no
esconderse tampoco de sus errores presentes.
Aunque no podía considerar a Grace como un error. Sin ella, seguiría
viviendo como un imbécil y culpando a su padre de sus fallos.
Fuera crujió un tablón. Se quedó muy quieto, obligándose a respirar de
un modo superficial.
No podía ser ella. Seguía enfadada con él.
Y tampoco quería que lo fuese. Porque entonces tendría que contárselo
todo antes. Y una vez más, intentar resistirse a ella. Era demasiado agotador
no estar a su lado y tenerla en sus brazos.
Unos pasos ligeros se acercaron a su puerta y se detuvieron. No podían
ser Russell ni Guy. Eran demasiado delicados. Tenía que ser ella.
Quería que fuese ella.
Los pasos volvieron a pasar cerca y luego la luz se coló por la grieta de
la puerta. Nash se incorporó en el lecho. No quería que ella entrase allí.
Salvo porque sí quería.
Todos sus músculos, todas las fibras de su ser la necesitaban.
Se abrió la puerta y la cálida luz de una vela penetró en la estancia. Él
contuvo el aliento cuando Grace entró y cerró la puerta con cuidado.
—¿Estás solo? —susurró.
Él asintió. Notaba la lengua espesa y su garganta se negaba a
funcionar. Ella había ido a él, a pesar de su comportamiento, y él no podía
estar más agradecido.
—¿Estabas dormido?
Nash negó con la cabeza.
Grace se acercó despacio a su cama como una criatura etérea, con
pasos que apenas producían ningún sonido. La envolvía su aroma a jabón y
él ansiaba tenderle los brazos, pero permaneció inmóvil. Cada aliento que
tomaba le dolía y sabía que eso no cesaría hasta que la tuviese en sus
brazos. Ella dejó la vela en la mesilla de noche y quedó de pie al lado de la
cama con las manos unidas ante sí. La luz cálida permitió a Nash
contemplar sus ojos grandes, sus mejillas suaves, su delicada boca y la
fragilidad de su figura.
Sin embargo, esa noche no había nada frágil en ella. Con la barbilla
levantada y su postura decidida, exudaba fuerza y seguridad en sí misma.
Nash pensó que ella quizá pudiera asimilar la verdad sobre su pasado.
—No tenemos que hacer el amor si no quieres —dijo Grace.
Él le tendió la mano y ella la tomó. Luego él levantó las mantas y ella
se deslizó en la cama a su lado. Nash seguía sin poder hablar. No pronunció
palabras de disculpa ni de confesión. Ella lo había dejado paralizado por el
deseo, inmovilizado por sus sentimientos. Solo pudo rodearla con un brazo
y atraerla hacia sí.
—Necesitaba sentir tu contacto —confesó Grace.
Nash sabía que aquello estaba mal. Debería pedirle que se fuese,
decirle que no podía volver a romper la promesa hecha a Guy o confesar el
pasado y ver si ella lo seguía deseando después.
No tenía la fuerza de ella para ser tan valiente. Grace lo debilitaba de
tal modo, que lo único que pudo hacer fue mirarla unos momentos antes de
acercar su boca a la de ella. Grace gimió contra sus labios y él la saboreó
hondamente y sintió qué se aflojaba el dolor de su pecho y de sus músculos.
Todo en él se suavizaba una vez que tenía lo que anhelaba.
Nash se estaba condenando y no conseguía que le importase.
Capítulo 25

Cuando Nash entró en la cocina, vio la expresión de Guy y la sangre se le


heló en las venas.
—¿Qué ocurre? —quiso saber—. ¿Qué ha pasado? ¿Grace está
segura?
Russell lo agarró del brazo y lo obligó a detenerse y a mirar a ambos
hombres.
Guy se cruzó de brazos y Nash se soltó de Russell.
—¿Qué ocurre? —Reconocía la mirada acerada de Guy y sabía que
nunca indicaba nada bueno.
—Anoche la vi —dijo, después de un momento de silencio.
Nash se quedó inmóvil.
—¿Qué viste exactamente? —se obligó a preguntar con ligereza.
Guy y Russell intercambiaron una mirada y el primero se apartó de la
mesa en la que estaba apoyado.
—¡Maldita sea, Nash! ¿De verdad te has acostado con ella?
Nash bajó los hombros. No podía mentir. Quizá hasta Guy quisiese que
lo hiciera. Pero, aunque había sido muchas cosas, nunca había sido un
mentiroso. Asintió lentamente.
—¡Maldita sea! —murmuró Guy. Se pasó ambas manos por el pelo—.
Tú tenías que protegerla, no que deshonrarla.
—Ya lo sé, Guy —contestó Nash con voz tensa.
Inhaló profundamente. Él no quería que ocurriese eso, no había sido su
intención, pero pedirle que se apartase de Grace era como pedirle que
dejase de respirar.
Era imposible.
—Te dije que le gustaba. —Russell se mordisqueaba un pulgar.
Guy movió la cabeza.
—Suponía que te interesaba, pero no sabía que llegarías tan lejos.
Tendría que haber sabido que era un error proponerte esto.
Nash se enderezó.
—No lo fue. Siempre he hecho mi trabajo y lo he hecho bien. Esas
mujeres no querían nada y yo no sentía por ellas lo que siento por Grace,
pero habría hecho todo lo necesario por protegerlas.
—Es verdad —intervino Russell—. Siempre ha hecho muy buen
trabajo con las mujeres, sobre todo con las que no podían dejar de llorar.
Dios sabe que yo no habría sabido qué hacer con ellas.
—Te puse una regla, Nash. —Guy levantó un dedo—. Solo una
puñetera regla.
—¿Crees que no lo sé? —replicó Nash—. Hice todo lo posible, pero
Grace… es diferente. Se me metió dentro y me hizo cuestionármelo todo.
—¿Te hizo cuestionarte tus promesas? —Guy lo miró—. Cuando acudí
a ti, no dejabas de murmurar que tu padre te había traicionado y necesitabas
el dinero.
—Lo sé. —Nash bajó la vista al suelo.
—No había excusas. Había roto una promesa, algo que había dicho
que no haría jamás. Traicionar la confianza de Guy le dolía profundamente,
pero no estaba seguro de haber podido hacer otra cosa. Necesitaba a Grace
y ella lo había despertado. Tenía la sensación de haber dormido los últimos
cinco años y de que ella le hubiese abierto los ojos al mundo. Su bondad, su
inteligencia y su extraño modo de ver las cosas le habían enseñado mucho.
—No sé cómo vamos a continuar ahora. —Guy se pellizcó el puente
de la nariz—. Va a ser muy difícil volver a confiar en ti.
—Para ser justos, es la primera vez que falla —comentó Russell.
Nash agradecía su apoyo, pero no estaba seguro de merecerlo. Sabía
que había roto su promesa, pero no había podido evitarlo.
—Tendría que haberlo sabido —murmuró Guy—. Esto es lo que pasa
cuando confías en un jugador.
Nash frunció el ceño.
—Espera un momento. He cometido un error, pero siempre he sido leal
y hace años que no he tocado una carta.
—Lo sé. —Guy suspiró—. Lo sé, maldita sea, y hemos pasado muchas
cosas juntos. Te consideraba a un amigo incluso cuando estabas metido en
eso y te lo sigo considerando ahora. Pero ¿qué clase de hombre sería si
pusiese la vida de personas en tus manos, sabiendo que puedes tener una
aventura con una de ellas?
—¡No es una maldita aventura!
Russell y Guy lo miraron fijamente. Nash descruzó las manos y se
enderezó.
—No es una aventura —repitió—. La amo.
Russell enarcó las cejas.
—¿La amas?
Nash asintió.
—¿De verdad? —preguntó Guy.
Nash volvió a asentir.
—Créeme. Si solo quisiera acostarme con alguien, ¿crees que sería tan
tonto como para hacerlo delante de ti? Y admito que ella hace que me sienta
como un tonto, pero no puedo evitar hacer lo que hago. La amo.
Probablemente hacía días que lo sabía. Era algo que lo carcomía por
dentro, destruyéndolo de un modo dulce y silencioso. Decirlo en voz alta y
admitir la verdad era como si se quitase una montaña de los hombros.
Russell sonrió.
—Nunca pensé que tenías la capacidad de enamorarte, pero no te lo
había dicho. ¿Guy? —Se volvió hacia el otro—. Ya dije que había algo
distinto en ella.
Guy volvió a apoyarse en la mesa de la cocina.
—¿La amas?
—Sí.
Guy levantó las manos.
—Supongo que… eso cambia las cosas.
—Aunque no fuese así, yo no puedo evitar lo que siento —respondió
Nash con firmeza.
—¿Y qué vamos a hacer sobre eso? —preguntó Russell.
Nash se encogido de hombros.
—Eso es algo que todavía no he decidido.
Russell se cruzó de brazos.
—¿Ella también te ama?
—Es difícil saberlo. Grace suele decir lo que piensa, así que…
—¿Y no ha dicho que te ama? —intervino Russell—. Eso no es buena
señal.
—Además de lo cual, todavía no le he contado mi pasado.
Guy se frotó la barbilla.
—Casi todos los hombres tienen un pasado.
—No todos tienen un pasado relacionado con juego, deudas e
imprudencias.
Russell resopló.
—La mitad de la nobleza es así.
—Va en contra de todas sus creencias —explicó Nash—. Y he sido
demasiado cobarde para decirle que le he mentido todo este tiempo.
—Pues creo que ahora puedes tener tu oportunidad. —Russell miró
detrás de él.

***
Grace pasó la mirada entre los tres hombres. Tenía que dejar de escuchar
sus conversaciones. Todos arrastraron los pies y miraron el suelo, el techo o
cualquier lugar que no fuese ella.
Pero si no hubiese entrado en la cocina, no habría oído lo que había
dicho Nash.
Inclinó a un lado la cabeza.
—¿Me has mentido?
Él tragó saliva, miró a los otros dos, se adelantó y la tomó del brazo.
—Vamos a hablar.
Grace asintió y respiró hondo. No tenía sentido sacar conclusiones
hasta que lo hubiese oído todo. No obstante, eso no ayudó a que se le
soltase el nudo que se le había formado en el estómago.
Nash la llevó a la sala de estar, donde ardía un buen fuego, que
mantenía a raya la humedad y el frío del día. Cerró la puerta detrás de ellos
y se acercó a la chimenea, donde removió las llamas agresivamente con un
atizador, que después volvió a colgar en su gancho. Al fin la miró a ella.
—He querido decírtelo muchas veces. —Frunció el ceño y se enderezó
—. Al principio no me parecía gran cosa, pero a medida que pasaban los
días, me he dado cuenta de que te lo ocultaba intencionadamente.
—¿Qué me has ocultado? —Ella frunció el ceño y adelantó unos pasos
—. ¿Esto tiene que ver con mi tío? ¿O con Worthington? ¿O con la persona
que nos ha traicionado? —Cerró la boca y le hizo señas de que continuase.
—Estás a salvo —le recordó él—. Pero hay cosas que deberías saber
de mí.
—¿De ti?
Él asintió con seriedad y el nudo en el estómago de ella cobró nuevas
fuerzas. Sabía que él ocultaba algo, por supuesto que sí. Odiaba hablar de
su familia y solo gracias a sus observaciones e insistencia, había conseguido
ella saber algo, pero, por alguna razón, no tener la información completa
había dejado de importarle. Mal hecho. Una persona nunca debería sacar
conclusiones sin tener toda la información. Eso lo sabía muy bien.
Él le hizo señas de que se sentara y ella así lo hizo. Nash apoyó el codo
en la chimenea y se frotó la frente con el pulgar y el dedo índice.
—Por tu postura, yo diría que es algo malo, y creo que lo mejor es que
lo digas claramente y sin vacilar —lo alentó ella.
Él rio con sequedad.
—Lo intentaré, pero Grace, a veces no es tan fácil ser racional y lógico
a tu lado. Esto no es excusa, pero sí una razón de por qué no te he contado
antes todo esto.
Ella esperó con las manos cruzadas en el regazo.
Nash se enderezó y unió las manos a la espalda.
—Soy heredero de un vizcondado.
Ella asintió.
—Después de Cambridge, tenía poco con lo que distraerme —
continuó él. Alzó una mano—. Lo sé, no es excusa, ya me doy cuenta.
Grace asintió de nuevo.
—Durante una temporada llevé la típica vida de libertino, pero eso no
tardó en aburrirme. Al final empecé a frecuentar los salones de juego. Allí
descubrí que tenía habilidad para las cartas.
—Jugar parece ser una ocupación típica de los nobles.
—Lo es. Pero yo la llevé al extremo.
—¿Al extremo?
Nash suspiró.
—Acabé con muchas deudas. Una cantidad importante. No podía dejar
de jugar y mi padre se vio obligado a vender terreno para cubrir mis deudas.
Desafortunadamente, eso no me detuvo y volví a incurrir en más deudas. Y
mi modo de vida hacía que la cantidad que debía aumentase sin cesar.
Comía lo mejor, vestía lo mejor, vivía de un modo caro y cada vez jugaba
más.
—Como mi tío —musitó ella con suavidad. Tragó saliva con fuerza y
observó la expresión torturada de él.
—Pues sí. —Él respiró ruidosamente—. Desgraciadamente, hay más.
Cuando quedó patente que no iba a cambiar de estilo de vida, mi padre me
repudió. Por culpa de mi ego, eso ha conllevado que no haya vuelto a ver al
resto de mi familia. —Se giró y miró el fuego. Tenía los dedos blancos por
la fuerza con que los había agarrado a su espalda—. Lo odié por ello. Pensé
que me había robado a mi madre y a mis hermanas y, lo peor de todo, que
había roto una promesa.
—¿Qué promesa era esa?
—Que me daría fondos para arreglar Guildham House. Ese sería mi
hogar cuando estuviese restaurada. —Sonrió con tristeza—. Era una de mis
ambiciones de joven. Siempre me había gustado estar allí de niño y… no
sé… representaba una especie de independencia, supongo. Por eso, cuando
mi padre me repudió, decidí irme a vivir allí, como para probar algo. Por
supuesto, tampoco tenía ningún otro sitio al que ir.
—Comprendo.
—Fue una suerte que apareciese Guy. Me ofreció trabajo y he podido
mantenerme y reparar algunas cosas de la casa. Naturalmente, necesita
muchos más arreglos, pero he conseguido lograr que no se hunda del todo.
—¿Y tu padre no ha hecho ningún esfuerzo por contactar contigo?
—Aunque lo hubiese hecho, yo no lo habría aceptado. —Se volvió a
mirarla—. Mi orgullo estaba herido, y parece que soy un hombre
superficial.
—¿Por qué no me has contado antes esto?
—Al principio me pareció irrelevante. Después me di cuenta de que
podrías odiarme por ser como tu tío. —Hizo una mueca—. No soportaba la
idea de que me odiaras. —Se acercó a ella y se dejó caer de rodillas delante
de su silla—. También puedes odiarme ahora y no te culparía.
Grace lo miró y vio su expresión angustiada. Negó lentamente con la
cabeza.
—No podría odiarte —susurró.
—Entonces, ¿me perdonas?
—Comprendo por qué lo has guardado en silencio. —Ella apretó los
labios—. No estoy segura de nada más.
Él hundió los hombros.
—Entiendo.
—Necesito tiempo para pensar en la situación.
Él asintió con tristeza.
—Por supuesto que sí. —Salió repentinamente de la sala, sin darle
tiempo a llamarlo.
Grace respiró hondo. Él le había ocultado cosas intencionadamente.
Pero ¿cambiaba eso lo que sentía por él?
Capítulo 26

—Lo encontraremos, lo prometo —murmuró Russell cuando Nash entró en


la cocina.
Él miró a Russell y a Grace con una opresión en el pecho.
—¿Encontrar a quién? —preguntó.
Russell bajó la vista al suelo de piedra y apartó una hoja seca con el
pie.
—Al condenado gato —contestó.
—¿Claude?
Nash volvió su atención a Grace. No habían hablado gran cosa desde
el día anterior y no sabía si lo había perdonado ya. Necesitaba tiempo para
pensar, pero ¿en qué? ¿En que era un mentiroso? ¿Un jugador? ¿O un asno
obstinado que debería haber hecho las paces con su padre mucho tiempo
atrás?
Una parte de él temía que, si ella pensaba demasiado, se diera cuenta
de que era demasiado buena para él.
Grace asintió con la barbilla levantada. Miró a Russell con los brazos
cruzados, y si no fuera por cómo se sentía Nash en ese momento, habría
encontrado divertido que una mujer tan pequeña pudiese lograr que su
amigo hundiese los hombros. Russell tenía un aspecto de lo más culpable.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Nash.
—Russell ha dejado la ventana abierta y Claude se ha escapado —
explicó ella.
—Solo un momento —protestó Russell.
—Un momento ha sido suficiente. —Ella movido la cabeza—. Ahora
está ahí fuera solo, probablemente asustado y perdido.
Russell hizo una mueca.
—No hace ni un minuto que se fue. —Se apretó las sienes con los
dedos—. He intentado agarrarlo cuando salía, pero el condenado me ha
arañado. —Mostró a Nash los arañazos que tenía en el brazo.
—Parece que te has llevado lo que merecías —comentó Nash con una
leve sonrisa.
—Vaya, gracias por tu comprensión.
—Has dejado que se escape el gato. Era lo único que Grace te había
pedido que no hicieses.
—Tú no tienes autoridad para reñirme a mí. —Russell lo miró de hito
en hito—. ¿O es que tú has roto ninguna promesa?
Nash gimió interiormente. Russell sabía cómo atacarlo. Miró a Grace.
—¿Alguna idea de dónde puede haber ido?
—Oh, sí, me ha dicho que iba a dar un paseo alrededor del lago.
Nash parpadeó.
—No, no lo sé. Es un gato. —A ella le brillaron los ojos y él se
adelantó y le agarró los brazos para obligarla a mirarlo.
—Lo encontraremos—prometió.
—Eso espero. —Ella se mordió labio inferior—. Puede que antes fuese
salvaje, pero ahora está demasiado mimado. Me necesita.
Claude no era el único. Nash simpatizaba con el gato. Una noche
separado de ella y ya la echaba de menos.
—Vamos a darnos prisa en buscarlo. No puede haber ido lejos.
Ella lo miró.
—Los gatos son rápidos, ¿sabes?
—Creo que nunca he visto a Claude hacer nada deprisa. Estoy seguro
de que lo encontraremos inmediatamente —dijo él, a pesar de que no sabía
si lo encontrarían alguna vez.
Rezó para que así fuese. No deseaba por nada en el mundo ver sufrir a
Grace y él ya le había hecho eso. Perder a su gato encima de todo lo demás
sería horrible. Y, bueno, tenía que admitir que sentía cierto aprecio por
Claude. Cuando se acurrucaba en una silla, resultaba agradable acariciarlo y
el animal se había acostumbrado a hurgarle la mano con el hocico cuando
quería caricias. Resultaba bastante tierno.
Gimió interiormente. ¿Qué demonios le había pasado para pensar que
los gatos eran tiernos y temer la opinión de una mujer?
Pero no de una mujer cualquiera. De Grace. La mujer que había
logrado atarlo de tal modo, que no estaba seguro de poder soltarse nunca.
Ni tampoco estaba seguro de querer hacerlo.
—Venga, vamos a buscarlo. —Señaló a Russell—. ¿Por qué no
empiezas a registrar el jardín?
Russell alzó los ojos al cielo.
—Si lo encuentro, no podré agarrarlo. Ese gato me odia.
—Los gatos son muy sensibles —declaró Grace—. Si lo odia, es por
alguna razón.
—Yo no he hecho nada malo —murmuró Russell—. Pasó al lado de
Nash y susurró—: Parece amable, pero tiene una lengua afilada cuando
quiere.
Nash sonrió. No podía evitar estar orgulloso de Grace por haberle
reñido a Russell. Dios sabía que todos los hombres necesitaban una
regañina de vez en cuando y era bastante espectacular verla enfrentarse al
gigante de Russell.
Se puso el abrigo y esperó a que Grace se pusiese el suyo. Salieron
juntos.
—Al menos no llueve —dijo él—. Claude estará caliente y seco.
—Dondequiera que esté. —Ella buscó en el jardín delantero. Se
agachó a mirar debajo de un arbusto y volvió a enderezarse—. ¿Y si no lo
encontramos?
—Lo encontraremos —contestó Nash.
Le tendió la mano y el corazón le dio un vuelco de alegría cuando ella
la tomó. Eso no significaba nada. No implicaba que lo hubiese perdonado.
Simplemente que necesitaba consuelo en ese momento.
Se movieron con rapidez por el jardín delantero, deteniéndose de vez
en cuando a revisar algún punto en sombra donde el gato pudiese estar
escondido, pero sin suerte. Nash abrió la verja y siguieron un camino
gastado entre la hierba que iba en dirección al lago. La lluvia había decidido
dar un respiro ese día e incluso había unos cuantos rodales azules en el
cielo, que dejaban pasar ocasionales rayos de sol. Al menos sería más fácil
buscar a Claude, aunque Nash no tenía ni idea de lo lejos que podía ir un
gato en minutos ni de a dónde se sentiría inclinado a ir.
—¿Debemos buscar en algún lugar en concreto? —preguntó.
—Es difícil saberlo. Los gatos son criaturas curiosas. Puede estar en
cualquier parte.
Él le apretó la mano y continuaron por el sendero. El lago brillaba a la
luz del sol y se extendía por el valle. En el lado contrario, los árboles
ocultaban el borde del agua y en el centro de esta había una pequeña isla,
con algunos árboles. Nash lamentó que no estuviesen dando ese paseo por
razones más agradables.
También lamentaba no poder parar, abrazarla y besarla hasta que los
dos estuviesen sin aliento. La sorprendió mirándolo de hito en hito y volvió
su atención a la búsqueda del gato. Daba la impresión de que ella no lo
había perdonado todavía.

***
Grace frunció el ceño. Nash no parecía concentrarse en absoluto en buscar a
Claude. Tenía una expresión extraña y lejana en los ojos, como si se
imaginase en otra parte. Unas semanas atrás, posiblemente lo hubiese
achacado a que no quería estar con ella, pero después de su confesión del
día anterior, ya no estaba segura. Le había hablado como nunca le había
hablado nadie, y no podía negar que la había conmovido.
Pero había conmovido su corazón, no su cabeza. Necesitaba pensar
seriamente en todo eso. En él. Sopesar todas las opciones y llegar a una
conclusión.
El problema era que sospechaba que ya había llegado a una,
simplemente no sabía qué hacer con ella. Tantos años pasados bajo el
control de un hombre y, ahora que estaba tan cerca de conseguir la libertad,
¿cómo iba a renunciar a esa posibilidad?
Un sonido atrajo su atención. Tiró de la mano de Nash para detenerlo y
se llevó un dedo a los labios. Observó la hierba que los rodeaba, pero no
había ni rastro del gato negro y peludo.
—¿Has oído eso? —preguntó.
Él negó con la cabeza.
—Ahí. —Definitivamente, era un maullido, y bastante quejumbroso—.
Tiene que ser Claude.
—Ahora lo he oído. —Él le soltó la mano y avanzó en dirección al
sonido.
Ella lo siguió, deteniéndose a escuchar entre maullido y maullido.
—Suena alterado.
—Al menos parece que viene de ahí. —Nash señaló un montoncito de
hierba—. O eso creo.
Grace se acercó allí.
—¿Claude? Ven, gatito, gatito, gatito —lo llamó.
El animalito respondió con un maullido, un sonido largo y angustioso.
A ella le tembló el labio inferior.
—¿Dónde estás, Claude? —preguntó.
Nash subió el pequeño montículo e hizo una mueca.
—Parece que está aquí dentro.
—¡Oh, no! —Ella escaló usando las manos hasta reunirse con Nash.
No lejos de donde él estaba, había una madriguera excavada en la
tierra. Ella captó el brillo de los ojos de Claude en la oscuridad. Se arrodilló
y puso una mano en el agujero.
—Ven aquí. Mamá está aquí.
Introdujo la mano hasta el hombro, pero no tocó nada, ni piel peluda ni
uñas. Retiró el brazo.
—O está atascado o está demasiado asustado para moverse.
Él se quitó la levita, desabrochó los gemelos, se los guardó en el
bolsillo y se remangó las mangas de la camisa.
—Mis brazos son más largos que los tuyos.
Grace intentó no mirarle los brazos, donde resaltaban venas y
músculos a lo largo de su piel bronceada. Aquel no era el mejor momento
para pensar en sus brazos, ni en las cosas que podía hacer con ellos. Como
abrazarla, acariciarla, tocarla…
No. Estaba allí para rescatar a su gato, no para obsesionarse con los
brazos de Nash.
Él se puso de rodillas e introdujo el brazo en la madriguera.
—No puedo alcanzarlo —gruñó.
Retrocedió y empezó a escarbar la tierra con las manos. Grace se dejó
caer a su lado y empezó a imitarlo.
—Déjame probar otra vez. —Él introdujo el brazo en el agujero y
Claude lanzó un sonido de protesta, que hizo asumir a Grace que Nash lo
tenía ya—. Está atascado, creo.
Escarbaron un poco más, hasta que vieron que el animal se había
metido muy hondo en el agujero. Nash movió la cabeza.
—Claude, yo creía que eras un buen chico.
—Normalmente lo es.
—Lo sé —contestó él—. Lo sacaremos.
Escarbó un poco más, hasta crear espacio suficiente para que cupiesen
sus dos brazos en el agujero. Ella se mordió el labio inferior mientras él
introducía los brazos más y más. Los retiró despacio, embarrados, y sacó a
Claude con un ademán ostentoso. El gato, sucio y más desastrado que de
costumbre, lanzó una mirada torcida a Nash, como dando a entender que
hubiese preferido seguir en el agujero.
—Aquí tienes —anunció él—. Un gato sucio e irritado.
—Gracias. —Grace tomó al animal, lo estrechó contra sí con un brazo,
pasó el otro por la cintura de Nash y se puso de puntillas para darle un beso
en la mejilla—. Gracias, gracias, gracias.
Él se encogió de hombros.
—Haría lo que fuese por ti, Grace.
Ella retrocedió un paso y lo miró. Su expresión era sincera y no
dudaba en absoluto de sus palabras. Independientemente de lo que hubiese
hecho en el pasado, él ya no era ese hombre. Dudaba de que el Nash de
antes hubiese rescatado a gatos y le hubiese desnudado su alma a una
persona como ella. Porque eso era lo que había hecho.
Resopló y apretó al gato contra su pecho. El pasado de él no
importaba, pero el futuro de ella sí. Lo amaba y ninguna nota ni ningún
estudio sobre él la convencerían de otra cosa. Ese conocimiento hizo que le
latiese con fuerza el corazón, aceleró la sangre en sus venas y se posó en su
cerebro.
Lo amaba.
Pero ¿qué iba a hacer al respecto?
Capítulo 27

Nash saltó de la cama sin entender totalmente por qué, pero con el corazón
golpeándole en el pecho. Estuvo a punto de tropezar con las mantas, que se
enredaron en sus piernas y luchó con ellas, maldiciendo una y otra vez.
—¡Maldita sea esta puñetera cosa! —Al fin consiguió soltarse y abrió
la puerta. Russell estaba de pie en el umbral con un candelabro en la mano.
—¿Qué ocurre? —preguntó Nash.
Su amigo lo miró sombrío.
El tío está aquí.
El corazón de Nash decidió que no podía seguir martilleando y optó
por pararse de pronto.
¿El tío de Grace?
—Desde luego.
—¿Cómo diablos nos ha encontrado?
Russell se encogió de hombros.
—Sabe Dios.
Nash miró la puerta cerrada del dormitorio de Grace.
—No puede tenerla. —Frunció el ceño y miró a Russell de arriba abajo
—. ¿Dónde demonios está Guy y por qué narices no le has dado una paliza
a su tío?
—El hombre ha venido pacíficamente. Solo. —Russell volvió a
encogerse de hombros.
—¿Qué diablos…? —murmuró Nash.
—Vístete. Será mejor que hables tú con él. Tú conoces mejor a Grace.
Nash se pasó los dedos por el pelo.
—Me va a costar mucho hablar simplemente con él. Intentó vender a
su sobrina.
Russell le puso una mano en el hombro.
—Si podemos resolver esto pacíficamente, debemos intentarlo. Ahora
nos ha visto. Podría ponerlo todo en peligro.
Nash maldijo entre dientes.
—Es un día extraño el que te oigo a ti hablar de paz.
—Solo utilizo la violencia cuando es imprescindible —repuso Russell.
Nash lo miró.
—¿Cómo cuando golpeaste a un hombre porque no dejaba de cantar
baladas en el Royal Oak? —preguntó.
—Aquello fue totalmente necesario —repuso el otro, imperturbable.
Nash resopló, volvió a entrar en el dormitorio y se vistió lo suficiente
para parecer vagamente respetable. No porque le importase lo que pensara
el tío. Por lo que a él se refería, aquel hombre se podía ir al diablo, y si
estaba solo, no tenía ninguna posibilidad de ver a Grace.
Salió de la habitación y el corazón le dio un vuelco. Miró de hito en
hito a la joven.
—¡Dios santo, mujer! Hoy os habéis confabulado para provocarme un
ataque al corazón.
Ella lo miró a través del velo de su pelo revuelto.
—¿Qué ocurre? He oído a Russell mencionar a mi tío.
Nash podía mentir, pero ella sacaría conclusiones fácilmente. Muy
propio de él haberse enamorado de una mujer con una mente excepcional.
—Está aquí —dijo.
Ella abrió mucho los ojos y se sopló sin éxito el pelo de la cara. Lo
apartó con un sonido de irritación y se lo colocó detrás de la oreja.
—¿Aquí? ¿En esta casa?
—Sí. Creo que estaba merodeando fuera.
—Pero ¿cómo nos ha encontrado?
—No lo sé, pero pienso descubrirlo. —Nash le puso una mano en el
brazo—. Vuelve a tu habitación y cierra la puerta con llave. Haremos que se
vaya lo antes posible.
Ella apretó los labios y negó con la cabeza.
—No, me parece que no.
—¿Cómo dices?
Grace tiró de la cinta del cuello de su camisola, metió la mano detrás
de la puerta y sacó una bata. Introdujo los brazos en las mangas y se la ató
con fuerza en la cintura. A Nash le recordó a un caballero que se vestía para
el combate. Ella alzó los hombros y levantó la barbilla.
—Creo que debo hablar yo con él.
—Grace, te aseguro que no tienes que…
—Sí tengo.
—Grace…
—Tengo, Nash. Estar contigo, hacer todo esto... —Señaló vagamente a
su alrededor—, al menos me ha enseñado que soy más capaz de lo que
pensaba. Hablaré con él.
—No me gusta nada…
—Nash —dijo ella con firmeza—. Toda mi vida los hombres me han
dicho lo que tengo que hacer. Y desde luego, no pienso escucharte ahora a
ti. —Le dio una palmadita en el hombro—. Además, si no hablo con él,
¿qué ocurrirá? Os delatará a los tres. Lo más lógico es que intente razonar
con él.
Nash abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Demonios, no podía evitar
admirarla. Aquel hombre había intentado imponerle una vida miserable y
ella muy bien podría decirle lo que pensaba y echarlo de allí. Solo esperaba
que su idea de razonar con él no incluyese ceder a sus demandas.
Bajaron y encontraron a los tres hombres en la cocina. Russell estaba
de pie al lado de la puerta, bloqueando la salida, y Guy permanecía al lado
del fregadero, apoyado contra la porcelana y con los brazos cruzados.
No obstante, su postura no tenía nada de relajada, cosa que Nash le
agradecía. El tío estaba sentado a la mesa y miraba a los otros dos con ojos
muy abiertos. Era un hombre rechoncho, medio calvo y vestido con ropa
buena. Nash no encontraba nada amenazador en él.
Lo que no implicaba que pensara relajarse.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó.
Grace le puso una mano en el brazo y se colocó a su lado. Nash
percibió un leve temblor en su cuerpo. Aunque deseaba con fuerza colocarla
detrás de él o pasarle un brazo reconfortante por los hombros, consiguió
mantener los brazos cruzados. Grace había pedido hablar con su tío y él se
lo permitiría, pero si aquel hombre le faltaba al respeto de algún modo…
Demonios, no estaba seguro de que fuese responsable de sus actos.

***
La tensión que había en la estancia hizo estremecerse a Grace. Vio por el
rabillo del ojo los nudillos blancos de Nash. Parecía un caballo, listo para
encabritarse, así que tenía que asegurarse de que la situación permaneciese
tranquila. No obstante, su tío los había encontrado, sabía ya quién estaba
involucrado y podía causar muchos problemas a los tres hombres que
habían intentado ayudarla.
Ella no permitiría bajo ningún concepto que les ocurriese nada, sobre
todo porque en el futuro podían seguir ayudando a otras mujeres en su
situación.
Y no podía dejar que le sucediese nada malo a Nash.
—Grace. —Su tío Charlie sonrió—. Estás ilesa. Es maravilloso. —
Miró entre los hombres—. No sé lo que ocurre aquí, pero me voy a llevar a
mi sobrina. —Apuntó con un dedo a Russell—. Se lo advierto, si intenta
hacerme daño…
Russell se adelantó un paso con los labios apretados y los ojos fríos. El
tío de Grace se hundió en la silla.
—No le harán daño, tío —dijo ella, con una mirada de advertencia a
Russell, que resopló y retrocedió un paso—. Pero tampoco me iré con
usted. ¿La tía Elsie le ha dicho dónde estaba?
Él frunció el ceño.
—No. ¿Por qué diablos iba a saber ella dónde estás? ¿Deseas seguir
con tus secuestradores? —Hizo ademán de levantarse de la silla, pero lo
pensó mejor y permaneció donde estaba—. ¡Dios santo! He oído hablar de
eso. Mujeres seducidas por sus secuestradores, quienes se apoderan de su
mente. Siempre he sabido que eras una chica tonta, pero no esperaba…
Nash dio un puñetazo en la mesa.
—No es una chica tonta —dijo entre dientes.
Grace le hizo señas de que se apartase y se sentó en una silla enfrente
de su tío. Lo miró con calma. ¡Qué raro que la hubiese asustado poco
tiempo atrás! En ese momento solo veía un hombrecillo que intentaba
compensar su falta de, bueno, de todo, gastando dinero en ropa y
pertenencias. No era como Nash, quien podía haber hecho lo mismo con sus
ganancias, pero las dedicaba a reformar la casa que tanto amaba.
—Volveré a casa —dijo.
—De eso nada —siseó Nash.
—Cuando esté lista —continuó ella—. Después de mi cumpleaños.
Su tío negó con la cabeza con fuerza.
—Tenemos la licencia de matrimonio. Tienes que casarte con
Worthington. Te prometí con él.
—Yo no era suya para que me prometiera.
—Todavía soy tu tutor —replicó él, cortante—. Puedo perfectamente
hacer lo que quiera contigo.
—Ya no, tío Charlie. —Ella entrelazó los dedos delante de su pecho—.
En dos días cumpliré veintiún años y usted no puede decidir mi destino.
Su tío se sonrojó.
—Puedo y lo haré. Haré que te saquen a rastras de aquí. Ningún
tribunal de este país permitirá esto. Y todos ustedes serán colgados.
Guy resopló.
—¿Cree que puedes salir de aquí vivo para contar su historia?
—Pues… —La cara del tío Charlie parecía a punto de explotar. Se
movió en el asiento.
—Tío, no tengo intención de que sufra ningún daño —musitó ella con
suavidad—. Pero no puede decirle a nadie lo que han hecho estos hombres.
Él frunció el ceño.
—¿Y por qué no? Seguro que te han aterrorizado, te han hecho algo.
Son secuestradores, Grace.
—Han hecho mucho para ayudarme —explicó ella con lentitud—, y
no permitiré que les cause ningún daño.
—Pues vente a casa conmigo y quizá olvide todo esto.
—Tío…
—No puede irse a casa con usted —interrumpió Nash—. Porque
estamos prometidos para casarnos.
Grace se volvió en su silla para mirarlo con la boca abierta. Aquello no
se lo esperaba.
—¿Prometidos? —al tío Charlie casi se le salieron los ojos de las
órbitas—. ¿Con tu secuestrador?
—Pensamos casarnos pronto, ¿no es así, querida? —Nash apoyó una
mano en el hombro de ella—. Soy un vizconde, lo cual creo que le
complacerá, y si dice algo de lo que hacemos, tendrá un criminal en la
familia. ¿Seguro que desea eso?
El hombre miró a su sobrina.
—¿Eso es cierto?
Sería muy fácil. Una solución lógica e ideal. Pero Grace no estaba
segura de querer lógica. Y desde luego, no quería que Nash se casase con
ella en un intento desesperado de salvarlos a los dos. Tenía que haber un
modo mejor de asegurarse el silencio de su tío.
Amaba a Nash y no rebajaría su amor de ese modo. Ni tampoco
permitiría que esos hombres dictasen su futuro.
—No es verdad —admitió.
Nash apartó la mano de su hombro.
—Grace…
Ella no podía mirarlo. Por maravillosa que le pareciese la idea de
casarse con él, necesitaba algo más que sus ganas de rescatarla, algo más
que el hecho de que él hiciese ese ofrecimiento solo para salvarla de un
hombre y que al final pasase de uno a otro.
—No es verdad —repitió. Miró a su alrededor. Russell le dedicó una
sonrisa alentadora y Guy permaneció en la misma postura, enarcando las
cejas—. Pero usted no dirá a nadie lo que ha ocurrido aquí.
—Pe… pero… —protestó su tío.
Ella levantó un dedo.
—Volveré a casa en mi cumpleaños. Cuando llegue, cobraré mi
herencia y le pagaré 400 libras por su silencio.
Su tío abrió y cerró la boca varias veces como un pez en busca de aire.
Al fin dejó caer los hombros.
—Supongo que eso sería aceptable.
—Excelente. —Ella se levantó de la silla—. Russell, acompañe a mi
tío a la puerta.
El gigantón sonrió.
—Con placer.
Su tío movió la cabeza.
—No comprendo lo que ha ocurrido aquí, pero es muy extraño.
—Es un poco extraño —asintió ella—. Y me alegro de que haya
pasado.
Capítulo 28

Nash había creído que lo más doloroso que le había ocurrido en la vida
había sido cuando su padre había roto la promesa de hacer reparaciones en
Guildham House.
Ya no. Aquello no era nada comparado con Grace rechazando de plano
su propuesta.
No le había pedido la mano en matrimonio al estilo tradicional, pero
creía que había dejado bastante claro lo que ofrecía. Y había pensado que
ella sentía lo mismo que él.
¡Maldición! ¿Cómo era posible equivocarse tanto?
Russell tomó al tío del brazo. Guy se colocó al otro lado.
—Es hora de irse —dijo.
Escoltaron al hombre de aspecto aturullado a la oscuridad exterior.
Nash confiaba en que pudieran averiguar cómo los había encontrado
exactamente. Tenía que haber alguien en alguna parte que los había
traicionado, pero no conseguía imaginar quién, pues casi nadie conocía la
casa del lago.
Se volvió hacia Grace, pero no se le ocurría qué decir. Arrastró los pies
y miró el suelo. Quería respuestas. ¿Por qué no lo amaba? ¿Era por su
pasado? ¿Era por alguna otra cosa?
—Nash, tengo que darte las gracias por lo que has hecho, pero debes
saber que no podía continuar esa mentira.
—Yo estaba encantado de hacerlo —murmuró él.
—Tú no eres un mentiroso y yo no quiero que te conviertas en uno.
—Soy una especie de mentiroso. —Él alzó la vista—. Y
probablemente por eso no has querido seguirme la corriente, supongo.
Ella negó con la cabeza.
—No, no es eso en absoluto.
—¿Entonces qué?
—Pues que… siento muchas cosas por ti.
Él frunció el ceño.
—Para ser una mujer que se enorgullece de ser lógica, eso no tiene
sentido.
—Siento muchas cosas por ti, pero esta temporada ha sido muy
extraña y también siento muchas cosas por mí.
—Ahora sí que me he perdido.
—Tú me has enseñado mucho sobre mí misma, me has mostrado que
puedo ser valiente. —Ella le tendió la mano, pero él se apartó. Sabía que se
comportaba como un imbécil, pero no estaba seguro de poder soportar que
lo tocase en ese momento.
—No puedo dejar que nadie me diga lo que tengo que hacer. Ya no.
—Tú sabes perfectamente que yo no haría…
Se abrió la puerta de la cocina y el tío de Grace entró por ella. Se dobló
en dos, esforzándose por respirar.
—¿Tío Charlie? ¿Qué ha pasado?
El hombre siguió doblado en dos y con la respiración jadeante.
—Worthington y sus hombres. —Se enderezó y resopló—. Están aquí.
Son varios. Me dijo dónde estabas, pero yo no creía que fuera a venir. Me
dijo que te llevase a casa. —Señaló a Nash—. Sus amigos me han dicho
que vuelva y busque refugio aquí mientras se encargan de ellos. Dios sabe
que ese hombre me dará una paliza de muerte si se entera de que he
accedido a no entregarle a Grace.
—¡Diablos! —Nash miró a Grace—. Vete arriba con tu tío.
—¿Y tú?
—Yo tengo que ayudar a Guy y a Russell.
—Pero…
—Haz lo que te digo —bramó él.
Grace asintió y tomó a su tío del brazo.
—Por aquí.
Nash esperó hasta que subieron y oyó cerrarse la puerta del dormitorio
antes de ponerse las botas. los hombres de fuera probablemente eran los
mismos que había visto en la posada. Un grupo peligroso. Guy y Russell
eran luchadores, pero si esos hombres iban armados, correrían peligro. No
podía dejarlos solos.
Aunque lamentaba haber dejado arriba la condenada pistola.
Antes de que pudiese salir de la cocina, se abrió la puerta de atrás.
Nash se lanzó contra el primer hombre que entró, le dio un puñetazo en el
vientre y lo empujó contra el que lo seguía. Esquivó un puñetazo lanzado
desde algún lugar y respondió con otro propio, que hizo caer al suelo al
segundo hombre. Un tercero entró tras ellos. Nash frunció los labios.
—Worthington.
El hombre lo miró de arriba abajo.
—¿Quién diablos eres tú?
—Eso no importa ahora.
Worthington alzó su pistola mientras los otros dos se ponían de pie
tambaleantes.
—No, supongo que no. ¿Dónde está mi prometida?
—Le puedo asegurar que no es su prometida.
—Dime dónde está —exigió Worthington.
Nash miró a su alrededor. Uno de los hombres se sujetaba la nariz, que
sangraba, y el otro se apretaba el estómago con la mano. Ninguno de ellos
llevaba armas, así que solo tenía que preocuparse de la pistola de
Worthington. Si Guy y Russell no llegaban pronto, tendría que confiar en
que la pistola no fuese muy certera. No le quedaba más remedio que asumir
que sus amigos estaban lidiando con el resto de los hombres de Worthington
y esperaba que no tuviesen el mismo problema que él.
—Tengo una idea —dijo—. Luchemos como hombres. Si me vence,
puede llevarse a Grace.
—Con que Grace, ¿eh? —Worthington achicó la mirada—. No me
digas que esa putita se ha hecho amiga tuya.
Nash apretó los dientes. ¡Cómo deseaba que aquel hombre quisiera la
pelea! Le encantaría aplastar su cara engreída y hacerle pagar caro haber
asustado a Grace.
—Una pelea, maldita sea.
Worthington frunció los labios.
—Un secuestrador honorable. ¡Qué raro! Aunque ya me pareció que
había algo extraño cuando el muchacho nos habló de ti.
Nash gimió interiormente. El único muchacho que los ayudaba era
Tommy Jenkins, el chico de los repartos. Debía de ser él quien le había
hablado de ellos a Worthington, aunque no sabía cómo había descubierto la
casa del lago.
—Espero que no le hiciera daño —musitó.
—Solo un poco, —Worthington sonrió—. Pero ahora te lo voy a hacer
a ti.
—No si se lo hago yo antes.
Worthington levantó la pistola y Nash respiró hondo. Si supiera que
Grace estaría a salvo, no le importaría morir, pero dada la situación, no
podía.
El hombre apretó el gatillo.

***
—Nos va a matar a los dos.
Grace no tenía tiempo para lidiar con los lloriqueos de su tío. Aquello
había sido un disparo, ¿no? Y Nash no tenía su Flintlock. Lo sabía porque la
tenía ella. Metió la pólvora y la apretó con el escobillón.
La cara de su tío Charlie estaba cubierta de sudor y él se escondía
detrás de la cama.
—¿Dónde has aprendido a hacer eso?
Ella movió la cabeza. ¡Y pensar que había tenido miedo de ese hombre
durante años! Solo era un cobarde.
Pero ella no podía serlo. Ese día no. Nash la necesitaba y ella rezó para
que el disparo no hubiese sido contra él.
Si estaba muerto…
Sacudió la cabeza. Aquel no era el momento de pensar en eso.
—Quédese aquí —ordenó a su tío.
Ignoró sus protestas y salió del dormitorio. ¿Cómo había podido
ofrecérsela a Worthington cuando sabía perfectamente que era un hombre
violento? ¿Por qué le había hecho eso a ella? Pero esas preguntas eran para
otro momento, cuando la vida de Nash no corriese peligro.
Los dedos le temblaban cuando agarró la pistola y respiró hondo varias
veces antes de bajar corriendo las escaleras. Nash la reñiría por no ser más
silenciosa, pero su vida estaba en peligro y no había tiempo. Entró en la
cocina blandiendo la pistola.
El aire abandonó sus pulmones cuando vio a Nash tumbado en el
suelo. Le subió bilis por la garganta y sintió mucho calor, como si alguien
hubiese prendido fuego a su bata y estuviese ardiendo de la cabeza a los
pies. Nash gimió desde su posición en el suelo y ella vio brotar sangre a
través de sus pantalones, justo por encima de la rodilla. Worthington
manoseaba su pistola, preparándola para volver a cargarla y había tres
hombres más desarmados en la puerta de atrás.
Grace levantó la pistola y apuntó con ella a Worthington.
—Yo que usted tiraría el arma.
Worthington la miró sobresaltado.
—¡Vaya! Pero sí es mi prometida.
—No soy su prometida.
—Grace —gimió Nash. Se levantó con ayuda de una silla—. Vuelve
arriba.
Ella negó con la cabeza.
—Le sugiero que se marche —le dijo a Worthington —, o me veré
obligada a dispararle.
Él sonrió con suficiencia.
—¿Un ratoncito como tú? Tú nunca me dispararías. —Le tendió una
mano—. Ven a casa conmigo, te convertiré en mi esposa y olvidaremos
todo esto.
Ella tiró del percutor con dos dedos.
—Jamás seré su esposa.
La expresión de él cambió y a ella se le heló la sangre. Aquel era el
hombre que sabía que existía bajo aquel encanto falso. El hombre que su
difunta esposa probablemente había visto muchas veces.
—No tienes elección —dijo él.
—Jamás seré su esposa —repitió ella. Se colocó delante de Nash.
Worthington señaló a este.
—¿Lo dices por él? ¿Por estos secuestradores?
—No. —Ella alzó la barbilla—. Lo digo por mí. Estoy harta de que me
digan lo que tengo que hacer, de llevar una vida dictada por hombres.
Él chasqueó la lengua con desprecio.
—Estás loca. Me casaré contigo y te enviaré a un asilo. Así aprenderás
a obedecer a tu prometido. —Abrió un paquete de pólvora con los dientes.
Grace levantó más la pistola. El golpeteo en su pecho había
desaparecido, la bilis amarga de su garganta también. Por primera vez en
siglos, todo estaba claro y tranquilo. No necesitaba analizar la situación ni
tomar notas. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer.
—Si intenta dispararnos a alguno de los dos, dispararé yo primero —
dijo. Puso el dedo en el gatillo.
—No te atreverías. —Él echó la pólvora en el cañón.
—Mi padre me enseñó a disparar cuando era niña —dijo ella con
calma—. Ha pasado el tiempo, pero creo que todavía puedo apuntar bien.
—Grace. —Nash intentó obligarla a ponerse detrás de él.
Ella no le hizo caso. Él había hecho mucho por ella y no pensaba
permitir que volviesen a hacerle daño.
Worthington la miró un momento y una sonrisa entreabrió sus labios.
—Eres demasiado blanda y tienes demasiado miedo, Grace. Tú jamás
podrías hacerme daño ni siquiera para salvar a tu novio. —Levantó su
pistola.
—Ya no tengo miedo. —Ella apretó el gatillo y el retroceso la lanzó
hacia Nash. Un grito resonó en la habitación y Worthington cayó al suelo.
Grace se acercó, le quitó la pistola y apuntó con ella a los hombres.
—Váyanse o les dispararé también.
Ellos no perdieron tiempo en salir por la puerta. Cuando se hubieron
ido, ella miró a Worthington, que rodaba por el suelo agarrándose la pierna.
—Bueno, he apuntado al brazo, pero la pierna me parece justo,
teniendo en cuenta que le ha hecho lo mismo a Nash.
Este la miró con la boca abierta.
Ella le pasó la pistola y colocó una silla para que se sentase.
—Será mejor que os vende a los dos, supongo.
Él asintió y se sentó en la silla. La puerta de la cocina se abrió y Nash
levantó la pistola mientras Grace se giraba.
Guy se detuvo delante de Worthington, que gemía todavía y se
agarraba la pierna herida.
—¿Qué diablos ha pasado?
—Ha pasado ella —respondió Nash.
Guy la miró. Russell entró en la cocina como una tromba.
—¿Qué ha pasado? —preguntó sin aliento.
—Ha pasado ella —repitió Guy.
—¡Vaya, que me condenen! —murmuró Russell.
Grace sonrió. Le parecía una exclamación apropiada.
Capítulo 29

—Sabes, me sorprendió bastante que no conquistases a la señorita


Beaumont. —Guy se recostó en su silla y puso las botas sobre la mesa.
—Para ser un noble, tienes muy malos modales. —Russell le quitó los
pies de la mesa, sacó una silla de debajo de la mesa y se sentó en frente de
él.
Nash toma un trago de ale y movió la cabeza.
—Desde luego, lo intenté.
—Habría jurado que estaba enamorada de ti —musitó Russell—.
Quizá descubrió que eres un libertino arrogante. —La sonrisa que curvaba
sus labios negaba el insulto, pero Nash no pude evitar pensar que podía ser
cierto. Si ella hubiese estado enamorada de él, le habría seguido la corriente
en lo del compromiso inventado, ¿no?
—Dijo que quería estar al cargo de su futuro —murmuró.
Lo que quiera que eso significase. No debería enfadarse, pero no podía
evitar sentirse molesto. Habían pasado dos semanas desde que Grace
regresase a su casa y no sabía nada de cómo estaba ni de si lo echaba de
menos.
Él a ella mucho.
—Quizá cambie de idea —sugirió Guy—. Era un momento de tensión
para ella, con el tío y el prometido apareciendo en la casa.
—Y que lo digas. —Russell hizo señas a la chica de servicio de que
quería más ale.
Nash negó con la cabeza y levantó dos dedos para indicar que solo
serían dos bebidas.
—Estaré viajando casi todo el día. Y dudo de que Grace haya
cambiado de idea. Una vez que llega a una conclusión, no es probable que
la cambie. Además, si me quisiese, lo habría dicho antes de irse.
—Una mujer interesante esa —dijo Russell—. Yo no la dejaría sola
mucho tiempo. Ahora es mucho más rica. Los hombres harán cola en su
puerta.
Nash intentaba no pensar en eso. Además, ella se había mostrado muy
firme. Necesitaba tiempo a solas, tiempo para ser ella misma por una vez.
Él lo comprendía… más o menos. Pero le habría gustado que ese
tiempo a solas no incluyese estar lejos de él. Grace había dejado claro que
no quería casarse con nadie, incluido él.
—Y si te reconcilias con tu padre, ¿te retirarás de nuestro club? —
preguntó Guy.
Nash se encogió de hombros.
—No espero que empiece a darme dinero y quién sabe si ni siquiera
me abrirá la puerta. Además, he violado una regla importante. Pensaba que
buscarías a otra persona para ocupar mi lugar.
Guy lo miró.
—Estás enamorado de ella.
—¿Y qué?
—Que nunca has tocado a una mujer antes de Grace y sospecho que
ahora nunca volverás a tocar a otra.
Russell soltó una risita.
—El pobre está enfermo de amor.
No se equivocaba. A Nash lo molestaba hasta la mera idea de tener que
mostrarse encantador con otra mujer. Comprendía por qué Guy estaba tan
amargado después de que le hubiesen roto el corazón. Se estremeció. Por
doloroso que fuese estar sin Grace, no quería convertirse en un bastardo
gruñón como Guy. Tendría que averiguar un modo de ganársela. O de
olvidarla.
Hizo una mueca. Era más fácil decirlo que hacerlo. Donde quiera que
mirase, pensaba en ella. ¡Demonios! Pero si hasta se había sorprendido unos
días atrás acariciando a un condenado gato.
—¿Estás seguro de que debemos continuar con el club? —preguntó—.
La casa del lago ya no es segura, ni la mía tampoco.
—Podemos buscar lugares nuevos, y Worthington no dirá ni una
palabra a menos que quiera morir por dispararle a un lord —dijo Guy—. Y
sabemos que el tío está demasiado asustado para delatarnos.
—Eso es verdad —asintió Russell—. El hombre casi se orinó encima
cuando vio la herida de Worthington.
—Espero que no se cure tan bien como la mía. —Nash se dio una
palmada en la pierna—. Por suerte, solo fue un arañazo o no habría podido
moverme en muchas semanas.
—Worthington merecía algo mucho peor —murmuró Russell.
—Brindo por eso. —Nash levantó su vaso y lo apuró.
—Y cuando vuelvas de ver a tu padre, ¿seguirás con nosotros? —
preguntó Guy.
—No veo por qué no —repuso Nash. De todos modos, necesitaba algo
que lo distrajera del puzle que era Grace—. Mary querrá seguir ayudando.
Tendremos que buscar el modo de incluirla.
Guy asintió.
—Creo que podemos instalarla en alguna parte como ama de llaves
permanente.
—¿Y qué pasará con Tommy? —preguntó Russell—. Worthington lo
aterrorizó.
La mandíbula de Guy se tensó.
—Me sorprende que seas tan comprensivo, teniendo en cuenta que casi
hace que nos maten.
—La gente comete errores, Guy —dijo Nash—. Dios sabe que yo he
cometido muchos. Le venció la avaricia, pero creo que ha aprendido la
lección.
—El tonto pensó que podía ganarse un dinero sin delatarnos del todo,
pero Worthington le sacó el resto de la información a golpes. —Guy suspiró
—. Supongo que ya ha pagado por su codicia.
—El chico es muy listo. Adivinó que habías alquilado la casa del lago
con un nombre diferente. Seguramente ha leído algunas de nuestras cartas
anteriores. —Guy suspiró—. Debo admitir que quiero hacer algo con esa
inteligencia.
—Yo volveré pronto —anunció Nash. Apartó su silla y tomó su levita
del respaldo—. Prontísimo, si mi padre no me deja cruzar la puerta.
Guy observó su leve cojera.
—No vas a caballo, ¿verdad?
—Soy un tonto, pero no hasta ese punto. —Nash metió los brazos en la
levita—. He pedido un carruaje para que me lleve a Herefordshire.
—Cualquiera pensaría que te interesa su bienestar, Guy —se burló
Russell.
—Solo me importa que siga de una pieza, para que continúe haciendo
su magia con las mujeres a las que ayudamos —gruñó Guy.
—Volveré —prometió Nash.
Pero antes tenía que enmendar algunas cosas.

***
Aquello podía ser un gigantesco error. A Nash le dio un vuelco al estómago
cuando salió del carruaje y miró la casa familiar. El estilo paladino del
edificio apenas había cambiado, con excepción de cortinas nuevas en las
ventanas de la sala de estar. Confiaba en que hubiese cambiado algo más,
que su padre aceptarse al menos recibirlo. Cuando se abrió la puerta
principal, tragó saliva con fuerza. Definitivamente, era un error. ¿Por qué
estaba dispuesto a exponerse otra vez a un encuentro humillante con su
padre?
Ah, sí, por Grace. ¡Maldición! Su capacidad de perdonar y su fuerza le
habían enseñado al menos una cosa, a dejar de ser un cobarde testarudo. Si
su padre seguía sin querer verlo, al menos lo habría intentado.
—¡Nash!
Una nube de muselina clara con cintas colgando por todos los ángulos
corrió hacia él. Henrietta lo abrazó por la cintura y él se tambaleó a causa
del inesperado peso.
—¡Madre mía, has crecido! —Miró a su hermana menor, quién le
sonrió abiertamente.
El corazón le dio un vuelco. Se había perdido muchas cosas, sobre
todo en la vida de Henrietta. Y todo había sido culpa suya, eso ya lo sabía.
Por mucho que quisiese culpar a su padre, sabía que habían sido su
obstinación y su estupidez lo que lo había alejado de allí.
—¿Cuándo demonios te has hecho tan grande?
—Soy alta para mi edad. —Henrietta se apartó, cruzó las manos a su
espalda y se balanceó en los talones—. El señor Joules dice que vienes a
hablar con padre. —Ella se mordió el labio inferior—. No discutiréis como
la última vez y te irás otra vez mucho tiempo, ¿verdad?
Nash sonrió.
—Me portaré muy bien, lo prometo.
—Me alegro. Tengo que enseñarte mi nueva colección de dedales.
Padre acaba de traerme uno precioso de Escocia. Tiene un cardo dibujado.
—Podrás enseñármelos muy pronto —contestó Nash. Pero antes tenía
que hablar con su padre—. ¿Dónde están las demás?
—Madre y Nelly han ido de visita. A mí no me permiten ir porque soy
demasiado inquieta.
—Mejor para ti. Te resultaría muy aburrido, estoy seguro.
Ella sonrió.
—No me importa porque has venido tú. Se morirán de envidia porque
he sido la primera en verte. —Hizo un mohín—. Todos te hemos echado
mucho de menos.
—Yo también a vosotros. —Él miro la ventana del estudio—. ¿Padre
me espera?
—Ajá. Ha dicho que vayas al estudio.
Nash abrazó a su hermana.
—Ve a sacar los dedales. Iré a verlos en un momento.
O eso esperaba. Si su padre no volvía a echarlo de allí.
Enderezó la columna y entró en la casa. Después de entregar el abrigo,
el sombrero y los guantes al mayordomo, echó a andar por el pasillo hacia
el estudio. Todo estaba igual, con los mismos cuadros, la misma alfombra y
la misma mancha de tinta por la que lo habían castigado a los siete años.
Pero él había cambiado, y si su padre no podía verlo, no habría nada que
hacer.
Llamó a la puerta cerrada y esperó permiso para entrar. Cuando abrió
la puerta, su padre se levantó de la silla. Los años habían teñido de gris casi
todo su espeso cabello y sus hombros eran un poco más redondeados de lo
que Nash recordaba. Su expresión permaneció un momento a la defensiva,
pero antes de que Nash cerrase la puerta, salió de detrás del escritorio y le
tendió los brazos.
Nash se quedó inmóvil, con los brazos a los costados.
—¡Ah!...
—Hijo mío. —Su padre retrocedió y se pasó una mano por la cara—.
Perdóname, pero te hemos echado de menos.
Nash parpadeó varias veces.
—Yo también a vosotros.
Su padre respiró hondo.
—He querido ir en tu busca muchas veces, pero… después del modo
en que dejamos las cosas…
Nash asintió.
—Y yo he sido demasiado orgulloso para venir.
Su padre le agarró los brazos y lo miró de arriba abajo.
—Tienes buen aspecto.
—Estoy bien —contestó Nash. Si no contaba el corazón roto por una
mujer.
—Me alegro, me alegro. Tu madre se pondrá muy contenta de verte.
—Perdóname, padre, pero… bueno, pensaba que no sería bienvenido.
—Lo sé. —Su padre hizo una mueca—. Y al principio no lo habrías
sido. Tienes que entender lo difícil que fue para mí tomar esa decisión,
pero, hijo, estabas muy perdido y no se me ocurrió ningún otro modo de
hacerte entrar en razón. Me pareció que la única manera de que aprendieras
era golpearte donde más te dolía.
Nash asintió. Le había dolido. La falta dinero y la pérdida de su
familia, la pérdida de sus sueños. Había sido una tortura, pero ahora se veía
a sí mismo como lo había visto su padre. Y no podía jurar que él no haría lo
mismo si un hijo suyo se portaba de un modo parecido.
—Siempre he pensado que acabarías volviendo a nosotros —confesó
su padre.
—Yo creía que no sería bienvenido.
Su padre apretó los labios.
—¿Y qué te ha hecho cambiar de idea?
Nash se encogió de hombros.
—No sabía si querrías verme, pero tenía que intentarlo. —Sonrió—.
Ahora soy diferente. Desde luego, ya no juego, pero, además… bueno, he
conocido a una mujer y ella me ha enseñado mucho.
—¡Ah! —Su padre enarcó sus cejas grises—. Las mujeres parecen
tener ese tipo de impacto en los hombres que somos bastante imperfectos.
¿Esa mujer sigue en tu vida?
—En este momento no.
—¿Y no hay nada que puedas hacer sobre eso?
—Creo que no.
Grace se había mostrado firme en su despedida. Había dicho que
necesitaba tiempo para ella. Luego lo había besado en la mejilla y le había
dado las gracias por todo. A él eso le había parecido un adiós definitivo.
—Pues, si eso cambia, estoy seguro de que nos gustaría conocerla. —
Su padre le puso una mano en el hombro—. Pareces un hombre nuevo.
Nash se sentía un hombre nuevo en muchos sentidos, pero ¿sería
suficiente para Grace? Sospechaba que una vez más tendría que hacer
acopio de valor y descubrirlo.
Capítulo 30

Grace tamborileó con los dedos en la mesa del desayuno y miró sus notas.
Su tio se sentaba en la cabecera de la mesa, con el cuerpo rígido, pero en
silencio. Apenas le había dirigido dos palabras seguidas desde que habían
regresado a casa.
La joven sonrió para sí. Sabía que él se avergonzaba de su cobardía y
quizá también un poco de haber intentado obligarla a casarse con
Worthington. Y si no era así, daba igual. Su tía Elsie y ella se mudarían en
cuanto encontrase una casa apropiada para ellas.
Después solo tenía que decidir qué hacer respecto a Nash. Le había
dicho que necesitaba tiempo y no era mentira. Se habían visto atrapados en
una aventura extraña, encerrados juntos y obligados a vivir situaciones
totalmente inusitadas. Cuando él le había dicho a su tío que se casaría con
ella, por un momento Grace se había sentido exultante, pero enseguida se
había dado cuenta de que, si alguna vez se casaba con alguien, no sería de
ese modo.
Volvió a mirar sus notas. Había confiado en que tener tiempo para
estar sola, apartada de la poderosa atracción que había entre ellos, la
ayudaría a comprender mejor las cosas.
Pero parecía que no había nada que entender. Lo amaba y ninguna
cantidad de notas la ayudaría a comprender racionalmente ese sentimiento.
Fue tachando palabras de la lista. Nash era bueno, leal, valiente y cariñoso.
También sabía que la apreciaba. Se había mostrado muy decepcionado
cuando ella le había dicho adiós.
Pero ¿la amaba?
Nada en sus notas podía asegurarle eso. Miró a su tía, quien parecía
más joven y relajada que nunca ahora que su futuro estaba decidido. O casi
decidido. En Inglaterra había muchas casas para alquilar, pero Grace
siempre encontraba algún defecto en todas. Los dormitorios eran demasiado
pequeños o la sala de estar no era lo bastante soleada. No había suficiente
jardín para que Claude explorara o las proporciones de las habitaciones no
eran correctas. Había soñado mucho con ese futuro, pero ahora le parecía
lúgubre.
Si Nash no estaba en él.
Sonó el timbre de la puerta y ella alzó la vista de sus papeles. Se abrió
la puerta.
—Hay un… —dijo el mayordomo, antes de que algo lo interrumpiese.
Grace frunció el ceño y miró la puerta de la sala del desayuno. Soltó
un gritito cuando un hombre enmascarado entró en la estancia, con un
pañuelo negro cubriendo la parte inferior de su rostro. Llevaba guantes
negros y la apuntó con un dedo.
—Señorita Beaumont, vengo a secuestrarla.
El tío de ella se levantó.
—¿A qué diablos viene esto?
Grace parpadeó unas cuantas veces y pasó la vista del dedo a los ojos
verdes del hombre. Movió la cabeza y sonrió.
—¿Qué haces aquí?
Nash devolvió la sonrisa.
—Ya te lo he dicho, vengo a secuestrarte.
—Estoy cansado de este asunto del secuestro. —El tío Charlie se dejó
caer en su silla—. Haga lo que quiera con ella. Yo, desde luego, no puedo
decirle lo que tiene que hacer.
La tía Elsie, que no había cerrado la boca desde que Nash había
entrado en la habitación, miró a su sobrina y después al intruso.
—¿Qué pasa aquí, Grace?
—Ah, sí, lo olvidaba. —Nash señaló a la mujer—. También la
secuestro a usted.
La tía Elsie se llevó una mano al pecho.
—¿Por qué va a querer secuestrarme a mí?
—Porque Grace la quiere mucho y no puedo separarlas.
Grace movió la cabeza y sonrió.
—No se equivoca.
—Bien. —Él hizo un gesto para que se levantaran—. Considérense
secuestradas. Vamos, señoras, no tenemos todo el día.
—Pero… pero ¿a dónde vamos? —preguntó la tía Elsie. Miró a Grace
—. ¿Tú de verdad quieres ir con él?
Grace se levantó de la silla y miró un momento a Nash a los ojos. No
necesitaba pensar más, ya no dudaba.
—Sí, sí quiero.
—En ese caso, supongo que será mejor que vaya contigo. —Su tía se
levantó despacio de la silla.
El tío Charlie se sirvió un café, sacó una petaca del bolsillo de la levita
y añadió un buen chorro de licor.
—No entiendo qué les pasa a las mujeres —murmuró—. De verdad
que no.
—Vamos, pues, no hay tiempo que perder. —Nash tomó la mano de
Grace y tiró de ella hacia el vestíbulo.
—¡Espera! —ella se detuvo—. No podemos irnos sin Claude.
Nash hizo una pausa.
—Por supuesto que no. ¿Dónde está?
Grace corrió al saloncito de su tía y lo encontró acurrucado en un
sillón. El animal soltó un maullido de protesta cuando lo tomó en brazos.
—Lo siento, Claude, pero nos vamos en otra aventura.
Fuera esperaba un carruaje y el escudo de armas indicaba que
pertenecía a un noble. Grace lo examinó y miró a Nash.
—Este no es el escudo de un secuestrador.
—Es el de mi padre —explicó él—. Nos hemos reconciliado.
—¿Eso significa que ya no estás repudiado?
—Sí. —Nash ayudó a la tía Elsie a subir al carruaje, tomó al gato y se
lo entregó a la mujer—. Y también significa que puedes estar segura de que
no quiero casarme contigo por tu dinero.
Grace movió la cabeza.
—Yo nunca habría pensado eso de ti. —Hizo una pausa—. ¿Casarte?
—¿De verdad piensas que te voy a secuestrar y no me voy a casar
contigo?
—Si te soy franca, no me has dado tiempo a pensar nada.
—Tengo una licencia de matrimonio preparada. Solo tienes que decir
que sí y podemos casarnos y partir para Guildham. La casa está un poco
deteriorada, pero prometo que la convertiré en un hogar hermoso para tu tía
y para ti.
—Eso no lo dudo.
—¿Casarse? —preguntó la tía Elsie desde el interior del carruaje—.
Grace, eso no me parece muy lógico.
Grace alzó la mano, desató el pañuelo negro del rostro de Nash, lo tiró
al suelo y le echó los brazos al cuello.
—Nada de esto es lógico —murmuró—. Por eso sé que es lo correcto.
—He intentado darte todo el tiempo que he podido —confesó Nash—.
Quería darte más, pero estar lejos de ti me está volviendo loco. Solo sabía
que tenía que volver a verte para estar seguro.
—Desde luego, había modos menos dramáticos de hacer eso.
Él se encogió de hombros.
—Pero no tan divertidos.
—Necesitaba tiempo para mí —dijo ella—. Creo que me ha venido
bien y me ha hecho comprender cuánto te amo y que estaré encantada de
poner mi destino en tus manos.
Nash sonrió ampliamente y le puso las manos en la cintura.
—¿Has escrito notas sobre mí cuando estábamos separados?
—Por supuesto.
—¿Decían lo mucho que te amo?
Ella negó con la cabeza. El calor de la mirada de él impedía cualquier
respuesta sensata y racional.
—Es verdad. Te amo, Grace. A ti y a tu gato feo.
—¡Chist! Él cree que es hermoso.
—Tú eres hermosa. En todos los sentidos. —Él respiro hondo—.
Señorita Grace Beaumont, tú haces que no pueda dormir, comer ni existir
sin empezar a pensar en ti. Desde el momento en el que me echaste encima
tu odioso gato, he estado obsesionado por ti y no puedo esperar a
convertirte en mi esposa.
—Pues no esperes más.
Él se inclinó a besarla y a continuación la tomó en brazos y la depositó
en el carruaje.
La tía Elsie movió la cabeza cuando Grace se sentó en el asiento a su
lado.
—No es propio de ti hacer algo tan osado.
—No, no lo es. —Grace sonrió y unió las manos en el regazo—. Pero
ahora soy diferente.
FIN
El rapto de la heredera
Samantha Holt
CAPÍTULO 1
Un sonido que solo podría describirse como una fuerte pedorreta
resonó por la sala de estar. Rosamunde se estremeció y se cubrió
brevemente los ojos con una mano. Bueno, podría describir el sonido de
peores formas, pero ella era una dama y ciertamente no hablaba de ruidos
corporales de esa manera. La tía Petunia se levantó de la silla, sonrojada, y
tomó la corneta culpable.
—¿George Hampton, acaso estás detrás de esto? —preguntó.
George, el primo de nueve años de Rosamunde, luchaba por mantener
la compostura. Sus mejillas se inflaron hasta que se deshizo en carcajadas,
sujetándose el estómago. Su hermana corrió hacia allí, le arrebató la corneta
a la Tía Petunia y se la lanzó a George.
—¡Esa fue la mejor hasta ahora, George!
La tía Petunia intentó coger a George por la espalda de la chaqueta,
pero él la esquivó y salió disparado de la sala de estar, seguido por su
hermana y los dos primos menores. La tía Petunia se dejó caer en su sillón,
pero no sin antes asegurarse de que no hubiera nada más que pudiera hacer
un ruido tan grosero.
La madre de Rosamunde acarició el dorso de la mano de la tía Petunia.
—Hoy están muy animados.
Como lo estaban siempre. Rosamunde adoraba a sus primos menores
y no podía culparlos por su comportamiento. Ella había sido igual durante
su infancia en la casa paterna. Los grandes salones de Westham House
siempre proporcionaban un maravilloso patio de recreo para los niños.
Incluso ahora, preferiría escaparse a la biblioteca y esconderse en la galería
superior o caminar en puntillas por el pasillo de los sirvientes, rogando para
que no la atraparan. Cualquier cosa antes de sentarse y escuchar a sus
cuatro tías y a su madre hablar sobre las perspectivas matrimoniales de
Rosamunde.
Dios Santo, ya se había casado una vez. ¿Acaso no era suficiente?
—¿Qué tal Sir Bellmont? —sugirió su madre.
—Oh —asintió la tía Janey—. Es elegible.
—No es lo suficientemente rico —observó otra tía.
Rosamunde arrugó la nariz. La riqueza no era un problema. Sir
Bellmont era casi tan anciano como su difunto marido. Si se casaba con él,
era probable que quedara viuda por segunda vez y ¿qué clase de reputación
tendría entonces?
Frunció los labios. La gente la llamaría La Viuda Negra. O La Viuda
Perversa. No, La Esposa Asesina. Sonrió para sí. En realidad, eso no sería
tan malo. Incluso podría resultar emocionante. No es que tuviera ningún
deseo de enterrar a otro esposo, pero sería bastante emocionante ser
conocida como algo más que Lady Rosamunde Stanley, heredera de la
fortuna de su padre, viuda del vizconde Rothmere y tía de demasiados
primos traviesos. Miró sus manos. No debería quejarse. Había muchas
personas en circunstancias mucho peores que las suyas. Su matrimonio
concertado había sido aceptable, aunque increíblemente aburrido. El
vizconde siempre la había tratado con respeto, aunque era de suponer que
dos visitas al año dejaban poco margen para tratarla de otra manera. Su
fallecimiento no fue una sorpresa. Apenas un año después de su
matrimonio, la salud mental de él comenzó a deteriorarse y ella perdió toda
esperanza de concebir hijos. Fue un milagro que durara cinco años.
Sus primos irrumpieron nuevamente en la sala, seguidos por la
hermana menor de Rosamunde, Ellie. George pasó corriendo junto a la
delicada mesa que estaba a un lado de Rosamunde y esta se tambaleó
peligrosamente. Ella cogió la taza de té antes de que pudiera caer con
estrépito y observó cómo George se escondía detrás de las pesadas cortinas
de damasco, seguido por el resto de los primos más pequeños.
Tías, tíos, hermanas y primos mayores expresaron su consternación
mientras los niños correteaban entre todos ellos por la habitación, como si
fuera una pista de carreras de caballos en lugar del elegante salón de una
lujosa casa londinense. Varios perros que estaban en la habitación
comenzaron a ladrar.
Rosamunde cerró los ojos por un instante. Esas reuniones en Westham
sucedían al menos todos los sábados. Era raro que la casa estuviera ocupada
solo por sus padres y su hermana. Y aunque adoraba a su familia, a veces
sospechaba que sería agradable tener un poco de paz.
¿O no?
No. Tal vez algo… bueno, diferente. Algo que no fuera tomar el té con
sus tías y conversar sobre su futuro. Algo que no fuera ver cómo sus primos
derribaban el florero Wedgewood cada vez que estaban de visita. Algo que
no fuera comer galletas de manteca y tomar té. Miró hacia la puerta abierta
y esperó en silencio. Algún día sucedería, estaba segura. Algo diferente y
emocionante ocurriría. Un pirata entraría corriendo por la puerta, la
señalaría con el dedo y diría: “Sí, ahora sí. Tú te embarcas conmigo en una
aventura, jovencita”.
Frunció el ceño. No, eso no estaba bien. Los piratas decían “mi
corazón”. Había estado pensando en el fornido escocés que le exigiría que
fuera a su castillo en las Tierras Altas de inmediato y le ayudara a repeler el
asedio de miles de ingleses. Sin embargo, hoy en día, le apetecía más una
aventura en alta mar. Seguramente podría fregar cubiertas como cualquier
hombre, pensaba, y era una excelente nadadora, sin mencionar que sabía
manejar una espada. Su pirata sería guapo, por supuesto, con dentadura
blanca completa y aroma a brisa marina y jabón. Sus ojos serían azules
como los mares tropicales de los que había oído hablar, y su cabello tendría
un color arenoso, desteñido por el sol. Además, sería terriblemente fuerte y
capaz de cargarla en brazos o sujetarla firmemente en la cubierta cuando se
desatara una tormenta. Rosamunde suspiró cuando la entrada permaneció
vacía y no entró ningún hombre apuesto de brazos fuertes y pelo dorado.
—¿Rosamunde, estás soñando despierta otra vez? —preguntó su
madre, inclinándose hacia ella desde el sofá.
—No.
—Sí, lo estabas haciendo.
—Solo estaba pensando, mamá.
Su madre frunció los labios.
—Soñando despierta. Realmente deberías dejar de hacerlo. No es
propio de una dama, sobre todo cuando estás con gente.
Rosamunde no mencionó que su familia estaba acostumbrada a sus
ensoñaciones y fantasías y además, estaban demasiado preocupados con las
discusiones sobre su futuro como para que les importara si ella prestaba
atención o no.
—Eres demasiado parecida al tío Albert —murmuró la tía Janey—. Es
una suerte que sea bonita, si no seguiría soltera con la nariz metida en un
libro y la cabeza en las nubes.
Rosamunde se contuvo para no alzar los ojos al cielo. Sus tías no eran
malas, pero ninguna de ellas sabía callarse la boca. Era una lamentable
característica familiar, desafortunadamente. Si alguien pensaba algo, por lo
general lo decía en voz alta. Hasta ella misma lo hacía en ocasiones.
—¿Alguien ha tenido noticias del tío Albert? —preguntó su madre.
La tía Janey negó con la cabeza.
—No, pero ya sabes cómo es. Es probable que esté trepando por
Scarfell o se haya hecho amigo de algún lord ermitaño.
Rosamunde frunció el ceño.
—¿Nadie lo ha visto esta semana?
Mamá se encogió de hombros.
—Albert suele desaparecer por un tiempo, lo sabes.
—Sí, pero han pasado tres meses. —Rosamunde se acomodó las gafas
sobre la nariz. —Es una ausencia larga, incluso para él.
La tía Petunia movió hizo un ademán con la mano.
—Siempre ha sido muy independiente.
Y Rosamunde lo envidiaba por eso. De todos los miembros de su
familia, el tío Albert era al que más comprendía. No siempre asistía a las
reuniones semanales y a menudo se lo pasaba en el campo o frecuentando
su club de caballeros para después regresar con relatos de peleas y apuestas
atrevidas. Ella sospechaba que él también era el único que la comprendía.
Tenía ese mismo deseo de ver más, de hacer más. Le encantaba viajar por el
país y siempre le traía algún pequeño obsequio.
La última vez le había traído de Cumbria una piedra afilada que según
alegaba, era una herramienta antigua utilizada por los seres humanos hacia
miles de años. Ella había oído de tales descubrimientos, pero no sabía si su
piedra era genuina. Pero no importaba. Atesoraba su colección de objetos
mundanos, aunque no le importara el valor de los objetos en sí, sino la
historia que los acompañaba.
—¿Crees que deberíamos contratar a alguien para buscarlo? —sugirió
Rosamunde—. Hace bastante tiempo que no lo vemos.
Su madre negó con la cabeza.
—Pronto regresará, sin duda, con muchas historias fantásticas.
—Pero podría estar herido —protestó Rosamunde—, o en algún tipo
de problema. ¿Y si alguien lo ha… no sé… secuestrado?
Mamá se rió.
—¿Por qué alguien querría secuestrar al tío Albert? —Palmeó
ligeramente la rodilla de Rosamunde. —Rosie, tienes que dejar de imaginar
cosas. Nunca te encontraremos otro esposo si sigues comportándote como
una niña.
Rosamunde suspiró, sobre todo porque detestaba que la llamaran
Rosie. Le recordaba cuando era niña y le decían que no podía hacer las
mismas cosas que los niños.
Oh, no, Rosie, las niñas no nadan en el lago.
No, Rosie, las señoritas no pueden aprender esgrima.
De ninguna manera, Rosie, las mujeres de tu edad no deberían fumar
ni beber alcohol.

Pffft. No entendía por qué. Era tan buena espadachín como los
mejores, habiendo aprendido al imitar a su tío Frederick cuando él
practicaba. También sabía fumar, aunque en realidad, no era muy agradable
y había pasado gran parte de la noche tosiendo después de probar un
cigarro. Era una enérgica nadadora y no arrugaba la nariz al beber alcohol,
como muchas señoritas jóvenes. Sabía hacer todas esas cosas y las hacía
con gusto.
Es decir, las haría, si su familia se lo permitiera.
Pero, no, por lo visto, pasaría el resto de sus días sentada allí, casada
con otro anciano.
Miró esperanzada la puerta abierta. Nunca había sido mejor
momento para que el noble escocés, laird MacFarlane viniera a rescatarla.
Incluso aceptaría al señor Hunter, el intrigante arqueólogo que necesitaba
desesperadamente su ayuda en Egipto para descifrar los jeroglíficos de una
tumba perdida y maldita.
Sus primos menores salieron apresuradamente de la sala en fila, lo
que la trajo de vuelta de su ensoñación. Suspiró. Ningún laird ni aventurero
vendría, lo que significaba que tendría que idear una forma de vivir su
propia aventura. El problema era que apenas sabía por dónde empezar.
Ninguna de sus amigas tenía los mismos deseos y la mayoría estaban
casadas o tenían niños. Ojalá el tío Albert estuviera allí. Seguramente le
daría buenos consejos.
—Ah, Rosamunde —dijo la tía Petunia—, ¿vendrías conmigo
mañana a casa de la señora Lockwood? Debería ir con Mabel, pero como
sabes, está demasiado ocupada con los preparativos de la boda y todos
quieren visitarla ahora que está comprometida.
Bueno, no era una aventura, pero le gustaba visitar a la señora
Lockwood. La mujer, que era de una notable franqueza, tenía una preciosa
casa antigua en el campo y varios perros. Rosamunde envidiaba un poco su
vida solitaria.
No había tías que molestaran a la señora Lockwood para que
volviera a casarse ni primos correteando por los pasillos. Solo ella y sus
perros, y una casa que seguramente albergaba varios fantasmas y pasadizos
secretos. A veces, cuando Rosamunde la visitaba, apoyaba los dedos en las
paredes con la esperanza de encontrar puertas secretas, pero aún no había
encontrado ninguna.
—Estaré encantada de acompañarte, tía.
No viviría una gran aventura al día siguiente, pero a menos podría
viajar un poco y escapar a la discusión sobre su próximo matrimonio.
—Oí decir que Lord Woolhurst estará de visita —dijo su madre en
un susurro vehemente—. Deberías llamar su atención. Sería un buen esposo
para ti.
Rosamunde reprimió un gemido.
CAPÍTULO 2
Marcus Russel se ajustó el pañuelo sobre la nariz y aferró con fuerza
la pistola. Su mano se mantuvo firme, su respiración, lenta y calmada.
Cogió las riendas del caballo y miró hacia el camino.
—Ya falta poco —murmuró al caballo.
Siempre y cuando no hubiera animales esta vez, el secuestro debería
ir sin problemas. Siempre y cuando no hubiera unos malditos gatos. La
última criatura horrenda había arañado el interior del carruaje y dejado
marcas en la tela. Poco le importaba la apariencia del carruaje: se utilizaba
para transportar mujeres hacia y desde su escondite y bastante gastado
estaba ya, pero no necesitaba más gatos horrendos arañando el interior.
Resopló por lo bajo. La señorita Beaumont había sido la primera y
única mujer que había llevado un gato y él dudaba de que a otra mujer se le
ocurriera traer su horrible mascota a un “secuestro”.
Por supuesto, ella ya no era la señorita Beaumont y a Russell le
resultaba bastante divertido ver a Nash perdidamente enamorado de la
interesante mujer, incluso si tenía el gato más horrible del mundo.
El traqueteo de las ruedas del carruaje en el camino seco hizo que su
corazón diera un pequeño vuelco. Respiró hondo y fijó la vista en el
camino. Un carruaje cerrado, reluciente y negro como el azabache bajo el
sol del verano, con adornos dorados. Sin duda, su objetivo.
—Vamos, Junior —dijo, e instó al caballo a avanzar hacia el centro
del camino—. Es hora de actuar.
Sosteniendo la pistola en posición, mantuvo su postura firme. Junior
había llevado a cabo muchos de estos secuestros con anterioridad y se
mantenía perfectamente quieto. El carruaje se detuvo y el conductor se
apresuró a bajar del asiento, pero Russell le apuntó con el arma.
—Quédese dónde está o dispararé —amenazó con firmeza.
El conductor asintió, sujetando las riendas con manos temblorosas.
Russell dio la vuelta al carruaje y al mirar por la ventanilla vio a dos
mujeres abrazadas. Se centró en la más joven. Morena y bonita, como Guy
la había descrito.
Muy atractiva. Russell apretó la mandíbula. La señorita Heston se
veía algo mayor que los veintiún años que él esperaba, pero Guy
ciertamente le había restado importancia a su atractivo. Ella lo miró con
ojos muy abiertos, luego murmuró algo a su acompañante mayor.
Antes de que él pudiera abrir la puerta, la mujer la empujó, asomó la
cabeza y lo fulminó con la mirada. Sin el cristal nublado entre ambos, pudo
ver unos labios generosos, una barbilla algo obstinada y lentes con montura
de metal que acentuaban unos ojos de un cálido color castaño. Sin embargo,
no había nada cálido en su mirada.
Él arqueó una ceja. La mujer era una excelente actriz.
—Venga conmigo. —Mantuvo la voz baja, en caso de que la
acompañante no conociera el arreglo que tenían.
—¡Ni por mil demonios!
Él parpadeó ante el exabrupto. Hasta donde sabía, la mujer que
estaban secuestrando era de cuna refinada y estaba tratando de escapar de
las persistentes atenciones de un caballero. Aun así, tal vez estaba tratando
de representar el papel de víctima indefensa ante su compañera.
Muy bien. Ella no era la única que sabía actuar. No por nada él
había leído todas las piezas teatrales de Shakespeare.
—Venga conmigo o dispararé —le advirtió, manteniendo un tono
vehemente y hostil.
La señorita Heston lo miró de hito en hito y levantó la barbilla.
—Si lo que quiere es dinero, soy muy acaudalada. —Se llevó una
mano a un prendedor que llevaba en el escote de su vestido carmesí.
La mirada de Russell siguió el movimiento de ella, sin intención.
Solo se dio cuenta de que el escote de la mujer le había llamado la atención
cuando ella desprendió el prendedor de oro y rubí. Apartó la mirada
enseguida y parpadeó, sintiendo que la imagen de piel suave, sombras
oscuras y curvas generosas estaban grabadas a fuego en su mente.
Sospechaba que de ahora en más, cada vez que parpadeara, volvería a ver
esa imagen.
Qué tontería. Había visto muchos escotes en su vida. Un atisbo de lo
que parecía ser un escote excelente no sería su perdición. Si había podido
sobrevivir en las calles y forjarse una vida de la nada, ciertamente podía
olvidar la imagen de ni siquiera un tercio de un seno.
O dos.
Maldición. Parpadeó un par de veces más y luego frunció el ceño
cuando ella le entregó el prendedor.
—Tome, esto vale mucho más de lo que conseguiría por mi rescate.
Él lo ignoró y frunció el ceño aún más. ¿Por qué demonios le daba
el broche? Si seguía perdiendo tiempo el conductor podría reunir el valor
para luchar con él o vendría alguien y Russell tal vez terminaría con un
disparo en el cuerpo.
—Si con eso no es suficiente… —La mujer se levantó la falda,
revelando una media pálida alrededor de una pierna bien formada.
La imagen del escote ya no lo perseguiría, lo que ya era algo. Tragó
saliva y frunció el ceño mientras ella dejaba a la vista el borde de encaje de
la media y la liga que la sostenía. Su mano se movió lentamente hacia la
banda y sacó un billete.
¿Por qué diablos esta mujer guardaba billetes en las medias?
Tras sacar el billete, ella cerró los dedos alrededor de otra cosa: un
mango adornado con piedras preciosas.
Una maldita navaja.
Ella la sacó rápidamente y la movió hacia él. Russell retrocedió; la
hoja pasó junto a su abdomen y se enganchó brevemente en la tela.
—¡Diablos, mujer! —Le cogió la muñeca. La actuación se estaba
poniendo demasiado peligrosa. Tenía que ponerle fin ahora mismo.
Ella chilló y la navaja resbaló de entre sus dedos. Aferrándole la
muñeca, él la acercó de un tirón y luego le pasó un brazo alrededor de la
cintura. La mujer que estaba dentro del carruaje gritó e intentó coger las
faldas de la señorita Heston, pero Russell se llevó a su cautiva con facilidad
y la subió con él al caballo; sus piernas pateaban contra las enaguas
espumosas y con los puños golpeaba el muslo de él. Russell miró a la mujer
que estaba atravesada sobre su regazo y meneó la cabeza.
Nada de gatos esta vez. En cambio, tenía una bestia salvaje que
parecía dispuesta a destrozarlo con sus garras.

El suelo pasaba a toda velocidad junto a ella y Rosamunde se


mareaba. Los muslos del hombre se hundían con fuerza en su estómago y
ella pensaba que si no se estuviera zarandeando con tanta violencia, tal vez
sentiría el deseo de vomitar. Si tan solo pudiera hacerlo. Quizás entonces su
secuestrador la arrojaría lejos, asqueado.
Él se movía rápido y Rosamunde apenas podía respirar, mucho
menos luchar para liberarse de la silla de montar. Incluso si lo intentaba, era
probable que terminara aplastada. Mucho mejor vivir y tener otro día para
luchar. Si tan solo no hubiera dejado caer la navaja, podría haber herido al
canalla y eso le habría comprado el tiempo suficiente para escapar.
O tal vez no. El hombre era un excelente jinete y seguramente las
habría alcanzado. Maldición, debería haber escondido un cuchillo más
grande en su liga.
Él disminuyó la velocidad y ella pudo respirar a bocanadas.
—Déjeme bajar —logró jadear.
El mundo se inclinó y por un momento pensó que él podría haber
cambiado de opinión, pero de repente sintió que la arrojaba al interior de un
carruaje oscuro que crujió cuando ella aterrizó con fuerza en el suelo.
La puerta se cerró con estrépito y él la amenazó con el dedo índice.
—Quédese allí —ordenó; el cristal amortiguaba ligeramente sus
palabras.
Rosamunde frunció el ceño. “Quédese allí”. ¿Qué clase de
secuestrador simplemente esperaba que ella se quedara allí? Se levantó del
suelo apoyándose en los asientos de terciopelo y arrugó la nariz. El interior
olía a perfume. ¿Cuántas mujeres había secuestrado ese hombre?
Rosamunde apretó una mano contra sus costillas magulladas y
gimió. Ese bruto seguramente lo hacía todo el tiempo. Ella reconocía la
ropa y las telas finas cuando las veía. Sin duda, todas sus pobres víctimas
financiaban un estilo de vida fastuoso.
Observó a su secuestrador por la ventanilla, manteniendo un ojo en
la pistola que tenía en la mano. Podría haberle disparado antes, pero ella
apostaba a su codicia. Aunque…¿le dispararía ahora? Curiosamente, el
hombre tenía ojos azules bondadosos, no eran los ojos de un frío asesino.
Pero si algo había aprendido Rosamunde de los muchos, muchos libros que
había leído era que nunca se debía juzgar a un hombre por su apariencia y
mucho menos por un par de ojos intrigantes. Podría dispararle si ella
intentaba escapar demasiado pronto.
Enganchó al caballo junto a otro. Rosamunde tenía que admitir que
cuando escuchaba hablar de salteadores de caminos, esto no era lo que se
imaginaba. Por supuesto, todos ellos eran morenos y encantadores,
lenguaraces, halagadores y con sonrisas pícaras. No podía ver si tenía una
sonrisa atrevida debajo del pañuelo, pero no había visto ningún destello de
diversión ni de coqueteo en sus ojos.
Tampoco había imaginado que un secuestrador fuera a poseer un
carruaje. Miró a su alrededor. Con cojines y una manta, nada menos. Tal
vez no fuera a dispararle.
El carruaje salió impulsado hacia adelante y Rosamunde cayó hacia
atrás en el asiento. Se irguió y se acomodó las gafas. Todo esto era culpa
suya. No debería haber estado soñando con aventuras. Tal vez Dios le
estaba jugando una broma perversa, dándole lo que había deseado.
—No era esta clase de aventura —refunfuñó, hablándole al techo
del vehículo.
Tenía que admitir que había pensado en dejar que muchos hombres
se la llevaran, pero ciertamente no en contra de su voluntad.
Respiró hondo y contempló el paisaje. Se movían a buena
velocidad, ayudados por los caminos secos. Si fuera otoño o invierno, sería
mucho más difícil moverse a esa velocidad. Todo parecía estar a favor de él.
Excepto que ella no se rendiría fácilmente. Sin duda, estaba
acostumbrado a mujeres que se desmayarían de solo ver una pistola. Bueno,
pues ella sabía disparar gracias a las lecciones secretas de su tío Albert, y
nunca se había desmayado en su vida. Tal vez Dios no le estaba jugando
una mala pasada, sino dándole una oportunidad de ponerse a prueba a sí
misma. Saldría de esa situación con vida y sin que este miserable obtuviera
una sola moneda de su familia.
Empujó la puerta abierta y observó cómo el suelo pasaba, borroso.
Dolería, no había duda al respecto. Su mayor problema sería saltar lo
suficientemente lejos como para que no la atropellara la rueda de la carroza.
Su inútil vestido no ayudaría mucho en ese sentido.
Rosamunde se quitó los zapatos y los hizo a un lado. Por tentador
que fuera lanzarlos fuera de la carroza para poder encontrarlos más tarde en
caso de que necesitara caminar lejos, hacerlo podría llamar la atención del
hombre, por lo que tendría que caminar descalza. Recogió sus faldas de la
mejor manera posible, sosteniéndolas con un brazo mientras se aferraba al
borde de la puerta con el otro.
La hierba del costado del camino pasaba velozmente. Si pudiera
aterrizar allí, evitaría el duro camino y amortiguaría un poco el golpe. Había
escuchado que uno debía relajarse al caer para evitar fracturas, pero no
estaba segura de poder hacerlo. Sentía todos los músculos tensos. El sonido
de las ruedas y el crujido del vehículo competían en sus oídos con el fuerte
latido de su corazón.
—Bueno, tengo que intentarlo.
Era saltar o dejar su destino en manos de su secuestrador y él no era
un bello pirata ni un fornido escocés. Solo un delincuente común con unos
inquietantes ojos azules.
Murmuró una breve plegaria, sujetó con fuerza sus faldas y se lanzó
fuera del carruaje.
CAPÍTULO 3
—¡Maldición!
Russell miró por encima del hombro y frenó. Pensó que imaginaba
cosas cuando escuchó el ruido sordo y el golpe de la puerta contra el
carruaje. Nada de la captura de la señorita Heston le parecía normal, y
estaba nervioso.
Pero no.
La maldita mujer se había caído del carruaje.
O tal vez había saltado.
Descendió de un salto del asiento del conductor y corrió por el
camino. Maldijo por lo bajo…repetidas veces. ¿Qué demonios le pasaba a
esa mujer? Primero, toda esa actuación, luego casi lo había herido con la
navaja. Guy, el líder del club de secuestros, en ningún momento le había
dicho que estaría secuestrando a una desquiciada.
Maldijo otra vez cuando la vio caída al costado del camino.
Fantástico. Ahora tendría que lidiar con una desquiciada herida.
O peor.
Se arrodilló junto al bulto de enaguas y tela arrugada y tocó la curva
de su cuello. Sintió que un pulso latía con fuerza.
No estaba muerta. Algo para agradecer, supuestamente.
El sombrero había salido despedido, y no era más que una mancha
color paja enganchada en un árbol a varios metros de allí. Pues bien, no
pensaba recuperarlo. La mujer merecía perderlo, por lo que a él le
importaba. Detrás de las gafas, sus ojos seguían cerrados; las pestañas
oscuras contrastaban con la piel pálida y alguna que otra peca en su nariz.
Russell se inclinó hacia ella. Si se trataba de un truco, era
condenadamente buena para fingir. La observó, notando el subir y bajar de
sus senos y la curva suave de sus dedos. En su vida había conocido a
muchas mujeres a quienes les gustaba fingir. En su mayoría, querían
quedarse con su billetera. Pero por qué esta deseaba tornar demasiado real
este secuestro, no lo podía imaginar. Cualquiera pensaría que no quería que
la secuestraran.
Al menos no daba la impresión de que se hubiera roto nada. Brazos
y piernas estaban correctamente flexionados y cuando le pasó una mano
debajo del pelo oscuro, sus dedos salieron limpios. Muy probablemente
había recibido un buen golpe en la cabeza, pero nada que un poco de
descanso no fuera a curar.
O quizá despertara todavía más loca.
Cuando esto terminara, pensaba exigir pago por trabajo de riesgo.
Enfrentarse con cocheros armados y matones contratados era mucho menos
peligroso que lidiar con esta mujer.
Suspirando, Russel le pasó un brazo debajo de los hombros y el otro
debajo de las piernas. Se preparó para algún estallido de locura de la mujer
o tal vez otro cuchillo, escondido en su ropa interior, que revelaría al
despertar y con el que lo atacaría, furiosa, pero ella permaneció inerte.
La subió al carruaje y la recostó en el asiento. Se detuvo un instante.
Maldición, maldita sea, por todos los demonios. ¿A quién le
importaba que fuera bonita? Ya había secuestrado mujeres bonitas. Hasta
hermosas, diría. Lo único que importaba era entregársela a Nash y luego
podría liberarse de esa criatura demente.
Volvió con pasos pesados a la parte delantera del carruaje, subió al asiento
del cochero y animó a los caballos. Anduvo lento para no sacudirla más de
lo necesario. Había una posada para viajeros a unos dos kilómetros por el
camino, así que pararía allí hasta que ella despertara. Con suerte, solo le
dolería la cabeza y podrían seguir.
Y se libraría de ella.
Cuando llegó a la posada, entró por la verja hasta la entrada para
carruajes y abrió la puerta del carruaje. La señorita Heston seguía
inconsciente, un manojo acurrucado de seda y encaje. Él la levantó en
brazos otra vez y fulminó con la mi rada al mozo de cuadra que lo miraba
boquiabierto. Con paso rápido, entró por la puerta y se detuvo en la taberna.
—Una habitación. Dese prisa. Mi… uh… esposa está herida.
Con los ojos bien abiertos, el individuo detrás de la barra asintió y le
entregó una llave.
—T…tendrá que firmar el registro.
—Más tarde. —El posadero no discutió con él ni intentó detenerlo
mientras Russell subía las escaleras hacia la habitación y luchaba por abrir
la puerta entre los montones de tela que se enroscaban en sus brazos y le
hacían cosquillas en la nariz.
—Podría haber llevado un vestido más sencillo —murmuró. ¿Qué
clase de mujer llevaba seda, enaguas y finos broches a un secuestro?
Ah, sí, una loca ¿lo recuerdas?
La acostó en la cama y extendió sus faldas. Se detuvo. Ella respiraba
con ritmo regular y no daba indicios de estar dolorida. Pero quizás debería
revisarla adecuadamente en busca de heridas
Aunque eso significaba tocarla.
Sonrió burlonamente. Había tocado a muchas mujeres. Demonios,
no era un libertino como solía ser Nash antes de asentarse, pero tampoco
era un tembloroso muchacho virgen. Pasar las manos por un poco de seda
para asegurarse de que estuviera bien difícilmente podría considerarse algo
sórdido.
Se miró la mano.
—Puedes dejar de hacer eso —le ordenó cuando vio el ligero
temblor.
No era un muchacho virgen, pero por lo visto, aun temblaba. Qué
tontería.
Sacudiendo la cabeza, comenzó desde arriba y deslizó las manos por
los brazos de ella, buscando fracturas o hinchazón.
Maldición, debería haber empezado desde abajo. Entonces no
estaría intentando echar un vistazo a las sombras seductoras. Loca o no,
ciertamente él no debería aprovechar esa oportunidad para babearse y sentir
lujuria por ella.
No, lujuria no. Él no se entregaba a la lujuria. De vez en cuando
tenía relaciones breves con mujeres para satisfacer sus necesidades básicas,
pero nunca iría tan lejos como para decir que sentía lujuria por una mujer.
Las apreciaba, de vez en cuando, y eso era todo. Los enredos decididamente
no eran para él.
Clavó la mirada en la tela cara de su vestido mientras le palpaba las
costillas, siguiendo la curva de una cintura bien formada hasta las caderas
que encajaban perfectamente en sus manos.
No. Lujuria no, maldición.
Había pasado bastante tiempo, eso era todo.
Cuando llegó a sus piernas, la dificultad ya no radicaba en mirar
hacia abajo, sino hacia arriba. Había visto ese destello de muslo por encima
de la liga y había notado las piernas bien formadas cuando ella había
blandido el cuchillo y aun entonces, había sentido intriga. Ahora ella estaba
allí, desplegada e indefensa, y el esfuerzo por no mirar la sombra entre sus
muslos le hacía sentir cerrazón en el pecho.
Cerró la mano alrededor de un tobillo. Ninguna fractura allí. Subió a
la pantorrilla. Allí tampoco. Ella se movió y emitió un suave gemido
cuando él subió la mano.
Santo Dios. Casi sonaba como si disfrutara del contacto.
Retiró la mano rápidamente. Si ella despertaba, podría decirle si
sentía dolor en alguna parte. Él no era un caballero de cuna, pero no quería
tocar a una mujer sin su permiso.
Ni con su permiso tampoco, se recordó.
El Club del Secuestro tenía una regla. No tocaban a las mujeres que
raptaban.
Bueno, Nash había tocado a la última y había terminado casándose
con ella.
Russell no pensaba dejar que eso sucediera. El matrimonio no era
para él. El amor, mucho menos.
Y bajo ninguna circunstancia iba a sentir deseo ni lujuria por esta
mujer.

Rosamunde sonrió. Hacía tiempo que no soñaba con un héroe


nuevo. Este tenía pelo oscuro y revuelto, un poco largo, tal vez, pero a ella
le gustaba, y penetrantes ojos azules. Su imaginación era algo realmente
espectacular, modestia aparte. ¿Quién habría pensado que podría inventarle
a su héroe una pequeña cicatriz en la frente y otra línea pálida junto a la
oreja? O la sombra de barba en el mentón. De hecho, esta tenía que ser la
ensoñación más vívida que había tenido en mucho tiempo.
Se estiró e hizo una mueca de dolor. Cielos, qué dolor de cabeza.
¿Qué demonios…?
Ah.
El carruaje.
La caída del carruaje.
El suelo que se le venía encima, un golpe seco y luego la oscuridad.
Ah.
¡El secuestrador! Parpadeó varias veces y clavó la mirada sobre el
hombre.
El hombre que estaba sentado a horcajadas sobre ella.
Santo Dios, ¡la había secuestrado para forzarla!
—¡Suélteme! —le ordenó, sin aliento. El peso de él la aplastaba
sobre la cama de algún lugar desconocido. —¡Suélteme! —insistió,
retorciéndose debajo de él.
—Quédese quieta, ¡maldición! Se ha golpeado la cabeza.
Ella abrió la boca y la cerró. ¿Por qué le importaría que se hubiera
golpeado la cabeza si solamente la había raptado para forzarla?
Empujó contra un pecho firme.
—Puede tomar mi cuerpo, pero jamás poseerá mi alma.
—¿Qué?
Al ver que él no se movía, Rosamunde alargó el brazo para intentar
rasguñarlo, pero él le sujetó la mano y se la inmovilizó junto a la cabeza. Lo
intentó con la otra mano, pero él hizo lo mismo, dejándola vulnerable e
inmovilizada contra el colchón.
El corazón le latía fuerte y respiraba agitadamente. No importaba
que fuera apuesto, no importaba si su fuerza física hacía que algo vibrara
dentro de ella. Esto no era una fantasía, se recordó. No sería gentil con ella
ni le haría el amor y declararía luego que necesitaba su ayuda para
encontrar un tesoro oculto en Sudamérica.
Era un delincuente. Un villano. Lo peor de la sociedad. Y tampoco
importaba que oliera a jabón y un poco a jengibre, ni ella debía dejarse
confundir por el hecho de que sus labios generosos resultaran atractivos
para besar ni que sintiera sus músculos fuertes contra las costuras de la
chaqueta.
—Suélteme —susurró, retorciendo las caderas mientras trataba de
liberar las piernas de los confines de sus faldas. Si solo pudiera levantar una
rodilla, podría golpearle los genitales y seguramente la liberaría ¿no? Había
escuchado que a los hombres les resultaba insoportablemente doloroso un
golpe en esa zona y había imaginado utilizar ese método cuando tuviera que
rescatar a su pirata o ayudar al arqueólogo a escapar de la banda de rufianes
que deseaban robarle las antigüedades.
—¿Quiere quedarse quieta de una vez? —dijo él con un gruñido—.
Se ha golpeado la cabeza, mujer. Tiene que quedarse quieta.
—¿Para que se aproveche de mí? Creo que no.
—No tengo deseo alguno de aprovecharme de usted —masculló él,
pero un destello extraño en sus ojos hizo que el corazón de ella diera un
vuelco.
—Miente. Lo sé. Me doy cuenta cuando la gente miente.
—No estoy mintiendo, ¡maldición! —dijo él entre dientes—. Ahora,
quédese quieta.
—No. Nunca. Nunca me quedaré quieta. Lucharé y lucharé hasta mi
último aliento. —Se retorció y movió las piernas y brazos hasta que casi no
pudo respirar bajo el peso de él y lo ajustado de su corsé. Se inmovilizó y
tomó aire. —No ha ganado. Es solo que necesito descansar.
Qué tontería admitir eso ante su secuestrador.
—Sí, es cierto, lo necesita. —Él mantuvo las manos alrededor de
sus muñecas y el cuerpo sobre el de ella, pero aflojó ligeramente la presión.
Rosamunde tragó saliva al encontrarse con su mirada. Sus ojos se
oscurecieron y el aire a su alrededor pareció espesarse, como si la
habitación se hubiera llenado repentinamente de agua y ella no pudiera
respirar ni moverse. En sus fantasías, sus héroes tendían a tener facciones
poco definidas. No había nada poco definido en este hombre. Su cara era
una combinación de ángulos pronunciados; sus cejas, líneas feroces sobre
un entrecejo fruncido. Lo único blando eran esos labios. Labios que ella no
podía dejar de mirar.
Cuando volvió a mirarlo a los ojos, vio que él estaba haciendo lo
mismo. Sus ojos se posaron sobre la boca de ella y luego volvieron a subir.
Santo cielo, ¿no pensaba permitir que su secuestrador la besara,
verdad?
Él se inclinó para que ella sintiera la tibieza de su aliento.
Rosamunde frunció el ceño. Olía a menta. ¿Qué clase de secuestrador
masticaba hojas de menta antes de forzar a su prisionera?
Levantó la barbilla. Estaban a pocos centímetros de distancia. Si
cerraba los ojos, tal vez él lo haría.
No. No, no, no. Esto no era una fantasía. Era una situación peligrosa
y real.
Liberó abruptamente sus manos de las de él y lo empujó hacia atrás.
Luchando contra sus faldas, trató de zafarse de debajo de él, pero la volvió
a inmovilizar, y esta vez llevó la mano debajo de su falda.
—Jamás poseerá mi alma —murmuró ella.
—¿Qué hay? —dijo él—. ¿Otra maldita navaja? ¿Otra arma
escondida en su liga?
Ella abrió los ojos y lo fulminó con la mirada. Él recorrió las ligas
con la mano, debajo de su falda.
—No hay más navajas —admitió.
Retiró la mano y soltó el aire.
—Qué bien. No accedí a hacer esto para que me apuñalara, señorita
Heston, por más que le agrade esta representación.
Rosamunde se incorporó sobre los codos.
—Señorita Heston.
—Quédese quieta —le ordenó él—. No debería moverse, en su
estado.
—Pero es que no soy la señorita Heston. —Meneó la cabeza e hizo
una mueca cuando sintió un dolor sordo en las sienes. —¿No lo entiende?
Él la soltó, bajó de la cama y cruzó los brazos.
—¿Entender qué?
—¡Ha secuestrado a la mujer errónea!
CAPÍTULO 4
—Si esto es parte de su juego…
—¿A qué podría estar jugando? —Se bajó las faldas con fuerza, se
irguió y se acomodó los lentes. —¿Qué clase de juego creía usted que era
este? Porque debo decirle, señor, que no lo encuentro divertido.
Russell se pasó la mano por la cara. Se había equivocado de mujer.
Se había equivocado de mujer, ¡maldición! A menos que ella estuviera
realmente loca y le resultara divertido engañarlo. Observó a la mujer de
mejillas rosadas y apretó el puño al recordar brevemente la sensación del
muslo suave contra sus dedos.
Ella era algo de lo que había creído que sería. Sí.
Había luchado contra él como una maldita loba. Sí.
Se había arrojado del carruaje sin preocuparse por su propia vida. Sí.
Ah, y a no olvidar que casi lo había apuñalado.
Lo que significaba que la pequeña gata salvaje tenía toda la
intención de hacerle daño y no había estado fingiendo.
La miró con los ojos entornados.
—¿Quién es usted, exactamente?
Ella levantó el mentón.
—Lady Rosamunde Stanley. Vizcondesa viuda de Rothmere.
¡Con un demonio! Al infierno con todo, maldición.
—Jo… —Se interrumpió. —¡Jolines! —masculló.
—Creo que la primera palabra era más adecuada. —Ella se levantó
de la cama y se enderezó la parte superior del vestido.
Ahora que estaba de pie, él pudo ver mejor su figura. Cuando no
estaba tirándole cuchillos o arrojándose al suelo, tenía el porte de una
vizcondesa: espalda altiva, senos generosos y erguidos. No pudo resistir
recorrer su cuerpo con la mirada y notar la curva de la cintura y la cadera. A
pesar de que las enaguas disimulaban sus piernas y nalgas, él tenía una
buena idea de lo que había debajo de ellas.
Una idea demasiado clara y precisa.
Le había metido las manos debajo de la falta a la mujer equivocada.
Había estado tendido sobre ella, cuerpo con cuerpo. Había podido sentir
todo.
Russell inspiró entre dientes. Él era como un camello. Podía estar
sin compañía femenina durante meses, hasta años. Ciertamente había
soportado la carencia de buena compañía femenina cuando había estado
luchando en Francia y había sobrevivido. ¿Entonces por qué demonios se
sentía como si estuviera en medio de un desierto y ella fuera el único oasis?
—¿Quién es usted, exactamente? ¿Y por qué quería a mi prima?
—¿Prima?
—La señorita Heston. Es mi prima.
Él maldijo. En voz alta esta vez. Luego hizo una mueca de pesar.
—Perdóneme, miladi.
Ella ladeó la cabeza.
—Considerando que es usted un secuestrador, pensaría que no le
adjudicaría demasiada importancia a obtener mi perdón. —Se acercó unos
pasos y levantó la mirada hacia él.
Él le sostuvo la mirada, manteniendo una expresión serena, a pesar
de que sentía como si ella hubiera encendido un fuego bajo sus pies. Estaba
metido en un lío monumental y ni siquiera su mente ágil podía pensar en
una forma de arreglarlo.
—¿Por qué no me amenaza? ¿Ni me ata ni nada de eso?
Él suspiró.
—Porque no tenía intenciones de hacerle daño a su prima ni
tampoco pienso hacérselo a usted.
—Entonces…¿puedo irme?
—Sí.
¿Qué otra cosa iba a hacer? Encerrarla y obligarla a guardar secreto
sobre los movimientos de él? ¿Convencerla de algún modo que tenía buenas
intenciones para con su prima y que en realidad, había querido ayudarla?
Sabía cómo se veía. Demasiado alto, demasiado rudo. A pesar de las
ropas finas, nada podía disimular que había sido un soldado aguerrido y un
huérfano de las calles. La vida dura había dejado marcas en su cara, su
acento y sus modales.
La vizcondesa viuda se acercó a él. Lo inspeccionó con atención,
como si estudiara un cuadro e intentara ver las pinceladas individuales.
Pues allí no había ninguna obra de arte. Solo un hombre que se ganaba una
moneda ayudando a las mujeres a escapar de lo que el destino les deparaba.
Por desgracia para él, había metido la pata de la peor manera y era probable
que su participación en el Club del Secuestro llegara a su fin. Al fin y al
cabo, no podía fingir ser un secuestrador ahora que alguien lo había visto.
—Esto de secuestrar no se le da muy bien, ¿verdad? Se ha
equivocado de persona.
—Pues no se suponía que estaría usted en ese carruaje. No puedo
hacerme responsable por el cambio de planes de la señorita Heston.
—Vaya, eso es cierto. Tomé el lugar de mi prima. —Frunció la
nariz. —¿Por qué quería usted secuestrar a Mabel?
El miró dentro de sus ojos oscuros. Ahora que no estaba luchando
contra él, Russell percibió inteligencia en esa mirada. Era rica, sí y
probablemente se sentía con derechos, pero no era tonta. Podría intentar
inventar alguna historia, pero no imaginaba nada que fuera a satisfacerla.
—Porque ella quería que la secuestraran.
Rosamunde parpadeó varias veces.
—¿Ella quería que la secuestraran?
—Sí.
—¿Pero, por qué?
—Tendría que preguntárselo a ella, pero entiendo que tenía que ver
con una proposición matrimonial.
Rosamunde se llevó una mano a la boca.
—¡Santo Cielo, Mabel creía que la obligarían a casarse con el señor
Dixon! —Meneó la cabeza. —Pero ayer el señor Gosford le propuso
matrimonio y ella ha estado enamorada de él desde hace siglos.
—Pues habría sido útil saberlo —dijo él entre dientes.
Lady Rothmere puso los brazos en jarra.
—Entonces, perdone si parezco confundida, pero todavía me duele
la cabeza…¿Mi prima quería que la secuestraran para no tener que casarse
con el señor Dixon?
—Así es.
—¿Pero por qué haría usted algo así? ¿Y por qué tomarse tanto
trabajo?
Él se encogió de hombros.
—Porque me pagan por ello. Nada más.

Rosamunde no se lo creía. Tal vez fuera una tonta romántica, pero


había más en esa historia que un hombre al que simplemente le pagaban
para ocultar a una mujer. Ni siquiera su imaginación podía inventar algo así.
Y necesitaba saber más.
Estiró el cuello para estudiarlo. Debía admitir que nunca había
imaginado a un hombre como él, pero sin duda haría un buen pirata. Tenía
una mirada dura debajo de sus deslumbrantes ojos azules, y su pelo revuelto
combinado con su alta estatura le añadía un aire de misterio. Aunque ella
había sentido la fuerza de su cuerpo, era más esbelto que ancho y sus
prendas hechas a medida le calzaban perfectamente.
Y tenía una historia.
Rosamunde necesitaba desesperadamente escucharla.
Le dolía un poco la cabeza y él la miró con preocupación cuando se
llevó la mano a la nuca. Efectivamente, se le estaba formando un
considerable chichón. Rosamunde se sacó las horquillas de la masa
despeinada pelo, luego tiró de la peineta engarzada y dejó caer sobre la
mesa cercana.
—¿A propósito, dónde estamos?
Él se tomó un momento para responder mientras ella sacudía su
cabello. Dio un respingo como si hubiera estado perdido en sus
pensamientos.
—En una posada. Pensé que era prudente asegurarme de que
descansara antes de continuar nuestro camino.
Rosamunde se acercó a la ventana que daba al camino. ¿Estaría su
tía buscándola? ¿Preocupada, fuera de sí? Rosamunde necesitaba darle un
final a esa aventura y asegurarse de que su familia supiera que estaba a
salvo. Pero primero tenía que saber más.
Se volvió hacia él.
—Cuando dice que le pagan para secuestrar personas por encargo de
ellas mismas, ¿a qué se refiere, exactamente?
Él hundió las manos en los bolsillos del pantalón y miró el suelo
durante unos segundos.
—No estoy seguro de poder revelárselo, miladi. Digamos que hoy
no sentía ningún deseo de secuestrar a una mujer en contra de su voluntad.
Ahora sí que la tenía intrigada. ¿Por qué tanto secreto si su prima
deseaba que la secuestraran?
—Señor… hum, ¿cómo dijo que se llamaba?
—No se lo he dicho.
Ella enarcó una ceja.
—Russell. Marcus Russell.
—Señor Russell, ¿puedo suponer que desea mantener este incidente
en secreto? ¿Que secuestrar damiselas no es algo por lo que desea hacerse
conocido?
—Puede suponerlo, sí.
—En tal caso, quiero saberlo todo. —Se sentó sobre la cama,
entrelazó los dedos sobre su regazo y se inclinó hacia adelante. —Hasta el
último detalle.
Él frunció el ceño.
—Me encantan las historias —dijo ella.
Podría jurar que lo oyó soltar un gemido. O mascullar otro
improperio entre dientes. Era difícil saberlo.
—Si me lo cuenta, guardaré este incidente con el mayor sigilo. Les
diré que luché y usted huyó y que no vi nada.
—¿De verdad piensa que creerán que luchó y se liberó?
—Pues es poco probable que crean que lo convencí de soltarme.
Además, podría tener otra navaja oculta en mi liga.
—No es así —afirmó él.
Sí, claro. Él había explorado minuciosamente su persona.
Rosamunde se ruborizó al recordar hasta qué punto las manos de él habían
subido debajo de sus faldas.
—¿Además, por qué llevaba una navaja allí?
—Precisamente para un caso como el de hoy. ¿Quién sabe cuándo
uno puede necesitar defenderse?
Él enarcó una ceja oscura.
—¿Ha tenido muchas ocasiones de utilizarla?
—En realidad, esta fue la primera vez. —Hizo un ademán
displicente. —Pero no tiene importancia. Me interesa más por qué usted,
señor Russell, juega a los secuestros.
—Russell —la corrigió él—. Nadie me llama señor.
—En cuyo caso –y sobre todo en vista de que hoy me secuestró-
pienso que puede llamarme Rosamunde. Pero por favor, deje de intentar
mostrarse evasivo.
—¿Intentarlo? Estoy casi seguro de que estoy mostrándome evasivo.
—Oh, sí, tiene un aire, sin duda.
Él soltó un suspiro.
—No se deja disuadir fácilmente ¿verdad, miladi?
—Rosamunde —lo corrigió ella—. Y la respuesta es no.
—Muy bien. —Se pasó los dedos por el pelo, lo que explicaba por
qué estaba tan revuelto. Rosamunde apostaría a que era un hábito para él.
—Soy parte de un grupo de hombres que ayudan a mujeres a escapar.
—¿A escapar?
—De matrimonios, situaciones delicadas, cualquier cosa que torne
imperativa su desaparición, sea temporaria o permanente.
—¡Santo Cielo!
Era un tipo extraño de servicio, pero Rosamunde podía imaginar que
resultara muy necesario. Había tenido suerte de nunca haber quedado
atrapada en una situación terrible, pero no ignoraba las dificultades de
muchas mujeres de la nobleza.
—Así que secuestra a estas mujeres. ¿Pero, por qué? ¿Por qué
simplemente no las ayuda a huir, sacándolas a escondidas?
Los labios de él se curvaron en una sonrisa.
—Uno pensaría que eso sería más fácil, sí. Sin embargo,
descubrimos que era necesario que las mujeres se mantuvieran inocentes en
sus acciones. De esa manera, si las descubrían o necesitaban regresar a casa,
no habían cometido ninguna falta.
—Sin duda todo el mundo supondría que también las habrían
deshonrado —reflexionó Rosamunde—. Imagino que eso espantaría a algún
que otro pretendiente.
—Seguramente.
Qué interesante. Ella siempre había pensado que Mabel era algo
caprichosa, pero esto era bastante ingenioso. Ella podría haber regresado a
su casa, tras haber sido secuestrada y potencialmente deshonrada, a esperar
que su verdadero amor le propusiera matrimonio en lugar de ceder a la
presión de comprometerse con un hombre que no le agradaba. Rosamunde
casi deseaba haber conocido la existencia de ese servicio cuando se había
casado cinco años atrás. Si bien su matrimonio había sido completamente
aceptable, aunque algo aburrido, un secuestro habría sido mucho más
emocionante.
—Permítame ver si lo entiendo. ¿Un grupo de vosotros lleva a cabo
estos secuestros?
—Sí.
—¿Y os pagan por el servicio?
—Así es.
—Pues entonces, Russell, me gustaría mucho contrataros.
CAPÍTULO 5
No. No, no, no, no. No existía ninguna posibilidad de que fuera a
secuestrar a esta mujer. Tenía escrito en la frente que causaría problemas.
Incluso si no hubiera sacado un cuchillo y se hubiera lanzado desde un
carruaje en movimiento, él igualmente se habría dado cuenta. No se dejaba
engañar por el dulce mohín de su boca ni por las inocentes pecas dispersas
sobre su nariz.
—No voy a ayudarla a escapar de su marido —dijo.
—Oh, todavía soy viuda.
No debería sentirse aliviado por eso. De hecho, debería irritarlo más.
Significaba que no había estado pensando en los senos de una mujer casada
ni preguntándose cómo se sentirían sus muslos suaves contra los labios de
él.
—Pues no la ayudaré a escapar de lo que sea que desee escapar.
Aunque realmente, deseaba ayudarla.
Por todas las razones equivocadas.
Russell evitaba los vínculos. Demonios, apenas tenía amistades.
Guy y Nash, los otros dos miembros de El Club del Secuestro eran
prácticamente sus únicos amigos y estaba conforme así. Aun así, no se abría
demasiado con ellos. No estaba en su naturaleza y nunca lo estaría. Ellos
tampoco esperaban más de él.
Pero, de alguna manera, intuía que esta mujer podía arrebatarle todo
a un hombre. No se dejaba engañar por las pequeñas gafas elegantes que
descansaban sobre su nariz ni por las pecas que danzaban justo debajo de
los marcos de metal. Tenía el atractivo, la figura y la audacia para
envolverse alrededor de un hombre y apoderarse por completo de él.
No era para él.
No, gracias.
Decididamente no.
—En realidad, no necesito escapar —aclaró ella.
—Está usted pidiéndole ayuda al hombre erróneo.
Rosamunde se levantó de la cama, ladeó la cabeza y levantó los ojos
hacia él.
—Pues parece ser el hombre perfecto.
Cuán equivocada estaba. Él también. Por pensar en ella, claro.
Se sentía tentado. Y Russell no se dejaba tentar. Había aprendido de
la manera más difícil que los hombres que cedían a los deseos del corazón
quedaban expuestos y vulnerables. De acuerdo, tal vez no era tanto su
corazón el que estaba hablando, sino que había mucho deseo involucrado en
toda la situación.
—Puedo pagarle —insistió ella.
—No necesito su dinero.
Era cierto, pero no podía negar que la palabra dinero siempre le
llamaba la atención. Cuando uno había sido huérfano en la calle, y había
sentido dolor de estómago por el hambre, era difícil no parar la oreja ante la
mención de una moneda. Incluso habiendo acumulado dinero –a estas
alturas, más del que necesitaría en su vida- siempre lo atraía la idea de más.
De esa forma no había riesgos de que alguna vez volviera a pasar hambre.
—Ni siquiera sabe para qué quiero contratarlo.
—No importa. —Levantó una mano y extendió un dedo. —En
primer lugar, no trabajo solo, por lo tanto, no puedo tomar este tipo de
decisiones por mi cuenta.
Ella hizo un ruidito displicente.
—¿Se doblega ante otros hombres? Lo dudo.
No estaba demasiado equivocada. Si bien ciertamente no tomaría
por su cuenta decisiones que pudieran afectar a Guy o Nash, tampoco podía
decir que estaba pendiente de las palabras de ellos. Guy y Nash habían sido
amigos desde la universidad y se habían criado en el mismo círculo social.
No era difícil para Russell sentirse la persona de afuera, así que mantenía su
independencia y evitaba compartir demasiados aspectos de su vida con
ellos.
—En segundo lugar, ofrecemos un servicio muy específico. —
Extendió otro dedo. —No somos simples matones contratados.
Rosamunde alargó el brazo y le flexionó los dedos. Él apartó la
mano abruptamente. Era una locura que el mero contacto de la mano de ella
-enguantada, además- lo hiciera sentir algo, pero así había sucedido. Por el
amor de Dios, le había metido las manos debajo de las faldas. El contacto
con los guantes no era nada.
—No necesito la ayuda de matones contratados, ni de hecho, del
resto de tu club. Lo necesito a usted.
Lo necesito a usted.
Gimió para sus adentros. Tal vez se había equivocado con ella. Tal
vez las gafas y las pecas eran su verdadero reflejo y no tenía idea de lo que
provocaba en un hombre.
Lo necesito a usted.
Intuía que aun después de que la llevara de regreso a su casa y se
quedara tranquilo de que jamás volvería a ver a Lady Rosamunde Stanley,
esas palabras lo perseguirían por las noches.
Era inútil. Necesitaba salirse de esa situación. Y rápido.
—Lady Rothmere.
—Rosamunde.
El suspiró.
—Rosamunde, solo puedo pedirle perdón por el malentendido de
hoy, pero no puedo ofrecerle ayuda. Lo único que puedo hacer es devolverla
a su casa y a su familia sana y salva.
—Pero en realidad, está en deuda conmigo.
Él enarcó una ceja.
—Pensé que usted podía pagar.
—Claro que puedo. Y con mucha generosidad. Y lo haré. —Sus
labios se curvaron. —Pero hoy usted me asustó, Russell. Pensé que me iba
a secuestrar y… ¡y deshonrar!
Él se pasó una mano por el pelo. Había tenido razón. Las gafas y
pecas eran falsas. Debajo de ellas había una mente brillante y manipulativa.
—Una pensaría —continuó ella—, que se sentiría usted un poco
obligado a brindarme ayuda.
—Bueno, pues está equivocada. Soy un secuestrador. No tengo
honor.
—Rapta mujeres para ayudarlas. Eso me parece honorable.
—No —volvió a decir Russell.
Ayudaba por dinero. Lisa y llanamente. Cuando el conde de
Henleigh se le acercó, él estaba buscando algo nuevo, una forma más
interesante de ganar dinero, así que aprovechó la oportunidad. Invertir en
acciones, negocios y especulación se había vuelto aburrido y francamente,
demasiado fácil. Siempre le pareció ridículo lo fácil que era ganar dinero
cuando se tenían grandes sumas. ¿Cómo se suponía que el hombre
promedio debía levantarse del barro cuando los más ricos lo acaparaban
todo? Él había sido uno de los pocos afortunados.
—Estoy en muy buena posición. Soy una heredera, en realidad —
insistió ella—. Mi familia es acaudalada y mi marido me dejó con
considerables ingresos.
—Tiene suerte.
—Me refiero a que no solo puedo pagarle generosamente, sino que
puedo asegurarme de que no se vuelva a hablar de este rapto y que no
sufra… consecuencias no deseadas a causa de este malentendido.
Él bajó la mirada hacia ella y dejó escapar un pequeño sonido.
—¿Me está amenazando?

Parecía ridículo amenazar a este hombre tosco que se elevaba como


una torre por encima de ella. Hasta demencial tan solo pensar en ello
cuando estaba sola con él y técnicamente secuestrada. Pero no podía
contenerse. Aquí estaba su oportunidad. Podría ayudarla a buscar al tío
Albert y bueno, hasta tal vez ella pudiera vivir una pequeña aventura al
hacerlo.
El problema estaba en que a nadie le llamaba la atención la
desaparición del tío Albert. Ese mismo día, la tía Petunia había descartado
los temores de ella, haciendo a un lado su preocupación como si solo fuera
una de sus habituales fantasías. Sí, tenía tendencia a ser muy imaginativa,
pero hacía demasiado tiempo que él se había ido y, cuando menos, sería
prudente intentar encontrarlo.
Tragó saliva con fuerza y lo miró a los ojos.
—Sí, creo que sí.
Se obligó a permanecer inmóvil y controlar un temblor que
amenazaba por subirle desde los pies a la cabeza. No podía decir si era
porque jamás había amenazado a un hombre antes o porque él era mucho
más alto que ella y estaban solos en una habitación, o tal vez porque no
podía dejar de pensar en cuán firme se había sentido el cuerpo de él sobre el
suyo.
Tal vez era una combinación de todo eso.
Russell soltó un suspiro y negó con la cabeza.
—No puedo ayudarla.
—¡Ni siquiera sabe para qué quiero contratarlo!
—No tiene importancia. No puedo ayudarla.
—¿Ni siquiera si amenazo con delatarlo?
Él la miró.
—No creo que vaya a hacerlo.
Rosamunde irguió los hombros.
—No me conoce.
Él apretó los labios.
—La conozco. Conozco a muchas mujeres como usted. Es rica,
malcriada, y ha tenido una vida fácil. Cree que puede conseguir todo lo que
desea. Pues, bien, Lady Rothmere, no puede tenerme.
Pero ella lo necesitaba.
Oh. Cielos. No de esa manera, se recordó. Casi no lo conocía y no
era la clase de mujer que tomaba amantes. Su única experiencia con
hombres había sido con su difunto marido y por cierto, no había estado a la
altura de ninguna fantasía. Para ser franca, no creía que ningún hombre
fuera a estarlo.
De modo que se había mantenido relativamente inocente para haber
sido una mujer casada. A veces se sentía algo tonta. Le resultaba casi
infantil ser una mujer adulta de veinticinco años con tan poca experiencia,
pero incluso si un hombre coqueteaba con ella, no sabía cómo reaccionar.
Uno de los efectos secundarios desafortunados de haberse casado a los
dieciocho era que tenía muy poca experiencia con el sexo opuesto.
Sin embargo, comprendía algunas cosas sobre este hombre. No se
parecía en nada a los miembros de la clase alta. Y eso la intrigaba
sobremanera.
—Señor Russell, por favor, escúcheme. —Levantó una mano antes
de que él pudiera responder. —Trabaja usted como secuestrador. O como
sea que quiera llamarlo. Y yo conozco a alguien que creo puede haber sido
raptado. Me gustaría mucho pagarle por su experiencia.
—No me interesa.
—Mi tío Albert —prosiguió Rosamunde, sin prestarle atención—,
lleva desaparecido varios meses. Por lo general, vuelve a casa para esta
época, pero temo que algo le haya sucedido. ¿Podría tal vez tratarse de un
secuestro?
—¿Su tío desaparece a menudo?
—Sí, desgraciadamente. —Frunció la nariz. —Es algo… excéntrico.
—Entonces quiere que persiga a un hombre que piensa que ha sido
raptado pero que desaparece a menudo, o sea que en realidad, es probable
que no haya sido raptado.
Ella sabía que sonaba descabellado, pero no era necesario que él
fuera tan grosero. Cruzó los brazos contra el pecho y se esforzó por no
hacer pucheros.
—Conozco a mi tío y sé que no se habría ido tanto tiempo sin al
menos una carta.
—Como dije, no la puedo ayudar. No sé qué clase de fantasías…
—Esto no es una fantasía. —Extendió el brazo y le golpeó un dedo
contra el pecho. —Pero señor, usted está en deuda conmigo. Me secuestró,
me aterrorizó, me lastimó.
—Se lastimó sola…
—Me hizo perder mi navaja. Y no hablemos del susto que le dio a
mi pobre tía. —Volvió a golpearle el pecho con un dedo. —Usted…está…
en…deuda…conmigo.
Él se masajeó el pecho donde ella lo había golpeado.
—Lady Rothmere…
—Rosamunde.
—Rosamunde, su tío es un hombre adulto y estoy seguro de que…
—No. Yo estoy segura de que usted me ayudará. No soy tonta,
piensen lo que piensen. Tiene razón en cuanto a que soy rica y es probable
que me hayan malcriado. Mi vida ha sido relativamente protegida. Pero
también sé –lo siento en mis entrañas- que mi tío necesita ayuda y que usted
me ayudará.
Él se quedó mirándola durante varios segundos; Rosamunde sentía
que el corazón le latía en los oídos. Tenía que ayudarla, tenía que hacerlo.
—Si no me ayuda, intentaré encontrarlo yo misma —añadió, por si
acaso, aunque no sabía por qué pensaba que a él podría importarle lo que le
sucediera.
Tal vez fue porque debajo de sus modales toscos ella había
vislumbrado a un hombre honorable. A pesar de que lo negaba, tenía algo
de honor. Ningún hombre arriesgaría su vida para ayudar mujeres solamente
por dinero, ¿no?
Él aflojó ligeramente los hombros. Se pasó ambas manos por el pelo
y la miró como si le estuviera causando un profundo dolor.
—Bien —dijo por fin.
—¿Bien?
—Bien, la ayudaré. Sin duda estará escondido en algún sitio, o en
algún club y en un par de días usted ya podrá quedarse tranquila.
Rosamunde no pudo contener la sonrisa que se dibujó en su boca.
Le arrojó los brazos alrededor del cuello.
—¡Gracias, gracias, gracias!
Russell se liberó de sus brazos y la apartó con firmeza.
Ella bajó los brazos a los lados del cuerpo, sintiendo que se
ruborizaba. Tendría que comportarse de manera mucho más profesional
ahora que lo había contratado. Esto era importante y podría ser peligroso.
Ciertamente no era momento de abrazar a su secuestrador contratado.
—¿Entonces, por dónde comenzamos?
—En primer lugar, la devolveré a su casa. Podrá contarme sobre su
tío en el camino. Luego, haré averiguaciones.
—¿Y después?
—Después la buscaré.
—¿Con discreción?
Él frunció el ceño.
—Entiendo que su familia no siente la misma preocupación que
usted por su tío.
Ella negó con la cabeza.
Russell soltó un suspiro pesado.
—La buscaré. Con discreción. —Esbozó una sonrisita socarrona. —
Aunque no lo crea, Lady Rothmere, se me da muy bien la discreción.
CAPÍTULO 6
—¿Cómo demonios secuestraste a la mujer errónea?
Russell se quitó el sombrero, se pasó una mano por el pelo y dejó el
sombrero sobre la mesa de la posada. Paseó la mirada por el salón vacío
antes de sentarse frente a Guy. Se echó hacia atrás en la silla y se encogió
de hombros.
—Coincidía con la descripción. Ni qué decir que estaba dentro del
carruaje indicado.
Guy sacudió la cabeza.
—Maldición, Russell, a este ritmo tendremos que cerrar el club.
Nash se acercó a la mesa, llevando tres cervezas y las dejó sobre la
mesa.
—No es culpa de él si la mujer cambió de idea.
Russell no necesitaba que Nash lo defendiera, pero de todos modos,
lo valoraba.
—Oye —le dijo a Guy—, yo tampoco estoy satisfecho con lo
sucedido.
Sobre todo porque ahora estaba obligado a ayudar a una mujer de
pecas bonitas y piel suave.
—Pero Lady Rothmere no dirá nada —prosiguió—. Comprende la
necesidad de que nuestro servicio se mantenga secreto y tampoco revelará
las intenciones de su prima.
Guy soltó el aire y alargó el brazo hacia la cerveza.
—Todo esto habría podido evitarse si el mensaje de la señorita
Heston me hubiera llegado a tiempo.
—Por cierto, no me resultó demasiado agradable raptar a la mujer
errónea.
—¿Estás seguro? —Nash sonrió. —Si mal no recuerdo, Lady
Rothmere es muy bonita.
—Tú ni siquiera deberías estar pensando en quién es bonita —
respondió Russell, tajante—. Tu esposa es la única mujer bonita a la que
deberías mirar.
—A Grace le parecería completamente lógico que yo notara que una
mujer es simétricamente proporcionada y atractiva —respondió Nash,
petulante.
Russell soltó un gemido.
—Con cada día que pasa hablas más como ella.
—Lo sé. Y me gusta. —Levantó el jarro de cerveza y bebió.
Russell miró a Nash. El descarado lord era muy hábil con las
mujeres y su actitud no había cambiado, pero su última cautiva, Grace,
había ejercido una influencia estabilizadora sobre él. Russell nunca había
visto a Nash tan… satisfecho, supuso. En algunos sentidos, le envidiaba esa
sensación de paz, pero no era para él. Él estaba siempre en movimiento.
Siempre. Era la única manera de existir que conocía. La idea de
estabilizarse ya le hacía sentir un hormigueo en los pies allí mismo donde
estaba sentado.
En cuanto a Guy, él sí que no había cambiado, ni siquiera después
de la última aventura en la que habían tenido que cuidar de Grace. El
taciturno conde de cabello oscuro, seguía mostrándose tremendamente serio
respecto de todo. Es más, hacía que Russell casi pareciera un cascabel. Él
entendía la necesidad ocasional de seriedad. El conde estaba a cargo de las
operaciones del grupo y se dedicaba a ayudar a las mujeres desesperadas
tras haber salvado a una prima de un matrimonio cruel. Pero, ¡demonios!,
nunca se quitaba la expresión sombría del rostro.
—Pues no lo disfruté —dijo Russell.
No disfruté el contacto con sus muslos. No, señor. Y mucho menos
de la sensación de tener el cuerpo de ella debajo del mío. No disfruté de
contemplar sus pecas ni tampoco admiré su valor. En absoluto. Nada. Claro
que no.
Era todo realmente muy inconveniente.
—Hemos tenido suerte de que haya podido regresar a su casa y
cubrirte —dijo Guy—. Si hubiera hablado de ti…
—Lo sé. —Russell se acercó el vaso de cerveza fría. —Ya estaría
fuera del negocio.
—Todos lo estaríamos —lo corrigió Guy—. No te culpo, Russell,
pero sería demasiado peligroso continuar.
—Ah, entonces él mete la pata y puede quedarse, ¿pero yo meto la
pata y casi me echas? —Nash se repantigó en la silla y entrelazó los dedos
detrás de la cabeza.
—Tú no metiste la pata, Nash. Te acostaste con la mujer a la que
teníamos que ayudar —observó Russell.
—Sí, ¿pero puedes culparme? Además, hice todo lo que pude para
resistirme, pero ella puede ser muy persuasiva.
Russell alzó los ojos al cielo. Sabía que Nash se había esforzado por
resistirse, pero desde el principio había notado que se estaba enamorando de
Grace. En aquel entonces le había resultado divertido.
Ahora lo comprendía todavía más. Entendía muy bien cómo uno
podía estar viviendo su vida tranquilamente y que de pronto todo volara en
pedazos por una mujer.
Levantó el vaso y bebió hasta terminar la cerveza, cerrando los ojos
mientras dejaba que el alcohol le entibiara el cuerpo. No, su vida no había
volado en pedazos. No iba a permitirlo. Preguntaría un poco por allí,
averiguaría dónde estaba el tío de Lady Rothmere, seguiría su camino y
olvidaría que la había conocido. Ciertamente no iba a hacer como Nash y
terminar acostándose con ella o aun peor… casándose con ella.
No era que pensara que una dama de la alta sociedad fuera a querer
relacionarse con él. Debajo de su ropa fina, no era nada más que un
huérfano ilegítimo que se había vuelto muy hábil para imitar todo lo que
hacía la nobleza. Simplemente porque se movía y hablaba como ellos no
significaba que mereciera una mujer como Rosamunde.
Tampoco quería tenerla, claro. Había aprendido unas cuantas cosas
en la vida.
Primero: cuando hay comida, comes.
Segundo: no te quedes dormido en las calles.
Tercero: no formes lazos afectivos.
Cuarto: no formes lazos afectivos, ¡maldición!
Y que ese sea también el quinto y el sexto punto.
Que fuera el juramento que se habría tatuado en la piel junto a las
feas marcas de su infancia. O que grabaría en su lápida, tal vez. Nada de
apegarse a una persona.
Los lazos afectivos hacían que un hombre fuera vulnerable y débil,
algo que nunca más quería volver a ser.
—Entonces ¿qué sigue ahora, Guy? —preguntó Nash, bajando los
brazos e inclinándose hacia adelante—. Grace quiere ayudar.
Guy negó con la cabeza.
—Nada. Tú vuelves con tu esposa y sigues reconstruyendo tu
propiedad en el campo y Russell… Russell hará lo que sea que hace
Russell.
—Sí, ¿qué es lo que haces, Russell? —dijo Nash—. Ni siquiera sé
dónde vives.
—Y así seguirá siendo —respondió él.
—Qué buen amigo eres —refunfuñó Nash—. No me invitas con un
trago.
—¿Quién dijo que eras mi amigo? —dijo Russell con una sonrisa.
—Ay, me has herido. —Nash se llevó una mano al pecho.
Russell empujó la silla hacia atrás y se puso de pie.
—Caballeros, tengo asuntos de los que ocuparme. Hazme saber si
necesitas mi ayuda. Sabes dónde encontrarme —le dijo a Guy.
—¿Qué asuntos? —quiso saber Nash, pero Russell no le prestó
atención.
Cuanto menos supieran sobre él, mejor. Cuanto menos supiera
alguien sobre él, mejor. Incluyendo a Lady Rothmere.

