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SINVERGÜENZA DE MI CORAZÓN

Once Upon a Dukedom 01

Lorraine Heath
RESUMEN

Dos hermanos que lo perdieron todo cuando su


padre fue ahorcado por traición...
Y un duque en peligro de perder todo lo que
importa...
Ella está desesperada por casarse con un
duque...
Lady Kathryn Lambert debe casarse con un
caballero con título para reclamar su herencia y
finalmente ha llamado la atención de un duque. Sin
embargo, no puede olvidar al escandaloso segundo
hijo que la ayudó en su logro, o en su traición.
Quiere lo que nunca podrá poseer...
Lord Griffith Stanwick está atormentado por la
amarga verdad de que, como "repuesto", nunca
podrá darle a Kathryn lo que ella anhela poseer.
Pero cuando su padre es declarado culpable de
traición, Griff se desvía hacia los rincones oscuros y
peligrosos de Londres, atormentado por los
recuerdos de la mujer que perdió para siempre.
Amor que no se puede negar...
A medida que se intensifica el cortejo del duque,
Kathryn descubre que Griff se ha convertido en un
hombre a tener en cuenta. Cuando las viejas
pasiones brotan y los nuevos deseos se encienden,
debe decidir si sacrificar su legado vale la pena
compartir toda una vida con el sinvergüenza de su
corazón.
RESUMEN
CAPITULO 01
CAPITULO 02
CAPITULO 03
CAPITULO 04
CAPITULO 05
CAPITULO 06
CAPITULO 07
CAPITULO 08
CAPITULO 09
CAPITULO 10
CAPITULO 11
CAPITULO 12
CAPITULO 13
CAPITULO 14
CAPITULO 15
CAPITULO 16
CAPITULO 17
CAPITULO 18
CAPITULO 19
CAPITULO 20
CAPITULO 21
CAPITULO 22
EPILOGO
CAPÍTULO 01

Londres
9 de junio de 1873

—Es una oportunidad maravillosa para que una de nosotras enganche a


un duque.
La voz áspera, como un fino papel de lija masajeado sobre terciopelo,
un poco de aspereza contra la tentadora suavidad, obligó a lord Griffith
Stanwick a despertarse con una sacudida de puro deseo físico que casi le
hizo gemir mientras su polla respondía con una necesidad que quedaría
insatisfecha aquella mañana. No es que tuviera especial interés en acostarse
con aquella mujer en particular.
En el mejor de los días, la presencia optimista de lady Kathryn Lambert
le resultaba irritante, pero en aquel preciso instante su miserable jovialidad
le resultaba especialmente molesta porque le estaban bombardeando el
cráneo con pequeños martillazos, su estómago se estaba agitando y se
esforzaba por recordar cómo había llegado a estar tumbado boca abajo en la
tierra, detrás de los setos cercanos a la terraza donde su hermana sin duda
estaba disfrutando de un banquete matinal con su querida amiga, que residía
con ellos desde hacía quince días, mientras sus padres estaban de gira por
Italia. Obviamente, el exceso de whisky de la noche anterior era en parte
responsable de su inoportuno estado, pero no era ajeno a la embriaguez y
nunca antes había acabado donde no quería estar. ¿Qué otra cosa había
hecho que le había llevado a una cama de jardín en lugar de a una más
tentadora con sábanas?
—Pero seguro que el duque necesita una debutante —, sugirió una voz
más severa. Lady Jocelyn, otra amiga de su hermana, era igualmente
irritante. Al parecer, había decidido unirse a ellas a esa hora intempestiva,
fuera la que fuera. Cuando el trío estaba junto, los cotilleos fluían, y no se
podía encontrar el silencio. Ahora mismo, ansiaba el silencio. —
Acercándonos a los veinticuatro, casi somos solteronas. Tendríamos suerte
de atraer a un repuesto.
—No un repuesto. Nunca un repuesto—, insistió Lady Kathryn. —Eso
no funcionaría para mí en absoluto.
No era la primera vez que la oía hacer tal afirmación en un tono que
implicaba que encontrarse encadenada a un repuesto equivaldría a
envolverse en estiércol de caballo. A pesar de su mente nublada, las
palabras le escocían. Atrapar el corazón de un segundo hijo no era la peor
circunstancia que podía acaecerle a una mujer. Conocía duques cuyo aliento
podía derribar a un hombre a veinte pasos, marqueses cuya risa se
asemejaba al rebuzno de una mula, condes con manos tan suaves como las
gachas de avena y vizcondes con forúnculos. Aunque teniendo en cuenta su
estado actual, tenía que reconocer que tal vez no fuera el más indicado para
lanzar piedras.
Además, era muy consciente de que Lady Kathryn no era la única que
sentía aversión por aquellos que nunca estaban destinados a heredar. Era
una de las razones por las que, a sus veintisiete años, aún no había hecho
ningún cortejo serio. Otra razón era que, como repuesto, no estaba obligado
a dar un heredero. Y disfrutaba de la soltería. Sin responsabilidades. Una
modesta asignación. Abundancia de alcohol, apuestas y mujeres de dudosa
moral a su disposición. Cada noche rebosaba de escapadas, aunque las
mañanas empezaban a ser bastante tediosas. No estaba mal cuando se
despertaba junto a una aventurera cálida y dispuesta, pero últimamente, si
era sincero, también se estaba aburriendo un poco de ellas. Pero no tanto
como para preferir despertarse entre los setos.
¿Cómo demonios había terminado su noche aquí?
—Como la flecha de Cupido ha acertado en mi caso—, anunció Althea
con serena determinación y un poco de regocijo por su reciente buena
fortuna, —no puedo evitar creer, queridas amigas, que ambas se unirán a mí
en la dicha del compromiso antes de que termine esta Temporada.
—Chadbourne es un tipo afortunado—, dijo Lady Kathryn. —Todo
Londres sabe que le has conquistado y que será un marido maravilloso. Está
enamorado de ti. Absolutamente enamorado.
Imaginó a su hermana ruborizándose y sonriendo ante la mención del
conde. Althea estaba igualmente enamorada del caballero con el que se
casaría en enero.
—Como he dicho, al igual que yo, pronto recibirás ofertas. Estoy
completamente segura de ello. Y esta es la oportunidad perfecta para poner
a prueba mi predicción.
—¿Pero es ésta la mejor manera de hacerlo? — Lady Jocelyn preguntó.
—¿Escribir una carta al duque explicándole por qué debería elegirme a mí y
no a las demás? Parece bastante atrevido.
—El duque de Kingsland es un hombre extremadamente ocupado,
supervisando sus vastas propiedades y aumentando su fortuna, según
cuentan—, dijo Lady Kathryn. —No tiene tiempo para cortejar a una mujer
tras otra hasta que encuentre una que podría ser adecuada. Creo que es
brillante al idear esta estrategia.
El duque de Kingsland, el soltero más codiciado entre la alta sociedad.
El hombre evitaba la escena social, permanecía en Londres sólo el tiempo
suficiente para ocuparse de sus deberes en la Cámara de los Lores, y nunca
perdía en los juegos de azar. Por lo que Griffith sabía, el duque tenía pocos
amigos íntimos. Ejercía riqueza, poder e influencia a partes iguales gracias
a un título que había tenido peso durante generaciones. Lo que podría
explicar el anuncio que había puesto en el Times alentando a las hijas de sus
pares a escribirle explicando por qué debería considerarlas como una
duquesa potencial. Una prueba para él a través del correo. Anunciaría su
elección en un baile que celebraría la última noche de junio, la cortejaría
durante el resto de la temporada y, si la encontraba tan atractiva como
indicaba su carta, se casaría con ella antes del final de la siguiente
Temporada.
Limpio y ordenado y tan aburrido. Griffith prefería experimentar ese
primer indicio inesperado de atractivo, de interés, y luego explorar el
potencial en un lento y seductor desenredo que revelara puntos en común,
diferencias y secretos. Le gustaba descubrir cómo todo confluía para hacer
intrigante a una mujer. Algunas cosas las descubría antes de acostarse con
ella, otras durante y otras después. Pero siempre disfrutaba descubriendo las
distintas partes que creaban el todo. Incluso si, cuando el todo tomaba
forma, perdía el interés, seguía disfrutando del viaje. Para él, siempre se
trataba de saborear los descubrimientos, de apreciar cada matiz como si
fuera un buen vino que nunca antes había probado.
—No estoy segura de que sea brillante—, dijo Lady Jocelyn. No lo era.
Era condenadamente flojo. Era una injusticia con la mujer, la reducía a una
lista de atributos, como si no fuera más importante que el ganado. Además,
¿podía una mujer conocerse a sí misma lo suficiente como para entender lo
que a un hombre en particular podría apetecerle? —Pero supongo que no
hay nada de malo en escribirle. No es como si tuviera pretendientes
cayendo a mis pies.
—¡Muy bien! Siempre he encontrado que la competencia nos anima a
sacar lo mejor de nosotras mismas —, exclamó Lady Kathryn con
entusiasmo, provocando un dolor insidioso que recorrió los oídos y el
cerebro de Griffith. No pudo contener un gemido de incomodidad.
—¿Qué diablos fue eso? —, preguntó su hermana, y Griffith deseó
poder hacerse un ovillo o acercarse a un lado de la casa, pero cualquier
movimiento provocaría una objeción de su dolorida cabeza y aumentaría la
intensidad del martilleo en su cráneo. Lo mejor era quedarse quieto y
esperar que las señoras siguieran a lo suyo.
Oyó el susurro de las hojas y el chasquido de una ramita. Al parecer, la
esperanza no era la mejor de las estrategias.
—¿Griff? ¿Qué demonios haces tirado en el suelo ahí atrás?
Entrecerrando los ojos, ¿acaso el sol de la mañana era siempre tan
brillante?, miró a Althea. —Para ser sincero, no estoy muy seguro, pero
parece que anoche regrese a casa—. Por alguna razón inexplicable no había
utilizado la puerta principal. Quizás había sido incapaz, con sus torpes
dedos, de coger la llave que guardaba en el bolsillo del chaleco. Aunque, al
palpar el bolsillo, lo encontró vacío. ¿Habría extraviado el trozo de latón?
—Estabas borracho otra vez, ¿verdad?
—Me parece recordar algunas celebraciones. — Durante un tiempo los
juegos le habían favorecido... hasta que dejaron de hacerlo. ¿Qué se supone
que debe hacer un hombre cuando la fortuna se le escapa, excepto buscar
consuelo en la bebida?
—Bueno, muévete y sal de ahí—, le ordenó enérgicamente, como si no
fuera tres años menor que él, sino mayor.
Con gran esfuerzo, se puso en pie, apoyó la espalda en el ladrillo y salió
sigilosamente por el estrecho espacio entre el muro y el follaje, procurando
no engancharse con las hojas afiladas de los setos. Cuando llegó hasta su
hermana, ésta arrugó toda la cara. —Hueles como una destilería.
—¿Cómo sabes cómo huele una destilería? —. Mirando más allá de
ella hacia las dos señoritas sentadas en la mesa redonda cubierta de lino
blanco, se obligó a formar su sonrisa más encantadora, una sonrisa que no
le apetecía conceder, no sólo por el creciente dolor de cabeza sino por lo
que había oído por casualidad. —Señoritas, ¿cómo están esta hermosa
mañana?
—Me atrevería a decir que mejor que tú—, replicó Lady Kathryn,
utilizando el tono que parecía reservar sólo para él.
—Toma—, dijo Althea, alcanzando rápidamente la tetera. —Toma un
poco de té. Parece que te vendría bien.
El té no estaba en la lista de cosas que le vendrían bien. Un baño
caliente, de hecho, olía como una destilería, junto con una fábrica de puros,
un afeitado y el café más negro le vendrían mejor. Si las otras señoritas no
le hubieran estado mirando con expresiones gemelas de disgusto, podría
haber presentado sus excusas y dirigirse directamente a su necesidad más
urgente: una cama blanda. Pero sabiendo que le causaría un perverso placer
irritarlas retrasando su huida y uniéndose a ellas, arrastro una silla, se dejó
caer en ella y tomo la taza y el platillo que le ofrecían. —Eres muy amable,
querida hermana.
Era tan propio de ella, preocuparse por los demás. Realmente no se
merecía tener una hermana de espíritu tan generoso. Mirando a través del
vapor que salía de la infusión, bebió un trago largo y lento. Lo había
aderezado con abundante azúcar, y su cuerpo reaccionó con gratitud; el
dolor que sentía detrás de los ojos se disipó un poco y el día le pareció al
menos soportable.
Lady Kathryn lo miró con desaprobación, con la boca tensa, y a él no le
habría sorprendido que hubiera dicho: “Eres mejor que esto”.
Sólo que no lo era. Precisamente por lo que ella había expresado antes.
Nadie quería el repuesto. Ni las damas de la alta sociedad. Ni su padre. Ni
su madre. Incluso el heredero, dos años mayor que él, tenía poco tiempo
para él. Pero el whisky, las cartas y las actrices rara vez lo rechazaban.
—Tal vez la presencia de tu hermano aquí sea fortuita—, dijo Lady
Jocelyn. —Sin duda escuchó lo que estábamos discutiendo.
—Pido disculpas, señoritas, ya que no era mi intención escuchar a
escondidas, pero lograron captar toda mi atención con sus dulces tonos.
Mientras Lady Kathryn fruncía el ceño, dando a entender que había
captado el sarcasmo en su tono, Lady Jocelyn sonreía como si le hubiera
entregado una de las Joyas de la Corona. Ella nunca le había parecido
especialmente consciente de las sutilezas. —Entonces tal vez sea tan
amable de decirnos cómo podemos convencer al duque de que merece la
pena cortejarnos.
—¿Cómo sabría lo que quiere un duque? — preguntó Lady Kathryn.
Dejó que una comisura de su boca se abriera provocativa,
sensualmente. —Un duque quiere lo que cualquier hombre. Una mujer que
sea una santa en sociedad y una salvaje libertina en la alcoba.
Sus ojos color avellana se entrecerraron hasta parecerse a la hoja
finamente afilada de una daga. Se enfadaba con tanta facilidad que, por
alguna inexplicable razón, a él siempre le había gustado sacarle de quicio.
—Eso no ayuda—, espetó.
—Pero es verdad.
—Somos damas elegantes de buena crianza, y como tales, apenas
hemos estado en la cama, así que no podemos ofrecer una visión de
nuestras capacidades bajo las sábanas, por así decirlo. — La imaginó bajo
las sábanas, con él agitándola hasta que comprendiera plenamente su
capacidad de placer. Cuando su cuerpo empezó a responder a las imágenes,
las rechazó. ¿Qué le pasaba para contemplar siquiera una intimidad con
ella? —Además, es nuestro marido quien debe decirnos lo que quiere con
respecto a ese aspecto concreto de nuestro matrimonio.
—¿Por qué? —, preguntó, realmente perplejo. —¿Por qué tiene que ser
él el único que opine? Seguro, Pecas, que has pensado en lo que te gustaría.
—No lo he hecho—, replicó ella.
—“La dama protesta demasiado, me parece”.
—No seas absurdo. Las damas no ensucian sus mentes con
pensamientos carnales.
—Si nunca los has pensado, ¿cómo sabes que ensuciarían tu mente?
—Estás siendo absurdamente difícil.
—No, en realidad tengo curiosidad por saber qué imaginas que ocurre
entre un hombre y una mujer que sería tan escabroso como para empañar un
cerebro que de otro modo sería inmaculado si se medita o reflexiona sobre
ello.
Parecía como si quisiera tirarle el té encima. —Lo sabes muy bien.
Su voz había bajado, más grave, haciendo que su vientre se apretara. —
¿Caricias sobre la piel desnuda, el pellizco de una clavícula, un apretón
aquí, un roce allá? ¿Besos en las curvas, los huecos y las depresiones? ¿Qué
tiene eso de sórdido?
Sus labios se habían separado lentamente y sus mejillas habían pasado
de un atractivo rosa a un precioso carmesí. Se preguntó si, al igual que él,
ella estaría imaginando su mano desnuda, con los dedos separados, sobre su
muslo desnudo, deslizándose hacia el ápice celestial donde aguardaba el
paraíso, hasta entonces intacto e inexplorado. Dios mío. ¿Qué demonios le
pasaba? Era la última mujer con la que tenía interés en acostarse. No
importaba que su cabello cobrizo adquiriera el tono del fuego cuando lo
iluminaba el sol, y que él, en ocasiones y muy a su pesar, se hubiera
preguntado si sería igual de ardiente al tacto, si provocaría placer. No
importaba que su fragancia fuera más picante que dulce, y a él siempre le
habían gustado las comidas con mucho condimento. No importaba que sus
labios fueran más rosas que rojos, y en las raras ocasiones en que pintaba,
prefería el sutil encanto de los colores pastel.
—Griff, no estoy muy segura de que éste sea un tema de conversación
apropiado, teniendo en cuenta la compañía—, comentó Althea vacilante.
—Pero ese es mi argumento—. Esperaba que atribuyeran el graznido de
su voz a que hacía poco que le habían sacado del sueño y no al hecho de
que su boca se había vuelto de repente tan árida como un desierto. —No
debería ser tabú. Los hombres pueden pensar en ello, discutirlo,
experimentarlo... sin necesidad de casarse. ¿Por qué no las mujeres?
Una serie de jadeos respondieron a esa declaración. Sacudió la cabeza.
—Aunque una mujer no pueda experimentarlo sin casarse— aunque no
estaba de acuerdo con esa creencia —al menos debería poder pensar en ello
y discutirlo sin avergonzarse, sin temer haber ensuciado su mente.
Volvió a prestar atención a Lady Kathryn. —¿Nunca piensas en ello?
—No.
—Entonces, ¿cómo puedes saber lo que quieres, lo que podrías
disfrutar?
—Como he dicho antes, es mi marido quien debe enseñármelo.
—Nunca me has parecido una mujer sin opinión sobre ningún asunto
—. Se inclinó hacia delante. —Apostaría la paga de un mes a que lo has
pensado, y muy a fondo.
El hecho de que sus fosas nasales se encendieran y su respiración se
ralentizara sólo sirvió para apretarle más el vientre. ¿Qué imágenes
conjuraba en su mente?
—Griff, creo que acabas de llamar mentirosa a nuestra invitada—, dijo
Althea, con un tono de enfado evidente.
Porque lo era. No es que fuera a llamarla la atención de nuevo, pero
maldita sea si no quería descubrir sus fantasías. —Mis disculpas. Parece
que aún no estoy bien para la compañía, ya que mis indulgencias de anoche
siguen haciendo de las suyas—. Apartó la silla y se levantó. Luego dirigió
su atención a Lady Jocelyn, quien había planteado la pregunta en primer
lugar, porque estudiar a Lady Kathryn estaba empezando a marearle, ya que
la sangre quería correr donde no debía. —Escríbele al duque sobre tus
apuestos rasgos, dominio de la etiqueta, intereses y logros.
—Gracias, milord.
Le ofreció una pequeña sonrisa. —Y que gane la mejor dama.
Con eso, las dejó y se dirigió a la residencia, sabiendo que el baño
caliente que había anhelado antes tendría que esperar. Puede que Lady
Kathryn no permitiera que sus pensamientos mancillaran su mente, pero
ahora la suya estaba llena de una sórdida exhibición de su cuerpo
retorciéndose contra el suyo que le exigía sumergirse primero en una bañera
de agua hirientemente fría.