Rosamunde dejó caer la navaja con estrépito e hizo una mueca


cuando esta aterrizó sobre el recipiente de porcelana. Su prima Mabel entró
como una tromba en el dormitorio, con las mejillas casi del mismo tono
rojo que el vibrante color de su vestido. Rosamunde observó el recipiente.
Al menos no se había rajado por el impacto. Recuperó el la navaja y la
ocultó en la mano.
—¿Qué estabas haciendo? —preguntó su prima, mirándole la mano.
—Oh, eh… solo…—¿Fingiendo defenderme de un atacante? No,
eso sonaba absurdo, aún a sus oídos. —Ya sabes… leyendo
correspondencia. —Hizo un gesto vago hacia la habitación, sabiendo que
no había correspondencia a la vista.
Mabel depositó sobre la cama el perrito que sostenía en un brazo.
Rosamunde no se tomó la molestia de hacer comentarios mientras el perro
se revolcaba sobre la manta aterciopelada. La mayoría de sus familiares
tenían perros y no era raro que las visitas trajeran los propios y los dejaran
sueltos. Casi no pasaba un día sin que encontrara pelos de perro en su
persona. Le encantaban, pero a veces no le molestaría tener un solo perro
por vez.
—Quería asegurarme de que estuvieras bien —dijo Mabel, mientras
corría hacia ella y le echaba los brazos alrededor de la cintura.
Rosamunde bajó la cabeza para mirar a su diminuta prima y se
encontró con un tocado de plumas. Empujó a Mabel hacia atrás antes que
las plumas terminaran dentro de su nariz.
—Estoy bien —le aseguró.
Mabel se dejó caer sobre la cama y el perro trepó a su regazo; le
apoyó las patas delanteras en los hombros y le lamió lacara.
—Lo siento tanto, tanto —dijo Mabel entre lamidas—. Si hubiera
sabido que Mamá iba a pedirte que la acompañaras, habría dicho algo. Por
lo visto, la carta que envié a los hombres en cuestión no llegó a tiempo. —
Apartó al perro y frunció el ceño. —Y eso que le pagué generosamente al
mensajero.
—No tienes por qué disculparte. Estoy bien.
Más que bien. Estaba… entusiasmada. Había pasado una semana desde su
“rapto” y todavía no había tenido noticias del señor Russell. Sin embargo,
eso no evitaba que pensara en él. Se preguntaba si estaría merodeando por
algún sitio, vigilándola, quizá, esperando para ponerse en contacto en el
momento adecuado. Ella intentaba continuamente estar sola, pero no era
algo fácil con su familia.
Estaba ansiosa por verlo otra vez.
Por su tío, claro. No por ningún otro motivo. No sabía prácticamente
nada del señor Russell y no tenía sentido dejar que su imaginación se
disparara. Aun si de vez en cuando se preguntaba qué habría sucedido si le
hubiera permitido seguir revisando su persona en busca del cuchillo. O si
hubiera luchado, lo hubiera derribado y lo hubiera besado con fuerza.
—Debes de haberte sentido aterrorizada —dijo Mabel—. Yo estaba
nerviosa de solo pensar en el secuestro y eso que sabía lo que sucedía. —
Suspiró. —Si no fuéramos tan parecidas…
—No somos tan parecidas. Es solo el pelo castaño.
—Supongo que para un hombre lo somos, sin embargo. —Mabel se
inclinó hacia ella. —¿Sentiste mucho miedo? Mamá dijo que lo amenazaste
con un cuchillo.
—Sí, estaba asustada, pero no tuve demasiado tiempo para pensarlo.
Mabel sonrió.
—¡Eres tan valiente, Rosie! Ojalá fuera como tú. Por supuesto,
todos piensan que luchaste y lo obligaste a huir y ahora están decididos a
que te cases antes de que te vuelvas demasiado independiente.
Rosamunde elevó los ojos al cielo.
—Por qué les parecería mal que luche y me defienda de un
secuestrador, no lo entiendo.
—Ay, ya sabes cómo son en esta familia. No están contentos a
menos que haya una boda en puerta. —Mabel ladeó la cabeza. —Además
¿no quieres volver a casarte? Hace ya un año que has enviudado y sé que te
aburría muchísimo tu matrimonio con George. —Batió las palmas. —¿Y si
te casaras con uno de los amigos de Hugh? De ese modo podríamos pasar
todavía más tiempo juntas.
Rosamunde cerró los ojos por un instante. Adoraba a Mabel, pero
existía un límite para la cantidad de tiempo que deseaba pasar con ella. O
con los amigos de Hugh. Era un hombre encantador, pero demasiado dulce
para ella y no esperaba que sus amigos fueran muy distintos. Ella prefería
hombres con cierta rudeza. Hombres que discutieran con ella y la
desafiaran.
Hombres como el señor Russell.
No, no tomes por ese camino, Rosamunde.
—Pues tenemos por delante tu boda. —Se sentó sobre la cama junto
a su prima y el perro Pomerania se le acercó y le empujó la mano con su
hocico húmedo. Ella cedió y le acarició la cabeza. —Aunque lamento que
hayas creído que era necesario contratar los servicios de estos hombres.
Sabes que podrías haberme pedido ayuda a mí.
—Lo sé. —Mabel se miró las manos. —Temía que tendría que
casarme con el señor Dixon y parecía que Hugh nunca me propondría
matrimonio. Entonces escuché rumores sobre estos hombres de boca de
Lady Ellis y me pareció la solución perfecta. Podría escapar por un tiempo
y darle tiempo a Hugh de echarme de menos y para cuando regresara,
seguramente me propondría matrimonio.
Rosamunde hizo una mueca. No era el mejor motivo para
arriesgarse a quedar arruinada y poner a su familia en esa posición
angustiosa, pero aunque adoraba a Mabel, su prima no siempre pensaba las
cosas detenidamente. Si alguien tenía motivos para casarse era Mabel. Era
como si necesitara que alguien la cuidara.
Razón por la cual a ella no le apetecía volver a casarse. Podía
cuidarse sola, muchas gracias, y no necesitaba de un marido para eso.
Lo único que necesitaba ahora era mejorar mucho, muchísimo en el
arte de luchar con un cuchillo.
CAPÍTULO 7
Russell la miraba desde cierta distancia, sintiéndose, curiosamente,
como un intruso. Lo que era ridículo. Lady Rothmere estaba sentada en un
banco, mirando el Lago Serpentine en Hyde Park. No se podía decir que
fuera un lugar secreto. Los senderos estaban concurridos con gente y
carruajes mientras que los niños jugaban sobre el césped, disfrutando del
cálido clima de verano. Sin embargo, intuía que Rosamunde no estaba
contemplando a los niños ni a los transeúntes.
Ella ladeó la cabeza hacia el sol y aunque Russell no podía ver su
expresión, adivinaba lo que haría. Tendría los ojos cerrados.
Lo sabía porque no era la primera vez que la veía en el parque. Ni la
segunda. Hacía tres días que iba allí, tras descubrir que a ella le gustaba
visitar el parque a solas. Tres días y todavía no se le había acercado.
Lo que sucedía detrás de esos ojos cerrados, no lo sabía. Ni quería
saberlo.
No. Decididamente no. Cuanto menos supiera sobre Lady
Rosamunde Stanley, mejor. Ya había hecho algunas averiguaciones.
Provenía de una familia numerosa y acaudalada, de alcurnia, en la que se
habían hecho muchos matrimonios muy convenientes. Su padre era el
Marqués de Hopsbridge y ella tenía varios tíos políticos con títulos
nobiliarios. Heredaría una cuantiosa suma a la muerte de su padre y la
familia era dueña de gran parte de la riqueza del país.
Lo último que deseaba hacer era mezclarse con gente como ellos.
Los que acumulaban y acumulaban, dejando que las personas como él
tuvieran que luchar por recoger las migajas.
Entrelazó las manos detrás de la espalda y se balanceó sobre los
talones. No era que actualmente tuviera migajas. Su patrimonio podía
competir con la de varios miembros de la alta burguesía, pero él no había
nacido rico ni lo había obtenido a través del matrimonio. Había trabajado
para ganarse cada centavo. Había persuadido a muchas personas, había
planeado y había trabajado hasta dejarse los dedos en carne viva. Había
levantado, acarreado y empujado hasta sentir dolor en todo el cuerpo. Por
fortuna, ya no necesitaba hacer esas cosas, pero nunca se quedaría
tranquilo. Un solo error podía hacerle perder todo y no podía dejar que eso
sucediera.
Jamás se permitiría volver a ser pobre.
Sentía un escozor en las entrañas. Había comenzado cuando había
raptado a Rosamunde. Y él confiaba en sus entrañas. Ese instinto lo había
ayudado a sobrevivir en las crueles calles londinenses de niño. Lo había
ayudado a escapar de los barrios bajos.
Ese error bien podría ser Lady Rothmere, le decía su instinto.
De manera que hoy finalmente se acercaría a ella y le diría con
firmeza que no la ayudaría. Tendría que buscar al tío por su cuenta. Después
de todo, un hombre tenía derecho a su privacidad. El solo hecho de que no
hubiera podido encontrar ningún rastro de él no significaba demasiado.
Ciertamente, Russell tenía una gran habilitad para buscar gente y se había
sorprendido de que ninguno de sus contactos en el país supiera nada del
paradero del tío, pero aun así, no significaba nada.
Se irguió y fue directamente hacia el banco. Ya basta de esperar.
Simplemente le diría: lo siento, Lady Rothmere, pero no puedo ayudarla.
Soy un hombre ocupado y estoy seguro de que su tío aparecerá pronto.
Se detuvo detrás del banco y contempló las facciones de ella, apenas
visibles bajo el ala del sombrero. Las pestañas oscuras se abrían en abanico
sobre las mejillas pálidas, pero no podía divisar las pecas debido a que el
sol se le reflejaba en las gafas.
Tonto.
¿Por qué quería volver a verlas, siquiera? Si alguien le preguntara
cuál era su rasgo preferido en una mujer, podría decir los senos o la cintura.
Si se sintiera como un caballero, tal vez diría la boca o los ojos. Nunca
antes le habían interesado las pecas.
Sacudió la cabeza y carraspeó.
—¡Oh! —Rosamunde dio un respingo, se irguió y se giró en el
banco para mirarlo. —¡Oh!
—Lady Rothmere. —La saludó con una breve inclinación de
cabeza.
—Comenzaba a creer que no volvería a saber de usted. —Se puso
de pie y fue hacia él. —He estado esperando noticias.
—No me diga que ha estado esperándome aquí.
Ella se sonrojó.
—Pues… dijo usted que me buscaría y yo no sabía cuándo ni dónde,
por lo que decidí que querría reunirse conmigo a solas, en un sitio
concurrido, así que me pareció sensato venir al parque y asegurarme de que
pudiera establecer contacto.
—¿Sensato? —repitió él. Hasta donde podía ver, no había nada de
sensatez en ese plan.
—Es mejor que nos vean aquí ¿no es así? Donde nadie podría
preguntarse por qué estamos juntos.
Él frunció el ceño.
—No soy un caballero con título de nobleza, pero dudo que alguien
pudiera acusarme de intentar escandalizarla, miladi. Al fin y al cabo, nadie
sabe quién soy.
—No, eso no fue en absoluto lo que quise decir. —Le sonrió. —Es
solo que si algo le ha sucedido a mi tío, debemos guardar sigilo ¿no es
cierto? No me gustaría que ninguna persona nefasta se enterara de que lo
estoy buscando. —Susurró esa última parte, inclinándose hacia él como si
fueran dos espías intercambiando secretos de guerra.
Russell se irguió. Al menos ella no se avergonzaba de que la vieran
con él, un hombre común y sin reputación, ni de libertino, ni de caballero ni
de nada.
—Pues… verá, Lady Rothmere…
—Debe llamarme Rosamunde, de verdad —insistió ella.
—Rosamunde —se corrigió él—. Sucede que…
—Realmente, le estoy muy agradecida por ayudar. Cuénteme qué ha
averiguado. —Se inmovilizó y frunció el ceño. —Cielos, intuyo que me va
a dar malas noticias. ¿Es algo terrible? ¿Cree que debería sentarme? Ay,
pobre tío Albert. Era el mejor de los hombres, de verdad. —Se llevó una
mano a la boca y se le humedecieron los ojos. —No sé qué haré sin él.
Russell soltó un suspiro pesado. No podía imaginar un lazo afectivo
así con un tío, pero, claro, nunca había tenido un tío con quien formar lazos
afectivos. No obstante, no quería que Rosamunde llorara.
Maldición. Lo único que debía decir era un rápido: lo siento, no
puedo ayudarla. ¿Qué tan difícil era?
Una lágrima rodó por la mejilla de ella.
Por todos los demonios.
—Sólo quería decirle que la ayudaré —dijo, sin poder contenerse.
Por dentro, gimió. Qué tonto era.
Rosamunde ya sabía que Russell no era la clase de hombre que
apreciaría que una mujer le arrojara los brazos alrededor del cuello o le
sonriera con expresión beatífica, así que se obligó a mantenerse impávida.
Al fin y al cabo, si ella no demostraba sentirse cómoda con lo que
imaginaba que era el mundo bastante hermético de Russell, él nunca le
permitiría ayudar.
Hacía días que se sentaba en ese banco y miraba pasar a la gente,
mientras esperaba una señal de él para comenzar con la investigación. El
día anterior, al ver que no se había puesto en contacto con ella, comenzó a
perder las esperanzas. Pero ahora estaba allí, por fin, y podrían comenzar la
búsqueda del tío Albert.
—Muchas gracias —murmuró—. Sabía que sería usted la respuesta
a mis problemas.
Él la miró con una expresión consternada que ella no comprendió.
—Bien, ¿por dónde comenzamos?
—¿Comenzamos? —repitió él—. No…
—Ay… —Rosamunde lo cogió del brazo y tras arrastrarlo detrás de
un árbol, se apretó contra el tronco.
—¿Qué demonios…?
Ella le aferró el brazo con más fuerza y tiró, obligándolo a
acercarse. Russell trastabilló, apoyó la mano contra el tronco y la miró
desde arriba.
Rosamunde tragó saliva y estiró el cuello para mirarlo a los ojos.
Los separaban unos cinco centímetros, nada más. Lo había hecho acercarse
demasiado, pero no tenía opción. Si no lo hubiera hecho, los habrían visto.
Él la miró, frunciendo el entrecejo con expresión confundida.
Rosamunde abrió la boca para explicar, pero las palabras desaparecieron.
No podía negar que parte de esos días pasados sentada en el banco viendo
pasar las horas habían estado ocupados por el recuerdo de cuando la había
inmovilizado en la cama. ¿Qué habría sucedido si ella hubiera reaccionado
de otra forma? Si tal vez hubiera levantado la cabeza y le hubiera rozado la
boca con sus labios. ¿Si hubiera logrado escapar gracias a la seducción?
Suspiró. Pero no había sucedido y le convenía mantener los
pensamientos donde debían estar: centrados en encontrar a su tío. Todos
siempre le decían que daba rienda suelta a su imaginación y no podía hacer
eso con Russell. Sería demasiado peligroso.
Peligroso. La palabra rebotó en su mente hasta quedar alojada allí.
Dios, todo en Russell hablaba de peligro. Desde las pequeñas
cicatrices, hasta la barba incipiente y hasta el pelo revuelto que no encajaba
con su ropa refinada. Y ni hablar de su cuerpo fuerte y musculoso. Ah, y no
podía olvidar la oscuridad en sus ojos que contrastaba tan cautivadoramente
con el color azul brillante. Sus pupilas estaban agrandadas ahora y su
expresión era inescrutable.
La manera en que la miraba la hacía sentir el pecho cerrado y
picazón en las manos debajo de los guantes. Ciertamente no debería
gustarle de ninguna manera la manera en que la hacía sentir. Ciertamente no
debería sentirse emocionada ante la idea del peligro. Era consciente de la
facilidad que tenía para dejarse llevar por las fantasías y no era momento
para ello. Tenía que demostrar que estaba en lo cierto respecto de su tío, que
no había desaparecido simplemente por alguna aventura y no serviría
convencerse de que Russell era como el pirata o el arqueólogo y no podía
vivir ni respirar sin ella.
Rosamunde inspiró lentamente. Él apartó la mirada y se separó de
ella.
—¿Por qué nos estamos escondiendo? —preguntó.
—Mi tía Effie —explicó ella, ligeramente sin aliento—. No podía
permitir que me viera.
Él enarcó una ceja.
—Es usted viuda ¿no? Y dijo que nadie cuestionaría por qué
estamos aquí juntos.
—Oh, no se trata de eso. —Rosamunde frunció la nariz. —Mi
familia no está de acuerdo conmigo en que el tío Albert podría estar en
peligro. Piensan que es… bueno, una fantasía mía.
—Ya.
—Pero no lo es —se apresuró a agregar—. Siempre me envía
noticias cuando se embarca en alguna de sus aventuras. Nunca deja de
escribirme. Nunca —declaró con firmeza.
—Ya.
—Usted también cree que es mi imaginación. —Se miró los pies.
—Intenté encontrar alguna pista sobre él no lo logré. —Le tocó la
barbilla con un dedo, obligándola a levantar la mirada hacia su expresión
inescrutable. —Podría no ser nada, pero debería haber algún rastro de él.
—¿Entonces me cree?
Él se quitó el sombrero, se pasó la mano por el pelo y asintió.
—Le creo.
—¿Y va a ayudarme?
—Dije que lo haría ¿no es así?
—Sí. —No pudo contenerse y esbozo una enorme sonrisa.
Russell frunció el ceño aún más. Ella sabía que no era la clase de
hombre que apreciaría que una mujer le dedicara una ancha sonrisa. Se
enderezó y se acomodó el vestido. No era el momento para emoción infantil
ni sonrisas tontas. Necesitaba mostrarse sensata y centrada. Con suerte,
existiría una explicación sencilla para la desaparición de su tío, lo
encontrarían y ella se quedaría tranquila de que estaba a salvo.
Y Russell podría volver a raptar mujeres y hacer las otras cosas que
hacía ese hombre misterioso.
—Bien —dijo, y batió las palmas—. ¿Qué hacemos primero?
—Hablamos con su familia. Y luego yo sigo las pistas.
—No.
—¿No?
—Mi familia piensa que soy una tonta, y yo estoy decidida a ayudar.
Él se pellizcó el puente de la nariz.
—Lo más sensato es comenzar por su familia y no necesito su
ayuda, miladi. Usted me contrató para que la ayudara a buscar a su tío y soy
perfectamente capaz de hacerlo solo.
—Y sin embargo, no encontró ninguna pista durante estos días.
—Hice unas pocas averiguaciones rápidas, nada más.
—Pero yo conozco a mi tío mejor que nadie. Mis conocimientos
serán invalorables.
Él se quedó mirándola unos segundos, luego aflojó los hombros.
—De acuerdo. Puede ayudar. Pero hará lo que le diga. Nada de
meterse en problemas.
Ella abrió ojos enormes.
—¿Cree usted que habrá problemas?
—Claro que no. Pero de todos modos, no quiero que se involucre en
ellos.
—Sé cuidarme.
—Rosamunde —dijo él entre dientes.
—Me mantendré lejos de los problemas.
—Y necesitaremos hablar con su familia.
Ella hizo una mueca. Era probable que él tuviera razón. A pesar de
que ella había tratado de hablar con su familia sobre el tío Albert, no le
habían dado demasiada información y ninguno de ellos podía especificar
cuándo lo habían visto por última vez. Quizá si Russell aportaba su
imponente presencia, le darían información real.
—Muy bien. Pero le advierto: les gustan los perros.
CAPÍTULO 8
Les gustan los perros. No había exagerado. En cuanto tiró del cordel
de la campanilla de la amplia residencia londinense, se inició una cacofonía
de ladridos. La puerta se abrió y una joven a la que casi confundió con
Rosamunde salió a la carrera. Fue solo cuando miró hacia atrás que se dio
cuenta de que un perro se había escabullido delante de ella. La muchacha
levantó la pequeña bola rojiza e hizo una mueca de pesar.
—Disculpe al Señor Pompadour. Se entusiasma cuando hay visitas.
—Lo miró de hito en hito, entornando los párpados al detenerse en su cara y
exclamó: —Usted debe ser el investigador del que habló Rosie.
¿Investigador? Vaya, pues esa era una manera de describirlo.
—Soy yo. —No dio su nombre. Evitaba darlo, debido a su
participación en el Club del Secuestro. Era mucho mejor para él moverse
por los márgenes de la alta sociedad que correr el riesgo de que alguien lo
reconociera de manera accidental.
—¡Pase! —declaró la joven y lo cogió del brazo para arrastrarlo más
allá del mayordomo.
Russell apenas si tuvo tiempo de quitarse el sombrero y los guantes
y lanzárselos al mayordomo antes de que lo arrastraran a un amplio salón.
Los ladridos continuaron y varias mascotas se le enredaron alrededor de las
piernas, mientras que un enorme perro blanco y negro le apoyaba las patas
sobre el pecho. Él parpadeó y le dio una palmadita.
—Hum…hola, muchacho.
—Abajo, Rusty —ordenó una mujer.
Él miró más allá del perro y vio que Rosamunde trataba de arriar a
todos los perros hacia sus varios dueños.
Varios dueños que tenían la mirada fija en él, y estaban inmóviles,
con las tazas en camino hacia los labios o una galleta en la mano paralizada.
Russell estudió la habitación que contenía varios sofás y sillones –todos
diferentes- y se esforzó para que su mueca interior no quedara a la vista.
Debía de haber por lo menos una docena de mujeres allí, pero ningún
hombre. Desde algún otro salón se oían las risas de niños. ¿Cuántos
familiares tenía Rosamunde, exactamente?
Inclinó la cabeza.
—Disculpad mi intromisión.
Rosamunde lo miró y él llegó a la conclusión de que su expresión
debía de revelar el pánico que sentía.
—Tal vez debería hablar con el señor Russell…
—Ah, siéntese, señor Russell. —La joven se dirigió a un sillón y
palmeó el sitio a su lado.
Bien, hasta allí había llegado su anonimato. Rosamunde se había
mostrado muy en contra de que él conociera a su familia, pero
evidentemente, había renunciado rápidamente a la idea de que fuera algo
secreto. Supuso que después de esto, ya no sería necesario ocultarse detrás
de los árboles.
Una pena, realmente.
No. No, nada de eso. Era lo mejor. Lo último que necesitaba era
volver a encontrarse apretado contra ella, mirándola y tratando de contarle
las pecas o preguntándose cómo sabrían sus labios.
Él no se involucraba en romances ni en relaciones. ¿Cuántas veces
iba a tener que recordárselo a sí mismo?
Mucho menos se involucraba con mujeres ricas de familias
numerosas que tenían demasiados perros.
Vaciló y paseó la mirada alrededor del salón. El asiento que le
ofrecían estaba ocupado ahora por otra bola de pelo, esta vez blanca y algo
rizada. Un solo sillón quedaba libre, así que se dejó caer en él. Un fuerte
sonido que solo podía describirse como una expulsión de gas sacudió la
habitación. Él se puso de pie de un salto y un niño entró a la carrera.
—¡Ese fue el mejor! —El niño levantó el almohadón, sacó una
corneta aire y la agitó delante de Russell. —Usted debe de ser pesado,
señor, porque nunca hace un ruido tan fuerte con mis tías.
—¡George! —lo regañó Rosamunde—. Tía, dile que no debería
hacerles eso a los invitados.
—Es solo una broma. Estoy segura de que el señor Russell deber de
haber hecho muchas bromas cuando era niño —dijo una de las damas
mayores agitando una mano.
En realidad, no las había hecho. No había tenido tiempo para
bromas ni juegos en su niñez. Había pasado gran parte de su infancia
preguntándose de dónde saldría su próxima comida y ya más de adulto, de
dónde saldría su próxima moneda.
Rosamunde se sonrojó y le hizo un gesto para que volviera a
sentarse.
—Ya no debería correr peligro.
Russell se sentó lentamente, aliviado de no oír más ruidos
corporales provenientes del sillón. Rosamunde se sentó junto a la joven que
tenía un gran parecido con ella.
Él paseó la mirada por el salón y vio que todos lo observaban. Esto
había sido un error. Un gran error. Gigantesco. No recordaba la última vez
que había estado en una habitación con tanta gente, sobre todo mujeres
adineradas. Su idea de socializar consistía en reunirse con los otros
miembros del Club del Secuestro a tomar una cerveza. Diablos, hasta había
evitado asistir al desayuno de celebración del matrimonio de Nash y Grace;
se había quedado en el fondo de la iglesia y luego, una vez que ellos habían
hecho sus votos matrimoniales, se había escabullido sigilosamente.
—Rosie dice que está usted investigando el paradero del tío Albert
—dijo la jovencita con..¿el Señor Pompadour?
—Así es.
—No es necesario —declaró la dama a su derecha—. Está
perfectamente bien. Le encanta desaparecer de un momento a otro. Siempre
ha sido así.
Otra mujer asintió.
—Así es. Es su comportamiento habitual.
—Lady Rothmere no opina lo mismo —interpuso él.
—A Rosie nunca nada le parece normal —dijo la mujer mayor que
estaba en el sillón junto a Rosamunde.
—Mamá —la reprendió ella en un susurro.
—Pero es cierto —insistió su madre—. No creo que Rosie haya
tenido un pensamiento normal en su vida. —Abrió grandes los ojos, ojos
que eran muy parecidos a los de Rosamunde, aunque algo descoloridos por
la edad. —No es que quiera decir que es débil mental ni nada de eso, señor
Russell. —La madre se inclinó y palmeó la mano de Rosamunde. —Tiene
una imaginación muy vívida y muchos hombres me han dicho que les
encantan las mujeres con imaginación.
Russell se puso rígido. La madre de Rosamunde no se daba cuenta
de lo que decía, pero la imaginación de él no podía más que trasladarse al
dormitorio, donde hasta él, que últimamente evitaba al sexo opuesto, no
podía dejar de pensar en cómo una imaginación activa podría resultar
beneficiosa para un hombre.
—Mamá —dijo Rosamunde entre dientes.
—En fin, señor Russell, suficiente con este asunto de Albert. —La
madre de Rosamunde se inclinó hacia adelante. —Háblenos de usted. ¿De
dónde proviene su familia? ¿A qué se dedica su padre? ¿Es usted
terrateniente?

Cada vez que su madre hablaba, Rosamunde sentía morir una parte
de sí. Pronto sería un cascarón sin alma. Solo una funda marchita y
arrugada, sostenida apenas por huesos.
No ayudaba que Russell tuviera esa constante expresión de
incomodidad. Tampoco ayudaba que su primo hubiera escondido una
corneta debajo de su sillón. Si solo se hubiera dado cuenta…
Esto había sido un error monumental. Ella podría haber interrogado
a su familia por su cuenta. Debería haberlo hecho. En cambio, su madre lo
miraba como a un potencial pretendiente. Para ser franca, casi no podía
culparla. Russell podía tener una cierta aspereza en algunos sitios, pero su
ropa hablaba a gritos de riqueza y era sumamente guapo. Hasta se había
afeitado para la ocasión.
No era que ella notara esas cosas.
Miró hacia la puerta del salón. Si solo se hubiera puesto firme y se
hubiera negado con firmeza a reunirse con su familia. Debió de creer que
Russell tendría mejor suerte para sonsacarles información. Cada vez que
conversaba con sus tías, la conversación invariablemente giraba hacia
matrimonios o si estaba comiendo bien o si se había quedado al sol
demasiado tiempo… cielos, ¿cómo una joven tan bonita podía tener pecas?
Nadie podía negar que Russell imponía su presencia. Rodeado por
sus tías y primas en variados tonos femeninos y por los tenues tonos pastel
del salón, parecía un alto roble rodeado de flores primaverales que arrojaba
su sombra y atraía la atención de cada una de ellas. Hasta Mabel se veía
algo turbada y Rosamunde no creía que nadie pudiera hacerle desviar la
atención de su amado novio.
—No tengo familia —respondió Russell, tajante.
Oh. Ella sintió una punzada de compasión. Por más que su familia la
llevara al borde de la locura, no imaginaba la vida sin ella.
—Lo siento —murmuró.
Él se encogió de hombros y le dirigió una rápida mirada.
—No tiene importancia.
La madre de Rosamunde se irguió ligeramente.
—¿Entonces está solo? ¿No tiene… mujer ni hijos?
Santo Cielo. Rosamunde contuvo el impulso de hundir la cabeza
entre las manos.
—Mamá —dijo, apretando los dientes.
—Soy solo yo —respondió él.
—Interesante. —La madre de Rosamunde se llevó los dedos a los
labios. —¿Le apetecería una taza de té, señor Russell? ¿O pastel? Tenemos
en abundancia.
Él negó con la cabeza.
—No, gracias, miladi. Realmente debo pedirle que…
La tía Effie intervino, luego otra de sus tías y hasta la prima Emily
comenzaron a hacerle preguntas. Él las evadió todas y reveló muy poco
sobre sí mismo. Rosamunde no lo culpaba por esquivar las preguntas, pero
tenía que admitir que despertaba su curiosidad.
¿Cuánto tiempo había vivido sin familia? ¿Se había casado alguna
vez? Tenía edad suficiente como para haber tenido esposa alguna vez. Ella
no sabía qué edad tenía exactamente, pero deducía que estaría cerca de los
treinta años. Tal vez tenía alguna historia trágica en la que había perdido su
familia en un naufragio y ahora no podía siquiera mirar el mar que tanto
solía gustarle.
No. Qué absurdo. Estaba lleno de gente sin familia y sin historia
trágica.
No obstante, era innegable que había despertado su curiosidad.
—Esto es atroz —le murmuró a Mabel.
—Les agrada —respondió Mabel—. Y eso no es malo.
Rosamunde negó con la cabeza.
—No necesito que les caiga bien. Necesito que respondan a sus
preguntas.
Y Russell lo intentó. Por cada pregunta que esquivaba, les devolvía
otra, pero nadie pudo decir cuándo había visto a Albert por última vez o
había sabido algo de él. Parecía probable que Rosamunde fuera la última
que había hablado con él y habían pasado tres meses.
—Es muy guapo, de una manera algo ruda —observó Mabel—.
Entiendo por qué te gusta.
—¿Gustarme? —dijo Rosamunde por lo bajo—. No me gusta. Es
decir, no me disgusta, pero no está aquí para que me guste. Me está
ayudando a investigar.
—¿De verdad crees que tu tío Albert está en apuros?
—Sí.
—Pues pienso que si alguien podría encontrarlo, sería el señor
Russell. Se lo ve muy decidido.
Rosamunde no pudo resistir echar una mirada a su mandíbula firme
y sus fuertes hombros. “Decidido” era una manera de describirlo. A ella le
venían a la mente continuamente palabras como atractivo, impactante,
intrigante. Tal vez hasta gallardo. Dudaba de que Russell apreciara que se
lo llamara gallardo, pero podía imaginarlo llevando a cabo hazañas heroicas
con facilidad, como correr a salvar a su amada o blandir la espada para
defenderse de una horda de enemigos.
Russell logró quedarse más de una hora antes de poner una excusa
para marcharse. Todos los perros comenzaron a ladrar y bajaron de los
sillones para saltarle a las piernas. Rosamunde se abrió paso para
acompañarlo hasta la puerta y lo siguió hasta la calle.
—Lamento que no haya podido conseguir más información. —
Entrelazó las manos delante del cuerpo. —Y le pido disculpas por mi
familia. A veces pueden resultar intimidantes.
Una sonrisita se dibujó en los labios de él.
—Me he topado con cosas peores.
—Pues me gustaría escuchar esa historia algún día.
Él la miró durante un instante, luego pareció volver abruptamente al
presente.
—No es una historia para los oídos de una dama —dijo, tajante, y la
sonrisa desapareció.
—No soy…
—No fue una pérdida completa de tiempo, de todos modos. Una de
sus tías mencionó el Alfred Club.
—Ah, sí. Es un club de escritores. Solo para caballeros. Aunque el
tío Albert siempre decía que era más lo que se bebía y se jugaba a las cartas
que lo que se conversaba.
—Creo que sería buena idea visitarlo y hablar con algunos de sus
conocidos. Tal vez les dijo dónde pensaba ir.
Ella asintió.
—Me parece una idea excelente. ¿Cuándo le parece ir? ¿Esta noche?
—Iré mañana. Solo. Por si lo ha olvidado, Rosamunde, usted
ciertamente no es un caballero.
Ella abrió la boca y luego la cerró.
—Le haré saber lo que averiguo.
—Pero yo podría…
—Me pondré en contacto con usted.
Dio media vuelta y se alejó por la calle; sus piernas largas lo
alejaron tan rápidamente que aun cuando ella lo llamó, no le pareció que la
oiría.
—Ah, bah —refunfuñó.
Un club de caballeros. Qué interesante sería. Si solo pudiera pensar
en la manera de entrar. Tal vez podría buscar una entrada de servicio o
trepar por una ventana. ¿Pero entonces, cómo haría para conseguir
información? Se llevó un dedo a los labios. Tenía que existir una forma de
que pudiera participar. De ninguna manera pensaba permitir que Russell
hiciera toda la investigación por su cuenta.
CAPÍTULO 9
—Vas a tener que ajustarlo más.
Mabel dio un paso atrás y observó a Rosamunde con ojo crítico.
—Puedo ajustarlo todo lo que desee pero no hay manera de
disimular tus… bueno, tus atributos.
Rosamunde exhaló y se miró en el espejo de pie. Una ajustada tela
blanca le aplastaba los senos, pero igualmente se curvaban hacia afuera.
—No hay forma de que pueda hacerme pasar por un hombre.
—Lo intentaré de nuevo —se ofreció Mabel.
Rosamunde asintió y se preparó. Mabel tiró con fuerza de los
extremos de la tela y Rosamunde hizo una mueca de dolor al sentir la
presión contra la piel.
—Jamás creí que maldeciría el hecho de tener curvas —se quejó.
—¿Estás segura de que deberías hacer esto? ¿No hay que ser
miembro del club para poder entrar?
—Se permite la entrada de familiares de miembros. Solo daré el
nombre del tío Albert.
Mabel levantó la mirada hacia ella.
—Realmente no sé si te ves lo suficientemente masculina. Ni
siquiera con la ropa de mi hermano.
—Sigue ajustando.
—Si tu madre se entera que he participado en esto…
—Nadie lo sabrá —le aseguró Rosamunde—. Me colaré por la
entrada de servicio mientras el personal está cenando.
—¿No puedes simplemente dejar que el señor Russell haga su
trabajo? —sugirió Mabel con suavidad.
—¿Y que sea el único que se divierte? Ni lo pienses.
—No sé qué tiene de divertido aplastarse los senos y colarse en un
club de ancianos —murmuró Mabel.
—Tengo que hacerlo, Mabel. Tengo que encontrar al tío Albert.
—Pensaba que la idea de contratar a alguien era justamente para que
no tuvieras que hacerlo tú.
—Contraté al señor Russell por sus conocimientos. Además, no
puedes negar que la ayuda de un hombre te abre algunas puertas.
—Abre las puertas de clubes de caballeros, y ¡por eso no entiendo
por qué estamos haciendo esto!
—Más ajustado —insistió Rosamunde.
—Nunca me dijiste dónde encontraste al señor Russell. Es
sumamente guapo. No es de extrañarse que tu madre estuviera encantada
con él.
Rosamunde hizo una mueca de pesar. Debería haberlo mantenido
lejos de su familia de dementes. Al parecer, su madre había decidido que el
señor Russell tenía suficiente dinero y era lo bastante guapo como para ser
adecuado para su hija y ahora no dejaba de hablar de él. O tal vez su madre
se había cansado de que Rosamunde no prestara atención a los hombres y
creía que esto era tan buena manera de conseguir que se casara de nuevo
como cualquier otra. En ambos casos, su madre se equivocaba. Russell
podía ser rico, pero no parecía la clase de hombre que fuera a casarse.
—El señor Russell iba a ser tu secuestrador.
Mabel ahogó una exclamación.
—Ay, cielos. —Metió los extremos de la tela dentro de los pliegues
y dio un paso atrás para admirar su trabajo. —Así está mejor, creo.
—Casi no puedo respirar, así que mejor que tengas razón.
—No sé cómo me hubiera sentido si me hubiera raptado el señor
Russell.
Rosamunde frunció el ceño.
—Sabías que sucedería. ¿Por qué tendrías que haber sentido algo?
—Bueno, pues tiene ese aire algo oscuro y peligroso ¿no? Creo que
habría sido de lo más atemorizador.
—Sí, lo fue, supongo—. Y algo emocionante y vigorizante.
—De todos modos les pagué, y también envié un largo mensaje de
disculpas, pero igual me siento muy mal por el cambio de planes.
—Imagino que hay muchas otras mujeres para raptar.
—Me pregunto cómo un hombre se mete en algo así. —Mabel le
alcanzó una camisa y la ayudó a meter los brazos en las mangas.
Rosamunde luchó con los botones y soltó un sonido de frustración.
—¡No sé cómo hacen los hombres con esto! ¡Están al revés!
—No lo hacen —le recordó Mabel—. Tienen valet.
—Dudo que Russell tenga uno. Me parece más bien independiente.
Y ahora lo imaginaba vistiéndose, poniéndose la camisa sobre los
brazos fuertes y el pecho musculoso. Si ya le estaba costando respirar,
Mabel se lo había puesto peor.
Mabel la ayudó con los botones y el pañuelo y luego con el resto de
la ropa. Rosamunde se recogió el pelo en un rodete tenso, lo sujetó con una
peineta simple y añadió el sombrero.
—¿Y si tienes que quitarte el sombrero?
Rosamunde se miró en el espejo e hizo una mueca al ver su imagen.
—Ojalá hubiera tenido tiempo de comprar una peluca. Se
inspeccionó con atención y levantó la barbilla. Se veía masculina, sí,
aunque muy joven. A la luz de las farolas del club ¿seguramente podría
pasar por un hombre?
—Tal vez deberías dejarle todo esto al señor Russell.
—Nunca.
—No tiene nada de malo permitir que un hombre te ayude, sabes —
dijo Mabel, mientras le alcanzaba los guantes.
—No necesito ayuda.
—Entonces, ¿por qué lo contrataste?
Rosamunde soltó un suspiro. Mabel jamás lo entendería. Adoraba a
los hombres y adoraba depender de ellos. Cuando Rosamunde pensaba en
tener hombres en su vida, se parecían a su tío Albert. No por mayores ni
algo rellenos, desde luego, sino porque la respetaban y también respetaban
su opinión. Ciertamente no se casaban y luego pasaban la menor cantidad
posible de tiempo con ella. La consideraban un par y deseaban su ayuda.
No, necesitaban su ayuda.
Russell no lo sabía todavía, pero iba a necesitar su ayuda, de eso
estaba segura. Y aunque pensaba respetar la experiencia de él y las puertas
que podría abrirle por ser hombre, no pensaba dejar que fuera el único que
se divertía.

Russell hizo una mueca. La mujer tenía que estar desquiciada. Era la
única explicación posible.
Vestida con ropa de hombre, caminaba de un lado a otro por la
entrada del club. Él sacudió la cabeza. Cómo no la habían echado de allí
todavía, no lo sabía, pero no había manera de que pasara por un hombre. Ni
siquiera por un muchacho, para el caso. Sus curvas estaban disimuladas
bastante bien, pero era imposible confundir esa cara bonita, aun detrás de
gafas más grandes de las que llevaba habitualmente.
Fue hasta ella y la cogió del brazo. Ella soltó un chillido
decididamente femenino.
—¿Qué hace aquí? —murmuró él.
Ella abrió grandes los ojos al ver que se trataba de Russell. Lo miró
de hito en hito.
—Se lo ve muy elegante.
No era la respuesta que esperaba; él nunca pensaba en cómo se veía
con ropa formal ni si les resultaba atractivo a las mujeres. Vestía ropa
elegante porque en un tiempo no había tenido nada. Apenas si había tenido
zapatos de su talla, ni qué hablar de prendas de calidad. El hecho de que
usara esa ropa no tenía nada que ver con causar buena impresión en nadie.
Pero una parte extraña de su ser se alegraba de que ella pensara que
se veía bien.
—Salgamos de aquí antes de que alguien se dé cuenta de quién es
usted y quede envuelta en un escándalo —dijo.
—Nadie me ha visto todavía. —Intentó resistirse a la fuerza con que
tiraba de su brazo hacia la puerta.
—Créame, alguien se fijará en usted muy pronto. Como hombre, es
desastrosa.
—Pero…
—Ya he hecho averiguaciones. No hay necesidad de que esté aquí.
—Pero…
—Venga. —Tiró de su brazo y ella suspiró y dejó que la guiara
hacia las calles oscuras.
Russell le soltó el brazo y ella resopló y se acomodó el chaleco. Él
le miró el tórax con el ceño fruncido.
—Le pedí a mi prima que me vendara el pecho —explicó
Rosamunde.
Él levantó la mirada de inmediato. Diablos. Lo habían pillado.
—No estaba pensando…
Ella se apretó la chaqueta contra el cuerpo.
—¿Cómo logró entrar? No es socio ¿verdad?
Él sonrió con expresión burlona.
—¿No cree que soy lo suficientemente listo?
Rosamunde frunció el ceño.
—No. No me parece la clase de hombre que disfruta de la compañía
de otros hombres.
Russell buscó una respuesta. Ella no se equivocaba.
Un carruaje se detuvo afuera de la puerta del club y dos caballeros
descendieron del vehículo, que volvió a ponerse en movimiento. Los
hombres saludaron con un movimiento de cabeza y uno de ellos miró a
Rosamunde con expresión confundida.
Russell la cogió del brazo y la llevó hacia las sombras del edificio.
—¿En qué estaba pensando? —exclamó—. No puede hacerse pasar
por un hombre.
—Me pareció que me veía muy bien. —dijo ella, levantando la
barbilla.
—Es demasiado bonita.
—Ah.
—Para no mencionar que es imposible disimular algunas cosas.
—¿Algunas cosas?
—Sus, hum… —Dibujó unas curvas con las manos. —La chaqueta
es demasiado corta para ocultar… hum.
—¡Ay! —Rosamunde se cubrió la cara con las manos. —Solamente
me miré de frente. —Frunció el entrecejo. —Demonios. ¿Por qué Mabel no
me dijo nada?
—Si lo hubiera hecho, ¿la habría escuchado?
Ella no pudo reprimir una sonrisa.
—Supongo que no.
Russell la llevó más hacia las sombras cuando un hombre salió del
edificio, silbando. Protegidos como estaban contra la parte lateral del
edificio, él podía distinguir la expresión de Rosamunde, pero nada más.
—Debería regresar a casa enseguida, antes de que alguien la vea.
¿Tomó un carruaje para venir aquí?
Ella negó con la cabeza.
—Vine andando.
—¿Andando? Por Dios, mujer, está más loca de lo que creía.
Ella cruzó los brazos.
—No estoy loca. Mi casa no está lejos de aquí y diría que una de las
ventajas de ser un hombre es que todos te dejan en paz.
—Hasta los hombres son víctimas de robos.
—Apostaría a que usted nunca lo ha sido.
—Tuve bastantes situaciones desagradables cuando era más joven.
—Pero no ahora que es mayor.
Él se encogió de hombros.
—Creo que no. —Hizo un ademán hacia ella. —Pero aun si alguien
creyera que usted es un hombre, a mi juicio, sería un hombre muy diferente
de los demás.
Muy. Tenía expresión ingenua y juvenil. Sus labios se curvaban
demasiado, su nariz era demasiado pequeña. Su piel demasiado tersa. Y
además, él no podía olvidar ese trasero. Todas las mujeres deberían usar
pantalones, pensó. Ver cómo la tela se adhería a sus nalgas era mucho más
atractivo que cualquier vestido. Inspiró hondo y se obligó a concentrarse en
la cara de Rosamunde.
—La acompañaré a su casa —suspiró.
—No es necesario, realmente.
—Sí que lo es.
—Supongo que podrá contarme lo que averiguó.
—No mucho, me temo.
Le ofreció su brazo y ella estuvo a punto de tomarlo, pero ambos
debieron de recordar que se suponía que ella era un hombre y pusieron algo
de distancia entre ambos. Echaron a andar lentamente. Las calles todavía
estaban concurridas por carruajes que pasaban cada pocos minutos. Había
menos transeúntes de los que se verían de día, cosa que lo alegraba. Menos
posibilidades de que alguien reconociera a Rosamunde.
—Hablé con varios conocidos de su tío, pero ninguno pudo decirme
demasiado, solo que hacía tiempo que no lo veían.
—Tal vez se ha metido en problemas. —Rosamunde se mordió el
labio. —Espero que esté bien.
—Lo encontraré —le aseguró él.
—Lo encontraremos —lo corrigió ella.
Antes que Russell pudiera protestar, Rosamunde ahogó una
exclamación y lo cogió del brazo. Él apenas si tuvo tiempo de preguntarse
qué sucedía cuando Rosamunde lo empujó contra la pared. Se quitó el
sombrero y la peineta, que cayeron al suelo y le arrojó los brazos alrededor
del cuello.
—¿Qué demo…?
Ella apretó sus labios contra los de él. Con fuerza.
Russell trató de comprender qué sucedía. Pero en lo único que podía
pensar era en que ella apretaba la boca contra la suya. Y que sabía muy
dulce. Y que lo único que él necesitaba hacer era deslizar las manos hacia
abajo y apoyarlas sobre ese trasero que lo tenía tan obsesionado.
De manera que hizo lo que haría cualquier hombre de sangre
caliente; tras deslizar las manos hacia abajo, le apretó las nalgas. Ella gimió
contra su boca y él utilizó la oportunidad para saborear más profundamente
esa dulzura.
Dios bendito, qué dulce sabía. Y qué tibia…
Ella se movió contra él, apretando el pecho extrañamente firme
contra el suyo. Él la sujetó con fuerza y ella enredó los dedos en el pelo de
Russell, que asomaba debajo de su sombrero. Volvió a gemir cuando él
apartó la cabeza y le mordió suavemente el labio inferior antes de volver a
besarla con ardor. Ella ladeó la cabeza para que el beso fuera más profundo
y él soltó un gemido.
Ardía de deseo. Podría jurar que nunca había ardido de esa manera.
Apretó las caderas de ella con más fuerza, hasta que chocaron contra las
suyas. Era una ventaja que no estuviera la barrera de faldas voluminosas. Se
frotó contra ella, apartó los labios de su boca y le mordió suavemente el
cuello. Sintió cómo ella se estremecía.
Rosamunde le palmeó el hombro e inspiró temblorosamente.
—Creo que se han ido ya.
Él levantó la cabeza y miró hacia la calle. Una pareja joven
caminaba del otro lado de la calle, centrados en no mirarlos.
—¿Quiénes?
—Una amiga —respondió ella—. Temía que pudieran reconocerme.
Él la soltó, sintiendo como si le hubiera arrojado un cubo de agua
helada. Había estado tratando de ocultarse. Por eso lo había besado.

—¿Entonces creyó que esta era la mejor manera de ocultarse?


—Bueno, pues nadie quiere mirar a una pareja que se está besando
¿verdad?
—Sí. Claro.
—Creo que funcionó. —Rosamunde le sonrió. —Tuve que tomar
una rápida decisión.
Él se acomodó la chaqueta y recogió el sombrero y la peineta, lo que
le dio un momento para inspirar el aire fresco de la noche. Se acomodó los
pantalones antes de volverse hacia ella, pero no era mucho lo que podía
hacer para disimular su excitación, sobre todo en vista que ella la había
sentido contra su cuerpo hacía escasos segundos.
Le entregó el sombrero y la peineta.
—La llevaré a su casa antes que sienta la necesidad de volver a
besarme.
Ella parpadeó y frunció el entrecejo por un instante.
—Por supuesto —dijo alegremente—. ¿Investigamos la casa de mi
tío mañana?
—¿Nosotros?
—No pensó que lo dejaría ir solo ¿verdad?
Claro que no lo había pensado. Pero había albergado un poco de
esperanzas. De esa manera, podría recuperar la compostura y no pensar en
la sensación del cuerpo de ella contra el suyo y ciertamente no preguntarse
si volvería a tener una oportunidad de besarla.
CAPÍTULO 10
Rosamunde alzó la pesada bolsa sobre su hombro. Russell observó
el incómodo objeto con gesto adusto.
—Puede dejarlo en el carruaje —le dijo.
Ella apretó la bolsa contra su costado.
—Dios mío, no. Podríamos necesitarlo.
Por qué necesitarían una bolsa que parecía estar hecha con una
alfombra descolorida pisoteada por muchas, muchas botas embarradas, no
lo sabía, pero no iba a discutirlo. No hoy. De hecho, si pudiera evitar toda
conversación con ella, sería mejor. Incluso, si pudiera evitar mirarla,
también sería perfecto. Así tendría la oportunidad de no sentir
absolutamente nada por ella. Qué maravilloso sería. Volver a moverse por la
vida sin sentir nada por una mujer.
Bueno, no cualquier mujer. Una mujer desquiciada, pecosa,
curvilínea y hermosa que tocaba alguna fibra sensible que él no sabía que
poseía y que lo hacía querer hacer por las que nunca antes había sentido
interés.
Como… conversar, por amor de Dios.
Se estremeció mientras rodeaban la casa del tío de Rosamunde por
un costado. Las pocas amantes que había tenido anteriormente sabían poco
de él y él sabía menos de ellas. Así le gustaba que fuera.
Dios. Sacudió la cabeza. Ella no era su amante. Tampoco lo sería
nunca. Los enredos no eran para él. No los deseaba y sabía muy bien que se
manejaría muy mal en un enredo, especialmente con alguien como
Rosamunde, que merecía mucho más.
—Seguramente no ha estado en casa desde hace un tiempo —
murmuró ella, mirando a Russell, que la seguía. Pateó un gran diente de
león. —Mire, él nunca dejaría que su jardín estuviera así.
—¿No tiene un jardinero, acaso?
Ella negó con la cabeza y se puso de puntillas para espiar por la
ventana ligeramente empañada del costado de la casa.
—Solo tiene un mayordomo y un cocinero. El tío Albert siempre
decía que no hay nada como tierra entre los dedos para sentirse humano.
Russell se sentía inclinado a discrepar. Había pasado demasiados
días sucio, sentado en las calles. Aunque su ocupada agenda y su
incapacidad para permanecer en un solo lugar durante mucho tiempo
significaban que a menudo no se afeitaba y su pelo crecía demasiado,
siempre estaba limpio. Odiaba pasar sin lavarse.
—¿Y el mayordomo y el cocinero, dónde están?
—En casa de mi tía Petunia. Dividen su tiempo entre las dos casas
cuando el tío Albert no está. Lo cual ocurre con frecuencia.
—Deberíamos hablar con ellos si esto no nos lleva a ninguna parte.
Ella asintió.
—Ya lo había pensado, pero mi tía Petunia es la que más escéptica
se muestra en todo este asunto.
—¿Escéptica? —preguntó Russell.
—Cree que debería haber vuelto a casarme tan pronto terminó mi
período de luto y piensa que paso demasiado tiempo soñando con algo
diferente y que carezco de sentido práctico. —Arrugó la nariz. —A mi tía
Petunia nunca le caí del todo bien.
—Bueno, puedo ir solo —se ofreció él. La tal tía Petunia no podría
acusarlo a él de carecer de sentido práctico, eso estaba claro. No creía que
alguien alguna vez lo hubiera acusado de ser otra cosa que realista, e
incluso a menudo lo acusaban de ser demasiado cínico.
—No quisiera imponerle a mi tía Petunia.
—Si eso le evita tener que enfrentarse a ella, no me importa. —
Encogió los hombros. —En mi vida he enfrentado cosas mucho peores que
una tía con cara de amargada.
—Eso es muy galante de su parte. —Rosamunde soltó una risa
ligera. —Y mi tía Petunia tiene una cara excesivamente amargada y se sabe
que asusta a muchos hombres.
No había intentado ser galante. En gran parte, quería mantener
alejada a Rosamunde por un tiempo, para poder respirar un poco. Incluso
ahora, mientras merodeaban alrededor de la parte trasera de la casa, en
dirección a la puerta, la sentía demasiado cerca. Percibía su fragancia a
vainilla y no podía dejar de mirarle el trasero mientras recordaba lo suave y
delicioso que se había sentido.
Cerró los ojos por un instante, inspiró hondo y concentró su
atención en la puerta. Una puerta simple, aburrida y monótona. Negra con
un picaporte dorado. Nada emocionante aquí. Algunos arañazos como si un
gato o un perro hubieran intentado entrar. Verdaderamente aburrido. Nada
que pudiera no hacerlo pensar en Rosamunde.
Y en sus nalgas.
Demonios, otra vez con lo mismo.
Probó el picaporte.
—Está cerrada con llave. ¿Tiene una llave?
—Un momento. —Rosamunde abrió la bolsa y su brazo entero
desapareció dentro de la fea tela. Él vio que movía el brazo y algo tintineó.
Rosamunde sacó un pequeño objeto de metal dentado.
—Aquí está.
Russell lo inspeccionó.
—¿Una ganzúa?
Ella asintió y le indicó que se apartara.
—He estado deseando utilizarla.
Él parpadeó mientras ella se arrodillaba y empujaba la ganzúa en la
cerradura. Sus labios se fruncieron en concentración mientras la movía
rápidamente hacia arriba y hacia abajo.
—Rosamunde, tal vez debería…
Se oyó un ligero chasquido y la puerta se abrió. Ella se levantó,
sonriente y volvió a guardar la ganzúa en la bolsa.
Russell sacudió la cabeza y la siguió dentro de la casa.
—¿Cuándo demonios aprendió a abrir cerraduras?
—Oh, bueno, hace un tiempo ya. Me parecía una habilidad útil, pero
esta es la primera oportunidad que tengo de usarla.
Él volvió a negar con la cabeza y la siguió hacia el salón. La casa
ciertamente parecía haber sido habitada por un excéntrico soltero. Una copa
de brandy vacía reposaba junto a un desgastado sillón; la mancha marrón en
el fondo de la copa indicaba que había pasado tiempo desde que había
contenido alguna bebida alcohólica. La mayoría de los muebles no hacían
juego y estaban deteriorados. Russell pasó el dedo por la fina capa de polvo
en la estantería más cercana.
—Ciertamente ha pasado tiempo desde que estuvo en casa.
Rosamunde asintió.
—Todo parece normal. No hay señales de violencia.
Russell levantó una botella de vino vacía, abandonada frente a una
fila de libros.
—Francés —murmuró—. Difícil de conseguir después de la guerra.
—Sí, es su vino favorito.
—Lo probé en Francia. No me impresionó demasiado, pero aquí se
vende caro.
—¿Estuvo usted en la guerra?
Él asintió.
—¿Me lo contaría?
Russell se puso tenso e inspeccionó más de cerca los títulos en la
estantería, sintiendo la mirada de ella sobre él.
Cielos, tal vez no debería haber preguntado. Tenía primos y un tío
que habían luchado en la guerra y contaban historias sombrías. Quizás
Russell había pasado por alguna experiencia traumática.
—Perdóneme por entrometerme.
Él negó con la cabeza.
—No importa. La guerra es guerra. Violenta, caótica y confusa.
Ella asintió.
—Puedo imaginarlo.
—Espero que nunca tenga que experimentarlo —dijo él, con
expresión sombría.
—¿Por qué dejó el ejército?
Russell le dirigió una mirada. Ella entendió perfectamente. Era una
mirada que veía con frecuencia cuando hacía demasiadas preguntas.
Cállate, Rosie. Deja de hacer preguntas, Rosie. Ya basta, Rosie. Por qué su
ruidosa familia pretendía que se comportara de manera diferente, no lo
sabía. Después de todo, ellos tampoco eran precisamente tímidos.
—Debería ir a ver si ha empacado algo de ropa. Así sabremos si se
marchó por su propia voluntad.
Una sonrisa se dibujó en los labios de él.
—A la mayoría de las personas no las raptan, ¿sabe, Rosamunde?
—Si me pasó a mí, puede pasarle a cualquiera —respondió ella con
una sonrisa, antes de guiarlo hacia el primer piso.
Las escaleras sinuosas crujían bajo sus pies y el primer piso estaba
ligeramente inclinado, haciendo que uno quisiera abrazarse la pared. Ella
pasó por las habitaciones de invitados hasta llegar a la principal; giró el
pomo de la puerta y luego empujó. La puerta no se movió. Frunció el ceño.
—Debe estar cerrada con llave.
Russell se colocó delante de ella y probó la puerta él mismo.
—No hay cerradura y si hay un cerrojo por dentro, habría tenido que
salir por la ventana o algo así.
Aunque su tío se jactaba de ser aventurero, ella no podía
imaginárselo escalando por la ventana. Últimamente sufría dolores en las
articulaciones y había engordado un poco con la edad.
—No creo que fuera a hacer tal cosa.
Él movió el pomo de la puerta y luego empujó con el hombro.
—Está atascada. Puedo entrar, pero podría romper la puerta.
Rosamunde lo pensó durante un momento. ¿Le molestaría a su tío
volver a casa y encontrar una puerta rota?
—Hágalo. —Si alguien lo entendería, sería él, sobre todo si
realmente estaba en problemas como ella temía.
Con la mano en el pomo de la puerta, Russell retrocedió unos pasos
y luego empujó con fuerza con el hombro. La puerta se astilló y un crujido
agudo resonó en la silenciosa casa. Russell puso un dedo en el marco de la
puerta rota, del que colgaba un trozo de metal.
—Un cerrojo.
Tal vez su tío Albert realmente se había ido por la ventana.
Rosamunde abrió lentamente la puerta y entornó los ojos en la habitación
sombría. Las cortinas estaban cerradas, al igual que la ventana.
—¿Tío Albert —llamó suavemente en la oscuridad, aunque no veía
señales de ocupación humana.
Dio un paso adelante. O al menos, tuvo intención de hacerlo.
Russell alargó un brazo y la sujetó por la cintura.
—¡Espere!
Russell la detuvo bruscamente y ella fue vagamente consciente de un ruido
metálico en el momento en que sus manos se apoyaron sobre el pecho de él.
El corazón de Russell latía con fuerza contra la palma de su mano y ella lo
miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué…? —logró articular en un suspiro.
Él la sostuvo por un momento, envuelta en sus brazos. Uno de ellos
rodeaba su cintura, mientras que el otro la sujetaba por los hombros.
Aunque ella quisiera mantener cierta distancia, no podía hacerlo.
Rosamunde dejó que sus ojos se posaran brevemente sobre el mentón de él,
con barba de un día, mientras inhalaba el aroma de jabón y un poco de
humo de leña. Ahora se daba cuenta de que sabía muy poco sobre este
hombre. Podía hablar de las cicatrices en su cara o de cómo se sentía su
cuerpo contra el de ella. Hasta podía describir cómo besaba.
Y vaya si besaba bien.
Pero no era mucho más lo que podía decir de él. Desconocía dónde
vivía y si se dedicaba a otra cosa además de secuestrar mujeres para ganarse
la vida, o si tenía amigos. Lo único que podía decir sobre él era que su
cuerpo se sentía absolutamente perfecto contra el de ella y que no había
podido dejar de pensar en aquel beso.
¿Quién podría culparla, en realidad? Era la clase de beso que una
imaginaba desde que era adolescente. La clase de beso que la hacía temblar
de solo pensar en él. La clase de beso del que una les hablaba a las amigas y
todas suspiraban.
Por supuesto, no se lo había contado a nadie. Supondrían que estaba
teniendo una aventura y si se lo permitía, ella misma podría imaginarlo y
eso sería verdaderamente una tontería. Dudaba que un hombre como
Russell pasara demasiado tiempo pensando en besos o la sensación que le
provocaban. Es más, dudaba de que un beso le provocara una sensación
extrema, ni siquiera el de ella.
Había tratado de quitarle importancia al hecho de haber estado en
sus brazos y necesitaba seguir así. Se habían besado porque ella necesitaba
ocultarse, nada más.
Russell la miraba con expresión inescrutable. Ella posó los ojos
sobre su boca y recordó lo suave que la había sentido contra la suya. Él
esbozó una sonrisa, como si ella le resultara divertida y luego la soltó. De
no haber sido por la pared que estaba a sus espaldas, Rosamunde podría
haber caído al suelo. Apretó ambas manos contra el entelado de la pared e
intentó disimuladamente recuperar el aliento. Levantó la mirada hacia
Russell y sintió que se le retorcían las entrañas.
—No me mire así —dijo, tajante.
Él frunció el ceño.
—¿Así, cómo?
—No lo sé. De una manera desconcertante; me hace sentir… bueno,
desconcertada.
Él sonrió.
—Lo intentaré, miladi.
Ella lo fulminó con la mirada.
—No se burle de mí.
—Jamás —le aseguró él, y sus ojos volvieron a oscurecerse.
—Lo está haciendo otra vez.
Él se enderezó ligeramente e hizo un ademán hacia el dormitorio en
penumbra.
—Estuvo a punto de perder un pie.
Ella miró hacia donde Russell señalaba y ahogó una exclamación.
Había una oxidada trampa de metal delante de la puerta cuyos dientes
filosos se habían cerrado con fuerza.
—Madre mía. —Casi había olvidado que el debió sujetarla contra él
por un motivo, no porque simplemente hubiera sentido la necesidad de
volver a besarla.
Ojalá la hubiera besado.
Sacudió la cabeza y miró dentro del dormitorio, cuidándose de no
entrar.
—El tío Albert no tenía enemigos, pero le gustaba sentirse
intrigante. —Hizo un ademán hacia la trampa. —Esto no me sorprende
demasiado, pero tal vez encontremos alguna pista de por qué podría haber
armado la trampa.
Él puso un brazo delante de ella antes de pudiera cruzar el umbral.
—Deje que eche un vistazo —ordenó—. No sería una buena idea
que perdiera un pie, sobre todo en vista de que logré devolverla sana y salva
tras un secuestro fallido.
CAPÍTULO 11

—Apenas sana y salva —observó Rosamunde antes de que Russell


pudiera entrar en la habitación.
Él miró la trampa para animales. Un segundo más y habría estado
sujetando a Rosamunde mientras alguien le amputaba la pierna destrozada.
Sintió que se le revolvían las entrañas. Estúpido. Tonto. Debería haber
estado prestando más atención y pensando menos en besarla o arrastrarla
hasta la cama para hundirse en su aroma y su suavidad.
Por supuesto, ella se refería a que se había golpeado la cabeza al
saltar del carruaje.
Russell se giró para mirarla.
—¿Por qué saltó del carruaje? Podría haberse matado.
Ella levantó la barbilla.
—Mejor que ser capturada viva por un secuestrador.
—¿En serio?
—Al fin y al cabo, no sabía que usted no era realmente un
secuestrador.
—¿No tuvo miedo?
—Claro que sí. Pero me daba menos miedo el salto que usted. —
Una sonrisa le dibujó arrugas alrededor de los ojos. —Puede resultar muy
intimidante, Russell. Sobre todo, enmascarado.
Él sonrió, sin poder contenerse.
La mujer estaba loca, de eso no había dudas. Había quedado
inconsciente tras golpearse la cabeza saltando de un carruaje en movimiento
y no se arrepentía. Jamás había conocido a una mujer como ella.
—Sabe, en ningún momento se mostró arrepentido.
Él parpadeó.
—¿Por qué?
—Por secuestrarme, por supuesto.
Él frunció el ceño y pensó en aquel día. Recordaba haberla tocado.
Mucho. Recordaba la sensación del cuerpo de ella bajo el suyo, la suavidad
de sus muslos. La determinación en su mirada, el valor en su lucha. Sin
embargo, no recordaba haberse disculpado más que de una manera muy
rápida.
—Pues… supongo que lo lamento profundamente, entonces.
Ella negó con la cabeza y sonrió.
—No está hecho para humillarse, Russell.
—Nunca me he humillado en mi vida.
—No lo dudo.
—Aunque podría decir que el hecho de que me esté ayudando ahora
casi alcanza como disculpa.
—Me paga usted por ello —le recordó él.
—Entonces significa que sigue en deuda conmigo.
Él se lamentó para sus adentros. No quería deberle nada. Jamás
había tenido una deuda en su vida y lo que menos necesitaba era un motivo
para seguir involucrado en la curiosa vida de Rosamunde. Ya la había
experimentado demasiado para su gusto. Si no tomaba recaudos,
comenzaría a gustarle y ¿dónde lo dejaría eso? ¿Ansiando algo que jamás
tendría? Sacudió la cabeza. Cuando antes encontrara al tío, mejor. Entonces
podría volver a su vida nómade de secuestrador.
Entró cautelosamente en la habitación y miró a su alrededor. Una
tenue nube de polvo danzaba en la rendija de luz que se filtraba por las
cortinas. Alzó la mirada, esperando que algún instrumento de tortura
medieval colgara desde el techo o que flechas flamígeras surgieran de los
costados del dormitorio, pero ninguna otra trampa se reveló. Hizo un gesto
para que Rosamunde lo siguiera.
—Tenga cuidado —le advirtió.
Con un golpecito del pie, ella apartó la trampa.
—El tío Albert posee muchas pertenencias preciadas, pero no logro
entender qué podría necesitar proteger en su dormitorio.
Russell cerró la puerta y palpó el pestillo roto.
—Ni siquiera parece estar fijado correctamente. Pudo haberse
soltado de manera accidental.
—No creo que la trampa haya sido dejada allí por accidente, sin
embargo.
—No —asintió él.
Rosamunde deambuló por la habitación; pasó el dedo por el marco
de un cuadro, rozando con la mano la repisa de la chimenea, escudriñando
cada esquina.
—¿Qué busca? —preguntó él.
—El vizconde tenía varias puertas secretas en su casa.
—Dudo que una casa de este tamaño tenga una ¿no cree?
Ella se encogió de hombros.
—Algunas casas más pequeñas tenían escondites para sacerdotes,
por la proscripción de los curas católicos.
Él se tensó al oír un clic. Rosamunde esbozó una sonrisa triunfal y
abrió con suavidad un panel en la pared, apenas lo suficientemente grande
como para que cupiera un niño.
—¿Ve? —Su cabeza se perdió dentro del hueco. —No puedo creer
que mi tío nunca me haya mostrado esto. —Su voz tenía eco. —Está un
poco oscuro.
Russell abrió las cortinas.
—¿Mejor?
—Mejor. —Retiró su cabeza. —Puedo meterme dentro. Solo
ayúdeme un poco.
—No es necesario que entre.
—Bueno, pues difícilmente cabría usted ¿verdad? —Señaló con el
pulgar hacia el hueco. —Y me pareció ver algo.
Él soltó un suspiro.
—De acuerdo.
Rosamunde volvió a meter la cabeza por la pequeña abertura y
Russell la sujetó de las piernas; el trasero de ella quedó apoyado su hombro,
mientras se acomodaba dentro. Él fijó la mirada en el paisaje mal pintado a
su derecha, frunciendo el ceño al ver las feas manchas verdes que
pretendían ser árboles, al tiempo que hacía lo posible por ignorar la
sensación de tener el trasero de ella tan cerca de su rostro. Rosamunde
emitía pequeños sonidos de esfuerzo mientras se retorcía para abrirse paso y
él cerró los ojos.
Mala idea.
Abrió enseguida los ojos. Tras sus párpados cerrados, era demasiado
fácil imaginar que esos sonidos eran para él. Demasiado fácil imaginar
cómo la cargaría sobre los hombros, la dejaría sobre la cama y le levantaría
las faldas para poder contemplar ese trasero en todo su esplendor. También
la saborearía. Le abriría las piernas y…
—Ay…
De repente, las piernas de Rosamunde se soltaron de sus manos y
ella cayó en el hueco. Russell asomó la cabeza por la abertura y la encontró
tendida en el fondo de un hoyo de más de un metro de profundidad. Ella se
retorció y logró ponerse de pie.
—¿Se encuentra bien?
Asintió y se acomodó las gafas en la nariz.
—Solo un poco despeinada.
—Despeinada —repitió él, distraído. Le gustaba cómo lucía
despeinada. Hacía que sus dedos ansiaran despeinarla aún más. Sacudió la
cabeza.
—¿Qué hay allí dentro?
Ella se inclinó y recogió un montón de cartas.
—Solo estas cartas y unas cuantas botellas y adornos. —Levantó
una botella. —Más vino francés.
—Llévese los papeles. Los examinaremos adecuadamente en breve.
Ella los dobló y los guardó en el escote del vestido, luego extendió
las manos para que él las agarrara. Russell miró dónde habían desaparecido
los papeles y tragó saliva.
—¿Qué pasa?
—¿No podría haber encontrado un mejor lugar para ellos? —
cuestionó.
—Bueno, siempre está mi liga —respondió ella.
Él resistió el deseo de hundir la cabeza en las manos. ¿Qué iba a
hacer con esta mujer?
—¿Todavía tiene un cuchillo allí?
—Uno nuevo, sí —afirmó ella, sosteniéndole la mirada—. Usted me
hizo perder el último.
Con un suspiro, Russell la cogió de los brazos y la sacó a medias del
agujero. Una vez que estuvo casi libre, la tomó de la cintura y la puso de
pie.
—¿Qué voy a hacer con usted? —masculló.
—Se me ocurren algunas cosas —respondió ella.
Oh, no. No había querido decir eso en voz alta. Tal vez él no la
había oído.
No. Por la ceja arqueada, estaba claro que la había oído. Russell
retiró las manos de su cintura como si hubiera estado tocando fuego.
Lo cual no estaba muy lejos de la verdad. Cada parte de ella se
sentía ardiente, como si la hubiera estado sosteniendo sobre las llamas.
Rosamunde sopló un mechón de pelo de su rostro, inspiró una gran
bocanada de aire y la contuvo durante unos momentos.
También había mentido. No se le ocurrían solo algunas cosas. Oh,
no, se le ocurrían muchísimas. Quizás cientos si tuviera tiempo para
reflexionar al respecto. Podía besarla, por ejemplo. Tocarla de nuevo, en
segundo lugar. Llevarla a la cama, en tercer lugar. Tal vez quitarse la
chaqueta y la camisa, en cuarto lugar.
Bueno, esto no ayudaba con el calor que se precipitaba por sus
venas. Soltó el aliento y se acomodó el vestido.
—Es decir… hum…
—¿Qué ha encontrado? —preguntó él bruscamente.
—Ah, sí. —Ella sacó los papeles del escote y los desplegó. —
Parecen ser cartas. Deberíamos leerlas en busca de pistas.
—Puede leerlas usted. —Russell miró detrás de ella. —¿Hay algo
más?
Rosamunde negó con la cabeza.
—Nada que parezca importante. Algunas botellas de vino, una caja
de madera y joyas antiguas. Seguramente pertenecieron a mi abuela, pero
no parecía que tuvieran valor.
—Casi no valía la pena colocar una trampa por esto —reflexionó
Russell.
—Quizás haya algo en estas cartas que nos pueda decir por qué
decidió poner la trampa.
Él arregló las mangas de su chaqueta.
—Léalas y nos reuniremos mañana.
—Todavía queda toda la tarde para investigar.
Los labios de él se curvaron en esa extraña y esquiva sonrisa que
ella comenzaba a reconocer. No aparecía con frecuencia, pero era casi tan
misteriosa como esa mirada en sus ojos.
—Tengo otras cosas que hacer, Rosamunde, pero estoy seguro de
que es usted capaz de leer unas cuantas cartas viejas por su cuenta.
—¿Qué otras cosas?
La sonrisa de él se ensanchó.
—¿Acaso debo revelarle cada uno de mis movimientos?
—Bueno, le estoy pagando.
—¿Así que supongo que ahora le pertenezco?
Qué idea. No le molestaría en absoluto. Le ordenaría que hiciera
muchas cosas.
No. Se dio un sacudón mental. Había oído hablar de mujeres que
hacían ese tipo de cosas, pagarles a jóvenes y apuestos hombres para que
fueran sus amantes, como cortesanas. No tenía ningún deseo de hacer eso.
Si Russell alguna vez… hiciera el amor con ella, no quería que fuera porque
ella le había pagado.
No es que él fuera a hacer tal cosa y pensarlo era una tontería. Una
vez más, había dejado que su imaginación se desbocara. Lo que lo mantenía
aquí era el trabajo, nada más.
—No quise decir eso —murmuró.
—Espero que no. —Su mirada se volvió oscura, su postura casi
amenazadora. —No volveré a pertenecerle a nadie.
—¿Volver? —Rosamunde parpadeó. —¿Se refiere a cuando era
soldado?
—Algo así.
Ella abrió la boca para preguntar más, pero la postura amenazadora
no había desaparecido, así que la cerró. Por lo visto, lo que estaba en el
pasado de este hombre esquivo se quedaría allí, pero, Santo Cielo, vaya si
despertaba su curiosidad. Qué historias tendría para contar. Sin duda, eran
cien veces más emocionantes que las historias de su tío Albert.
—¿Dónde nos encontraremos? —logró decir, en lugar de hacer las
cientos de otras preguntas inadecuadas que ardían en su mente.
—En algún sitio tranquilo.
—Entonces en mi casa no, ¿verdad? —dijo ella con una sonrisa.
—No. —La postura de Russell se relajó y sus labios se curvaron
ligeramente.
Rosamunde pensó un instante.
—Tal vez en la biblioteca de suscripciones Harris en Piccadilly.
Estará agradable y tranquilo allí. Siempre pensé que sería un buen lugar
para un… —Se mordió los labios.
—¿Un qué? —preguntó él.
—Un encuentro —dijo Rosamunde en voz baja y se preparó,
esperando una reprimenda.
—Un encuentro —repitió él—. ¿Tiene usted una necesidad
frecuente de encuentros secretos?
Ahora no sabía cómo responder. ¿Estaba insinuando que ella tenía
amantes? ¿O algo más?
—Nunca la he usado para encuentros —se apresuró a explicar—. Es
decir, en realidad, no me reúno con nadie. —Sopló un mechón de pelo de su
rostro. —Bueno, por supuesto, me reúno con algunas personas. Pero no de
manera secreta, claro. Especialmente no con hombres. —Cerró la boca de
golpe.
Señor, ahora había empeorado las cosas diez veces más. Tal vez
debería ir a meter el pie en esa trampa para animales y terminar con todo.
Una buena amputación seguramente pondría fin a esta conversación. Que
importaba si había si había tenido amantes. Era viuda. Mientras fuera
discreta, no importaría. Dudaba que a Russell le importara, de todos modos.
Levantó la barbilla.
—Si quisiera, podría hacerlo.
Él le sostuvo la mirada durante tanto tiempo que Rosamunde se
quedó sin aliento. El tic-tac de un reloj resonaba en alguna otra habitación y
afuera, los pájaros gorjeaban.
—No tengo ninguna duda de que podría —dijo él finalmente—.
Ninguna duda.
—Bien.
—Bien.
Ella apretó los labios.
—Entonces…
—Mañana, entonces.
—Ah, sí, mañana. En la biblioteca. ¿Al mediodía, digamos?
Él asintió.
—Al mediodía.
—Perfecto.
—Excelente.
El hizo un gesto hacia la puerta.
—Después de usted, entonces.
—Claro, sí. —Rosamunde se movió rápidamente por la casa y
estuvo a punto de tropezar al bajar las escaleras; salió al aire fresco, inhaló
varias veces, deseando que desapareciera el calor de sus mejillas. Este
hombre tenía la habilidad de hacerla sentir inestable, como si estuviera
parada en un bote de remos, a punto de caer al lago Serpentine. Y lo más
tonto era que, si no fuera por su ridícula incapacidad para controlar su
lengua, bien podría gustarle esa sensación.
CAPÍTULO 12
Necesitaba ponerle fin a esto lo antes posible. Lo que también
significaba encontrar a Albert lo antes posible.
Russell entrelazó las manos detrás de la espalda y caminó junto a las
estanterías, contemplando las letras doradas sobre lomos rojos, verdes y
azules. El aroma a pergaminos y algo de polvo flotaba en el aire. Se detuvo
para mirar un título y lo retiró; abrió cuidadosamente el cuero rígido y pasó
un dedo sobre el título de la página interior. Interesante. Tendría que ver si
podría conseguir una copia propia.
Lo cerró abruptamente cuando la puerta de la biblioteca se abrió con
un crujido, sintiéndose culpable incluso por haber tomado un libro. Soltó un
suspiro. No era necesario que se sintiera de ese modo. Leía perfectamente
bien. De hecho, leía más rápido que la mayoría de los hombres que conocía
y con una mayor comprensión del texto, pero eso no evitaba esa incómoda
sensación en su estómago que le recordaba que un hombre como él no
debería haber sido capaz de leer, mucho menos de disfrutar de los libros.
Solo gracias a su determinación, de niño se había alfabetizado por su
cuenta.
Gracias a ella y a algunos libros cuidadosamente seleccionados que
habían terminado en su poder mediante lo que se podría considerar medios
ilegales.
En fin, los había robado. Pero no se arrepentía en absoluto. En su
opinión, la educación debería ser accesible para todos, sin importar la
riqueza.
Rosamunde le hizo un pequeño saludo con la mano y se apresuró a
acercarse, con una sonrisa demasiado encantadora en su rostro.
Oh, sí, era necesario terminar con esto.
Sobre todo porque la sonrisa de ella le hacía sentir cosas extrañas
por dentro. ¿Quién hubiera pensado que un hombre como él podría
emocionarse por una simple sonrisa?
—No sabía si ya estaría aquí. Pensé que tal vez tendría que darle
acceso —dijo ella, mientras se desataba el lazo del sombrero. Russell se
distrajo con el movimiento rápido de sus dedos y luego con el brillo de los
rizos oscuros bajo la luz tenue de la lámpara.
—Conozco a algunas personas.
Ella lo miró y dejó el sombrero sobre la mesa más cercana.
—¿Personas?
Él se encogió de hombros.
—Supongo que algunas personas me conocen. O al menos han oído
hablar de mí. Eso me facilita el acceso a ciertos lugares.
Rosamunde sacudió la cabeza y sonrió.
—Para alguien que se comporta de manera tan misteriosa, eso me
resulta sorprendente.
—¿Misteriosa?
—Ya sabe, todo este aire sombrío y reservado que lo rodea.
—No me considero sombrío.
—Un poco, sí. Además, revela la menor cantidad de detalles
posibles sobre sí mismo y es bastante… bueno, furtivo, supongo.
Él arqueó una ceja.
—No esperaba una disertación completa sobre mi personalidad. —
Hizo un ademán hacia el salón. —Pensé que quería hablar de nuestro plan.
—Créame, Russell, aún no he descifrado su personalidad, por lo que
sería imposible disertar sobre ella.
Él no pudo evitar acercarse un poco. Solo porque la luz de la
lámpara era tan tenue, por supuesto. No porque quisiera mirar más de cerca
sus ojos o recordar esas pecas que brincaban en su nariz.
—¿Por qué querría hacerlo?
Ni esa sonrisa que danzaba en sus labios.
—Oh, a estas alturas ya debe saber que me encantan las buenas
historias. Y usted, señor Russell, sin duda tiene una.
—No es una historia interesante.
—Lo dudo.
Él negó con la cabeza y se permitió una leve sonrisa. No había
escapatoria: la mujer estaba loca. Ninguna otra mujer había mostrado
interés en su historia. Ciertamente, no querían escuchar sobre su vida en las
calles o en el ejército. Ninguna siquiera llegaba a darse cuenta de que
probablemente era más rico que la mitad de las personas que ellas conocían.
Lo cual era perfecto. Le gustaba así. Si no lo conocían, no crearían lazos
afectivos y él tampoco lo haría.
—¿Empezamos? —Sacó una silla para Rosamunde.
—Por supuesto. —Rosamunde se sentó, puso las cartas sobre la
mesa y palmeó la silla a su lado. —¿Quiere sentarse? Ya es bastante difícil
ladear la cabeza para mirarlo cuando estoy de pie, mucho más desde una
posición sentada.
Él se movió rápidamente y se sentó en la silla junto a ella; frunció el
ceño cuando la pierna de Rosamunde rozó la suya a través de las faldas. Un
chispazo de calor lo recorrió. Era pura locura. Un simple roce de piernas y
se sentía como un joven que veía por primera vez el muslo de una mujer.
Inspiró profundamente y se arrepintió de inmediato. Ella olía a
azahar combinado con la fragancia limpia del jabón. Seguramente se había
bañado esta mañana y…
Maldición, ahora la imaginaba en el baño, toda enjabonada y
mojada, con el cabello oscuro sobre la piel húmeda. Apretó los dientes y se
concentró en la superficie brillante de la mesa de caoba. No era un
jovencito a merced de su recién descubierta libido, ni un novato
desesperado por tocar a una mujer. Él era Marcus Russell, huérfano
convertido en soldado, luego en empresario y controlaba cada aspecto de su
vida, incluidos sus deseos.
—Resulta que algunas de estas cartas eran un poco… hum, subidas
de tono. —Las mejillas de Rosamunde se sonrojaron bajo la tenue luz.
Señaló con el dedo una línea en la carta superior y las palabras
“pecho”, “sabor” y “lamer” llamaron la atención de Russell.
Soltó un sonido de protesta.

—¿Qué pasa? —Rosamunde lo miró de reojo. Parecía preocupado y


tenía el ceño fruncido.
—Nada. —Russell sonrió. —Solo espero que esto nos dé una pista.
—Pues creo que sí la da. Estas cartas son de una amante de mi tío.
Nunca me mencionó nada al respecto, lo cual es curioso.
Russell se quedó mirándola.
—¿Su tío acostumbra contarle los detalles sórdidos de sus amoríos?
Ella se quitó las gafas, las limpió contra su manga y se las volvió a
poner.
—Bueno, para ser franca, no sabía que tuviera un amorío, pero por
lo general no me oculta nada. —Él la miró con escepticismo. —Soy viuda,
Russell. Una mujer adulta. Estoy bastante al tanto de cómo funcionan los
amoríos y no necesito que me protejan de esa clase de conocimiento.
—No me lo recuerde —murmuró él.
—¿Perdón?
Russell señaló la fecha en la parte superior de una de las cartas.
—Estas son de hace quince años.
—Sí, pero mi tío las tenía escondidas. Me pregunto por qué.
—Quizás la mujer estaba casada.
—Ella no menciona a un marido.
—No es precisamente romántico escribirle a un amante sobre su
marido ¿verdad?
—Es cierto. —Rosamunde se llevó un dedo a los labios. —¿Cree
que un marido celoso tuvo algo que ver con su desaparición? ¡Dios mío, y
si le han hecho daño o lo han retado a duelo? Es buen tirador, pero su vista
no es mucho mejor que la mía.
—No nos dejemos llevar. Esto podría no ser nada. Si no encontró
cartas más recientes, seguramente la relación no continúa.
—Solo estaban estas. Se extienden a lo largo de un año. —Desplegó
las cartas.
—Vale la pena seguir investigando. ¿Ha descubierto quién es la
dama?
—Sí y no. Se llama Mary, pero no hay apellido. Sin embargo, su
dirección está escrita en el exterior de la mayoría de estas cartas. —Volteó
una para mostrársela.
—Es en la zona oeste de Londres.
—Así que no está lejos de aquí.
—Por supuesto, no significa que ella todavía viva allí. —Russell
cogió una carta y la inspeccionó. —Parece ser… una, eh, aventura
apasionada.
Rosamunde asintió. Le resultaba algo extraño pensar que el tío
Albert estuviera envuelto en ese tipo de relación, pero en un tiempo había
sido un hombre apuesto y tenía mucha personalidad. Tenía sentido que esa
mujer estuviera tan enamorada de él. También le daba un poco de envidia.
—¿Qué pasa? —preguntó Russell. Su mirada se posó en ella y la
dejó ligeramente sin aliento.
—No es nada.
—Rosamunde… —insistió él.
Bueno, la estaba presionando, así que supuso que podría decirlo.
—Me preguntaba cómo sería tener una aventura amorosa
apasionada.
—Ah. —La miró con atención. —Supongo que su matrimonio no
fue de ese tipo.
—Estuvo… bien. —Encogió los hombros. —Mejor de lo que la
mayoría de las mujeres podrían esperar de un marido mayor, supongo. Él
era bastante agradable, pero no pasábamos mucho tiempo juntos y creo que
yo lo aburría.
—Es más probable que él no tuviera energía para usted.
Rosamunde frunció los labios.
—¿Lo cree?
—Sería difícil para mí ignorar a una esposa hermosa como usted, a
menos que hubiera una buena razón. Y no es usted precisamente del tipo
sedentario.
—Creo que no.
No debería hacerlo, pero no pudo evitar aferrarse a las palabras de
él. La consideraba hermosa. Y eso le gustaba. Demasiado. La habían
llamado bonita o atractiva, pero generalmente eran familiares y eso no
significaba nada. Después de todo, tenían sus propias preferencias. Pero
viniendo de Russell, no podía evitar creerlo. No tenía motivo para decir
algo así y no parecía la clase de persona que repartiera cumplidos a diestra
y siniestra.
—En cierta manera, siento lástima por su marido.
Ella arrugó la nariz.
—¿En serio?
—Atrapado con una mujer hermosa pero sin saber qué hacer con
ella.
—Bueno, estoy segura de que él… —Sintió calor en las mejillas. No
era una mojigata, pero ciertamente no esperaba estar hablando de las
habilidades de su difunto esposo en materia de dormitorio, o la posible falta
de ellas.
—Lamento que la hayan descuidado. No debería haber sucedido. —
Los ojos de él adquirieron esa mirada oscura e insondable, como si ella
estuviera mirando dentro de un pozo profundo de oscuridad y no pudiera
ver el fondo, por más que se inclinara hacia él.
Si no tenía cuidado, se inclinaría demasiado y caería, pensó
Rosamunde. El corazón le latía con fuerza ante las palabras no dichas que
parecían flotar en el aire.
Yo no te descuidaría.
Él sería un amante excelente. Incluso con su falta de experiencia,
Rosamunde sentía esa certeza latiendo en su cuerpo. Él se movía con mucha
confianza, hablaba como si nunca hubiera tenido que preocuparse por si
estaba equivocado o no. Además, la había besado con tanta habilidad que si
cerraba los ojos, podía recordarlo y sentirse excitada y lista para
escabullirse a su dormitorio de nuevo.
—Russell… —logró murmurar, sin siquiera estar segura de por qué
necesitaba decir su nombre.
Él retrocedió un poco.
—Deberíamos ir a este lugar, entonces. —Señaló la dirección. —
Pero también necesitamos una lista de los demás lugares que le gusta visitar
a su tío, por si no encontramos nada.
Ahí estaba. Se había inclinado demasiado y había caído al pozo solo
para aterrizar en el fondo con un chapoteo frío y húmedo. El mero hecho de
que se imaginara besos y algo más detrás de las palabras elogiosas de él no
significaba que algo de eso existiera. ¿Cuándo aprendería? La vida no se
parecía en nada a sus fantasías. Y Marcus Russell no la deseaba. No la
deseaba ahora ni la desearía nunca, probablemente.
CAPÍTULO 13
Russell ayudó a descender a Rosamunde del coche de alquiler y
pagó al cochero. Era un alivio que ella hoy no hubiera tenido acceso al
carruaje familiar, ya que se habría sentido como un auténtico impostor en
ese lujoso vehículo. Además, encontrarse lejos de la casa de Rosamunde
significaba que podía evitar a su familia y su naturaleza inquisitiva. Por qué
estaban interesados en él, no tenía idea.
Tampoco tenía mucha idea de si todas las familias eran así. Podría
preguntarle a Guy o Nash, pero ninguno de ellos tenía mucho contacto con
sus propias familias. Nash, últimamente, tenía aún menos contacto, aunque
su relación con su padre estaba en etapa inicial.
Si no fuera que lo presionaban para sacarle información,
probablemente encontraría divertidos los modales bulliciosos y alborotados
de la familia de Rosamunde.
Probablemente.
La verdad era que no sabía cómo sentirse respecto de ellos. Ni
siquiera sabía si deseaba sentir algo. Desde luego, no ayudaría en absoluto
en lo referente al deseo desmesurado que sentía por Rosamunde. Desde
ayer en la biblioteca, tras enterarse dela negligencia de su esposo, no podía
dejar de pensar en ella.
Pensar en ella no era algo inusual últimamente, se dijo con ironía,
pero ahora era peor. Ahora no podía dejar de pensar en qué desperdicio
había sido su matrimonio. No podía dejar de imaginarla, sola, inexplorada.
Apretó los dientes. No era virgen, pero por lo que parecía, estaba bastante
cerca de serlo. Lo suficiente para volver loco a cualquier hombre.
Ella se llevó una mano al sombrero y levantó la mirada hacia la alta
casa adosada de color crema. Él también lo hizo. Aunque no se encontraban
en la parte más codiciada de Londres, la calle Grosvenor era respetable, con
aceras limpias y acceso a un pequeño parque al otro lado de la calle.
—Espero que todavía viva aquí.
Él también lo esperaba. Y que la mujer pudiera llevarlos hasta su tío
Albert, para que él pudiera volver a hacer lo que mejor sabía hacer:
secuestrar mujeres y ganar dinero en lugar de estar demasiado involucrado
en la vida de una mujer pecosa que blandía un cuchillo.
Y, tonto como era, también esperaba que ella no viviera aquí.
Russell tocó la campanilla y se apartó, indicándole a Rosamunde
que avanzara delante de él, mientras el sonido de la campanilla resonaba en
toda la casa.
—Usted se ve menos amenazadora que yo.
—No diría que se ve amenazador —murmuró ella—. Más bien…
intimidante.
—¿Y eso es mejor?
—Tal vez.
La puerta se abrió lentamente y un hombre con unas cejas blancas y
pobladas, espesa barba blanca y unos pocos mechones de pelo adheridos a
la cabeza apareció en la rendija. Entornó los ojos cansados, manteniéndose
encorvado.
—Ciertamente no es Mary —murmuró Russell entre dientes.
—¿Sí? —gruñó el hombre y el volumen de su voz hizo que
Rosamunde diera un respingo.
—¿Aquí vive Mary? Perdone la molestia…—dijo Rosamunde.
El hombre frunció el ceño.
—¿Modestia? ¿Qué modestia? —gritó el hombre.
—¡Mary! —Rosamunde elevó la voz—. Busco a Mary.
La puerta se abrió más y una atractiva mujer de senos generosos y
pelo de un rubio pálido y descolorido les sonrió.
—Soy Mary. ¿En qué puedo ayudaros?
—Ah, qué bien. —A Rosamunde se le iluminaron los ojos. —
Estamos buscando a Sir Albert Wood. Pensamos que podía conocerlo.
—¿Sir Albert Wood? —dijo ella en voz baja, dirigiendo una mirada
al anciano.
—Sí. —Rosamunde entrelazó las manos. —Es mi tío —explicó.
—Creo que será mejor que demos un pequeño paseo. —Mary tocó
el brazo del anciano. —Ve adentro, solo conversaré con esta dama.
—¿Rama? ¿Dónde hay una rama? —dijo el anciano.
Mary sonrió y movió la cabeza.
—No puedes perder todo el tiempo tu corneta para escuchar. Sé que
lo haces adrede.
—No lo hago adrede —masculló él—, pero la perdería menos si
dejaras de ordenar todo el tiempo.
Mary cruzó los brazos.
—Ah, cuando quieres escuchas bien, veo.
—Sí, soy feo. —El anciano guiñó un ojo a Rosamunde y se metió
dentro de la casa.
—Disculpadlo —dijo Mary—. Le gusta hacerme bromas. Lo
mantiene divertido.
Rosamunde hizo una mueca.
—No sabíamos que estaba casada.
Mary se rió.
—No, es mi padre. Vino a vivir conmigo tras la muerte de mi madre.
La mayor parte del tiempo es buena compañía. —Cogió un chal de detrás
de la puerta, se lo pasó por sobre los hombros y cerró la puerta. —Miró a
Rosamunde con atención. —¿Así que es usted la sobrina de Albert?
Ella asintió.
—Veo un aire de familia. —Mary miró a Russell. —¿Y este es su
marido?
—No —se apresuró a responder él.
Ella arqueó las cejas.
—Pues si estuviera en su lugar, lo remediaría cuanto antes —le dijo
a Russell—. No conseguirá joven más bonita y si en algo se parece a
Albert… pues digamos que nunca se aburrirá.
Santo Dios, ¿todas las mujeres vinculadas con la familia de
Rosamunde eran tan descaradas? Se miró los pies para esquivar la mirada
curiosa de ella.
—Venid —ordenó Mary—. No me apetece hablar sobre mi amante
aquí. Conociendo a mi padre, seguro que ha encontrado su corneta y la está
sosteniendo contra la puerta.
Siguieron obedientemente a Mary hasta el pequeño parque. Aunque
era un día precioso, había poca gente; seguramente preferían dirigirse a
Hyde Park para hacerse ver.
—¿Así que usted es la amante de mi tío? —preguntó Rosamunde.
Mary la miró.
—Es usted muy joven. No sé si debería escuchar esto.
Rosamunde levantó la barbilla.
—Soy viuda.
Mary emitió un ligero sonido.
—Las mujeres casadas casi nunca saben lo que es tener un romance.
Sabe Dios que sus maridos son inútiles. Por eso nunca me casé. —Suspiró.
—Podría haberme casado con su tío si me lo hubiera pedido.
—¿Cuándo lo vio usted por última vez? —quiso saber Rosamunde.
—Ay, cielos… —Frunció el ceño. —Debe haber sido hace unos
quince años, tal vez.
—Ah.
—¿Por qué? ¿Qué ha sucedido? —preguntó Mary—. ¿Está en
problemas? Y, debo preguntaros, ¿cómo me habéis encontrado? —Miró a
Russell. —¿Es usted un investigador o algo así? Tiene aspecto muy sagaz.
Rosamunde no pudo más que sonreír al ver cómo Russell miraba a
Mary. No sabía cómo tomarse su cumplido.
—Hum…
—El señor Russell me está ayudando a encontrar al tío Albert —
explicó—. Hace meses que está desaparecido.
Mary frunció la nariz.
—Tenía tendencia a desaparecer por un tiempo.
Rosamunde asintió.
—Pero nunca por tanto tiempo, y además, siempre me escribía. Esta
vez no he recibido ni una sola carta.
—¿Cuál sobrina es usted? —Mary se detuvo para mirarla con
atención.
—Lady Rosamunde Stanley.
—Rosamunde —repitió ella—. Ah, sí, la niñita de frondosa
imaginación. Recuerdo que él la adoraba. —Mary sonrió. —Albert era todo
un hombre. —Una sonrisita se dibujó en sus labios. —Sabía cómo hacer
que una mujer se sintiera… bueno, divina.
Rosamunde observó a la atractiva mujer mayor e intentó imaginar a
su tío como un seductor descarado, pero no lo logró. El tío Albert tenía su
encanto y una personalidad magnética, pero también tenía una nariz grande,
barriga redonda y rodillas doloridas.
—¿Entonces no lo ha visto últimamente? —insistió Russell.
Ella negó con la cabeza.
—Ojalá pudiera decir que sí, pero por desgracia, ninguno de los dos
queríamos casarnos y nuestra relación terminó cuando mi madre murió y
Papá se mudó conmigo. No pasa un día sin que piense en él. —Mary se
retorció las manos. —¡Espero que se encuentre bien!
—Yo también —dijo Rosamunde.
—¿Pero cómo me encontrasteis? Mantuvimos nuestra relación muy
en secreto.
—Él guardó sus cartas —explicó Rosamunde.
—Cielos. —Mary se cerró el chal alrededor del cuello y sonrió. —
Me había olvidado de ellas. Qué maravilla que todavía las tenga. Yo no las
he conservado, pero no puedo negar que él tiene un sitio en mi corazón.
Rosamunde le sonrió.
—Usted debe de haber significado mucho para él. Las conservó con
otras pertenencias preciadas.
—Me agrada saberlo. —Mary suspiró. —Me gustaría poder
ayudarla, pero lamentablemente no lo he visto desde la última vez que
estuvimos juntos.
Rosamunde exhaló con pesar. Estaba segura de que Mary sabría
algo de su tío. Al parecer, la única pista sobre el paradero de él no había
llevado a nada y no veía ningún motivo para que Mary les mintiera. No
parecía ser deshonesta y por más que Rosamunde tuviera la costumbre de
ver cosas que no estaban allí, por lo general detectaba cuando alguien
mentía.
—¿Nos lo hará saber si tiene noticias de él? —dijo Russell.
Mary asintió.
—¿La familia sigue residiendo en Westham House?
—Sí. Puede escribirme allí.
Se detuvieron cerca de la entrada del parque y Russell se pasó una
mano por la mandíbula.
—¿Se le ocurre algún sitio donde podría estar?
—Iba a tantos lugares… —Mary encogió los hombros. —Le
gustaba frecuentar el Queen’s Head cuando me visitaba. Tenían buena
cerveza, decía, a pesar de la ubicación. Pero no creo que esté allí.
Tampoco lo creía Rosamunde. El tío Albert se consideraba un
conocedor de bebidas alcohólicas, pero no era la clase de hombre que se
emborrachara y desapareciera durante meses dentro de una taberna, de
todos los lugares posibles.
—Conozco el lugar —dijo Russell.
—Creo que al menos deberíamos comprobar si ha estado allí
recientemente —declaró Rosamunde.
Russell se tensó.
—Podemos hablar de eso dentro de un momento.
—Debería regresar con mi padre. —Mary dio media vuelta y se
detuvo. —Avíseme cuando lo encuentre. Y tal vez podría sugerirle que me
busque de nuevo. —Sonrió con expresión coqueta.
—Así lo haré, gracias. —Rosamunde la miró regresar con prisa a la
casa y sacudió la cabeza. —Nunca imaginé al tío Albert como un amante
apasionado.
—Todos tenemos profundidades ocultas.
Rosamunde lo miró y se frotó la punta de la nariz.
—No sé si las mías están ocultas. Nunca se me dio bien hacerme la
misteriosa y seductora.
Él levantó un hombro.
—No es de esperar que una mujer como usted llevara un cuchillo en
la liga. —Se inclinó hacia ella. —A algunos hasta podría resultarles
seductor.
Rosamunde sintió un ardor en las mejillas al recordar las manos de
él sobre sus muslos, mientras buscaba el cuchillo.
—Sin embargo, yo prefiero a las mujeres desarmadas —añadió él
rápidamente.
El calor desapareció de inmediato del rostro de Rosamunde. Claro
que sí. A nadie le interesaba una mujer con una mente llena de aventuras. A
menudo sospechaba que los hombres temían no estar a la altura de sus
expectativas. Para ser franca, no se equivocaban. Russell, sin embargo…
Bueno, ciertamente cumplía con algunas de esas expectativas.
Misterioso, apuesto, bastante temerario…
Sacudió la cabeza.
—¿Vamos a la taberna?
—Iré yo.
—¿Dónde está ubicada?
—No lejos de los muelles.
—Incluso podríamos ir a pie desde aquí.
Él negó con la cabeza.
—La acompañaré a su casa y luego haré averiguaciones.
—Pero eso no tiene sentido —protestó Rosamunde—. Podríamos
llegar allí caminando en media hora.
—Rosamunde, los muelles no son lugar para damas y dudo que este
establecimiento lo sea, si está cerca de allí.
—Quiero ir.
—¿Ha puesto siquiera un pie en los muelles?
Ella levantó la barbilla.
—Una vez.
—¿Y en una taberna?
—He estado en muchas posadas para viajeros.
—Estos lugares son muy diferentes de las posadas para viajeros
elegantes que suele frecuentar, se lo aseguro.
Ella hizo un movimiento displicente con la mano.
—No veo por qué. Sirven comida y cerveza. ¿En qué pueden ser tan
diferentes?
Él le dirigió una mirada dura.
—Muy diferentes, como acabo de decir.
—Si no me lleva, iré por mi cuenta.
—No irá, Rosamunde, punto final.
CAPÍTULO 14
Sí que iba a ir. Por qué creía que podría convencerla de volver a su
casa, no lo sabía. ¿Acaso todavía no había aprendido nada sobre la tozudez
de esta mujer?
Pensó por un momento en cargársela al hombro y meterla dentro de
un coche de alquiler, pero dudaba de que ella fuera a quedarse dentro. La
endemoniada mujer seguramente volvería a arrojarse del carruaje y no
podía dejar que se lastimara otra vez por culpa suya.
—Bien, terminemos con esto —dijo entre dientes.
Parecía poco probable que Albert estuviera escondido en una posada
desde hacía meses, pero valía la pena averiguar si alguien lo había visto. Si
pudieran descubrir cuáles habían sido sus últimos movimientos en Londres,
sería más fácil encontrarlo.
Sacudió la cabeza. ¿Por qué Albert frecuentaba una zona tan
peligrosa? Nada de buena cerveza, tan pronto Russell pudo salir de los
barrios bajos lo había hecho, y solo volvía allí si era estrictamente
necesario.
La guió por las calles congestionadas y atravesaron el mercado.
Rosamunde se apresuraba para seguirle el paso, por lo que él le tendió la
mano. En gran parte porque no quería perderla en la multitud. No porque le
agradara cogerle la mano ni ninguna tontería como esa. Los puestos estaban
atestados de vendedores que ofrecían a gritos su mercadería, lo que tornó
imposible la comunicación hasta que Russell tomó por uno de los
callejones. Le soltó la mano y flexionó los dedos.
Claro que no echaba de menos la sensación de los dedos de ella
entrelazados con los suyos. Claro que no.
—No todos tenemos piernas tan largas como las suyas ni podemos
caminar tan rápido —dijo ella, sin aliento, manteniéndose a la par de él.
—Tenemos que seguir en movimiento. Si parecemos perdidos,
llamaremos la atención.
—Pues usted no parece perdido.
—No lo estoy.
—¿Cómo conoce tan bien esta parte de Londres?
Él frenó por un instante y paseó la mirada alrededor del sucio
callejón. Prendas harapientas y sucias colgaban de las ventanas y desde
detrás de las pareces ennegrecidas por el hollín se escuchaban gemidos de
niños que probablemente estaban hambrientos.
—He pasado mucho tiempo aquí.
—¿Pero, por qué?
Él siguió andando sin presar atención a la pregunta. Rosamunde
corrió tras él.
—¿Es por los secuestros?
—No.
—¿Trabaja cerca de esta zona, tal vez?
—No.
—Ah, es voluntario en el asilo de pobres y no quiere que sepa que
es amable y bondadoso.
—De ninguna manera.
—Igual pienso que es amable y bondadoso —dijo ella por lo bajo.
—No soy nada de eso.
—Muy bien, pues entonces debe de ser propietario de alguna
institución o tal vez de un barco. —Levantó la mirada hacia él. —Pienso
que debe tener plantaciones de cacao en algún sitio o que comercia con
café.
Él tenía varios negocios a su nombre, así que no estaba
completamente equivocada. Sin embargo, él trataba de ser propietario de la
menor cantidad de cosas posibles. “Cosas” significaba echar raíces y formar
vínculos. La vida era demasiado frágil para eso.
—Rosamunde —dijo en tono de advertencia.
—En realidad, lo veo también como un capitán de ultramar.
—Rosamunde…
—No, creo que no. Pienso que más bien trabaja con niños
huérfanos. Les lleva presentes y golosinas pero no quiere que nadie lo sepa,
por temor a que piensen que tiene corazón.
—Demonios, Rosamunde, crecí aquí. En estos callejones sucios. Y
créame, no tengo corazón. Creo que lo perdí aquí, en estas mismas calles.
Ella se inmovilizó, obligándolo a detenerse.
Russell apretó los dientes.
—¿Podemos seguir andando?
—No puede contarme algo así y pretender que no quiera saber más.
—Rosamunde, por una vez en su vida, ¿puede controlar su
curiosidad?
Ella sacudió enérgicamente la cabeza.
—No creo que sea capaz de hacerlo.
Él no pudo contener una pequeña sonrisa. No debería agradarle la
curiosidad de ella. Era lo que menos necesitaba. ¿No podía ser una de esas
mujeres sumisas y mansas que eran demasiado temerosas como para hacer
preguntas, y dejarlo hacer su trabajo?
—De acuerdo. Puede hacerme tres preguntas. Nada más.
—¿Tres preguntas?
Él levantó tres dedos.
—Una, dos y tres. Y una vez que me las haya hecho, nunca más
podrá hacerme preguntas personales.
Ella se llevó un dedo a los labios.
—No sé qué tienen de malo las preguntas personales. Nadie nunca
murió por hablar de sí mismo.
—Estoy seguro de que hubo varios prisioneros en la torre que
habrían tenido mejor suerte si se hubieran callado la boca.
Ella hizo un movimiento con la mano.
—Esas son circunstancias excepcionales y además, usted no es mi
prisionero.
¿No? Él no podía evitar sentir que desde el momento en que la había
raptado en su carruaje ella lo había capturado y envuelto en su mundo, al
que él decididamente no pertenecía. Era incapaz de negarse. Juraría que era
peor que sufrir torturas en la Torre de Londres.
—Tres. Tómelo o déjelo.
—De acuerdo. Lo tomaré.
Siguieron andando por el callejón hasta que salieron al camino que
llevaba a los muelles. Una bruma fina se levantaba del agua y serpenteaba
alrededor de sus tobillos, en un extraño contraste con el día cálido.
—¿Y bien? —dijo él al ver que ella guardaba silencio.
—Estoy pensando —respondió Rosamunde—. Si solo tengo tres,
debo utilizarlas con inteligencia.
Russell alzó los ojos al cielo con gesto impaciente. No debería
haberle ofrecido ni siquiera tres. A nadie le interesaba la sombría historia de
su vida y a él tampoco le gustaba hablar de ella. Guy Huntingdon, el conde
de Henleigh, sabía parte de ella, solo porque se habían conocido a través del
interés común por un negocio, y antes de ofrecerle trabajar para El Club del
Secuestro, le había preguntado por su pasado. Ni siquiera Nash conocía sus
raíces.
—¿A qué edad quedó huérfano?
—A los cinco años.
—Diablos, qué pregunta desperdiciada. —Levantó la mirada hacia
él. —¿No puede contarme más?
—Esa es la pregunta número dos. Y no, no puedo.
—Esa no fue una pregunta, lo sabe perfectamente bien. Todavía me
quedan dos.
Él le pasó un brazo alrededor de la cintura y la atrajo hacia él.
—Pues tendrán que esperar. —Hizo un movimiento de cabeza hacia
un edificio; en la calle, delante de él, había varios hombres alcoholizados.
—Hemos llegado.

Rosamunde observó el edificio. Las paredes que en un tiempo


habían sido blancas, estaban sucias con polvo y hollín de la calle. La puerta
principal tenía la marca de una bota. Frunció el entrecejo. Por qué alguien
habría levantado tanto la pierna era algo que no podía imaginar. Claramente
esto no se parecía en nada a las pulcras posadas para viajeros en las que a
veces se alojaba. La mayoría de las veces, si viajaban al campo, algunos de
sus muchos conocidos tenían la amabilidad de hospedarlos durante unos
días en sus elegantes propiedades rurales.
La taberna se parecía un poco a las que imaginaba en la costa, sobre
algún acantilado rocoso donde aullaba el viento, más que apretada entre
galpones y construcciones derruidas. Pensó que en cualquier momento
entraría alguien con violencia, blandiendo una pistola o que funcionarios
aduaneros derribarían la puerta y arrestarían a una banda de
contrabandistas.
Nadie entró ni salió y un hombre que estaba apoyado contra el
edificio soltó un eructo sonoro.
Miró a Russell, que estaba esperando su reacción. Esperaba que se
mostrara asustada. Que se comportara como una dama de la alta sociedad y
se negara a entrar.
Qué poco la conocía. Ella no veía la hora de entrar en este otro
mundo. Podría ser solo otra parte de Londres y no estar a más de una hora
de su casa, pero representaba lo desconocido… y nada la entusiasmaba más.
Levantó la barbilla, empujó la puerta para abrirla y entró; sus ojos
tardaron unos instantes en adaptarse a la luz tenue. Las ventanas sucias
apenas dejaban entrar la luz del día, que se filtraba a través de los huecos
entre los edificios de más altura que rodeaban la taberna. Sus zapatos se
pegaban al suelo al caminar y varias cabezas se volvieron bruscamente al
oír el ruido de la puerta. Rosamunde inhaló profundamente y enderezó los
hombros. No, ella no pertenecía a este lugar, pero, demonios, no iba a
permitir que nadie la asustara y la hiciera marcharse.
No solo porque quería hacer esto, sino porque no podía permitir que
Russell pensara que despreciaba el pasado de él. Russell se mantenía cerca,
con una mano en la parte baja de su espalda. El contacto era íntimo, pero a
ella le gustaba. Esa mano grande, que presionaba suavemente, disipaba
cualquier preocupación por su seguridad.
Aunque no tenía intención de preocuparse. Aquí tenía una pequeña
oportunidad para demostrarse a sí misma que no solo soñaba con
situaciones emocionantes, sino que realmente podía desenvolverse en ellas.
Mantuvo la barbilla en alto y se dirigió hacia el mostrador de la
taberna; sintió que el vello de la nuca se le erizaba ante la mirada de todos
los presentes. Tampoco Russel, con su ropa fina y elegante, parecía
pertenecer a ese lugar; sin embargo, Rosamunde dudaba de que alguien
fuera a cuestionar su presencia. A pesar de las telas refinadas y la ropa bien
cortada, siempre tenía un aire intimidante.
Suponía que se debía a su pasado. Dios, qué fascinante era este
hombre. ¿Cómo había logrado hacerse rico? ¿Solamente gracias a los
secuestros? ¿O habría algo más?
¿Cómo había quedado huérfano? ¿Qué había sucedido después? Por
supuesto, ahora solo le quedaban dos preguntas, por lo que tendría que
pensarlas cuidadosamente.
Un hombre bajo, con una espesa cabellera rojiza descolorida y un
bigote a juego, se encontraba detrás del mostrador, limpiando un jarro con
tanta dedicación que parecía que pronto desgastaría el metal. No los miró
hasta que lo frotó varias veces, lo alzó a la luz tenue de la lámpara y lo
volvió a frotar antes de colocarlo en un estante detrás de él.
—¿Qué puedo serviros? —preguntó.
—Dos cervezas —respondió Russell antes de que Rosamunde
pudiera decir algo.
Ella cerró la boca. Supuso que sería mejor que compraran una
bebida, así el dueño de la posada sería más complaciente. Él sirvió las
bebidas y las empujó hacia ellos, luego Russell deslizó unas monedas por el
mostrador. El intercambio fue tan rápido que ella apenas tuvo tiempo de
respirar y mucho menos de alcanzar a Russell mientras él se dirigía a una
mesa en la esquina, cerca de la chimenea apagada.
Colocó la bebida en la mesa y sacó una silla, inclinando la cabeza
hacia ella.
—Siéntese.
—Pero…
—Solo siéntese. Pronto haremos nuestras preguntas.
Ella miró a su alrededor y frunció el ceño. No entendía por qué no
podían preguntar ahora, pero Russell conocía mejor la taberna que ella, así
que se sentó a regañadientes en la silla.
Él hizo lo mismo, agarró el jarro de cerveza y dio un largo trago,
luego limpió la espuma de su labio superior.
Rosamunde observaba la espuma en la parte superior de la bebida.
Disfrutaba de una buena copa de vino o jerez, pero nunca había probado la
cerveza. Parecía refrescante en un día tan caluroso, así que acercó el jarro
hacia ella.
—No tiene que beberla.
—Quiero hacerlo. —Levantó el jarro y dio un largo sorbo. El sabor
amargo bailó en su lengua antes de que ella lo tragara con fuerza. Pronto
una sensación cálida llegó a sus dedos.
Russell la observaba con una ceja levantada.
—Es bastante agradable, en realidad.
Los labios de él se curvaron en una sonrisa.
—Tiene un poco… —Se inclinó hacia adelante y limpió lo que
debía ser espuma de su labio, luego la lamió de su pulgar.
Con los ojos bien abiertos, Rosamunde observó el gesto, paralizada.
No era más escandaloso que el hecho de que ya se hubieran besado, pero no
pudo evitar pensar en cómo el pulgar de él había tocado su boca. Y luego él
se había lamido el pulgar. Era casi como besar, sin participar realmente en
el acto.
Russell carraspeó, miró a su alrededor y bebió otro trago.
—¿Por qué no preguntamos por Albert? —susurró ella.
—Porque el tabernero no confía en nosotros. No nos dirá nada.
—¿Cómo puede saberlo?
Él encogió los hombros.
—Lo sé, simplemente lo sé.
—Así que si tomamos algo, confiará en nosotros.
—Si gastamos lo suficiente, sí.
—¿No podríamos simplemente sobornarlo? —murmuró ella.
Russell negó con la cabeza.
—Conozco a esta clase de hombres. Él hace una cerveza excelente y
se enorgullece de ello. No aceptará monedas a cambio de información sobre
sus clientes.
—Entiendo. —Rosamunde miró al tabernero, que había vuelto a
lustrar los jarros. Cómo Russell sabía todo eso, no podía comprenderlo,
pero confiaba en su juicio. Él tenía mucha más experiencia de vida y con la
gente que ella. —Pues parece que beberemos cerveza el resto de la tarde,
entonces. —Levantó su jarro. —Salud.
CAPÍTULO 15
Cuando Rosamunde iba por su tercera cerveza, Russell le apoyó una
mano en el brazo.
—Dije que era necesario ganarnos la confianza del tabernero, lo que
no significa que tenga usted que vaciarle todos los barriles que posee.
—¡Tonterías! Además, ha bebido tanto como yo.
—Acostumbro a tomar cerveza habitualmente. Usted, no.
—¡Bebo vino! Y en ocasiones, también whisky. —Su voz había
subido de tono y Russell le hizo un gesto para que bajara el volumen.
Aunque los parroquianos habían vuelto a sus bebidas y juegos de cartas, él
no deseaba llamar innecesariamente la atención, teniendo en cuenta que ya
bastante lo habían hecho.
No era que culpara a nadie por mirar a Rosamunde. En ese rincón
oscuro y húmedo de la taberna, ella era un destello de belleza con su vestido
verde de elegante tela tornasolada. La presencia de él evitaba cualquier
exceso de atención, pero no tenía dudas de que si él no estuviera allí,
Rosamunde estaría ahuyentando a los admiradores como moscas.
Y ahora, encima de todo, estaba ebria, maldición. Cuando le había
puesto una cerveza delante, nunca imaginó que la tomaría más rápido que
algunos hombres que él conocía y luego pediría otra como si fuera un
Vikingo en un festín. Sacudió la cabeza. ¿Acaso nunca dejaría de
sorprenderlo?
—Le sugiero que la beba más despacio —murmuró.
—Es realmente deliciosa y muy refrescante. —Miró al tabernero y
levantó el jarro. —¡Es de lo más refrescante, señor! —gritó.
El hombre sacudió la cabeza y esbozó una leve sonrisa. Tal vez el
entusiasmo de ella funcionaría. Con suerte, antes de marcharse, podrían
extraerle algo de información.
—Verá, he pensado en mi segunda pregunta. —Rosamunde se
inclinó hacia adelante y golpeó la mesa con el dedo. —¿Cómo se involucró
usted con los secuestros?
Vaya, era una pregunta bastante fácil. Al menos no indagaba sobre
su pasado.
—Conocí a un amigo a través de uno de mis negocios.
Ella levantó un dedo.
—¿Entonces tiene amigos? Interesante. Pero pienso que para ser
justo, debería ser más explícito sobre ese negocio. No es justo que responda
a mis preguntas de manera imprecisa.
Él suspiró.
—Muy bien. Este amigo invirtió en un negocio de especulación al
mismo tiempo que yo.
—Invirtió. O sea que tiene dinero.
Mucho, en realidad, pero no pensaba admitirlo.
—Continúe —le ordenó ella, haciendo un movimiento con la mano.
—Él necesitaba alguien con pocos conocidos y nada de miedo. —
Russell se señaló a sí mismo. —Intuyó que yo era esa clase de hombre y no
se equivocó.
—Es cierto, tiene aspecto de ser valiente —asintió ella.
—Una prima de este amigo necesitaba escapar de un matrimonio
violento, pero no es fácil para una mujer de la clase alta escapar de algo así.
Así que él ideó el secuestro. Y entonces entré yo.
—Y la hizo desaparecer y evitó que su marido la encontrara.
—Sí; creo que terminó en Irlanda. —Hizo una pausa. —Esa fue la
tercera pregunta.
Ella sacudió la cabeza con vehemencia, haciendo que sus rizos
rebotaran alrededor de su cara.
—No, eso fue una afirmación, no una pregunta. —Se echó hacia
atrás y tomó un sorbo de cerveza. —Fue entonces que cuando descubrió
usted que otras mujeres necesitaban de ese servicio.
Él asintió.
—Es una vergüenza que se necesite algo así, pero puedo entender
por qué y debo decir que pienso que eres un buen hombre por hacer ese
trabajo. Aun si ocasionalmente rapta a la mujer errónea.
—No soy un buen hombre. Es un muy buen ingreso. —Se inclinó
hacia adelante. —Y preferiría que no mencionara el asunto de los
secuestros. —Miró a su alrededor. —Alguien podría hacerse una idea
equivocada.
—Madre mía. —Rosamunde inspiró. —Alguien podría intentar
rescatarme de usted.—Rosamunde se rio. —Aunque no creo que nadie
tenga el valor de enfrentársele. Es usted muy fuerte. Lo sé, porque recuerdo
cuando me inmovilizó. Me di cuenta que era muy fuerte y luego sentí sus
músculos.
Russell no era vanidoso y ser fuerte solamente significaba que era
más fácil sobrevivir. Lo que no quería decir que no le agradara que ella lo
hubiera notado. Cerró los ojos por unos instantes y se arrepintió, pues por
su mente cruzaron imágenes de Rosamunde retorciéndose debajo de él.
No importaba lo que ella pensara de él. Lo tenía sin cuidado.
Absolutamente. Solamente debía recordarlo.
—Creo que ha bebido suficiente cerveza. —Intentó coger el jarro,
pero ella lo alejó.
—Deje que termine esta.
—Será la última. —Hizo un ademán hacia el tabernero. —Creo que
ya pronto podremos hacerle preguntas.
—Qué bien. Espero que tenga información sobre el tío Albert.
—¿Por qué está tan preocupada por él, a diferencia de su familia?
Ella hizo un mohín.
—Ya se lo he dicho. Piensan que soy tonta y demasiado fantasiosa.
—¿Pero por qué le importa tanto? Es un hombre mayor y por lo
visto, tiene experiencia. Seguramente puede cuidarse solo.
Ella suspiró y pasó el dedo sobre un rayón en la madera de la mesa.
—¿Alguna vez se has sentido solo? —Hizo una mueca. —Claro que
sí.
Russell no respondió.
Estaba solo desde que tenía memoria. Pero había sido más fácil así.
No tenía que preocuparse por nadie. A veces, hasta se sentía agradecido por
eso. Si hubiera tenido un hermano que cuidar, la vida en las calles habría
sido todavía más difícil.
—El tío Albert me entiende. Me ve.
Russell frunció el entrecejo.
—Ve quien quiero ser, no solo una joven mujer de la nobleza
destinada a desposarse, bordar y tocar el piano. A través de él, puedo vivir.
—Sus ojos se humedecieron levemente. —Vivir de verdad.
—Comprendo.
—No lo creo. Usted siempre ha hecho lo que ha querido.
—Un huérfano criado en las calles de Londres no tiene muchas
oportunidades.
Ella hizo una pausa.
—No, creo que no. —Sus labios se curvaron en una sonrisa. —Nos
parecemos, entonces. Comprende lo que significa tener poca decisión sobre
su futuro.
—No nos parecemos —dijo él, más para sí mismo que para ella.
Rosamunde suspiró y le palmeó la mano.
—Somos parecidos, Russell. De verdad.

—Verá, no sé por qué tenemos que beber vino con la cena. —


Rosamunde se tambaleaba ligeramente mientras se dirigían a su residencia.
—Creo que deberíamos cenar con cerveza.
Russell le pasó un brazo alrededor de la cintura y la apretó contra él
antes de que pudiera obstaculizarle el paso a una pareja de ancianos que
caminaba lentamente por la acera.
—Creo que debería evitar todo tipo de bebidas durante un tiempo.
—Qué pena que hacía tiempo que no veían a mi tío. —Rosamunde
soltó un suspiro exagerado. —Todos piensan que me estoy comportando
como una tonta. Apuesto a que hasta usted coincide. Todos dicen que tengo
una imaginación demasiado activa.
—Yo no pienso que sea tonta.
—¿Es culpa mía, acaso, que la vida sea tan tremendamente
aburrida? No me lo parece. —Soltó un hipo. —Todos esperan que las
mujeres se queden en casa, tomen té, manejen los temas domésticos, se
vean bonitas y guarden silencio.
Una sonrisita se dibujó en los labios de Russell.
—No creo que tenga la capacidad de guardar silencio.
—Exacto. —Se apoyó pesadamente contra él. —No nací para esta
vida aburrida, de eso estoy segura. Nací para navegar en altamar. O explorar
territorios desconocidos.
Levantó la mirada hacia Russell, disfrutando demasiado de que la
tuviera apretada contra su cuerpo. El mundo se balanceaba bastante. Tal vez
no debería haber bebido esa tercera cerveza, pero realmente le había
resultado muy refrescante y se había sentido muy audaz, tomando a tragos
una bebida tan masculina.
—Creo que echaría de menos demasiado a su familia —dijo él.
Rosamunde sacudió la cabeza con vehemencia.
—Son tan bulliciosos y siempre… bueno, están allí. ¿Entiende lo
que quiero decir? —Hizo una mueca. —Ah, supongo que no. —Se detuvo,
se separó de él y lo miró; entrelazó las manos delante del cuerpo y luego
bajó la mirada. —Lo siento.
—No tiene por qué disculparse. No es su culpa que tenga familia y
yo no.
—Pero debe creerme egoísta.
—En absoluto.
Ella ladeó la cabeza. Era difícil imaginar cómo habría sido crecer
sin nadie en quien confiar. Tenía que admitir que valoraba el apoyo de su
familia, aun si en ocasiones la volvían loca.
—¿No desea haber tenido una familia? ¿Aunque más no fuera una
familia tranquila, sin cientos de perros?
Él encogió los hombros.
—¿Por qué tendría que desearlo? No tengo obligaciones con nadie.
Me gusta así.
Rosamunde acortó la distancia entre ambos, tambaleándose
ligeramente, y apoyó las manos en el pecho de él para estabilizarse. Russell
la miró, frunciendo apenas el ceño. Ella recordó fugazmente su beso y tuvo
que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no alzarse de puntillas y
presionar los labios contra los de él.
—Una existencia así ha de resultarle solitaria ¿verdad? Después de
todo, ningún hombre es una isla.
—Devociones de John Donne —murmuró él.
—Ni siquiera sabía que provenía de ese sermón. Es usted muy leído,
curiosamente.
—¿A pesar de ser un huérfano sin un penique? —dijo Russell con
sequedad.
Rosamunde frunció el ceño.
—De ninguna manera. Desde el primer momento lo consideré un
hombre inteligente.
—Incluso cuando la secuestré por error.
—Bueno, admitiré que ese no fue su momento más inteligente.
Russell señaló hacia la residencia de ella.
—Vamos, no estamos lejos y sospecho que pronto querrá recostarse
y dormir.
—En absoluto. Me siento completamente despierta —respondió,
intentando disimular un bostezo con la mano.
Russell se rió.
—Debería dormir, o amanecerá con dolor de cabeza.
—No he bebido tanto.
—Ciertamente ha bebido lo suficiente. —Volvió a rodearle la
cintura con el brazo y la llevó hacia la puerta principal.
Cuando apartó el brazo de su cintura, Rosamunde no pudo evitar
soltar un suspiro de decepción. Puede que no hubieran avanzado en la
búsqueda del tío Albert, pero había disfrutado del día. La cerveza había
estado deliciosa y le había agradado estar en un lugar diferente. Y más
importante aún, había aprendido mucho sobre Russell y eso le había
gustado más que nada.
Él se inclinó hacia ella y giró el pomo de la puerta, haciéndole un
gesto para que entrara.
—Que descanse.
—¿Qué haremos después?
—Todavía tenemos otros lugares para explorar. Centrémonos en
ellos.
—Así que aún no está cansado de mi presencia —dijo ella con una
sonrisa radiante.
—Estoy sumamente cansado de su presencia —respondió él, entre
dientes.
Rosamunde entornó los ojos y vio un ligero destello en la mirada de
él que la dejó sin aliento.
—Cielos, me está tomando el pelo. No tenía idea de que fuera capaz
de algo así.
—Soy capaz de muchas cosas, Rosamunde.
Ella sintió que el aire se paralizaba en sus pulmones. ¿Habría
querido darle otro significado a sus palabras? Vio que el destello en los ojos
de Russell desaparecía y su mandíbula se tensaba. Entreabrió la boca y se
acercó a él. Era inútil, tendría que intentarlo de nuevo, ver si un segundo
beso sería tan maravilloso como el primero.
—¡Rosie!
Russell se apartó y Rosamunde se giró; su madre estaba en la
puerta. Ella paseó la mirada de uno al otro y sonrió ampliamente.
—Y el señor Russell. Qué gusto volver a verlo.
Él inclinó la cabeza.
—Y a usted también, Lady Hopsbridge.
—Buenas tardes, madre —dijo Rosamunde formalmente. Podía ser
viuda y perfectamente capaz de tomar sus propias decisiones, pero en este
momento se sentía como una niña que había sido pillada robando trozos de
pastel en la cocina.
Su madre la miró con curiosidad.
—Buenas tardes, Rosie. —Luego dirigió su atención hacia Russell.
—Señor Russell, realmente me alegra verlo. Esperaba que pudiera
acompañarnos a una cena mañana por la noche. Solo una pequeña reunión.
—No será una pequeña reunión —murmuró Rosamunde.
Probablemente asistiría gran parte de la familia y a Russell sin duda le
desagradaría. Se giró para mirarlo. —Estoy segura de que el señor
Russell…
—El señor Russell puede hablar por sí mismo, no lo dudo —dijo su
madre.
Rosamunde contuvo la respiración mientras esperaba su respuesta.
Él diría que no. No había posibilidad de que quisiera pasar más tiempo con
ninguno de ellos, ni siquiera con ella.
Russell clavó su mirada en ella y no la apartó cuando respondió:
—Estaría encantado, miladi.
CAPÍTULO 16
Russell contempló el brillante aldabón y atisbó su reflejo en el latón.
Hizo una mueca. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Por qué había aceptado ir a
esa cena?
Diablos, ¿por qué lo habían invitado?
Quizás estaba allí para entretenerlos. Tal vez Rosamunde les había
contado sobre su pasado. “Vamos a divertirnos con el huérfano que
probablemente no tiene idea de cómo comportarse en una cena elegante”.
Pues no estaba acostumbrado a las cenas elegantes, pero sabía fingir como
el mejor. Así había sobrevivido hasta ahora.
Exhaló e intentó ignorar los latidos de su corazón que retumbaban
en sus oídos. Había enfrentado al enemigo en batalla, dormido en las calles
y secuestrado a innumerables mujeres, siempre a pedido de ellas, por
supuesto. ¿Entonces por qué demonios lo aterraba una simple cena?
Probablemente porque cuando se trataba de Rosamunde no estaba
fingiendo. Apartó esa idea de su mente cuando la puerta se abrió y un
mayordomo le indicó que entrara. Entregó el sombrero y los guantes y miró
a su alrededor, furioso de que sus ojos inmediatamente buscaran a
Rosamunde. Su corazón dio un pequeño vuelco cuando la vio. Casi
sospechó que había dicho su nombre en voz alta, porque la atención de ella
se dirigió directamente hacia él. Sus labios se curvaron, sus ojos se
iluminaron y Russell juró que no había mejor sensación en el mundo que
tener la completa atención de Lady Rosamunde Stanley. Habría que
embotellarla y venderla por cientos de libras.
Ella se acercó a toda prisa; sus faldas de seda azul oscuro se movían
elegantemente con su cuerpo, ajustándose a sus curvas. Russell se obligó a
aflojar la mandíbula y mantener una expresión neutra. Y a no mirarla
fijamente.
—¡Ha venido!
Él le hizo una inclinación de cabeza.
—Debo admitir que pensé que no lo haría. Sé que mi madre lo
obligó a esto.
—Nadie puede obligarme a hacer algo que no deseo.
—Así que me está diciendo que el esquivo Marcus Russell
realmente quiere venir a una cena con mi familia, que es alborotada y
demasiado curiosa.
—Sí —respondió él con rigidez.
—Para un hombre que se enorgullece de su aura de misterio, es
usted un pésimo mentiroso.
No lo era, en realidad. Al menos, no por lo general. Por lo visto,
estar cerca de Rosamunde lo volvía incapaz de ser otra cosa que sincero.
Ella lo miró de hito en hito.
—Pues se ve muy guapo.
—¿Para un hombre criado en las alcantarillas, quiere decir?
Rosamunde frunció el ceño.
—Esa no era en absoluto mi intención.
Russell inspiró y soltó el aire. Por supuesto que no lo era.
Rosamunde ciertamente no mentía ni era zalamera. Dudaba de que tuviera
esa capacidad. Ella y su familia parecían simplemente abrir la boca y decir
lo que deseaban. Lo que debería molestarle.
Después de todo, era un privilegio de los que poseían riqueza y
estatus decir lo que querían y salir impunes, pero no podía evitar admirarlo.
Nunca había conocido a personas como ellos y aunque no estaba seguro de
si querría repetir esa noche, sentía curiosidad por ver a la familia de
Rosamunde en acción.
—Está usted hermosa —murmuró.
Demasiado hermosa. Si iba a arrepentirse de algo esta noche, sería
de ver a Rosamunde con su vestido de fiesta y joyas alrededor del cuello.
Ahora se quedaría con la imagen de ella envuelta en seda y se preguntaría
cómo se sentiría esa tela contra su cuerpo. ¿Sentiría el calor de su piel a
través de la seda? Bajó la mirada.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella.
Russell dejó que sus labios se curvaran.
—Me preguntaba cómo lograría meter un cuchillo bajo ese vestido.
—Tengo uno especial para las noches —sonrió ella.
Él no podía decir si estaba bromeando o no, pero respondió con una
sonrisa. La mujer estaba loca.
Y le agradaba que fuera así, a pesar de sí mismo.
—Ah, señor Russell. —Una mujer entrelazó el brazo con el suyo y
lo arrastró lejos de Rosamunde antes de que cualquiera de ellos pudiera
decir algo más. Él miró a la mujer mayor y pequeña e intentó recordar su
nombre. ¿La tía Elsie, tal vez? ¿O quizá la tía Petunia? —Frunció el ceño.
Por lo general, se le daba sumamente bien recordar nombres y rostros, pero
la numerosa familia de Rosamunde dificultaba llevar la cuenta.
—Debe venir a conocer al tío Billy y a la tía Clementine. Y ha
venido Lady Abuela. Está deseosa de conocerlo.
—No puedo comprender por qué —murmuró él.
—Ah, qué hombre gracioso es usted —dijo la tía, empujándolo
hacia un grupo de personas que incluía a una mujer mayor y refinada a la
que no conocía. Ella lo observó con frialdad, con la barbilla en alto como si
lo mirara desde arriba, a pesar de que él la aventajaba en al menos sesenta
centímetros.
—Así que usted es el señor Russell —dijo ella—. He oído mucho
sobre usted.
—Le presento a Lady Newhurst —dijo la tía—. Y a Sir William
Grant y la señora Latham. —La tía señaló a Russell. —Este es el señor
Russell, que os hemos mencionado.
Russell hizo una inclinación de cabeza. ¿Qué diablos habrían estado
diciendo sobre él? Más importante aún, ¿por qué demonios estaba allí y por
qué esta familia tenía algún interés en él? Nunca había conocido a personas
como ellos, especialmente en los estratos más altos de la sociedad. Su
opinión era que tendían a mantener sus filas cerradas y evitaban invitar a
cualquiera, fuera rico o no. Y ninguno de ellos podía tener idea de cuán rico
era él.
—He oído que ha estado ayudando a buscar a Albert —dijo Lady
Newhurst, llevándose a los ojos un par de gafas para mirarlo y luego
volviéndolas a bajar.
—Así es.
—¿Y ha tenido algún progreso?
—Aún no.
Ella frunció los labios.
—¿Cómo se convierte uno en una especie de investigador?
—No soy investigador de oficio —admitió, sosteniéndole la mirada.
—Así es.
—¿Así es?
—Sé de usted, señor Russell. He investigado.
Él se tensó ligeramente.
—Tiene varios negocios con buenos amigos míos. Parece que ellos
lo consideran todo un hombre de negocios. —Levantó la barbilla. —Mi
nieta es una heredera. Heredó un patrimonio significativo cuando su marido
murió y lo mismo hará cuando fallezca su padre. Es una perspectiva muy
interesante ¿no cree?
—Imagino que hay muchos que pensarían así.
—Pero usted no. —Una ceja delgada y canosa se arqueó.
—Vamos, Hettie —intervino Sir William—, deja en paz al pobre
hombre.
—Oh, al pobre hombre no le molestan algunas preguntas ¿verdad?
—dijo Lady Newhurst.
—No, no me molestan. —Sobre todo cuando cuestionaban sus
motivaciones. ¿Era implacable en los negocios? Sí. ¿Había acumulado
riqueza siendo un bastardo insensible? Muy probablemente. Pero,
demonios, no lastimaría a Rosamunde por toda la riqueza del mundo.
¡Dios! ¿Acaso eso era cierto? Frunció el ceño. Tenía que serlo. No
podía concebir hacer otra cosa que protegerla. Después de todo, ¿por qué
otro motivo estaba allí sino para complacerla?
—Lady Rothmere es una perspectiva interesante, miladi —dijo
Russell—, no por su riqueza sino por su corazón. Es una mujer decidida e
inteligente y siento pena por cualquier hombre que intente aprovecharse de
ella. Lo más probable es que termine con un cuchillo en la garganta.
Lady Newhurst entornó los ojos y le sostuvo la mirada durante
varios segundos. Finalmente, una sonrisa se dibujó en su rostro.
—Entiendo lo que mi nieta ve en usted, señor Russell. Es usted
bastante diferente de los hombres habituales que pretenden su mano. —Un
destello brilló en sus ojos. —Y veo que no le agrada la idea de que haya
otros pretendientes, así que supongo que lo único que debo decirle es, ¿qué
piensa hacer al respecto?

—Deja que Lady Abuela hable con él —dijo la madre de


Rosamunde—. Es inofensiva.
Por la palidez del rostro de Russell, Rosamunde no podía más que
pensar lo contrario. Sacudió la cabeza y volvió su atención a Mabel, su tía y
su tío. Russell era un hombre adulto con mucha más experiencia del mundo
que ella. ¿Podría manejar a la matriarca de la familia, sin duda?
—Es bastante guapo —dijo Mabel—. Sobre todo con vestimenta
formal.
Rosamunde asintió ligeramente. “Bastante guapo” era un
eufemismo.
Por supuesto, ya lo había visto con ropa de noche. También lo había
besado con esa ropa. Verlo vestido así le traía recuerdos de aquella calle
oscura y de sus labios sobre los de ella, su cuerpo presionado contra el de
ella. El mero hecho de verlo con un pañuelo blanco bien atado al cuello y
una chaqueta de noche elegante hacía que sintiera las piernas líquidas.
—¿Qué estará diciéndole la abuela? —murmuró a Mabel.
—No dudo que estará asegurándose de que estés protegida de él.
—No entiendo por qué todos creen que hay que protegerme de él.
Al fin y al cabo, no me está cortejando.
—Pero podría hacerlo. —Mabel sonrió.
—Sinceramente, pensé que todos querían que me casara con un
duque. Madre, ¿no dijiste eso hace solo unas semanas? ¿Qué necesitaba a
un noble de alto rango?
Su madre encogió un hombro.
—El señor Russell es guapo y he oído que es bastante rico.
—Pero no es un duque —protestó Rosamunde.
No sabía por qué sentía la necesidad de decir eso. Tal vez porque si
a su familia le agradaba Russell, sería aún más difícil frenar su imaginación
e impedir que se disparara. Como ahora, cuando lo imaginaba volteándose
hacia ella y mirándola como si fuera la mujer más hermosa del mundo.
Luego se acercaría, tomaría su mano, le declararía su amor eterno y le
pediría que lo acompañara a rescatar a alguna pobre princesa indefensa que
se veía obligada a escapar de la brutalidad de su marido; luego se cubrirían
la cara y asaltarían un carruaje…
—Rosamunde, he oído que es sumamente rico —dijo Mabel,
inclinándose hacia ella.
Rosamunde giró abruptamente la cabeza y miró a Mabel, que
tomaba un sorbo de champán con total desenfado.
—¿Dónde has oído todas esas cosas?
—Lady Abuela lo sabe todo y hemos estado hablando del señor
Russell y de cuánto tiempo pasas con él.
—Estamos investigando la desaparición del tío Albert —le recordó
Rosamunde.
—Pero él sería perfectamente capaz de investigar por su cuenta ¿no?
¿Y qué tipo de hombre quiere la opinión de una mujer todo el tiempo?
—De hecho, creo que él valora mi opinión.
—Lo único que digo es que debe haber una razón por la cual no te
ha enviado a casa y te ha apartado de su camino. —Hizo un ademán
ampuloso y volcó unas gotas de champán, lo que obligó a Rosamunde a
retroceder para que no le manchara el vestido.
—No me ha enviado a casa porque no se lo he permitido.
Mabel miró a Russell y luego a Rosamunde.
—¿Crees que un hombre así no podría obligarte a dejarlo en paz?
Rosamunde exhaló. Él se había mostrado sorprendentemente
dispuesto a permitir que lo ayudara. Al menos luego de las primeras
investigaciones. Ahora parecía aceptar que ella lo acompañaría a todas
partes.
Pero eso no significaba nada. Nada de esto tenía significado alguno.
Ni siquiera el beso que se habían dado. Habían fingido, se habían besado
para ocultarse. Russell no la deseaba y tampoco deseaba ser parte de esta
familia. ¿Quién iba a desearlo? Eran bulliciosos, entrometidos y alocados.
Hasta ella misma necesitaba escapar de ellos de vez en cuando. Un hombre
como Russell jamás se uniría voluntariamente a una familia así.
Frunció el ceño al ver que se suavizaba la expresión de su abuela.
¿Sería cierto que era sumamente rico? Tras su conversación del día anterior,
ella había llegado a la conclusión de que él se había forjado una buena
posición, lo que resultaba interesante, pero no sorprendente. Era un hombre
decidido y ella había concluido que era excepcionalmente inteligente,
aunque él no hiciera gala de ello a menudo. Cuando creyó que ella no lo
miraba, él había elegido varios libros de la biblioteca donde se habían
encontrado y ninguno de ellos había sido sencillo.

Russell la miró y su corazón se detuvo. Le sonrió y ella dio un paso


hacia él, pero la tía Petunia lo tomó del brazo y lo arrastró hacia otro grupo
de primos. Su abuela le lanzó una mirada penetrante y le hizo señas para
que se uniera a ella. A regañadientes, Rosamunde se acercó.
—¿Sí, abuela?
—Bastante interesante ese señor Russell. Debe tener una alta
opinión de ti para embarcarse en esta locura de encontrar a Albert.
—El tío Albert está desaparecido, abuela.
Ella hizo un esto con la mano.
—Albert está embarcado en alguna de sus habituales aventuras, pero
si esto te hace feliz, no veo ningún mal en ello.
—No lo estoy haciendo para entretenerme, abuela.
—Parece tener un buen corazón —comentó su abuela, mirando
hacia donde estaba Russell.
Rosamunde asintió.
—Creo que sí, aunque esté un poco escondido.
—¿Intentas desenterrarlo?
—Oh, no. —Sacudió la cabeza. —El señor Russell simplemente
trabaja para mí. Sé que no tiene interés en…
—Tonterías. —Su abuela se quitó las gafas y entornó los ojos para
mirar a Rosamunde.
—Tiene interés, al igual que tú.
—Pero, abuelita, ¿por qué alientas algo así? Pensé que Mamá quería
que me casara con…
—Alguien de la nobleza, sí. —Su abuela sacudió la cabeza. —Ni
que necesitáramos más conexiones en esta familia. Pero, mi querida, no
carezco completamente de ambición para ti.
Rosamunde frunció el entrecejo.
—¿Cómo dices, abuela?
—Hice un poco de investigación sobre el señor Russell. Su nombre
me causó curiosidad, debo admitir.
—¿Su nombre?
La anciana asintió.
—Conocí a un Marcus en mi juventud. Era un sinvergüenza
absoluto. En aquel entonces, era conde de Henleigh.
—No entiendo…
—Tuvo relaciones con una joven criada, la hermana de mi doncella
y desafortunadamente la dejó embarazada.
—Qué terrible.
—El apellido de ella era Russell.
Rosamunde se quedó helada.
—Russell… —susurró—. ¿Y el padre del niño era… Marcus.
—Exacto.
—¿Entonces estás diciendo que el señor Russell es hijo natural del
difunto conde de Henleigh? —Rosamunde se llevó una mano a la boca. —
Dios mío.
—Por supuesto, despidieron a la criada de su posición, pero se casó
enseguida con otro hombre.
—Pero Russell dijo que era huérfano.
—Sí, y es cierto. —Su abuela se inclinó hacia ella. —Mi doncella
perdió el rastro de su hermana después de que se mudaron a Londres. Verás,
en aquel entonces residíamos en Hampshire. Pero años después, descubrió
que su hermana había muerto de consunción poco después de que naciera el
niño, y el marido desapareció.
—¿Y el niño?
—Nadie supo qué fue de él.
—¿El conde de Henleigh sabe que tiene un medio hermano?
—Tienen negocios juntos. —Su abuela levantó ambas palmas. —
Tengo que concluir que sí.
—Dios mío. —Miró a su abuela. —Eres mejor investigadora que
yo.
Su abuela sonrió.
—Simplemente tengo casi ochenta años de conocimientos para
aprovechar, Rosie. Eso es todo.
Rosamunde miró a Russell.
—¿Crees que él lo sabe?
—No lo sé. Pero si alguien debiera preguntar, tendrías que ser tú.
CAPÍTULO 17
Russell se inclinó para pasar bajo las vigas de la taberna y no pudo
evitar recordar la última vez que había estado en un lugar como aquel.
Rosamunde había acaparado toda la atención de los parroquianos y luego
había bebido demasiadas cervezas.
Eso sí, tenía que admitir que era encantadora cuando estaba ebria.
Se dirigió a la mesa donde estaban sentados Nash y Guy.
—¿A qué se debe esa sonrisa? —preguntó Nash, dirigiéndole una
mirada penetrante.
Russell apretó la mandíbula.
—¿Qué sonrisa? —Se acomodó en la silla de madera y acercó el
pequeño vaso con líquido ámbar. Había bebido demasiado champán la
noche anterior y un licor más fuerte era un cambio agradable.
Decididamente, no era el tipo de hombre que disfrutara del champán.
La cena había sido interesante, debía admitirlo. No podía decidir si
realmente había disfrutado de la velada, pero la familia de Rosamunde era
un grupo numeroso e interesante, con menos ínfulas de las que esperaba. De
hecho, después del interrogatorio inicial por parte de la abuela, lo habían
acogido como uno más de la familia. Algo que casi se había sentido…
agradable.
Se regañó mentalmente y bebió un sorbo de whisky. Agradable o no,
sería prudente evitar estar con ellos de nuevo. Al fin y al cabo, una vez que
encontrara al tío Albert, nunca más los volvería a ver.
—Lo estás haciendo de nuevo —dijo Nash.
—No estoy haciendo nada —gruñó él.
—Parecía como si estuvieras sonriendo —observó Guy.
Russell miró a Guy con los ojos entornados.
—¿De qué lado estás, eh?
Guy levantó ambas palmas.
—De ninguno.
—Es Lady Rothmere la que lo hace sonreír —dijo Nash con una
gran sonrisa.
—No estoy sonriendo, maldición —dijo Russell entre dientes—.
Dios, ahora me arrepiento de haber venido.
—Qué memoria tan corta tienes —dijo Nash—. Recuerdo que te
divertía que yo me estuviera enamorando de Grace.
Russell estuvo a punto de atragantarse con el sorbo de whisky. Por
el amor de Dios, no se estaba enamorando de Rosamunde. Demonios, solo
la conocía desde hacía unas semanas. Además, ella nunca lo vería de esa
manera. Aunque su familia fuera agradable con él, seguramente lo eran con
todo el mundo. Eso explicaría por qué eran tan increíblemente numerosos.
Atraían a nuevos miembros a la familia como un agujero en un barco que
deja entrar el agua. Eso no cambiaba el hecho de que él era un huérfano sin
linaje ni experiencia alguna como miembro de una familia.
—Es un trabajo, nada más —masculló.
—Un trabajo atractivo. —La sonrisa de Nash se agrandó. —Lady
Rothmere es realmente preciosa.
Russell le dirigió una mirada gélida.
—Si me importara lo atractivo, habría ido tras Grace.
—Si la hubieras tocado, te habría cortado las manos —contraatacó
Nash.
Russell soltó una carcajada.
—Nunca pensé que fueras del tipo posesivo, Nash.
Nash negó con la cabeza.
—Basta de hablar de Grace. Hablemos de Lady Rothmere.
—O podríamos hablar de negocios —sugirió Guy.
Russell dirigió su atención hacia el conde. Siempre podía confiar en
él como el miembro serio del grupo, lo que hacía que Russell pareciera
jovial en comparación.
—Con gusto.
—En primer lugar, esta tarde parto hacia el campo. —Golpeó la
mesa con el dedo. —Asuntos de la hacienda —explicó—. En segundo
lugar, he oído rumores de que podrían solicitar nuestros servicios el mes
próximo. ¿Este asunto de Lady Rothmere podría ser un impedimento?
Russell negó con la cabeza.
—Pienso haber encontrado a su tío para entonces.
—Sólo tú podías terminar consiguiendo un trabajo tras secuestrar a
la mujer errónea —dijo Nash, burlón—. ¿Te paga bien? —Arqueó una ceja.
—¿O tal vez te paga de otras formas…?
Russell golpeó la mesa con la mano.
—¡Maldición, Nash, es una dama!
—Bueno, pues tú no eres un caballero —dijo Nash, encogiendo los
hombros—. Y las damas tienen necesidades.
—¿Qué diría Grace si te oyera hablar así? —exclamó Russell.
—Diría que Russell merece a una mujer extraordinaria y me
felicitaría por hacer muchas preguntas; luego también me interrogaría en
busca de respuestas para su cuaderno.
Russell frunció el ceño.
—¿Grace escribe sobre mí?
Nash levantó los hombros.
—Escribe sobre todo el mundo. Ya sabes cómo es.
Russell soltó un suspiro. La esposa de Nash pasaba mucho tiempo
escribiendo en un cuaderno, un comportamiento peculiar en su opinión,
pero eso parecía hacerla feliz. Sin embargo, no le agradaba demasiado la
idea de que pudiera estar escribiendo sobre él.
—En fin —continuó Guy—, si ya habrás terminado, podremos
hacer el trabajo. Todavía tengo que hablar con la mujer en cuestión, pero ha
estado preguntando por nosotros y parece tratarse de un caso con el que
querremos involucrarnos.
Russell asintió.
—De acuerdo.
—Yo también —dijo Nash—. Y sé que puedo hablar por Grace
cuando digo que estaría encantada de ayudar.
—Excelente —dijo Guy; se puso de pie y levantó dos dedos hacia el
tabernero. —Dos más, si es tan amable. —Recuperó su sombrero y
chaqueta del perchero cercano. —Tengo tiempos acotados, pero me pondré
en contacto a mi regreso para hablar más a fondo sobre este próximo
trabajo. —Hizo una pausa. —Ah, y si recibís noticias de una tal señorita
Haversham, no respondáis.
—¿Una señorita Haversham? —Russell miró a Guy. El hombre
evitaba a las mujeres a toda costa, por lo que esa persona no podía ser una
amante ni un interés romántico.
—Es reportera, y una maldita entrometida —explicó Guy—. He
oído que está investigando la desaparición de varias damas de la sociedad y
anda haciendo preguntas por allí. No veo por qué llegaría a vosotros dos,
pero no podemos correr riesgos.
—Dudo que me busque a mí —dijo Russell.
—¿Crees que podría descubrirnos? —preguntó Nash—. No deseo
poner a Grace en ningún tipo de peligro.
Guy negó con la cabeza.
—No tiene nada de información. Es solo una jovencita ambiciosa.
—Se puso el sombrero y se detuvo de nuevo. —Demonios, ahora lo
recuerdo. Hablé con varios conocidos míos; al fin y al cabo, hace tiempo
que conozco a la familia de Lady Rothmere. Se rumorea que Albert Wood
podría haber estado en Bath recientemente. Te convendría buscar allí.
Russell aceptó el segundo trago del tabernero y levantó el vaso a
modo de brindis.
—Con suerte, habré encontrado a Albert antes que acabe la semana
y podremos volver a la normalidad.
—Los veré pronto, caballeros.
Russell observó la partida de Guy y luego bebió un sorbo. Sostuvo
la mirada divertida de Nash.
—¿Qué sucede?
—Me das pena.
—¿Qué?
Los labios de Nash se curvaron en una sonrisa.
—Crees que podrás volver a la normalidad después de Lady
Rothmere.
Russell alzó los ojos al cielo con impaciencia y terminó la bebida.
Sí, lo creía y pensaba hacerlo. Rosamunde no tendría un efecto duradero
sobre él, de eso estaba seguro. Ningún efecto en absoluto.

—¿Crees que lo sabe? —Mabel cargó la cucharita con algo de té y


se la ofreció al Señor Pompadour, que lamió el líquido.
Rosamunde negó con la cabeza.
—¿Cómo podría saberlo? Russell me contó que es huérfano. Si
fuera el hijo natural de un conde lo habría mencionado ¿no crees? —Cogió
una galleta y le sacó la lengua al perro que seguía sus movimientos
atentamente. —El Señor Pompadour se pondrá obeso —dijo, cuando Mabel
le ofreció migas de su propia galleta.
—Jamás. Tiene un linaje excelente. Simplemente no es capaz de
engordar. —Mabel abrazó al perro y le besó la nariz. —¿No es así, Pompi?
Eres demasiado guapo para tu propio bien. Además, mami te seguirá
queriendo aunque te pongas corpulento.
—Es difícil de ver bajo tanto pelo, pero está más redondo.
Mabel cubrió las orejas del perro con sus manos.
—¡No digas eso! Es un alma sensible.
Rosamunde terminó su galleta y cogió una servilleta para limpiarse
los dedos y la boca. La volvió a dejar sobre la delicada mesa de café de
nogal. Había ido hasta allí para hacer confidencias a su prima, no para
hablar de la glotonería del Señor Pompadour. Seguía sin tener idea de qué
hacer con esa nueva información. ¿Debía decírselo a Russell? ¿O callar?
Después d todo, no era realmente asunto suyo.
—¿Has hablado con él desde la cena? —preguntó Mabel.
—Se despidió aquella noche, pero nada más. Esta mañana recibí una
carta en la que decía que tenía novedades; nos encontraremos en el parque
más tarde.
—Me pregunto cuáles pueden ser las novedades…
—Esperemos que sean sobre el tío Albert.
Mabel frunció la nariz.
—El tío Albert bien podría estar en las Islas Hébridas; ¿qué piensas
hacer? ¿Seguirlo hasta allí?
—Si averiguo que está en las Islas Hébridas sano y salvo, no será
necesario.
—Entonces, hoy podrías preguntarle al señor Russell sobre este
asunto del conde —reflexionó Mabel—. Vi algo aristocrático en él ¿sabes?
—Se llevó un dedo a los labios. —Tiene una cierta clase.
Rosamunde no creía que eso tuviera algo que ver con ser el hijo
ilegítimo de un conde, sino más bien con sus experiencias de vida.
—Si se lo oculto, sentiré que le estoy mintiendo —suspiró
Rosamunde—. ¿Pero cómo saber si es cierto? Lo único que tenemos es la
suposición de la abuela, basada solo en su nombre.
—La abuela nunca se equivoca.
—Es cierto.
—Y cuando se trata de su nieta, es infinitamente protectora.
Seguramente ha indagado más sobre el señor Russell para confirmarlo.
—No me lo dijo. —Rosamunde hizo una mueca. —Y no pensé en
preguntar más; la revelación me dejó anonadada.
—¿Estás segura de que él no lo sabe?
Rosamunde encogió los hombros.
—Podría saberlo y sentirse avergonzado, tal vez. O es posible que
solo desee mantenerlo en secreto por la clase de hombre que es. Rara vez
habla de sí mismo.
Mabel suspiró y ladeó la cabeza.
—Es muy misterioso. Si no fuera por mi querido Henry, estaría
enamorada de él.
Rosamunde sintió una punzada de celos en el corazón. Se enderezó
y se sacudió la sensación. No tenía ningún derecho sobre él y dudaba
mucho que él quisiera que alguien lo reclamara para sí, incluso la hermosa
Mabel.
—No estoy enamorada de él.
—No he dicho que lo estés —se defendió Mabel—. Pero no debe
ser un esfuerzo pasar tiempo con él, Rosie.
—No es algo terrible, no —admitió ella—. Pero ahora que sé esto,
será difícil. —Hizo una pausa y miró el reloj de pie que estaba en una
esquina del salón. —He quedado en encontrarme con él dentro de una hora.
Tengo que decidir qué hacer.
—Tienes habilidad para la investigación. Tal vez deberías investigar
este asunto. Hazle algunas preguntas, averigua qué sabe y cómo
reaccionaría si se enterara.
Rosamunde se acomodó las gafas sobre la nariz. Si él no lo sabía, no
creía que fuera a reaccionar bien. Parecía casi sentir orgullo de su falta de
vínculos. Rosamunde tenía la sospecha de que ser huérfano era una parte
tan importante de su identidad como ser imaginativa lo era de la suya.
—Ya intenté tener una audiencia con el conde de Henleigh, pero
está en el campo —dijo, y frunció los labios—. No se me ocurre nadie más
con quien hablar discretamente. Después de todo, es algo que muy pocos
deben saber y detestaría echar a rodar rumores o causar problemas.
—Entonces debes guardarte la información —dijo Mabel con
firmeza—. Al menos hasta que puedas lograr que él admita que lo sabe, o
hablar con el conde.
Rosamunde suspiró. No le agradaba la idea de ocultarle algo a
Russell. Siempre se sentía incómoda cuando no era franca y mentirle a
Russell sería cien veces peor, especialmente sobre algo tan importante como
su familia. Pero, ¿qué otra opción tenía? No podía revelar algo así y
arriesgarse a un escándalo sin al menos confirmar la verdad detrás de la
historia. Además, tampoco sabía si el conde quería que se revelara una cosa
así.
—Qué situación tan desagradable —murmuró, más para sí misma
que otra cosa.
—Bueno, pero al menos nadie podría poner objeciones si te
cortejara —dijo Mabel, con una gran sonrisa—. Es rico y tiene sangre
noble.
Rosamunde miró al techo.
—No va a cortejarme —respondió con firmeza.
—Ya veremos —dijo Mabel—. ¿No es así, Señor Pompadour? —
Besó varias veces la cabeza del perro. —Ya veremos.
CAPÍTULO 18
Algo estaba mal.
No. No mal.
Diferente.
Rosamunde no podía quedarse quieta en su asiento. Ni dejar de
juguetear con los botones de sus guantes. O con el pestillo de la ventana del
carruaje.
A Russell no solía molestarle lo diferente. De hecho, generalmente
lidiaba bien con ello. Siempre se quedaba en lugares diferentes, comía
comidas diferentes. Diablos, nunca había pasado tanto tiempo con una
misma persona como con Rosamunde, con excepción de sus compañeros
del Club del Secuestro.
Se sentía cómodo con lo diferente. Diferente significaba que no
había posibilidad de formar vínculos.
Al menos hasta ahora.
—¿Sucede algo?
Ella giró la cabeza.
—No. Claro que no. ¿Por qué lo pregunta?
Él le sostuvo la mirada.
—Es la sexta vez que se ha arreglado ese botón. —Señaló el guante.
Rosamunde apartó la mano del guante y le dedicó una rápida
sonrisa. Pero no llegaba a sus ojos y eso también era diferente. La sonrisa
de Rosamunde siempre llegaba a sus ojos y Russell tuvo que contener el
impulso de cerrar el puño al pensar que alguien podría haber hecho algo
para perturbarla e impedir que esas pequeñas arrugas se formaran alrededor
de sus ojos.
—No pasa nada —respondió ella, tensa.
Nada. Cristo. Algo realmente debía de estar mal. Sintió que se le
contraía el estómago ante las palabras de ella. Aunque no se enredaba con
mujeres, sabía que “nada” era peligroso. Aún más peligroso que el hecho de
que ella estuviera diferente.
—Rosamunde…
—Estoy perfectamente bien, Russell, se lo aseguro. —Su sonrisa se
ensanchó ligeramente, pero él no vio nada alrededor de sus ojos.
Ella dirigió su atención al paisaje. Tan pronto como él la contactó
con la información de que su tío podría estar en Bath, ella exigió que fueran
allí. Se alojarían en la casa de la familia, anunció, aunque Russell tenía
esperanzas de poder escapar a una posada cercana. Lo último que
necesitaba era vivir con su familia. No sería prudente tomar confianza con
ellos.
Con algo de suerte, encontrarían a su tío Albert escondido en algún
lugar de Bath y él nunca volvería ver a Rosamunde ni a su familia.
Ciertamente, no quería encontrarse disfrutando de su compañía o la de
ellos.
Porque curiosamente, casi había disfrutado de la cena con esa
familia extraña y bulliciosa. Estaban todos locos, por supuesto. Igual que
Rosamunde. Hablaban cuando se les antojaba, se interrumpían unos a otros,
se reían con facilidad y tendían a tener ideas de lo más extrañas. Como el
tío que estaba convencido de que el mundo iba a llegar a su fin en el año
dos mil doce o la tía que insistía en leer la fortuna de todos a partir de sus
manos y solo podía decirles que conocerían a un desconocido alto y
moreno.
En su caso, él debía ser el desconocido alto y moreno y si lo
pensaba, casi no se sentía un desconocido. No tenía sentido, realmente. ¿Por
qué iban a darle la bienvenida a alguien sin linaje ni conexiones evidentes?
Sacudió la cabeza y miró el sombrero de Rosamunde. No tenía
sentido preocuparse por su familia. Especialmente cuando tenía a una mujer
que había pronunciado la palabra “nada” en su presencia.
—¿Se trata de su tío? —se aventuró a preguntar.
Ella se volteó.
—¿Perdón?
—¿Su tío, es eso lo que la inquieta? ¿Está preocupada por él?
—Ah. Sí. Es eso. Estoy sumamente preocupada por el tío Albert.
—Lo encontraremos.
—Sí, no tengo ninguna duda de que así será.
Entonces, si eso era lo que pensaba, ¿qué demonios estaba mal?
Russell soltó un largo suspiro. Nunca se había arrepentido de no tomarse el
tiempo para comprender a las mujeres. Hasta ahora. No le gustaban las
arrugas de preocupación en la frente de Rosamunde ni la forma en que
apretaba los labios una y otra vez. No le gustaban en absoluto. Y deseaba
sobremanera encontrar la forma de solucionarlo.
Ella abrió la boca y la cerró.
—¿Rosamunde?
Ella ladeó la cabeza ligeramente y lo miró.
—¿Cuándo dice que es huérfano, se refieres a que no tiene a nadie
en absoluto? ¿Ni siquiera hermanos?
Maldición. Creía que ella había olvidado la lamentable historia.
—Rosamunde… —le advirtió.
—Me queda por lo menos una pregunta —objetó ella—. Si es
necesario, considérela la última. —Suspiró. —No veo cual es el problema
de hablar de nuestros pasados entre amigos.
—Apenas menciona a su marido —le recordó él.
—Bueno, ¡es que no hay nada para decir! Era aceptable, no me
trataba mal…
—La descuidó y también descuidó sus necesidades. Yo diría que eso
es maltrato. Diablos, si yo fuera su marido… —Se interrumpió. —En fin,
no soy el único que no habla del pasado.
—Es que el mío no significa nada.
Allí estaba otra vez. La temida palabra “nada”.
—Eso no es cierto, Rosamunde. El pasado nos moldea y nos
convierte en lo que somos. No tengo dudas de que su desgraciado
matrimonio la moldeó.
—No fue desgraciado —objetó ella—. Solo un poco aburrido. Y si
piensa que el pasado es tan importante, ¿por qué no quiere hablar del suyo?
Demonios, lo tenía contra las cuerdas.
—No hay nada de que hablar.
—Nada —repitió ella—. ¿Cómo es posible que sea cierto?
Nada. Russell realmente comenzaba a detestar esa palabra.
—¿Por qué alguien querría escuchar la triste historia de un
huérfano?
Una ceja se arqueó, informándole que ella realmente quería
escucharla.
—Era huérfano, crecí en las calles, trabajé mucho para salir de la
pobreza y ahora soy el hombre que ve. Fin.
—¿Fin? —Rosamunde se llevó la palma de la mano a la cara. —
Russell, se ha salteado al menos veinte años, allí.
—¿Ese es el problema? ¿Que no conoce mi historia?
—Sí. No. Bueno, en algún sentido, sí.
Él apretó la mandíbula. Entonces, si le contaba todo, podía
solucionar el “nada”. Si se sinceraba con ella. Dios, qué tentador era, pero
esa parte de su vida había quedado atrás. Casi nunca pensaba en ella, a
menos que fuera necesario. No le agradaba pensar en el dolor de estómago
por hambre, ni de las peleas en la calle para sobrevivir, ni de su época como
soldado. Por qué ella querría escuchar esas historias horrendas le resultaba
incomprensible.
Por más que quisiera volver a verla sonreír, no iba a poder lograrlo.
—Rosamunde —comenzó a decir—, yo… —El carruaje se detuvo
abruptamente y él se interrumpió.
—¿Qué demo…?—Miró por la ventanilla y maldijo por lo bajo.
—¿Qué pasa?
—Salteadores.