***

Sentada en el salón delantero, con el escritorio casi olvidado sobre el


regazo, Kathryn maldijo a lord Griffith Stanwick por enésima vez. Sus
palabras le habían metido en la cabeza pensamientos salaces de los que no
podía deshacerse. Manos deslizándose sobre sus hombros desnudos y más
abajo, a lugares donde no deberían. ¡Maldito sea!
Y luego, insinuar que había mentido al afirmar que nunca había tenido
pensamientos indecorosos... el canalla. Por supuesto que los había tenido,
pero había sido una mala forma de su parte insistir en que lo confesara. Una
dama de alta alcurnia no debería albergar reflexiones escabrosas y, desde
luego, no debería admitirlas, sobre todo cuando a menudo implicaban al
odioso hermano de su amiga más querida haciéndole cosas terriblemente
perversas, pasándole un dedo por el escote, donde la seda se encontraba con
la carne, o besándole el interior de la muñeca, donde siempre se echaba un
toque de perfume por si acaso. Volvió a maldecirle.
Para colmo, había utilizado aquel horrible apodo que le había puesto
cuando lo conoció a los doce años: Pecas. Un nombre espantoso. Las
manchas marrones siempre habían sido la pesadilla de su existencia. Llevar
gorros que detestaba y frotarse la cara con todo tipo de cremas mágicas
había hecho que las manchas desaparecieran, pero quedaban las sombras
más tenues, que le daban un aspecto más bien manchado cuando se
ruborizaba. Lo que, por alguna razón, Lord Griffith Stanwick hacía que
ocurriera con frecuencia cada vez que estaba cerca.
Desde que vivía con su más querida amiga, Lady Althea, cruzarse con
Griff, como lo llamaba su hermana y Kathryn también lo hacía en secreto,
se había convertido en una parte habitual de su día... y a veces de su noche.
Luchaba por no sentirse culpable porque era la responsable de que él se
hubiera despertado cerca de los setos. La noche anterior le había costado
conciliar el sueño, así que se dirigía a la biblioteca a por un libro y acababa
de llegar al vestíbulo cuando vio que se abría la puerta principal. Entonces
había entrado a trompicones, sólo un poco, lo suficiente para apretarse
contra la jamba sin soltar el pestillo. Su estado de desaliño era espantoso.
Tenía el pañuelo desanudado y le faltaba el sombrero. Tenía el pelo en
ángulos extraños, como si una docena de mujeres le hubieran pasado los
dedos por él, cosa que sin duda habían hecho. Cuando su mirada se posó en
ella, una comisura de sus labios se había torcido. —Hola, Pecas.
Odiaba verle tan desarreglado, comportándose como su tío George, el
hermano de su padre. El hombre bebía demasiado, jugaba más que
trabajaba y acudía constantemente a su padre porque necesitaba fondos para
mantener sus hábitos de juego. Argumentaba que se lo debía porque su
padre había heredado los títulos y las propiedades mientras que él se había
quedado sin nada. Aunque, al final, heredaría porque su padre no tenía
ningún hijo a quien dejárselo todo. No había ayudado a su opinión sobre el
tío George que su propia madre estuviera tan decepcionada con él. “Nunca
te cases con un segundo hijo”, le había aconsejado su abuela en numerosas
ocasiones, cuando él se había presentado en un acto familiar completamente
borracho. Sólo se preocupaba de sí mismo, de nadie más. Ni su mujer ni su
propio hijo, que había salido a él en todos los aspectos, llegando incluso a
extender su mano hacia su padre. —Al final todo será mío. Bien podría
darme un poco ahora.
Y parecía que Lord Griffith Stanwick estaba cortado por el mismo
patrón. No debería importarle, pero le importaba, maldita sea. Aunque por
su vida, no podía entender por qué. Pero sólo quería que él fuera mejor de
lo que era. Por eso, la noche anterior, cuando se le presentó la oportunidad,
decidió provocarle algo de sufrimiento y se apresuró a acercarse a él.
—Oigo venir a tu padre. No debe verte en este estado. Ve a la parte de
atrás. Te dejaré entrar—. Su padre no venía. El duque ni siquiera estaba en
casa. Pasaba más noches fuera de la residencia que en ella. Era un secreto
bien conocido que tenía una amante y que prefería su compañía a la de su
duquesa.
Pero Griff, en su estado de embriaguez, no había tenido la presencia de
ánimo para cuestionar su mentira, la había creído firmemente y se había
apresurado a salir por la puerta por la que acababa de entrar. Se guardó la
llave de donde él la había dejado en el ojo de la cerradura, había cerrado la
puerta y echado el cerrojo. Tras correr hacia la entrada del servicio, se
aseguró de que la puerta también estuviera cerrada. Encantada, se quedó
escuchando cómo el tonto del señor llamaba y llamaba y llamaba.
Entonces la llamó. —¡Pecas! Vamos, Pecas, abre la puerta. Pórtate
bien.
Sólo que no había querido ser una buena chica. Quería que dejara de
llamarla por ese nombre ridículo, quería que fuera diferente de los dos
hombres que estaban causando tanto dolor a su familia.
Finalmente, todo se había calmado. Después de reunir el valor
suficiente para abrir la puerta y asomarse, el señor no aparecía por ninguna
parte. Un momento de pánico se apoderó de ella hasta que le oyó cantar una
cancioncilla sobre una mujer con piernas torcidas. Observó su silueta
serpenteando por el jardín hasta que finalmente desapareció tras los setos.
Todo había quedado en silencio durante un par de minutos antes de que
oyera los ronquidos y decidiera que se merecía la incómoda cama.
Aunque ahora se sentía mal por ello, porque aquella tarde había
decidido pedirle un favor. Pero encontrar un momento a solas con él para
abordar el tema de su petición había resultado imposible, lo cual era en
parte la razón por la que Kathryn había buscado la soledad en el salón
delantero mientras Althea y su madre se habían trasladado al salón favorito
de la duquesa para tomar un poco de té después de la cena.
Kathryn había cenado muchas veces con la familia, pero sólo esta
noche se había dado cuenta de que el duque, sentado a la cabecera de la
mesa, sólo se dirigía a su hijo mayor, Marcus, que estaba sentado a su
derecha. Nunca al más joven, que se sentaba a su izquierda.
Aunque había estado al otro lado de Griff, ya que sólo había seis en la
mesa, la duquesa a sus pies y Althea frente a Kathryn, apenas había podido
mantener una conversación tranquila con él. Mirándolo, nadie habría
adivinado cómo había empezado la mañana. Olía decadente, una
combinación de ron de laurel y una fragancia que le era propia, como el
aroma terroso del otoño cuando las hojas cambian. Llevaba el pelo
perfectamente peinado, ni un solo dedo había pasado por él. Como si
estuviera acostumbrado a ser ignorado, su atención parecía centrarse en una
de dos cosas: o su plato o su copa de vino.
Un par de veces el duque hizo preguntas a Althea. Una vez preguntó a
Kathryn si había tenido noticias de sus padres desde que llegaron a Italia.
Ella respondió que sí y que estaban bien. El duque les había contado su
último viaje a Roma. Parecía preferir hablar a escuchar.
Sus padres llegarían a su residencia londinense mañana por la noche, y
Kathryn regresaría con ellos a la mañana siguiente. No es que las cenas le
resultaran más cómodas. Sus padres se esforzaban por reavivar su afecto
mutuo, casi con exclusión de cualquier otra persona. De ahí el viaje.
Ninguno de los dos había sido nunca bueno expresando sus emociones.
Pero Kathryn había recibido todo el amor que anhelaba de su abuela. Sus
mejores recuerdos provenían de los días que había pasado con la querida
mujer en su casa de campo junto al mar. Se preguntó si Griff tendría algún
lugar que le hubiera reconfortado, no es que estuviera especialmente
contenta de empatizar con él, se sentía un poco culpable por su deseo de
utilizarlo, pero uno debe hacer lo que debe para conseguir lo que quiere.
Estaba segura de que él volvería a marcharse esta noche, como había
hecho todas las noches desde su llegada. Por eso estaba en el salón, con su
cuaderno en el regazo, mientras hacía una lista de sus mejores cualidades. O
lo intentaba. Hasta ahora sólo había escrito “Hábil en el whist”. Lady
Jocelyn tenía razón. Parecía bastante pomposo presumir de uno mismo,
aunque no le cabía duda de que su amiga aceptaría el reto de enumerar sus
propias cualidades y sospechaba que ocuparía montones y montones de
hojas de papel para exponerlas todas. Nunca había tenido la confianza de
Jocelyn, a veces le resultaba irritante, lo cual era en parte la razón por la que
siempre se había sentido más cercana a Althea.
Pero era imperativo que se ganara el favor del duque. Tenía una dote
bastante considerable, que incluía la casa de campo en la que su abuela
había vivido sus últimos años y había muerto. Se depositaría en un
fideicomiso para que quedara al cuidado de Kathryn y se utilizara como su
casa de viuda, mientras que el resto de su dote se transferiría a su marido.
Pero a ella no le importaba el resto de su dote. Sólo le importaba su amada
casa. Sin embargo, para obtenerla, debía casarse con un par. Dado que su
inútil tío heredaría, y más tarde su primo, su abuela había querido
asegurarse de que estuviera bien cuidada, ya que no creía que pudiera
confiar en que el futuro conde se ocupara de las necesidades de su querida
nieta. Su abuela había creído que sólo un hombre con título podría ofrecer a
Kathryn la vida que se merecía. Sin embargo, con cada año que pasaba
desde su primera Temporada, la perspectiva cumplir con esa condición y
obtener la única cosa que más atesoraba se había atenuado.
Kingsland era perfecto. Lo había conocido una vez. Podía prescindir de
su pomposidad, pero la mayoría de los duques poseían ese rasgo. Eran
duques, después de todo. Sería una esposa obediente, le daría un heredero y
un repuesto, y cuando se cansara de ella, encontraría su consuelo en la casa
de campo. Con ella y los recuerdos del amor que su abuela había derramado
sobre ella, podría soportar cualquier cosa.
Oyó la pesada pisada en las escaleras de mármol. Como el duque y su
heredero se habían marchado antes, supo que tenía que ser Griff. Dejó a un
lado su escritorio, se puso en pie, se sacudió las faldas y se deslizó hasta la
puerta.
Llevaba el fino abrigo azul oscuro y el chaleco plateado que había
llevado a la cena. En la mano llevaba su alto sombrero de castor. Al verle,
su corazón dio un pequeño salto en su pecho, como le ocurría normalmente
cuando le veía por primera vez. Pero era sólo porque siempre estaban
enfrentados y se preparaba para el encuentro. No tenía nada que ver con el
hecho de que, con los años, se había convertido en un espécimen muy
guapo.
Evidentemente no la había visto porque casi había llegado a la puerta.
A punto de perder la oportunidad, el pánico estuvo a punto de apoderarse de
ella. Rápidamente, levantó la llave. —Milord, creo que he encontrado su
llave.
Se detuvo bruscamente y su mirada la recorrió lentamente. Agradeció
que el vestido verde pálido la favoreciera y suavizara su color.
Dio varios pasos hacia ella, y no supo por qué sintió como si su corsé se
tensara más a medida que él se acercaba hasta que pudo ver sus ojos con
más claridad. Siempre le habían parecido hermosos. De un azul intenso con
diminutas vetas grises.
—¿Dónde la encontraste? —, preguntó él.
—En el camino de entrada. Disfruté de un paseo por la tarde y la vi allí
tirada.
—Interesante. —Como aún no se había puesto los guantes, sus dedos
rozaron los de ella al aceptar su ofrecimiento, y una extraña sensación de
calor recorrió no sólo su brazo sino todas sus extremidades. —Busqué en el
camino después de dejarte en el jardín y no tuve suerte encontrándola.
Maldición. Su mentira estaba a punto de ser descubierta. —Debes
admitir que no estabas en tu mejor forma esta mañana. Tal vez te afectó la
vista.
Su mirada capturó la de ella. —¿Encuentras que tengo un tipo
excelente, Lady Kathryn?
Había bajado la voz y pronunciado sus palabras como si estuvieran
compartiendo un delicioso secreto. Quiso responder con una de sus réplicas
habituales, aunque ahora estaba notando cosas en él que antes no había
notado. ¿Cuándo se le habían ensanchado tanto los hombros? ¿Cuándo
había empezado a rellenar tan bien su ropa? Por todas las apariencias,
parecía bastante tonificado, y se preguntó si practicaba algún deporte. Era el
hermano de su querida amiga y, sin embargo, sabía muy poco de él.
Aun así, ignoró su pregunta y dijo: —Supongo que te diriges a un
garito de juego o a un club de caballeros.
—Como el repuesto, ¿qué otra cosa se espera que haga?
No pasó por alto el sarcasmo en su tono. Sin duda, le molestaba lo que
había oído esa mañana. No estaba en contra de todos los repuestos, sólo de
los réprobos, los que eran como su tío y su primo, una categoría en la que
desgraciadamente entraba Griff. —Alístate en el ejército, hazte vicario,
busca un puesto como miembro del Parlamento.
—Seguramente no me ves dedicado a ninguna de esas ocupaciones
—¿Tienes la intención de ser sólo un caballero de ocio toda tu vida? —
¿Por qué había preguntado eso? ¿Por qué estaba prolongando este
encuentro?
Algo, casi un anhelo, brilló en sus ojos antes de dar un paso atrás. —
Más bien un canalla, diría yo. Gracias por la llave—. Con un guiño, se la
metió en el bolsillo del chaleco y se volvió para marcharse.
—No tienes ni reloj de bolsillo ni llavero.
Volvió a centrar su atención en ella y se preguntó por qué se había dado
cuenta ahora de su falta de accesorios y se había molestado en preguntar.
¿Por qué de repente despertaba su curiosidad?
—No. Cuando Marcus alcanzó la mayoría de edad, papá le entregó el
que le había pasado su padre. Pensé que me compraría uno cuando yo
alcanzara la mayoría de edad, pero como ya han pasado seis años, supongo
que debería contemplar de comprarme el mío.
—¿Qué te dio cuando alcanzaste la mayoría de edad?
—Nada, que yo recuerde.
Las palabras salieron uniformes y planas, como si no albergara ninguna
emoción al respecto, pero ¿cómo no iba a sentirse decepcionado? —Lo
siento muchísimo.
Una emoción se encendió en esos ojos azul grisáceo. Ira, vergüenza,
irritación. —No necesito tu compasión. Si me disculpas, debo irme. Lady
Luck y otras damas esperan mi llegada.
Una vez más se dispuso a marcharse.
—¿Es probable que te cruces con el Duque de Kingsland esta noche?
Esta vez cuando la miro, sus ojos estaban entrecerrados y su mandíbula
tensa. —Es posible. Frecuentamos el mismo club.
Lamiéndose los labios, juntó las manos y dio un paso hacia él. —¿Me
harías el favor de preguntarle exactamente qué busca en una esposa?
Sacudió rápidamente la cabeza. —El duque es un completo imbécil. No
tiene la capacidad de preocuparse por nadie más que por sí mismo. Serías
miserable casada con él.
Como si a él le importara su miseria. En realidad, sospechaba que él se
la desearía. —Por favor, tengo mis razones para querer ser la que él busca
cortejar.
—¿Para vencer a Lady Jocelyn?
Le ofreció una débil sonrisa. —En parte. Pero tengo otras razones que
son más personales.
—¿Escribirás falsedades en tu carta o cambiarás para ser lo que él
quiere?
—No mentiré cuando le escriba, pero puedo estar segura de enfatizar
las cualidades que yo pueda poseer y que él espera encontrar.
Suspiró profundamente. —Si tengo ocasión de hacerlo, haré
averiguaciones con él. Pero no me incomodaré ni arruinaré mi velada para
ayudarte en este ridículo empeño.
—Gracias, milord. Aprecio tu generosidad de espíritu.
—El día que aprecies algo de mí, Lady Kathryn, será el día en que el
infierno se congele.
Su sonrisa se volvió un poco más burlona. —Supongo que tienes razón.
Y, por favor, espero que no bebas tanto que seas incapaz de recordar lo que
te transmite.
—¿Por qué crees que beber en exceso me haría olvidar algo?
¿No recordaba dónde se había despertado esa mañana? —Te oí decirle
a Althea que no recordabas cómo habías llegado a dormir detrás de los
setos.
—Ah, eso. La pérdida de memoria es sólo temporal. Los detalles
volverán a mí.
No podría haberse puesto más rígida si él la hubiera tirado a un tanque
de agua fría. Dios mío, esperaba que se hubiera equivocado.
—Buenas noches, Pecas. — Colocándose el sombrero en su sitio, se
dirigió a la puerta.
Oh, el hombre tonto. —¿No te has dado cuenta de que ya no tengo
pecas?
Abrió la puerta y la atravesó antes de volverse hacia ella, con una
sonrisa que haría desmayarse a una dama de constitución débil. —Pero aún
recuerdo dónde estaban.
Luego desapareció, haciendo que se arrepintiera de haberle devuelto la
llave, de haberle pedido un favor... de haber disfrutado quizá demasiado de
sus enfrentamientos.
CAPÍTULO 02

Mientras el carruaje al que había llamado antes traqueteaba por las


calles, Griff sacó del bolsillo de su chaleco la llave que ella le había dado e
imaginó que aún podía sentir el calor de sus dedos enredados en ella. Era
muy posible que el hecho de que ella diera un paseo más tarde, cuando la
luz del sol de la tarde podía haber brillado en ella, hubiera hecho que la
encontrara cuando él no pudo hacerlo antes. También era posible que se
tratara de algo más nefasto.
Le vinieron a la mente imágenes de ella con una bata de noche en la
puerta. ¿Habría sido ella la responsable de enviarle a la parte de atrás, de
que acabara en los setos? No se lo podía creer.
En cuanto a sus pecas, por supuesto que se había dado cuenta de que ya
no las tenía. Se fijaba en todo de ella. Siempre lo había hecho, y siempre
había sido muy irritante. La forma en que el rojo de su pelo parecía casi
castaño en las sombras, pero competía en brillo con la luz del sol. La forma
en que la punta de su nariz se inclinaba ligeramente hacia arriba, como si
quisiera besarla. La forma en que sus cejas rojizas se fruncían cuando
estaba preocupada. La forma en que sus labios se curvaban en una sonrisa
que hipnotizaba. Que su boca estaba diseñada para ser el refugio perfecto de
la de un hombre, y se había despertado demasiadas veces con la polla
dolorida porque había dominado sus sueños.
Era una de las razones por las que decidía atormentarla y mantener esa
boca en una expresión malhumorada, aunque incluso entonces se burlaba de
él. Pero sus acciones aseguraban que ella mantuviera las distancias.
Siempre supo que no era el tipo de hombre que ella desearía ni el tipo de
hombre que ella merecía. Era un elemento secundario, el que se mantenía
en reserva, con la esperanza de que nunca fuera necesario. Ella, en cambio,
estaba destinada a un señor más prestigioso, un par. Un duque.
¿Pero tenía que pedirle a él que la ayudara a conseguir al maldito
noble?
El carruaje se detuvo y saltó antes de que apareciera un lacayo para
ayudarlo. —Gracias, James—, llamó al conductor. —Puede continuar. Me
iré a casa cuando termine—. Después de ir a su club favorito.
—Sí, milord.
Cuando el carruaje que traqueteaba sobre los adoquines desapareció
entre el tráfico, Griff se apoyó en una farola y estudió el edificio de ladrillo
de tres plantas que había al otro lado de la calle. No se veía ni una sola luz
en su interior. Estaba completamente cerrado, abandonado y descuidado. La
afinidad que sentía por el lugar era ridícula, pero lo deseaba con una
desesperación que a veces le hacía tomar decisiones insensatas, apostar
temerariamente en su prisa por conseguirlo. Estaba en venta, pero aún no
tenía los fondos para comprarlo.
Pero tenía planes para él. Quería restaurarlo para devolverle su antigua
grandeza y convertirlo en un club cuya membresía sería negada a los hijos
primogénitos en línea de sucesión. Sería para los repuestos y sus hermanos
menores y los hombres jóvenes con riqueza que no eran bienvenidos entre
la alta sociedad. Sería para las tímidas, las solteronas y las jóvenes que no
eran tenidas en cuenta por escándalos familiares. Sería un lugar para que los
inadaptados de la sociedad, o los que deberían estar en sociedad, se
reunieran, visitaran, cenaran, bebieran y se dedicaran a placeres prohibidos.
Pero primero tenía que conseguir los medios para hacerlo realidad.
Con paso decidido, comenzó a caminar hacia el Salón de Dodger.
Llevaba dinero en el bolsillo, veinticinco libras en billetes, todo lo que le
quedaba de la paga de este mes. Cuando se acabara, sus apuestas del mes
habrían terminado. Nunca pedía prestado ni crédito. Era demasiado fácil
caer en la trampa de pensar que se podía devolver con el giro de una carta o
de una ruleta. O ganaba con lo que tenía a mano o perdía. La noche anterior,
había ganado doscientas libras en las mesas de juego, y las había perdido
cuando se volvió avaricioso y lo apostó todo en una vuelta de la ruleta.
Había agravado su estupidez entregándose a la bebida para aliviar la
decepción. En lugar de eso, se había asegurado un comienzo de día bastante
duro. Pero eso había quedado atrás y era hora de empezar de nuevo. Esta
noche necesitaba ganar.

***

Griff no era partidario de las cuatro cartas, pero estaba sentado a la


mesa porque era el juego preferido del maldito duque de Kingsland.
Hubiera preferido reunir algunas ganancias en otro lugar primero, pero
como había visto al duque poco después de entrar en el club y había una
silla disponible en la mesa, había decidido terminar con la desagradable
tarea.
Con grandes inconvenientes para él mismo. Tal vez debería insistir en
que Lady Kathryn le hiciera un favor. Tendría que pensar qué podría darle
ella que fuera comparable en valor a esta irritación.
Se pidió la apuesta, se echaron las fichas y se repartieron las cartas.
Después de estudiar las suyas, Griff descartó la que no quería conservar. Se
aclaró la garganta. —Así que, Su Gracia —como Kingsland era el único
duque en la mesa, no tuvo que aclararlo—, vi su anuncio en el Times. ¿Qué
busca exactamente en una esposa?
—Silencio.
La palabra fue pronunciada con brusquedad, desdeñosamente, y Griff
decidió que iba a permanecer en el juego hasta que se hubiera llevado hasta
el último centavo de Kingsland. No era un niño para que le dijeran cómo
comportarse, para que lo vieran y no lo oyeran. Cuando acabara con él, el
duque iba a lamentar su insufrible actitud.
Después de desechar una carta, Kingsland volvió su atención hacia
Griff y prácticamente lo ensartó con una mirada punzante diseñada para
intimidar, que sin duda había practicado desde que nació. Pero a Griff no le
afectó, porque ya había soportado la misma mirada de su padre más veces
de las que podía contar.
—Quiero tranquilidad en una esposa. Una que no me moleste cuando
estoy concentrado en asuntos importantes. Una que rara vez hable, pero que
sepa cuándo es importante hacerlo.
—Está familiarizado con las mujeres, ¿no? — El comentario de Griff
fue rápidamente seguido por varias risitas de los otros cuatro caballeros
reunidos en la mesa.
—Estoy íntimamente familiarizado con las mujeres—, dijo el duque.
—Entonces es consciente de que pedirle a una mujer que no hable es
como pedirle al sol que no brille. Además, ¿por qué buscar el silencio
cuando se podría mantener una agradable conversación?
—No es que haya que escuchar realmente las palabras—, dijo uno de
los caballeros, sonriendo ampliamente. —La suavidad de su voz suele
bastarme.
La mirada del duque se posó en el vizconde como una bofetada casi
audible.
—El silencio es bueno—, espetó el pobre. —Me gusta el silencio.
—Quizá debería practicarlo—, sugirió Kingsland con voz sedosa.
—Sí, Su Gracia —. El lord empezó a concentrarse en sus cartas, como
si temiera que salieran volando si no las sujetaba con su atención.
La atención del duque volvió a centrarse en Griff. —Usted es el
repuesto del duque de Wolfford, ¿verdad?
—Lo soy.
—Tiene una hermana, si mal no recuerdo.
—La tengo.
—¿Es su intención enviarme una carta?
Griff se burló dando a entender que la consideraba afortunada por no
tener que buscar la atención y el favor del duque por correo. —
Difícilmente. Ha captado la atención del conde de Chadbourne.
—Ah, sí, vi un anuncio sobre su compromiso en el Times. ¿Por qué,
entonces, e preocupa por las cualidades que busco en una esposa?
—Mera curiosidad, se lo aseguro. Usted ha adoptado un enfoque
novedoso en el cortejo, y me pregunté por qué los métodos normales no
eran de su agrado. Pensé que tal vez buscabas algo poco común.
—Encuentro la vía aceptada de cortejo tediosa y una pérdida de tiempo
precioso. ¿Por qué pasar horas en un salón de baile, sufriendo una
presentación tras otra, un baile tras otro, cuando puedo simplemente leer los
atributos como si fuera una empresa en la que estoy considerando invertir?
Más rápido, más ordenado, más eficiente.
—¿Ve a una esposa como una inversión?
—Por supuesto. ¿No conoce a las mujeres? Cuestan una fortuna.
Prefiero no gastar mis monedas cortejando a una que al final no va a dar
dividendos. ¿Es su intención jugar o retirarse?
Griff arrojó sus fichas al montón, indicando que iba a jugar. Al final,
ganó la mano y muchas de las que siguieron. Recuperó las doscientas libras
que había perdido la noche anterior. No quería pensar que le debía a lady
Kathryn el haberle alejado de la ruleta y haberle guiado inadvertidamente
hacia la mesa de juego, que quizá tuviera que atribuirle a ella parte del éxito
de esta noche.
CAPÍTULO 03

Kathryn no podía dormir. No debería haberle pedido el favor a Griff. Él


había capitulado con demasiada facilidad, lo que significaba que se burlaría
de ella sin piedad por haberle hecho la petición, tanto si la llevaba a cabo
como si no. Si conseguía reunir la información que buscaba, le haría pagar
un precio por ello. Pero valdría la pena obtener lo que quería.
¿Por qué su abuela no le había dejado la casa sin más? ¿Por qué le
había puesto una condición estúpida? ¿Acaso era porque a Kathryn le
gustaba jugar con los niños del pueblo? ¿Le preocupaba a su abuela que se
mudara a la pintoresca casa y se casara con el hijo del herrero o del
panadero? ¿Por qué su familia estaba tan obsesionada con su lugar en la
sociedad? ¿Había traído la felicidad a alguno de ellos?
Si su tío o su primo no se ocupaban de su bienestar, ¿no era
perfectamente capaz de ocuparse por sí misma? Podía trabajar como niñera,
institutriz o acompañante. No era reacia al trabajo, consideraba que podría
darle la libertad que anhelaba. ¿Por qué entre la aristocracia se valoraba
tanto el matrimonio? ¿No debería una mujer ser deseada por algo más que
la cama, la crianza y la belleza?
El suave golpe en la puerta hizo que todos sus pensamientos se
dispersaran. Eran casi las dos. Un poco tarde para que Althea se reuniera
con ella para charlar sobre la Temporada o la sociedad. Demasiado pronto
para que Griff hubiera regresado de su noche de cierta decadencia. ¿Había
recibido alguien noticias de sus padres? ¿Les había ocurrido algo?
Echó las sábanas hacia atrás, se levantó de la cama, corrió hacia la
puerta y la abrió. Su corazón casi se detuvo. Era Griff. Aunque tenía el
pañuelo desabrochado, no parecía tan desaliñado como la noche anterior.
Tampoco olía tan horrible. De hecho, su fragancia era bastante agradable.
Detectó un poco de whisky en el aire, pero no apestaba a whisky. No
recordaba haberlo visto nunca tan relajado. La más pequeña de las sonrisas
le hizo brillar los ojos.
—Tengo lo que me pediste —, dijo, con palabras claras y concisas. Ni
una mala palabra. En realidad, sonaba feliz, triunfante. No quería reconocer
lo atractivo que era un lord Griffith Stanwick feliz y triunfante.
—¿Hablaste con el duque?
Apoyó un hombro en la jamba de la puerta. —Sí, hablé.
—¿Qué dijo?
Una comisura de sus labios se levantó un poco más. —¿Qué estás
dispuesta a intercambiar para conocer sus preferencias?
¿Por qué no podía haberla decepcionado en este asunto? ¿Por qué no se
equivocaba al pensar que le exigiría algo? —¿Por qué no puedes
simplemente decírmelo?
—Porque me incomodó bastante—. Bajó ligeramente la cabeza y
arqueó una ceja rubia. —Como creo que mencioné que sería.
Suspiró pesadamente. —¿Qué quieres?
Alargando la mano hacia atrás, le cogió el pelo trenzado y se lo echó
sobre el hombro, el más cercano a él. —Tu pelo desenredado, como
Rapunzel.
Parpadeó y le miró fijamente. —¿Para qué te burles con lo horrible que
es?
—¿Por qué te parece horrible?
—Porque el color es un rojo inusual, no un tono bonito. Y tengo
muchos rizos rebeldes.
—El color es por lo que siempre me ha gustado. Porque es muy
brillante, no soso ni aburrido. Por eso siempre me he preguntado cómo
quedaría extendido—-abruptamente dejó de hablar y sacudió un poco la
cabeza-—suelto.
—¿Te gusta algo de mí?
—Es sólo una pequeña cosa. Que no se te suba a la cabeza.
Su disgusto la hizo sentirse un poco más tranquila. Levantó la punta de
la trenza y buscó la cinta que sujetaba las hebras.
—Yo lo haré.
Observó fascinada cómo sus hábiles dedos tiraban del extremo de la
cinta hasta que desapareció el lazo que su doncella había creado antes.
Lentamente, muy lentamente, aflojó el raso hasta que pudo deslizarlo. Lo
metió en el pequeño bolsillo de su chaleco.
—Continúa—. Su voz era baja, suave, casi sensual.
Se preguntó por qué no había completado la tarea, se preguntó por qué
deseaba que lo hubiera hecho. La estudió con tanta intensidad mientras
empezaba a desenredar las hebras que le resultó difícil respirar.
—No tan rápido—, murmuró.
—Nunca me había dado cuenta de que fueras un hombre paciente.
Su mirada se dirigió a la de ella y se detuvo un instante antes de volver
a posarse en sus manos. —Sólo cuando se trata de ciertas cosas.
—¿Mujeres?
La sonrisa que le dedicó fue diabólica. —Desde luego.
Ralentizó aún más el movimiento de sus dedos, tanto para su disfrute
como para el de él. Le gustó la forma en que sus ojos se oscurecieron, sus
fosas nasales se abrieron, sus labios se separaron ligeramente. Dudaba que
se hubiera dado cuenta si no lo hubiera estado escrutando tan de cerca. En
los bailes, había mantenido conversaciones con caballeros, había bailado
con ellos, pero ninguno la había mirado como si en cualquier momento
fuera a saltar sobre ella y devorarla.
Era extraño que lord Griffith Stanwick la mirara así. Probablemente
estaba más borracho de lo que creía, tanto que había olvidado quién tenía
delante. Y que siempre habían estado enfrentados.
Cuando desenredó el último mechón, sacudió la cabeza para dispersar
los mechones y darles absoluta libertad. Oyó su respiración entrecortada, y
la suya respondió del mismo modo. No se sentía nada cómoda con el calor
y los extraños cosquilleos que la recorrían de forma caótica. Necesitaba
acabar con esto. —Entonces, ¿qué quiere el duque en una esposa?
—Silencio.
Hizo una bola con el puño y le golpeó tan fuerte en el hombro que
retrocedió dos pasos.
—¿Qué demonios? — Ahora no estaba estudiando su pelo, sino que la
miraba como ella a él.
—Hice lo que me pediste, ¿y me dices que me callé? ¿Te retractas de tu
palabra?
Frotándose el hombro, frunció el ceño. —Kingsland quiere tranquilidad
en una esposa. Me atrevo a decir que te va a costar cumplir ese requisito.
Oh. Vaya. Se sintió bastante tonta. Apartando su mano, empezó a
acariciarle el hombro para aliviar el dolor que le había causado. No
esperaba que fuera tan firme, tan tonificado. Obviamente, había juzgado
mal cómo pasaba sus días. Parecía que pasaba muy poco tiempo sin hacer
nada. —Mis disculpas por el malentendido, aunque una frase completa
emitida por tu parte podría haber evitado la confusión. ¿Qué más necesita?
Mientras el silencio se prolongaba, levantó una rápida mirada para ver
cómo él le miraba la mano como si nunca la hubiera visto. No recordaba
haberle tocado nunca con ese propósito antes de aquel momento. El roce de
sus dedos cuando él cogió la llave no contaba, aunque había hecho que sus
pulmones se paralizaran momentáneamente. Cohibida por la intimidad que
estaba mostrando, le dio una palmadita como si fuera un sabueso al que
quisiera mandar a paseo. —Así está mejor, ¿no?
Asintiendo, escudriñó el pasillo como buscando una salida a lo que se
estaba convirtiendo en un encuentro cada vez más incómodo.
—No ha contestado. ¿Qué más necesita?
Su atención se centró de nuevo en ella, pero ahora parecía preocupado,
con el ceño profundamente fruncido. —Sólo silencio.
Asintió bruscamente para tranquilizarlo. —Puedo manejar eso con
bastante facilidad.
Él soltó una carcajada que pareció dar la vuelta al pasillo antes de
impactar en el centro de su pecho como una flecha bien dirigida. —Al
diablo con lo que dices.
Su irritación con aquel hombre no tenía límites, ni siquiera cuando la
estaba ayudando. Puso las manos en las caderas. —Soy totalmente capaz de
contener mi lengua cuando es necesario.
—¿Por qué querrías casarte con un hombre que ni siquiera tiene interés
en escuchar tu cautivador discurso?
No podía discernir si él estaba bromeando o siendo sarcástico.
Seguramente, a él nunca le había parecido cautivador nada de lo que ella
dijera. —Porque podría ser la única manera de conseguir lo que realmente
deseo.
—¿Qué es qué? ¿Un marido? ¿Un duque? ¿El título de duquesa?
Si él no sonara tan disgustado, podría haberle cerrado la puerta en las
narices. En lugar de eso, sintió una terrible necesidad de que él no la
juzgara mal en este aspecto.
—Una casita.

***
No le gustaba que le sorprendiera, y parecía que últimamente lo hacía
cada vez con más frecuencia. Unos minutos antes, su inesperado roce en el
hombro casi le había robado todo buen juicio, y había empezado a
contemplar los méritos de acariciarla a cambio. Qué error habría sido. —
¿Una casita?
Ella asintió. —Junto al mar. Windswept Cottage pertenecía a mi abuela.
Allí se forjaron mis recuerdos más entrañables, pero ella estipuló que se me
cediera en fideicomiso sólo si me casaba con un caballero con título antes
de cumplir los veinticinco años. El año que viene, en agosto, cumpliré un
cuarto de siglo. Kingsland podría ser mi última oportunidad de cumplir esa
condición a tiempo.
Sabía algo sobre desear una propiedad con una desesperación que
desafiaba toda lógica. —Kingsland mencionó algo sobre no querer ser
molestado cuando estaba concentrado. Maldita sea, no proporcionó mucha
información, ¿verdad?
—Apenas vale la pena desenredarme el pelo. Debería obligarte a
cepillarlo y volver a peinarlo.
Pasar los dedos por los gloriosos mechones, saber si se sentían tan
sedosas como parecían, dividirlas en tercios...
Era pelo, por el amor de Dios. Todas las mujeres con las que había
estado tenían pelo. Él tenía pelo. ¿Por qué ansiaba saber la textura del de
ella? —Probablemente lo anudaría todo.
Ella sonrió, una sonrisa suave y dulce como si nunca hubieran tenido
una palabra dura, como si él no fuera un repuesto. —Sí, probablemente lo
harías. También eres un espía horrible. Pero has preguntado y me has dado
un poco más de información de la que yo poseía, así que gracias por ello.
Especialmente porque fue tan inconveniente para ti.
Pero se había ido con doscientas libras. Se lo debía. —Estaré atento y le
avisaré si descubro algo más.
—Te lo agradecería, milord.
—Lady Kathryn, eres amiga de mi hermana desde hace una docena de
años. Eres su confidente más querida. Tal vez podríamos prescindir de las
formalidades.
—¿Sabes exactamente cuánto tiempo Althea y yo hemos sido amigas?
Recordó el primer momento en que la había visto. Su vestido era azul,
su sombrero blanco. Estaba apoyado en su espalda, con las cintas anudadas
al cuello que lo sujetaban mientras saltaba por los campos de trébol, riendo,
antes de que su institutriz la reprendiera por comportarse como una niña.
Tal vez esa fuera otra de las razones por las que se esforzaba por mantenerla
a distancia. Porque se había sentido atraído por la sirena de su risa. O tal
vez sabía que, si volvía a ver a la chica bulliciosa, estaría perdido.
—No precisamente—. Dio un paso atrás. —Es tarde. Debería dormir.
Mis disculpas por perturbar tu sueño cuando tenía tan poco que aportar.
—No estaba durmiendo.
—Tampoco lo estabas anoche cuando volví. — Ah, ahí estaba el rubor
que el disfrutaba provocando, subiendo por su cuello hasta sus mejillas. Se
preguntó si el tinte rosado la recorría entera.
—No tengo ni idea de lo que estás hablando—, dijo bruscamente.
—Qué mentirosa eres, Kathryn. Te dije que me acordaría. Así que tal
vez me debías el desenredado de tu pelo, después de todo.
Su expresión indignada le hizo reír hasta llegar a su dormitorio, a su
cama. Sólo se serenó cuando empezó a acariciar la cinta que le sujetaba el
pelo. Maldito estúpido por estar celoso de un trozo de tela por estar tan
íntimamente involucrado con ella.
Aunque se había dado cuenta a tiempo, había estado a punto de
confesar erróneamente que quería que se soltara la melena para poder
imaginarse la brillante melena cobriza extendida sobre su inmaculada
almohada blanca. O sobre su pecho desnudo. Su pelo era tan largo que le
llegaría hasta la ingle. Gimió cuando esa parte rebelde de su anatomía
reaccionó como si los suaves mechones estuvieran rozándola,
provocándolo, en ese mismo instante.
No sabía por qué se había atormentado pidiéndole aquel favor. Debería
haberle pedido algo más sencillo, algo que le hubiera alegrado durante más
de tres minutos, aunque el recuerdo de esos tres minutos nunca se
desvanecería. Sonríe cuando me veas por primera vez. Ríete cuando cuente
un chiste, aunque no te parezca gracioso. Mírame como si no fuera una
molestia. Agradece mi compañía. Nunca más confines tu pelo con
horquillas o cintas.
Tantas cosas que podría haber pedido, pero siguiendo su costumbre
habitual, había elegido la más inmediata y fuerte de las gratificaciones a la
que ella no pondría objeciones. Así que ahora se quedaba dolorido sin
esperanza de alcanzar más.
CAPÍTULO 04

Al bajarse del cabriolé, Griff se dirigió a la residencia, sintiéndose


bastante satisfecho después de haber pasado una hora con su abogado. Un
abogado que nadie de su familia sabía que había contratado.
No eran sólo las apuestas y la emoción de ganar en las mesas lo que le
atraía a los clubes. También le atraía la información sobre las diversas
oportunidades de inversión que compartían los socios. Sabía que no podía
contar con salir siempre ganando cada noche si quería ahorrar lo suficiente
para poner en marcha su negocio. Pero si invertía sabiamente algunas de
esas ganancias, podría encontrarse en una mejor posición financiera. Estaba
decidido a complementar la insuficiente asignación que le daba su padre.
Luego, con gran alegría, devolvería a su padre hasta el último centavo que
le hubiera dado.
Sabía que cuanto mayor fuera el riesgo, mayor sería el beneficio. Por
desgracia, dos inversiones habían resultado en pérdidas. Una aún no había
dado sus frutos, a pesar de haber sido prometedora.
Pero la noche anterior, después de embolsarse la mayor parte del dinero
del duque, el hombre le había invitado a una copa y le mencionó que estaba
invirtiendo en empresas de viviendas modelo, que construían residencias
muy necesarias para los pobres. Aunque Griff sólo había invertido la mitad
de la cantidad que había ganado la noche anterior, con suerte acabaría
viéndose con unos ingresos pequeños pero estables. A medida que sus
finanzas se lo permitieran, realizaría más inversiones.
Tenía un brío en el paso cuando entró en la residencia y entregó su
sombrero al mayordomo. —¿Está mi hermana?
—Está disfrutando de su siesta, milord.
—Al igual que Lady Kathryn, supongo.
—No, señor. Ahora mismo está en el jardín.
No le gustaba especialmente la forma en que su corazón latía con más
fuerza ante la idea de pasar tiempo a solas con ella. Si fuera prudente, se
retiraría a su alcoba a leer. Pero había pasado la tarde siendo prudente y le
apetecía ser un poco imprudente.
Estaba sentada en un banco de hierro fundido bajo la sombra de un
olmo, cerca de los delphiniums que florecían en rosa, púrpura y blanco.
Pero estaba mucho más vistosa con su vestido lila y el pelo suelto sujeto
con una cinta blanca. Sospechó que se lo había desprendido antes de
tomarse el descanso de la tarde que su madre insistía en que todas las damas
necesitaban. Una cofia de paja de ala ancha descansaba junto a sus pies. Se
alegró de que hubiera prescindido de él para que su rostro no se perdiera en
las sombras. Miraba a lo lejos, con el ceño fruncido y el labio inferior
apenas visible, royendo lo que sólo debería besarse. En su regazo estaba su
pequeño escritorio, aparentemente olvidado.
—¿No deberías estar durmiendo la siesta?
Movió la cabeza en su dirección y, durante un breve lapso de tiempo,
pareció que se alegraba de verle. Luego, con la misma rapidez, apagó las
emociones que sentía, pero su sonrisa, aunque no sus ojos, seguía siendo
cálida. —Hace una tarde tan bonita que me parecía una pena pasarla en
casa.
—No debes dejar que mi madre se entere. Le daría un ataque.
Su sonrisa creció. —Ella cree que una dama debe descansar. Nunca
duermo la siesta en casa y no parece que sufra por ello por las tardes—.
Ladeó un poco la cabeza, como un cachorro que se esfuerza por entender a
su amo. —No viniste a desayunar ni a comer.
—Tenía algunos asuntos que atender y comí en el club. ¿Me permites?
— Señaló la mitad vacía del banco.
—Por favor. — Alargó la mano y se acomodó la voluminosa falda
contra el muslo mientras bajaba hasta el frío metal, sin molestarse en
apartarse de ella.
El banco había sido diseñado para que los amantes descansaran
mientras paseaban por los jardines, así que lo situaba más cerca de ella de lo
que había estado nunca. La ligera brisa hizo que su limpio aroma a
deliciosas naranjas, su fruta favorita, mezclado con canela le acariciara las
fosas nasales. Algunos mechones de su cabello se habían escapado de su
atadura de cintas para enmarcar su delicado rostro. No le miraba
directamente, pero le ofrecía algo más que su perfil. Le hubiera gustado ser
un buen dibujante. En lugar de eso, se limitó a memorizar la hermosa
imagen de ella. —¿Qué estás escribiendo?
Con un suspiro, lo miró de reojo mientras sus mejillas adquirían un
tono rosado. —Me he esforzado por catalogar mis buenas cualidades.
—Ah, para tu carta al duque—. El maldito duque, el hombre que sabría
lo que era tener su muslo apretado contra el suyo sin tela que le ocultaran su
sedoso calor.
Ella asintió, sus mejillas se encendieron aún más, hasta que
posiblemente estuvieron en peligro de incendiarse. —Es una experiencia
aleccionadora. Creo que he identificado la razón por la que me encuentro
cerca de la soltería. Soy incompetente y aburrida.
Lo dudo mucho. Pero empezaba a comprender que ella era mucho más
modesta de lo que había supuesto, y su modestia le resultaba hasta cierto
punto entrañable. Dudaba que alguna otra dama se esforzara por enumerar
sus logros, sospechaba que muchas de ellas se tomaban libertades al
enumerar lo que consideraban sus mejores cualidades. Una habilidad para el
baile que tal vez no poseían. Una tendencia al ingenio y al humor cuando
nada de lo que decían provocaba ni siquiera un atisbo de sonrisa. La
perfecta gestión de un hogar cuando aún no habían tomado las riendas. Le
tendió la mano. —¿Me permites?
Abrió los ojos con una exageración que le habría hecho se fuera en
cualquier otro momento. —Sólo te reirás o te burlarás de mí por ellos.
Por su vida, no podía comprender por qué le importaba tanto lo que ella
había escrito, por qué de repente era importante que ella obtuviera lo que
deseaba. —No lo haré. Lo prometo.
Moviéndose ligeramente, lo miro más directamente, el pequeño pliegue
entre sus cejas castañas una vez más formándose. —¿Por qué eres tan
amable conmigo? Estoy acostumbrada a que nos enfrentemos, no a que
conversemos.
Que el diablo se lo lleve si lo sabía, pero no estaba dispuesto a
confesarlo. —Porque la próxima vez que vuelva a casa después de haber
bebido demasiado, no quiero que tengas la tentación de enviarme a la parte
de atrás. Prefiero que me ayudes a subir las escaleras.
—¿Te acordaste de todo?
—Todo. —La picardía en sus ojos, la leve sonrisa que indicaba que
pensaba que se estaba saliendo con la suya. Le gustaba lo triunfante que se
mostraba cuando creía tener la sartén por el mango.
Su suspiro se mezcló con el susurro de la ligera brisa, y una sacudida de
pura necesidad viajó directa a su entrepierna al imaginar su suspiro en una
circunstancia diferente, una carnal en la que reinara el placer. —Ahora me
siento bastante mal por mi comportamiento contigo.
—Sólo porque te pillaron.
Los labios rosados se crisparon. Muchas cosas de ella eran adecuadas.
Se preguntó si lo mismo se aplicaba a las partes que no podía ver.
—Sí.
Por un momento, se desorientó, pensando que ella confirmaba unos
pezones pálidos y la piel más rosada entre los muslos. El siguiente aliento
que soltó no fue tan firme como debería haber sido. —Bueno, si te sirve de
algo, ni mis padres ni Althea me habrían dejado entrar tampoco.
—¿Sueles emborracharte tanto?
—No muy a menudo. Había tenido una noche decepcionante en el
garito del juego y estaba sintiendo lástima de mí mismo y enojado conmigo
mismo. Mi mal juicio me llevó a la decepción. Anoche fue mucho mejor.
Excepto por lo del espionaje—. Chasqueó los dedos. —Enséñame lo que
has escrito.
Con un movimiento lento y tentativo, le entregó la hoja de papel.
Hábil en el whist.
Domino el pianoforte.
Solo hablo cuando tengo algo importante que decir.
No podía juzgar las dos primeras porque nunca había jugado a las
cartas con ella ni la había oído actuar. La última era discutible y, sin duda,
su intento de demostrar que podía estar callada, aunque a menudo se dirigía
a él cuando lo que tenía que decir no era importante en absoluto, sólo un
deseo de aguijonear, de provocar una reacción. Siempre había mordido el
anzuelo con demasiada rapidez, sobre todo porque cualquier atención por
parte de ella era mejor que ninguna. Pero al leer de nuevo su lista, sabía que
no importaba cómo redactara lo que había identificado como sus puntos
fuertes, el duque iba a tirar su carta a la papelera. Griff había adivinado
correctamente. Una mujer no podía identificar los atributos que poseía y
que atraerían a un hombre. —Él quiere tranquilidad en una esposa. No va a
jugar al whist contigo. No va a pedirte que le entretengas con el pianoforte.
No pudo evitar creer que, al renunciar a esos placeres con ella, el duque
sería más pobre por ello. —Que hayas escrito dos cualidades en las que él
no tendrá ningún interés hace probable que cuestione la veracidad de la
tercera.
—¿Qué sugerirías, entonces?
—¿Qué estás dispuesta a darme a cambio de mi sabiduría?
—Canalla—. La burla en sus ojos le causó una opresión en el pecho.
Ella sabía que querría un favor. Se alegró de que le conociera lo suficiente
como para anticiparse a sus movimientos. —En el baile del duque,
reservaré mi primer vals para ti.
—¿Esperas que espere un par de semanas para reclamar lo que me
debes?
—La anticipación lo hará aún más dulce.
Asistía a pocos bailes, nunca había bailado con ella. Se imaginó
sosteniéndola en sus brazos, deslizándola por la pista. Maldita sea, si no era
algo que le gustaría experimentar una vez. —Presta mucha atención a lo
que voy a revelarte. Es raro que un hombre revele secretos que podrían
encadenar a otro en matrimonio.
Su sonrisa triunfante le estremeció hasta la médula. —¿Aceptas el
trato?
Se encogió de hombros, como si el asunto no tuviera importancia,
como si no estuviera deseando reclamar su recompensa. —Me servirá de
excusa para aprender a bailar el vals.
—Sabes bailar el vals. Te he visto hacerlo.
Satisfecho de saber que se había fijado en él en un baile anterior, esperó
haber oído una pizca de celos. —Ah, ¿sí?
Se tiró de la falda como si de repente hubiera visto un hilo invisible
deshaciéndose. —Eres el hermano de mi mejor amiga. No es como si no
fuera a fijarme en ti en la pista de baile.
—Pero nunca me reconoces en la pista de baile.
Le miró entonces, con remordimiento en los ojos que hoy eran casi
azules. Ya se había dado cuenta antes de que el tono avellana parecía
alterarse ligeramente dependiendo de lo que llevara puesto. —He
descubierto que a veces es mejor ignorar a alguien cuando no estás segura
de que serás bienvenida.
—Puede que te tome el pelo en alguna ocasión, Pecas, pero nunca haría
nada que te avergonzara en público. Seguro que lo sabes.
—Ahora lo sé.
Durante mucho tiempo, sólo se miraron, como si estuvieran sopesando
palabras, confesiones, intereses, vulnerabilidades. Ella fue la primera en
apartar la mirada, lamiéndose los labios al hacerlo, provocándole una
opresión en el vientre que podría haberle hecho caer de rodillas si hubiera
estado de pie. ¿Siempre había tenido ese poder sobre él, tentándolo y
seduciéndolo con tan poco esfuerzo? ¿O el hecho de saber que ella
perseguía a otro había despertado en él la idea de que quería ser él?
Pero un matrimonio entre los dos no le daría a Kathryn lo que más
deseaba. Se aclaró la garganta. —Presta atención, cariño, y asómbrate de mí
sabiduría.
Le dedicó la sonrisa más hermosa y sin pretensiones que jamás había
recibido de ella. Cálida y generosa, era del tipo por el que los hombres
empezarían una guerra. —Eres un engreído espantoso.
No oyó ninguna censura, sólo un poco de burla juguetona, no el tono
cáustico cargado de desaprobación que siempre le había lanzado en el
pasado. —No deberías quejarte. Estás a punto de beneficiarte de mis
conocimientos superiores.
—Impresióname, entonces. Dime qué debo escribir para ganarme el
favor del duque.
Se inclinó para ver mejor su delicado rostro y estiró el brazo a lo largo
del respaldo del banco. Sin apartar sus ojos de los de ella, rozó con un dedo
un rizo de seda de su hombro. Si a ella le molestaba, no dio ninguna señal,
así que le tocó otro. —Dile que tu pelo es como el fuego, tus ojos como el
musgo del bosque, pero cambiante según tu estado de ánimo. El verde de
las plantas del jardín cuando estás contenta, el marrón de la tierra cuando
estás melancólica, el azul del cielo al amanecer cuando la pasión se apodera
de ti.
Aquellos ojos que se inclinaban ligeramente hacia arriba en las
esquinas se ensancharon. —No voy a decir eso de la pasión. Desde luego,
nunca los has visto cuando la pasión se apodera de ellos.
Había visto aún más, los había visto cuando ella estaba excitada.
Anoche, mientras desenredaba el pelo, un caleidoscopio de calor, hambre y
excitación los había teñido de un azul brillante. —¿Por qué te ofendes? ¿No
te excita una buena aria? ¿Una hermosa puesta de sol? ¿La llegada del
postre? Especialmente cuando incluye fresas—. También había visto eso. A
ella le gustaban las fresas. Le daría una canasta entera por una de sus
sonrisas.
Ella agachó la cabeza. —Pensé que te referías a otra cosa.
—¿Qué tipo de pasión tenías en mente?
Levantó la cabeza y sus ojos color avellana llenos de ira abarcaron
todos los matices. —Creo que sabes exactamente a qué tipo de pasión
supuse que te referías.
Deslizó un dedo por debajo de los tirabuzones y lo pasó ligeramente
por su nuca, sintiendo cómo se estremecían los pelitos. —Anhelo, deseo,
ansia.
—No deberías tocarme así.
—Aparta mi mano de un manotazo. O déjala, así sabremos con certeza
de qué color son tus ojos cuando te agita el deseo.
—Tú no me excitas.
—Entonces, ¿dónde está el daño en el tacto? — Aparte del hecho de
que le incitaba a desear lo que no debía, y si no tenía cuidado de contenerse,
ella iba a saber exactamente cuánto deseaba.
—¿Por qué se preocuparía por mi pelo o mis ojos?
—Porque quiere una mujer que pueda poner en un estante y bajar de
vez en cuando para adornar su brazo.
—Todos los hombres quieren eso. ¿No quieres una mujer que adorne tu
brazo?
—Claro que quiero una mujer en mi brazo, pero mi orgullo de tenerla
allí no tendría nada que ver con el tono de su pelo o sus ojos. Ni con el
delicado corte de sus pómulos o la larga curva de su cuello. Sería por su
inteligencia, su compasión, su audacia. Nunca la pondría en una estantería
para que acumulara polvo, como si no fuera más que una muñeca a la que
apreciar por su aspecto y no por su mente. Me gustaría que compartiera
conmigo su opinión sobre los asuntos, que hablara de cosas que son
importantes para mí, para ella, que discutiera conmigo y que, en las raras
ocasiones en que me equivoco, me convenciera de que tiene razón. La
querría a mi lado porque valoro su criterio, porque no tiene miedo de ser
sincera conmigo. Y porque me hace sonreír, me hace reír, me hace
alegrarme de despertar con ella en mis brazos.
En algún momento de su ridícula diatriba, su mano se había cerrado
alrededor de su nuca como si quisiera guiarla hacia él. Con los labios
ligeramente entreabiertos, lo miró como si nunca hubiera oído semejante
tontería. ¿Qué le había llevado a parlotear así?
Nunca había pensado en tener una esposa a su lado, nunca había
considerado las cualidades que desearía en una mujer con la que pudiera
casarse. Sin embargo, de repente supo lo que quería, reconoció que tal vez
ella era lo que siempre había deseado. Alguien un poco competitiva, capaz
de analizar una situación de forma realista y no romántica, que le plantara
cara. Que le tomara el pelo, que se burlara de él, que le dijera sinceramente
cuándo estaba siendo un imbécil o cuándo debería ser mejor. Que le hiciera
querer ser mejor. Que apelara a su mejor naturaleza. Que le completara, que
le hiciera sentirse completo, en lugar de parcial.
—¿Sobre qué tipo de cosas querrías su opinión? —, preguntó en voz
baja. —¿Qué asuntos importantes te gustaría discutir?
Parecía realmente interesada. Se preguntó cómo respondería si su
respuesta llegaba en forma de beso. Últimamente le había picado la
curiosidad por saber cómo sería apretar sus labios contra los de ella. Instarla
a separar aquellos deliciosos labios en señal de invitación, acariciar su
lengua sobre la de ella, profundizar el beso hasta que sus dedos se aferraran
a sus hombros y sus suspiros lo envolvieran.
Observó cómo trabajaban los delicados músculos de su garganta, suave
como la seda, mientras ella tragaba. ¿Había pensado alguna vez en cómo
sería un beso entre ellos? ¿Se opondría si la mano que él le había puesto en
la nuca la acercaba? Para asegurarse de que no lo hiciera, la apartó y se
agarró al respaldo del banco. —Si de verdad quieres saberlo, reúnete
conmigo en la entrada después de que todo el mundo se haya ido a la cama
esta noche. Sin acompañante.
Parpadeó y lo estudió. —Eso sería escandaloso.
—Sólo si te pillan.
Se pasó la lengua por el labio superior antes de mordisquear el inferior.
Dios, se lo estaba pensando. Una extraña sensación, sospechaba que podía
ser de euforia, lo recorrió. Esperaba que ella descartara su desafío sin más,
que no contemplara sus méritos. — Si estás de acuerdo con la reunión,
puedes escribirle a Kingsland que eres aventurera.
—¿Crees que no lo soy normalmente?
—¿Lo eres?
Lentamente, sacudió la cabeza, aparentemente avergonzada por la
confesión. —Nunca hago nada que no deba.
—Mientras que yo hago todo lo que no debo.
—Me pregunto si es más divertido.
—Me da historias que contar—. Se inclinó hacia ella. —¿No quiere una
historia que contar, Lady Kathryn?
No podría haber sentido la mirada de ella recorriendo su rostro con más
fuerza si ella hubiera usado sus dedos para trazar cada línea, hondonada y
curva de sus rasgos. No entendía por qué de repente ansiaba un escrutinio
más intenso por parte de ella. No solía ser lento de mente, pero no podía
pensar más allá de ella, más allá de ese momento, preguntándose que podría
estar rumiando en esa inteligente mente suya. ¿Apreciaría el duque a una
mujer capaz de llevarle la contraria? ¿Querría el duque una mujer que le
hiciera preguntarse qué demonios estaba pensando?
—¿Por qué eres tan complaciente, proporcionándome información
sobre cómo podría atrapar a Kingsland, especialmente cuando pareces
tenerle en tan baja estima? ¿Deseas que sea infeliz?
Era lo último que quería para ella. —Que él te elija no significa que te
verás obligada a casarte con él si decides que no es para ti. Aunque tal vez
te convenga.
Pasó el dedo por el borde de su escritorio. —Pero, ¿por qué me das
consejos? ¿Por qué me ayudas a conseguirlo? Antes siempre estábamos en
desacuerdo.
—Quizá he decidido que ya es hora de que no lo estemos. Además, ya
te he explicado que prefiero que me ayudes a subir las escaleras si estoy
borracho.
—Pero por la mañana volveré a casa de mis padres, así que no estaré
para ayudarte. ¿Qué ganas?
¿Por qué era tan desconfiada? ¿Por qué no podía simplemente aceptar
su ayuda y su buena suerte? —Un vals.
Obviamente disgustada con esa respuesta, arrugó la frente y frunció la
boca. —Pero podrías haberlo conseguido simplemente pidiéndolo. ¿Por qué
nunca lo has pedido?
—Siempre fuiste muy clara en cuanto a tu aversión por los segundos
hijos—. Y él siempre se lo había tomado como algo personal, aunque ahora
entendía sus razones. No significaba que le gustara, pero lo entendía.
—No es una aversión, pero no me haría ningún bien fomentarla. Lo
siento si di la impresión de que eras de alguna manera... menos.
—Nunca me ofendí—. Mentira, pero no le pareció oportuno hacerla
sentir mal por ello, cuando se le habían impuesto condiciones sobre las que
no tenía ningún control.
Lo escudriñó con una deliberación que él nunca había observado en
ella, y temió que estuviera intentando ahondar en su alma, tan miserable y
enfangada como era.
—¡Ahí estás! — gritó Althea al doblar la curva del sendero que
permitía cierta intimidad a los amantes que aprovechaban el banco.
Mientras se limitaba a recostarse y cruzar los tobillos, Kathryn dio un
respingo culpable y se puso en pie de un salto, como si haber sido
sorprendida tan cerca de él fuera un pecado. O tal vez fueron sus
reflexiones las que rayaron en lo pecaminoso. Tal vez no había estado
escudriñando su alma, sino que había estado contemplando la posibilidad de
enviar sus dedos a escudriñar su persona. —Estaba trabajando en mi carta a
Kingsland.
—Entonces, sospecho que te vendría bien un respiro. ¿Vamos a dar un
paseo por el parque?
—Eso sería encantador.
—Griff, ¿te gustaría acompañarnos? — Althea preguntó. —Tu
presencia me ahorraría tener que molestar a un sirviente.
No debería. Absolutamente no debería. Ya había pasado demasiado
tiempo en compañía de Kathryn. Que hubiera compartido pensamientos tan
íntimos y la hubiera invitado a salir con él era el preludio de un desastre.
¿En qué demonios estaba pensando? Necesitaba desaparecer, pero las
palabras necesarias se le escaparon, y en su lugar se oyó decir: —Creo que
lo haré.
CAPÍTULO 05