—¿Salteadores? —repitió Rosamunde.


Russell apretó los labios con expresión sombría.
—Sí.
Ella espió por la ventanilla y vio a dos hombres de a pie; uno de
ellos apuntaba con una pistola al cochero. No podía distinguir lo que se
decían, pero no parecía ser un intercambio agradable.
Miró a Russell con los ojos entornados.
—Esto no tiene que ver con usted ¿verdad?
—¿Por qué diablos tendría yo algo que ver con esto? —Se inclinó
para buscar debajo del asiento del carruaje. —¿No hay un arma? —dijo,
mientras se enderezaba—. ¿Su familia no aprende?
—¡Pues no esperábamos otro intento de secuestro!—. Rosamunde
cogió sus faldas y comenzó a levantarlas. —¿Seguro que no son parte de su
club de secuestradores?
—El Club del Secuestro —la corrigió él—. Es el nombre que
usamos.
—¿Y bien? —insistió ella.
—Esto no tiene nada que ver conmigo. —Russell arrojó el sombrero
sobre el asiento y se pasó una mano por el pelo. —Debería haber traído mi
pistola —masculló.
Rosamunde se levantó las faldas hasta los muslos y sacó de la liga la
bonita navaja con piedras.
—¿Servirá esto?
Él negó con la cabeza y le bajó las faldas con una mano.
—No creo, pero es mejor que nada.
Rosamunde sintió que se le aceleraba el corazón cuando los
hombres se acercaron al carruaje.
—Haga lo que dicen —le indicó Russell, entre dientes—. No les dé
motivos para hacerle daño.
—¿No vamos a defendernos?
—Usted no hará nada —le ordenó él.
La puerta del carruaje se abrió con violencia y Rosamunde se
encontró mirando el caño de una pistola. Tragó saliva. Cuando Russell
había intentado secuestrarla, ella se había defendido y había luchado de
manera instintiva, pero ahora estaba paralizada, inmóvil. ¿Por qué no le
funcionaban las extremidades? ¿Por qué no se lanzaba a la acción? ¿Acaso
la presencia de Russell la había convertido en una mujer indefensa?
—Buenas tardes, damas y caballeros. —El hombre de la pistola
miró dentro del carruaje. —Es decir, dama y caballero —se corrigió—.
Todas vuestras pertenencias valiosas, por favor. Joyas, monedas y demás.
—Esbozó una sonrisa en la que faltaban dientes.
Rosamunde se tocó el collar de rubís que llevaba. Había sido de su
bisabuela y no deseaba perderlo.
—¡Ahora mismo! —ordenó el hombre; su compañero se mantenía
más atrás, con un ojo sobre el cochero.
—Rosie —dijo Russell—, entréguele al hombre lo que quiere. —
Dirigió una rápida mirada a la navaja oculta en la mano de ella. —Dele todo
¿sí?
—Me agradan los hombres que obedecen órdenes —bromeó el
salteador.
Ella asintió lentamente y esbozó una sonrisita temblorosa. Russell
tenía algo planeado, solo que ella no estaba segura de qué era.
—Sí. Claro. Todo. —Abrió la palma, revelando las piedras de la
navaja. Los ojos del hombre se iluminaron y su sonrisa se ensanchó.
—Eso es un buen comienzo.
Cuando él se disponía a arrebatársela, Rosamunde la abrió y la
empujó hacia delante. La hoja se clavó en la palma abierta del hombre, que
soltó un aullido de dolor y retiró la mano, llevándose la navaja con él.
Russell se levantó y se lanzó del carruaje; aterrizó encima del
hombre. La pistola voló de la mano del bandolero y resbaló sobre el camino
seco. Rosamunde se levantó del asiento y asomó la cabeza fuera del
carruaje. Vio la pelea cuerpo a cuerpo que se llevaba a cabo en el suelo. El
segundo hombre se había unido, y lanzó un puñetazo al costado de Russell,
en un intento por quitarlo de encima de su compañero. ¿Qué debería hacer
ella? El cochero bajó, pero era anciano y ella no creía que pudiera
contribuir a la pelea.
—Quédese allí, señor Wimpole —le ordenó, mientras saltaba del
carruaje. Corrió hasta la pistola, pero el segundo hombre la cogió del
tobillo, haciéndola caer al suelo.
—¡Uf! —Su barbilla dio contra el suelo, lo que hizo que viera
chispazos detrás de sus ojos. Rodó y apretó las palmas raspadas, tratando
de concentrarse en la leve nebulosa. ¿Dónde había ido a parar la pistola?
Pero no la necesitó. Como una bestia que se eleva de la niebla,
Russell se levantó, se quitó de encima al segundo hombre y le lanzó un
puñetazo que fue a dar a la mandíbula. El hombre cayó hacia atrás, sentado.
Un rápido puntapié al primer hombre lo dejó retorciéndose como un
pescado. El otro salteador volvió a levantarse, pero Russell se giró y le
lanzó otro puñetazo a la cara que lo dejó tendido, inconsciente.
Rosamunde miraba, boquiabierta. Sabía que Russell era fuerte y
capaz, pero nunca había visto algo así.
—Vámonos antes de que venga alguien más —le ordenó él al
cochero; tras un último puntapié al primer hombre, se volvió hacia
Rosamunde.
Le ofreció una mano y ella deslizó sus dedos entre los de él,
sintiendo su calor a través de los guantes. Antes de que pudiera dar un paso,
Russell la levantó en brazos y la llevó al carruaje.
—Quizás tengan amigos —lo escuchó decirle al cochero—. Dese
prisa.
Con las faldas fuera de lugar, las gafas caídas sobre la nariz y los
guantes blancos sucios, Rosamunde se quedó mirando cómo Russell subía
al carruaje y cerraba la puerta. El vehículo se puso en movimiento
enseguida, dejando atrás a los hombres heridos.
—¿Rosie, se encuentra bien?
Ella parpadeó varias veces y él se le acercó en el asiento. Colocó un
dedo bajo su barbilla y le levantó la cara para mirarla a los ojos. ¿Si estaba
bien? Qué pregunta. Nunca había visto nada tan… ¡tan emocionante!
—¿Rosie? —Le pasó el pulgar por la barbilla. —¿Me oye? ¿Se ha
hecho daño?
Ella parpadeó varias veces más.
—¡Rosamunde! —exclamó él.
—Ah. Sí. Estoy muy bien. Creo.
—Bien. —Ladeó la cabeza y le inspeccionó el mentón. —Tiene un
pequeño corte. —Russell se quitó el pañuelo del cuello y le limpió el
mentón varias veces, revelando una pequeña mancha roja. —Aunque no es
nada serio.
Ella miró la tela ensangrentada.
—En algún lado tengo un pañuelo en perfecto estado.
Los labios de Russell se curvaron.
—Pues no tengo intención de revisar su persona para encontrarlo.
—No, claro. —Ella seguía paralizada, capturada por el dedo
meñique que él mantenía bajo su barbilla. Russell la miró a los ojos.
—Parece algo aturdida.
—Bueno, pues no es descabellado, tras sufrir un ataque de
bandoleros. —Soltó un largo suspiro. —Y ni hablar de apuñalar a un
hombre.
Él sonrió.
—Estuvo usted muy bien.
No tan bien como él. Dios, cómo le gustaría poder pelear así. ¿Lo
habría aprendido en la guerra? ¿O tal vez en las calles de Londres? Su
preocupación por averiguar si Russell sabía sobre su hermano había
desaparecido y solo podía pensar era en lo absurdamente guapo y estupendo
que se lo veía ahora con el pelo despeinado, sin pañuelo al cuello y con los
puños sucios.
Algo estaba muy, muy mal con ella, pero sospechaba que en toda su
vida no se había sentido tan atraída por un hombre.
—Estuvo usted muy bien —repitió él y depositó un rápido beso en
sus labios.
Rosamunde ahogó una exclamación ante el contacto, pero solo duró
unos segundos y ella no parecía tener la energía como para atraerlo
nuevamente hacia sí y exigirle que lo convirtiera en un beso decente.
—Pero tendrá que conseguirse una nueva navaja.
—¿Mi navaja? —Al ver que Russel miraba sus faldas levantadas,
Rosamunde se apresuró a acomodárselas. —Ah, mi navaja. Bueno, pues
necesitaré una más grande para la próxima vez.
Él rió y sacudió la cabeza.
—Será mejor que no haya una próxima vez.
Rosamunde sabía que se refería a los salteadores, pero no podía
evitar pensar que también hablaba del beso. A pesar de lo breve que había
sido, deseaba que volviera a hacerlo. Y otra vez. Y otra vez. Suspiró y se
desabotonó los guantes sucios para revisar sus palmas raspadas. Era típico
de ella convertir un ataque de bandoleros en una historia romántica que
jamás existiría.
CAPÍTULO 19
El destello de luces detrás de sus ojos despertó a Russell. Con un
gemido de dolor se llevó una mano al cuello mientras se enderezaba y
miraba hacia fuera. Entornó los ojos ante la luz de las farolas que pasaban y
dedujo que habían llegado a Bath. Cuando vio el gran salón de bombas,
conocido como el Pump Room, supo que estaba en lo cierto. Movió la
cabeza a un lado y al otro para aflojar la tensión de haber dormido
incómodo en el carruaje y bajó la mirada hacia Rosamunde.
Sacudió ligeramente la cabeza. Las gafas le colgaban de uno de los
dedos enguantados y tenía la cabeza caída contra el hombro de él. La
penumbra del carruaje y la tenue luz exterior no le permitían distinguir sus
pecas, pero como siempre, lo provocaban con su presencia, sobre todo
mientras ella estaba dormida. Lo hacían desear pasarle un dedo por la nariz
y luego besar cada una de las pecas, ahora que no llevaba las gafas.
Le quitó las gafas de la mano, las plegó con cuidado y las guardó en
el bolsillo de su chaleco. Cualquier otra mujer se inquietaría por tener que
viajar dos días hasta Bath tras un incidente de esa naturaleza, pero no
Rosamunde.
No, la condenada mujer solo quería hablar de conseguir un cuchillo
más grande o de si necesitaba practicar sus tiros con arco. No se podía
negar que estaba completamente desquiciada.
Y a él le encantaba.
Observó los edificios que pasaban, grandes monolitos de piedra de
idéntico aspecto. Había estado en Bath varias veces por trabajo, pero nunca
por placer.
No era que ahora estuviera allí por placer, se recordó. No había nada
de placer en esa situación, nada en absoluto. Ayudar a Rosamunde era
trabajo. Al fin y al cabo le estaban pagando muy bien por buscar a su tío.
El carruaje se detuvo afuera de una casa alta en una de las calles
más elegantes. Un pequeño jardín delantero, rebosante de flores, estaba
protegido de la acera de piedra por una cerca. Pero no había luz detrás de
ninguna de las ventanas. Frunció el ceño. Con el tamaño de la familia de
Rosamunde, habían esperado que al menos dos o tres parientes estuvieran
allí.
Ella despertó, parpadeó varias veces y se frotó los ojos.
—Ah. —Se enderezó y se inclinó hacia delante para buscar entre los
pies de ambos. —Mis gafas.
Él las sacó de su bolsillo, desplegó las patillas, y las colocó sobre la
nariz de ella. Rosamunde lo miró, soñolienta, con el ceño ligeramente
fruncido.
—Ah.
Él se maldijo internamente. Podría habérselas entregado. ¿No habría
sido lo más fácil? Pero no. Claro que no había podido resistir la oportunidad
de tocarla, aun si solo fuera rozarle el cabello.
De la misma manera en que no había podido resistirse a darle un
rápido beso en los labios tras el encuentro con los salteadores. Había sido
un milagro que no la hubiera apretado contra sí y le hubiera besado cada
centímetro del cuerpo, incluso los muslos donde había ocultado esa estúpida
navaja. Le habían dado varios golpes en las costillas y le dolían, pero en
aquel momento casi no los había sentido. Su única preocupación había la
seguridad de Rosamunde.
—Hemos llegado —murmuró ella, inclinándose por encima de él
para mirar la casa. Frunció el ceño. —¿Dónde están todos?
—¿Durmiendo, quizás?
—¿Qué hora es?
Russell sacó su reloj de bolsillo y lo giró hacia la luz de la farola.
—Las ocho y veinte.
Ella negó con la cabeza.
—No se acuestan tan temprano. Además, los sirvientes seguirían
despiertos.
El cochero abrió la puerta; Russell descendió primero y luego le
ofreció una mano a Rosamunde.
—Iré a echar un vistazo —dijo—. No descargue el equipaje —le
indicó al señor Wimpole—. Todavía no, al menos.
—¿Necesita que vaya con usted? —sugirió el señor Wimpole.
—No cree que sea peligroso ¿verdad? —Los ojos de Rosamunde se
agrandaron. —¿Tendrá esto algo que ver con la desaparición del tío Albert?
—No sabría decirle. —Russell hizo un ademán hacia el señor
Wimpole. —Quédese aquí con Lady Rothmere —le indicó. Abrió la mano.
—¿Tiene una llave?
Ella asintió y buscó dentro de su pequeño bolso.
—Desearía tener mi navaja.
Russell sacudió la cabeza, suspiró y se dirigió hacia la casa,
cuidándose de permanecer en las sombras. Giró la llave en la cerradura y
abrió la puerta lentamente, preparándose para un ataque. La casa parecía
vacía y a medida que avanzó por los salones, comprendió que no se trataba
de ninguna trama nefasta, sino que simplemente, nadie de la familia de
Rosamunde estaba en Bath, por lo que no se necesitaban sirvientes. Los
muebles estaban cubiertos con sábanas y las persianas estaban cerradas.
Revisó cada una de las estancias antes de volver a salir.
—Parecería que no hay nadie.
—Cielos. —Rosamunde se mordió el labio inferior. —Mamá estaba
segura de que el tío Barnaby, al menos, estaría aquí.
—Podríamos alojarnos en una de las posadas —sugirió Russell—.
Tenía intención de buscarme una habitación en el Crown and Rose. Es un
establecimiento respetable.
Ella frunció la nariz.
—Me parece una tontería, cuando tenemos una casa muy cómoda.
—Levantó la mirada hacia la casa. —No, nos quedaremos aquí —dijo con
firmeza.
—No puedo hacer de doncella —dijo el señor Wimpole entre
dientes, mientras descargaba el equipaje—. Y no sé cocinar.
—Debería haber traído a la señora Lambert conmigo, pero no ha
estado bien y creí que el tío Barnaby tendría a su personal aquí.
—No me parece bien que se aloje aquí sola. —Russell la siguió
hasta el salón vacío y la observó encender una lámpara y abrir las
persianas. —Si se sabe que no hay nadie más, podría ser peligroso.
—Tengo al señor Wimpole.
Él miró hacia atrás; el cochero estaba descargando lentamente el
equipaje.
—El señor Wimpole apenas si puede bajarse del carruaje, mucho
menos protegerla.
—Soy perfectamente capaz de cuidarme sola. —Encendió varias
velas, lo que entibió el fresco salón decorado en tonos de azul.
—¿Aun sin sirvientes?
—Sobre todo sin sirvientes —declaró ella—. Uno debería estar
preparado para cualquier circunstancia y para poder depender solamente de
sí mismo.
Russell no pudo menos que sonreír. Por supuesto que ella iba a creer
que podía cuidarse sola. Dios, si existía una forma de demostrar cuán
diferentes eran sus mundos, sin duda era esta. Ella seguramente ni siquiera
sabría desabotonarse el vestido, mientras que él había sobrevivido solo
desde los cinco años.
Russell soltó un suspiro.
—Me alojaré aquí con usted.
Ella sonrió y él no pudo menos que preguntarse si no habría caído
en una trampa de alguna clase.

En fin, Rosamunde no había planeado las cosas así, pero no podía


quejarse de cómo habían resultado. Era mucho más lógico que Russell se
quedara con ella. De más estaba decir que no le agradaba la idea de estar
sola en la enorme casa, a pesar de lo que había dicho sobre cuidarse sola.
No era una mentira. Podía hacerlo, estaba segura. Había cultivado
muchas habilidades en caso de que alguna vez las necesitara.
Cuando terminó de llevar el equipaje, el señor Wimpole sacó un
pañuelo y se secó la frente.
—Todo listo, miladi, pero no me atrevo a desempacar por usted.
Tengo poca idea de cómo… eh… manejar las prendas de una dama.
Debería haber traído a su doncella —murmuró.
—Gracias, señor Wimpole.
—Ubicaré los caballos en los establos y me retiraré enseguida.
—¿No desea comer antes de retirarse?
Él sacudió la cabeza enérgicamente, con los ojos muy abiertos.
—No sé cocinar y ciertamente no quisiera que usted o el señor
Russell me atendieran, miladi. —Volvió a negar con la cabeza. —Ni
pensarlo.
Rosamunde sospechaba que tenía menos que ver con la etiqueta y
más con sus dudas acerca de las habilidades culinarias de ambos.
—Pero…
—Compraré un pastel en la taberna de la esquina. —Señaló con el
pulgar. —Me ha dado antojo de un pastel de carne y patata.
—Si está seguro…
—Oh, sí, miladi. Totalmente seguro. —El señor Wimpole salió
apresuradamente de la casa y cerró la puerta tras de sí.
Ella se quedó mirando la puerta un instante.
—Parece que el señor Wimpole no confía en que podamos
alimentarlo —le dijo a Russell cuando él bajó nuevamente las escaleras,
después de dejar las maletas en las habitaciones.
Él arqueó una ceja.
—¿Debería confiar en nosotros?
—Sé cocinar.
La ceja se arqueó aún más.
—De verdad —insistió Rosamunde—. He practicado muchas veces.
—Dudo que haya mucho para comer aquí, pero puedo preparar algo.
—¿Usted también sabe cocinar?
—¿Duda de mí?
Después de lo que había visto el día anterior con los bandidos,
Rosamunde no creía que pudiera dudar de él alguna vez. Si Russell
cocinaba tan bien como peleaba, no tendrían problemas.
—En absoluto.
—Veamos qué tenemos. —Russell se palmeó el estómago. —Estoy
famélico. O… bueno, siempre podemos encontrar habitaciones en una
posada.
—No, deberíamos quedarnos aquí. Tal vez si el tío Albert está en la
ciudad, vendrá a la casa.
Él encogió los hombros.
—Guíeme hacia la cocina.
Bajaron las escaleras y Russell encendió algunas velas y la lámpara
grande sobre la mesa en el centro de la estancia. Ella buscó dentro de la
despensa y frunció el ceño.
—No hay mucho, aunque parece que ha quedado un poco de carne
seca y algunos vegetales. —Sacó una zanahoria marchita.
—Abundante miel y mermelada. —Levantó unos frascos de uno de
los armarios.
—Podríamos hacer un pastel.
—¿Un pastel? —repitió él.
—Bueno, tenemos bastante harina. Servirá para el postre e incluso
podemos hacer algunos bollos si hay mantequilla.
—La hay. —Russell se acercó por detrás de ella y señaló el tarro de
mantequilla. —Y podemos hacer una especie de guiso.
Ella se giró y sonrió.
—¿Ve? Podemos tener una comida bastante aceptable.
Él la observó durante unos momentos y Rosamunde se dio cuenta de
lo cerca que estaban. Un solo paso atrás y estaría entre sus brazos. Eso es,
si él la abrazara. Lo cual no iba a hacer. Lo más probable es que ella
chocara con él y él simplemente pensara que era torpe en lugar de
romántica.
Russell carraspeó y se apartó.
—Será mejor que comencemos.
Pues no podía dejarlo más en claro. No quería nada romántico con
ella y sería bueno que lo recordara.
—Sí, claro. —Se volvió par que él no pudiera ver sus mejillas
sonrojadas y fue a reunir todos los ingredientes.
Russell se puso manos a la obra con el guiso de verduras mientras
ella preparaba los ingredientes para el pastel con mermelada. Para cuando
lo puso en el horno, el guiso estaba bastante avanzado. Rosamunde inhaló
profundamente.
—Eso huele divino.
—En el ejército aprendí algunas cosas sobre cocinar con pocos
ingredientes.
—Me lo puedo imaginar.
—El pastel también huele excelente. —Su estómago gruñó. —
Realmente excelente.
Ella se apoyó contra la mesa.
—Cuando era niña, solía escabullirme a la cocina y obligar a las
criadas a dejarme ayudar. Estaba decidida a saber cómo alimentarme si
alguna vez lo necesitaba.
Él esbozó una pequeña sonrisa.
—¿Por qué pensaba que lo necesitaría?
—Bueno, siempre tuve la intención de escapar.
—¿De escapar?
—Quiero mucho a mi familia, pero crecer con ellos fue… intenso.
Siempre quise huir, aunque más no fuera a una remota isla escocesa, y
valerme por mi misma. —Encogió un hombro. —Sabía que tendría que ser
capaz de cocinar para alimentarme.
—Creo que echaría de menos a su familia.
—Es probable, pero eso no significa que no desee tomarme un
descanso ocasional de ellos. Los ha conocido, al fin y al cabo. Apostaría a
que estaba agradecido por solo haber tenido que pasar una simple velada
con ellos.
—Me resultaron interesantes.
Rosamunde se quedó mirándolo.
—¿Interesantes o espantosos?
—No, interesantes. Nunca había visto una familia así. En realidad,
ninguna familia, pero sé que no todas en todas las familias hay tanto cariño.
Sus tías, tíos y primos, todos realmente quieren pasar tiempo juntos. Es
bastante notable.
—Supongo que sí. —Rosamunde sacudió la cabeza. Nunca había
pensado en ellos como algo notable. Por lo general le parecían simplemente
demasiado ruidosos y entrometidos. Pero verlos a través de los ojos de
Russell la hacía apreciarlos aún más. Al menos siempre tenía a alguien a
quien acudir. Lo que le recordó… tenía que averiguar qué sabía él sobre su
linaje.
—Russell…
Él se volvió y removió la olla.
—Parece que el guiso está listo. Los cuencos están allí. —Asintió en
dirección al aparador.
Rosamunde abrió la boca y luego la cerró. Por lo visto, la
conversación había terminado. Qué lástima, especialmente cuando estaba a
punto de averiguar más sobre él.
Y vaya si quería saber más.
Aun así, tenían tiempo. Si el tío Albert no estaba aquí, tendrían que
buscarlo y casi deseaba que no fuera fácil de encontrar, solo para poder
pasar más tiempo con Russell.
—Lo siento, tío Albert —musitó.
—¿Perdón?
—Solo decía que huele delicioso —dijo, sonriendo, mientras le
entregaba un cuenco.
Sus dedos se rozaron y una oleada de sensaciones le subió por el
brazo. Exhaló lentamente. Mantener la cabeza fría con este hombre iba a ser
más difícil que nunca, pero no tenía voluntad de que todo esto terminara.
CAPÍTULO 20
—Entonces, pensé que podríamos…
Russell se giró abruptamente al oír la voz de Rosamunde. Sus ojos
se abrieron de par en par y quedó boquiabierto. Murmuró una rápida
maldición, mientras apretaba la toalla alrededor de su cadera. Ella lo miró
de hito en hito.
—Yo… ehh… —Ella se sonrojó, pero no se movió.
—Rosamunde —dijo él, y la palabra salió como un gruñido de
advertencia.
Necesitaba irse. Ahora mismo. Antes de que ambos se sintieran
extremadamente incómodos.
Porque, demonios, ella estaba demasiado bonita esta mañana. Los
rayos matutinos que se colaban por entre las cortinas iluminaban su piel y el
profundo tono púrpura del vestido ligeramente arrugado que llevaba. El
escote alto resaltaba sus curvas.
Demonios, ¿a quién quería engañar? No era solo cómo lucía esta
mañana lo que le resultaba tan atractivo. Anoche, todo el asunto de cocinar,
compartir el guiso y el pastel con ella… algo había despertado dentro de él.
Tal vez incluso lo había ablandado. Seguía siendo tan hermosa y tentadora
como siempre, pero él se sentía más débil, como si ella hubiera abierto un
agujero en sus costillas magulladas y se estuviera abriendo camino dentro
de él.
—No me di cuenta de que estuviera herido —susurró ella, mirando
los moratones de su torso.
Él encogió los hombros y se pasó una mano por el pelo húmedo.
—No duele —mintió.
Las costillas le latían y el dolor lo había mantenido despierto, pero
no era nada comparado con el angustioso deseo que ella provocaba en su
interior. Rosamunde se recuperó y acortó la distancia entre ambos. Él apretó
los dientes, deseando poder gritarle, decirle que se fuera, pero de alguna
manera, la mujer tenía un poder sobre él que no podía negar. Hasta le
permitió que apoyara un dedo en sus costillas para examinar los moratones.
Inspiró entre dientes.
—Perdóneme. ¿Le duele? —Su mirada se encontró con la de ella,
abierta y cautelosa, pero demasiado bella.
Sí, le dolía. En todos los sentidos. Desearla lo lastimaba de muchas
maneras. Física y también mentalmente. No podía desearla, no debía
desearla. No tenía nada que ofrecerle. Ella no necesitaba su dinero y para
ser franco, apenas si necesitaba su ayuda. Los moratones no estaban solo en
el exterior, sino también en su interior. No tenía idea de cómo ser alguien en
quien se podía confiar, mucho menos de cómo darle a alguien como
Rosamunde todo lo que necesitaba. Ella venía de una familia bulliciosa,
animada y cariñosa y él simplemente no podía estar a la altura de eso.
—Estoy bien —dijo con voz tensa.
Ella presionó la mano contra su costado y él soltó un ligero gemido.
—Sus costillas podrían estar fracturadas —dijo, ahogando una
exclamación.
—No están fracturadas.
—Déjeme revisar.
Intentó apartarse para coger su camisa y poner fin a la situación,
pero ella lo rodeó y le bloqueó la huida.
—Solo quiero revisar el otro lado —dijo con naturalidad.
Maldición. Cerró los ojos brevemente y se rindió ante ella. Cuanto
antes le permitiera revisarlo, antes terminaría el suplicio. Russell había
aprendido rápidamente que no había manera de discutir con Rosamunde.
Ella le pasó los dedos sobre las costillas.
Él tensó el abdomen y se obligó a concentrarse en un punto del tapiz
donde los pájaros revoloteaban sobre las ramas de un árbol.
—¿Le duele aquí? —preguntó ella.
—No —mintió.
Estar cerca de ella lo estaba matando. Cocinar con ella, vivir como
si estuvieran prácticamente casados, estaba dejándolo sin ninguna de las
barreras que había construido. Rosamunde las destruía a su paso, lo
impresionaba, lo hechizaba.
—Rosamunde, estoy bien, se lo prometo.
—Desearía que hubiera dicho algo. Debería haber descansado. —
Levantó la mirada hacia él. Quizá debiera tomarse el día para descansar. Yo
puedo…
—No necesito descansar.
Lo que necesitaba era mantenerse ocupado. Necesitaba poner fin a
su tiempo juntos lo más pronto posible. Mucho más tiempo con ella y no
tenía idea de en qué clase de hombre se convertiría. Ella ya ponía a prueba
su excelente autocontrol y se encontraba deseando, no, anhelando cosas que
jamás había querido antes. Más cenas con ella. Más paseos en carruaje
juntos. El aroma de ella impregnado en su ropa, la sensación de ella bajo
sus dedos.
Si no tenía cuidado, ya no se conformaría con la vida de un soltero
errante y no podía permitirse imaginar que podía haber algo más para él.
Sus circunstancias eran demasiado diferentes y nada podía convencerlo de
lo contrario.
—Tiene un tatuaje. —Rosamunde siguió el descolorido diseño con
la yema de un dedo y los ojos muy abiertos.
—Una juventud desperdiciada.
—Tiene muchas cicatrices —murmuró ella. Su dedo seguía el rastro
por su costado.
—La guerra —murmuró él estremeciéndose ante el contacto.
—Tengo una similar —dijo Rosamunde.
Él levantó una ceja.
—Dudo que la hayan herido con la punta de una bayoneta.
—Bueno, no, pero fue con una espada.
Él negó con la cabeza, sin poder reprimir una sonrisa.
—Por supuesto.
—Desafié a mi primo Joseph a una pelea cuando tenía doce años.
—¿Y él ganó?
—De ninguna manera. —Frunció el ceño. —Se burló de mí,
diciendo que no sabía pelear sucio, así que lo golpeé. Mientras él, su espada
me cortó el costado. —Señaló sus costillas. —Dudo que haya sido tan
profundo como el suyo, sin embargo. —Suspiró. —Nunca me permitieron
acercarme al armero de nuevo.
—Bien hecho.
Ella se llevó un dedo a la clavícula.
—También tengo una aquí.
—Déjeme adivinar, desafió a alguien a duelo.
Rosamunde sonrió y negó con la cabeza.
—Nada emocionante. Me caí de un árbol y me ensarté en una rama.
—¿Se ensartó? Santo Dios, mujer.
Ella rió y se aflojó la pañoleta para tirar del cuello de su vestido.
—¿Ve? Va de adelante hacia atrás.
Él tocó la cicatriz arrugada y luego la hizo girar para ver el otro
extremo.
—Cristo. Apuesto a que dolió.
Ella asintió.
—Mucho más que la espada, sobre todo cuando tuvieron que sacar
la rama.
—Tuvo suerte de no morir por infección.
—Tuve suerte de que no tocara nada importante. Y de que mi madre
no me encerrara dentro de la casa para siempre.
Él la miró.
—¿Cómo es que una damisela bien educada se encontraba trepando
árboles y desafiando a primos a peleas con espadas?
—Era más emocionante que bordar o tocar el piano, supongo. —
Suspiró. —Siempre quise más, en realidad.
Se movió ligeramente y él se dio cuenta de que sus dedos se habían
demorado sobre su piel. Apartó la mano rápidamente. Pero no lo
suficientemente rápido.

Siempre había querido más, sí. Y ahora quería más, bueno… a


Russell. Quería que sus dedos la tocaran, quería que siguiera mirándola así.
La mirada de él bajó a su hombro, luego subió a sus labios, luego se detuvo
en sus ojos. Sintió que se le cerraba el pecho y la habitación se llenaba de
una curiosa y densa espesura. Sentía la piel electrizada allí donde él la había
tocado.
Rosamunde bajó la mirada al pecho de él, a las cicatrices que
marcaban su abdomen firme. Un pequeño sendero de vello bajaba hasta su
ropa interior. Sus dedos temblaban, llamados a seguirlo. Solo momentos
antes había tocado su cuerpo, sintiendo su piel cálida. Necesitaba tocarlo
más. Lentamente, extendió la mano y aterrizó en una pequeña cicatriz
blanca no muy lejos de su cadera. Él inspiró bruscamente y ella vio que sus
músculos se tensaban.
—¿Y esta cómo se la hizo? —preguntó en voz baja.
—En una pelea con cuchillos.
—¿Y esta? —Se movió a una pequeña cicatriz redonda que cubría
su corazón.
—Cuando era niño. No recuerdo cómo.
Ella apretó la palma contra la cicatriz. Qué horrible debió haber sido
ser un niño en las calles, luchando por sobrevivir solo. El corazón de
Russell latía con fuerza bajo su mano. Anhelaba poder quitarle el dolor, el
dolor que se reflejaba en su mirada. El dolor de las cicatrices y las
experiencias.
Russell le cubrió la mano con la suya y le apartó los dedos. .
—Rosamunde —dijo.
Una advertencia.
Bueno, ella nunca había escuchado advertencias antes y no pensaba
empezar a hacerlo ahora. Se liberó de los dedos de él y apoyó ambas manos
abiertas sobre su pecho.
—¿Sí, Russell? —murmuró, levantando la barbilla.
La mirada de él volvió a bajar y sus labios se entreabrieron. No
estaba equivocada, él quería besarla. Y ella no podía pensar en nada que
deseara más que eso.
Él bajó la cabeza rápidamente y luego se detuvo para mirarla a los
ojos. Tal vez esperaba que ella retrocediera, pero jamás había sido capaz de
rendirse y no empezaría a hacerlo ahora. Besar a Russell era una aventura
que ansiaba casi más que cualquier otra cosa, independientemente de si eran
adecuados el uno para el otro, independientemente de si él querría estar con
ella otra vez.
Sintió el aliento mentolado y tibio de Russell sobre sus labios.
Levantó más la barbilla.
Él cerró la distancia en un solo movimiento y el calor repentino de
su boca la hizo soltar un gritito. Las manos de él se curvaron alrededor de
su cintura, como si quisiera retenerla en su lugar y evitar que escapara.
Ni que ella quisiera hacerlo alguna vez. La boca de él se inclinó
sobre la suya y Rosamunde movió las manos hacia arriba para aferrarse a
sus hombros. Él presionó sus labios contra los de ella, abriéndoselos, e
introdujo la lengua en su boca. Las piernas de ella temblaban y sentía un
nudo en las entrañas. Él la sujetaba con firmeza, manteniéndola anclada, a
pesar de que ella se dejaba llevar por el beso. Rosamunde enredó su lengua
con la de él, una y otra vez, perdiéndose en las sensaciones.
La mano de él subió y le apretó un pecho a través del vestido. Ella gimió
contra su boca y reaccionó al contacto, recibiéndolo con gratitud. Él movió
los dedos hacia arriba y luego hacia abajo, presionando por debajo del
corsé. Ella ahogó una exclamación cuando los dedos de Russell se
encontraron con su pezón erecto.
—Por todos los demonios —dijo él entre dientes, apartándose para
masajear el pezón con los dedos. Inclinó la cabeza y le cubrió el seno con la
boca.
—Ah.
Los ojos de Rosamunde se agrandaron al sentir el calor y la
humedad. Ver el pelo oscuro de él contra su piel hacía que le latiera el
cuerpo entero. Abrió las manos sobre los músculos tensos de la espalda de
Russell y se ofreció a él. Él liberó su otro seno y le dedicó su atención,
murmurando palabras dulces contra su piel, palabras dulces que ella jamás
habría esperado escuchar de un hombre tan imperturbable. Hablaba de su
belleza, de que sabía deliciosa, de lo mucho que la deseaba.
Se apartó de sus senos y se puso de rodillas. Ella observó, azorada,
cómo le levantaba las faldas y lo oyó ahogar una exclamación una vez que
quedó revelada ante él. Miró en el espejo y sintió una oleada de humedad
entre las piernas al ver la imagen delante de ella. Tenía los senos al
descubierto, rosados y húmedos por los besos de él. Las faldas levantadas.
No veía a Russell en la imagen, pero sus dedos estaban en la tela del
vestido. Ella nunca había visto algo tan… tan erótico.
Él le levantó las faldas aún más y se colocó entre sus piernas.
Rosamunde sintió el calor de su aliento sobre su tierna piel. Hundió los
dedos en los hombros de él y contuvo el aliento, esperando ese primer
contacto. La lengua de él barrió su piel en un movimiento rápido y ella soltó
una exclamación.
—¡Oh, cielos! —Se aferró a él con más fuerza.
Russell emitió un ronroneo de aprecio, lo que envió temblores a
través del cuerpo de ella. Levantó una de las piernas de Rosamunde por
sobre su hombro y volvió a lamer. Ella inclinó la cabeza hacia atrás y se
aferró a él como si le fuera la vida en ello, mientras él lamía, saboreada y
mordisqueaba, moviendo la lengua en círculos alrededor de ese dulce, dulce
lugar, hasta que ella temió que se desmoronaría. Las manos de él se
curvaron sobre su trasero desnudo, manteniéndola firmemente contra su
boca mientras el placer crecía y estallaba en ella.
Tragando bocanadas de aire, cerró los ojos y esperó a que el éxtasis
se disipara mientras él lamía suavemente, extrayendo cada gota de placer de
ella. Poco a poco, se fue disipando, dejándola con la sensación de que
podría dormir durante una semana. Él se apartó, le soltó el trasero, le bajó
las faldas y finalmente se puso de pie. Se pasó una mano por la boca.
—Nadie… —Rosamunde inhaló una bocanada de aire. —Nadie
nunca me había hecho eso antes.
La mirada de él cobró esa extraña intensidad que ella no terminaba
de entender. Russell se apartó y se arrojó agua sobre la cara.
—Los caballeros probablemente no les hacen eso a sus esposas —
dijo entre dientes.
Cuando se volvió, su boca se tensó en una línea severa. Rosamunde
se levantó rápidamente el escote del vestido, sintiéndose repentinamente
expuesta.
—No soy un caballero, como recordará —dijo él.
—No… es decir…
—Estaré listo en un momento. Luego podremos continuar con
nuestra búsqueda.
Rosamunde intentó tragar el nudo que tenía en la garganta. No era
tonta. Entendía lo que él estaba intentando decirle. Se arrepentía de haberle
hecho el amor con la boca. Era una advertencia, un recordatorio de que no
se acercara demasiado a él, de que no permitiera que su imaginación se
descontrolara. Russell no la quería y eso no iba a cambiar.
CAPÍTULO 21
—¡Rosie!
Russell se detuvo en el vestíbulo de la casa y miró a la diminuta
mujer de cabello oscuro.
Ella se rió.
—Ah, decididamente no es usted Rosie, señor Russell. —Mabel
miró más allá de él.
—¿Dónde está ella?
—No sabría decirle con certeza, señorita Heston —le respondió a la
prima de Rosamunde.
La verdad era que había hecho todo lo posible para evitarla esa
mañana. No habían desayunado juntos y él se había vestido de prisa, con la
intención de investigar en Bath sin ella. Habían decidido que Rosamunde
visitaría a amigos y conocidos para averiguar si alguien había visto a Albert
o había tenido noticias de él, mientras que Russell buscaría en los clubes
para caballeros y otras zonas menos respetables.
Por lo que realmente no había necesidad de que se vieran. Soltó el
aire por la nariz. Sobre todo teniendo en cuenta que esa mañana había visto
mucho de ella, demasiado.
Mabel pasó junto a él y se dirigió al pie de las escaleras.
—¡Rosie! —llamó—. Soy Mabel, ¡estoy aquí! —Se giró. —¿Qué le
ha hecho a mi prima?
—Nada —se apresuró a responder él, tajante—. Es decir, su prima
está perfectamente bien.
Una expresión confundida cruzó por la cara de Mabel; enseguida,
sonrió:
—Solo me refería a que por lo general no se levanta tarde.
Russell maldijo mentalmente. Ninguno de los dos se había
levantado tarde. Casi deseaba haberlo hecho. Entonces, quizás, no habría
terminado con la cara bajo las faldas de ella y su lengua enterrada en…
—Bajará enseguida. —Cogió su sombrero del perchero de la
entrada. —Ahora, si me permite…
Mabel se plantó delante de él, con las manos en las caderas.
—¡Un momento! —Entornó los ojos. —¿Estáis solos aquí?
Él encogió un hombro.
—Madre mía. —Lo miró de hito en hito. —Tiene aspecto de ser un
hombre bueno y de fiar, y a mi familia le agrada. —Sus labios fruncidos se
distendieron en una sonrisa. —Y a mí también me agrada.
—Bien, ahora si me per…
—Pero… —Mabel levantó un dedo. —Siento que debo advertirle,
señor Russell, que no quiero saber de ningún comportamiento indeseable
hacia mi prima.
—¿Indeseable? —repitió él.
¿Como besarla, tocarla y saborear cada centímetro de ella, por
ejemplo? ¿Así de indeseable? Porque era demasiado tarde para deshacer su
comportamiento ahora, aun si quisiera hacerlo. Y quería hacerlo.
Absolutamente.
¿O no?
Cristo, no podía evitar pensar que se llevaría ese momento con él a
la tumba, aún si había sido un gran error. ¿Y si le había dado una mala
impresión? Era un canalla por haberla tocado de esa manera. Una vez más,
les había dejado en claro a ambos que no era otra cosa que un chico de la
calle con ropaje elegante. Al fin y al cabo, no había manera de disimular
quién era.
—Rosamunde es una mujer excelente. Inteligente y con sentido del
humor, además —dijo Mabel—. Muchos hombres desearían estar en su
lugar, señor Russell.
—Créame, yo…
Ella dio un paso hacia él y levantó la barbilla para mirarlo a los ojos.
—Quiero saber qué intenciones tiene para con mi prima.
Él miró a la diminuta mujer y reprimió un gemido. ¿Qué le pasaba a
esta familia, por qué eran tan tercos? Él podía hacerla a un lado con el solo
movimiento de un dedo, y sin embargo, ella trataba de intimidarlo.
—No tengo intenciones de ninguna clase.
—¿No tiene intenciones?
—Ninguna.
Ella negó con la cabeza.
—Pues eso no es posible. He visto la manera en que la mira.
—Es absolutamente posible, se lo aseguro.
—No.
—Sí. Señorita Heston, soy solo una persona contratada. Sé muy bien
que no hay futuro para Rosamunde y para mí.
—Ah.
No quería preguntar. No debía preguntar.
—¿Ah?
—Piensa que no es lo suficientemente bueno para ella.
—No he…
Ella encogió los hombros.
—Probablemente tenga razón. Hay pocos hombres lo
suficientemente buenos para ella. Pero pienso que usted le agrada.
—No. —No podía permitirse creerlo. Aun si le agradaba
mínimamente, no servía de nada. El abismo que los separaba bastaba para
impedir cualquier cosa que pudiera suceder entre ellos, pero si se añadía su
incapacidad para formar vínculos, estaban frente a un desastre inminente.
No quería hacer pasar a Rosamunde por algo así.
—Ella tuvo un matrimonio bastante triste, ¿sabe?
Russell asintió.
—Lo sé.
—Siempre deseé que encontrara a alguien más interesante, a alguien
que la tratara como la persona maravillosa que es. —Mabel frunció los
labios. —Podría ser usted.
—No.
—Sí.
—Rosamunde pertenece a la nobleza con título. Vuestra familia es
rica —objetó él.
—Usted también es rico. —Hizo un gesto hacia su chaleco. —Nadie
lleva esos botones a menos que tenga gran cantidad excesiva de dinero.
—Podría estar endeudado.
—¿Un hombre como usted? No, de ninguna manera. —Lo miró a
los ojos. —Es usted un hombre que parece mantener muy bien el control de
sí mismo. Lo sé porque mi padre es similar. Dudo de que alguna vez haya
tenido una sola deuda.
Santo Dios, ¿quién era esta mujer? Ciertamente había subestimado a
la prima de Rosamunde. Por lo visto, una personalidad muy astuta se
ocultaba detrás de la risa fácil y la sonrisa encantadora.
Ella movió una mano.
—En cualquier caso, todo se reduce a esto. —Lo señaló con el dedo.
—Rosamunde se merece toda la felicidad.
—Estoy de acuerdo.
—Bien, entonces también estará de acuerdo conmigo en que nunca,
jamás le hará daño.
Él parpadeó.
—¿Está usted… amenazándome, señorita Heston?
Ella soltó una risa.
—Sí, creo que sí.
Él inspiró lentamente.
—Bien, pues puedo asegurarle que jamás le haré daño a
Rosamunde.
Ella aflojó los hombros.
—Qué bien. —Le palmeó el brazo. —Porque usted me agrada,
señor Russell, de verdad. Pero debe entender que Rosie es como una
hermana para mí y se merece todo.
—Coincido.
—Excelente. —Le dedicó una amplia sonrisa. —Me alegro mucho
de haber tenido esta conversación.
—Si me disculpa, señorita Heston. —Russell se puso el sombrero, y
con una inclinación de cabeza, se marchó rápidamente antes de que ella
pudiera seguir lanzando amenazas.
Que, además, eran completamente innecesarias. No le haría daño a
Rosamunde porque no se pondría en posición de poder hacerlo. Lo único
que debía hacer era asegurarse de que nunca volviera a tocarla. No podía
ser difícil, ¿verdad?

El golpe de la puerta principal al cerrarse retumbó por la casa.


Rosamunde bajó a toda prisa las escaleras y se detuvo en el último escalón,
sin aliento.
—Mabel, ¿qué haces aquí? —Miró la puerta cerrada. —¿Russell se
ha marchado?
Mabel asintió.
—De manera muy abrupta, debo decir. ¿Qué le has hecho a ese
hombre?
—¿Qué le he hecho? No lo he visto desde… —El calor le subió por
las mejillas y se interrumpió. —¿Qué haces aquí? —repitió.
—Mamá se enteró de que vendrías a Bath y decidió que también
teníamos que venir. Quiere ver telas para la boda mientras estamos aquí,
pero yo pienso que hay suficiente selección en Londres. —Frunció la nariz.
—Espero que Mamá no elija algo demasiado anticuado.
Rosamunde miró a su prima, luego a la puerta cerrada. No sabía qué
le habría dicho a Russell si lo hubiera visto. La había estado evitando desde
su… encuentro de esa mañana, pero ella había tenido esperanzas de que al
menos hablarían de sus planes para el día.
Y de que tal vez tendría oportunidad de evaluar cómo estaba él
después de… su tiempo juntos.
Seguramente temía que ella se comportara como una debutante
enamoradiza que nunca antes había sentido la caricia de un hombre.
Pues, debía admitir que no era una descripción completamente
inadecuada. Ella no era una debutante, ni tampoco enamoradiza, pero nunca
antes un hombre la había tocado allí con su lengua, por el amor de Dios.
Aun ahora, sentía el ardor de la corriente de placer dentro de ella,
quemándole las entrañas y haciéndole subir el calor a la cara.
—¿Rosamunde?
Centró su atención en Mabel.
—¿Sí?
—Estuve preguntando si vosotros dos estabais solos aquí.
—Pues…
—Cielos, no puedo esperar a estar casada. Estar comprometida
ciertamente me ha dado algo más de libertad, pero una vez que esté
casada… —Sonrió. —podré ir a cualquier parte y hacer lo que desee.
—No estoy segura de que Hugh vaya a querer perderte de vista.
Mabel apretó las manos.
—Bueno, eso es cierto. Está muy apegado a mí y no le agradaba que
viniera a Bath unos días, pero dije que me necesitabas y ya sabes la estima
en que te tiene.
—Estoy perfectamente bien.
—Rosie, estas sola con el señor Russell. Pienso que hasta tu madre
se escandalizaría un poco.
—Pues no esperaba estar sola y sabes que la señora Lambert no está
bien de salud. No me parecía bien traerla cuando esperaba que hubiera
miembros de la familia aquí.
Mabel frunció la nariz.
—Me pareció que el tío Barnaby habló de que vendría a Bath. Está
haciendo demasiado calor en Londres. ¿Me pregunto dónde estarán?
Rosamunde se encogió de hombros.
—Tal vez estén con amigos. Ya lo averiguaré. Llegamos anoche.
—Pues ya estoy aquí para asegurarme de que no suceda nada
inadecuado. —Mabel tomó a Rosamunde del brazo y la acercó a ella. —Es
decir, a menos que desees que no esté aquí —dijo, y sus labios se curvaron
en una sonrisa.
—¿Pero por qué desearía eso? —dijo Rosamunde con gran esfuerzo,
sintiendo que se le atascaban las palabras en la garganta.
—Porque el señor Russell es apuesto y se preocupa por ti.
Rosamunde negó con la cabeza.
—Está aquí por el dinero.
—Está aquí por ti —insistió su prima.
Señor, cómo se le aceleraba el corazón al escuchar esas palabras.
Pero no podía permitirse creer que fueran ciertas.
Porque no lo eran.
Por una vez en su vida, no se permitiría sentirse culpable por seguir
el sendero alocado de su imaginación. No cuando eso podía realmente
hacerle daño.
—Con suerte, encontraremos al tío Albert en Bath y entonces es
probable que nunca vuelva a ver a Russell.
—Qué triste será eso. —Mabel atrajo a Rosamunde hacia sí. —Pero
no creo que sea probable. El hombre no puede apartar los ojos de ti.
—No veo cómo eso pueda ser verdad. ¡Ni siquiera está aquí!
—Lo vi en la cena. Además, cuando habla de ti, adquiere una
expresión extraña. Sus ojos se vuelven oscuros y misteriosos.
—Él es oscuro y misterioso. —Rosamunde suspiró. —Y créeme, le
gusta ser así.
Girándose para mirarla, Mabel retiró su mano y sujetó los brazos de
Rosamunde.
—El señor Russell es muchas cosas pero también está
completamente cautivado por ti.
—No.
—Lo está —insistió Mabel.
—No puedo permitirme creer eso, Mabel.
Ella le sonrió con dulzura.
—¿Por qué?
—Porque… —Soltó un suspiro. —Porque podría gustarme
demasiado.
—¿Cómo puede estar mal creer que un hombre te adore?
—No lo conoces, Mabel. Es un hombre acostumbrado a estar solo.
No quiere una amante en su vida y mucho menos a alguien como yo,
alguien que no puede evitar pasar la mayor parte de sus horas soñando
despierta. —Se mordió el labio inferior. —¿Y si sueño que está enamorado
de mí y quiere más?
—¿Y si él realmente quiere más?
Rosamunde le dirigió una mirada intensa.
—Ahora estás empezando a soñar como yo.
—Siempre supe que me casaría con un hombre dulce y tendría hijos,
pero también siempre supe que tú estabas destinada a algo más, lo
presentía. Incluso después de tu matrimonio con el vizconde, esperaba a ver
qué vendría después. Tal vez algún príncipe exótico de tierras lejanas te
llevaría lejos…
—Mabel —le advirtió Rosamunde.
—Pero ahora vero que es un atrevido secuestrador que te mira como
si fueras un tesoro excepcional.
—Mabel…
—Y no se equivoca. Nadie es como tú, Rosie, y sería un tonto en
dejarte escapar.
—Eso simplemente no es cierto.
—Sí que lo es. Es por eso que tu madre lo aceptó con tanto
entusiasmo. Incluso ella vio cuán entusiasmada volviste a estar con la vida
cuando comenzaste a trabajar con él.
—¿Mi madre te lo dijo?
—Escuché mientras hablaba con la tía Janey, que estaba un poco
sorprendida por su apoyo.
—Dios mío.
Mabel le apretó el brazo.
—Nunca pensé que fueras una persona temerosa, Rosie.
—No lo soy —protestó ella.
—Entonces deberías permitirte seguir este camino. Ver dónde te
lleva la aventura.
—No imaginé jamás una aventura de tal naturaleza —confesó
Rosamunde.
—Nunca antes has arriesgado tu corazón. Es la más aterradora de
las aventuras.
—¿Mi corazón? —Rosamunde frunció el ceño.
Mabel asintió con expresión sabia.
—Te estás enamorando de él.
—Ay, mi Dios. —Rosamunde se llevó una mano a la frente. ¿Acaso
podría ser cierto?
—En fin, ¿cuáles son tus planes para hoy? Salgamos a tomar aire
fresco y sol, así podremos idear cómo persuadir al esquivo señor Russell
para que nunca más te deje marchar.
—Realmente no creo que… —comenzó a decir Rosamunde.
—¡Podríamos tener una doble boda, después de todo! —exclamó su
prima.
Rosamunde cerró los ojos por un instante. Esto no ayudaría en
absoluto a mantener los pies sobre la tierra.
—Visitaremos a nuestros amigos para preguntar si alguien ha visto
al tío Albert —dijo.
—Excelente. Quizás ver a todos esos maridos aburridos te recuerde
lo maravilloso que es el señor Russell.
Rosamunde negó con la cabeza. No necesitaba que se lo recordaran.
CAPÍTULO 22

Rosamunde no lo había oído entrar en la cocina o lo estaba


ignorando deliberadamente. Russell se detuvo en el último escalón. Ella se
mantenía de espaldas a él mientras cortaba las verduras frescas; el rítmico
ruido el cuchillo que golpeaba contra la madera casi ocultaba otro sonido.
Casi, pero no del todo.
Rosamunde estaba llorando
Él inspiró con cautela y observó sus hombros. Sí, decididamente,
estaba llorando. Su cuerpo se movía en extraños espasmos, como si
estuviera tratando de contener los sollozos. Se sonó la nariz y se secó la
cara con el dorso de la mano.
Maldición. ¿Qué diablos la había hecho llorar? ¿O quién? Si lo
descubría, golpearía al sinvergüenza hasta dejarlo hecho un guiñapo.
Descendió el último escalón y ella alzó la cabeza, pero no se volvió.
—¿Russell?
—Soy yo.
Se acercó lentamente a ella, como si se aproximara a un cachorro
asustado que podría escaparse en cualquier momento. Nunca antes había
visto a Rosamunde llorar. Nunca había querido verla llorar. Demonios, era
la persona más optimista que había conocido en su vida. Era difícil
imaginar qué podría haber causado tanta angustia y no podía decir que fuera
experto en consolar mujeres. Ciertamente, muchas de las mujeres
secuestradas lloraban por diversos motivos, y él dejaba que Nash y Grace se
encargaran de consolarlas. Pero tenía que intentarlo con Rosamunde.
—¿Ha podido averiguar algo? —preguntó ella, inspirando una gran
bocanada de aire.
—No.
—Ah. —Un sollozo escapó de sus labios.
—Rosie —dijo él, y apoyó una mano sobre su hombro. Ella no se
giró. —¿Rosie, qué ocurre?
—Nada —sollozó ella—. Nada en absoluto. Soy una tonta.
—No me importa si es una tontería. No quiero verla llorar.
Ella dejó el cuchillo en la mesa y movió una mano, manteniendo
gacha la cabeza.
—Entonces quizás debería esperar arriba. Yo llevaré la cena.
—No. —La tomó de los hombros y la hizo girar. Con un dedo bajo
la barbilla, le levantó el rostro. Su corazón dio un vuelco doloroso al ver sus
ojos hinchados y las huellas de lágrimas en su cara. Había estado llorando
durante un buen rato. —Rosie —dijo suavemente—, ¿qué pasa?
Sus ojos húmedos se encontraron con los de él; Rosamunde se
mordió el labio inferior. La sujetó firmemente de los brazos por si intentaba
apartarse. Fuera lo que fuera lo que le sucedía, no tenía intenciones de
dejarla sufrir sola.
Finalmente, ella inspiró profundamente.
—Solo estoy… cansada.
—¿Cansada?
—De no descubrir nada. De no saber dónde está tío Albert. —Dejó
caer la cabeza sobre el pecho de él. —¿Y si le han hecho daño, Russell? ¿O
si está muerto? No sé si puedo soportar esta incertidumbre.
Él la abrazó con fuerza, envolviéndola por completo en sus brazos y
acunándola contra su cuerpo.
—Lo encontraremos —prometió—. Lo juro.
—No puedo creer que todavía no hayamos encontrado nada. Que
nadie parezca saber nada. —Su voz se quebró. —Y que yo sea la única a la
que le importa. .
—No es la única a la que le importa. —La apartó ligeramente y le
sujetó el rostro para mirarla a los ojos. —A mí me importa. Y lo
encontraremos. —Le ofreció una leve sonrisa. —No hago promesas a la
ligera, debería saberlo ya, pero lo encontraremos.
—Pero…¿y si no es así? —. Su barbilla tembló.
Dios, lo único que él quería era que todo se solucionara. Encontrar a
su tío Albert y asegurarse de que ella nunca volviera a llorar. Si tenía que
recorrer toda Inglaterra para encontrar al hombre, lo haría. Cualquier cosa
por ella.
—Lo encontraremos —le aseguró; le quitó las gafas, las hizo a un
lado y le pasó el pulgar por la mejilla húmeda. —Rosie, lo encontraremos.
Ella inspiró profundo y le sostuvo la mirada. Él continuó
acariciándole el rostro, enjugando sus lágrimas y capturando las nuevas.
Tenía que arreglar la situación. De cualquier manera que pudiera. Bajó la
mirada a sus labios y su respiración se tornó pesada, sintió calor en su piel.
Bajó la cabeza.
Los labios de ella salieron a su encuentro y él obtuvo el permiso que
necesitaba. Sus labios se encontraron en un choque abrupto y apasionado y
el calor en su interior alcanzó el punto de ebullición. Ella jadeó y Russell
gruñó ante el contacto. Profundizó el beso, sin darle oportunidad de
retroceder. No era que ella tuviera aspecto de querer hacerlo. Sus dedos se
cerraron alrededor del cuello de él, atrayéndolo lo más cerca posible.
—Oh, Russell —gimió contra la boca de él.
—Cristo —dijo él entre dientes y utilizó ambas manos para darle
ángulo a la barbilla de ella, de manera tal que pudiera besarla una y otra
vez. Sus lenguas se entrelazaron y él exploró cada rincón de sus labios, de
su boca. El deseo lo consumía. El corazón le latía contra el pecho y su
cuerpo palpitaba con un anhelo doloroso.
Movió los labios hacia la comisura de la boca de ella y luego,
cuando descendió, la sintió estremecerse. Le besó la piel suave de la mejilla
y el cuello. Ella soltó un gemido cuando la mordisqueó suavemente. Se
aferró a sus brazos y hundió los dedos en la carne de él para atraerlo más
cerca. Russell se apartó por un instante para mirarla a los ojos y asegurarse
de que estuviera tan perdida en esa hoguera como él.
—Russell —suplicó ella.
Él ya no tenía dudas. La cogió de la cintura y la aplastó contra él,
luego la empujó contra la mesa y volvió a besarla, sintiendo el calor de los
labios de ella contra los suyos. Con un solo movimiento rápido, la subió a la
mesa y ella enredó las piernas alrededor de su cadera, acercándolo más.
Con un gemido, él presionó su palpitante virilidad contra ella mientras la
besaba profundamente, sintiendo que nunca sería suficiente. Nunca se
cansaría de saborearla, nunca se cansaría de acariciarla.
Necesitaba más.
—Santo Dios —dijo Russell entre dientes; se apartó y le tomó la
cara entre las manos. —¿Qué me estás haciendo?
—Lo mismo que me estás haciendo tú a mí, sospecho —respondió
ella, jadeante.
Rosamunde sentía que su cuerpo palpitaba entero, desde los labios
hinchados a la piel que le había mordisqueado hasta el ardor entre sus
muslos. Casi no podía respirar, mucho menos comprender lo que sucedía.
Un minuto antes había estado preocupada por el tío Albert y al siguiente,
Russell la estaba besando como si hubiera perdido la razón.
Lo aferró de los brazos don más fuerza y lo volvió a atraer hacia
ella. Entrelazando los tobillos alrededor de su cintura, se posicionó en
ángulo para sentir la tibia dureza de él contra su cuerpo. Él emitió un sonido
ahogado y se meció contra ella, enviando sensaciones pulsantes por todo su
cuerpo.
—Ah.
—Eres tan hermosa —murmuró él—. Estas pecas me llevan al
borde de la locura. Le besó la nariz, luego la mejilla y los labios,
sumergiéndose otra vez en su boca.
¿Pecas? ¿De qué hablaba? ¿Cómo unas pecas podían enloquecer a
un hombre? Pero Rosamunde ni siquiera tenía la voluntad de preguntar. Él
se apretaba contra ella; cerró los ojos y se entregó a las sensaciones
maravillosas. Ninguna de sus fantasías más alocadas la había llevado allí, a
que él la tomara en sus brazos musculosos sobre la mesa de la cocina, entre
tantos lugares posibles. A escuchar esos cumplidos en sus roncos susurros.
A que la besara como nunca la habían besado en su vida.
—Tu cuerpo, Rosie. —No he podido pensar en otra cosa. Y en tu
boca. Y en besarte.
Para ser un hombre taciturno, ciertamente tenía mucho para decir. Y
aunque Rosamunde no podía negar que esos cumplidos la entibiaban por
dentro y por fuera, no los necesitaba en ese momento. Lo único que deseaba
era a él. Abrió los ojos y subió las manos hasta los hombros de Russell.
—Menos palabras, más acción.
Un destello de diversión brilló en los ojos de él.
—Lo que digas.
Por supuesto, Russell era un hombre de acción así que no debería
haber esperado de él otra cosa que perfección. La apretó contra él para que
pudiera sentir cada centímetro de su cuerpo tenso contra el suyo. Sus senos
presionaban dolorosamente contra el corsé y la tela le raspaba los pezones.
Sentía humedad entre las piernas. La erección de él pulsaba contra sus
piernas, apretándose contra la gruesa tela de sus faldas.
Russell murmuró entre dientes y le levantó las faldas; sus manos se
curvaron por sus muslos y se cerraron alrededor de sus nalgas. Esa nueva
posición casi le hizo perder el sentido. Prácticamente ya no los separaba
ninguna prenda y ella pudo sentir la forma de él contra su cuerpo,
suplicando liberación.
Necesitaba sentirlo. Por completo.
Rosamunde alargó el brazo y hurgó entre botones y prendas. Él soltó
una exhalación cuando los dedos de ella entraron en contacto con su carne
firme y cálida. Echó la cabeza hacia atrás por un instante, luego inspiró y la
miró a los ojos.
—Rosie… —le advirtió.
Por lo general, ella detestaba ese nombre, pero no así en boca de él.
No cuando la miraba con esa expresión oscura que había visto tantas veces.
Ahora comprendía qué había estado pensando él. Los había estado
imaginando piel contra piel, juntos, se había visualizado acariciándola. Ella
no había sido la única con locas fantasías.
—Tómame —lo instó—. Hazme tuya.
—Hacerte mía —repitió él—. Dios, es lo único que anhelo.
Sus labios se encontraron con los de ella y sus lenguas se
entrelazaron. Hundió los dedos contra las nalgas de ella, y la mantuvo allí,
justo en el punto del tortuoso placer. Su pene entró en contacto con la piel
de Rosamunde y ella soltó un gemido. ¿Cuánto más la iba a hacer esperar.
—Debería prepararte.
Ella negó con la cabeza. ¿Prepararse? No creía poder estar más lista.
—Ha pasado tiempo para ti.
Ella volvió a negar con la cabeza.
—Ahora —fue lo único que logró vocalizar.
Russell se movió ligeramente, le besó la unión del cuello con el
hombro y ella ahogó una exclamación al sentir la firme erección contra su
piel. Aferrándose a él con fuerza, lo atrajo hacia ella. Él embistió con fuerza
y Rosamunde se puso rígida; la repentina dureza la llenaba tan
profundamente que casi no podía respirar. Él también se inmovilizó,
respirando agitadamente contra los oídos de ella. Tenía los brazos tensos
bajo las manos de Rosamunde y las venas de sus antebrazos latían.
Luego se movió. Ligeramente hacia atrás, luego hacia adelante;
Rosamunde inspiró abruptamente. Él se movió hacia atrás otra vez y luego
volvió a penetrarla con fuerza. La mesa se movía debajo de Rosamunde y
golpeaba contra el suelo de baldosas al ritmo de las estocadas de Russell.
Lo único que ella podía hacer era aferrarse a él y dejar que la poseyera, que
desatara su pasión sobre ella.
Echó la cabeza hacia atrás y apretó los ojos con fuerza mientras que
el placer aumentaba con cada embestida primal. Eso no era una suave
caricia de placer. Era un contacto ardiente, penetrante que le dificultaba
distinguir donde terminaba Russell y comenzaba ella. Ciertamente no podía
escapar de él y tampoco deseaba hacerlo. Ningún mundo imaginario podía
alejarla de lo que él le estaba haciendo a su cuerpo.
El dejó escapar un gruñido y volvió a empujar, una y otra vez.
Rosamunde abrió los ojos y le sostuvo la mirada. Russell tenía gotas de
sudor en la frente y el ceño fruncido. Se inclinó hacia adelante y la besó
apasionadamente, mientras se movía con fuerza dentro de ella. No había
escapatoria de ese placer ni de las estocadas firmes de su miembro.
Rosamunde movió las manos por los brazos de él y hundió los
dedos al sentir que la envolvían las sensaciones, hasta el punto de dejarla
sin aliento y sin poder pensar. La mirada de él no se apartó de la de ella
cuando llegó el momento culminante. Rosamunde abrió la boca y soltó un
grito silencioso, al tiempo que se ponía rígida mientras la oleada de placer
la cubría.
Por fin pasó, dejando atrás una sensación cálida y electrizante. Ella
dejó caer la cabeza hacia delante y tras unas últimas estocadas fuertes,
Russell se retiró.
Él soltó un gemido y ella levantó la mirada para observar su clímax.
Él cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. La tensión en su cuerpo era
palpable. Abrió los ojos cuando se corrió sobre el muslo de ella y poco a
poco, la tensión de su cuerpo se aflojó. Una media sonrisa se dibujó en sus
labios mientras Rosamunde le masajeaba los brazos para distenderlo.
—Eres una demente —dijo él, entre dientes—. Permitiendo que te
poseyera aquí, sobre la mesa de la cocina.
—No es que lo haya planeado.
—Yo tampoco.
—Pero no me arrepiento, sin embargo.
La sonrisa de él se ensanchó.
—Yo tampoco. —dijo—. Se inclinó hacia adelante y la besó con
dulzura. —Yo tampoco.
CAPÍTULO 23
Rosamunde cargó su bolsa sobre la mesa del comedor y buscó
dentro con una mano. Mientras la miraba con una ceja arqueada, Russell
trató de reprimir una sonrisa desconcertada. También tuvo que contenerse
para mantener los brazos a los lados del cuerpo y no levantarla y ponerla
sobre la mesa para volver a hacerle el amor.
Apretó la mandíbula. Era más fácil decirlo que hacerlo. Cualquiera
habría dicho que se sentiría saciado tras una noche con Rosamunde, pero
por lo visto, no era así. La maldita mujer lo tenía obsesionado.
—¿Qué buscas? —preguntó
Ella sacó un rollo de papel y lo dejó caer sobre la mesa, sin prestar
atención a Russell. Le siguieron unas gafas de repuesto, luego varios
pañuelos, la ganzúa, y varios libros de bolsillo. Él inspeccionó los títulos.
—¿Por qué tienes un libro sobre venenos?
—Son lecturas útiles —dijo ella entre dientes, mientras miraba
dentro de la bolsa—. Y no encuentro mi cuerda por ningún lado.
—¿Cuerda? —Russell cruzó los brazos, se apoyó contra la mesa y
sacudió la cabeza.
—¿Por qué demonios necesitas una cuerda?
—No la necesito. Todavía.
—Rosie, no tengo intenciones de amarrar a nadie. —Él se acercó a
ella, le quitó la brújula que apretaba en una mano y la dejó sobre una mesa.
—Lo encontraremos —prometió.
Ella soltó un suspiro.
—Ahora ni siquiera sé por dónde empezar. Tendremos que buscar
por todo el país.
—¿Sigues teniendo su lista de lugares favoritos?
Ella asintió.
—Bueno, podemos empezar por allí.
—¡Por lo que sabemos, podría estar en Escocia!
—Entonces iremos a Escocia.
Los labios de Rosamunde se curvaron en una sonrisa.
—¿En serio?
—Iremos donde tengamos que ir hasta que encontremos a Albert —
le aseguró él.
—¿Y no te molesta venir conmigo? —preguntó ella en tono
vacilante—. Sé que no esperabas tener que ayudarme durante tanto tiempo.
Él sonrió.
—No me molesta en absoluto. —Depositó un suave beso sobre sus
labios, sin acercarse demasiado. Su autocontrol no era más que un fino
cable que amenazaba con cortarse.
Ella se apretó contra él.
—Gracias —murmuró y volvió a besarlo.
Russell habría jurado que oyó como se cortaba el cable. Su
autocontrol se desvaneció en un instante. En el momento en que los labios
de ella entraron en contacto con los suyos, la chispa se encendió; le pasó un
brazo detrás de la nuca y le rodeó el cuerpo, atrayéndola hacia él. Ella
ahogó una exclamación, permitiéndole ahondar el beso.
—Ah… —gimió, hundiendo las uñas en sus brazos.
Russell movió la boca por su cuello, dejando una huella de suaves
mordiscos. Rosamunde se estremeció y echó la cabeza hacia atrás para
darle mejor acceso.
—¡Hola! ¿Hay alguien?
Russell se apartó con violencia, dejando caer los brazos. Se volvió
cuando Mabel entró en el salón. La mirada de ella se posó en él y luego en
Rosamunde y Mabel sonrió mientras su prima se acomodaba el vestido.
—¿Interrumpo algo?
—No… —Las palabras se atascaron en la garganta de Russell.
Tosió. —En absoluto.
Mabel avanzó dentro de la estancia, con el perro debajo de un brazo.
Sacó una silla y se dejó caer sobre ella.
—Solo deseaba hablar con mi prima. —Soltó un suspiro teatral y
dejó el esponjoso perro sobre la mesa. Él olisqueó la reluciente superficie,
se detuvo junto a una botella de vino abandonada y la lamió.
Rosamunde cogió la botella y la devolvió al gabinete de bebidas.
Russell maldijo por lo bajo. No solo Mabel los había pillado alterados, sino
que también había visto la botella de vino que habían bebido juntos tras
horas de hacer el amor. Lo único que faltaba era que hubieran olvidado una
de las medias de Rosamunde colgando en algún sitio y Mabel tendría una
clara imagen de cómo habían pasado la noche.
—Mamá está hablando de llevar amarillo en la boda —se quejó
Mabel—. ¡Amarillo! —Miró a Rosamunde. —Sabe que ese color no me
gusta en absoluto.
—Creo que debería… —Russell avanzó hacia la puerta.
—Ah, señor Russell, cómo me gustaría que mi Hugh fuera como
usted. ¿Usted jamás permitiría que su prometida llevara un color que
detesta ¿no es así?
Él había conocido a Hugh brevemente durante la cena en casa de
Rosamunde y parecía ser un hombre paciente y atento, perfecto para Mabel,
en su opinión. Se encogió de hombros e intercambió una mirada con
Rosamunde.
—No sé mucho de bodas, me temo.
—Estoy segura de que tu madre lo reconsiderará —le aseguró
Rosamunde.
Mabel soltó otro suspiro exagerado.
—Creo que tal vez...¿debería ir a preparar té? —sugirió Russell.
Cualquier cosa antes que quedarse allí e intentar aconsejar a Mabel sobre
colores para la boda. Ciertamente no estaba en su elemento.
—¡Una idea excelente! —dijo Rosamunde.
—Creo que preferiría algo más fuerte. —Mabel dejó caer la cabeza
sobre la mesa.
Russell vaciló y luego recuperó la botella de vino casi vacía, sirvió
una copa pequeña y se la deslizó por encima de la mesa.
Mabel levantó la cabeza y sonrió.
—Gracias. —Bebió un sorbo y soltó un largo suspiro. —Así está
mejor. El perro caminó por encima de la mesa y lamió el vaso. —Este
asunto lo tiene nervioso también al Señor Pompadour. —Tomó la cara del
perro entre las manos y le besó el hocico. —¿No es así, Pompy-Wompy?
Necesitas un sorbo de vino, ¿verdad? —Se inclinó para mirar más allá de
Russell. —¿Hay más?
Él levantó la botella vacía.
—Me temo que no.
—Ah, sí, ese es el favorito de tío Albert. Es muy difícil de
conseguir. —Mabel dejó el perro en el suelo. —Es una lástima que sea tan
delicioso. No me sorprende que haga tanto esfuerzo por conseguirlo.
—¡El vino! —Rosamunde soltó una exclamación. —¡Por supuesto!
Russell frunció el ceño.
—¿El vino?
—El tío Albert adora los buenos licores y este es su vino francés
favorito. Desde la guerra, se ha vuelto difícil de conseguir —explicó
Rosamunde.
Mabel asintió.
—Hace apenas unas semanas, la tía Janey se quejaba de que él pasa
tiempo con personas indeseables solo por este vino absurdo.
—Así es —declaró Rosamunde—. ¡Sé dónde debe estar!
—¿En serio? —preguntó Russell.
—En la Isla de Wight —dijo ella, llevándose una mano a la frente
—. ¡Debería haberlo pensado! Cuando tía Janey se quejaba ¿era porque el
tío Albert iba allí?
Mabel encogió un hombro.
—No presté mucha atención, pero creo que sí. —Abrió la boca en
forma de “o”. — ¡Entonces es allí donde está!
Rosamunde se giró para mirar a Russell.
—¡Tenemos que ir a la Isla de Wight! —anunció—. Estoy segura de
que está allí.

Una vez que Russell salió para buscar al señor Wimpole en su


alojamiento, Rosamunde se dejó caer en una silla del comedor junto a
Mabel.
—¿Por qué no dijiste nada? —preguntó a su prima.
—¿Acerca del vino?
—Sí, bueno…
—Para ser franca, mi mente estaba un poco ocupada con Hugh y el
hecho de que no me proponía matrimonio. ¡Por no mencionarte mi
secuestro!
Rosamunde puso una mano sobre la de Mabel.
—Lo sé, perdóname. No puedo creer que yo tampoco lo haya
pensado. Vi algo de ese vino en su casa y nunca se me ocurrió cuánto lo
codiciaba.
—Imagina si lo hubieras descubierto entonces, no habrías pasado
tiempo con el señor Russell. ¡Qué terrible habría sido eso!
—Mabel…
—¿Os estabais besando ¿verdad? —Una sonrisa se dibujó en su
boca.
Rosamunde vaciló. No tenía sentido mentirle a Mabel. Ella lo
descubriría en un instante. Pero era difícil admitir que algo había sucedido
entre ellos, incluso para ella misma. Era tan nuevo, fresco y maravilloso,
pero no había habido tiempo para hablar de ello ni tampoco comprenderlo.
Todo lo que sabía era que deseaba a Russell casi más que a su siguiente
respiración.
—Sí, estábamos besándonos —admitió por fin.
—¡Oh, qué maravilloso! —Mabel aplaudió. —Sabía que estaba
desesperado por ti.
—No diría desesperado. —O tal vez sí. Había sentido la
desesperación de él cuando la había levantado y depositado sobre la mesa
de la cocina. Y cuando la llevó a la cama, de hecho. Había sido algo
bastante especial sentir las ansias desesperadas en sus caricias y saborearla
en sus labios. Incluso con su frondosa imaginación, nunca había podido
imaginar tales momentos.
—Dios, estás realmente enamorada de él.
Rosamunde miró a su prima y se permitió una pequeña sonrisa.
—Creo que sí.
—Podríamos tener una doble boda, entonces. —Ella recogió al
Señor Pompadour. —¿Oyes eso, Pompi? ¡Una doble boda! Será un día
maravilloso ¡y te verás tan guapa caminando por el pasillo!
Rosamunde levantó una mano.
—Realmente no hemos hablado del futuro, Mabel y ni siquiera
estoy segura de que Russell sea de los que se casan. —Apretó los labios. —
De hecho, diría que decididamente no lo es.
—Oh, por favor. Los hombres cambian. Mira a Hugh. Pensé que
nunca se declararía, pero lo hizo.
—Hugh siempre te iba a proponer matrimonio. El pobre hombre
solo tenía terror de que le dijeras que no.
—Bueno, eso demuestra que… los hombres no tienen idea de lo que
hacen.
Rosamunde frunció el ceño.
—No estoy segura de que eso sea reconfortante en absoluto.
—Lo que quiero decir es que creen una cosa, pero en realidad es
completamente otra.
Rosamunde la miró con expresión severa.
—Mabel…
—El señor Russell cree que es un soltero independiente y
misterioso, pero no lo es. —Sonrió. —Al menos no cuando se trata de ti.
—No estoy segura…
—Pues yo sí. —Su prima la empujó ligeramente. —El querrá
casarse contigo, estoy segura.
—Suficiente de hablar de mí. ¿Qué hay con este asunto de llevar
amarillo?
—Oh, ahora ya casi no me importa. —Agitó una mano. —¿Qué
importancia tiene un poco de amarillo cuando tu prima preferida está
completamente enamorada?
—No he dicho que esté enamorada.
—Debes estarlo. Tus mejillas están sonrosadas y te brillan los ojos.
¿Qué otra cosa podría ser, si no amor?
Probablemente satisfacción, pero Rosamunde ciertamente no iba a
decírselo a su prima.
—Por favor, no te entusiasmes demasiado —advirtió a Mabel.
Mabel hizo un gesto de coserse la boca.
—No diré ni una palabra, lo prometo, pero debes escribirme si pasa
algo en la Isla de Wight. Especialmente porque estaré atrapada aquí
mirando patrones antiguos con mamá, cuando preferiría ir de compras a
Londres.
—Estoy segura de que tu madre no elegirá nada horrible —la
tranquilizó Rosamunde.
—Ojalá pudiera contarle sobre tú y Russell. ¡Entonces podríamos
planear una boda mucho más grande!
—Mabel —dijo Rosamunde con firmeza.
—Lo sé, no diré ni una palabra. —Depositó un beso sobre la cabeza
de su perro. —El Señor Pompadour y yo permaneceremos completamente
callados hasta que te comprometas.
—Realmente no creo que eso suceda. Además, ¿quién dice que
quiero volver a casarme?
—¿Por qué no lo harías? Imagina pasar cada hora del día con el
señor Russell. —La sonrisa de Mabel se volvió traviesa. —Y no
mencionemos cada hora de sueño también.
—Mabel…
—¿Qué? Me voy a casar pronto. De todas formas, tendré que acudir
a ti en busca de consejo. Por el amor de Dios, mamá me dijo que solo me
recueste y piense en Inglaterra, y eso suena horriblemente aburrido.
—Así es —coincidió Rosamunde.
—Apostaría que al señor Russell tampoco le gustaría que hicieras
algo así.
Rosamunde sacudió la cabeza y se pellizcó la nariz. Empezaba a
desear no haberle confesado nada a su prima.
—Tu madre estará contenta, ya verás.
—No…
—Que no abra la boca. —Mabel levantó una mano. —Ya lo sé. Solo
digo que tu madre vio la atracción entre vosotros dos. Ahora ha decidido
que es un hombre adecuado, todo es sencillamente perfecto.
—No estoy segura…
—Tu padre tampoco se opondrá. ¿Cómo podría hacerlo? Podrá ser
hijo natural de un conde, pero después de todo, el señor Russell tiene sangre
noble en las venas.
—¿Que yo tengo qué?
Rosamunde giró la cabeza y vio a Russell en la puerta, con
expresión furibunda.
—Ay, ay… —dijo Mabel.
CAPÍTULO 24
—Eso no puede ser cierto. —Russell miró primero a una, luego a la
otra y negó con la cabeza. —¿Dónde escuchasteis semejante cosa?
—Oh, lo sabe todo el mundo —respondió Mabel—. Bueno, al
menos toda nuestra familia. La Abuela conocía a su padre.
—Mabel —chistó Rosamunde.
Él se pasó una mano por el pelo; recordó la cena en casa de
Rosamunde y el interés de su abuela por él. No era de extrañar, maldición.
Ella había estado tratando de ver si su suposición era correcta. Lo cual no
era así. ¿Cómo podría ser cierto? Guy habría dicho algo.
—No es cierto —insistió.
Rosamunde miró a su prima y luego se levantó, tomó a Russell del
brazo y lo llevó al salón, donde cerró la puerta tras ellos. Se mordió el labio
inferior y lo miró.
—No es cierto —repitió él.
—Tal vez lo sea.
Russell frunció el ceño.
—Hace cuánto tiempo que sabes esto?
—Desde la cena —admitió ella en voz baja. Se acercó, pero Russell
retrocedió y se detuvo junto a la ventana, para mirar hacia fuera. —Intenté
averiguar si era cierto. Por eso no dije nada. No quería causarte angustia.
Él giró hacia ella.
—Ciertamente explica todas las malditas preguntas.
—¿No crees que quiero conocerte de todos modos, Russell? Pero
necesitaba averiguar si lo sabías. —Bajó la mirada al suelo. —No parecía
haber una buena manera de abordar el tema.
Russell se acercó a ella.
—Quizás podrías haberlo mencionado antes de que… —Soltó un
suspiro.
Rosamunde abrió grandes los ojos y se sonrojó intensamente.
—No es algo que haya planeado ¿vale?
—¿Cómo iba a saberlo? Ciertamente explica el interés de tu familia
en mí. ¿Me habrán considerado como tu próximo esposo, tal vez? Puedo ser
el hijo bastardo de un conde, pero imagino que eso es lo suficientemente
bueno para algunas personas.
Ella abrió la boca y luego la cerró.
—Supongo os habréis divertido bastante, todos vosotros. Riendo del
huérfano con poca idea de su linaje.
Inspiró hondo, pero fue en vano. Cada fibra de su ser ardía
peligrosamente. Justo cuando pensaba que hasta podría agradarle a la
familia de ella, se habían burlado a sus espaldas, divirtiéndose a su costa y
cotilleando sobre su pasado. No era más que un entretenimiento gratuito
para esa familia adinerada.
—Mi familia se enteró al mismo tiempo que yo.
—¿Crees que eso lo hace mejor?
—Russell… —Rosamunde intentó tocarlo, pero él esquivó su
contacto. —Sabía que sería un golpe, por eso no dije nada. Quería
confirmarlo primero.
—¿No crees que habría sido mejor si yo hubiera podido
confirmarlo?
—Tal vez, pero ya es un poco tarde para eso ¿verdad?
—Sí, es un poco tarde —respondió él, tajante.
Miró hacia las calles, a los peatones que pasaban. Envidiaba cómo
continuaban con su vida como si nada. Durante un breve y dichoso
momento esa mañana, pensó que algo había cambiado. Que él y
Rosamunde, que ambos… Bueno, ya no tenía importancia. Si ella podía
ocultarle algo así, ¿qué más estaría escondiendo? ¿Sería real el tío
desaparecido? Maldición, ¿cómo podía estar seguro de que no fuera solo
una fantasía suya?
—¿Estás segura de haber escuchado bien?
Ella asintió y entrelazó los dedos delante del cuerpo.
—Te llamaron así por tu padre, y tu madre era una criada en su casa.
Mi abuela conocía a su hermana y también la historia de tu nacimiento.
—No puede ser verdad —murmuró él.
—Creo que deberías estar abierto a la posibilidad de que lo sea. —
Rosamunde sonrió ligeramente. Piensa solo en esto: ahora tienes una
familia.
—No quiero una familia. —Levantó la voz. —No necesito una
maldita familia.
—Sé que esto es impactante, Russell pero ¿no ves que podría ser
algo bueno? Seguro que tener estas conexiones no es malo.
—He sobrevivido sin conexiones, Rosamunde. —Frunció los labios.
—Sobreviví por mi cuenta durante bastante tiempo. No, de hecho, prosperé.
Ciertamente no necesito “conexiones” ahora.
—No fue eso lo que quise decir.
—Sé muy bien lo que quisiste decir.
Ella le apoyó una mano en el brazo y Russell la dejó allí solo porque
no tenía energía para apartarla. Si Guy estaba enterado de esto, significaba
que lo sabía cuando lo buscó para unirse al Club del Secuestro.
Seguramente el trabajo había sido una especie de acto de caridad.
Bien, pues no necesitaba de su maldita caridad. Se las había
arreglado bien por su cuenta.
—Si es verdad, entonces tienes un hermano —dijo ella en voz baja
—. Tienes una historia. ¿Acaso eso no te agrada?
—Lo que me agradaría es que la gente no estuviera hablando sobre
mi supuesto pasado a mis espaldas. —La miró a los ojos. —Me
complacería que no me mintieras, que no te rieras a mis espaldas.
Rosamunde frunció el ceño.
—Vamos, ¿de verdad piensas tan mal de mí? ¿Crees que soy una
chismosa, que disfruto con secretos así?
Él buscó dentro de los ojos apenados de ella. No lo había creído. Al
menos hasta ese momento. Pero tal vez se equivocaba.
Encogió un hombro.
—Tal vez te pareces más a tu familia de lo que piensas.
Ella retrocedió unos pasos.
—Mi familia tiene sus defectos, pero son personas buenas y
amables. Nunca desearían hacer daño a otro y te recibieron con los brazos
abiertos.
—Me recibieron porque soy el hijo natural de un conde.
—Si realmente piensas eso, entonces eres más descreído de lo que
imaginaba.
Él esbozó una sonrisa socarrona.
—Querida, si aún no te has dado cuenta de eso, entonces eres más
ingenua de lo que pareces.
Rosamunde tomó una bocanada de aire. Él no lo decía en serio, se
dijo. El muy tonto se estaba desahogando porque no podía soportar la idea
de que tal vez no estuviera solo en el mundo. Ninguna de sus palabras
hirientes estaba cargada de verdadera intención.
Pero eso no significaba que no dolieran.
—Russell. —Intentó acercarse a él, pero él esquivó nuevamente su
contacto. Apretó los puños a los lados del cuerpo. —Nadie se estaba riendo
de ti, nadie tenía malas intenciones contigo.
Lo cual era más o menos cierto. Su familia parecía haberle tomado
simpatía por el bien de ella. Y ella también le había tomado simpatía. Pero
eso tenía poco que ver con su ascendencia.
Russell cruzó los brazos y la miró.
—¡Por Dios, hace poco mi madre esperaba que me casara con un
duque! —exclamó Rosamunde.
Russell soltó una risa seca.
—Claro que sí. —Negó con la cabeza. —A veces olvido cómo
funcionan los ricos. Supongo que pensaron que conmigo realmente estabas
raspando el fondo del barril.
—¡Nadie pensó eso! —Apretó aún más los puños y se concentró en
respirar profundamente, tratando de no ceder a la ira que la invadía. —Solo
estaban siendo amables.
Él ladeó la cabeza.
—¿Te parece bien hablar del pasado de alguien a sus espaldas?
—No es como si hubiéramos estado cotilleando sobre ti.
—Me cuesta creerlo. Tu familia es bastante hábil en ese campo.
—Mi familia habla mucho, te lo concedo, pero ciertamente no son
maliciosos. —Dio un paso adelante. —Russell, por favor, sé que estás
herido, pero…
—No estoy herido —dijo él, tajante—. Para que algo te hiera, te
tiene que importar. A mí no me importa si tu familia se divierte con los
orígenes humildes de los demás. No me importa lo que piensen de mí. —
Cruzó los brazos. —Maldición, ni siquiera me importa lo que pienses tú de
mí, Rosie. No me importa, siempre y cuando me pagues.
—Pues pensé que podría importarte un poco.
—Soy un empleado contratado, nada más. —Encogió los hombros.
—Y por lo que sé, tal vez me contrataste como una forma de
entretenimiento. Bueno, espero que haya obtenido el valor de su dinero,
miladi.
Ella frunció el entrecejo.
—¿Entretenimiento? —Russell, yo…
—Por lo que sé, tal vez este tío ni siquiera existe. Sé que usted
encuentra la vida aburrida así que, ¿por qué no crear un poco de misterio?
—¡Vaya, eso es bastante grosero!
—¿Necesito recordarle que crecí en las calles? No soy un caballero.
—Se acercó más y abrió los brazos desde su imponente estatura. Bajó la
voz. —¿Por qué no encamarse con el hijo bastardo de un conde?
Rosamunde trastabilló y retrocedió unos pasos; la vulgar palabra
resonaba en sus oídos. El calor le subió a las mejillas y sintió como si la
hubieran golpeado. Con el corazón latiéndole dolorosamente en el pecho, lo
miró, sin poder creer que hubiera pronunciado esas palabras. Lo que habían
hecho había sido más que solo… Bueno, fue más que eso. Había sido
especial. Por Dios, incluso había pensado que tal vez…
—Claramente no me conoce en absoluto —dijo con voz tensa.
—Sé que es usted una jovencita aburrida con poco que hacer,
excepto inventar historias sobre tíos desaparecidos solo para conseguir algo
de emoción en la vida.
—¡Cómo… cómo se atreve! —Las lágrimas ardían en sus ojos,
nublando su visión; las apartó con furia. De todos Russell había sido la
única persona que le había creído. La única persona que no la había
considerado una tonta.
—Me atrevo, miladi, con facilidad —Sus labios se curvaron. —
Nunca debí haberme dejado llevar por sus fantasías.
—Dijo usted que me creía.
—Porque me estaba pagando, ¿o ha olvidado usted esa parte?
—El tío Albert está desaparecido —insistió ella—. Incluso dijo
usted mismo que algo no cuadraba, de lo contrario, nunca habría aceptado
el trabajo.
—O tal vez lo dije para que me pagara.
—No. —Ella sacudió la cabeza con fuerza. —No lo habría
aceptado. Además, todos dicen que es adinerado. Ni siquiera necesita el
dinero.
La expresión de él se ensombreció.
—Así que no solo era el hijo bastardo de un conde, sino que
también era rico. No me sorprende que a su familia le agradara.
—¡Ni siquiera lo sabíamos al principio! —objetó ella—. Y puedo
pensar en varios pretendientes que querrían cortejarme en su lugar.
Los labios de él se tensaron en una línea de amargura.
—Sí, supongo que nunca seré lo suficientemente bueno para usted.
—Pensé que tal vez sí lo sería —susurró ella.
Él se inmovilizó y apretó la mandíbula. Por un momento,
Rosamunde creyó que podría haber terminado, que la abrazaría y se
disculparía por sus palabras hirientes y que aceptaría las disculpas de ella
por no haber hablado antes. Por un momento, la posibilidad existió, y ella
contuvo la respiración. Pero el momento pasó. Él se dio la vuelta,
permitiéndole vislumbrar su fría expresión.
—Creo que es hora de poner fin a esta farsa. Tengo otros asuntos
que atender.
—¿Pero, ¿qué pasa con la Isla de Wight?
Se detuvo junto a la puerta.
—Vuelva a su casa, Rosie. Las absurdas aventuras no son para
usted. Vuelva adonde pertenece.
—Todavía tengo que pagarle —dijo ella apresuradamente, buscando
razones para evitar que se fuera.
—Considere que la noche transcurrida fue su pago.
Ella retrocedió unos pasos, hasta que sus rodillas se encontraron con
un sillón. Russell la miró por un instante a los ojos y por un segundo, ella
habría jurado que vio arrepentimiento. Pero él se marchó de todos modos.
La dejó con un dolor ardiente en el pecho. La dejó con palabras que la
quemaban hasta el alma.
Dejándose caer en el sillón, hundió la cara entre las manos. Las
lágrimas no llegaban y casi deseaba que lo hicieran, ¿pues seguramente eso
sería mejor? ¿Seguramente ayudarían a aliviar el dolor? ¿Cómo podía decir
tales cosas? ¡Insinuar que ella era una especie de… una especie de
prostituta! ¡Cómo se atrevía!
Levantó la cabeza cuando la puerta se abrió con un chirrido, pero la
esperanza en su pecho se desvaneció enseguida cuando Mabel entró en el
salón.
—¿Se ha ido? —preguntó Rosamunde con voz tensa.
Mabel asintió.
—Parecía enfadado.
—Lo estaba.
Mabel se dejó caer en el sillón junto a ella.
—¿Qué vas a hacer a hora?
Ella enderezó los hombros. Al diablo con Russell. Si quería
comportarse como un idiota respecto de todo este asunto, pues allá él. Eso
no significaba que el tío Albert tuviera que sufrir. Ella quería encontrarlo, y
podía hacerlo sin la ayuda de Russell.
—Iré a la Isla de Wight —dijo con firmeza—. Y encontraré al tío
Albert.
CAPÍTULO 25
Deseaba no haber tardado tanto en localizar a Guy. Los días de viaje
hasta la hacienda en Suffolk y luego de vuelta a Londres le habían dado a
Russell demasiado tiempo para reflexionar. Especialmente sobre cómo
había tratado a Rosamunde. Apretó los puños y se abrió paso entre un grupo
de personas que paseaban por Regent’s Park.
No podía olvidar el dolor reflejado en su rostro.
No podía olvidar que ella había intentado apelar a su mejor
naturaleza. Como si él tuviera una mejor naturaleza. La discusión solo había
servido para resaltar sus diferencias, para destacar lo poco que encajaba él
en su mundo. No importaba cuánto dinero que acumulara o cuán finas
fueran sus ropas, ni siquiera el hecho de que tuviera sangre de un conde
corriendo por sus venas; no podía desprenderse de la suciedad de su pasado.
Había nacido en los callejones y el hedor aún se aferraba a él. Después de la
crudeza con la que le había hablado a Rosamunde, eso era más que
evidente.
Se detuvo frente a la casa de Guy en Londres y levantó la mirada,
contemplando la construcción que abarcaba gran parte de la calle. Llamarlo
“residencia urbana” parecía casi ridículo, cuando la mansión se habría
acomodado fácilmente en una generosa hacienda en medio del campo, y
aun así habría dominado el paisaje. Sabía dónde vivía Guy en Londres
desde que se habían conocido, pero nunca lo había visitado debido a que
intentaban mantener en secreto su asociación con el Club del Secuestro.
Ahora no podía evitar pensar si sería también porque Guy también había
estado intentando mantenerlo en secreto a él.
Un mayordomo abrió la puerta, tomó su nombre y desapareció,
dejándolo en medio de un lujoso vestíbulo decorado por grandes pinturas y
vigilado por un gigantesco candelabro.
Se permitió una pequeña sonrisa. Si su padre lo hubiera reconocido,
podría haber tenido algo parecido a esto. En realidad, era probable que
pudiera permitirse una bonita casa de todos modos, pero la idea de volver
siempre al mismo lugar… bueno, hasta hace poco, esa idea había hecho que
se le cerrara el estómago.
Hasta que llegó Rosamunde, claro está. Hasta aquella maldita noche
en la cocina.
Tamborileando con el pie en el suelo, se cruzó de brazos. No debía
haber cedido a sus deseos. Le habían nublado todo, lo habían hecho sentir
tan confundido que apenas se reconocía a sí mismo. ¿Quién era? ¿Un hijo
bastardo? ¿Un amante? ¿Un huérfano? Quién demonios lo sabía.
Guy apareció en el vestíbulo, con las cejas arqueadas.
—No esperaba realmente que fueras tú —le dijo, haciendo un gesto
para que Russell lo siguiera.
—¿Conoces a otros hombres llamados Marcus Russell? —preguntó
él con ironía, mientras lo seguía hasta una biblioteca revestida en madera.
Sobre un gran escritorio de caoba había correspondencia esparcida y
detrás de él se alineaban libros en las estanterías. Los dedos de Guy estaban
manchados de tinta y el pañuelo que llevaba al cuello estaba torcido.
Cualquiera fuera el asunto que Guy hubiera estado atendiendo, debía de ser
complicado. Cualquiera fuera el asunto que su hermano hubiera estado
atendiendo, se corrigió a sí mismo.
—Pensé que habías entendido que nunca debías dejar que te vieran
aquí —dijo Guy, mientras servía una copa de brandy y se la ofrecía. Russell
ignoró la bebida y se mantuvo de pie mientras Guy se sentaba sobre un
extremo del escritorio.
—Debe tratarse de algo realmente serio —observó, con los ojos
fijos en Russell.
Él apretó los dientes. Había imaginado esa reunión una y otra vez.
Se había imaginado exigiendo una explicación. Incluso se había visualizado
golpeando a Guy contra una pared y diciéndole que su relación había
terminado, que no le agradaba que le hubieran mentido.
Pero toda esa belicosidad había desaparecido. Lo había abandonado
en el momento en que le había hablado a Rosamunde de esa manera. Soltó
un suspiro.
—Dime la verdad, ¿lo sabías?
Guy frunció el ceño.
—¿Qué cosa?
—¡Maldita sea, Guy!
Guy esbozo una leve sonrisa y se apartó del escritorio.
—¿Si sabía que somos hermanos?
—Medio hermanos —lo corrigió Russell.
—Lo sabía, sí.
Russell dejó escapar el aire entre los dientes.
—¿Por qué no dijiste nada? —Se pasó una mano por la cara. —¿Me
rastreaste deliberadamente? Demonios, ¿has estado moviendo hilos todo
este tiempo?
—¿Moviendo hilos?
—Asegurándote de que mis negocios fueran bien —masculló—.
Nunca necesité de la caridad de nadie ¿sabes?
—Lo sé, Russ. Sé que probablemente tienes más patrimonio
disponible que Nash y yo juntos.
—No lo creo.
Guy levantó las manos.
—No tuve nada que ver todo eso.
Russell soltó un suspiro. La idea de que tal vez todo lo que había
logrado no se debiera a su inteligencia o ambición lo había estado
carcomiendo desde que se había enterado de su parentesco con Guy.
—Sin embargo, lo sabía antes de invitarte a ser parte del Club del
Secuestro.
—¿Así que eso fue un acto de caridad? —dijo Russell, casi para sí
mismo.
Guy negó con la cabeza.
—Me di cuenta de que eras sagaz. Excepcionalmente sagaz.
Además, tenías los antecedentes que necesitaba. Eras alguien dispuesto a
ensuciarse las manos y que podía valerse por sí mismo.
—Entonces es verdad —murmuró Russell—. Eres mi hermano.
—Eres mi hermano, sí —confirmó Guy—. Me di cuenta tan pronto
nos conocimos. Tienes los ojos de nuestro padre. —Señaló el retrato de un
hombre que lucía como una versión mayor de Guy. —Además, llevabas su
nombre. No fue difícil imaginar que mi padre podía haberte engendrado; no
le era precisamente fiel a mi madre.
Russell dio un paso adelante y examinó el cuadro. Aunque no veía
mucho de sí mismo en ese hombre, compartían los mismos penetrantes ojos
azules que tanto impresionaban a las mujeres. Retrocedió, sintiendo un
nudo en el pecho.
—Investigué un poco y averigüé acerca de tu madre. Parece que la
conciencia de mi padre emergió brevemente antes de su muerte e intentó
buscarte pero en aquel entonces ya te habías perdido para nosotros.
—No estaba perdido —replicó Russell.
Guy encogió los hombros.
—Para cuando te conocí, sabía que no tomarías esta noticia con
agrado. Lamento habértelo ocultado, pero quizás puedas entender por qué
lo hice.
—Rosamunde lo sabía —dijo—. Ella y su familia. Lo averiguaron.
—También lo lamento. Deberías haberte enterado por mí. —Guy
dio un paso adelante y le puso una mano en el hombro. —No te daré nada
que no desees, pero me gustaría reclamarte como hermano.
Russell apretó la mandíbula. Había estado muy decidido a seguir
siendo como era, un huérfano sin familia, un hombre que se había hecho a
sí mismo. No sabía qué significaba ser hermano y mucho menos el hijo de
un conde. Pero todo había empezado a cambiar recientemente.
Gracias a Rosamunde.
—Yo…
La puerta se abrió y el mayordomo entró con una tarjeta sobre una
bandeja.
—Disculpe, milord, pero una joven presa de gran agitación exige
hablar con usted.
Guy tomó la tarjeta pero apenas tuvo tiempo de echarle un vistazo
antes de que la prima de Rosamunde irrumpiera en el estudio. Ella ahogó
una exclamación al encontrarse con la mirada de Russell.
—¡Oh, por Dios! ¡Vine aquí buscando a Lord Henleigh para ver si
podía encontrarlo a usted, y aquí está! —Hizo una pausa y tomó una
bocanada de aire. —Lo he estado buscando por todo Bath y Londres.
El estómago de Russell se retorció.
—¿Qué sucede, Mabel?
—Se trata de Rosie. Se ha ido sola a la Isla de Wight. Pensé que
estaría bien, ya sabe lo fuerte que es, pero me prometió que me enviaría
noticias tan pronto llegara, y no he recibido nada. Me preocupa que se haya
enredado en lo que le ha sucedido a tío Albert.
Maldición. Por supuesto que se marcharía sola. Debería haberlo
previsto. Nadie podía igualar la determinación de Rosamunde.
Miró a Guy.
—Tendremos que terminar esta conversación más adelante. Me
marcho a la Isla de Wight.
Guy alzó una ceja con un destello divertido en su mirada.
—Por supuesto.
CAPÍTULO 26
Russell se quedó paralizado al verla, al igual que su corazón.
Los ojos de ella se abrieron como platos cuando lo vio en lo alto de
las escaleras. Rosamunde se quedó inmóvil en la puerta de la posada.
—¡Russell!
Él cubrió la distancia en tres rápidas zancadas.
—Lo siento —logró murmurar antes de pasar una mano detrás de su
cuello y apretar los labios contra los de Rosamunde.
No lo había planeado de esta manera. Dios sabía que nada nunca
funcionaba según lo planeado cuando se trataba de Rosamunde. Por primera
vez en su vida, no le importaba. Sus planes podían irse al infierno mientras
tuviera a Rosamunde.
Ella ahogó una exclamación y lo rodeó con sus brazos,
correspondiendo a su beso con el mismo ardor que él sentía. Habían estado
separados apenas unos días, pero parecía una eternidad. Demasiado tiempo
sin tocarse, demasiado tiempo sin verla. La hizo retroceder dentro de la
habitación y cerró la puerta de un puntapié.
—Lo siento —repitió entre besos.
Ella tiró del pañuelo que llevaba al cuello.
—Fui un necio.
—Sí —murmuró Rosamunde, mientras deshacía el nudo y arrojaba
el pañuelo a un lado.
—Pensé que podía haberte perdido.
—No. —Ella le abrió los botones del chaleco mientras él buscaba la
cinta en la espalda del vestido la desataba. Depositó una lluvia de besos en
su cara, su cuello, su escote, luego se puso a trabajar sobre los diminutos
botones en la parte delantera del vestido.
—Dios, cómo te eché de menos. —Volvió a adueñarse de su boca,
cubriendo sus labios tibios con los de él. Rosamunde soltó un gemido y se
apretó contra él, presionando sus senos contra su pecho. Él también dejó
escapar un gemido.
—Yo también te eché de menos.
Con movimientos bruscos él se quitó la chaqueta, ella hizo a un lado
su chaleco y luego comenzó a desabotonarle la camisa. Los pequeños
botones del vestido de ella no parecían dispuestos a colaborar, por lo que
Russell tuvo que interrumpir el beso brevemente para concentrarse en
quitarle la endemoniada prenda. Ella le besó el cuello, mordisqueándole la
piel y haciéndolo estremecerse.
—No me estás facilitando las cosas —murmuró él.
—Bien. No te mereces nada que sea fácil.
—Lo sé. —Él le bajó el vestido por los brazos, hasta las caderas. —
Dije cosas terribles.
—Así es. —Rosamunde se quitó el vestido y quedó en corsé y
enaguas. Russell ahogó una exclamación al ver sus senos debajo del corsé y
sus curvas acentuadas por la firmeza de la prenda.
Aferrándole la cintura con ambas manos, la atrajo hacia él y volvió a
besarla. Ella se rindió de inmediato, ofreciéndole todo lo que ansiaba y más.
—Ni siquiera merezco tu perdón —dijo él contra su boca, mientras
sus dedos le aflojaban el corsé.
Rosamunde le empujó la camisa abierta hacia atrás de los hombros y
abrió las manos sobre su pecho. Él suspiró al sentir los dedos tibios de ella
y cerró los ojos por un instante. Pensar que casi había perdido eso, casi la
había perdido a ella. Tenía que ser el idiota más grande del mundo. Abrió
los ojos cuando ella le besó el pecho con la boca abierta. La sostuvo allí por
un instante, con la mano en la nuca de ella, permitiéndose disfrutar de
tenerla tan cerca.
Rosamunde lo miró y bajó las manos a sus pantalones.
—Es probable que no —coincidió.
—Haré lo que sea necesario. —Él le besó los labios. —Lo que
quieras. No me importa. Soy tuyo.
Ella se apartó y se bajó las enaguas, luego se quitó los zapatos y las
medias. Por último, el corsé, y él temió que algo le hubiera sucedido en su
viaje hasta allí. Porque claramente había muerto y estaba en el Paraíso.
La luz de la mañana bañaba la piel de Rosamunde, resaltando la
curva generosa de sus senos, la redondez de su abdomen, el largo de sus
muslos y las sombras entre ellos. El cabello oscuro le caía sobre un hombro
y las gafas se le habían resbalado por la nariz.
—Y yo, tuya —dijo por fin.
—Dios.
Se desvistió con la velocidad de un rayo y la tomó en brazos. Ella
entrelazó las piernas alrededor de las caderas de Russell, y él la tomó de las
nalgas. Sentía el cuerpo tibio de ella contra el suyo. Tibio y perfecto. Le
temblaban los brazos, no por el esfuerzo, sino por la incredulidad de tener
en sus brazos a esta mujer bella, asombrosa y completamente loca.
Y ella lo deseaba. Después de todo lo que él había hecho, lo
deseaba. Nunca había conocido a una mujer tan leal y llena de amor. Era la
cura para todas las cosas horribles por las que había pasado. Era el paraíso
para su infierno personal.
Nunca más quería perderla.
La llevó hasta la cama y la depositó sobre la manta de color rojo
intenso; su piel blanca relucía por el contraste. Apenas si tuvo tiempo de
admirarla antes de que Rosamunde le echara los brazos al cuello y lo
atrajera hacia ella.
Los besos se volvieron ardientes y él no pudo comprender cómo
había sobrevivido un día sin ella, mucho menos varios. Cuando esto hubiera
terminado, no quería separarse nunca más de ella. Podía ser gracioso si la
mera idea de perderla no le provocara una punzada de dolor en el corazón:
él, el huérfano solitario, ahora tenía un hermano y una mujer a la que
amaba.
Porque no había manera de negarlo. Ella había derribado cada una
de sus barreras y había llegado hasta su duro corazón.
Él movió la mano entre los muslos de ella y la encontró húmeda y
lista. Rosamunde soltó un gemido ante el contacto, al sentir los dedos de él
sobre su centro.
—No me hagas esperar —lo instó.
—Dímelo otra vez.
—¿Qué? —preguntó, mientras le besaba la mandíbula.
—Dime que eres mía.
—Soy tuya. —Le besó el mentón. —Soy tuya —repitió,
presionando sus labios contra los de él.
Él le quitó las gafas y las dejó caer sobre la mesa junto a la cama,
luego se acomodó entre sus piernas. Mantuvo el peso del cuerpo sobre las
manos y la miró a los ojos.
—Soy tuya —repitió ella, sosteniéndole la mirada—. Soy tuya.
Russell la penetró con un gemido.
—Soy tuya. —La voz de ella se agudizó. —Soy tuya.
Rosamunde sospechaba que hacía tiempo que era suya. Tal vez
desde el momento en que la había raptado.
Él se movió en su interior, dejándola sin aliento. Se aferró a él,
moviéndose con su fuerza, sin poder hacer otra cosa que sostener la
intensidad de su mirada y dar gracias al Señor porque estaba allí.
Tras días de esperar que amainara el viento para poder tomar la
barca hacia la isla, no imaginaba volver a ver a Russell, pero cuando lo
vislumbró en el pasillo, con expresión contrita, sintió que el enfado que
había podido sentir se evaporaba en un instante. Él se había sentido herido y
atacó como un animal lastimado. Ella lo comprendió en aquel momento,
pero al ver a ese hombre alto y fuerte tan vulnerable, no había podido más
que perdonarlo.
Lo aferró de los brazos y él se lanzó hacia adelante. Los tendones de
su cuello contrastaban con las líneas rectas de sus hombros. Ella ahogó una
exclamación y tomó todo lo que él pudiera darle, una y otra vez.
La cama se sacudía bajo ellos mientras el dulce y firme calor de él
pulsaba en su interior. Russell no apartaba la mirada, sus ojos estaban fijos
en los de ella. Había dejado de disculparse, pero Rosamunde veía todo lo
que necesitaba en sus ojos. Ya no había duda. No tenía nada que ver con su
frondosa imaginación. Él la deseaba tanto como ella a él.
Y la amaba tanto como ella a él.
Deslizó las manos por su espalda y le apretó con fuerza una nalga
firme con una mano, mientras mantenía la otra presionada contra su
espalda. Sus músculos se tensaron y él susurró el nombre de ella, al tiempo
que hundía la cabeza contra su cuello. Le besó y mordisqueó la piel,
haciéndola estremecerse.
El placer se incrementaba con cada deliciosa estocada. Rosamunde
arqueó la espalda, dejándose llevar por las sensaciones. Él se incorporó
sobre los brazos y empujó con fuerza. Una y otra vez, hasta que ella creyó
que perdería la razón.
—Eres mía —dijo con voz ronca—. Y yo soy tuyo.
—Sí —gimió ella—. Sí, sí.
—Mía, mía, mía —dijo él, con cada impulso dentro de ella.
—¡Sí!
El placer llegó rápidamente a su pico, antes de lo que ella esperaba y
estalló como olas en el océano. Rugió en su interior y ella se aferró al
cuerpo de Russell con todas sus fuerzas, mientras la electricidad le recorría
el cuerpo hasta desvanecerse y dejarla saciada y débil.
Russell la apretó contra él y se inmovilizó en el punto máximo de
placer. Con un profundo gemido, acabó dentro de ella, meciéndose
suavemente en su interior hasta que sus músculos se relajaron. Le besó los
labios y Rosamunde le acarició la piel húmeda.
—Lo siento.
Ella sonrió.
—¿Qué cosa, esto? Decididamente, no tienes nada de qué
disculparte.
Él vaciló.
—Lamento haberte abandonado. Y lamento mis palabras. Pero no
debería haber… —Señaló entre ellos.
—Ah.
—A menos que … —Soltó un suspiro.
—No tienes por qué disculparte. Lo deseaba.
Una leve sonrisa se dibujó en su boca. Rosamunde siguió la curva
de sus labios con los dedos.
—Deberías sonreír más a menudo.
—No te acostumbres. —Se apartó de ella y rodó de espaldas,
llevándola con él para que quedara contra su cuerpo, sostenida por su brazo.
Rosamunde se incorporó para mirarlo, y con el dedo siguió la línea
de su pecho y la pequeña cicatriz que tenía a la altura del corazón.
—Todavía estás sonriendo —bromeó.
—De acuerdo. Tal vez puedas acostumbrarte a las sonrisas.
Ocasionales.
—Eres muy apuesto cuando sonríes.
Él arqueó una ceja.
—¿Estás diciendo que hay momentos en los que no soy apuesto?
—Válgame Dios, no creí que fueras un hombre vanidoso. Creo que
me he equivocado contigo.
Él negó con la cabeza y le acarició un hombro.
—Me entiendes mejor que nadie. De alguna manera, sabías por qué
me comporté como un imbécil cuando me contaste de mi padre.
—Te crees muy misterioso, pero no me parece que seas tan esquivo
como piensas.
Él la miró, con la sonrisa todavía en sus labios.
—Eres la única que piensa así.
—Soy la única que te conoce —declaró ella.
—Pues puede que sea cierto.
Rosamunde acomodó la cabeza en la curva de su hombro y disfrutó
de la sensación de sentirse tan segura entre sus brazos.
—¿Hablaste con el conde de Henleigh?
—Así es.
Ella se incorporó de nuevo para mirarlo.
—¿Y bien?
—Es cierto.
—Ya veo.
—No tuve oportunidad de arreglar las cosas con él porque pensé que
alguien estaba en problemas.
—¿Yo?
Él asintió.
—Mabel dijo que no había sabido de ti y estaba preocupada. —
Soltó un suspiro. —Pensé que podía haberte perdido.
—Cielos. Le envié una carta. Tal vez esté demorada, pero no me
entristece que te haya traído a ti hasta aquí.
—A mí tampoco, pero igual soy un imbécil por haberte dejado.
—Es posible, pero se me ocurren algunas maneras de hacer que me
lo compenses. —Le besó la comisura de la boca, donde sus labios se habían
curvado hacia arriba.
—¿Ah, sí?
—O tal vez muchas maneras. —Le besó el mentón, la mejilla, la
punta de la nariz.
—Muchas maneras —repitió él—. Creo que es algo que puedo
hacer.
Abruptamente, se movió, haciéndola rodar sobre su espalda y
cubriendo su cuerpo con el de él.
—Muchas, muchas maneras, en realidad. Al fin y al cabo, te debo
muchas disculpas.
CAPÍTULO 27
—Quítate el abrigo.
Rosamunde arqueó una ceja cuando Russell entró en la habitación
de la posada.
Él se rió.
—No en ese sentido. Me refería a que hoy no iremos a ningún lado.
—Se quitó la chaqueta y la colgó sobre el respaldo de la silla de madera.
La habitación en la que se hospedaban, ubicada en un extremo de la
posada, estaba dividida en dos y contaba con un vestidor del otro lado de la
chimenea. Daba gracias a Dios que Rosamunde hubiera elegido un
establecimiento relativamente respetable, pero muchos de los hoteles de la
costa alojaban a marineros y personajes rudos, por lo que no se arrepentía
de haberse lanzado tras ella.
No se arrepentía de nada. Ni siquiera de haber acabado dentro de
ella muchas veces la noche anterior. Cuando todo esto terminara, pediría su
mano.
Se permitió una sonrisa.
—¿Qué pasa?
—Nada. —Si iba a hacerlo, lo haría como correspondía. Hablaría
con su padre y compraría una casa en algún sitio. Podría no ser un
caballero, pero la trataría como la dama que era.
—Supongo que otra vez hay demasiado viento.
Él asintió y dejó el sombrero en el perchero.
—Hoy no cruzará ninguna barca.
Ella sopló para quitarse un mechón de la cara.
—¿Por qué Inglaterra nunca se decide en cuanto al tiempo? Hemos
tenido días muy cálidos y soleados últimamente.
Él miró por la ventana que daba a los muelles.
—Sigue estando soleado, pero condenadamente ventoso. Las olas
son demasiado grandes para una embarcación tan pequeña.
—Por tu culpa, no aproveché uno de los días agradables. —
Rosamunde se acercó y le pasó los brazos alrededor de la cintura. —Estaba
por coger el bote cuando llegaste.
—Sé que estás ansiosa por encontrar a tu tío Albert y lo haremos, te
lo prometo. Es probable que esté en la isla y que no haya podido enviarte
una misiva porque el mar ha estado violento.
—Comienzo a pensar que tienes razón. —Rosamunde se mordió el
labio inferior. —Por lo menos, hiciste que valiera la pena.
—Pícara descarada.
Ella se apretó contra él y le dio un beso ligero, dejándolo con ansias
de más. Inspiró profundo y se esforzó por retomar su actitud habitual, la del
Russell expeditivo que no estaba locamente enamorado de esta desquiciada
y maravillosa mujer. Era una lucha, pero necesitaba mantener la cabeza fría
mientras la protegía. Aunque estaba seguro de que Albert no estaba en
problemas reales y todo se debía a una falta de comunicación, no podía
permitirse bajar las defensas.
Ya bastante lo había hecho el día anterior.
—Rosie —le advirtió cuando ella deslizó las manos entre ambos.
—Solía odiar que me llamaran así, ¿sabes? Pero ahora me gusta
escucharte decirlo.
—Siempre podría llamarte Lady Rothmere —propuso él.
Ella frunció la nariz.
—Preferiría no pensar en mi difunto esposo cuando estoy contigo,
gracias.
—Yo también preferiría que no pensaras en él. —Un golpecito a la
puerta llamó su atención y fue a abrirla; entró una doncella.
—¿Comida? —preguntó Rosamunde.
Él asintió.
—Puesto que no iremos a ningún lado, pensé que sería mejor que
comiéramos bien. —Se llevó una mano al estómago. —Algunos de
nosotros no nos hemos alimentado desde ayer a mediodía.
Y algunos habían utilizado una absurda cantidad de energía
haciéndole el amor a la mujer más hermosa del mundo. No lo dijo en voz
alta, pero los ojos de ella se iluminaron y supo que estaba pensando lo
mismo.
La criada dejó la comida y se retiró. Él le hizo un gesto a
Rosamunde para que se sentara y luego se dejó caer en la silla frente a ella.
Un pastel ligeramente pasado de cocción desbordaba del plato, la masa
gruesa y crocante. También les habían llevado una jarra de cerveza y dos
vasos.
—¿Recuerdas la última vez que compartimos una cerveza? —
Rosamunde hizo un ademán hacia la jarra.
—¿Una cerveza? Si mal no recuerdo, bebiste varias y estabas muy
alegre después.
—Sabes, nunca me llegó el momento de hacerte aquella última
pregunta —dijo Rosamunde.
Él se detuvo, con el cuchillo a medio cortar el pastel.
—Pues que sea una buena.
—Pienso que después de lo que sucedió anoche, se me deberían
permitir más preguntas.
—¿No fue suficiente para satisfacerla, miladi?
—Quedé muy satisfecha, por cierto. —Un bonito rubor le subió por
las mejillas. —Pero solamente en un sentido. Sospecho que mi curiosidad
jamás quedará satisfecha.
—Siempre pareces disfrutar de meterte en problemas.
—¡No es mi intención hacerlo! —le aseguró ella—. Pero no me
puedo controlar. Siempre he deseado vivir aventuras y nadie parece
comprenderlo.
—Yo sí, de algún modo.
—Pero tú has tenido una vida de aventuras. No debes de querer más,
¿verdad?
—No deseo más aventuras, no, pero siempre he querido más. Aun
desde niño, solo podía pensar en tener todo lo que nunca había tenido.
—Y ahora lo tienes.
Él asintió.
—Así es, y más de lo que podría haber imaginado, pero nunca me
parecía suficiente. Al menos hasta…
—¿Hasta qué?
No, no podía decirlo. Todavía no. Si iba a hacerlo, lo haría como
correspondía.
—Eso fue una pregunta —observó.
—¡No! —Rosamunde sacudió la cabeza con vehemencia. —Eso no
cuenta como pregunta.
Él sonrió.
—Muy bien. Pues adelante, pregunta, entonces. En vista de mi
comportamiento, no puedo negarte nada.
—¿Puedo hacer cualquier pregunta? —Rosamunde se llevó un dedo
a los labios. —Cielos, debo de tener millones.
—Adelante, entonces, pero voy a comer mientras piensas. —Comió
un bocado de pastel y a pesar de que la masa estaba algo quemada, se
derritió en su boca. Comió rápidamente, bajo la atenta mirada de ella.
—No había notado lo rápido que comes.
Él encogió los hombros.
—No puedo contenerme. Supongo que viene de los días en los que
no sabía cuándo sería mi próxima comida.
—Estoy de acuerdo contigo. —Ladeó la cabeza y lo miró. —¿Qué
harás ahora que sabes que tienes familia?
—No lo he pensado mucho, pero no veo que las cosas tengan que
cambiar. No necesito la caridad de nadie.
—¿Pero intentarás tener una relación con tu hermano?
Él se inmovilizó. Su enfado contra Guy ya se había disipado pero
era difícil pensar en tener un hermano real. No obstante, Guy era lo más
parecido que tenía a un amigo y a pesar de todo, no quería perder eso.
—Supongo que lo haré, sí.
Ella sonrió.
—Eres más blando de lo que piensas, Marcus Russell.
Era cierto. Era más blando de lo que ella pensaba, también, porque
ahora sabía que haría cualquier cosa por ella. Sentaría cabeza y jugaría a ser
el hijo de un conde e invitaría a su hermano a cenas en el campo y daría
paseos por el parque, asistiría a bailes de beneficencia o lo que fuera que
hacían los caballeros. Lo haría todo. Pero solo por ella.

Rosamunde no lograba entender por qué él esbozaba esa extraña


sonrisita, pero le agradaba.
—Creo que yo también debería poder hacerte preguntas.
Ella frunció el ceño.
—¿A mí? Pero si lo sabes todo.
Él se inclinó hacia ella, y su sonrisa se tornó traviesa.
—Sé muchas cosas de ti, pero quiero saber más.
Ella dirigió una mirada a la cama.
Él rió.
—Valoro que pienses que soy inagotable, Rosie, pero hasta yo
necesito alimento y algo de descanso de tanto en tanto.
Ella se sonrojó.
—Perdóname. Ha pasado mucho tiempo desde que….bueno… y
nunca fue así.
—Me alegro. —Él bebió un gran sorbo de cerveza. —Tal vez esto
me convierta en un bárbaro, pero que me lleve el demonio si me gusta la
idea de que estuvieras con otro hombre.
—Te convierte en un bárbaro, ciertamente, pero me gusta mucho —
admitió ella.
—Me alegra saberlo, pues no soy un caballero —le recordó.
—Lo sé —respondió ella decorosamente—. Pero yo tampoco soy
una gran dama.
Él negó con la cabeza.
—Por supuesto que eres una dama —dijo—. Una dama muy poco
común, pero una dama al fin.
—No me siento una dama después de… bueno… —Hizo un gesto
hacia la cama.
—¿Por qué contrajiste matrimonio? —preguntó él abruptamente.
Rosamunde parpadeó varias veces.
—Era lo que se esperaba de mí.
—No creo que pudieran convencerte de hacer algo en contra de tu
voluntad.
—Era joven; solo tenía dieciocho años. No sabía nada.
—¿Y sin embargo, querías más?
—Sí. —Rosamunde empujó con el tenedor lo que quedaba de
pastel. —Pero no sabía cómo obtenerlo. —Soltó un largo suspiro. —No me
agradaba demasiado estar casada, pero no me arrepiento ahora de tener
libertades que la mayoría de las mujeres no tienen. Además, podría haber
sido mucho peor. Debes de saberlo, por el trabajo que llevas a cabo con
mujeres.
Su boca se tensó en una delgada línea.
—Es cierto. —La miró a los ojos, como si buscara algo. —Tu
familia hablaba de que volvieras a casarte.
—Por lo visto, un matrimonio no es suficiente para ellos. Tienen
buenas intenciones, solo quieren asegurarse de que esté cuidada.
—A pesar del hecho de que si existe una mujer que no necesita que
la cuiden, eres tú.
Ella se frotó la punta de la nariz.
—Es difícil imaginarme casada otra vez.
—Ah.
—¿Ah?
Él negó con la cabeza.
—Nada.
—¿Cómo fue que terminaste interrogándome? Si recuerdas, me
ofreciste acceso absoluto.
Russell abrió los brazos.
—Estoy a tu disposición.
Dios, los pensamientos que cruzaban por su cabeza al oír sus
palabras. A su disposición. Pensar que había pasado toda la noche con este
hombre en su cama y probablemente volvería a hacerlo. No habían hablado
del futuro, pero él la quería suya. Rosamunde temía permitirse pensar en
algo más. Serían amantes, tal vez, por el resto de sus días, concluyó. ¿Cómo
podía permitirse pensar en algo más cuando sabía la aversión que sentía él
ante la idea de una familia?
—¿Cómo obtuviste tu patrimonio?
—Gracias a muchos negocios e inversiones.
—Sí, pero ¿cómo comenzó?
Él vaciló.
—Como ladronzuelo, para empezar. —La miró, esperando una
reacción, por lo que ella se esforzó por mantener una expresión neutra. —
Luego logré conseguir empleo en los muelles. Veía los productos que
entraban y tomaba nota de cuáles eran los más buscados. Era fácil deducir
cuál sería la siguiente tendencia. Así que una vez que ahorré lo suficiente, lo
invertí.
—Muy sagaz de tu parte.
Él encogió los hombros.
—Siempre he sido observador. Se me da naturalmente.
—¿Por qué sigues viviendo modestamente?
Él señaló su ropa.
—Nada de todo esto habla de austeridad.
—Nunca has hablado de una casa ni has llegado en un carruaje y
estoy segura de que mi familia sabría si tuvieras una propiedad rural en
algún lugar. Debo suponer que no quieres mostrármelos o no los tienes.
—No me entusiasman las posesiones, es cierto —coincidió.
Otra razón por la que no debería imaginar un futuro específico para
ellos.
—¿Desearías que no fuera así? —no pudo más que preguntar.
La mirada de él cobró esa extraña intensidad, la que mostraba
cuando se guardaba sus sentimientos. Quizás ella había preguntado
demasiado. Ya la había sorprendido con su sinceridad.
—No es necesario que respondas. —Sonrió. —Ya me has dado más
respuestas de las que esperaba.
Él encogió los hombros.
—No puedo negarte nada, Rosie. Ya deberías saberlo. —Terminó su
cerveza. —Y ciertamente hay algo que desearía poseer.
Los ojos de él se oscurecieron y a Rosamunde se le aceleró la
respiración. Su cuerpo ya estaba en sintonía con el de él, seguía tibio y
sensible por los besos y las caricias de la noche anterior. Se pasó la lengua
por los labios e intentó encontrar una respuesta, pero su cerebro estaba
nublado por el deseo. No podía comprender cómo podía sentirse así tras una
noche de hacer el amor, pero sospechaba que el deseo jamás se saciaría.
Siempre serían capaces de encender el fuego con la chispa más pequeña.
Russell le ahorró la respuesta; se puso de pie tan deprisa que la silla
cayó al suelo. La tomó en brazos con un solo movimiento y la llevó a la
cama. Se movió sobre ella, devorándola con los ojos.
—Dijiste que eras mía ¿lo recuerdas?
—Lo recuerdo.
—Bien.
—¿Pensaste que lo había olvidado?
—Tal vez.
Ella negó con la cabeza. ¿Cómo un hombre como Russell podía
parecer tan vulnerable en ocasiones? No lo sabía. Alisó el ceño de él con un
dedo.
—Soy tuya, Russell. Para que hagas conmigo lo que quieras.
—Lo mismo digo —murmuró él, antes de besarla—. Lo mismo
digo.
CAPÍTULO 28
Los blancos acantilados de la isla brillaban bajo el sol matinal. El
viento amenazaba con arrebatarle el sombrero a Russell, que mantenía una
mano sobre él y otra alrededor de la cintura de Rosamunde. A pesar del día
despejado, el mar seguía agitado; Russell lamentaba haber ignorado su
instinto y permitido al barquero llevarlos mar adentro. Aun así, estaban casi
en tierra sanos y salvos. Saltó cuando llegaron a la playa y ayudó al anciano
a arrastrar el bote hasta la orilla, luego asistió a Rosamunde para que pisara
la suave y húmeda arena.
Con la mano en su sombrero, ella miró los acantilados.
—Aquí no hay nada.
El barquero encogió los hombros.
—Las mareas nos han alejado casi una milla de Fishbourne. No es
una caminata demasiado larga. —Señaló hacia el pequeño grupo de
edificaciones que se podía ver más en la distancia.
Russell miró la ciudad.
—No nos llevará mucho tiempo —le aseguró.
Ella forzó una sonrisa tomó la mano que él le ofrecía para ayudarla a
cruzar la arena hacia un estrecho sendero que se abría paso por la ladera
cubierta de hierba. Una sensación de inquietud lo carcomía, pero no podía
decir si era porque algo no iba bien o porque el asunto pronto estaría
resuelto.
Aunque no ha terminado, se corrigió a sí mismo. Ella había hablado
de su incertidumbre acerca del matrimonio, pero aun así ansiaba ser suya.
Eso tenía que significar algo, ¿verdad? Soltó un suspiro. Eran aguas
inexploradas para él y no recordaba la última vez que había tenido dudas
sobre qué hacer a continuación
—Espero que esté aquí —dijo Rosamunde una vez que se alejaron
de la costa desprotegida, señalando en dirección a la ciudad.
—La isla es pequeña. Lo encontraremos —le aseguró Russell.
—No tengo idea de qué hacer si no está aquí.
Russell le apretó la mano y la atrajo hacia él.
—Lo resolveremos juntos.
Su expresión se suavizó un poco y ella asintió.
—Sí, lo haremos.
Así como esperaba que pudieran resolver su futuro juntos. Russell
solo tenía que considerar cómo abordar el tema. Pero primero, tenían que
encontrar al tío Albert.
Una vez que llegaron a Fishbourne, se dirigieron al muelle, donde se
agrupaban la mayoría de las posadas. El olor a pescado impregnaba el aire y
la calle principal estaba abarrotada de puestos de mercado y carros llenos de
productos. La mayoría de las construcciones estaban pintadas de blanco; se
veían marcos de ventanas ennegrecidos y vigas de madera.
Sin soltar la mano de Rosamunde, Russell se abrió paso por las
abarrotadas y angostas calles hasta que emergieron nuevamente cerca del
mar. Había varias embarcaciones con mástiles atracadas y la calle principal
estaba atestada de cajas y barriles de madera. Russell señaló la primera
posada.
—Probemos aquí. El barquero dijo que era la mejor posada de la
isla.
Ella asintió.
—Espero que esté aquí —murmuró, mientras él la guiaba hacia el
alto edificio blanco.
Se acercó al mostrador principal y tocó la campanilla. Un murmullo
de conversaciones en voz baja provenía de la habitación contigua, que él
supuso sería el comedor. Su estómago gruñó y Rosamunde se rió.
—¿Tienes hambre de nuevo?
Él le lanzó una mirada.
—Alguien me hizo perderme la comida de la mañana.
—Si te hubieras levantado más temprano, no la habríamos perdido.
Russell se apoyó en el mostrador y volvió a tocar la campana.
—Si alguien no me hubiera mantenido despierto hasta tarde, habría
podido levantarme más temprano.
Ella cruzó los brazos.
—¿Te estás quejando?
—Por Dios, no. —Sacudió la cabeza con una sonrisa. —Nunca. —
Frunció el ceño y miró a su alrededor. —¿Dónde diablos está todo el
mundo?
—Probablemente todavía sirviendo el desayuno. —Rosamunde miró
a través de la ventana de cristal de la puerta que daba al comedor. —Vamos
a ver.
Empujó la puerta y él la siguió hacia un estrecho comedor que
ocupaba gran parte del frente del edificio, aprovechando al máximo la luz
matutina. Cerró la puerta detrás de él y casi chocó con Rosamunde cuando
ella frenó en seco.
—¿Rosie?
—Tío Albert…
—¿Qué?
—Tío Albert —repitió ella, lo suficientemente alto como para que
un caballero levantara la mirada cabeza mientras comía.
—¡Pequeña Rosie! —El hombre agitó la mano vigorosamente.
Rosamunde se acercó al caballero mayor. Russell había visto
pinturas en la casa de Albert, pero ese hombre tenía un rostro un poco más
rubicundo que en las imágenes y su cabello rojo descolorido estaba
levantado en todo tipo de ángulos extraños.
No mostraba signos de haber pasado por un mal trance, sin
embargo. Su ropa estaba limpia y pulcra y Russell alcanzó a ver el brillo de
una cadena de reloj de bolsillo colgando de su chaleco, por lo que parecía
que no lo habían robado. Se acercó a Rosamunde, manteniéndose un poco
apartado.
—¿Qué haces aquí? —preguntó el hombre, haciendo un gesto para
que Rosamunde se uniera a él. Miró a Russell. —¿Y quién es este joven?
Ella abrió la boca y luego la cerró, observando la abundante comida
ante él y lo que parecía ser una botella casi vacía de vino.
—Este es el hombre que contraté para ayudarme a encontrarte. Tío
Albert, pensé que estabas en problemas.
Una ceja blanca se alzó.
—¿Problemas? Bueno, en cierto modo, pero eso ya pasó. —Hizo un
gesto hacia las sillas. —Siéntate, siéntate. Pareces un poco cansada.
—Es porque te he estado buscando. —Rosamunde arrastró la silla y
se sentó; Russell tomó la silla contigua. —No he recibido ninguna noticia
tuya, tío. Normalmente habría recibido al menos dos cartas, a estas alturas.
Él hizo una mueca y agitó la mano.
—Lo sé, simplemente no he tenido tiempo. —Se inclinó hacia
adelante. —Estuve en Francia —confió.
—¿Y no hay correo allí? —dijo ella.
—No donde yo estaba. —Esbozó una gran sonrisa. —Vine aquí en
busca de vino pero los sujetos que lo trajeron se metieron en problemas al
esconderse de unos aduaneros. Antes de darme cuenta de lo que sucedía, yo
estaba todavía en su barco y se estaban largando. ¡Terminé en Francia,
¿puedes creerlo?
Rosamunde sacudió lentamente la cabeza.
—Estuviste en un barco con contrabandistas?
El tío Albert asintió enérgicamente.
—Fue toda una aventura ¿no lo crees? —Le dio unas palmaditas en
la mano. —Te contaré todo cuando vuelva a casa.
—¡Estaba preocupada por ti! —dijo ella—. ¡Pensé que estabas
muerto!
—¿Yo? ¿Muerto? —Sirvió otra copa de vino, llenándola a medias y
luego miró el fondo de la botella vacía. —Se necesita algo más que un
rápido viaje a través del canal para acabar conmigo.
Ella frunció el ceño.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿En la isla?
Él presionó un dedo contra los labios.
—Oh, alrededor de dos semanas.
Rosamunde se sonrojó y Russell reconoció la tensión en su cuerpo.
Estaba muy molesta y él no envidiaba en absoluto a Albert por estar del
lado equivocado de su enojo.
—Entonces has tenido tiempo suficiente para escribirme una carta
—dijo ella.
El tío Albert agitó la botella vacía hacia una camarera cercana.
—Bueno, el mar estaba un poco revuelto, así que no estaba seguro
de poder enviártela, y para serte franco, me enredé un poco en un nuevo
negocio. —Su sonrisa se ensanchó. —He contratado un barco.
—¿Un barco? —repitió Rosamunde.
—Hay gran demanda de vino francés y nadie puede satisfacerla
debido a las restricciones que aún están vigentes en el país. —Miró a
Russell. —Parece usted un caballero del mundo. ¿Le interesaría una
excelente inversión?
—Tío, ¿acaso estás considerando…? —Rosamunde miró a su
alrededor. —¿El contrabando? —susurró.
Él encogió los hombros.
—Bueno, pues ya no estamos en guerra con Francia, así que no es el
delito terrible que era antes.
Ella se quedó mirándolo durante unos segundos y luego se levantó
repentinamente de la mesa.
—Russell, creo que deseo marcharme.

Rosamunde no esperó a ver si Russell la seguía fuera de la posada.


Caminó unos pasos y se detuvo junto a un barco de carga, para
respirar hondo. Se sentía como una tonta.
Y se sentía como una tonta delante de Russell. Por supuesto que su
tío estaba bien. Por supuesto que su familia tenía razón. Era característico
de ella dejar que su imaginación volara demasiado y pensar que su tío
estaba en problemas cuando simplemente estaba sentado en el comedor de
una posada, bebiendo vino y por lo visto, completamente ajeno a su
preocupación.
Russell le apoyó una mano en el hombro.
—¿Rosie?
Ella se giró.
—Debes pensar que soy una tonta.
—Nunca.
—No puedo creer que esté aquí. Comiendo y bebiendo sin ninguna
preocupación en el mundo.
—Te entiendo.
—Al menos podría haber enviado una carta.
—Sí, podría haberlo hecho.
Ella miró a su alrededor.
—Debería haber escuchado a mi familia. Ahora te he arrastrado
hasta aquí, ¿y para qué? ¿Para ver cómo mi tío bebe una botella entera de
vino?
Él la cogió de los hombros, obligándola a mirarlo.
—Hiciste lo correcto. Seguiste tu instinto.
—¡Mi instinto estaba equivocado!
Él negó con la cabeza.
—No estabas equivocada, Rosie. Él se había involucrado con
contrabandistas. Eso suena peligroso incluso para mí.
Ella se acomodó las gafas en la nariz.
—He escuchado hablar tanto de cómo el tío Albert desaparece y se
embarca en aventuras que siempre quise ser parte de eso. Sonaba tan
emocionante ¿sabes?
—Lo sé.
—Pero estoy enfadada por lo descuidado que ha sido. Porque no ha
tenido en cuenta cómo me sentiría al no tener noticias suyas. —Hizo una
pausa y tomó una larga bocanada de aire. —Y estoy molesta conmigo
misma por anhelar lo mismo que él.
—No te equivocas al soñar, Rosie —insistió Russell—. No hay nada
de malo en eso.
—Estoy segura de que nunca te has dejado llevar por una fantasía en
tu vida.
—He tenido muchas, principalmente sobre una cama caliente y
comida abundante.
—Pero no sobre cosas tontas como… como escapar con un
arqueólogo y dejarme raptar por un pirata.
Los labios de él se curvaron en una sonrisa.
—Bueno, te dejaste raptar por mí, ¿eso cuenta?
Ella no pudo evitar sonreír.
—Casi. —Apartó un mechón de cabello de su rostro. —Siento
haberte hecho perder el tiempo.
Él arqueó una ceja oscura.
—¿Consideras que fue una pérdida de tiempo?
Ella lo miró, vio la vacilación en sus ojos y negó con la cabeza.
—No, en absoluto.
—Bien. —Russell la besó con firmeza. —¿Qué deseas hacer ahora?
Ella aflojó los hombros.
—Creo que quiero volver a casa. No tengo intenciones de quedarme
aquí viendo como mi tío se bebe la isla entera.
—Deberías al menos informarle que te marchas.
—Supongo.
—Rosie, si hay algo que sé de ti es que amas a tu familia, pase lo
que pase. No dejes que este malentendido afecte tu relación con tu tío. —
Soltó una risa entre dientes y sacudió la cabeza.
—¿Qué ocurre?
—Un huérfano dando consejos sobre familia… Me resulta algo
irónico.
—No estás equivocado, sin embargo. —Rosamunde suspiró. —Le
informaré que nos marchamos.
—Mejor averiguo cuándo sale la próxima embarcación. ¿Nos
encontramos aquí?
—Sí. —Ella se giró y luego se detuvo; regresó y rodeó el cuello de
él con los brazos para darle un largo beso.
—¿A qué se debe eso?
—A que eres un hombre maravilloso. —Sonrió. —¿Quién habría
pensado que terminaríamos así cuando me raptaste?
—Creo que simplemente tuve suerte de salir vivo —respondió él en
tono seco—. Tú y ese cuchillo sois una combinación bastante letal.
—Tengo otro —le informó ella.
Russell alzó los ojos al cielo.
—Por supuesto que lo tienes. ¿Alguna vez vas por la vida
desarmada?
—Nunca.
Él presionó los labios contra su frente.
—Encontrémonos aquí. No te quedes deambulando. Podría haber
sujetos peligrosos en esta zona.
—No lo haré.
Rosamunde lo observó dirigirse nuevamente a la playa y se encogió
de hombros. Russell no se equivocaba. Tenía que decirle a su tío Albert que
se marchaba, y no podía dejar las cosas así.
Por frustrada que estuviera, no debería haberle resultado una
sorpresa. A veces envidiaba intensamente la vida de su tío, pero su
irresponsabilidad… nunca antes la había visto destacarse de manera tan
evidente. La hacía sentirse aún más agradecida por la estabilidad de su
numerosa y bulliciosa familia.
La hacía sentirse agradecida por Russell. Y la hacía desear otras
cosas de él.
Una mano le cubrió la boca y otra la aferró de la cintura cuando
intentó girarse para volver a la posada, inmovilizándola por completo. Soltó
un grito, que quedó amortiguado por la mano que le apretaba la cara.
El olor de la sal marina se mezclaba con el hedor de sudor rancio.
Rosamunde gritó y se retorció contra el brazo que le apretaba las costillas.
Las gafas resbalaron por su nariz y oyó un crujido cuando cayeron al suelo.
—Llévatela al barco —dijo alguien con voz baja y ronca.
Rosamunde pateó de lleno en una espinilla y escuchó con
satisfacción un gruñido.
—¡Me ha golpeado! —dijo su secuestrador.
Otro hombre se movió frente a ella y la tomó de las faldas,
sujetándole una pierna y luego la otra. Ella intentó liberarse, pero sin éxito.
La llevaron hacia un barco y la subieron por la pasarela, para depositarla
finalmente sobre la cubierta. Se quedó quieta por un momento, mirando a
su alrededor.
El hombre detrás de ella la sujetó con firmeza mientras el otro la
miraba y le amarraba las muñecas con una cuerda. Rosamunde sentía el
pulso latiéndole en los oídos y respiraba agitadamente. Por tentador que
fuera atacar, necesitaba tratar de mantener la calma y evaluar la situación.
Solo había dos hombres, ambos bastante fuertes, vestidos con ropas
andrajosas. El hombre frente a ella tenía la piel tostada y un sombrero
grande que no parecía haberlo protegido demasiado del sol.
—La amarraremos —dijo—, y luego informaremos a su tío.
¿Su tío? ¿Qué demonios estaba pasando?
CAPÍTULO 29
—Átale las muñecas —dijo el hombre que la sujetaba.
Rosamunde se concentró en respirar con calma, inspirando y
exhalando entre las manos del hombre. Los dedos sudorosos de él le
apretaban el rostro y casi bloqueaban sus fosas nasales, dejándola aturdida.
Por lo visto, solo había dos hombres en el barco y sin duda eran más fuertes
que ella, pero si tan solo pudiera alcanzar su cuchillo…
Intentó esquivar al hombre con la cuerda, pero él la cogió de una
muñeca y se la ató con fuerza. Rosamunde gritó contra la mano que le
cubría la boca cuando la áspera cuerda le raspó la piel.
Luego el hombre cogió la otra muñeca y le ató las manos delante del
cuerpo. Ella forcejeó contra el robusto captor y le mordió los dedos; él la
soltó con un chillido.
—¡Me mordió! —exclamó.
Rosamunde giró sobre los talones y corrió hacia la pasarela. Estaba
a pocos centímetros de escapar cuando un brazo le rodeó la cintura y la
aprisionó. Inspiró una bocanada de aire y gritó con todas sus fuerzas. El
dorso de una mano dio contra su rostro; sintió el golpe en la mejilla y quedó
desorientada.
—Es sobrina de Wood, sin duda —masculló el hombre que la
sujetaba—. Es igual de molesta que él.
—¿Qué queréis de mí? —jadeó ella.
Él hombre la soltó y ella cayó pesadamente de espaldas sobre la
cubierta, sin poder protegerse con las manos atadas. Sintió un palpitante
dolor en la mejilla y el sabor amargo de la sangre. Las siluetas de los dos
hombres, recortadas contra el sol, se elevaban sobre ella.
Si pudiera comprender qué querían, tal vez podría negociar y
salvarse. Quedaba claro que huir no iba a ser una opción y necesitaba
recuperar su presencia de mente. Intentó tragar el nudo que tenía en la
garganta y se obligó a hablar con serenidad.
—Lo que sea que queráis, puedo ayudar. Tengo dinero si es lo…
El hombre más pequeño se rió.
—Tenemos dinero. Y tendremos todavía más si su tío saca sus
narices de nuestro negocio. —Cruzó los brazos. —Hasta ahora no hemos
podido convencerlo, pero ahora que la tenemos a usted, creo que se
mostrará dispuesto a abandonar la isla rápidamente.
—No comprendo.
El hombre se agachó para mirarla a los ojos.
—Lo único que tiene que hacer es comportarse, y la liberaremos.
Ella miró primero a uno, luego al otro.
—Puedo hablar con mi tío si lo deseáis. Estoy segura de que puedo
persuadirlo para que se marche.
Él negó con la cabeza.
—A ese hombre no le entran balas. Ninguna amenaza lo afecta. Pero
supongo que hará cualquier cosa para salvar a una hermosa mujer como
usted. —Acarició su mejilla con un dedo.
Ella se alejó del contacto.
—¿Qué vais a hacer conmigo?
—Nada, si se comporta, como dije —respondió él y se enderezó—.
No tenemos por costumbre hacerles daño a las mujeres, si podemos
evitarlo. Atrae demasiada atención a nuestro… negocio, ¿comprende?
—Sois contrabandistas —afirmó ella.
El hombre sonrió con suficiencia y guiñó un ojo a su compañero.
—Es inteligente, esta.
El otro asintió.
—Si es necesario, la lastimaré, jefe.
A Rosamunde se le cerró el pecho. El hombre que la había
capturado tenía un aire despiadado y no tenía motivos para creer que no lo
fuera. Necesitaba salir de ese barco, y rápido.
—No deseamos llamar la atención, Bowcher, como ya dije —dijo el
hombre, entre dientes—. Juro que tu madre debe de haberte dejado caer de
cabeza cuando eras un bebé.
—Por favor, soltadme —suplicó ella—. No deseo que os metáis en
problemas.
—No lo haremos —dijo el jefe—. En estas islas aprecian a los
hombres como nosotros. Traemos mucho dinero y cuidamos de los
nuestros. Solos los malditos aduaneros tienen problemas con nosotros.
—Pero acaba de decir que…
—Oiga —dijo, señalándola con el dedo—. No quiero tener que
matar a una dama elegante, pero eso no significa que no podamos hacerle
daño, así que sugiero que se comporte… ¿a menos que quiera otra
bofetada? —Levantó una mano amenazadora.
Ella se apartó del peligro y negó con la cabeza.
—Excelente —sonrió él, mostrando dientes espaciados—. Lo único
que tiene que hacer es comportarse; enviaremos un mensaje a su tío y saldrá
libre ¿entendido?
Ella asintió con vehemencia.
El hombre hizo un gesto con la cabeza en dirección a Bowcher.
—Átala bien. No queremos que intente escapar de nuevo. —Le pasó
una mano por la cara. —Al menos fue más fácil de capturar que su tío. Ese
condenado hombre nunca está solo. —Se rió por lo bajo. —Me temo que
estaba usted en el lugar menos indicado en el momento menos indicado —
dijo—. Teníamos esperanzas de capturar a su tío y asegurarnos de que…
nos escuchara, pero no íbamos a dejar pasar la oportunidad de secuestrar a
su sobrina.
Bowcher le sujetó los brazos, hundiendo los dedos en su piel. El
corazón de Rosamunde latía con fuerza y sentía náuseas. No podía permitir
que la ataran. No.

Cuando Russell regresó a la posada, Rosamunde no estaba por


ningún lado. Frunció el ceño, molesto, y paseó la mirada por los muelles.
Tal vez había decidido reconciliarse con su tío. Entró en la posada y
encontró a Albert sentado a la misma mesa, terminando otra copa de vino.
Levantó la mirada cuando la sombra de Russell cruzó por encima de la
mesa.
—¿Quiere beber algo conmigo? Me gustaría saber cómo conoció a
mi sobrina.
—¿Está ella aquí? —preguntó Russell.
—¿Aquí? No, estimado amigo. Rosie es tan obstinada, que tardará
bastante más de cinco minutos en perdonarme.
Russell soltó un suspiro. Rosamunde podía tener sus momentos,
pero no creía que hubiera decidido marcharse después de haber prometido
quedarse allí.
—Ya se le pasará —dijo su tío—. Encuentro que es mejor darle algo
de tiempo —confesó.
Russell negó con la cabeza.
—No es característico de ella irse enfurruñada, señor.
Él encogió un hombro.
—Supongo que tiene razón. —Terminó el último sorbo de vino, se
limpió la boca con un pañuelo y se puso de pie.
Russell apretó la mandíbula, sintiendo un nudo en el pecho. No le
agradaba la situación. Rosamunde estaba sola en una isla famosa por
albergar contrabandistas y villanos. Sentía un escozor en las palmas de las
manos. Algo no estaba bien.
Salió de la posada, sin prestar atención a las quejas de Albert sobre
la velocidad con que caminaba, y volvió a escudriñar los muelles. No se
veía ninguna hermosa mujer vestida de azul entre los trabajadores.
—¿Dónde demonios está?
—Tal vez decidió pasear por los muelles y mirar los barcos —
sugirió Albert, jadeando—. Le gustan las embarcaciones.
—Tal vez. —Russell siguió andando y pasó junto a un barco; el
corazón le latía con fuerza. ¿Por qué demonios se iría sola? Esto no le
gustaba nada.
Albert se esforzó por seguirlo mientras Russell pasaba junto a varios
botes pesqueros, en dirección a una embarcación de gran tamaño.
—Rosie siempre se metía en problemas —murmuró Albert—.
Seguramente esté explorando algún sitio donde no debería estar.
—Conozco sus inclinaciones, pero no es ninguna tonta —respondió
Russell, tajante.
—Oh, no, Rosie es la más inteligente de todos nosotros. Pero ya
sabe usted cómo son las mujeres. Es por eso que nunca pude llevarla
conmigo. No podía permitir que se metiera en problemas. Para empezar, su
madre no me lo perdonaría.
Russell se detuvo en seco. Su corazón se aceleró y martilló contra su
pecho.
—¿Ha oído eso?
Albert parpadeó.
—¿Qué cosa?
—Un grito.
No esperó a que su tío volviera a responder. Sabía lo que había oído
y reconocería el grito de ella en cualquier lado. Bastante la había oído gritar
cuando la había raptado.
—Demonios —dijo entre dientes. Echó a andar a paso rápido en dirección
al sonido. Se detuvo junto a la pasarela del barco.
—¿Dónde estás, Rosie? —masculló, casi para sí mismo.
Un movimiento le llamó la atención. Levantó la mirada hacia la
cubierta y vio un destello de azul. Subió por la pasarela a la carrera y se
encontró con Rosamunde en la popa, cerca del agua, enfrentándose a un
hombre. Otro hombre estaba tumbado en el suelo, sujetándose la mano.
Rosamunde tenía el cuchillo entre las manos atadas.
—Se lo clavaré a usted también —dijo en tono amenazador al
hombre que se le acercaba.
Russell corrió hacia ella. Al verlo, sonrió, aliviada.
—¡Russell!
El hombre aprovechó la distracción para quitarle el cuchillo de un
manotazo; el arma cayó sobre la cubierta. Russell se abalanzó hacia él, con
el puño levantado, pero el golpe la había hecho perder el equilibrio.
Rosamunde cayó contra la barandilla lateral del barco y abrió grandes los
ojos. Por un instante, el tiempo se detuvo. Se le enredaron las faldas
alrededor de las piernas y cayó por encima de la baranda. Russell intentó
cogerla del vestido y sus dedos se cerraron por unos segundos sobre la tela.
Luego oyó el ruido de la caída al agua.
—No era mi intención hacer eso —dijo su captor, inclinándose por
sobre la baranda.
—¡Maldito bastardo! —exclamó Russell. Lo empujó hacia atrás y le
propinó un golpe a la mandíbula con tanta fuerza que sus nudillos crujieron.
Se quitó las botas y la chaqueta, sin dejar de mirar el sitio donde
había caído Rosamunde, deseando con todas sus fuerzas que emergiera.
Tenía las manos atadas y llevaba una gran cantidad de ropa.
—Vamos, Rosie —susurró, mientras arrojaba a un lado su chaqueta.
Sintió que se le cerraba el pecho. Seguramente no podía salir a la
superficie. Trepó a la baranda y se zambulló.
El frío le heló la piel y le quitó el aire de los pulmones. Se hundió
más, manoteando el agua turbia, buscando a Rosie. No iba a perderla. No
ahora. No cuando todavía no le había dicho todo. Demonios, ni siquiera le
había dicho que la amaba.
El agua salada le hacía arder los ojos, le llenaba la boca. El
movimiento de las embarcaciones removía el lino constantemente, lo que
no le permitía ver. Movió los brazos a ciegas, consciente de cada segundo
que pasaba. Ella no podría contener la respiración mucho más tiempo.
Pateó con fuerza y sus dedos tocaron la madera del casco del barco;
se impulsó lejos de él. Maldición. Este no podía ser el final.
Sus pulmones gritaban, los ojos le ardían. No quería subir a la
superficie hasta no encontrarla. Giró en redondo y se inmovilizó. Vio algo
azul. Tenía que ser ella. Se impulsó con las piernas, alargando el brazo, y
sus dedos tocaron la tela. Se aferró a ella. Esta vez no se le escaparía.
Con la tela dentro del puño, tiró del vestido hacia él. Gracias a Dios.
Le pasó un brazo alrededor de la cintura y subió a la superficie. Sacó la
cabeza, tragó una bocanada de aire, y sacó a Rosamunde a la superficie.
Cuando miró a su alrededor para ubicarse, vio que Albert le hacía señas
desde el muelle. Russell nadó rápidamente hasta los escalones más
cercanos, respirando agitadamente, consciente de que Rosamunde seguía
inerte en sus brazos.
Albert bajó los escalones y lo ayudó a sacar a Rosie del agua.
Russell le apartó el cabello de la cara y apretó los dedos contra su cuello,
temblando. Vio que tenía los ojos cerrados. Con los dedos entumecidos y
temblorosos, no podía discernir si tenía pulso.
—Rosie —suplicó—. No te mueras. Te amo.
Movió las manos sobre la parte delantera del vestido y desgarró la
tela. Luego fue el turno del corsé, con el que forcejeó hasta aflojarlo.
—Russell.
Levantó la mirada. Rosamunde sonreía débilmente. Dejó caer la
cabeza sobre el pecho de ella y soltó un largo suspiro.
—Gracias a Dios.
Ella le rodeó el cuello con las manos.
—No puedo creerlo —dijo con voz débil.
Él levantó la cabeza.
—¿Qué cosa?
—¡Que he perdido otro cuchillo!
CAPÍTULO 30
Rosamunde se ajustó la manta alrededor de los hombros y apretó la
mandíbula. Un nuevo temblor la sacudió y tuvo que esforzarse para evitar
que le castañearan los dientes. Russell le alcanzó un vaso pequeño con un
líquido color ámbar y le hizo un gesto para que lo bebiera.
—Te dará calor.
Ella lo tomó de un sorbo y ahogó una exclamación al sentir que le
quemaba la garganta y luego bajaba hacia sus extremidades. Le devolvió el
vaso a Russell y él se sentó a su lado junto a la chimenea de la posada.
A pesar de que no hacía mucho frío, él había exigido que
encendieran el fuego y poco a poco el calor comenzaba a colarse por entre
su ropa desgarrada y mojada. Si tan solo no hubieran dejado el equipaje en
Portsmouth… Rosamunde no había imaginado que necesitaría un cambio
de ropa tras una zambullida en el mar.
Lo miró con los ojos entornados.
—¿Cómo es que no tienes frío?
Él levantó los hombros.
—Estoy acostumbrado al frío.
Rosamunde se ajustó la manta con una mano y Russell le tomó la
otra entre sus grandes palmas. Ella suspiró ante el contacto con su piel tibia.
A pesar de todo, no podía dejar de apreciar el espectáculo de Russell
mojado, con la camisa adherida al cuerpo, el pelo húmedo y ondulado. Si
estuviera en mejor estado, tal vez no podría resistirse a la tentación de
suplicarle que pidiera una habitación para ellos, pero cada fibra de su
cuerpo estaba exhausta y sospechaba que la fatiga la haría caer inconsciente
entre las sábanas.
Tensó el cuerpo para evitar otro temblor, esta vez causado no por el
frío sino por lo cerca que había estado de ahogarse. En el instante en que
cayó al mar helado, su ropa la había arrastrado hacia abajo. Todo se había
cerrado a su alrededor y sintió que sus pulmones se encogían. Por más que
pateara y arañara, no lograba subir a la superficie. Sin duda, una aventura
que habría estado feliz de no tener.
El tío Albert se acercó a la mesa con expresión compungida. Acercó
una silla y se sentó.
—Los hombres están en la cárcel local. —Hizo una mueca. —Al
parecer, no estaban a gusto con mis inminentes planes de involucrarme en el
comercio con Francia. Temían que mi legitimidad fuera a… eh… arruinar
sus negocios.
—Es lo que dijeron —coincidió Rosamunde. Russell tensó la
mandíbula y ella le apretó la mano. Aunque estaba molesta con su tío, él no
podía haber predicho que unos contrabandistas locales fueran a secuestrarla
en un intento de persuadirlo de cesar en sus actividades comerciales.
—En fin, de todos modos creo que tal vez pondré mi atención en
otra cosa. Ya he contratado la embarcación y estoy ocupándome de reunir
una tripulación, pero pienso que tal vez sea más atractivo fijar rumbo hacia
climas más cálidos.
Ella lo miró.
—¿Planeas zarpar también tú?
—¡Hombre, claro! No tiene sentido que me quede sentado aquí. —
Se llevó un dedo a los labios. —Estaba pensando en el Caribe. Nunca he
estado allí y se pueden obtener buenas ganancias con la caña de azúcar.
—Pero tío Albert, ¡la travesía tomará meses!
—Así es. —Él sonrió. —Será interesante ver si puedo arreglármelas
como marino.
Rosamunde sacudió la cabeza y sonrió.
—Siempre y cuando me escribas.
—Puedo hacer algo mejor, mi querida. —La sonrisa de Albert se
ensanchó.
—¿A qué te refieres?
Se inclinó hacia ella.
—Te vi esgrimir ese cuchillo. Se lo clavaste en la mano a ese viejo
rufián ¿no es así?
—Pues…
—Me has demostrado que eres muy capaz de defenderte sola y
bueno, ya eres una mujer adulta. ¿A quién le importa lo que dice el resto de
la familia? Además, te debo unas disculpas, por lo visto.
—¿Tío?
—Ven conmigo, Rosie. Únete a la aventura. Sé que es algo que
siempre deseaste hacer.
Rosamunde abrió la boca y se quedó mirando a su tío durante varios
segundos. Este era el momento. Lo que había estado esperando. Podría
viajar por el mundo, explorar tierras exóticas, conocer gente distinta y hacer
cosas que jamás podría hacer en Inglaterra. Miró a Russell.
Él esquivó su mirada y se mantuvo rígido. Rosamunde vio que
tragaba saliva.
—Tío, yo…
—Deberías ir —se apresuró a decir Russell, mirándola a los ojos.
—Pero… —El corazón le dio un doloroso vuelco.
Russell frunció el entrecejo. Su mirada se oscureció. No había
posibilidad de que deseara realmente que ella se marchara, de eso estaba
segura. Y a menos que hubiera estado completamente aturdida, podría jurar
que en los muelles le había dicho que la amaba.
Russell esbozó una sonrisa tensa.
—Tu tío tiene razón. Lo único que has deseado es vivir aventuras. Y
ahora puedes lograrlo.
—Será divertidísimo, Rosie —dijo el tío Albert—. Podremos beber
ron en la playa y probar uno de esos…¿cómo se llaman? ¡Cocos!
Ella miró primero a uno y luego al otro. Sentía dolor en el pecho.
Pero no por los motivos que creía. Russell no se equivocaba. Eso era todo
lo que siempre había soñado.
Inspiró hondo, tomó la mano de su tío y se la apretó.
—Tío Albert, te agradezco el ofrecimiento, de verdad. Sé que juntos
nos lo pasaríamos maravillosamente bien. Pero…
Oyó que Russell contenía el aliento.
—Pero creo que ahora me gustaría embarcarme en otro tipo de
aventura.
Su tío frunció el entrecejo.
—¿Qué aventura podría ser mejor que el Caribe?
Ella se volvió hacia Russell y una sonrisa vacilante se dibujó en la
comisura de sus labios.
—Quiero vivir una aventura aquí. En Inglaterra. Contigo —dijo en
voz baja.
—¿Estás segura? —quiso saber Russell.
—Nunca he estado tan segura en mi vida.
—No puedo ofrecerte más peleas con cuchillos.
Ella negó con la cabeza y se rió.
—Gracias, creo que ya las he superado.
—Siempre deseaste vivir aventuras. No me gustaría que te quedaras
aquí sólo por mí.
—Sabes muy bien que no puedes hacerme cambiar de idea. Quiero
quedarme.
Él se inclinó hacia adelante y le tomó las manos.
—Te amo.
Rosamunde apoyo la frente contra la de él y cerró los ojos durante
unos segundos para absorber las palabras. Cuando los abrió, él la miraba
con intensidad.
—Yo también te amo. Mucho, mucho. —Se volvió hacia su tío.
—Lo siento, tío Albert, pero Russell es la única aventura que
necesito.
EPÍLOGO
Russell sonrió y sacudió la cabeza, divertido, mientras cabalgaba
para alcanzar a Rosamunde. Ella iba muy por delante de él en el camino
rural. Llegó a su lado.
—No hay prisa.
Ella se giró para mirarlo.
—¡No podemos dejar que se nos escape el carruaje!
Con la mano que no sujetaba las riendas, Russell sacó su reloj de
bolsillo.
—Llegaremos perfectamente a tiempo, te lo aseguro.
—Eso espero. Es mi primera vez. No puede salir mal —dijo ella,
remarcando cada palabra.
Russell miró a su mujer con intención.
—¿Acaso has olvidado que he hecho esto en varias oportunidades?
—Sí, y la última vez te fue estrepitosamente mal.
Él se rió.
—No diría eso.
La postura de ella se aflojó ligeramente.
—Perdóname, estoy nerviosa.
—Lo sé.
—Me alegro de que Guy me permitiera acompañarte.
Él asintió.
Guy se había mostrado reacio a permitir que Rosamunde se
involucrara, pero no había podido negarse al pedido de su hermano. No
podía afirmar que fueran hermanos afectuosísimos, pero ambos estaban
acostumbrándose a tener una familia por primera vez en mucho tiempo.
—Tendremos que invitarlo una vez que esté terminada la casa —
declaró Rosamunde—. Y también a Nash y Grace, por supuesto.
Él hizo una mueca. Lo complacía, en parte, ser dueño ahora de una
casa de campo, pero no se imaginaba tomando té con su hermano en el
salón o invitando gente a cenar.
—No hagas esa cara —lo regañó ella—. Será divertido, te lo
prometo, y haré que valga la pena.
Russell sacudió la cabeza y sonrió. Adaptarse a la vida de casado le
había resultado curiosamente fácil. En gran parte, porque estar con
Rosamunde significaba que no había nunca un día aburrido y si en algún
momento él sentía la necesidad de aislarse, ella lo comprendía. Y ahora era
parte de una familia. No era algo que creyó que disfrutaría, pero la familia
de ella lo había acogido con los brazos abiertos. Todavía no sabía bien
cómo manejar tanto alboroto y entusiasmo, pero le resultaba divertido
quedarse a un lado y observar el cariño que se tenían.
—¿Estás segura de que no deseas cambiarlo todo por el Caribe?
—¿Y perderme esto? —Señaló sus prendas masculinas. —Nunca.
Russell la miró de hito en hito, apreciando cómo los pantalones de
montar se ajustaban a sus curvas. El atuendo le recordaba el primer beso.
Una vez que terminaran con este asunto, la llevaría a casa y…
—Russell, concéntrate.
—No sé a qué te refieres.
—Puedo ver hacia dónde van tus pensamientos. —Una sonrisa se
dibujaba en sus labios.
—Imposible.
—Es sumamente posible, sobre todo porque he estado reprimiendo
los mismos pensamientos.
—Descarada —murmuró él. No le estaba poniendo fáciles las cosas
pero tampoco se equivocaba: realmente necesitaba concentrarse.
Hizo un gesto hacia el cruce de caminos, donde un grupo de
arbustos de zarzamora servirían para ocultarse.
—Allí estará bien. —Condujeron los caballos hacia el costado del
camino.
—Cielos, ¡qué nerviosa estoy! —Rosamunde se quitó el sombrero,
se llevó unos mechones de cabello hacia atrás y luego volvió a colocárselo.
—Lo harás muy bien, no lo dudo. —La miró. —¿Dónde tienes el
cuchillo?
Ella le dirigió una sonrisa.
—En el bolsillo. —Se palmeó la chaqueta. —Cómo envidio a los
hombres con tantos bolsillos. Es mucho más fácil que ocultarlo en la liga.
—No apuñales a nadie esta vez —le advirtió él.
—¿Es necesario que te recuerde que el hombre al que le clavé el
cuchillo me había capturado?
Él se estremeció.
—En absoluto, y si hubiera sido por mí, él no habría vivido.
—Se pudrirán en la cárcel, estoy segura. Tu vínculo con el conde
garantizó que así fuera.
—Estuve a punto de perderte —dijo él, entre dientes—. Merecen
pudrirse en el infierno.
Rosamunde movió una mano con displicencia.
—Sabía que me rescatarías.
Él se quedó mirándola por unos segundos. No era de extrañar que la
amara más que a nada en el mundo. De algún modo, se las arreglaba para
mantenerse positiva ante cualquier circunstancia que la vida les pusiera
delante. Aun cuando se habían visto obligados a posponer la boda debido a
un incendio en la iglesia, o cuando resultó que había una gotera en el techo
de la casa nueva y hubo que reacondicionar varias de las habitaciones de la
planta superior. A ella no le importaba. Seguía adelante, sin dejarse
amilanar por la vida. Él no terminaba de comprender esa habilidad, pero la
admiraba y debía admitir que comenzaba a resultarle contagiosa.
—¿Qué pasa? —preguntó Rosamunde.
Se había quedado mirándola. Parpadeó.
—¿No tengo permitido contemplar a mi mujer?
—Te doy permiso, pero tienes esa mirada oscura y misteriosa.
¿Sucede algo?
—En absoluto. Solo estaba pensando en lo mucho que te amo. ¿Te
lo he dicho alguna vez?
—Oh. —Ella apretó los labios. —No, no lo creo. Tal vez necesite
volver a escucharlo.
—Te amo, desquiciada mía.
Ella alzó los ojos al cielo.
—Si yo estoy loca ¿en qué te convierte eso a ti?
—En alguien completamente enajenado. —Se llevó un dedo a los
labios. —Creo oír el carruaje. Se inclinó hacia ella y la besó rápidamente en
los labios. —¿Estás lista?
—Por supuesto. —Rosamunde se cubrió la boca con un pañuelo,
siguiendo el ejemplo de él. —¡Que comience el secuestro!

FIN
LA CONQUISTA DE LA SOLTERONA
El Club de Secuestros

SAMANTHA HOLT
Capítulo Uno
Guy miró por encima de su hombro y alcanzó a ver a la reportera
precipitándose por la calle londinense con toda la delicadeza de un coche de
caballos. Al verla zambullirse detrás de un muro, sus labios se curvaron en
una sonrisa. Si no fuera tan irritante, la encontraría divertida, pero no podía
permitir que presenciara la reunión clandestina a la que debía asistir, o peor
aún, que lo relacionara con el Club de Secuestros.
Sin embargo, esto rozaba la persecución y comenzaba a resultarle
cansador. Aceleró el paso, dando zancadas largas por la acera y
manteniendo la atención fija hacia delante. El sol se demoraba detrás de los
edificios, bañando sus cimas cuadradas en un glaseado de color ámbar.
Pronto la oscuridad engulliría las calles de la ciudad, pero tenía la sospecha
de que ni siquiera entonces se libraría de ella.
Maldita sea, tenía que deshacerse de la mujer. No podía tener una
reunión clandestina con una duquesa en el parque si esa entrometida
reportera del London Chronicle seguía detrás de él.
Guy se permitió una sonrisa irónica. Llamarla “reportera” era
adjudicarle demasiado mérito. La señorita Haversham, había descubierto,
era la responsable de la columna de chismes del Chronicle.
Podía contar con una mano las veces que lo habían mencionado en
esa columna, pero incluso una o dos veces eran demasiadas, sobre todo
cuando los chismes trataban sobre él y lady A.
Amelia.
Otra mujer más que se había hecho un gran trabajo para convertirse
en un dolor de cabeza.
En realidad, era más como un dolor en el corazón. Soltó un suspiro.
Maldición, esa mujer seguía teniendo cierto control sobre él. Cada vez que
recordaba su nombre, el puñal de la frustración se retorcía en su corazón,
clavándose más profundamente. Había estado tan cerca… había pensado
que quizá, esta vez sí, por fin había encontrado una mujer que lo quería. A
él como persona.
Pero no había podido ser.
El sufrimiento se había aliviado algo en los últimos años, pero el
dolor seguía allí, y lo que menos necesitaba era que una mujer como la
señorita Haversham se enterara de todos los detalles de su compromiso
fallido y revelara la desilusión del Conde de Henleigh a toda Inglaterra.
No tenía idea de qué buscaba ella, pero sea lo que fuere, no quería
saberlo. En su opinión, las columnas de chismes eran la forma más baja de
periodismo y no le proporcionaría combustible para ese fuego del infierno
que era su trabajo.
Se detuvo otra vez y fingió mirar hacia arriba, a uno de los edificios
de tres pisos que bloqueaban el sol en descenso, una silueta alta y oscura
con ventanas iluminadas solo en el segundo piso. Una sombra se movía en
una ventana, y vio a un caballero con una copa en la mano, dirigiéndose
hacia la chimenea. La luz dorada titilaba y bailaba. Tiritando, Guy se ajustó
el abrigo alrededor del cuello.
Un fuego cálido y un trago de brandy en su sillón favorito serían
muy bienvenidos en este momento. Mucho más atractivos que escabullirse
como una rata húmeda por las calles de Londres hacia una reunión secreta.
Hubiera sido agradable al menos tener su carruaje, pero el escudo de familia
estampado en el lateral no habría ayudado con la naturaleza clandestina del
asunto.
Pues bien, se tomaría ese brandy tan pronto como todo esto
terminara, se dijo. Y tan pronto como se hubiera liberado de la señorita
Haversham. Ahora mismo lo espiaba desde la esquina de un callejón.
Exhaló y se pellizcó el puente de la nariz. Esa mujer no iba a dejarlo
en paz. Ya lo sabía. Hacía meses que solicitaba audiencias y él las
rechazaba. No tenía idea de lo que quería, pero dada su asociación con el
Club de Secuestros y su posición de liderazgo en él, cuanto menos ella
husmeara en su vida, mejor. Eran demasiadas las mujeres cuyas vidas
dependían de que la suya se mantuviera en el misterio como para siquiera
considerar tener una conversación con la señorita Haversham.
Lo más probable, por supuesto, era que quisiera sus comentarios
sobre alguna tontería. Como el hecho de que Amelia se hubiera casado
recientemente.
No tenía idea de por qué la señorita Haversham encontraba
diversión en meter el dedo en sus llagas. No la conocía y tampoco deseaba
hacerlo. Después del fiasco con Amelia, se había resignado al hecho de que
él y las mujeres no se mezclaban ni lo harían nunca. Al diablo con sus
deberes de conde; se quedaría soltero por siempre y se aseguraría de
legitimar a su medio hermano.
Russell podría tener algunas opiniones al respecto, pero no había
mucho más que pudiera hacer. Heredaría el título y sin duda él y Rosie
tendrían hijos en un futuro cercano, por lo que la línea sucesoria estaría
asegurada.
Guy dio unos cuantos pasos más. Las calles estaban tranquilas; los
peatones se apresuraban antes de que la noche se tragara a Londres. Pasó un
carruaje y luego un carro. Se escurrió entre los dos vehículos, deteniéndose
unos segundos para quedar oculto. Luego giró en redondo.
La señorita Haversham salió de su escondite y se detuvo para mirar
a su alrededor con las manos en jarra.
—¿Dónde diablos…? —murmuró.
—¿Me buscaba? —preguntó Guy, acercándose por detrás.
Ella se giró, abriendo grandes los ojos; la luz de la calle iluminaba
suavemente su cabello rubio claro.
—¡Hostia!
Él se habría divertido con su improperio si no detestara tanto a
reporteras como ella. Mantuvo el gesto adusto y apretó la mandíbula.
Había intimidado a varios hombres con esa expresión.
Ella levantó su barbilla angulosa, le clavó una mirada azul pálida y
se cruzó de brazos.
—De hecho sí, lo buscaba.

Si el conde quería asustarla, tendría que esforzarse más. No había


sobrevivido un año en lo que todavía era un trabajo de hombres solo para
dejarse amedrentar por unos ojos intensos, una mandíbula firme y cejas
fruncidas.
Aunque el corazón se le había acelerado un poco.
El muy traidor.
Sin duda, muchos hombres y mujeres, tal vez incluso animales, se
habrían acobardado ante esa mirada. Pero ella, no. El conde tenía la
mandíbula más fuerte que Freya hubiera visto, rematada con un hoyuelo en
el centro de la barbilla, cejas oscuras y gruesas, y surcos permanentes en el
entrecejo que la hacían sentir que desaprobaba de ella. Era alto, también, de
hombros anchos. Y por supuesto, la ropa le calzaba a la perfección y estaba
hecha de las telas más finas.
Pero nada de eso importaba. Ni su aspecto aceptable –porque era
apenas eso– ni el abrigo que debía de costar lo que ella ganaría en toda su
vida, ni su ceño fruncido, ni sus labios generosos.
Se reprendió a sí misma. ¿Labios generosos? ¿A quién le importaba
si tenía labios generosos? ¿Por qué iba a notarlo? Sacudió la cabeza y lo
miró desde debajo del ala de su sombrero.
Él la miraba con expresión torva; su propio sombrero echaba
sombras sobre su cara, haciéndolo parecer todavía más oscuro e
intimidante.
No obstante, eso no la disuadiría.
Perseguía una historia y no iba a permitir que él la ahuyentara. Esta
podía ser su oportunidad de dejar atrás esas odiosas e insípidas columnas de
chismes sociales que tanto detestaba. Dios, podía imaginarlo: escribir una
historia sobre las aristócratas desaparecidas y obtener por fin el respeto que
anhelaba por su escritura. Llegar a ser alguien en ese mundo de hombres
que eran los periódicos.
Sí, claro, y también ganar dinero suficiente como para mantener
cómodos a sus padres en la vejez.
De manera que la mirada torva de un caballero con título de nobleza
no la iba a desviar de su camino, por más que él le acelerara el corazón.
—Debería dejar de seguirme, señorita Haversham. Es una conducta
muy poco apropiada.
Ella resistió el impulso de poner los ojos en blanco. Una conducta
apropiada era para damas de alcurnia, no para trabajadoras como ella.
Desde que tenía memoria, había vagado por las calles de Londres, buscando
trabajos apenas respetables donde podía, hasta que por fin convenció al
editor del Chronicle de que la empleara. Había aprendido a cuidarse sola y
no tenía tiempo para una “conducta apropiada”
—Lord Huntingdon, solo necesito unos minutos de su tiempo.
Él negó con la cabeza.
—No tengo unos minutos.
—Ha rechazado todos mis pedidos de audiencia.
—Pues, sí. Cuando uno es conde, por lo general está bastante
ocupado.
—Solo tengo unas preguntas…
Él giró sobre sus talones.
—Debería volver a su casa, señorita Haversham. Está oscureciendo.
Freya se adelantó rápidamente y le bloqueó el paso. Era bastante
absurdo pensar que ella, con su estatura promedio, su apariencia corriente,
su cabello corriente, bueno, todo corriente menos su mente, podría detener a
ese hombre rico, arrogante, más que aceptable en apariencia, pero ella
nunca se había rendido con facilidad y no lo haría ahora. Le había llevado
meses presentar su trabajo a su editor y quedarse esperando fuera de su
oficina para que finalmente leyera lo que había escrito.
—Señorita Haversham, ¿cree que seguirme los pasos todos los días
es la manera correcta de abordar esto?
Ella frunció los labios ante su tono condescendiente.
—Milord, usted ha rechazado todas mis solicitudes de audiencia y
de verdad que solo tengo unas preguntas…
—No tengo nada que decir sobre la señorita Jenkins. —Frunció el
ceño y se masajeó la frente—. Es decir, la señora King.
Freya vaciló.
—¿La señora King? —repitió, sorprendida. Se refería a la mujer con
la que iba a casarse. Recordaba haber escrito sobre el compromiso hacía
unos años—. Oh, no, no estoy interesada en su compromiso fallido.
Una mueca fugaz de dolor cruzó por la cara de Lord Huntingdon.
Ella maldijo mentalmente. La mayoría de los matrimonios entre
miembros de la clase alta se arreglaban por conveniencia, por lo que había
dado por sentado que a él no le importó cuando la señorita Jenkins puso fin
al acuerdo, pero tal vez realmente la quería. No era algo tan extraño,
tampoco.
Aunque era difícil imaginar que este hombre de expresión fría y
ceñuda, envuelto en privilegios y riqueza, pudiera amar a alguien que no
fuera él mismo.
—Es decir, me gustaría hacerle preguntas sobre otro asunto.
—Sea lo que sea, no tengo comentarios al respecto. No me importa
si Lady W está teniendo un romance con Sir S o si los patrocinadores de
Almack’s amenazan con prohibir la presencia de cierto mujeriego vividor
en la venerada pista de baile. —La miró a los ojos—. Yo, señorita
Haversham, no tengo debilidad por las habladurías.
Por lo general, a ella no le importaba si la gente menospreciaba su
trabajo. Al fin y al cabo, era solo un medio para un fin. Pero por alguna
razón, sintió una punzada de dolor, como si hubiera rozado un manojo de
ortigas y ahora tuviera la piel caliente y dolorida. No debería importarle.
¿Por qué iba a preocuparle la opinión de un hombre que nunca había
trabajado en su vida?
Le sostuvo la mirada y enderezó los hombros.
—No estoy buscando chismes. Busco hechos. Sobre un asunto de
particular importancia.
—Sí, claro —dijo él con desdén.
—La desaparición de Lady Steele.
Vio un destello en su mirada. Podría haber sido un truco de la luz
que llegaba desde el edificio cercano, pero no le parecía que fuera así. Su
instinto rara vez le fallaba, menos cuando se trataba de una historia y en
este momento, su instinto estaba en llamas.
Él sabía algo.
—Al fin y al cabo, usted fue uno de los últimos en verla —insistió
Freya—. Justo antes de que desapareciera hace más de cuatro años.
Él se encogió de hombros.
—Ella pertenecía a la alta sociedad. Como sin duda habrá notado,
señorita Haversham, nosotros, los nobles, tendemos a pasar tiempo juntos.
—¿Entonces ella no le hizo ningún comentario? ¿Usted no intuyó
que pudiera estar en problemas? Debe admitir que es extraño. Últimamente
ha habido una serie de desapariciones y secuestros de mujeres adineradas.
De hecho, ha habido al menos cuatro que…
Él levantó una mano.
—Señorita Haversham, al parecer, tiene usted una imaginación
bastante febril. Por mucho que me gustaría decir que suelo juntarme con
muchas de las hermosas mujeres de la alta sociedad, no lo hago. Soy un
hombre ocupado, con poco tiempo para socialización y frivolidades. Lo
siento si eso no alimenta su columna, pero es así. —Hizo un movimiento
con la mano en dirección a algo detrás de ella y Freya se volvió, frunciendo
el ceño. Un carruaje de alquiler se acercó; él subió de un salto y dio unos
golpecitos en el techo.
—Buenas noches, señorita Haversham —dijo mientras cerraba la
puerta rápidamente y se asomaba por la ventana—. ¡Deprisa! —gritó al
cochero antes de que ella pudiera terminar de comprender lo que había
ocurrido.
El carruaje se alejó, sin darle tiempo para reaccionar o asir la puerta.
Bajó la mano y observó cómo el vehículo desaparecía en la esquina. ¿Qué
habría hecho si hubiera logrado asir la puerta? ¿Se habría colgado del
carruaje como una desquiciada?
Tal vez.
Podía habérsele escapado esta noche, pero no sería la última vez que
la vería. Había una historia detrás de los ojos del apuesto conde y nada la
disuadiría de descubrir cuál era.
Capítulo Dos
Tras gritarle la dirección al cochero mientras avanzaban
rápidamente por las calles tranquilas, Guy abandonó el carruaje a cierta
distancia del lugar de encuentro. Miró a su alrededor en la oscuridad. Las
ventanas brillaban y las farolas comenzaban a encenderse, disipando poco a
poco las sombras. El olor a humo impregnaba el aire a medida que las casas
encendían las chimeneas para alejar el frío otoñal. Una ligera brisa le movió
el pañuelo que llevaba al cuello. Se ajustó el abrigo alrededor del cuello y
echó otro vistazo a su alrededor.
Varias personas caminaban deprisa por la acera y pasaban carruajes
por la calle. Observó a cada uno detenidamente. Era imposible que la
señorita Haversham lo hubiera alcanzado, pero no se sorprendería si a la
condenada mujer le salieran alas y volara por sobre los tejados solo para
fastidiarlo con más preguntas.
Preguntas que no podía, no quería responder. Preguntas que eran
casi peores que “¿Por qué la señorita Amelia Jenkins rompió su
compromiso apenas una semana antes de la boda?”.
Esa pregunta la podía responder, pero bueno… “Huyó gritando del
dormitorio” no era una respuesta que le apetecía que se divulgara.
En cuanto a las mujeres desaparecidas, si decía una sola palabra ante
una reportera fisgona, todas podrían estar en peligro. De alguna manera,
sospechaba que la señorita Haversham no dejaría el asunto en paz, así que
tendría que idear una manera de alejarla de la historia.
Maldición. Se pasó una mano por la cara y echó a andar en
dirección al parque, satisfecho de que ninguna mujer de barbilla obstinada
lo seguía. ¿Cómo había hecho para conectar a las mujeres con él? Había
sido cuidadoso al extremo de lo absurdo. El Club de Secuestros era un
secreto bien guardado, solo conocido por las personas que habían sido
secuestradas, buscaban su ayuda o eran miembros del grupo. Que lo vieran
con una de las mujeres desaparecidas no era ningún delito y si mal no
recordaba, se había encontrado por casualidad con Lady Steele justo antes
del secuestro y ella se había mostrado tan cautelosa como él.
Atravesó los portones de hierro forjado de Green Park y se dirigió
hacia la fuente. Con un clima más cálido, el parque estaría abarrotado de
transeúntes, pero por la noche los sombríos senderos a menudo albergaban a
ladrones y borrachos. Precisamente por eso había traído su pistola. Podía
arreglárselas en la mayoría de las situaciones, pero nunca convenía
descuidarse.
Cuando salió del otro lado del parque, cerca de Piccadilly, un
carruaje avanzó desde las sombras de un callejón lateral. La puerta se abrió
y él entró en el interior oscuro. Las sombras ocultaban el rostro de la mujer,
pero el porte regio de Lady Clearbury, Duquesa de Newhampton era
inconfundible.
—Su Gracia —La saludó y se ubicó frente a ella.
El vehículo se puso en movimiento bruscamente y él se aferró al
borde de la ventana abierta con una mano enguantada.
—Gracias por encontrarse conmigo, Henleigh.
Esperó; el silencio se veía interrumpido solo por el ruido de las
ruedas y el golpeteo de los cascos. Según su experiencia, a las mujeres que
acudían a él les resultaba difícil encontrar las palabras para describir la
situación. Era mejor no hacer preguntas hasta que juntaran valor. Solicitar
sus servicios ya requería suficiente determinación como para que un
hombre exigiera respuestas y en los últimos años había aprendido a tratar a
esas mujeres con mano suave.
No es que alguna vez hubiera tratado a las mujeres con mano
brusca. Ni que fuera a hacerlo. Había visto lo que algunas bestias de
hombres hacían a las mujeres y si pudiera colgarlos a todos, lo haría, pero
por desgracia, no había castigo para un hombre que era violento con su
propia esposa.
Lady Clearbury carraspeó y se estrujó las manos. Él había creído
que su matrimonio era agradable. El duque y ella parecían llevarse bien y
hacía por lo menos dos décadas que estaban casados. Pero las apariencias
podían ser engañosas. Lo sabía demasiado bien.
Muchos pensaban que era el clásico solterón empedernido –con
alguna amante escondida en algún sitio, quizás–, pero comprometido con
permanecer soltero y hacer el amor con todas las damas de la alta sociedad
a espalda de sus esposos. Esa impresión errónea le venía muy bien, pero no
podía estar más alejada de la verdad.
—Necesito su ayuda —dijo ella con voz algo ronca.
—No sé qué puedo hacer para ayudarla —respondió él con cautela.
—Creo que sí lo sabe. —La duquesa le clavó la mirada; la luz de las
farolas que pasaban iluminaba sus facciones severas—. Sé que ha ayudado
a otras mujeres.
Él no respondió.
—Quiero que ayude a mi hermana.
—¿Su hermana?
Ella asintió.
—Lady Louisa Pembroke. Tiene su misma edad, aproximadamente.
Sin duda debe haber asistido a su baile de presentación.
—Ah, sí. —Él frunció el ceño—. Lamento decirle que no la he visto
en años.
—Por un motivo claro. —Lady Clearbury apretó los labios—. Su
esposo controla todos sus movimientos. Rara vez le permite ir a algún sitio.
—Comprendo.
—No he podido verla en dos años. —Su voz se quebró y la mujer se
inclinó hacia adelante—. Lo cierto es que el Barón Pembroke, su esposo, es
una bestia violenta que la golpea a su antojo. Mi hermana es obediente y
estaba ansiosa por ser una buena esposa. Es imposible que merezca algún
tipo de crueldad.
—Soy de los que creen que nunca es aceptable levantarle la mano a
una mujer, independientemente de su comportamiento —respondió él con
firmeza.
—Pues es usted una rareza, me temo.
—¿Cómo sabe que la está tratando de esa manera si no la ha visto?
—A Guy le desagradaba hacer esas preguntas, pero tenía que estar seguro
de la situación de la mujer antes de poner al Club de los Secuestros –y a sí
mismo- en riesgo.
—Logró enviarme una carta hace aproximadamente un mes. Las
golpizas son cada vez peores. Dijo que temía morir a manos de él. —Buscó
dentro de su pequeño bolso y sacó una hoja de papel. Le entregó la carta
con mano temblorosa.
Él la tomó y la apuntó hacia la luz de la calle. No pudo leerla toda,
pero vio lo suficiente como para reconocer la gravedad de la situación.
—Necesito que rescate a mi hermana Louisa. De cualquier manera.
Me temo que si sigue atrapada dentro de ese matrimonio, sus miedos se
harán realidad. —La duquesa alargó el brazo y le apretó la mano con fuerza
—. Por favor, diga que lo hará.
Guy no necesitaba pensarlo dos veces. Podía no tener mucho que
ver con mujeres últimamente y estar decidido a seguir así tras el fiasco con
Amelia, pero había visto con sus propios ojos lo que esa clase de hombres
les hacían a sus esposas. No podía dejar a Louisa Windham librada a su
destino y esta era precisamente la razón por la que se había formado el Club
de Secuestros.
—La ayudaré —prometió.

Freya decidió dejarse puesto el grueso abrigo; tras quitarse las


horquillas del cabello, las guardó en el bolsillo. Pasándose los dedos por el
pelo, se masajeó el cuero cabelludo con un suspiro de alivio. Qué tontería
era tratar de mostrarse profesional. Quizá Lord Huntingdon la habría tratado
con más cordialidad si se hubiera mostrado dulce y bonita como una de las
damas de la alta sociedad.
Frunció la nariz y se detuvo a encender la única vela del pasillo. Era
imposible que pudiera parecerse a esas damas, sobre todo sin dinero ni
educación. Todo en ella era pálido. El cabello rubio que tenía un brillo casi
blanco bajo cierto tipo de luz y ojos que eran apenas aceptablemente
azules. Si bien las mujeres de la alta sociedad preferían un cutis claro, el
suyo lucía más enfermizo que delicado.
Por desgracia, no carecía de vanidad, aunque debería no conocer la
palabra. Lucir bonita significaba poco para una mujer como ella. La única
forma en que podría conseguir algo en la vida sería con mucho trabajo.
Aunque eso no le impedía preguntarse cómo se sentiría que un
hombre como el conde la admirara.
Freya se reprendió mentalmente y tras avanzar en puntillas por el
pasillo, se detuvo en la entrada a la sala. El fuego ofrecía un débil
resplandor que apenas calentaba la habitación, mucho menos el resto de la
casa. Tendría que dormir con el gastado abrigo puesto esta noche, ya que su
padre no había mantenido el fuego encendido.
Pasó junto al sillón donde había dejado a su padre esa mañana. Un
ruido parecido al gruñido de un perro enfadado brotaba de su boca abierta.
Miró al perro a sus pies.
—¿Cómo es posible que papá suene más como un perro que tú? —
susurró.
Las orejas de Brig se enderezaron y el perro se levantó lentamente.
El bulldog, que le llegaba solo hasta la pantorrilla, avanzó despacio hacia
ella. Freya se agachó, extendiendo una mano hacia el animal medio ciego
que se movía con dificultad hacia su olor. La olfateó uno segundos y luego
se restregó contra su mano. Ella sonrió, se sentó en el suelo y permitió que
el perro blanco se acomodara en su regazo para recibir caricias.
—Debería encender este fuego o todos moriremos congelados —
dijo a Brig.
—Solo me he quedado dormido un rato —protestó su padre—. No
hace tanto frío.
Ella levantó la mirada y lo vio incorporarse en el sillón y ajustarse la
manta alrededor del cuerpo.
—¿Ah, no? Entonces creo que no necesitas esa frazada.
—Me gusta —objetó él—. Es cómoda.
Freya se levantó y dejó el perro en la alfombra cerca de las brasas
restantes. Su padre la miraba a través de párpados caídos; las cejas pobladas
casi bloqueaban su visión. Las arrugas y una nariz grande y rojiza
dominaban su cara enmarcada por una gruesa mata de pelo blanco.
A veces deseaba que sus padres fueran más jóvenes, deseaba haber
nacido antes, pero ningunos padres podían amarla tanto como ellos. “Su
pequeño milagro”. Tras veinte años de intentar concebir un hijo, ella había
llegado como una bienvenida sorpresa.
Depositó un rápido beso en la mejilla de su padre, fue hasta la
chimenea, la llenó de ramitas secas y sopló. Las llamas cobraron vida y ella
añadió unos leños.
—¿Qué hora es? —preguntó su padre, dirigiendo una mirada a la
repisa.
—Hora de ir a la cama.
Disimuló un bostezo detrás del dorso de la mano. Entre la
investigación que estaba haciendo para su historia, las horas que se había
quedado despierta para terminar la columna de chismes y el tiempo que
dedicaba al cuidado de sus padres, apenas si había dormido cuatro horas la
noche anterior. Si a eso le sumaba las noches pasadas ayudando a Lucy
hasta tarde, creía que no había dormido una noche entera en al menos un
mes.
—¿Cómo va tu historia? —Su padre se levantó de la silla e hizo una
mueca de dolor al sentir el crujido de una articulación—. Ay, por Dios,
Freya, no envejezcas nunca. Es sumamente fastidioso.
—Haré lo mejor que pueda —respondió ella con tono alegre.
Su padre se detuvo frente a ella y le acarició la mejilla, girándola
hacia la luz de la lámpara.
—Te ves cansada, hija. Necesitas descansar. Créeme, sé mejor que
nadie lo que es trabajar duro y lo lamentarás cuando tus huesos estén tan
cansados como los míos. —Apretó los labios—. Aunque sabe Dios que
daría cualquier cosa por poder volver a trabajar para que pudieras disfrutar
un poco más de tu vida.
—Disfruto de mi vida —insistió ella; apretó la mano de su padre y
la apartó de su rostro—. Amo escribir y estoy segura de que tengo una
buena historia entre manos.
—Sé que no te gusta escribir esas columnas.
—Son un comienzo, papá. Apuesto a que tú tampoco disfrutabas de
tu trabajo como escribiente, pero mira a dónde llegaste. Te convertiste en
abogado con una excelente reputación.
—Si mi vista no estuviera tan mal como la de Brig, seguiría
trabajando como abogado —gruñó él.
—Extrañarías demasiado tus siestas diurnas —bromeó Freya.
—Bueno, estoy seguro de que podría acomodarlas en mi jornada
laboral —respondió él con una sonrisa. Levantó la mirada hacia el techo—.
¿Has ido a ver a tu madre? Lucy ha venido a ayudarme con la cena para ella
y estaba muy conversadora. Me refiero a tu madre, aunque esa Lucy podría
dejar sin palabras a los chismosos más grandes de la ciudad.
Freya se rio. Conocía a Lucy desde hacía muchos años, desde que el
padre de Lucy la había traído desde el Caribe cuando era una niña y ambas
se apoyaban mutuamente en lo que podían. Lucy la ayudaba con sus padres
mientras Freya trabajaba y ella ayudaba a Lucy con su próspero negocio
como modista de algunas personas bastante importantes. Últimamente, la
reputación de su amiga se había expandido y Freya sospechaba que no
pasaría mucho tiempo antes de que se mudara de la calle Prince. No
resentía su éxito en absoluto, pero iba a echar de menos tenerla tan cerca.
—Iré a ver a mamá en un momento. Ya debe de estar durmiendo.
—La he escuchado toser durante casi todo el día.
Freya mantuvo su expresión neutral. Lo que menos necesitaba su
padre era preocuparse por la salud de su madre. Desafortunadamente,
todavía no se había recuperado de una enfermedad.
—Estoy segura de que una sopa o un té la harán la ayudarán. Iré a
preparar algo.
Su padre apoyó las manos sobre sus hombros.
—Te irás a la cama —le ordenó—. Soy perfectamente capaz de
calentar la sopa.
—Pero…
—Vete —le ordenó, haciéndola girar hacia la puerta—. Te conozco,
y sé que mañana te levantarás temprano para perseguir esa historia y
prefiero que vayas tras los villanos habiendo dormido toda la noche.
—Sí, papá —respondió ella, sabiendo que él tenía razón. La
pregunta que se hacía era: ¿Lord Huntingdon era realmente un villano?
Capítulo Tres
Russell levantó sus hombros atléticos.
—Bueno, Rosie podría intentar ponerse en contacto con Lady
Pembroke —sugirió.
Guy miró a su medio hermano, que vigilaba junto a la ventana.
Aunque era inteligente y tenía tal vez la mente más rápida de los tres
miembros del Club de Secuestros, no lograban encontrar la manera de
llegar a la esposa del barón. A estas alturas, ni siquiera sabían si la mujer
seguía con vida, pues era una rareza verla en sociedad.
Frunció el ceño. En realidad, ya eran cinco miembros. Tanto Russell
como Nash se habían casado en el último año y ambas esposas ayudaban
con los secuestros.
—Creo que es mejor que lo intente yo —dijo Guy—. Por lo visto, el
marido de Lady Pembroke es violento; no querría ponerla en peligro.
—La desquiciada de mi mujer ama el peligro —dijo Russell,
levantándose de la silla en la cabaña en ruinas—. Pero confío en tu criterio,
Guy.
Mientras Grace, la esposa de Nash, ayudaba con el cuidado de las
damas y se mantenía fuera de peligro, Rosamunde participaba en los
secuestros. La audaz mujer lo hacía muy bien. Desde que las esposas de
Nash y Russell se habían unido al club, habían salvado a dos mujeres de
situaciones desesperadas. Se pasó una mano por la cara. A veces, el asunto
de los secuestros lo agotaba, pero no podía cesar con la actividad. Si las
mujeres acudían a él, no podía negarles su ayuda.
Nash, su amigo de toda la vida y miembro de la nobleza como él,
dejó caer varios terrones de azúcar en la taza que tenía delante.
—¿Tenemos certeza de que esta mujer está en problemas?
—Vi una carta —respondió Guy—, pero por eso mismo
necesitamos hablar con ella. No sabemos nada de su situación, pero por lo
que dijo Lady Clearbury, su esposo tiene la mano pesada. No veo por qué
nos mentiría.
Su hermano asintió.
—¿Por qué una duquesa solicitaría tus servicios y se arriesgaría a
ser blanco de habladurías sin una buena razón? —preguntó.
Guy miró a Russell. Confiaba completamente en su juicio, aunque
su parentesco no se había hecho público hasta ese verano y si bien habían
estrechado la relación, ninguno de los dos sabía muy bien todavía cómo
comportarse como hermanos. Russell había pasado toda su vida solo, por lo
que se estaba acostumbrando a tener una esposa y un hermano. A pesar de
que Guy conocía su parentesco de sangre desde hacía más tiempo, a veces
todavía lo tomaba por sorpresa el hecho de tener un familiar en quien
realmente podía confiar.
—Con gusto haré lo que sea necesario —dijo Nash—. Solo
avísame. —Bebió un sorbo de té, frunció el ceño y empujó la taza hacia el
otro lado de la mesa—. Creo que prefería cuando nos reuníamos en la
posada. —Hizo un gesto que abarcaba la habitación ventosa, con una
ventana rajada, paredes que solían ser blancas pero estaban descascaradas y
sucias, y una antigua cocina de leña manchada de óxido—. ¿No tenemos
fondos suficientes como para reunirnos en algún sitio agradable?
Guy negó con la cabeza y se levantó de la desvencijada silla en la
que estaba sentado. Cogió su abrigo del respaldo y recuperó el sombrero y
los guantes del perchero.
—Esa maldita periodista me está siguiendo. Era demasiado
arriesgado encontrarnos en cualquier lugar público y esta fue la única casa
que pude conseguir con poca antelación y toda la discreción necesaria.
—Ah, sí, la señorita Haversham —Una sonrisa se dibujó en el rostro
de Nash—. Me gustan sus columnas. Siempre consigue la mejor
información.
Guy arqueó una ceja.
—¿Disfrutas de las columnas de chismes sociales?
Russell negó con la cabeza.
—Solo le gustan porque ella lo describió como misterioso y guapo.
—¿Sí? —dijo Nash—. No lo recordaba.
Guy entornó los ojos.
—Claro que lo recuerdas; por el amor de Dios, mantente lejos de esa
mujer.
—No siente ningún interés por mí —replicó Nash—. Solo por ti,
parece. —Se levantó de la mesa y se detuvo—. ¿Cómo fue que te
describió? No logro recordarlo bien.
—No tengo idea —respondió Guy, tajante.
La última vez que había aparecido en su columna fue después de la
ruptura del compromiso y aunque no había querido leerla, le resultó
imposible no echarle un rápido vistazo. Necesitaba saber si Amelia revelaba
algo sobre el motivo por el que había puesto fin a la relación. Por fortuna,
no dijo nada.
—Nash —advirtió Russell.
—Ah, sí. Creo que dijo que eras “apuesto, sombrío, pero algo
carente de personalidad”. —Nash apoyó una mano en el hombro de Russell
—. Pronto será tu turno. Me pregunto cómo te describirá.
Russell frunció el ceño.
—¿Por qué escribiría sobre mí?
Nash le dirigió una mirada.
—Eres el medio hermano perdido del conde de Henleigh. Por
supuesto que querrá escribir sobre ti.
—No si puedo evitarlo —murmuró Guy—. Aunque es una mujer es
muy decidida.
—¿Qué mujer no lo es? —preguntó Nash, encogiéndose de hombros
—. He aprendido a seguirles la corriente, simplemente. Es mucho más fácil
así.
Russell sonrió y asintió; abriendo los brazos, se apartó del alféizar
de la ventana.
—Estoy de acuerdo.
—Pues yo no pienso seguirle la corriente a la señorita Haversham
—declaró Guy—. Podría poner en peligro todo por lo que hemos trabajado
y peor aún, a las mujeres a las que hemos ayudado.
—Estoy seguro de que puedes lidiar con una mujer menuda –dijo
Nash—. Al fin y al cabo eres el conde de Henley.
—Puedo manejarla, sí —murmuró Guy. Por supuesto que podía.
Decididamente. Una mujer menuda y pálida no iba a vencerlo. No,
señor.
—Solo aléjate si se acerca a ti.
—Entendido. —Russell se unió a él en la puerta—. Entonces veré si
puedo descubrir algo más sobre lady Pembroke y su rutina.
—Desde lejos —le recordó Guy.
—Por supuesto.
—Y yo regresaré al campo con mi bella esposa y esperaré a recibir
noticias de vosotros. —Nash los miró—. Juro que no sé cómo ni Grace ni
yo vimos el parecido entre vosotros. Sobre todo Grace. Es la mujer más
inteligente que conozco.
Russell carraspeó.
—No nos parecemos en nada.
—No de una manera obvia, pero no hay duda de que hay algo allí.
En la zona de los ojos, diría. —Apuntó un dedo a la cara de Russell y él se
lo apartó—. Por no hablar de que tenéis el mismo color de pelo.
—Nash, uno de estos días te enviaré de regreso a tu hacienda en
ruinas y te dejaré allí —se quejó Guy.
—No te atreverías. Necesitas de mi encanto y atracción. Cosas de
las que vosotros dos carecéis, por cierto. Las mujeres a las que ayudamos os
tienen pánico. Además, la hacienda ya no está en ruinas. La casa está
quedando muy bien.
—Esperaré la invitación a cenar —bromeó Guy.
—Pues todavía no está lista para recepciones —admitió Nash—.
Pero hemos hecho muchos progresos.
—¿Quién os la está pintando? —preguntó Russell—. Lo pregunto
porque…
Guy se marchó antes de que los dos hombres pudieran seguir
hablando y montó su caballo. Podía prescindir de conversaciones sobre la
felicidad matrimonial y la pintura de las residencias que compartían con sus
esposas. Aunque la felicidad de ellos no le despertaba ningún resentimiento,
era un recordatorio doloroso de que jamás experimentaría lo mismo. A
juzgar por cómo había reaccionado Amelia ante él, ninguna mujer querría
acercársele.

Esta historia tenía que valer la pena. Tenía que valerla.


Tenía que valer el agua que se filtraba lentamente por el agujero de
su bota izquierda y las gotas de lluvia que caían sobre la espalda de su
abrigo desde el ala del sombrero. Por lo menos tenía que valer las dos horas
que había pasado de pie bajo la lluvia. Pero el chico del periódico dijo que
había visto partir el carruaje del conde más temprano en el día y Freya no
tenía intención de dejar que se le escapara de nuevo.
Acurrucada bajo un árbol, observaba cada carruaje que pasaba con
la esperanza de ver el escudo del conde. Bajó la mirada a sus dobladillos
embarrados. Elegir su vestido de muselina más elegante había sido un error.
La tela clara absorbía la mitad de los charcos, dejándola con faldas que iban
de blanco a marrón claro y a un bonito color de barro oscuro. Hizo una
mueca. ¿Cómo pretendía que el conde la tomara en serio cuando tenía
aspecto de haber atravesado un campo embarrado?
Pues ya no importaba. Vio el escudo que estaba segura que jamás
olvidaría. Había estudiado todo sobre este hombre y algo en él le resultaba
extraño. Aunque se comportaba como un solterón empedernido, no dejaba
detrás de él una multitud de mujeres desconsoladas. Hasta las circunstancias
detrás de su compromiso roto eran extrañas. La señorita Amelia Jenkins,
por lo que ella sabía, había estado feliz con la idea de desposarlo y se la
veía muy enamorada. No comprendía por qué había cambiado de idea a
último momento.
Tenía que concluir que un hombre moderadamente atractivo como el
conde tenía amantes en algún lugar. Un caballero como él no podía vivir la
vida sin compañía femenina. Nadie como ella para saberlo: se había
cansado de escribir sobre romances y escándalos menores. Pero dónde
estaban esas amantes, no tenía idea. Ni siquiera había podido desenterrar
algún indicio de algo escandaloso o ilegal.
No obstante, allí había una historia, de eso estaba segura. Él sabía
algo sobre esas mujeres desaparecidas; no iba a permitir que siguiera
esquivándola.
Avanzó directamente hacia la calle y levantó las manos. El carruaje
se acercaba rápidamente; la lluvia resbalaba por el elegante exterior negro.
Sintió la vibración del suelo bajo sus pies a medida que los dos caballos
acortaban la distancia. Había anticipado que el conductor se detendría
mucho antes, pero el vehículo seguía avanzando. Retuvo la respiración y
frunciendo el rostro, se preparó para una colisión.
Qué tontería, morir sobre esa cuesta.
El corazón se le fue la los pies cuando el carruaje se detuvo
abruptamente, en medio de relinchos de caballos y maldiciones del cochero.
—¿Qué demonios cree que está haciendo? —la increpó el hombre.
Ella le hizo un gesto con la mano y tras rodear el carruaje, abrió la
puerta y subió. Se dejó caer sobre el asiento acolchado, frente al conde.
Él bajó el periódico, despacio, y arqueó una ceja oscura. Suponía
que esa mirada podía resultarles excitante a algunas mujeres. A ella, cómo
la miraban esos ojos azules grisáceos le comprimía ligeramente el pecho.
Pero no, seguramente se debía al temor de haber muerto pisoteada por el
carruaje. Se llevó una mano al pecho y esbozó una rápida sonrisa.
—Milord —dijo, sin aliento.
Él dobló el periódico, lo dejó sobre el asiento y luego dio unos
golpes en el techo del vehículo.
—Continúa —le ordenó al cochero.
Ella apoyó la palma de la mano sobre el mullido asiento cuando el
vehículo se puso en movimiento otra vez.
—Pensé que tal vez me arrojaría a la calle.
—Tentador. —La miró—. Pero por lo visto, ya ha andado bastante
por los charcos y el barro.
Freya sintió un ardor en las mejillas. No debería importarle lo que él
pensara sobre su aspecto. Al fin y al cabo, ¿cómo iba a competir contra
sedas, plumas y diamantes? Sin embargo, una parte minúscula de ella
deseaba poder experimentar alguna vez esas cosas. Solo una vez. Después
de todo, no era codiciosa. ¿Cómo se sentiría ser hermosa, glamorosa y
admirada por alguien como el conde?, se preguntó.
Meneó la cabeza para componerse y centró su atención en el conde.
—Hace un tiempo que lo estoy esperando.
—Sabía que debería haber continuado a caballo —murmuró él.
—¿Cómo dice?
—Nada. —Entrelazó las manos enguantadas sobre una rodilla—.
¿Qué es lo que quiere, señorita Haversham? Soy un…
—…un hombre ocupado. —Ella levantó la mano—. Lo sé.
—Pues vaya al grano, entonces.
—Todo lo que pido es una audiencia con usted.
Él apretó los labios.
—Se la concedo. Ahora.
—Una audiencia verdadera en la que pueda hacerle mis preguntas y
no esté empapada hasta los huesos.
La mirada de él se posó sobre ella y las arrugas de su ceño se
profundizaron. Cogió una manta que estaba junto a él y antes de que Freya
se diera cuenta de lo que sucedía, colocó el paño de lana maravillosamente
suave alrededor de sus hombros.
Enseguida se echó hacia atrás, dándole apenas unos segundos para
inhalar su fragancia sutil. Olía a sándalo y ligeramente a menta. Por algún
extraño motivo, ese aroma la hizo sentir un temblor interior.
O tal vez fue su proximidad.
Freya apartó el pensamiento de su mente. No podía haber sido nada
de eso. Lo más probable era que estuviera nerviosa por estar tan cerca de la
historia que buscaba.
—Yo… —Apretó los labios con fuerza—. Es decir…
—No sé nada sobre esas mujeres. Vi a Lady Steele justo antes de su
desaparición y parecía completamente normal, no me dio ningún indicio de
por qué podría desaparecer. Y lamentablemente, no puedo decirle nada más.
—Se echó hacia atrás—. ¿Satisfecha?
—¿Satisfecha? —repitió ella con voz ligeramente ahogada.
Algo había en los ojos de él que le decía que él sabría con exactitud
cómo satisfacer a una mujer. Lo que hacía que fuera todavía más
desconcertante que no pudiera encontrarle un historial de amantes. De
pronto sintió que le fluía calor por el cuerpo y apartó la manta. Él la miró,
divertido. Maldición, seguramente sabía cómo la hacía sentirse.
Se maldijo también a sí misma por caer en sus redes. No era una
debutante inocente con flores en el cabello. Por el amor de Dios, tenía
veintiocho años. Una solterona de escasos recursos. No tenía tiempo para
los encantos de un hombre privilegiado.
—Lord Huntingdon, le solicito de nuevo una audiencia para poder
hacerle preguntas de manera adecuada. —No en tan estrecho confinamiento
con ese hombre casi guapo.
El conde se pasó una mano por la mandíbula, y ella vio la barba
incipiente: le crecía muy rápido o esa mañana él había salido de prisa, sin
afeitarse.
—¿Señorita Haversham?
Freya levantó la mirada hacia él.
—¿Sí?
—Le he preguntado si el martes estaría bien. ¿A las dos de la tarde?
—Ah. Sí. Por supuesto. —Se esforzó por reprimir la sonrisa tonta
que amenazaba con dibujarse en su cara—. Sería maravilloso. —Hizo una
pausa—. Quiero decir, sería aceptable.
—Excelente. —Él dio unos golpecitos en el techo del carruaje y
abrió la puerta cuando el vehículo se detuvo—. Buenos días, señorita
Haversham. —Movió la cabeza en dirección a la puerta abierta.
Ella se puso de pie rápidamente, arrastrando la manta con ella.
—Oh… —Tiró de ella para quitársela de los hombros y trató de
entregársela al conde, pero él negó con la cabeza.
—Quédesela.
—Pero…
—Quédesela, señorita Haversham.
Con expresión ceñuda, ella cogió la manta con una mano y saltó del
carruaje; cayó dentro de un charco que de inmediato le empapó el pie. Se
volvió para agradecerle, pero el carruaje se alejó velozmente.
Con un suspiro, dirigió una mirada furtiva a la calle tranquila y
acercó la manta a su nariz. Olía a sándalo. Como él.
Capítulo Cuatro

—Llegará tarde, milord.


Guy clavó la mirada en la cabeza del mayordomo. Mirarlo
directamente a los ojos era difícil, ya que Brown era unos buenos sesenta
centímetros más bajo que él. Su escasa estatura no disminuía su capacidad,
sin embargo.
Nada de eso: el mayordomo se desempeñaba de maravillas dándole
órdenes, casi tan bien como la señora Bellamy, su ama de llaves. Guy
sospechaba que gracias a ellos sabía muy bien lo que significaba tener
padres autoritarios. Como su madre prefería residir en climas más soleados
y su padre había muerto hacía años, no estaba en condiciones de decidir si
eso era algo bueno o no.
Brown levantó la cabeza y lo miró; sus ojos azules seguían siendo
brillantes a pesar de su edad avanzada, aunque estaban rodeados de arrugas
y unas cejas canosas y despobladas. Sobre su frente crecían pequeños
mechones de vello blanco que lo hacía parecerse a un animal exótico. Su
pelo ralo imitaba sus cejas, pero con mechones oscuros que Guy juraba que
adoptaban la forma de un animal si uno los miraba durante mucho tiempo.
—¿Milord? —Brown le alcanzó una bufanda.
Guy parpadeó.
—Ah, sí.
—Lo noto sumamente distraído, milord.
—Tonterías —respondió Guy.
Brown se inclinó hacia adelante, brindándole una vista completa del
entramado blanco y negro de su cuero cabelludo.
—¿Tiene algo que ver con esa mujer que no cesa de solicitar una
audiencia? El señor Newport dijo que se paró delante de su carruaje el otro
día. Casi le dio un ataque cardíaco.
Guy lo fulminó con la mirada.
—Por supuesto que no tiene nada que ver y debo advertirte que no
cotillees con el señor Newport, Brown.
—Bueno, pues alguien tiene que decirme qué está haciendo usted
con su vida. Nunca me cuenta nada.
—No tengo por qué hacerlo —protestó Guy.
—Si no fuera por mí, usted no sabría si va o viene, milord.
—Sé con toda certeza que me voy. Ahora mismo. —Cogió la
bufanda y se la colocó alrededor del cuello, ajustándola con fuerza.
Salió de la señorial casa y avanzó a zancadas por el largo sendero
entre flores casi secas y arbustos verdes que protegían la residencia de la
vista de la transitada calle londinense. ¿De qué demonios hablaba Brown?
No estaba nada distraído. Nada.
Una ráfaga de viento envió lluvia a mojarlo de costado. Él hizo una
mueca y recordó los hombros temblorosos de la señorita Haversham
después de que había estado tanto tiempo bajo una lluvia similar. Sin duda
ahora estaría mojándose en la calle, haciendo lo que fuera que hacían las
periodistas. Seguramente acosando a preguntas a alguna pobre alma. Esa
mujer tenía que poner el foco sobre a otra historia o volver a las columnas
de chismes sociales. Seguramente no era necesario quedarse bajo la lluvia
torrencial para escribir sobre las idas y venidas de la alta sociedad ¿o sí?
Apretó los labios. Esa mujer también necesitaba un abrigo más
grueso. Una parte de él había querido llevarla directamente a la modista
más cercana y encargar un grueso abrigo forrado para nunca tener que
volver a verla tiritar de esa manera.
Maldición. Ni siquiera quería volver a verla. Después de su
encuentro…
Se detuvo al final del sendero y adoptó una expresión adusta.
¿Acaso había conjurado su presencia?
—Señorita Haversham.
Del otro lado del portón, ella luchaba con un paraguas negro en una
mano y con la otra, intentaba abrir el cerrojo.
—Milord —dijo, presa de frustración, mientras echaba el peso
contra el portón para intentar abrirlo. Una ráfaga sopló por el jardín, le
revolvió las faldas y estuvo a punto de poner a volar su sombrero marrón.
Ella resopló y volvió a intentarlo.
Sacudiendo la cabeza, Guy acortó la distancia entre ellos, destrabó
el portón y lo abrió. Se hizo a un lado y con un movimiento elegante de la
mano, la invitó a entrar.
Ella le dirigió una sonrisa tensa.
—Gracias. Yo…—El viento se ensañó con su paraguas, lo dio vuelta
y casi se lo arrancó de la mano—. ¡Oh!
—Gírelo hacia el viento —le ordenó él contra la ráfaga que se
arremolinaba alrededor de ellos—. ¡En dirección al viento, demonios! —
repitió al ver que ella lo giraba en la dirección contraria y casi le arrancaba
la nariz.
—¡Oh! —Ella se giró, pero el paraguas aleteó, descontrolado, antes
de volver a quedar al revés.
Con un suspiro, él se dispuso a quitárselo de las manos, pero justo
cuando lo cogió, ella se giró y una de las varillas dio contra el rostro de él.
Hizo una mueca de dolor al sentir que le raspaba la mejilla. Ella se paralizó
y el paraguas aleteó una última vez antes de quedar en posición correcta. La
señorita Haversham lo cerró de inmediato.
—¡Cielos! —Buscó en su bolso, sacó un pañuelo y se dispuso a
limpiarle la mejilla.
Él dio un paso atrás, alejándose de su mano.
—¡Está sangrando!
Guy se llevó los dedos a la mejilla y los vio rojos. Demonios. No
podía ir a ver a sus abogados chorreando sangre. Apretándose la mejilla con
la mano, la fulminó con la mirada.
—¿Qué está haciendo aquí, se puede saber?
—Nuestra reunión. —Las cejas rubias se arquearon—. ¿Lo
recuerda? Martes a las dos.
—Ah.
¿Cómo podía haberlo olvidado? Por lo general –con algo de ayuda
de Brown, por supuesto- se consideraba sumamente organizado y no
lograba entender cómo había olvidado que había acordado en hablar con la
rubia y desenfrenada señorita Haversham.
Debía admitir que había pasado algo de tiempo pensando en ella.
Tiempo que no debería haber malgastado dedicándoselo a una escritora
molesta. Su mente no se había centrado en las cosas importantes. Se había
distraído y había malgastado el tiempo considerando qué tipo de figura
ocultaba ese abrigo gastado. O lo afiladas que parecían sus pestañas
húmedas, que resaltaban sus ojos muy claros, dándole un aspecto algo
etéreo. Tenía la piel tan blanca que era casi translúcida, y bajo sus ojos se
veían pequeños círculos oscuros. No sabía si eran por el frío, la falta de
sueño o si simplemente eran parte de ella.
—Estoy bastante ocupado —se defendió.
La señorita Haversham dio otro paso adelante y prácticamente
aplastó el pañuelo contra su cara y lo apretó con fuerza.
—Pues ahora necesita cuidados, así que sea cuales fueren sus
planes, debería cancelarlos. —Hizo una pausa y esbozó una sonrisita
satisfecha—. Y luego podrá responder mis preguntas.
Guy gimió por dentro.

Un hombre más bajo que Freya se quedó mirándolos cuando ella


empujó a Lord Huntingdon por la puerta de entrada, apretándole el pañuelo
contra la mejilla.
—Quítale el maldito paraguas, Brown —ordenó el conde—. Es un
peligro que vaya armada con él.
Una ceja despoblada se arqueó y el mayordomo tomó el ofensivo
objeto de manos de ella.
—¿Algo más, milord?
—No, deja este asunto en mis manos.
Por la forma en que dijo asunto, Freya supo que se refería a ella. La
sola idea de estar en “sus manos” encendía un pequeño fuego en su interior.
Lo apagó de inmediato y se recordó por qué estaba allí. Al diablo con las
elegantes mantas de lana suave –este hombre tenía secretos y muy bien
podía estar detrás de las desapariciones de las mujeres. Le convenía ser
cautelosa con él.
También le habría convenido devolverle la manta, pero no podía
hacerlo, menos cuando su madre parecía dormir tan cómoda envuelta en
ella.
Lord Huntingdon le arrebató el pañuelo y sin decir una palabra, se
dirigió a una puerta. Freya se detuvo por un instante y observó la gran
escalinata tallada; los escalones estaban cubiertos con una mullida alfombra
roja. Todo brillaba y resplandecía, desde la araña de cristal a los jarrones
sobre pedestales.
—¿Viene? —preguntó él, deteniéndose en la puerta.
—Ah. Sí. —Se puso en movimiento y lo siguió. Quedarse
boquiabierta ante tanta riqueza no era la mejor manera de comenzar con
esto. ¿Cómo iba a tomar control de la situación si lo hacía pensar que nunca
había visto tanta opulencia?
La había visto, en realidad. Es decir, un poco. Pero nunca dejaba de
sorprenderla. De no haber sido por su nacimiento tardío, sus padres estarían
viviendo en relativo confort –aun a pesar de que su padre había tenido que
dejar de trabajar antes de lo esperado–, pero jamás habrían llegado a tanto;
en la actualidad, los tres vivían con digna modestia. Uno solo de esos
floreros los salvaría. La desigualdad de la situación la indignaba.
Él abrió la puerta y la hizo pasar. Freya se encontró en una
biblioteca que daba al jardín posterior. Observó el escritorio lleno de
papeles y miró las palabras escritas con tinta, pero no pudo distinguir nada
útil. Sobre la chimenea colgaba el retrato de un hombre que se parecía al
conde, aunque no en la mirada.
—¿Su padre? —preguntó.
—Sí.
—Era apuesto. —Se reprendió mentalmente. No había venido a
hacer conversación ni a agradarle a este hombre. Su objetivo eran las
respuestas.
—Era un bastardo.
Ella se giró hacia él y parpadeó.
—Ah. Quiere decir que…
—No en sentido literal. Simplemente un hombre muy desagradable.
—Yo… —Buscó una respuesta, pero no la encontró. —Ah, su
mejilla. —Se acercó a él, le quitó el pañuelo con una mano y con la otra lo
empujó a la silla que estaba detrás del escritorio. Él se sentó, frunciendo el
ceño.
Freya le limpió la sangre fresca y luego apretó el pañuelo con
firmeza contra su cara.
—Siento haberle hecho esto. Aun si olvidó nuestra reunión.
—No la olvidé adrede. Como dije, soy un…
—Hombre ocupado —lo interrumpió Freya—. Lo sé. Aunque lo
considero capaz de haber intentado evitarme.
—¿Puede culparme, acaso?
Ella levantó el pañuelo y luego volvió a presionarlo contra la mejilla
de él. En su mandíbula, vio otra vez la sombra de la barba incipiente. Llegó
a la conclusión que debía crecerle muy rápidamente.
—No sé a qué se refiere.
—No me agrada que mis asuntos se ventilen en los periódicos para
que el vulgo se divierta.
—Es lógico que la gente quiera saber qué hacen los ricos. Al fin y al
cabo, el vulgo necesita aspirar a algo en la vida.
—Yo no elegí ser rico —objetó él.
—Yo diría que sacrificar algo de privacidad se ve compensado con
esto —dijo, haciendo un gesto que abarcaba la sala.
—Ah, entonces piensa que no le importaría que cada uno de sus
movimientos, cada uno de sus desengaños amorosos fueran comentados y
consumidos por el público?
Ella levantó un hombro y trató de ignorar la parte de los desengaños
amorosos. Un hombre fuerte como el conde sin duda nunca sufriría un
verdadero desengaño. Después de todo, tenía cierto atractivo que le
permitiría conseguir a cualquier mujer que deseara.
—Si no he hecho nada que merezca ser comentado, ¿por qué iba a
importarme?
—¿Entonces no le molestaría que alguien escribiera sobre… no lo
sé, los agujeros de su abrigo o cómo le asoma la enagua por debajo de la
falda.
Freya se sonrojó profundamente. Sentía que las mejillas le ardían
como brasas.
—Eso no es material para chismes.
—Si usted fuera condesa, sin duda lo sería.
Ella soltó una carcajada.
—¿Condesa, yo? Creo que el mundo se pondría patas arriba si eso
llegara a suceder.
—Pero de todos modos, la idea de que escribieran sobre usted la
puso incómoda ¿verdad?
—Eso no tiene nada que ver con…
Él la tomó de la muñeca y le apartó la mano de su rostro. Aunque
ambos llevaban gruesos guantes, cuando la soltó, la sensación de los dedos
de él alrededor de su brazo persistió.
Las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba.
—Temo que le quede una cicatriz.
—Tendré que fingir que fue una herida de esgrima o algo mucho
más interesante que un ataque con un paraguas.
Freya sonrió
—O un encuentro con un temible pirata. Eso es mucho más viril.
La mirada de él se encontró con la suya; sintió que se le cerraba el
pecho. Los ojos oscuros del conde exploraban los suyos y por más que
quisiera, no podía apartar la mirada. No sabía qué buscaba él, pero no pudo
evitar pensar que no eran los ojos de un hombre que les haría daño a las
mujeres. Transcurrieron unos segundos en los que sintió que el corazón le
latía en los oídos.
—No me gusta escribir chismes sociales —soltó ella de manera
abrupta.
Las cejas de él se arquearon.
—Ah.
—Es decir… tengo esperanzas de escribir sobre asuntos más serios.
Por eso estoy… —Hizo un gesto vago con las manos.
Lord Huntingdon soltó un suspiro pesado y corrió la otra silla con
un pié.
—Adelante. Siéntese y hágame sus preguntas, pero dudo que pueda
decirle algo útil.
Capítulo Cinco

¿Por qué estaba allí, siquiera? Guy detestaba los parques


londinenses. Siempre estaban atestados de carruajes y gente y no se podía
caminar sin ser arrollado por algún entusiasta dandi a caballo. Como hoy
era un día seco, Regent’s Park estaba muy concurrido.
Si tuviera un ápice de sentido común, debería dar media vuelta y
huir.
Por lo visto, no lo tenía.
Porque entre la multitud, en algún lugar, estaría la señorita
Haversham con su perro. La noche anterior, antes de marcharse de su casa,
ella le había dicho que lo paseaba aquí todas las mañanas.
Se pasó una mano por la cara y miró a su alrededor, observando a
cada persona que paseaba un perro, en busca de una mujer menuda y pálida
con expresión decidida.
Sabía cuál era el verdadero motivo por el que estaba aquí. Su intento
de disuadir a la señorita Haversham en su investigación de las mujeres
desaparecidas no había salido bien. Después de una noche de insomnio en
la que analizó cada segundo de su encuentro, llegó a la conclusión de que
no había revelado nada sobre su papel en las desapariciones, pero tampoco
había sido lo suficientemente astuto como para despistarla. Muy frustrante,
de hecho. Eran raras las ocasiones en las que podía decir que había actuado
imprudentemente. Comprometerse con Amelia podría haber sido una de
ellas.
Pero al parecer, la señorita Haversham tenía la habilidad de hacer
que su mente funcionara con más lentitud y menos agudeza de lo habitual.
Vaya uno a saber por qué. Había conocido mujeres inteligentes y algo
atractivas, aunque no a muchas que tuvieran agujeros en el abrigo y lo
atacaran con un paraguas.
Se apartó del camino de un carruaje cuyos ocupantes estaban
envueltos en pieles y plumas. Dios, cómo odiaba los parques. No debería
haber venido. No debería siquiera haber pensado en buscarla. Daría la
impresión de que…
—¿Lord Huntingdon?
Se giró lentamente, preparándose para lo que vendría, lo cual era
ridículo, pues no era necesaria preparación alguna para ver a una dama de
cabello rubio con mentón afilado y ojos penetrantes e inteligentes.
Su corazón dio un extraño vuelco.
De pie del otro lado del sendero, la señorita Haversham lo miraba
con una ceja levantada.
Él tocó el ala de su sombrero.
—Señorita Haversham. —Dirigió una mirada al perro blanco que
estaba junto a ella; tenía la cara arrugada, las piernas cortas y fornidas;
parecía un bulldog, pero no llegaba a serlo—. ¿Qué clase de perro es ese?
—preguntó, sin poder contenerse.
Un carruaje pasó velozmente entre ellos. Freya se encogió de
hombros.
—Un bulldog —confirmó—. Es decir, una especie de bulldog.
Creemos que es una mezcla de razas.
—Sin duda —murmuró él.
—¿Qué hace usted por aquí, milord? —preguntó ella, ladeando la
cabeza.
Él intentó buscar una respuesta. Había varias, al fin y al cabo.
Quedar como un tonto podría ser una de ellas. Meterse en más problemas
con ella era otra. La más realista era que no tenía idea de qué estaba
haciendo allí. Ahora que la había encontrado, su gran plan de enviarla a
perseguir otra historia parecía absurdo.
—Pensé que como hoy no llovía… —Hizo un gesto vago. Pasaron
varios hombres a caballo, haciendo vibrar el suelo.
—Está mejor que ayer, no hay dudas. —Ella hizo un gesto hacia su
cara—. ¿Cómo está su mejilla?
—Ah, mejor, gracias. —Frunció el ceño. Esto no iba según lo
planeado. —¿Y cómo está su…?
Varios carruajes pasaron entre ambos. Odiaba los parques. ¿Qué
podía ser una peor pérdida de tiempo que tratar de evitar que lo arrollaran
aquellos que deseaban desesperadamente mostrarse? Tenía muchas mejores
cosas que hacer con su tiempo.
Y sin embargo estaba aquí. Con ella.
Al ver un espacio entre la multitud, cruzó el camino para unirse a
ella; sintió moverse el aire detrás de él cuando un jinete pasó a toda
velocidad.
—Malditos parques —murmuró.
—Si hubiera venido ayer, lo hubiera encontrado mucho más
tranquilo.
Él la miró.
—Ayer diluviaba.
—Sí, lo recuerdo. —Había un destello de diversión en los ojos de
ella.
Guy maldijo por dentro. ¿Por qué esta mujer lo hacía sentirse como
un cachorro inexperto?
Tal vez porque no estaba tan lejos de la verdad, pero aun así, no era
un cachorro inexperto. Había pasado gran parte de su vida interactuando
con mujeres ricas y hermosas, también inteligentes. Algunas quizás incluso
más decididas que ella. Muchas de ellas habían estado interesadas en
desposarlo y hasta habían ideado planes absurdos para pasar tiempo con él.
Ahora que rondaba los treinta y cinco años, el entusiasmo había
disminuido. Por supuesto, ayudaba el hecho de que no asistía a ningún
evento, salvo los más esenciales. Al parecer, ese aislamiento autoimpuesto
había vuelto más ásperos sus modales y lo había hecho olvidar por
completo cómo comportarse con las mujeres.
—¿De verdad viene a caminar aquí todos los días?
Ella asintió.
—Sí. A Brig le encanta ver gente. —Hizo una pausa—. Bueno,
escuchar gente, en realidad.
—¿Cómo dice?
—Es prácticamente ciego —confesó—. Pero le encanta salir y se
pone irritable si no lo saco a pasear todos los días.
Él miró al perro, que había apoyado el trasero sobre el césped y
parecía conforme con estar allí sentado con la lengua afuera.
—Ya. —Frunció el ceño—. ¿Brig?
—En realidad se llama El Brigadier. Era un cachorro severo y
autoritario, así que el nombre le sentaba. Pero ya está muy viejo y hago lo
que puedo para que esté contento. Lo merece.
Él vio la ternura de su expresión antes de que desapareciera. Sabía
por qué él mismo se mantenía distante e inflexible, pero se preguntó por
qué lo haría ella. Casi deseó poder revivir ese momento, solo para poder ver
cómo sus labios se distendían y la dureza desaparecía de su mirada.
Transcurrieron unos segundos. Ella se mordió el labio y bajó la
mirada antes de volver a fijarla en él.
—Bien, su mejilla se ve mejor, así que…
—¿Caminamos juntos? —sugirió él abruptamente. Había ido allí
con un plan y tenía intención de cumplirlo por más torpe y enredado y
absurdo que lo hiciera sentir esta mujer. Tenía que lograr alejarla del Club
de Secuestros.

Lo que menos había esperado oír Freya de boca de Lord Huntingdon


era una invitación para caminar con él… Sobre todo después del día de
ayer.
Debía admitir que atacarlo con un paraguas no había sido su mejor
momento, pero él también había dejado en claro que no tenía paciencia para
sus preguntas. Había descrito la última vez que había visto a Lady Steele en
términos muy vagos y no había podido contarle nada más. Ella no podía
dejar de pensar que si hubiera visto a alguien justo el día antes de que
desapareciera, recordaría cada momento para tratar de dilucidar si había
alguna pista oculta en la interacción.
Algo seguía sin cuadrar con respecto al conde y le venía bien una
oportunidad de escarbar más profundo.
Sin embargo, no había esperado que la oportunidad le llegara de
manera tan directa.
—¿Vamos? —insistió él, señalando el sendero que cruzaba por el
césped en dirección al Lago Serpentine. El otoño había decorado el parque
en tonos de verdes, marrones, amarillos y rojos. Los parterres no ofrecían
otra cosa que tierra desnuda. Sin embargo, el parque no perdía su
concurrencia hasta que se sumía en el más crudo invierno. Por lo cual no
debía significar nada que él estuviera allí. Al fin y al cabo, ella no era la
dueña del parque. No podía controlar quién lo visitaba.
Aun así, era extraño. La intuición que la había llevado hasta allí a lo
largo de la vida no la dejaba tranquila. No podía abandonar este asunto, a
pesar de lo que sintiera por el conde.
Que no era nada, por supuesto. ¿Cómo iba a sentir algo? Casi no lo
conocía y limpiarle la mejilla con un pañuelo o recibir una manta como
obsequio no eran señales de amistad. Mucho menos de otra cosa.
Otra cosa. ¿Qué diablos le pasaba? La única forma de que pudiera
haber más distancia entre ambos era si él perteneciera a la realeza. Nunca
entendería su vida y ella jamás comprendería la de él.
—Señorita Haversham —insistió él.
El calor le subió a las mejillas. Debía de tener aspecto de estar al
borde del manicomio, parada allí ponderando su relación. O la falta de ella.
—No puedo —admitió.
Él frunció el ceño.
—¿No puede qué? ¿Caminar? —La miró con atención—. ¿Se ha
hecho daño?
—No, yo…
—Comprendo. —Su postura se endureció—. Bien, la dejaré.
—¡No! —Ella soltó un suspiro y volvió a intentarlo, esta vez con
más suavidad.
—No, es solo que El Brigadier no puede caminar más. Una vez que
se sienta de esta manera, le cuesta levantarse. Tengo que llevarlo a casa.
Él paseó la mirada de ella al perro, varias veces.
—O sea que lo trae de paseo, pero ni siquiera camina.
—Digamos que logra andar un poco. Es muy viejo —le recordó.
—¿Y usted lo lleva en brazos hasta su casa?
Asintió.
—Debe de pesar una tonelada.
Freya levantó la barbilla.
—Soy más fuerte de lo que parezco.
—Por supuesto. —Se arrodilló y acarició al perro debajo de la
mandíbula.
Ella esperaba que se despidiera en ese momento. Y no se le ocurría
ninguna razón para convencerlo de que se quedara. “Ah, sí, Lord
Huntingdon, ¿por qué no se queda conmigo mientras mi perro ciego
permanece sentado en el césped sin hacer nada?” Pero necesitaba que se
quedara. Desesperadamente..
Por la historia, por supuesto.
—Tal vez…
Él levantó el perro con ambos brazos. El Brigadier jadeaba
pesadamente, sin mostrar ninguna inquietud por estar en brazos del conde.
—¿Qué hace…?
—¿Hacia dónde es su casa? —preguntó él.
—De verdad que no es necesario…
—Pesa una tonelada. ¿En serio hace esto todos los días?
Freya hizo un gesto hacia el sendero que llevaba a los portones del
extremo norte.
—Todos los días —confirmó—. Se pondría muy triste si no fuera
así. ¿Está seguro de que puede cargarlo?
—Señorita Haversham, diría que no es buena idea cuestionar la
fuerza de un hombre, sobre todo cuando está delante de una bonita dama.
Ella miró a su alrededor y parpadeó varias veces.
—Oh. Se refiere…
Él la miró por el rabillo del ojo y ella mantuvo la boca cerrada. Para
ser una reportera intrépida, mostraba bastante lentitud mental en presencia
de este hombre. Podía adjudicarlo a varios motivos: el abismo entre sus
situaciones, tal vez, o algo completamente diferente.
Ah, y no podía olvidar que él guardaba secretos. De eso estaba
segura.
Sería una tonta si no admitiera, sin embargo, que verlo cargando a
su perro como si fuera un bebé gordo y blanco tocaba una fibra en su
interior. También sería una tonta si permitiera que eso la apartara de su
investigación. Bien podría haber ido al parque adrede, para derramar su
encanto sobre ella y apartarla de la historia. Pues bien, no importaba si se
veía muy guapo enfundado en el abrigo cuya tela negra el perro estaba
llenando de pelos. Nada evitaría que ella tuviera su gran oportunidad.
—Lord Huntingdon, no puedo evitar pensar que hay algo que no me
está contando sobre Lady Steele.
Él frunció el ceño.
—He respondido a todas sus preguntas.
—De la manera más vaga posible.
—No entiendo cómo alguien puede ser específico cuando no sabe
casi nada. —Cambió de posición al perro en sus brazos con un gruñido,
para que el animal pudiera ver por encima de su hombro—. Creo que lo
prefiere así.
—Brig no fue siempre ciego, y creo que a veces finge que puede
ver.
—¿Finge? Madre mía —masculló él.
—Volvamos a Lady Steele.
—Le he dicho todo lo que sé. Los miembros de la nobleza solemos
movernos en los mismos círculos. Tuvimos una breve conversación trivial,
seguramente sobre el clima, la salud de su familia y todo eso, y nos
despedimos. Ella no dio a entender que tuviera intención alguna de
desaparecer ni de que estuviera en algún tipo de peligro.
—¿Peligro? ¿Cree que sabía que la secuestrarían? ¿Qué alguien
trataría de hacerle daño?
—No es lo que dije —respondió él, tajante.
—¿Pero no le parecen extraños esos secuestros? ¿No le preocupan?
¿Y si se tratara de su madre… u otra persona?
—Mi madre evita Inglaterra a cualquier costo. Hace demasiado frío,
parece. —Se detuvo y la miró a los ojos. —Lamentablemente, los caminos
son peligrosos. Siempre lo han sido, sobre todo cuando se viaja en un
vehículo lujoso. Los bandidos han existido siempre y no creo que eso
cambie.
—¿Entonces cree que estos hombres secuestran a las mujeres, piden
rescate y luego las matan? ¿No sería más fácil liberarlas?
—No creo nada —insistió él—, porque no sé nada. No soy un
bandido, pero si estuviera en su lugar, señorita Haversham, dejaría este
asunto de los secuestros y volvería a mis columnas de chismes sociales. Si
están dispuestos a matar a mujeres de la nobleza, estoy seguro de que
también usted podría correr peligro.
Ella frunció los labios.
—Eso suena como una amenaza, milord.
—Una advertencia, señorita Haversham, nada más. No deseo verla
lastimada. Siga con su columna. Lo hace muy bien, al fin y al cabo.
—Deseo escribir esta historia, milord.
—Escriba sobre bailes y esas cosas. Estoy seguro de que las
columnas sociales son mucho menos trabajo que esa historia absurda que
cree que persigue.
Freya contuvo un suspiro de frustración durante varios segundos.
Recordaba casi todas las veces que le habían dicho algo parecido: Usted es
mujer, señorita Haversham, dedíquese a lo que sabe, o Las mujeres
simplemente no tienen la capacidad de escribir sobre el mundo real, o
algunas otras frases desdeñosas sobre las mujeres escritoras. Lo había
escuchado todo y cada palabra quedaría grabada a fuego en su interior, al
igual que las de él.
Soltó el aire, sintiéndose como un dragón furioso que por fin le daba
su merecido al caballero que lo había estado molestando. Le clavó una
mirada fulminante.
—No me asusta el trabajo duro.
Le quitó el perro de los brazos, dio media vuelta y se alejó
rápidamente calle abajo, para poner distancia entre ambos.
—Puedo llevarlo el resto del camino —sugirió él, dándose prisa
para alcanzarla.
—No, gracias, Lord Huntingdon. Puedo arreglármelas muy bien por
mi cuenta —respondió ella, por encima de su hombro—. Que tenga un buen
día.
Podía cargar con el perro del mismo modo que podía investigar esta
historia por su cuenta. Y si Lord Huntingdon estaba involucrado de algún
modo, se aseguraría de ser la primera en saberlo.
Capítulo Seis

Todos los días. La señorita Haversham cargaba con ese perro


endiabladamente pesado hasta el parque, ida y vuelta, todos los días.
Guy hizo a un lado una invitación a una cena y pasó el abrecartas
por debajo del sello de cera de la siguiente misiva, sin siquiera tomarse el
tiempo de mirar el escudo cuando se abrió con un agradable sonido a cera
quebrada.
Masajeándose la frente, miró el texto escrito y luego lo hizo a un
lado sobre el escritorio. Tenía demasiado trabajo para hacer, sin mencionar
la preocupación por la hermana de la duquesa. Si iba a ayudarla, deberían
ponerse en movimiento cuanto antes. Con suerte, su hermano pronto tendría
noticias. Russell se había criado huérfano y tenía una asombrosa habilidad
para escurrirse entre la alta sociedad sin que lo notaran y nadie conocía
Londres como él.
Así que no debería estar pensando en un perro ciego y viejo.
Ni en la mujer que cargaba con él todo el tiempo. Hasta había
mencionado que iba al parque cuando llovía. La imaginaba ahora, cargando
con el animal mientras la lluvia se colaba por los agujeros de su abrigo. ¿No
existiría una forma más fácil de mantener contento a ese perro?
Movió la cabeza y recuperó la carta que había dejado a un lado. Lo
único que tenía que hacer era leerla y no pensar en el perro. Ni en la
señorita Haversham. Algo nada difícil si tenía en cuenta que había
heredado un título de conde a los veintiún años y participado en varios
secuestros de damas nobles de alto perfil. Debería de resultarle muy fácil.
Por supuesto, no ayudaba que la hubiera ofendido. Todavía podía oír
su tajante “Que tenga un buen día” y ver el porte majestuoso de sus
hombros mientras se alejaba cargando con el perro. Como alguien podía
verse majestuoso con ese perro en brazos era algo que no comprendía, pero
ella lo lograba.
En realidad, era algo bueno. Si ella dejaba de molestarlo, quedaría
libre para seguir ayudando a esas damas, sin tener que preocuparse por una
reportera tenaz y entrometida.
Unos golpecitos a la puerta le trajeron alivio del torbellino de
pensamientos en el que se había sumergido.
—Adelante.
Russell entró en el estudio agachando la cabeza; ocupaba casi toda
la abertura con su estatura. Dirigió una mirada al retrato del padre de
ambos. Guy se había enterado de la existencia de su medio hermano hacía
un tiempo, pero Marcus Russell lo había descubierto solo recientemente.
Siendo un hombre muy autosuficiente, se había enfadado, lo que era
comprensible, pero habían llegado a entenderse bien.
Para Russell debía ser extraño, sin embargo, haber adquirido de la
noche a la mañana una familia y una historia y para ser franco, Guy estaba
demasiado ocupado para querer llevar la situación a algo más de lo que ya
tenían. Nunca iban a ser la clase de hermanos que comparten sus secretos
más íntimos y para él estaba bien así. Diablos, cuantas menos personas
conocieran los recovecos de su vida, mejor. Ni siquiera podía imaginar
intentar explicarle a Russell la verdadera razón por la que Amelia lo había
dejado…
—¿Tienes un momento? —Russell hizo un gesto hacia la pila de
cartas y documentos desparramados sobre el escritorio.
—Por supuesto. —Con un movimiento de la mano, Guy le indicó
que se sentara.
Russell acomodó su estatura en la silla, que se veía pequeña para él.
La señorita Haversham había quedado mucho más atractiva allí que su
hermano, perfectamente enmarcada contra el respaldo tallado, sentada sobre
el mullido terciopelo. Frunció el ceño. Santo Dios, había pasado de pensar
en un viejo perro gordo a imágenes salaces de las nalgas de la señorita
Haversham. Si ni siquiera le resultaba atractiva.
¿Verdad?
Guy se inclinó hacia adelante.
—¿Tienes noticias?
—Nada bueno. —Russell se quitó los guantes y los dejó sobre su
regazo—. El marido mantiene muy vigilada a su esposa. Es casi como si
ella no existiera. No la visitan familiares ni amigos y si él sale, la deja con
por lo menos dos acompañantes. —Russell apretó los labios—. Y cuando
digo acompañantes, me refiero a dos bestias que tienen aspecto de tener un
pasado más accidentado que el mío.
—¿Para protegerla o para evitar que escape?
—Para evitar que escape, sin duda. La vi con ellos un día y se la
veía sumamente incómoda.
—¿Pero tenía buen aspecto?
—Tan bueno como puede tenerlo una mujer que está hecha un
manojo de nervios.
—¿Entonces hablaste con ella?
Russell negó con la cabeza.
—No pude ni acercarme, pero conozco gente y sé que está aterrada.
Guy soltó el aire entre los dientes.
—¡Demonios!
—Llegaremos a ella de alguna manera.
—Sigue vigilándola. Ya se me ocurrirá algo. Por lo visto, lady
Clearbury tenía razón en preocuparse.
Russell asintió, serio.
—He visto demasiadas mujeres golpeadas en mi vida como para no
reconocer los indicios.
Con la mandíbula apretada, Guy se pasó una mano por la cara.
—Yo también.
Primero su madre y luego su prima. ¿Esas bestias de hombres nunca
dejarían de existir? Russell no sabía hasta dónde había llegado el
comportamiento de su padre, pero había sido un hombre violento que no
dudaba en golpear a la madre de Guy cuando le venía en gana. Y a Guy
también, a veces. Había tenido suerte de crecer alto y fuerte y muy pronto
poner fin a todo eso y su madre pasaba la mayor parte del tiempo lejos de
casa. Russell sabía que su padre había sido cruel y despiadado, pero no
sabía toda la verdad.
Y luego estaba su prima, que le había pedido ayuda para escapar de
un matrimonio violento. Así nació el Club de Secuestros, para ayudar a
mujeres a huir u ocultarse temporariamente sin que la culpa recayera sobre
ellas si las pillaban. Daisy vivía ahora en Irlanda y su esposo se había
resignado a no encontrarla.
Guy solo deseaba que su esposo pudiera pagar por sus acciones.
—Volveré a hablar con Lady Clearbury, para ver si conoce los
planes de Lord Pembroke. Tal vez podamos encontrar la forma de tener un
momento a solas con Lady Pembroke.
—Esperaré a recibir noticias. —Russell se puso de pie—. Ah,
respecto de esa tal señorita Haversham…
Guy frunció el ceño. Justo cuando creía haberla olvidado por
completo.
—¿Qué hay con ella?
—Esta tarde se reunirá con Rosie. Quiere hacerle preguntas sobre su
intento de secuestro.
Guy estuvo a punto de soltar un improperio.
—¿Y tu mujer ha accedido?
Russell se encogió de hombros.
—Ya conoces a Rosie. No deja que le diga qué hacer y no pienso
empezar a hacerlo ahora.
—Podría ponernos en peligro a todos.
Russell le clavó una mirada penetrante.
—Rosie es completamente capaz de manejar a una reportera y está
segura de que puede enviarla a seguir alguna pista falsa.
Guy se apretó el puente de la nariz don los dedos. Justo cuando creía
que podían estar a salvo de la señorita Haversham y sus preguntas, esa
damisela descarada se involucraba aún más.
—Espero que sea así.
Una ancha sonrisa se dibujó en el rostro de su hermano, una sonrisa
que Guy solo veía cuando él estaba con su mujer.
—Créeme. Rosie le pondrá fin a todo esto.

Lady Rosamunde Russell estaba sentada tranquilamente entre el


alboroto del salón de té, con las manos cruzadas sobre el regazo y el cabello
oscuro recogido en un rodete alto, sostenido por una elegante peineta que
combinaba con su vestido color ciruela. Freya se apretó una mano contra el
estómago, consciente de que su abrigo tenía agujeros en el codo y de lo
insulsa y corriente que se veía en comparación. Levantó la barbilla y avanzó
hacia la mesa sobre la que había un mantel blanco de lino y un delicado
juego de té.
La señora Russell la vio antes de que llegara y la saludó con un
movimiento de la mano y una ancha sonrisa. Fantástico. Ahora Freya se
sentía una malvada por hurgar en su secuestro. Sin duda debía haber sido
una experiencia espantosa. Con la barbilla en alto, recorrió los últimos
metros hasta la mesa, esquivando a un camarero y a dos bonitas damiselas
que por visto no la habían visto caminar entre las mesas del concurrido
salón. A esa hora, la mayoría de las clientas eran mujeres de la alta
sociedad y Freya deseaba haber podido elegir el sitio de encuentro, pero no
podía mostrarse quisquillosa, sobre todo cuando Lady Rosamunde, condesa
de soltera, había accedido a reunirse con ella con mucha más facilidad que
Lord Huntingdon.
—Debería haber recordado que estaría tan concurrido a esta hora. —
Con un movimiento de la mano, le indicó que se sentara y pidió té para
ambas—. La hubiera invitado a venir a mi casa, pero estamos cambiando
las alfombras y hay mucho desorden.
—Escuché que adquirió Uppark Place después de su boda —
comentó Freya.
—La casa necesita muchas refacciones, pero es una aventura, así
que no me quejo.
Una joven de mejillas rubicundas y expresión nerviosa trajo el té.
Freya sintió que su estómago gruñía cuando dejó un plato con galletas sobre
la mesa. Había salido a toda prisa de la casa después de regresar del parque
con Brig y no había tenido tiempo de comer, pero afortunadamente el
bullicio del salón de té impedía que alguien reparara en sus ruidos
estomacales. Tomó una galleta y la mordió con delicadeza mientras la joven
servía el té. Esperó a que la señora Russell hubiera agregado azúcar antes
de hacer lo mismo.
—Tenía esperanzas de poder hacerle unas preguntas sobre su
secuestro, señora Russell.
—Ay, por favor, llámame Rosie —dijo ella, con un movimiento de
la mano—. Todos lo hacen.
—Eh… sí, por supuesto, eh… Rosie. —Freya sonrió. —Había
tratado con muchas damas de la nobleza por su trabajo como columnista
social del periódico, pero la antigua condesa no se les parecía en nada.
Freya comprendía la reserva de las damas dado que ella se ganaba la vida
escribiendo sobre sus idas y venidas, de manera que no había esperado que
Rosie fuera tan abierta.
—¿Puedo llamarte por tu nombre?
Como si pudiera negarse.
—Sí, por supuesto.
Rosie la miró con expresión divertida.
—Y tu nombre es…
—¡Ah! —Freya dejó la galleta—. Freya.
—Es un placer conocerte, Freya. Bien, pasemos a tus preguntas.
—Sí, bien… —Sacó un papel y un lápiz de su pequeño bolso—.
Espero que no le moleste si tomo notas.
—En absoluto, pero no tengo mucho para decir que no sepa todo el
mundo.
—¿La raptaron a punta de pistola, verdad?
Rosie asintió, y sus labios se curvaron como si el recuerdo fuera
divertido.
—Correcto.
—¿Era un hombre solo?
—Un único hombre, sí.
—¿Puede decirme algo sobre él?
Ella levantó un hombro.
—Era alto, tenía ojos atractivos.
—¿Atractivos? —Freya frunció el ceño. ¿Qué clase de persona
encontraría atractivo a su secuestrador?
Rosie parpadeó.
—Bueno, por lo que pude ver, por supuesto. Estaba enmascarado.
—Se señaló la cara—. No lo reconocí.
—¿Le dijo algo?
—Solo me ordenó que fuera con él. Cuando intenté defenderme, me
sujetó.
—¿Intentó luchar contra él? —Observó a la mujer de peinado
delicado. No era excesivamente pequeña ni frágil, pero no era fácil
imaginar a esta elegante dama luchando contra un secuestrador violento.
Mucho menos contra uno que, por lo que se decía, había secuestrado con
éxito a muchas mujeres.
Rosie miró a su alrededor y se inclinó hacia adelante.
—Llevo una navaja conmigo. Me resulta sumamente útil, pero por
desgracia, ¡me la quitó de la mano y me tomó en brazos!
—¿Y qué sucedió luego?
—Pues me arrojó dentro de un carruaje, pero por suerte logré
escapar. Me golpeé la cabeza en la caída, pero supongo que no notó mi
desaparición. —Se llevó la taza a la boca, bebió un sorbo largo y esperó la
reacción de Freya.
—¡Santo cielo…!—Freya escribió unas rápidas notas en su libreta
—. ¿Dijo algo más cuando la levantó en brazos?
—Creo que solo me maldijo. —La sonrisa de Rosie se ensanchó,
pero rápidamente apretó los labios con firmeza—. Por supuesto, fue
aterrador, pero podría haber sido peor.
—Su tía dijo que usted le ofreció dinero, pero que él lo rechazó.
—Imagino que pensó que podría conseguir mucho más si me tenía
de rehén.
—Es raro que no haya vuelto en su busca después de todo ese
esfuerzo ¿no cree? Es muy riesgoso secuestrar a una mujer.
—Ah, pero me mantuve oculta y sospecho que se dio cuenta de que
le causaría más problemas de lo que valgo —respondió Rosie con ligereza.
—¿Parecía ser el tipo de hombre que le haría daño a una mujer?
—¡Era un secuestrador! —Se llevó una mano al pecho—. Un
secuestrador vil, malvado y terrible. Estoy segura de que no tendría reparo
en hacerle daño a su cautiva si fuera necesario. Me considero afortunada
por haber escapado.
—Sin duda su rapidez mental la salvó, miladi.
—Rosie —le recordó ella—, y puedes tratarme de tú.
—¿Entonces ese hombre actuó solo?
—Sí, por supuesto. —Asintió enérgicamente.
—¿Y no dijo nada más?
—Ni una palabra. —Bebió su té.
—¿De qué color eran sus ojos?
—Azules —respondió de inmediato, luego lo pensó y se llevó un
dedo a los labios—. No. Marrones. Marrones, decididamente.
Freya frunció el ceño. Le resultaba extraño que Rosie recordara lo
atractivos que eran los ojos de su secuestrador, pero no el color. No
obstante, si de verdad eran marrones, eran del mismo color que los de Lord
Huntingdon.
Capítulo Siete
No debería gustarle.
Verla ocultarse detrás de un árbol, es decir.
Guy creyó que había renunciado a sus investigaciones, pero por lo
visto, no era así. La señorita Haversham había vuelto a jugar a la periodista
tenaz y entrometida, aun después de que Rosie confirmara que no le había
dado ninguna información que llevara hacia ellos.
Reprimió una sonrisa al verla apretarse contra los árboles, y apretó
los labios con fuerza. No tenía nada de divertido que lo persiguiera, nada en
absoluto, sobre todo porque había estado reunido con la duquesa. Si ella
descubría la conexión, resultaría peligroso cuando lograran dar con Lady
Pembroke.
Bajó los escalones de la residencia a zancadas y se dirigió al portón
negro del parque privado que estaba rodeado de casas de color blanco. Se
detuvo junto a él, se acomodó los guantes y levantó la mirada hacia el cielo
azul con nubes. Oyó cómo se movían las hojas bajo los pies de ella, que
intentaba permanecer inmóvil y meneó la cabeza.
—Señorita Haversham…
Escuchó un improperio en voz baja y ella salió de entre los arbustos;
una hoja le colgaba del ala del sombrero. Frunció el ceño, se la arrancó y la
arrojó al suelo. Esbozó una sonrisa forzada, tan falsa como las cinturas
encorsetadas de las damas de la sociedad. Por supuesto, ella no llevaba
corsé, aunque él no podía jactarse de conocer las dimensiones de su
cintura. El feo abrigo marrón con agujeros y los bordes gastados no era
sentador para su figura, pero sospechaba que estaría a la altura de cualquier
dama de la sociedad.
Tal vez hasta las superara. Su piel de porcelana y su pelo rubio
pálido seguramente serían la envidia de muchas debutantes; debía admitir
que sus ojos también eran atractivos, con ese extraño celeste pálido.
—Lord Huntingdon, qué sorpresa.
Él le clavó la mirada.
—¿Otra vez me está siguiendo? Pensé que habíamos terminado con
esas tonterías.
—Puede que usted lo haya pensado, pero yo, no. Y no veo cómo la
desaparición de mujeres puede considerarse una tontería.
—¿Cómo está El Brigadier?
—Muy bien, gracias —respondió ella, tensa—. Miró hacia la casa
de la duquesa—. ¿Por qué visitaba a la duquesa de Newhampton?
—Por el amor de Dios, mujer, ¿nadie le ha dicho que las mujeres no
deberían hacer preguntas atrevidas?
—Muchas veces —respondió ella con expresión traviesa—, pero
una periodista debe hacer preguntas atrevidas. Es parte de su trabajo.
Pues bien, no había funcionado. Pensó que se marcharía, ofendida, y
lo dejaría solo, mirándole la espalda y esperando que se volviera. Lo que
era lo más absurdo que había hecho en su vida. No le agradaban las
mujeres. No las necesitaba. Ciertamente no deseaba a una periodista en su
vida. Todas las mujeres significaban problemas.
Hasta podía incluir a su cuñada en el grupo. Sus conocimientos
sobre ganzúas, navajas y sabía Dios qué otras cosas sin duda traerían
problemas. Por suerte, esa contrariedad era de Russell.
La señorita Haversham, por otra parte, era suya.
Era su contrariedad, es decir.
No es que él fuera su dueño ni nada. Ciertamente no deseaba serlo,
tampoco. ¿Por qué lo desearía? Había tenido bastantes problemas por
acercarse a encantadoras mujeres de la alta sociedad. Amelia le había
demostrado de una vez por todas que tendría que permanecer soltero por el
resto de su vida y él había hecho las paces con la idea. Lo que menos
necesitaba era una mujer problemática como la señorita Haversham en su
vida.
Demonios, sin duda estaría encantada de escribir sobre su problema
de…tamaño en las columnas de chismes, por lo que quitársela de encima
era crucial.
Debería simplemente desnudarse aquí y ahora. Eso por lo general
funcionaba para espantar a las mujeres.
—Sé que no tiene respeto alguno por mi trabajo, lord Huntingdon,
pero preferiría que no me sonriera con esa condescendencia. No lo
favorece.
Él apretó los labios. Al fin y al cabo, no podía admitir que la sonrisa
sarcástica se debía a imaginar la reacción de ella ante su humillación.
Freya disimuló un bostezo con el dorso de la mano enguantada y él
la miró con atención. Si bien solía tener sombras oscuras debajo de los ojos,
hoy lucían más pronunciadas y tenía los ojos algo enrojecidos. Notó que la
mano le temblaba un poco.
—¿Seguramente tiene mejores cosas para hacer que seguirme?
Imagino que el periódico no debe pagarle con generosidad por ocultarse
entre los arbustos.
—El periódico no me pagará nada hasta que tenga una historia, y en
ese caso, solo si es de su agrado.
—¿O sea que pasa horas a la intemperie, exhausta, por propia
voluntad? —Meneó la cabeza—. Está usted completamente loca, señorita
Haversham.
—Estoy muy cuerda y no estoy exhaus… —Un bostezo interrumpió
las palabras.
Con la mandíbula apretada, él volvió a menear la cabeza y la cogió
del brazo.
—¿Qué hace…?
La guió hasta el banco de hierro cerca de la entrada a los jardines y
la sentó con fuerza. Cuando ella intentó levantarse, le apuntó con el dedo.
—Quédese allí.
—Pero…
—Quédese allí o la cargaré sobre los hombros, la llevaré a casa y la
encerraré en un dormitorio hasta que haya descansado.
Ella abrió la boca.
—No se atrevería. —Miró a su alrededor—. Eso sería un secuestro.
Él sonrió.
—Lo sé.
Y aunque ella no tuviera idea, era un experto en secuestros.

Freya reprimió otro bostezo, apretando la mandíbula con fuerza para


disimularlo. Lord Huntingdon le dirigió una mirada penetrante y ella se la
sostuvo.
—Quédese aquí —le ordenó él, apuntándole con el dedo.
Sentía cansancio detrás de los párpados y le latían las sientes; eso
era lo único que le impedía levantarse de un salto y marcharse de
inmediato. Nadie iba a decirle qué hacer. Hacía demasiado tiempo que era
una mujer independiente como para ponerse a obedecer sus órdenes.
Pero tantas noches de trabajar hasta tarde con Lucy, además de
terminar su columna y dedicar el resto del tiempo a investigar esta historia
se habían cobrado su precio. Si él la tomaba en brazos, no tendría fuerzas
para defenderse y ya había pasado vergüenza con ese maldito paraguas que
le había dejado una marca en la cara que todavía resultaba visible. No
quería que además de todo la cargara por encima del hombro como un saco
de harina ni tampoco desplomarse a sus pies por el agotamiento que sentía.
Él salió por el portón a zancadas y Freya miró el parque vacío a su
alrededor. ¿A dónde iba? ¿Por qué no aprovechaba ella esa oportunidad
para huir?
La culpa debía tenerla el cansancio, nada más. O la curiosidad que
sentía sobre la visita de él a la duquesa. Podía tratarse de una visita
inocente, por supuesto, pero durante el tiempo que había pasado cubriendo
a la clase alta, había descubierto que rara vez sus acciones furtivas eran
inocentes.
Lo que significaba que tal vez tuviera un romance con ella.
Ya se le había ocurrido esa idea con respecto a la desaparecida Lady
Steele, pero no había querido pensar en ella, aunque no sabía bien por qué.
Su aspecto atractivo, un extraño encanto, espaldas anchas y una mirada
severa que le cerraba a una el pecho, lo volvían el candidato ideal para
acostarse con las mujeres de otros hombres ¿o no? Tendría que enfrentarse a
los hechos. Lord Huntingdon estaba soltero desde la ruptura de su
compromiso y al fin y al cabo, era un hombre. Debía de tener necesidades.
Bien podía estar satisfaciendo esas necesidades con las mujeres casadas de
la alta sociedad.
Sintió un nudo en la garganta. No entendía por qué le resultaba tan
difícil admitirlo.
Tal vez porque él le había obsequiado una manta, había cargado a su
perro y ahora caminaba hacia ella con un panecillo en la mano.
Convencerse de que este hombre podía estar involucrado en la desaparición
de mujeres y escandalosos romances se le volvía más difícil con cada
segundo que pasaba.
Le tendió el panecillo y el aroma a manteca tibia hizo que su
estómago gruñera.
—Tome, coma.
Freya tomó el envoltorio de papel y miró a Lord Huntingdon.
—¿Qué es esto?
—Un panecillo. —Se sentó en el banco junto a ella.
—Lo sé, pero ¿a qué se debe?
Él le dirigió una mirada penetrante.
—Está agotada y dudo de que haya tenido tiempo para comer.
¿Cómo podía saber eso sobre ella? Miró el panecillo y suspiró. Era
tan imposible resistirse a él como a una buena historia. Tal vez eso fuera
como comer la manzana prohibida, pero no veía qué otra cosa podía hacer.
No había comido en todo el día y sería grosero rechazarlo.
Aun si él era un calavera que de algún modo se había involucrado en
el secuestro de mujeres. Lamió una gota de manteca del panecillo y apenas
si pudo contener un gemido de placer.
Una expresión extrañamente afligida cruzó por la cara de Lord
Huntingdon, que se volvió y contempló los jardines. Freya aprovechó la
oportunidad para comer hasta la última miga, como si no hubiera visto
comida en su vida. Cuando hizo un bollo con el papel y lo guardó en el
bolsillo de su abrigo, él por fin la miró.
—¿Mejor?
Ella asintió.
—Sí, gracias.
—Tiene que cuidarse mejor. ¿No tiene a nadie en su casa que se
asegure de que coma y duerma?
—Usted no es mi madre, Lord Huntingdon.
—Pues su madre debería asegurarse de que coma.
Ella tensó el cuerpo.
—Tengo veintiocho años, milord. ¿Su madre acaso se asegura de
que usted coma?
Él sonrió.
—Me escribe y me pregunta si estoy comiendo bien. ¿Eso cuenta?
—En absoluto. Además, de momento, mi madre no está en
condiciones de cuidarme.
—Ah, siento escuchar eso.
Freya lo miró. No mentía. Tenía expresión preocupada, lo que no
hacía más que aumentar su confusión. ¿Quién era este hombre a quien le
importaba si ella tenía frío y que quería que se alimentara y descansara
bien? ¿Por qué un conde se preocuparía por alguien como ella? No era más
que una molestia, una pelusa sobre sus hombros o una mota de polvo sobre
sus zapatos. Había conocido a suficientes caballeros de la nobleza para
saber que una mujer refinada pero sin fortuna no significaba nada para
ellos, sobre todo si no era hermosa y no estaba dispuesta a vender su
cuerpo.
—¿Qué le pasa a su madre? —preguntó él.
—Hace un tiempo que está enferma —admitió Freya—. No parece
poder recuperarse de su dolencia y por desgracia, mi padre es anciano y
tampoco goza de buena salud, así que no puedo contar con que la cuide.
La mirada de él adquirió una cualidad extraña. Casi como de…
admiración.
—¿Entonces también cuida de sus padres además de pasar el tiempo
escondiéndose entre los arbustos?
—No me escondía —objetó ella.
Él ladeó la cabeza.
—Pues entonces deben de gustarle mucho los árboles. Se inclinó
hacia adelante, acercando su cuerpo al de ella. Por un extraño momento,
ella pensó que podría besarla. La mirada de él se posó en sus labios, luego
subió hasta su cabello y Freya sintió el corazón en la garganta. Trató de
tragar y enviarlo de nuevo a su sitio, pero no podía siquiera moverse.
¿Qué haría si la besaba? ¿Ponerse en pie de un salto? ¿Darle una
bofetada, quizá? ¿O simplemente dejar que sucediera y ver cómo sería
besar a un atractivo conde de ojos y cejas oscuras y hombros que suplicaban
que las manos de ella los recorrieran?
Lord Huntingdon apartó la mano, se echó hacia atrás y luego agitó
una hoja marrón delante de ella.
—Tengo pruebas —dijo con una sonrisa—. Se estaba escondiendo
en aquel árbol.
Freya exhaló. Sí, una prueba, sin duda. De lo ridícula que era. Tenía
que mantener la guardia alta cuando estaba cerca de este hombre.
Capítulo Ocho

Que tenga un buen día, señorita Haversham.


¿Cuán difícil era decirlo? Darle el panecillo, asegurarse de que lo
comiera y luego marcharse. Cuanto menos tiempo pasara cerca de ella,
mejor, en especial porque ella no dejaba de seguirlo.
Y sobre todo porque mataría por besarla.
Había sido una diabólica combinación de lo delicada que se había
visto de pronto, sumada a la manera en que se había lamido los labios, por
no hablar de esos ojos enormes rodeados de pestañas claras. Siempre había
tenido debilidad por las mujeres necesitadas y a pesar de la decidida
determinación de ella, sería un necio si no se diera cuenta que la señorita
Haversham lo era.
Demonios, no solo tenía un perro viejo y ciego, sino que también
tenía padres enfermos y al parecer, no comía ni dormía bien. Desde niño,
siempre había sentido inclinación por desempeñar el papel del salvador y a
pesar de sus promesas de mantenerse alejado de las mujeres, no podía
resistirse a este tipo de situación.
Por supuesto, si seguía en contacto con ella, tal vez podría apartarla
de la historia otra vez…
Sí, esa era una razón mucho mejor para quedarse que rescatarla o –
Dios no lo permitiera- besarla. Miró alrededor del parque. Al menos no
había nadie allí, pero no podía entender qué le pasaba, por qué deseaba
besar en público a esta molesta reportera.
Por qué deseaba besarla, en realidad.
El problema era que los besos llevaban a más, y él no podía ofrecer
más. No lo haría. Una vez que la llevara al dormitorio, ella vería la verdad
de sus problemas y allí sí que se desataría el infierno. Ni siquiera
correspondía suponer que una mujer como la señorita Haversham
consideraría unirse a él en el dormitorio, pero su mente indisciplinada no
dejaba de imaginarlo. Ella luciría pálida contra su colcha roja, aunque no
lograba imaginar con claridad su contorno. ¿Qué tipo de figura se escondía
bajo ese amplio abrigo? ¿Sería esbelta o curvilínea? Apostaba más a
esbelta, en vista de que apenas comía, pero quién podía adivinar algo
debajo ese saco de prenda?
¿Por qué perdía el tiempo con tales pensamientos?
—¿Se siente mejor?
Ella bajó la mirada a sus manos antes de levantarla otra vez.
—Sí —admitió.
Él sabía que la admisión le costaba. La señorita Haversham era el
tipo de mujer que seguía adelante aunque estuviera cansada y hambrienta.
No era necesario ser periodista de investigación para deducirlo.
Aunque esa cualidad la convertía en un molesto grano en el trasero,
no podía dejar de admirarla. Desde que había heredado su título, no
recordaba un día en el que no tuviera algún tipo de trabajo que hacer. Le
resultaba difícil entender a aquellos que disfrutaban del tiempo libre o no se
entregaban por completo al trabajo. Si uno tenía un deber, debía cumplirlo.
Parecía que la señorita Haversham tenía varios deberes, pero ¡cómo
le gustaría que esa historia no fuera uno de ellos! Si averiguaba algo, se
desataría el infierno.
Pero no descubriría nada. Hacía años que se dedicaban a eso y nadie
los había descubierto. Además, él era sumamente cauteloso. No se podía
negar que ella era tenaz, pero imaginar que él participaba de secuestros era
descabellado para cualquiera, incluso para una persona tan inteligente como
ella.
—Debería dejar de seguirme ya, señorita Haversham. Parece
resultarle agotador.
—Usted oculta algo, Lord Huntingdon y tengo la intención de
descubrir qué es.
—No estaba enterado de que visitar a una amiga fuera un acto
ilícito.
Ella enarcó una ceja rubia.
—Puede que lo sea si se trata de una cierta clase de amiga.
Él soltó una carcajada. Jamás había tenido esa clase de amigas.
Amelia había sido lo más cerca que había llegado de que eso sucediera, y
ella había huido al ver su tamaño. No podía decir que eso lo hubiera
horrorizado, pero como se amaban, había tenido esperanzas de que pudieran
encontrar la forma de seguir adelante. Por supuesto, podría haber esperado
a que estuvieran desposados y a ella no le quedara otra opción que
consumar el acto, pero tenía demasiado respeto por ambos como para
hacerlo.
Ella lo miraba.
—La duquesa es una mujer atractiva. No veo qué tiene eso de
divertido.
—La duquesa tiene tan poco interés por mí como yo por ella.
—¿Y qué hay de Lady Steele? Era bella y talentosa. Podría haber
estado teniendo un romance con ella.
—Se necesita más que belleza y talento para llamar mi atención.
—¿Ah, sí? ¿Cómo qué?
—Como… —Frunció el ceño, tratando de recordar por qué se había
enamorado de Amelia en primer lugar. Ella era divertida y bastante vivaz.
Casi lo opuesto a él en algunos aspectos. Aunque todavía sentía algo de
rencor por el compromiso roto y la humillación que le había hecho sentir el
comportamiento de ella, le costaba imaginar cómo habrían funcionado
juntos en la actualidad—. Como valor, y tenacidad. Y capacidad para
trabajar duro.
Ella abrió la boca y la cerró. Demonios. Acababa de describirla ¿o
no? Y seguramente se habría dado cuenta.
—Y cabello oscuro —añadió—. Muchas curvas. Voluptuosa.
Ella lo miró con los párpados entornados.
—Por supuesto.
—De todos modos, no estoy teniendo un romance con nadie, así que
puede dejar eso fuera de su columna, señorita Haversham, a menos que
disfrute arruinando vidas.
—No disfruto de arruinar vidas —objetó la señorita Haversham—.
Pero era el único trabajo en el que aceptaban a una mujer.
—¿Por qué no busca otro trabajo si no disfruta del que tiene?
—Habla como un verdadero noble. Por supuesto que no entendería
la necesidad de trabajar en algo que no se disfruta, solo para sobrevivir.
—Entiendo muy bien lo que es trabajar sin disfrutar. La mayoría de
mis responsabilidades rara vez me causan placer, pero si no las hiciera, mis
propiedades no sobrevivirían y las personas que dependen de mí para que
las mantenga en funcionamiento se encontrarían en dificultades.
Ella parpadeó varias veces.
—Ah. Pues yo… —levantó la barbilla, sonrojándose—. Pues usted
jamás pasará hambre.
—Eso es cierto —admitió él—. Y en eso somos distintos, supongo.

Distintos. Sí. Completamente distintos. ¿Así que por qué a ella le


estaba costando recordarlo? Él era rico y tenía privilegios y educación.
Y era guapo.
Ella no tenía nada de eso. Todo lo que tenía era el resultado de
mucho trabajo y aun así, no era suficiente. Pero si esta historia salía a la
luz…
No, cuando esta historia saliera a la luz y ella averiguara qué les
había sucedido a esas mujeres, por fin la reconocerían como una destacada
periodista. Después de eso, el periódico no rechazaría ninguno de sus
futuros artículos ¿verdad?
—Tal vez sería mejor que dirigiera su atención a otra historia —
sugirió Lord Huntingdon—. Seguramente hay algo más sobre lo que puede
escribir que no implique esconderse entre los árboles y seguirme a todas
partes.
—¿Eso le agradaría ¿verdad? Sobre todo si es culpable.
Las cejas de él se arquearon.
—¿Cree que estoy involucrado en su desaparición?
—Bueno… —Ella apretó los labios. Fantástico, ahora sí que se
había metido en un berenjenal, acusando de secuestrador a un miembro de
la aristocracia. Eso no era lo que estaba diciendo, pero él tenía que estar
ocultando algo—. ¿Por qué otro motivo insistiría tanto en que abandone la
historia?
—Tal vez porque estoy un poco cansado de que vigile cada uno de
mis movimientos, par ano mencionar que está agotada y no ha notado que
la mitad del cabello se le ha soltado y tiene mal abrochados los botones del
abrigo.
—Oh. —Se llevó una mano al cabello y sintió que un largo rizo le
caía por la espalda del abrigo. Miró los botones y frunció el ceño. Si su plan
había sido hacer el ridículo, lo estaba logrando muy bien.
—Si le sirve de consuelo, su cabello es precioso.
Freya se levantó bruscamente del banco.
—No necesito sus halagos condescendientes, milord. —Sobre todo
respecto de lo único de lo cual se en orgullecía.
Él levantó ambas manos.
—Le aseguro que no hubo nada de condescendiente en mis palabras.
—Pues… yo…
Dio media vuelta, y soltando un sonido de frustración, se alejó con
pasos rápidos hacia un pequeño estanque en el centro de los jardines. Unos
cuantos patos se balanceaban en la superficie. Sintió algo de envidia;
sentados allí, sin alterarse y completamente seguros de lo que tenían que
hacer que era… bueno, comportarse como patos, suponía. Sus planes para
hoy se habían desviado por completo. Había esperado poder detectar algo
siniestro o escandaloso, pero lo único que descubrió fue que Lord
Huntingdon notaba todo y eran más parecidos de lo que le gustaría admitir.
Oyó pasos detrás de ella, así que caminó más aprisa por el camino
que rodeaba el estanque. Centró su atención en la verja de hierro. Tal vez, si
se movía lo suficientemente rápido, podría escurrirse por el portón y
cerrarlo con fuerza para poner fin a esta humillación.
Huir de un conde no era ciertamente un momento de dignidad, pero
¿cuánto más podría tolerar estar en su presencia antes de hacer o decir
alguna tontería?
—Señorita Haversham —la llamó él.
Ella no le prestó atención.
—Señorita Haversham —repitió él con voz firme. Una mano se
cerró alrededor de su muñeca y la detuvo. Ella se giró, pero él estaba más
cerca de lo que esperaba, así que presionó las palmas contra su pecho para
distanciarse un poco.
Él trastabilló por un instante y ella frunció el ceño, miró hacia abajo
y vio los tacones de sus botas relucientes demasiado cerca del borde del
estanque. Intentó agarrarlo demasiado tarde. Él se tambaleó hacia atrás y
abrió enormes los ojos antes de desaparecer en el agua turbia.
Paralizada, Freya observó el agua; las olas hacían balancearse
violentamente a los patos. No podía ser muy profundo, por lo que él no se
ahogaría.
¿O sí?
—Dios bendito. —Recorrió la superficie con la mirada e intentó
tragar el nudo que tenía en la garganta. Meneó la cabeza, se desabotonó el
abrigo y se quitó las botas, empujando con los pies primero un talón y luego
el otro. —Tendré que arrojarme a un estanque en pleno otoño. Maravilloso
—murmuró, antes de dar un salto.
El agua se cerró a su alrededor, quitándole el aliento. Jadeó cuando
le llegó hasta el cuello.
—El que diseñó este estanque es un imbécil —masculló. ¿Por qué
alguien lo haría tan profundo? Buscó donde había visto por última vez al
conde, sintiendo el barro entre los dedos de los pies. Sus dedos rozaron tela
y la aferró. Tiró con todas sus fuerzas hasta que el conde emergió con los
ojos cerrados. Lo empujó hacia el borde del estanque y luego trepó para
salir.
Tiritando y castañeando los dientes, maldijo por lo bajo; tras
caminar de un lado a otro, vacilando, cogió el cuello del abrigo de él y lo
arrastró fuera del agua. Pesaba una tonelada; seguramente el peso de su
ropa lo había hundido.
Tenía los ojos cerrados. Freya sintió que el pánico le cerraba el
pecho. El parque seguía vacío, no había señales de algún hombre fuerte que
la ayudara a revivirlo ni alguna mujer bondadosa que supiera qué hacer con
él. Se arrodilló a su lado y le apretó las manos contra el pecho.
—En… Lord Huntingdon. —Sus pestañas oscuras estaban abiertas
como abanico sobre sus mejillas. Había perdido el sombrero y su pelo
oscuro era una mata de rizos. Deseaba tocarlo, lo que era absurdo, puesto
que él estaba inconsciente. Le apretó la mano contra el pecho de nuevo y al
ver que no reaccionaba, repitió la acción varias veces.
—Ay, Dios, he matado a un conde —gimió, y apoyó la cabeza sobre
el pecho de él.
—No estoy muerto.
Freya levantó la cabeza bruscamente.
Él abrió un ojo y la miró.
—Aunque encuentro esta escena vagamente celestial. —Señaló el
pelo suelto y mojado de ella, que le caía alrededor de los hombros.
—¡Ay, gracias a Dios! —Freya se lanzó hacia adelante y le pasó los
brazos alrededor del cuello. Sus labios se encontraron con los de él por un
instante y ella se inmovilizó, sin duda con los ojos tan abiertos como los de
él.
Un brazo se cerró alrededor de su cintura y él le devolvió el beso.
Freya cerró los ojos, entregándose a la sensación de los labios fríos y la
boca tibia de él. La besó con fuerza y voracidad. Como si no hubiera besado
a una mujer en siglos. Como un hombre que volvía de la muerte, podía
decirse. Él pasó las manos por la espalda de Freya, hacia arriba y hacia
abajo, y ella se estremeció.
Él le apoyó las manos sobre los brazos y la apartó.
—Está helada.
—No. —Inhaló con fuerza y trató de reprimir la decepción que se
arremolinaba en su estómago—. Es decir, lo estoy, pero…
¿Pero qué? ¿El estremecimiento no tenía nada que ver con que se
hubiera arrojado al agua? No podía admitirlo.
—Deberíamos llevarla a casa y secarla —dijo él, mirando a su
alrededor—. Y marcharnos de aquí, por cierto, antes de que alguien nos
encuentre.
Ella asintió, tocándose un mechón mojado de cabello.
—Sí. Deberíamos hacerlo. Por supuesto. —Sonrió—. Perdón por
todo el… um… asunto del estanque.
Él se sentó y presionó un dedo contra la parte posterior de su
cabeza.
—Creo que me golpeé la cabeza cuando me hundí.
—De verdad que estuve a punto de matarlo, entonces.
Él encogió un hombro y esbozó una sonrisa ladeada que la
reconfortó desde los dedos de los pies hasta la cabeza.
—Quizás me lo merecía. —Se puso de pie y le ofreció una mano
para ayudarla a levantarse—. No creo que desee recuperar mi sombrero
¿verdad?
Freya siguió su mirada y lo vio flotando junto a los patos.
—Lamentablemente creo que los patos lo han reclamado como
suyo.
—Ah, temo que podría tener razón. —Se inclinó para recoger el
abrigo de ella y se lo ofreció.
Ella lo tomó, se lo arrojó sobre los hombros y también cogió las
botas que él le ofrecía.
—Será mejor que me marche, milord —dijo y se giró con las botas
en la mano—. Tengo mucho que hacer. Llevar el perro a caminar. Escribir
artículos. Ya sabe usted cómo es.
—Señorita Haversham…
Ella caminó deprisa por el sendero, descalza y salió por el portón.
Sus pies descalzos y ropa empapada atraían miradas de los transeúntes y un
caballero hasta se detuvo para preguntar si necesitaba ayuda. Freya descartó
su ofrecimiento con una sonrisa y no se detuvo hasta estar segura de que
Lord Huntingdon no la había seguido. Apoyó la espalda contra la pared del
pequeño local de un carnicero y esperó a que su respiración se calmara
antes de calzarse las botas y abotonarse el abrigo.
Se llevó una mano a los labios. Dios bendito, ¿qué acababa de
hacer?
Capítulo Nueve

Ir a probarse su nueva chaqueta debería ser lo suficientemente


aburrido como para apartar la mente de un hombre de un beso.
Debería serlo.
Pero no lo era.
Guy miraba por la ventana de la pequeña tienda, esperando
pacientemente mientras la modista tiraba de la tela y se movía a su
alrededor.
—Debo agradecerle por visitarme aquí, Lord Huntingdon —dijo la
señorita Walker, mientras lo rodeaba otra vez, se detenía, se frotaba la
barbilla y quitaba una pelusa del frente de la chaqueta—. No quería hacerlo
esperar más tiempo.
—Sus servicios están muy demandados. —Contempló la chaqueta y
tiró de las mangas—. Comprendo el motivo. Su trabajo es excelente.
La señorita Walker juntó las palmas y le sonrió.
—Gracias, milord, valoro mucho que diga eso.
Contempló a la modista. Tenía aproximadamente la misma edad que
la señorita Haversham; llevaba el rizado pelo negro recogido en un rodete
tirante y tenía labios bonitos y generosos. La señorita Walker se había
ganado una muy buena reputación con miembros de la alta sociedad. A él
no le interesaba mucho la moda, pero disfrutaba de una chaqueta hecha
perfectamente a medida.
Y ahora la necesitaba. Su experiencia en el estanque había arruinado
su ropa. Había escuchado a su ama de llaves hablando con Brown al
respecto; las lavanderas habían estado furiosas.
Brown ni siquiera había arqueado una ceja cuando Guy llegó a su
casa empapado de la cabeza a los pies; sin embargo, no le dio ninguna
explicación. ¿Qué podía decir? ¿Que había decidido nadar un rato? ¿Qué
había caído a un estanque del que lo había rescatado una ninfa que lo había
besado como si lo que más necesitara en el mundo fuera un beso?
—Lord Huntingdon ¿está usted disgustado?
Parpadeó y volvió a concentrarse en la señorita Walker.
—En absoluto.
—Pues tenía una expresión extraña. —Frunció los labios y observó
la chaqueta con ojos críticos—. Creo que debo hacer unos ajustes menores
en las mangas. Los haré ahora.
—Por supuesto. —Tragó saliva y se obligó a no pensar en vestidos
mojados, cinturas esbeltas, caderas generosas y largo, largo cabello mojado.
Y su sabor…
Sonó la campanilla de la puerta y Guy levantó la mirada, aliviado
por la interrupción.
Es decir, hasta que entró ella.
—Lucy, yo… —La mirada de la señorita Haversham se encontró
con la de él—. ¿Qué hace usted aquí?
—¿Qué hago yo aquí? ¿Qué hace usted aquí? —exclamó él—. ¿No
le alcanza con seguirme a todas partes? ¿No puedo tener un momento de
paz? —Habló con más aspereza de la que quería, en gran parte porque
había estado recordando el sabor de la boca de ella y lo suave que había
sentido su cuerpo contra el de él. Ahora sospechaba que de algún modo
había invocado su presencia, lo que tornaba completa la tortura.
—En realidad, yo…
—Señorita Walker, me disculpo, pero la señorita Haversham me ha
estado siguiendo porque tiene la extraña idea de que estoy involucrado en
una historia.
La señorita Walker levantó una mano.
—Oh, Lord Huntingdon…
—Señorita Haversham, le sugiero que se marche. De prisa.
Ella apretó los labios y se quitó ese horrendo abrigo, que dejó caer
sobre la mesa larga del frente de la tienda; luego agregó el sombrero a la
pila.
—Estoy aquí por la señorita Walker —respondió, tajante—. Su
vanidad tal vez le haga creer que una mujer no puede tener vida más allá de
usted, milord, pero la señorita Walker es mi amiga. No tenía idea de que
usted estaría aquí.
Él miró a la señorita Walker.
Ella asintió, y se mordió el labio inferior.
—Es cierto, milord. Freya me ayuda cuando tengo más pedidos de
los que puedo manejar. Nos conocemos desde que vine a vivir a Inglaterra
de niña.
—Ah. —Inspiró con fuerza.
Un beso y se había convertido en un idiota completo. La señorita
Haversham lo había transformado en un demente. Soltó el aire.
—Me disculpo…
—Veo que estás ocupada, Lucy, así que te dejaré trabajar —dijo la
señorita Haversham, alargando el brazo hacia su abrigo.
—Si no te molesta, podrías ayudarme —sugirió la señorita Walker
—. Solo tengo que retocar las mangas, pero me vendría bien un par de
manos.
Freya pasó la mirada de uno a la otra y sus hombros se aflojaron.
—Por supuesto.
Guy se paralizó cuando ella se le acercó. La señorita Walker le
indicó a Freya que tomara la tela con alfileres y él fijó la vista en la calle, en
la gente ligeramente borrosa que se movía detrás del grueso cristal biselado.
En su visión periférica, la señorita Haversham estaba inmóvil, con la
mirada baja, mientras la señorita Walker trabajaba. Le dirigió varias
miradas subrepticias; le agradaba cómo sus pestañas rubias se abrían como
abanico sobre sus mejillas. Se preguntó cómo hacía para sostener todo ese
cabello con una simple peineta.
Había sido espectacularmente largo cuando estaba mojado, pero
¿cómo se vería suelto? Nunca creyó que una peineta podría ser tan
tentadora. Dado que había sido capaz de resistirse al atractivo de cualquier
mujer desde Amelia, se creía inmune a esos pensamientos.
Pero no, esa peineta del demonio lo atormentaba. Un ligero tirón y
su cabello caería por sobre sus hombros y le llegaría casi hasta las nalgas.
Colgaría allí, oscilante, suplicando que lo tocara. Y una vez que lo
recorriera con sus dedos, curvaría las manos sobre ese trasero y la atraería
hacia él.
Y ella sucumbiría al pánico y huiría, igual que había hecho Amelia.
Excepto que sería peor. Era muy probable que terminara en las columnas de
chismes.
Tragó con fuerza y fijó la vista en una mancha de suciedad en la
ventana. Olvidar el beso, olvidar su cabello, olvidar que la había tocado.
¿Cuán difícil podía ser?

Lucy cerró la puerta detrás de Lord Huntingdon; Freya y ella se


quedaron inmóviles hasta que lo vieron desaparecer, borroso, por la
ventana. Lucy giró sobre un talón y fue a toda prisa hacia su amiga. Le
tomó las manos.
—No sabía que conocías al conde de Henleigh.
—¿Qué estaba haciendo aquí? —preguntó Freya, soltando el aire
que le parecía que había estado reteniendo desde que había entrado en la
tienda.
—Se ofreció a venir para la prueba final ¿puedes creerlo? —Lucy
meneó la cabeza—. Es un gran caballero.
—Sí, digamos que no está mal —murmuró ella.
—¿Qué clase de historia estás escribiendo sobre él? Apuesto a que
tiene algo que ver son alguna de sus amantes. —Levantó varias veces las
cejas.
Freya se dejó caer sobre una silla frágil. No comprendía cómo sus
piernas habían podido sostenerla durante tanto tiempo. Ver al conde tras
haberlo besado el día anterior le había hecho sentir que tenía las piernas
más flacas y débiles que la silla sobre la que estaba sentada.
—No creo que tenga amantes.
Lucy frunció el ceño, acercó la otra silla y se sentó frente a ella.
—¿Un hombre rico y atractivo como él? Las mujeres deben clamar
por ser su condesa.
Freya no quería pensar en eso. Observó las vetas de la mesa y siguió
el patrón de la madera con un dedo.
—No es tan guapo.
—Ha hecho algo realmente horrible o eres tan ciega como tu perro,
Freya. Veo una cantidad de nobles guapos en mi trabajo y ese hombre es
uno de los más guapos.
—Bueno, si te gusta ese tipo, supongo que es aceptable, sí —
murmuró ella.
—¿Aceptable? —Lucy se inclinó y la miró fijamente—. Creo que
has estado trabajando demasiado. Ahora tendré que contratar a otra persona.
—¡No! —Freya levantó la cabeza abruptamente—. No puedes
permitírtelo.
—Pronto podré. Solo tengo que esperar un poco. Pero si te está
afectando tanto, rechazaré tu ayuda.
Freya negó vigorosamente con la cabeza. No podía soportar la idea
de que Lucy retrasara sus sueños. Con un poco más de dinero, podría tener
una nueva tienda y alguien que la ayudara. Con suerte, si ella podía
mantener la cabeza despejada ambas estarían en ascenso juntas. Sería
maravilloso.
—Deseo seguir ayudándote —le aseguró—. Solo que no me agrada
mucho el conde.
Lo cual era cierto. ¿O no? Después de todo, él la había regañado
solo por visitar a su amiga y había menospreciado su escritura. Solo porque
sus besos eran agradables y su cuerpo hacía que el estómago de ella diera
vueltas, no significaba que el hombre le gustara.
—A veces es un poco estirado y formal, pero parece agradable.
¿Quieres contarme qué es esta historia?
¿Agradable? Otra vez esa palabra. Era demasiado insípida,
demasiado anodina para describir aquel beso, aun si quisiera mantenerlo
así. Abrasador, aturdidor, transformador… cualquiera de esas palabras era
mucho más adecuada.
—Creo que sabe algo sobre la desaparición de esas mujeres de la
nobleza.
—¿Pero qué podría saber él?
—No estoy segura. —Suspiró—. Evade mis preguntas, pero lo
vieron con una de ellas antes de que desapareciera y su cuñada fue
secuestrada poco antes de desposar a su hermano. Por lo que dijo, se
defendió del secuestrador.
—Dios mío, ¿cómo se defendió?
—La historia es que lo atacó con una navaja. —Freya se encogió de
hombros—. ¿Cuántas condesas conoces que podrían enfrentarse a un
hombre con una navaja?
Lucy levantó los hombros.
—Ninguna de las que me encargan los vestidos, eso es seguro.
—Todo el asunto es extraño y estoy dispuesta a jurar que Lord
Huntingdon sabe algo.
—Así que lo has estado siguiendo.
Freya se ruborizó.
—No tenía intención de que me descubriera.
—Pillada por un conde, qué emocionante.
—No fue emocionante. —Freya apuñaló con el dedo una pelusa que
flotaba sobre la mesa, mientras su estómago traicionero daba un vuelco al
recordar los labios de Lord Huntingdon contra los suyos—. En absoluto.
—Parecía bastante arrepentido después de que te sermoneó. Quizás
ahora responda a tus preguntas.
—Lo dudo —murmuró Freya—. No coopera en absoluto.
—Se parece un poco a alguien que conozco —observó Lucy con
una sonrisa.
—Ay, Lucy ¿por qué no puede ser fácil? Sé que tengo una historia
entre manos y que si descubro qué les ocurrió a estas mujeres, mi carrera
despegará. No más chismes tontos, no más hombres mirándome con desdén
porque escribo sobre los nobles que se acuestan entre ellos. Si solo no lo
hubiera…
—¿No lo hubieras…?
La tentación de contarle a Lucy le quemaba la lengua. Confesar todo
sobre el beso y cómo la distraía, como la tenía completamente confundida.
Cómo la hacía desear más.
Se tragó su confesión. Qué tonta sonaría si admitiera que se habían
besado, y ni hablar de que deseaba que volviera a suceder. Por Dios, ni
siquiera su amiga más cercana estaría dispuesta a creer que la había besado
un conde. Ella era común, pobre y estaba tratando de escribir una historia
sobre él. Nada de eso los convertía en una pareja que pudiera funcionar.
Freya apartó la pelusa y se obligó a sonreír.
—Lamento no haber sido más firme con él.
—Pues te conozco, Freya, y se trate o no de un noble, obtendrás las
respuestas que quieres.
—Espero que tengas razón.
—¿Cuándo no la he tenido?
Freya alzó los ojos al cielo y le dio un suave empujón con el
hombro.
—Nunca, por supuesto.
—Eso significa que tampoco me equivoco al decir que el conde es
guapo.
A Freya le resultaba difícil mostrarse en desacuerdo con eso.
Capítulo Diez

Guy ya no sabía quién seguía a quién a estas alturas. De todos


modos, no pudo evitar sonreír cuando divisó a la señorita Haversham y a
Brig. El perro se había sentado en el sendero y por lo visto, no tenía
intención de moverse; mantenía el trasero plantado con firmeza en el suelo
mientras la señorita Haversham tiraba de la correa. Él no podía escucharla
suplicarle al perro, pero la vio mover los labios diciendo algo parecido a
“¡maldito perro!” mientras miraba sendero abajo.
Siguió la mirada de ella y vio a un hombre cabalgando con descuido
por el sendero, sin preocuparse por los que estaban en su camino. Varias
personas tuvieron que lanzarse hacia un costado. Guy volvió a mirar al
perro y a la señorita Haversham. Ya sabía lo que la endemoniada mujer
planeaba hacer.
Antes de que ella se moviera, corrió hacia allí. El suelo vibraba
debajo de él y el ruido de los cascos del caballo retumbaba en sus oídos.
Cerró los brazos alrededor del perro, oyó un grito femenino y rodó hacia el
césped mientras un silbido de aire pasaba a toda velocidad junto a él.
Brig se retorció en sus brazos mientras Guy recuperaba el aliento.
Con una mueca de dolor, soltó al perro justo cuando la señorita Haversham
llegaba corriendo hasta él.
—¡Lord Huntingdon, podría haber muerto!
—Por segunda vez en la semana —murmuró él.
Esa mujer era una amenaza. Jamás se había codeado con la muerte
hasta conocerla a ella, aunque tal vez había exagerado sus lesiones cuando
se había arrojado al estanque. La verdad era que le agradaba que ella se
preocupara por él.
Se levantó del suelo, descartando la ayuda de ella y se quitó la
hierba de la chaqueta. Miró hacia el jinete, pero sin duda el hombre ni se
había percatado del perro ni de su inesperada acrobacia. Dolorido, se llevó
una mano a la nuca. Estaba demasiado mayor para estas tonterías.
—¿Se ha hecho daño?
La preocupación en la mirada de ella provocaba una sensación rara
en sus entrañas, como si se hubieran vuelto líquidas. Sentía la tentación de
fingir que estaba lastimado y ver si lograba convencerla de que lo ayudara a
llegar a su casa. Luego podría invitarla a entrar, dejar que lo atendiera y…
No. Había venido a disculparse. Nada más. No a repetir el beso. Ni a
dejar que lo tocara. Ni a sentir el cuerpo de ella contra el suyo. Todo eso
llevaría a que deseara más y no podía tener más, sencillamente. Se había
resignado a ese hecho. Permanecería virgen por siempre debido a lo
absurdo de su tamaño y había hecho las paces con ello después del episodio
con Amanda.
—Estoy bien.
Ella le apoyó la mano en el brazo y él reprimió un gemido. Si no
dejaba de comportarse como un hombre virgen, estaría en problemas. El
solo contacto de la mano de ella sobre su brazo no debería afectarlo. Pero,
desde luego, el problema se debía a la dueña de esa mano. Todo su ser
deseaba verla como en el estanque, con el cabello largo cayendo en rizos
mojados hasta la cintura y el vestido adherido a la cintura esbelta y las
caderas generosas.
—Oh. Su chaqueta. —Tocó la costura y pasó el dedo por el agujero.
Él se puso rígido cuando conectó con su costado.
—Pues eso no va a ayudar —se quejó.
—No es la nueva, ¿verdad?
—Sí —admitió él entre dientes.
—Oh, no. ¡Lo lamento mucho!
Él miró el perro que estaba sentado plácidamente sobre la hierba,
con la lengua afuera. Lo envidiaba. Debía de ser agradable estar tan
desconectado de todo.
—Supongo que habrá tenido suficiente por hoy.
—Lamentablemente, casi no hemos caminado, pero hay sol. No
podía dejar que se lo perdiera.
—¿O sea que lo trajo en brazos hasta aquí?
Ella tocó con la bota unas hebras de pasto.
—Parte del camino, nada más.
—¡Por dios, mujer!
Los ojos de la señorita Haversham se agrandaron.
—¿Qué?
Él negó con la cabeza, incapaz de decir lo que cruzaba por su mente.
Era la mujer más loca que había conocido o la más buena. Tal vez una
combinación de ambas cosas. Debajo de ese exterior decidido, latía el
corazón sensible de una mujer que ayudaba en el negocio de su amiga,
cuidaba de sus padres enfermos y llevaba al perro ida y vuelta al parque
todos los días.
No pudo evitar pensar si de algún modo, también tendría lugar para
él.
Ridículo. Tenía que poner fin a esto. Ahora mismo. Despedirse y no
volver a humillarse delante de una mujer, además de asegurarse que El Club
del Secuestro siguiera siendo un secreto.
Movió una mano.
—Solo vine a disculparme.
—¿Sí?
—Por ayer. Di algo por hecho y me equivoqué.
—De verdad no sabía que estaría usted allí, milord.
Él asintió.
—Lo comprendo. Por eso vine a buscarla.
—Ya.
—Lamento haberla acusado. Aunque podrá entender por qué lo hice.
La señorita Haversham levantó la barbilla.
—No imagino a qué se refiere.
—¿Entonces ocultarse entre los arbustos y quedarse esperando en
charcos de agua no le trae nada a la mente?
Una sonrisita se dibujó en sus labios.
—Me temo que está hablando sin sentido, milord.
Dios bendito, qué mujer atrevida. Y como el tonto que era, le
gustaba que lo fuera.
Ella frunció ligeramente el ceño y cambió de posición para ocultarse
detrás de él.
—¿Qué demonios…? —preguntó, ceñudo.
Ella lo cogió de los brazos.
—No se mueva —le ordenó, flexionando las rodillas para agacharse.
—Pero…
—¡Demonios! —Levantó una mano y saludó a alguien detrás de él.
Guy se giró y vio a un caballero vestido a la moda que se les
acercaba. Inclinó el sombrero ante la señorita Haversham mientras Guy lo
miraba de hito en hito. Su ropa estaba bien hecha pero era algo llamativa
para el gusto de él. Le vino a la mente la palabra dandy. Tenía patillas
rubias y curvas a los lados de la cara y a ojos de Guy, seguramente no tenía
problemas en atraer la atención de las mujeres.
¿Pero acaso atraía la atención de la señorita Haversham?
La miró. Ella sonreía ampliamente mientras ladeaba la cabeza para
saludar al hombre.
Guy sintió que lo odiaba.