Mientras sus caballos avanzaban por Rotten Row, Kathryn lanzaba


continuas miradas a Griff, al otro lado de Althea. La prudencia exigía que
su hermana sirviera de barrera entre los dos, pero Kathryn se sintió
decepcionada de que no estuviera más cerca de ella, de que conversar con él
aquí no fuera el encuentro íntimo que había sido en el jardín, cuando, por
brevísimos instantes, había pensado que tal vez él contemplaba la
posibilidad de besarla. Por un breve instante, había deseado que lo hiciera.
Cabalgaba bien. Cada vez que pasaba una dama, inclinaba el sombrero
mientras le dedicaba una sonrisa que la dejaba un poco insegura en la silla.
Nunca se había dado cuenta de que tenía una sonrisa encantadoramente
malvada que prometía diversión y aventura. ¿Podrían ser las burlas que
tanto aborrecía un tipo de coqueteo inocuo? Él no se tomaba nada en serio,
o eso creía ella.
Pero, a juzgar por lo que había observado en los días que había pasado
en casa de Althea, tal vez toda su ligereza no fuera más que la hiedra que
trepaba cada vez más alto para ocultar un muro tras el cual una persona
podía sentirse segura.
En el jardín, habían hablado más tiempo que nunca, y lo había
disfrutado. Más que eso, se había enfadado un poco con Althea por
interrumpir, por poner fin a la conversación que había revelado a un hombre
que creía que una mujer debía ser algo más que un adorno.
Se había quedado hipnotizada mientras exponía lo que quería en una
esposa como si lo hubiera considerado intensa y detenidamente, cuando ella
habría pensado que no le había dedicado ni un solo minuto de deliberación.
Le importaba el corazón y el alma de una mujer. La quería involucrada en
su vida, como parte de ella. No en la periferia. No una ocurrencia tardía.
Aunque era muy poco probable que lo estuviera haciendo, Griff podría
haber estado describiéndola. No quería examinar por qué esperaba que lo
hubiera hecho, por qué había pensado oh, si heredaba un título. Por qué su
corazón había parecido encogerse y expandirse al mismo tiempo. Durante el
tiempo que pasaron en el jardín sintió que la veía de verdad. Que
comprendía su necesidad de ser valorada no por sus atributos físicos, sino
por su mente, su corazón, su alma.
Algo dentro de ella se había retorcido y girado, se había amontonado y
desplegado, hasta que le vio bajo una luz muy diferente. Era mucho más
complicado de lo que jamás había imaginado, y quería desenredar los hilos
para examinar más a fondo todos los matices que le hacían ser quien era.
Empezaba a pensar que había trozos de plata y oro entretejidos en el tapiz
que formaba lord Griffith Stanwick.
—Tranquila, Kat—, dijo Althea. —Creo que es el Duque de Kingsland
el que se dirige hacia nosotras.
Había estado prestando tanta atención al tiempo que pasaban en el
jardín y observando a Griff que apenas se había dado cuenta de lo que la
rodeaba, pero, sí, efectivamente era el duque el que trotaba hacia ellos con
movimientos tan suaves que él y el caballo parecían uno solo. ¿No debería
acelerarse su corazón ante la perspectiva de hablar con él? ¿No debería
importarle que se acercara el hombre con el que esperaba casarse? ¿No
debería querer desenredar su tapiz?
Sus caballos se detuvieron justo antes de que él los alcanzara. Su
mirada los recorrió antes de posarse en Griff. —Buenas tardes, milord.
Griff inclinó ligeramente la cabeza. —Su Gracia. Permítame el honor
de presentarle a mi hermana, Lady Althea, y a su querida amiga, Lady
Kathryn Lambert.
Se quitó de la cabeza su sombrero de seda, negro como el ala de un
cuervo. —Señoritas. Entiendo que hay que felicitarla, Lady Althea. Lord
Chadbourne es sin duda un hombre afortunado.
—Gracias, Su Gracia.
Luego estaba estudiando a Kathryn, como si fuera un rompecabezas
que necesitaba ser descifrado. —Lady Kathryn, ¿está comprometida?
—Esa es una pregunta bastante impertinente.
—Pero llega al meollo de las cosas, ¿no es así?
Por el rabillo del ojo, detectó que Griff se ponía rígido, y se preguntó
exactamente cómo habría obtenido la información sobre las preferencias del
duque en cuanto a esposa. —Actualmente no tengo ningún pretendiente.
Él no necesitaba saber que nunca había tenido un pretendiente. Oh,
algunos caballeros habían flirteado de vez en cuando, pero no había
animado a ninguno porque no había encontrado ninguno de su agrado.
Su mirada se desvió hacia Griff, luego de nuevo a ella, y no podía dejar
de creer que estaba evaluando a los dos, tratando de descifrar un misterio.
—Entonces recibiré una carta suya en un futuro próximo, antes de mi baile.
—Para ser honesta, aún no lo he decidido.
—Oh, creo que lo ha hecho.
Canalla arrogante. —Espero, Su Gracia, que no tenga intención de
decirle a su esposa lo que piensa, las decisiones que ha tomado.
—Si ella necesita que se lo digan, lo haré. ¿No ha oído que un marido
le dice a su mujer su opinión sobre los asuntos?
¿Estaba bromeando? No estaba segura. —¿Por qué querría una mujer
que es incapaz de pensar por sí misma?
—¿Por qué querría a una que podría demostrar lo contrario?
—Por el desafío que supone—, intervino Griff.
El duque frunció el ceño y miró a Griff con el ceño fruncido. —Ya
tengo suficientes desafíos como para añadir uno más.
—Pero éste sería mucho más agradable. No podría acusarla de aburrida.
¿No experimentaría una excitación anticipada al no saber lo que ella podría
decir a continuación?
¿Estaba hablando de ella? ¿La encontraba desafiante? ¿Esperaba con
impaciencia saber qué diría o haría a continuación? De repente sintió que su
mundo se había vuelto patas arriba. ¿La estaba halagando?
—Tiene razón—. El duque volvió a centrar su atención en ella. Su
atención era tan intensa que parecía que el hombre no hacía nada a medias.
—¿Qué dice usted, Lady Kathryn? ¿Se aseguraría de que mis días nunca
fueran aburridos?
—Tanto tus días como sus noches.
El caballo castrado de Griff dio un pequeño respingo, un resoplido, un
paso de costado, y él lo controló rápidamente. El duque se había quedado
completamente quieto, excepto por sus ojos estudiosos que la recorrían de
arriba abajo, como si hubiera estado escondida bajo la luz de la luna y de
repente hubiera salido a la luz del sol, dándole una visión más clara de ella.
—Soy bastante hábil leyendo animadamente—, continuó, —para dar
vida a la historia. Mi padre siempre me felicita por mi dinamismo.
—Leer—. Se aclaró la garganta. —Por supuesto, eso es a lo que se
refería.
¿A qué si no? Por Dios. ¿Había pensado que se refería a la cama?
¿También Griff? ¿Sus palabras lo habían asustado, haciendo que
desestabilizara a su caballo?
—Puedo dar fe de que Lady Kathryn será una excelente compañera
para cualquier hombre—, dijo Althea alegremente.
—Desde luego—. El duque no le quitó la mirada de encima.
—Aunque me atrevería a decir que aún está por ver si el duque será una
buena pareja para cualquier dama—, desafió Kathryn. —Tal vez, Su Gracia,
debería haber descrito más sobre usted en su anuncio para que una dama
pudiera estar segura de que realmente deseaba escribirle una carta.
Su mirada se intensificó. —No habría pensado que a una dama le
importara algo más que el título.
—Estoy segura de que esa apreciación se aplicaría a algunas, pero no a
todas.
—No se aplica a Lady Kathryn—, dijo Griff. —Ella no es tan
superficial como todo eso.
—¿No lo es?
—No, Su Gracia, no lo es—. El duque lanzó una rápida mirada a Griff
antes de volver a fijarse en ella.
—Dígame, Lady Kathryn, ¿juega usted al ajedrez?
—Sí, Su Gracia. ¿Lo prefiere a que lea en voz alta por la noche?
—Eso aún está por determinar. Sin embargo, tengo curiosidad. ¿Qué
pieza considera más importante?
¿Era una maniobra para medir su inteligencia? —La reina.
—El peón.
—Pero la reina puede moverse en cualquier dirección.
—¿Discutiría conmigo?
—Si pensara que se equivoca. Pero también le daría permiso para
exponer su argumento.
—Le agradezco mucho su indulgencia—. Su tono implicaba que tal vez
no. —Le concederé que la reina es la más poderosa, pero no la más
importante. El peón es clave para cualquier buena estrategia. Sin embargo,
como es una pieza pequeña y hay tantas, a menudo se ignora. Como los
segundos hijos, me parece.
—¿Estás insinuando que su hermano pequeño es más importante que
usted?
—Sin duda alguna. Mi padre lo habría sacrificado en un santiamén para
mantenerme a salvo. Por lo que es crucial para mi bienestar. Nunca pases
por alto al peón
—¿Sacrificaría a su hermano?
—Rezo por no estar nunca en posición de averiguarlo—. Volvió su
atención a Griff. —Espero verle en las mesas en un futuro próximo, milord.
Le debo una paliza—. Se quitó el sombrero. —Señoritas.
Cuando empezó a cabalgar junto a ella, se detuvo. —Lady Kathryn,
asegúrese de poner una nota en su carta diciendo que usted era la muchacha
discutidora que conocí en el parque, para que preste más atención a sus
palabras.
—No creía que le gustaran las chicas discutidoras, sino que prefería las
tranquilas.
Con un poco de triunfo, miró a Griff como si ahora supiera por quién
había preguntado. —Quizás me convenza de que he juzgado mal lo que me
gusta.
Después de que se alejara, y estuviera lo suficientemente lejos, Althea
dio un pequeño chillido que inquietó a los caballos e hizo que se apartaran.
—Creo que estaba coqueteando contigo.
—¿Lo estaba? — Le había parecido bastante cascarrabias. También le
molestaba que su excitación ante la posibilidad de que hubiera estado
flirteando con ella palideciera en comparación con la de Althea.
—Sin duda. ¿Qué dices, Griff?
—Sin duda—. No parecía más feliz que ella.
—Oh, Kat, creo que conocerle hoy es fortuito y te dará una ventaja en
la competición—. Althea se acercó y le apretó la mano. —Creo que vas a
ser la próxima duquesa de Kingsland.
—Creo que das demasiada credibilidad a una conversación breve. ¿Por
qué iba a querer a una mujer casi una solterona en lugar de una chica que
acaba de ser presentada en sociedad?
—Me parece alguien que preferiría la madurez a la frivolidad.
Pero también prefería una mujer que dijera lo que él pensaba y no lo
que ella pensaba. ¿Podría contener la lengua?
Cuando volvieron a poner en marcha sus caballos, Griff bordeó a
Althea hasta que estuvo al lado de Kathryn. —¿Intentabas arruinar
intencionadamente tus oportunidades con él?
Sonaba realmente enfadado, como si lo hubiera atacado personalmente,
más parecido al Griff anterior a su conversación en el jardín. —¿Por qué
debería importarte?
—Porque me he tomado muchas molestias por ti. Su opinión sobre mí
está en juego.
—¿Le dijiste que estabas haciendo averiguaciones en mi nombre?
—Por supuesto que no. Ni siquiera le dije que iba a aconsejarte qué
escribirle. Di a entender que sólo sentía curiosidad por sus métodos. Pero
parece que podría haberlo adivinado. Tenía esa arrogancia en él, tan seguro
de que lo había descubierto.
—Me di cuenta de eso. Y tienes razón. Te lo debo. Debería haber sido
más receptiva a sus insinuaciones, pero ¿no debería ser quién soy?
—Puedes demostrarle quién eres después de casarte.
Se rio. —Eso es garantía de un matrimonio infeliz para ambos. Puede
que nunca tengamos un gran amor, pero al menos podemos tener una
relación honesta. No puedo casarme por menos.
—A veces hay que hacer sacrificios para conseguir lo que queremos.
¿Qué sabía él de sacrificios? Si se reunía con él esta noche, tal vez le
preguntaría. Aunque estaba muy inclinada a reunirse con él después de que
todos se retiraran, no había tomado una decisión definitiva. Requería que
depositara mucha fe y confianza en él.
—¿Qué estáis susurrando? — preguntó Althea.
—Hablábamos de su impresión del duque—, dijo Griff.
—Me pareció bastante agradable—, dijo Althea. —¿Cuál fue tu
impresión de él, Kat?
Soltó un suspiro. —Un poco decepcionada porque no recordaba
haberme conocido.
—¿Ya lo conocías? — preguntó Griff, que no parecía muy contento con
la información.
Lo miró. —Hace dos años, en un baile. Incluso bailó conmigo.
—Debes estar equivocada. No puede haberte olvidado si bailó contigo.
—¿Nunca me olvidarías si hubieras bailado conmigo?
—Supongo que voy a averiguarlo—, refunfuñó, su tono reflejaba un
poco de resignación.
¿Y si nunca olvidaba lo que era bailar con él?
CAPÍTULO 06

De pie al pie de la escalinata, Griff se apoyó en la base de piedra que


sostenía la estatua de un lobo con la cabeza echada hacia atrás, la boca
ligeramente abierta como si aullara a la luna o a alguna transgresión o
injusticia. Desde luego, le habían entrado ganas de aullar antes, en el
parque, cuando Kathryn se había mostrado tan pendenciera como de
costumbre. Si el duque quería una esposa tranquila, desde luego no quería
una que respondiera con tanta acritud y seguridad en sí misma, como si su
opinión tuviera tanto peso como la suya. Aunque así fuera, aunque ella
hubiera expuesto algunos argumentos válidos. Aunque hubiera querido
aplaudirla, aunque se hubiera sentido un poco orgulloso de que no se
acobardara ante un hombre de tal rango y prestigio.
Pero ella iba a arruinar sus posibilidades de conseguir al duque si no
tenía cuidado. Quería que ella ganara este maldito concurso. Quería que le
acompañara esta noche, aunque sabía que probablemente no lo haría. Ella
no había dicho con palabras que lo haría, no había dado la impresión con
acciones de que lo haría, así que probablemente estaba aquí fuera,
dirigiéndose a la decepción.
Debería haberse ido. Cambiar los planes que había organizado antes
porque había pensado que ella podría unirse a él. Sin duda, en ese mismo
momento estaba bien arropada en la cama, soñando con que el duque
deslizaba una mano por debajo del dobladillo de su camisón y deslizando
sus dedos sobre la piel sedosa de su muslo.
El hecho de que se hubiera encontrado antes con el duque, de que
Kingsland no la hubiera reconocido o no recordara que la había visto antes,
iba más allá del razonamiento. ¿Cómo podía un hombre, una vez que se la
habían presentado, no era necesaria una presentación, bastaba con verla,
olvidar que existía en su mundo? Más aún después de tenerla en sus brazos
y bailar con ella. Estaba fuera de lugar pensar que no se acordaba de ella. El
inusual tinte cobrizo de su pelo, el fuego de sus ojos, su lengua afilada.
Haber tenido su atención durante un baile, haber disfrutado de su presencia,
y luego no guardar el recuerdo, cuando Griff tenía tantos recuerdos de ella
que nunca olvidaría. Ninguno de ellos era realmente suyo, y desde luego no
se lo habían concedido a propósito. Su imagen saltando por un campo lleno
de flores con Althea. Sentada en una manta disfrutando de un picnic con su
hermana, riendo tan fuerte que los pájaros en las ramas de arriba habían
levantado el vuelo. Subiendo o bajando escaleras en un baile. Bailando el
vals con un lord tras otro.
Frunciendo el ceño. Mirándole mal. Luchando por no reírse de algo que
él decía. Ésas eran sus favoritas, cuando casi había traspasado la fría
fachada que caracterizaba tantos de sus encuentros.
Nunca había pensado en esos recuerdos antes de oírla decir que se
estaba preparando para un duque. Ahora parecía que los recuerdos estaban
dentro de una espiral, dando vueltas y más vueltas en su mente, en un
desenfoque de acciones, y parecía que no podía hacer que se detuvieran.
¿Qué hacía esperando aquí? Sabía que todos estaban dormidos. Se
había quedado en la biblioteca leyendo Veinte mil leguas de viaje
submarino hasta que se fueron. Que no estuviera ya aquí fuera era un
indicio de que no iba a venir. ¿Por qué iba a venir? Le había dicho lo que
tenía que escribir en su carta al duque. Se había reencontrado con Kingsland
esa tarde. De ninguna manera la olvidaría esta vez. Tenía una ventaja
decisiva sobre las otras damas que la colocaría en una buena posición.
Las divagaciones que había hecho en el jardín aquella tarde eran una
vergüenza. Nunca había pensado en lo que quería en una esposa, nunca
había tenido intención de casarse, así que ¿por qué había dado la impresión
de que lo había hecho, de que lo haría? ¿Por qué de repente encontraba su
compañía tan condenadamente agradable?
Obviamente, ella no sentía lo mismo. Tenía que dejar de perder el
tiempo. Alterar sus planes era bastante fácil. Podía ir al garito de juego. El
carruaje estaba en la entrada esperando a que subiera. Los caballos
resoplaban, listos para partir.
Sin embargo, seguía allí, incapaz de renunciar a ese último atisbo de
esperanza, a ese deshilachado remanente de anticipación de que esta noche
podrían dejar de lado cualquier animosidad mal concebida que siempre
hubiera existido entre ellos y, en su lugar, disfrutar de la compañía del otro.
¿En qué estaba pensando?
Todos sus pensamientos se detuvieron al oír abrirse y cerrarse una
puerta. Apartándose del soporte de piedra, miró hacia las escaleras y la vio
bajando por ellas. Llevaba un abrigo contra el frío de la noche y, bajo él,
vislumbró el vestido esmeralda que había llevado para la cena.
—Pido disculpas por mi tardanza—, dijo apresuradamente, con la
respiración acelerada, como si hubiera salido volando de su habitación. —
Althea vino a mi habitación para hablar una vez más de nuestro encuentro
con Kingsland en el parque. Gracias por esperar.
Ella había venido. No estaba seguro de que lo haría, pero ahora, al ver
su gratitud por haber esperado, no sabía por qué había dudado. —No
tenemos un horario.
—Aun así, se me ocurrió que en realidad nunca respondí a tu
invitación, no te aseguré que estaba realmente interesada en saber más
sobre lo que misteriosamente mencionaste en el jardín. ¿Vas a decírmelo?
—Voy a hacer algo mejor que eso. Te lo voy a enseñar.