A Freya le dolían las mejillas por la sonrisa forzada. Detestaba a


Simeon Curtis. Él fingía amabilidad, pero ella sabía que había intentado
convencer al editor del periódico que se deshiciera de ella. Lo había
escuchado quejarse de que el London Chronicle se estaba convirtiendo en
un periódico superficial para mujeres, a pesar de que muchos tenían
columnas de chismes sociales; además, a pesar de que no le agradaba
escribir la columna lo hacía muy bien. Muchos periódicos empleaban a
mujeres para escribir artículos –por lo general con seudónimos- y seguían
siendo exitosos. Simeon odiaba a las mujeres a menos que estuvieran en su
cama y se creía superior al sexo opuesto.
—¿No me va a presentar?
Freya inspiró hondo ante su atrevimiento, pero cedió. La mejor
manera de tratar con hombres como Simeon era mostrarse cortés pero fría y
quitárselo de encima. Si discutía con él o le marcaba sus defectos, él lo
negaba y se las arreglaba para hacerla quedar a ella como la mala persona.
—Disculpe. Lord Huntingdon, este es el señor Simeon Curtis.
Escribe para el London Chronicle. —Hizo un gesto hacia Simeon. —Y éste
es Lord Huntingdon, conde de Henleigh.
Simeon hizo una profunda reverencia.
—Me pareció reconocerlo, milord. Por favor, no me diga que Freya
ha tomado la costumbre de molestarlo de manera directa para su columna.
—En absoluto —respondió Lord Huntingdon con fría formalidad.
Freya rechinó los dientes al escuchar a Simeon usar su nombre de
pila.
—Si de mí dependiera, ni siquiera tendríamos esa columna.
—Estoy segura de que Lord Huntingdon coincidiría con usted,
Simeon, pero debemos dar a los lectores lo que desean. No recuerdo cuántas
cartas recibí la última semana pidiendo eso. —Se llevó un dedo a los labios
—. Algunas más que usted, imagino.
Simeon apretó los labios en una línea tensa y Freya se arrepintió de
sus palabras. No iba a dejar que la intimidara, pero no tenía tiempo para
estar haciéndose enemigos en el periódico; además, no se rebajaba a
discutir con hombrecillos tontos.
Por lo general.
Por lo general, él no intentaba hacerla quedar mal delante del conde.
—Los hombres no tienen tiempo para malgastar enviando cartas,
lamentablemente; de otro modo, habría recibido muchas más.
—¿Cuál fue su artículo más reciente, señor Curtis? —quiso saber
Lord Huntingdon.
Él levantó la barbilla y miró al conde por encima de la nariz. Freya
estuvo a punto de menear la cabeza ante tanto atrevimiento.
—Una historia sobre los seguros marítimos y la gran inversión que
pasarán a ser.
—Ah, sí. Creo que la leí muy por encima. Aunque temo que no
recuerdo el contenido.
Simeon se sonrojó, pero se recuperó enseguida.
—Estoy seguro de que muchas de mis historias serían de su interés,
milord. ¿Tal vez desee permitir que se las envíe?
—Creo que no. Mis responsabilidades de conde y todo eso me roban
casi todo el tiempo libre. Ya sabe cómo es.
Freya se mordió el lado interno de la mejilla para contener una
carcajada. Simeon parecía a punto de estallar; se le notaban las venas del
cuello y el rubor se extendía por debajo de su corbata.
—Por supuesto, por supuesto. —Hizo un gesto hacia Freya—.
Seguramente Freya está ocupando mucho de su tiempo. ¿Tal vez quiere dar
un paseo conmigo? —Le ofreció un brazo—. Podemos dejar a Lord
Huntingdon con su ocupada agenda.
—Temo que me está acompañando a mí. —Lord Huntingdon le
tendió el brazo.
Freya miró de uno al otro. ¿Qué estaba sucediendo?
—¿Señorita Haversham? —la instó Simeon.
Ella entró en acción y cogió el brazo de Lord Huntingdon.
—Disculpe, Simeon, pero el conde y yo estamos sumamente
ocupados. Suerte con su próximo articulito —Esbozo una sonrisa dulce.
Las fosas nasales de Simeon se distendieron. Irguió la espalda y se
llevó una mano al sombrero.
—Les deseo un buen día.
Lord Huntingdon no se molestó en responder y tiró del brazo de ella
para alejarse. Por fortuna, Brig comprendió la necesidad de ambos de huir y
caminó junto a ellos hasta que llegaron a un puente que cruzaba el río.
Freya soltó el brazo del conde.
—Creo que no nos sigue.
—Pensé que estábamos dando un paseo. —Señaló el sendero del
otro lado del río.
—Creía que estábamos escapando del señor Curtis.
Una ceja oscura se arqueó.
—¿Deseaba usted escapar de él?
—¡Por supuesto! Es insoportable.
—Coqueteaba con usted.
—¿Coquetear?
—Sí, es algo que hacen los hombres cuando una mujer les agrada —
dijo él.
—Sé lo que significa coquetear, pero Simeon no estaba coqueteando
conmigo.
—¿No? Todo ese asunto de llamarla por su nombre, Freya. —
Simeon imitó el tono de Simeon—. ¿E invitarla a dar un paseo?
—Por si no se percató, denigró mi escritura y sugirió que no debería
estar trabajando para el periódico.
Frunció el ceño.
—¿En serio?
—¡Sí! —Freya negó con la cabeza. ¿Cómo podía haber confundido
todo eso con coquetear?—. Solo me llama Freya porque le gusta
denigrarme y en realidad esperaba que usted se librara de mí.
—No me agradó en absoluto —masculló él.
—A mí tampoco.
—Es un idiota.
Ella asintió.
—A propósito, gracias por no enviarme con él.
—No le confiaría ni a mi tía solterona.
—Pues creo que yo tampoco.
Él la miró.
—Mi tía Edith ha sobrevivido a tres maridos.
—Simeon es insoportable, pero no inmortal, Lord Huntingdon.
—Si vuelve a llamarla Freya, con gusto me batiré a duelo con él.
—Cielos, lo encuentro algo extremo.
Él frunció el ceño.
—Los hombres como él necesitan que les den una lección.
—Diría que le alcanza con que el conde de Henley lo haya ignorado.
No es necesario que también le dispare al pecho.
Él suspiró y volvió a ofrecerle el brazo.
—¿Sirve como compensación por ayer, al menos?
—¿Que haya humillado a Simeon para pagar por sus acusaciones
falsas de ayer? —Fingió sopesar el asunto—. Digamos que sí.
Freya vaciló por un segundo antes de tomarse de su brazo. No
debería hacerlo. Le convenía mucho más mantenerse enfadada con él y
centrarse en su historia. Pero en el día de hoy había acudido a su rescate dos
veces, así que no podía negarse. Se tomó de su brazo e intentó no pensar en
lo agradable que era pasear por el parque del brazo de este apuesto
caballero.
Lo intentó, pero fracasó por completo.
Capítulo Once

—¿De verdad rescató el perro de Freya? —La modista negó con la


cabeza, sonriendo mientras clavaba alfileres en la costura de su chaqueta.
—Pues no podía dejar que arrollaran al animal ¿no?
—A cambio de arruinar mi trabajo —dijo la señorita Walker con
tono ligero—. ¿Y valió la pena?
¿Valer la pena? Guy sospechaba que estaría más que dispuesto a
arruinar todas las prendas que poseía con tal de evitar el sufrimiento de la
señorita Haversham.
—Justo —murmuró, en lugar de admitirlo en voz alta.
—Lleva a caminar a ese perro todos los días, llueva o truene —dijo
la señorita Walker apretando alfileres entre los labios—. Levante el brazo,
por favor —le ordenó.
Guy obedeció, sintiendo como tiraba de los lados de la chaqueta.
Podría haber esperado, a decir verdad, pero sabía por qué estaba realmente
allí. Necesitaba saber más. Por lo visto, la señorita Walker era la amiga más
cercana de la señorita Haversham.
Por supuesto, no le vendría mal tener algo de municiones contra el
enemigo. Esa era la verdadera razón por la que estaba aquí. Porque eran
enemigos, a pesar del beso y del rescate del perro. Mientras ella siguiera
persiguiendo esta historia, él no podía bajar la guardia.
Lo que significaba nada de besos.
Ni de pensar en su figura. Ni en cómo le gustaría ver cómo le caía el
largo cabello suelto sobre los hombros desnudos.
Por sobre todo, nada de pensar en llevársela a la cama.
No. Ella era el enemigo y le convenía recordarlo.
—Me extraña que tenga tiempo de pasear al perro —comentó como
al pasar.
—Baje el brazo. —La señorita Walker se ubicó delante de él, de
manera que quedó hablando por encima de la cabeza de ella.
—Yo también me lo pregunto, a veces. Creo que casi no duerme.
Entre cuidar de sus padres, escribir y ayudarme, estoy segura de que no
debe dormir más de dos horas por noche.
—Dijo que sus padres estaban enfermos.
La señorita Walker asintió.
—Su madre se enfermó hace unos meses y no se ha recuperado, a
decir verdad. Su padre se vio forzado a dejar de trabajar hace años debido a
problemas en la vista y de salud.
—¿Un padre ciego, además del perro ciego?
—No del todo. Le resulta difícil leer, algo así. Tuvieron a Freya ya
de mayores, un bebé sorpresa, digamos, por lo que ya hace años que ella los
cuida. Sé que ha sido una lucha. —Se enderezó y apretó los labios—. Pero
estoy segura de que no le agradaría que yo se lo dijera. Debe disculparme,
Lord Huntingdon. Me he ido de boca.
—No me molesta, señorita Walker.
Ella entornó los ojos y reprimió una sonrisa.
—Ya veo.
—¿Ya ve? ¿Qué es lo que ve?
—No me corresponde decirlo —respondió ella en tono ligero—.
Aunque debo advertirle, milord: por más que sea mi cliente, no dejaré que
lastime a Freya.
—¿Lastimarla? ¿Por qué la lastimaría?
—Es una mujer muy especial. Si no fuera por lo ocupada que está,
pienso que un caballero se la habría llevado, pero los hombres pueden ser
estúpidos ¿no cree?
Él emitió un sonido como para indicar vagamente que coincidía. No
podía negarlo, a decir verdad, en vista de que la había besado, la había
seguido, había rescatado a su perro y le había obsequiado una manta. Nada
de eso se correspondía con cómo debía tratarse a un enemigo. A menos que
uno adhiriera a la filosofía de Cabidas de mantener cerca a los detractores.
Sí, quizás esa fuera la razón por la que debía seguir conociéndola.
Al fin y al cabo, si sabía cómo progresaba su historia, podría asegurarse de
que nunca descubriera el Club del Secuestro.
—¿La señorita Haversham no ha tenido pretendientes, entonces?
—No tiene tiempo y sospecho que tampoco la paciencia. Usted es el
primer hombre que parece tolerar.
—Apenas tolerar creo que se acercaría más a la verdad.
—Sigo opinando lo mismo, Lord Huntingdon. No permitiré que la
lastime. —Agitó un alfiler delante de él—. Le gusta pensar que es fuerte,
pero se preocupa por todo y tiene sentimientos profundos. —Hizo un gesto
con la mano y Guy tuvo que inclinarse hacia atrás para evitar un pinchazo
—. No permita que se encariñe con usted a menos que tenga buenas
intenciones.
Él levantó una mano.
—No tengo intención de lastimarla.
Ella lo miró durante varios segundos, luego dejó los alfileres y cogió
una aguja e hilo.
—Me alegra escucharlo.
—¿Hace cuánto que escribe?
—Desde que tengo memoria. —Pasó la lengua por el extremo del
hilo, levantó la aguja hacia la ventana y la enhebró con gran habilidad—.
Comenzó escribiendo artículos serios, pero los periódicos no querían saber
nada con ella. Uno de ellos sugirió que probara con la columna de chismes
sociales y así siguió la historia. Pero sé que no es algo que le agrade.
—Puedo decir que ser el sujeto de esas columnas tampoco es
divertido.
—Sí, supongo que debe de haber escrito sobre usted. —La señorita
Walker se encogió de hombros—. No las leo y creo que mis clientes lo
valoran. Prefiero que sigan siendo dueños de sus secretos.
—Es usted una de las pocas que piensan así, me temo.
Ella dio unas rápidas puntadas y luego lo hizo quitarse la chaqueta y
entregársela.
—Se la tendré lista dentro de dos días. Por fortuna solo se descosió
y no se rajó la tela, o sería otra historia. —La señorita Walker dobló la
chaqueta—. Olvidé mencionar que Freya quería pagar el daño. Vino esta
mañana y dijo que era probable que usted pasara por aquí.
—¿Pagar? —Parpadeó varias veces. ¿La mujer con agujeros en el
abrigo quería pagar por el daño a su chaqueta? —De ninguna manera.
—Imaginé que lo diría, pero ella insistió mucho.
—Pues puede decirle que no permitiré que pague nada.
—¿Por qué no se lo dice usted mismo?
—No tengo idea de dónde vive —admitió él.
—Princes Street. Número veintitrés.
Guy se quedó mirando a la amiga de la señorita Haversham.
—¿Por qué me dice esto?
—Confío en que no la lastimará; además, ella necesita algo
agradable en su vida.
¿Agradable? Guy no estaba seguro de saber cómo ser agradable.
Casi siempre lo acusaban de mostrarse distante. Y de estar ocupado.
Hizo un movimiento de cabeza hacia donde había cintas sobre una
mesa en el fondo de la tienda.
—¿Cuál es el color favorito de la señorita Haversham?
La señorita Walker se giró hacia la mesa, con un destello cómplice
en los ojos.
—El celeste. Celeste claro. Resalta sus ojos.
—Obséquiesela cuando la vea ¿quiere? Y dígale que no acepto
ningún pago.
Una sonrisita se dibujó en los labios de ella.
—Como diga, milord.
Dios bendito, ¿qué demonios estaba haciendo?

El paquete de papel temblaba en las manos de Freya. Miró el


reluciente aldabón de metal y apenas logró ver su apariencia en el metal.
Hizo una mueca. No había nada que se pudiera hacer para mejorar su
aspecto, en especial con ese gastado abrigo marrón y el cabello recogido
con sencillez bajo un sombrero simple, casi del mismo color que el abrigo.
¿Por qué le importaba, de todos modos? No estaba allí para
impresionar a Lord Huntingdon.
La puerta se abrió lentamente; en los ojos del mayordomo hubo un
destello de reconocimiento.
—¿Sí? —dijo, arrastrando ligeramente la palabra.
—Um… esperaba solicitar una audiencia con Lord Huntingdon.
Él la miró de hito en hito antes de retroceder y cerrar la puerta.
Freya golpeó el pie contra el suelo y se inclinó hacia adelante para mirarse
en el aldabón. Dios Santo, ¿tenía algo en los dientes? Agrandó la sonrisa y
presionó una uña entre dos dientes. La puerta se abrió y ella apartó la mano
enseguida y se enderezó.
—Milord la verá ahora.
—Ah. Qué bien. —Tragó saliva. Había esperado que tal vez la
rechazara o estuviera ocupado o algo así. También había tenido esperanzas
de que eso sucediera, así tendría una buena excusa para no verlo. Pero había
rezado para que no le cerrara la puerta.
Tras quitarse el sombrero, el abrigo y los guantes, siguió al
mayordomo otra vez hasta el estudio del conde. La grandeza de la casa no
la afectó menos que antes, pero estaba más centrada en lo que encontraría
detrás de la puerta. O mejor dicho, a quién. No podía dejar de pensar en
cómo había salvado a Brig, arrojándose delante del jinete sin preocuparse
por su seguridad. Nunca se había considerado una de esas mujeres que se
desmayaban ante los actos heroicos de los hombres, pero cada vez que
recordaba el momento, le costaba un poco respirar.
No se podía negar. Este no era un típico conde. Había escrito lo
suficiente sobre caballeros de la nobleza como para imaginar que entendía
cómo pensaban y vivían. Pero Lord Huntingdon era un enigma.
El mayordomo abrió la puerta y el conde se levantó cuando ella
entró. Reya lo miró y luego bajó los ojos; le resultaba extrañamente
doloroso mirarlo. Tenía una sombra de barba en la mandíbula y el pelo lucía
como si se hubiera estado pasando los dedos por él. Suave y revuelto. Casi
que deseaba sentir ella misma su textura.
Alejó el pensamiento de su mente y se obligó a sonreír con
expresión cortés.
—Señorita Haversham, tome asiento, por favor. —Movió la cabeza,
mirando más allá de ella y debió ocurrir algún intercambio secreto entre el
mayordomo y él, pues el hombre abandonó la habitación, dejando la puerta
entreabierta. Seguramente los ricos y sus mayordomos tenían un lenguaje
secreto que solo ellos conocían.
—No me quedaré mucho tiempo —se apresuró a decir.
Cuanto antes se fuera de ese pequeño salón, mejor. La sensación de
estar en ese estudio era comparable a encontrarse bajo el agua, luchando por
respirar. La presencia de él, sobre todo su cercanía, le comprimía el pecho y
le aceleraba el corazón. Necesitaba escapar y respirar una bocanada de aire
antes de ahogarse.
—¿Pasa algo malo?
¿Algo malo? Le sostuvo la mirada. Claro que sí. Pasaban muchas
cosas y nada estaba bien. ¿Cómo podía mantener la objetividad si ni
siquiera podía funcionar normalmente en su presencia? ¿Ni olvidar su beso
ni sus actos de bondad? Su instinto de periodista le gritaba que de algún
modo él estaba involucrado en las desapariciones de esas mujeres. Tampoco
debía olvidar que una de las víctimas de secuestros estaba ahora casada con
su medio hermano. Por no hablar de que él evadía sus preguntas.
Todo, desde el momento en que lo había conocido, había estado mal.
Tenía que poner fin a cualquier apariencia de… lo que sea que fuera esto…
y volver a ser la periodista molesta que tarde o temprano revelaría la
historia más importante de su vida.
—Solo quería devolver esto. —Colocó el paquete sobre el escritorio
y lo empujó hacia él—. Y decirle que pagaré el daño a su chaqueta.
Frunciendo el ceño, él tiró de la cinta y abrió el papel. El lazo más
bonito que ella jamás había visto resplandecía contra el papel marrón. Lucy
había admitido que era una de las cintas más costosas, pero el conde no
había preguntado el precio, solo le había pedido que lo añadieran a su
cuenta.
Una gran, gran parte de su ser deseaba quedársela. Atársela en el
pelo y decorar con ella un sombrero de verano. Sentirse bonita y
emocionada por el hecho de que un hombre le había hecho un obsequio.
Sentirse cualquier cosa menos una pobre solterona que casi no dormía y
cuyos dedos le dolían casi todo el tiempo.
Pero no podía hacerlo. Su integridad periodística sería cuestionada,
sobre todo si él realmente estaba involucrado en la historia.
—No uso cintas. —Él empujó el paquete hacia ella.
—Yo tampoco. —Ella volvió a empujarlo hacia él.
Guy suspiró, levantó la cinta y rodeó el escritorio, cerrando la
distancia entre ellos.
—Pues no es cierto.
Ella parpadeó al verlo acercarse, paralizada. Se le cerró la garganta
y sintió que se le aceleraba el pulso en los oídos. Cuando él alargó el brazo,
Freya sintió escalofríos. Lo único que tenía que hacer era esquivarlo, poner
una excusa y marcharse, pero sus endemoniadas piernas no le obedecían. Él
se inclinó, brindándole un primer plano de su barba incipiente y el pañuelo
al cuello perfectamente anudado.
—¿Qué…? —logró susurrar ella con voz ahogada.
—Cuánto cabello tiene, señorita Haversham. Es precioso.
Un extraño ruido brotó de su boca. Tal vez una combinación de dos
palabras, o más, pero salieron como un sinsentido. Sintió calor en las
mejillas y cerró la boca con fuerza. Si no iba a poder hablar ni escapar, lo
mejor sería que guardara silencio para conservar algo de dignidad.
Sintió un ligero tirón en el pelo y luego el dio un paso atrás. Cuando
levantó la mano, Freya sintió la cinta de seda anudada entre sus rizos.
—De verdad, no debería…
—Quédesela, señorita Haversham. Le sienta mucho mejor a usted
que a mí. —Rodeó el escritorio y entrelazo las manos detrás de su espalda
—. Y no quiero escuchar hablar de que pague el arreglo de mi chaqueta.
—¡Pero fue culpa mía!
—¿Me empujó usted al piso, acaso?
—Pues, no…
—La culpa fue toda mía.
—¿Pero qué…?
—¿Deseaba algo más?
—Sí. No. Es decir… —Soltó el aire. Si tuviera algo de sentido
común, se arrancaría el lazo del cabello y lo dejaría sobre su escritorio.
Teniendo en cuenta que era conocida por su sentido común, su incapacidad
de llevar a cabo esa simple acción era realmente desconcertante. Así que
apuntó hacia él con el dedo—. Esto no significa que dejaré de investigarlo.
Los labios de él se curvaron.
—No esperaría menos.
Capítulo Doce

El empalagoso aroma del perfume de la mujer casi hizo lagrimear a


Guy. Optó por respirar por la boca mientras ella encogía los hombros
desnudos, tomaba su moneda y se daba la vuelta. Se sabía que el barón
frecuentaba varios burdeles en Londres, pero Guy se arrepentía de haber
asumido la tarea de rastrear sus movimientos. Russell o Nash estarían más
cómodos aquí, pero ambos estaban casados y no quería ponerlos en esa
situación.
Menos en un lugar de dudosa reputación como este.
Aunque conocía algunos de los lugares más elegantes, no podía
convencerse de perder su virginidad pagándole a una mujer. No entendía
por qué Lord Pembroke deseaba frecuentar lugares menos salubres. El suelo
estaba pegajoso, las paredes eran delgadas y los clientes iban de borrachos a
delincuentes. Claramente el hombre tenía un gusto específico, aunque Guy
no lo entendiera. En un lugar como este, había bastantes probabilidades de
contagiarse algo desagradable.
Aun así, tenía su información. Lord Pembroke tenía a su favorita en
este sitio y la visitaba todos los miércoles. Lo que significaba que lady
Pembroke estaría sola. Es decir, casi sola. Lo único por lo que tenía que
preocuparse era cómo podría burlar a los hombres que la custodiaban para
hablar con ella. Frunció los labios. Lord Pembroke era conocido por ser
mala persona aun en este lugar. No soportaba pensar en lo que Lady
Pembroke debía experimentar todos los días como su esposa. Cuanto antes
la ayudaran, mejor.
Se abrió paso por el salón, esquivando a los clientes y prostitutas;
evitó por poco que un borracho lo salpicara con cerveza. Antes de llegar a la
puerta, se detuvo. Cerró los ojos por un segundo. ¿Lo estaba imaginando,
seguramente? Decidida era la palabra que mejor la describía, pero no sería
tan insensata como para seguirlo hasta un maldito burdel.
Se giró lentamente, negando con la cabeza. Un hombre con puños
como jamones, a quien le brotaba pelo de cada centímetro, desde la nuca
hasta la mano que había colocado en la pared junto a la señorita
Haversham, le había bloqueado el paso. Por lo visto, le resultaba más
interesante que las prostitutas del lugar y él no podía culparlo. Incluso con
ese abrigo miserable, su apariencia pálida y su mentón obstinado lo atraían.
Ahora lo que más deseaba hacer era quitarle el sombrero y ver cómo le caía
el pelo sobre los hombros.
Los hombros desnudos.
Apartó el pensamiento de su mente. Lo que menos necesitaba era
pensar en cualquier tipo de desnudez, sobre todo estando rodeado de los
ruidos de camas que golpeaban contra las paredes y de diversos cuerpos
entrelazados entre sí, con poca preocupación por la decencia.
Ella había dicho que no renunciaría a investigarlo, debía admitir.
Pero por el amor de Dios, ¿tenía que ser tan endemoniadamente insistente
para meterse en problemas?
Freya miró con desesperación a su alrededor, una mano en el pecho
del hombre, mientras intentaba deslizarse debajo de su brazo. El hombre se
movió, impidiendo que lo rodeara, luego se movió otra vez, acercándose a
ella. Guy se apretó el puente de la nariz con los dedos y se abrió paso entre
dos parejas. Los ojos de la señorita Haversham se encontraron con los de él
y se agrandaron; él no pudo decidir si por el alivio o el fastidio por haber
sido descubierta.
—Deje en paz a la dame —advirtió Guy, tocando el hombro del
sujeto—. No está interesada.
—Lo estará si pago lo suficiente —respondió el hombre entre
dientes, ignorando a Guy.
—¡Ya le he dicho que no estoy a la venta! —insistió la señorita
Haversham, empujando en vano el pecho del hombro.
—Estarás a la venta si me apetece que lo estés. —Quiso cogerla de
la cintura y ella lo esquivó. La sujetó entonces de la muñeca, cerrando la
mano alrededor de ella con facilidad, como si pudiera quebrársela con un
movimiento.
Airado, Guy soltó un suspiro. Ya era suficiente. Quería marcharse de
allí y por supuesto que la quería también a la señorita Haversham fuera de
ese sitio. Volvió a dar unos golpecitos sobre el hombro del individuo. Él se
giró ligeramente, lo suficiente como para que Guy le diera un puñetazo en
la nariz. Se oyó el crujir de hueso y un chorro de sangre le brotó de la nariz.
El hombre soltó la muñeca de Freya y se llevó la mano a la nariz.
—¿Qué demonios…?
Guy esquivó un golpe, cogió a la señorita Haversham del brazo y la
arrastró fuera del edificio. Salieron al aire fresco; Guy se volvió hacia ella y
la soltó.
—¿Qué demonios está haciendo aquí?
—Pues…
Él levantó una mano.
—Investigándome, lo sé, pero por qué se le ocurriría que sería
aceptable entrar en un sitio como este?
Ella levantó la barbilla y su postura se endureció.
—Usted entró en un sitio como este.
—Nadie me va a confundir a mí con una de las pros… —Se
interrumpió—. Con una de las mujeres de aquí.
—Tenía que ser ciego o estar borracho. No me parezco en nada a
esas mujeres.
—Es demasiado bonita, tan rubia. Por supuesto que un hombre que
busca un cierto servicio la encontrará atractiva.
Ella abrió la boca y la cerró.
Guy soltó el aire. No debería haber admitido eso. No solo porque
ella sabía que la encontraba atractiva pero porque no había querido
admitírselo a sí mismo. Ahora que lo había dicho en voz alta, colgaba allí,
como arena caliente en el desierto, bailando alrededor de ellos. La señorita
Haversham realmente no tenía intención de darse por vencida y él no sabía
qué hacer con ella.
Pero también tenía muchas, muchas ideas de qué hacer con ella,
ninguna de las cuales era de utilidad.

Freya se había sentido invadida por la furia. Furia hacia el hombre


que casi la había aprisionado y luego hacia Lord Huntingdon por visitar un
sitio así. A decir verdad, eso arruinaba todo. Aunque había creído estar
preparada para seguirlo dentro del burdel, no había sido así. ¿Por qué el
atractivo conde que obsequiaba mantas y rescataba perros frecuentaría un
sitio así? Ciertamente era solo para malhechores y aquellos que no podían
permitirse nada mejor.
Por otra parte, si pensaba mucho en ello, lo imaginaba con alguna
hermosa cortesana que revoloteaba alrededor de los hombres de la más alta
sociedad. Nunca se lo había conectado con ninguna de las cortesanas
conocidas, pero habría sido preferible eso a que viniera a un lugar como
este, un lugar que olía a desesperación y tragedia.
¿A quién engañaba? No tenía importancia dónde buscaba él su
placer; la opresión que sentía en el pecho la había desencadenado una sola
emoción.
Los celos.
Si no fuera tan absurdo, se reiría de sí misma por comportarse como
si tuviera algún tipo de derecho sobre él.
El conde podía hacer lo que le apetecía y un mero beso no
significaba nada. Podía haber sido su primer beso en una eternidad y uno
que ella nunca olvidaría, pero no significaba nada. ¿Por qué le resultaba tan
difícil recordarlo?
Y ahora él había dado a entender que la encontraba bonita. Freya
podía contar con una mano la cantidad de gente que la había llamado
bonita. La mayoría eran miembros de su familia. Había creído estar por
encima de halagos tan simples, pero por lo visto, no lo estaba. Inspiró
profundo. Tenía que recuperar su posición.
—No hubiera tenido que venir aquí si usted no lo hubiera hecho
¿sabe? —dijo con voz débil—. Apretó la mandíbula. Magnífico. Qué buen
argumento era ese.
—De todas las tonterías que podría haber hecho, señorita
Haversham, esta fue la peor. —Tensó la mandíbula cubierta de una sombra
de barba gruesa y oscura, resaltada por la luz de las lámparas que salía de
las ventanas del edificio.
Ella recordó la sensación de esa barba contra su boca y experimentó
una tibieza sumamente agradable.
—¿Y si yo no la hubiera visto? Ese hombre hubiera tomado lo que
quería, independientemente del pago.
Freya enderezó los hombros.
—Podría haber escapado —mintió. El hombre la superaba tres veces
en tamaño y todavía le dolía la muñeca donde él se la había sujetado.
Guy negó con la cabeza.
—La creía una mujer inteligente.
—Lo soy —protestó ella.
O al menos lo había sido. Cuando se dio cuenta de dónde iba el
conde, no pudo ignorar la dolorosa sensación de ardor en su interior.
Deseaba estar equivocada. Pensó que tal vez él estaba llevando a cabo
alguna acción caritativa, pero luego lo había visto hablar con varias de las
mujeres y sintió el peso de una piedra en el corazón.
Qué tonta había sido creyendo por un segundo que él era distinto de
otros miembros de la nobleza. Tomaban lo que querían y vivían una vida de
placer y desenfreno con poca preocupación por las desgracias de los
demás. Lo más probable era que solo fuera amable con ella para que dejara
la historia.
Pues bien, no iba a seguir engañándola.
—Soy lo suficientemente inteligente para darme cuenta de que usted
es precisamente quien pensé que era —dijo con firmeza, dando un paso
hacia él.
—¿Ah, sí?
—Nada más que un libertino imprudente que busca placer, al que
probablemente le divierte jugar a ser el héroe, aunque sabe que no lo es.
Él frunció el ceño aún más.
—¿Buscar placer? —Se acercó a ella—. ¡Allí dentro no se encuentra
ningún tipo de placer! —Señaló el edificio, mirándola a los ojos. El corazón
de ella se aceleró. Ahora se arrepentía de haber usado esa palabra. Placer.
Oscilaba entre ellos, como el péndulo de un reloj, golpeándole con fuerza el
pecho. Había habido placer en el beso y ella estaba segura de que podía
haber más. Pero podría haber sido falso. Una gran mentira. Un momento
premeditado más que el error impulsivo que ella había creído que era.
Se cruzó de brazos, ofreciendo la única defensa a la que pudo
recurrir.
—Supongo que su mujer favorita no estaba allí esta noche.
—Mi mujer favorita —repitió él, indignado—. Señorita Haversham,
no frecuento burdeles.
Ella movió la mano hacia arriba y hacia abajo.
—Creo que esto demuestra que es un mentiroso.
—Estoy aquí por una buena razón y no para buscar a una mujer, se
lo aseguro.
—Lo vi hablando con esas mujeres, dándoles monedas. Lo vi y…—
De pronto se le cerró la garganta al recordar la punzada de dolor que había
sentido cuando lo vio con ellas. No tenía ningún derecho sobre él ni
deseaba tenerlo, se recordó.
Aunque por lo visto, no importaba.
Él entornó los ojos y presionó un dedo contra sus labios.
—Señorita Haversham, ¿está celosa?
Ella ahogó una exclamación.
—¡Por supuesto que no!
—¿Entonces por qué un asunto privado mío la afecta?
—No me afecta… —Se aclaró la garganta—. No me afecta —
repitió, bajando el tono—. Sin embargo, me decepciona. Estos lugares están
llenos de mujeres desesperadas que hacen lo que sea para sobrevivir. En mi
opinión, tales actos deberían ser consentidos entre dos personas que los
desean.
—Desearlo —murmuró él, y su mirada se oscureció—. Ajá.
—Y como caballero, usted debe establecer un estándar y si no puede
ser mejor que el resto de los hombres, ¿quién lo será?
Él dio un paso hacia Freya y ella sintió que se le cerraba el pecho.
—Estoy tratando de ser mejor que el resto.
—Bien, entonces ¿por qué…? —Levantó una mano que tomó
contacto con el pecho de él. Freya no sabía si quería empujarlo o cogerlo de
la de la chaqueta y atraerlo hacia ella. Él miró hacia abajo y la intensidad de
su expresión desapareció; dio un paso atrás.
—Vuelva a su casa, señorita Haversham. Este lugar no es seguro
para usted.
Un estruendo resonó en el interior, seguido de gritos. Ella se
estremeció cuando la puerta se abrió de golpe y varios hombres rodaron al
suelo en un revoltijo demencial de piernas que se agitaban y puños que
volaban.
—Váyase a su casa —le ordenó, mientras uno de los hombres se le
acercaba—. Mañana le explicaré por qué estaba aquí. —Esquivó un
puñetazo. Por poco.
Freya pasó la mirada de él a los hombres que peleaban. Si se
quedaba allí, también ella terminaría envuelta en la pelea. No tenía dudas de
que el conde podría defenderse, pero tal vez no con ella allí. Giró sobre los
talones y caminó a toda prisa hacia la calle principal, mientras los sonidos
de la pelea se desvanecían en el aire nocturno cargado de humo.
Qué necia era. Ni siquiera debería desear una explicación. Él no se
la debía. Pero su corazón dolorido la anhelaba de todos modos.
Capítulo Trece

La casa de la señorita Haversham solo podía describirse como


modesta. Aunque distaba de ser la vivienda de una persona pobre, la pintura
alrededor de las ventanas del edificio alto y estrecho estaba desconchada y
cuando Guy miró hacia arriba, vio una teja a punto de desprenderse del
tejado y caer sobre algún peatón desprevenido. Sin embargo, las ventanas y
el escalón del frente estaban limpios, así que tenían una criada o la señorita
Haversham los fregaba con energía entre el trabajo y los paseos con el
perro. Frunció el ceño. Apostaría por lo último. La condenada mujer no
sabía tomarse un descanso.
Se enderezó el pañuelo que llevaba anudado al cuello y subió los
tres escalones hasta la puerta azul oscuro. En realidad, no le debía una
explicación. En absoluto. El hecho de que ella pensara que visitaba el
burdel en busca de compañía era risible, si se consideraba que casi era todo
lo contrario. Sin embargo, había visto la verdad en sus ojos.
Los celos se habían revelado.
Y necio como era, eso le gustaba. Claro que le gustaba.
¿Por qué siempre olvidaba que no quería una mujer en su vida? O
más específicamente a la señorita Haversham. No podía contarle la verdad,
ni sobre el Club de Secuestros ni sobre su problema de tamaño que hacía
que todas las mujeres huyeran gritando de él. Por lo general, una sola de
esas cosas bastaba para disuadirlo de cortejar a una mujer, y ahora que los
secretos eran dos, tenía un motivo muy real para evitar a Freya.
Sin embargo, aquí estaba.
Golpeó el llamador contra la puerta y esperó, sintiendo que le latía
con fuerza el pulso en el cuello. Tiró del pañuelo e inspiró. Aquí estaba él,
un conde, un secuestrador, un hombre de poder y medios y las palmas le
sudaban dentro de los guantes.
Pura y absoluta locura.
La puerta se abrió lentamente y un anciano lo miró. Su ropa estaba
gastada y le colgaba de los hombros, como si hubiera perdido peso
recientemente.
Sus ojos brillaban de inteligencia y curiosidad y Guy concluyó que
debía de ser el padre de la señorita Haversham.
—¿Sí?
—Disculpe, no nos han presentado. Lord Huntingdon, conde de
Henleigh, a su servicio.
El señor Haversham abrió grandes los ojos.
—El sujeto que Freya ha estado investigando. —Se llevó la mano a
la boca—. Creo que no debería haber dicho eso. —Inclinó la cabeza—. Soy
el señor Haversham, milord, ¿qué puedo hacer por usted.
Guy se permitió sonreír.
—Estoy al tanto del interés de la señorita Haversham por mí.
Esperaba hablar con ella.
—Ah. Espero que no esté en problemas.
—En absoluto.
Al menos, ya no. Casi la habían tomado por una prostituta anoche y
todavía le rechinaban los dientes al pensar en aquel hombre tratando de
tocarla. Su imprudencia terminaría matándola. O matándolo a él. O a
ambos, a este ritmo. Por eso mismo necesitaba hablar con ella y poner fin a
todo este gran lío.
—Temo que… —El señor Haversham se volvió con el ceño
fruncido.
A Guy le tomó un momento descifrar de dónde provenía el ruido.
Alguien arriba había sucumbido a un ataque de tos que se podía escuchar
incluso desde donde estaba Guy en los escalones. La señorita Haversham le
había hablado de la enfermedad de su madre, así que supuso que era ella.
—Disculpe, mi esposa no está bien. —Se llevó una mano a la
cabeza—. ¿Qué era lo que quería, milord?
—Esperaba hablar con la señorita Haversham —repitió.
Otro ataque de tos resonó por las escaleras. El señor Haversham
miró hacia las escaleras y luego a Guy.
—Lo siento mucho, milord, creo que debería ir a verla. Mi hija fue a
comprar algunas pastillas para la tos. Estoy seguro de que volverá pronto.
—Retrocedió hacia el interior de la casa, comenzó a subir las escaleras y se
detuvo.
—Por favor, póngase cómodo en la sala de estar.
El señor Haversham subió las escaleras; al oír el crujido que
soltaron sus piernas huesudas, Guy hizo una mueca. No era de extrañar que
la señorita Haversham tuviera las manos llenas. Ni su padre ni su madre
estaban en buena salud. Hizo señas a su cochero que lo esperara, luego
entró, cerró la puerta tras él y guardó el sombrero bajo el brazo.
Encerrado en la oscuridad del vestíbulo, dio unos pasos vacilantes
hacia una puerta abierta, sintiéndose un poco como si estuviera pisando
territorio sagrado. Aquí era donde había crecido la señorita Haversham.
Miró a su alrededor, en busca de señales de su presencia, y vio un sombrero
de verano colgando en un perchero y en la pared, un bordado simple e
infantil de un cardo, que imaginó debía de haber sido hecho por ella.
La sala de estar mostraba pocos indicios de la presencia de ella, sin
embargo. Una manta colgaba del respaldo de un sillón gastado y del
descolorido empapelado gris colgaban varias escenas campestres. El fuego
estaba casi apagado, así que se dirigió a la chimenea, cogió el atizador, lo
hizo cobrar vida de nuevo y agregó un leño. Aun con el fuego encendido, el
frío de la habitación traspasaba su ropa invernal. Con razón la madre de ella
seguía enferma. ¿Cómo podía recuperarse cuando toda la casa estaba
congelada? Si pasaba mucho más tiempo en este frío, la señora Haversham
moriría, sobre todo cuando arreciara el invierno.
De hecho, debería marcharse inmediatamente y hablar con la
señorita Haversham en otra oportunidad.
Fue a la ventana, miró el carruaje que lo esperaba y luego dirigió la
mirada calle abajo en busca de la señorita Haversham.
Exhaló y se pasó una mano por el pelo. Demonios. ¿Cómo podía
dejar a su madre librada a su suerte? La señorita Haversham sin duda
detestaría esta idea –incluso hasta lucharía contra ella- pero si actuaba
ahora, antes de que ella volviera a casa, podría tener a su madre a salvo y al
calor, y con suerte se recuperaría.
Esbozó una sonrisa sombría. Sí, la señorita Haversham lo odiaría
por esto, estaba seguro. Pero no tenía opción.

—Papá, tengo… —Freya se detuvo en el tercer escalón, con la


mano en la barandilla. En la otra mano sostenía la medicina para su madre
—. ¿Papá?
Él abrió la boca y luego la cerró, y una extraña sonrisita apareció en
sus labios. Freya se volvió, bajó las escaleras y se detuvo frente a él. Su
corazón latía tan fuerte que temía que fuera a romperle las costillas.
—¿Qué pasa, papá? Había llegado ¿verdad?, el momento cuya
llegada tanto había temido. Su madre había muerto, se había ido sin su hija
a su lado. Aunque por qué su padre tenía una expresión tan extraña, no tenía
idea. —¿Le doy la medicina a mamá?
Él negó con la cabeza.
—No te preocupes, querida. Ella no está aquí.
—Oh. —Se le formó un nudo en la garganta. Freya intentó tragarlo
y e ignorar el ardor detrás de los ojos. Hacía algún tiempo que ese día
amenazaba con llegar. Ya debería estar preparada. Y pase lo que pase, tenía
que ser fuerte por su padre. No podía perderlo también.
—Ese sujeto, Lord Hunting, se la llevó así, sin más. —Se rio—. Fue
bastante divertido, a decir verdad.
—¿Lord Huntingdon? —Freya levantó un dedo y luego lo bajó;
frunció el ceño—. ¿Lord Huntingdon estuvo aquí?
—Sí. —Su padre asintió enérgicamente—. Vino a verte, aunque no
dijo por qué. Por lo visto no fuiste muy discreta con tus investigaciones,
Freya. Parecía estar al tanto de todo.
—Bueno, sí… —Negó con la cabeza—. Eso no importa. ¿Dónde se
llevó a mamá y por qué se lo permitiste?
—Es un tipo bastante mandón.
—¿Así que secuestró a mamá y simplemente te hiciste a un lado y
dijiste que estaba bien?
Su padre se encogió de hombros.
—No parecía valer la pena discutir con él y tu madre se mostró muy
dispuesta a ir después de que él tuvo una pequeña charla con ella. Dijo que
no podía dejarla en ese estado; luego hizo venir a su criado para que
recogiera sus pertenencias, y se la llevó en su carruaje. —La sonrisa de su
padre se agrandó—. Ella parecía disfrutar de toda la experiencia.
Freya reprimió el impulso de golpearse la frente con la mano.
Dejaba solos a sus padres por media hora y esto era lo que sucedía. A su
madre prácticamente la secuestraban y su padre parecía completamente
satisfecho con todo el asunto.
—Dijo que la visitara cuando quisiera. Hasta me ofreció de ir con él,
pero me pareció una impertinencia y estoy cómodo aquí. Además, no podía
dejarte sola.
—Dios bendito…
—Freya —la regañó su padre—. Cuida el lenguaje.
—Perdón, papá. —Exhaló despacio—. Como te imaginarás, estoy
bastante impactada.
—Parece un gran caballero y sé que tus investigaciones aún no han
revelado nada relevante. Es más ¿no fue él quien te obsequió esa manta?
—Sí –admitió Freya en voz baja.
—Pues no dirías que es un bribón ¿verdad? ¿Además, qué tipo de
conde secuestraría a una mujer mayor? ¿Qué motivo siniestro podría tener?
—Bueno, podría… podría estar usando a mamá en mi contra. Para
disuadirme de mis investigaciones.
Su padre la miró durante varios segundos y frunció los labios.
—Tengo la impresión de que estás buscando continuamente motivos
para investigarlo. Si fuera cualquier otro hombre, a estas alturas ya habrías
pasado a otras cosas.
Ella ahogó una exclamación.
—¡Papá, eso no es verdad! —Guardó la medicina de nuevo en su
bolso, cogió su sombrero y se puso los guantes—. Iré a ver a mamá. Si a ti
no te importa lo que le sucede, entonces debo acudir yo en su defensa.
—No hay nadie a quien defender, Freya, tu madre está muy bien y
no tengo dudas de que el conde la cuidará con esmero.
Ella dejó escapar un sonido de frustración, salió por la puerta y la
cerró con estrépito tras ella. ¡Qué se creía el conde! Que podía entrar así,
sin más y…¡llevarse a su madre! No era así como se hacían las cosas. Al
menos no en su círculo. Supuso que los nobles estarían muy acostumbrados
a entrar sin ningún problema, llevarse madres y creerse que sabían qué era
lo mejor para todos. Su madre debería estar en casa, en su propia cama, bajo
el cuidado de su hija, no en una casa desconocida con doncellas a las que
nunca había visto.
Para cuando llegó a la residencia del conde –tras caminar una hora-
su indignación no había disminuido. En todo caso, se había convertido en
una masa ardiente de furia. Primero la hacía mirar cómo hablaba con varias
mujeres de la noche y luego, cuando seguramente venía a darle una
explicación, secuestraba a su madre.
Por supuesto, no la había obligado a mirar cómo hablaba con esas
mujeres, pero ella no había podido evitarlo. Tampoco había podido reprimir
la atracción que sentía en el estómago, ni la forma en que se le retorcía y
daba vuelcos cuando lo imaginaba haciéndoles proposiciones. No debería
haberla sorprendido ni haber tenido ningún impacto sobre ella. En su
carrera periodística, había visto y oído suficientes asuntos escandalosos.
Sin embargo, nunca había oído que raptaran a la madre de alguien.
¿Qué demonios lo había motivado a hacer algo así? ¿Podría ser cierto lo
que le había dicho a su padre, que él intentaría utilizarlo en contra de ella?
Y pensar que su padre creía que ella lo investigaba solo porque estaba
interesado en él. Absurdo.
De acuerdo, lo había besado y tal vez sentía un de celos de esas
mujeres, pero era periodista. Una profesional. No seguiría una historia que
no considerara que tuviera mérito solo por un interés pasajero en un
hombre.
Levantó la barbilla, enderezó los hombros e hizo sonar la
campanilla. Se mostraría profesional. Calma. Digna. Podía lograrlo.
Capítulo Catorce

Las mejillas de la señorita Haversham estaban enrojecidas. Guy


trató de reprimir una sonrisa. Había estado esperando que sonara la
campanilla de la puerta.
A decir verdad, la había estado esperando a ella. Sabía que se
enfurecería por lo que había hecho. La mujer era demasiado orgullosa,
maldición. Abrió la puerta de par en par y le hizo un gesto para que entrara.
—Me preguntaba cuándo la vería.
—¡No sé cómo puede sonreír cuando prácticamente ha raptado a mi
madre!
Entró en la casa, y se quitó con furiosa energía las horquillas del
sombrero y se lo entregó al señor Brown, que tuvo que darse prisa para
cogerlo. Le siguieron los guantes y el abrigo, que Freya se quitó con
movimientos torpes.
—No la rapté —respondió él, sereno.
—Pues es como si lo hubiera hecho. Con las manos en jarra, levantó
la mirada hacia él—. ¿Por qué lo hizo? ¿Para presionarme de que dejara mi
historia? Si piensa que…
—Aunque le resulte extraño, no tenía otro motivo que no fuera ver
bien a su madre, pero me alegra ver que no tiene una mejor opinión de mí
—respondió con tranquilidad.
—¿Y por qué debería tenerla? —Miró a su alrededor mientras
esperaba que el mayordomo se retirara del vestíbulo—. Al fin y al cabo,
anoche estuvo en un burdel —le espetó.
—Igual que usted, señorita Haversham.
—Sí, pero yo no estaba allí para…entretenerme.
—No, usted estaba allí para investigar mis asuntos lo que debo decir
que se me está volviendo sumamente agotador.
Ella resopló y le dio la espalda.
—¿Dónde está mi madre? Exijo que me la devuelva.
Él le bloqueó el paso y se cruzó de brazos. Freya lo fulminó con la
mirada.
—¿Y bien?
—Está durmiendo. Tomó una sopa con algo de pan y está en las
capaces manos de Ruth, una de las doncellas y de mi ama de llaves.
También le he pedido a mi médico que la examinara. Llegará pronto,
seguramente.
La señorita Haversham s inmovilizó y parpadeó varias veces.
—¿Comió pan?
Él asintió.
—Hace días que no comía pan —murmuró.
—Pues Ruth dijo que mostró muy buen apetito después de que la
acostaron en la cama.
La postura de Freya se aflojó.
—¿Y está durmiendo ahora?
—Así es.
—Supongo… supongo que debería dejarla descansar. No ha estado
durmiendo bien con esa tos. —Ladeó la cabeza y lo miró—. ¿Por qué se la
llevó?
—Porque está enferma, señorita Haversham, y por si no se ha dado
cuenta, tengo lugar de sobra aquí y suficientes criados como para cuidar a
muchas personas además de a mí. Me pareció que era lo más lógico.
—Al menos podría haberme esperado.
Guy arqueó una ceja.
—Si la hubiera esperado, se hubiera opuesto desde un principio.
—Tal vez no —murmuró ella.
Guy sonrió y los labios de ella también se curvaron.
—Es probable que sí.
—Deje que se quede aquí un tiempo. Tengo lugar, puede estar
abrigada y cálida aquí y recuperarse adecuadamente.
Ella levantó la barbilla.
—Estaba haciendo lo mejor posible.
—Lo sé —le aseguró él al ver el brillo de dolor en sus ojos—. Pero
aquí podrá cuidarla mejor.
—¿Yo?
—Si desea quedarse con su madre, es muy bienvenida.
Ella frunció el ceño.
—¿Desea que me quede yo también?
—Así es.
—¡Pero he estado arruinándole la vida!
—Pues, qué bueno que lo admita, pero hasta donde sé, si está bajo
mi techo, sabré donde está en todo momento y de ese modo mi vida será
mucho más fácil.
—¿Entonces tenía un motivo oculto?
—No, pero ahora pienso que es un muy buen plan ¿no cree?
Ella apretó los labios y lo miró con ojos entornados.
—Me quedaré, pero tan pronto mi madre está bien, nos iremos a
casa. No deseo ser una molestia más tiempo de lo necesario. Tampoco
pienso dejarme engañar por ninguna de sus artimañas.
Él levantó una mano. La señorita Haversham lo consideraba artero y
tal vez no estuviera equivocada. Había planeado bastantes secuestros en su
vida como para merecer esa descripción. Sin embargo, casi no había
dedicado un minuto al plan para ayudar a su madre. En gran parte, no podía
concebir la idea de que ella sufriera por la muerte de su madre. Le
provocaba más dolor de lo que debería. Además, como había dicho, tenía
lugar de sobra.
—Aquí no hay ninguna artimaña, le doy mi palabra.
Aunque era muy probable que se hubiera engañado a sí mismo.
Aquí estaba, tratando de convencerse de que no sentía deseo alguno por esta
mujer y ahora la tendría alojada en su casa. A veces se preguntaba si no le
gustaba castigarse.
Sí, Guy, ¿por qué no tener a la mujer que no debe saber nada de ti
bajo tu techo, donde puedas verla todos los días? ¿Por qué no darte a ti
mismo la oportunidad de imaginarla en la habitación a pocos metros de la
tuya, deslizándose desnuda entre las sábanas? ¿Por qué…?
Dios bendito, qué estúpido era.
—Todavía me debe una explicación por ayer ¿sabe?
—Ah. —Pensaba que tal vez lo habría olvidado—. Durante la cena.
—Pero…
—Vuelva en el carruaje a su casa. Infórmele a su padre lo que
sucede y recoja sus cosas. Tráigalo también a él si lo desea. —Al menos si
su padre estaba aquí, se sentiría mucho menos tentado.
—No sé si vendrá…
—Entonces hablaremos del asunto durante la cena.
—Yo… —Ella levantó un dedo y luego lo bajó—. De acuerdo.
Era una pequeña victoria, pero una victoria, al fin y al cabo. Todavía
no sabía bien qué le diría, pero esperaba ser lo suficientemente impreciso
como para no revelar detalles. Aunque la señorita Haversham podía ser una
mujer decidida que escribía columnas de chismes realmente espantosas, no
había posibilidad de que fuera la persona insensible y chismosa que él
pensaba que era. Si apelaba a su lado compasivo, quizá entendería.
Cuando ella se fue y él cerró la puerta, se encontró con la mirada de
Brown.
—No digas ni una sola palabra —le dijo al mayordomo.
Meneó la cabeza. Una victoria. Tenerla aquí. Bajo su techo. Qué
idiota era por creérselo.
—¿FREYA?
Ella despertó de golpe de su posición junto a la cama de su madre;
su codo resbaló de donde había estado apoyado en el brazo de una silla. Se
levantó, sin recordar completamente dónde estaba y apoyó una mano sobre
el poste de la cama para estabilizarse.
—¿Sí, mamá?
Bostezó y se sentó en el borde de la cama. Su madre la miraba desde
debajo de una pila de mantas, rodeada de suaves almohadas. Sin lugar a
dudas, estaba mucho más cómoda aquí que en casa. Las suntuosas sedas
damasco y las borlas doradas debían valer más que toda su colección de
muebles.
No sabía si Lord Huntingdon había elegido él mismo la habitación
en la que se alojaba su madre, pero era decididamente femenina, con
delicados toques de verde pálido combinados con oro y crema apagados.
Muebles del lejano oriente se mezclaban con antiguas piezas inglesas,
creando una habitación elegante. Si se lo permitía, sentiría envidia de una
recámara como esa, aunque ya le habían asignado una habitación para
invitados y no era precisamente mísera.
—No sabía que estabas aquí. —Su madre intentó incorporarse.
Freya se levantó de un salto y la ayudó a sentarse. Quizás era solo
un deseo, pero juraría que su madre ya lucía mejor. Esa reciente enfermedad
le había pasado factura: tenía el rostro demacrado y las ojeras se veían más
prominentes.
Tenían el mismo cabello claro, pero el de su madre se había vuelto
fino y débil y se le notaban las canas. También tenían facciones parecidas.
Al menos, se habían parecido hasta que su madre se había enfermado. Pero
por primera vez en varias semanas, tenía color en las mejillas.
—Lord Huntingdon ha tenido la amabilidad de permitirme
quedarme mientras estás aquí —explicó Freya.
—Parece ser un buen hombre. Bastante autoritario. Me gusta eso en
un hombre. —Hizo una pausa y tosió con fuerza.
Freya le dio palmaditas en la espalda y esperó a que pasara el acceso
antes de ofrecerle una bebida. Su madre dio unos sorbos y se la devolvió.
Tras dejarla en la mesa, Freya regresó a la silla en el que había estado
durmiendo. Apenas recordaba haberse quedado dormida, lo que indicaba
cuán cansada debía de estar. Tenía dolor en el cuello por la posición
incómoda y sentía como si se hubiera magullado el codo por tenerlo
apoyado sobre la madera dura.
—¿Cómo te sientes, mamá?
—Mejor por haber dormido un poco —respondió—. Y antes comí
una buena cantidad. —Alisó la ropa de cama con las manos—. Qué
habitación tan encantadora. ¿Tu padre está bien?
—Bastante bien. Se queda en casa con Brig. Creo que disfrutará de
la paz y tranquilidad sin nosotras, las mujeres.
Su madre sonrió.
—Sin duda. Sé que mi mala salud lo ha estado preocupando.
—Mamá…
—Este tal Lord Huntingdon debe estar bastante interesado en ti
como para querer cuidar a tu madre.
—Oh, no, no es así…
—Los hombres como él no hacen estos actos sin motivo.
—En realidad, creo que tiene la costumbre de hacer actos de este
tipo —admitió en voz baja.
—Entonces es un buen hombre. Y además, rico. —Su madre la
señaló con un dedo—. No seas tan terca como para negarle una
oportunidad.
Freya negó con la cabeza; sintió que unos rizos se le habían soltado
durante la inesperada siesta.
—Dudo que un hombre como él esté interesado en mí. Estoy segura
de que si quisiera a alguien, podría elegir entre muchas mujeres. —Se
enderezó—. Además, me siento cómoda siendo soltera. ¿Por qué debería
querer cambiar de estado?
Existían otros motivos también, pero ciertamente no iba a contarle a
su madre que su venerado salvador frecuentaba los peores burdeles de
Londres.
—Porque no hay debilidad en amar a otro. Se necesita fuerza para
depender de tu esposo y siempre y cuando él también dependa de ti, serás
muy feliz, de eso no tengo duda.
—Mamá, no estoy aquí buscando un esposo.
—Necesitas a alguien que cuide de ti —insistió su madre—. Cargas
demasiado sobre esos pequeños hombros tuyos.
—Estoy perfectamente bien por mi cuenta. He durado hasta ahora,
al fin y al cabo.
—Freya…
El gong de la cena resonó en la casa y el estómago de Freya dio un
vuelco leve. Había elegido su mejor vestido, pero apenas era adecuado para
una cena en una casa elegante. La muselina de color claro se había
recuperado de la inmersión en los charcos, pero las mangas largas estaban
un poco tiesas y el corpiño ligeramente ajustado. Tiró del encaje que le
picaba en las muñecas y exhaló. Al menos lucía elegante. Con suerte, eso
compensaría su falta de adornos.
—Intenta mostrar un poco de encanto, mi cielo —le ordenó su
madre—. ¡Y arréglate el cabello!
Empujó los mechones de pelo suelto hacia las horquillas mientras
bajaba las escaleras, giró a la izquierda y luego se detuvo y volvió a tomar
hacia la derecha. Lord Huntingdon la saludó desde la puerta abierta del
comedor y ella se apresuró hacia él.
—¿Llego tarde?
—A una cena para dos, nada.
—Oh, qué bien. —Exhaló un suspiro y bajó las manos de su cabello.
Un mechón rebelde cayó inmediatamente sobre su hombro. Hizo una mueca
cuando la mirada de él se posó sobre el largo rizo que caía sobre el corpiño
del vestido.
—¿Me permite?
Ella asintió y se inmovilizó, con la espalda recta como el mástil de
un barco. Guy tomó el bucle largo y ella sintió el tirón de una horquilla.
—No sabía que los condes eran versados en el cabello de las
mujeres —observó con tono ligero en un intento por ocultar el temblor de
su voz.
—Ah, los condes son versados en casi todo —dijo él con una
sonrisa ladeada, volviendo a ubicarse delante de ella. Nunca he visto tanta
cantidad de cabello. No sé cómo lo hacen las mujeres.
Ella se llevó una mano a la parte posterior de la cabeza.
—Supongo que es mi única concesión a la vanidad.
—Es precioso. —Tragó con fuerza—. ¿Vamos?
Le ofreció el brazo y la condujo hacia el comedor. Freya casi se
detuvo en el umbral; consideró la posibilidad de escapar cuando vio los
candelabros dorados, la resplandeciente araña que colgaba sobre ellos y la
larga y reluciente mesa de roble, dispuesta con suficiente comida para
alimentar a una familia numerosa. ¿Qué demonios creía que estaba
haciendo aquí?
Capítulo Quince

Guy no lograba comprender exactamente en qué momento la


señorita Haversham se había vuelto hermosa. Aunque incluso esa palabra
parecía insuficiente.
Deslumbrante.
No.
Espectacular.
Tampoco eso. Era algo más, algo que ningún hombre podía señalar
con exactitud. Cuando la conoció, la consideró bastante común. Luego
admitió que había cosas interesantes en ella. La piel pálida, por ejemplo, y
los ojos curiosos.
Descubrir la longitud de su cabello, que le caía hasta la cadera
cuando ella lo había empujado al estanque, le había causado algo extraño.
No podía dejar de imaginar sus hombros desnudos y el cabello sobre la piel
nacarada. Tocar un mechón hacía que esa imagen solo tornaba peor la
situación, pues ahora se encontraba imaginando ese cabello cubriendo su
propia piel.
Freya se sentó a su derecha y contempló con ojos como platos la
comida dispuesta sobre la mesa.
—¿Todo está bien?
—Ajá. —Señaló la comida—. Espero que esto no sea en mi honor.
Él movió la mano.
—En absoluto. Cualquier excedente se dará a quienes lo necesiten.
Ella negó con la cabeza.
—No debería sorprenderme que cene así todas las noches.
—Es simplemente el modo en que se hace.
—¿Nunca se pregunta por qué?
Él la miró.
—¿Por qué?
—¿Por qué es así como vive un conde? ¿Nunca se cuestiona su
deber hacia el título?
Él encogió un hombro.
—En ciertos aspectos, supongo. —No podía afirmar que secuestrar
mujeres en problemas fuera parte de sus deberes.
La ayudó a servirse comida en el plato. Un sirviente llenó su copa
de vino y luego sirvió codornices asadas en una salsa fragante y picante. Su
estómago gruñó en respuesta y ella hizo una mueca. Guy apretó los labios y
apartó la mirada. Se veía inusualmente bonita, sobre todo sin adornos en el
pelo o joyas que distrajeran de la extensión desnuda de su escote. Había
algo que decir a favor de deshacerse de todos los ornamentos requeridos
para tales cenas por lo general.
—¿Y usted? —preguntó.
—¿Yo? No tengo ninguna obligación noble, en caso de que no lo
haya notado.
—Me refería al deber. ¿Nunca se cuestiona el suyo?
Ella parpadeó varias veces.
—¿Qué deber?
—Hacia sus padres ancianos. Sus amigas. —Arqueó las cejas—.
¿Su perro…?
—¿Por qué lo haría?
—Pues sería agradable ¿no? Tomarse un poco de tiempo para usted
de vez en cuando.
—El tiempo es un privilegio de los ricos —dijo ella con tono
despreocupado.
—Ah, sí tiempo —observó él con desdén—. ¡Tengo tanto tiempo!
—Bueno, debe ser una excepción.
—Si tuviera una esposa, sin duda ella tendría tiempo de sobra, pero
no puedo decir lo mismo de la mayoría de los nobles terratenientes. Uno
ocupa casi todo su tiempo en dirigir una propiedad, por no hablar de varias.
—Ya veo. —Freya tragó saliva y bebió un sorbo rápido de vino—.
¿Por eso visitó el…—miró alrededor—…lugar de dudosa reputación? ¿Para
poder… em, relajarse?
Él esbozó una pequeña sonrisa y negó con la cabeza. Se había
preguntado cuánto tiempo tardaría en preguntar y calculaba que habían sido
unos veinte minutos.
—Fui allí por asuntos de cierto tipo.
—Estoy segura de que muchas mujeres que trabajan allí lo
consideran… asuntos de cierto tipo. —Sus mejillas se tiñeron de rosado;
apuñaló su codorniz con el tenedor varias veces.
—Fui allí para ayudar a alguien.
Su mirada se encontró con la de ella.
—¿A una de las mujeres de allí?
—A otra persona.
—Pero ¿quién?
Guy dejó escapar un suspiro. Debería haber sabido que un simple
fragmento de información no sería suficiente para ella.
—Si le dijera que una mujer necesitaba mi ayuda o de lo contrario
podría encontrarse en grave peligro, ¿sería suficiente para usted?
Ella lo miró a los ojos y frunció ligeramente el ceño.
—Quizás. ¿Qué tipo de peligro y qué tipo de ayuda se pueden
encontrar en un lugar como ese?
—Necesitaba saber los movimientos de una persona en particular.
Alguien que visita ese lugar.
—¿Así después podría ayudar a esta mujer?
Guy asintió.
—Ya veo. —Miró el plato durante unos segundos, luego levantó los
ojos hacia él—. Supongo que tiene sentido.
—¿Eso es todo?
—¿Todo qué?
Guy rio.
—¿No tiene más preguntas?
—Pues tengo muchas, pero veo que no desea contarme más y si lo
que dice es cierto, dudo que esta mujer quiera que una desconocida esté al
tanto de sus asuntos.
—Es cierto y tiene razón. Cuantas menos personas estén enteradas
de sus problemas, mejor.
Una parte de él deseaba revelarle todo, por lo que se sentía un tonto.
De verdad que había perdido el juicio. ¿Cómo podía olvidar que esta mujer
perseguía una historia que podía arruinarlo a él y a todos los involucrados?
—En verdad no sé por qué no me lo contó ayer —murmuró ella.
—¿Me habría creído? ¿Sobre todo teniendo en cuenta que tenía
aspecto de querer colgarme por estar allí?
La señorita Haversham se enderezó en la silla.
—No tenía ese aspecto en absoluto y además, habría sido justa.
—Dudoso.
—Sí, lo habría sido —protestó ella.
—Creo que se sintió celosa de que hablara con esas mujeres.
Tan pronto dijo las palabras, deseó poder recuperarlas. Sí, creía que
era cierto, pero ¿por qué demonios se le ocurrió decirlo en voz alta?
Lo que sea que existiera entre ellos, era mejor no abordarlo. Lo
mejor era enterrarlo en algún lugar profundo. Tal vez en el centro de la
Tierra, aunque sospechaba que ni siquiera eso sería lo bastante profundo.
Su juramento de evitar a las mujeres para siempre ya carecía de
gracia y le estaba resultando agotador, por no hablar que actualmente era
imposible. Parecía que cualquier cosa que hiciera, la señorita Haversham
terminaba en su vida. O quizás él estuviera orquestándolo de esa manera.
Tal vez necesitara ver a su médico. Para cerciorarse de que estaba cuerdo.
Pasaron varios segundos en los que la señorita Haversham lo miró
con la boca entreabierta. Por fin, levantó los hombros.
—Ciertamente no estaba celosa. Usted es libre de hacer lo que le
apetece con su tiempo libre, milord. No tiene nada que ver conmigo.
Clavó con violencia el tenedor en lo que quedaba de la codorniz;
Guy reprimió una sonrisa. Estaba celosa, no había duda. Pero eso no debía
agradarle ni un ápice.
Ni un ápice.

—Señor Brown, no ha visto a Lord Huntingdon ¿verdad?


El mayordomo la miró desde debajo de sus despobladas cejas
blancas. Siempre parecía un tanto divertido por su presencia, y ella no podía
decidir si le agradaba tenerla allí o si la consideraba inferior, pero hasta
ahora, había sido amable con su madre y con ella.
—Creo que está en las caballerizas, señorita.
—Ya. Gracias.
Sus zapatos repiquetearon sobre las baldosas relucientes mientras
avanzaba por la casa hasta que se encontró con una alfombra suave y lujosa.
No conocía la existencia de esa habitación y no pudo evitar sentirse como
una intrusa en la impoluta sala de color celeste.
Un piano ocupaba una esquina junto a las ventanas altas que dejaban
entrar los rayos del sol y en el centro de la habitación había un pequeño
círculo de delicadas sillas. No podía imaginar a Lord Huntingdon sentado
en ninguna de ellas, así que dedujo que ese salón apenas se usaba.
Sirvió para recordarle las diferencias entre ambos, algo que olvidaba
constantemente. Aunque su casa tenía dos salas de estar, solamente
utilizaban una de ellas en los meses más fríos. Nunca se la veía así de
limpia e intacta, y el mobiliario era viejo y estaba gastado y remendado en
algunas partes.
Prueba de que por más parecidos que fueran en sus principios, sus
mundos no podían estar más alejados.
Una brisa la envolvió cuando salió, arremolinándole las faldas
contra las piernas. Cerró la puerta con paneles de cristal, se sujetó el
sombrero y corrió hacia las caballerizas. Sus ojos tardaron varios segundos
en acostumbrarse a la oscuridad del interior después de haber estado bajo el
brillo del solo en el patio. Los caballos se movieron en sus establos al sentir
su presencia, pero Freya no vio señales del conde. Un extraño sonido de
raspado captó su atención y avanzó por las caballerizas en dirección a él.
La respiración se le cortó en los pulmones. No sabía qué esperaba
encontrar, pero no era esto.
Con las mangas enrolladas por encima de los codos, sin pañuelo al
cuello y con la sombra de barba en el mentón, Lord Huntingdon tallaba un
trozo de madera, haciendo volar trocitos a su alrededor. La tensión en los
músculos de sus brazos hizo que ella sintiera la boca algo seca. A juzgar por
los restos de madera en el suelo, había estado abocado a esta tarea por
bastante tiempo.
—¿Lord Huntingdon? —logró farfullar.
Él se inmovilizó, dejó caer la madera sobre la mesa delante de él y
se enderezó, pasándose una mano por el cabello despeinado. El polvo de
aserrín se adhería a los rizos oscuros y al sentir un deseo de sacudírselos,
Freya apretó las manos contra los lados del cuerpo.
—Señorita Haversham. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Me preguntaba cuándo… —Se inclinó para mirar más allá de él.
—¿Eso es un carrito para bebés?
Los labios de él se curvaron en una leve sonrisa.
—Algo así. Todavía no está terminado.
Ella rodeó la mesa y pasó la mano sobre el marco de madera.
—Es hermoso —suspiró—. ¿Para quién es? ¿Su cuñada espera un
bebé?
Él negó con la cabeza, todavía con esa expresión divertida en los
labios.
—No es mi intención criticar, pero es más pequeño que los que he
visto. ¿Hay algún motivo para que sea así?
—Es más liviano que la mayoría de los carritos, para que se pueda
empujar más fácilmente. También lo he diseñado teniendo en mente a un
ocupante que no crece.
Freya levantó la mirada hacia él.
—¿Qué no crece? No entiendo.
—Es para usted.
—¿Para mí? —Se apretó una mano contra el estómago—. ¡Pero no
estoy embarazada!
—No. —Guy sonrió—. Para el Brigadier.
Ella se quedó mirándolo durante varios segundos, con los labios
entreabiertos.
—¿Para Brig?
Él asintió y flexionó los brazos, lo que trasladó la atención de ella a
los músculos firmes de sus antebrazos desnudos.
—Para que ya no tenga que llevarlo en brazos al parque.
Ella inspiró abruptamente, casi con dolor en el pecho. Lo había
construido para ella. Para evitarle el esfuerzo de cargar con el perro. Santo
Dios, este hombre era demasiado.
—De verdad, no debería haber… —Se le cerró la garganta, trató de
tragar el nudo varias veces, sin éxito.
Él se encogió de hombros.
—Me gusta construir cosas y me pareció un proyecto valioso.
La visión de Freya se nubló; le ardían los ojos. Apartándose, se sonó
la nariz.
—Si no le agrada… —Él le apoyó una mano en el brazo.
—No, no es eso —susurró—. Es solo que… —Le caían lágrimas
por las mejillas y una goteó sin ceremonias sobre la paja bajo sus pies—. Es
solo que nadie ha hecho algo así por mí antes.
—Se lo merece —murmuró él.
Lord Huntingdon la giró hacia él y le apartó una lágrima con el
pulgar, dejando un pequeño rastro caliente en su piel. Freya se encontró con
su mirada y tragó con fuerza. El sol que entraba por la estrecha ventana de
la caballeriza resaltaba su mandíbula fuerte y la intensidad de su mirada.
Cada centímetro de ella se paralizó ante la idea de lo que iba a suceder.
Y no había posibilidad de que se lo negara. ¿Cómo podría hacerlo?
Él había tallado eso con sus propias manos, solo para ella. O para su perro.
De cualquier manera, era lo más lindo que alguien le había hecho.
Guy cerró la distancia entre ellos y puso una mano en la base de la
espalda de ella para acercarla hacia él. Le dio todo el tiempo del mundo
para negarse, apartarlo o pronunciar una palabra.
Freya levantó la barbilla y cerró los ojos.
Los labios de él se encontraron con los de ella lentamente, con
suavidad, como si saborearan alguna exquisitez. Ella emitió un pequeño
gemido al sentirlo contra ella y abrió las manos sobre su pecho, explorando
los músculos esculpidos debajo de las finas capas de tela. Él la saboreó con
la lengua, explorándola perezosamente y dándole todo el tiempo del mundo
para disfrutar del beso. El corazón de Freya latía de manera errática y sentía
la piel caliente desde la cabeza a los pies.
Deslizó las manos hacia los brazos de Guy y se aferró a él, en un
intento de acercarse más y profundizar el beso, pero abruptamente, él se
inmovilizó. Retiró la mano de su espalda, y Freya sintió el aire frío. Abrió
los ojos lentamente y lo miró con los párpados entornados, consciente de
que tenía los labios calientes e hinchados. Los hombros de él se
estremecieron ligeramente; dio un paso atrás y un sonido de pesar escapó de
su garganta.
Freya se llevó una mano al corazón desbocado.
—Yo…
Él exhaló.
—¿Qué era lo que quería? —preguntó, tajante.
—Oh. —Casi había olvidado por qué había ido a buscarlo—. Ah, sí,
em… me preguntaba cuándo vendría el médico.
Él frunció el ceño.
—¿Su madre ha empeorado?
—No, todo lo contrario —se apresuró a decir Freya—. Solo
esperaba informarle a qué hora vendría.
—Alrededor de las tres, creo. Recibí una misiva de él esta mañana.
—Bien. Excelente. —Entrelazó las manos delante del cuerpo—.
Bien, supongo que debería… —Soltó las manos y movió un pulgar hacia la
salida.
—Sí, debería.
Una gran parte de ella deseaba quedarse. Preguntarle por qué había
terminado el beso, suplicar que le dijera por qué no lo había llevado más
allá. No tenía demasiada experiencia con hombres, pero había recibido
varios besos en su vida y hasta había sucumbido a las persuasiones de un
hombre varios años atrás. Sabía lo ansiosos que estaban los hombres por
llevarse a la cama a una mujer dispuesta. ¿Entonces por qué él se había
echado atrás?
Dejó caer los hombros y salió deprisa al patio, donde se detuvo para
que dejar que el viento le enfriara la piel caldeada. Él se había echado atrás
porque en realidad no la deseaba. Era la única explicación. Tal vez se
compadecía de ella o incluso la apreciaba, como una especie de amiga
extraña. ¿Por qué otra razón ayudaría a su madre y a su estúpido perro?
Pero las mujeres como ella no terminaban en las camas de condes y
tampoco debería desearlo. Había visto cómo los hombres ricos trataban a
las mujeres pobres una y otra vez: las descartaban, a menudo embarazadas y
olvidadas. Si tenía algo de inteligencia, haría todo lo posible por alejarse de
ese destino.
Era una pena que su mente, por lo general sagaz, no parecía querer
funcionar cuando él estaba cerca. Tendría que esforzarse mucho, mucho
más para no enamorarse de él.
Capítulo Dieciséis

Guy caminó hasta la ventana, se detuvo y miró hacia las calles


oscuras, luego caminó de vuelta hasta la chimenea, para calentarse las
manos cerca de las llamas ondeantes. El sol se había puesto hacía más de
una hora y faltaba otra hora para la cena. La señorita Haversham lo sabía.
Entonces, ¿por qué no había regresado a casa?
¿A casa? Miró sin ver el cuadro sobre la repisa. Esta no era su casa y
con la mejora de la salud de su madre, ella se iría pronto. Sintió un peso en
el estómago ante la idea; exhaló y se apartó de la chimenea de mármol
tallado. No tenía derecho sobre ella, ninguna razón para preocuparse por
dónde estaba. No era su padre, su marido, ni siquiera su amante.
Pero, Dios, cómo le apetecería serlo.
Apretó los dientes, volvió a la ventana y escudriñó la noche. Las
lámparas brillaban a intervalos a lo largo de la calle, resaltando al ocasional
transeúnte; su corazón se aceleraba para luego írsele a los pies cuando se
daba cuenta de que no era ella.
No podía negarlo. La deseaba. Cada centímetro de ella. El mero
recuerdo del beso le causaba dolor. Pero el problema era que no sería él
quien saldría herido si continuaban. Bueno, su vanidad sufriría un golpe,
pero ninguna mujer podría manejar el asunto, de eso estaba seguro. Amelia
no había sido el único encuentro de ese tipo, aunque había sido el peor
porque él había estado convencido de que lo amaba y estaría dispuesta a
intentarlo. Maldición, si su prometida no lo quería en su cama, ninguna
mujer lo haría y no estaba dispuesto a lastimar a la señorita Haversham por
nada en el mundo.
La puerta se abrió lentamente; Guy se giró de inmediato.
—Brown —dijo, incapaz de ocultar la decepción en su voz.
—La señorita Haversham aún no ha vuelto a casa, por lo visto.
—Todavía no ha regresado a mi casa, no —lo corrigió.
Los labios de Brown se curvaron, pero él los apretó en una línea
recta y afilada.
—Estoy seguro de que volverá a casa para la cena, milord. La
muchacha no parece ser desorganizada.
—Da igual. Puede quedarse con hambre, si es lo que desea.
—Por supuesto, milord.
Los labios del mayordomo volvieron a comportarse de esa manera
extraña.
Guy suspiró y le clavó la mirada.
—¿Qué quieres, Brown?
—Oh, nada en absoluto, milord. Solo quería ver si la señorita
Haversham estaba con usted.
—Bien, como puedes ver, no está —replicó, irritado—. Ahora deja
de fisgonear y ve a hacer lo que sea que hagan los mayordomos.
—Solo dirigimos toda la casa, milord. Nada importante.
—Le contaré a la señora Bellamy que has dicho eso —le advirtió
Guy—. Veremos si está de acuerdo.
—Como desee, milord. —Brown bajó la cabeza y retrocedió fuera
de la sala.
Guy apretó la mandíbula y una vez más, volvió su atención a la
ventana. Al diablo con Brown. Por algún motivo, le resultaba sumamente
divertido que Guy hubiera acogido a la señorita Haversham y a su madre.
¿Acaso él era tan malvado como para ignorar tales súplicas de ayuda?
Habría hecho lo mismo por cualquiera, naturalmente.
Brown no tenía idea de su participación en el Club del Secuestro,
pero lo conocía bien. Guy no imaginaba que su acción pudiera haberlo
sorprendido.
Un movimiento atrajo su atención y se apartó rápidamente de la
ventana, se instaló en el sillón junto a la chimenea y recuperó el libro que
había dejado abierto sobre la mesa. Entornó los ojos para ver el texto, pero
la luz tenue de la vela y la lámpara hacían casi imposible leer. Igual que el
hecho de que se encontraba atento al ruido de la puerta principal.
Escuchó el golpe y la conversación amortiguada entre la señorita
Haversham y Brown resonó a través de las paredes. Por fin, escuchó pasos
suaves que se dirigían a su puerta.
Libro en mano, se paralizó, consciente de su respiración. Los pasos
se detuvieron, pero la puerta no se abrió. Se quedó mirándola. Demonios,
¿estaría…?
La puerta se abrió y él volvió la vista al libro, fingiendo
concentración.
—Siento llegar tan tarde. —Por el rabillo del ojo, la vio caminar
hacia él.
—Mmm. —Bajó el libro y la miró. —¿Cómo dice?
—Solo me… disculpé por regresar tan tarde.
Él hizo un gesto con la mano, movió el marcador a la página abierta
y colocó el libro sobre el apoyabrazos del sillón.
—No soy su guardián. Puede ir y venir a su antojo.
—Soy su invitada, sin embargo.
Se acercó al fuego, alargando las manos enguantadas hacia el calor.
Guy la vio estremecerse e hizo una mueca. No debería hacer preguntas. No
tenía nada que ver con él. Además, seguramente había estado corriendo
detrás de habladurías o intentando encontrar alguna prueba de su
participación en la desaparición de esas mujeres. No debía olvidar que -en
esencia- ella era el enemigo.
—¿Dónde estaba? —preguntó, antes de que su cerebro pudiera
frenar las palabras.
—Lucy había recibido algo de comida de una de las grandes casas
para quienes trabaja como modista así que pasamos varias horas
distribuyéndola.
Guy levantó ambas cejas.
—Ah.
—Mi intención era solo ayudarla con un encargo importante, pero
difícilmente podría haberme negado ¿verdad?
—No, imagino que no. —Ahora se sentía como un verdadero idiota
por molestarse con ella por no regresar a casa más temprano.
A casa, no. ¿Por qué no lograba recordarlo?
—¿Mi madre se encuentra bien?
—Está de excelente ánimo.
La señorita Haversham sonrió.
—¡Se ha recuperado tan rápido! No sé cómo podré pagarle alguna
vez.
—Podría renunciar a la idea de que es necesario investigarme.
La sonrisa de ella se ensanchó.
—Jamás.
—¿O sea que todavía me cree un hombre terrible y malvado,
responsable de la desaparición de todas esas mujeres?
Ella le sostuvo la mirada.
—Creo que guarda uno o dos secretos, sí.
—¿Y la parte malvada?
—Aún no he decidido sobre eso.
Él alzó los ojos al cielo.
—Por supuesto.
—Si le sirve de consuelo, no estoy más cerca de descubrir sus
secretos.
—Qué bien.
—Ah, entonces guarda al menos uno. —Volvió a estremecerse.
Guy se levantó.
—No he dicho eso. —La miró, cerró la brecha entre ellos y apoyó
las manos sobre los hombros de ella para dirigirla hacia el sillón.
Freya tragó con fuerza.
—Está congelada.
—Estoy bien —mintió entre dientes, en un esfuerzo por evitar que
castañetearan. Ser una especie de damisela en apuros a ojos de él se le
estaba volviendo cansador.
Aunque le gustaba cuando él tomaba el control.
Nadie había tomado el control en su vida antes y tenía que admitir
que había algo agradable en ello.
Pero no podía permitirse ceder. Ya había quedado como una tonta
por consentir a un beso y luego a dos. Él había dejado en claro que no la
deseaba, así que tenía que mantenerse en guardia a todas horas. Si solo no
estuviera tan agotada y helada. Sería mucho más fácil ser fuerte.
—Por una vez, haga lo que le dicen —le ordenó Lord Huntingdon.
Ella se dejó caer en el sillón, consciente de que los pies le latían
dentro de los zapatos. Los mullidos cojines se acomodaron a su alrededor y
si no fuera porque estaba en la misma habitación con este hombre
absurdamente guapo, podría cerrar los ojos y dormirse fácilmente. Pero el
ceño fruncido de él y sus cejas como fuertes líneas mantenían su atención
fija en él.
Nunca había estado más confundida en su vida y no le agradaba
estar confundida. Investigar consistía en estudiar las pruebas que uno tenía
delante y llegar a una conclusión sólida. El problema con Lord Huntingdon
era que ella no lograba llegar a ninguna conclusión. ¿Ella le gustaba, o no le
gustaba? ¿Estaba involucrado en algo nefasto o simplemente era un hombre
ridículamente heroico?
Él se arrodilló ante ella.
—¿Qué ha…? —dijo Freya, frunciendo el ceño.
Le tomó una mano entre las suyas y empujó los botones de sus
guantes por los ojales, uno por uno. Una acción sencilla y sin embargo, ella
se sintió cautivada por esos dedos fuertes y firmes que trabajaban
rápidamente con los complicados botones. Le quitó el guante lentamente, lo
colocó sobre el brazo del sillón y le tomó la otra mano. Repitió los
movimientos y añadió el segundo guante a la silla.
Por fin, tomó una mano de ella entre las suyas; Freya suspiró al
sentir el contacto de esas manos ligeramente callosas, manos desgastadas
por el trabajo que había estado haciendo con el carrito, supuso. No conocía
muchas manos de nobles, pero apostaría a que no muchas se sentían así,
como las manos de un hombre que realmente trabajaba duro. La hacían
sentir menos avergonzada por sus propias manos arañadas, doloridas y
ásperas.
Frotó sus palmas sobre las de ella para calentarlas.
—Tiene las manos heladas —murmuró.
Ella asintió, con la boca seca. Él masajeó sus dedos y luego pasó a
su otra mano. Mantuvo la mirada baja, concentrándose en calentar sus
manos hasta que recuperaron el color rosado y la sensación. Freya lo
observó, examinando su oscuro cabello ondulado que brillaba con destellos
dorados a la luz de la lámpara y las curvas firmes de su rostro. Su mirada se
posó sobre la boca de él y recordó cómo la había transportado la sensación
de sus labios sobre los de ella.
Esto se sentía igual. Aquí estaba él, ocupándose de su bienestar,
permitiéndole frenar y dejar de pensar por un instante. No importaba si
tenía frío, porque él lo arreglaría, no importaba que estuviera cansada,
porque él tenía una solución para eso también. A la mañana siguiente estaría
alimentada, abrigada y descansada.
Era difícil que eso no le gustara. Difícil que él no le gustara. Durante
mucho tiempo se las había arreglado completamente por su cuenta. Como
su madre le había dicho, depender de otro también podía ser una señal de
fortaleza.
Excepto que él no la quería de esa manera y esto era algo temporal.
Retiró la mano con un movimiento brusco y él levantó la mirada.
—Ya no tengo más frío, gracias.
Él se puso de pie y entrelazó las manos detrás de la espalda.
—Por supuesto. —Inclinó ligeramente la cabeza—. La veré en la
cena, entonces.
Freya asintió, sin mirarlo. Lo había ofendido, pero era la única
manera. No podía hundirse todavía más en lo que fuera todo esto.
Se quedó mirando las llamas danzantes hasta que él se fue y esperó
unos segundos más para asegurarse de que se hubiera ido. Luego subió las
escaleras y abrió la puerta de la recámara de su madre. Estaba sentada en la
cama, con un tazón vacío junto a la cama y un bordado entre las manos.
—¡Hace una eternidad que no te he visto bordar ni un solo punto! —
exclamó Freya.
Su madre giró el bordado hacia ella, revelando un lío de puntadas, e
hizo una mueca.
—Estoy muy fuera de práctica.
—Pero es un milagro. —Cerró la puerta detrás de sí y se detuvo
junto a la cama.
Su madre frunció el ceño.
—¿Qué sucede?
No debería decirlo. No podía.
Se arrojó sobre la cama, bocabajo, con la frente contra el mullido
colchón y los brazos abiertos.
—Es un desastre —dijo contra las mantas.
—¿Qué cosa, mi amor? —Su madre le acarició el pelo con una
mano.
Freya giró la cabeza para mirarla, manteniendo la mejilla contra la
tela suave.
—Me gusta, mamá. Me gusta de verdad.
Su madre asintió con expresión cómplice.
—Lo sé, cariño. Lo sé.
Capítulo Diecisiete

Guy se despertó sobresaltado; entornó los ojos, pero solo vio


oscuridad. Escuchó por un momento, pero su corazón latía demasiado
fuerte como para permitirle oír algo. Rodó de espaldas y miró el dosel de
madera sobre su cama hasta que pudo distinguir tenues cuadrados.
Demonios, ahora estaba despierto sin motivo y no creía haber
dormido mucho tiempo.
Se inmovilizó. Allí estaba otra vez. Un grito decididamente
femenino. Se levantó de un salto y las sábanas se enredaron en sus piernas
desnudas.
—Pero qué diablos… —Se desenredó con un brusco tirón y metió
las piernas dentro de los pantalones que había dejado sobre el respaldo de
una silla la noche anterior.
Cuando salió corriendo al pasillo, cayó en la cuenta de que no había
encendido una vela; el pasillo, que carecía de ventanas, estaba más oscuro
que su habitación. Aun así, no disminuyó el paso y pagó por ello
golpeándose el dedo del pie contra una mesa que debió recordar que estaba
cerca.
—¡Joder!
Cualquiera diría que años de caminar por ese corto pasillo bastarían
para saber dónde estaba la maldita mesa.
—¿Lord Huntingdon?
Se giró y vio que la señorita Haversham salía de la habitación de su
madre, vela en mano. El cabello suelto caía sobre el camisón y le llegaba
casi hasta la cadera; tenía los ojos pesados de sueño. Guy tragó con fuerza e
hizo un ademán hacia la puerta.
—Me pareció… es decir… —Frunció el ceño—. ¿Escuchó un grito?
Ella asintió.
—Mi madre. Una pesadilla leve, nada muy grave. Ya está tranquila.
—Entiendo. —Inspiró con fuerza. ¿Por qué seguía latiéndole tan
fuerte el corazón? El supuesto peligro había desaparecido.
Bueno, si uno consideraba peligrosa a una mujer rubia y
somnolienta, podía justificar los latidos acelerados de su corazón, que
parecía habérsele atascado en la garganta.
Freya levantó ligeramente la vela y sus ojos se agrandaron. Él
frunció aún más el ceño y luego vio cómo la mirada de ella lo recorría de
arriba abajo. Sus pies desnudos sentían el frío del suelo de madera y
recordó que también tenía el torso descubierto. En el apuro, no se había
puesto una camisa y odiaba dormir vestido. Una tontería, si consideraba que
tenía huéspedes.
Los labios de ella se entreabrieron.
Por todos los fuegos del infierno, allí estaba el peligro. En sus
grandes ojos y su dulce boca entreabierta. Le revolvía las entrañas, tensando
y haciendo arder cada centímetro de su cuerpo. Incluyendo su maldita polla.
Si no tenía cuidado, haría un papelón. Un gran papelón. Y ella huiría
despavorida.
Se esforzó por mirar más allá de la pálida silueta delineada de ella
hacia la pintura en sombras que estaba a la derecha. La tía abuela Edith. No
precisamente una mujer atractiva, su tía. Su nariz larga, la barbilla casi
invisible y los ojos saltones eran una combinación que ni siquiera el pintor
más talentoso podía volver atractiva.
—¿Lord Henleigh, todo está bien? —Se movió ligeramente hacia la
derecha, quedando directamente en su línea de visión.
Guy inspiró entre dientes. Ninguna tía fea resolvería esta situación.
Tenía que girarse de inmediato y volver a la cama. Algo realmente fácil de
hacer. Solo requería de unos pocos pasos. Si se giraba un poco…
Dio un paso adelante.
No, demonios, no era así como se hacía.
La mirada de ella se posó otra vez sobre su tórax y ahora que él
estaba más cerca, vio que el pecho de Freya se elevaba y bajaba
rápidamente.
Muy bien, si no era capaz de apartarse, al menos podía ordenarle
que volviera a la cama. Eso sería fácil. Solo tenía que decir las palabras.
—A la cama.
Hizo una mueca. Ahora parecía que exigía que fuera a acostarse con
él. Y ahora lo asaltaban las imágenes. Su cabello contra su cuerpo desnudo.
Luego contra el cuerpo de él. Los pechos delicados que apenas si podía
distinguir debajo de la fina tela de su camisón ocupando la palma de su
mano. La curva de su cintura y las manos de él sobre ella.
Esto no podía ser peor.
—Quiero decir, debería volver a la cama —logró graznar.
Ella apoyó la vela sobre la mesa contra la pared y la luz le acarició
un lado, permitiéndole a Guy la vista del contorno de su cintura contra el
sencillo camisón de algodón. Había visto mujeres luciendo prendas más
seductoras y complejas, cubiertas de cintas y encaje con pronunciados
escotes. Por supuesto, ninguna le había permitido tocarla tras descubrir lo
que tenía para ofrecerles, pero no podían compararse a la señorita
Haversham con ese simple camisón. Le permitía contemplarla sin
distracciones.
Apretando los dientes, esperó a que ella obedeciera.
Qué tontería. ¿Cuándo había acatado alguna indicación la señorita
Haversham? Se movió hacia él, casi como un fantasma, sin que sus pasos
hicieran ruido sobre la madera. Se detuvo cuando su palma abierta hizo
contacto con el pecho de él. Él exhaló con fuerza, sintiendo que su cuerpo
temblaba. Maldición, estaba tan hambriento de sexo que la mera palma de
una mano tenía un efecto ridículo sobre él.
O tal vez tuviera más que ver con la dueña de la palma. Ciertamente
no podía recordar una reacción así a las caricias de Amelia. Frunció el ceño
con fuerza cuando Freya añadió la otra mano y abrió los dedos.
Sería muy fácil cogerla de las muñecas y apartarla, decirle que se
comportara y enviarla de vuelta a su habitación. Sin duda lo salvaría del
peligro de que notara lo absurdamente bien dotado que estaba.
Por lo visto, le gustaba que las cosas se pusieran duras.
Corrección, muy duras.

Freya suponía que muchas mujeres ansiaban tocar el pecho del


conde. Que por eso él no había reaccionado como si a ella hubiera que
enviarla al manicomio más cercano. Le permitió que explorara los firmes
planos de su pecho como si fuera algo común.
A ella no le gustaba demasiado la idea de que otras mujeres lo
tocaran, pero no las culpaba. Sobre todo cuando la luz de las velas doraba
sus músculos, resaltando las curvas que marcaban su estómago y la línea de
vello oscuro que iba desde el ombligo hacia abajo, hasta sus pantalones.
Inspirando súbitamente una bocanada de aire que le pareció más
caliente de lo debido, levantó la cabeza para apartar la mirada de lo que
acababa de ver. Tenía que ser un truco de la luz, pero parecía haber un
abultamiento significativo en sus pantalones.
Su cuerpo palpitó ante la idea, dejándola acalorada y con deseos de
abrir los botones de su camisón. Podría haber sido pleno verano en ese
pasillo oscuro y frío o tal vez alguien había encendido un fuego bajo sus
pies, pues todo su ser ardía ante la idea de que él podía sentir excitación por
el contacto con ella.
El pecho de él subía y bajaba al mismo ritmo de su respiración
acelerada. Se maravilló ante la fuerza de él. Una cosa era sentir la firmeza
de su cuerpo bajo la ropa, pero otra completamente diferente era tenerla
desplegada frente a ella, lista para que la tomara. Sospechaba que podría
pasar horas solo acariciándolo.
Algo que ciertamente no debería estar haciendo, pero parecía que
sus manos tuvieran mente propia.
Siguió la línea de sus pectorales, más y más abajo hasta que…
Él le sujetó las muñecas. Freya lo miró a los ojos y él la sostuvo con
firmeza. Sintió que se le secaba la boca mientras la mirada de él buscaba en
la suya. A lo lejos, un carruaje pasó sacudiéndose y un búho ululó. Podrían
haber pasado horas, o tal vez segundos, no lo sabía.
Entonces, él se movió abruptamente. Preparándose para la
decepción que sentiría, esperó que la hiciera a un lado.
La boca de él cubrió la suya en un arrebato. Le soltó las muñecas y
empujó una mano firme bajo su cabello para tomarla de la nuca. Su otra
mano le sujetó la cintura y ella dejó escapar un sonido de sorpresa que él
rápidamente tragó con su beso.
No tuvo clemencia con Freya, ni ella deseó que la tuviera. Todo era
dureza. Apretó su cuerpo contra el de Freya y con su boca la instó a abrir la
de ella, sin delicadeza. Su lengua invadió con fuerza la boca de ella. Freya
salió al encuentro del beso con intensidad similar, incapaz de reaccionar de
ninguna otra manera. Su estómago daba vuelcos y se tensaba, su mente
corría a toda velocidad, pero no llegaba a ninguna conclusión firme excepto
que necesitaba más.
Más besos, más caricias.
Retrocedió unos pasos y su espalda se topó con la pared. Él
aprovechó la oportunidad para tomar todo lo que ella tenía para dar,
besándola una y otra vez hasta que ella ya no supo dónde terminaba su
cuerpo y comenzaba el de Guy. La mano que él tenía en su cintura subió
hasta cubrir un pecho y ella gimió contra la boca de él al sentir que se lo
acariciaba con fuerza. Guy siguió explorándola, moviéndose sobre su
cintura mientras le robaba el aliento con cada beso. Curvó una mano sobre
su cadera y ella se flexionó ante el contacto, sintiendo crecer el deseo en el
centro de su ser. Si podía besarla así…
Solo imagina lo que podría hacerle a tu cuerpo…
—Freya —murmuró él, separándose por un instante. El sonido de su
nombre en labios de él casi la hizo desplomarse de deseo.
—Por favor —suplicó, bajando una mano entre ambos cuerpos.
Él la sujetó de la muñeca y se la apartó, luego cogió la tela de su
camisón y la levantó; Freya sintió el aire frio contra sus muslos ardientes.
Echó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra la pared mientras él se abría
camino a besos por la curva de su cuello, mordisqueándole el lóbulo de la
oreja, los labios, luego hacia abajo otra vez, haciéndola estremecerse en
olas de placer.
Siguió levantando la tela hasta que Freya sintió que quedaba
expuesta ante él. Sus dedos se deslizaban sobre ella. Despacio. Demasiado
despacio. Empujó las caderas hacia a modo de invitación. Cada centímetro
de su ser latía de ansias.
El conde la miró a los ojos mientras ella levantaba una pierna y la
apoyaba sobre la cadera de él; ahogó una exclamación ante la primera
caricia, abriendo grandes los ojos. Llamas de deseo ardían en la mirada de
él. Le acarició el húmedo centro de calor y ella sintió latidos de placer como
rayos en su cuerpo. Luego el deslizó el dedo entre sus pliegues.
Freya respiraba rápida y agitadamente, expectante. Con un gemido,
él hundió un dedo dentro de ella y la besó con ardor, tragándose su gritito
ahogado. Se movió dentro y fuera de ella, pasando el pulgar sobre su punto
más sensible y luego añadió un segundo dedo, moviéndose con más
velocidad. Aceleró el ritmo y ella se retorció contra su mano, soltando
fragmentos de placer mientras él le besaba la cara, los labios, el cuerpo, los
pezones a través de la tela del camisón.
El placer se apoderó de ella de repente. La inundó inesperadamente
y ella clavó las uñas en los brazos de él, echando la cabeza hacia atrás para
encontrar apoyo. Con los ojos cerrados, cabalgó las últimas olas hasta
quedar tibia y palpitante. Cuando por fin abrió los ojos, lo encontró
mirándola con intensidad. Él retiró la mano y ella creyó que la abandonaría,
pero la ayudó a bajarse el camisón y luego le besó la frente.
—Vuelva a la cama —murmuró con voz ronca—. Haga caso por
una vez en su vida.
Freya asintió, aturdida y regresó deprisa a su habitación. Cerró la
puerta y se apretó una mano contra el corazón desbocado. ¿Qué demonios
acababan de hacer?
Capítulo Dieciocho

—Te ves algo cansado, Guy, ¿estás durmiendo bien? —preguntó


Rosie mientras Russell la ayudaba con el abrigo y el sombrero.
Cansado. ¡Já! Esa palabra ni siquiera empezaba a describirlo. Estaba
atrapado en esa extraña, febril versión de cansancio en la que uno no
pegaba un ojo, se sentía aturdido y a la vez demasiado estimulado por la
vida.
¿Estimulado? Qué elección espantosa de palabras. Ya bastante malo
era que no pudiera olvidar la sensación de Freya bajo sus dedos, ni el
sonido de cuando había llegado al clímax, sin que fuera necesario agregar
palabras como “estimulado” a la mezcla.
Russel lo miró con atención.
—No te equivocas, Rosie. Ni siquiera te has afeitado esta mañana,
Guy.
Él se llevó una mano a la mandíbula con un movimiento automático
e hizo una mueca al sentir la aspereza en su piel. ¿Cómo le había permitido
su valet salir del dormitorio de esa manera? Aunque, a decir verdad, Long
podría haberle dicho que le estaba creciendo un bosque en el mentón y él no
le hubiera prestado atención.
Cómo iba a hacerlo, cuando unas pocas horas antes había estado
acariciando a Freya, besándola, a punto de llevarla a la cama. Soltó el aire.
Qué idiota era, había estado tan cerca de revelarse. Si ella no hubiera estado
sacudida por el placer, habría notado su tamaño, seguramente. Y luego no
habría querido tener nada que ver con él.
—¿Has olvidado que vendríamos de visita hoy? —preguntó Rosie,
llevándose una mano al pelo para asegurarse que sus rizos oscuros seguían
perfectamente peinados.
—En absoluto —se apresuró a responder Guy—. He estado
ocupado, nada más.
—Esperaba poder tratar el problema que estamos teniendo con Lady
P… —Russell cerró la boca y miró más allá de Guy, arqueando una ceja.
Guy se giró de inmediato y vio a Freya al fondo del pasillo, con las
manos entrelazadas. Pasaba el peso del cuerpo de una pierna a la otra.
Trató de no pensar en la figura que había palpado debajo del sencillo
camisón gris.
Trató, pero fracasó.
—¡Señorita Haversham, que alegría! —Rosie se dirigió a toda prisa
hacia ella—. ¿Qué está haciendo por aquí?
Ella miró al suelo.
—Pues… em… —Miró a Guy con impotencia—. ¿Lord
Huntingdon?
—La señorita Haversham y su madre se están alojando aquí por un
tiempo. —Trató de mantener su expresión lo más neutral posible, sobre
todo cuando sintió que Rosie lo observaba con atención.
—Ah, comprendo. —Rosie ladeó la cabeza—. Pues no es de
extrañar que Guy olvidara que lo visitaríamos esta tarde. Tiene la casa llena.
—En absoluto —respondió él, seco—. Y no lo olvidé.
—Claro que sí. —Rosie sonrió—. Pero no te culparemos, te lo
prometo.
—Mi madre no está bien —se apresuró a explicar Freya—. No
estaríamos aquí si no fuera absolutamente necesario.
—Absolutamente necesario —respondió Russell con una sonrisa—.
¿Entiendo que su madre no podía recuperarse en casa de la señorita
Haversham? —murmuró a Guy.
—No, no podía —respondió él entre dientes.
Maldición. Por un breve instante había pensado que tener a su
hermano y a Rosie aquí podría ser una distracción bienvenida de la molestia
que era la señorita Haversham, pero por lo visto, no lo sería. Ni Rosie ni
Russell eran tontos y probablemente veían a través de todas sus excusas.
—Iré a atender a mi madre —dijo Freya, haciendo una pequeña
reverencia—. Discúlpenme.
—Ay, no. —Rosie le bloqueó el paso—. Debes tomar el té con
nosotros.
Condenación. Freya se encontró con la mirada de Rosie y Russell le
dio un codazo a Guy.
—Me pregunto quién ganará —susurró—. Apuesto por Rosie. Es la
persona más persuasiva que conozco.
—Y la señorita Haversham es la más terca —respondió Guy.
—De verdad, debería… —La señorita Haversham señaló con el
pulgar hacia las escaleras.
—Mi madre me necesita.
—Pues yo necesito todavía más de tu compañía —insistió Rosie—.
Podremos charlar mientras ellos hablan de cualquiera sea el aburrido asunto
fraternal del que les gusta conversar.
Guy apretó los dientes. Por lo general, Rosie se conformaba con
participar de cualquier conversación que tuvieran. No era dada a chismes o
habladurías tontas. Si lo fuera, no se habría casado con Russell.
Cualquiera fuera su juego ahora, a Guy no le gustaba. Tenía una
furtiva sospecha de que su nueva cuñada planeaba emparejarlos, lo que era
completamente absurdo, pero no había manera de explicarle a Rosie que en
primer lugar, la señorita Haversham era una mujer independiente a la que
no parecía agradarle demasiado la nobleza y en segundo lugar, él no podía
formar pareja con ninguna mujer. Esto último sería lo más difícil de
explicar. Preferiría no tener que revelarle a la esposa de su hermano la
verdadera naturaleza de su…problema.
Por no hablar de…¿cómo demonios se podía tener algo con una
mujer a la que no se le podía decir la verdad?
—Creo que la señora Haversham está durmiendo, señorita —acotó
Brown desde la puerta principal—. Solicitó que no se la molestara.
Fantástico. ¿Todo el mundo se había complotado contra ello?
Freya dirigió una rápida mirada penetrante a Brown y Guy habría
jurado que la oyó suspirar.
—Bien, entonces parece que podré quedarme con ustedes.
—¡Maravilloso! —aplaudió Rosie.
—Te dije que Rosie ganaría —murmuró Russell con una sonrisa.
—La señorita Haversham está en clara desventaja, somos tres contra
ella —replicó Guy—. No es precisamente una victoria justa.
—Apostaría a que cada vez que se enfrenta a ti, gana.
Si se podía considerar que ser besada y acariciada hasta gritar de
placer era ganar, entonces ella ciertamente lo había superado la noche
anterior.
Guy negó con la cabeza e hizo un gesto a Brown.
—Tomaremos el té en el segundo salón. —Señaló a los cuatro—.
Todos nosotros.
Brown adoptó una expresión satisfecha y Guy lo fulminó con la
mirada. ¿De verdad tenía que soportar a su hermano y a su cuñada haciendo
de casamenteros y también al personal? Si seguían así iba a tener que subir
de un salto a la mesa de café y anunciar a todos que tenía un miembro de
tamaño anormal y ninguna mujer lo deseaba, maldición, así que ¿podían ya
terminar con el tema?
Con Freya en la misma habitación que él, tendría suerte si no
terminaba enviado al manicomio para cuando terminara el día. De algún
modo iba a tener que mantener la cabeza fría.

A Freya le agradaba Rosie. Se sentía molesta, porque no deseaba


que le agradara. Después del encuentro en la casa de té, había llegado a la
conclusión de que era una mujer agradable, pero ahora realmente le caía
bien. Hacía que fuera aún más difícil no querer tener nada que ver con Lord
Huntingdon.
También volvía más difícil de seguir toda esta historia de secuestros.
Si el conde estaba metido en algo indebido, la esposa de su hermano se
vería afectada, eso era seguro.
Si solo Rosie se comportara como otras mujeres de la alta sociedad.
Haría que toda la situación fuera mucho más fácil.
Desde luego, la historia que Freya perseguía comenzaba a
marchitarse como una planta abandonada. Con su madre hospedada aquí y
la distracción que representaba el conde, no había podido seguir ninguna
otra pista ni recabar más información de él.
¿Pistas? Casi resopló para sí misma. Su única pista había sido Lord
Huntingdon y le había permitido tocarla de una manera muy íntima. No era
de extrañar que su investigación estuviera llegando a un punto muerto.
Freya dirigió una mirada al reloj de pie en la esquina del salón y
dejó su taza. Debería dejar de fingir que estas personas eran sus amigos.
Habían sido su sustento durante bastante tiempo y lo seguirían siendo si no
lograba completar la historia sobre las mujeres desaparecidas. Si deseaba
dejar de escribir esa horrenda columna de chismes, necesitaba obtener cierta
perspectiva.
—Oh, no te marchas ¿verdad? —dijo Rosie.
—Tengo que verificar cómo está mi madre, de verdad —mintió
Freya.
Bueno, era una mentira a medias. No la había visto desde esa
mañana y le gustaba ir a su habitación por lo menos dos veces al día. Sin
embargo, la salud de su madre había mejorado tanto últimamente que
sospechaba que no la necesitaba, sobre todo teniendo en cuenta el experto
cuidado que le brindaban las criadas del conde.
—Si la señorita Haversham desea marcharse, no puedes tenerla
prisionera, Rosie —dijo Guy, entre dientes.
—No la estoy reteniendo, Guy. —Rosie hizo un mohín a su cuñado
—. Simplemente disfruto de su compañía.
—Yo también de la suya —admitió Freya.
Con excepción de Lucy, no tenía amigas mujeres. Ni amigos
varones, en realidad. Su relación con Lucy funcionaba porque ambas
comprendían lo que era estar tan ocupadas que casi no tenían tiempo para
sentarse. Si se lo permitía, sospechaba que podría considerar a Rosie una
amiga. Era una mujer que exudaba calidez e inteligencia y tenía historias
extraordinarias, por no hablar de que en su familia adoraban a los perros, así
que tenían muchas cosas de las que hablar, a pesar de sus distintas
circunstancias.
—Espero poder conocerla cuando esté recuperada. —Rosie sonrió
—. Por favor, dale mis mejores deseos.
—Lo haré, gracias. —Freya abandonó el salón tras despedirse y
subió deprisa las escaleras. Cuanto antes escapara, mejor. Estas personas no
eran sus amigas, el conde no era…bueno, nada. Que la hubiera tocado de
esa manera y la hubiera hecho sentir cosas que jamás había soñado sentir no
cambiaban en absoluto la situación.
Tenía una historia que investigar y si no lo hacía, su situación no
cambiaría nunca. Sus ingresos seguirían siendo magros, tendría que seguir
escribiendo sobre quién se acostaba con quién y sus padres seguirían
sufriendo por falta de dinero.
Se detuvo en la cima de las escaleras, inspiró profundamente y
enderezó los hombros. No había llegado hasta aquí para dejarse desviar por
unos besos y unas caricias bastante íntimas y deliciosas. Sí, le gustaba Lord
Huntingdon y sí, debía de ser el hombre más guapo que había conocido. Por
desgracia, no podía negarlo. No obstante, el hecho de que tuviera una
cuñada encantadora y un hermano interesante no significaba que fueran a
aceptarla como algo… bueno, como algo más.
Porque nunca podría haber algo más. Se masajeó la frente. No tenía
intenciones de convertirse en una amante –la clase de mujer sobre la que
ella muchas veces escribía- y a todas luces, tampoco era algo que Lord
Huntingdon deseara. Si así fuera, no la habría enviado a la cama. Estos
pequeños deslices de concentración no podían seguir produciéndose. Estaba
decidida a ponerle fin al asunto.
Lo único que tenía que hacer era pensar en la historia. No en Lord
Huntingdon, no en su amable familia, no en lo maravilloso que parecía…
¡La historia! Meneó la cabeza. En ella debía mantenerse
concentrada. Quizá debería visitar el sitio donde casi habían raptado a
Rosie. Eso tal vez le daría alguna pista sobre la identidad del secuestrador.
¡Eso es! No era tan difícil.
Abrió la puerta de la habitación de invitados y encontró a su madre
sentada junto a la ventana, con un bordado en la mano. Se volvió para ver a
Freya cuando entró.
—Vi llegar a esa encantadora dama. ¿Has estado tomando el té con
ella?
—Entonces no estabas dormida. —Freya enarcó una ceja.
—No, ¿quién dijo eso?
Ella movió una mano y se unió a su madre junto a la ventana.
—No tiene importancia.
Acercó una silla y miró la concurrida calle. Pasaban carros y
carruajes, la gente se paseaba por las aceras y aquellos con trabajos que
hacer se movían con premura y eficiencia. Dos conjuntos distintos de
personas. Aquellos como el conde y aquellos como ella. Lord Huntingdon
jamás entendería las luchas de su vida, tampoco lo haría su familia. Esta
gente no era amiga suya.
Lo más importante, Lord Huntingdon nunca sería su amante.
Tragó aire al sentir calor en las mejillas.
—¿Te sientes bien? —preguntó su madre—. Te ves algo acalorada.
—Estoy muy bien, mamá. Pero, ¿y tú?
—Todavía siento el pecho cerrado, pero la tos ya casi se ha ido. La
señora Bellamy me ha traído un caldo delicioso más temprano y eso hace
maravillas para aflojarla. —Negó con la cabeza—. No sé cómo vamos a
poder agradecer a Lord Huntingdon por su amabilidad.
Freya apretó los labios.
—Yo tampoco.
Su madre continuó con el bordado pero le lanzó una mirada de
reojo.
—Ese asuntito que me confesaste…¿ha cambiado algo en algo?
Ella se encogió de hombros.
—Sé que puedo confiar en que no hagas el ridículo, Freya. Eres la
mujer más sensata que conozco. Sin embargo, no creo que el conde sea la
clase de hombre que se aprovecha de una mujer.
—No lo es. —Freya lo sabía a ciencia cierta. Podría haberse
aprovechado de ella la noche anterior, pero la había enviado a la cama.
—Tal vez realmente sienta algo por ti.
—Creo que es su naturaleza, mamá. No tenemos nada de especial.
—Hizo una pausa—. Yo no tengo nada de especial.
—Pues eso no es cierto, cariño. Eres la persona más maravillosa que
conozco y si Lord Huntingdon no lo ve, es un necio.
Freya no se molestó en objetar. El problema era que él era más
inteligente de los dos. Entendía que, a pesar de la atracción que sentían, las
cosas entre ambos jamás funcionarían. Ahora era ella la que tenía que
convencerse de lo mismo.
Capítulo Diecinueve

Guy se volteó y gruñó.


—¿Brown? ¿Qué diablos pasa?
No podía negar que había tenido esperanzas de que la persona que
lo sacudía para despertarlo fuera la señorita Haversham. Ver las facciones
arrugadas de Brown, sus pliegues y grietas resaltados por la luz de las velas
era mucho menos agradable que encontrarse con los rasgos de la señorita
Haversham.
Brown se enderezó.
—Lady Clearbury, la duquesa de Newhampton está aquí para verlo,
milord.
Se incorporó en la cama.
—¿Ahora? ¿Aquí? —Frunció el ceño y miró en dirección al reloj de
la repisa, pero no pudo distinguirlo—. ¿Qué hora es?
—Justo pasadas las cuatro de la mañana, milord.
—Maldición. —Se pasó una mano por la cara y apartó las sábanas
—. ¿Ha dicho para qué venía?
El mayordomo negó con la cabeza.
—Está bastante alterada, milord. Traté de llevarla al salón, pero dijo
que lo esperaría en el pasillo.
Guy hizo una mueca, se levantó y rápidamente se puso una camisa.
Brown lo ayudó a meter los brazos en una bata y se la ató con fuerza a la
cintura. Sea lo que fuere que quisiera Lady Clearbury, no podía ser nada
bueno si justificaba una visita en plena madrugada.
—Vuelve a la cama, Brown —le dijo al mayordomo—. No tiene
sentido que ambos estemos despiertos y sospecho que la duquesa no está
aquí por té y pastel.
Brown asintió, se detuvo en la puerta del dormitorio y le lanzó una
mirada extraña.
—¿Qué pasa, Brown? —gruñó Guy.
—Si ella va a quedarse… —Miró el suelo—. Bueno, si me permite
ser sincero, milord, la señorita Haversham podría sentirse un poco…
molesta.
—¡Maldición, Brown, la duquesa no es una amante! —Fulminó al
mayordomo con una mirada feroz—. ¿Cuándo he traído alguna vez a una
mujer a casa?
—Antes de la señorita Haversham, nunca, milord.
Guy apretó los dientes. Sí, era muy consciente de que nunca había
permitido que mujeres aleatorias se quedaran en su casa. Familiares o
invitados a cenas, nada más. Aunque el mayordomo podía no estar al tanto
de su estado virginal, sabía que Guy no acostumbraba a divertirse con
mujeres, lo que sin duda convertía la estadía de la señorita Haversham en
un asunto de gran interés para el personal doméstico.
—Brown, vete a la cama —repitió Guy en tono cansado.
—Por supuesto, milord.
Guy encendió una vela tras la partida de Brown y bajó las escaleras
para encontrar a la duquesa caminando de un lado a otro por el vestíbulo,
como había dicho el mayordomo. Brown había encendido una sola lámpara
en la mesa lateral, pero aun así él pudo ver las huellas de lágrimas y los ojos
enrojecidos. La duquesa fue directamente hacia él, enfundada en su abrigo,
y con el sombrero y los guantes todavía puestos.
—Oh, Henleigh. —Lo rodeó con los brazos y hundió la cabeza
contra su pecho.
Guy apoyó la vela sobre la mesa más cercana y colocó con
delicadeza una mano en la nuca de ella y otra alrededor de su cuerpo
tembloroso. Olía a humo y a rastros de perfume, lo que le informaba que
había estado con visitas o en una fiesta antes de la visita.
Sollozó contra él y Guy murmuró lo que esperaba fueran palabras de
consuelo. Las mujeres que lloraban no eran su especialidad, como había
demostrado la señorita Haversham. Sus lágrimas habían sido más de lo que
podía soportar y besarlas para que se detuvieran le había parecido lo más
lógico. Sin embargo, no sentía ningún deseo de besar a la duquesa, aun si
eso había hecho que la señorita Haversham dejara de llorar.
Por fin, los sollozos se calmaron y ella levantó la cabeza y se apartó.
—Sé que no debía venir aquí, pero no sabía a dónde más acudir. —
Sacó un pañuelo de la manga y lo pasó por debajo de sus ojos—. No podía
contarle a mi esposo y dijiste que debía guardar sigilo sobre mi hermana—.
Le temblaba la barbilla; guardó el pañuelo de nuevo en una manga, luego
sacó una carta de la otra.
Guy se la quitó de las manos y desplegó el papel.
—“Me matará” —murmuró en voz baja—. Las palabras estaban
escritas con lo que parecía ser carbonilla, con letras inclinadas y caligrafía
casi incomprensible—. ¿La ha escrito ella?
Lady Clearbury asintió, apretando los dedos contra los labios.
—Un repartidor de periódicos me la entregó hace apenas una hora.
Dijo que ella le había entregado la nota subrepticiamente mientras viajaba
en el carruaje.
—Ya veo.
—Debió haber estado con él —dijo lady Clearbury y apretó los
labios—. Temo que no nos queda tiempo. ¿Y si le hace daño antes de que
podamos salvarla?
—No permitiré que eso suceda. Uno de mis hombres la está
vigilando. Nos aseguraremos de que esté a salvo. Si se vuelve necesario
intervenir, lo haremos, te lo aseguro.
Lady Clearbury asintió.
—Cada día que pasa con ese monstruo la acerca más a la muerte.
—Lo sé. —Le apoyó una mano sobre el brazo—. Hemos estado
buscando una forma de rescatarla sin correr peligro ni dar aviso tampoco,
pero si nos tocara actuar, lo haremos.
—Ay, gracias, Henleigh. Eso me da mucha tranquilidad. —Le arrojó
los brazos al cuello y lo apretó en un abrazo antes de apartarse—. Me
marcharé deprisa antes de que alguien se percate de mi presencia. Por favor,
por favor, hazme saber si hay algún avance.
—Por supuesto —le prometió él.
La acompañó a la puerta y dejando escapar un largo suspiro, la cerró
detrás de ella. No había querido actuar antes de lo necesario, pero si Lady
Pembroke había tenido necesidad de enviarle una misiva a su hermana, la
situación debía de ser grave. Dio media vuelta y frenó en seco antes de
poder coger la vela.
—¿Señorita Haversham, qué cree…?
Ella dio unos pasos hacia él, con la mandíbula apretada y la postura
rígida.
—Yo estaba en lo cierto —masculló, apuntándole con el dedo—.
Está teniendo amoríos con la duquesa.
—¿Amoríos? —repitió él.
Freya asintió, apretando la lengua contra el paladar. Le dolía el
pecho. La imagen de él abrazando a la duquesa estaba grabada en su mente
y sospechaba que permanecería allí durante algún tiempo. ¡Qué tonta había
sido al creer que él era distinto del resto de los miembros de la alta
sociedad.
—Freya, ella…
—Para usted soy la señorita Haversham —respondió ella con
altanería, meneando la cabeza—. Pensar que es capaz de involucrarse en
una aventura mientras mi madre todavía está bajo su techo. Pensar que yo…
—Su voz se quebró. Inspiró con fuerza—. Pensar que ayer me acarició de
ese modo —susurró, furiosa—. Debe de parecerle muy divertido.
—Créame, no hay nada de divertido en esto. —Lord Huntingdon
apretó los labios en una fina línea—. No tengo una aventura y tampoco me
resultó divertido acariciarla. Demonios, Freya, eso fue lo más…
—No quiero ni siquiera pensar en ello.
Giró sobre sus talones antes de que el nudo que tenía en la garganta
se convirtiera en otra cosa. Sentía las mejillas calientes, enrojecidas de
humillación. Qué divertido debía de resultarle verla derretirse ante cada uno
de sus actos, mientras él seguramente solo planeaba usarla y descartarla
como hacían tantos hombres de su clase social con mujeres empobrecidas.
—Pues yo sí quiero pensar en ello. —Con movimientos rápidos,
pasó delante de ella y le bloqueó la huida por la escalera—. Créame, no
puedo olvidarlo.
Ella lo miró y por un segundo, le creyó. Las arrugas en su ceño, su
mirada oscura, la tensión en la mandíbula. Todo la llevaba a creer que tal
vez realmente la había deseado—.
—Es usted un muy buen actor —murmuró, disponiéndose a pasar a
su lado.
Él volvió a bloquearle el paso.
—Nada de esto es una actuación. Ni lo ha sido. Ni… —Soltó el aire
—. Existe una buena razón para la visita de la duquesa y le aseguro que de
ninguna manera estamos teniendo una aventura.
—¿Entonces a qué se deben los encuentros furtivos con ella? ¿Por
qué el abrazo? No puede decirme que son acciones de un hombre inocente.
—No lo son.
Ella sintió como si se desinflara. ¿Acaso no era lo que había
deseado? Que él confesara la verdad. Pero una partecita necia de ella
ansiaba una razón mejor, una que significara que ella realmente le
importaba y que su generosidad significaba algo.
—Bien, al menos puede admitirlo. Ahora si me permite pasar, por
favor, recogeré nuestras cosas y lo dejaremos con sus… —Hizo un
movimiento con la mano—. …Con sus relaciones.
—No irá usted a ningún lado, y su madre todavía necesita descansar.
—Le estoy muy agradecida por su amabilidad para con ella, desde
luego —dijo Freya con tono formal—. Pero creo que es hora de que
acabemos con esta situación ridícula. —Negó con la cabeza—. Pensar que
yo…
—¿Pensar que usted qué?
—Nada. —Esbozó una sonrisa forzada—. Se le cumplirá su deseo,
milord. Por fin lo dejaré en paz.
—Quizá no desee que me deje en paz.
Ella lo miró con el ceño fruncido.
—¿Por qué?
—Porque… —Soltó un suspiro de frustración, se pasó una mano por
el pelo y cerró la otra alrededor de la muñeca de ella—. Venga, siéntese. No
puedo hacer esto aquí.
—¿Hacer qué? —Su corazón dio un pequeño vuelco de excitación.
Dejó que él la llevara hasta el comedor y la sentara en una silla y luego
observó mientras encendía las dos lámparas sobre la mesa. Levantó la vista
hacia él mientras caminaba hacia un lado, giraba y se detenía a poca
distancia de ella.
—¿Qué sucede? —preguntó—. De verdad pienso que… —Freya
intentó levantarse, pero él le indicó con un gesto que se sentara.
—Tiene razón en cuanto a que no soy un hombre inocente. Soy
culpable de muchos actos criminales.
Ella frunció el ceño. No era la dirección que había imaginado que
tomaría la confesión.
—¿Actos criminales?
Él apretó la mandíbula.
—¿Recuerda que cuando fui al burdel mencioné que una mujer
necesitaba ayuda?
Ella asintió.
—¿La duquesa era esa mujer?
—No exactamente. —Negó con la cabeza—. Lady Clearbury vino a
verme esta noche porque ha recibido noticias de su hermana, una mujer que
está atrapada en un matrimonio violento y a la que no se le permite ver a
nadie, ni siquiera a su propia hermana. Su hermana, Lady Pembroke, teme
que muera a manos de su esposo.
Freya abrió la boca, pero no supo qué decir. No detectaba indicios
de que fuera una mentira, pero ¿sería todo parte de una actuación? ¿Seguiría
fingiendo ser el héroe benévolo para que ella cayera en sus brazos? Aunque,
para ser sincera, si él hubiera querido llevarla a su cama, habría podido
hacerlo la noche anterior. Y sin embargo, no lo había hecho.
—Tenía usted razón sobre esas mujeres desaparecidas. Estoy
involucrado, sí.
En lugar de sentirse victoriosa, como había esperado, Freya
experimentó un dolor sordo en el pecho.
—¿De qué manera está involucrado? ¿Y por qué?
—Acuden a mí en busca de ayuda. Trabajo con cuatro hombres y
mujeres más. Nos llevamos a las mujeres fingiendo secuestrarlas, nos
aseguramos de que estén protegidas y las ayudamos a comenzar una nueva
vida si resulta necesario.
Freya parpadeó varias veces. De todas las conclusiones a las que
había llegado respecto de la participación de él, jamás había imaginado esta.
—¿Las secuestra? ¿Usted, el conde de Henleigh, secuestra mujeres?
Él asintió, acercó una silla y se sentó frente a ella.
—Mi padre no era un buen hombre y sé lo que es vivir con una
bestia así.
—¿Era violento con usted?
—Ocasionalmente —admitió—, pero no le quedó más remedio que
dejar de hacerlo en cuanto lo superé en estatura. Mi madre sufrió la peor
parte de su conducta.
—Entonces pensó en ayudar a otras mujeres que estuvieran en esa
situación. ¿Pero por qué secuestrarlas?
—Mi prima estaba atrapada en un matrimonio así. Como sabrá, una
mujer no tiene manera de divorciarse de su esposo y para la ley es aceptable
que él la castigue para disciplinarla.
—Sí —masculló Freya—. La ley no es amable con las mujeres
golpeadas.
—Les pedí ayuda a dos amigos para hacerla desaparecer de tal
modo que no pudieran rastrearla ni culparla si la encontraban.
—Nadie puede culpar a una mujer de que la secuestren —murmuró
ella—. Y supongo que cuando tras pagar un rescate no la devuelven, los
familiares la dan por muerta.
—Exacto.
—¿Pero cómo se enteró la duquesa de esto? ¿Y los otros secuestros?
Usted estuvo involucrado en el secuestro fallido de su cuñada ¿no es así?
En aquel momento no estaba casada, todavía.
Los labios de él se curvaron en una leve sonrisa.
—Eso fue un pequeño accidente. Y la información se transmite de
manera muy discreta.
—Hubo otros secuestros en los que las mujeres regresaron.
—Ocasionalmente, una mujer necesita desaparecer por un tiempo.
Una de ellas, que es parte de nuestro equipo, tenía que escapar de un
matrimonio arreglado hasta cumplir la mayoría de edad. De manera que la
ayudamos a desaparecer hasta que estuviera a salvo.
Azorada, Freya meneó la cabeza. Era más de lo que podría haber
imaginado y Dios bendito, qué historia que sería. Un grupo de nobles que
ayudaba a mujeres a escapar.
—Si esto se llega a saber, Freya, esas mujeres correrán peligro.
Ella asintió lentamente y suspiró.
—La historia de mi vida y no la puedo contar…
—Comprende por qué.
—Por supuesto. —Lo miró a los ojos—. No la revelaré, se lo juro.
Pero debe prometerme que responderá a todas mis preguntas. Tengo
muchas.
Él sonrió.
—No esperaba menos; no obstante, tal vez quiera hacernos las
preguntas a todos.
—¿A todos?
—Al Club de los Secuestros. —Soltó una risita—. Al parecer,
piensan que usted sería un miembro digno.
Capítulo Veinte
Freya golpeteaba un dedo índice contra el otro sin cesar. Guy pasó
las riendas a una sola mano y se inclinó para cubrir las manos de ella con la
suya.
—No tiene por qué estar nerviosa.
—No estoy nerviosa. —Freya mantuvo la cabeza levemente girada
y los ojos, fijos sobre el campo que pasaba.
Él sonrió. Freya podía ser una de las mujeres más audaces que había
conocido, pero sabía cuándo estaba nerviosa.
Ella cuadró los hombros, inspiró hondo y se volvió hacia él.
—Dígame, ¿qué sucede si decido que no debería participar de todo
esto?
—Pues tendremos que matarla, por supuesto
Ella parpadeó varias veces y luego arqueó una ceja.
—Bromea.
—Naturalmente. —Esbozó una rápida sonrisa—. Rosamunde ya ha
decidido que usted será nuestro nuevo miembro. Su marido jamás le discute
nada y Nash por lo general se muestra de acuerdo con cualquier decisión
que se tome. Grace seguramente tome su decisión al respecto después de
que se conozcan. Es de naturaleza analítica.
—Recuerdo haber escrito sobre su boda, pero admito que sé muy
poco sobre Lady Southam.
—Secuestramos a Grace.
—¡Madre mía!
Guy asintió.
—Así fue cómo se conocieron. Ella necesitaba desaparecer por un
tiempo. No puedo decir que haya aprobado la relación desde un principio,
pero Grace ha sido una influencia muy positiva para estabilizar a Nash.
—E imagino que se alegra de que su amigo haya encontrado el amor
—comentó Freya, dándole un ligero codazo.
—Ah, sí, eso también.
Levantó los ojos al cielo.
—¡Qué hombre tan romántico!
Esta mujer no tenía idea. Ni la menor idea. A estas alturas, él había
llegado a la conclusión que no le quedaba otra opción que ponerla de su
lado. La idea no le gustaba por varias razones. En primer lugar, el grupo se
había expandido demasiado. Cuanta menos gente se involucrara, mejor. Sin
embargo, Grace y Rosamunde eran miembros más que útiles. Grace, con su
poderoso intelecto, encontraba soluciones a casi cualquier problema y
Rosamunde era la más audaz de todos ellos. Tampoco les venía mal tener
una mujer con tantas conexiones.
Aun así, habría preferido no involucrar a Freya en el asunto. Si los
descubrían, los demás gozarían de la protección que les daba su rango. No
podía decir lo mismo de Freya y él solo podría ayudarla hasta un cierto
punto. La idea de que algo pudiera sucederle por su culpa le oprimía el
pecho.
—Hemos llegado —anunció, mientras detenía a los caballos que
tiraban del carruaje afuera de una vieja casa de campo. Escondida entre las
suaves colinas de Surrey, la antigua construcción de piedra gris ofrecía poco
más que protección de miradas curiosas. Le faltaban tejas al techo y la
puerta estaba descalzada de las bisagras. Guy descendió del carruaje y
ayudó a Freya a hacer lo mismo. Freya se detuvo para acomodarse las
faldas y observó la casa.
—¿Este es vuestro lugar de reunión?
—Por ahora. Últimamente cambiamos mucho el sitio de encuentro.
Es más seguro así.
—Cielos.
—¿Cielos?
—Cuando comencé a seguirlo, jamás habría imaginado que esto era
lo que hacía.
—No. Para usted yo era un malvado aprovechador de mujeres ¿no?
Lo miró.
—Eso lo pensé solo por poco tiempo.
—Lo sabía. —Al ver los caballos en la parte posterior de la casa,
hizo un gesto para que entraran—. Parece que los demás ya han llegado.
Empujó la puerta, que se abrió con un chirrido e hizo pasar a Freya.
Por los agujeros del techo y las ventanas sin postigos se colaba la luz del
día. Todos se habían reunido en la parte central de la casa.
—Quiero dejar asentado que este es el sitio donde menos me agrada
reunirnos.
Su esposa, una mujer diminuta, negó con la cabeza.
—Esto es lo mejor, Nash. Ya he contado las personas que hemos
visto en el camino y hay muchas menos probabilidades de que nos vean
aquí que en cualquiera de nuestros otros lugares de encuentros.
—Siempre tan lógica —se quejó él.
Ella pestañeó varias veces.
—Siempre.
Freya, muy tiesa, observó a las otras cuatro personas. Guy no sabía
por qué, pero sentía el pecho apretado al verla. Le parecía importante que
los demás miembros la aceptaran, pero también pensaba que era porque si
la incluían en el grupo, ella no escribiría sobre ellos.
No era que pensaba que Freya fuera a hacerlo. Freya podía ser
muchas cosas –decidida, obstinada, demasiada trabajadora— pero su
sensibilidad le impediría poner en peligro a las mujeres a las que ayudaban.
—¡Me alegro tanto de que estés aquí! —dijo Rosie con una sonrisa
—. Sabía que serías perfecta para nosotros.
—Gracias —Freya entrelazó sus manos—. Yo también me alegro de
estar aquí.
—Russell me dice que la señorita Haversham ha causado una gran
impresión en ti, Guy. —Nash esbozó una sonrisa traviesa—. Debe ser muy
especial para que quieras incluirla en el grupo.
Guy lo fulminó con la mirada y la sonrisa de Nash se ensanchó.
—A decir verdad, Lord Huntingdon me ha puesto al tanto de la
situación —dijo Freya antes de que él pudiera salir en su defensa.
Por supuesto, ella no necesitaba que corriera a rescatarla. Estaba
acostumbrada a hacerlo todo sola. Guy no podía evitar desear que le
permitiera ayudarla un poco más, en ocasiones. Bueno, mucho más.
Esos pensamientos no ayudaban en nada. Ya había estado demasiado
cerca de ceder, llevársela al dormitorio y que pensara lo que quisiera de él.
Pero no había podido. Temía asustarla. O hacerle daño. No podía hacerle
algo así.
—Creo que podría ayudar —prosiguió Freya—. Por supuesto,
Pembroke los conoce a todos ustedes, pero a mí no. Nadie sabe quién soy.
—Ah, sí. —Rosamunde asintió—. Tu anonimato podría resultar
muy útil.
—Pensé que podría fingir que busco trabajo. Podría entrar en la casa
para hablar con el ama de llaves y luego tratar de establecer contacto con
Lady Pembroke.
Guy miró alrededor. Russell se encogió de hombros. Grace frunció
el ceño unos segundos, sacó una libreta y asintió.
—Es una mejor solución de las que hemos encontrado hasta ahora.
—Nash señaló a Russell—. Desde que se ha hecho público que es tu
hermano, a Russell se le ha hecho más difícil pasar inadvertido y Rosie ya
ha intentado hacerle una visita a Lady Pembroke, pero no ha tenido suerte.
—Está decidido, entonces. Entraré en la casa y hablaré con Lady
Pembroke.
—No, sin mí no hará nada de eso —declaró Guy con vehemencia.
Grace negó con la cabeza.
—Pero todos te conocen, Guy. No tiene sentido que quieras
acompañar a una doncella.
—No dejaré a Freya sola en la casa de un bastardo como Pembroke.
—Guy…—le advirtió Russell.
Él levantó una mano.
—Permaneceré oculto, pero me niego a enviarla sola a un sitio
peligroso.
Freya se volvió hacia él.
—Estoy segura de que podré…
—No me discuta —le ordenó él—, por una vez en su vida.
Ella se quedó mirándolo unos instantes, luego suspiró.
—Muy bien, entraré en la casa y usted se quedará en los
alrededores. ¿Satisfecho?
Guy hizo una mueca; Nash cruzó una mirada con él y sonrió con
irritante satisfacción. ¿En qué momento había pasado de estar a cargo del
club a que las mujeres le dijeran qué debía hacer?

—¿Cómo está tu madre? —preguntó Lucy, levantando la vista de lo


que estaba cosiendo.
Freya se detuvo también y flexionó la mano tensa.
—Mucho mejor. Creo que pronto tendré que traerla a casa.
—¿Tendrás?
—Bueno, no puedo seguir abusando de la hospitalidad del conde.
No estaría bien.
Y si se quedaba, no podía garantizar que algún día querría irse de
allí. Hacía años que ese hombre arriesgaba su reputación y su vida para
ayudar a mujeres. Cuanto más sabía sobre él, más difícil era esquivar la
verdad del asunto. Podía ser rico y privilegiado, pero no era un miembro
corriente de la alta sociedad. Por desgracia, eso hacía que le gustara mucho
más.
Hacía que le gustara demasiado.
Si esto continuaba, bien podía terminar locamente enamorada de él.
¿Y qué sería de ella? Las reporteras sin un centavo no se casaban con
condes. Por no hablar del hecho de que él no hacía más que rechazarla.
Sería una tonta si se quedara más de lo necesario.
Lucy apoyó la tela y la aguja sobre la mesa y se puso de pie para
coger una galleta de plato que estaba cerca. Le entregó una a Freya y dio un
mordisco a la suya. Freya dejó el trabajo y mordisqueó el borde mientras
Lucy la observaba, apoyada contra el respaldo de una silla.
—Creo que el conde no querrá que te marches.
Freya negó con la cabeza.
—Si querrá, créeme.
—Vi cómo te miraba cuando estuviste aquí antes.
—Sí, con fastidio.
—Y te compró la cinta y acogió a tu madre cuando estaba enferma.
—Y construyó un carrito para Brig —añadió Freya y se interrumpió,
llevándose una mano a la boca.
—¿Qué hizo?
—Le construyó un carrito a Brig para que no tuviera que cargarlo en
brazos hasta el parque —admitió Freya.
Lucy acercó una silla, se dejó caer sobre ella y se metió el resto de
la galleta en la boca.
—Un momento. ¿Lo construyó? ¿Con sus propias manos?
Freya asintió, sombría.
—Es realmente precioso.
—Santo Dios, debe de estar enamorado de ti.
Una risita escapó de sus labios.
—¿Enamorado? ¡Qué absurdo!
—¿Por qué un conde le construiría algo a tu perro con sus propias
manos si no te amara?
Freya levantó un hombro.
—Él es así. Ve un problema y quiere resolverlo.
—Igual que alguien que conozco. —Lucy se quedó mirándola—. Y
eso también explica por qué vas a abandonar la historia con la que pensabas
consagrarte como periodista.
Freya soltó un suspiro. No contarle la verdad a Lucy era lo más
difícil del mundo.
—La abandono porque no existe.
—¡Estabas tan segura, la perseguiste durante tanto tiempo, Freya!
Tiene que haber algo allí, aunque me niego a creer que sea algo siniestro.
Ese hombre ayuda a madres enfermas y a perros viejos, por lo visto. No
parece ser de esos que capturan a mujeres de la alta sociedad.
—No lo es —confirmó Freya—. Así que no tengo nada de qué
escribir.
—O lo tienes, pero estás demasiado enamorada de él como para
revelarlo. —Lucy frunció los labios—. Aunque ¿qué podría ser si es un
hombre demasiado bondadoso como para hacerle daño a alguien?
La historia de mi vida, admitió Freya en silencio. Si escribía sobre
un conde que raptaba mujeres para salvarlas de violentos hombres de la
nobleza, jamás volvería a faltarle trabajo. Todos los periódicos querrían que
escribiera para ellos. Pero no podía hacerlo. No se lo haría a Lord
Huntingdon ni a las mujeres a las que había ayudado.
—Lord Huntingdon no le haría daño a nadie —confirmó—. Esa
historia no existe.
—¿Entonces, qué harás ahora?
Freya dejó la galleta a medio comer sobre la mesa; había perdido el
apetito. No porque Lucy hubiera descubierto algo, desde luego. Amar a un
conde sería absurdo para una mujer como ella. Sucedía demasiado a
menudo. Terminaban descartadas como la galleta, usadas y muchas veces
embarazadas.
Lord Huntingdon jamás haría algo así, por supuesto. Lo sabía
porque bien podía haberla llevado a la cama con su consentimiento la
semana pasada, y no lo había hecho. En cambio, la había enviado a dormir
con un extraño y dulce beso en la frente.
No se requería de talento para la investigación para darse cuenta de
que sea lo que fuere que había entre ellos, no llegaría a nada. Ni a amor, ni a
ridículas ideas de matrimonio ni a clandestinos encuentros juntos. Lord
Huntingdon era bondadoso por naturaleza, nada más. Era incapaz de ser de
otra manera.
Ella no era nadie especial para él.
—Tendré que buscar otra historia, supongo.
—Estoy segura de que aparecerá alguna. ¿Qué hay de aquel hombre
al que estabas investigando últimamente? ¿El barón?
Freya no le había explicado a Lucy por qué había decidido
inmiscuirse en sus asuntos, pero sabía que si iba a meterse en territorio
enemigo, cualquier información podría serle de utilidad.
—No es un buen hombre, eso lo sé.
—Pues ahí está tu historia. Tal vez no sea un conde, pero si está
involucrado en algo nefasto, es tu deber escribir al respecto.
Freya asintió lentamente.
—Tienes razón. —Ahora solo tendría que encontrar tiempo, entre
colaborar con el Club de los Secuestros y el resto de sus tareas, para
investigar el pasado del barón.
—Sigo sin poder creer que el conde te construyó un carrito. —Lucy
meneó la cabeza, sonriendo—. En tu lugar, me hubiera arrojado a sus pies y
le hubiera suplicado que me hiciera suya allí mismo.
—¡Lucy!
Ella rio.
—Eres mejor mujer que yo.
Freya no estaba tan segura. Si el conde la hubiera deseado, se
hubiera entregado a él. Todavía lo haría, quizá. Tenía la horrible sospecha
de que una sola noche con el conde podría valer todo el sufrimiento que le
seguiría.
Aunque no iba a romperle el corazón, tampoco. Para que eso
sucediera, tenía que estar enamorada y de ninguna manera estaba
enamorada de Lord Huntingdon. En absoluto.
Capítulo Veintiuno

—He cambiado de idea.


Freya le clavó la mirada.
—No puede cambiar de idea así como así.
Él miraba más allá de ella, observando la casa adosada. No había
señales de matones al acecho, pero por lo que había dicho Russell, siempre
estaban presentes, vigilando a la esposa de Lord Pembroke.
—Claro que puedo, y lo acabo de hacer. Ya no forma parte del Club
de los Secuestros.
—Estaré bien. —Freya apoyó una mano sobre el brazo de él para
capturar su atención—. Nadie me prestará atención.
—Lo harán si se acerca a Lady Pembroke.
—Créame, soy experta en pasar inadvertida.
—Pues yo me percaté de su presencia, si lo recuerda.
Ella se sonrojó ligeramente.
—Sí, bueno, solo porque tiene tendencia a sospechar de todo.
En realidad, se debía a que era imposible no prestar atención a
Freya. Al menos, a él le resultaba imposible. La piel pálida, el pelo rubio,
esos ojos absurdamente inocentes, el mentón puntiagudo y la cintura
estrecha llamaban demasiado la atención. Alguien iba a notar su presencia,
se metería en problemas y él tenía las manos atadas. ¿Cómo demonios
podría protegerla una vez que entrara en territorio enemigo?
—No me gusta. Regresaremos otro día.
—Ya he solicitado una entrevista para el puesto de doncella. Voy a
entrar —declaró Freya con firmeza.
Guy se pasó una mano por la mandíbula. ¿Alguien había podido
alguna vez decirle a esta mujer lo que tenía que hacer? Lo dudaba. Pero
sentía una fuerte inclinación a levantarla, arrojarla por encima de su hombro
y encerrarla en algún sitio hasta que abandonara la idea de poner un pie
dentro de esa casa.
—Si nota la menor señal de peligro se marcha de inmediato
¿entendido?
Ella asintió.
—No soy ninguna tonta. Todo estará bien, lo prometo. —Vaciló, se
puso en puntillas un instante y tras darle una palmadita torpe en el brazo, se
apartó—. Volveré pronto. Manténgase fuera de vista.
Él dejó escapar un gruñido. ¿Desde cuándo era él quien aceptaba
órdenes? Desde donde se encontraba, al otro lado de la calle, los árboles lo
ocultaban de la vista, pero tenía plena visión de la casa. Sintió un nudo en el
estómago cuando ella se dirigió a la puerta posterior y desapareció.
Qué idea tan mala. La peor. Ni siquiera el error de Russell al
secuestrar a la mujer errónea era tan malo como esto. Jamás debió ofrecerle
un lugar en el club, mucho menos hacerles caso a los demás. Además,
¿quién estaba a cargo? ¿Él o sus compañeros? Hubiera sido fácil mantenerla
callada. Freya podía ser ambiciosa, pero por el amor de Dios, cargaba con
un perro ciego a todas partes. No era la clase de persona que delataría a un
grupo de gente que intentaba ayudar a mujeres vulnerables.
Por supuesto, ahora la había obligado a renunciar a la historia que la
consagraría como periodista. Eso también le molestaba. Casi que deseaba
crear algún tipo de escándalo para que ella tuviera algo de qué escribir. El
problema era que no se le ocurría nada que superara la historia de un conde
que secuestraba a mujeres de la alta sociedad.
Un carruaje se detuvo afuera de la casa y Guy retuvo el aliento.
Lord Pembroke había regresado muy temprano. Según Russell, pasaba
todos los miércoles por la tarde bebiendo en White’s. Habían anticipado que
estaría fuera al menos otras cuatro horas. El hombre descendió del carruaje
y subió la escalera de la casa.
Guy apretó los puños. Seguramente, todavía estarían entrevistando a
Freya. No podía haberse acercado a su esposa. No todavía.
Pero, y si lo había hecho? ¿Qué haría cualquier hombre que vigilaba
a su esposa tan pronto regresaba a su casa?
Iría a verla, por supuesto. Y entonces se encontraría con Freya. Y
luego sabía Dios qué podía suceder. Todo estaba mal. Permanecer oculto
detrás de un maldito árbol no ayudaría a Freya. Tenía que llegar hasta ella.
No necesitaba idear un plan; una idea ya se le había implantado en
la mente cuando llegaron. El árbol que estaba junto a la casa le daría acceso
a una de las ventanas del primer piso y estaría fuera de la vista. Trepar el
árbol no representaría un problema serio; solo esperaba que las ventanas
fueran fáciles de abrir.
Entonces podría entrar sigilosamente, encontrar a Freya y sacarla de
allí.
Con suerte, sin que los atraparan.
Esperó hasta que las calles estuvieran tranquilas y cruzó a toda
prisa, haciendo alarde de mirar el reloj de bolsillo cuando alguien pasó
junto a él, inclinando ligeramente el sombrero. Una vez que el hombre se
hubo ido, Guy rodeó la casa, se quitó el sombrero y la chaqueta y trepó el
árbol, raspando la corteza con sus botas. A Brown lo reprendería por el
estado de su ropa después de esto.
Espió por la ventana pero no vio indicios de Freya ni de los hombres
contratados por Pembroke. ¿Algo bueno, sin duda? Significaba que quizá
la entrevista con el ama de llaves todavía no había terminado. Podía
quedarse allí y esperar a ver si la veía. No había nada de extraño ni absurdo
en ello. Un conde sentado en un árbol era un espectáculo corriente.
Pero ¿y si ella no sabía que Lord Pembroke había llegado? ¿Y si
decidía ir en busca de Lady Pembroke y la pillaban? Maldijo por lo bajo;
inclinándose hacia la ventana, utilizó una mano para deslizarla hacia arriba.
La ventana se movió, lo que lo dejaba sin alternativa.
Era prácticamente una invitación.

Subir sin ser vista había sido más fácil de lo esperado. El barón tenía
poco personal, según el ama de llaves, algo que la irritaba sobremanera.
Como Freya llevaba un uniforme que había tomado prestado de la casa, no
era de extrañar que nadie le hubiera prestado atención mientras recorría el
pasillo. Ahora lo único que necesitaba era dar con la esposa del barón.

El ama de llaves había dicho que por lo general permanecía en sus


aposentos; no había dado indicio de que existiera algún tipo de maltrato,
pero Freya no podía entender que no hubiera llamado la atención de esa
severa mujer. Sospechaba que hacía la vista gorda o no quería admitir el
maltrato de la dueña de casa. En cualquier caso, a Freya le resultaba
intolerable que ninguna de esas personas hubiera pensado en ayudar a una
mujer maltratada.
Se detuvo antes de doblar una esquina, ocultando su presencia junto
a una planta generosa; hizo una mueca al sentir que las hojas puntiagudas le
pinchaban la piel.
Hombres. Al menos dos, dedujo por la conversación. Se asomó
alrededor de la planta. Uno de ellos montaba guardia junto a la puerta de un
dormitorio. El hombre que hablaba con él vestía ropa elegante y cara. Freya
inspiró abruptamente. Debía tratarse del barón. Se ocultó tras la planta
cuando él se giró y oyó pasos que se acercaban. Se dirigió a toda prisa hacia
la puerta, y el estómago le dio un vuelco cuando los pasos se detuvieron.
—Un momento.
Ella se giró lentamente, manteniendo la mirada baja.
—¿Sí, señor?
Más pasos, luego unas botas relucientes aparecieron en su línea de
visión.
—Mírame.
Despacio, levantó la cabeza. El barón tenía una espesa melena
canosa, y se veía en su rostro que había sido sumamente guapo. La edad no
había desmejorado su figura musculosa; Freya no pudo evitar mirarle la
mano e imaginarse cómo sería enfrentarse a un hombre así.
—¿Quién eres?
—La nueva doncella, señor. —Fijó los ojos en la alfombra bajo las
botas de él—. Su ama de llaves acaba de contratarme.
—¿En serio? Pero qué impertinencia la de esa mujer. —Colocó un
dedo debajo de la barbilla de Freya, obligándola a levantar la cabeza—.
¿Eres discreta?
—Siempre, señor.
—Pago bien si eres obediente.
—Sí, señor.
Mantuvo el debo debajo de la barbilla de ella, ejerciendo una
presión que la obligó a ponerse en puntillas.
—Eres muy atractiva, de una cierta manera.
Ella abrió la boca para responder, pero no se le ocurrió nada que
fuera apropiado. Váyase al infierno!, era lo que le venía a la mente, de
modo que volvió a bajar la mirada y se abstuvo de responder.
—Y también sumisa, veo. —Oyó una sonrisa en su voz. Tensó los
músculos para no estremecerse—. Me gusta eso en una criada.
Freya sentía el ardor de bilis en la garganta. Se preguntó a cuántas
criadas habría sometido anteriormente. Con razón había poco personal en la
casa. Si era capaz de tratar tan mal a su esposa, ¿cómo trataría a los que
consideraba de condición inferior?
Algo golpeó contra la ventana. El barón dejó caer el dedo de su
barbilla y Freya tomó una bocanada de aire para tragar el sabor amargo en
su boca. Él frunció el ceño, se acercó a la ventana y miró hacia fuera.
—¡Edge! —gritó hacia el pasillo—. Que alguien verifique el
perímetro.
—Sí, seño. —El hombre pasó deprisa junto a ellos.
Lord Pembroke miró a Freya de hito en hito.
—¿Cómo te llamas?
—F…Fiona, señor. Fiona Brown.
—Ajá. —Le rodeó la cintura con ambas manos y la atrajo con
fuerza hacia él, dejándola sin aliento.
—¡Señor! —exclamó ella, apoyándole las manos contra el pecho,
lista para apartarse.
Otro golpe sordo contra la ventana lo obligó a soltarla.
—¿Qué demonios pasa? —exclamó, y maldijo en voz baja. Luego
apuntó a Freya con el dedo—. Me gustas. Creo que trabajarás bien aquí. No
olvides venir a mi dormitorio después de la cena. Tendrás que cambiar las
sábanas.
Palabras peores que “¡Váyase al infierno!” hervían en la lengua de
Freya; se limitó a asentir con aire sumiso—. Sí, señor.
Esperó a que se marchara antes de dejarse caer contra la pared, con
una mano contra el corazón desbocado. Con razón su mujer deseaba
escapar de él.
Un ruido del otro lado de la esquina hizo que se pusiera tiesa. Espió
por el ángulo de la pared y soltó un gritito. Lord Huntingdon se giró hacia
ella. Freya corrió hacia él mientras cerraba con suavidad la ventana para
luego sujetarla de los brazos.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, sí.
—Estaba a punto de entrar cuando él salió de la recámara de su
esposa. —Su expresión se ensombreció—. Casi deseo haberlo hecho.
Entonces no le habría puesto una mano encima a usted.
—Estoy bien —le aseguró ella—. Pero es un hombre ruin. Ha dicho
unas cosas…
Lord Huntingdon apretó la mandíbula.
—No lo dudo.
—¿Era usted el que hacía esos ruidos?
Él asintió.
—Y ahora tenemos acceso a Lady Pembroke.
—Debemos darnos prisa. Estoy segura de que el hombre que la
vigilaba no tardará en volver.
Guy la tomó de la mano, giró la llave de la puerta y entraron en el
dormitorio. Una mujer se giró desde donde estaba mirando por las ventanas.
—¿Qué…? —Frunció el ceño—. ¿Quiénes son ustedes?
Freya se acercó a ella, levantando una mano.
—Estamos aquí para ayudarla.
Una ceja pelirroja se arqueó. La figura delicada, la piel de porcelana
y la vestimenta de corte exquisito le daban toda la apariencia de la
encantadora y mimada dama de la alta sociedad. Sobre sus pómulos
marcados se veían indicios de la mano dura de su esposo, casi ocultos por
los rizos pelirrojos que le caían alrededor de la cara.
De no ser por esas marcas, a Freya le habría costado creer que algo
no andaba bien en la vida de esa mujer. Hasta lucía joyas resplandecientes
en las orejas.
—¿Una doncella? Diría que es probable que tú necesites más ayuda
que yo. Si estuviera en tu lugar, me marcharía. Este no es un buen lugar
donde trabajar.
El conde dio un paso al frente y ella lo miró con los ojos entornados.
—Lo reconozco.
—Conde de Henleigh, a su servicio. Su hermana nos envió. Estamos
aquí para ayudarla a escapar de su marido.
Ella miró hacia la puerta.
—No, ahora ya no. Mi esposo viene hacia aquí. Debéis
esconderos… ¡deprisa!
Capítulo Veintidós

Lady Pembroke abrió una puerta oculta en la pared a la derecha de


la chimenea.
—En mi vestidor. ¡Deprisa! —susurró.
La manija de la puerta del dormitorio se movió con un crujido. Guy
cogió a Freya del brazo, la arrastró dentro del vestidor y cerró la puerta. .
Tuvo un atisbo del barón justo antes de que se cerrara la puerta tras ellos.
Necesitó de toda su fuerza de voluntad para no abalanzarse sobre el
hombre y molerlo a golpes por haber puesto una mano sobre Freya. Apretó
los dientes, observó la habitación y le hizo señas a Freya para que se
ocultara detrás de una hilera de vestidos. Se apretó junto a ella; las sedas y
plumas los envolvían como un capullo de delicada femineidad.
Podían oír la voz del barón, amortiguada pero reconocible. Exigía
saber por qué había un sombrero y una chaqueta de hombre afuera de la
casa. Guy cerró los ojos por un instante. Si no hubiera estado tan apurado
para buscar a Freya, los habría escondido mejor. Ahora quizás había puesto
en peligro a la esposa del barón.
—¿Eran suyos? —susurró Freya.
Él asintió con rostro sombrío.
Se oyó un estruendo y Lady Pembroke dijo algo que Guy no pudo
comprender.
—Tenemos que ayudarla.
Él negó con la cabeza. Por más que le doliera, no había nada que
pudieran hacer. Por ley, el barón tenía derecho de hacer lo que quisiera con
su esposa y nadie podía hacer nada al respecto. Se oyeron pasos pesados
que se acercaban al vestidor, luego un ruido cuando el barón abrió la puerta
con violencia. Guy se adelantó y apretó a Freya contra la pared con su
cuerpo, asegurándose de que no pudieran verlos.
Transcurrieron varios segundos; el corazón le latía en los oídos.
Cada respiración sonaba demasiado fuerte. Tensó todos los músculos, listo
para actuar. Si era necesario, sacaría a Freya y a Louisa de allí sanas y
salvas; al demonio con la ley. Pero lo cierto era que los pondría a todos en
peligro y si bien podría aventajar al barón en una pelea, no estaba seguro de
poder hacer lo mismo con sus matones contratados. La mayoría de ellos se
ganaba la vida peleando y no quería correr el riesgo de enfrentarse a dos de
ellos al mismo tiempo.
Bajó la mirada hacia Freya y vio sus ojos enormes en la oscuridad.
Respiraba agitadamente y su cuerpo temblaba bajo el de él. Si se trataba de
defender a las mujeres, lucharía hasta que no le quedara aliento en el
cuerpo.
Demonios, estaba dispuesto a pelear por Freya desde la tumba.
Crujieron las tablas del suelo cerca de ellos. Guy cerró el puño.
Transcurrieron algunos segundos en los que retuvo el aliento. Por fin, los
pasos se alejaron, la puerta del vestidor se cerró y se oyó otra conversación
amortiguada. Guy soltó el aire y Freya se dejó caer contra él. Guy le
acarició la espalda con la mano.
—Ahora solo tenemos que pensar en cómo salir de aquí —
murmuró.
—Supongo que del mismo modo en que usted entró. Por una
ventana.
—Espero que sepa trepar árboles —dijo él entre dientes.
—Por supuesto. —Freya le sonrió—. Todas las reporteras se
capacitan en trepar árboles.
Él soltó un gemido bajo.
—¿Por qué tengo la impresión de que ha trepado más de un árbol
persiguiendo una historia?
Ella adoptó una expresión inocente.
—No tengo idea.
Guy negó con la cabeza y la sonrisa de ella desapareció cuando sus
miradas se encontraron. La realidad de su situación se hizo patente: su
cuerpo apretado contra el de ella, la espalda de Freya contra la pared. No
había un centímetro de aire entre ambos.
Guy sentía los pechos altos y turgentes de ella contra su tórax, los
muslos alineados con los suyos. Inspiró entrecortadamente y sintió un nudo
en la garganta. Qué fácil resultaría inclinarse y besarla. No requeriría
ningún esfuerzo. Y ella se lo permitiría, además. Lo deseaba tanto como él.
Una oleada de deseo lo sacudió y le calentó la piel. Apretó la
mandíbula al sentir la erección. Si se quedaba allí, ella lo sentiría.
Se movió rápidamente hacia atrás, creando un espacio entre ambos
que le produjo frío. Ella pestañeó varias veces y se alejó de la pared.
—¿Ya se ha ido?
—¿Qué?
—¿Ya se ha ido? —susurró Freya—. ¿El barón?
Guy se detuvo un momento para escuchar.
—Sí. —Entreabrió la puerta y espió dentro de la habitación. Lady
Pembroke les hizo señas para que salieran.
—Sospecha algo —dijo—. No me permitirá abandonar mis
aposentos por un tiempo.
—Lo siento —dijo Guy.
Freya fue a la ventana y miró hacia afuera.
—Venga con nosotros ahora —la animó—. Podemos ayudarla a
ocultarse.
Louisa negó con la cabeza.
—No puedo. Me encontrará; como sabéis, no hay protección para
mujeres como yo.
—¿Y si pudiéramos asegurarnos de que no tuvieras la intención de
desaparecer? ¿De que si por algún motivo él te encontrara, no se te pudiera
adjudicar la culpa?
Louisa frunció el ceño.
—¿De qué hablas.
—Puedo organizar que te secuestren. Te raptaremos en las narices
de tu esposo. Cuando no pague el rescate, desaparecerás —explicó él-.
Darán por sentado que estás muerta.
—Estoy segura de que pagará el rescate. Además, actualmente casi
no se me permite salir de la casa. ¿Cómo haríais para secuestrarme?
—Podemos asegurarnos de que el rescate nunca se pague —afirmó
Guy.
—Si hay una cena o fiesta a la que ambos deben asistir, ¿le permitirá
salir? —preguntó Freya—. Seguramente debe mantener las apariencias.
—En ocasiones asistimos a bailes, o alguna cena ocasional. Pero en
esta época del año no recibimos demasiadas invitaciones.
—Lord Huntingdon podría hacer una cena —sugirió Freya.
Él asintió.
—No resultaría difícil. Podemos invitarte con tu esposo a mi casa.
Eso nos dará tiempo para raptarte en el trayecto hasta allí.
Ella los miró.
—¿Estáis seguros de que lo podéis hacer?
—Lo hemos hecho varias veces, Louisa. Estoy seguro, sí —
respondió él con firmeza.
Louisa se llevó un dedo a los labios, luego asintió.
—Muy bien. Hagámoslo.
—Enviaré la invitación. Tendremos que esperar al menos dos
semanas. Tendré que preparar todo para tu huida y si es antes, tu esposo lo
considerará extraño.
—Estaré lista —le aseguró Louisa.
Freya fue hasta la ventana y miró hacia afuera.
—Podemos marcharnos por aquí. —Hizo un movimiento con el
pulgar hacia la ventana—. Eso sí, tendremos que darnos prisa. Uno de los
hombres está patrullando el jardín.
Louisa apoyó una mano sobre el brazo de Guy.
—Tendrá al menos dos de sus hombres consigo durante el viaje.
Podría ser peligroso.
Él le sonrió con expresión tranquilizadora.
—Podemos ocuparnos de ellos, no te preocupes.
Frey lo miró por un instante con expresión preocupada. Nunca antes
alguien se había preocupado por su bienestar y tenía que admitir que le
resultaba agradable saber que le importaba.

Los pies de Freya entraron en contacto con el suelo; cruzó corriendo


el jardín y se ocultó detrás de un arbusto. Al ver que uno delos hombres se
acercaba por la esquina, le hizo señas a Lord Huntingdon para que se
apresurara. Él corrió por el césped y se dejó caer junto a ella. Esperaron a
que el guardia desapareciera antes de volver a ponerse en movimiento y
salir a la calle.
Freya inspiró bocanadas de aire como si hubieran pasado siglos
desde que había respirado con normalidad.
—Qué cerca estuvo eso —masculló él, mientras hacía señas a un
carruaje de alquiler—. Marchémonos de aquí cuanto antes.
El carruaje se detuvo, él abrió la puerta, la ayudó a subir y tras
hablar con el conductor, se acomodó junto a Freya.
—Tomaremos un camino de regreso largo por si alguien vigila
nuestros movimientos.
—Buena idea.
Freya, que miraba por la ventanilla abierta, giró la cabeza y se
encontró con los ojos de él. Abrió la boca, pero las palabras desaparecieron
cuando la mirada de Guy se oscureció. El corazón le latía con fuerza y tenía
la piel caliente. Habían estado tan cerca de que los atraparan y nunca se
había sentido tan viva.
Él se movió al mismo tiempo que ella y se encontraron en un beso
intenso; Guy apretó los labios contra los de ella y sus manos recorrieron su
cuerpo sin timidez. Ella dejó escapar un sonido ante el ansiado contacto,
sintiendo que una corriente de deseo la atravesaba, enviando una punzada
de ardor al centro de su ser.
Entrelazó las manos alrededor del cuello de Guy, acercándolo todo
lo que era posible. La lengua de él se introdujo en su boca, buscando la suya
y Freya ahogó una exclamación cuando la apretó contra el asiento,
aplastándola contra la suavidad del tapizado y la solidez del su cuerpo. Le
besó el cuello, dejando suaves mordidas en su recorrido que le hacían arder
la piel.
—Ah…
Guy le empujó el abrigo , descubriendo sus hombros, y le rodeó la
cintura con ambas manos.
—Tan estrecha —murmuró contra su cuello.
Freya reaccionó a sus caricias arqueando el cuerpo y brindándole
acceso completo. El carruaje se sacudía, acercándolos aún más. Guy
aprovechó para pasarle una mano por debajo de la espalda para atraerla
hacia él; deslizó la otra por debajo de su cadera para sujetarle las nalgas.
Su erección pulsaba contra ella. Freya ahogó una exclamación,
enredó las manos en su pelo y le besó la comisura de la boca, la mandíbula,
el punto donde latía el pulso en su cuello.
—Mi Dios, Freya —gimió él, apartando la boca del cuello de ella
para volver a besarla con pasión.
Levantó la tela de su falda y pasó la mano por sobre las medias
hasta hacer contacto con su piel. Hundió los dedos contra sus muslos y ella
gimió.
Si quisiera poseerla en el carruaje, ella se lo permitiría. Necesitaba
esto más que cualquier otra cosa. Lo necesitaba a él. Un único momento
egoísta solo para ellos dos, era todo lo que pedía. Algo que pudiera llevarse
a la tumba. Un momento en el que se sintiera solo Freya, una mujer deseada
y hermosa, sin abrigos raídos ni padres ancianos ni ninguna
responsabilidad. Sin preocupaciones sobre cómo calentaría la casa o pagaría
por la comida de Brig. Solo ella y el conde. No era mucho pedir ¿verdad?
Lord Huntingdon le soltó repentinamente el muslo. Una sensación
de frío la invadió. Él levantó la cabeza; tenía el pelo revuelto y sus ojos se
veían como si acabara de despertar de un largo sueño. En su mandíbula
había una pequeña marca roja donde ella lo había mordido y Freya sentía
ardor en la piel en los puntos donde él había hecho lo mismo.
—Hemos llegado.
Se quedó mirándolo unos segundos.
—¿Cómo dice? —dijo con voz ronca.
—Hemos llegado a mi casa. —Él se incorporó, le bajó las faldas y
se acomodó la camisa. Cuando se disponía a abrir la puerta, ella le apoyó
una mano en el brazo.
—Espere.
—No, Freya.
El corazón se le fue a los pies. Él no se refería a que no esperaría. El
“no” era para ellos.
Inspiró, enderezó los hombros y descendió del carruaje tras él,
haciendo caso omiso de la mano que le tendía. Él se encogió de hombros y
se dirigió a la casa. Freya lo siguió y le habló a su espalda.
—No puede seguir haciendo eso.
—¿Qué cosa? —preguntó él, sin volverse.
—Besarme y después descartarme.
Él la miró por un instante.
—No la descarto.
—Pues eso es lo que siento. —Entraron en la casa y Brown dirigió
una extraña mirada a su empleador al ver que no tenía sombrero ni abrigo
para darle.
—Los perdí —dijo Guy a modo de explicación.
Freya le entregó su abrigo, los guantes y el sombrero, lo que le dio
al conde el tiempo necesario para huir escaleras arriba. Ella lo siguió,
subiendo los escalones de a dos.
—Es realmente muy injusto ¿sabe? —dijo.
Él se detuvo en la puerta de su recámara.
—Estoy sucio. Necesito bañarme. Estoy seguro de que usted está en
la misma situación. ¿Esto no puede esperar?
Con las manos en las caderas, Freya negó con la cabeza.
—No, no puede esperar y no lo hará. Estoy harta de que me aleje. —
Contó con los dedos—. ¿Cuántas veces nos hemos besado ya? ¿Tres?
—Cuatro —la corrigió él.
—Y también me… —Señaló la pared contra la cual le había hecho
sentir más placer del que había conocido en su vida.
—No me lo recuerde.
—¿Tan horrible, soy?
—Dios, no. —Dio un paso hacia ella y la tomó de los antebrazos—.
El problema es que dista mucho, mucho de ser horrible.
—Un hombre como usted puede tomar lo que desea. —Ladeó la
cabeza—. ¿Por qué se niega a hacerme suya?
—Porque no puedo. —La voz de él se quebró.
—¿Por qué? —quiso saber Freya—. Al menos dígame por qué me
besa una y otra vez, provocándome todas estas sensaciones.
—La beso porque me olvido.
—¿De qué se olvida?
—De que no puedo estar con una mujer, maldición. Ni siquiera con
la que deseo más de lo que he deseado nada en este mundo.
Freya se olvidó de respirar. Las palabras hacían eco en su mente y le
llenaban el pecho. Lo miró a los ojos.
—Pero, ¿por qué? —preguntó con suavidad.
Él apretó la mandíbula y le soltó los brazos. Por un instante, Freya
pensó que daría media vuelta y se alejaría de ella otra vez. Sus hombros
subían y bajaban. Por fin, la miró a los ojos.
—Soy virgen, Freya. Nunca he estado con una mujer ni lo estaré. Ni
siquiera contigo, y te deseo más que al aire que respiro.
Capítulo Veintitrés

Freya se quedó mirándolo con la boca entreabierta. Él recordaba esa


expresión en Amelia, aunque en la de ella había habido terror.
Probablemente porque él estaba semidesnudo. Suponía que al menos esta
vez había buscado un momento mejor para su confesión.
Al ver que ella no decía nada, abrió la puerta de su recámara y la
cerró sin mirar atrás. Como no hizo ruido, se giró y vio a Freya en el
umbral, con una mano en la puerta para impedir que se cerrara.
—No puede hacer una declaración así y huir.
—No considero que haya huido en ningún momento —replicó—.
Apenas si di unos pasos.
Ella arqueó una ceja.
—No es momento para ligerezas.
En realidad, lo era. Tal vez fuera la única manera de poder
sobrevivir a esta interacción. Ahora que había admitido que nunca se había
acostado con una mujer a la madura edad de treinta y cinco años, ella
exigiría respuestas. Había pocas formas de explicar la razón precisa por la
que todas las mujeres con quien había intentado tener sexo habían huido
despavoridas. ¿Cómo se hacía para decirle a alguien que estaba
absurdamente bien dotado? “Ah, a propósito, tengo un miembro
gigantesco”.
Sonrió para sí. No había manera delicada d expresarlo ni de evitar
que la receptora de esa confesión girara sobre sus talones y lo dejara
excitado y frustrado.
No soportaría que sucediera con Freya. Quedaría mucho más que
frustrado.
—¿Es cierto? —Ella cerró la puerta y dio unos pasos dentro del
dormitorio.
—¿Si es cierto qué?
—Ya lo sabe.
—No diría algo así si no lo fuera. No es algo de lo que se
enorgullecen los hombres.
—Lo sé —murmuró ella—. ¿Pero cómo es posible? Alguien con su
porte, con su aspecto… debe de haber tenido mujeres a sus pies toda su
vida.
Él suspiró y se pasó una mano por la mandíbula. Freya no
abandonaría el tema. Iba en contra de su naturaleza inquisidora. Y aunque
confiaba en que no se pondría a escribir sobre su problema en la columna
de chismes, no estaba seguro de que estuviera dispuesta a abandonar la idea
de que tal vez pudieran significar algo el uno para el otro.
Aun si era imposible.
Santo Dios. Esta mujer realmente le importaba. Por lo visto, más de
lo que se daba cuenta. Pero una vez que revelara su –ejem– problema, todo
terminaría. No habría más besos furtivos ni miradas ardientes de parte de
ella.
—Se me han acercado en ocasiones, sí —admitió.
—¿Pero usted simplemente… no se sintió motivado?
—No soy impotente, ¿sabe?
—No, no, no me refería a eso. —Dio un paso hacia él—. ¿Se
estaba… reservando, quizá?
Dios.
—No deliberadamente —respondió, tenso.
—¿Entonces cuál es el problema? Si es médico, lo comprenderé, se
lo aseguro.
Se acercó y quiso poner una mano sobre su brazo, pero él esquivó el
contacto. La compasión que emanaba de ella le daba vuelta el estómago.
Maldición, lo que menos quería era que sintiera lástima porque él todavía
no se había acostado con una mujer. No se consideraba particularmente
vanidoso, pero ¿al menos podía permitirle conservar algo de su
masculinidad?
—Demonios, por supuesto que no es algo médico —replicó, tajante.
Ella se estremeció y dio un paso atrás.
—¿Entonces qué…?
—Es mi miembro.
—Em…¿su miembro? —repitió con voz ligeramente ahogada.
Él soltó un suspiro de frustración, le pasó una mano por detrás de la
nuca y la besó con ardor. Ella se fundió contra él. Si no podía explicarlo,
podía enseñárselo. Eso pondría fin a esta farsa y podría volver a ser el
solterón virgen que se mantenía demasiado ocupado como para dedicarles
un pensamiento a las mujeres.
Cuando ella gimió contra su boca, su cuerpo palpitó. Le cogió la
mano y la aplastó, plana, contra su erección. Ella se paralizó y él aflojó su
abrazo lo suficiente como para ver su expresión, sin quitarle la mano de la
nuca. Freya tenía los ojos muy abiertos.
—¿Ahora lo comprende? —preguntó en voz baja.
La mano de ella se movió ligeramente, enviando un
estremecimiento de insoportable placer por su cuerpo. Qué no daría para
mantener la mano de ella allí, acariciándolo de lleno. Apretó los dientes y
esperó lo inevitable.
Se daría la vuelta y echaría a correr en cualquier momento.
Freya tragó con fuerza.
—Es… es… enorme.
Él asintió.
—Podría quebrarte, Freya.
Ella volvió a mover la mano, explorando su forma a través de los
pantalones. Él cerró los ojos por un instante y tensó la mandíbula.
—Este era el motivo por el que me apartaba constantemente —
susurró Freya.
Guy asintió.
—¿También es el motivo por el que su compromiso terminó?
Sin querer darle voz a la respuesta, él volvió a asentir. Lo que menos
deseaba era revivir aquella humillación.
Cuando ella pasó la mano nuevamente por su erección, él se la
apartó.
—No.
—Deseo hacerlo.
El corazón se le paralizó en el pecho. Se quedó mirándola durante
varios segundos con el ceño fruncido.
—¿Cómo dice?
—Deseo hacerlo, Lord Huntingdon. —Volvió a presionar su palma
contra él.
—Llámame Guy —masculló él—. No puedes llamarme lord
mientras me acaricias la polla.
—Guy —susurró ella.
Demonios. Su erección se agrandó todavía más, si acaso era posible.
—Te quebraré —repitió él.
—Si tenemos en cuenta que las mujeres pueden dar a luz a bebés
enormes, lo dudo mucho.
—Te haré daño.
—¿Sí? —Ella negó con la cabeza—. No creo que seas capaz de eso.
—La primera vez es dolorosa para todas las mujeres. —Ahogó un
gemido mientras ella seguía explorándolo.
—No sería mi primera vez.
No supo si la idea le agradaba o no.
—Me resigné a ser una solterona hace años y decidí que quería
saber cómo era al menos una vez antes de irme a la tumba —confesó—. Sé
que no era digno de una dama, pero no me parecía que me estuviera
reservando para nadie.
—Creo que lo odio.
Freya sonrió.
—No fue nada espectacular, por si eso ayuda.
Fantástico. Ahora él quería enseñarle el significado de espectacular.
Podía darle mucho placer, lo sabía. No había llegado a esta edad sin
aprender a usar la boca y las manos. Pero seguía existiendo la posibilidad
de que pudiera hacerle daño…
—Me gustaría mucho ser tu primera mujer, Guy. —Entrelazó las
manos detrás de la nuca de él—. Es decir, si todavía me deseas.
—Si todavía te deseo —masculló él—. Por Dios, mujer, creo que te
deseo desde el momento en que empezaste a seguirme.

Con la respiración acelerada, Freya se apretó contra él,


permitiéndose un momento para sentir el cuerpo de él contra el suyo. No
podía negar que fuera abrumador, pero no había nada que deseara más que
estar con Guy, lo más cerca que dos personas podían estar. La
vulnerabilidad de su confesión la había desarmado por completo.
Si antes no había estado enamorada de él, ahora lo estaba. Nunca
llevaría a nada, de eso estaba segura, puesto que ella no era nadie, pero ya
no tenía importancia. Quería entregarse por completo a él, sin pensar en las
consecuencias.
Guy apoyó las manos contra la parte baja de la espalda de ella y se
apretó contra su cuerpo. Freya gimió ante la oleada de calor que palpitaba
en su centro. Los ojos de él se clavaron en los de ella por un instante; luego
la tomó en brazos y la depositó sobre la cama. Se detuvo tras moverse sobre
ella, apoyando los puños a cada lado de su cuerpo.
—¿Estás segura?
Ella asintió con vehemencia y le deshizo el nudo del pañuelo que
llevaba al cuello. Guy lo hizo a un lado y abrió se desabotonó unos botones
con una mano mientras descendía para besarla. Ella se levantó hacia él,
tomándolo de la nuca con una mano y de los hombros con la otra. Sintió los
músculos tensos bajo sus dedos ardientes por sentir su piel tibia y sólida.
Una vez que se hubo quitado la camisa, Guy le permitió explorarlo y
seguir cada línea de sus músculos. Se mantuvo por encima de ella,
sosteniéndose con los brazos; la tensión lo hacía temblar y tenía los
tendones del cuello tensos. Freya deslizó las manos por sus brazos y lo instó
a descargar su peso sobre ella. Un suspiro escapó de su pecho cuando sintió
la fuerza pura de él encima de su cuerpo.
Guy movió una mano hacia abajo entre ambos y le levantó la pierna
para darse acceso mientras le recorría la piel con la boca. Le besó la
clavícula y el escote; su mano exploraba debajo de las faldas, buscando la
piel desnuda por encima de sus medias y luego subiendo más alto, más alto.
Al primer contacto con sus dedos, Freya se estremeció.
Siguió acariciándola hasta que sus piernas temblaron, luego se
apartó, dejándola fría y decepcionada. Por un atroz instante, ella temió que
se hubiera arrepentido, pero él le levantó las faldas y se acomodó entre sus
piernas.
Freya dejó escapar un gemido al sentir el aliento caliente de él sobre
la carne delicada. Él movía la lengua sobre ella con firmeza, manteniéndole
las piernas separadas con las manos mientras ella le enredaba los dedos en
el pelo y bajaba la mirada al sensual espectáculo del cabello oscuro contra
su ropa clara.
Cuando él deslizó los dedos dentro de ella, Freya cerró los ojos con
fuerza, in capaz de distinguir el mundo que tenía delante. ¿Cómo era
posible que este hombre maravilloso, heroico y trabajador la deseara? No
podía entenderlo, ni tampoco le importaba.
—Guy —murmuró, y él gimió contra su piel, enviando un delicioso
cosquilleo de placer hacia arriba.
La lamió y la acarició una y otra vez, introduciendo los dedos dentro
de ella hasta que Freya creyó que estallaría. Y estuvo a punto de hacerlo. El
placer llegó a un pico de intensidad que casi le hizo olvidar cómo respirar.
Luego, en un rápido movimiento, descendió sobre ella. Tensó todo el
cuerpo y luego se relajó, y ahogando una exclamación, dejó que la
arrastrara. Él la acarició suavemente, luego se incorporó para alinearse con
ella.
Freya apoyó una mano en la mejilla de Guy.
—Eso fue…
Él esbozó una sonrisa torcida.
—Maravilloso —terminó la oración—. Cuando iba a besarla de
nuevo, se detuvo—. Si has cambiado de idea…
Ella negó vehementemente con la cabeza.
—Nunca.
Guy sonrió, aliviado.
—Necesito verte.
Ella asintió y se incorporó para permitirle acceso a los botones de la
espalda de su vestido. Él los abrió rápidamente, le quitó el vestido y luego
el corsé con manos que temblorosas.
Freya se quitó las medias y las arrojó al suelo. Luego apoyó las
manos sobre los pantalones de él. Guy le permitió ayudarlo a quitárselos.
Tragó con fuerza al verlo desnudo y se encontró con la mirada
interrogante de él. Tensó el cuello, nervioso. Palparlo y verlo en su totalidad
eran dos cosas muy diferentes. Comprendía por qué su prometida había
sentido miedo, pero sabía que este hombre jamás la lastimaría.
Alargó el brazo y cerró la mano alrededor de él. Guy cerró los ojos.
Suave y firme al mismo tiempo, la sensación de tenerlo bajo la palma de su
mano le aceleraba el corazón. Lo soltó, se recostó en la cama y le tendió las
manos.
—Tómame —susurró.
Él asintió, serio y se ubicó entre sus piernas. Entrelazó los dedos con
los de Freya , levantándole los brazos por encima de la cabeza, sin nunca
dejar de mirarla.
—Dime si necesitas que me detenga —dijo con voz ronca.
—Tómame —suplico ella de nuevo.
Los ojos de él estaban oscuros y tenía el ceño fruncido. Se movió
hacia delante con vacilación; Freya levantó las piernas y las entrelazó
alrededor de su cadera. Guy se movió hacia delante ligeramente, luego un
poco más. Ella ahogó una exclamación al sentirlo y le apretó las manos con
fuerza.
Guy se tomó un momento, los ojos fijos en los de ella. Freya no
apartaba la mirada, negándose a cerrar los ojos a ese placer. Si podía
devolverle algo a cambio de su bondad y gentileza era sin miedo y sin
dudas.
Por fin, él se movió de nuevo, hundiéndose más profundamente en
ella. Freya gimió. Al sentir que la llenaba por completo, inspiró varias
veces.
—Eso se siente… —Tomó aire, sintiéndose plena, completa—. Se
siente maravilloso.
Las arrugas del ceño de él desaparecieron y Freya lo oyó soltar el
aire.
—Sí, es cierto.
Se movió dentro de ella, provocándole punzadas de placer
mezcladas con un dolor muy leve. De algún modo, la mezcla creaba una
sensación sumamente erótica en ella. Temía estallar en breves instantes.
—Eres demasiado hermosa —dijo Guy, entre besos, mientras se
movía dentro de ella—. Temo que no podré controlarme.
—Pues no lo hagas —lo instó ella, apretándole los dedos.
Él la besó con pasión, y la observó levantar las caderas hacia él, para
seguir el ritmo de sus estocadas; ahogó una exclamación ante las
sensaciones que lo invadían. Siguió moviéndose, con más fuerza cada vez,
hasta que el placer la envolvió por completo y Freya ladeó la cabeza, cerró
los ojos y dejó que estallara en ella en chispas de éxtasis.
Guy apoyó la cabeza contra el hueco del cuello de ella, gimió, y
salió de su interior. Soltándole las manos, se corrió contra su muslo
mientras murmuraba su nombre.
Freya le acarició los músculos tensos de los hombros, luego le tomó
la cara entre las manos para obligarlo a mirarla.
—Gracias.
Él negó con la cabeza y la besó con suavidad.
—Creo que debería ser yo el que te agradece.
Se dejó caer sobre ella, con la cabeza contra su pecho. Freya le
acarició la cara, el pelo. Si antes había tenido dudas, ahora habían
desaparecido. Amaba a este hombre, a este conde.
Por desgracia para ella, no llegarían a nada. Las reporteras sin un
centavo ni sangre noble en sus venas no se casaban con miembros de la
nobleza.
Capítulo Veinticuatro

—¡Ah, Lord Huntingdon!


Guy hizo una mueca y frenó el carrito. Jamás debió haber llevado a
Brig al parque. ¿En qué había estado pensando? A todas luces, perder la
virginidad también significaba perder la razón. Desde que Freya se había
marchado esa mañana para ayudar a la señorita Walker en la tienda y seguir
una pista misteriosa, él no había podido trabajar, por lo que decidió poner a
prueba el carrito ya casi terminado.
Qué tonto.
—Lady Marston. —La saludó con una leve inclinación del
sombrero—. Discúlpeme, pero debo…
Ella le bloqueó el paso con su figura algo imponente. Vestida de luto
desde la muerte de su esposo hacía diez años, se asemejaba a un cuervo,
esperando para lanzarse en picado y picotearlo.
Por lo visto, un caballero con un carrito llamaba la atención de todas
las mujeres. Si un hombre deseaba atención femenina, ese cochecito hacía
milagros.
—No sabía que su hermano había sido padre. —Dio la vuelta al
carrito y espió dentro—. Oh. Es… —Buscó sus lentes, se los llevó a los
ojos y se inclinó sobre el carrito.
—Es un perro, miladi. Es un perro —dijo Guy con tono paciente.
—Un perro. —Se enderezó y guardó los lentes en los pliegues de su
inmenso abrigo con ribetes de piel—. Santo Cielo. —Lo miró con el ceño
fruncido, volvió a mirar el carrito y se apartó—. Bien, que tenga un buen
día, milord. Disfrute de su… paseo.
Guy soltó un suspiro y prosiguió. Ahora solo tenía que llegar al otro
lado del parque sin que lo detuvieran. Si apretaba el paso, ¿seguramente
nadie lo molestaría?
—¡Lord Huntingdon!
Resistió a la tentación de soltar una cadena de improperios. El
estómago le dio un vuelco, y se giró con una sonrisa forzada. Un tiempo
atrás, el alegre rostro de Amelia le habría estrujado el corazón, pero cuando
posó la mirada sobre sus bonitas facciones y rizos castaños… no sintió
nada. Ella acercó a la rastra a su esposo, un sujeto alto y delgado con una
mata de pelo muy rubio que asomaba desde debajo del sombrero y bigotes
del mismo tono. Hacían una buena pareja, tuvo que admitir.
—Señora King, señor King. —Los saludó a ambos—. Estoy algo…
—Sé que no has tenido un bebé, así que ¿quién es este? —Amelia
soltó a su esposo, dio un paso adelante y se inclinó sobre el carrito; las
plumas de su sombrero se agitaban en el viento. Vestía con toda la elegancia
y estilo de los días en que él la había cortejado, pero Guy solo podía pensar
en cómo se vería Freya vestida así. Ridícula, probablemente. Si no fuera
porque ese maldito abrigo estaba lleno de agujeros, casi que lo prefería.
Nada de complicaciones ni absurdas plumas ni ninguna distracción de todo
lo que era Freya.
—Es un perro —dijo ella, soltando una risita—. ¿Por qué empujas
un carrito con un perro, Guy?
—Le agrada el parque —respondió él manteniéndose impávido—.
Se aburre en casa, delo contrario.
—¿Te encuentras bien? —Amelia ladeó la cabeza y lo observó
durante unos segundos—. Sé que nuestro compromiso fallido fue duro para
ti y siento haberte causado dolor.
—Estoy muy bien —le aseguró él—. Mejor que nunca.
—Qué bien. —Ella le sonrió, e inclinándose más por sobre el
carrito, susurró—: Siento haberte alterado respecto de… —Bajó la mirada
por un instante hacia los pantalones de él—. No fue digno de mi parte.
—No lo tomes en cuenta.
—Creo que fue lo mejor, sin embargo. Siempre estabas tan ocupado
y a mí me gusta la atención, ¿sabes?
Él sonrió. Amelia no se equivocaba.
—Espero que seas feliz con el señor King.
—Oh sí. —Se enderezó y le tendió una mano a su esposo—. Eres
un esposo muy abnegado ¿no es así, señor King?
Él sonrió.
—Así es, mi cielo.
—Me alegro de escucharlo. Ahora, si me disculpáis, debo seguir
paseando al perro o se pondrá gruñón.
Amelia le dirigió una mirada desconcertada antes de despedirse.
Guy reanudó la marcha; el arco de piedra de la entrada del parque lo
llamaba. Unos pocos metros más y sería libre. El carrito funcionaba bien,
Brig parecía muy satisfecho y él jamás tendría que volver a pasar por esa
situación.
A menos que Freya quisiera compañía, claro. Él aceptaría las
miradas curiosas y los comentarios si ella decidía que deseaba tenerlo a su
lado. Ojalá fuera así. No necesitaba cientos de mujeres con quienes
compararla. Sabía en lo profundo de sus entrañas que lo que compartían no
era algo que sucedía a menudo, si es que sucedía.
Solo tenía que decidir qué hacer al respecto. Después de todo, eran
bastante diferentes.
Al menos en términos de situación social e historia. Por no
mencionar el trabajo de ella. ¿Un conde con una columnista de chismes?
Ciertamente pondría a mover las lenguas. Pero la gente siempre había
hablado de él y había sobrevivido sin problemas. Freya valía cada
habladuría que se echara a rodar.
Vio la entrada del parque y apuró el paso. Con suerte, Freya llegaría
a casa dentro de poco tiempo. No es que fuera su casa, por supuesto, pero…
—¿Qué estás haciendo?
Él se paralizó, apretó la mano sobre el manillar y se giró. Aflojó los
hombros.
—Solo tú podrías hablarme así sin sufrir las consecuencias.
—Oh, pues perdóneme usted, milord. —Freya se llevó una mano al
pecho e hizo una profunda reverencia.
—Levántate —masculló él; su expresión divertida contradecía la
nota de enfado en su voz—. ¿Cómo supiste que estaba aquí?
—Brown me dijo que habías ido al parque.
—Quería poner a prueba el carrito y tu padre amablemente me
prestó al Brigadier.
Ella deslizó la mano sobre el lateral de madera.
—Es precioso.
—Necesita unos retoques. Una de las ruedas está algo dura.
Freya lo miró y negó con la cabeza. Le costaba creer que Guy
dedicara tanto tiempo a hacer algo para ella.
—Es maravilloso. Gracias.
—Si me sigues mirando así te haré cien carritos.
Ella agrandó los ojos.
—¿Mirándote cómo?
Guy hizo un gesto vago.
—Con esos ojos.
—¿Debo dejar de mirarte… con los ojos?
—Ya sabes a qué me refiero —se quejó él.
—No lo sé en absoluto, pero no importa. ¿Damos un paseo? Me
parece que Brig disfrutaría de otra vuelta.
—Prepárate para recibir preguntas estúpidas.
Freya rió y decidió no preguntarle por qué lo decía, por temor de
que esa fuera una pregunta estúpida.
—¿Qué has estado haciendo? —preguntó él.
—Pues, como sabes, estoy persiguiendo una historia sobre un conde
bastante guapo, pero al parecer, no existe tal historia.
—Siento escuchar eso. —Frunció el ceño—. Es decir, de algún
modo. No lamento que hayas decidido no escribir más sobre mí, eso es
seguro.
—Habría sido una historia notable —suspiró ella—. Solo imagínalo.
“Miembro de la nobleza secuestra damas de sociedad”. Habría causado un
gran revuelo.
—Prefiero no imaginarlo, si no te molesta.
—Me hubiera consagrado como periodista.
Él se detuvo y la miró.
—Lo sé. Te buscaremos otra historia.
—No es necesario que hagas nada, Guy. —Le apoyó una mano
sobre el brazo—. Por una vez en tu vida, no necesitas acudir al rescate de
nadie. Además, creo que he encontrado otra historia.
—¿Tan pronto?
—Bueno, la descubrí de casualidad mientras investigaba al horrible
barón.
—Ya veo. ¿De qué se trata?
Freya apretó los labios. Antes tenía que hablar con un muchacho de
las caballerizas de Banbury, pero estaba segura que tras algunas palabras, la
historia se revelaría.
—Necesito investigar un poco más.
—¿Entonces me mantendrás en suspense?
—No quiero adelantarme.
Él se quedó mirándola durante unos instantes, con expresión
inescrutable.
—Eres una mujer asombrosa, señorita Haversham.
—¿Por qué lo dices?
—Tanto tiempo dedicado a una historia y estás dispuesta a soltarla
de un momento al otro.
—Tal como has dicho, pondría a esas mujeres en peligro si revelara
la verdad. —Entrelazo las manos y bajó la mirada al sendero de grava bajo
sus pies—. Y a ti también te pondría en peligro. —Levantó la mirada—. No
podría hacerte algo así.
Él sonrió.
—Me alegro.
—¿Te alegras también de que haya empezado a seguirte?
—No vayamos demasiado lejos —bromeó él.
Freya tragó saliva; sentía el corazón en la garganta solamente
porque él era tan condenadamente guapo. Nada le habría gustado más que
quedarse en la cama con él todo el día, pero él tenía cosas que hacer y ella
debía investigar su historia. Había sospechas de algo turbio en cómo el
barón había amasado gran parte de su dinero, que provenía de vender
caballos. Si lograba descubrir los detalles precisos, no solo tendría su
historia, sino que se aseguraría de que él jamás volviera a tocar a su esposa,
lo que era muy útil por si no lograban secuestrarla antes de la fiesta de Guy.
Además, su madre se estaba sintiendo mejor y había comenzado a
vagar por la casa. Lo que menos quería era que se diera cuenta de que su
hija había pasado todo el día en la cama del conde. Era tan escandaloso
como para aparecer en la columna de chismes: “Columnista del London
Chronicle se acuesta con renombrado conde”.
No, gracias.
En cualquier caso, con suerte, sus días como columnista pronto
llegarían a su fin. La nueva historia con la que se había encontrado podía
resultar aún mejor que la de los secuestros.
—¿Cómo siguen los planes para la cena? —preguntó.
—La señora Bellamy está bastante entusiasmada, creo. Ha pasado
mucho tiempo desde la última vez. Dudo que tenga problemas en organizar
todo y las invitaciones saldrán hoy mismo. —Hizo una pausa—. Tendremos
que montar un espectáculo si algo sale mal. No podemos permitir que Lord
Pembroke sospeche que no se trata de una invitación genuina.
Freya asintió.
—¿Y tu hermano? ¿Se las arreglará para raptarla?
—Ya hablé con él esta mañana. Estamos acostumbrados a hacerlo en
caminos rurales, pero hay algunos puntos de Londres donde podríamos
llevarnos a su esposa sin ser detectados.
—Madre mía, no sé cómo puedes hacer esto todo el tiempo. A
propósito, quería preguntarte: ¿qué quieres que haga ese día?
—Nash y Grace se encargarán de cuidarla una vez que esté en poder
de Russell y Rosie. Nuestro papel será solo de fingir. Si Lord Pembroke
viene a mi casa después del secuestro, fingiremos estar escandalizados y le
ofreceremos la ayuda que podamos.
—¿Nosotros? ¿En plural?
—Sí. Estarás en la fiesta, obviamente.
—No, obviamente, no. —Negó vehementemente con la cabeza—.
¿Qué motivo podría tener para asistir a la cena de un conde?
—Que el conde te ha invitado, por supuesto.
Ella levantó una mano.
—No, Guy… todos se darán cuenta.
—¿Darse cuenta? ¿De qué?
—De… —Movió una mano en un gesto que abarcaba a ambos,
sintiendo calor en las mejillas—. Se darán cuenta de por qué quieres que
esté allí.
—¿Por qué te encuentro hermosa, inteligente, encantadora quiero
tenerte en mi cama prácticamente cada minuto del día?
—Ay, ¿cómo voy a discutir contigo cuando dices cosas tan bonitas?
—suspiró Freya.
—Ese era el secreto ¿verdad? Podría haber puesto fin a todas las
discusiones entre nosotros si hubiera elegido las lisonjas.
Ella lo fulminó con la mirada.
—Pero no funcionará. El barón me ha visto, como recordarás.
—Maldición. Había tratado de eliminar ese momento de mi
memoria. —Siguieron hasta el otro extremo del parque y salieron por el
portón abierto.
—Estaré allí, pero me mantendré fuera de la vista. Hasta puedo
volver a ponerme el uniforme de doncella. No hay motivos para que no
haya podido conseguir trabajo en tu casa después de dejar la de él.
La expresión de Guy se ensombreció.
—Preferiría que estuvieras en casa de tus padres.
—¿Sin hacer nada? No me parece. ¿Soy parte del club o no?
—Claro que lo eres —concedió él.
—Entonces está decidido. Estaré allí.
—No disfrutaré de ser anfitrión sin ti.
Freya cerró los ojos e inspiró hondo. Ella tampoco disfrutaría
viéndolo cenar con gente elegante por una puerta entreabierta. Servía como
recordatorio de sus mundos diferentes y ella no estaba lista para reconocer
esas diferencias. Todavía no, al menos. Destruía todas sus ilusiones de que
podrían tener un futuro juntos y ella no quería renunciar a ellas todavía.
No todavía.
Capítulo Veinticinco

Guy disimuló una sonrisa al ver a su hermano dirigirse a la mesa en


la parte posterior del salón comedor de Boodles. A pesar de la ropa costosa
de Russell y el hecho de que se había casado con una dama de la alta
sociedad, todavía se veía incómodo en lugares como ese.
Suponía que Russell entendería mejor que nadie cómo se sentiría
Freya en una situación así. Había pasado de ser un huérfano sin un centavo
a próspero hombre de negocios a medio hermano de un conde. Muy
probablemente tenía más dinero que Guy y Nash juntos, si se tenía en
cuenta de que no tenía costosas haciendas que mantener, pero Guy dudaba
de que Russell fuera a cambiar alguna vez. En su interior, era un hombre
rudo que de algún modo se había ganado el corazón de una bella dama.
Russell corrió una silla y se sentó frente a Guy. Paseó la mirada por
el elegante salón comedor, diseñado específicamente para satisfacer el gusto
masculino, con paredes en verde oscuro y caoba, lámparas tenues y madera
tallada.
Guy nunca había dedicado demasiado tiempo a pensar en la
opulencia de esos lugares, eran solo parte del trabajo de ser conde, pero
Freya lo hacía ver todo con nuevos ojos. ¿Cómo vería ella todo eso? La
mujer que no le permitía mandarle a hacer un abrigo nuevo, envuelta en
sedas y encajes delicados? Era difícil de imaginar.
Pero ¡diablos!, ¡acaso estaba mal sentir el deseo de consentirla? Casi
dos semanas de noches enteras pasadas con ella ciertamente le daban un
derecho a hacerle bonitos obsequios. Ambos estaban ocupados durante el
día, pero eso no impedía que compartieran la cama por las noches. Se llevó
un dedo a los labios. Tal vez los obsequios la hacían sentir como una
amante. ¡Maldición, se estaba metiendo en un gran embrollo.
Pero ¡cuánto lo disfrutaba!
—¿A qué se debe esa sonrisita? —preguntó Russell.
Guy apretó los labios.
—¿Qué sonrisita?
—Sabía que te estabas enamorando de ella.
—¿De quién?
Russell movió dos dedos en dirección a un camarero cercano para
solicitar una bebida.
—De la señorita Haversham, por supuesto. —Se inclinó hacia
delante—. Nuestro nuevo miembro. La recuerdas ¿verdad? Vive en tu casa
la mayoría del tiempo y he oído decir que le construiste un —frunció el
ceño— carrito para su perro. —Arqueó las cejas—. ¿Es cierto?
—Lo necesita —masculló Guy—. Le agrada ir al parque pero no
puede caminar demasiado.
Russell apretó los labios, pero la sonrisa llegó a sus ojos.
—Debí imaginar que te enamorarías hasta los tuétanos.
—Demonios, Russell, te he invitado aquí para asegurarme de que
estuvieras listo para mañana.
Russell asintió.
—Todo listo. Rosie y yo tenemos todo bajo control. He identificado
varios caminos secundarios en los que podríamos sorprenderlos.
—Sus hombres irán armados.
—Lo sé. Nash también ayudará. Lord Pembroke no tiene acceso a
un carruaje, así que solo tendrá a su cochero y a otro hombre con él. Entre
los tres nos encargaremos de él sin problemas.
Guy bebió un sorbo de whisky, tratando de no rechinar los dientes.
La bebida tibia resbaló por su garganta, calmando la inquietud en sus
entrañas. El problema era que no sabía si esa inquietud se debía al
inminente secuestro de la esposa del barón o a otra cosa.
Mejor dicho a otra persona.
—La duquesa ha adquirido un boleto para Norteamérica para su
hermana. La acompañaremos a Southampton una vez que la búsqueda haya
cesado —le informó Guy a su hermano.
—Lo haremos rápido, Guy. Tengo plena confianza que podremos
raptarla, pero el barón parece ser un hombre decidido. Tendremos que ser
muy cautelosos a cada paso.
—Lo sé.
—Y no olvides que la señorita Haversham logró conectarte con
estas mujeres. Con el tiempo, alguien más podría hacer lo mismo.
Guy movió una mano con displicencia.
—La señorita Haversham es excepcionalmente lista y entrometida.
Dudo que cualquier otra persona pudiera relacionarme con esas
desapariciones.
—Quizá sea una buena medida que dieras un paso al costado
después de esto.
—De ninguna manera.
Russell se echó hacia atrás cuando el camarero trajo su bebida y
cerró la mano alrededor de la copa.
—Guy, sé que nuestro padre era un bastardo, pero no tienes que
pagar por lo que él hizo. No te corresponde llevar esa carga.
—No puedo negarme a alguien que necesita ayuda.
—Y no lo harás, pero tienes a Rosie y a Grace y ahora a la señorita
Haversham. No hay necesidad de que desempeñes más que un papel menor
en todo esto.
Guy soltó un suspiro y se frotó la mandíbula con una mano.
Ocuparse del Club de los Secuestros y de sus responsabilidades al mismo
tiempo había sido difícil y no le había dejado tiempo para ningún tipo de
entretenimiento. Hasta que Freya llegó a su vida, ni siquiera había pensado
en paseos por el parque ni cenas prolongadas frente a una mujer bella y
estimulante.
Por no hablar de perezosas mañanas en la cama con ella.
Quería más de todo eso, no había dudas. ¿Pero desearía Freya ser
parte de su vida?
—Si pudieras volver atrás y no ser mi hermano y vivir lejos de los
ojos y las habladurías de la alta sociedad, ¿lo harías?
Russell se quedó mirándolo.
—¿De qué hablas?
—De volver a ser anónimo, con todos los beneficios pero ninguna
carga.
—Si hiciera eso, tendría que renunciar a Rosie, y preferiría morir —
respondió su hermano sin vacilar.
—Me parecía.
—Se trata de la señorita Haversham ¿no es así? —Russell lo miró
con los ojos entornados—. ¿Estás pensando en proponerle matrimonio?
—Esta conversación nunca existió. —Guy le apuntó con un dedo—.
Entiéndelo.
Russell rió y levantó ambas manos.
—Espera a que se lo cuente a Nash.
—Russell —lo amenazó Guy.
—Se la pusiste difícil cuando se enamoró de Grace. Creo que lo
merece.
Guy soltó un gemido. Deseó no haber dicho una palabra. Aun así, al
menos confirmaba lo que había estado sintiendo en sus entrañas. Una vez
que hubieran dejado atrás este secuestro, le pediría a Freya que fuera su
condesa.

Con una mano contra los labios, Freya ahogó una risita y se detuvo
en la puerta para escuchar la discusión entre Brown y Guy. La dinámica
entre ambos le resultaba divertida. No sabía demasiado sobre las relaciones
entre los mayordomos y sus señores, pero imaginaba que no muchos
empleados podrían hablarles a sus empleadores como lo hacía Brown.
—¿Por qué arrojarías a la basura el periódico, Brown? —quiso saber
Guy.
Freya espió por la puerta y vio que Brown se encogía de hombros.
—No tengo idea, milord.
—Años a mi servicio y sabes que me gusta leer el periódico cuando
vuelvo a casa.
—Lo sé, milord.
—¿Dónde está, entonces?
—Quizá la señora Bellamy se deshizo de él —sugirió el
mayordomo.
—Así que ahora el ama de llaves lo arrojó a la basura. Brown, ¿se
puede saber por qué estás siendo tan obtuso?
—No sé a qué se refiere, milord.
Guy se apretó el puente de la nariz don los dedos.
—Encuéntrame el periódico ¿quieres? Es una orden.
Tras unos segundos, el mayordomo suspiró. Freya entró en la
habitación, fingiendo no haber estado escuchando. Brown pasó junto a ella
y movió los labios para decir lo que parecía ser la palabra “perdón”. Freya
frunció el ceño. ¿Por qué se estaría disculpando con ella el mayordomo?
Una sonrisa iluminó el rostro de Guy cuando la vio Esperó a que
Brown cerrara la puerta y luego fue hacia ella, le pasó una mano detrás de
la nuca y la besó hasta dejarla sin aliento.
—¿A qué se debe eso? —preguntó ella cuando él apoyó su frente
contra la de ella.
—¿Acaso un hombre necesita una razón para besar a una mujer?
—Bueno… —Ella levantó un dedo y frunció el ceño—. Supongo
que no. —Hizo un gesto hacia la puerta—. ¿Qué le pasa a Brown?
—No tengo idea. Se ha estado comportando de manera muy extraña
todo el día. —Movió la mano hacia los sillones—. ¿Quieres tomar algo
conmigo?
Freya entrelazó los dedos, sintiendo los latidos del corazón en el
pecho. No quería decirlo, ni siquiera pensarlo, pero la situación
necesitaba… claridad. Se pasó la lengua por los labios y tragó saliva.
—Vengo de hablar con mi madre.
—No se siente mal ¿verdad? —Se movió hacia la puerta—. Enviaré
a buscar al doctor.
—No, no. —Freya le aferró el brazo—. Está muy bien.
Fantásticamente bien, en realidad. Creo que puedes haberle salvado la vida,
Guy.
—No he hecho nada.
—No es cierto. —Freya soltó un suspiro—. Pero creo que es hora de
que vuelva a casa.
La mandíbula de él se tensó.
—¿Te refieres a ella o a ti?
—Bueno, pues si ella no está, no puedo quedarme aquí como mujer
soltera sin mi madre ¿verdad?
Él retrocedió unos pasos, su postura rígida.
—Entonces ya no deseas estar aquí ¿es eso lo que estás diciendo?
No. Deseaba estar con él más que nunca. Siempre. Cada día. Pero
¿cómo podía seguir así?
—Mi padre echa de menos a mi madre. —Hizo una mueca al ver
que Guy fruncía todavía más el ceño.
—Creí que te agradaba estar aquí. Conmigo.
La vulnerabilidad en su voz le estrujó el corazón.
—Me agrada, sí.
—¿Entonces por qué deseas marcharte?
—Podemos seguir viéndonos.
La expresión de él se endureció.
—Eso suena bastante insípido.
La puerta se abrió y Brown regresó con el periódico.
—Lo encontré en la cocina, milord. Tal vez una de las criadas lo
estaba leyendo. —Dirigió otra mirada de disculpas a Freya mientras se lo
entregaba a Guy y se retiró de inmediato.
Guy echó un vistazo a los titulares y frunció el ceño.
—¿Por qué tanto aspaviento por un perió…? —Se interrumpió y lo
abrió. Freya se acercó para mirar por encima de su hombro—. ¿Qué pasa?
No me digas que a la esposa del barón le ha ocurrido algo.
—No —dijo él con voz áspera.
Freya leyó y el corazón se le fue a los pies.
—Guy…
Él la enfrentó y agitó el periódico.
—¿Por esto querías marcharte, porque estabas demasiado ocupada
escribiendo sobre mí? ¿Y ahora qué? ¿Escribirás también sobre el Club de
Secuestros? —Soltó un ruido de fastidio—. Supongo que debería de
sentirme agradecido de que solo hayas escrito sobre mi visita al burdel y no
sobre las mujeres que necesitaban ayuda.
—¡No he sido yo! —se defendió Freya.
—Está tu nombre aquí. ‘Señorita H’”. —Golpeó el dedo sobre la
parte superior del artículo.
—Se trata de otra señorita H, claramente. Yo no he escrito eso, Guy.
¿Por qué lo haría?
—Porque tu carrera lo significa todo para ti.
—Es cierto, sí, pero escribir chismes en ningún momento significó
nada para mí.
—Para mí, sí —masculló él.
—Lo sé, y lamento mucho el dolor que causó mi columna. Por ese
motivo me negué a escribirla esta semana. —Se cruzó de brazos—. He
renunciado a mi puesto en el periódico, Guy.
Él se quedó mirándola durante varios segundos; luego bajó la
mirada hacia el periódico y volvió a fijar sus ojos en ella.
—¿De verdad crees que te haría algo así? —Freya enderezó los
hombros.
Tal vez había estado bien en su deseo de marcharse. No podía seguir
jugando a ser la amante, era demasiado doloroso pensar en cuándo se
desmoronaría todo a su alrededor, pues nunca se casarían. ¡Qué absurdo
imaginarse como una condesa! Había esperado que al menos siguieran
siendo amigos, y ciertamente no deseaba renunciar a ser parte del Club de
Secuestros.
Al ver que él no respondía, dio un paso adelante.
—¿De verdad crees que yo haría algo así?
Guy apretó la mandíbula y dejó caer el periódico al suelo. Freya
frunció el ceño cuando aterrizó sobre la alfombra.
—¿Qué…?
Él le tomó el rostro entre las manos y le levantó la barbilla.
—No —murmuró—. No lo creo ni por un segundo. —Sus labios se
encontraron con los de ella, ardientes y desesperados—. No irás a ningún
lado, Freya. Al menos esta noche. Te necesito demasiado.
Toda su resolución se evaporó ante las palabras de él. Freya le pasó
las manos alrededor del cuello.
—Yo también te necesito.
Demasiado, probablemente.
Capítulo Veintiséis

—¿Su madre ya está instalada en su casa? —escuchó Guy que


Brown le preguntaba a Freya.
Espió por la puerta y vio al mayordomo en el comedor. La mesa
estaba preparada para la cena, las velas brillaban y los cubiertos capturaban
la luz, lustrados a la perfección. No habían dejado nada al azar, incluso
había invitado a varios otros comensales en caso de que Pembroke hiciera
averiguaciones. Guy abrió su reloj de bolsillo y cerrándolo con fuerza al
notar que solo había pasado un minuto desde que lo había abierto por última
vez, lo guardó en el bolsillo de su chaleco.
Apretó los dientes. Ya no faltaba mucho para que Russell se llevara
a Louisa. Sentía un nudo en el estómago. No sabía por qué, pero no le
gustaba.
—Mi madre está muy bien, gracias, señor Brown.
Quizás ese era el motivo por el que tenía un nudo en el estómago y
no se debía al secuestro, sino al hecho de que la madre de Freya había
regresado a su casa esa mañana.
Lo que significaba que Freya ya no tenía una legítima razón para
quedarse. A menos, por supuesto, que él se la diera…
—Me preguntaba por qué no asistiría a la cena esta noche, señorita
Haversham, diría que milord desearía que esté presente. Entiendo que la
señora Russell disfruta mucho de su compañía.
Guy negó con la cabeza. No estaba enterado de que a Brown le
agradaran las habladurías. Por lo visto, no conocía en absoluto a su
mayordomo, aun después de tantos años de servicio. Guy entró en el
comedor y carraspeó. Brown lo miró con serenidad, imperturbable ante el
hecho de haber sido pillado con la nariz en los asuntos de su señor.
—¿Todo está listo, Brown? —preguntó Guy.
El mayordomo inclinó la cabeza.
—Por supuesto, milord. Los lacayos estarán en posición en cuanto
lleguen sus invitados.
—Gracias, Brown —dijo Guy, fulminándolo con la mirada—. Eso
es todo.
Brown dirigió una mirada a Freya, sonrió a Guy con expresión
cómplice y abandonó el comedor. Guy aguardó unos segundos para
asegurarse de que Brown no estuviera husmeando en la puerta como lo
había estado él.
—Quizá deberías estar en casa con tu madre. —Sacó el reloj de
bolsillo y lo abrió—. No me agrada la idea de que estés cerca del barón. ¿Y
si te reconoce?
—Bueno, esa es precisamente la razón por la que no asistiré a la
cena.
—¡Cómo me gustaría que estuvieras presente! Mi lista de invitados
es aburridísima.
Freya le cubrió la mano con la suya, instándolo a guardar el reloj.
—Me mantendré fuera de la vista.
—Lamento tener que sostener esta farsa de la cena. ¿Cómo voy a
disfrutar de la velada sabiendo que estás oculta en algún rincón?
—Era lo que había que hacer. Si el barón tenía dudas sobre la
repentina invitación, tu lista incluye a varios hombres ambiciosos y sus
esposas. Estoy segura de que el barón estará interesado en lo que tienes para
decir. Seguramente piensa que hablarás sobre algún negocio de
especulación.
—No tendré mucho para decir, realmente, pero con suerte el barón
lo arruinará todo con la noticia del secuestro de su esposa y podremos
enviar a todos a sus casas.
—Podrás enviar a todos a sus casas —lo corrigió Freya.
Él. En singular. Sintió un sabor amargo en la boca. Por primera vez
en semanas, estaría solo esa noche. No le agradaba en absoluto. Había
pensado en esperar hasta después del secuestro para hacerle la proposición,
pero hasta el final de la cena se le antojaba demasiado lejano.
—Freya…
—Si la cena se lleva a cabo y todo sale bien, me marcharé más
tarde.
Él hizo un ruido de protesta.
—¿Qué pasa?
—No me agrada que te vayas subrepticiamente como una… —
Movió una mano.
—¿Una amante? —sugirió ella.
—Bueno, sí —respondió él, tenso.
—Guy, me da gusto quedarme para ver que todo salga bien. No me
apetecería estar en casa preocupándome por todos vosotros.
—Quizá debería haber ido a ayudarlos.
—Lo has dicho tú mismo, eres demasiado fácil de reconocer.
Además, Russell sabe lo que hace ¿o no?
Guy asintió, sombrío. Su hermano había comandado todos los
secuestros de manera exitosa, si uno no contaba el rapto accidental de la
que ahora era su esposa. Guy siempre se mantenía alejado de todo eso por
una buena razón. Aún enmascarado, por ser conde, era fácil de identificar.
—De todas formas, no me agrada —masculló—. Hemos actuado
con demasiada rapidez.
—Si no lo hacíamos, podía matar a Louisa. —Sonrió, nerviosa—.
Pienso que estuvimos bien en actuar ahora.
—Espero que estés en lo cierto.
Freya le acarició la mejilla y por un momento, Guy olvidó la tensión
que sentía.
—Todo va a estar bien —le aseguró ella.
Sí, todo iba a estar bien. Una vez que este condenado asunto hubiera
terminado y Louisa estuviera a salvo y él pudiera pedirle a Freya que fuera
suya. Para siempre. Bajó la cabeza para besarla y ella soltó un sonido de
júbilo. No era momento para perderse en ella, pero, por Dios, qué dulce
sabía, qué tentación eran sus labios.
La tensión que lo envolvía se aflojó; pasó un brazo alrededor de la
cintura de Freya para atraerla hacia él y la besó con ardor. Ella se fundió en
sus brazos y Guy dejó escapar un gemido. Un beso no era suficiente. Jamás
lo sería. Tenía que hacerla suya en todos los sentidos. Quizá tuviera
orígenes más humildes que la mayoría de las condesas, pero tenía
inteligencia, determinación y el corazón más bondadoso que él había
conocido. Todas esas cualidades la convertían en una condesa fenomenal.
Cuando Guy se apartó, los labios de ella estaban rosados y llenos, y
le pesaban los párpados.
—Esta va a ser la peor velada —murmuró él—. No quiero que te
marches.
—Yo tampoco quiero marcharme.
—Entonces no lo hagas —dijo Guy, impulsivamente.
Demonios, no era así como se le proponía matrimonio a una mujer
tan especial como Freya.
—No puedo quedarme, lo sabes —dijo ella con suavidad—. No
hablamos de qué sucedería cuando mi madre regresara a casa, pero…
—No permitiré que te marches —dijo él, tenso.
—Bueno, pensé que tal vez…
—Podrías casarte conmigo.
Ella pestañeó varias veces, la boca entreabierta.
—¿Casarme?
Un estruendo en el vestíbulo impidió una respuesta. Guy frunció el
ceño.
—Iré a ver qué fue eso. —Le hizo un gesto para que se quedara allí
—. Seguiremos con esto dentro de un momento.
Salió al pasillo y se encontró con Brown tumbado en el piso junto a
la puerta. Miró a los tres hombres que estaban allí y se encontró con los
ojos del barón.
—¿Qué demonios es todo esto?

Freya se llevó una mano al pecho al ver al barón rodeado de


hombres que se verían mejor en el burdel que en el elegante vestíbulo de
Guy. Los tres eran casi tan altos como él y vestían ropa refinada, pero se
veían incómodos en ellas. Uno de ellos, de cabello negro, tenía una cicatriz
en la mejilla, una raya blanca que atravesaba la piel morena. La cara del
hombre pelirrojo estaba marcada con pruebas de que había sobrevivido a la
viruela. Detrás de ellos, un tercer sujeto de pelo oscuro y dientes faltantes,
traía a Louisa a la rastra.
Freya contuvo una exclamación y cerró la mano alrededor del borde
de la puerta. Louisa trastabilló y su esposo la cogió del brazo, empujándola
hacia delante.
—Por lo visto quiere a mi esposa, milord. Bien, aquí está.
—¿De qué se trata esto, Pembroke, y por qué ha atacado a mi
mayordomo?
—Sabía que había algo extraño en nuestra invitación aquí —
respondió el barón— Y también me di cuenta de que mi bella esposa
tramaba algo. Se mostraba extrañamente obediente ¿no es así, Louisa? —
Tiró del brazo de ella y la apretó contra él hasta que ella ahogó una
exclamación.
Freya tragó con fuerza. Algo había salido mal, pero ¿qué debía
hacer? No podía correr abajo y exigir que alguien saliera a buscar ayuda sin
que la vieran.
Guy levantó las manos.
—No sé qué está pasando aquí, Pembroke, pero creo que tú y tus
hombres deberíais marcharos.
—Encontré ropa afuera de mi casa —dijo Pembroke con una sonrisa
astuta—. Un sombrero y un abrigo. Prendas costosas, como las que podría
llevar un conde.
—¿De qué demonios estás hablando?
—Prendas que llevabas cuando ingresaste subrepticiamente en mi
casa para visitar a mi esposa, seguramente.
—Lawrence, por favor —protestó Louisa—. Eso no es cierto. Jamás
te engañaría.
—¡Cállate! —El barón la asió del pelo y tiró hacia atrás,
obligándola a mirarlo—. Esperabas correr a sus brazos, ¿no es así?
Guy dio un paso adelante.
—No permitiré que le hagas daño a una mujer en mi casa.
Los tres hombres que estaban detrás del barón se adelantaron. Freya
vio que Guy los miraba, evaluando sus opciones. El corazón le latía a toda
velocidad. No podía quedarse allí sin hacer nada, ¿pero cuán útil sería su
ayuda contra tantos hombres?
—Esta mujer es mi esposa —dijo el barón entre dientes—. Y lo
seguirá siendo. Puedes enviar a todos los hombres que desees, Huntingdon,
pero jamás la poseerás.
—No sé de qué hablas, Pembroke. No tengo deseos de apoderarme
de tu esposa.
—No, claro. —La expresión del barón se tornó amenazante—.
¿Entonces no le encargaste a tu hermano que asaltara mi carruaje?
Freya sintió que el alma se le iba a los pies. Algo debía haberles
sucedido a Russell y los demás. Soltó un suspiro tembloroso. No podrían
venir en su ayuda. Guy y ella estaban solos.
Guy se irguió en toda su estatura.
—Pembroke, no sé qué crees que haces ingresando por la fuerza en
mi casa y lanzando acusaciones, pero te aseguro que son inaceptables. Si
deseas hablar de tus problemas conmigo como caballeros, con gusto te
accederé a reunirme contigo en un momento más adecuado. Ahora mismo
tengo que prepararme para una cena, pero creo que lo mejor es que regreses
a tu casa. No me parece que estés en condiciones de ser un invitado en mi
casa.
Pembroke rió.
—Un caballero no intentaría robarle la esposa a otro hombre.
—Ya te lo he dicho, Pembroke, no tengo deseo alguno de
apoderarme de tu esposa.
—¿Te ha visitado, mi querida? —Volvió a tirar del cabello de
Louisa—. ¿Se ha encontrado contigo en tus aposentos, tal vez, mientras yo
no estaba? ¿Habéis hecho el amor salvaje y apasionadamente? —Pembroke
miró a Guy—. Lo supe tan pronto desenmascaré a tu hermano. Me invitaste
aquí para tener acceso a mi esposa.
—¿De qué demonios estás hablando, Pembroke?
El barón hizo un gesto sutil hacia sus espaldas; Freya no creía que
Guy lo hubiera visto. El estómago le dio un vuelco. Uno de los hombres le
alcanzó una pistola.
—Me encargué de tu hermano y me encargaré de ti. —El barón hizo
una mueca cruel—.Y de mi esposa también, ya que por lo visto, no sabe
comportarse como corresponde. —Louisa soltó un gemido cuando él tiró de
su cabello con fuerza.
Freya corrió hacia ellos cuando Pembroke levantó la pistola y la
apuntó a Guy.
—¡No! —gritó, lanzándose entre el cañón del arma y Guy.
—Freya, ¿qué haces? —exclamó Guy; la cogió del brazo para
obligarla a retroceder.
Ella se mantuvo inmóvil y levantó la barbilla, sosteniéndole la
mirada al barón. Él entornó los ojos y Freya vio que la había reconocido.
—La criada… —Miró a Guy—. Demonios, ¡qué astuto eres!
Esperabas meter a alguien en mi casa para que te ayudara con tu sórdido
romance ¿no es así?
—No tiene nada que ver con él. Yo estaba allí para investigarlo a
usted. —Freya levantó la barbilla—. Soy periodista.
—No tengo interés en una criada tonta. —Pembroke negó con la
cabeza, soltó a Louisa y apartó a Freya de un empujón. Ella trastabilló y
recuperó el equilibrio—. Al que busco es a ti. —Hizo un gesto hacia Guy
—. Si quieres tanto a mi esposa, puedes quedarte con ella. Para siempre. —
Movió la pistola—. Primero te mataré a ti, Luego a Louisa. —Suspiró—. Y
por lo visto, también tendré que matar a tu bonita criada.
—Ni lo sueñes —dijo Guy entre dientes.
Freya se movió hacia delante cuando él levantó la pistola. Cogió el
brazo de Louisa y la hizo a un lado, aprovechando la distracción del
Pembroke. Guy se adelantó de inmediato, protegiendo a ambas con su
cuerpo.
Pembroke miró a los tres y aflojó el dedo que tenía en el gatillo.
—No puedes salvarla, Henleigh.
—No puedes matar a un miembro de la nobleza y quedar impune.
El barón soltó un bufido sarcástico.
—Solo estoy defendiendo lo que es mío y estos hombres
confirmarán que era una cuestión de honor.
Freya miró la expresión aterrada de Louisa y apretó a la mujer
contra ella. No dudaba que su esposo los mataría a todos si tenía la
oportunidad de hacerlo.
—Vete —murmuró Guy—. ¡Corre!
Freya vaciló. No podía dejarlo, pero tenía que poner a resguardo a
Louisa.
La sonrisa de Pembroke se ensanchó.
—O quédate para que nos divirtamos. —Intentó rodear a Guy para
coger a Freya, pero ella retrocedió hacia las escaleras, llevando a Louisa
con ella. Guy volvió a colocarse delante de ambas.
—Antes tendrás que pasar sobre mí —dijo, con la mandíbula
apretada—. ¡Corred! —ordenó.
Freya oyó que el barón respondía:
—¡Os atraparé!
No esperó más. Guy las salvaría. Conocía a este hombre y sabía
cuán fuerte y heroico era. Las protegería. Cogió a Louisa del brazo y subió
corriendo las escaleras, echando una rápida mirada atrás y elevando una
plegaria por Guy. No podía perderlo.
Capítulo Veintisiete

Con la mirada fija en la pistola que apuntaba a su abdomen, Guy


apretó los puños. Sentía las manos sudorosas. Necesitaba ganar todo el
tiempo posible para Freya y Louisa. Más fácil decirlo que hacerlo cuando
estaba superado en número y en armas. Apretó los dientes. ¿Por qué no se
había preparado mejor? ¿Por qué no había ido con su hermano? Maldita
sea, ni siquiera sabía si Russell seguía con vida. Había estado tan absorto en
llevar a cabo el secuestro y en proponerle matrimonio a Freya que había
perdido su agudeza.
Pues ahora lo corregiría. No importa lo que pasara, el barón no le
pondría una mano encima a ninguna de las mujeres.
—Le sugiero que se mueva, milord. No quiero dispararle, pero haré
lo que sea necesario para defender mi propiedad. —Pembroke hizo un
movimiento con la pistola.
—Si de verdad quiere proteger lo que es suyo, no le haría daño, en
primer lugar.
Pembroke mostró los dientes.
—Tengo todo el derecho de hacer lo que daba hacer para
disciplinarla. —Entornó los ojos—. No me digas que eres uno de esos
hombres que piensan que a las mujeres no hay que controlarlas?
—Ni controlarlas ni tocarlas.
El barón soltó un sonido de disgusto.
—Tal vez creas que mi esposa volverá corriendo a tus brazos con tus
palabras suaves, pero yo la conozco. Sé lo que necesita. —Volvió a hacer un
movimiento con la pistola—. Ahora hazte a un lado.
—Pembroke, estás en mi casa, apuntándole con un arma a un
miembro de la nobleza. Esto no terminará bien para ti —le advirtió, serio.
—Estoy protegiendo mi propiedad. Una propiedad que por lo visto,
has estado tocando.
Guy negó con la cabeza, levantando ambas palmas.
—Ya te lo he dicho, no tengo ningún interés en tu mujer.
—Ningún hombre iría tan lejos si no fuera así.
—Podemos hacer eso como caballeros —sugirió Guy—.
Batiéndonos a duelo.
Él soltó un bufido sarcástico.
—Para que puedas calentar la cama de mi esposa cuando yo no
esté. No sucederá. —Levantó la pistola—. No puedes decir que no te he
advertido.
Guy tensó cada uno de sus músculos. Lo único que necesitaba era
vivir el tiempo suficiente para que Freya escapara. Ella conocía bien la
ciudad. Podrían ocultarse durante un tiempo y los demás las ayudarían.
Siempre y cuando no estuvieran todos malheridos.
Si algo les sucedía, nunca se perdonaría a sí mismo. Aunque tal vez
no viviera lo suficiente como para arrepentirse.
Un movimiento desde la puerta llamó su atención. Arqueó una ceja
y vio que Brown se levantaba del suelo con su habitual imperturbabilidad y
elegancia.
—¿Puedo tomar sus abrigos? —ofreció.
Guy casi se permitió sonreír cuando la atención del barón pasó a
Brown. Era lo único que necesitaba. Con un golpe, hizo caer la pistola, que
resbaló sobre el suelo de baldosas.
Pembroke maldijo y se lanzó a recuperarla, pero Brown, con un
puntapié displicente, la envió debajo del gabinete dorado.
Enderezándose, Pembroke hizo un gesto a sus hombres.
—Agarradlo —dijo, señalando a Brown con el dedo—. Y a él —
añadió, con un gesto hacia Guy—. Retenedlos hasta que encuentre a mi
esposa.
Guy le bloqueó el paso hacia la escalera mientras que Brown
esquivaba a uno de los hombres y se escabullía del otro. Su pequeña
estatura lo volvía ágil como una liebre que escapa de una cacería. Guy se
preguntó dónde habría aprendido esas habilidades. Si sobrevivían a esto,
tendría algunas preguntas para hacerle a su mayordomo.
—No te la llevarás —dijo con los dientes apretados.
—¡Muévete, maldición! —le espetó Pembroke.
Los dos hombres lo cercaron desde ambos lados. El barón inclinó la
cabeza y Guy esquivó el primer golpe, luego bloqueó el segundo y
respondió con uno propio. Sintió dolor en los nudillos cuando los estrelló
contra la mandíbula del rufián, que emitió un gruñido y cayó hacia atrás.
El pelirrojo dio un paso adelante y le agarró un brazo y luego el
otro. Se los inmovilizó detrás de la espalda y un puño dio contra el
abdomen de Guy, por lo visto en venganza por el golpe a la mandíbula. Un
espasmo de dolor lo recorrió cuando el aire salió por la fuerza de sus
pulmones. Intentó inspirar y liberarse, pero Pembroke pasó junto al jaleo y
subió la escalera de a dos escalones hasta que desapareció de su vista.
Guy observó a los dos hombres y vio la marca roja que había
aparecido en la mandíbula del hombre al que había golpeado. Brown
esquivó al tercer matón moviéndose nuevamente con gran agilidad.
Inmovilizado, Guy se retorció, sintiendo que las articulaciones de
sus hombros chillaban de dolor. No tenía tiempo para esto. Apretó los
dientes, se relajó por un instante y luego arremetió hacia delante,
estrellándose contra el hombre que estaba frente a él y llevándose con él al
que lo mantenía cautivo. Cayeron todos al suelo y de pronto, sintió libres
los brazos. Se puso de pie con dificultad, lanzando golpes a todos y todo lo
que veía en su camino hasta quedar liberado.
El tercer hombre dio un paso adelante.
Un estruendo resonó en la habitación.
Fragmentos de cerámica cayeron alrededor de los hombros del
rufián, que puso los ojos en blanco y se desplomó al suelo entre los restos
del valioso jarrón. Brown estaba detrás de él con expresión plácida.
—Excelente trabajo, Brown.
—No espere más, milord. La señorita Haversham puede necesitarlo.
Guy asintió, miró los cuerpos en el suelo y con un gesto, le indico a
Brown que se marchara.
—Asegúrate de que el resto de los sirvientes esté a salvo.
Dio media vuelta y subió corriendo las escaleras, sin esperar la
respuesta de Brown. Tenía que encontrar a Freya antes que Pembroke.

Louisa temblaba en brazos de Freya.


—Nos encontrará —susurró—. No tienes idea de lo decidido que es.
Ocultas en un rincón del dormitorio en la parte posterior de la casa,
estaban lo más lejos del vestíbulo que se podía estar. Pero Louisa no se
equivocaba al sentir miedo. Guy estaba solo contra tres hombres. ¿Y si le
habían hecho daño? ¿Y si estaba…?
Negó con la cabeza. No podía pensar en eso. Si lo hacía, se
desplomaría en el suelo y jamás volvería a levantarse.
Acarició la espalda de Louisa, con los ojos fijos en la puerta cerrada.
Habían cometido un error refugiándose allí. No había escapatoria. Pero no
sabía si el barón tenía más hombres. Si enviaba a Louisa afuera, la estaría
dejando en brazos del enemigo.
—Shhh —la tranquilizó—. Lord Huntingdon nos protegerá.
—No lo conoces. —Louisa levantó la mirada hacia Freya—. Jamás
me dejará en libertad. Antes me matará.
—No dejaré que eso suceda —le aseguró Freya.
Louisa dio un respingo en sus brazos y el corazón de Freya se
detuvo. Se le secó la boca. La voz inconfundible del barón retumbaba por
las habitaciones de la casa. Y llamaba a Louisa.
—Nos encontrará —lloró ella.
Freya espió por la ventana. No se veía ningún hombre, pero
tampoco había señales de Guy. Podían quedarse allí y esperar lo mejor o
huir. Al menos, Louisa podía huir. Sería solo cuestión de tiempo hasta que
el barón las encontrara y aún si él ya había disparado el arma, le resultaría
muy fácil dominarlas a ambas. No había escuchado un disparo, lo que le
daba esperanzas por Guy, pero no demasiadas para ellas.
Asió a Louisa del brazo y la llevó hacia la puerta. La abrió y tras
espiar para ver si estaba vacío el pasillo, la guió por él.
—Sigue andando y te encontrarás con las escaleras de servicio. —
Louisa tenía los ojos muy abiertos—. No te detengas. Consigue un carruaje
de alquiler y ve a casa de tu hermana ¿entendido?
—¿Y qué harás tú?
Freya tragó saliva.
—Lo retrasaré.
—Pero…
—Lord Huntingdon llegará en cualquier momento. Estaré bien, te lo
aseguro.
La voz del barón resonó en las escaleras.
—¡Louisa! —llamó en tono cantarín.
—¡Ve!
Louisa asintió, dio media vuelta y huyó por el pasillo. Freya esperó
a que cerrara la puerta antes de volver a ocultarse en la recámara; cogió un
candelabro y se ubicó a un lado de la puerta.
Apretándose contra la pared, espió hacia el pasillo. Sus intentos por
tragar el nudo que tenía en la garganta e ignorar la agitación que le impedía
respirar fracasaron cuando oyó que se acercaban los pasos del barón.
El candelabro temblaba en sus manos. Al sentir las manos
resbalosas, lo apretó con más fuerza. Si ese hombre le había hecho daño a
Guy, pagaría por ello.
Esperó hasta que estuvo cerca y luego saltó, blandiendo el
candelabro. El barón levantó un brazo a último momento y recibió lo peor
del golpe en el antebrazo. Le arrebató el candelabro con tanta fuerza que
casi le arrancó los dedos. Freya gritó.
Él mostró los dientes.
—Podrías haberme partido el brazo —masculló—. Arrojó el
candelabro a un lado y este cayó sobre la alfombra del pasillo.
—Tenía esperanzas de partirle la cara —le espetó Freya.
Dio varios pasos hacia ella, acorralándola contra la pared. Brotaba
calor de su cuerpo y tenía la frente húmeda de sudor. Freya intentó tragar
saliva.
—¿Dónde está mi mujer?
Se encogió de hombros.
—¿Dónde está mi mujer? —repitió entre dientes.
—¿Quién lo sabe?
La asió del brazo, hundiendo los dedos en su carne, y la arrastró
dentro de la recámara. Freya intentó golpearlo con la mano libre y liberarse,
pero él la sujetó de la muñeca y la arrastró hacia la cama.
—Te lastimaré si no me dices dónde está.
Freya levantó la barbilla.
—Ya se lo he dicho: no sé dónde está.
—Yegüita testaruda —masculló él—. A las mujeres como tú hay que
domarlas. Claramente, el conde no ha estado haciendo bien su trabajo.
—Ah, lo sé todo sobre usted y sus asuntos con caballos.
Él frunció el ceño con expresión feroz.
—¿De qué demonios estás hablando?
—Lo sé todo. —Freya sonrió—. Sé cómo hizo su dinero robando
caballos de pura sangre y exigiendo rescate por ellos. He hablado con
alguien que sentía que no se le había pagado lo suficiente por participar en
esos asuntos.
Él se quedó mirándola un instante, luego sonrió lentamente.
—¿Ah, sí? —Levantó un hombro—. Bien, entonces queda claro que
es necesario sacrificarte. Una pena, en realidad, ya que habría disfrutado
domándote.
Freya miró dentro de sus gélidos ojos azules y se estremeció.
Pensaba matarla, no había dudas en esa amenaza. Lanzó puntapiés al aire,
luego tiró para liberarse. Él la empujó y su cabeza dio contra el dosel de la
cama, haciéndole zumbar los oídos. Se incorporó pero la cabeza le daba
vueltas.
Pembroke cogió algo de la cortina y le sujetó las muñecas. Cuando
comenzó a amarrárselas, Freya comprendió que había tomado uno de los
lazos de seda que sujetaban las cortinas. La empujó contra la cabecera de la
cama. Freya sintió la presión dolorosa de la madera contra su columna
mientras la amarraba al respaldo.
Se retorció contra los lazos, pero no cedían.
—No la encontrará —dijo, sin aliento.
—Louisa tiene buen corazón. No deseará verte lastimada, estoy
seguro. —Ladeó la cabeza—. Pero puedes salvarte diciéndome dónde está.
—Nunca.
—Muy bien. —Cogió una lámpara encendida de una mesa cercana y
la levantó en alto—. Tendré que hacerla salir usando fuego.
—¡No! —La palabra escapó de labios de Freya cuando él bajó con
fuerza la lámpara, destrozándola contra el extremo de la cama. El aceite se
derramó sobre la colcha y las llamas se encendieron de inmediato. El calor
comenzó a irradiar hacia Freya.
El barón le tomó la barbilla con la mano.
—La encontraré, y tu muerte será dolorosa e inútil. —El fuego
crepitaba y ardía, avanzando rápidamente por las mantas—. He oído que
morir quemado es la peor forma de perder la vida.
Freya liberó su cara e intentó morderle la mano, pero él la apartó.
Había tanto humo en el dormitorio que cuando él salió por la puerta, no
pudo ver hacia dónde había ido. Las llamas avanzaron hacia el baldaquín y
la tela se encendió. Levantó la mirada hacia allí y luego volvió a
concentrarse en los nudos. En cualquier momento la cama se desmoronaría
y no quería estar atada a ella cuando eso sucediera.
Capítulo Veintiocho

Guy subió a la carrera hasta el pasillo de la primera planta, sintiendo


el dolor del puñetazo en el vientre. Abrió una puerta tras otra, gritando su
nombre. ¿Dónde demonios estaba Freya? Se inmovilizó tras abrir la puerta
que daba al siguiente sector de la casa. Olió el aire.
Humo.
El estómago se le contrajo; maldijo por lo bajo.
Un brillo anaranjado iluminaba la puerta abierta de un dormitorio.
Oyó el crepitar y el siseo de la madera encendida. Luego escuchó que Freya
lo llamaba.
—¡Freya! —gritó y entró como una tromba en la recámara.
Frenó en seco y levantó un brazo para protegerse la cara del calor
abrasador. Sus ojos se encontraron con los de Freya, enormes y aterrados y
de inmediato vio los cordeles que le amarraban las muñecas a la cama. El
baldaquín y el colchón estaban envueltos en llamas. El fuego lamía la
estructura de madera y los pies de la cama, tan cerca de las manos de Freya.
—El barón —gritó ella por encima del rugido de las llamas—. ¡Se
ha ido!
Guy corrió hacia la cama y tiró de las muñecas de ella , intentando
aflojar los nudos. Instantes más, el fuego le subiría por la piel. Ya tenía los
dedos calientes y la piel brillosa de sudor.
—No me importa dónde está.
—Creo que Louisa está a salvo.
—Tú también lo estás —masculló. Volvió a tirar de los cordeles y
vio las zonas gastadas donde ella debía haber estado mordiéndolos.
Tenía los dedos sudorosos y el calor le daba de lleno en un lado de
la cara, haciendo que le cayeran ríos de sudor en los ojos. Se los secó con
una manga y luego tironeó de los nudos. Necesitaba más tiempo, maldición.
Los ojos de Freya se abrieron aún más al ver algo detrás de él. Guy
se giró y vio que las llamas devoraban un tapiz junto a la cama y avanzaban
hacia la puerta. El aire se había vuelto espeso y caliente. Guy soltó un
gruñido de impotencia al ver que los nudos no cedían, y dio un paso atrás.
Si rompía el marco de la cama, todo caería sobre ella. Tenía que encontrar
otra solución.
Freya se incorporó con esfuerzo; las lágrimas le caían por la cara.
—Vete. Por favor —suplicó.
—Nunca.
—Tú también quedarás atrapado.
Él se quitó la chaqueta, buscó la jarra sobre el tocador y miró en su
interior. Estaba a medio llenar, pero era mejor que nada. Mojó la chaqueta y
la colocó sobre los hombros de Freya. Con suerte, la protegería durante
unos valiosos minutos. Luego abrió los cajones y arrojó el contenido al
suelo. ¿Por qué no había ningún objeto con filo allí? Por qué las chaquetas
de vestir no estaban diseñadas para contener navajas y otros objetos
afilados? ¿Por qué demonios no se había preparado para esto?
No iba a perderla. Ahora no.
—¡Maldita sea! —gritó.
—Por favor, Guy. Vete. —Las llamas se acercaban cada vez más,
avanzando por el dosel. Ya no le quedaban ni segundos.
Tomándole el rostro entre las manos, la besó y se apartó. Freya se
dejó caer contra los cordeles. Guy la escuchó murmurar que lo amaba.
Deseaba decírselo él también, pero era demasiado tarde. Si no actuaba, sería
el fin.
Observó el dosel y el baldaquín; los últimos jirones de tela caían en
llamas al suelo. Cogió un candelabro del suelo y lo estrelló contra el dosel.
Freya levantó la cabeza.
—¡Guy, no!
Él volvió a golpear la madera, que cedió con un crujido. Repitió el
golpe. Una rajadura se abrió paso por el dosel antes de que todo se
desmoronara. Antes de que el marco de la cama se desplomara, apretó a
Freya contra él y se retorció, colocando su espalda entre ella y los restos de
la cama. El peso de la madera lo arrojó al suelo y el aire salió despedido de
sus pulmones. Sintió un dolor agudo en un costado.
Freya estaba casi debajo de él, sus piernas cubiertas por el pecho de
Guy. Él sonrió para sí, sintiendo el olor de pelo quemado. Las cuerdas
colgaban alrededor de las muñecas de ella.
Freya se incorporó con esfuerzo, parpadeó varias veces y miró a su
alrededor.
—Ay, mi Dios.
Él no sabía cuál era la situación, pero no podía ser buena. Sentía el
calor cada vez más cerca y cuando intentó levantarse, el dolor en su costado
le envió una corriente insoportable por el cuerpo. No era que tuviera la
opción de ponerse de pie, tampoco: algo lo mantenía atrapado, seguramente
parte del dosel de la cama. Estirando el cuello, solo podía ver el suelo, las
patas del tocador y la expresión horrorizada de Freya.
Ella se puso de pie rápidamente e intentó levantar lo que lo estaba
inmovilizando, pero el peso siguió en su lugar.
—Freya, debes marcharte —dijo él con tranquilidad.
—No. —Otro gruñido, otro esfuerzo, pero nada cambió.
—Freya…
—¡Tú no me dejaste, no te dejaré a ti!
Unas botas aparecieron en su campo de visión. Las reconoció;
estaban sucias de barro y tenían unas manchas de sangre a la altura del
tobillo.
—Russell, ¡llévatela ahora! —Ni siquiera sabía si su medio hermano
lo había oído por encima del rugido creciente del fuego—. Si os demoráis,
ninguno de vosotros saldrá vivo.
A pesar del dolor en su costado, logró retorcerse lo suficiente como
para poder ver la cara de su hermano. Tuvo un atisbo de la madera y la
esquina del dosel que lo tenían atrapado. Y de las llamas. Lamían las
cortinas y el marco de la puerta y se elevaban hacia el techo. Toda la
habitación se incendiaría en pocos minutos.
Russell intentó levantar el poste; su cara se tensó por el esfuerzo. Un
estruendo sacudió la habitación y parte del techo se rajó; una de las vigas se
partió y cedió ligeramente. Russell hizo una mueca, miró a Freya y luego a
Guy.
—Llévatela ahora mismo —le ordenó Guy.
—¡No! —Freya corrió hacia él y tiró de su camisa.
—¡Ya mismo!
Russell vaciló y luego asintió. Cogió a Freya de la cintura y la
arrastró fuera de la recámara. Guy soltó un suspiro y bloqueó el sonido de
los gritos de ella. Russell no había muerto y Freya estaría a salvo. No podía
pedir mucho más que eso.
Freya luchó contra Russell a cada paso hasta que él la levantó en
brazos y la aferró con fuerza. Al ver que no la soltaba, se aflojó y dejó caer
la cabeza contra su pecho. ¿Por qué abandonaba a su hermano? ¿Por qué no
le permitía quedarse con Guy? ¡Qué hombres necios, estúpidos, heroicos?
¿Qué les pasaba?
Russell salió corriendo por la puerta hacia la calle a oscuras. Freya
parpadeó al ver la farola e inspiró una bocanada de aire fresco, luego se
atragantó cuando llegó a sus pulmones. Russell la depositó sobre algo suave
y Freya, aturdida, apenas si se dio cuenta de que alguien había desplegado
una capa en el suelo. Rosie apareció en su campo de visión.
—¡Santo cielo, te encuentras bien? —Se arrodilló junto a Freya.
Freya se incorporó abruptamente.
—¡Guy sigue allí dentro!
Rosie miró a su esposo y se puso de pie.
—¿Es cierto?
La expresión de Russell era sombría.
—Estaba allí, sí.
—¿No deberíamos ir a sacarlo? —preguntó Rosie.
Russell negó con la cabeza.
—Si nos quedábamos más, corríamos peligro de que la casa se
desmoronara sobre los tres. —Apretó la mandíbula—. Sobrevivirá. —Se
apoyó contra su mujer e hizo una mueca de dolor.
Freya vio la mancha de sangre en su pierna. Dios bendito. Cómo
había podido bajar las escaleras con ella en brazos, no lo sabía.
Intentó ponerse de pie.
—Hay tiempo. Deberíamos ir a buscarlo. —Sus piernas temblorosas
cedieron y cayó de nalgas.
Rosie se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros.
—Guy es perfectamente capaz de escapar —dijo con firmeza—. No
le habría pedido a Russell que se fuera si no supiera que es cierto.
Freya la miró y vio la duda en los ojos de Rosie.
—Quería ponerte a salvo y ahora lo estás, eso es lo principal. —
Hizo un gesto hacia Russell—. Si algo he aprendido sobre estos hombres,
es que son increíblemente resilientes.
—No lo quiero resiliente, lo quiero vivo. —Freya se secó una
lágrima que le corría por la mejilla—. Louisa… ¿la habéis visto?
Russell asintió; con las manos detrás de la espalda, contemplaba el
brillo cada vez más intenso del fuego dentro de la casa.
—Llegamos cuando escapaba. Está a salvo.
Freya aflojó los hombros. Al menos Louisa estaba fuera de peligro.
Después de todo, era lo único que Guy deseaba. Una ventana estalló en la
parte superior de la casa. Russell frunció el ceño y les indicó con un gesto
que se alejaran.
—Debo ponerlas a salvo.
—Russell, siéntate de una vez —lo regañó su mujer—. Esa pierna
no te sostendrá mucho más tiempo.
Él las instó a moverse al otro lado de la calle, pero no se sentó. Las
llamas habían tomado la parte exterior de la casa y subían al techo. A Freya
le caían lágrimas por las mejillas, aunque no lo notó hasta que no fueron a
parar a la chaqueta de Guy. ¿Cómo podría sobrevivir a un incendio de esa
magnitud? Era hora de resignarse a la verdad. Guy moriría allí dentro.
—Todavía hay tiempo —murmuró—. Intentó ponerse de pie otra
vez, pero Rosie se lo impidió. Algo que no fue en absoluto difícil, ya que
sus piernas estaban tan fuera de control como las de un potrillo recién
nacido.
—Guy jamás nos perdonaría si te permitiéramos volver a entrar.
Russell asintió.
—Estás a salvo. Era lo que él quería. No pienso ir en contra de los
deseos de mi hermano.
Del techo caían tejas al suelo en la zona donde habían estado. Freya
por fin pudo ver que los sirvientes se habían reunido en la calle, a poca
distancia de la casa. De las casas vecinas salía gente y un grupito de
personas que Freya supuso serían invitados a la cena se agrupaban junto a
un carruaje. Algunos cargaban baldes de arena o agua, pero era poco lo que
se podía hacer, ya que las llamas habían devorado la mitad de la planta
superior. No podían hacer otra cosa que observar, impotentes, mientras el
techo comenzaba a ceder.
Freya se giró y hundió la cara contra el pecho de Rosie. Debería
haber luchado para quedarse. ¿No habría sido menos doloroso dejarse tragar
por el fuego que vivir sin Guy?
—¡Ah! —Rosie dio un respingo—. ¡Ah!
Freya levantó la cabeza, frunciendo el ceño. Escudriñó la calle
oscura.
—¿Es el barón?
—No. ¡Mira! —Rosie señaló el portón del jardín.
Freya contemplo la oscuridad durante varios segundos. El corazón
le dio un vuelco. No. Imposible.
—¡Oh! —Se puso de pie con esfuerzo y sus piernas temblorosas la
sostuvieron lo suficiente como para que se lanzara hacia delante. Corrió,
tambaleándose hacia la figura que se acercaba cojeando y le arrojó los
brazos al cuello.
Guy soltó un gruñido de dolor, pero le pasó un brazo alrededor de la
cintura. Ella apretó la cara contra su cuello y sollozó. Guy la abrazó durante
varios segundos antes de apartarla con suavidad.
—Creo que no estamos muy seguros aquí.
Russell se acercó, cojeando, y ayudó a su hermano a cruzar la calle.
Los cuatro se giraron hacia la casa y contemplaron el brillo anaranjado que
iluminaba la noche. Freya se acurrucó contra Guy.
—¿Cómo lograste escapar?
Él hizo una mueca.
—El suelo cedió y luego logré escapar por una ventana. —Se llevó
una mano a las costillas—. Mañana lo lamentaré.
—No lo harás. Estás vivo.
—Y con menos pelo, sospecho.
Freya le tocó el sector donde se le había quemado.
—No temas, sigues siendo guapo.
Los labios de Guy se curvaron en una sonrisa; miró más allá de
Freya.
—Me alegro de ver que estás vivo, Russell.
Su hermano encogió un hombro.
—Se necesita más que una pequeña bala para detenerme.
—¿Y qué hay de Nash?
—Está en las capaces manos de Grace. Sufrió una herida en un
hombro, pero nada grave. —Russell se pasó una mano por el pelo—. Nos
superaron en número. Debería haber puesto fin al plan en cuanto me di
cuenta de ello, pero mi maldita pistola se disparó por error y todo se fue al
demonio.
—¿Qué fue de Louisa? —preguntó Guy a Freya.
—Está a salvo —le aseguró ella—. Huyó antes de que Pembroke me
encontrara. Encendió el fuego para obligarla a salir, pero ella escapó mucho
antes. Russell y Rosie la encontraron.
—Pero el barón…
Freya negó con la cabeza.
—Huyó.
Guy hizo una mueca.
—Es un hombre peligroso.
—Ya no lo es. —Freya se permitió una sonrisita de satisfacción.
Guy arqueó las cejas.
—¿Y eso qué significa?
—Tengo una historia sobre él que lo obligará a mantenerse oculto de
por vida. Louisa ya no tendrá nada que temer.
—¡Qué pícara, eres, te lo tenías bien guardado! No tenía idea de que
tu historia sería tan escandalosa
Freya se encogió de hombros.
—Tenía que buscar alguna historia, pues ya no iba a poder escribir
sobre el malvado conde que secuestra a pobres mujeres indefensas.
—Suena interesante, ese conde. Guapo, también.
—Es posible.
Guy le levantó la barbilla con el dedo.
—No me importaba morir sabiendo que estabas a salvo ¿sabes?
Aunque lamentaba amargamente no haberte dicho que te amaba.
Freya le sonrió.
—Puedes decírmelo ahora.
—Te amo. —La besó—. TE amo, te amo, te amo. —Remarcó las
palabras con tres besos adicionales.
—Yo también te amo, Lord Huntingdon. —Freya se acurrucó en su
abrazo y contempló el edificio en llamas con una leve sonrisa. No era el
lugar más romántico, pero no podía importarle menos. Tenía el amor del
hombre más maravilloso del mundo y eso era lo único importante.
Epílogo
Era una tradición inglesa, sí, pero Guy no esperaba tener que estar
esperando en la puerta de la casa de su futura prometida.
Al menos, tenía esperanzas de que fuera su futura prometida. Entre
las costillas rotas, la herida en la pierna de Russell y las idas y venidas con
el seguro de la casa, apenas si había visto a Freya.
Se pasó una mano por la mandíbula y contempló la parte posterior
de la cabeza del mensajero. Todo eso cambiaría hoy.
El mensajero entregó la carta y se disculpó por casi embestir a Guy
al retirarse. Guy apoyó una mano en la puerta antes de que el padre de
Freya pudiera cerrarla.
—Ah, disculpe, milord. —El señor Haversham lo saludó con una
inclinación de la cabeza—. No lo había visto. Pase, por favor. —Arqueó las
cejas. —¿Está aquí por … ya sabe qué?
—Así es.
—Le deseo la mejor suerte, milord. Está en la salita, respondiendo a
una de las cartas sobre su historia. —El señor Haversham elevó los ojos al
techo—. Una gota de escándalo en una historia y de pronto todo el mundo
quiere tener a una reportera escribiendo para ellos. Si me lo pregunta a mí,
sus artículos anteriores fueron mucho más intrigantes.
—Por lo visto, su historia ha causado sensación.
—¿Un barón involucrado en actividades criminales? No me
sorprende que haya armado revuelo. ¿Hay posibilidad de que lo arresten?
Se lo merece por lo que le hizo a su pobre esposa. Por no hablar de que
incendió su casa.
Guy negó con la cabeza.
—Sospecho que ha huido al continente. La historia de Freya se
aseguró de que nunca pueda volver a mostrar la cara aquí, y su esposa se
alegrará de eso.
—Sí, por lo que ha dicho Freya, parece ser una bestia horrible. Es
muy amable de su parte ayudarla, milord.
—No necesito brindarle mucha ayuda. Su hermana, la duquesa de
Newhampton, puede darle mucha más protección que yo.
La campanilla volvió a sonar y el señor Haversham soltó un largo
suspiro.
—Desearía que esta gente no supiera dónde vivimos.
Guy pasó a la salita y encontró a Freya inclinada sobre el escritorio,
los dedos manchados y unas huellas de tinta en la mejilla. Carraspeó y
esperó a que ella levantara la cabeza, pero ella se limitó a fruncir el ceño y
agitar una mano.
—Leeré la carta más tarde, papá.
—No soy tu papá, por cierto —objetó él.
Freya levantó la cabeza de inmediato y una gran sonrisa se dibujó en
su rostro. Se puso de pie y corrió hacia él; le pasó los brazos alrededor del
cuello y lo besó con tanta pasión que él casi olvidó el motivo por el que
estaba allí. Tenía una misión que cumplir y que se lo llevara el demonio si
iba a dejarla inconclusa.
—Discúlpame. He tenido una mañana muy ocupada desde que se
publicó la historia del barón.
—Por lo visto ya te has hecho de una reputación.
Freya asintió y le apoyó las manos sobre los hombros.
—Tal vez no sea lo que tenía pensado escribir, pero los detalles
sobre los delitos del barón tienen a todos boquiabiertos. El hecho de que fue
capaz de extorsionar a los miembros más encumbrados de la alta sociedad
es todo un escándalo.
—Estoy orgulloso de ti, Freya.
Ella le sonrió y se llevó un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Gracias.
—Me alegro de que alguien por fin haya reconocido tu talento.
—Creo que ha sido más tozudez que talento.
—Como bien lo sé yo —observó él con humor—. Lo que me trae
a…
La puerta se entreabrió y Guy entornó los ojos y estuvo a punto de
lanzar una sarta de improperios al ver entrar al Brigadier, que dio unas
vueltas sobre la alfombra antes de echarse.
Freya sonrió.
—Sé lo que has venido a decir.
—¿En serio? —Claro que lo sabía. Nada se le escapaba a esta mujer
y seguramente sus intenciones le habían resultado obvias.
—Rosie me lo ha contado.
Guy reprimió el instinto de llevarse una palma a la frente. Rosie
había estado tan emocionada por la idea de que Freya fuera su esposa que
no debería estar sorprendido. ¿Por qué Russell no habría mantenido la boca
cerrada?
—Bien, entonces… —Se dispuso a arrodillarse.
—Pienso que si quieres retirarte del Club de Secuestros deberías
hacerlo. Aunque sentirán tu ausencia, de eso estoy segura.
Guy se inmovilizó y enderezó la espalda, frunciendo el ceño.
—¿Retirarme? No, no voy…
—No cambiaría mi opinión sobre ti, aunque espero que comprendas
que siempre desearé ayudar en lo que pueda. —Se llevó un dedo a los
labios—. ¿Sabes? Estaba pensando que podríamos utilizar mensajes en
código en los periódicos. Sería más seguro para ti y te mantendría más
alejado de todo. No tendrías que preocuparte tanto. ¿Qué piensas?
Él parpadeó varias veces.
—Eso no es… —Se interrumpió—. Es una buena idea, en realidad,
pero no tenía intención de retirarme. Admito que lo pensé durante un
tiempo. Estar contigo, Freya, me ha hecho preguntarme si no debería
tomarme más tiempo para mí, pero siempre y cuando pueda tenerte en
brazos al final del día, no importa realmente cuán ocupado he estado ni
cuánto he tenido que trabajar.
La sonrisa de ella se ensanchó.
—Siento lo mismo.
—Lo que me trae a… —Volvió a inclinarse.
—Freya, te busca un caballero. —La señora Haversham asomó la
cabeza por la puerta—. ¡Ay, lo siento, Lord Huntingdon! El señor
Haversham no me informó que estaba aquí.
Guy contuvo un suspiro.
—Buenos días, señora Haversham. Se la ve muy bien hoy.
—Me siento muy recuperada, milord. —Movió una mano—. Lo
dejo tranquilo. —Guiñó un ojo y se marchó.
Freya arrugó el ceño.
—¿Qué fue eso?
—Pues…
La puerta se abrió del todo y Brown entró como una tromba; estaba
despeinado y tenía la chaqueta mal abotonada.
—¿Qué demonios haces aquí, Brown?
Guy masculló algo en voz baja y se volvió hacia Freya.
—No te muevas. No vayas a ningún lado —le ordenó.
—No planeaba hacerlo. —Divertida, Freya miró primero a uno y
luego al otro.
—¿Qué sucede, Brown? —Guy se llevó al mayordomo a un costado
mientras Freya Los observaba con una ceja levantada.
—Olvidó esto, milord. —Con ambas manos, levantó hacia él un
paquete que Guy no había visto—. Pensé que lo necesitaría antes de… —
miró a Freya—… de hacer la pregunta.
Guy le quitó el paquete de las manos. Brown no se equivocaba, pero
podría habérselas arreglado sin él.
—Gracias, Brown —dijo entre dientes—. Ahora si me disculpas…
El mayordomo inclinó la cabeza y retrocedió hacia la puerta.
—Por supuesto, milord. —Guy levantó los ojos al cielo al ver la
sonrisa cómplice de Brown.
—¿De qué se trataba todo eso? —quiso saber Freya—. ¿Y qué es
eso? —Movió la cabeza en dirección al paquete que tenía en las manos.
—Esto es para ti, en realidad.
—¡Señorita Haversham! —gritó una voz que Guy no reconocía
desde el vestíbulo.
—Al demonio con todo. —Fue hasta la puerta y la cerró con
estrépito—. Basta de interrupciones.
Freya lo miró con ojos enormes.
—¿Qué…? —Entreabrió los labios con asombro al ver que él bajaba una
rodilla al suelo—. Oh.
Guy arrojó a un lado el paquete, que resbaló sobre el suelo de
madera.
—Esperaba poder hacer esto de manera más romántica, pero por lo
visto, la palabra del día va a ser prisa. —Inspiró hondo—. Freya… —
Alguien golpeó a la puerta. Guy apretó los dientes—. Freya, cásate
conmigo. Quiero que seas mi esposa.
Ella se quedó mirándolo durante un largo instante. Demonios,
debería haberse esforzado más en ser romántico, debería haberle dado el
obsequio.
—¿Quieres que… —se golpeó el pecho con el dedo índice de su
mano libre—… yo sea tu condesa?
—Con toda seguridad.
—Puede que no se me dé muy bien.
—Serás la mejor, lo sé, y además, no podría importarme menos si
fueras la peor condesa de la historia. Necesito que seas mi esposa. Te amo.
Una sonrisa iluminó la expresión de Freya.
—Yo también te amo.
—¿Eso es un sí?
Volvió a sonar un golpecito a la puerta. Freya miró hacia allí, luego
de nuevo a Guy y asintió lentamente, con los ojos húmedos.
—Sí.
Guy se quedó de rodillas unos segundos, asimilando las palabras.
Freya le apretó la mano.
—Guy, he dicho que sí —le recordó.
—Sí. —Se levantó—. Has dicho que sí —repitió, aturdido.
—Se supone que deberías sentirte feliz al respecto.
Él rio y la abrazó, preguntándose si podría soltarla en algún
momento. Depositó un beso sobre su sien.
—Soy muy feliz. Soy el hombre más feliz del mundo.
Ella movió la cabeza en dirección al paquete en el suelo.
—¿Y eso qué era?
—Ah, un abrigo nuevo para ti. Como reportera famosa, no puedes
andar por allí con ese abrigo terrible. Por lo visto, Brown pensó que tendría
que sobornarte para que me aceptes.
—Pobre Brown.
—Estará feliz de que me hayas aceptado, así que no me preocuparía
por él.
Se oyó otro golpe a la puerta.
—No le prestes atención —ordenó Guy—. Necesito besar a mi
prometida.
—Por supuesto, milord. Lo que tú digas.
—Una prometida obediente, quién lo habría pensado —murmuró él.
Freya frunció los labios.
—No te acostumbres a la idea.
—No se me ocurriría ni en sueños.
—Bésame, entonces —le exigió ellas.
—Lo que tú digas —murmuró Guy antes de cubrir los labios de ella
con los suyos.
FIN
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Lee aquí un fragmento de Amelia y el Vizconde


Secuestro Navideño
CAPÍTULO 1
Millie Strong no tenía tiempo para esto.
Tenía que trasladar un cajón de telas, colocar el nuevo letrero, y ni
hablar de las cintas que debía llevar a las tres hijas de Lady Hester, que
inevitablemente las utilizarían para crear horrendos sombreros para la
primavera.
Qué mala noche para que la raptaran…
Pasó el dedo pulgar sobre el botón que le había arrancado a su
captor. Estaba forrado con tela, y seguramente provenía de un chaleco. No
había podido ver mucho cuando el hombre la había capturado en las oscuras
calles de Londres, salvo que era mucho, mucho más fuerte que ella y le
había arrojado un saco sobre la cabeza y le había amarrado las manos con
toda facilidad.
El asiento debajo de ella estaba generosamente acolchado y no se
percibía el más mínimo silbido de aire. El sonido de las ruedas del carruaje
y los cascos de los caballos estaba amortiguado, aunque eso podía deberse a
la gruesa tela del saco. Sentía su respiración cálida y densa contra el
material.
Una mujer menos sensata se habría sumido en la desesperación. Se
habría quedado sin aire y habría sufrido un desmayo. Su corazón habría
latido alocadamente y habría tenido las manos húmedas y pegajosas.
Pero Millie no era esa mujer.
Pasase lo que pasase, debía mantener la compostura. Después de
todo, seguramente se trataría de un error. ¿Por qué secuestrarían a alguien
como ella? No era rica ni tenía conexiones, salvo Freya y su esposo. Pero su
amistad no aparecía publicada en las crónicas escandalosas y si alguien
pretendiera pedir rescate, tendría mucho más sentido raptar a la propia
Freya que a Millie.
Cerró los ojos contra la tela del saco y dejó caer la cabeza sobre el
cojín a su lado.
De verdad, de verdad, no tenía tiempo para esto. Mañana tenía que
encontrarse con una joven nueva. Con algo de suerte, la ayudaría con la
carga de trabajo adicional una vez que Millie abriera la nueva mercería.
Ciertamente necesitaba la ayuda; no podría manejarlo todo una vez que
inaugurara la tienda más grande en Fleet Street. Nunca había sido de las que
se acobardaban ante un desafío, pero por qué había decidido que la Navidad
era el momento perfecto para mudarse a un domicilio mejor, no lo sabía.
Por supuesto, nada de eso importaría si no lograba escapar de su
captor, quienquiera que fuera el maldito bribón.
Cambió de posición y movió la cabeza con cuidado. El peso del
saco cambió y le raspó la piel. Tenía las manos atadas delante del cuerpo;
no estaban demasiado ajustadas, lo que le permitía sentarse como si
estuviera dando un tranquilo paseo.
Frunció el ceño.
Lo cual muy bien podría estar haciendo en un vehículo como este.
Alargó los brazos y midió el tamaño del carruaje. El hecho de que fuera un
carruaje cerrado, combinado con lo que parecía ser un cojín bordado con
diseños complicados que podía tocar con los dedos, le permitían deducir
que el vehículo pertenecía a una persona acaudalada o que trabajaba para
alguien que lo era.
Esto tenía que ser un error. Ella no era nadie. Lo único que tenía
para ofrecer eran dedos con callos y buen ojo para las telas. Si alguien
quería algo de ella, no tenía más que pedírselo. Nunca rechazaba trabajo,
algo que sus amigas detestaban.
«¿No piensas descansar ni siquiera para Navidad?» le decían.
¿Cómo podría hacerlo? Era la época de más trabajo en el año y
debido a que Freya se casaría con un conde y estaba recomendando su
tienda a nuevos amigos, su negocio, ya de por sí conocido, había crecido
exponencialmente. Cada trabajo remunerado era importante, por grande o
pequeño fuera. Mientras el trabajo siguiera llegando, nunca volvería a pasar
hambre ni frío.
Bueno, excepto en este momento.
La cuerda alrededor de sus muñecas podría ser parcialmente
responsable de la sensación de hormigueo en los dedos, pero el canalla de
su captor ni siquiera le había dado tiempo para ponerse los guantes. Qué
insolencia. ¿Por qué meterla en un lujoso carruaje solo para dejar que se
congelara?
El asiento se sacudió y ella apoyó los pies con firmeza para evitar
caer. Debían estar yendo a una velocidad considerable, lo cual supuso que
era de esperar, considerando que el conductor acababa de raptar a alguien
en plena calle. Solo rogaba que no tuvieran un accidente.
O tal vez eso jugaría a su favor. No, mientras estuviera atada así no
serviría de nada.
Inclinándose hacia adelante tanto como pudo, se sacudió como un
perro mojado. El saco se deslizó un poco, luego un poco más. Resoplando,
repitió la acción hasta que finalmente el saco cayó al suelo. Con el pelo
revuelto alrededor de la cara y la piel sensible por el roce, se enderezó y se
tomó un momento para observar su entorno.
El interior estaba oscuro, pero pequeños destellos de luz desde el
exterior permitían atisbos de los cojines ornamentados y el revestimiento de
tela. Las cortinas estaban cerradas, lo que no le permitía ver a su
secuestrador.
—Rayos —murmuró, inhalando una bocanada de aire fresco y
disfrutándola más de lo que debería. Al fin y al cabo, sus manos seguían
atadas.
Desplazarse hacia un lado para coger la manija de la puerta con
ambas manos tampoco le ofreció demasiadas esperanzas. Sacudió la manija
con energía, pero sin éxito. El hombre debía haberla asegurado desde el
exterior. Consideró por unos segundos embestirla con el hombro o incluso
golpear el cristal con los puños, pero eso solo le traería nuevos problemas:
nudillos rotos, probablemente y un brazo herido, además de la dificultad de
salir de un carruaje que viajaba a alta velocidad.
Se hundió en los cojines y dejó escapar un largo suspiro. No había
nada que hacer más que esperar. Esperar e informarle a su captor que todo
esto era un error y que tenía que liberarla de inmediato.
Eso y tratar de sacar el alfiler del sombrero de su cabello. Si la razón
no funcionaba, tendría que recurrir a la violencia. No le gustaba la
violencia, había visto demasiada durante su infancia en Londres, pero sus
clientes dependían de ella.
Haría lo que fuera necesario para escapar.

***
Solo cuando divisó el contorno sombrío de la cabaña del
guardabosque, Gabriel aflojó la mano en las riendas. Tenía a la mujer. Tenía
un lugar donde ocultarla.
Y nadie había visto nada.
Guió a los caballos hacia la parte trasera de la construcción de
piedra. Hacía años que nadie usaba la cabaña y dado que estaba en tierras
privadas, las posibilidades de que alguien avistara el carruaje eran remotas,
y la cabaña protegía al vehículo de la vista de cualquiera que subiera por la
colina. Por supuesto, estarían invadiendo propiedad privada, lo que le
causaría más problemas que si alguien los viera, pero no deseaba complicar
aún más esta situación.
Ni volverla todavía más desagradable.
El grito que había soltado la señorita Strong cuando él le había
colocado el saco de harina en la cabeza todavía resonaba en sus oídos.
Apretó los labios en una línea adusta y se tocó el costado sensible donde las
cicatrices le dolían tras el forcejeo. La mujer no parecía gran cosa; era alta,
pero esbelta. Sin embargo, peleaba como una condenada fiera. Fuerte de
nombre, fuerte de naturaleza. [1]
Sacudió la cabeza al acercarse al carruaje. Tenía que volver a pensar
en ella como “la mujer”. Era mucho más fácil no involucrarse
emocionalmente en todo este terrible asunto. Llevaría a los caballos al
establo una vez que tuviera a la mujer encerrada en la cabaña. Deslizó
lentamente el cerrojo de la puerta y espió por el pequeño espacio entre las
cortinas, pero no pudo ver mucho. Con suerte, el viaje la habría amansado.
No podía hacer demasiado con las manos atadas y un saco en la cabeza, y lo
más probable era que sintiera terror de él.
Sonrió para sí mismo. Si ella lo viera, ciertamente sentiría terror.
Pero había una razón para el saco en la cabeza. Ni siquiera el antifaz que
llevaba sobre los ojos podía disimular quién era.
La puerta se abrió abruptamente y golpeó contra el costado del
carruaje con tanta fuerza que él juró que oyó cómo se astillaba la madera.
Desde las oscuras profundidades emergió una bestia salvaje que se arrojó
rugiendo sobre él, haciéndolo retroceder varios pasos. Le arañó la cara con
las garras, hiriéndole la mejilla.
La sujetó de las muñecas, que ya no estaban atadas, y le impidió
golpearlo nuevamente. Bajo la tenue luz de la luna, sus ojos se veían
blancos y enormes y el cabello rubio formaba una aureola de rizos
alrededor de su cara. Dónde había ido a dar el maldito saco, no podía
saberlo, pero no tuvo mucho tiempo de pensar en ello antes de que la mujer
se abalanzara otra vez sobre él y le diera con la rodilla en la ingle.
Erró. Por muy poco. Pero aun así, él sintió un dolor agudo en el
muslo. Para ser una mujer que parecía necesitar varias comidas decentes,
tenía más fuerza de la que él había imaginado.
Ella logró liberarse; giró en redondo y se alejó. Él la cogió por la
capa y ella ahogó un grito cuando él jaló hacia atrás. La capa se escapó de
entre sus dedos en el forcejeo y ella cayó al suelo con fuerza. A esa hora
tardía, ya había comenzado a formarse hielo en el suelo, y él hizo una
mueca cuando ella emitió un grito de dolor.
Con un suspiro, se preparó mentalmente para enfrentarse a sus
gemidos y la cogió de un brazo con intención de levantarla. Pero ella se
defendió y su pie fue a dar contra la espinilla de él; se lanzó hacia adelante,
obligándolo a arrodillarse. Lanzó un codo hacia atrás, pero él lo esquivó.
—¡Quédese quieta, maldita sea! —le ordenó con voz ronca.
Para su sorpresa, ella se inmovilizó por un instante, tal vez
solamente por el impacto de oír su voz. Sabía cómo era: ronca y
desagradable, la voz perfecta para un secuestrador desalmado. Por lo visto,
no la asustó lo suficiente como para detenerla. Ella se arrastró hacia
adelante a gatas, obligándolo a seguirla hasta que pudo sujetarla y voltearla,
inmovilizándola luego con su cuerpo. Ella continuó luchando, retorciéndose
bajo su peso, moviendo las piernas y los brazos en todas las direcciones.
—¡Quítese de encima, asqueroso renacuajo baboso!
Vaya, lo habían llamado de varias maneras a lo largo de su vida,
pero eso era una novedad.
—Quédese quieta —repitió.
—¡Nunca!—Comenzó a luchar otra vez.
—¡Maldición! —Le sujetó las muñecas con fuerza, llevándole los
brazos hacia atrás e inmovilizándoselos sobre la tierra fría y dejándola
vulnerable y expuesta sobre la hierba. Oyó su exclamación de dolor y
frunció el ceño.
Tenía que hacer esto. Era por Emma, no debía olvidarlo.
—No quiero hacerle daño, pero si es necesario, la lastimaré —le
dijo entre dientes—. Cargó más peso sobre las muñecas de ella. Dios, ¿por
qué no dejaba de luchar? ¿Acaso quería que la lastimara?
Con una exclamación de furia, ella quedó inerte. Él aprovechó la
oportunidad para inspirar hondo y preguntarse cómo demonios había
terminado en esta situación. El cuerpo esbelto de ella debajo del suyo le
traía recuerdos de tiempos lejanos en los que había disfrutado de la
compañía de una mujer.
Ahora estaba secuestrando a una, demonios.
Aunque debía decir que era realmente atractiva.
Ella se movió abruptamente, desplegó el puño y le clavó algo
afilado en el brazo. Él ni siquiera sintió el dolor, tan grande fue su sorpresa.
Miró el extremo del alfiler del sombrero, la pequeña esfera que brillaba a la
luz de la luna, como si quisiera burlarse de él.
—¡Desgraciado, cara de verruga! —le espetó ella.
—Bien. Basta ya. —Le inmovilizó las muñecas con una mano.
Había intentado ser gentil, pero no tenía tiempo para luchar en el suelo con
su prisionera. Se arrancó el alfiler del hombro, lo lanzó lejos y levantó en
brazos a la mujer. Ella luchó en vano; la capa se desprendió de sus hombros
y cayó al suelo. Él la cargó sobre el hombro y abrió la puerta de la cabaña
con la bota.
Cuanto antes terminara todo esto, mejor.
CAPÍTULO 2
La cama crujió cuando él la arrojó sobre ella. Millie contuvo un
grito. Mañana estaría llena de moratones y magulladuras por el forcejeo en
el suelo. Quienquiera que fuera este enmascarado, era increíblemente
fuerte. Ella había conocido a muchos hombres musculosos, hombres que
luchaban para ganarse la vida o cargaban cajones en los muelles o tiraban
de cuerdas en los barcos, pero no recordaba que ninguno hubiera sido tan
fuerte como su captor.
Por supuesto ninguno de ellos la había aplastado bajo su peso.
Se incorporó en la cama y corrió al otro lado de la habitación, pero
ya era tarde. La puerta se cerró con estrépito detrás de él y ella oyó el ruido
del cerrojo. Golpeó la puerta con la palma de la mano, soltando un grito de
frustración y luego sacudió el pomo de la puerta.
—¡Déjeme ir, maldito vejestorio ruin!
Su exigencia quedó sin respuesta; oyó que unos pasos pesados se
alejaban de la puerta.
Millie inspiró hondo y observó la oscura habitación. Un escalofrío la
recorrió. La casa no parecía haber sido habitada en mucho tiempo; tenía una
chimenea desolada, una vieja cama de madera cubierta con una manta
delgada y nada más. No había visto las otras habitaciones de la construcción
de una sola planta, pero nada de lo que veía le brindaba mucha esperanza.
El viento silbaba a través de las rendijas del marco de la ventana, así
que cruzó los brazos alrededor del cuerpo. Si tan solo no hubiera perdido su
capa. Estaba hecha de un hermoso y cálido tejido que Freya y Lucy le
habían regalado y era una de sus prendas favoritas. Ahora estaba tirada
afuera en el barro, y quién sabía cuándo la recuperaría.
Cogió la manta de la cama y se la envolvió alrededor de los
hombros, acercándola a su cuello al tiempo que sus ojos se adaptaban a la
penumbra de la habitación. Las paredes eran de piedra pintada y estaban
frías al tacto. Nadie había ido hasta allí para calentar la ropa de cama en
años, supuso, así que las posibilidades de que la encontraran eran escasas.
En la ventana colgaban cortinas deshilachadas y a través de los cristales
sucios, apenas se divisaba la luna creciente que trataba de abrirse camino
entre gélidas nubes azuladas. El pestillo de la ventana estaba trabado y se
negaba a moverse por más que lo empujara. De todos modos, nunca podría
pasar ese pequeño espacio.
Sintió escalofríos como dedos que le subían por la espalda y tensó el
cuerpo. No había nada que odiara más que tener frío. Le recordaba todas
aquellas noches heladas de su infancia y ya de adulta y con un negocio
próspero como tendera, había jurado que jamás volvería a pasar tanto frío.
Parecía que su captor tenía otras ideas. Tal vez pensaba que dejarla
en una habitación tan fría la perturbaría. Pues bien, iba a ser necesario más
que una habitación helada para dejarla sin fuerzas para luchar. No se había
sacado a sí misma de la pobreza con un negocio exitoso solo para que su
determinación quedara aplastada bajo el primer obstáculo.
Si es que se podía considerar un secuestro como un obstáculo, claro
está.
Tenía que haberse equivocado de mujer. No cabía otra posibilidad.
Tal vez ella ya no fuera del todo pobre, pero la nueva tienda le había
costado la mayor parte de sus ahorros y no tenía nada que ofrecerle a nadie
aparte de una gran variedad de telas, botones y cintas. Si alguien quería
todo eso, solo tenía que pagarle y Millie sospechaba que su captor tenía
dinero de sobra. El carruaje, el costoso botón y su físico dejaban en claro
que nunca había pasado hambre en su vida. Por lo poco que había visto de
él, llevaba el pelo bien cortado y olía a jabón. No era lo que uno imaginaría
de un criminal salvaje.
Tal vez si razonaba con él…
Se dirigió a la puerta y la golpeó varias veces con la palma de la
mano.
—¡Disculpe! —gritó, y enseguida frunció el ceño. ¿Por qué se
mostraba cortés con su captor? Golpeó la puerta nuevamente y se detuvo
cuando escuchó pasos. Él no habló.
—Ha secuestrado a la persona equivocada —dijo a la puerta cerrada
—. Déjeme ir y olvidaremos que esto ha sucedido. —Esperó; el único
sonido en la vieja cabaña eran los latidos de su corazón. ¿Seguía él allí?
Sacudió la puerta con un grito de frustración—. ¡Déjeme ir! Por favor.
Puedo pagarle…
—Lo dudo.
Así que sabía que ella no era rica. Se mordió el labio inferior. No era
una buena señal. Significaba que bien podría haber tenido la intención de
llevársela, entonces.
—Por favor, déjeme ir —dijo suavemente—. Debe haberse
equivocado de persona.
—No.
¿Era la respuesta para ambas afirmaciones o solo para la primera?
—¿Qué podría querer de mí?
—Descanse un poco —respondió él después de varios segundos de
silencio.
—¡No! —Golpeó la mano contra la puerta y la sacudió nuevamente
—. Nunca. Y usted tampoco descansará. Gritaré y gritaré hasta que me
suelte. —Soltó un grito desgarrador a modo de demostración.
Podría haber jurado que oyó un suspiro del otro lado de la puerta.
—Pues grite todo lo que desee. Nadie la oirá.
Gritó con toda la fuerza que pudo mientras golpeaba ambas manos
contra la puerta. Un golpe del otro lado la hizo retroceder por un momento.
—¡Basta! —ordenó él.
—¡No!
Gritó durante todo el tiempo que pudo, luego tomó aire y volvió a
gritar. No lo escuchó alejarse de la puerta, pero sospechó que se había ido
mucho antes de que su voz la abandonara.
Suspirando, se frotó la garganta y se acurrucó en la cama, con la
manta alrededor de los hombros. Servía poco para combatir el frío, pero el
esfuerzo de la lucha y un día largo en la tienda le pesaban en los párpados.
Si descansaba por un momento, tendría fuerzas para pelear de nuevo, se
prometió a sí misma.
Despertó cuando la brillante luz del amanecer se filtraba por la
estrecha ventana. Tenía la garganta irritada, las extremidades doloridas y
había tierra debajo de sus uñas y en su ropa, lo que la hacía sentirse sucia y
áspera. También estaba cubierta por su preciosa capa de lana.
Frunciendo el ceño, miró la puerta cerrada. ¿Le habría devuelto la
capa, arriesgándose a que ella se escapara? ¿La habría arropado? Y si era
así, ¿quién era él y por qué le importaría mínimamente el bienestar de su
prisionera?

***

Gabriel observó al chaval que no podía tener más de catorce años.


Sus piernas largas y delgadas apenas si parecían capaces de resistir una
brisa suave, ni qué hablar de un rápido galope hasta la residencia del duque.
—Soy rápido como una rana —le aseguró el chico mientras
guardaba la carta en el bolsillo y sujetaba firmemente las riendas de su
caballo con una mano.
El mensajero podía ser rápido, pero inteligente, seguro que no era.
—Las ranas no son rápidas.
El muchachito arrugó la nariz pecosa.
—Sí que lo son. Nunca he podido atrapar una.
Resistiendo el impulso de pellizcarle la nariz, Gabriel mantuvo el
ala de su sombrero baja sobre su rostro y le entregó al chico su paga.
—No mires la carta —ordenó. Y entrégasela en mano al duque de
Westwick, a nadie más.
El mensajero alzó la mirada al cielo con aire impaciente. Gabriel
sospechaba que sería igual de insolente aunque supiera que él pertenecía a
la nobleza.
—Soy el mejor. —Enderezó los hombros tan esqueléticos como sus
piernas.
¡Cómo le gustaría tener la confianza y arrogancia de un chico de
catorce años!
—Cuidaré su carta —le aseguró el chico—. Y la llevaré más rápido
que cualquiera en el país, ya verá.
—Espero que sí. —Cuanto antes recibiera una respuesta, antes
podría poner fin a todo este embrollo.
—Me ha pagado ¿no? —El chico se tocó el bolsillo de la chaqueta
que tintineaba con más monedas de las que probablemente había visto en su
vida. —Colin nunca le falla a un cliente pagador.
—La discreción es importante —dijo Gabriel entre dientes.
—Lo sé, lo sé. —Colin agitó la mano—. Nadie me contrata porque
quiera que se sepa su asunto.
—Y te he pagado generosamente.
—Oiga, ¿quiere que entregue esta carta o quiere cotillear como
mujeres del mercado?
Si Gabriel no hubiera pasado la noche forcejeando con una joven
sorprendentemente fuerte y decidida, podría haberse sorprendido por el
descaro de Colin, pero a la luz del alba, estaba decidido a que ya nada lo
sorprendiera.
Soltó un suspiro.
—Hazlo rápido y recibirás el resto del pago a tu regreso.
Colin le dirigió una mirada de impaciencia y tras girar el caballo
hacia el pueblo señalizado en un letrero, se alejó a una velocidad que
auguraba bien para Gabriel. Tal vez la confianza del chico no estaba mal
depositada, después de todo.
Esperó hasta que el mensajero desapareció de la vista antes de
montar en su propio caballo y regresar a la cabaña del guardabosque.
Asentada contra colinas suaves con el contorno desdibujado de un gran
estanque reluciente por delante, la casita en ruinas resultaba acogedora a la
luz del día. Dudaba que la señorita Strong alguna vez la viera de esa
manera, pero con un poco de suerte, la fría y larga noche habría
quebrantado su espíritu lo suficiente como para que él pudiera manejarla
hasta que se entregara esa carta.
Una vez que hubo dejado al caballo con los otros detrás de la casa,
se dirigió hacia el frente y maldijo por lo bajo. Se detuvo para sacar el
sencillo antifaz negro, un objeto que había utilizado por última vez hacía
años en un baile de máscaras. Esbozó una sonrisa sombría mientras se lo
colocaba. Ciertamente, nunca había pensado que lo usaría de esa manera, y
mucho menos para un secuestro.
Deteniéndose junto a la puerta trabada con cerrojo, escuchó por un
momento. La última vez que había revisado la habitación, ella dormía
profundamente. No podía imaginar que hubiera tenido una noche de
descanso reparador con ese colchón delgado y esa manta aún más delgada,
pero al parecer, se había agotado lo suficiente como para emitir pequeños
sonidos lastimeros mientras dormía. Si no hubiera sido por esos
desagradables sonidos, no le habría llevado la capa.
Tal vez.
Pero, de todos modos, no podía dejar que muriera congelada en
pleno invierno. La necesitaba. Simplemente tenía sentido cubrirla con la
capa de lana. No oyó ningún movimiento o paso ni ningún otro sonido de
ese tipo. Debía de haberse calmado. Puso una mano sobre el robusto cerrojo
y luego se inmovilizó, sonriendo ligeramente.
No, ya la había subestimado antes. No iba a hacerlo de nuevo. Se
agachó para pasar debajo de las vigas bajas y fue a la cocina para recuperar
su pistola. Escuchando atentamente, descorrió lentamente el cerrojo y
frunció el ceño ante el suave sonido como si pudiera despertar a una bestia.
Lo cual no estaba tan lejos de ser cierto. Ella era tan salvaje como la bestia
que se decía que vagaba por estas tierras.
Aunque esta bestia salvaje era real. Y crucial. Podría ser la clave
para salvar a su hermana.
Entró rápidamente en la habitación y la encontró despierta y
acurrucada en la cama, con los brazos alrededor de las piernas. Al no
quedar a la vista su estatura, se la veía pequeña y vulnerable. Deseó que no
lo mirara con esos ojos pálidos y solemnes.
—¿Ha venido a dispararme?
—¿Cómo dice? —Miró la pistola—. No. Es decir, a menos que me
cause más problemas.
—No soy yo la que está causando problemas. —Se levantó de la
cama y cualquier idea de que fuera vulnerable desapareció. Aunque un poco
demasiado delgada, no era desgarbada como había pensado al principio;
tenía muñecas y manos fuertes y una leve curva de senos debajo del corpiño
de un vestido crema y marrón. Con la mandíbula firme, lo miraba con
frialdad, aunque él notó el rápido subir y bajar de su pecho bajo la capa que
mantenía aferrada a sus hombros.
—Usted me secuestró —le recordó ella.
Él parpadeó y apartó la vista de donde decididamente no debería
estar.
—Era necesario.
—¿Necesario? ¿Cómo podría ser necesario secuestrar a una
tendera?
—No importa. Ahora: ¿le apetece algo de comida o prefiere que la
deje morir de hambre?
—¿Comida? Como si eso fuera a mejorar la situación.
Él apretó la mandíbula.
—No busco mejorar la situación. Simplemente le ofrezco comida
para que no pase hambre.
—¡Oh, qué amable! —Él vio que ella miraba la pistola, pero
demasiado tarde. Millie se lanzó hacia adelante y hundió los dedos en la
muñeca de él, tratando de arrebatarle el arma.
La empujó hacia atrás con facilidad, haciéndola rodar por el suelo
en una nube de polvo y tierra y luego le apuntó con la pistola. El fuego en
sus ojos no disminuyó. Gabriel no debió sentirse agradecido por eso, pero
lo prefería antes que pucheros, llanto o gritos de angustia. No necesitaba
que le recordaran la inmoralidad de raptar a una mujer inocente.
—No disparará.
—¿Ah, no? —Metió una mano dentro del bolsillo de la chaqueta,
sacó un paquete de pólvora y lo rasgó con destreza entre los dientes. Sin
dejar de mirarla, vertió primero pólvora y luego perdigones, ignorando los
latidos acelerados de su pulso.
—¿Por qué secuestrarme solo para matarme? No tiene sentido. —Su
mirada se movía entre él y la puerta.
Gabriel dio un paso atrás y la cerró de un golpe con el talón de la
bota. Una expresión de incertidumbre cruzó por la cara de ella y sus ojos se
posaron en el cañón de la pistola.
—No me matará —repitió ella, pero un ligero temblor brotó de sus
labios generosos, quitándole confianza a su voz. —Además, soy solo una
tendera. ¿De qué puedo servirle?
—Sí —dijo él—. Solo una tendera. Y por lo tanto, completamente
desechable.
La mirada de ella se oscureció. Gabriel casi lamentó sus palabras.
Sin duda, dadas las circunstancias poco favorables de su vida, ella estaba
acostumbrada a que la consideraran desechable. Conocía demasiado bien
ese sentimiento a pesar de haber tenido privilegios. ¡Cuánto peor debía
haber sido para ella!
Demonios, no quería sentir compasión por su cautiva.
—Si quiere matarme, simplemente hágalo. —Se cruzó de brazos—.
Estoy cansada de esta farsa. No veo motivo para que me retenga aquí.
Él se agachó lentamente, observándola a través del antifaz, y
permitió que la pistola descansara sobre su rodilla.
—La retendré aquí hasta que tenga noticias de su padre.
—No tengo padre —se rió la señorita Strong—. ¡Grandísimo idiota
con medio cerebro, ha raptado a la mujer equivocada!
Gabriel se incorporó y negó lentamente con la cabeza.
—No es así. —Con un movimiento de la pistola, le indicó que se
levantara y ella obedeció lentamente—. Ahora siéntese en la cama y le
traeré comida.
—Muy pronto se dará cuenta de que está equivocado —dijo ella
imperiosamente, mientras se ponía de pie y se sentaba en la cama con más
elegancia de la que él hubiera esperado de una mujer de su posición. —¡Y
cuán tonto se verá entonces cuando no tenga más remedio que liberarme!
—O matarla.
Ella lo miró con los párpados entornados.
—No lo hará. Estoy segura.
—No me conoce.
—Tampoco me conoce usted a mí —dijo, ella, irguiendo el mentón.
Sí, no había duda de que era hija de su padre.
—La conozco, señorita Strong. Sé que es una de los muchos hijos
ilegítimos que engendró su padre.
La satisfacción desapareció del rostro de ella.
—Su padre, el duque de Westwick, y también el hombre que tiene
intenciones de casarse con mi hermana.
CAPÍTULO 3
Millie se quedó mirando a su captor durante varios segundos. Una
risa amenazaba con escapar de su boca, pero quedó atrapada por la firmeza
de la mandíbula de él y la mirada penetrante de unos ojos insondables
detrás del antifaz negro.
Este hombre tenía dinero, de eso estaba segura. Su constitución
sugería el tipo de ejercicio físico que no provenía de un trabajo duro. La
mandíbula esculpida, oscura por la barba incipiente, solo podía ser obra de
una crianza meticulosa.
Sus ropas eran el indicio más evidente de su fortuna. Le quedaban
como si hubieran sido hechas a medida, lo que probablemente era cierto,
confeccionadas según las últimas tendencias en telas y moda. También se
había cambiado de ropa en algún momento, desechando lo que ella
sospechaba que había sido el chaleco al cual le había arrancado un botón. El
que llevaba puesto, de color marrón, podía no parecer nada especial a ojos
inexpertos, pero la tela de Marsella y los botones dorados no eran baratos.
Aunque no deseaba otra cosa que arrojarle otro insulto, le resultaba
difícil pensar que un hombre de esos recursos carecía de inteligencia.
—No tengo padre —repitió en voz baja, entrelazando los dedos.
Desde que tenía uso de memoria, habían sido solamente su madre y ella y
su madre se negaba a hablar de su padre.
—Todo el mundo tiene padre.
Ella negó vehementemente con la cabeza, sintiendo que el pelo le
rebotaba alrededor de la cara. Automáticamente se llevó una mano a la
cabeza, pero había perdido varias horquillas y no había posibilidad de
salvar la situación. Bajó la mano y la apoyó sobre la cama.
—Creo que si fuera la hija de un noble, lo sabría. —Su tono
revelaba más incertidumbre de la que le habría gustado.
—¿Qué sabe usted de su padre? —Él cruzó los brazos y la miró.
Maldición. No le gustaba la idea de que este hombre supiera cosas
que ella ignoraba. Por su trabajo como tendera, contaba con suficiente
información como para extorsionar al menos al cincuenta por ciento de la
nobleza. No era que fuera a hacerlo, desde luego. Pero la información había
sido una de las claves de su éxito. Saber cuál debutante necesitaba más
botones para ocultar un incipiente embarazo o cuál lord usaba relleno en sus
calzones le permitía ser empática con cada uno de sus clientes para
ofrecerles justo lo que necesitaban.
Imaginar que no estaba enterada de una cosa así la irritaba
sobremanera.
—Siempre supuse que era un marinero mercante. Mi madre dice que
me parezco a él, pero nada más.
Él asintió.
—Su nariz y su mentón son parecidos.
—Miente —lo acusó ella.
Había aprendido hacía mucho tiempo que preguntar por su padre
hería profundamente a su madre. Parecía más sencillo aceptar que jamás
sería parte de sus vidas y seguir adelante, como hacía su madre. Durante
años habían luchado duramente por arreglárselas, pero lo habían logrado y
contaba con el amor de su madre. ¿Qué otra cosa necesitaba?
—¿Qué motivo tendría para mentir?
—Podría estar loco —respondió ella—. O podría mentir porque le
agrada. Tal vez le resulte divertido raptar a tenderas sin un céntimo y
mentirles sobre sus padres.
—Créame, esta situación no tiene nada de divertido.
—¿Entonces por qué me ha raptado? ¿Realmente cree que este
aristócrata, que sigo sin creer que pueda ser mi padre, pagaría rescate por
una hija a la que nunca ha reclamado ni conocido?
La mandíbula de él se tensó.
—No quiero un rescate.
Millie se levantó lentamente de la cama, apoyó las manos sobre las
caderas y lo miró a los ojos. No había ninguna señal de locura en ellos.
—Tal vez podría explicarme la situación.
Una sonrisita se dibujó en los labios de él.
—Y supongo que vendría pacíficamente conmigo si lo hiciera.
—¿Qué es lo que quiere usted de ese hombre?
—Su padre ha engendrado varios hijos ilegítimos.
Ella reprimió un estremecimiento ante la palabra ilegítimos. Sugería
tantas cosas: no deseados, no planeados, no queridos. Pero ella no era eso.
Su madre la adoraba, se había forjado un lugar en el mundo y ningún
secuestrador iba a convencerla de lo contrario.
—Muchos de ellos murieron en la infancia, varios abandonaron el
país en busca de mejor fortuna. Pero usted no. —Movió una mano en
dirección a ella—. Usted se quedó y su negocio ha prosperado y tiene
intención de mudarse muy pronto a una tienda nueva.
Millie sintió un escalofrío. ¿Acaso había estado vigilándola,
investigando sobre ella? No podía decidir si la idea de que esos ojos oscuros
la hubieran estado siguiendo mientras hacia sus tareas la asustaba o la hacía
sentir otra cosa, algo extraño e incomprensible.
—Por lo visto, sabe todo de mí.
—Es usted la única hija que ha alcanzado el éxito en la vida.
—Muchos no dirían que tener una mercería es haber alcanzado el
éxito —señaló.
—Su padre debe haberla ayudado en algún momento. ¿Pagando el
alquiler del local, tal vez? ¿O recomendándola por sus habilidades? —Se
frotó la mandíbula—. Usted, señorita Strong, es especial y utilizaré eso para
conseguir lo que quiero de su padre.
Sintió un calor en las mejillas que luego se extendió hasta su pecho.
Apretó los puños. Si la palabra “especial” no resonara en su mente y no la
hiciera desear que fuera cierta, bien podría haberse abalanzado sobre él en
ese mismo instante.
—Pagué el arrendamiento yo misma —dijo entre dientes—. Gracias
a mi propio esfuerzo. —Dio un paso adelante—. Nunca, jamás he recibido
ayuda de nadie. Todo lo que he logrado lo he hecho por mi cuenta.
Él esbozó una sonrisa burlona.
—Sí, por supuesto.
La indignación ardía en su interior. Estaba acostumbrada a que los
hombres dudaran de su palabra, después de todo, era pobre, ilegítima y del
sexo débil, pero por primera vez en su vida, no pudo hacer a un lado su
enojo y frustración ante semejante situación.
—¡Cómo se atreve! —exclamó, señalándolo con un dedo cerca de la
cara. —¿Cómo se atreve a hacerme esto y luego burlarse de mí? —Dio otro
paso adelante y quedó casi frente a él; echó la cabeza hacia atrás para
enfrentar su mirada intensa—. He trabajado contra viento y marea para
tener éxito y lo he logrado sola. Y usted… usted está arruinándolo todo.
Sabe que estaba a punto de abrir mi nueva tienda. Si me ha estado
observando, debe saber que he estado trabajando hasta tarde todas las
noches para asegurarme de que esté lista con tiempo antes de Navidad. Que
la duquesa de Windcombe me ha encargado telas para su sala y que será el
encargo más grande que haya tenido. —Respiró profundamente—. Y si
estoy atrapada aquí, no podré hacer nada de eso, y usted será responsable de
arruinar mi negocio.
Él abrió la boca y la volvió a cerrar.
—Usted… —Estaba tan agitada que casi no podía respirar. Apretó
los puños—. Usted no es más que un cobarde. Un cobarde que se oculta en
la noche y afirma saberlo todo de mí, pero no lo sabe, y… y se esconde
detrás de un estúpido antifaz.
—Eso no es…
—Y ya no lo toleraré más. —Hizo un movimiento para coger la
máscara, logrando enganchar los dedos en la tela y tirar con tanta fuerza
que las ataduras se rompieron; retrocedió unos pasos.
Millie miró la tela rasgada, luego al hombre de expresión torva y
mandíbula tensa. Algo en su interior se encogió ligeramente.
Podría haberse equivocado acerca de él.
La máscara cayó de sus dedos y flotó hacia el suelo.
—Yo…
Él levantó la pistola cargada.
—Vuelva a la cama. No se mueva. Le dispararé, se lo prometo.
Tragó con dificultad. Se apresuró a regresar a la cama, se sentó y
flexionó las piernas. Mantuvo la mirada fija hacia adelante y cruzó los
brazos alrededor de las piernas. Esperó, sintiendo el ruido de su respiración
en sus oídos, sin mover un músculo.
Solo cuando él salió abruptamente de la habitación y cerró la puerta
con estrépito, se permitió exhalar largamente.
¿Quién era este hombre exactamente? ¿Y sería realmente un hombre
rico jugando a ser secuestrador o ella se había equivocado? Era más
misterioso y peligroso de lo que se había dado cuenta. La cicatriz que le
cruzaba un ojo, deformándoselo por completo y dejándolo tuerto, hacía que
se preguntara exactamente quién era su captor.
Y si su supuesto padre hacía caso omiso de sus exigencias –cosa que
ella estaba segura que sucedería- ¿qué haría este hombre con ella?

***

Esto era ridículo.