***

Kathryn nunca había hecho nada tan atrevido, o escandaloso, como


subir a un carruaje con un caballero a altas horas de la noche, sin carabina y
sin que nadie lo supiera. Pero Griff era el hermano de su amiga más
querida. No haría nada inapropiado. Estaba a salvo.
O eso pensaba ella. Pero en ese momento su mente era un
conglomerado de pensamientos extraños, su cuerpo una mezcolanza de
sensaciones extrañas mientras el carruaje avanzaba por las calles
débilmente iluminadas. Aunque estaba sentado frente a ella, a una distancia
respetuosa, era plenamente consciente de su presencia. No de un modo que
la asustara, sino más bien de un modo que no debía ignorar. ¿Cuándo se
había vuelto tan... importante? Olía a ron especiado, a misterio y
decadencia. Aquel niño que se había convertido en un hombre en el que
nunca había reparado ocupaba de repente buena parte de sus pensamientos,
reacios a ser ignorados.
También se había producido un cambio fundamental en su relación, y
no sabía muy bien qué pensar de ello ni cómo adaptarse. A medida que el
resplandor de las farolas que pasaban bañaba rápidamente su rostro, se
encontró a sí misma esperando verle más claramente durante más de unos
segundos, casi sintió envidia de la luz que podía tocarle tan libremente y no
ser reprendida por ello. Una dama no podía acariciar con tal abandono. En
las raras ocasiones en que se permitía una caricia, como durante un baile,
había que llevar guantes.
Si el duque la elegía, si le proponía matrimonio, era poco probable que
rozara su piel con la de él antes de casarse, antes de que él visitara su alcoba
la noche de bodas. ¿Y si su contacto la hacía retroceder?
—Tienes un aspecto muy serio —observó Griff, con una voz áspera en
la oscuridad que lo hacía parecer mucho más íntimo.
Tal vez se debiera a las sombras, a lo tarde que era o al hecho de que
estaban solos, pero confesó: —Estaba pensando en los rituales de cortejo.
En lo aburridos que son. En que no se prestan a que la gente se conozca.
Vio el destello de su sonrisa, nunca se había dado cuenta de que tenía
una sonrisa extraordinaria. La hizo sentirse incluida, apreciada, especial.
—Vaya, Lady Kathryn, si no lo supiera, pensaría que puedes leer mi
mente.
—¿Estabas pensando lo mismo?
—Llevo años pensando lo mismo. Es parte de lo que dio origen a lo
que voy a mostrarte.
—¿Lo sabe Althea?
—Por supuesto que no. No se lo he contado a nadie—. Miró por la
ventana. —No sé por qué decidí compartirlo contigo. Sobre todo, porque
estaba sobrio en ese momento.
Su disgusto le dio ganas de reír. Sacar lo mejor de él siempre la volvía
ligera y vertiginosa. En realidad, nunca le habían importado sus bromas.
Tenía que estar alerta con él. ¿Sería la conversación con el duque tan
estimulante?
—¿No te espera alguna mujer en algún lugar esta noche?
Su mirada volvió a posarse en ella, exactamente donde quería. ¿Qué le
pasaba para desear su atención?
—Tenía la impresión de que eras una mujer.
—No te estoy esperando.
—¿Tratando de determinar si tengo una amante?
¿La tenía? Sí, creía que sí. —No me gustaría ser responsable de que se
enfadara contigo.
—¿Crees que le hablaría de ti?
—Sólo si te pareces a tu padre y no mantienes tus aventuras en secreto.
—Primero, no me parezco en nada a mi padre—. Las duras palabras
daban a entender que hablaba con los dientes apretados. —En segundo
lugar, creo que sería difícil llamar a esto una cita, ya que no somos amantes,
ni mis planes para esta salida implican nada remotamente romántico.
Tercero, no estaría aquí contigo si tuviera una amante. Estaría con ella. ¿Por
qué sonríes?
—Me tranquiliza saber que no le serías infiel a una amante—. Y que no
tenía ninguna.
—¿Estás buscando que te meta en el papel de mi amante?
—¡No! Que audacia, decir tal cosa. Soy una dama gentil...
—No hay nada remotamente gentil en ti. Eres descarada, y dices lo que
piensas. Que Kingsland quiera a una mujer que no lo hace está más allá de
mi comprensión.
—No quiero hablar de él.
—¿No te gusta?
—No sé lo que siento por él, que es lo que me llevó a mis reflexiones
anteriores. No quiero el tipo de matrimonio que tuvieron mis padres. Mi
padre eligió a mi madre por dinero-
—Kingsland no necesita dinero. — Mientras que Griff sí.
—- Ventajas políticas…
—Él no tiene necesidad de alianzas políticas.
—Cierto. Lo que nos hace pensar que necesita una yegua de cría.
—Todo hombre con un título la necesita.
—Eso no lo hace aceptable para el corazón de una mujer. Mis padres
viajaron a Italia en un intento de fortalecer su relación y posiblemente
enamorarse. No quiero vivir treinta años en un matrimonio sin amor. Quiero
ser como Althea y tener amor desde el principio.
—¿Crees que Chadbourne la ama?
—Pues claro que sí. La adora—. Aunque las dudas la asaltaron de
repente. Se inclinó hacia delante. —¿No crees?
—Los asuntos del corazón no son mi fuerte.
—¿Nunca has estado enamorado, entonces?
—Una vez estuve enamorada de un cachorro.
Arrugó la frente. —No recuerdo haber visto nunca un perro en ninguna
de tus residencias cuando visité Althea.
—No se me permitía tenerlo.
Se le hizo un nudo en el estómago al descubrir una cosa más que se le
negaba. Era hijo de un duque. Nunca debería haberse quedado sin nada de
lo que deseaba. Sus padres siempre la habían mimado, quizá porque los tres
hijos a los que su madre había dado a luz habían muerto poco después de
respirar por primera vez. —¿Pero ninguna mujer?
—Nunca. ¿Hubo algún canalla en tu juventud que te robó el corazón y
luego te cambió por una dama con una dote mayor?
—Si un canalla me hubiera dejado tirada, todo Londres se habría
enterado, porque yo habría empujado al canalla al Támesis.
Otra sonrisa suya. Se estaba volviendo adicta a crearlas. —¿Lo ves? No
eres una señorita llorona. Descarada y audaz. Kingsland tendría suerte de
tenerte.
Le ofreció una sonrisa a cambio. —Eres la última persona que hubiera
esperado que fuera mi campeón.
—Parece extraño—. Miró por la ventana. —Ya casi hemos llegado.

***

Había un gran edificio de ladrillo que ocupaba buena parte de la


manzana. El hecho de que no se viera ninguna luz desde el interior y que
pareciera prohibido era un poco siniestro, y el corazón de Kathryn latió un
poco más fuerte, pero confiaba en que Griff no la pondría en peligro.
Había cogido una de las linternas que colgaban en el exterior del
carruaje antes de indicar al cochero que llevara el vehículo hasta la
callejuela. —¿Qué es este lugar? —, preguntó.
—Actualmente abandonado—. Levantó una llave. —Vamos a entrar.
—¿Es tuyo?
—Todavía no, porque me faltan fondos, pero el agente que se ocupa de
la venta de esta propiedad sabe que tengo interés en ella y me complació
prestándome la llave por esta noche—. Sus labios se torcieron en una
sonrisa irónica. —A veces merece la pena ser hijo de un duque. La gente
hace concesiones y te confía cosas que de otro modo no haría.
—¿Qué clase de interés tienes en él?
—Lo tengo en mente para un negocio.
Mientras la acompañaba escaleras arriba, ella podía sentir el entusiasmo
que lo embargaba y que reverberaba hacia ella. Con la linterna en alto como
guía, introdujo la llave, la giró y abrió la puerta. Las bisagras chirriaron
ligeramente en señal de protesta, lo que le hizo pensar que tal vez entrar no
fuera tan buena idea.
Pero cuando le indicó que entrara, no estaba dispuesta a admitir su
cobardía ante él, así que cruzó el umbral y observó embelesada cómo la luz
de la linterna bailaba inquietantemente a través de la cavernosa entrada,
revelando una puerta abierta a cada lado y unas amplias escaleras que
ascendían en una elaborada curva propia de cualquier gran residencia.
—Ven—. Su voz resonó a su alrededor mientras la dirigía a una gran
sala que calificaría de salón si estuviera en una casa. Enormes lámparas de
araña colgaban del techo. Una enorme chimenea ocupaba la pared del
fondo.
—Esta es la sala de recepción—, le dijo.
—¿Recibir qué exactamente? ¿A tus clientes? Tus visitantes
—Mis miembros. ¿Estás familiarizado con un club de gallos y gallinas?
—¿Por qué en el nombre de Dios pensarías que estoy familiarizada con
cualquier tipo de club que haga referencia a una parte del macho…? oh,
espera. ¿Te refieres a hombres y mujeres?
Él sonrió ampliamente, e incluso sabiendo que iba a burlarse de ella sin
piedad, pensó que era la sonrisa más diabólicamente atractiva que jamás
había tenido la suerte de que le concedieran. —¿Por qué, Lady Kathryn, su
mente acaba de viajar a lugares traviesos?
—Canalla, sabías que lo haría. Me atrevería a decir que es la razón por
la que le diste un nombre tan ridículo. Club de gallos y gallinas, en efecto.
—Existe, aunque creo que probablemente tengas razón: se llamó así
por un doble sentido.
—¿Cuál es tu propósito?
—Proporcionar un lugar para que hombres y mujeres conozcan a
alguien con intereses similares. Este tipo de club se encuentran, o se
encontraban, en las zonas menos acomodadas de la sociedad. Hoy en día
son un poco raros.
—¿Has estado en alguno?
—Hace unos diez años, cuando era más joven y buscaba algún deporte
que me entretuviera porque había malgastado mi paga. Lo encontré por
casualidad, pero me intrigó. Las damas no tenían acompañantes.
—Entonces, no eran damas, ¿verdad?
—Podemos hablar de lo que hace que una mujer sea una dama en otro
momento. Lo que eran era desinhibidas, divertidas y libres para bailar con
quien quisieran, aunque la música que sonaba en un pianoforte se prestaba
más a una giga que a un vals. Bebían. Vi fumar a un par de ellas. A medida
que avanzaba la velada, cada mujer se emparejaba con un tipo y se iban a
disfrutar de entretenimientos más íntimos. El ambiente relajado del club se
prestaba a crear un lugar donde la gente podía conocerse más fácilmente.
—Se presta más fácilmente al pecado—. Sabía exactamente a qué
actividad se iban a dedicar aquellas parejas cuando se alejaran. Su madre le
había advertido a menudo de cómo un hombre intentaría seducir a una
mujer a solas, de lo fácil que era caer en la tentación cuando no había
ninguna carabina cerca para evitar la caída. Lo que planteaba la pregunta:
¿Qué hacía aquí sola con Griffith Stanwick?
Pero no iba a sucumbir a sus encantos. Era una dama, sabía lo que
quería y se mantendría firme en su convicción de permanecer irreprochable.
Mientras nadie descubriera que estaba aquí. Luchó contra un suspiro porque
cada vez le resultaba más difícil no deslizar los dedos por su pelo y
comprobar si era tan sedoso como parecía, pasar las manos por sus hombros
y preguntarse qué aspecto tendría con un poco menos de ropa.
—¿Es eso tan malo? — Se acercó a la chimenea y colocó el farol sobre
la repisa, de modo que arrojara luz sobre la habitación para iluminarla con
mayor claridad. Cruzó los brazos sobre el pecho y se apoyó en la pared. —
Tienes amigas que se han casado. ¿Conocían bien a sus maridos antes de la
noche de bodas? ¿Qué tan bien crees que Althea conoce realmente a
Chadbourne?
—¿Le pasa algo?
—No. — Sacudió la cabeza. —Al menos no que yo sepa, pero siempre
que los veo, por muy juntos que estén, parecen tan cercanos el uno del otro
como Londres lo está de París. Dudo que ella le haya besado siquiera.
Sabía que Althea no lo había hecho, pero no iba a traicionar esa
confianza. Se preguntó si su madre se habría casado con su padre de
haberlo conocido bien. Tenían tan poco en común. Quizá Griff tuviera
razón, aunque aún no estaba dispuesta a admitirlo. En lugar de eso, se paseó
por los alrededores de la estéril habitación y se la imaginó amueblada y
exhibiendo arte, estatuillas y vegetación. —¿Así que quieres convertir esto
en un club de gallos y gallinas?
—Mi visión se basa en ese tipo de club, pero quiero que sea más. El
club que visité era una habitación donde la gente bailaba, bebía, hablaba y
se iba. Quiero tener una sala donde las parejas puedan bailar, otra donde
puedan holgazanear y hablar. Será más un club social, un lugar para que los
solteros exploren posibilidades.
Percibió una corriente subyacente de excitación en él y decidió que
intentaba parecer despreocupado con un pie cruzado sobre el otro, pero sus
manos parecían tensas agarrando sus brazos. Ambos vivían en un mundo en
el que se juzgaba cada acción, palabra y matiz. Que él la hubiera traído aquí
para compartir sus planes, sueños y aspiraciones le hacía sentir la gran
responsabilidad de ser digna de su confianza. —Cuéntamelo todo.
Se apartó de la pared y estuvo a su lado en cuatro largas zancadas. —
Ninguno de mis miembros será heredero de un título. Los que van a heredar
ya reciben suficiente atención en bailes y cenas. Los hombres aquí serían
los otros hijos que a menudo se pasan por alto, así como los hijos de
mercaderes y comerciantes que han acumulado riqueza, pero no son
invitados a los salones de baile. Los miembros también serán hombres que
han hecho fortuna pero que no son aceptados por la sociedad por una u otra
razón. Por ejemplo, los Trewlove. Las circunstancias de su nacimiento les
impidieron recibir invitaciones y, sin embargo, son muy ricos.
—Se han casado con la aristocracia.
—Exactamente. Deberían haber sido recibidos sin casarse. Hay otros
como ellos. Algunos legítimos, otros no. White's no les dará una
membresía, pero yo sí. Luego, están las damas. Las tímidas, las solteronas y
las que han sido pasadas por alto. Las hijas de esos mismos comerciantes
ricos. Todas estas mujeres, sabiendo que no pueden tener al primer hijo de
un noble, podrían contentarse con un segundo.
Se preguntó si esperaba que alguna se contentara con él. No le gustaba
mucho la idea de que estuviera flirteando con alguna dama encantadora. Lo
cual no era en absoluto justo por su parte cuando le había pedido que la
ayudara a determinar la mejor manera de conquistar al duque a través de
una carta. Buscaba hacer una pareja aceptable. ¿Por qué no iba a hacerlo él?
—Así que estás creando una especie de club de casamenteros.
—El matrimonio no es el objetivo final. Divertirse lo es. Esta
habitación servirá como zona de recepción a la que se puede acudir si se
necesitan respuestas a preguntas y donde se confirman las afiliaciones antes
de poder explorar las demás ofertas. — Cogió la linterna de la repisa y,
cuando regresó junto a ella, entrelazó sus dedos con los de ella de un modo
casual, como si no hubiera pensado en ello, como si fuera lo más natural del
mundo.
El estremecimiento de su estómago, el aleteo de su pecho, le dijeron
que para ella era más que eso. Era una alegría, un regocijo que
probablemente no debería sentir. Involucrarse con Griff sería ruinoso para
sus posibilidades con el duque, y sin duda haría que nunca fuera propietaria
de la casa. Por lo tanto, mientras la llevaba al pasillo, luchó por no albergar
un sentimiento más profundo hacia él. Sólo quería interesarse por su
aventura.
—En este nivel, hay otras habitaciones muy similares a la primera—,
dijo. —Serán para pasear, saludar a la gente y conversar.
Empezó a subir las escaleras. Con la longitud de sus piernas, podría
haber subido los peldaños de dos en dos, pero en lugar de eso le siguió el
ritmo. Debería haber prestado más atención a las elaboradas volutas de los
husillos y a la balaustrada que sostenían, pero le resultaba difícil
concentrarse en otra cosa que no fuera él. Era alto y esbelto, en buena
forma. Sus movimientos eran suaves y elegantes. ¿Por qué nunca se había
dado cuenta de que se movía como si fuera poesía? Todas las palabras de su
vocabulario parecían insuficientes para describirle.
Nunca había pasado tanto tiempo con él como en los dos últimos días.
Él siempre aparecía, replicaba, discutía un poco con ella y se marchaba.
Nunca habían explorado qué le gustaba al otro, qué sueños tenía el otro. Se
había atrevido a compartir los suyos con él, y ahora él compartía los suyos
con ella.
Su mundo se había puesto patas arriba. Era como si nada de lo que
había pasado antes fuera real o importante, pero estos minutos, esta hora,
eran terriblemente significativos.
Cuando llegaron al rellano, la llevó a una zona desde la que podían ver
el piso de abajo y el de arriba.
—Estaba pensando que las habitaciones de este nivel, que son muy
parecidas a las de abajo, serían para entretenimientos. Una sala para bailar,
otra para jugar a las cartas. Dardos, tal vez. Lectura.
Aunque todo había sido dicho como una afirmación, detectó cierta
duda, una posible pregunta como si buscara su opinión. —Todo eso suena
maravilloso. ¿Ha considerado las ventajas de tener una habitación con
piano? A veces una mujer tímida a la hora de hablar es más libre con los
dedos.
Cuando los suyos se estrecharon en torno a los suyos, se dio cuenta de
que aún le sujetaba la mano. La soltó, pero la miró con ojos cálidos. —¿Es
cierto?
Sospechó que se estaba imaginando a una mujer tímida, o tal vez a ella
misma, haciendo otra cosa con los dedos. No le importaba que sus
pensamientos siguieran un camino perverso. Aquel lugar parecía requerirlo.
Tenía razón. Sus veladas requerían tanta maldita formalidad y
comportamiento adecuado, ¿cómo podía alguien descubrir el verdadero yo
de otra persona? —¿Qué pasa con las chaperonas?
—¿Qué pasa con ellas?
—¿Estarán siguiendo a las damas de habitación en habitación, o va a
tener una sala especial donde van a esperar?
—No se les permitirá pasar por la puerta. El objetivo de este lugar es la
libertad de hacer lo que quieras, sin que nadie te juzgue.
—Oh, la gente juzgará. Algunos vendrán aquí sólo para juzgar.
—Tienes razón—. Sus ojos se iluminaron cuando empezó a pensar en
ello, y aunque lamentó haber roto el hechizo que había mantenido su
atención en ella, también le gustó saber que estaba considerando tan
cuidadosamente lo que había dicho, que había ofrecido un punto de vista
que era valioso para él.
No recordaba a ningún caballero que le hubiera pedido su opinión sobre
un asunto importante. Bueno, una vez un hombre le había pedido consejo
sobre el tiempo y si debía llevar paraguas al día siguiente, pero eso no era
comparable a ofrecerle consejo sobre un negocio.
—Para ser considerado miembro uno debe ser recomendado por otro
miembro—, murmuró. —O podríamos publicar una lista de nombres y
otros miembros podrían tachar a los que no encajaran.
—Habría quien tacharía un nombre sólo por mezquindad o para
vengarse de un desaire que no tiene nada que ver con el club.
—¿Quién haría algo así?
—Las mujeres, sin duda. Probablemente también los hombres. Algunas
personas son horribles y vengativas por las razones más tontas. Una vez
recibí un corte de una mujer simplemente porque mi vestido era muy
parecido al suyo. Si llamo la atención del duque... perderé amigas o recibiré
cortes de otras que habían buscado su atención.
—¿Por qué no celebrarían y se alegrarían de tu éxito?
—Porque lo querían para ellas.
—¿Sentirás celos si gana otra?
—Me gusta pensar que no. Sufriré el aguijón del rechazo, sin duda,
pero espero tener dentro de mí la capacidad de alegrarme por ella.
—El hecho de que lo esperes es un indicio de que lo harás.
Nunca hubiera pensado que él tuviera tanta fe en ella. —Supongo que
ya veremos.
Mirándola fijamente, levantó una mano. Pensó que le rozaría la mejilla
con los dedos o le acariciaría la barbilla, ya que parecía dirigirse en esa
dirección, pero rápidamente cambió de rumbo y empezó a frotarse la nuca.
—¿Crees que debería pedir referencias, entonces?
¿Había algo tan reafirmante, tan sensual, como que un hombre le
pidiera su opinión sobre un asunto tan importante? Se sintió como si
hubiera crecido cinco centímetros, aunque el hecho de que apenas le llegara
al hombro confirmaba que no era así. —Creo que sería lo más sensato.
Su sonrisa era tan cálida como un día de verano, tan brillante como el
sol al mediodía. —Eso es lo que haré, entonces.
De nuevo la estaba estudiando de un modo que hizo que sus
terminaciones nerviosas se estremecieran con una expectación que no
acababa de comprender, que la hizo desear que sus manos se deslizaran
sobre ella para calmarla y ponerla en su sitio. —¿Y el piso de arriba?
Su respiración entrecortada la sorprendió.
—Habitaciones más pequeñas que se reservarían para parejas que
desean un diálogo más íntimo.
Un lugar privado donde uno se comunica con toques más que con
palabras. —Estarás fomentando la carnalidad.
—No necesariamente.
—¿Habrá camas en estas habitaciones?
—En algunas de ellas. El placer se da de muchas maneras. Esta noche,
por ejemplo. No hemos hecho nada inapropiado, pero puedo decir, con toda
honestidad, que hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto de la compañía
de una mujer como de la tuya esta noche. Sin acompañante. Nadie que
interrumpa. Nadie que escuche. Nadie que juzgue. ¿Cuántas veces, en
nuestro mundo, tenemos la oportunidad de explorar las posibilidades sin la
sensación de estar constantemente en exhibición?
Su voz había ido bajando, más suave con cada palabra pronunciada.
Una vez en el mercado, había visto a un hombre sentado en el suelo,
balanceándose, tocando una flauta. Una cobra en una cesta tejida seguía sus
movimientos. En ese momento, se sintió muy parecida a esa cobra,
embelesada, dispuesta a viajar en cualquier dirección que Griff tomara.
Subiendo las escaleras a las habitaciones más privadas, aunque no había
necesidad porque estaban solos aquí. Era tan peligroso como aquella víbora,
quizá más, porque le hacía cuestionarse el valor de las cosas a las que se
había aferrado durante tanto tiempo: su pureza, su reputación, su
respetabilidad.
Ninguna de ellas le había proporcionado nunca tanta alegría como estas
pocas horas de hacer lo que no debía con un hombre que no debería
gustarle: escabullirse, viajar sola, deambular por habitaciones, pasillos y
escaleras, hablando de comportamientos escandalosos como si no lo fueran
tanto. —¿Cómo lo llamarás?
Quizá ella era la flautista y él la cobra, hipnotizado por ella, porque
pareció que tardaba un momento en darse cuenta de que le había hecho una
pregunta, en entender cuál era la pregunta. Parpadeó, como si se hubiera
perdido en sus ojos o en su pelo o en su mera existencia. Soltó una larga y
lenta exhalación. —The Fair Ladies' and Spare Gentlemen's Club. The Fair
and Spare para abreviar.
—Me gusta.
—¿Te gusta?
Ella asintió. —Y su propósito. Estoy deseando visitarlo cuando lo
hayas abierto—. Puso fuerza detrás de sus palabras, creencia, porque
quería, necesitaba, que él entendiera que tenía plena fe en su capacidad para
sacar adelante este lugar.
Su sonrisa parecía algo melancólica. —Cuando tenga los medios para
comprar este edificio y todo lo necesario para todas las habitaciones, ya
estarás casada. Aquí sólo pueden ser socios los solteros, ya que el propósito
del club es proporcionar un ambiente seguro en el que concertar citas.
—No sabes si me elegirá a mí.
—¿Le escribiste lo que te dije?
—Todavía no. He estado trabajando en ello.
Su mano estuvo a punto de tocar su mejilla antes de devolverla a su
lado. —Hoy le has impresionado. Identifícate en la carta, como te dijo, y
descríbete como te sugerí, y será tuyo.
Parecía muy fácil. Por desgracia, ya no estaba segura de querer a
Kingsland, un hombre que creía que una esposa debía tomar sus opiniones
de su marido.
Poco después, Griff y ella regresaban a la residencia, en un cómodo
silencio, cada uno sumido en sus pensamientos. Por la mañana volvería a
casa. Era dudoso que volviera a ver a Griff hasta el baile del duque. Pero
sabía que nunca olvidaría aquella extraordinaria noche ni al hombre con
quien la había compartido.
CAPÍTULO 07

Poco más de dos semanas después, llegó la noche del baile más
importante de la temporada, el destinado a cambiar vidas. La emoción se
apoderó de Kathryn mientras permanecía junto a Althea y Jocelyn en el
gran salón de la mansión del duque de Kingsland en Belgravia.
Curiosamente, su expectación no tenía nada que ver con el anuncio que el
duque haría a las diez en punto, ni con el hecho de que la flor y nata de la
sociedad estaba reunida en el salón, ni con que la orquesta más grande que
jamás había visto estuviera sentada en una esquina del entrepiso que
abarcaba tres lados de la sala para facilitar la visión de la parte inferior del
salón de baile por parte de los invitados.
No. Su euforia se debía únicamente al hecho de que tendría su vals con
Griff.
Si se acordaba. Si aparecía. Todavía no lo había visto.
—¿A quién estás buscando? — le preguntó su amiga más querida.
—Estoy mirando a todo el mundo. ¿Puedes creer cuánta gente hay
aquí?
Estaban apiñados como sardinas en lata. Señoras con peinados
complicados, joyas brillantes y vestidos extravagantes. No parecía importar
si estaban casadas o si esperaban llamar la atención del duque. Todo
Londres quería que Kingsland supiera que sus asuntos justificaban
cualquier gasto en ropa, cualquier molestia para exhibir su elegancia. Nadie
quería que le faltara nada.
—Debe de haber al menos doscientas—, reflexionó lady Jocelyn. —El
duque nunca ha celebrado un baile. Ha reunido a todo el mundo importante.
Me pregunto cuántas cartas habrá recibido.
—Sin duda, una de cada dama sin pretendientes. Tal vez incluso
algunas de las prometidas que esperan conseguir algo mejor que lo
prometido—, dijo Althea. —Agradezco no tener que competir.
—Mi carta tenía ocho páginas—, presumió Jocelyn. —¿Cómo de larga
era la tuya, Kat?
—Todo lo que escribí sobre mí llenaba una sola página.
Poniendo los ojos en blanco, Jocelyn se burló con una actitud de
superioridad que de pronto la irritó. —Fui incapaz de limitar todas mis
cualidades y atributos a una sola hoja. Se me acalambró la mano cuando
terminé de esbozar todas las razones por las que debería elegirme como
duquesa.
—No lo dudo—, murmuró Kathryn. Jocelyn probablemente ganaría y
sólo le desearía felicidad a su amiga. Miró su tarjeta de baile. Una cuadrilla.
Una polca. Un vals. Había escrito su nombre junto al vals. —¿Están tus
hermanos aquí, Althea?
—Marcus está. Nos acompañó a mamá y a mí. Papá tenía otros
asuntos, lo que todos sabemos que significa, visitar a su amante. Ni siquiera
conozco a la mujer, y sin embargo la aborrezco, lo que me hace sentir a la
vez avergonzada por mis pensamientos poco caritativos y gratificada por
negarme a perdonarlo por el dolor que le causa a mi madre.
—Quizá tus padres deberían viajar juntos a Italia. Parece que ha hecho
maravillas en la relación de mis padres—. Habiéndolos sorprendido dos
veces en un apasionado abrazo, besándose con entusiasmo, había adoptado
la costumbre de asomarse a las habitaciones antes de entrar en ellas.
—No creo que cambie nada. Sus excusas y ausencias aumentan día a
día. En un par de ocasiones, incluso ha ido a cenar a otro sitio.
—Lo siento de veras.
Althea se encogió de hombros. —No es culpa tuya, pero estoy muy
decepcionada con él. Se espera que un padre sea irreprochable, no que sea
un canalla tan vergonzoso.
—¿Y Lord Griffith?
—Bueno, él también puede ser un canalla, supongo, pero como aún no
está casado, no veo nada malo en ello.
Se rio ligeramente, solo porque no quería delatar que, aunque alguna
vez había pensado lo mismo, ya no lo hacía. —No, me refería a si está aquí.
—Ah, ya veo. No hizo mención de asistir y no nos acompañó, pero no
puedo imaginar que no esté aquí. Dudo que alguien visite los clubes esta
noche. Si está por aquí, probablemente esté en la sala de cartas.
Se negó a buscarle. Estaba aquí o no estaba. Al entrar por primera vez
en la residencia, le habrían dado la tarjeta de baile del caballero, que habría
metido en el bolsillo interior de su abrigo de noche, para saber cuándo era el
primer vals. Lo reclamaría o no lo reclamaría. No se iba a decepcionar si no
lo hacía. O al menos no mucho. Oh, que el diablo se lo lleve, estaría muy
decepcionada, de hecho. Desde la noche en que había compartido su sueño
con ella, sólo había podido pensar en él.
Jocelyn se inclinó ligeramente. —El duque me dedicó una sonrisa muy
reservada cuando les saludé a él y a su madre—. Se mordió el labio inferior,
como si quisiera chillar de triunfo y tomara precauciones para no hacerlo.
—Creo que me estaba insinuando que me había elegido a mí.
Kingsland había sido muy formal con Kathryn, ni siquiera había dado
la impresión de recordar su encuentro en el parque. Evidentemente, no
estaba prendado de ella, lo que sin duda era lo mejor, porque no estaba
segura de que la hiciera feliz. Y si ella no era feliz, ¿podría serlo él?
—Estaré encantada si dice el nombre de alguna de vosotras—, dijo
Althea con diplomacia.
—Bueno, como Lord Griffith nos animó aquella mañana de antaño, que
gane la mejor dama—, dijo Jocelyn con regocijo, como si no dudara de que
el honor recaería en ella, de que su nombre sería anunciado.
Kathryn debería estar preocupada, nerviosa. Si no era este duque,
¿quién sería? Lo único que anhelaba poseer parecía fuera de su alcance y,
sin embargo, en ese momento no estaba triste, todo por lo que ocurriría en
su futuro, en muy poco tiempo. Un vals que estaba segura que nunca
olvidaría.
Cuando la orquesta llenó la sala con los acordes del primer baile,
saludó a su pareja con una sonrisa antes de que él la condujera a la pista.
Siempre le había gustado bailar, no sólo los movimientos que ahora eran
populares, sino los de épocas pasadas. Aunque su pareja no fuera
especialmente hábil, tenía los medios para que lo pareciera. Rara vez le
faltaban hombres dispuestos a llevarla por la pista, pero la habilidad de una
mujer para bailar bien no garantizaba una propuesta de matrimonio.
Sobre ella brillaban las arañas de cristal. Pero los candelabros brillaban
en todas las salas por las que había pasado de camino a ésta. Se convertirían
en los candelabros de quien eligiera el duque. Que tontería contemplar
cuando tenía la atención de un hombre por unos minutos.
—El ambiente de este baile es el más extraño que he conocido—, se
lamentó su pareja de baile.
—¿Cómo es eso?
—Tantas cejas fruncidas entre las damas solteras mientras esperan el
pronunciamiento del duque. Sospecho que después se derramarán muchas
lágrimas, y muchos caballeros estaremos dispuestos a prestar nuestros
hombros a quienes necesiten consuelo.
Al parecer, no sólo las damas se habían estado preparando para esta
noche extraordinaria. —¿Cree que todas las solteras le escribieron cartas?
—Absolutamente. Mi madre insistió en que cada una de mis hermanas
le escribiera, y una de ellas sólo tiene catorce años.
Asombrada, apenas sabía qué decir. —Vaya. Seguro que no.
—Desde luego. Encuentro todo el arreglo bastante sórdido y
repugnante.
—No puedo imaginar que seleccionaría a una niña.
—Ciertamente espero que no. De lo contrario, podría tener que
desafiarlo.
—Y a su madre de paso.
Sonrió ampliamente. —¿Por qué las mujeres están tan desesperadas por
casarse?
—¿Por qué los hombres están tan desesperados por no hacerlo?
Su sonrisa se ensanchó aún más; sus ojos centellearon alegremente.
Había bailado con el vizconde en numerosas ocasiones, pero no recordaba
haber hablado de otra cosa que no fuera el tiempo.
—No sé si alguna vez me he dado cuenta de lo franca que es usted,
Lady Kathryn.
—Es un defecto mío, supongo.
—Me gusta bastante. Tal vez las conversaciones serían más directas si
hombres y mujeres no estuvieran siempre tan enfrentados, las damas
dispuestas a encadenarnos mientras nosotros preferimos permanecer sin
ataduras.
—Empiezo a creer, milord, que tal vez el problema sea que tenemos
nociones diferentes de lo que implica el matrimonio. Hace que suene
decididamente desagradable. Puedo ver por qué querría evitarlo si lo ve
como una especie de prisión—. Aunque para las mujeres puede llegar a ser
un acuerdo desagradable porque pierden muchos de sus derechos cuando se
casan.
Estaba tan relajada con su próximo compañero como nunca lo había
estado, y él con ella. Era como si esta noche nadie sintiera que estaba
siendo juzgado como material para el matrimonio, que tuviera que montar
un espectáculo o presentarse como algo distinto de lo que era. Todos
esperaban simplemente el edicto del duque. Cuando terminaron de bailar,
apenas habían dado media docena de pasos hacia el borde marcado con tiza
de la pista de baile cuando Griff apareció ante ella, tendiéndole una mano
enguantada.
—Creo que el primer vals es mío—, dijo en voz baja.
Estaba espectacularmente guapo con su frac negro, sus pantalones
negros, su chaleco plateado y su corbata negra perfectamente anudada.
Llevaba el pelo rubio perfectamente peinado y sintió la tentación de
despeinárselo.
Con una leve reverencia, su anterior compañero la dejó al cuidado de
Griff, cuyos dedos se cerraron firmemente en torno a los suyos antes de
conducirla de nuevo al centro del salón.
—No estaba segura de que estuvieras aquí—, dijo mientras esperaban a
que empezara la melodía.
—Siempre cobro las deudas.
Se negó a sentirse decepcionada de que sus razones no fueran más
personales, de que no fuera el deseo de tenerla entre sus brazos lo que le
había impulsado a hacer acto de presencia.
Bajó ligeramente la cabeza. —Además—, dijo en un susurro ronco, —
sería un tonto si perdiera la oportunidad de bailar con una criatura tan
encantadora.
Se esforzaba por no tomarse a pecho sus palabras, por no sonrojarse. El
hecho de que se hubiera hecho un vestido verde claro para la ocasión, que
favorecía su piel y sus ojos, apenas significaba nada. —Me estás tomando
el pelo.
—Esta vez no—. Su voz era más solemne de lo que había oído nunca, y
por alguna razón la sensación de haber encontrado algo para perderlo
rápidamente le recorrió la mente.
Comenzó la música y, sin esfuerzo, se acercaron como si lo hubieran
hecho mil veces, cuando en realidad nunca habían bailado juntos, nunca
habían estado tan cerca, escandalosamente cerca en realidad, los dedos de
una mano extendidos sobre su espalda, sus piernas rozando el satén de sus
faldas. —¿Tuviste suerte en la sala de cartas?
—¿Qué te hace pensar que he estado jugando a las cartas?
—Althea indicó que era allí donde estabas, o donde creía que estabas.
Lentamente, negó con la cabeza. —Estaba mirando desde el balcón.
Las cortinas colocadas aquí y allá permitían mirar desde arriba sin ser
visto o encontrar un poco de intimidad frente a miradas indiscretas, siempre
que nadie buscara el mismo sitio. —¿Algo te llamó la atención?
Su mirada se sostuvo en la de ella durante lo que pareció una eternidad,
llevándola a preguntarse si estaría a punto de confesarle que sí, antes de que
finalmente hablara. —¿Se reconciliaron tus padres?
Estuvo a punto de insistir en que respondiera a su pregunta, pero tal vez
era menos doloroso no saber la verdad, poder creer lo que deseaba. —Lo
hicieron, y ha sido bastante extraño, la verdad. No estoy acostumbrada a
que se miren con anhelo, ni a que intercambien sonrisas reservadas, ni a que
mantengan conversaciones agradables sin criticarse. Incluso en alguna
ocasión les he pillado besándose.
—Dios mío, besándose no, segura.
Cómo era posible no haber visto su lado juguetón, que la hacía querer
sonreír, reír y abofetearle por ello, todo al mismo tiempo. Era tan alegre, en
realidad era muy divertido. —Bromea si quieres, pero puede ser bastante
desconcertante entrar en una habitación y encontrarte a tu madre contra la
pared, a tu padre bastante aplastado contra ella mientras parecen empeñados
en devorarse mutuamente. He empezado a llevar cascabeles en las zapatillas
para que pudieran oírme llegar.
Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, el sonido más
maravilloso que había oído jamás. — Debes estar bromeando.
—Bueno, puede que no haya llegado tan lejos, pero lo he considerado.
Mi madre pasa mucho tiempo últimamente con aspecto desaliñado—.
Sintió que sus mejillas se sonrojaban con su mirada, con la alegría reflejada
en sus ojos. —Aun así, me alegro por ellos. Supongo que nunca es tarde
para encontrar el amor.
—¿Te da esperanzas de encontrarlo?
—Nunca he perdido la esperanza, no del todo. Pero intento ser realista
—. Pragmática, incluso, pero ¿eran suficientes los recuerdos de una
felicidad pasada, el tiempo pasado con su abuela, para justificar renunciar a
la posibilidad de una presente, con un hombre que pudiera apreciarla y
sentir afecto por ella? Era injusto no poder tener ambas cosas.
—Kingsland sin duda llegará a quererte.
Una pequeña carcajada brotó de ella. —Tendría que elegirme a mí
primero entre todas las damas que seguramente le habrán escrito.
—¿Estás nerviosa, esperando oír a quién ha seleccionado?
—Para ser honesta, he pensado muy poco en ello. ¿Esperas el amor,
Griff?
—Para ser honesto, lo he pensado muy poco.
Un mes antes, la repetición de sus palabras la habría frustrado. Ahora,
sospechaba que era una especie de defensa para no revelar lo que él temía
que pudiera exponerlo a ser herido. —Al principio, me pareció extraño
cuando parecía que empezábamos a llevarnos bien. Pero en retrospectiva,
me parece extraño que no lo hiciéramos desde el principio. No creo que
seamos tan diferentes, tú y yo.
—Somos muy diferentes, Pecas.
Por primera vez, oyó el apelativo que siempre había detestado como
cariño, pronunciado en voz tan baja, pero con tanta urgencia, como si
tuviera que transmitir todo un universo de emociones que lo confundían
tanto a él como a ella. Sus dedos se cerraron con más fuerza en torno a los
de ella, se clavaron con más firmeza en la parte baja de su espalda, donde la
palma de su mano descansaba en la hondonada poco profunda.
Tal vez fuera solo la forma en que la luz de gas de las lámparas incidía
en sus ojos, pero la forma en que se oscurecían, ardiendo, le dio la
impresión de que se refería a algo totalmente distinto, a aspectos físicos de
ellos que no se parecían en nada. Contornos firmes que buscaban otros
acolchados. Rasgos duros que se hundían en los suaves.
Si la estuviera cortejando, pensaría que le estaba diciendo que se
reuniera con él en algún lugar alejado de la multitud, donde pudieran
explorar esas diferencias. ¿Cuándo había dejado de verle como un hombre
irritante? ¿Cuándo había empezado a darse cuenta de sus posibilidades
como amante? —Aparte de tu club, ¿qué sueñas con adquirir?
Su sonrisa tardó en llegar y cuanto más subía cada lado, más cálida se
volvía, como si estuviera revelando algo íntimo, algo que nunca había
compartido con otra. —Mis sueños no son apropiados para los oídos de una
dama.
La decepción la golpeó. Justo cuando pensaba que se estaban
convirtiendo en confidentes, justo cuando lo deseaba. —Hablo en serio,
Griff.
La música se detuvo, y sintió una rabia irracional hacia todos los
músicos de la orquesta. Soltándola, Griff le cogió la mano y apenas rozó
con sus labios el guante de seda, pero sintió el calor de su boca como si
fuera un atizador recién sacado del fuego. Su mirada se clavó en la de ella,
y podría jurar que vio arrepentimiento en las profundidades azul-grisáceas.
—Algunos sueños, Kathryn, no están destinados a ser. Pero los tuyos sí. Lo
creo con todo mi ser.
Luego se alejó, dejándola allí, desorientada, preguntándose por qué no
podían hacer realidad sus sueños. Con las piernas repentinamente débiles,
se tambaleó hasta un grupo de sillas ocupadas en su mayoría por matronas y
se dejó caer en una vacía. Sintió que las miradas se clavaban en ella y
dedicó una débil sonrisa a las señoras que estaban sentadas cerca, pero casi
se sobresalta cuando su madre apareció de repente y se sentó con elegancia
a su lado.
—Creo que nunca te había visto bailar con lord Griffith Stanwick.
Tenía la impresión de que ni siquiera os caíais bien.
—Llegué a conocerle un poco mejor mientras estuve con Althea.
—Hacen una bonita pareja. Lástima que sea un segundo hijo.
Suspiró. —No creo que sea justo que se hayan puesto condiciones a mi
herencia de la casa de campo.
—La vida rara vez es justa, querida. Es mejor aprenderlo mientras eres
joven. Permite menos decepciones.
—Tus decepciones deberían ser menos últimamente, con papá
mimándote como lo ha estado haciendo.
La sonrisa de su madre era suave, gentil. —Estoy segura de que con
quien te cases te adorará desde el principio.
—Si alguna vez me caso.
Sonó un gong.
Su madre suspiró con gran alivio. —Por fin. El momento que todos
esperaban ha llegado.

***

Kathryn habría pensado que una vez dada la señal de que el duque
estaba a punto de hacer su anuncio, la sala se habría quedado
completamente quieta y en silencio. En lugar de eso, las paredes resonaban
con chillidos y las damas solteras se apresuraban, algunas empujándose,
muchas mirándose con odio, a posicionarse cerca de la parte inferior de la
escalera, como si todas quisieran darle a Kingsland una última mirada, una
última oportunidad de cambiar de opinión, de reconsiderar su decisión,
desde su lugar en lo alto de la escalera.
Con mucho menos entusiasmo que el exhibido por todas las demás
jóvenes solteras, Kathryn bordeó a una persona tras otra hasta llegar a
Althea, cuyo brazo rodeaba el del conde de Chadbourne. Formaban una
pareja elegante. El lord la saludó con una inclinación de cabeza. Su querida
amiga le apretó la mano con la que tenía libre. —¿No quieres estar más
cerca del frente, para no tener que caminar tanto cuando anuncie tu
nombre?
Negó con la cabeza. —No va a decir mi nombre.
—No estés tan segura. Parecía estar prendado de ti en el parque.
—Quiere una esposa tranquila. Creo que le he demostrado que no lo
seré.
—Un hombre no siempre sabe lo que quiere hasta que lo adquiere—,
susurró Althea cerca de su oído. —Chadbourne me lo confió cuando me lo
propuso.
—El duque de Kingsland no me parece un hombre que no sepa
exactamente lo que quiere.
Volvió a sonar el gong. El silencio, cargado de expectación, se apoderó
de la majestuosa sala de baile mientras el duque bajaba lentamente los seis
escalones, con su mirada penetrante recorriendo a la multitud. ¿Había visto
alguna vez a un hombre tan seguro de si mismo, tan imponente, tan... frio?
El suyo no sería un matrimonio lleno de calidez, ni de bromas, ni de risitas.
No llamaría a su mujer por un apodo cariñoso. No miraría a su mujer y
vería la sombra de donde habían estado sus pecas. No le preguntaría por sus
sueños ni trataría de ayudarla a cumplirlos, aunque le supusiera un gran
inconveniente. Nunca compartiría secretos, nunca la incitaría a hacer lo que
no debía... nunca sería su amigo. Y esto último le pareció lo más triste de
todo.
Mirando a su alrededor, se preguntó adónde había ido Griff. Buscó en
el balcón y se preguntó si lo vería espiando desde allí. Pero dondequiera
que estuviera, estaba bien escondido. Tal vez había ido a la sala de cartas
después de su baile. Quizá se había marchado.
¿O se habría quedado para ofrecerle un consuelo inesperado cuando no
pronunciara su nombre? Seguramente estaba tan interesado en el resultado
como Jocelyn, que había dedicado tantas páginas a describirse a sí misma.
Había sido espía de Kathryn, le había ofrecido consejo, sabía lo que estaba
en juego. Estaba aquí en alguna parte, observando. Estaba bastante segura
de ello. Él querría saber el resultado de sus esfuerzos para ayudarla en su
búsqueda. Mientras bailaban, debería haberle dicho...
—Mis estimados invitados—. La voz de mando del Duque de
Kingsland sonó, llegó a todos los rincones de la inmensa sala, al corazón
esperanzado de cada dama soltera que latía únicamente por él. Sólo su
corazón había empezado a latir por otro. —Es un honor que me acompañen
esta noche para anunciarles el nombre de mi posible futura esposa.
Tendremos un periodo de cortejo, naturalmente, para asegurarme de que me
resulta satisfactoria. Tengo pocas dudas, sin embargo, después de leer todas
las cartas que he recibido, de que la dama que he elegido se esforzará por
superar mis expectativas. Con ese fin, les pido que feliciten a Lady Kathryn
Lambert.
Congelada en su sitio mientras la sangre le corría por los oídos como el
rugido constante del océano, fue vagamente consciente de los chillidos y
abrazos de Althea, del estruendo de jadeos y murmullos, de la mirada del
duque posándose en ella con una fuerza palpable, como si siempre hubiera
sabido exactamente dónde encontrarla. Era imposible. No podía haberla
elegido.
Luego bajó las escaleras con una elegancia y un poder que sin duda
habían servido a sus antepasados en el campo de batalla.
—¿Puedes creer tu buena suerte? — preguntó Althea.
No, en absoluto.
—Ya viene. Al menos sonríe.
Pero sus labios se negaron a moverse mientras el mar de gente se abría
para él. Entonces él estaba ante ella, tan seguro de sí mismo. Sin embargo,
había una frialdad, lo suficiente como para hacerla temblar. Le tendió la
mano. —Lady Kathryn.
—¿Por qué yo?
—¿Por qué no tú?
Porque a través de él, obtendría lo que quería, pero tendría que
renunciar a lo que deseaba, a lo que acababa de reconocer que anhelaba
tener.
Él levantó un brazo y la música empezó a llenar el aire. Como la marea
que se adentra en el mar, los curiosos que los rodeaban se retiraron, y él la
guio a través de la multitud que se separaba y la introdujo en el vals, como
esperaba que pretendiera hacer con ella en todos los aspectos de lo que le
quedaba de vida. Él le diría qué pensar, qué decir, cómo comportarse.
—No tiene que parecer tan sorprendida, Lady Kathryn. Como mínimo,
debería parecer aturdida, encantada y honrada.
Tuvo que admitir que era un buen bailarín, cada paso grácil y perfecto,
como si no tolerara menos de su persona, como si no permitiera que ningún
aspecto de él fuera defectuoso. ¿Qué no toleraría en una esposa? ¿Cómo
reaccionaría si no cumpliera sus expectativas? —¿Puedo ser sincera, Su
Gracia?
—Espero que siempre haya honestidad entre nosotros.
—Estoy bastante sorprendida de que me haya elegido.
—¿Y por qué es eso, por favor dígame?
—Porque nunca le envié una carta.
CAPÍTULO 08