Gabriel se quedó mirando la puerta cerrada durante largo tiempo,
con un plato de queso y pan en una mano y la pistola en la otra.
¿Acaso le temía a una joven esmirriada?
Claro que no. Metió la pistola en la cintura de los pantalones. Había
cabalgado a la guerra, por el amor de Dios. Había sentido el calor de la
explosión de un cañón en la cara, el ardor del polvo contra la piel, el sabor
de la sangre, el dolor de las esquirlas.
Una mujer pendenciera no iba a ser su final.
Se detuvo con los dedos sobre el cerrojo de hierro. ¿Y si ella lo
había reconocido? Su herida había sido tema de conversación a su regreso
de luchar en Francia. Eran muchos los que conocían su cara o llegaban a
una conclusión sobre su identidad Ah, sí, decían, es el vizconde que se lanzó
a la batalla junto a sus hombres y terminó perdiendo un ojo. ¿Por qué no se
quedó atrás como el resto de los oficiales?
Malditos idiotas. Le gustaría verlos enviando a un pelotón de
muchachos a la muerte.
Ella podía haberlo reconocido. O tal vez solo había sentido
repugnancia, como las anteriores mujeres en su vida. Cualquiera de las dos
opciones era probable.
No tenía importancia. No podía permitir que la tuviera. Emma
necesitaba su ayuda y que se lo llevara el diablo si iba a dejar que sufriera
porque él había sido un hermano ausente. Si la señorita Strong lo reconocía,
no había nada que pudiera hacer al respecto y además, ¿quién iba a creer en
la palabra de ella por encima de la suya? Los vizcondes no andaban por allí
secuestrando mujeres.
Deslizó el cerrojo hacia atrás y entró en la habitación. La luz del sol
jugueteaba alrededor de la figura encorvada de ella. Los labios de él se
curvaron en una sonrisa. Por lo menos, se estaba mostrando obediente. No
parecía que se hubiera movido un ápice desde que había ido a preparar la
comida. Tenía la barbilla apoyada sobre las rodillas y mantenía los brazos
cruzados alrededor de las piernas. No se podía negar la bonita imagen que
presentaba, a pesar de su apariencia sucia y desaliñada. Su perfil dejaba ver
una barbilla decidida, una nariz que se curvaba suavemente hacia arriba y
un labio inferior carnoso que en ese mismo momento ella se mordía con
dientes bien alineados.
Gabriel reprimió una punzada de algo en lo que no quería pensar
demasiado y dejó el plato en el borde de la cama.
—Coma —le ordenó.
Ella negó con la cabeza.
—Coma, he dicho.
Ella giró lentamente la cabeza para encontrarse con su mirada;
entornó los párpados.
—No quiero.
—¡Coma! —rugió él—. ¡O la obligaré!
Las cejas pálidas de ella se arquearon.
—Hace poco amenazaba con dispararme, ¿y ahora quiere que
coma?
—De acuerdo. No coma. —resopló, dando media vuelta—. De
todos modos, me es indiferente.
—Eso sí, necesito una bacinilla.
Él giró sobre un talón.
—¿Para lanzármela a la cabeza? No.
—No me he aliviado en toda la noche. Necesito una bacinilla.
Él señaló un rincón de la habitación.
—Hágalo allí.
—¡Eso es de bárbaros! —exclamó ella.
—Yo soy un bárbaro —dijo él, en voz baja.
—No es mucho lo que pido —insistió.
—Y yo no soy tonto.
Ella hizo un movimiento con la mano que abarcaba la habitación.
—Estas circunstancias me dicen lo contrario.
Él se acercó al borde de la cama.
—Para ser una mujer retenida a punta de pistola, tiene bastante
lengua ¿sabe?
—Pues como secuestrador, es usted completamente inútil. Primero
utiliza su carruaje costoso, luego ni siquiera equipa la habitación con una
bacinilla y me deja sin atar. —Apretó los labios, abriendo grandes los ojos.
—Eso es algo que puedo enmendar.
—Primero podría ocuparse del asunto de la bacinilla.
—Y usted podría dejar de exigirle cosas al hombre que la tiene a su
merced. —Cruzó los brazos y rogó que a esta mujer no la raptaran nunca
criminales verdaderos. Su lengua haría que la mataran al cabo de minutos.
Él podía no tener intención de hacerle daño, pero a estas alturas, no le
vendría mal un poco de paz y tranquilidad. Tal vez debería amordazarla,
también. Eso tornaría mucho más agradable la situación.
—¡Quiero una bacinilla! —exigió ella; golpeó el colchón con las
manos, haciendo que el polvo se elevara y bailara en la luz del sol.
Se creó una extraña bruma etérea a su alrededor, y él parpadeó
varias veces para des hacerse de la visión de ella, radiante con la luz del sol
detrás que la recortaba en una silueta que empezaba a encontrar cada vez
más intrigante.
—¡Voy a atarla a la cama, demonios!
—Adelante. No me importa. —Su mirada colisionó con la de él.
Apretando los dientes, él le sostuvo la mirada. Por lo visto, ni
siquiera su horrendo rostro podía disminuir la valentía de ella. Y mal que le
pesara, él admiraba ese fuego. Había luchado junto a hombres muy
valientes y no tenía ninguna duda de que la señorita Strong sería igual que
ellos; correría hacia las explosiones de cañones con la espada en alto.
—De acuerdo. Le traeré una bacinilla. —Descruzó los brazos y
señaló la comida—. Ahora coma.
Hizo caso omiso de la mirada satisfecha de ella y salió de la
habitación. Había visto una bacinilla en una de las otras habitaciones,
aunque tendría que vigilarla cuidadosamente o acabaría con la cara llena de
orina y la cabeza dolorida.
Por cierto, no sería lo peor que le hubiera ocurrido, pero le vendría
bien no tener más problemas con ella. Cuanto antes terminara este asunto,
cuanto antes su hermana quedara libre del padre de la señorita Strong,
mejor.
CAPÍTULO 4
Millie apretó los dientes y contempló la bacinilla. Era pequeña,
demasiado pequeña. Incluso si lograra golpear al bruto de ese hombre en la
cabeza, dudaba que fuera a causar algún daño. Era muy fuerte y sin duda
tendría el cráneo durísimo. El hombre era prácticamente un bárbaro.
Resopló con fuerza. Sí, bárbaro era la descripción adecuada. Podía
imaginarlo en tiempos más simples y peligrosos, vestido con alguna especie
de armadura y empuñando un hacha, abriéndose camino por tierras recién
descubiertas y arrasándolas a su paso. Tenía las maneras y la inteligencia de
un bárbaro. Cualquier hombre inteligente sabría que secuestrar a una
tendera no era la forma de conseguir lo que quería.
Fuera lo que fuere.
Ajustó la capa alrededor de su pecho y miró por la ventana. No
entraba una suave luz de luna esta noche, lo que dejaba la habitación casi en
completa oscuridad. Veía contornos tenues que ya conocía bien, pero no
ofrecían consuelo alguno. La temperatura había descendido rápidamente
con la caída del sol, no lo suficiente como para que se congelara, pero sí lo
bastante como para hacerla pasar otra noche más de incomodidad.
¿Cuánto tiempo más tendría que pasar aquí? ¿Un día? ¿Más? Nadie
vendría a buscarla, de eso estaba segura. Su madre no se preocuparía por
ella hasta el día de Navidad, pues sabía que tenía mucho trabajo que hacer
en la nueva tienda para poder abrirla antes que terminara el arrendamiento
del antiguo local, y sus clientes podrían hacerse preguntas, pero
difícilmente llegarían a la conclusión de que la habían secuestrado. ¿Quién
haría algo así?
En cuanto a ese supuesto padre suyo, no vendría por ella ni le daría
a su hosco captor lo que quería. Hacía veintiséis años que ignoraba su
existencia, por lo que la idea era absurda.
Casi tan absurda como la noción de que su padre pudiera ser de la
nobleza. Ella no tenía ni un pelo de aristócrata, por el amor de Dios.
Cualquiera que la mirara lo sabría. Tenía callos en los dedos, a veces se
olvidaba de comer lo necesario y su incapacidad para controlar su lengua la
dejaba a miles de kilómetros de una dama.
La situación era ridícula.
Se levantó de la cama y caminó por la habitación varias veces; la
capa flameaba tras ella. Quedarse esperando a que la rescataran no la
llevaría de vuelta a la nueva tienda y razonar con ese bruto de escasa
inteligencia no funcionaría. Dudaba de que fuera a matarla; ¿acaso un
hombre con intenciones malignas la habría cubierto con una capa?
Ciertamente, el ojo la había sorprendido. Sin embargo, ahora que se había
acostumbrado, se aferraba a su conclusión original: este hombre no era un
secuestrador común y matarla no formaba parte de su plan en absoluto.
Aun así, no tenía sentido quedarse sentada comportándose como si
estuviera indefensa. Había comido lo que él le había ofrecido, finalmente, y
había recuperado algo de fuerzas. Debía de ser casi medianoche y él
seguramente estaría dormido. Si iba a hacer algo, tenía que hacerlo ahora.
Se acercó a la puerta y probó el pomo, como si por algún milagro él
pudiera haber olvidado cerrarla con llave.
No tuvo esa suerte.
Resopló y observó la ventana. Era pequeña, pero ella tampoco era
muy grande. Tal vez si se contorsionara de una cierta manera…
Tiró y empujó; al ver que el cerrojo no se movía, contuvo una
exclamación de fastidio. Debía estar oxidado y trabado.
—Diablos —dijo por lo bajo. Si solo pudiera llegar al camino más
cercano, tal vez podría pedir ayuda con señas a alguien que pasara o seguir
el camino hasta alguna posada. Debía haber una cerca, puesto que ellos
habían llegado hasta allí en carruaje.
Golpeó el cristal con un dedo y frunció los labios. Era viejo. Muy
viejo. Frágil, tal vez.
Se quitó la capa de alrededor de los hombros y envolvió la mano en
ella, para proteger sus nudillos. Tras pronunciar una rápida plegaria, llevó el
puño hacia atrás y lo estrelló contra el cristal. Un ruido sordo retumbó por
la habitación; sintió el golpe en los huesos del brazo. Contempló la tela y
resopló. Demasiado gruesa. Le quitó unas vueltas, llevó el puño hacia atrás
y lo intentó otra vez.
El cristal se hizo añicos y el ruido quebró el silencio de la noche.
Sintió que el corazón le daba un vuelco y observó los daños. Grandes trozos
de cristal seguían insertados en el marco, pero podría sacarlos. Si tan solo...
—Ay. —Movió la muñeca hacia un lado y hacia el otro y
desenvolvió la tela para liberar la mano—. Vaya. Esto no es bueno…
Aun en la oscuridad, pudo ver que tenía sangre en la mano y la
sintió tibia contra la piel fría. No podía ver dónde estaba el corte ni qué tan
profundo era, pero ahora que había tomado conciencia de la herida, sentía
un ardor intenso. Flexionó los dedos e hizo una mueca de dolor.
Tal vez su captor no era el único torpe.
Dio un respingo cuando la puerta se abrió con estrépito; la luz de
vela la hizo parpadear varias veces. Despeinado y con la chaqueta arrugada,
el hombre tenía un aspecto bastante desaliñado.
Y parecía preocupado.
O tal vez enfadado.
—Si me arroja esa bacinilla… —Se detuvo en la puerta, vio la mano
de ella y cerró los ojos por un instante. —¡Ay, por todos los demonios!
Millie se miró la mano y pudo apreciar el daño. Sí. Había mucha
sangre.

***
La libertad de su hermana era más importante que todo esto. Tenía
que serlo.
Era la primera vez que lo ponía en duda. Gabriel siguió con la vista
la sangre que goteaba al suelo. Esta mujer era una amenaza.
—¿En qué estaba pensando? —preguntó; fue hacia ella, dejó la vela
sobre la repisa de la chimenea y cogió su mano para inspeccionarla.
—Pues, no lo sé; tal vez pensaba que podría escapar de mi bárbaro y
desalmado captor.
—¿Bárbaro? Esperaba algo mejor.
—¿Mejor?
—Un insulto más creativo —explicó él mientras le desenvolvía
cuidadosamente la mano y se la giraba hacia la luz de la vela. Tomó aire de
manera abrupta al oírla emitir un suave sonido de dolor que tironeó del
alma que ella lo acusaba de no poseer.
—Me habría… —La mujer cerró los ojos por un instante mientras él
le separaba los dedos para inspeccionar el corte en la suave piel debajo del
pulgar—. Me habría mostrado más creativa si no me hubiera cortado la
mano en su cristal.
Él contempló la ventana rota y el agujero que ella había abierto. El
aire frío que entraba silbando lo hizo estremecerse a pesar de que llevaba
una gruesa chaqueta. A la luz de la vela, ella era una visión fantasmal de
piel pálida y dientes que castañeaban. Maldijo mentalmente. Esta mujer no
era solo una amenaza, era un peligro para sí misma. Si la dejaba en esta
habitación, moriría congelada o haría alguna idiotez como cortarse y
desangrarse intentando escapar.
—Mi cristal estaba intacto —observó—. Fue usted quien lo rompió.
—Limpió gran parte de la sangre—. Tiene suerte de no haberse causado
más daño. Podría haber perdido un dedo o el uso de la mano.
—No es tan grave.
—He visto a hombres incapaces de volver a coger algo con la mano
tras heridas de este tipo.
Ella le sostuvo la mirada.
—¿Cuándo?
Él hizo caso omiso de la pregunta.
—Está blanca como un lirio. —Frunció el ceño y la guió hacia la
cama con una mano sobre su hombro—. Y va a desmayarse.
Ella negó con la cabeza.
—Nunca me desmayo. Desmayarse es cosa de damas refinadas. —
Intentó ponerse en pie, pero él se lo impidió con una mano.
Reprimió una sonrisa al ver el valor que demostraba. Si le permitía
ponerse en pie, terminaría por desmoronarse como una muñeca de trapo, de
eso estaba seguro.
—Pues finja que es una dama refinada y quédese quieta durante
unos minutos. —Presionó la capa contra la palma de la mano de ella y le
colocó la otra mano encima—. Presione con fuerza.
Gabriel sopesó sus opciones. No se había preparado para nada que
no fuera una jovencita aterrada que se quedaría sentada en su habitación y
obedecería en todo. Por cierto, no había esperado una herida semejante; no
había paños limpios en la cabaña. Sin embargo, había alcohol. Era viejo y
estaba allí desde la muerte del último guardabosque, pero serviría. Por
desgracia, estaba en el armario de provisiones.
—Es necesario limpiar esa herida. —dijo, observando los párpados
pesados de ella—. No se quede dormida.
—No estoy cansada —respondió ella con un bostezo.
—No debe moverse ¿lo entiende? Si no limpio la herida, podría
morir de una infección. —Le tomó la barbilla entre los dedos y trató de no
pensar en cuánto deseaba besar ese labio inferior. ¿Cómo se sentiría si lo
mordisqueaba suavemente?—. Millicent, no se mueva. Debo limpiar esto, o
morirá.
—Sabe mi nombre —murmuró ella, y asintió ligeramente.
Sí, lo sabía. Y no le agradaba haberlo utilizado. Hacía que todo esto
fuera demasiado real. Era mucho más fácil pensar en ella como la señorita
Strong o tal vez solo como “esa maldita mujer”.
—Pero yo no sé el suyo —murmuró ella mientras él salía del
dormitorio y cerraba la puerta. No sería tan tonta como para intentar escapar
por la ventana.
Con suerte.
Para cuando regresó, ella estaba acurrucada en la cama, con los ojos
cerrados.
Él profirió una exclamación que jamás pronunciaba en compañía
femenina y tomándola de los hombros, la obligó a incorporarse. Millie
parpadeó y en sus labios se dibujó una ligera sonrisa. Al principio creyó que
era un truco, pero cuando ella levantó un dedo y lo apoyó sobre la cara de
él, comprendió que el dolor y la pérdida de sangre la habían dejado
confundida.
—Apuesto. —La palabra fue un susurro.
Él casi soltó una risotada. Hacía años que ya no era apuesto.
—Esto va a arder —le advirtió. Retiró la tela, sacó el corcho del
envase de alcohol y derramó una buena cantidad sobre su mano. Ella soltó
un grito suave y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Él sintió una punzada en el corazón, pero apretó la mandíbula y se
centró en vendarle la mano con su pañuelo de cuello limpio y ajustarlo con
fuerza. El olor penetrante de alcohol le quemaba las fosas nasales.
—Tiene suerte de que no sea necesario coserla —dijo con aspereza
—. Eso sería mucho más doloroso.
—El que tiene suerte es usted —respondió ella.
—¿En qué sentido?
—Porque si estuviera muerta, no tendría a nadie a quien secuestrar,
por lo que sería un pésimo secuestrador y estaría solo y… —Frunció el
ceño—. Solo y…
—Pues me agradaría estar solo ahora. —Anudó el pañuelo—.
Debería mantener la mano en alto. —Le levantó la muñeca—. Así.
La señorita Strong lo miraba como si estuviera loco, pero mantuvo
la mano en alto, lo que de algún modo creaba una imagen enternecedora.
Cuando no estaba intentando hacerse daño o atacarlo, era bastante atractiva.
Una ráfaga de aire helado entró por la ventana y ella se estremeció.
Gabriel se pasó una mano por la cara y suspiró. No solo estaba debilitada
por la pérdida de sangre y el dolor, sino que había logrado que hiciera más
frío que antes. Si la dejaba allí, podría morir de verdad.
—No habría podido salir por ese hueco.
—Tal vez sí. —Levantó la barbilla.
Maravilloso. Ya estaba recuperando su fuego interno. Justo lo que él
necesitaba.
Apretó los dientes, la tomó del codo y la instó a incorporarse.
—Será mejor que venga a mi habitación. Al menos allí podré
vigilarla.
CAPÍTULO 5
Tenía que admitirlo, el dolor la había dejado algo confundida. Pero
no por mucho tiempo. Ni tampoco tan confundida como para pasar por alto
que esta era su oportunidad. Cogió la capa con una mano y permitió que él
la guiara del codo hacia un dormitorio iluminado por el fuego encendido en
la chimenea.
Pero qué agradable para él, pensó con amargura. Cómodo y
calentito mientras ella estaba al borde de morir congelada. La había mirado
con una expresión de preocupación y ternura que jamás hubiera esperado de
una bestia como él, pero su corazón era realmente negro y le convenía
tenerlo presente.
Una vez que se orientó, fingió tropezar y cuando él le soltó el codo,
giró rápidamente en redondo y corrió hacia la puerta; la abrió con violencia
y se lanzó a la noche. Fingir que estaba exhausta había resultado bien. Su
captor no había esperado que estuviera lista para huir. El frío le mordió la
cara, y se cubrió los hombros con la capa.
A sus espaldas, oyó improperios y luego él gritó su nombre en la
noche, lo que la hizo sentir un escalofrío.
—¡Millicent!
Pero ella era veloz, y sospechaba que él no podría alcanzarla. Su
contextura musculosa lo volvería lento y ella siempre había sido muy
rápida. Esa habilidad le había sido de gran utilidad para correr entre los
puestos del mercado tras haber robado pan o vegetales para poder cenar con
su madre. Por supuesto, ahora nunca haría algo así, pero no había perdido
esa destreza. La vida de una mujer soltera en Londres no estaba exenta de
peligro.
Sin embargo, jamás había imaginado que pudieran secuestrarla.
Corrió a ciegas por el campo, tropezando sobre la tierra irregular,
pero en ningún momento se detuvo. Respiraba a bocanadas y el corazón le
latía con fuerza. No se atrevía a mirar hacia atrás por si él se cernía sobre
ella como una sombra oscura y peligrosa.
La noche negra no le ofrecía manera de orientarse. Esperaba
vislumbrar el brillo de alguna lámpara o las luces en movimiento de un
carruaje para dirigirse hacia un camino. Sin embargo, lo único que veía eran
los suaves contornos de las colinas y algún árbol ocasional. Estuvo a punto
de caer de cabeza en un estanque bajo cuando su pie se hundió en el agua.
El líquido gélido se le metió en la bota y le mojó las medias pero había
entrado en calor corriendo y en ese momento no podía preocuparse por si el
frío terminaría por congelarle los dedos. Solo tenía que huir.
Cuando por fin se detuvo para recuperar el aliento y se inclinó hacia
adelante para inspirar bocanadas de aire, ya no se veían las luces de la
cabaña. Tampoco podía escuchar los pasos de él ni ningún improperio
lanzado a la noche. Con las manos en las caderas, miró a su alrededor y
luego levantó la vista hacia el cielo sin estrellas. Había un silencio de
muerte, y solo se oía el leve silbido del viento. Ninguna criatura viviente
deseaba estar afuera en una noche tan fría y no podía culparlas.
Solo una tonta vagaría por esos páramos a esa hora de la noche.
Y esa tonta era ella.
Dios, tal vez había tomado la decisión errónea, pero ¿qué era mejor,
quedar a merced de aquel hombre o de estas tierras áridas?
Pensó en el fuego que ardía en la chimenea, en la gentileza con que
él le había vendado la mano, en el roce de las manos callosas de él contra
las suyas, también ásperas, y en la expresión preocupada que le daba el
ceño fruncido. ¿De verdad deseaba estar con él ahora?
No. Esto no estaba bien. Echó a andar más despacio, cerrándose la
capa alrededor del cuerpo y avanzó con pasos cuidadosos en lo que
esperaba fuera una línea recta. En algún momento llegaría a un camino o a
una casa o algo así ¿verdad? ¿Qué tan vastas podían ser estas tierras?
Sentía punzadas en la mano que le erosionaban la confianza.
Chasqueó la lengua cuando su imaginación evocó imágenes de bestias
salvajes en los páramos o fantasmas tras ella, o hasta de cómo descubrirían
su cadáver congelada dentro de meses, y su pobre madre…
—¡No! —Siguió andando con pasos enérgicos, agachando la cabeza
contra el viento, mientras subía una cuesta. —Es un loco. Debe estar loco
—se dijo en voz baja—. No olvides que piensa que eres la hija de un
aristócrata. —Soltó una risa—. Como si una tendera como yo pudiera darse
aires de gran dama.
La cima de la cuesta no le ofreció ninguna esperanza. No veía otra
cosa que negrura. Pastos negros, lomas negras, contornos negros de colinas
y quizá un tono muy oscuro de azul en el cielo. ¿Pero qué alternativa tenía?
No se imaginaba encontrando el camino de regreso a la cabaña y prefería
morir de frío que volver arrastrándose y suplicarle un lugar junto al fuego.
Debía seguir adelante.
Millie no sabía cuánto tiempo había caminado ni qué distancia había
cubierto. Pero ya había perdido la sensación de calor por el ejercicio,
tiritaba y sentía que el pie mojado estaba entumecido. La gruesa capa podría
haber estado hecha de satén por el abrigo que le brindaba. Sentía frío en las
orejas, y le dolían. Pronto ya no sabría si seguían existiendo. Alternaba
metiendo una mano dentro de la capa, luego la otra, solo para que no se le
entumecieran del todo. Y las partes que no estaban entumecidas le dolían.
Y su cabeza… Podría ser el cansancio, el hambre o la pérdida de
sangre, pero sentía la mente dispersa y espesa, como si le hubieran llenado
el cráneo de lana. Le pesaban los párpados y en varias ocasiones estuvo a
punto de caer, pero abrió los brazos en el último momento para recuperar el
equilibro.
No había caso. Necesitaba descansar.
Buscó un sitio plano y seco, se acurrucó de lado y se cubrió con la
capa. Cerraría los ojos durante unos minutos antes de seguir alejándose de
ese bárbaro.
***
Gabriel había considerado varias situaciones cuando decidió liberar
a su hermana de las garras del duque de Westwick. Raptar a su hija
ilegítima había sido una apuesta alocada y si no tenía noticias de su padre a
través del muchacho mensajero pronto, tendría que concluir que había
fracasado. Sin embargo, no había imaginado que la maldita mujer intentaría
quitarse la vida en el páramo.
Miró a su alrededor cuando la niebla empezó a disiparse con el sol
de la madrugada y no vio nada salvo arbustos espinosos. Por supuesto,
anoche podía haber pasado con el caballo junto a ella y no haberse dado
cuenta. La tenue luz gris de la madrugada le brindaba una mejor vista de la
zona que rodeaba la cabaña y ya había recorrido cierta distancia a caballo.
Maldita sea, qué mujer estúpida Si ya tenía canas en las sienes, la
culparía a ella. A este ritmo, lo haría envejecer varios años.
Tenía que estar viva. Aunque solo fuera para atormentarlo durante
un poco más de tiempo. Necesitaba que estuviera viva.
Hizo girar al caballo. Aun con piernas veloces, ella no podía haberse
alejado mucho más. Su aliento se elevaba como vapor delante de su cara; en
el suelo, la escarcha relucía a la luz del sol. El frío le habría quitado la
energía muy pronto y además, estaba débil por el corte que se había hecho
en la mano.
Al diablo con su espíritu, al diablo con su valor. ¿No podría haber
sido la mujer sumisa y dócil que había imaginado? No era de extrañar que
se hubiera enfurecido cuando él insinuó que su padre la había ayudado a
llegar a donde estaba ahora. Se había equivocado al pensar que ella podía
importarle a Westwick. Una mujer dispuesta a morir por su libertad haría
todo lo posible para elevarse de la vergüenza de haber nacido de una madre
soltera.
Lo que significaba que era probable que su plan fracasara y su
hermana nunca quedara libre.
Sacudió la cabeza. No tenía sentido pensar en eso todavía. Antes
tenía que encontrar a la señorita Strong y asegurarse de que estuviera viva,
aunque más no fuera para traerle más problemas.
Emprendió el regreso hacia la cabaña. Si trazaba un recorrido en
círculos que lo alejaran de la casa, tendría una mejor oportunidad de
hallarla. Era poco probable que ella hubiera caminado en línea recta en la
oscuridad. Las probabilidades indicaban que debía haber recorrido una
distancia menor a la deseada.
Sus planes de búsqueda, sin embargo, resultaron innecesarios. La
encontró a aproximadamente una cinco kilómetros de la cabaña, enroscada
en el suelo como un manojo pequeño de lana oscura. Conteniendo la
respiración, descendió del caballo, se quitó un guante y apoyó los dedos
sobre el cuello de ella, consciente de que le temblaba la mano. La sintió fría
al tacto, pero se permitió respirar cuando percibió el débil palpitar de un
pulso y ella se movió, agitada. Con cuidado, la levantó en brazos y tras
murmurar algo incoherente, ella hundió su helada nariz contra el cuello de
él.
Una punzada de dolor lo atravesó, tan aguda y profunda que lo dejó
con náuseas. Si hubiera estado más tiempo allí afuera, ella habría muerto.
Podía haberla matado.
Tan pronto la subió al caballo y se acomodó en la montura, la
dispuso sobre su regazo. Ella se movía con él, pero apenas parecía
consciente de su presencia y mantenía los ojos cerrados. Envolviéndola en
sus brazos, regresó a la cabaña, con esperanzas de que el fuego aún
ofreciera algunas brasas cuando llegaran.
Gabriel miró su rostro ceniciento, las pálidas pestañas sobre las
mejillas.
—No mueras —la animó con suavidad—. Aun te quedan muchas
injurias por lanzarme.
Ella se movió y ocultó el rostro contra su pecho, lo que generó
aquella intensa sensación en sus entrañas. Habían pasado años desde que
una mujer lo había tocado, por no hablar de acurrucarse contra él.
Esbozó una sonrisa irónica. Qué tonto era por reaccionar al contacto
con una mujer medio congelada.
Descendió del caballo frente a la cabaña, la tomó en brazos y ató las
riendas a un poste cercano. Ella permaneció contra su pecho, sin dar señales
de vida aparte de unos leves movimientos cuando la depositó en el sillón
delante del fuego. Todavía ardían algunas brasas que se apresuró a avivar.
Tal vez comenzaran a mejorar las cosas, aunque si no la hacía entrar en
calor pronto, podría desmejorar y él tendría más problemas entre manos.
La sonrisa socarrona seguía en su rostro. Era difícil imaginar que
esa escuálida y pálida mujer pudiera causarle tantos problemas, sobre todo
cuando no era más que un ovillo pequeño. Observó sus rasgos, la barbilla
firme oculta bajo la capa, los ojos centelleantes cerrados con fuerza. Por
más desequilibrada que estuviera, tenía más valentía que la mitad de los
oficiales con los que había luchado en la guerra.
Tras tomar una manta y envolverla en ella, se mantuvo agachado a
su lado y tomó sus dedos congelados entre los suyos; los frotó entre sus
manos, cuidando de evitar la herida. Esperaba señales de vida, que esos ojos
se abrieran de golpe y que ella lo llamara sapo, insecto repugnante o alguna
otra criatura irritante o desagradable. A estas alturas, estaría feliz de
escuchar tales palabras de sus labios. Cualquier cosa sería mejor que esta
mujer pálida y apagada frente a él.
Rozó su mejilla e intentó no pensar en lo suave que era ese rostro en
comparación con el suyo, marcado con cicatrices en una mitad y cubierto de
barba que ya comenzaba a picar en la otra. ¿Acaso podía ser más marcado
el contraste?
El fuego ardía y el calor penetraba por entre la ropa, pero ella
permanecía inmóvil. Maldiciendo entre dientes, se puso de pie, la levantó
en brazos y se sentó con ella en su regazo. Volvió a frotar sus dedos, luego
le masajeó los brazos y la espalda antes de abrazarla con fuerza. Ella emitió
un ligero sonido y él sintió que la tensión en su abdomen se aflojaba un
poco.
Tras lo que parecieron horas, pero podrían haber sido minutos, sus
pestañas temblaron y abrió los ojos. Posó sus ojos desenfocados sobre él
durante varios segundos, y luego murmuró:
—Bárbaro.
Gabriel no pudo evitar que una sonrisa se dibujara en sus labios.
Ella se movió entre sus brazos, se aferró a la solapa de su chaqueta y
dejó escapar un largo suspiro. Cuando su pálida mirada se encontró con la
de él, Gabriel supo lo que iba a hacer. No sabía por qué, y tenía la certeza
de que era un error.
Pero su mirada descendió de dodos modos hacia los labios de Millie
y cuando ella alzó la barbilla, no tuvo elección.
Bajó sus labios hacia los de ella...
CAPÍTULO 6
Hacía mucho tiempo que no la besaban.
No obstante, comparar ese beso con cualquier otro era como
comparar el calor con el frío o algo mojado con algo seco. Millie nunca
había experimentado algo así.
La boca de él era suave, tierna, exploradora. Pedía permiso y ella se
lo otorgaba; por algún extraño motivo, se lo otorgaba.
Le echaría la culpa a la noche pasada en el páramo. Era una excusa
tan buena como cualquier otra. Ansiaba calor y consuelo y qué mejor lugar
donde conseguirlos que en brazos de este hombre asombrosamente tierno.
Que también era su captor.
No quería pensar en eso.
Alargó el brazo, y le pasó dedos temblorosos alrededor del cuello
para amoldarse al beso. Los dedos de él le apretaban la espalda y su otra
mano ejercía presión sobre el brazo de ella. Tomó conciencia de la firmeza
de sus muslos y de cuán ancho era, con cuánta facilidad la sostenía en ese
abrazo cálido y delicioso. Cuando abrió su boca para él y la lengua de él se
encontró con la suya, se olvidó de todo menos de las sensaciones. El
sufrimiento de la noche desapareció y se sintió tibia y líquida, anhelando
más.
Cuando se movió y apoyó sus pechos contra el tórax de él al tiempo
que emitía un ruidito, él se inmovilizó. No se apartó de inmediato, sino que
suavizó el beso, asegurándose de que ella comprendiera que había
terminado. La locura había pasado.
Y ahora a ella le quedaba una sensación de vergüenza, sentía las
mejillas ardientes en contraste con el resto de su cuerpo frío. La mirada
oscura de él estaba fija en su rostro y ella olvidó el ojo ciego y las cicatrices
de un lado de la cara. Era difícil pensar en él como una especie de bestia
cuando la sujetaba con tanta ternura y besaba como un hombre que
exploraba una maravilla recién descubierta.
—¿P-por qué ha hecho eso? —preguntó en un susurro tembloroso
—. ¡Es usted un bárbaro!
Las palabras tenían menos fuerza de lo que hubiera deseado. En
realidad, le estaba costando verlo como un cruel captor cuando se mostraba
tan solícito y diligente con ella. Este hombre tenía una historia –estaba
segura- y como una tonta, quería entenderla.
—Un bárbaro —repitió él, con una media sonrisa en los labios—.
Sí, lo sé. —La miró de hito en hito, pero no había malicia ni enojo en su
expresión—. Si la dejo aquí, ¿puedo confiar en que no intentará volver a
escapar? Necesita vendas limpias.
Ella movió la mano para poder ver la tela sucia que le envolvía la
herida. No estaba segura de tener la fuerza de volver a huir, mucho menos
la voluntad de hacerlo, y tampoco creía que este hombre fuera a hacerle
daño.
—Me quedaré —prometió.
Él la miró con los párpados entornados, luego la bajó de su regazo,
la levantó y la dejó sobre el sillón que había ocupado. El fuego ardía y
crepitaba, invitándola a inclinarse hacia él y calentarse las manos. Era la
primera vez en varios días que sentía calor, y aun si hubiera querido
escapar, no habría podido resistirse a la tentación de quedarse allí durante
horas. Su captor le dirigió una última mirada y abandonó la estancia.
Ella paseó la mirada por el pequeño salón. Con excepción del fuego,
no ofrecía muchas más comodidades que el dormitorio donde la había
encerrado. Él debía haber pasado la noche en el sillón; había algo
extrañamente atractivo en la imagen de él despierto de noche, vigilando su
puerta, haciéndose preguntas sobre ella. ¿Habría pensado con anterioridad
en besarla? ¿La consideraría bonita?
Millie negó con la cabeza. No era momento de vanidad y si tenía en
cuenta que el pelo se le había soltado del moño hacía mucho tiempo, su
ropa estaba sucia y olía a tierra y humedad, dudaba de que hubiera algo para
considerar bonito en su persona. Era imposible saber por qué la habría
besado y absurdo detenerse en ello; ahora por qué ella lo había besado a él
era otra historia y tendría que buscar el motivo por su cuenta.
Él regresó con otro pañuelo para el cuello y se arrodilló delante de
ella para quitarle el vendaje.
—Mi último pañuelo —le advirtió, mientras le limpiaba la mano
con ternura—. Trate de no ensuciar este también.
Ella inspiró con fuerza y apartó la mano cuando él le tocó una parte
especialmente sensible.
—Perdón —murmuró él.
Con el ceño fruncido, Millie lo estudió. Un rizo oscuro le caía sobre
la frente y tenía una sombra de barba oscura y espesa en la mandíbula. Aun
con las cicatrices, era indudablemente muy apuesto. Antes de que lo
hirieran, debió haber roto docenas de corazones.
—¿Cómo sucedió? —preguntó, con un gesto hacia la cara de él.
Él levantó la mirada mientras le envolvía el pañuelo alrededor de la
mano.
—En la guerra —respondió, escueto.
Bueno, pues eso explicaba mucho. Como soldado, debió haber visto
cosas terribles. Tal vez antes de ir a la guerra había sido un seductor
descarado y la experiencia lo había dejado con esa extraña mezcla de
caballerosidad y personalidad atormentada. Muchos hombres de la zona
donde había vivido con su madre habían ido a la guerra y regresado como
personas completamente distintas.
—Podría haberme dejado morir ¿sabe?
—Sí, podría —coincidió él, sin mirarla.
—No me parece que sea un secuestrador experimentado.
—¿Ahora es cuando me dirá que soy un sapo con verrugas y cerebro
de mosquito?
—Debe de existir un motivo por el que esté haciendo esto.
Él la miró a los ojos.
—Por supuesto.
—¿Y cuál es? ¿Qué quiere usted del duque si no es dinero? Porque
las telas como esta no son baratas —dijo, con un movimiento de cabeza
hacia el pañuelo de cuello—; y además, habla con demasiada elocuencia
para ser un hombre sin educación. A pesar de todo, no creo que tenga
cerebro de mosquito.
Un músculo en la mandíbula de él se contrajo mientras le ataba el
pañuelo con un nudo complicado. El corazón de Millie latía con fuerza; no
se había dado cuenta de lo importante que le resultaba su respuesta. Por
favor, que no se trate de dinero. No podría soportar haberse equivocado
sobre él. No podría.
Tras varios dolorosos segundos, él la miró y respondió:
—Tiene a mi hermana.

***
Tenía muchos motivos para no decirle a la señorita Strong por qué
había decidido raptarla.
Un hombre lógico –un hombre que no habría besado a la mujer que
tenía cautiva- habría mantenido la boca cerrada. Tal vez se debió a que
hacía tiempo que no besaba a una mujer o a que sus labios eran muy suaves.
O tal vez se debió simplemente a ella.
El valor y la fortaleza demostrados por esta mujer eran comparables
con los de algunos de los soldados con los que había luchado y le resultaba
imposible no admirarlos. No se había necesitado más que un dulce y
delicioso beso, una caricia de las manos de ella, el contacto de su cuerpo
con el de él y allí estaba, confesando cosas que ella no tenía por qué saber.
—¿Tiene a su hermana? —repitió la señorita Strong—. ¿Así como
me tiene usted a mí?
Él le soltó la mano y se la depositó con suavidad sobre el regazo,
reprimiendo las ansias de volver a estar en contacto con su piel, aunque más
no fuera con una breve caricia de sus dedos. Por todos los demonios. En
vista de que la había besado, ¿no podía ella al menos mirarlo como si lo
odiara en lugar de posar sobre él esos ojos grandes y curiosos? ¿No podía
haberlo apartado con violencia y haber huido de él, en lugar de levantar la
barbilla a modo de invitación y plegar su cuerpo esbelto contra el suyo?
Gabriel se pasó una mano por la mandíbula áspera y soltó un
suspiro.
—Están comprometidos.
Ella parpadeó varias veces.
—Vaya, eso no se parece en nada a mi situación. —Frunció el ceño
—. ¿Me ha hecho pasar por esto a causa de un mero compromiso? Me
secuestró, me asustó, me hizo correr riesgo de morir congelada ¿solo
porque no le agrada el prometido de su hermana?
Él se puso de pie.
—¿No puede poner fin al compromiso y ya? Ella no quedaría
envuelta en un escándalo si lo hiciera.
—No es tan fácil —dijo él, entre dientes, y apretó los puños al
recordar las palabras burlonas de Westwick, su expresión jubilosa ante la
idea de que tenía a Gabriel y a su hermana justo donde los quería. Se dirigió
a la ventana. La señorita Strong no se equivocaba. La había hecho pasar por
una experiencia que habría quebrado a la mayoría de las mujeres.
Pero no a ella. Claro que no. Esta mujer demente se le acercó por
detrás, le apoyó una mano sobre el brazo y con decisión, lo obligó a mirarla
a los ojos.
—¿Qué ha hecho este hombre, mi supuesto padre, que lo obliga a
actuar con tanta desesperación?
Él esbozó una leve sonrisa. Por supuesto, ella veía su desesperación.
Solo un tonto se comportaría como lo había hecho él, no solo raptando a
una mujer en plena calle sino cediendo a la tentación de ser para ella
cualquier cosa menos un cruel captor.
Y de besarla, desde luego.
Al mirarlo, cualquier podría pensar que era un hombre despiadado,
quizás un asesino. No estaría muy lejos de la verdad. Tenía la sangre de
muchos hombres en sus manos. ¿Por qué cuando estaba con ella no podía
pensar con la misma frialdad que cuando decidía quién moría, si él o su
enemigo?
—Él sabe cosas de nosotros, cosas que nos arruinarían a ambos. —
La miró con los párpados entornados—. ¿De verdad no sabe nada de su
padre? ¿Nunca ha sentido curiosidad?
Ella frunció el ceño.
—Por supuesto que no. ¿Por qué diría lo contrario?
—Me cuesta creer que no sienta curiosidad.
—No tengo tiempo ni recursos para la curiosidad. Mi madre no
deseaba hablar de él y ¿qué podría hacer yo para encontrarlo? —Su
entrecejo se arrugó aún más—. Ni siquiera sé cómo usted me encontró. —
Hizo una breve pausa antes de añadir con picardía—: Aunque no estoy
convencida de que tenga razón.
—Tengo recursos —dijo él—, y también tengo razón.
—La gente pensaría que estoy loca si les dijera que soy la hija de un
noble, aunque no sea más que una hija ilegítima.
Él se estremeció. La palabra ilegítima no le hacía justicia. Westwick
no le había hecho justicia. Gabriel sabía lo suficiente sobre la señorita
Strong como para comprender que ella y su madre habían salido de la
pobreza por su propio esfuerzo y no tenía dudas de que continuaría
prosperando en un mundo que no era fácil para las mujeres, mucho menos
para las que no tenían conexiones ni recursos. Si la hubieran cuidado y le
hubieran dado el beneficio de que su padre la reconociera, habría
prosperado aún más.
Aunque, dada la naturaleza de su padre, tal vez fuera mejor que no
lo hubiera conocido. Padres mejores que él habían arruinado a muchos
hijos.
—Después del compromiso, solicité a varios investigadores que
hurgaran en el pasado de Westwick.
—¿Entonces tiene información sobre él? ¿Así como él la tiene sobre
usted?
—En efecto. —Y era probable que hubiera algo peor de lo que
Westwick sabía sobre su hermana y él, pero estaba sepultado tan
profundamente que todavía no lo había descubierto.
Lo más grave que había averiguado era que tenía varios hijos
ilegítimos y para muchos hombres de su rango, lamentablemente, eso no era
inusual. Gabriel no podía imaginar recibir la bendición de un hijo y luego
sentir el deseo de ignorar su existencia.
—Así que usted me descubrió, o eso dice.
—Usted es su hija. Su madre trabajó durante un tiempo para él y mi
investigador encontró a la comadrona que la trajo al mundo. No era ningún
secreto que fue Westwick quien la engendró.
Los ojos de ella centellearon.
—Quizá debería haber dejado los secretos donde estaban.
Él encogió los hombros.
—Necesitaba información y la historia de su nacimiento formaba
parte de ella.
—Qué agradable todo. —Frunció los labios. —¿Está completamente
seguro de esto?
—Así es.
Ella se llevó los dedos a los labios, lo que le recordó el tiempo que
había transcurrido desde que la había besado.
No era que fuera a sentir el sabor de esos labios otra vez, desde
luego.
—Mi madre nunca quiso hablar de mi padre.
—Perdió su empleo y dudo que Westwick haya sido amable al
respecto. Es un sinvergüenza despiadado.
—Así dice usted, pero se arreglan muchos matrimonios infelices
con hombres de su rango ¿no es así? ¿Acaso su hermana no gozará de
protección y riquezas?
—Yo puedo cuidar muy bien de mi hermana —respondió él entre
dientes.
—Porque es rico.
—Lo suficiente.
—Porque es... —Se quedó mirándolo unos segundos y luego negó
con la cabeza—. No. No es posible que tenga título de nobleza.
Él miró al suelo y luego levantó la mirada; vio que los ojos de ella
se agrandaban. No debería estar revelando tanto, pero a estas alturas, ya no
le parecía importante.
—En realidad, lo tengo.
La señorita Strong se tambaleó y él se apresuró a tomarla del brazo.
—Por favor, dígame que no va a desmayarse.
Ella se giró para mirarlo.
—¡Jamás!
Y procedió a desplomarse en sus brazos.

***

Millie se irguió en cuanto sintió los fuertes brazos de él alrededor de


su cuerpo; dio unos pasos vacilantes hacia la derecha, luego uno a la
izquierda. Con una mano en la cabeza, inspiró profundo y se centró en
poder aclarar su visión.
Su captor aguardaba, con los brazos extendidos, siguiendo con
atención sus movimientos.
Lo miró con los ojos entornados.
—Eso no fue un desmayo.
Él arqueó una ceja.
—Pues diría que se le parecía mucho.
Ella tomó aire.
—¿Qué clase de lord es usted?
—El de menor rango —respondió, encogiéndose de hombros.
—¿Vizconde? —Rio al ver que él asentía. A pesar de que
interactuaba con frecuencia con el mundo de la nobleza, jamás entendería a
este hombre. Bien podría haberlo llamado insecto malévolo con cerebro de
mosca. —¿Por qué diablos se sometería a esto? —Hizo un gesto que
abarcaba la habitación—. ¿Por qué no contrató a alguien?
—No quería involucrar a nadie más —respondió él con voz tensa.
—Imagino que decidió que si se descubría que me había capturado,
a nadie le importaría demasiado.
—En realidad, no.
—Tonterías.
El vizconde dio un paso hacia ella.
—No quería involucrar a nadie más en este asunto. Es demasiado
sensible. Además, si se quiere un trabajo bien hecho, se debe hacerlo uno
mismo.
Ella hizo un pequeño sonido de aprobación y lo lamentó de
inmediato. Por cierto, lo había descubierto hacía tiempo, cuando había
abierto su primera tienda. Era mucho más fácil hacer las cosas uno mismo
que depender de personal contratado. Pero ahora parecía que estuviera de
acuerdo con el plan alocado de él.
Lo miró, con las manos en jarra y la cabeza ladeada.
—¿Por qué debería creerle?
—¿De verdad piensa que deseo contarle estas cosas, señorita
Strong?
—¿Entonces, cuál es su título? ¿Su título completo?
Él vaciló.
—¿Y bien? —insistió. Si le decía su nombre completo, tal vez lo
reconocería.
—Lord Gabriel Vincent, Vizconde de Thornbury.
Gabriel. Por supuesto, un hombre de semblante tan sombrío llevaría
el nombre de un ángel. Le sostuvo la mirada, buscando en sus ojos o en su
rostro indicios de mentiras. Este hombre la había capturado en plena calle y
había ideado el plan de mantenerla prisionera en medio de la nada. Podría
estar mintiendo, aunque no se le ocurría por qué haría algo así. ¿Habría
pensado que ella se inclinaría ante su voluntad por el rango que ostentaba?
Pero si iba a mentir sobre su título, ¿por qué no hacerlo obvio desde un
principio? ¿Por qué no decir que era un duque, un hombre con casi tanto
poder como un rey?
—No voy a llamarlo milord —dijo, y enseguida se sintió ridícula.
Toda la situación era más que absurda. Aquí estaba, conversando
con su captor como si estuvieran tomando el té y conociéndose.
—Bárbaro me gustaba bastante. —Una sonrisita se dibujó en los
labios de él y ella pensó que se ensancharía, pero el ruido de cascos de
caballos lo distrajo y lo hizo tensar la boca.
Millie dudaba de que alguien hubiera acudido en su rescate. Sí,
alguien notaría su ausencia pronto, pero ¿cómo imaginarían dónde estaba?
¿O siquiera que la habían capturado? ¿Y quién en su sano juicio llegaría a la
conclusión de que la habían secuestrado?
Él espió por la ventana, la señaló con el dedo y le ordenó que se
quedara donde estaba.
Millie no le prestó atención y lo siguió fuera a encontrarse con el
jinete. Él le dirigió una mirada y alzó los ojos al cielo.
—¿Qué he dicho?
—Me quedaré, pero aquí. —Pisó el suelo con fuerza con ambos pies
a modo de demostración.
El muchacho a caballo le dirigió una mirada desconcertada y luego,
con expresión de disculpas, entregó a Gabriel una carta cerrada.
—Se ha negado a recibirla. Insistí, pero el mayordomo me ha
echado.
Gabriel maldijo en voz baja con un lenguaje que ella jamás había
oído de boca de un caballero. Su expresión de preocupación le comprimió
el corazón. No tenía idea de por qué debía importarle que estuviera
consternado. Tal vez era su evidente amor por su hermana o el hecho de que
este hombre no era en absoluto el bárbaro secuestrador que ella había
creído.
De todas maneras, tendría que ser cautelosa. Todos siempre decían
que tenía buen corazón bajo su exterior duro. La cantidad de asistentes que
había contratado y habían resultado ser inútiles o indignas de confianza o
hasta le habían robado era absurda, pero no podía contenerse: si alguien
necesitaba ayuda y ella podía brindársela, siempre lo haría.
—¿Qué hará ahora? —le preguntó.
—Enviaré otra carta. —Cuando se disponía a entrar, se detuvo
frente a ella—. Esto significa que no sabe que la tengo a usted.
—¿Cree usted que me ofenderé si a él no le importa? —Buscó en su
interior alguna punzada de dolor, pero no encontró nada. No sabía quién era
su padre, seguía sin estar convencida de tener vínculo alguno con ese
hombre y tenía una madre cariñosa que la había criado en circunstancias
difíciles con más amor y bondad que muchas personas de privilegio.
—Yo… —Soltó un suspiro y entró en la cabaña, agachando la
cabeza en la puerta baja.
Millie lo siguió.
—¿Qué le dirá?
—Tal vez si vuelvo a enviar al muchacho, verá la urgencia de la
carta. —Cogió una hoja de papel de una pulcra pila que estaba sobre la
polvorienta mesa de la cocina y se inclinó para escribir algo deprisa. Ella
espió por encima de su hombro, pero él dobló el papel enseguida con
pliegues intrincados para que nadie pudiera acceder con facilidad a la carta.
Luego escribió su nombre en la parte externa, para atención de Westwick.
—Si alguien más lee eso, será prueba de que me ha raptado —le
recordó ella.
—Lo sé.
—Es un gran riesgo.
Él arqueó las cejas.
—¿Por qué debería importarle?
Sí, ¿por qué debería? Si alguien se enteraba de su suerte, la
rescatarían.
—Debo librar a mi hermana de él.
—¿Por qué? —quiso saber Millie—. ¿Qué es tan terrible que ella no
puede casarse con ese hombre? Sin duda desposar a un duque debe… —
Frunció el ceño e hizo un movimiento con la mano—. ¿Acaso no es la clase
de matrimonio que ansía la nobleza?
—No después de la forma en que trató a mi hermana, y menos aún
si consideramos que se aseguró de que yo matara a otro hombre por los
pecados de él.
***

Gabriel sostuvo la mirada de la señorita Strong. Ella lo miraba con


ojos enormes y la boca abierta en forma de O. Sin embargo, no podía estar
más horrorizada que él.
El plan, ideado con tanto cuidado, había caído en un desastre tras
otro. Tal vez ella estuviera en lo cierto sobre él, quizá fuera un idiota sin
cerebro, un patoso con seis dedos o como fuera que lo había llamado.
Primero, ella se había lastimado, luego había escapado y por último, él la
había besado.
Y no había sido cualquier beso. Era la clase de beso por la que los
hombres peleaban y él sabía demasiado sobre luchas.
Y ahora, encima, él le había confesado su secreto más profundo y
oscuro, para no mencionar que le había dado información sobre su hermana
que nadie más conocía. Podía echarle la culpa de su frustración al hecho de
que Westwick hubiera ignorado su carta. También podía achacársela a lo
agotador que era asegurarse de que la señorita Strong no se hiciera más
daño.
No obstante, lo más probable era que ella fuera la que le había
aflojado la lengua. Esos ojos, ese tono exigente, la sensación de tenerla en
sus brazos… todo se combinaba en un extraño elixir de la verdad que lo
hacía revelar sus secretos.
—Olvide que he dicho eso —dijo con tono brusco.
—Ah, no. —Ella sacudió la cabeza con energía—. No puede
confesar algo así y decirme que lo olvide. —Entornó los ojos y se plantó
con firmeza ante él, bloqueándole la salida.
Por supuesto, podía reducirla. Al fin y al cabo, la había capturado, la
había cargado sobre un hombro y la había arrastrado a una habitación fría y
oscura. Vio las sombras bajo sus ojos, la venda alrededor se su mano y el
pelo rubio y desordenado que le caía alrededor de los hombros. ¿En qué se
había convertido? ¿Acaso la desesperación le había hecho perder la razón?
Apretó los dientes.
Ella no se había equivocado al llamarlo bárbaro. No podía seguir
comportándose de ese modo.
Soltó el aire despacio y se pasó una mano por la áspera mandíbula.
—¿Sabe algo sobre su padre?
—Ya hemos tenido esta conversación; le he dicho que no, y
tampoco estoy convencida de que este duque del que habla sea mi padre.
—¿Pero habrá escuchado hablar de él, sin duda? Es un hombre muy
poderoso.
Ella ladeó la cabeza.
—Envío telas a muchas casas importantes, pero dudo que un duque
ponga un pie en una mercería y no recuerdo haber escrito su nombre en mis
registros.
No sabía por qué, pero imaginaba que la señorita Strong conocería
en detalle su negocio y hasta sabría qué cliente había comprado una cinta
azul el miércoles anterior. Se había equivocado de cabo a rabo al creer que
su padre podría haberle brindado algún tipo de ayuda financiera. Ella había
sobrevivido y había progresado a fuerza de determinación y trabajo duro.
Eso le resultaba admirable. Sus investigaciones habían revelado que
pocos hijos de Westwick lo habían logrado; sus madres habían sido
despedidas de su trabajo y la sociedad las había rechazado, lo que había
dejado sin nada a los hijos ilegítimos. A una de ellas ni siquiera había
podido encontrarla: la primera amante que se le conoció a Westwick.
Gabriel temía pensar en lo que podía haberle sucedido.
—Él… se aprovechó de mi hermana hace algunos años.
—¿Se aprovechó? —Millie empalideció—. ¿Quiere decir que…?
—Que ella no consintió a sus atenciones. —Sintió que le hervía la
piel al pensar en el llanto y la confesión de su hermana, en la manera en que
se había culpado.
—Dios mío…
—Quedó embarazada y dio luz a una niña a la que llamó Lydia. Yo
la protegí y me aseguré de que no se supiera. Nuestros padres han muerto
¿sabe? Y de algún modo, agradezco que sea así. Mi madre nunca habría
sobrevivido si lo supiera. Pero Westwick se enteró; es más, se aseguró de
culpar a otro hombre. Mi hermana se negó a nombrar a su agresor durante
un tiempo y… —Negó con la cabeza—. Maldición, ¿por qué quiere saber
todo esto?
—Pues, porque me ha involucrado en todo este asunto ¿no cree? —
Una sonrisita se dibujó en sus labios—. Además, si de verdad es mi padre,
merezco conocer su verdadera naturaleza y la hija de su hermana estaría
emparentada conmigo ¿no es así? Creo que estamos bastante entrelazados.
Gabriel sostuvo la firme mirada de ella. No podía culpar a nadie más
que a sí mismo, y tampoco podía soportar la idea de que la señorita Strong
se involucrara de algún modo con su padre sin saber la clase de hombre que
era. El hecho de ser su hija no la protegería de sus maquinaciones.
—Exigió la mano de Emma hace menos de dos meses, una vez que
finalizó el período de luto por su esposa anterior.
—Vaya, suena como un hombre encantador.
—No es inusitado que los hombres ricos busquen desposarse
rápidamente… quieren una madre para sus hijos y todo eso. Pero su interés
por mi hermana no tiene nada que ver con su capacidad como madre: los
herederos de Westwick ya son casi adultos. La verdad es que es una
hermosa joven y pronto otros querrán su mano. Él desea poseerla para que
nadie más pueda hacerlo.
Millie se estremeció.
—Poseerla —repitió—. Como si fuera un objeto y no una persona
que tiene valor por sí misma.
—Los hombres como Westwick no ven a las mujeres como
personas.
—No puedo imaginar tener que casarme con el hombre que… que
me hizo una cosa así.
—Ella tampoco. Emma no ha dormido desde que él la obligó a
consentir y casi no come. Intenta mostrarse optimista, pero temo que no
sobrevivirá a un año con él.
La señorita Strong se mordió el labio inferior y se llevó un dedo a
los labios.
—Suena terrible.
—Es terrible, y haré todo lo que pueda para protegerla. —Agitó la
carta en el aire—. Hasta correré el riesgo de que me cuelguen por
secuestrador.
—Tiendo a pensar que eso no le agradaría a su hermana.
—No tengo opción.
—A menos que… —Asintió con firmeza—. Sí.
—¿Sí?
—Lo he decidido.
Gabriel frunció el ceño y buscó en la expresión de ella algo que se le
hubiera escapado. No encontró nada.
—¿Qué es lo que ha decidido?
Millie abrió grandes las manos, hizo un gesto hacia sí misma y
sonrió:
—Que puede quedarse conmigo.
Gabriel levantó una ceja y la miró. Por dentro, soltó un gemido.
CAPÍTULO 7
Gabriel, o Lord no-sé-qué (ella ya había olvidado el largo título) la
miraba con recelo. A Millie siempre le había parecido que se necesitaban
dos ojos para mirar a alguien como si hubiera perdido la razón, pero al
parecer, no era así.
No lo culpaba, en realidad. Si le contaba la historia a cualquier
persona, la enviarían al manicomio. ¿Por qué no huiste o le pediste ayuda
al muchacho mensajero? ¿Por qué demonios te ofreciste a ayudar al
hombre que te secuestró en plena calle?
Ah, sí, ¿y por qué lo besaste, también?
Sus amigas querrían saber todo eso y más y ella no tendría
demasiadas respuestas sensatas para dar, salvo que si ese hombre era su
padre, ella tenía algo de responsabilidad en el asunto.
Tal vez.
Pero lo que le oprimía el corazón era la historia de la hermana de él.
Fuera o no Westwick su padre, por lo visto eran muchas las mujeres que
habían sufrido por su culpa. El único privilegio de ser pobre y no tener
ninguna importancia era que tenía la libertad de elegir su destino. Hasta su
madre había podido hacerlo. A nadie le importaba si una criada daba luz a
un hijo ilegítimo. Nadie se fijaba en ello.
La hermana de Gabriel no tenía esa libertad y Millie sentía lástima
por ella.
—Su padre es un hombre peligroso —dijo él entre dientes, sin dejar
de mirarla.
Ella levantó la barbilla, sin intención de mostrar señal alguna de
debilidad. Podía tener sus dudas, pero cuando tomaba una decisión, se
mantenía en sus trece, más allá de que fuera o no la mejor decisión. Lo que
en ocasiones era un defecto y en otras, una virtud.
—¿Entonces ahora no desea que me involucre en el asunto?
Digamos que podría habérsele ocurrido antes de secuestrarme.
Un músculo se movió en la mandíbula de él.
—No tuve opción.
—Pues ahora le estoy dando la opción. No me libere, envíe un
mensaje a mi padre y negocie la libertad de su hermana.
—Podría encerrarla igual.
Ella señaló la puerta con el pulgar.
—Y yo podría huir ahora y dudo que fuera a impedírmelo. —Se
acercó a él y le hundió un golpeó el pecho con un dedo varias veces,
tratando de no pensar en lo firme que era—. Ha perdido usted su voluntad
de luchar, Gabriel, Lord tal y cual.
—Bueno, pues si alguien tiene la culpa de eso, es usted. —Le cogió
el dedo con firmeza—. Además, ¿qué sabe usted de luchar?
—Soy una mujer ilegítima en un mundo que apenas si admite mi
existencia. Lo sé todo sobre luchar.
Él inspiró y exhaló profundamente antes de soltar su dedo.
—A su padre no le importaría hacerle daño.
—Soy sangre de su sangre…supuestamente. —Se encogió de
hombros. —Puede que no le importe mi situación, pero… ¿cree que
lastimaría a su propia hija?
Al ver que Gabriel no respondía, se estremeció. Atendía a muchos
caballeros y damas de alta alcurnia y comprendía bien el poder que tenía un
duque. Quedaba claro que ese hombre no utilizaba bien su poder. La forma
en que había tratado a la hermana de Gabriel bastaba como prueba de que
era un hombre que descendería a los más bajos niveles para conseguir lo
que deseaba.
—El hecho de que yo sea insignificante es de utilidad ¿no cree? —
prosiguió—. Él no consideraría a una pobre tendera como una amenaza.
—No la conoce.
Sonrió al oír el tono irónico de él.
—Eso es cierto.
—No me agrada —gruñó él, lo que reconcilió a Millie con la idea
de que fuera un bárbaro. En algunos sentidos, resultaba difícil imaginarlo
como un aristócrata. Había algo rústico y elemental en él, como si debiera
haber nacido en otra época y esgrimido una espada para defender a los
lugareños de los invasores.
—No es algo que deba agradarle y como he dicho, es usted quien
me ha metido en esto.
—Así es. —Dio un paso atrás, cruzó los brazos y miró por la
ventana hacia el mensajero que aguardaba—. ¿Qué sugiere que haga?
—Me quedaré dos días más con usted. Envíe la misiva y veremos si
recibe respuesta.
—¿Dos días?
—Su mensajero es veloz ¿no es así? Y debo volver a Londres para
inaugurar mi tienda nueva con bastante tiempo antes de la Navidad.
—El muchacho tendrá una respuesta para entonces, sí —reconoció
él—. Pero si su padre no…
—Si a él no le importa si estoy viva o muerta, no tiene sentido
continuar con esta farsa del secuestro; además, debo abrir mi tienda. Es
necesario que regrese a Londres cuanto antes.
—Dos días, entonces —afirmó Gabriel—. Luego la llevaré de
regreso.
La falta de entusiasmo de su voz seguro se debía a que la treta del
secuestro no estaba funcionando y no a la idea de separarse de ella. Millie
no debía permitir que su estómago diera un vuelco, pero lo hizo. Tal vez
ingresaría el manicomio por su propia voluntad cuando todo esto
terminara…
—Y luego, haremos todo lo posible para liberar a su hermana.
—¿Haremos?
—Tengo unos amigos… —dijo.
—Cuánto me alegro.
—…Que tienen ciertas habilidades. Pienso que podrían ayudar.
—¿Ayudar? —repitió él—. No deseo que nadie se entere de este
asunto.
—¿Es por eso que decidió ensuciarse las manos haciéndolo usted
mismo?
—Sí, y también porque no me fío de nadie para hacer el trabajo
como yo.
—Claro, porque ha hecho usted un trabajo magnífico hasta ahora.
—Conseguiré cuerdas —la amenazó, con una tenue sonrisa en los
labios—. Hasta ahora no he tenido ocasión de atarla a la cama.
Pensar en la cama y las manos de él sobre su cuerpo hizo que Millie
se sonrojara. Apartó de su mente esas extrañas imágenes en las que no tenía
intención de pensar.
—Estos amigos míos… brindan un cierto servicio y es de vital
importancia que sus acciones se mantengan en secreto. No revelarán su
identidad.
Al menos, deseaba que pudieran ayudar. Lucy estaba en la ciudad,
preparando vestidos para la temporada festiva y por lo que sabía, Freya, que
estaba casada con el jefe de ese grupo, tenía intención de pasar el invierno
cerca de sus padres. Estaba segura de que una vez que ella hablara con
Freya, se mostrarían dispuestos a ayudar.
—No me agrada —masculló él.
—No es necesario que le agrade, pero el asunto es que para luchar
contra un hombre poderoso como Westwick, necesitará ayuda. —Hizo una
pausa—. Necesitaremos ayuda.
—¿Necesitaremos? —Sonrió, desconcertado—. Señorita Strong, es
usted fuera de lo común.
—Es cierto. Y con la ayuda del Club del Secuestro, liberaremos a su
hermana, estoy segura.
—¿El Club del Secuestro? —preguntó él, arqueando las cejas.
—Sí. Le explicaré…
CAPITULO 8
—Comprende que podría viajar dentro del carruaje ¿verdad?
Millie se ajustó la manta alrededor del cuerpo; mientras avanzaban,
dirigió una mirada a la señal de piedra enclavada en suelo helado mientras
avanzaban. Solo faltaba un kilómetro para llegar a Londres. Los caminos
tenían menos pozos y estaban mejor cuidados a medida que se acercaban a
la ciudad, pero el clima no mejoró con la salida del sol, y el vapor de su
respiración se elevaba delante de ella.
—No sé si recuerda que no tuve un viaje feliz allí dentro —dijo—.
Prefiero permanecer aquí arriba. En libertad.
Gabriel sonrió sin apartar la vista del camino mientras conducía el
carruaje con destreza por la calle bordeada de pinos. Una casa de campo y
un arado abandonado eran la única señal de civilización. En la temporada
social, los caminos estarían más transitados, pero durante la Navidad la alta
sociedad permanecía en el campo preparándose para las fiestas con amigos
y familiares y evitando los viajes complicados en pleno invierno.
Pero el trabajo de Millie no disminuía. Era preciso enviar las telas a
las grandes casas, a varias modistas y aún muchas jovencitas aguardaban
para adornar sus sombreros con cintas y accesorios. Ya había perdido dos
días a la espera de una respuesta por parte del duque.
Entrelazó los dedos para evitar golpearlos sobre sus rodillas. Los
guantes que Gabriel le había prestado eran demasiado grandes y le sobraba
lugar en las puntas de los dedos, aunque por lo menos mantenían sus manos
calientes, a diferencia del resto de su cuerpo. A pesar de que llevaba su capa
y la manta, el frío implacable penetraba a través de ellas con facilidad.
Cuanto antes llegara a su nueva tienda, mejor se sentiría. Ponerse a
trabajar le quitaría el frío enseguida.
Un escalofrío la sacudió y sus dientes castañearon.
—Puedo detenerme —propuso él— para que viaje abrigada en el
interior.
—Ya le he dicho, prefiero mi libertad.

Él alzó los ojos al cielo.


—Es altamente improbable que yo vuelva a raptarla. Como bien
sabe, el plan no ha funcionado.
Claro que no. La carta había vuelto a sus manos, abierta esta vez. Su
contenido no había despertado el interés de Westwick. Por alguna razón el
hecho de que la hubiese leído pero no enviara respuesta, la hacía sentir un
leve malestar en el pecho. Nunca había notado la falta de un padre en su
vida; no tuvo ni el tiempo ni el privilegio de poder hacerlo. Ella y su madre
habían vivido muy ocupadas tratando de ganarse la vida como para
mortificarse por ese tema; además, el amor de su madre era más que
suficiente. Pero esto sí que era sentirse rechazada por completo, y a nadie le
agradaba el rechazo.
Sintió un nuevo escalofrío y sus dientes castañetearon. Gabriel
suspiró, se desplazó un poco y pasó las riendas a su otra mano. Millie no
comprendió qué trataba de hacer hasta que la rodeó con el brazo y la atrajo
con firmeza hacia él; luego pasó de mano las riendas otra vez y así logró
retenerla a su lado.
El primer impulso de ella fue de apartarse, pero la fuerza de él solo
le permitió acomodarse apenas en su posición. Tan pronto comenzó a
percibir el calor envolvente de su cuerpo, Millie desistió de pelear y acabó
hundiéndose contra Gabriel. ¿Por qué no sentirse calentita y a gusto? De
cualquier manera, él estaba en deuda con ella.
Levantó la mirada hacia él
—Si el Duque de Westwick…
—Su padre —corrigió él.
—Si mi supuesto padre —prosiguió ella— es un hombre tan
terrible, debe haber alguna información sobre él.
—Lo he investigado tanto como he podido. No hay duda de que es
un hombre ruin, pero unos escándalos menores no le harán daño.
—En cuanto me haya cerciorado que todo está bien en la tienda,
podremos ir a ver a Lucy. Estoy segura de que estará trabajando y podrá
ponernos en contacto con Freya.
—Explíqueme otra vez quién es Freya.
—Ella es ahora Lady Henleigh. ¿Está seguro de que no la conoce?
Se casó con el Conde de Henleigh el año pasado.
Millie vio que él fruncía el ceño y le llamó la atención la solidez de
su mandíbula a pesar de la incipiente barba oscura.
—Creo que estaba invitado a la boda.
—¿Pero no fue?
—Hay algo en mi cara que a la gente le resulta algo… desagradable.
—Sonrió con expresión irónica—. No puedo imaginar qué es.
Ella abrió la boca y luego la cerró. Era innegable que la cicatriz en
su ojo impresionaba a primera vista, sin embargo no desmerecía para nada
sus pómulos prominentes ni sus labios gruesos. Seguramente había muchas
damas de la sociedad que no prestarían atención a esos detalles, sobre todo
sabiendo que poseía un título de nobleza; sin embargo, él ya le había dejado
bien en claro que no estaba casado.
—¿Cómo se ha hecho esa cicatriz? —Millie sintió que los músculos
de él se tensaban.
—Ya se lo he dicho, en la guerra.
—¿Entonces no fue el duelo?
—No.
—Tampoco me ha explicado las circunstancias en que se produjo
ese asunto ¿lo sabe?
Durante los dos días compartidos, él no había revelado nada sobre el
hombre al que había matado por deshonrar a su hermana. Debido a que los
duelos eran ilegales, Westwick lo tenía en su poder y Millie ahora
comprendía que se había tratado de un gran error y nada más. Cualquiera
pensaría que si Gabriel quería que lo ayudara, al menos le contaría los
detalles, pero conseguir que hablara con libertad era tan fácil como planchar
un paño de seda arrugado.
—No es un asunto del que pueda hablarse frente a una dama.
—No soy una dama —señaló ella.
—Es la hija de un duque.
Ella resopló:
—Supuestamente. Y sin los modos ni el refinamiento de una dama.
—Lo miró por el rabillo del ojo—. La hija de un duque se escandalizaría
sobremanera por viajar así con usted.
Él movió el brazo, aflojándola presión sobre ella.
—Puede volver a tener frío, si quiere.
—¡No! —Millie cerró la boca al verlo sonreír y él apretó el abrazo,
cobijándola contra él. Ella se acomodó agradecida contra su cuerpo.
—¿Así que Freya es la Condesa de Henleigh? —preguntó Gabriel.
Ella sonrió. Cuando Freya le presentó a los seis miembros del Club
del Secuestro se sintió abrumada. Utilizaban su tienda como escondite para
las mujeres a las que cada tanto auxiliaban, pero la intervención de ella era
mínima. Su amiga Lucy también colaboraba empleando sus habilidades de
modista para crear disfraces, sin embargo, quienes corrían un verdadero
riesgo eran los tres matrimonios.
—Freya es periodista. Conoció al conde, Guy, cuando investigaba
unas extrañas desapariciones. No imaginó que las mujeres que desaparecían
eran las mismas que él socorría.
—Porque necesitaban escapar por alguna u otra razón.
—Así es.
—Así que estas seis personas… ¿montan un falso secuestro y
ocultan a las mujeres en algún sitio?
—Marcus Russell, el medio hermano del conde, las rapta mientras
que Nash las oculta hasta que puedan huir del país. Guy es quien organiza
todo. Las tres esposas colaboran. —Millie soltó una risita—. Hasta
Rosamunde ayuda con los secuestros, algunas veces. —Observó el perfil
adusto de Gabriel—. Creo que le caería bien.
—Parece ser tan problemática como usted.
—Entonces tal vez no —murmuró Millie.
—Usted me agrada.
—¿Si?
—Cuando no pasa el tiempo lastimándose ni clavándome alfileres
de sombrero.
Ella también sonrió.
—Luchaba por mi vida, si lo recuerda.
—Es cierto. ¿Así que Rosamunde colabora con su esposo Marcus en
los secuestros? —Gabriel meneó la cabeza—. Con razón nadie los ha
descubierto. ¿Quién imaginaría que condes, vizcondes e hijas de caballeros
estarían involucrados en algo así?
—Por eso funciona tan bien. Nadie osaría cuestionarlos.
Abrió los dedos de una mano y levantó un dedo de la otra.
—El último miembro oficial incorporado fue Grace. De hecho, la
secuestraron para salvarla de un matrimonio arreglado y Nash se enamoró
de ella. —Sonrió—. Es bastante romántico.
Una ceja oscura se arqueó.
—En el secuestro que acabo de efectuar no he encontrado nada de
romántico en sus insultos o en sus intentos de huir.
Ella apretó los labios. Debía admitir que la experiencia no había
tenido mucho de romántico, pero el beso junto al fuego…sin duda nunca lo
olvidaría. Aunque debiera olvidarlo. Al fin y al cabo, él había matado a
alguien. Y se la había llevado contra su voluntad. Noble o no, debía ser
cautelosa con él, por mucho que su corazón anhelara ayudar a este hombre
marcado por cicatrices.
—Le enviaré un mensaje Freya al regresar —dijo con decisión—. El
Club del Secuestro puede ayudarlo. —Y ella sin duda no volvería a verlo.
Lo que era algo bueno.
¿O no?

***

La fachada de la tienda ofrecía poco para despertar el interés, salvo


por un modesto letrero colgado de un poste de hierro forjado. “Telas
Strong” había sido pintado cuidadosamente a mano, en una caligrafía que
Gabriel imaginaba propia de la señorita Strong. Las ventanas estaban sucias
y en el interior, lo único destacado eran algunas cajas y cestas apiladas de
manera desordenada. No tenía intención de revelar que ya había pasado
delante de la tienda cuando se enteró de la existencia de Millie. La
ubicación, cerca de Trafalgar, lo había llevado a suponer que estaba
financiada por su padre, pero al ver el orgullo radiante en su rostro mientras
se acercaban al edificio con ventanas biseladas, supo que no había mentido
acerca de haberlo logrado por sí misma. Después de pasar cuatro días
juntos, ya no le sorprendía que una mujer con tan pocos recursos pudiera
lograr semejante hazaña. A pesar de su nacimiento privilegiado, no ignoraba
el valor de las cosas. Alquilar esta tienda le habría costado una suma
considerable.
La había liberado del abrazo un tiempo antes de entrar en las concurridas
calles de Londres, y sentía un extraño vacío al no tenerla apretada contra su
cuerpo. Sacudió la cabeza mientras descendía del asiento del cochero y
daba la vuelta para ayudarla a bajar. Demasiado tarde, por supuesto. Ella ya
se hallaba en la acera.
Cuando se disponía a seguirla hacia la puerta de la tienda, escuchó
un grito y percibió un leve movimiento antes de que el dolor estallara en su
rostro. Gabriel instintivamente se tomó la cara y lanzó un golpe, pero su
mano quedó atrapada en la de un hombre tan grande como él y casi tan
marcado por cicatrices, aunque contaba con sus dos ojos, pensó con envidia
durante el breve segundo antes de que otro hombre le sujetara la mano libre,
impidiéndole defenderse. Ambos hombres lo empujaron contra la pared de
la tienda; escuchó el grito de la señorita Strong.
Hacía tiempo que había renunciado a pelear, ya había visto
demasiada sangre en su vida, pero nada lo motivaba más para lanzar
puñetazos y romper narices con su cabeza que escuchar los gritos de ella.
Quienquiera fuesen esos desgraciados no permitiría que se le acercaran.
—¿Qué le has hecho? —preguntó el segundo hombre.
Con el ceño fruncido Gabriel observó al hombre bien vestido. Lo
reconocía pero no podía ubicarlo. Detrás de los dos que lo mantenían
inmovilizado había otro más, todavía más elegante, que esperaba de brazos
cruzados y dando golpecitos con una bota sobre el pavimento. Gabriel lo
reconocía vagamente, pero ¿qué diablos querían de él?
—¡Deteneos! —exclamó la señorita Strong y cogió el brazo del
hombre más corpulento.
—¡Lárguese de aquí! —gritó Gabriel. —¡Corra por el amor de Dios!
—No es lo que crees, Russell, —dijo ella, tirando del brazo del
individuo.
—Soltadme —dijo Gabriel entre dientes, juntando fuerzas para
liberarse y llevarse consigo a la señorita Strong. Un momento. Miró a
Millie.
—¿Russell?
—Te mataré —dijo el hombre llamado Russell como si acabara de
sugerir que le gustaría tomar el té con él.
Gabriel observó las pequeñas cicatrices. Algunas podrían atribuirse
a la guerra, a metralla o al corte de una bayoneta, pero no todas.
Quienquiera que fuera este hombre, había vivido una vida bastante intensa.
Los otros dos, sin embargo, estaban libres de cicatrices y marcas, y llevaban
ropa tan costosa como la suya.
—¿Quiénes sois? —preguntó Gabriel.
—¿Te ha hecho daño? —preguntó el segundo hombre—. Freya
estaba preocupada.
—No me ha lastimado, —dijo la señorita Strong— Y debéis
liberarlo. Estoy sana y salva. —Tiró del brazo de Russell, que seguía
sujetando a Gabriel con fuerza, pero el otro hombre aflojó su mano,
permitiendo que Gabriel se liberara.
Gabriel se encontró con la mirada fija de Russell y vio que tensaba
la mandíbula. Ambos se estudiaron durante varios segundos hasta que
Russell levantó un dedo y dijo:
—Si te mueves, te mato.
—No lo hará —afirmó la señorita Strong con expresión de
impaciencia.
—Lo haré —repitió Russell —y con placer.
Gabriel se mantenía contra la pared. La señorita Strong tal vez no
consideraba al hombre capaz de matar en medio de las calles de Londres,
pero él reconocía a otro soldado, un hombre capaz de hacer cualquier cosa
para sobrevivir.
—Al comprobar que no habías abierto la tienda, Lucy acudió a
Freya —explicó el segundo hombre.
—Y Guy nos reunió a todos —agregó el tercero—. Hemos estado
buscándote.
—Pues me habéis encontrado —dijo Millie con tono animado—. Y
estoy perfectamente bien.
—Alguien vio cuando te raptaron en la calle. —Russell se cruzó de
brazos y dirigió una mirada a Gabriel—. Era un carruaje igual a este. —
Hizo un movimiento con la cabeza hacia el sobrio carruaje cerrado que
Gabriel había utilizado para trasladar a la señorita Strong a la cabaña del
guardabosque dentro de su propiedad.
—Fue un pequeño malentendido —explicó ella—. Lamento haber
preocupado a tu esposa.
Gabriel frunció el ceño y paseó la mirada por el grupo de hombres,
debatiendo su próximo movimiento.
—No te culpo, Millie —dijo el que Gabriel supuso que era Guy—.
A quien culpo es a este bastardo aquí presente. Se haya tratado o no de un
malentendido, ¿qué clase de hombre secuestra mujeres en medio de la
noche?
—Bueno… —la señorita Strong hizo un gesto que abarcaba a los
tres—. Digamos que…
—Eso es diferente —dijo el individuo sin nombre—. Hay …
consentimiento.
Gabriel frunció más el ceño y se frotó la nariz lastimada. ¿Sería éste
el Club del Secuestro del que ella le había hablado?
—Os explicaré todo, lo prometo. —Millie hizo un gesto con ambas
manos—. ¿Podré ver a Freya en algún momento? Creo que necesitamos
vuestra ayuda, la de todos.
Russell fulminó a Gabriel con su mirada.
—¿Deseas que te ayudemos?
—¿Desearlo? No.
—Necesitamos vuestra ayuda —insistió la señorita Strong.
Russell asintió a regañadientes; fue como si hubiera un
entendimiento entre ellos. Retrocedió y se encogió de hombros.
—No tengo nada mejor que hacer. Rosamunde ha estado
preparándose para la temporada festiva y ya me ha dicho que está harta. .
El tercer hombre se encogió de hombros.
—Grace estará feliz de poder hacer algo útil durante su
confinamiento.
Guy miró a la señorita Strong.
—¿Confías en este hombre? —le preguntó.
Ella ladeó la cabeza y miró a Gabriel:
—Aunque parezca extraño, confío en él.
—Muy bien —dijo Guy y tendió su mano a Gabriel—. El Club del
Secuestro a vuestras órdenes.
Gabriel no deseaba su ayuda, ni siquiera quería estrechar la mano
del hombre. Sin embargo, la seguridad que mostraban estos tres hombres no
le dejaba duda de que podrían hacer un trabajo mucho mejor que el que
había hecho él hasta el momento para tratar de liberar a su hermana de las
garras de Westwick.
Estrechó la mano de Guy. Con fuerza como para que le doliera.
CAPITULO 9
Cuando Lucy la envolvió en un abrazo, Millie hizo una mueca de
pesar. No había imaginado que su ausencia sería tan notoria. Debería haber
ido a ver a Lucy primero, antes de pasar por la tienda.
—¿Sabe mi madre que desaparecí?
Lucy negó con la cabeza.
—Ayer la visité para ver si sabía algo de ti, pero al ver que no era
así, no quise preocuparla.
—Gracias —dijo Millie, apretando las manos de su amiga. Por
encima del hombro de Lucy, sonrió a Freya, una atractiva mujer de cabello
rubio que lucía un magnífico vestido color esmeralda que seguramente
había sido confeccionado por Lucy. A pesar de que ahora era condesa, Freya
provenía de circunstancias apenas mejores que las de Millie y Lucy, y
compartía la misma determinación por superarse. Aunque Millie dudaba
que alguna vez Freya hubiera imaginado que podría terminar casándose con
alguien de la nobleza.
—Perdona si te he preocupado
Freya negó con la cabeza.
—Creo que fue Lord Thornbury quien nos dejó intranquilos.
—Bueno, supongo que sí —admitió Millie.
—Tomemos una taza de té y hablemos del asunto. —Freya hizo un
ademán hacia la mesa junto a la ventana que daba a la calle.
Rosamunde, una llamativa mujer de cabello oscuro, sonrisa audaz y
aire confiado, cogió una galleta, pero permaneció de pie.
—Prefiero escuchar sobre tu experiencia. Russell dice que le diste
pelea a Lord Thornbury. —Sus ojos brillaban de interés.
Aunque conocía a Rosamunde por la tienda y por la amistad de
Lucy con el Club del Secuestro, no podía decirse que fueran amigas. Sin
embargo, había algo en la actitud tan sincera de ella que hacía que Millie
deseara contarle todos los detalles.
—Hice lo que tenía que hacer, —se limitó a decir. No debía
distraerlas de la urgencia del asunto. Las proclamas matrimoniales de la
hermana de Gabriel se leerían el domingo. Eso les daba tres semanas para
actuar. O bien hasta Nochebuena. Suavizó su afirmación con una sonrisa—.
Pero os contaré todo algún día. Lo que sí puedo deciros es que no le puse
las cosas fáciles.
—Excelente —dijo Rosamunde mientras daba otro mordisco a la
galleta.
Lucy se sentó primero y luego Millie hizo lo mismo. Intentó no
mirar absorta el lujoso entorno ni la preciosa vajilla de porcelana, pero
podía contar con un solo dedo las veces que había pisado una casa de esas
características. Cómo había pasado Freya de vivir de manera sencilla a
semejante vida de lujos, no tenía idea. Lucy le sonrió con complicidad. De
no ser porque era la mejor amiga de Freya, una simple costurera hija de una
jamaiquina y un marinero como ella nunca habría concebido tomar el té con
mujeres de la alta sociedad.
Finalmente, Rosamunde tomó asiento, seguida por Freya.
—¿Tendremos que secuestrar a Emma? —preguntó Rosamunde.
Frunció los labios—. Nunca me agradó el Duque de Westwick. Me hizo
algunos comentarios extremadamente groseros antes de que conociera a
Russell. Por fortuna, ningún hombre se atreve a acercarse a mí en la
actualidad. Ahora me resulta mucho más agradable asistir a los bailes.
A Millie no le sorprendía. Russell tenía un aire sombrío y peligroso,
similar al de Gabriel. Si no fuera por el rango que ostentaba Westwick, ella
simplemente les ordenaría a ambos que fueran a presionarlo y estaba segura
de que el duque se mojaría los pantalones y se batiría en retirada.
—Solo si es necesario. Gabriel es su única familia y bueno, ella
tiene una hija en el campo. No quiere dejarla —explicó Millie.
Freya asintió.
— Por supuesto, no es fácil dejar a la familia.
—Podríamos raptarla antes de la boda y devolverla después —
sugirió Rosamunde—. Ya lo hemos hecho antes.
Millie sacudió la cabeza. Su colaboración con el Club del Secuestro
había sido mínima: les permitía utilizar la tienda como escondite de vez en
cuando o les sonsacaba información a los clientes. Pero estaba convencida
de que la estrategia acostumbrada no funcionaría en este caso.
—Si Gabriel no se equivoca en cuanto a Westwick, el duque hará lo
que sea por desposar a Emma. Es un hombre rico y poderoso, podrá
rastrearla fácilmente o peor aún, intentar quitarle la hija. Al fin y al cabo,
Lydia es también su hija.
Rosamunde hizo una mueca.
—Ha estado casado dos veces. Dos mujeres jóvenes, ambas
parecidas a Emma en su aspecto.
A Millie le corrió frío por la espalda.
—¿Qué fue de ellas?
—Una murió al caer de un caballo, pero la otra… murió en
circunstancias algo extrañas. Fue una enfermedad repentina, pero yo la vi
unos días antes y parecía estar muy bien. —Rosamunde se estremeció;
cogió otra galleta y se la comió de un bocado.
No era de extrañar que Gabriel quisiera liberar a su hermana de las
garras de ese hombre. No solo había forzado sexualmente a Emma y la
había hecho pasar por una espantosa experiencia que jamás olvidará sino
que tal vez había matado a su segunda esposa. Si de verdad era su padre, se
alegraba de no haberlo conocido.
—Tengo esperanzas de que encontremos alguna información que
pueda utilizarse en su contra y así lograr que libere a Emma del
compromiso —explicó Millie.
—Tendría que ser algo muy escandaloso para que pudiera afectar a
un duque —señaló Lucy.
—Puedo investigar las circunstancias de la muerte de su segunda
esposa —propuso Freya.
—Toda la información que consigamos debemos entregársela a
Grace —dijo Rosamunde—. Le encantará mantenerse ocupada y no hay
nadie con mente más veloz que ella.
Millie aún no había conocido a Grace, sin embargo, su inteligencia
era famosa entre sus amigas y si estas mujeres confiaban en ella, ella
también lo haría.
Se llevó un dedo a los labios.
—Creo que a Gabriel le resultará difícil permitir que lo ayudemos.
—Los hombres nunca entienden lo que es bueno para ellos —
declaró Rosamunde—, pero estoy segura de que podrás persuadirlo.
Después de todo, somos siete –ocho incluyéndote a ti, Millie- y podemos
lograr mucho más de lo que un solo hombre puede hacer.
—Y no olvidemos que su primer instinto fue secuestrarte —dijo
Freya con una sonrisa—. No debe ser el hombre más inteligente del mundo,
así que necesitará de nuestra ayuda.
—No estoy tan segura de eso —dijo Millie tratando de no suspirar
con solo pensar en Gabriel. No lo había visto desde el día anterior y tenía
una extraña sensación de vacío.—. Está desesperado, nada más.
Freya se rió.
—Sí, y sabemos muy bien que un hombre desesperado no siempre
actúa de la manera más inteligente.
Millie asintió, distraída. No tenía que olvidar eso. Tal vez la
desesperación de él lo había llevado a besarla, por lo que sería mejor
olvidar que había sucedido.
***
Cuando Gabriel vio la cara de su hermana espiando por la ventana
del salón, el alma se le fue a los pies. Los hombres de este supuesto Club
del Secuestro parecían decididos, pero en lo profundo de sus entrañas sentía
que ni siquiera el líder, el Conde de Henleigh, sabía con certeza cómo
derribar a uno de los hombres más poderosos del país. Lo último que quería
Gabriel era llevar a su hermana al exilio. Al diablo con el escándalo,
simplemente no podía soportar la idea de que estuviera sola en otro país.
¿Cómo podría abandonarla así? ¿Cómo podría arriesgar la vida de la
pequeña Lidia en un país desconocido? Incluso si las enviaran a ambas
lejos, no podría ser en el continente porque el duque las hallaría con
facilidad.
Antes de que se quitara los guantes y sacudiera los restos de nieve
de su bufanda, su hermana se acercó a él, con ojos muy abiertos,
estrujándose las manos.
—¿Y bien? —preguntó una vez que el mayordomo los dejó.
Él sacudió la cabeza.
Al ver cómo se apagaban los ojos de ella, se le encogió el corazón.
Se llevaban nueve años y el contraste entre ellos se definía de muchas
maneras, no solo por la edad. Mientras que él estaba lleno de cicatrices, ella
era de una belleza radiante. A sus veintitrés años se había convertido en una
mujer bien formada, y por más que él no deseara pensar en ello, sabía que
atraía la atención del sexo opuesto.
En especial el Duque de Westwick. El miserable estaba interesado
en ella desde hacía mucho tiempo.
Debería matarlo, sencillamente.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Emma, mientras lo seguía hasta su
estudio.
No tenía intención de explicar la farsa del secuestro de la señorita.
Strong. Mucho mejor era mantener a Emma en la ignorancia de cuán bajo
había caído.
—Digamos que el Duque no se sintió muy presionado.
—¡Qué bastardo!
La habría reprendido por ese leguaje tan impropio de una dama,
pero él sentía la misma necesidad de expresar ese sentimiento.
—Las proclamas se leerán el domingo.
—Lo sé.
Gabriel tomó una hoja de papel, cogió una pluma y escribió
rápidamente una carta, sin molestarse en tomar asiento. Luego recogió las
cartas del duque y de los investigadores que tenía en su poder. No tenía
demasiadas esperanzas de que el conde y su grupo pudieran encontrar algo
útil en su contenido. Dios sabía que había estudiado la información hasta el
cansancio, pero no les negaría una segunda o tercera mirada.
—Pásame el cordel. —Lo tomó de manos de su hermana, lo cortó
con la navaja y puso su carta sobre las demás antes de atarlas todas juntas.
—¿Qué haces?
—Nos van a ayudar. .
—¿Sí? —Su hermana parpadeó varias veces—. ¿Ayudarnos?
¿Ayudarte a ti?
Gabriel sonrió con expresión irónica. No era conocido por aceptar la
ayuda de otros. Tras regresar de la guerra con sus heridas, Emma había
intentado cuidarlo mientras él se abría camino por el mundo con un solo ojo
y un espantoso conjunto de cicatrices. Debía admitir que no había sido
amable con ella al rechazar su ayuda. No era de extrañar que su hermana se
sorprendiera ante la idea de que estaba dispuesto a aceptar ayuda en la
situación actual.
—Hay un grupo de hombres dispuesto a ayudarnos… —Se rascó la
barbilla—. Es difícil explicar quiénes son; he jurado guardar el secreto.
—¿Ni siquiera me lo contarás a mí? ¿Aunque se trate de mi destino?
—No. —Aunque a quién podría contárselo Emma, no lo sabía.
Tenía la sospecha de que ninguna de sus amigas le creería si les hablara de
estos tres hombres adinerados y poderosos que secuestraban mujeres. A él
mismo le costaba aceptarlo, pero si alguien le hubiera dicho hace unos
meses que él terminaría secuestrando mujeres, le habría le habría sugerido
que se dirigiera al manicomio.
Por supuesto, no había secuestrado a cualquier persona. Quiso el
azar que raptara a una mujer que tenía más más valor que la mayoría de los
oficiales con quienes había estado en la guerra, y un excéntrico grupo de
amistades.
Esos hombres se especializaban en ayudar a mujeres en situaciones
desesperadas. Por mucho que no quisiera aceptar su ayuda, la situación era,
sin duda, desesperada. ¿Cómo podría condenar a su hermana a una vida con
su agresor debido a un error que él mismo había cometido al comportarse
de manera impulsiva y estúpida y terminar matando al hombre equivocado?
Él debería pagar por esa sangre derramada, no ella.
—Hay esperanzas todavía —le aseguró mientras envolvía el paquete
con papel y lo ataba con más cordel, por si acaso.
Ella lo miró con los labios apretados. .
—La hay —insistió Gabriel—. No estamos indefensos y mientras
tenga aliento dentro de mi cuerpo, no te casarás con él.
Emma entornó los ojos.
—No hagas nada imprudente.
Era un poco tarde para eso. El secuestro de la señorita Strong había
sido muy imprudente.
Una imprudencia mucho más placentera de lo previsto; cuando no le
lanzaba verborrágicos insultos ni se ponía en peligro a sí misma, ella…
Gabriel encogió un hombro.
—Haré lo que sea necesario para liberarte de esta situación.
Ella inspiró hondo.
—No lo desafiarás a duelo…
—Si es necesario, lo haré.
—Ya no puedes disparar con la puntería de antes. —Le apretó el
brazo con la mano. —Tu vista… Gabriel, prométeme que no lo harás.
Ambos sabemos que Westwick no hará honor a las reglas del compromiso.
No dudará en matarte.
Él sonrió.
— No, si lo mato yo antes; sigo siendo tan buen tirador como
siempre.
—¡Entonces te colgarán, eso es seguro! Tu título no te servirá de
nada si matas a un duque, lo sabemos.
Él le tomó las manos frías, deseando poder brindarle más seguridad.
—No dejaré que te cases con él, quédate tranquila.
Emma retiró las manos y levantó la barbilla.
—Estuve pensando al respecto y creo que debería casarme y ya.
—No.
—Él viaja constantemente. Es probable que casi no lo vea.
Estaremos casados solo de hecho y una vez que tenga mi dote estará
satisfecho. Tal vez yo pueda vivir una vida tranquila en una de sus fincas
del campo.
Gabriel lo dudaba. Había visto la forma en Westwick la miraba. Era
más que una obsesión y eso no cambiaría una vez que estuviesen casados.
—Emma…
—Prefiero contraer matrimonio antes que verte lastimado, Gabriel.
Eres la única familia que me queda.
—Como tú para mí —le recordó— y no te veré atada a ese destino,
lo juro. —Le acarició la nariz con un dedo—. No temas, ahora contamos
con ayuda.
—Cuéntamelo todo.
Soltó un suspiro y sostuvo la mirada decidida de su hermana. Le
debía, como mínimo, la verdad.
—Estos hombres secuestran mujeres que necesitan escapar y se
aseguran de que puedan huir u ocultarse sin consecuencias.
Ella frunció el ceño.
—¿Secuestran mujeres?
—Es un concepto interesante, sin duda alguna.
Algo que él aún trataba de comprender. ¿Cómo era posible que fuera
necesario un servicio así? ¿Cómo era posible mantenerlo secreto durante
tanto tiempo?
—Las esconden o las ayudan a abandonar el país. Mediante un falso
secuestro, se aseguran que las mujeres puedan huir sin sufrir ninguna
consecuencia.
La cara de su hermana se ensombreció.
—Ah… las ayudan a huir de maridos malvados, quieres decir.
—Sí. —El solo hecho de que resultara necesario ese servicio hizo
que le subiera bilis por la garganta. ¡Cuán desesperadas debían estar esas
mujeres para recurrir a algo así!
—Como el duque.
—Así es.
—Yo no me iré a ningún lado —le advirtió ella—. No puedo
abandonar a Lydia. ¿Y si Westwick decide reclamarla y me la quita?
—Lo sé. —La abrazó y le besó la cabeza—. Lo sé.
Hiciese lo que hiciese, con la ayuda de estos hombres o sin ella,
tendría que ser pronto para asegurarse de que nada en la vida de su hermana
cambiara. Ella ya había padecido bastante a manos de Westwick y él no
soportaría que también se viese obligada a huir.
CAPITULO 10
Aunque Lucy era una cabeza más baja que ella, la manera en que la
miró hizo que Millie se sintiera se sintiera bastante pequeña. O al menos
hizo que deseara tener la habilidad de desaparecer. Por supuesto, no podía
culpar a su amiga por mirarla así, como si ella acabase de arribar desde un
país lejano donde había sido raptada por un pirata al que desposaría. .
El Club del Secuestro había aceptado ayudarlos y parecía haber un
extraño entendimiento entre los hombres, pero sospechaba que Lucy no
perdonaría a Gabriel por haberle causado tanta preocupación.
Millie pasó la mano con ternura por la seda desplegada sobre la
mesa, una hermosa tela color melocotón que costaba mucho más de lo que
muchas personas verían en su vida. Sobre el maniquí de modista ya había
largos de tela clavados con alfileres y aunque en ese momento no era fácil
imaginar cómo luciría, pronto se transformaría en una preciosa creación que
atraería miradas y muchos elogios en Navidad.
—Tienes suerte de que tu madre no llegó a preocuparse —dijo Lucy
con la boca llena de alfileres, mientras clavaba uno con fuerza en la tela.
Millie colocó un brazo sobre el respaldo de la enclenque silla y
apoyó la barbilla sobre su antebrazo, agradecida de que Lucy estuviera
trabajando sobre un maniquí en lugar de un cliente real en ese momento. Al
observar el trabajo de Lucy, se sentía como un músico novato a los pies de
un compositor que toca en un piano de cola.
Había pasado muchas horas en la tienda de su amiga, incluso
ayudando en momentos de mucho trabajo, pero nunca se cansaba de verla
crear vestidos para los más ricos de la alta sociedad, en especial cuando
usaba las telas que ella le procuraba.
—Lo sé y lo lamento —dijo Millie, con una mueca de pesar—. Por
lo menos, como he estado trabajando hasta altas horas, no llegó a notar mi
ausencia.
—Tuve que mentir —murmuró Lucy; con el ceño fruncido se quitó
los alfileres de la boca y los dejó a un lado antes de alejarse un poco para
observar el vestido en preparación. —Sabes que no me gusta mentir y
menos a tu madre —agregó.
—Lo sé.
—No te culpo, culpo a esa bestia de hombre. ¡Cómo es posible, es
un caballero, en qué diablos pensaba cuando te capturó!
Millie contuvo el suspiro que la sola mención de Gabriel le
provocaba y se esforzó por mantener una expresión neutral. ¿Por qué al
pensar en él su rostro perdía toda serenidad? No lo sabía. Al fin y al cabo, la
relación entre ellos podía haber terminado. Aunque conocía la existencia del
Club del Secuestro por su conexión con Lucy, ella no era miembro del
grupo, sólo ayudaba cuando era necesario. Y ahora que ya no la retenía a
cambio de un rescate, su función había terminado.
Y tal vez no volviera a verlo.
—Es más bien un bárbaro —murmuró.
Lucy frunció el ceño aún más.
—El hombre te capturó en la calle, tan cerca de Navidad, y por lo
que parece te mantuvo cautiva en condiciones terribles.
—Solo al principio.
—Sin embargo, hablas de él en un tono raro.
—Bueno, es que se mostró muy amable al final.
Lucy sacudió la cabeza e infló las mejillas.
—Millie, ¿sucedió algo con este hombre?
—¡No!
Si uno no contaba el beso, por supuesto.
—¿Millie?
¡No! —repitió. Salvo que contara un beso que jamás olvidaría—.
Solo quiero ayudarlo. Su hermana está en una situación terrible y tú y yo
sabemos que tendrá una vida muy triste si se ve obligada a desposar al
duque. Sabe Dios que hemos visto suficientes jovencitas pasar por nuestras
puertas en situaciones similares.
Lucy acercó la silla que estaba frente a Millie y se sentó; apoyo los
codos sobre la mesa y la barbilla sobre las manos.
—¿Crees que de verdad puedes ser la hija de Westwick?
Millie se encogió de hombros.
—Es un poco difícil de aceptar.
—¿Se lo preguntarás a tu madre?
Millie frunció la nariz y soltó un suspiro.
—¿Cómo podría hacerlo? Siempre se negó a hablar de mi padre y le
duele hacerlo. ¿Y si él la forzó también a ella? ¿Y si soy el producto de ese
acto monstruoso? No soporto pensar en eso, mucho menos recordárselo a
mi madre.
Lucy asintió, frunciendo los labios.
—Lo entiendo, aunque si se tratara de mí, querría saber la verdad.
—Quizás el Club del Secuestro averigüe si es cierto. ¿Sabes algo de
lo que están haciendo?
—Freya dice que mañana los hombres se reunirán con tu bárbaro —
dijo Lucy.
—No es mi…
Lucy la ignoró y se llevó un dedo a los labios.
—Y allí decidirán quién hace qué. Esperemos que se les ocurra un
plan mejor que no sea solo raptar a una mujer inocente. —Tocó la punta de
uno de los alfileres—. Te aseguro, mataría a ese hombre por lo que te hizo.
O al menos le clavaría varios alfileres. Quizás podríamos invitarlo a una
prueba…
Un escalofrío recorrió la columna de Millie y se instaló en su
estómago. Durante los días que pasó cautiva, había pasado hambre y frío y
además se había lastimado. No debería culpar a Lucy por su enojo. De
hecho, ella también debería sentirse un poco así, ya que no había sido una
experiencia agradable.
Al menos, no todo. Estar abrigada en los brazos de él no había sido
tan malo, ni sentir con qué ternura la había sujetado, ni…
Meneó la cabeza. ¿Por qué le resultaba tan difícil enfadarse con
Gabriel por su proceder? Tal vez porque estaba dispuesto a hacer lo que
fuera por su hermana. Y esas cualidades calaban muy hondo en ella.
Arreglárselas para salir de la pobreza no había sido fácil y aunque aún no lo
había logrado del todo, tanto ella como su madre vivían bastante
cómodamente. Hacer lo que fuera necesario se había convertido en su
forma de vida y también aplicaba esa filosofía cuando se trataba de los
demás. Tal vez fuera una tontería, pero se solidarizaba con él y su hermana.
—Bueno, llegué a pincharlo con el alfiler de mi sombrero.
—¡Muy bien! —dijo Lucy, y golpeó la mesa con la mano abierta. —
Se lo merece. No te culpo por querer ayudar a su hermana, Millie, pero
parece ser un hombre espantoso. Espero que no te encariñes con él.
Con una sonrisa forzada Millie negó con la cabeza.
—Por supuesto que no. Después de todo me secuestró. ¿Por qué me
encariñaría con él?
***

La pequeña casa en las afueras de Londres ofrecía un poco más de


comodidad que la cabaña del guardabosques, pero no mucho. Gabriel miró,
divertido, a los tres hombres acurrucados en la cocina con vigas bajas, olor
a humedad y viento que silbaba por los huecos de las ventanas.
Antes de saber en qué estaban involucrados, nunca habría pensado que
estarían dispuestos a soportar tales incomodidades. A pesar de su aspecto
algo tosco, Marc Russell era el medio hermano de Guy, el Conde Henleigh,
y Nash era el heredero de un vizcondado. Aunque Gabriel técnicamente los
superaba en rango a ambos, le costaba verse a sí mismo como algo más que
el hermano que nunca debió haber heredado. La vida de militar no lo había
preparado para las costumbres de la alta sociedad.
No se molestó en quitarse el abrigo y notó que todos los
conservaban. No era para sorprenderse, teniendo en cuenta la escarcha de
esa mañana y los nubarrones grises que amenazaban con nevadas. Le
causaba gracia imaginar a todos ellos atrapados a causa de una nevada en
esa casa decrépita, apiñándose para calentarse. Con un poco de suerte la
nieve se mantendría lejos; tenía demasiado que hacer como para quedar
atrapado con estos hombres.
Todos ellos aún lo miraban con desconfianza.
Russell y Lord Henleigh permanecían de pie. Nash se hallaba
sentado en una silla desvencijada con los pies sobre la mesa y los brazos
cruzados. Gabriel no podía culparlos por la forma en que lo miraban. Puede
que hubieran aceptado ayudar, por el bien de la señorita Strong, pero las
circunstancias en las que se conocieron no habían sido para nada
agradables.
Gabriel permaneció de pie, también, y les sostuvo la mirada con
firmeza. Raptar a la señorita Strong había sido una equivocación, eso podía
admitirlo, pero no iba a acobardarse cuando la suerte de Emma estaba en
juego.
—Mi mujer me ha explicado algo de la situación pero preferiría
escucharlo de tu boca.
Guy mantuvo la mandíbula apretada. Gabriel debería esforzarse para
ganarse la confianza de todos, pero lo aceptaba. Según lo que la señorita
Strong le había contado, eran hombres admirables que perseguían causas
nobles.
—Y quiero saberlo todo —Guy continuó—. Sin mentiras ni medias
verdades. Si vamos a arriesgar nuestros pellejos por ti, debemos saberlo
todo.
—Tu pellejo, no —murmuró Russell y por un momento Gabriel
pensó que había rencor entre los hermanos hasta que vio la leve sonrisa del
gigantón de Russell.
—Entiendo —dijo Gabriel con calma.
—Incluso si pusiéramos en riesgo nuestros pellejos, Grace no se
detendría. La muy testaruda ha estado leyendo todo lo que puede sobre
Westwick —dijo Nash , alzando la mirada al cielo—. Pero al menos ya no
habla de salir del confinamiento.
—No hallaréis mucho. He hecho investigar cada parte de su vida. —
Gabriel se pasó la mano por la cara, cansado de solo pensar en cuánta
información había desenterrado y descartado. —Vaya uno a saber cuántos
hijos ilegítimos ha engendrado, y es un descarado al respecto. Ni siquiera le
importó cuando supo que la señorita Strong había sido secuestrada.
Se obligó a aflojar la mandíbula que tenía apretada con fuerza. Esta
mujer merecía algo mejor. ¿Tenía idea Westwick de lo hermosa que era?
¿Lo fuerte, lo audaz e inteligente que había llegado a ser? Pocas damas en
su situación lograrían progresar tanto como ella en las mismas
circunstancias. Según su cálculo, en pocos años más, sería una próspera
comerciante.
—¿De modo que raptaste a Millie con la esperanza de torcerle el
brazo al duque? —preguntó Guy.
—Así es.
—Yo lo hubiera capturado a él en su lugar —murmuró Russell.
—Y hubieras terminado en graves problemas. —señaló el conde.
—Y Rosamunde no te lo hubiera perdonado jamás —se rió Nash—.
Últimamente eres pura cháchara, Russell.
Russell ignoró a su amigo.
—Todavía estamos a tiempo de capturarlo. Podríamos amenazarlo.
Asegurarnos de que se asuste lo suficiente como para pasarse el resto de su
vida mirando por encima del hombro.
Gabriel sacudió la cabeza. Dios era testigo de que había considerado
todas las acciones posibles, pero lo cierto era que a menos que matara a ese
hombre, no había modo de que su hermana saliera indemne de todo este
asunto. Si lo desafiaba a duelo y sobrevivía, tendría que huir o enfrentar las
consecuencias de lo hecho, dejándola sola.
—Mi hermana dio a luz a un hijo suyo —dijo sin rodeos—. Eso
añade un riesgo.
—Freya dijo lo mismo —declaró Guy.
—Solo esa información podría arruinarla. —Gabriel exhaló
lentamente, con el pecho tenso. El nacimiento de Lydia había sido un
secreto para la sociedad durante cuatro años. Iba en contra de sus instintos
compartir esa información. Incluso los que cuidaban de Lydia ignoraban la
naturaleza de su concepción y la estirpe de su padre.
—Y hay algo más —continuó Gabriel.
Russell levantó una mano.
—Quizás sería mejor que nos mantuviéramos en la ignorancia.
—Probablemente —coincidió Nash.
Guy miró a ambos hombres; hubo una tácita comunicación entre
ellos, hasta que por fin asintió.
—Muy bien, nos conformaremos con la mayor parte de la verdad.
—Vosotros queríais la verdad.
Había guardado silencio por mucho tiempo, sin compartir nada con
nadie. Ahora que le había revelado algunos de los detalles más sórdidos de
su vida a la señorita Strong, una parte de su ser anhelaba librarse por
completo de esa carga. No había dudas de que esa mujer había tenido un
efecto extraño sobre él.
Guy lo miró.
—¿Qué quieres que hagamos?
—Podríamos raptar a su hermana —Nash sugirió.
—He pensado en ocultarla en algún lugar, pero ella se niega. No
desea abandonar Inglaterra ni a su hija.
Se le cerraba el estómago ante la idea de separar a su hermana de la
pequeña Lydia de cuatro años, quien sabía perfectamente quién era su
madre y vivía tranquila en lo más recóndito de Somerset, lejos de miradas
curiosas.
—No puedo estar en todos lados —les dijo—. Westwick viene a
Londres a preparar la boda y mi intención es seguirlo. Se casarán en St.
Paul un poco antes de Navidad. —Un sabor amargo le subió hasta la
garganta al imaginar a su hermana entrando en la catedral para casarse con
ese rufián.
—¿Pero no te reconocerá? —preguntó Russell.
Gabriel negó con un gesto.
—Aprendí algunas cosas durante la guerra, aunque preferiría poner
a uno de ustedes tras él.
Russell levantó una ceja.
—Westwick tiene un empleado al que utiliza para llevar a cabo sus
negocios. El hombre tiene un pasado secreto y se sabe que es peligroso.
Quiero seguirlo, así que necesito que tú no pierdas de vista a Westwick —
dijo Gabriel a Russell.
—Dalo por hecho.
—Tendremos a Grace y a Nash investigando sus negocios y
cualquier otra cosa de interés —dijo Guy; luego dio un paso adelante y miró
a Gabriel con seriedad. —Pero quizás debas considerar qué acciones tomar
en caso de que no encontremos nada que deshonre al duque.
Gabriel sostuvo su mirada.
—Lo sé. —Haría lo que fuera necesario para proteger a su hermana,
aún si eso significaba sacrificar su propia vida.
—No tenemos mucho tiempo. Un poco más de tres semanas. —Guy
se dirigió a los otros hombres—. Hagamos todo lo posible para que esta
boda no se lleve cabo. Y para que Lord Thornbury no tenga que volver a
tomar medidas drásticas.
Gabriel trató de reprimir el aleteo de esperanza que se abría paso en
su interior ahora que contaba con la ayuda de estos hombres. Ya había
fallado una vez. Debía prepararse para lo peor.
CAPITULO 11
Tal vez era el corsé, que le quedaba más ajustado, o quizás le costara
respirar porque ésta era la ocurrencia más absurda del mundo. Pero como
no era propensa a engordar, dudaba que fuera el corsé. Así que,
presionándose las costillas con una mano, inhaló profundamente y esperó a
que el lustroso carruaje se detuviera frente a la casa. Una vez que el lacayo
abrió la puerta, el hombre tardó una eternidad en salir, como si supiera que
ella lo esperaba; el corazón le latía tan fuerte que bien podría salirse de su
pecho y caer al suelo. Tan pronto como se enteró de que él estaba en
Londres, supo que debía verlo.
Cuando el lacayo se apartó, avanzó de prisa, observando el costoso
corte de su chaqueta, el brillo de sus botas y su vestimenta elegante. No se
podía negar que provenía de un mundo de riquezas. Y, si se tenía en cuenta
la palaciega casa que abarcaba gran parte de la esquina de Piccadilly, no o
era para sorprenderse.
Todo eso le tornaba más difícil creer que él fuera su padre.
—Westwick —lo llamó.
Él se giró, le dirigió una breve mirada, luego le hizo un gesto al
cochero y continuó hacia la casa como si no la hubiera oído.
Millie intentó llamar su atención otra vez y luego se apresuró para
plantarse decidida frente al portón de hierro forjado.
Westwick arqueó una ceja gris. Millie trató de encontrar algún
parecido entre ellos, pero no veía ninguno. Los labios de él eran delgados, y
estaban tensos de fastidio. Tenía una mandíbula afilada, a pesar de su edad
y una nariz aristocrática. O bien la chaqueta tenía un corte que resaltaba su
figura o quizás aún realizaba mucha actividad física. Podía entender por qué
había dejado un tendal de mujeres tras él a lo largo de los años. Sin
embargo, el frío glacial de sus ojos la hizo estremecerse. Compartían el
mismo color, sí, pero rogaba que sus ojos nunca se vieran tan gélidos como
los de él.
—Te sugiero que te hagas a un lado antes de que mi hombre te quite
de ahí. —Westwick miró al hombre que había bajado del carruaje antes que
él. Si Gabriel ya le parecía moreno y sombrío, este hombre era un demonio
de carne y hueso. Ninguno de estos hombres le transmitía la más mínima
calidez o tranquilidad en su decisión de enfrentarse a ellos.
Tragando saliva, alzó la barbilla.
—Si él me toca, usted sería culpable de que haya puesto las manos
sobre su hija.
Él sonrió.
—¿Mi hija? Estás equivocada. Tengo dos hijos varones —Sus
labios se curvaron—. No engendro mujeres débiles.
—Pues me engendró usted con la señorita Mary Strong ¿no lo
recuerda? —Sus palabras brotaron sin freno, como si no le pertenecieran.
El más leve destello pasó por su cara de él antes de que él sonriera.
—He conocido a muchas mujeres en mi vida.
Millie alcanzó a ver que el hombre demoníaco daba un paso hacia
ella, pero Westwick le hizo un gesto con la mano. Por lo visto, pensaba que
Millie no era amenaza alguna; para este hombre absurdamente rico ella no
era más que un copo de nieve que cae sobre su hombro.
Puede que no tuviera su riqueza ni su poder, pero no le sería tan fácil
descartarlas a ella ni a su madre.
—Mi nombre es Millicent. Fui secuestrada recientemente. Usted se
negó a pagar el rescate.
—Y sin embargo veo que aquí estás…—La miró de hito en hito,
haciendo que ella deseara desaparecer dentro de sus toscas botas. —…en
bastante buen estado, podría decirse.
Millie miró la casa.
—Podría haber pagado sin esfuerzo, por lo que veo.
—¿Qué sentido tenía si estás sana y salva?
—Podrían haberme matado y eso pesaría sobre su conciencia.
Hizo una sonrisa que mostró una cuidada dentadura.
—Las conciencias son para campesinos y pobres, mi querida.
Ahora, si me disculpas...
—¿Obligará a la señorita Emma a casarse con usted? —preguntó
Millie siguiéndolo para evitar que la esquivara.
—¿Obligarla? —Sacudió la cabeza—. Por lo visto, su hermano ha
estado contando historias. Qué forma extraña de secuestro debió ser. —
Soltó una risita—. Siempre supe que Thornbury era débil, pero ahora parece
que tiene una mujer haciendo su trabajo por él. —Suspiró y la señaló con el
dedo enguantado—. Puede que tú no entiendas cómo funcionan estas cosas,
pero Lady Emma se convertirá en duquesa. Será casi tan poderosa como la
reina. No hay necesidad de forzar nada. Se sentirá agradecida por su
ascenso en la sociedad.
—Ella no desea desposarlo. —Mantuvo la voz firme aunque él
debió percibir su vacilación.
No era que ella no le creyera a Gabriel, sino que …bueno, él la
había secuestrado y ahora se le antojaba absurdo creerle a su secuestrador y
no a un duque. Tal vez él no fuera su padre, después de todo.
—Muchas, pero muchas mujeres me desean. —La sonrisa de
Westwick se volvió insidiosa—. Incluso tu madre, hace mucho tiempo.
Espero que esté bien.
Millie ahogó una exclamación y él se alejó antes de que ella pudiera
recuperarse. Su empleado pasó junto a ella y le dio un violento empujón
con el hombro; luego cerró el portón a toda prisa. Millie se giró y vio a
Westwick detrás de la verja.
—Dale un chelín y dile que desaparezca —le ordenó al hombre.
Éste asintió, se acercó y le pasó una moneda entre los barrotes. Con
las mejillas ardientes, Millie observó la moneda. ¿Un chelín? ¿Eso era todo
lo que ella valía para él?
—No quiero su moneda —le espetó.
El hombre se encogió de hombros; la miró con ojos torvos bajo el
ala del sombrero y un rostro completamente inexpresivo.
—No recibirás nada más y si te veo por aquí de nuevo, tu madre
tendrá más preocupaciones que la de alimentar a una hija ilegítima.
Ella abrió la boca y no logró articular una respuesta ante la
amenaza; el pulso le retumbaba en el cuerpo y sintió que sus rodillas
flaqueaban. El duque era vil, al igual que su sirviente. Gabriel había tenido
razón en todo.
****
Con los puños apretados contra el cuerpo, Gabriel se dirigió a
zancadas hacia la tienda. Los canastos continuaban apilados frente a la
vidriera, bloqueándole la vista de la señorita Strong, pero sabía que ella
estaba allí. La había visto entrar.
También la había visto enfrentar a su padre, porque a pesar de
haberle pedido a Russell que siguiera al duque, no pudo resistirse a esperar
la llegada de Westwick. Si no fuera porque debía mantenerse oculto, podría
haber evitado semejante interacción. Empujó la puerta y al oírla chirriar,
notó que las bisagras estaban oxidadas. Habría que cambiarlas.
Sacudió la cabeza y espió dentro del interior sombrío del negocio.
No importaban las bisagras. Lo que importaba era esa mujer descarada que
no hacía más que exponerse al peligro.
Escondida entre pilas de telas cuidadosamente dobladas, no lo
escuchó entrar o bien estaba demasiado ocupada sacando metros y metros
de cintas que había en una caja frente a ella. Gabriel tragó el nudo que
sentía en la garganta. La caminata desde Piccadilly hasta la tienda había
puesto color en las mejillas de Millie, que fruncía los labios por la
concentración. Gabriel suspiró. Cuánto más fácil sería su vida si ella no
fuese tan atractiva.
Millie levantó la mirada abruptamente cuando él pisó una tabla floja
del piso. Otra cosa que habría que reemplazar.
—Gabriel —Una sonrisa leve le curvó los labios cuando sus
miradas se encontraron.
Casi lamentó tener una expresión que sin duda era furibunda, y
deseó poder devolverle la sonrisa. ¿Cuándo había sido la última vez que
alguien que no fuera su hermana le había sonreído? Por cierto no fue esa la
reacción de su primera prometida cuando él regreso herido de la guerra.
—¿Qué ocurre?
—¿Qué ocurre? —repitió, sin poder creer que ella se mantuviera
tan ajena—.—Ha hablado con su padre.
—¿Cómo se ha enterado?
—Lo he visto todo.
—¿Me estaba vigilando? —La señorita Strong frunció el ceño y
enredó en sus dedos la cinta blanca que sostenía.
—¿Cómo sabía que él estaba en Londres?
Ella arqueó una ceja.
—La llegada de un duque a Londres es una noticia que se publica,
Gabriel.
—No debería haberse acercado a él. —Avanzó hacia ella.
Millie lo miró de hito en hito y en lugar de sentirse amedrentada,
como él esperaba, cuadró los hombros.
—Me dice que mi padre es un duque, y un hombre terrible en todo
sentido. ¿Y espera que yo no hable con él?
—Exacto.
—Pues sí que no me conoce en absoluto.
Él apretó los dientes. Por supuesto que la conocía. Ni siquiera se
había sorprendido al verla delante de la residencia del duque. Era evidente
que iba a involucrarse.
—No debería haber ido —dijo con firmeza.
—Pensé que podía ayudar, ¿sabe? —Con el entrecejo fruncido
enrollaba y desenrollaba la cinta, enredándola aún más.
Como el enredo que había causado con su padre.
—El duque es un hombre peligroso. Creí que lo había dejado en
claro.
—¿Qué podría haberme hecho? ¿Asesinarme en plena calle? —
preguntó ella con gesto desdeñoso. —Por otra parte no creo que alguna vez
haya pensado ni un segundo en ninguno de sus hijos bastardos.
Gabriel se estremeció ante su lenguaje, a pesar de que el suyo no
había sido precisamente cortés. Odiaba que ella se considerara una bastarda,
una hija no deseada o ilegítima. El duque era un necio por no querer nada
con esta valiente mujer.
—Su criado dejó en claro que para el duque yo era solo una
partícula de suciedad traída de las calles —dijo en tono pragmático.
Por más que lo dijo en un tono neutral, Gabriel percibió un destello
de dolor en sus ojos. Él había sufrido bastante por tener un padre
indiferente, pero no podía imaginar cómo se sentiría si su existencia fuese
ignorada por completo.
—Ese hombre es Bishop —murmuró—. No debe acercarse a él.
—No olvide que usted me involucró en esto, Gabriel.
—Y ahora la eximo de involucrarse, señorita Strong.
—¿Le parece fácil?
—Por supuesto. —Asintió—. Porque si usted vuelve a ir a ver a su
padre, me veré obligado a secuestrarla otra vez por su propia seguridad.
—¿Pero acaso no entiende? El duque no quiere saber nada conmigo.
No corro peligro en absoluto.
—Ese hombre es mucho más peligroso de lo que cree. No quiero
que se acerque a él. —Echó una mirada alrededor de la tienda. Ella estaba
completamente sola allí. Sola y vulnerable.
—De hecho, pienso que debería irse de aquí. Váyase de la ciudad
para Navidad.
—Necesito abrir mi tienda. —Se llevó las manos a la boca sin
pensar que tenía cinta enredada en una de ellas. —Le recuerdo que no todos
somos privilegiados como usted que puede refugiarse en su casa de campo.
—Sus miradas se encontraron—. Si tiene tanto miedo ¿qué espera para irse
al campo?
—No tengo miedo. —Una verdad a medias, quizá. No temía por él.
Había perdido el miedo en el preciso momento en que pisó el campo de
batalla entre el rugir de los cañones. Pero temía por ella y por su hermana.
Si el duque era capaz de tratar a Emma como si apenas le importara, ¿qué
sería capaz de hacerle a la señorita Strong? A nadie le importaría si un
duque le hacía daño a una tendera.
Excepto a él.
—Entonces, si la situación era tan peligrosa, ¡debería haber pensado
dos veces antes de raptarme!
Él exhaló suavemente por la nariz.
—No esperaba que se interpusiera en el camino del duque.
—Y yo no esperaba que me secuestraran, y sin embargo, aquí
estamos. —Hizo un gesto con la mano y luego miró con rabia las cintas y
trató de desenredarse otra vez.
—Señorita Strong…
—¡Y deje de llamarme así! No puede raptarme y gritarme para
luego fingir ser Milord Buenos Modales.
Él dudó. Era más fácil tratarla de señorita Strong. Si la llamaba
Millicent o Millie…pues demostraría demasiada confianza.
—Millie —dijo ella como si estuviera enseñándole a hablar a un
niño.
—El nombre no importa, por el amor de Dios. Lo que importa es
que siga… —miró las cintas con las que ella seguía luchando— …
enredándose en esta situación y poniéndose en peligro. No voy a… —Tiró
de un extremo de la cinta y la atrajo hacia él—. Ay, por Dios, venga, déjeme
hacerlo.
Ella ofreció una breve resistencia y luego alargó la mano con un
suspiro. Él comenzó a desenredar la cinta lentamente, dándose tiempo para
aspirar una bocanada de aire, impregnado suavemente con la fragancia
herbal de la tienda y un toque de jabón.
Fue un error. Porque tan pronto percibió la fragancia de ella, se
encontró con su mirada y se dio cuenta de que estaban muy cerca. Ella lo
miraba por debajo de las pestañas; sus manos enguantadas rozaron los
dedos desnudos de ella, suave cuero de cabrito contra yemas rosadas.
Todo sucedió en un instante… una confusión de movimientos que le
dejó dudas sobre quién dio el primer paso. Ella entrelazó las manos
alrededor de su cuello, él la tomó de la cintura, y luego le cubrió la boca
con sus labios firmes y cálidos. Ella jadeó y se fundió contra él.
Un error, sin duda, pero que a él le había resultado imposible no cometer.
CAPITULO 12
Las manos ardientes de él le quemaban el cuerpo. Millie lo aferró de
la nuca, indecisa entre concentrarse en el contacto de su boca demandante y
hambrienta, o en las palmas de sus manos que abrían un camino de fuego
entre sus ropas.
Unas ropas a las que sentía como un estorbo. Cuando la lengua de él
acarició la suya, ella ahogó un gemido; Gabriel recogió su vestido por
detrás con una mano y tensó la tela alrededor de su cintura. Sin soltarse, se
tambalearon hacia atrás hasta que ella dio contra una mesa. Casi no sintió
el golpe, sobre todo, porque él aprovechó para arrastrar una mano por su
costado y tomarle el muslo debajo de sus faldas. Con la otra mano la atrajo
con fuerza contra su cuerpo y volvió a asaltar su boca.
Su mente era un torbellino; no podía pensar con claridad. De lo
único que era capaz era de sentir. Los labios de Gabriel, su cuerpo, el calor
que la atravesaba y llegaba hasta lo más profundo de su ser.
Cuando ella tomó una bocanada de aire, él se detuvo por un instante
—Millie —La palabra salió como una súplica ronca; luego la volvió
a besar.
Cualquier cosa que él deseara de ella, estaba dispuesta a
concedérsela. Nunca había conocido a un hombre más decidido, más leal.
Un hombre que haría cualquier cosa por su hermana; ya ni siquiera le
importaba que la hubiera secuestrado, Millie lo admiraba.
—¿Millie?
Esa voz no sonaba como la de Gabriel. Y además, su boca estaba
sobre la de él así que ¿cómo podía…?
Se apartó bruscamente de él, impedida de ir más lejos a causa de la
mesa. Él la miró por un momento y luego sus ojos se agrandaron cundo oyó
esa voz otra vez.
—¿Millie?
—Mi madre —susurró ella, agachándose detrás de las cajas que, por
fortuna, impedían que su madre los viera.
Se apresuró a acomodarse las faldas y se pasó una mano por el pelo.
Los mechones se le habían soltado de las horquillas, era inevitable, pero su
madre estaba acostumbrada a verla desaliñada tras un largo día de trabajo.
Tal vez no lo notaría. Asomó la cabeza por detrás de los canastos con una
sonrisa forzada.
—¿Pero qué haces aquí, madre?
Su madre levantó una canasta.
—¿Has olvidado qué día es hoy?
—Eh… —Millie vio la canasta cubierta con un trozo de tela clara y
hurgó en su mente.
Fechas, días, todo lo que no fuera esa sensación ardiente que vibraba
en su cuerpo, había caído en el olvido. Tenía los labios hinchados y
anhelaba acurrucarse para dormir una siesta o bien zambullirse de nuevo en
la solidez del abrazo de Gabriel.
Más esto último, a decir verdad.
—¡Es día de preparar el budín de Navidad! —declaró su madre
haciendo un gesto de desaprobación—. Has estado trabajando tanto que ni
siquiera recuerdas la fecha.
—Sí. —Carraspeó y lanzó una mirada hacia Gabriel—. Trabajando
mucho, así es.
No podía permanecer oculto para siempre y ella dudaba de que su
madre se retirara fácilmente. Al parecer Gabriel llegó a la misma conclusión
ya que se movió desde atrás y pasó junto a ella para que su madre pudiera
verlo por completo.
—¡Oh! —Su madre se llevó una mano al pecho—. No sabía que
tenías compañía.
—Gabriel me está, eh, ayudando con estas cajas. —Como una
estúpida, palmeó la caja que estaba más arriba como si su madre no supiera
lo que era una caja—. Son demasiado pesadas para mí ¿sabes?
—Así es.
Su madre entornó los ojos y miró a Gabriel de hito en hito con una
leve sonrisa.
—Pues entonces Gabriel podrá ayudarnos.
—Por cierto… señora, ya debo irme…
—Tonterías. Usted puede dedicarnos unos momentos para hacer un
budín de Navidad —dijo su madre en un tono que no admitía discusión.
Millie supo lo inútil que sería persuadirla de lo contrario.
Su madre no la había criado sola siendo una mujer dócil. A pesar de
que Millie le llevaba una cabeza de estatura a esa mujer de cabello
ceniciento y constitución delgada, a veces se sentía por completo a su
merced.
Su madre se dio la vuelta antes de que Gabriel pudiera dar una
respuesta y comenzó a disponer frascos de vidrio y bolsas de papel con
ingredientes.
—Pensé que como no podías venir a casa a preparar el budín,
podíamos hacerlo aquí. Tengo todo lo necesario y cuando esté listo lo
llevaré a casa para cocinarlo y luego lo dejaré reposar en la despensa.
Gabriel la miró con perplejidad y Millie se encogió de hombros.
—Pues parece que haremos un budín.
—Yo, eh… debo admitir que jamás en mi vida he hecho un budín.
—Por supuesto que no, joven —dijo la madre sin mirarlo—. Los
hombres nunca participan en la preparación de un budín, aunque deberían
hacerlo. Los jóvenes solteros nunca comen como corresponde porque no
saben preparar ni la más sencilla de las comidas.
—Ya veo de dónde proviene su lengua filosa —murmuró él.
Millie se tragó una carcajada y se acercó a su madre.
—Esta noche iba a regresar a casa —le dijo.
—Sí, pero estaría demasiado oscuro y mi vista ya no es la de antes.
Hubiéramos preparado el peor budín de Inglaterra y sabe Dios que no
puedo confiar en que tú cocines algo sin acabar quemándolo.
—Mamá…
—Mi hija —le informó a Gabriel—, es una pésima cocinera. Y eso
no le viene de mí.
Gabriel cruzó una mirada con Millie y sonrió.
—¿En serio?
—Sí. Ha estropeado varias ollas muy buenas a lo largo de su vida, y
una vez produjo tanto humo que toda la gente de Londres llegó a nuestra
casa con cubos de arena y agua.
—No fue toda la gente de Londres —protestó Millie.
—Fue gran parte de la población —señaló su madre. Tomó a
Gabriel de las manos y éste la miró, azorado—. Venga, podrá picar las
ciruelas pasas —dijo mientras lo llevaba hacia la mesa.
Millie temía que él huyera a toda velocidad de la tienda, pero
Gabriel se quitó los guantes, tomó el cuchillo y con metódica y minuciosa
precisión, procedió a cortar las ciruelas pasas en trozos.
Millie tuvo que apartar la vista de esas hábiles manos; no podía
decidir qué era lo que más la encendía, si el recuerdo de esas manos sobre
su cuerpo o el ver cómo cortaba esas estúpidas ciruelas. Que Dios la
amparara, porque las dos situaciones le provocaban una oleada de deseo
irresistible. Y lo peor de todo era que sentía ternura en el corazón, un
sentimiento que le tornaba imposible negarle algo a alguien. Fuese lo que
fuese lo que este hombre quisiera de ella, sin duda acabaría dándoselo, aun
si significaba entregar su corazón.

***
—Ya veo de donde viene su…
—Lengua filosa —dijo Millie dijo mientras cerraba la puerta detrás
de su madre y el budín—. Sí, ya lo ha dicho.
La señora Strong los saludó con el brazo por el escaparate, con el
budín a salvo dentro de su canasta, listo para la cocción. Gabriel jamás
había pensado en los preparativos que se llevaban a cabo para realizar los
platos festivos que adornarían la gran mesa en Arden Hall. Ahora lo sabía
prácticamente todo sobre el budín de ciruelas. Indudablemente, el día no
había resultado como lo había planeado.
En gran parte porque había besado a Millie.
—En realidad, iba a referirme a su resiliencia —le aclaró con una
sonrisa; Millie parpadeó varias veces.
—Ah…
Gabriel deseaba volver atrás y pensar en ella como la señorita
Strong. O “la mujer”. No pensar en ella como una persona le había
permitido juntar el valor para secuestrarla. Y ahora había transitado a los
tumbos desde llamarla “esa mujer” hasta pronunciar su nombre: Millie. El
apodo cariñoso que por lo visto utilizaban todas las personas de su entorno.
No le convenía usar ese apodo cariñoso.
Tampoco debería haberla besado.
Había cometido muchos errores a lo largo del día y sospechaba que
cometería otros más. Millie metió las manos en el bolsillo de su delantal y
se meció sobre sus talones.
—Entonces…
—¿De verdad necesita ayuda con las cajas? —preguntó antes de que
ella pudiera mencionar el beso. Una técnica de distracción, por supuesto.
Porque no tenía voluntad alguna de pasar mucho tiempo más en el apretado
espacio de la tienda.
—No.
Gabriel puso sus manos debajo de una de las cajas y la levantó para
probarla, gruñendo por el esfuerzo. Miró a Millie.
—De acuerdo, sí, admito que la necesito.
—¿Cómo logó meterlas aquí dentro?
—Me ayudaron Guy, Russell y Nash.
Él apretó los dientes. Admiraba a esos hombres y los respetaba aún
más. Pero eran guapos, ricos y tenían sus dos ojos. No le agradaba la idea
de que Millie estuviera rodeada de esos tres caballeros.
—¿Esos aristócratas la ayudaron?
—Bueno, no se sorprenda tanto. Son hombres buenos, como ya ha
comprobado.
—Hombres buenos, sí —murmuró.
Ella se cruzó de brazos y ladeó la cabeza.
—¿Por qué los desaprueba?
—Bueno, ¿estuvo a solas con ellos?
—En realidad, Freya y Lucy estaban aquí, pero ¿qué importa?
—Es usted una mujer sola y ellos son hombres ricos y poderosos.
—Que se hallan felizmente casados y profundamente enamorados
de sus mujeres.—Millie levantó los brazos—. Por si no se había percatado,
estamos solos y usted es rico y poderoso y guapo.
—Yo no diría guapo. —Le costaba creer que ella hablaba en serio.
Él ya había ahuyentado no a una, sino a dos prometidas, sin siquiera poder
persuadirlas de que su rango y riqueza valían la pena de tener que desposar
a alguien con ese rostro.
—¿No? Bueno…—Millie resopló y sacudió la cabeza—. Eso no es
lo importante. No puede venir aquí y decirme lo que tengo que hacer. Ni
sobre mi padre ni sobre mi negocio.
—Esta es mi primera vez aquí. —señaló él.
—La segunda.
—La vez pasada Russell impidió que pusiera un solo pie en la
puerta.
—Debí permitirle a Russell que lo moliera a golpes. Mi vida sería
mucho más fácil.
—Entonces no estaría aquí para ayudarla. —Se quitó la chaqueta y
la arrojó sobre una silla, luego se quitó los gemelos de la camisa y los
guardó en el bolsillo del chaleco.
Ella se quedó mirándolo, azorada, mientras se enrollaba las mangas
de la camisa.
—¿Qué hace?
—La ayudo.
—No puede ayudarme.
—Si acepta la ayuda de un conde y sus amigos, también puede
aceptar la mía.
—Pero no… —Millie descruzó los brazos y los dejó caer a los lados
del cuerpo—. De acuerdo. Necesito abrir estas y a éstas…—señaló una pila
de telas coloridas—…debo ponerlas allí—.Señaló una estantería sobre la
pared.
—¿Y esto?
Él tomó el trozo de cinta que había estado enredada en los dedos de
ella antes de que la besara.
Millie se la quitó bruscamente.
—Ya le encontraré el lugar.
—Bien. —Era preferible no tenerla a la vista porque le recordaba lo
que había sentido al explorar su boca.
Demonios, había hecho más que explorar su boca. También había
explorado su cuerpo. Aunque no lo suficiente. Había sentido su trasero, el
suave arco de su espalda, el peso gentil de sus muslos.
Pero quería más… mucho, mucho más.
Ni siquiera la visita de la madre de ella pudo empañar su deseo. No
eran solo sus labios y sus expresiones testarudas, era toda ella. Cuando
Millie discutía con él, ya no se sentía como un desecho de vizconde tuerto.
Desde que había retornado de la guerra para encontrarse con la muerte de su
hermano y el legado de la familia en sus manos, nunca se había sentido tan
vivo.
Antes de correr el riesgo de decir alguna estupidez, se giró y abrió la
caja para sacar las telas. Trabajaron casi en silencio; de tanto en tanto,
Millie emitía alguna directiva o volvía a doblar lo que él intentaba con
torpeza; no se dieron por vencidos hasta que la tenue luz de las lámparas les
impidió continuar.
Millie apoyó las manos sobre las caderas y contempló la tienda;
Gabriel vio el destello de orgullo en su expresión. Westwick era un necio
por no querer saber nada con esta mujer.
—¿Qué dijo su padre cuando lo enfrentó?
La sonrisa de Millie se congeló y él se arrepintió de preguntar, pero
no podía olvidar la razón por la que había ido hasta allí.
—Pues solo me consideró un estorbo, como era de esperar.
—Es un hombre vil.
—Coincido.
—Y mi advertencia sigue en pie. Aléjese de él.
—Quería pedirle que tuviera misericordia de su hermana —dijo ella,
y apretó los labios. —Solo se rio de mí.
El abrió la boca y la cerró. ¿Cómo podía enfadarse con ella por
buscar la libertad de su hermana?
—Solo tenga cuidado —masculló.
Ahora que el duque conocía su existencia y aspecto, Gabriel podía
haberla puesto en peligro. No podía imaginar por qué Westwick tendría
malas intenciones para con ella, pero algo en sus entrañas le decía que
tendría que vigilar a Millie de cerca. La había involucrado en este embrollo
y no se perdonaría que le hicieran daño por causa de sus acciones.
CAPITULO 13
La tienda había estado tan concurrida, que Millie no debería haber
tenido tiempo para pensar en Gabriel, Lord no sé qué. Podría haberle
pedido que le dijera cuál era su título otra vez, pero se distraía
continuamente.
En especial a causa de El Beso.
El beso que superaba todos los besos. No era que en veintiséis años
no la hubieran besado alguna vez, pero ninguno de esos intentos débiles,
torpes y a veces descuidados, le habían hecho sentir algo parecido a esto.
Estaba segura de que Gabriel y ella habían experimentado algo que
cambiaría su mundo, como si la tierra hubiera temblado bajo sus pies. Por
mucho que ambos hubieran intentado ignorar ese beso, ella no podía
olvidarlo.
Ahora no sabía con certeza si podría ir a la nueva tienda, a pesar de
que tenía urgencia por guardar las telas que Gabriel la había ayudado a
desempacar. Se llevó una mano a la nuca y se masajeó el nudo tenso que
sentía allí, mientras sonreía y despedía a la última clienta, que se marchó
con un retazo de percal envuelto en papel bajo el brazo.
Deseaba retirarse temprano pero el constante flujo de clientes no le
permitía abandonar a la joven Betsy, que anotaba las ventas con esfuerzo y
hablaba lentamente. Su asistente era una trabajadora incansable, y eso
compensaba con creces las miradas burlonas que recibía de los clientes
menos agradables o el tiempo que le llevaba escribir en el libro mayor.
Millie de todas formas, no quería saber nada con clientes maleducados. Por
su experiencia, nunca estaban conformes y solo complicaban su trabajo.
Dejó listo otro paquete para que pasaran a retirarlo y se dispuso a
cortar una diáfana muselina plateada que debía dejar en lo de Lucy de
camino a la nueva tienda. Era hora de irse, por más recuerdos que tuviera de
Gabriel allí. Había invertido demasiado para poder abrir antes de Navidad y
los clientes esperaban con ansias la inauguración. Debía dejar de lado ese
beso y concentrarse en lo que siempre había hecho: trabajar duro para
lograr sus objetivos.
Ningún lord iba a evitar que fuera así.
—¿Millie? —Betsy, con las mejillas rosada debajo de las pecas,
agitaba una mano delante de su cara—. ¿Millie?
—¿Si? — respondió Millie enseguida, parpadeando.
—Una dama pregunta por ti. —Betsy señaló con el pulgar la puerta
donde se hallaba una joven y bonita mujer de cabello oscuro, sujetando la
empuñadura de un paraguas con sus guantes blancos.
—¿Puedes atenderla tú, Betsy? Debo dejar terminado esto para el
Señor Humphries que vendrá a retirarlo hoy. —Hizo un gesto hacia la tela
que estaba a medio cortar.
—Ha preguntado por ti.
Millie asintió, dejó las tijeras y pasó entre dos entusiasmadas
jóvenes que miraban una selección de cintas, para ir a recibir a la clienta.
Los ojos oscuros hacían juego con el brillo de su cabello negro, y estaban
enmarcados por unas pestañas que los tornaban enormes en comparación
con sus facciones delicadas.
—¿Eres Millicent Strong? —preguntó la mujer con voz más grave
de lo Millie había imaginado, pero ligeramente temblorosa.
—Sí soy yo. —Le ofreció una cálida sonrisa. —¿En qué puedo
ayudarla?
La mujer echó una mirada a su alrededor.
—¿Podríamos hablar en privado?
Frunciendo el entrecejo, Millie vaciló.
—Se trata de mi hermano, Lord Thornbury.
—¿Su hermano? —Soltó la exclamación sin poder evitarlo. Ahora
veía el parecido: los mismos ojos intensos, una versión femenina de su
nariz; cualquier mención de Gabriel aún hacía que su corazón se acelerara.
—¿Es usted Lady Emma?
Los labios de la mujer se curvaron en una suave sonrisa.
—Preferiría que me llamaras Emma, si no te molesta. Y espero
poder llamarte Millie, considerando nuestra… conexión.
—Por supuesto. —Millie saludó amablemente a otra clienta que
salía y luego hizo un gesto para que Emma la siguiera hasta el depósito.
Hizo una mueca de pesar ante el caótico panorama que se desplegaba ante
ella: mercadería esparcida sobre una mesa o asomando entre las cajas de
madera que debía llevar a la nueva tienda. —Me disculpo por el desorden—
murmuró.
—Dice Gabriel que estás por abrir una nueva tienda.
Millie se giró para mirarla; parecía casi fantasmal bajo la luz
mortecina del depósito. La muselina pálida le ceñía la figura delgada pero
con curvas. No era de extrañar que Westwick estuviese desesperado por
casarse con ella. Muy pocas damas de gran belleza podrían superar el
atractivo de esta joven.
Se sentía sucia y desaliñada en comparación, pero tampoco se había
visto mejor el día anterior. ¿Qué había motivado a Gabriel para besarla?
—¿Gabriel te ha hablado de la tienda?
Emma asintió, mordiéndose brevemente el labio inferior.
—Me ha contado todo sobre ti. —Mirando al suelo, continuó—:
Debo decirte que lamento las circunstancias en las que conociste a mi
hermano. Espero que comprendas que él es un hombre muy bueno y que
esta situación es solo…
Millie levantó la mano,
—Lo sé y lo entiendo. —Frunció la nariz—. Bueno, no del todo.
Fue un plan bastante desesperado.
—Es que estamos desesperados —coincidió Emma.
—Lo sé.
—Gabriel dice que nos estás ayudando.
—No he podido hacer mucho, me temo, pero le he presentado a
algunos hombres que pueden ayudar y haré cualquier otra cosa que me sea
posible.
Emma asintió otra vez y paseó la mirada por la habitación.
—¿Emma, qué es lo que necesitas? —preguntó Millie por fin.
—Mi hermano confía en ti.
—Si… —¿Era realmente así? No estaba tan segura. Después de
todo, la última vez que se habían visto la reprendió por haber ido en busca
de su padre.
Y la besó. Y preparó un budín junto con su madre…
—Tengo miedo de que se exponga al peligro por este asunto de
Westwick. He tratado de convencerlo de que prefiero casarme con ese
hombre antes que verlo lastimado, pero Gabriel a veces es…imprudente.
—Sí, lo sé.
—Supongo que sí. —Emma sonrió con algo de pesar—. Tiene
suerte de que usted lo perdonara por haberla secuestrado.
—Ah, el secuestro —dijo, distraída. El secuestro había quedado en
el recuerdo lejano, sepultado bajo la sensación de las manos tibias de él
sobre su cuerpo y de sus besos apasionados.
—Desde que volvió de la guerra, ha sido siempre un poco…
temerario. Creo que tiene relación con el haber estado tan cerca de la
muerte —reflexionó Emma—. Por supuesto, cuando mi hermano murió y él
heredó el título, se estabilizó y aceptó su vida de lord.
—¿Teníais un hermano?
—¿Gabriel no te le ha contado?
Millie ignoró el rubor repentino en sus mejillas. La apenaba
descubrir qué poco sabía sobre Gabriel. Si alguien le preguntara sobre él,
ella podría describir su aroma, o cómo se sentía su pecho al apoyar sus
palmas sobre él, pero no podría ofrecer mayores detalles, excepto el hecho
de que era mucho más noble de lo que él creía.
—Harry murió poco antes de que terminara la guerra, solo unas
semanas antes, en realidad. Siempre había gozado de buena salud, así que
fue un gran golpe para nosotros. Sabe Dios que Gabriel nunca imaginó que
heredaría el título.
—Comprendo.
—Gabriel fue herido justo sobre el final de la guerra, también. —
Sacudió la cabeza—. Fue todo tan absurdo… muchos hombres murieron en
esos últimos días y ¿para qué?
—Realmente carece de sentido —asintió Millie, con la esperanza de
que Emma siguiera hablando.
Emma movió una mano.
—En fin, he venido aquí en realidad, para pedirte que cuides a mi
hermano. Puede parecer intimidante, pero por lo que me ha dicho, tú no
eres de las que se dejan amedrentar por un gruñón.
“Gruñón” era una interesante manera de describirlo. Imaginaba que
la mayoría de la gente lo consideraba más bien aterrador.
—Es el mejor hermano del mundo y ha sufrido mucho. Prefiero
desposar a ese hombre despreciable antes de verlo lastimado.
—Yo tampoco quisiera que le hicieran daño —respondió Millie—,
pero debemos encontrar la manera de asegurarnos de que esta boda no se
lleve a cabo. Tu hermano nunca se perdonaría si tuvieras que contraer
matrimonio con Westwick.
El rostro de Emma se iluminó.
—¿Lo ves? Tú también te has dado cuenta de que él es algo más que
un gruñón.
—Pues…
—Será mejor que me vaya. Gabriel me ha contado que tu tienda
tiene mucho éxito y sé que estás ocupada. Pero, por favor, ¿podrías pedirle
a tus amigos que lo vigilen y eviten que haga algo precipitado? Quizás
también podrías hablar con él. Él tiene muy en cuenta tu opinión, lo sé.
Sin duda, sería mejor sacarse a Gabriel de la cabeza y dejar que el
Club del Secuestro manejara la situación. Tendría que decirle a Emma que
no, que Gabriel no la escucharía, por mucho que ella pensara en que él
respetaba su opinión.
En cambio se escuchó a sí misma decir:
—Por supuesto, lo haré.