¿Cómo fue que, en un gigantesco salón de baile abarrotado de gente, la


encontró tan fácilmente? Lo había hecho la primera vez que la observó
desde su posición en el balcón, y la había localizado más rápidamente la
segunda vez, justo antes de que Kingsland hiciera su dramático anuncio,
con un tono que daba a entender que el honor provenía de haber sido
aceptada por él más que de la realidad de la situación. Sería muy afortunado
de tener a Kathryn como esposa.
Pero, ¿por qué no se había emocionado al oír su nombre? ¿Por qué no
había saltado de un lado a otro como Althea, como si su alegría fuera
demasiado grande para ser contenida, como si saliera de ella y la llevara a la
luna y más allá? Quizá simplemente estaba aturdida por su buena suerte.
Pero incluso cuando Kingsland la arrastró por la pista de baile, en la
que sólo podían estar ellos dos, y todos los demás merodeaban por los
bordes, parecía rígida, incómoda, infeliz. Entre los brazos de Griff, se había
movido con la fluidez de la poesía, con la gracia de un trasfondo de
significado que sólo podía descifrarse con la más perspicaz de las
atenciones. O tal vez sólo eran evidentes para un hombre tonto que acababa
de darse cuenta de que tenía corazón. Era como el sol engatusando a un
capullo para que se abriera.
Mientras ella le sostenía la mirada, el hecho de que él hubiera llegado el
segundo al mundo no había importado. Durante esos minutos en los que la
música y su tenue fragancia a naranjas le habían rodeado, se había sentido
como si hubiera sido el primero.
Cuando la presente melodía llegó a su fin, un grupo de aduladores se
arremolinó hacia la pareja de la hora, de la noche, del siglo. O al menos lo
hicieron los asistentes más maduros. Las jóvenes que se habían visto
obligadas a enfrentarse a sus esperanzas truncadas habían salido
rápidamente del gran salón tras el anuncio, sin duda para derramar sus
lágrimas lejos de miradas indiscretas y compasivas. Observó que algunos
caballeros las habían seguido, sin duda para apoyar a las decepcionadas.
Parecía que Kathryn también necesitaba alejarse un poco. Tras varios
minutos de asentir y sonreír, se escabulló de la reunión y atravesó las
puertas abiertas que daban a la terraza.
Él la siguió.
Era una locura hacerlo, sobre todo porque había sido reclamada por
otro, estaba oficialmente fuera del mercado matrimonial y tenía ante sí el
futuro que deseaba. Ya era hora de que se dedicara a hacer realidad el suyo,
de que pusiera en marcha sus propios planes, y ya había dado el paso
crucial necesario para tener éxito. Pero ya encontraría tiempo más tarde
para deleitarse con su astucia. Por el momento, sólo quería un minuto más
en su compañía, ser testigo de su alegría por haber conseguido lo que tanto
anhelaba.
La alcanzó en lo profundo de los jardines, donde las luces de gas que
bordeaban el camino empedrado no emitían ningún resplandor. No le
sorprendió que ella se desviara de donde el duque había considerado
aceptable pasear, que su silueta apenas visible se detuviera y sus manos se
llevaran a las caderas. ¿Cuántas veces a lo largo de los años le había
lanzado alguna puya cortante mientras proyectaba esa misma postura? Sólo
que ella no sabía que él estaba allí. No hasta que pisó una rama y su
chasquido sonó como el ruido de un rifle.
Se dio la vuelta.
—Soy yo—, dijo rápidamente, en voz baja, sin querer alarmarla. —
Griff.
—Lo sé. ¿Por qué lo hiciste?
Cada fibra de su ser se quedó inmóvil. Aunque era imposible, sintió
como si su corazón, pulmones y sangre también lo hicieran. —No sé a qué
te refieres.
Ella se acercó más, y no importó que una abundancia de flores
estuviera oculta en las sombras, que su fragancia hubiera impregnado el
aire. Todo lo que podía oler eran naranjas y canela. —Un ingenio rápido,
una lengua mordaz y una mente aguda.
—Kath...
—Su mera presencia hará que un hombre anhele conocer la intimidad
de sus pensamientos, sus deseos secretos, su tacto.
—El duque...
—Como el mejor de los vinos, ella es audaz, con cuerpo y tentadora.
Nunca decepciona. Pero nunca igual, siempre ofreciendo otro aspecto por
descubrir. Una vida en su compañía nunca será suficiente. Le escribiste
esas palabras a Kingsland. Parece que tiene la habilidad de recordar
cualquier cosa cuando la lee una vez. ¿Por qué? ¿Por qué harías tal cosa?
—Porque a un hombre le importa un bledo lo bien que una mujer
juegue al whist. Porque no te ves a ti misma bajo una luz favorable, como te
ven los demás. Porque eres demasiado modesta—. No había querido que las
palabras salieran tan bruscamente, pero estaba enfadado porque ella no
estaba agradecida, enfadado porque había sido elegida, incluso cuando
había enviado la carta para asegurar este resultado. Debería alegrarse. En
lugar de eso, quería gritar su frustración.
—¿Pero por qué te molestarías? Si preguntarle algo al duque en el club
fue un inconveniente, no puedo imaginar por qué te tomarías la inmensa
molestia de escribir una carta.
Su voz fue más suave esta vez, la ira retrocediendo. —Quieres una casa
de campo. Sé lo que es querer—. Anhelar lo que nunca se podrá tener.
Ella se acercó y no supo si fue la luna, las estrellas o las lámparas
lejanas, pero cuando ella inclinó la cara, pudo verla perfectamente, con
claridad. Su mirada recorrió sus rasgos, posándose finalmente en sus ojos, y
esperó que ella no pudiera ver la verdad allí, que no pudiera ver lo profundo
de sus sentimientos por ella, cómo este momento lo estaba destruyendo.
—Pero si ni siquiera te agrado —, susurró ella.
Dios, cómo deseaba que eso fuera verdad. Cómo deseaba que las
mentiras que se había dicho a sí mismo a lo largo de los años para proteger
su corazón no se estuvieran burlando de él ahora.
Tentativamente, ella levantó la mano y se la puso en la mandíbula, y
maldijo a quienquiera que decidiera hace tiempo que las mujeres y los
hombres debían llevar guantes en estas malditas citas. Quería sentir el calor
de su piel en la suya. Quería conocer la suavidad de su palma. Otra vez esa
palabra, y sin importar su forma, querer, deseaba, anhelaba, le hacía tener
pensamientos idiotas y hacer cosas estúpidas. Como asegurarse de que
pasaría el resto de su vida en brazos de otro.
—Te burlas de mí sin piedad —. La aspereza habitual de su voz se
había vuelto más grave y le produjo un cosquilleo que le recorrió la espina
dorsal, y luchó por no imaginarse cómo sonarían sus gritos de garganta
profunda cuando se perdía en el éxtasis, cómo podrían hacer que un hombre
perdiera el control de sí mismo, cómo sus propios gemidos roncos podrían
complementar el crescendo.
—¿No tienes nada que decir en tu defensa? —, preguntó ella.
—No tengo defensa—. Excepto continuar con su estupidez y bajar su
boca hasta la de ella.
Por supuesto, era un error, pero entonces cada aspecto de esta noche lo
era. Nunca debería haber bailado el vals con ella porque ahora sus brazos se
sentían más vacíos cuando ella no estaba en ellos. También pagaría un
precio por el beso. Sólo que aún no sabía cuál sería el precio exacto.
Cuando la instó a que se abriera a él, ella no dudó en separar los labios,
en acoger el empuje de su lengua, para que pudiera explorar los contornos
ocultos, para que pudiera saborearla plenamente. Apoyó una mano en la
base de su cráneo y la otra en su espalda, de modo que ella quedó tan
pegada a él que, aunque la luna bajara al jardín, ni una pizca de su luz se
filtraría entre ellos.
Sus dedos rozaron su nuca y luego subieron ligeramente para
arremolinarse en su pelo, mientras su boca se movía provocativamente
sobre la de él. No era una señorita tímida, ni una doncella quejumbrosa.
Aunque de vez en cuando sonaba un gemido, seguido de un quejido o un
suspiro, mientras se daba un festín.
Dios, la conocía desde hacía años. ¿Cómo no se había dado cuenta de
que la correcta Lady Kathryn podía convertirse en una gata salvaje cuando
se la dejaba suelta? Cuando nadie miraba. Cuando sólo estaban ellos dos.
Cuando hacían cosas que no debían, pero ninguno de los dos lo decía.
Ella confiaba en que él no lo contaría, en que mantendría en secreto esa
falta de etiqueta. Esa confianza era como la más preciada de las joyas, algo
que podría sacar y examinar durante las noches solitarias que se
avecinaban. Y habría noches solitarias.
Este beso no era el primer error que cometía en su vida, pero era el que
dejaría tras de sí el arrepentimiento más profundo. Hubiera sido mejor no
haber conocido nunca su sabor, ligero como el champán, rico y dulce, y la
rapidez con la que se fundía con él, encajando tan perfectamente, como si
sus cuerpos hubieran sido diseñados el uno para el otro.
Deseó poder abrazarla para siempre. Pero ese honor correspondería a
otro hombre. Y como así sería, no podía tomarse más libertades.
Apartó su boca de la de ella y la recorrió a lo largo de su garganta,
metiéndola justo debajo de su mandíbula, donde podía sentir el latido
errático de su corazón. Subió un poco más para mordisquearle el lóbulo
antes de delinear la delicada concha. —Encontrarás la felicidad con él.
Entonces lord Griffith Stanwick, segundo hijo, que nunca se había
negado a sí mismo nada de lo que deseaba, se alejó a grandes zancadas,
negándose a sí mismo lo único que había deseado de verdad.
CAPÍTULO 09

A la mañana siguiente, Kathryn estaba tumbada en la cama, mirando al


techo, como hacía desde que se había acostado la noche anterior. No podía
dejar de pensar en lo que había ocurrido en el jardín.
Mientras Griff profundizaba en el beso y exploraba los confines que
hasta entonces no habían sido tocados por ningún caballero, él gemía, un
lamento grave que le recordó a la forma en que ella respondía cuando
mordía por primera vez un nuevo y delicioso dulce de chocolate. Como si
nada anterior hubiera sido tan sabroso, como si nada posterior pudiera
usurpar la exquisita satisfacción que provocaba. Todo lo abarca,
exhaustivamente embriagador. Más. Siempre quería más, satisfacía sus
deseos.
Parecía que él había sido de la misma opinión. Si una vez se habían
enfrentado con palabras, anoche lo habían hecho con la lengua en un
encuentro mucho más amistoso. Él avanzaba, se retiraba. Cuando le siguió,
él la atrapó y la chupó suavemente, provocativamente. Nunca había
imaginado que un beso abarcaría tantas texturas diferentes (áspera, sedosa,
suave, granulada) ni tanta variedad de movimientos (lentos, rápidos, suaves,
enérgicos).
Nunca había querido que terminara.
Pero así fue. Él simplemente se había marchado, dejándola sola en el
oscuro jardín, deseando que volviera, llamándole, cambiado para siempre.
¿Cómo era posible que, después de darle un beso tan abrasador, pudiera
seguir adelante sin mirar atrás? Se había sentido herida, enfadada y confusa.
Las emociones se habían apoderado de ella y había tardado varios minutos
en recuperar la calma.
Volvió al salón de baile, donde Kingsland la saludó de inmediato y le
pidió otro baile. Mientras la paseaba por la pista, su mente había estado
buscando alguna explicación para sus labios hinchados y aún palpitantes, en
caso de que él preguntara. Tenía la sensación de que su pelo no estaba tan
ordenado como cuando puso la excusa de que necesitaba aire fresco, pero
los rizos sueltos se los podía achacar a la brisa. Su corazón palpitaba
rápidamente, errático, cuando se apresuró a reunirse con él. Pero él no le
preguntó nada, no le reveló nada de lo que pensaba. Se limitó a estudiarla
con una astucia que daba a entender que se creía capaz de descifrarla sólo
con la mirada. Sin embargo, mantuvo sus pensamientos y sentimientos bajo
llave. Ahora le preocupaba que pudiera hacerlo durante el resto de su vida.
Que él nunca la conociera de verdad.
Sus padres no cabían en sí de gozo, habían sonreído alegremente en el
carruaje durante el viaje de vuelta a casa y habían reflexionado sobre lo
contenta que habría estado su abuela de saber que Kathryn había
conseguido un duque. Ella sería duquesa.
—Creo que tiene otras pruebas que debo superar—, había comentado
distraída, con la esperanza de mitigar cualquier decepción que pudieran
sentir si las cosas se torcían. No podía soportar su entusiasmo por algo que
ella misma no había logrado.
¿Por qué lo había hecho Griff? ¿Por qué había escrito al duque? ¿Por
qué la había besado? Necesitaba respuestas, comprender mejor sus
motivaciones. ¿Qué ganaría él? ¿Había empezado a interesarse por ella
como ella por él? El beso había dado a entender que se sentía atraído por
ella, pero si la quería, ¿por qué dársela a otro? Nunca había pensado que él
fuera altruista. Aunque él había afirmado saber lo que era desear, ¿era razón
suficiente para ponerla en manos de otro? Tenía que verle, tenía que saber
exactamente cuáles eran sus sentimientos hacia ella. De lo contrario, ¿cómo
podría pedirle a su corazón que aceptara al duque?
Tras echar las sábanas hacia atrás, tiró de la manivela para llamar a su
doncella. Al cabo de una hora, se dirigió a desayunar.
Al entrar en el pequeño comedor, no sabía si llegaría a acostumbrarse a
las risitas de sus padres. Reían como colegiales, por el amor de Dios. Su
madre se sentaba ahora a la derecha de su padre, en lugar de a kilómetros de
él, un lugar a los pies de la mesa que había ocupado durante años.
—Hola, cariño—, dijo su madre, levantando la vista y viéndola. Parecía
extraordinariamente feliz. Kathryn se alegró de ello. —¿Has dormido bien?
—La verdad es que no. Demasiada emoción, supongo—. Un beso que
la había dejado con ganas de más.
Después de llenar un plato con una amplia selección de carne, huevos y
quesos del aparador, se unió a sus padres en la mesa, tomando asiento frente
a su madre.
—Kingsland es un buen tipo—, dijo su padre. —Mencionó que vendría
a verte esta tarde. Quiere llevarte a dar un paseo en carruaje por el parque,
creo.
Debería estar encantada con la perspectiva de ser cortejada
adecuadamente, debería estar encantada con la perspectiva de él. En
cambio, Griff ocupaba cada pensamiento, cada rincón de su mente.
—No estés tan triste, querida—, dijo su madre. — Eres la comidilla de
la alta sociedad. No sabes cuántas felicitaciones en tu nombre recibí
anoche.
Pero no dudaba de que su madre lo intentaría.
—Me atrevería a decir que no tantas como las de Lord Griffith
Stanwick—, dijo su padre con un poco de testarudez.
La curiosidad se apoderó de ella e inmediatamente se animó. —¿Qué
ha hecho para ganarse las felicitaciones?
— Se hizo rico como un salteador de caminos en la apuesta que hizo en
White's y muy posiblemente también en otros clubes.
Un escalofrío empezó a recorrerle la espalda, como la escarcha en el
borde de una ventana antes de cubrirla por completo. Se lamió los labios y
tragó saliva. —¿Qué apuesta era ésa?
—Predijo que Kingsland te elegiría a ti por encima de todas las demás.
***

Mientras el carruaje recorría las calles, la furia de Kathryn hervía a


fuego lento. No había ayudado a calmar su temperamento que su padre
explicara que todos habían pensado que era una apuesta tonta, pero el
segundo hijo de Wolfford era conocido por apostar tontamente. Por lo tanto,
muchos le habían tomado la palabra, sin creer que ella sería la elegida. Pero
lo había sido. ¿Qué más había puesto precisamente en la carta que
Kingsland podría haber omitido al haber compartido parte de lo que Griff
había escrito?
¿Era la culpa lo que le había llevado al jardín? ¿Era el beso el resultado
de la alegría de un hombre que había conseguido tanto con tan poco? Ahora
veía sus palabras de despedida más como un intento de convencerse a sí
mismo que a ella, tal vez para aliviar su culpa, para asegurarse a sí mismo
que no le había hecho un flaco favor.
El canalla. El estafador sin paliativos. El bastardo que se había
aprovechado de su buena suerte. Ya no importaba que él fuera el
responsable. Creía que lo había hecho porque se preocupaba por ella. Como
siempre, él sólo se preocupaba por sí mismo. Y había encontrado una
manera fácil de llenarse los bolsillos.
Ahora respondería ante ella.
El carruaje se detuvo frente a la residencia del duque de Wolfford.
—No hace falta que me acompañes dentro—, le dijo a la criada que le
servía de carabina. —No tardaré mucho.
Su lacayo bajo, abrió la puerta, bajo los escalones y le tendió la mano.
Su justa indignación brilló en su interior mientras descendía y subía las
anchas escaleras de piedra. En la puerta, dio un fuerte golpe con los nudillos
enguantados, sin utilizar la aldaba porque necesitaba ese contacto físico y
estaba preparando el puño para su encuentro con la nariz de Griff.
La puerta se abrió y el mayordomo la hizo pasar. —Lady Kathryn,
avisaré a Lady Althea de que está usted aquí—. Su tono era el de alguien de
luto.
—En realidad he venido a ver a Lord Griffith.
—Me temo que no está en casa.
Claro que no. Sin duda estaba fuera gastando sus ganancias mal
habidas, el muy canalla.
—Entonces, sí, por favor, Lady Althea. — Su amiga iba a estar
horrorizada por las acciones de su hermano.
Apenas pasaron un par de minutos cuando Althea se precipitó hacia ella
con los ojos rojos e hinchados, el pelo desordenado y el rostro pálido y
demacrado. Estrujaba un pañuelo de seda entre las manos, con el ceño
profundamente fruncido. —Has venido. ¿Cómo sabías que tenías que venir?
¿Dónde te has enterado? ¿Está ya por todo Londres?
Kathryn negó con la cabeza. —Lo siento, no estoy segura de lo que
estás hablando. He venido a hablar con Griff de la maldita apuesta que hizo
sobre a quién elegiría Kingsland.
—Entonces no te has enterado.
—¿Enterarme de que, precisamente?
—Mi padre y mis hermanos han sido arrestados por traición.
CAPÍTULO 10

20 de abril de 1874
Su respiración áspera, pesada y dificultosa, su corazón palpitante,
corría, corría, pero no parecía ir a ninguna parte. Todo era una negrura de
tinta, pero más allá... seguramente había algo más allá... si tan sólo
pudiera alcanzarlo. Ella estaba más allá, si pudiera alcanzarla.
De pronto se encontró en una habitación, sentado en una silla dura,
con las manos atadas a la espalda, rodeado de sombras. La luz le
iluminaba, y el brillo le hizo entrecerrar los ojos. ¿De dónde procedía? No
había lámparas, ni ventanas. Nada. Sólo él, la silla y las sombras.
—Danos los nombres.
—¿De quién?
—¿Quién más está involucrado?
—¿Involucrados en qué, precisamente
—¿Cuántos son?
—No tengo ni la más remota idea de a qué demonios se refiere.
—¿Esperas que creamos que no sabías nada del complot?
—¿Qué complot?
La negrura volvió, y estaba corriendo de nuevo. Con Althea. Tenía que
protegerla. Ella se convirtió en su deber, su responsabilidad. Sólo que ella
no lo necesitaba, tenía sus propios planes. Aun así, él la alcanzó...
Pero ella se desvaneció.
Marcus apareció. Secretos, engaños, peligro. El heredero, que ya no
era heredero, desapareció.
Dejándolo solo para enfrentar las consecuencias. Siempre solo.
Siempre…
Griff se despertó de un tirón, sacudiéndose la pesadilla como un perro
se sacude el agua después de salir de un arroyo. Pero la realidad seguía
persiguiéndole mientras se restregaba las manos por la cara, luchando por
volver al presente y salir del pasado.
Habían pasado diez meses desde que él y Marcus habían sido llevados a
la Torre porque las autoridades creían que estaban implicados en un
complot para asesinar a Su Majestad, la Reina. Un complot en el que,
resultó, había participado el Duque de Wolfford. No había ido a ver a su
amante todas las noches. Se había estado reuniendo con sus compañeros
conspiradores. Aunque su padre no había actuado solo, había sido el único
capturado. Habían sido necesarias dos semanas de interrogatorios diarios
antes de que Griff y Marcus consiguieran convencer al Ministro del Interior
de su inocencia, de su total ignorancia respecto a la traición en la que se
había involucrado su padre.
Después de todo este tiempo, a Griff aún le resultaba difícil creer que
su padre hubiera sido capaz de tales maquinaciones y que hubiera intentado
colocar a otra persona en el trono. Pero, al parecer, había un aspecto oscuro
y peligroso en su padre del que ninguno de ellos sabía nada. Tras ser
declarado culpable de traición, el duque de Wolfford había permanecido en
un patíbulo mientras le colocaban la soga alrededor del cuello. Gracias a
Dios, la ley ya no permitía los ahorcamientos públicos. Resultaba irónico
que en 1870 su padre hubiera votado en contra del proyecto de ley que
suprimía el ahorcamiento de los traidores. Su aprobación le había evitado
una muerte más espantosa. Poco después de su ejecución, la Corona había
confiscado los títulos y propiedades del duque y había dejado a Griff y a su
familia sin nada más que la ropa que llevaban puesta y las pocas
pertenencias que habían conseguido reunir antes de ser desalojados de la
residencia. La verdad del duque había roto el corazón de su madre, que
había fallecido arruinada y desesperada. La familia y los amigos los habían
abandonado, y habían sido abandonados a su suerte. Incluso Chadbourne le
había dado la espalda a Althea y había roto el compromiso, lo que había
provocado que la Sociedad la rechazara por completo.
Trabajando en la sombra, Marcus estaba decidido a recuperar el honor
de la familia descubriendo quién más había participado en el complot para
acabar con la reina Victoria. Durante unos meses Griff se había unido a la
búsqueda, pero hacía poco que había perdido la paciencia con ella y había
decidido que sus esfuerzos estarían mejor invertidos en asegurarse de que
podía aportar fondos cuando fuera necesario. Poco dinero se ganaba con
esfuerzos clandestinos.
Se levantó de la cama, el único mueble que había en la habitación, y se
puso los pantalones. Sus inversiones por fin habían dado fruto y le habían
proporcionado el dinero suficiente para comprar el edificio que quería, pero
necesitaba más para convertirlo en lo que había imaginado. Y sabía de
dónde sacarlo.
Sus clubes habían cancelado sus afiliaciones, le habían negado la
entrada. Pero un soberano bien colocado en la palma de la mano de un
empleado de confianza le había conseguido lo que necesitaba.
Metiendo la mano en el bolsillo de su abrigo, sacó el papelito en el que
figuraba el nombre de todos los malditos lores que habían apostado contra
su predicción de que el duque de Kingsland elegiría a lady Kathryn
Lambert como la mujer a la que cortejaría con intención de casarse. Aunque
pagar la deuda de una apuesta era una cuestión de honor, parecía que los
caballeros no estaban obligados a honrar esas deudas cuando se las debían
al hijo de un traidor. El dinero les habría venido muy bien cuando él y sus
hermanos se habían quedado sin nada.
Ahora esos mismos señores y caballeros que le habían dado la espalda,
que se habían negado a cumplir sus apuestas, iban a aprender que al final el
diablo siempre recibía lo que le correspondía, con intereses.