***
Gabriel solía recibir con agrado cualquier cosa que lo distrajera de la
montaña de correspondencia apilada sobre el escritorio de su estudio.
Siempre había sido un hombre activo; prefería la caza, la equitación y
alguna pelea ocasional a escribir cartas o dedicarse a tareas académicas. En
días como este, lamentaba haber heredado el título. Se sabía que Harry
estaba mucho mejor preparado que él para las responsabilidades de un
vizconde.
Además, debía estar dedicando su tiempo a hacer algo útil para
derribar a Westwick. Aunque no podía descuidar sus deberes - Bishop
tendría que esperar- no veía el momento de volver a las calles de Londres.
Hizo crujir los nudillos y levantó la mirada cuando entró el
mayordomo. Al ver su expresión sombría y tensa, la correspondencia pasó a
mucho más atractiva.
—Su Gracia, el Duque de Westwick está aquí para verlo, milord.
Gabriel asestó un golpe al escritorio.
—¡Maldición!
—¿Le digo que…? —Peters señaló la puerta.
Gabriel no ocultaba su desagrado por Westwick, aunque ninguno de
los sirvientes conocía los detalles completos y sórdidos de lo que el hombre
había hecho para enojar a su amo. En cualquier caso, y por lo que él podía
oír, los sirvientes no le tenían demasiado aprecio.
—Lo atenderé —Hizo un movimiento con la mano y suspiró—.
Llévalo al salón Queen Anne. Lo quiero bien lejos de la puerta de entrada, y
si Emma regresa ten a bien avisarle que él está aquí.
—Por supuesto, milord.
Gabriel se tomó su tiempo para acomodar las cartas y los libros
contables, guardar la pluma y el papel y luego se colocó la chaqueta. Se
miró al espejo del corredor y se arrepintió enseguida. En un tiempo había
sido guapo. Ahora era solo cicatrices inflamadas y un gran desastre donde
debería estar su ojo. Por qué Millie había respondido a su beso de esa
manera, no lo entendía. Lo cierto era que no veía nada digno de un beso en
su imagen reflejada y, sin embargo, había sido el beso más apasionado de su
vida. ¿Podría haber fingido ella tanta pasión? ¿Y por qué lo haría?
Hizo un gesto de desaprobación ante su propia imagen, enderezó los
hombros y se dirigió al salón ubicado en las profundidades de la casa.
Decorado según el gusto de su padre con un toque de elegancia escocesa,
completamente inadecuada para la moda londinense, ni él ni su hermana lo
usaban mucho, pero para ser sincero, tampoco utilizaban demasiado los
otros salones de estar. Si no fuera por la proximidad de esas nupcias, que
mejor sería que no se llevaran a cabo, él se mantendría lejos de Londres y
sus alrededores. Le resultaba agotador observar las reacciones de la gente
hacia él, aunque se esforzaran por ocultarlas.
Westwick, sentado frente al fuego crepitante con el rostro vuelto
hacia las llamas, apenas si registró su entrada en el salón. El resplandor lo
iluminaba de un lado, profundizando las sombras de su rostro, haciendo que
su mandíbula cuadrada y su afilada nariz parecieran más feroces. Gabriel
tuvo que hacer un gran esfuerzo para no abalanzarse sobre él, tumbar la
silla al piso y dejarlo inconsciente. Si no fuera porque Emma y Lydia solo
lo tenían a él, no lo habría dudado.
Pasó junto al duque y se colocó en su línea de visión, erguido y con
las manos detrás de la espalda.
—¿Qué quieres? —le espetó.
—¿Acaso no puedo visitar a mi prometida? —Su sonrisa hizo
pensar a Gabriel en la expresión de una serpiente antes de lanzarse sobre su
presa.
—Ella no está aquí.
—Pues bien, puedo esperar. —Se miró las uñas y luego se las lustró
en la solapa de su chaqueta—.Tengo tiempo.
—Yo no —dijo Gabriel con vehemencia—. Tengo asuntos que
atender.
—Ah, por supuesto, sin duda tienes que ir en busca de más
jovencitas a quienes enviarás a acosarme.
El pulso se le aceleró en un instante, pero Gabriel se esforzó por
mantener una expresión neutral.
—Deje a Millie fuera de esto.
—¿Millie? —dijo Westwick con una sonrisa más amplia—. ¡Qué
encantador! Secuestras a la joven, de alguna forma la convences para que
hable conmigo y ahora parece que te refieres a ella con apodos cariñosos.
—Lo miró de hito en hito—. Podría denunciarte por secuestrarla pero… ¿a
quién le importa la desaparición una tendera?
Claro que lo haría, maldición. Se imaginó dándole un empellón y
golpeándole la cara con el puño una y otra vez. Quería escuchar el ruido de
hueso aplastado y tal vez añadiría un puntapié en el estómago solo para que
el Duque sienta cada la profundidad de su ira. En cambio, se limitó a soltar
aire por la nariz.
—No hay duda de que debes saber bastante sobre mujeres
desaparecidas —respondió Gabriel—. Tu segunda esposa ¿a dónde fue
exactamente?
La sonrisa de Westwick se esfumó y el hombre entornó los ojos.
—Murió. Y la lloré profundamente.
Gabriel rió, al ver que no había nada más que frialdad y ambición en
la mirada del Duque.
—No te creo capaz de tales emociones.
Westwick se levantó abruptamente.
—No sabes de lo que soy capaz —dijo entre dientes, apuntándolo
con el dedo —. Pero te aseguro…
—¿Por qué Emma, si hay cientos de mujeres desesperadas por estar
del brazo de un duque. ¿Por qué no te buscas una mujer sumisa? Mi
hermana jamás será la clase de esposa que deseas.
Westwick retuvo una respiración audible, temblorosa y cerró sus
ojos brevemente. Esa expresión extraña y distante hizo que Gabriel sintiera
escalofríos.
—Deseo a Emma por sobre todas las demás y será mía de nuevo.
Miró hacia un costado y Gabriel sintió que el alma se le iba a los
pies. O bien Emma había ignoró las indicaciones de Peters o no lo había
visto. Gabriel se giró y vio a su hermana inmóvil en la puerta.
—¡Y aquí está! —Westwick sonrió y caminó hacia ella—. Una bella
visión, como siempre. —La tomó del brazo y Gabriel notó que la tela del
vestido se arrugaba bajo el puño firme—. Quería recordarte que las
proclamas se leerán el domingo. Anhelo escucharlas contigo a mi lado.
Emma murmuró algo antes de que Westwick la besara en la mejilla
con suavidad. Le apretó el brazo y ella hizo una mueca de dolor.
—Hasta el domingo, entonces —dijo, y se marchó.
Antes de que Gabriel pudiera ir tras él, Emma le bloqueó el paso.
—No lo hagas —suplicó.
Gabriel miró a su hermana, luego miró la puerta y se esforzó por
tragar el nudo caliente y áspero que sentía en la garganta.
—No te casarás con él —le aseguró—. No mientras yo viva y
respire.
Y quizás tampoco después de eso. Si lograba asegurarse de que
alguien cuidaría de ella, haría lo tenía que hacer… aunque significara ir a
juicio por matar a un duque.
CAPÍTULO 14
A pesar de que Freya permanecía en la tienda e intentaba mostrarse
paciente, Millie vio que tamborileaba los dedos sobre sus brazos cruzados y
no dejaba de mordisquearse los labios. Se despidió del último cliente y se
acercó a ella deprisa.
Ataviada con un hermoso capote de lana, Freya de alguna manera
lograba habitar dos mundos al mismo tiempo: se veía práctica con un
sencillo sombrero azul oscuro, sin joyas ni volantes, pero también elegante
gracias a las costosas telas de su atuendo. Millie se preguntó cómo se las
arreglaría ella si la sacaran de su mundo y la elevaran al de la nobleza.
Aunque, por supuesto, eso no sucedería. Sea cual fuere el
significado de ese último beso, los vizcondes no se casaban con tenderas.
Freya tenía un poco más de respetabilidad gracias a que sus padres, si bien
no tenían dinero, eran refinados, aunque muchos dirían que el hecho de que
ella siguiera escribiendo para un periódico después de casarse difícilmente
podía considerarse respetable.
—¿Qué ocurre? —preguntó Millie.
—Grace quiere vernos. Cree que ha descubierto algo.
—¿Se lo has dicho a Gabriel? Digo... ¿a Lord Thornbury?
—No todavía. Ninguno de los hombres lo sabe. Ya sabes cómo son:
entrarán en acción antes de que hayamos tenido tiempo de confirmar si la
información es correcta.
Millie frunció los labios. Freya no se equivocaba, pero Gabriel se
enfadaría si descubría que le ocultaban cosas. De todos modos, era mejor
averiguar qué sabía Grace antes de contárselo. Podría muy bien actuar de
manera temeraria y ella no lo soportaría que le sucediera algo.
Además, le había prometido a Emma que lo cuidaría.
Viajaron en el carruaje de Freya a las afueras de Londres, pasando el
mercado, en dirección a Hertfordshire. Millie nunca se había alejado tanto
de Londres –a menos que contara el secuestro, por supuesto- y disfrutaba
del paisaje ondulado salpicado de muros bajos de piedra, granjas y
bosquecillos de pinos. Aunque sus conexiones con el Club del Secuestro
habían aportado elementos de aventura a su vida, su papel siempre había
sido menor y nunca antes había visitado a damas en sus residencias de
campo.
Gabriel seguramente había viajado por toda Europa antes de la
guerra y visto toda clase de cosas exóticas. Otra razón más por la que no
debía pensar en él. La había besado como si fuera un moribundo y ella, la
cura, sí, pero las diferencias entre ambos no podían ser más marcadas. Él
había visto el mundo. Ella solo conocía Londres.
El carruaje se detuvo delante de una casa de ladrillos. Millie contó
seis ventanas en la planta baja y siete en la alta, todas con marcos pintados
de blanco. Esta no era una modesta casa de campo y cuando entró, sus
sospechas quedaron confirmadas. A pesar de que la decoración era algo
excéntrica, con extrañas pinturas de figuras borrosas y adornos con forma
de gatos por todas partes, el mobiliario valía más de lo que ella podría ganar
en toda su vida.
Las condujeron hasta donde se encontraba Grace, arropada bajo una
manta junto al fuego en un sillón que se veía demasiado grande para ella.
Millie se dio cuenta de que la mujer de aspecto delicado era diminuta y el
sillón tenía un tamaño casi normal. Debajo de la manta se notaba su vientre
pronunciado; una extraña bola blanca y negra se movió, revelando al gato
más feo que Millie había visto en su vida.
—Claude —lo regañó Grace—, me estás hundiendo las patas en el
cuerpo. —Hizo una mueca de dolor, levantó al gato y lo dejó en el suelo. —
Disculpadme por no ponerme en pie. El bebé me ha estado dando puntapiés
toda la noche y estoy agotada.
Freya movió una mano.
—Si te levantas, se lo contaré a Nash.
—No te atreverías. —Grace sonrió—. Es cierto que estoy en
situación delicada, pero él está yendo demasiado lejos con esto del esposo
protector. Tengo suerte de que me permita levantarme de la cama.
Freya hizo un gesto para que Millie se adelantara.
—Grace, esta es Millie.
Millie hizo una reverencia y se sintió una tonta cuando Grace hizo
un movimiento con la mano.
—He estado leyendo sobre ti. —Le dirigió una mirada penetrante.
—¿Sobre mí?
—Bueno, sobre todos vosotros. —Hizo un gesto hacia el sofá que
estaba delante de la chimenea, luego tomó un gastado cuaderno que estaba
en el sillón y lo abrió.
Millie y Freya se sentaron en el sofá y Millie observó el cuaderno
lleno de anotaciones.
—Al parecer, Westwick tiene al menos nueve hijos ilegítimos. —
Grace hizo una mueca—. Perdona, no quiero parecer insensible.
Millie encogió los hombros.
—Siempre supe que era ilegítima.
—No parece haber nada demasiado interesante, según descubrió
Lord Thornbury en sus investigaciones. Algunos murieron de niños y
ninguno se destacó en nada. —Se acomodó las gafas con marco de metal
sobre la nariz—. Excepto tú. —Cogió el lápiz que tenía detrás de la oreja—.
¿Cómo fue que llegaste a tener una tienda?
—Eh… ¿es importante para la investigación?
—No, en absoluto. —Grace esperaba con el lápiz listo.
—¿Podemos centrarnos en Westwick? —sugirió Freya con
delicadeza.
—Sí, claro. —Grace dio vuelta una página—. Disculpa, me encanta
tomar notas. Es… —Hizo un movimiento con la mano—. Es mi manera de
comprender el mundo.
—¿Qué has descubierto? —preguntó Freya.
—Su primer matrimonio y la posterior muerte de su mujer no
despiertan sospechas. Es posible que hasta la haya amado. Sin embargo, su
segundo matrimonio es un misterio. Al parecer, le atrae cierto tipo de mujer
y Emma cumple los requisitos tanto en apariencia como en condición
social. Sus dos mujeres elevaron su rango gracias al matrimonio. No
obstante, según las columnas de chismes, su segunda esposa desapareció
durante un tiempo, y luego se anunció su muerte. Nash está intentando
conseguirme su certificado de defunción.
Millie ahogó una exclamación.
—¿Piensas que mató a su mujer?
—Creo que es muy posible.
—Pues entonces solo necesitaremos probarlo. —Miró primero a
Freya y luego a Grace, que no parecían tan entusiasmadas como ella por la
información.
—Sería difícil de probar —suspiró Freya.
—Hay más… —Con el ceño fruncido, Grace releyó sus apuntes
durante tanto tiempo que Millie comenzó a contar los segundos con cada
tictac del reloj que estaba sobre la repisa. Por fin, Grace hizo a un lado el
cuaderno.
—Después de la guerra, Westwick tuvo importantes ganancias en el
mercado bursátil. —Remarcó el hecho levantando un dedo—. El hombre
que nunca se aparta de él, según Russell, muestra una decidida inclinación
hacia el crimen. —Levantó otro dedo—. Pero esto es lo que me ha resultado
más interesante: Westwick tenía un hermano mellizo.
—¿Un hermano mellizo? —repitió Millie.
Grace asintió con entusiasmo.
—Por lo visto, murió hace más de veinte años, así que no es de
sorprenderse que no sepamos nada al respecto. Era el mellizo menor y
según el caballero con el que he estado intercambiando correspondencia, un
inútil e irresponsable. Este caballero manejaba propiedades de Westwick
cuando su hermano vivía. Pero el mellizo, Frederick, murió poco tiempo
después de que Westwick heredara su título.
—¿Otra muerte misteriosa? —preguntó Freya.
—Así es. Tal vez sea porque fue hace tanto tiempo y solo me baso
en la palabra de un hombre; además, nadie guardaría registro de
publicaciones de chismes de hace décadas, pero no he podido encontrar
nada sobre este hermano, salvo un certificado de nacimiento. De hecho, al
parecer tampoco existe un certificado de defunción.
Millie se llevó una mano a la boca. Dos muertes misteriosas y un
hombre.
Un hombre muy peligroso, por lo visto. Lo primero que debían
hacer era alejar a Emma de él y asegurarse de que Gabriel no hiciera nada
imprudente. Si Westwick era capaz de matar a su segunda mujer y a su
hermano, no lo pensaría dos veces antes de mandar a asesinar a Gabriel.

***
Nevaba, y los pequeños copos blancos bailaban contra el cielo
oscuro de la noche. El frío mordía la cara de Gabriel y la calle empedrada
se veía resbaladiza y brillante bajo la luz que llegaba desde las ventanas de
la posada.
Sintiendo el calor del alcohol en las venas, se ajustó la bufanda
alrededor del rostro. Varios hombres salieron de la posada detrás de él, y sus
risas sonoras retumbaron en el silencio de la noche, interrumpido solo por el
traqueteo ocasional de ruedas de carruaje. Su propio carruaje estaba en su
casa, resguardado en los establos. No tenía sentido traer un vehículo tan
costoso a esta zona de Londres, sobre todo ya que venía aquí a olvidar
quién era.
Inclinando la cabeza, avanzó por la calle y se adentró en un callejón
angosto y sinuoso. Le tomaría al menos media hora caminar hasta su casa,
tiempo suficiente para que el aire frío dispersara los efluvios alcohólicos
que lo rodeaban. Gran parte del olor provenía de sus compañeros
bebedores, pero él aportaba su parte.
No acostumbraba a emborracharse hasta perder el sentido, pero de
vez en cuando anhelaba la cálida confusión del alcohol que ralentizaba su
mente y suavizaba la tensión causada por las cicatrices en su cuerpo. Debía
admitir que ese no era el momento para permitirse beber, pero el dolor en su
interior y la necesidad de ocultarle a Emma cómo se sentía lo habían
obligado a salir en esa noche helada para intentar deshacerse de sus
sentimientos.
No había funcionado. Por supuesto que no. La cerveza no podía
disipar las dos emociones gemelas de deseo y furia. Pugnaban dentro de él,
exigían atención y debía ignorarlas. Si cedía a su deseo, se encontraría con
otro rechazo, y si se entregaba a la furia hacia Westwick, podría arruinarlo
todo. De cualquier forma que terminara tratando a ese hombre, tenía que
mostrarse sereno y cauteloso. Tras varios días de seguirlo, sabía que no
sería fácil llegar hasta él.
Tampoco sería fácil olvidar a Millie, pero lo intentaría.
El ruido de pasos a sus espaldas hizo que se detuviera y se girara,
olvidando a Millie por un breve y feliz momento. Escudriñó las paredes de
los edificios durante varios segundos pero no vio señales de movimiento.
Esperó un instante más, luego siguió andando con pasos rápidos para llegar
a la protección de la calle ancha y bien iluminada.
Pasos otra vez. Se giró en forma abrupta, ignorando el tirón que el
movimiento causó en sus cicatrices y vio una sombra en un portal.
—¡Muéstrese! —ordenó.
Cuando nadie apareció, dio un paso adelante, con los músculos
tensos. Antes de que llegara a la puerta, un hombre se abalanzó hacia él y lo
embistió en el pecho. Se recuperó enseguida y levantó los puños, pero no lo
suficientemente rápido. Algo se estrelló contra la parte posterior de su
cabeza.
Sintió un estallido de dolor en el cráneo y por un momento, solo vio
blanco.
Gabriel se retorció y logró distinguir las facciones toscas de un
hombre al que conocía bien. Bishop. El asistente del duque.
Vio a un segundo hombre en la periferia de su visión y levantó el
brazo antes de que el palo de madera volviera a caer; el impacto contra el
brazo hizo que soltara el aire abruptamente. El otro hombre, alguien a quien
no reconocería incluso si no le he hubieran golpeado la cabeza, le atestó un
puñetazo en el costado y Gabriel emitió un gruñido.
No pudo bloquear el siguiente ataque y Bishop le golpeó las
costillas una vez, dos. La tercera vez Gabriel cogió el garrote y lo utilizó
para acercar a Bishop de un tirón y estrellar su cabeza contra la de él. Sintió
un crujido y oyó que el hombre soltaba una exclamación de dolor, pero
pagó el precio: su visión volvió a borronearse.
Seguían lloviéndole golpes sobre la espalda y Gabriel se retorcía
como un demente tratando de defenderse de una horda de ratas. Los dos
hombres orquestaron una golpiza tan brutal que Gabriel cayó de rodillas.
Otro golpe en las costillas lo hizo inclinarse hacia delante. Inhaló, dolorido.
Solo tenía que sobrevivir. Ya lo había hecho antes. Millie y su hermana lo
necesitaban. Sabía muy bien qué era eso: Bishop no tenía intención de
matarlo. Se trataba de una advertencia.
Alargó el brazo y cogió la muñeca del otro hombre antes del
siguiente golpe, logrando acercarlo y asestarle un puñetazo en la ingle.
Escuchó la exclamación ahogada de dolor; el hombre soltó varios
improperios y los golpes cesaron.
Bishop golpeó a Gabriel una vez más en la espalda y luego hubo
silencio. Gabriel cayó tendido al suelo, sintiendo el sabor de la sangre en su
boca; apenas si podía ver por su ojo bueno. El empedrado estaba frío bajo
su mejilla, lo era casi reconfortante. Se concentró en hacer dolorosas
inhalaciones profundas mientras intentaba ver si Bishop todavía estaba allí.
Voces desde más arriba en el callejón resonaron entre los edificios;
Gabriel se permitió cerrar su ojo bueno por completo. Con suerte, Bishop
habría huido y quienquiera que anduviera por allí lo ayudaría.
Y volvería a ver a Millie.
CAPÍTULO 15
La vista de su imagen deformada reflejada en el aldabón de latón
hizo que Millie se retorciera por dentro. Incluso sin la nariz prominente o la
frente gigante que le daba, no se veía bien. Toda la mañana atendiendo a
clientes, buscando entre la mercadería y persiguiendo pagos atrasados la
había dejado con el cabello desaliñado, la ropa arrugada y… ¿acaso tenía
una mancha de suciedad en la mejilla? Se acercó más.
Ay, Señor, sí.
Sacó un pañuelo del bolsillo de la capa y se frotó la mejilla con
fuerza, pero la mancha no desapareció. ¿Cómo se le había ocurrido
presentarse en la casa de Gabriel y pararse en la puerta principal como si
tuviera todo el derecho de visitar a un vizconde?
Bueno, la realidad era que no lo había evaluado. Tan pronto como
escuchó la noticia del ataque contra él, no pudo pensar en otra cosa que
llegar a su lado. Alguien dijo que lo habían apuñalado, otra clienta afirmó
que lo habían golpeado hasta dejarlo inconsciente. La señora Lionel dijo
que estaba en su lecho de muerte, aunque tenía tendencia a exagerar.
No podía estar en su lecho de muerte ¿verdad?
Se frotó la mancha otra vez con furia y se acercó para mirar su
imagen en el aldabón. La puerta se abrió de repente y Millie dio un salto
hacia atrás.
Un caballero mayor con expresión imperturbable, la miró de hito en
hito y soltó un “¿Sí?” muy tenue, como si apenas valiera la pena pronunciar
el monosílabo.
—Yo… eh, es decir… —Levantó la barbilla. Si era la hija no
deseada de un duque, le corría sangre noble por las venas. —Estoy aquí
para ver a Lord Thornbury —anunció con apenas un temblor en su voz.
Bien. No había sido tan difícil ¿verdad?
—Milord no recibe visitas en este momento.
Millie soltó el aliento que no sabía que estaba reteniendo. Al menos
estaba vivo. El mayordomo se disponía a cerrarle la puerta, pero antes de
que pudiera hacerlo, Emma apareció en la brecha y la abrió.
—¡Millie! ¿Qué haces aquí?
Ella reprimió una sonrisa ante la expresión confundida del
mayordomo.
—Oí que atacaron a tu hermano. Quería asegurarme de que
estuviera bien.
—Tanto como puede estarlo. —Emma apretó los labios—. Como
mínimo, tiene las costillas golpeadas, pero lo que es peor, su orgullo está
herido de muerte. —Dirigió una mirada al mayordomo de rostro impasible
—. Ay, ya déjala entrar, Peters. No va a atacarlo, ¿verdad? —El mayordomo
la observó brevemente y luego dio un paso atrás, permitiendo que Millie
entrara. Ella mantuvo deliberadamente la mirada fija en la hermana de
Gabriel y se esforzó por mantener el rostro inexpresivo. Varios salones
pintados en tonos suaves albergaban bustos variados y una enorme araña
colgaba del techo. Dos puertas a cada lado llevaban quién sabe a dónde. Sin
duda a más grandeza. Miró por un instante sus botas sucias sobre el suelo
de piedra color crema y decidió no girarse para ver las huellas que debía
haber dejado.
—Perdona al señor Peters. Se muestra excesivamente protector con
mi hermano desde que lo atacaron.
—¿Tiene heridas de gravedad? ¿Qué ocurrió?
—Se recuperará rápido, si lo conozco, aunque tiene mal aspecto. —
Emma suspiró—. No me ha contado demasiado. El muy tonto piensa que
me está protegiendo.
—¿Puedo verlo?
—Una excelente idea, de hecho. —La expresión de Emma se
iluminó—. Tal vez logres que te cuente algo.
Abrió la puerta y subió por unas escaleras de madera. Millie la
siguió; el corazón le latía con tanta fuerza que sentía el pulso en las yemas
de los dedos. ¿Estaría sufriendo? ¿Quién lo había herido? ¿Volverían a
intentarlo? ¿Y si la próxima vez intentaban algo peor, como matarlo? La
idea de no volver a verlo la hacía sentir náuseas.
Emma abrió la puerta, hizo un gesto para que Millie esperara y
luego salió al pasillo de nuevo.
—Está despierto y tan gruñón como siempre. —Lo dijo con una
sonrisa, mientras abría completamente la puerta para que Millie entrara—.
Avísame si averiguas algo —susurró antes de bajar otra vez las escaleras.
Millie observó el pasillo vacío y la puerta abierta de la habitación.
Supuso que nadie esperaba que ocurriera algo escandaloso entre una
tendera y un vizconde herido y si sucedía, a nadie le importaría. Después de
todo, ella no tenía una reputación que proteger. De todas formas, dejó la
puerta abierta cuando entró en el dormitorio.
Gabriel entornó la mirada tan pronto la vio. O la entornó todavía
más de lo que ya estaba. Su ojo sano estaba hinchado y tenía un corte en el
lado de la cara donde no había cicatrices. Tal vez tenía más heridas, pero las
cicatrices irregulares del otro lado de su cara dificultaban esa apreciación.
—¿Qué hace aquí? —preguntó, tajante, mientras se desenredaba del
desorden de sábanas y mantas; soltó el aire con fuerza al intentar bajar las
piernas por el costado de la cama.
Millie apartó la mirada de las piernas desnudas bajo una camisa
larga y se adelantó para ponerle una mano sobre el hombro.
—No se atreva —le advirtió, cubriéndole las piernas con la sábana
—. Al menos por decoro.
—Está usted en mi dormitorio —masculló—. Es demasiado tarde
para decoro.
Una oleada de calor la invadió. Era solo un dormitorio. Un
dormitorio con una cama. Un dormitorio con una cama en la que había un
vizconde.
Un vizconde a medio vestir.
Un vizconde que a ella le gustaba mucho besar.
Soltó el aire y se dio un sacudón mental.
—Oí que lo atacaron. ¿Qué ocurrió?
Él miró hacia la puerta abierta.
—El asistente del duque, Bishop. Me tomó por sorpresa.
—Pero…¿por qué?
—El duque sabe que lo estamos investigando.
Millie ahogó una exclamación.
—¿Está al tanto de la existencia del Club del Secuestro?
—Lo dudo. —Soltó un gemido entre dientes mientras volvía a
acomodarse contra la almohada—. El pedido de información al parlamento
debe haberle llamado la atención, pero sin duda piensa que soy yo. Tengo
cierta reputación de trabajar por mi cuenta. —Esbozó una leve sonrisa.
—Es cierto. —Se acercó a la cama y le acomodó la almohada—.
¿Le ha hecho mucho daño?
—No es lo peor que me ha sucedido.
—Eso no fue lo que pregunté. —Cedió a la tentación y le tocó la
mandíbula, levantándola para inspeccionar los daños.
Gabriel la miró a los ojos y ella pudo sentir el cambio en él. Su
pecho subía y bajaba con la respiración mientras ella le pasaba los dedos
cuidadosamente sobre las cicatrices y heridas nuevas, en dirección a sus
labios.
—Millie…
—¿Qué otras heridas tiene? —preguntó y le movió la cara hacia un
lado y el otro; contuvo el aliento al ver los moratones que bajaban por su
cuello—. Oh, Gabriel —dijo, con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Qué le ha
hecho ese cerdo con cara de rata?
***
Los dedos de ella sobre su cara no deberían haberle resultado un
consuelo. Eran ásperos por el trabajo duro, y sin embargo, el contacto era
como un bálsamo que llegaba a las partes más profundas de su ser y curaba
las heridas invisibles. Gabriel no entendía cómo ella podía tocarlo con tanta
ternura cuando la mayoría de las personas no soportaba siquiera mirarlo,
pero aceptó lo que ella ofrecía y cerró los ojos mientras ella le pasaba los
dedos por la mejilla, el cuello, la clavícula. Tiró del cuello abierto de la
camisa y él abrió los ojos de inmediato.
—Millie —le advirtió con voz ronca.
—El pecho —dijo ella con suavidad—. Tiene magullones en el
pecho.
Magullones, golpes, nada le importó cuando la mirada de Millie se
encontró con la suya y sus pupilas se dilataron. No podía existir un
momento más inadecuado para esto, pero esta mujer despertaba en él una
reacción incómoda en cualquier situación. Podría estar muriéndose e igual
sentiría deseos de besarla.
Antes de que ella pudiera moverse, le pasó una mano detrás de la
nuca y la atrajo hacia su boca. Ella emitió un sonido de sorpresa y él la soltó
de inmediato, maldiciendo por lo bajo.
—Perdón, no debería haber… —Dejó caer la mano y apretó el puño
contra las sábanas.
Ella sacudió la cabeza y se dejó caer sobre el borde de la cama.
—Deseaba que lo hiciera —confesó con la mirada baja.
—Ese sonido. Pensé…
Ella levantó la mirada.
—Me sorprendió. Sus besos siempre me sorprenden.
—Siempre la sorprenden —repitió él—. Sí, la he besado muchas
veces y lo lamento.
—¿Y si yo no lo lamentara?
El corazón de Gabriel dio un vuelco.
—Me resulta difícil de creer.
—¿Por qué? No soy una debutante inocente.
—¿Entonces piensa que no merece respeto?
Millie esbozó una sonrisa.
—Eso no es lo que quise decir. Me refería a que no me asusto por un
simple beso.
¿Un simple beso? Si cualquiera de los besos que se habían dado
podía considerarse “simple”, le convenía darse por vencido y arrojarse al
Támesis.
—No soy tonto, Millie. Sé que las mujeres no desean besarme. Soy
vizconde y debo ser consciente de los privilegios que eso trae aparejado.
Una mujer como usted podría…
Ella se levantó abruptamente de la cama, con expresión confundida.
—¿Qué? ¿Dejarse caer en sus brazos porque es rico y tiene título de
nobleza? —Se rio—. No olvide que me dejé caer en sus brazos cuando
pensaba que era un bárbaro.
—Soy un bárbaro.
—No es cierto.
—Pues tengo la cara de un bárbaro. —Sonrió—. Y también el
temperamento. Varias mujeres se han asustado y alejado de mí por esas dos
razones.
Millie ladeó la cabeza, se cruzó de brazos y lo miró.
—¿Cree que le tengo miedo?
—No, claro que no. Creo que no le tiene miedo a nada. Pero esta
cara… —Señaló sus cicatrices—. No es la clase de cara que una mujer
desea besar.
Con movimientos lentos, Millie volvió a sentarse sobre la cama y
soltó un suspiro aliviado. Si huía de él, le dolería más que el abandono de
cualquier otra mujer.
—Esa cara está muy bien.
—Sí, si a uno no le importa mirar a una bestia.
—¿Cómo… cómo fue que lo hirieron? —preguntó, vacilante.
—En la…
Ella levantó una mano.
—En la guerra, lo sé. Pero ¿cómo?
Gabriel sabía que debía decirle que se marchara, pero estaba en
deuda con ella ¿no? Tras raptarla y besarla, no podía negarse a responder
sus preguntas, por más que detestara hablar de aquel día.
—Fue hacia el final de la guerra, en la batalla de Quatre-Bras. Nos
tomaron por sorpresa y mis hombres estaban exhaustos y con la moral baja.
Ella lo miró con los ojos entornados.
—Luchó junto a ellos ¿verdad? Apuesto a que como oficial ni
siquiera debería haber estado allí.
Él levantó un hombro e hizo una mueca al sentir una punzada de
dolor en un costado.
—¿Cómo podía mandarlos a morir mientras yo me mantenía a
resguardo?
—¿Entonces lo hirieron en esa batalla?
—No recuerdo mucho. Hubo una explosión tan fuerte que me dejó
sordo durante varias semanas, luego, solo oscuridad. Desperté en Inglaterra
y me enteré de que mi hermano había muerto unas semanas antes y yo era
vizconde, estaba prácticamente inválido, y apenas tenía fuerzas para
ponerme en pie y ni hablar de manejar una finca.
Ella le toco el brazo, justo debajo de la manga.
—Ya no es un inválido y hace un muy buen trabajo como vizconde.
—Claro, porque usted sabe muy bien todo lo que implica ser un
vizconde ¿verdad? —bromeó.
—En realidad, sí. —Levantó la barbilla con una expresión altiva
muy lograda. —Implica dar órdenes a todo el mundo y creerse mejor que el
resto.
Él rio.
—No está demasiado equivocada.
—¿Lo ve? Yo sería un excelente vizconde.
O vizcondesa.
Gabriel reprimió ese pensamiento de inmediato. Dos mujeres habían
rechazado ese rol y Millie sin duda también lo haría. Tenía la inteligencia y
determinación necesarias para la posición, pero él no podía confinarla a una
situación en la que lo único que podía esperar serían burlas y la compañía
de un marido tuerto.
No era que algunos besos significaran llegar al matrimonio, por
supuesto. Sin embargo, tendría que cuidarse y evitarlos en el futuro, para
que ninguno de los dos sacara conclusiones equivocadas.
Sobre todo, él.
CAPÍTULO 16
Millie reprimió una risita ante la rígida postura del mayordomo,
mientras la conducía por la casa y se detenía para anunciarla, con una
entonación que daba a entender que habría preferido anunciar que había
pisoteado excrementos de caballo.
—La señorita Millie Strong.
Cómo alguien podía cargar de tanto desdén un mero nombre, ella no
lo sabía, pero le pareció bastante impresionante. A pesar de las excusas que
Emma daba por él, quedaba claro que el mayordomo no creía que debía
estar en la casa de Gabriel.
Para ser sincera, estaba de acuerdo con él, y en ciertos aspectos, se
sentía agradecida por su petulancia. Le recordaba su lugar y en ese
momento, necesitaba el recordatorio. No había visto a Gabriel en casi diez
días, pero no dejaba de pensar en él.
La expresión de Emma se iluminó cuando Millie entró en la sala de
estar. Estaba rodeada de envoltorios de papel, pilas de prendas variadas y lo
que parecía ser paquetes de mazapán.
Emma parecía pequeña sentada sobre la alfombra persa. A Millie se
le comprimió la garganta cuando la muchacha se puso de pie. Emma era
menuda y joven, y aun así iba a casarse con el duque antes de Navidad. Las
mujeres del Club del Secuestro la habían visitado en la nueva tienda solo
unos días atrás y su información sobre el duque no había sido de utilidad
hasta el momento.
Se les estaba agotando el tiempo.
—Gracias, Peters —dijo Emma.
—Sí, gracias. —Millie sonrió al mayordomo, y su diversión
aumentó cuando él hizo un gesto de desdén y abandonó la sala.
Emma se acercó a la cuerda de la campanilla.
—¿Llamo para pedir el té?
—No, no. Solo vine a traerte estas cintas. —Levantó el paquete que
tenía en las manos—. ¿Para qué las vas a utilizar?
—Estoy preparando las cajas para los sirvientes y las personas a los
que se las entregaremos el Día de Navidad. O al menos lo hará mi hermano.
—Emma se mordió el labio inferior—. Yo tal vez ni siquiera esté aquí.
—Todavía hay tiempo —la tranquilizó Millie con más optimismo
del que realmente sentía.
Emma tomó el paquete y lo apoyó sobre una reluciente mesa lateral;
lo abrió y sacó unos rollos de cinta.
—Ah, serán la terminación perfecta para las cajas.
—Bien, entonces me…
—¿Quieres ayudarme? —Emma señaló el desorden en el suelo—.
Así podrías contarme sobre… —bajó la voz—… lo que ya sabes.
Millie apretó los labios.
La tienda había estado muy tranquila ese día. Sospechaba que la
gente estaba dedicada a lo mismo que Emma, preparándose para el período
festivo.
—Supongo que sí…
—Fantástico.
Tras quitarse el abrigo y los guantes, se sentó en el suelo con Emma,
tratando de no pensar en sus botas sucias sobre la costosa alfombra ni en
cuán tosca debía verse en comparación con la belleza de Emma. Su vestido
de muselina no podía compararse con la seda color rosa pálido del vestido
de mangas largas que lucía la joven y se sentía muy sencilla sin ni siquiera
un collar, al ver el brillo de joyas en las orejas y el cuello de Emma.
—¿Hay alguna noticia? —preguntó Emma mientras envolvía unos
guantes tejidos en un papel que había cortado.
Millie sintió una punzada de dolor ante su tono entusiasta.
—Pues… —Imitó los movimientos de Emma y apiló los presentes
para luego envolverlos y atar el paquete con la bonita cinta de encaje que
había traído—. Hay algo, sí… pero no es una buena noticia.
—Puedes contármelo.
Millie tragó saliva.
—La segunda mujer del duque… es posible que se haya quitado la
vida.
—Oh.
—Sí.
—¿Entonces el duque no tuvo nada que ver?
—No. Ingirió una sobredosis de láudano.
Las palabras no dichas colgaban entre ellas. ¿Por qué una duquesa
llegaría al extremo de quitarse la vida? Millie ya había llegado a la
conclusión de que su vida con el duque había sido tan atroz que no podía
soportar seguir en este mundo.
—No desesperes. Todavía está el asunto del mellizo.
Emma asintió con una sonrisa tensa.
—Sí.
—Y queda tiempo. Ya encontraremos la manera.
—¿La manera de qué?
Millie se puso de pie de un salto al oír la voz profunda de Gabriel.
Era muy posible que su corazón hubiera dado un vuelco y salido de su
cuerpo, pues ciertamente no sentía como si lo tuviera dentro del pecho. Sin
pañuelo al cuello pero con más ropa que la última vez que lo había visto,
Gabriel estaba erguido en toda su estatura, lo que dificultaba la respiración
de Millie, sobre todo si le miraba los labios y recordaba su sabor o dejaba
que sus ojos bajaran y le trajeran recuerdos de sus manos sobre el pecho
firme de él.
—Estábamos hablando de…
—Del duque —acotó Emma.
—Si hubo novedades, creí que me las contaría a mí. —Entró en la
sala y observó el desorden con una ceja arqueada. —¿Acaso hubo una
explosión?
Una explosión. Ella solo pudo pensar en lo que él le había contado
sobre cómo había sido herido. Sus miradas se encontraron y Millie intuyó
que él había pensado lo mismo. ¿Se arrepentiría de haberle confesado esa
intimidad? Ella jamás lamentaría conocerlo mejor. Al fin y al cabo,
enterarse de sus acciones valerosas, no hacía nada para disminuir la
intensidad de los sentimientos que la inundaban, y no sentía más que
agradecimiento por el hecho de que él hubiera compartido un momento tan
doloroso con ella.
—¿Cómo se siente? —preguntó con tono brusco.
—Casi tan bien como para ir en busca de Bishop —respondió él.
—¡No! —exclamó Emma.
Millie asintió.
—Ese monstruo con cara de gárgola es demasiado peligroso.
Gabriel reprimió una sonrisa.
—Necesito seguirlo y ahora que mis costillas ya están casi curadas,
podría hacerlo. Si el duque está metido en algo que nos resultará útil, estoy
seguro de que Bishop estará haciendo el trabajo sucio por él. —Se apretó
una mano contra las costillas—. Me reuniré con Russell más tarde, en
White’s. Ha estado haciendo todo lo posible para mantenerme al tanto de
las andanzas de Bishop.
Emma frunció el ceño.
—Deberías estar descansando.
—Sí, debería.
Él paseó su mirada de una a la otra.
—Regañado por mi hermana y mi… amiga. ¿Qué puede hacer un
pobre hombre?
—Podrías ayudarnos con esto, al menos. Después de todo, son para
tus sirvientes. —Emma empujó una cinta hacia él y sonrió a Millie—. Tal
vez podamos convencerlo de la locura de sus intenciones.
Millie observó con una sonrisa la postura firme de Gabriel. Apenas
si podía convencerse a sí misma de la locura de sus sentimientos cada vez
más intensos, ni hablar de decirle a un vizconde qué debía hacer.
—Lo dudo. Pero podemos intentarlo.
***
Resistirse a un pedido de su hermana nunca había sido fácil, pero
cuando se combinaba con uno de Millie, ¿cómo iba a negarse? Fue así que
se encontró atando paquetes con cinta, o al menos enredándose en cintas.
Sentado a la mesa, frunció el ceño al ver cómo se le habían enredado entre
los dedos y vio la expresión divertida de Millie. Iba a mover la mano hacia
ella para pedir su ayuda, en vista de que él la había rescatado de unas cintas
previamente, pero vio juraba que Emma les dirigía miradas extrañas.
—Oh, olvidé… —Su hermana se levantó de un salto y se dirigió a
toda prisa hacia la puerta.
—¿Qué has olvidado? —preguntó; ella se detuvo en la puerta.
—Eh… algo.
Emma evitó la mirada suspicaz de él y desapareció a toda prisa.
Millie levantó los hombros y cortó un largo de cinta para otro paquete.
Transcurrieron varios segundos en silencio. Él se preguntaba si Millie se
daría cuenta de lo difícil que le resultaba no mirarla. Tenía el tipo de belleza
simple que no necesitaba adornos. Ninguna joya podía resaltar su cuello
esbelto mientras se inclinaba hacia un lado y hacia el otro y luego se llevaba
una mano a la parte baja de la espalda. No necesitaba de vestidos
complicados para destacar su cintura. Ni plumas en el cabello.
Sin nada de eso, capturaba por completo su atención.
Y ella lo había notado.
—¿Qué ocurre?
—Solo me preguntaba cómo tenía el tiempo de ayudar a mi hermana
con esto —mintió.
—Emma es muy persuasiva. Además, ha sido un día tranquilo en la
tienda.
—Ah. —Miró hacia la puerta—. ¿Ha dicho algo de Westwick? Creo
que todo esto la distrae.
—No mucho.
La miró con el ceño fruncido. Millie le estaba ocultando algo, pero
no se le ocurría qué podía ser. Russell no había dejado de vigilar a Bishop y
Nash había dicho que en cuanto su mujer descubriera algo útil se lo
informaría, pero obligado a recuperarse de los golpes en las costillas,
Gabriel se sentía tan inservible como un tintero sin pluma.
—Me alegro de que haya venido, en realidad.
La expresión de ella se iluminó.
—Quería asegurarme de que está siendo cautelosa.
Millie aflojó los hombros.
—Por supuesto.
—Si Bishop se entera de que no he dejado de investigar a Westwick,
usted también podría estar en peligro.
—¿Yo? ¿Y qué me dice de usted? Ese hombre podría haberlo
matado.
Gabriel resopló con sarcasmo.
—Se necesitan más que unos cuantos puñetazos para matarme.
Millie termino un paquete y lo añadió a la pila.
—Tal vez debería dejar todo en manos del Club del Secuestro. Ellos
tienen experiencia con estas cuestiones.
—Yo tengo experiencia con el peligro, por si lo ha olvidado.
—Y sin embargo ese hombre le quebró una costilla.
Gabriel se puso de pie abruptamente.
—¡Porque me atacó por la espalda como un cobarde y eran dos
contra mí! No volveré a dejar que me tomen por sorpresa.
—¿Por qué tiene que ser terco como un b…?
—¿Cómo un bárbaro?
—¡Sí! —Millie se puso de pie de un salto—. Me gustaría pensar en
un insulto mejor, pero le sienta a la perfección.
—Tal vez, en el fondo, soy simplemente un bárbaro.
—Que está decidido a dejarse lastimar. ¿Cómo se las arreglará
Emma si usted termina muerto? ¿Cómo me…? —Se interrumpió e inspiró
hondo. —Son varios los que lo quieren, los que se preocupan por usted.
—Si piensa que el peligro es tan grande, entonces escuchará mis
advertencias.
—¡Lo he hecho! No he caminado sola por Londres en ningún
momento y mi madre tiene órdenes estrictas de no abrirle la puerta a nadie,
aunque debería intentar usted darle explicaciones a una mujer tan curiosa.
—Pues… bien. —Asintió. —Me alegra escuchar eso.
—¿Y usted no seguirá sus propias advertencias?
—Soy un hombre de acción, Millie. Estar inactivo para reponerme
me ha llevado al borde de la locura.
—Entiendo. —Él vio algo en su mirada parecido a la decepción,
aunque no podía entender el motivo. —No correré riesgos innecesarios.
Él le apoyó una mano sobre el brazo.
—Bien. —Millie levantó la barbilla y él sintió la conocida opresión
en el pecho que experimentaba al mirarla. Dios, cómo deseaba haberla
conocido en otras circunstancias.
Los labios de ella se entreabrieron. Gabriel podría haber jurado que
la oyó inspirar.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó Millie en voz baja.
—No lo sé —fue todo lo que pudo responder él.
Un ruido en el vestíbulo llamó la atención de ella y Gabriel dio un
rápido paso atrás antes de ceder y besarla allí mismo. Al menos no era el
único que se sentía así, supuso, pero tenían cosas más importantes en las
que pensar.
Como rescatar a su hermana.
—¿Ha hablado con el Club del Secuestro? —preguntó—. Guy dijo
que las mujeres se reunirían pronto.
—Sí, pero no han conseguido ninguna información útil. Sí han
mencionado que… —Se le cerró la garganta.
—¿Qué cosa, Millie?
—Que su segunda mujer podría haberse quitado la vida —susurró
ella.
Las palabras quedaron colgando entre ambos.
—¿Emma lo sabe?
Millie asintió.
Él negó con la cabeza y se pasó una mano por el pelo.
—¿Cómo demonios voy a arreglar esta situación, Millie? —exclamó
—. No puede casarse con él. No puede terminar como su esposa anterior.
—Emma es más fuerte de lo que parece —le recordó ella—. Pero no
llegaremos a eso. Tenemos tiempo y contamos con la ayuda de algunas de
las mentes más astutas de Inglaterra. —Apretó los labios—. Le preguntaré a
mi madre sobre Westwick.
—Ha dicho que le causaría mucho daño.
—Lo sé, pero tengo que hacer todo lo que pueda.
—¿Y si… si las circunstancias fueran similares a las del nacimiento
de Lydia?
—¿Se refiere a si mi nacimiento fuera producto de un acto tan ruin?
—Levantó la barbilla y Gabriel no pudo menos que admirar la fuerza de su
postura. Millie se encogió de hombros—. He tenido el amor de mi madre,
del mismo modo en que Lydia tiene el de la suya. Puedo soportar la verdad.
—Gracias —logró murmurar él, con la garganta cerrada—. De
verdad no me debe nada. Al fin y al cabo, fui su secuestrador.
Los labios de ella se curvaron en una sonrisita.
—¿Qué puedo decir? Hay veces en que hasta los bárbaros necesitan
ayuda.
El sonido de un carraspeo lo hizo dar un paso atrás. Haciendo caso
omiso de la sonrisa extrañamente satisfecha de su hermana, abandonó la
sala con una inclinación de cabeza, pero no sin antes dirigirle una última
mirada a Millie y admitir que le hacía dar vuelcos a su corazón. Por
desgracia, no iba a poder hacer nada al respecto hasta que su hermana
estuviera a salvo.
CAPÍTULO 17
—Sabía que estarías ocupada con la apertura de tu nueva tienda,
Millicent, pero no imaginé que prácticamente no te vería durante toda la
temporada navideña. —La madre de Millie colocó las hojas sobre la mesa y
Millie observó el follaje que decoraba la repisa de la chimenea y el friso.
—Las decoraciones lucen preciosas, mamá. —Dejó su sombrero
sobre la mesa, que se movía un poco, sin importar lo que pusieran debajo, y
añadió sus guantes a la pila.
Aunque la casa era modesta, siempre estaba cálida, llena de mantas,
adornos y muebles que habían sido rellenados y reparados innumerables
veces. La vida no era tan dura como en un tiempo lo había sido para ellas,
pero qué extraño contraste era pasar de los techos altos y abiertos de la casa
de Gabriel a la acogedora salita de techo bajo de la casa de su madre.
Su madre hizo un gesto hacia la tetera.
—Estaba a punto de tomar té. ¿Tienes tiempo para una taza?
—Sí.
Se sentó y esperó a que su madre sirviera el té, y luego lo tomó,
consciente del nerviosismo que hizo que la taza chocara contra el platillo.
Inhalando profundamente, se recordó por qué necesitaba tener esta
conversación. No era por ella, sino por Emma.
Sin embargo, no podía negar que la curiosidad ardía con fuerza en
su interior. ¿Era realmente la hija de un duque? ¿La hija de un hombre tan
espantoso? ¿Y qué había sucedido entre él y su madre?
—¿Sucede algo? —preguntó su madre tras sentarse y beber un
sorbo lento—. Estás rara.
—Llegué hace apenas un minuto, mamá, ¿cómo puedo estar rara?
Su madre le clavó la mirada y arqueó una ceja.
—Soy tu madre. Te conozco mejor que tú misma. —Sus ojos se
agrandaron y una tenue sonrisa curvó sus labios. —¿Es ese caballero que
estaba en tu tienda? Debo admitir que su apariencia me sorprendió un poco,
pero esos brazos… —Con la mano libre, su madre hizo un gesto de apretar.
—¡Mamá!
Ella levantó un hombro.
—Soy vieja, no ciega.
—Es un caballero de verdad.
—Sí, parecía serlo, por cierto.
—No, un verdadero caballero. Es vizconde.
Los labios de su madre se separaron; bebió un rápido sorbo de té
antes de dejar la taza sobre la mesa lateral junto a una lámpara.
—Ni siquiera me dirigí a él como corresponde. —Hizo una mueca
—. Podrías haberme advertido, Millicent.
—Gabriel no piensa mucho en la etiqueta de la alta sociedad. Te
prometo que no se sintió ofendido.
—¿Por qué te estaba ayudando? ¿Es amigo de Lady Henleigh?
—Pues… en cierto modo.
—Parecía encariñado contigo.
—Madre, él es un vizconde y yo soy… —Señaló su sencillo vestido
—. Yo soy yo.
—El amor no entiende de rango.
—¿Amor? —Millie se atragantó con el sorbo de té y dejó la taza.
Esta no era la clase de conversación que uno podía tener mientras bebía,
concluyó.
—Sería fácil amar a un hombre como él y admito que soy parcial,
pero eres bastante adorable.
Millie frunció el ceño. Nunca se había considerado adorable.
Demasiado autoritaria, demasiado decidida, demasiado trabajadora.
Adorable, no. Pero ahora la palabra daba vueltas en su mente una y otra
vez. Sabía lo fácil que podía ser amar a Gabriel, pero ¿que él la amara a
ella? Incomprensible.
Inhaló profundamente. De todos modos, no había tiempo para hablar
de eso.
—Mamá, la razón por la que conozco a Gabriel es porque su
hermana está… bueno, comprometida con el duque de Westwick. —
Observó la expresión de su madre en busca de algún indicio, pero no vio
nada más que cejas levantadas.
—El duque de Westwick —repitió Millie—. Trabajaste en su casa.
Su madre entornó los ojos.
—¿Y por qué deseas hablar de eso?
—Porque sé que… —Millie tragó el nudo que iba creciendo en su
garganta. No podía decir por qué ocultarle esto a su madre le parecía una
traición. Al fin y al cabo, ella le había ocultado la identidad de su padre
durante toda su vida—. Sé que es mi padre.
La boca de su madre se tensó. Cogió la taza de té, la bebió
rápidamente y la volvió a dejar sobre la mesa.
—Comprendo.
—¿Es cierto, entonces?
Ella se encogió de hombros.
—¿Por qué nunca me lo contaste? ¿Fue… fue malvado contigo?
Ella negó con la cabeza.
—No, al menos hasta que supe que estaba embarazada. Entonces me
informaron que debía marcharme inmediatamente de la casa, sin siquiera
una carta de recomendación. Él se negó a volver a verme.
—Lo siento, mamá.
—¿Qué hay para lamentar? Tengo la mejor hija que una madre
podría desear.
—¿Acaso él era… es decir, por qué…? —Millie hizo un gesto vago.
No quería pensar en su madre con un amante, mucho menos un hombre
como ese.
—Él era encantador y me decía que me amaba. Yo era joven y le
creía, por supuesto. Incluso me envió cartas de amor.
—Cartas de amor —repitió Millie—. No sonaba como el Westwick
que conocía.
—Pienso que lamentablemente no fui la única en recibir tales cartas.
Creo que todavía tengo algunas… —Su madre se llevó un dedo a los labios,
luego se puso de pie y desapareció en la habitación de atrás.
Millie entrelazó los dedos y los golpeó entre sí. Apenas si podía
creer que su madre hubiera conservado las cartas, mucho menos que
hubiera estado enamorada del duque.
Su madre regresó y le entregó las misivas. Despacio, Millie
desplegó un papel arrugado y leyó profesiones de amor y palabras elegantes
que sin duda atraerían a muchas mujeres a la cama. Incluso hablaba del
embarazo y de matrimonio. Su madre no era tonta, pero ni siquiera Millie
podía creer que el duque de Westwick realmente hubiera tenido intención de
casarse con su madre.
—Para ser un duque, no tiene tan buena mano con la escritura —
observó Millie, señalando las manchas de tinta en el papel.
—Solía tenerla, mira. —Cogió la carta de arriba para mostrarle otras
escritas con más pulcritud—. Supuse que escribió la última
apresuradamente y con dolor en su corazón cuando me envió lejos. —Su
madre se rio—. Qué equivocada estaba.
—Lamento si esto te duele, mamá, pero debo saber más sobre él. No
por mí, sino por la hermana de Gabriel.
—No puedo contarte mucho, me temo, pero después de la muerte de
su hermano, me dijeron que me fuera y conocí su verdadera naturaleza. No
quiso reconocerte ni concederme una audiencia. Al principio, concluí que
era un asunto demasiado vergonzoso para él, pero pronto me di cuenta de
que no sentía ningún amor por mí y cuando fui a trabajar para el señor
Morecambe, después de que nacieras, me quedó claro que nunca había
tenido buenas intenciones hacia mí.
—Parece que no ha cambiado, mamá. De hecho creo que su
comportamiento ha empeorado.
Su madre palideció.
—Imagino que a medida que envejecía, las mujeres no se le
entregaban con tanta facilidad. A pesar de su habilidad para escribir
palabras bonitas, ahora entiendo que no tenía corazón ni capacidad de amar.
Millie asintió con expresión sombría. Eso ya lo sabía, pero la idea
de que Emma fuera víctima de su comportamiento solo avivaba su deseo de
liberarla de sus garras.
***
Inhalando entre dientes, Gabriel se sentó con cuidado en el sillón y
paseó la mirada por el club de caballeros. Le dolían las costillas y los
magullones que tenía en el cuerpo, pero el dolor no lo incomodaba tanto
como estar sentado en Boodle’s. La última vez que había estado allí había
sido antes de la guerra.
Antes de que el disparo de cañón lo convirtiera en un monstruo.
El camarero hizo todo lo posible por mantener una expresión neutra
mientras le colocaba un whisky delante, pero Gabriel captó la mirada rápida
y curiosa. La ignoró y señaló la taza de café de Nash.
—¿No bebes?
—Con el bebé a punto de nacer, no me atrevo. Necesito estar alerta.
Guy sacudió la cabeza.
—Un whisky no te enturbiará la mente, Nash. Te he visto beber lo
suficiente como para llenar un barril y aun así estar lúcido como para cantar
el himno nacional.
—Estaba celebrando mi compromiso con Grace —le recordó Nash a
su amigo—. Y estoy bastante seguro de que no pronuncié bien ni una
palabra.
Guy sonrió.
—Yo tampoco estaba precisamente sobrio, así que no lo recuerdo.
—Se giró hacia Gabriel—. ¿Cómo te estás recuperando?
—Estoy bastante bien —murmuró Gabriel—. Aunque mi orgullo ha
recibido una paliza.
—Ese Bishop es un tipo artero. Russell ha estado dividiendo su
tiempo entre Westwick y Bishop y sabe Dios que Westwick controla a
mucha gente a través de su criado, pero todavía no hemos visto nada útil.
Gabriel tamborileó los dedos sobre la mesa.
—Se nos acaba el tiempo.
Nash asintió.
—Coincido. Necesitamos movernos más rápido, con decisión.
Llevamos demasiado tiempo persiguiendo nuestros propios rabos.
—¿Grace ha descubierto algo más sobre Westwick? —preguntó
Guy.
—Está hasta la coronilla de correspondencia —Hizo un gesto con la
mano—. Supongo que es fácil que suceda, dada su baja estatura, pero ya
sabes a lo que me refiero. Debe de haber escrito cien cartas a antiguos
empleados del duque, pero con este clima, el correo es espantosamente
lento.
—He estado tratando de rastrear a una antigua amante de Westwick
—explicó Gabriel—. ¿Grace ha tenido suerte con eso?
—Esa tal señorita Cross —dijo Nash.
—Así es. —Gabriel les enseñó una de las páginas que le había dado
el investigador que había contratado y señaló con el dedo—. Fui a la
antigua dirección ayer, pero nadie ha oído hablar de ella. Queda claro que
estoy repasando terreno previamente pisado, pero es la única que no he
podido encontrar. Según el investigador, trabajó en casa de Westwick antes
de que él heredara el título y uno de los viejos lacayos tenía mucho que
decir al respecto; pensaba que Westwick estaba enamorado de ella.
Nash asintió.
—Pero ha desaparecido.
—Así parece.
—Demasiada gente desaparece cerca de Westwick —murmuró Guy.
Gabriel reprimió un escalofrío.
No quería pensar en lo que podría pasarle a Emma si le desagradaba
a Westwick.
—Grace ha estado investigando sobre ella —dijo Nash—, aunque
no sé si ha logrado comunicarse con alguien o ha descubierto algo.
—Si te enteras de algo, avísame —le pidió Gabriel—. Necesito
hacer algo útil, y seguir a Bishop y Westwick no ha llevado a nada.
Guy se pasó una mano por la cara y dio un largo trago a su bebida.
—Bishop, al menos, es consciente de que estás tratando de indagar
en el pasado de Westwick. Dudo que el hombre haga algo temerario
después de haberte atacado.
—Perdí demasiado tiempo esperando a que cometiera un error —
admitió Gabriel—. Después de tantos años sirviendo a Westwick, nunca lo
atraparon; dudo que revele algo ahora.
—Siempre podríamos arrojarle a Russell encima, a ver si le gusta
una paliza. —Nash encogió los hombros y miró a Guy, que le propinó un
codazo. —¿Qué?
—No podemos llamar la atención sobre Russell y nuestra
participación, maldito idiota.
—Lo único que digo es que Russell se desenvuelve muy bien con
los puños y es experto en lograr que la gente hable. Con solo mirarlo, la
mayoría de las personas confiesan pecados que apenas recuerdan. Y si no
ayudamos a Emma, entonces ¿qué sentido tiene hacer esto?
Gabriel negó con la cabeza.
—No puedes arriesgarte a que se sepa que estáis implicados. No
quisiera que pusieras en peligro el club. Además, si esta cara no asusta a
Bishop, dudo que lo haga la de Russell.
—Nos queda un poco de tiempo —le aseguró Guy—. Y contamos
con algo de información. Grace todavía está investigando la idea de que
Westwick haya hecho ganancias en el mercado de valores y sabemos que su
hermano acumuló enormes deudas antes de su muerte.
—¿Su hermano? —repitió Gabriel—. ¿Qué demonios me perdí
mientras me recuperaba?
Los dos hombres se miraron.
—Pensé que Millie te lo habría contado —explicó Guy.
No. Ella había se había comportado de manera sospechosa la última
vez que la vio, pero por supuesto, él estaba demasiado centrado en no
besarla como para hacerle preguntas inteligentes.
—¿Tenía un hermano?
—Un gemelo —dijo Guy—. Murió mientras dormía, parece, aunque
no lo sabemos con certeza. Fue hace más de veinte años, por eso no lo
sabíamos, pero su nombre casi no aparece, salvo en algunos registros.
Apostaría a que Millie estaba tratando de protegerlo de alguna
manera. La última vez que la vio, estaba preocupada y le había pedido que
no actuara de manera precipitada. No sabía por qué ella pensaba que podría
actuar de manera insensata después de la noticia sobre el gemelo, pero
deseaba que hubiera sido sincera con él.
Por supuesto, él tampoco era del todo sincero con ella. Si realmente
lo fuera, le habría dicho que se enamoraba un poco más de ella cada vez
que la veía.
Y que no sabía qué haría si no volvía a verla una vez que esta
pesadilla hubiera terminado.
Si es que terminaba.
—Grace cree que trataron de ocultar algo escandaloso sobre el
hermano —dijo Nash—. Tal vez sobre su muerte, o sobre algo peor que una
gran cantidad de deudas. —Encogió los hombros—. Imposible saberlo.
—Así que necesitamos más información sobre este gemelo. —
Gabriel levantó un dedo—. Y sobre la tal señorita Cross. —Levantó otro
dedo.
Guy asintió.
—Grace ya está abocada a eso —dijo Nash—, pero deberíamos
seguir hablando con cualquier sirviente o miembro del personal. Creo que
las mujeres están haciendo todo lo posible por hablar con aquellos que aún
residen en Londres.
—Podría valer la pena volver a reunirnos pronto para recopilar toda
la información que tenemos hasta el momento. Tal vez hayamos pasado
algo por alto —sugirió Guy.
Gabriel apretó los puños. Si seguían con más charla y nada de
acción, se volvería loco. Pero haría lo que fuera necesario por su hermana,
incluso dejar de lado su creciente deseo por Millie para centrarse en sacar a
Emma de esta situación antes de que alguien saliera herido. Otra vez.
CAPÍTULO 18
Ver a casi todo el Club del Secuestro reunido en una habitación
desconcertaba a Millie. La moderna y bellamente decorada sala de la casa
del conde ostentaba mármol reluciente, elegantes y sobrios tonos verdes, y
techos simples con molduras. La casa había sufrido un incendio hacía más
de un año, pero por cómo se veía ahora, nadie lo habría sabido.
Cada pareja estaba junta, con excepción de Nash, que estaba sentado
al piano; se lo veía algo perdido sin su esposa. Millie miró a Freya y al
conde, luego a Gabriel, consciente de que él y ella estaban ubicados de
manera similar.
Excepto que no eran una pareja.
Y estar a su lado no debía convencerla de que lo fueran. Ni de que
pudieran llegar a serlo. Freya no provenía de la riqueza, era cierto, y
además, era una mujer que trabajaba mucho, pero su origen familiar era
más refinado que el de Millie. Mucho más refinado. Al fin y al cabo, Freya
no era la hija bastarda de un duque.
Como una tonta, siguió observando las interacciones entre ellos; los
tiernos momentos de contacto, la forma en que lord Henleigh se inclinaba y
le susurraba algo al oído, y como Freya sonreía con expresión cómplice.
Nunca antes había tenido tiempo para pensar en romances, pero sintió una
punzada de celos en el corazón. Sería maravilloso tener el apoyo del
hombre al que amaba.
Tragó saliva para aflojar el nudo apretado en su pecho y alejó esos
pensamientos. Estaban aquí por Emma, nada más.
Lord Henleigh habló primero.
—Seré franco, Gabriel. No hay duda de que Westwick ha abusado
de su poder, pero encontrar pruebas de ello es casi imposible.
Gabriel asintió, solemne, y la expresión resignada en su rostro hizo
que a Millie se le estrujara el corazón. Si los demás no estuvieran allí,
estaría haciendo un gran esfuerzo para no apretarse contra su pecho y
ofrecerle todo el consuelo que pudiera.
—Su hombre, Bishop, asume todo el riesgo —dijo Gabriel—.
Tenemos que centrarnos en él.
—Pero no ha hecho nada en estas últimas semanas —señaló Nash
—. Sabe que estás siguiendo las actividades del duque; dado que las
acciones de ese hombre han pasado inadvertidas durante tanto tiempo, es
seguro que no es tan tonto como para llevarlas a cabo bajo nuestras narices.
—Lo sé —dijo Gabriel, pasándose una mano por la mandíbula—.
Lo sé.
El conde y Freya cruzaron miradas y ella dio un paso al frente.
—Podría ser el momento para pensar en sacar a Emma de aquí —
dijo.
—Ella no se irá —respondió Millie por Gabriel.
—Tienes que persuadirla —agregó Rosamunde.
—O podríamos llevárnosla, demonios —propuso Russell y recibió
un toque ligero en el brazo por parte de su esposa. —¿Qué? —dijo,
encogiéndose de hombros.
Rosamunde levantó los ojos al cielo con expresión resignada.
—Lo que está diciendo mi esposo es que necesitamos persuadirla.
De acuerdo con nuestras investigaciones, parecería que la segunda esposa
del conde se suicidó, aunque lo mantuvieron oculto.
El conde frunció el ceño.
—¿Estabas al tanto de esto? —preguntó a su mujer.
Rosamunde levantó la mano.
—Queríamos estar seguras y no deseábamos que ciertos miembros
de este grupo actuaran de manera impulsiva y llamaran la atención sobre sí
mismos. Ya sabemos que nuestras solicitudes de información en el
Parlamento han llamado la atención. —Asintió hacia Gabriel
—.Desafortunadamente para el Lord Thornbury, las sospechas recayeron
sobre él.
—No, en absoluto —respondió Gabriel—. Es mucho mejor que
recaigan sobre mí que sobre cualquiera de vosotros.
—De todos modos —interrumpió Freya—, lo que Emma necesita
entender es que no la vamos a abandonar. —Fijó su mirada en Gabriel y
Millie—. Simplemente necesitamos más tiempo.
—¿Entonces enviamos a Emma lejos por un tiempo hasta que
podamos encontrar algo más sobre el duque? —preguntó Millie.
—Exacto —afirmó Freya—. Nos aseguramos de que la boda no se
lleve a cabo mientras buscamos algo que garantice que él ya no tenga
influencia sobre Gabriel ni su hermana, y luego la traemos de regreso a
casa.
Millie miró a Gabriel, que apretaba la mandíbula.
—Es una idea. Seguro que existe un lugar donde podamos enviarla.
—Tengo una prima en Irlanda —sugirió Lord Henleigh—. Nadie la
encontrará allí ya que la presencia de mi primo en la zona es… digamos que
desconocida.
Gabriel asintió lentamente.
—Ella se mostrará reacia. No querrá causar escándalo y no sabemos
cuánto tiempo llevará este asunto. —Bajó la voz y murmuró a Millie—. ¿Y
qué pasará con su hija?
—Bajo la férrea mano del duque, sospecho que una vez casada,
tampoco podrá ver a Lydia.
Gabriel apretó los labios.
—¿Y qué hay del escándalo de una novia fugitiva? ¿Permanecerá
intacta su reputación? —preguntó Millie.
—No tendrá que preocuparse por su reputación —explicó Guy—.
La raptaremos, como hemos hecho en otras oportunidades.
Nash asintió.
—No será culpa suya.
—Y bien —interpuso Freya—. ¿Creéis que podréis persuadirla?
Gabriel miró a Millie, que asintió. Por lo visto, era la única opción
que tenían. De alguna manera, se asegurarían de que el duque no pudiera
volver a tocar a ninguno de ellos, pero de momento, no tenían forma de
hacerlo. En unas semanas más, tal vez en un mes podrían encontrar algo ¿o
no? Un hombre con un alma tan negra como la de su padre tenía que haber
cometido algún error en algún sitio.
—¿Me ayudará a hablar con ella? —preguntó Gabriel.
Ella le sonrió; como si a estas alturas pudiera negarle algo.

***

Antes de entrar en la sala de música, Millie tomó la mano de Gabriel


y le apretó los dedos. Los de ella seguían fríos por el día helado que se
había colado a través de sus guantes demasiado delgados. Gabriel concluyó
que tendría que comprarle unos guantes de cuero bien cálidos para Navidad.
Es decir, si seguían estando uno en la vida del otro. Dos prometidas
lo habían rechazado, aunque no había sentido nada por ninguna de las dos.
¿Valdría la pena admitir sus sentimientos por Millie?
Ella le soltó la mano; Gabriel la miró.
Sí. Sí, valía la pena.
Una vez que su hermana estuviera a salvo, abordaría el tema. Y
trataría de descubrir cómo demonios seguirían a partir de allí. Eso si ella lo
quería, por supuesto.

El sonido del piano se silenció cuando él abrió la puerta y Emma se


levantó de inmediato del taburete.
—¿Alguna novedad? Me habría gustado estar presente. Deberías
haberlo convencido, Millie.
—Cuanto más lejos estés de esta situación, mejor. No podemos
permitir que Westwick comience a sospechar del Club del Secuestro —le
recordó Millie.
Emma infló las mejillas.
—¡Todo es tan condenadamente frustrante! Tengo que quedarme
sentada a esperar un veredicto sobre mi destino.
Gabriel decidió no regañarla por su uso de lenguaje inapropiado. Se
le ocurrían palabras mucho peores que “condenadamente” para describir la
situación. Lo que menos deseaba era enviar lejos a su hermana, alejarla de
su protección por quién sabe cuánto tiempo.
—¿Y bien? —insistió Emma.
Gabriel hizo una mueca e intercambió una mirada con Millie. Ella
se adelantó pero él alargó una mano. Millie había hecho mucho ya, no iba a
obligarla a contarle a su hermana lo que la esperaba.
—Necesitamos más tiempo.
Los ojos de Emma se agrandaron.
—No hay tiempo. ¡La boda es en una semana! —Se dejó caer sobre
el taburete y apoyó los codos sobre las teclas, que emitieron un
desagradable sonido cuando ella dejó caer la cabeza sobre las manos-. Voy a
tener que desposar a ese hombre ¿verdad?
Gabriel apretó la mandíbula.
—No.
Ella levantó la cabeza.
—¿Pero qué podemos hacer? Revelará todo si rompo el compromiso
y ya es bastante malo que divulgue todo sobre Lydia, pero ¿y tú? Podrías
ser llevado ante la justicia.
—Necesitamos sacarte de aquí —declaró Gabriel.
—¿Sacarme de aquí?
—Ya hemos hablado de esto, Emma. Te enviaremos lejos.
—No. —Empujó el mentón hacia delante—. No puedo abandonar a
Lydia. Sabes que la utilizará como elemento de presión si desaparezco. Me
la quitará y… —Su voz se quebró.
—Será solamente por un tiempo —le aseguró Millie con suavidad
—. Solo hasta que sepamos todo sobre él. Una vez que tengamos lo que
necesitamos, te traeremos de regreso y volveréis a estar juntas.
Emma los miró con los ojos oscuros muy abiertos.
—Pero, ¿a dónde iré? ¿Y qué impedirá que Westwick se vengue
cuando me haya ido?
Gabriel dejó escapar un suspiro.
—Lord Henleigh tiene una prima en Irlanda. Se esconde allí de su
esposo violento. Estarás a salvo.
—¿Y qué pasa con Westwick?
—Te raptarán —explicó Millie.
—¿Raptarme?
—No es tan terrible como suena. —Millie sonrió—. El Club del
Secuestro simulará tu secuestro. Desaparecerás por un tiempo y regresarás
ilesa una vez que tengamos lo que necesitamos para asegurarnos de que
Westwick no vuelva a tocarte nunca.
Gabriel asintió.
—Ya lo han hecho antes. A ojos de la sociedad, Westwick no
quedará como un hombre al que han abandonado en el altar, sino como
alguien cuya prometida fue llevada lejos de él por la fuerza y parecerá muy
insensible si revela la información que tiene sobre nosotros, aun si sospecha
que se trata de un ardid.
Emma se levantó despacio, cerró la tapa del piano y pasó delante de
la chimenea para mirar por la ventana; luego se cruzó de brazos y se
enfrentó a ambos.
—¿Estáis seguros de esto?
—El Club del Secuestro tiene experiencia en estos asuntos —
insistió Millie—. De ahí su nombre.
—Y no descansaré hasta que regreses a salvo —prometió Gabriel.
—¿Cuándo ocurrirá este secuestro?
—Dentro de dos días. —Mientras pronunciaba las palabras, Gabriel
sintió que se le helaba el estómago. Tenía que existir una mejor manera,
pero entre todos ellos no habían logrado encontrarla y la única otra opción
significaba sacrificarse a sí mismo. Lo haría con gusto, per dejar a Emma
sola en el mundo le oprimía el pecho.
Emma se abrazó con fuerza, apretando las manos contra la tela de su
vestido hasta que los nudillos se pusieron blancos. La duda amenazaba con
desgarrar a Gabriel. Tal vez sí existía una mejor manera. Tal vez debía
desafiar a Westwick a duelo y asegurarse que el hombre pagara con su vida
por sus malas acciones. No tenía dudas de que su puntería sería certera, los
años pasados en la guerra se habían asegurado de eso, pero someter a
Emma a pasar por un juicio y luego morir en la horca…
Y perder a Millie para siempre…
—Lo haré —declaró Emma.
Millie fue hacia ella y le tomó las manos.
—Nos aseguraremos de que vuelvas a casa. Ninguno de nosotros te
abandonará, te lo prometo.
Emma esbozó una sonrisita tensa.
—¿Vendrás conmigo? —preguntó a Millie—. Al secuestro, quiero
decir. No soporto la idea de estar sola.
Millie miró a Gabriel y él comprendió que ella estaba calculando el
tiempo que le quedaba para abrir la tienda e intentando decidir si su corazón
generoso podía negarse al pedido de Emma.
—Podríamos enviar a otra persona —sugirió Gabriel—. Estoy
seguro de que Rosamunde o Freya lo…
—Iré yo —prometió Millie—. No podré acompañarte durante todo
el trayecto, pero estarás en buenas manos.
Emma levantó los brazos.
—Muy bien, hermano, por lo visto, seré víctima de un secuestro.
Pasarás una Navidad muy tranquila, por cierto.
CAPÍTULO 19
—Gracias por venir conmigo. —Emma alargó una mano enguantada
y cogió la mano de Millie.
Ella observó el contraste entre el bonito cuero teñido de rosa y sus
propios guantes sencillos color marrón, y apretó los dedos de Emma. El
carruaje dejó atrás Londres sin dificultades; la hora temprana garantizaba
que las calles estuvieran tranquilas, con solo mercaderes y repartidores
como tráfico.
Una vez que llegaron a caminos menos mantenidos, el barro
causado por neviscas y lluvias tornó el avance mucho más lento. Según los
cálculos de Millie, solo habían avanzado dos kilómetros en una hora y
aunque intentaba mantener una expresión serena, la tensión dentro del
carruaje cerrado era palpable. Si a ella el corazón le latía con fuerza, ¿cómo
estaría el de Emma? Si no llegaban a la costa, desposaría al duque dentro de
tres días.
Emma apoyó la cabeza contra un cojín.
—No puedo creer que se haya llegado a esto.
—Ten paciencia —le recomendó Millie—. Pronto encontraremos
algo sobre Westwick y en cuanto deje de tener poder sobre Gabriel y tú,
podrás regresar.
Emma se mordió el labio inferior.
—Si no me marcho, temo que Gabriel cometa una imprudencia,
pero tener que dejar a mi hija… —Su voz se quebró y se volvió para mirar
por la ventanilla.
—Lo sé —dijo Millie, pero la verdad era que no tenía forma de
saberlo. Ni siquiera imaginando esa situación podía sentir el dolor que
debía estar experimentando Emma.
Emma inspiró suavemente y se enderezó en el asiento.
—Gabriel es el mejor de los hermanos. No puedo dejar que haga
algo peligroso.
Millie asintió despacio. La idea de que Gabriel hiciera alto temerario
le hacía sentir náuseas, pero no podía confesarle eso a su hermana ahora
¿verdad?
—Se batió a duelo por mí ¿lo sabías?
—Lo ha mencionado, sí.
Emma arqueó las cejas oscuras.
—¿En serio? Me sorprende. Ese es uno de los secretos que el duque
utiliza para dominarlo. —Esbozó una sonrisita—. Aunque sé que él confía
mucho en ti.
Millie se movió en el asiento.
—No describió los detalles. No me dio ninguna información que
podría utilizar en su contra.
—¡No esperaría que hicieras algo así! —se apresuró a exclamar
Emma—. Confío plenamente en ti. Pero todo eso fue culpa de Westwick,
por supuesto.
—Por lo que te hizo —dijo Millie en voz baja.
—Sí, eso y… también le hizo creer a Gabriel que otro hombre me…
—Tragó saliva con fuerza—. No le conté a Gabriel lo sucedido por temor
de lo que fuera capaz de hacer, pero Westwick lo convenció de que otro
hombre me había deshonrado. El hombre era un borracho sinvergüenza y
francamente, cortado con la misma tijera que Westwick. Estoy segura de
que se comportaba igual que el duque, pero lo cierto es que no me hizo
nada.
—Entonces Gabriel retó a duelo al hombre equivocado. ¿Pero
seguramente ese hombre habrá dicho algo?
Emma levantó un hombro.
—Creo que ese hombre no sabía si lo había hecho o no. Estaba tan
borracho que semejante acto le pareció probable.
—Qué terrible.
—Ojalá Gabriel me lo hubiera contado, pero ya era demasiado
tarde. El hombre murió y fue entonces cuando le conté de las acciones de
Westwick. Por supuesto, para entonces, Gabriel se había batido a duelo, lo
que es ilegal, y había matado a un hombre.
Millie sacudió la cabeza con tristeza. Naturalmente, Gabriel se había
lanzado a la defensa de su hermana del mismo modo en que se había
lanzado al combate. Qué situación terrible.
—¿O sea que Westwick hizo que tu hermano matara a un hombre?
—Westwick no conoce el honor.
—Muy cierto.
El traqueteo de las ruedas del carruaje quebraba el silencio. El hecho
de que Gabriel hubiera matado a un hombre de esa manera no cambiaba su
opinión sobre él. De hecho, le traía alivio. Se había comportado con honor,
a diferencia del duque.
—Su prometida no supo exactamente lo que sucedió, pero canceló
el compromiso después de eso.
El corazón de Millie dio un vuelco y ella giró la cabeza
enérgicamente.
—¿Prometida?
—Oh, sí. Es un vizconde y después de que su primer compromiso se
canceló, buscó otra esposa.
—¿Otra? —Millie sentía una opresión en el pecho. ¿No solo había
tenido otra prometida, sino dos? ¿Cómo era posible que no lo supiera?
—Pensé que lo sabías —Emma hizo una mueca—. Fue una herida
para Gabriel, aun si no lo admitió.
—¿Estaba enamorado de ellas?
—No, no. —Emma negó con la cabeza—. Iban a ser matrimonios
por conveniencia. Su primera prometida, Jane, ni siquiera podía mirarlo a la
cara cuando volvió de la guerra. La siguiente… bueno, creo que accedió a
casarse con él por su título de nobleza, pero no tenía carácter suficiente para
lidiar con Gabriel. —Sus labios se curvaron—. A diferencia de otras
mujeres…
—¿Hay más?
—No, zonza. —Emma le propinó un codazo—. Me refería a ti, por
supuesto.
Millie la miró con los ojos entornados.
—¿De qué estás hablando?
—No soy tonta, Millie. Veo como os miráis. Gabriel nunca miró de
esa forma a esas dos mujeres. ¡Y a ti te secuestró! Si alguien tuviera
motivos para odiarlo, serías tú, y sin embargo, no lo odias.
Millie bajó la mirada a sus manos entrelazadas.
—No sé de qué hablas.
—Sí que lo sabes —insistió Emma—. ¿Por qué piensas que te
cuento todo esto si no es para que no existan secretos entre mi hermano y
tú? Ahora tendrás libertad para…
El carruaje se detuvo de manera violenta, impulsándolas hacia
delante. Millie apoyó una mano sobre el brazo de Emma.
—¿Qué ocurre?
Apretó la cara contra la ventanilla, espió hacia fuera y ahogó una
exclamación.
—Bandidos.
—¿El Club del Secuestro?
Millie negó con la cabeza.
—No.
—Entonces, ¿qué quieren?
Millie desató las cintas de encaje de su sombrero y se lo entregó a
Emma, que lo miró como si fuera una criatura horrenda. Y lo era, si se lo
comparaba con el sombrero de terciopelo de Emma. Pero no había tiempo
para pensar en esas cosas.
—Dame tu sombrero —ordenó Millie, mientras se desabotonaba el
abrigo—. Y tu estola de piel.
—¿Millie?
—Están aquí para llevarse dinero o para llevarte a ti.
Millie ahogó una exclamación.
—¿El duque?
—Si han venido por ti… —Millie cogió el sombrero de Emma y se
lo colocó sobre la cabeza, luego se quitó el abrigo y lo cambió por el de
ella. —Pues podrán llevarme a mí en cambio.

***
El sabor amargo en la boca de Gabriel le quemó la garganta cuando
oyó que se acercaba un caballo al galope a la casa. Algo había salido mal.
Tal vez los caminos estaban en malas condiciones. O se le había
salido una rueda al carruaje.
Cuando salió y vio a Emma sola, a caballo, sintió que el lazo de
terror se le cerraba en la garganta. Ningún puñetazo en las costillas por
parte de ese maldito Bishop le dolió tanto como no ver a Millie con ella.
—¿Qué ocurrió? —preguntó a su hermana cuando ella desmontó de
un salto.
—Millie —dijo sin aliento, mientras le entregaba las riendas a un
mozo de cuadra—. Se la han llevado.
Gabriel frunció el ceño.
—¿Cómo dices?
—Bandidos… —Emma se inclinó hacia delante para tomar aire—.
Se la han llevado. Creían que me estaban raptando a mí, pero se llevaron a
Millie.
Solo entonces Gabriel miró a su hermana y vio que llevaba el abrigo
y el sombrero de Millie. ¿Acaso esa condenada mujer se había hecho pasar
por su hermana?
—¿No fue el Club del Secuestro?
Emma sacudió la cabeza con fuerza.
—Se la llevaron a punta de pistola… dos hombres. Decididamente
no eran del Club del Secuestro. —Le temblaba el mentón—. Gabriel, eran
agresivos y temo por su seguridad. Soy más veloz que el señor Wells, de
modo que monté a Red y vine lo más rápidamente que pude.
Él dirigió una mirada al caballo y palmeó el hombro de su hermana.
—¿Dónde os interceptaron?
—Enseguida después del poste de señalización de una milla para
Sutton. En un cruce.
De ninguna manera podía tratarse del Club del Secuestro. Planeaban
raptarla una vez que hubieran pasado el pueblo. No podía estar seguro, pero
sospechaba que Westwick estaba detrás de esto. Los bandoleros no asolaban
los caminos durante el invierno: no valía la pena. Tal vez Bishop, el hombre
del duque, había adivinado que él pensaba sacar a su hermana del país.
Cualquiera fuera el motivo por el que habían raptado a Millie, tenía
que llegar a ella. De inmediato. Si se daban cuenta de que se habían llevado
a la mujer equivocada, cualquiera de los esbirros de Bishop se aseguraría de
deshacerse de ella sin pensarlo dos veces.
—Red podrá hacer el viaje —dijo Emma—. Pero Gabriel, ten
cuidado, por favor. Eran hombres rudos. —Negó con la cabeza—. Si me
hubiera dado cuenta de las intenciones de Millie…
—Ella jamás habría permitido que te llevaran a ti —le aseguró
Gabriel, mientras montaba el caballo.
—¿No deberías llevar un arma?
Él negó con la cabeza. La mayoría de las veces, las pistolas
constituían un peligro para el que las llevaba y los que estaban a su
alrededor. Era mucho mejor un rifle. Además, no quería perder tiempo
precioso entrando en la casa y buscando el arma y municiones.
—Volveré pronto —le aseguró a su hermana, mientras tiraba de las
riendas.
Como había vaticinado Emma, Red recorrió el trayecto a toda la
velocidad que le permitía el camino, disfrutando, al parecer, del galope tras
haber tenido que tirar del carro por caminos embarrados. Encontró el
carruaje justo afuera del poblado de Sutton, como había dicho Emma.
El cochero hizo una mueca de pesar.
—Se llevaron a la señorita Strong, milord. Intenté detenerlos,
pero…
Gabriel levantó una mano.
—¿En qué dirección fueron? Si algo conozco a la señorita Strong,
no pueden haber ido demasiado lejos.
En esos caminos llenos de pozos y casi intransitables, trasladar a
una mujer cautiva sin llamar la atención no sería fácil y si creían que tenían
a su hermana, la pondrían a resguardo en algún sitio, ya fuera para pedir
rescate o para entregársela a Westwick. Gabriel se inclinaba por la segunda
opción.
Wells señaló un camino sinuoso bordeado de altos espinos.
—Los seguí de a pie, pero los perdí de vista pasando aquella granja.
—No tardaré mucho —le aseguró Gabriel y espoleó al caballo en
dirección a la granja.
Mientras se acercaba, observó la casa. No se veía movimiento
alguno, farolas ni señales de que hubieran entrado de manera violenta. Los
bandidos no serían tan tontos de tenerla prisionera tan cerca, aunque era
debatible que Bishop hubiera podido contratar gente con sentido común en
esta época del año. Las huellas de cascos de caballo en el barro lo
convencieron de que habían seguido viaje.
Redujo la velocidad y se concentró en seguir las huellas hasta una
bifurcación en el camino. En sus labios se dibujó una sonrisita sombría. Las
huellas tomaban hacia la izquierda, y no había marcas hacia la derecha.
Estaba dispuesto a apostar su título de nobleza que la habían llevado a un
granero que estaba a poca distancia de allí.
Ató a Red a una rama a varios metros de distancia del granero y se
acercó de a pie; el corazón se le aceleró cuando oyó voces de hombre.
Rodeó el viejo granero hasta la entrada y espió por una esquina.
Cuando vio a Millie, atada de pies y manos, sentada en un banco,
amordazada, se le cerró el estómago. Ya la había hecho pasar por muchas
situaciones difíciles. No podía dejar que siguiera sufriendo.
Los dos hombres caminaban de un lado a otro por el interior del
granero. El más alto y delgado se detuvo para hacer un gesto hacia Millie.
—No se comporta como la hermana de un lord —masculló.
—Pues se viste como una —dijo el segundo hombre, cuya cara
estaba oculta por la ancha ala de un sombrero: se quitó un guante y se miró
la mano—. Muerde como un perro, eso sí.
Gabriel no pudo menos que sonreír. Al menos no era el único
secuestrador que había tenido que lidiar con el espíritu luchador de Millie.
Vio una pistola sobre una mesa desvencijada a la que le faltaba una
pata y había sido reemplazada por una vieja piedra de molino; estaba a
bastante distancia de los hombres. Podían tener otra, pero lo dudaba. Las
armas no eran baratas y a juzgar por sus ropas y su aspecto cansado,
ninguno de los dos hombres parecía tener un buen pasar.
Era su oportunidad.
Entró en el granero y se ubicó entre los hombres y la mesa. Millie
soltó un gritito, abrió los ojos como platos y los dos hombres se giraron
hacia él.
—¿Quién demonios es usted? —preguntó el hombre del sombrero,
mirándolo, azorado.
—Os la compro —dijo Gabriel—. Se cruzó de brazos, adoptando
una postura que no permitía discusión sobre si le correspondía o no estar
allí.
—No está a la venta —respondió el otro hombre—. Y será mejor
que se marche o… —Su mirada se posó sobre la pistola y le dio una fuerte
palmada en la nuca a su amigo; el sombrero cayó al suelo, revelando una
mata de pelo blanco—. La pistola, estúpido.
—Podemos arreglar esto de manera pacífica —propuso Gabriel—.
Diez libras por la mujer.
—Nos pagan veinte por ella —dijo el hombre de pelo blanco.
—¡Imbécil! —exclamó el compañero—. ¿Y si pertenece a las
fuerzas de la ley?
—¿Acaso lo parezco? —preguntó Gabriel, señalándose de arriba
abajo.
El hombre, furioso, lo miró con resentimiento. Sus cicatrices tenían
un aspecto positivo: ciertamente no tenía aspecto de vizconde ni de alguacil
ni de juez.
Calculó rápidamente cuánto dinero llevaba encima.
—Os pagaré cincuenta —propuso.
Hasta Millie soltó un chillido de sorpresa.
El hombre de pelo blanco intercambió una mirada con su
compañero.
—Bishop nos matará.
Bishop. Por supuesto. Gabriel no se había equivocado. Seguramente
los había estado vigilando del mismo modo en que lo habían vigilado a él.
—Pues antes tendrá que atraparos. Cincuenta libras os llevarán bien
lejos de él.
—¿Qué garantía tenemos de que nos pagará? —preguntó el de
aspecto más inteligente.
Gabriel metió una mano dentro de su bolsillo y sacó cinco billetes
de diez libras, dejando la otra mano en alto.
—Tendréis el dinero aquí y ahora.
—Bishop llegará pronto —le recordó el hombre de pelo blanco a su
compañero.
—Por lo que deberíais decidiros pronto —los animó Gabriel.
Exhaló con fuerza mientras los hombres vacilaban. No tenía deseos
de encontrarse con Bishop, por mucho que le gustara la idea de matarlo por
haber puesto en peligro a su hermana y a Millie. Bishop llegaría solo, pero
seguramente iría armado y reconocería a Millie de inmediato. Estaba
dispuesto a morir antes que ponerla en peligro.
—¿Os apetece el dinero o no? —preguntó. Con la mano libre, sacó
del bolsillo su reloj y se los tendió—. Podéis quedaros también con esto. Es
muy valioso.
Los ojos de los hombres se agrandaron y el hombre de pelo blanco
inspeccionó el reloj.
—Parece auténtico —le informó a su amigo.
—¿Y?
Intercambiaron miradas, y ambos asintieron.
—Desatadla primero —les ordenó Gabriel.
—Antes, el dinero. —El hombre alto utilizó una mano para frenar a
su compañero.
Gabriel le arrojó el reloj de bolsillo y el hombre se apresuró a
cogerlo.
—Si queréis las cincuenta libras, liberadla.
El segundo hombre se abalanzó hacia ella y no perdió tiempo en
desatarle las piernas, las manos y luego quitarle la mordaza. Se apartó
enseguida, como si temiera que ella lo despedazara en cualquier momento.
—¡Alimañas malolientes! —dijo Millie y fue a toda prisa hacia
Gabriel.
El hombre alto le bloqueó el paso.
—El dinero.
Con una sonrisita, Gabriel arrojó el dinero hacia la derecha, cogió a
Millie del brazo y dejó que los hombres se pelearan por los billetes. La
subió al caballo, montó tras ella y salió al galope en dirección al carruaje;
no se permitió respirar hasta que vio a Wells y al carruaje.
—No puede seguir permitiendo que la rapten —le dijo a Millie.
—¡Ha pagado cincuenta libras! —exclamó ella—. ¡Cincuenta
libras!
—Y un reloj de bolsillo —le recordó él.
—¿Qué valor tenía?
—Créame, no querrá saberlo.
—Santo Cielo —masculló Millie—. Cincuenta libras y un reloj.
Gabriel, ¡es mucho dinero!
Él la abrazó contra su pecho.
—Valió la pena —susurró y se permitió sonreír cuando ella se
acurrucó contra él.
CAPÍTULO 20
Cuando Gabriel entró como una tromba en la parte posterior de la
tienda vacía, el corazón de Millie dio un vuelco; sentía como si tuviera la
cabeza llena de lana. No podía olvidar lo decidido que se había mostrado el
día anterior, la manera en que la había mirado como si ella fuera algo
precioso que no podía permitirse perder. Cómo había estado dispuesto a
pagar cualquier suma por ella. Tragó saliva cuando él se abrió paso entre las
pilas de tela, con expresión tan decidida como la de ayer.
—¿Cómo está Emma? ¡Tenemos tan poco tiempo!
—¿Cómo está mi hermana? Pues no ha tenido que pasar por nada
más grave que preocuparse por su destino, Millie. A mí me preocupa más
usted.
—¿Yo? —Se llevó una mano al pecho. —¿Pero qué podría suceder?
—Si lo recuerda, la raptaron. —Su expresión de ensombreció de
manera curiosa cuando se adelantó hacia ella. Millie retrocedió hasta que
dos cajones le bloquearon el paso.
El aire alrededor de ellos estaba espeso con… algo. Casi no habían
tenido tiempo a solas ayer; primero Emma se había lanzado sobre ella y
luego, llegó Marcus Russell cuando comprendió que Emma ya no estaba en
camino.
—Pues ya había sido víctima de otro secuestro, si lo recuerda. —
Intentó hablar con ligereza, pero no lo logró.
—Este fue un secuestro real.
—Pues yo no sabía que el último no lo había sido —objetó ella con
una sonrisita, pero le quedaron las palabras temblando en los labios cuando
él acortó la distancia entre ambos hasta que quedaron a unos meros treinta
centímetros.
—¿Tienes idea de cuánto…—Él soltó un suspiro. —Dios bendito,
Millie, cuando Emma me contó lo sucedido…
—¿Sí?
Él la miró a los ojos.
—Sentí que me moría.
—Oh —logró balbucear ella tras unos segundos.
¿Acaso era posible que a este hombre valiente y maravilloso le
importara tanto su bienestar? El destino de una tendera no le interesaba a
nadie salvo a su madre y unas pocas amigas. Nadie escribiría sobre ella en
los periódicos ni hablaría de su secuestro como habrían hecho si la víctima
hubiera sido Emma.
Pero la expresión angustiada de Gabriel le decía que a él le
importaba. Tal vez hasta le siguiera importando en el futuro.
Él la miraba con la mandíbula apretada. Millie se sentía al borde de
un acantilado, lista para saltar, pero sujeta por un hilo. Ansiaba cortarlo,
pero ¿podría hacerlo? Si ponía su destino en manos de un noble, bien podría
terminar repitiendo la historia de su madre.
Sin embargo, al estudiar su expresión, no encontraba ninguna razón
para no entregarse por completo a él. Gabriel no se asemejaba en nada a
Westwick. Él mismo admitía que no se le daba bien el papel de noble. En
algunos sentidos, ella sentía lo mismo sobre su propia vida. Ser tendera
nunca había sido suficiente, del mismo modo en que Gabriel no podía
simplemente quedarse sentado y dejar que la vida de un lord acaudalado e
indolente tomara el lugar de precedencia en su vida. Era como si ella viera
un reflejo de sí misma en él; si estuvieran juntos, los pequeños huecos de su
alma se llenarían, dejándola finalmente completa.
¿Podría hacer ella lo mismo por él? Bien sabía Dios que deseaba
hacerlo.
Él hizo el primer movimiento; con un dedo, le acarició la cara, y
luego lo hizo con toda la mano; Millie cortó el hilo que la sujetaba y se
entregó al contacto.
Cerró los ojos por un momento y disfrutó de la tibieza de la mano de
él sobre su mejilla.
—Oh, Gabriel —murmuró.
—Ojalá nos hubiéramos conocido en circunstancias diferentes. Te
haría promesas, pero este problema de mi hermana…
—No las necesito.
—Las mereces, Millie. Mereces que te traten mucho mejor que todo
esto.
Despacio, ella apoyó las manos sobre su pecho, aplanando los dedos
contra su tibia firmeza, y levantó la mirada hacia él. La mano de Gabriel
bajó al hombro de ella, seguida por la otra, lo que la mantuvo cautiva bajo
su firme mirada.
—Si las circunstancias cambiaran, si pudiera liberar a mi hermana
con facilidad, te haría mía. ¿Lo sabes, verdad?
Con la garganta cerrada, Millie asintió. Las palabras resultaban
innecesarias. Por supuesto que Gabriel no haría nada para deshonrarla. Era
incapaz de algo así. No obstante, la idea de ser suya la embriagaba como si
hubiera bebido demasiado brandy. Las promesas –por más imposibles que
fueran de momento- le hacían subir calor por todo el cuerpo.
—Millie…
—Bésame —le ordenó. No podía soportar seguir hablando de un
futuro desconocido. Ahora mismo, deseaba experimentar el presente. Con
él.
Con un gemido de resignación, Gabriel bajó la cabeza y con un
movimiento rápido, apretó su boca contra la de ella. El calor de su boca la
inundó, impidiéndole pensar y cortando el último hilo de autocontrol. Millie
entrelazó las manos alrededor de su cuello y se apretó contra él, lo que hizo
que él soltara un gemido y la abrazara con más fuerza.
Sentía los muslos de él firmes contra los suyos, y su pecho apretado
contra el de él. Gabriel estaba en todas partes, en la firmeza de sus manos,
en la caricia exigente de su boca; sus dedos se enredaban en el pelo de ella,
y ahora bajaban hasta sus faldas; las levantó, permitiendo que el aire fresco
acariciara sus muslos. Por fortuna, estaban solos.
La lengua de él se enredó con la suya; jadeó para poder respirar.
Millie no podía pensar en otra cosa que en el siguiente beso, en la siguiente
caricia. No sabía si el futuro les depararía algo, pero sabía lo que deseaba.
A él.
Todo entero.
—Gabriel… —logró susurrar entre besos—. Puedo ser tuya. Al
menos por esta noche.
Él tragó con fuerza y se apartó para mirarla. El corazón de Millie
dio un vuelco. Por un terrible instante, pensó que la rechazaría, que se
alejaría y permitiría que el honor lo guiara, pero al parecer, la atracción
entre ambos era demasiado fuerte.
La boca de él se encontró con la suya en un beso voraz e imperioso
y Millie comprendió que sucediese lo que sucediese, nada volvería a ser lo
mismo para ella.

***
Gabriel casi no tensó la expresión cuando la mano de ella le acarició
el rostro surcado de cicatrices. Cuando Millie lo besaba, olvidaba que las
tenía. Podía tener un solo ojo, pero la veía con toda claridad, veía sus
mejillas arreboladas, sus labios enrojecidos, sus párpados pesados y la
manera en que lo miraba, como si fuera el hombre más maravilloso del
mundo.
Cuando ella lo acariciaba, casi que él se lo creía.
Millie deslizó la mano entre ambos y lo besó con fuerza mientras
luchaba con los botones de su chaleco. Mientras tanto, Gabriel se quitó la
chaqueta y le deslizó el vestido hacia abajo del hombro, revelando la línea
del corsé y su piel dulce y pálida.
La besó allí y luego movió los labios por su cuello, mientras le
acariciaba los pechos a través de la ropa. Era delicada, vulnerable, tan
distinta de la Millie que conocía. Cómo deseaba cobijarla y protegerla de
todo.
Pero si las cosas salían como esperaba, no estaría allí para
protegerla.
Pensar en eso interrumpió por un instante el placer de tenerla en
brazos. La idea se alejó como un copo de nieve en la brisa, dejando solo la
más leve impresión. Las manos de ella trazaron un sendero por su camisa y
tironearon de los pocos botones antes de deslizarse dentro de la abertura. Él
soltó el aire entre dientes.
—Dios bendito, mujer.
—Quítatela —le ordenó ella.
Él vaciló por un instante. Las cicatrices de su cuerpo eran mínimas
en comparación con las de su cara, de modo que no comprendía por qué lo
frenaban, pero nadie las había visto salvo aquellos que lo habían atendido y
ayudado a recuperar su salud.
—Gabriel —susurró ella, tironeando de la tela de la camisa mientras
se mordía el labio inferior.
El deseo que ardía en su interior lo consumía. Su miembro pugnaba
por abrirse paso fuera de sus pantalones y ahora sentía que la maldita
camisa lo ahogaba. Se la quitó con tanta prisa que Millie lo miró, divertida,
hasta que la arrojó detrás de él, donde se perdió entre las montañas de tela.
No le importaba. Menos cuando ella lo miraba con unas ansias que de
alguna manera aumentaban su excitación. Si había tenido dudas sobre que
ella sentía atracción por él, habían desaparecido por completo.
—Oh, Gabriel. —Ella abrió las manos sobre su piel y tocó las
cicatrices por un instante antes de mirarlo a los ojos—. Sin duda mereces tu
nombre angelical.
Él sonrió.
—Sí, muchos coincidirían contigo —dijo con sarcasmo.
—Eres bello.
Él negó con la cabeza y le tomó el rostro con una mano.
—No. Esto… esto es belleza. —Le besó los labios—. Estos labios
están hechos para besar y estas mejillas… —Se las besó—,. Estos ojos…
Juro que solo puedo pensar en ti cuando me miras—. Presionó los labios
contra los párpados cerrados de ella—. Este cuello… nunca ha existido un
cuello más hermoso, más besable. —Le besó el arco de la piel y ella se
estremeció—. Eres la perfección —le dijo con sinceridad cuando volvió a
toparse con su boca.
Las palabras pasaron al olvido, cayeron derrotadas ante la acción; él
profundizó el beso y la apretó contra su pecho desnudo. Millie se movió
contra la erección de él, causándole un éxtasis de placer mezclado con
dolor. Lo que más deseaba era fundirse en ella, saber que le pertenecía, pero
necesitaba más, antes. Si nunca más volvería a hacer esto, tendría que ser…
todo.
Le apoyó las manos en la cintura y la movió hacia atrás, empujando
a un lado libros de contabilidad y madejas de lana. La subió a la mesa. Ella
alargó los brazos hacia él, pero Gabriel la esquivó y cayó de rodillas.
Los ojos de ella se agrandaron.
—¿Qué vas a…?
—¿Te ha besado aquí alguien alguna vez?
—¡No, por supuesto que no!
Cuando le levantó las faldas y se las subió por los muslos, sintió el
aroma almizclado de ella y reprimió un gemido. Las protestas de Millie
desaparecieron cuando los besos subieron por sus muslos hasta que
encontraron su dulce vértice.
Sintió la caricia audaz de su lengua y soltó un grito; sus uñas cortas
se clavaron los hombros de él. Una vez que se entregó a sus caricias, él
lamió y mordisqueó, alternando caricias suaves con otras más vigorosas.
Las piernas de ella se apretaron alrededor de su cabeza, temblando. Él
lamió y succionó hasta que las caderas de ella se arquearon y todo su
cuerpo se tensó. Palpitando bajo su lengua, gritó su nombre. Él aguardó
unos instantes y depositó unos suaves besos sobre su piel antes de ponerse
en pie.
Las mejillas de Millie estaban sonrosadas y ella se había aferrado al
borde de la mesa.
—Gabriel, eso fue… —Se llevó una mano al pecho—. No sabía
que…
Él le tomó la cara entre ambas manos y le levantó la barbilla.
—¿Millie, eres virgen? —preguntó, pensando por qué nunca se lo
había preguntado antes.
Ella asintió, luego lo tomó de los brazos.
—Pero no importa. Te deseo, Gabriel, más que a nada en el mundo.
No necesito tener experiencia para saberlo. Yo… yo te amo.
Él estudió su cara y no vio nada que lo hiciera dudar. ¿Cuándo había
hecho Millie algo que no deseara hacer? Ella alargó el brazo y tomó con su
mano el miembro palpitante de él; Gabriel cerró los ojos.
—¿Cuánto…? —Soltó un gemido entre dientes cuando ella volvió a
mover la palma de la mano—. ¿Cuánto sabes del acto?
—Lo suficiente.
Él abrió los ojos para verla levantar la barbilla con confianza.
Demonios, ¿cómo podía él negársele? Sobre todo cuando seguía
haciéndole…Dios bendito… eso.
Le apartó la mano y se movió entre sus muslos.
—Si sigues con eso no llegaremos ni al acto.
—Bésame.
—A tus órdenes —respondió con una sonrisa.
Gabriel se apoderó de la boca de ella y le cubrió un pecho con la
mano, agradecido de que la ropa interior no fuera rígida de tela firme; le
masajeó con el pulgar el pezón erecto y oyó sus gemidos. Luego la tomó de
la nuca para poder verla cuando le deslizó una mano entre los muslos para
jugar con los dedos sobre los pliegues de ella. Una oleada de gratificación
lo envolvió cuando ella gimió y agrandó los ojos.
—¿Otra vez? —preguntó Millie.
—Otra vez.
Millie se frotó contra su mano, moviéndose bajo sus dedos y cuando
por fin él introdujo un dedo entre sus pliegues, se estremeció. Gabriel la
abrazó y su aliento la despeinó mientras la hacía llegar al clímax. La cabeza
de ella cayó contra su hombro y él sonrió. Sintió que si moría en ese mismo
momento, moriría feliz.
—¿Qué haces? —preguntó, con el ceño fruncido.
Ella llevó un dedo a los labios de él y siguió su contorno.
—Nunca antes he visto esta sonrisa.
—Es porque nunca antes te he visto llegar al clímax.
—Pues ahora lo has hecho.
—Y lo volveré a hacer —le aseguró él.
—Ah… qué bien.
Cuando la besó esta vez, perdió todo resto de control. Ella lo
arañaba como una gata salvaje, tan desesperada como él para que fueran
uno. Gabriel se bajó el resto de la ropa y llevó la cabeza hacia atrás cuando
los dedos frescos de ella se cerraron alrededor de su miembro. Le permitió
solo una mínima exploración, con la mandíbula apretada, luego le separó
los muslos y con un gemido se fundió contra el calor de ella.
—¿Estás segura? —se detuvo a preguntar.
Ella asintió con energía.
Gabriel la penetró, con todos los músculos del cuerpo tensos, y ella
se entregó a él. Una vez que estuvo en su interior, soltó un suspiro y apretó
la frente contra la de ella, disfrutando de las sensaciones. Nunca antes se
había sentido tan completo, tan pleno.
Qué pena que sería tan fugaz. Juraba que podría pasar el resto del
día –o de su vida- haciéndole el amor a esta mujer.
Con una mano en el muslo de Millie y la otra en su cadera, se movió
lentamente y luego intensificó el ritmo al sentirla relajarse. El momento
para suavidad y cautela pasó cuando ella echó la cabeza hacia atrás y el
cabello le cayó sobre la espalda. Gabriel le besó la cara y el cuello mientras
se movía con fuerza en su interior.
El placer se intensificó en él, haciendo que se le erizara el vello de
los brazos. El cuerpo de Millie palpitaba contra él, tan cercano. Lo único
que tuvo que hacer fue apretar una mano entre ambos, tocarla apenas y
Millie estalló, llevándoselo con ella. Él embistió una, dos, tres veces con
fuerza y se retiró deprisa para acabar en su muslo.
Jadeando, tomó aire con fuerza y llevó una mano a la nuca de ella
para sostenerla contra él. Deseaba más. Deseaba permanecer dentro de ella,
arriesgarse a que gestara su hijo y se convirtiera en su vizcondesa.
Pero para salvar a Emma, sabía lo que tenía que hacer y eso
significaba que no había posibilidad de futuro para ellos, por mucho que
amara a esta mujer.
CAPÍTULO 21
La fina manta blanca de nieve no le restaba melancolía al edifico de
piedra, teñido de gris por el humo y la suciedad. De la ventana de la planta
inferior colgaban cortinas raídas y no había lámparas encendidas, a pesar de
las densas nubes que se cernían sobre Londres, amenazando con más nieve.
Millie cruzó un brazo alrededor del cuerpo; tiritaba, sin saber si se debía al
frío o a la sordidez de las instalaciones.
O tal vez temblaba porque se les acababa el tiempo. En pocos días,
Emma contraería matrimonio. Había visto la inevitabilidad en la expresión
de Gabriel esa mañana y a pesar de estar rodeada por la mayoría de los
miembros del Club del Secuestro, había deseado abrazarlo y absorber algo
del dolor grabado en su rostro surcado de cicatrices.
Sin embargo, los abrazos tendrían que esperar. Al igual que
cualquier otra cosa entre ambos. De momento, Emma era el centro de sus
preocupaciones, sobre todo por el hecho de el clima ya no les permitía
llevarla a Irlanda. Los caminos estaban casi intransitables y a pie no
llegarían a ningún lado lo suficientemente rápido.
Golpeó a la puerta con los nudillos y vio movimientos detrás de las
cortinas. Mantuvo la cabeza gacha dentro de la calidez de su bufanda, en
parte para protegerse del frío y en parte para parecer lo menos amenazante
posible. Gabriel no había tenido mucha suerte al hablar con algunos de los
antiguos criados del duque y al parecer, no era solo por su apariencia.
Incluso la persuasiva Rosamunde había intentado obtener información
sobre Westwick. Años después de haber trabajado para él, las criadas y los
mayordomos aún le tenían miedo.
Era lógico pensar que debía existir algo que pudieran usar en su
contra. Un hombre con esa reputación no podía haber pasado por la vida sin
dejar algún tipo de rastro. Pero ella no sabía cómo encontrar la punta de ese
ovillo. Ahora todos estaban intentando descubrir algo útil.
Gabriel había ido a un antro de juego frecuentado por Bishop,
Russell estaba investigando algo sórdido de lo que se negaba a hablar
delante de las mujeres y Guy y Nash estaban en los clubes de caballeros,
haciendo preguntas discretas sobre varias especulaciones financieras en las
que el duque había participado. Hasta donde Millie sabía, Grace tenía en
sus manos algunas cartas antiguas del duque y estaba investigando la
información que contenían, mientras que las demás mujeres lo intentaban
por su lado. Incluso Lucy había cerrado su tienda temprano para ayudar.
Soltó una bocanada de aire, que se convirtió en vapor frente a ella.
Todo esto podría ser en vano. La puerta se abrió despacio y una mujer
delgada la miró desde una postura encorvada. Su cabello gris oscuro, con
zonas de un gris más claro, estaba recogido en un severo rodete que tensaba
tanto su cuero cabelludo que la hacía parecer permanentemente sorprendida
debido a las cejas levantadas. Apretaba los labios rodeados de arrugas, lo
que le daba una expresión de amargura.
—¿Es usted la señora Parsons? —preguntó Millie.
—Así es.
—Quería hablar con usted sobre Westwick.
La mujer frunció el ceño, casi sin mover las cejas.
—Hace mucho que no escucho ese nombre.
Dado que el duque residía en Londres durante gran parte del año,
Millie no supo cómo responder a eso. Tal vez la mujer no se relacionaba
con mucha gente o no leía los folletines de escándalos.
—Estoy ocupada —dijo, y se giró para cerrar la puerta.
Millie puso una mano en la puerta y levantó la cesta que había traído
consigo.
—Traigo un paquete.
La mujer miró con ojos entornados la cesta cubierta. Dentro había
un paquete cuidadosamente preparado por Emma. Las ofrendas eran último
intento de que la gente accediera a hablar del duque; por lo visto, estaba
funcionando con la señora Parsons.
—¿La ha enviado Westwick? —Sonrió, revelando dientes
desiguales con huecos entre ellos—. Siempre fue un buen muchacho.
—Me envía una familia adinerada que desea difundir la alegría de la
Navidad —dijo Millie de manera imprecisa, preguntándose si era posible
que un hombre como Westwick hubiera tenido alguna vez algo de bondad
en su cuerpo.
—Ah, sabía que no me había olvidado.
Millie no la corrigió; la mujer la condujo a una salita que olía a
humedad y a tabaco. Vio una pipa de arcilla sobre una bandeja que estaba
sobre una mesa junto a un gastado sillón. El papel de las paredes se
despegaba en algunos lugares y las tablas del suelo crujían bajo sus pies,
apenas cubiertas por una deshilachada alfombra delante de un fuego
agonizante. Si Westwick era tan buen hombre como decía la mujer,
claramente su interés no llegaba al punto de ocuparse de que su antigua
niñera viviera dignamente.
La mujer se sentó en el sillón y con movimientos torpes, alargó los
brazos hacia la cesta. Millie parpadeó, le entregó la cesta y se sentó frente a
ella. La mujer buscó en el interior de la cesta y sacó un par de guantes
tejidos, un budín cuidadosamente envuelto y una lata de dulces. Soltó una
risita.
—¡Westwick, qué buen chico! —dijo.
—Me encantaría saber más sobre el tiempo que pasó criándolo.
Los ojos de la mujer se agrandaron; soltó un suspiro.
—Han pasado muchos años; una vez que los niños estuvieron bajo
la tutela de su maestro de escuela, ya no me necesitaban y sabe Dios que el
Westwick de aquel entonces no iba a acercarse a su esposa para engendrar
más hijos.
—¿Cómo era Westwick de pequeño? Dijo usted que era un buen
niño.
—El mejor —respondió ella con suavidad—. Un bebé tan paciente.
—Su expresión se volvió sombría y tras cerrar la lata de dulces, la colocó
en la mesa junto a la pipa—. A diferencia de su hermano.
—Westwick tenía un hermano gemelo ¿verdad?
—Así es, y el niño bien podría haber nacido del mismísimo diablo.
—¡Oh! ¿Era un niño malo?
—Sí, eso también, pero el miserable se negaba a usar su mano
derecha. —Se inclinó hacia ella—. Hacía todo con la mano izquierda. La
marca del diablo. Menos mal que murió o tendríamos al diablo caminando
entre nosotros.
—Sí, claro —asintió Millie, perpleja—. Eso sería terrible.
La mujer siguió hablando sobre lo maravilloso que era Westwick
durante lo que pareció una eternidad. Historias de un niño tan dulce e
inocente hicieron que Millie se preguntara qué demonios le había sucedido
para cambiarlo tanto. La señora Parsons terminó con todos los dulces antes
de que Millie se fuera, disfrutándolos con alegría mientras le recordaba una
y otra vez a Millie que agradeciera a Westwick por su gentileza.
Cuando llegó a su nueva tienda, la nieve caía en gruesos copos y le
mojaba el abrigo. Se detuvo, apartó un mechón de pelo húmedo de su rostro
y frunció el ceño ante una carta impresa que estaba clavada en la puerta
principal. La arrancó del clavo y leyó el titular en negrita.

SI COMPRA AQUÍ, COMERCIA CON EL DIABLO.

Debajo había una descripción de supuestos actos en los que ella


había participado, muchos de ellos demasiado sórdidos incluso para las
mentes más imaginativas. Millie miró hacia ambos lados de la calle,
sintiendo un nudo en el estómago. ¿Cuántas personas habrían visto eso?
¿Cuántas de ellas no regresarían jamás? Era todo mentira, por supuesto,
pero no importaba; su reputación como tendera podría verse dañada.
Guardó la carta en el bolsillo de su abrigo y tiró del clavo, pero este
se mantuvo firme en la puerta. Millie sospechaba que no sería la última vez
que sucediera algo así y sabía perfectamente quién estaba tratando de
manchar su reputación, pero sin información nueva sobre el duque, ¿qué
podía hacer al respecto? La situación se tornaba cada vez más desesperante.

***

Gabriel entró como una tromba, pasando delante del impasible


mayordomo, que por lo visto había decidido que no valía la pena oponerse.
El hombre retrocedió contra la pared. Gabriel suponía que verse como un
monstruo le daba algunas ventajas. En ese momento, se sentía un monstruo.
Lo consumía la ira, tan intensa que temía explotar. El pulso le latía en las
yemas de los dedos y ninguna cantidad de nieve podía apagar el fuego que
lo consumía. No se molestó en quitarse el sombrero ni el abrigo cuando
entró en la casa y se detuvo brevemente para preguntarle a una criada dónde
se encontraba el amo.
Ella lo miró con horror y temblando, señaló las puertas dobles.
Gabriel avanzó, las abrió y volvió a cerrarlas con estrépito cuando vio a
Westwick.
El hombre tenía el descaro de sonreír. Gabriel apretó los puños y se
recordó que el hombre estaría muerto antes de que pasara mucho tiempo y
que sería mejor asegurarse de que muriera de manera honorable. Sin
embargo, el deseo de golpearlo hasta hacerle desaparecer la sonrisa de la
cara hacía que los dedos se le tensaran tanto, que volvió a cerrar los puños.
—¿Qué significa esto? —Arrojó la carta en el regazo de Westwick.
El duque cerró lentamente el libro que tenía en el regazo, lo apartó y
miró la carta arrugada.
—Alguien parece tener una venganza en mente. Pero ¿qué tiene que
ver esto conmigo?
—Este asunto es entre tú y yo ¿entiendes? No metas a la señorita
Strong en esto.
El duque se levantó como si tuviera todo el tiempo del mundo.
—Venga, seremos hermanos dentro de poco. ¿No podemos hacer las
paces?
—No puede haber paz cuando amenazas a los demás. Es tu hija, por
el amor de Dios.
El duque hizo una mueca de desdén.
—Solo tengo la palabra de la madre. Muchas rameras han tratado de
sacarme monedas con tales declaraciones.
Gabriel apretó la mandíbula tan fuerte que sintió dolor. La madre de
Millie era una mujer encantadora y esas palabras solo hacían que su
determinación de que el hombre se enfrentara a la justicia ardiera con más
intensidad.
—Secuestraste a mi hermana —declaró Gabriel.
—No tengo idea de lo que hablas, Thornbury.
—Los secuestradores fueron contratados por tu hombre, Bishop.
Westwick se encogió de hombros.
—Lo que Bishop haga en su tiempo libre no es asunto mío. Tal vez
pensó que era imperativo asegurarse de que mi prometida permaneciera
segura y protegida en Londres. —Una sonrisa lánguida cruzó sus labios—.
Debo preguntar, sin embargo, ¿por qué viajaba Emma en un momento así?
Los caminos están prácticamente intransitables y podría no haber regresado
a tiempo para la boda. ¿Has olvidado todo lo que sé de ti y de tu familia?
—No he olvidado nada —le espetó Gabriel—, pero estoy cansado
de tu comportamiento deshonesto, Westwick. No vuelvas a tocar a la
señorita Strong.
La sonrisa del hombre se agrandó.
—Qué cariño pareces tenerle a esta mujer. Con que rebajándote con
una tendera ¿eh? Imagino que ninguna de las damas de la alta sociedad
desea acercarse a un rostro como el tuyo.
Gabriel pasó por alto el insulto. Su rostro, sus antiguas prometidas,
nada importaba ahora, menos cuando tenía el amor de una mujer como
Millie. Pero este hombre… era demasiado peligroso y había amenazado los
sueños de Millie. Sabía que la situación tendría que resolverse pronto, que
sus esperanzas de destruir al hombre de manera lícita se esfumaban, pero
las amenazas contra Millie lo habían hecho comprender que ya no podía
esperar. Por el futuro de su hermana y el de Millie, Westwick tenía que
morir.
—Un duelo. —Despacio, Gabriel se quitó un guante.
Westwick frunció el ceño.
—¿Cómo dices?
—Un duelo, Westwick. Mañana. En el sitio que escojas. —Gabriel
abofeteó la cara de Westwick con el guante y el sonido resonó en la amplia
biblioteca—. ¿O eres demasiado cobarde para enfrentarte a mí como un
caballero?
—¡Ja! —¿Un caballero? Apenas eres un vizconde. El título era
originariamente de tu hermano, y aquí estás, desafiando a un duque como si
tus acciones no fueran a tener consecuencias.
Gabriel encogió los hombros. Lo único que le importaba era que no
quedara un soplo de aliento en el cuerpo de Westwick. El escándalo de un
juicio y una posterior ejecución sería duro para Emma, pero él se aseguraría
de que ella contara con el apoyo del conde y sus amigos, así como con el de
Millie.
Millie.
La idea de dejarla le cerraba la garganta. Eso sería lo peor de todo,
aunque estaba seguro de que ella lo entendería. ¿Acaso no deseaba siempre
ayudar a los demás? ¡Se había ofrecido a ayudarlo, por el amor de Dios,
cuando ciertamente él no lo merecía! Se aseguraría de que estuviera en
buena situación para poder seguir manejando exitosamente su negocio y
cuidar de su madre.
—¿Eres demasiado cobarde para enfrentarme, Westwick? —insistió,
cuando el duque permaneció en silencio.
Westwick levantó la barbilla y se encontró con la mirada firme de
Gabriel.
—Por supuesto que no. Entonces, será mañana. Te haré saber
cuándo y dónde. —Miró el papel que tenía en la mano y lo arrojó al fuego
—. Haré los arreglos necesarios para que asista un médico, pero te advierto,
Thornbury, que no estará interesado en atender a un simple vizconde.
A Gabriel no le importaba. De todos modos, él no iba a morir. Pocos
hombres tenían mejor puntería que él, pero jamás se jactaba de ello. Le
vendría muy bien para mañana, pues necesitaría un disparo perfecto.
CAPÍTULO 22
El corazón de Millie casi no tuvo tiempo de dar un vuelco cuando
Gabriel entró en la parte posterior de la tienda, con el ceño fruncido y pasos
decididos. La exclamación de ella quedó sofocada cuando él le tomó la cara
entre las manos, depositó un beso abrasador sobre sus labios, lo que la dejó
deseando más y luego apoyó su frente contra la de ella.
—¿A qué se debió eso? —logró decir Millie a pesar del nudo en su
garganta, consciente de que Betsy y varios clientes se movían por la tienda
a pocos metros de ellos y que una rápida mirada hacia la puerta abierta les
daría una visión de Gabriel y ella.
—Te amo —dijo él.
—Yo también te amo —respondió ella con voz ronca.
—Siempre te amaré. No importa lo que suceda, nunca lo olvides.
Ella se echó hacia atrás y le tomó los brazos con las manos.
—¿No importa lo que suceda? Gabriel… —Buscó una respuesta en
su rostro—. ¿Si se trata de Emma, nos quedan cuatro días. Podremos
impedir este matrimonio. El Club del Secuestro está abocado a ello.
Un músculo se tensó en la mandíbula de él.
—Solo necesito que lo sepas, Millie.
Ella sonrió cuando él le acarició la mejilla con un dedo enguantado.
—Lo sé.
—Bien. —Paseó la mirada por el depósito—. ¿Abrirás la nueva
tienda mañana, como tenías planeado?
—Estoy un poco retrasada, por culpa de alguien —bromeó ella—,
pero sucederá de todos modos. Solo tengo que trasladar allí el resto de mis
existencias, pero la tienda ya está lista.
—Me gustaría estar presente, pero…
—Tienes que ocuparte de tu hermana, Gabriel. Sé que si las
circunstancias fueran diferentes, estarías a mi lado.
Él asintió, soltó un suspiro y dio un paso atrás.
—Te amo —repitió; las palabras sonaron algo huecas y Millie
frunció el ceño.
Antes de que pudiera preguntarle el porqué, él abandonó el lugar.
Millie exhaló, se cruzó de brazos y se apoyó contra uno de los cajones de
embalaje. Sentía náuseas, pero no sabía por qué. Gabriel la amaba, ¿no era
eso causa para celebrar? Pero había algo extraño en él, en la manera en la
que había hablado.
Era como si… como si…
El corazón se le estrujó. Era como si se hubiese estado despidiendo.
Pero…¿por qué le habría dicho algo así?
Dios bendito. ¿Acaso estaría a punto de hacer algo temerario? ¿Algo
que la dejaría sin volverlo a ver? Fuera lo que fuere, debía detenerlo.
Cogió la capa del perchero en un rincón, sonrió con expresión cortés
a una joven y se detuvo para llamar la atención de Betsy con un
movimiento de la mano, mientras la asistente atendía a un cliente habitual.
—Necesito… —No sabía qué decir—. Necesito ir detrás de un lord
que está a punto de hacer una tontería, pero no sé qué es. Sonaba absurdo.
—Volveré enseguida —le aseguró.
—No hay problema —dijo Betsy—. Hoy es un día tranquilo.
El señor Humphries, un hombre corpulento con sonrisa bondadosa y
vestimenta a la moda, les sonrió.
—¿Todo listo para la inauguración?
—Así es —logró responder Millie, mientras se ataba la capa
alrededor del cuello y se colocaba los guantes con movimientos torpes.
—Pronto enviaré a Lilith a comprar su ajuar; temo que la muchacha
me cueste una fortuna.
Millie esbozó una sonrisa tensa. El señor Humphries era un hombre
generoso y sería fiel a su palabra, pero ella no tenía tiempo para conversar
con él.
—¿Quiere firmar aquí, señor? —solicitó Betsy; él se inclinó y tomó
la pluma para firmar su compra en el libro mayor.
—Disculpe, siempre se me emborrona la tinta. —Hizo una mueca y
apartó la mano manchada—. Mi maestro intentó corregirme a golpes, pero
no lo logró.
Millie se detuvo con un guante a medio poner.
—¿Es usted zurdo, señor Humphries?
—Espero no causarle ofensa. Sabe Dios que intenté corregirme toda
la infancia, pero es algo que uno no puede cambiar.
—Algunos dicen que es la marca del diablo —murmuró Millie.
—Por desgracia, mi maestro opinaba lo mismo.
—Tonterías, no lo dudo —le aseguró Betsy, dirigiéndole una mirada
penetrante a Millie.
—Sí, claro —se apresuró a decir ella al darse cuenta de lo cerca que
había estado de ofender a uno de sus mejores clientes—. Puras tonterías.
Pero una incomodidad para usted, veo. —Observó la mancha de tinta sobre
la página donde el señor Humphries había firmado su nombre.
—Así es. —Le mostró la mano manchada—. Nunca he logrado
escribir sin manchar el papel.
Millie inspiró abruptamente y sintió ardor en los pulmones.
Westwick era zurdo. Había visto las cartas que le había enviado a su madre.
Pero la niñera había dicho…
La niñera había dicho que el mellizo menor era el zurdo.
—Debo irme —logró decir antes de escapar de la tienda. Gabriel ya
estaría lejos, pues sin duda habría venido a caballo o en carruaje a la tienda,
de manera que agachó la cabeza para protegerse del frío embate de copos de
nieve y se dirigió directamente a la casa de él. Para cuando llegó, sentía las
mejillas entumecidas y respiraba entrecortadamente, pero el mayordomo la
dejó entrar con expresión de desagrado y la llevó directamente adonde se
encontraba Emma.
—¿Está Gabriel aquí? —preguntó Millie.
Emma fue hacia ella.
—No. ¿Por qué?
—¿Dónde ha ido?
—A ver a Westwick. Parecía convencido de que podría hacer un
trato con el hombre e impedir el matrimonio. —Se encogió de hombros—.
No sé mucho, pero Gabriel me prometió que todo terminaría y ya sabes que
mi hermano hace promesas con facilidad.
Millie luchó por desatar el nudo que amenazaba con cerrarle la
garganta. Gabriel iba a poner fin al asunto pero no con una negociación, de
eso estaba segura.
—Necesito verlo.
Emma parpadeó, y miró a Millie con el ceño fruncido.
—Dame un momento e iré contigo.
—No. Necesito que avises al Club del Secuestro.
—¿Qué avise qué?
—Que Westwick no es Westwick.
—¿De qué estás hablando?
—Westwick… —Millie inspire con fuerza—. Es el mellizo menor.
Finge ser su hermano. Ha tomado su lugar.
Transcurrieron unos segundos; los ojos de Emma se agrandaron.
—¿Crees que mató a su hermano? ¿Para quitarle el título de duque?
—Es posible, aunque no puedo entender por qué.
—¡Madre mía! A nadie se le ocurriría algo así. De todos modos, lo
heredaría tras la muerte del hermano.
—Lo sé. —Tampoco tenía tiempo para pensar por qué Westwick se
había decidido por ese ardid, pero lo poco que sabía del gemelo mayor, no
se parecía en nada al duque actual—. ¿Se lo harás saber?
Emma asintió con vehemencia.
—Por supuesto. Iré de inmediato. ¿Pero qué harás tú?
—Debo ir con tu hermano e informarle lo que sabemos. —Con
suerte, no sería demasiado tarde.

***
Russell alejó la pistola del alcance de Gabriel.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo?
Gabriel miró a Westwick, que sonrió con satisfacción cuando tomó
la pistola de manos de su padrino de duelo, y asintió con firmeza.
—No tengo opción.
—Rosamunde me matará cuando se entere que me he involucrado
en este duelo.
—Te agradezco por venir. No podía pedirle a nadie más. —Gabriel
lo miró a los ojos—. Doy por sentado que no se lo has contado a nadie.
Russell asintió.
—Por supuesto. Como dije antes, no puedo decir que no haría lo
mismo que tú en una situación así, pero sabes a dónde llevará esto.
—No voy a morir.
Russell echó la cabeza ligeramente hacia atrás y lo miró.
—No todavía, al menos. —Le tendió el arma y Gabriel cerró la
mano alrededor del reconfortante peso de la pistola—. ¿Quieres que vuelva
a intentar negociar?
—No.
—Pues será mejor que tengas buena puntería. —Russell señaló su
propio ojo. —¿Eso no te molestará? Si el duque sobrevive, tu hermana no
estará en mejor situación que antes, y ya no te tendrá a ti para protegerla.
—No sobrevivirá —replicó Russell entre dientes—. Y puedo haber
perdido un ojo, pero no he perdido mi capacidad para disparar con
precisión.
Russell encogió sus anchos hombros.
—No esperaba otra respuesta, pero tenía que preguntar.
Gabriel lo miró durante varios segundos. De no ser porque estaba a
punto de matar a un duque de un disparo, habría apostado que Marcus
Russell y él habrían trabajado muy bien juntos en el futuro. El hombre tenía
el valor y las habilidades de alguien que había luchado toda su vida para
sobrevivir y Gabriel sentía un profundo respeto por él. También sabía que
Russell comprendía cuando era necesario tomar una decisión difícil y que
era el único hombre con quien podía contar para que no intentara
convencerlo de no batirse a duelo.
—Espero que tu mujer te perdone —le dijo Gabriel.
—Sí, con el tiempo lo hará. —Russell sonrió—. Ella no se da cuenta
de que yo sé muy bien cómo cautivarla.
—Bien, acabemos con esto —dijo Westwick desde su posición—.
Tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo que dispararle a un tullido.
Por una vez, Gabriel recibió de buen grado la arrogancia del duque.
Si hubiera sabido lo habilidoso que era él con una pistola, no habría
accedido de ninguna manera a batirse a duelo. Westwick sabía que si
Gabriel moría hoy, no habría justicia para él –utilizaría su título de duque y
su fortuna para asegurarse de ello- por lo que estaba seguro de que no
podría perder.
Pues bien, estaba a punto de descubrir que su título y su fortuna no
lo salvarían esta vez.
Westwick tomó su posición en el campo abierto. Russell asintió para
animar a Russell y los padrinos dieron un paso atrás; el médico se mantuvo
a una cierta distancia, cerca de un roble. Gabriel inspiró hondo, deseó haber
podido hacer el amor con Millie una última vez y luego comenzó a contar
los pasos.
Uno, dos, tres, cuatro…
Un grito cortó el aire helado. Gabriel se detuvo y se giró para ver a
Millie corriendo por el campo, sujetándose las faldas y el borde de la capa
con una mano.
—¡Gabriel! —gritó—. ¡No lo hagas!
Él bajó la cabeza. No lo detendría ahora. Cinco, seis, siete…
—¡Gabriel!
Por el rabillo del ojo, la vio pasar como un rayo, esquivando los
brazos de Russell y colocarse en la línea de fuego.
—¡Millie! —gritó, al tiempo que se giraba para correr hacia ella—.
¡Hazte a un lado! —Vio que Westwick levantaba el arma. Se oyó un disparo
y Millie cayó al suelo antes de que él pudiera sujetarla.
Gabriel cayó de rodillas; el eco del disparo retumbaba en sus oídos.
El corazón le latía tan fuerte que sentía las vibraciones en cada centímetro
del cuerpo.
—No… —se oyó decir mientras le daba la vuelta.
No había sangre. ¿Dónde estaba la sangre? Le palmeó los brazos, el
torso, los lados del cuerpo. Con las mejillas arreboladas, ella lo miró unos
segundos y luego se incorporó hasta quedar sentada.
—No estás herida.
—No, aunque la bala pasó muy cerca. —Se llevó un dedo a la oreja
y a pesar de que sus guantes eran demasiado oscuros para que se viera la
sangre, Gabriel vio la mancha en el lóbulo de su oreja. Soltó el aire entre
dientes.
—¡Por todos los demonios, Millie!
—¿Continuamos, en vista de que la chica está viva? —dijo
Westwick.
Gabriel lo fulminó con la mirada y apretó el puño. El hombre había
estado a punto de matar a la mujer que él amaba, su propia hija, y no le
importaba en absoluto. Quiso ponerse en pie, pero Millie lo sujetó de los
brazos, obligándolo a permanecer de rodillas.
—No puedes batirte a duelo con él.
—Claro que puedo, y lo haré. Estuvo a punto de matarte, Millie.
—No, no comprendes. Él no es el duque.
Gabriel dejó de forcejear para ponerse de pie y frunció el ceño.
—¿No es el duque?
—Bueno, sí, lo es. Pero no es el duque auténtico. Es su hermano —
susurró ella—. Es el gemelo menor. Finge ser su hermano. Ha tomado su
lugar.
Gabriel tardó unos segundos en comprender la información.
—Es muy probable que lo haya matado —añadió Millie.
Gabriel miró al duque y luego enfrentó la mirada suplicante de
Millie.
—No importa. Debo matarlo. Él es el duque ahora.
—No, no tienes que hacerlo. —Le apretaba los brazos con tanta
fuerza que sin duda le dejaría marcas en los brazos. Odiaba abandonarla, de
verdad, pero a pesar de esa nueva información, el mundo creía que
Westwick era… bueno, Westwick, y ninguna nueva información podría
ayudar a Emma ahora.
—No lo hagas, Gabriel, por favor, te lo suplico.
—Millie…
—Déjame negociar con él.
—Russell ya lo ha hecho.
Millie miró a Russell con fuego en los ojos y Gabriel se sintió
agradecido de que la mirada no fuera dirigida a él. Russell dio unos pasos
atrás y Gabriel no pudo menos que sonreír al ver que se sentía intimidado
por Millie.
—No, déjame negociar con esta nueva información —suplicó ella
—. Si no funciona, podrás proseguir con el duelo y dispararle. —Inspiró
hondo—. Te daré mi bendición.
Gabriel le tocó la oreja manchada de sangre y maldijo en voz baja.
—De acuerdo, pero esta vez no podrás interponerte. Debes dejar que
yo termine con esto, Millie.
—Siempre y cuando me permitas hacer lo mío.
—Juntos, entonces.
CAPÍTULO 23
Millie tenía los guantes manchados de sangre. Se los limpió contra
la capa e hizo caso omiso del zumbido en sus oídos. Qué cerca había pasado
la bala. Demasiado cerca.
Gabriel podría haber muerto.
Tenía intención de ponerle fin al asunto hoy mismo sin que nadie
muriera, ni siquiera el miserable de su padre. Con paso decidido, avanzó
hacia Westwick y Bishop. Si el duque sentía remordimiento alguno por
haber estado a punto de matar a su propia hija, no lo demostraba. Sonreía
con sarcasmo y tenía la cabeza en alto con expresión arrogante.
Por su parte, Bishop la miraba como si deseara que la bala los
hubiera atravesado tanto a ella como a Gabriel y los hubiera borrado de la
faz de la tierra.
—¿A qué demonios crees que estás jugando, muchacha? —le
espetó Westwick—. Esto no es un juego, es un asunto entre hombres.
—No es un juego, no —coincidió ella.
—¿Por qué no te apartas del camino y nos dejas terminar de una
vez?
—No terminará nada, mucho menos su asunto con Gabriel.
La sonrisa de él se ensanchó.
—¿Ahora necesitas que una mujer pelee por ti, Thornbury? —se
burló.
Millie se acercó a él y se paró en puntillas, para que no pudiera
esquivar su mirada.
—Sé lo que ha hecho.
—He hecho muchas cosas en mi vida, querida. Me resulta difícil
recordarlas todas.
—Mató a su hermano.
Él parpadeó, sorprendido, luego recuperó la compostura. Millie miró
a Bishop y no pudo evitar sonreír con satisfacción. Por lo visto, el criado
también lo sabía. Se movió, incómodo y entrelazó las manos detrás de la
espalda, esquivando la mirada de ella.
Millie negó con la cabeza. La arrogancia de estos hombres era tan
grande que ninguno de los dos concebía que alguien pudiera descubrirlos.
—Mi hermano murió hace muchos años; falleció mientras dormía,
tras haber estado enfermo. Fueron momentos muy traumáticos —dijo
Westwick con la calidez del gélido día.
—¿Su hermano y usted eran gemelos idéntico, verdad? —preguntó
Millie.
—No tengo intención de responder a estas preguntas. —Hizo un
movimiento con la mano como para desechar a Millie—. ¿Vamos a
terminar esto o no, Thornbury? ¿O acaso te veré mañana en la catedral de
St. Paul’s?
—Usted lo mató porque él era el heredero del ducado. Imagino que
usted estaba preocupado porque pronto se casaría y tendría un hijo, lo que a
usted lo excluiría por completo. —Su sonrisa se ensanchó al ver que él
apretaba la mandíbula. —Debe de haberle dolido que su hermano heredara
el título y usted no, a pesar de que nacieron al mismo tiempo.
—No tienes idea de lo que hablas, muchacha.
—Sé que usted es zurdo. Tengo pruebas concretas de su escritura. Y
que su gemelo, el verdadero duque de Westwick, era diestro. Usted lo mató,
tomó su lugar y luego le escribió a mi madre, haciéndose pasar por su
hermano, para terminar la relación con ella. Sería muy fácil comparar la
caligrafía de ambas cartas. Una de mi verdadero padre y una suya. —
Inspiró con fuerza. —Y también sé que usted es tan arrogante que jamás se
molestó en intentar aprender a utilizar la mano derecha para asegurarse de
poder seguir adelante con su engaño. —Hizo un movimiento de cabeza en
dirección a Bishop—. Por la expresión de él, imagino que le brindó algún
tipo de asistencia. Me pregunto si seguirá siendo leal a su amo cuando se
revele que mató a un duque.
Westwick emitió un sonido de desdén.
—Una historia fantasiosa, pero ¿de verdad crees que alguien se
atrevería a ponerse en mi contra siguiendo las acusaciones de una loca
vengativa? Además, ¿por qué haría una cosa así? Yo estaba primero en la
línea de sucesión, de todos modos.
—Tengo la carta que le escribió a mi madre y no dudo que existen
más pruebas de su accionar. Tal vez deseaba escapar de su reputación; la
señora Parsons dijo que era un niño malvado y que de adulto incurrió en
cuantiosas deudas. ¿No era mucho más simple convertirse en su hermano,
que era querido por todos?
Lo vio apretar la mandíbula y comprendió que sus suposiciones eran
acertadas; sintió que los latidos de su corazón se calmaban ligeramente.
—¿No lo ve, acaso, Westwick? Usted es uno de los hombres más
poderosos y conocidos de Inglaterra. Esta información no pasaría
inadvertida, ni siquiera si fuera un mero rumor.
Él se quedó mirándola durante un largo instante.
—Debería matarte y luego terminar con este maldito duelo y matar
también a esta bestia a la que pareces tan decidida a defender.
—Pues tendría que matar también al doctor y al señor Russell —dijo
Millie—. Y ya ni siquiera tiene una bala en la pistola. ¿Cree que Gabriel lo
dejaría vivir si hiciera algo así?
Una sonrisita se dibujó en los labios de él.
—No hay dudas de que eres una Westwick.
Millie levantó la barbilla.
—Soy hija de mi madre, de nadie más.
Él se le acercó.
—Podría reconocerte y ocuparme de que tu madre y tú fueran ricas
y estuvieran cuidadas. Nadie lo cuestionaría. Solo tienes que deshacerte de
esas cartas y podrías tener todo lo que tu corazón desea.
Ella abrió la boca y luego la cerró. Nunca en su vida había sentido la
falta de un padre, pero le había costado mucho salir de la pobreza. Hubo
días en los que habría hecho cualquier cosa por una comida.
Pero había progresado con honestidad y rectitud, sin la ayuda de un
hombre que seguramente jamás había trabajado en su vida.
Miró a Gabriel, una figura solitaria en la nieve, que la observaba con
expresión pensativa, y sonrió.
—Westwick, ya tengo todo lo que mi corazón desea.
El duque levantó los ojos al cielo con expresión desdeñosa.
—Santo Dios, todo esto por un hombre con la cara de una bestia.
—Al menos no tiene el corazón de una bestia —replicó Millie.
—Podría arruinarte. Demandarte por calumnias. Y el hombre al que
tanto adoras también es un asesino. ¿Lo sabías?
—¡Westwick! —exclamó Bishop.
—¿También es un asesino? ¿Confiesa, entonces, haber matado a su
hermano?
—Maldición, Bishop, cállate ya. —Se acercó a Millie, con los
dientes apretados—. No confieso nada, y no tienes ninguna prueba de nada.
—Tengo lo suficiente y tendré más. A menos que le permita a Emma
romper con el compromiso y no vuelva a hablar mal de ella ni de Lord
Thornbury.
—Podría hacerte desaparecer —masculló él entre dientes.
Millie se enfrentó a su mirada gélida, sintiendo un nudo en el
estómago. Estaba segura de que Westwick había hecho desaparecer a gente
en otras oportunidades y que su criado tenía mucho más que la sangre del
hermano del duque en sus manos.
—Hay otras personas que saben de su accionar. Tendrá que hacer
desaparecer a mucha gente importante, Westwick.
Él soltó un bufido sarcástico.
—Tus amenazas no significan nada, muchacha.
—Significan algo para mí —dijo una voz de hombre detrás de
Millie. Ella se giró y soltó un suspiro de alivio. El Club del Secuestro había
llegado.

***
Westwick se puso rígido al ver a Lord Henleigh y a Russell, Nash,
Lady Henleigh y Rosamunde, la mujer de Russell. Ahora tenía público.
Gabriel no pudo reprimir una sonrisa. Tal vez no tuviera la
satisfacción de matar a ese hombre, pero le daba placer ver cómo se
esfumaba su expresión arrogante.
Guy le entregó una carta a Gabriel y él frunció el ceño al ver una
caligrafía que le resultaba desconocida.
—¿Recuerdas a esa amante a la que no lograbas encontrar?
Gabriel asintió.
—Grace finalmente recibió noticias de ella. Le escribió hace dos
semanas, pero el estado de los caminos seguramente fue la causa del
retraso.
Gabriel leyó la carta y luego fue hasta donde estaba Millie y se la
entregó.
Westwick alzó los ojos al cielo con expresión impaciente.
—Si piensas que una carta va a ser prueba de algo…
—Pensé que esta mujer no era más que otra de las amantes que
descartaste, pero era la joven a quien tu hermano pensaba desposar ¿no es
así? —Gabriel miró a Millie.
Westwick hizo un movimiento con la mano.
—No puedo recordar a cada mujer que se rinde a mis pies.
—Tal vez sí puedas recordar el matrimonio del duque de Westwick
que se impidió cuando tu hermano quiso comportarse de manera honorable.
—Mi hermano murió —dijo Westwick entre dientes—. Si pensaba
casarse…
—Tenía una prometida y ella estaba embarazada. Tenía la intención
de casarse con ella y tú temías que el niño fuera varón y heredara todo —
prosiguió Gabriel, sin prestarle atención—, por lo cual te aseguraste de que
no viviera el tiempo suficiente como para desposarla.
—Son todas…
—Ella dice que iban a contraer matrimonio, pero sabía que el duque
no estaba enamorada de ella, sino de otra mujer, una criada de su casa. —
Millie agitó la carta, con lágrimas en los ojos—. Él iba a desposar a la
señorita Strong. Mi madre. —Se le quebró la voz en la última palabra.
Hinchó el pecho e inspiró profundamente—. Esto confirma todas mis
suposiciones. —Hizo un gesto en dirección a Bishop—. Y al parecer, su
criado le envió varias amenazas a la prometida de su hermano, que ella
todavía conserva, por si decidía contarle alguien las intenciones de su
hermano. Supuso que era para proteger a la familia del escándalo.
Detrás del duque, Bishop se movió, incómodo.
El resto del grupo se acercó a Westwick.
Freya se cruzó de brazos.
—También está el hecho de que su segunda esposa y su hermano
murieron en circunstancias similares. Curioso, si tenemos en cuenta de que
ni usted ni su hermano solían utilizar láudano. Encontré un viejo artículo
del periódico que sugiere que su hermano se suicidó porque tenía cuantiosas
deudas. Me pregunto qué sucedería si se supiera que otra persona fue
responsable de ambas muertes…
Bishop dio un paso atrás y Westwick se dirigió a él:
—¡No te muevas, maldito bastardo! Tengo suficientes pruebas
contra ti…
—Usted me obligó a hacer esas cosas, milord —farfulló el hombre
—. Yo también tengo pruebas de ello.
Westwick abrió grandes los ojos.
—No te atreverías…
—Si usted me amenaza, milord, yo lo amenazaré a usted. Tengo
pruebas en un sitio donde jamás las encontrará. —Miró a Gabriel—. Y les
daré todo a ellos, si es necesario.
—Maldito cobarde…
Bishop esquivó un puñetazo de Westwick y cruzó los brazos con
expresión insolente. Gabriel jamás sentiría simpatía por Bishop –era un
hombre cruel y sin duda tenía las manos manchadas con la sangre de
muchas personas inocentes- pero al menos era lo bastante astuto como para
asegurarse de tener protección. Westwick encorvó los hombros. Todo se
desmoronaba delante de él.
—Esto no significa nada. —El duque echó la cabeza hacia atrás y
adoptó una expresión impávida—. Son todas conjeturas y la demandaré por
calumnias. —Señaló a Freya con un dedo.
Guy se posicionó delante de su mujer con expresión decidida.
—Sabemos lo suficiente, Westwick.
—Mató a su hermano porque quería el título —lo acusó Millie—. Y
amenazó a su prometida. Ocupó el lugar de su hermano –que por lo que
sabemos era un buen hombre- para huir de los errores que había cometido.
—No cometí errores… —Westwick cerró la boca con fuerza.
Gabriel esbozó una sonrisita. Las pruebas eran escasas, pero
alcanzaban para derribar a Westwick y su criado. No tenía dudas de que si
aplicaban algo de presión, Bishop les entregaría todo lo que tenía.
—¿Le permitirá a Emma poner fin al compromiso? —quiso saber
Millie.
La mirada dura de él pasó de Millie a Gabriel, y tras varios
segundos, el duque dio un paso atrás e hizo un movimiento displicente con
la mano.
—Muy bien. Emma queda liberada del compromiso.
—¿Y qué más?
—Y me encargaré de que no sea objeto de ningún tipo de críticas
por la decisión de último momento —dijo a regañadientes—. Pero si se
llega a saber algo de…estos disparates… tengo tus errores y la hija bastarda
de Emma para…
Gabriel apretó el puño. La arrogancia del hombre no conocía
límites. Había matado a su hermano y sin embargo, no veía problema en
amenazarlos a Emma y a él. Pero las amenazas fueron proferidas en tono
vacilante y Bishop se alejaba del duque centímetro a centímetro. El engaño
de Westwick no tardaría en caerse a pedazos.
—Encárgate de cancelar la boda —le ordenó Gabriel—, y si te
acercas a mi hermana, o a cualquier otra mujer, para el caso, con todo gusto
te quitaré la vida.
Westwick resopló.
—De todos modos, nunca me atrajo esa ramera.
Gabriel sintió el ardor en los nudillos antes de darse cuenta de lo que
había hecho. Westwick trastabilló y se llevó una mano a la mandíbula. Sin
dejar de mirar a Gabriel, llamó a Bishop con señas desesperadas.
—¿No vas a hacer nada ante este comportamiento insolente?
Bishop negó con la cabeza, dio varios pasos hacia atrás y luego echó
a correr por el campo. Gabriel se masajeó la mano y rió ante el espectáculo.
Con suerte, y sin la protección del duque, a Bishop se le complicaría
bastante la vida.
Russell palmeó a Gabriel en el hombro.
—¿Te sientes mejor, ahora?
Gabriel sonrió, lo miró a los ojos y luego miró a los demás
integrantes del grupo.
Por fin, su mirada se posó en Millie.
—Algo. Pero me queda una cosa más por hacer.
Epílogo
Un año después

Mordisqueándose el extremo del pulgar, Millie se alzó en puntillas


para mirar hacia el camino. La nieve caía en densos copos que se
acumulaban en el alféizar de la ventana y le obstruían la vista del camino
que llevaba a la casa de campo.
Unas manos firmes le sujetaron los brazos y ella se giró, sintiendo
cómo el pulso se le aceleraba. Se llevó una mano al pecho.
—¡Me asustaste!
Gabriel sonrió.
—No fue una entrada sigilosa.
—¡Mentiras!
—No lo fue —protestó.
—Tienes una asombrosa habilidad para moverte silenciosamente —
dijo ella, volviendo a mirar por la ventana—. ¿Y si quedan atrapados en la
nieve? Los caminos están terribles este año.
—Solo tienen una corta distancia que recorrer, Millie. Deja de
preocuparte.
Ella hizo una mueca de impaciencia.
—Oh, sí, con eso es suficiente, querido esposo. Ahora me he curado
milagrosamente de mis preocupaciones. Solo tenía que dejar de
preocuparme.
Él la tomó de los hombros para girarla otra vez hacia sí y Millie no
pudo evitar que su ceño se suavizara cuando él le sostuvo el rostro y
depositó un beso suave sobre su nariz. No sabía si alguna vez se
acostumbraría a la suavidad con la que este hombre la trataba. Veía la
manera en que a veces la gente miraba a su esposo, como nada más que un
gigantón surcado de cicatrices pero no conocían la ternura y el amor que
albergaba en su corazón.
Ella sí los conocía. Ahora más que nunca. Después de casi ocho
meses de matrimonio, estaban encontrando su lugar. Convertirse en
vizcondesa no había sido fácil; tratar de encontrar una forma de cumplir con
sus ambiciones para la tienda y al mismo tiempo pasar a ser miembro de la
alta sociedad había requerido de una solución intermedia, pero ella había
estado dispuesta a encontrarla.
Solo por Gabriel, sin embargo.
Por fortuna, no necesitaban la aceptación de la alta sociedad;
Gabriel se había desentendido de ella desde hacía mucho tiempo y tenían
amigos leales. Aunque ya no pasaba todos los días en la tienda, Millie
seguía muy involucrada y en cierto modo, se sentía agradecida por ello.
Años de esfuerzo la habían dejado con poco tiempo para disfrutar de todo lo
que la vida tenía para ofrecer.
—Tu madre logró llegar a pesar de la nieve, al igual que Emma y
Lydia. Llegarán bien, ya verás —le aseguró Gabriel.
Una risita en el salón le recordó a Millie que estaba descuidando a
sus invitados. Decorada con follaje fresco y fragante con el aroma del budín
cocido de su madre, la gran casa finalmente se sentía como un hogar
durante el período festivo. Pronto lo sería aún más, cuando llegara el resto
de sus invitados.
—Mira —dijo Gabriel—. Ese parece ser el carruaje del conde de
Henleigh.
—Qué bien. —Millie se giró y cuando vio un que un carruaje oscuro
se abría camino a través de la nieve, soltó un largo suspiro—. Con suerte,
los demás llegarán pronto.
—Ven, mejor preparémonos para recibirlos. —Entrelazó sus dedos
con los de ella; Millie contempló sus manos unidas. Sus dedos ya no tenían
la rugosidad de los de una mujer trabajadora, pero los mantenía lo
suficientemente ocupados tejiendo prendas para los menos privilegiados y
ofreciendo todo el trabajo que podía desde su tienda. Con suerte, el
arrendamiento de su segunda tienda se completaría en enero y podría
expandirse y contratar aún más gente.
—Espera —dijo, tirando de la mano de él.
Gabriel frunció el ceño.
—¿Pasa algo?
Ella negó con la cabeza y sonrió.
—No, por supuesto que no. Es solo que… no tendremos mucho
tiempo a solas esta Navidad y quería agradecerte.
—¿Agradecerme?
—Sé que no ha sido fácil y no soy una típica vizcondesa…
—Millie.
Ella levantó una mano.
—Pero no podría pedir un esposo más paciente y amoroso —Hizo
un gesto que abarcaba la casa—. Esta no es la vida que esperaba para mí,
pero la amo. —Tragó el nudo que se le formó en la garganta—. Y te amo a
ti.
Una lenta sonrisa se curvó en los labios de él y Millie sintió que se
le aceleraba el pulso; sentía la cabeza ligera.
—No soy un típico vizconde, por si lo has olvidado.
Millie pasó un dedo sobre los labios de él, siguiendo el trazo de la
sonrisa que aparecía con tanta frecuencia últimamente.
—Bueno, eres un bárbaro —bromeó.
—Creo que desde el momento en que te secuestré y comenzaste a
lanzarme insultos, supe que nada sería fácil contigo —prosiguió él—. Pero
no quiero que sea fácil. Quiero que seas tú misma. Quiero esforzarme y
luchar por lo mejor para nosotros y para aquellos a quienes amamos.
—Yo también. —Millie se puso en puntillas y le dio un beso en los
labios.
La campanilla resonó en toda la casa y se separaron. Millie no veía
el momento de encontrarse con todos los miembros del Club del Secuestro,
pero extrañaría no tener a su esposo solo para ella.
—Por lo visto, los demás también lo han logrado. —Gabriel señaló
la ventana y Millie vio dos carruajes más avanzando por el camino.
—Oh, qué bien. Odiaba la idea de que toda la planificación fuera a
dar a la basura.
—Sí, sobre todo mis excelentes habilidades para hacer el pudín.
—¿Diríamos excelentes?
Gabriel la miró con los ojos entornados.
—Tu madre dijo que me salía mejor que a ti.
—Mi madre es una traidora.
Pasaron a la sala de estar, donde Lydia y la madre de Millie jugaban
con muñecas en el suelo. Emma cruzó una rápida mirada con Millie y
compartieron una sonrisa. Desde que Westwick se había visto forzado a huir
a Europa debido a las crecientes deudas, y su hombre había sido arrestado y
juzgado por varios actos criminales gracias a un artículo anónimo en un
periódico que casualmente era propiedad del conde de Henleigh, se había
producido un cambio en la hermana de Gabriel. Incluso estaba
intercambiando correspondencia con un apuesto joven que sin duda, sería
maravilloso para ella.
Millie se ubicó junto a Gabriel mientras Guy y Freya subían los
escalones hacia la casa, con las mejillas enrojecidas y la ropa salpicada de
nieve. Gabriel entrelazó sus dedos con los de ella y le apretó la mano con
fuerza, al tiempo que le dirigía una mirada cariñosa. Millie sintió que el
calor se desparramaba en su interior y llegaba directamente a su corazón.
—¿Te he dicho alguna vez que me alegra que me secuestraras? —
preguntó.
Él sonrió.
—Nunca.
—Mentiroso.
—Puedes decírmelo de nuevo.
—Más tarde —prometió ella—. Mucho más tarde.

FIN

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[1] Referencia al apellido “Strong” que significa “fuerte” en inglés. (N. de la T).

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