***
La noche siguiente
A Kathryn siempre le había gustado el teatro y, desde el pasado mes de
junio, se había convertido en una asidua del palco de Kingsland. Asistir a
las obras era una de las pocas cosas que hacían con cierta regularidad,
aunque ahora, sentada a su lado, con su criada haciendo de carabina y
acomodada en una silla detrás de ella, se preguntaba si la traía aquí porque
así no era necesario conversar mucho. Siempre estaba tan absorta en las
representaciones que mantenía con facilidad la tranquilidad que él decía
preferir. En las raras ocasiones en que le echaba un vistazo, veía a un
hombre que parecía distante, distraído, como si se dedicara a hacer sumas
mentalmente.
Habían asistido juntos a algunas cenas y él había mantenido la
conversación con facilidad, pero sospechaba que, después de casarse y estar
los dos solos a la mesa, él se dedicaría a rumiar sus asuntos de negocios en
lugar de hablar de los intereses de ella o de cómo habría pasado el día. No
es que necesitara ser el centro de su mundo o el foco de su atención. Había
aceptado que el suyo no sería un matrimonio por amor, pero en la
aristocracia no se requería amor para un matrimonio bien avenido.
—¿Pasa algo? Pareces distraída.
Con un sobresalto, miró al hombre con el que iba a casarse, si es que
alguna vez llegaba a preguntárselo. Si ella insistía en que lo hiciera. Desde
que pronunció su nombre, habían pasado relativamente poco tiempo juntos.
Él había estado un tiempo en Francia, Bélgica e incluso América, y acababa
de regresar de Escocia el día anterior. Parecía que sus negocios le llevaban
por todo el mundo. Sin embargo, siempre que él estaba fuera, ella recibía
pequeñas muestras que indicaban que pensaba en ella: flores, bombones,
una invitación para utilizar su palco cuando empezaba una nueva obra. No
le enviaba nada que no pudiera aceptar. Aun así, habría preferido una carta
en la que le contara los detalles de sus viajes. Pero al no haber recibido
ninguna, parecía que deberían haber tenido mucho de qué hablar cada vez
que él regresaba, y sin embargo estaba cada vez más cansada de tener que
preguntarle cómo le había ido el viaje, sobre todo cuando su respuesta era
siempre —Simplemente lleno de aburridos asuntos.
A veces se preguntaba si él la consideraba un asunto aburrido.
Empezaba a sospechar que no quería una esposa tranquila, sino más
bien ausente. Lo único que realmente le pedía era un heredero. Podría
haberse ofendido, pero no era una hipócrita. Ella también le estaba
utilizando para conseguir lo que quería. Ciertamente, entre ellos no surgiría
ninguna pasión loca. Tendría que encontrar la pasión en otra parte, con otras
cosas. Con ese fin, se había involucrado en varias actividades benéficas,
interesándose especialmente en mejorar la vida de las mujeres
desfavorecidas.
—Simplemente estoy reflexionando esta noche. Pareces igual de
preocupado.
—Te pido disculpas. Tengo la oportunidad de comprar una mina de
carbón en Yorkshire. Me temo que he estado pensando en las ventajas y
desventajas.
—¿Cuál va ganando?
Esbozó una sonrisa. —De momento, están igualadas, aunque
probablemente necesitaré hacer un viaje a Yorkshire en un futuro próximo
para asegurarme de que tengo toda la información a mano para tomar mi
decisión.
—Cuando tengas esposa, ¿la llevarás contigo en tus viajes?
—Desde luego, no te impediría que vinieras conmigo, aunque podría
resultarte una experiencia solitaria, ya que gran parte de mi tiempo estaría
ocupado con los asuntos urgentes que motivaron el viaje.
Se le revolvió el estómago cuando le dijo que sería su esposa. Lo hacía
a menudo, insinuaba que se convertiría en su duquesa, pero no tenían
ningún acuerdo formal. No había hablado con su padre. —Realmente no
ves a una esposa como parte de tu vida, ¿verdad?
—No te veré como mi vida, pero sin duda serás parte de ella. Aquel día
en el parque, no me pareciste una mujer que necesite mimos.
—Aun así, a una mujer le gusta sentir que la quieren.
—No me dignaría a casarme con una mujer si no la quisiera.
Se preguntó por qué sus palabras no la reconfortaban, por qué no podía
imaginarse perdiéndose en su beso en el jardín o sintiéndose
desgraciadamente herida si él la decepcionaba haciendo una apuesta que la
involucrara.
No había visto a Griff desde aquella noche en el jardín de Kingsland.
Apenas había visto a Althea. Había estado con su amiga aquella fatídica
mañana, cuando fue a enfrentarse a Griff. Había abrazado a Althea mientras
lloraba, le había frotado la espalda mientras temblaba y le había asegurado
que todo había sido un terrible error, que se solucionaría rápidamente y que
todo volvería a la normalidad en poco tiempo.
Sin embargo, cuando regresó a casa a primera hora de la tarde, la
noticia de las transgresiones del duque y las sospechas sobre la implicación
de sus hijos se habían extendido por todo Londres. Su padre le había
prohibido volver a relacionarse con lady Althea Stanwick. Cuando una hija
vive bajo el techo de su padre y no tiene medios para adquirir el suyo
propio, no le queda más remedio que obedecer sus dictados.
Había conseguido visitar en secreto a Althea un par de veces, pero
después de que el padre de su amiga fuera ahorcado por traición, Althea y
sus hermanos habían desaparecido. Había sido muy triste no saber nada de
ellos y preguntarse cómo estarían. Pero hacía varias semanas, su amiga
había vuelto a su vida, después de que se hubiera involucrado con Benedict
Trewlove, el recién nombrado conde de Tewksbury. Se habían casado
recientemente y se encontraban en Escocia. Ni Marcus ni Griff habían
asistido a la boda, y Althea era reacia a compartir cualquier noticia sobre
ellos, aparte de asegurarle que estaban bien, aunque no fácilmente
accesibles.
—Tienes todo el derecho a estar molesta por mis frecuentes ausencias
—, dijo ahora el duque.
Pero ése era el quid de la cuestión. A ella no le molestaban lo más
mínimo. Mientras él estaba fuera, ella no lo echaba de menos, no se
preguntaba qué estaría haciendo. Era ridículo que sus pensamientos a
menudo se desviaran hacia Griff, y se preguntara si estaba bien, si estaba
vagando por las calles o disfrutando de una pinta en un pub. A pesar de su
enfado con él por lo de la apuesta, no podía dejar de preocuparse por él, de
preguntarse cómo le habrían afectado las acciones de su padre.
—Sin embargo, te aseguro—, continuó el duque, —que nada me
distraerá...
—¿Rey?
Inmediatamente desvió su atención de ella hacia el joven que había
entrado en su palco. —Lawrence, no sabía que tuvieras interés en
acompañarnos esta noche.
—No, pero estoy en un apuro y Pettypeace me informó de que te
encontraría aquí.
—¿Cuánto?
Oyó en su tono que este asunto era una conversación frecuente entre él
y su hermano, el que una vez le había dicho que consideraba más
importante que él mismo.
Lord Lawrence se agachó para estar al mismo nivel que Kingsland. —
Mil.
—¿Has perdido mil libras después de sólo unas horas en un garito de
juego esta noche? Por Dios, Lawrence, eso es totalmente inaceptable.
—No, no, ni siquiera he estado en el garito de juego todavía. Es esa
maldita apuesta que hice con Griffith Stanwick la temporada pasada.
El corazón de Kathryn dio un golpe salvaje ante la mención de Griff. Y
la mención de una apuesta de la temporada pasada. ¿Podría estar
refiriéndose a otra apuesta que no fuera la horrible que la involucraba a
ella? ¿Por qué Griff la cobraba ahora?
—Ha salido de las sombras, ¿verdad?
—Para cobrar lo que se le debe, sí.
—¿No has llegado ya a un acuerdo con él? Pagar una apuesta perdida
es una cuestión de honor.
—Nadie le pagó. Su padre era un traidor, y todos acordamos que eso
anulaba el asunto.
¿Así que todo este tiempo, Griff no había tenido acceso al dinero que
había ganado? Eso no disminuía su enfado con él por haber hecho la
maldita apuesta en primer lugar, pero sí servía para enfadarla con los que no
habían pagado. Por lo que Althea le había contado, sabía que todos habían
estado en una situación financiera desesperada tras ser expulsados de
Mayfair. Se habían visto relegados a vivir en la periferia, a trabajar de
verdad para sobrevivir.
—El remordimiento parece llegar tarde, ¿qué te hizo cambiar de
opinión sobre pagar lo que debías? —. preguntó Kingsland.
—Está amenazando con daños corporales o con revelar secretos que
algunos no quieren que se revelen.
Aquello no se parecía en nada al Griffith Stanwick que conocía, un
hombre que sonreía y reía con facilidad.
—¿Cuál se aplica a ti?
—¿Acaso importa?
Observó cómo Kingsland escudriñaba a su hermano pequeño, otro
ejemplo de repuesto que siempre tendía la mano. No era de extrañar que su
abuela le hubiera advertido que no se casara con uno.
El duque soltó un largo suspiro. —Dile a Pettypeace que te dé lo que
necesitas.
—Tu secretaria no va a entregarme nada contundente a menos que yo
conozca la palabra secreta que los dos utilizan para indicar que estás
dispuesto a abrirme tus arcas. O tenga una nota con tu firma que indique
que apruebas que yo disponga de los fondos.
El duque sacó un pequeño cuaderno y un diminuto lápiz del interior de
su chaqueta, garabateó algo, arrancó la hoja y se lo tendió a su hermano.
—Gracias—, dijo Lawrence en voz baja antes de enderezarse. Fue
entonces cuando la saludó. —Lady Kathryn, disculpe que haya
interrumpido su velada. Disfrute de la representación.
Con eso, el joven señor se marchó, sin darle tiempo a preguntarle si
sabía dónde podía encontrar a Griff y si tenía buen aspecto. No es que
hubiera revelado tanto de sus pensamientos y sentimientos, sobre todo
porque no quería que Kingsland dudara de su devoción por él, aunque ella
misma lo dudara.
Las luces del teatro comenzaron a atenuarse hasta que sólo las que
iluminaban el escenario proporcionaron un resplandor significativo. Las
cortinas se descorrieron para mostrar a varios actores en un bosque.
—¿Ha tenido noticias del Sr. Griffith Stanwick?
Dirigió su atención a Kingsland. —No, no. No tendría motivos para
hacerme una visita o mantener correspondencia. Ciertamente no hice una
apuesta con él.
—Supuse que, como amiga de su hermana, sabrías cómo ha
sobrellevado la traición de su padre a la Corona.
—Ni siquiera estoy segura de que ella sepa en qué está metido estos
días. No puedo creer que amenazara a tu hermano.
—Los caballeros nos tomamos nuestras apuestas muy en serio. Algunos
se han batido en duelo por el honor asociado a ellas.
—No fue muy deportivo por tu parte no avisar a tu hermano de a quién
habías elegido para que no perdiera dinero en esa ridícula apuesta—. Sintió
que la ira y el dolor volvían a aflorar al recordar la razón por la que Griff la
había ayudado.
El duque se inclinó hacia ella. —¿Conoces los detalles de la apuesta a
la que se refería?
Su voz era baja, pero no percibió intimidad en ella y no supo si había
callado por respeto a ella o para no molestar a los que estaban sentados en
los balcones cercanos. —Supongo que se refiere al que predijo que me
elegirías. Mi padre me lo contó. ¿Hicisteis una apuesta al respecto?
—No sería ético por mi parte hacerlo cuando era yo quien determinaría
el resultado. También habría sido injusto decírselo a mi hermano. Sabiendo
lo que se estaba escrito en el libro de apuestas de White's, me guardé mi
decisión, no se lo dije a nadie, ni siquiera a mis mejores compañeros.
—Ah, sí, claro—. Juntó las manos en su regazo. —No sabía que no
había cobrado. ¿Le habrías pagado si nadie lo hubiera hecho?
—Siempre honro mis deudas. Me pregunto dónde se habrá metido.
Ella también se lo preguntaba y luego maldijo su maldita curiosidad.
Estaba pasando la velada con un hombre que nunca se había aprovechado
de lo que sabía de ella en beneficio propio. El Sr. Griffith Stanwick no
debería ocupar sus pensamientos. Sin embargo, parecía incapaz de no
pensar en él.
Después de su breve conversación sobre la apuesta, vieron la obra en
silencio y regresaron a casa sin mediar palabra. Cuando llegaron a la
mansión, él le pidió que esperara con él un momento para hablar en voz
baja mientras su criada entraba en la residencia. Pero no le dijo nada. Le dio
un beso. Un beso breve, un simple roce de sus labios con los de ella, pero
era la primera vez que se tomaba tales libertades. No podía negar que su
corazón se había acelerado, pero no sintió ningún revoloteo en el estómago,
ni le temblaron las rodillas, ni se le doblaron los dedos de los pies... ninguna
de las sensaciones viscerales que había experimentado cuando Griff la había
besado, pero el suyo había sido el beso de un canalla, no de un caballero.
Si fuera sensata, se desharía de todos los recuerdos que tuviera de
Griffith Stanwick. Desde luego, no debía esforzarse en comparar al duque
con él.
CAPÍTULO 11

1 de junio de 1874
Seis semanas más tarde, sin baile ni velada programada para la noche,
Kingsland en Yorkshire, como había predicho, y sus padres de visita en
París, Kathryn fue al Club Elysium, un garito de juego para damas... o al
menos las damas suponían que estaba cerca de ser uno que rivalizaba con
los que frecuentaban los hombres de sus vidas. Kathryn sospechaba que era
un poco más elegante que su homólogo para hombres, porque no se parecía
en nada a su idea de un garito de juego. Pero Aiden Trewlove se había
esmerado en asegurarse de que su establecimiento reflejara las fantasías de
las mujeres.
La sala de juego estaba suavemente iluminada. Unos apuestos
caballeros en traje de noche deambulaban por ella ofreciendo consejos
sobre estrategia, un ligero toque en el hombro o simplemente una sonrisa.
Otras salas ofrecían diferentes entretenimientos, comida, baile, masaje en
los pies, pero Kathryn prefería ésta porque, aunque de vez en cuando
flirteaban, los caballeros no prestaban tanta atención como para distraer, y
entre aquellas paredes nunca reinaba el silencio más absoluto. El tintineo de
los dados, las ruedas giratorias y el barajar de las cartas creaban una
cacofonía que servía de telón de fondo para los cotilleos que a menudo se
compartían durante el juego.
Su juego favorito era el veintiuno. Las reglas eran sencillas: acumular
cartas, esforzarse por alcanzar un valor de veintiuno o lo más cercano
posible sin pasarse. Se había hecho socia poco después de la fatídica noche
en que Kingsland anunció su nombre. Había oído hablar del club, había
sentido curiosidad por él y había decidido que, si iba a casarse pronto,
debería hacer todo lo que siempre había querido antes de intercambiar
votos, por si su marido tenía objeciones a que su esposa se entretuviera de
una forma tan escandalosa. Ahora, sin embargo, sospechaba que podría
seguir viniendo aquí y a él no le importaría lo más mínimo. Su matrimonio
se parecería mucho al que tuvieron sus padres antes de enamorarse. No se
imaginaba a Kingsland aplastándola contra las paredes y devorándola. Aún
no le había parecido un hombre que perdiera el control de sí mismo o de
una situación.
—¿Lady Kathryn?
Miró al crupier, estudió sus cartas y asintió. —Sí, tomaré otra.
Luego sonrió cuando la carta que le repartió la dejó a dos de veintiuno.
—Pararé aquí.
Pasó a la dama que estaba a su lado, una que llevaba una máscara de
dominó. Algunos de los miembros preferían un disfraz porque por diversas
razones querían mantener su identidad en secreto, pero a Kathryn no le
importaba quién supiera que estaba aquí. No iba a escabullirse como si se
avergonzara de su comportamiento cuando no era así. Lo único que podía
afirmar con certeza respecto a su relación con Kingsland era que reflejaba
una honestidad que le aseguraba que nunca tendría que fingir ser otra cosa
que como era.
—¿Has encontrado a alguien que te recomiende? — Lady Prudence,
sentada al lado de Kathryn le dijo sotto voce a Lady Caroline, que estaba
sentada al otro lado de Lady Prudence.
—Lo he hecho, sí.
—¿Crees que me recomendaría?
—Te recomendaré si consigo ser miembro.
—¿De qué están hablando? — preguntó Kathryn, sabiendo que era de
mala educación escuchar a escondidas, pero su atención se vio atraída por la
parte de la conversación relativa a las recomendaciones.
Ambas se sobresaltaron y pusieron cara de culpabilidad. Se estudiaron
mutuamente durante un minuto antes de asentir finalmente. Lady Prudence
se inclinó hacia Kathryn y susurró tan bajo que casi no la oyó. —Hay un
nuevo club.
Su corazón dio un vuelco mientras la sospecha se apoderaba de ella.
Griff debería tener fondos después de cobrar su apuesta. Podría haber
conseguido lo suficiente para comprar el edificio que quería. —¿Qué clase
de club?
Lady Prudence miró a su alrededor como si temiera ser espiada, ser
sorprendida haciendo lo que no debía. —Es un lugar donde hombres y
mujeres se reúnen para... compañerismo. Pero los miembros son muy
exclusivos y sólo te admiten por recomendación de otra persona—. Una vez
más, su mirada recorrió la habitación. Aparentemente satisfecha con sus
observaciones, acercó su boca al oído de Kathryn. —Y debes hacer un
juramento de no divulgar lo que ocurre dentro o a quién ves allí. Y lo que es
más importante, a quién ves juntos. Oí que una dama no hizo honor al
juramento, empezó a cuchichear sobre un caballero en compañía de una
dama que estaba siendo cortejada por otro... y la infractora se despertó y
encontró al dueño del club en su alcoba amenazándola con ver arruinada su
reputación si no cesaba con los cotilleos.
Kathryn parecía incapaz de dejar de mirar, de encontrar una respuesta
adecuada. Todo aquello le resultaba muy, muy familiar, excepto la idea de
Griff irrumpiendo en la alcoba de una mujer para amenazar con represalias.
En primer lugar, él no tendría las habilidades necesarias para entrar en una
residencia cerrada por la noche, y en segundo lugar, él no era de los que
amenazan. No en serio. En todo caso, estaría bromeando.
—Escandaloso, lo sé, que exista un lugar así—, murmuró Lady
Prudence cuando no respondió. —Por no hablar de colarse en la alcoba de
una dama.
Sin embargo, no se trataba del escándalo del lugar, sino más bien del
hecho de que sabía que poseer un negocio así había sido el sueño de Griff.
Incluso conocía el edificio que él había querido comprar, había pasado
varias veces desde después de su visita nocturna al mismo. La última vez
que lo hizo, todavía parecía estar en venta. Pero de eso hacía ya un par de
meses. —¿Quién es el propietario?
Los ojos de Lady Prudence se abrieron de par en par con regocijo. —
Este es el quid de la cuestión. Sólo los socios lo saben, y no son chismosos.
Es todo tan deliciosamente misterioso y de tan mala reputación.
—Señoras, ¿van a seguir jugando?
Kathryn dirigió su atención al crupier, notando al hacerlo que había
revelado sus cartas, la suma que había alcanzado era superior a veintiuno.
Sus ganancias ya estaban delante de ella. Sacudió la cabeza. —Creo que
voy a dejarlo por hoy.
Después de recoger sus fichas, se levantó, empezó a apartarse, se
detuvo y bajó hasta el oído de Lady Prudence para poder hacer una discreta
pregunta. —¿Tiene nombre este establecimiento?
—The Fair and Spare. Pero no se le permitirá entrar si su nombre no
está en la lista. Y sus miembros son tan secretos que es muy difícil
averiguar a quién puedes pedir que te patrocine.
—No necesitaré un padrino—. Ni una recomendación, ni su nombre en
una lista.
Mientras se dirigía a la puerta, sabía que nada en la tierra de Dios iba a
impedirle entrar.

***

Desde lo alto de las escaleras, Griff miró por encima de la barandilla y


hacia el abarrotado vestíbulo donde se mezclaban los recién llegados,
esperando a que la mujer que había contratado buscara su nombre en una
lista y verificara su afiliación antes de permitirles el acceso a la parte
principal del edificio. El Fair and Spare había abierto oficialmente quince
días antes, y la noticia se había corrido más rápido de lo que había previsto.
Todos los invitados a la fiesta de la primera noche habían acudido. No había
puesto su nombre en la invitación, pero tampoco había ocultado su
identidad a los que habían cruzado la puerta por curiosidad. De hecho, se
había deleitado perversamente con su sorpresa cuando se dieron cuenta de
que habían acudido a la llamada del hijo del traidor. Se había planteado
operar en secreto, pero había decidido no hacerlo. Ya no iba a dejar que el
legado de su padre lo definiera.
Aunque no podía negar que, en muchos sentidos, le había convertido en
el hombre que era ahora, aferrándose a duras penas a los pocos restos
deshilachados de lo que había sido una vez.
Además, le gustaba ser visible, moverse. Su presencia hacía que la
gente se comportara. Las manos ensangrentadas y llenas de cicatrices eran
una señal ominosa de que ya no era un caballero, y las mantenía a la vista
sin guantes. Cuando caminaba por las habitaciones, la gente lo miraba de
reojo. A él tampoco le importaba. Su presencia le daba dinero. No los
necesitaba como amigos, conocidos o compañeros, prefería que
desconfiaran un poco de él.
Ya no pertenecía a su mundo, no iba a fingir que sí.
Cansado de su ociosidad, del aburrimiento que se instalaba en él por su
inactividad, decidió que era hora de pavonearse por las distintas
habitaciones, acababa de empezar a girarse cuando la divisó.
Entró con la confianza y el porte de una reina, una emperatriz, la
soberana de un dominio extendido ante ella, descansando a sus pies. No
debería habérsele apretado la tripa. Su corazón no debería haber empezado
a galopar salvajemente. No debería haber agradecido su llegada.
Y, sin embargo, sabía que ella vendría si alguna vez oía hablar del
lugar. Después de tanto tiempo, verla era un bálsamo para su alma
destrozada. No es que con palabras, hechos o expresiones fuera a dar
ninguna indicación de ello.
Llevaba un vestido verde esmeralda que nunca había visto, pero sabía
que sus ojos reflejaban el tono. Gloriosamente oscuros, gloriosamente ricos.
Como si fuera especial, que Dios le ayudara si no la consideraba así,
pasó junto a la fila de personas que confirmaban su afiliación y se adentró
en el vestíbulo hasta que un tipo corpulento, al que había contratado para
mantener el orden, bloqueó su paso. Había visto a varios hombres palidecer
notablemente cuando Billy se ponía delante de ellos, pero ella se limitó a
arquear una ceja como si su presencia fuera una molestia. Dios, le
encantaba que no se sintiera intimidada por un hombre que podría partirla
por la mitad, pero había tantas cosas que había llegado a admirar de ella,
demasiado tarde para que cualquiera de esas cosas sirviera de algo.
Si hubiera sido inteligente, habría ido a su despacho y cerrado la puerta.
En lugar de eso, empezó a bajar.

***

A Kathryn no le habría sorprendido saber que el hombre que tenía


delante descendía de gigantes. Sin embargo, como acababa de llegar del
Club Elysium, estaba impaciente por saber si lo que sospechaba era cierto y
no pretendía que nadie, gigante o no, se lo impidiera. —Dejadme pasar.
—Primero tienes que ser miembro.
—No soy miembro y no necesito serlo para entrar.
Él parpadeó varias veces, confundido, y pensó que quizá se esforzaba
por traducir sus palabras en algo que tuviera sentido para él, o quizá
simplemente no estaba acostumbrado a que nadie le desafiara. Observó que
un par de caballeros casi se pegaban a la pared para evitar acercarse
demasiado al tipo mientras se dirigían a lo que estaba bastante segura de
que eran las secciones más interesantes del edificio.
—Todo el mundo necesita ser miembro—, dijo por fin, aunque su tono
carecía de verdadera convicción. —Son las normas.
—Yo no. Apártate de mi camino.
—No puedo. Perdería mi trabajo.
—Te aseguro que no lo harás. Ahora hazte a un lado.
—Mire, señorita...
—Está bien, Billy. Déjala pasar.
Odiaba la forma en que esa voz podía dejarla sin aliento. Sin embargo,
el gigante musculoso hizo lo que se le ordenó, y luego su visión se llenó de
Griff, de pie allí en traje de noche formal que le quedaba a la perfección.
Debían de habérselo hecho a medida hacía poco, porque tenía los hombros
más anchos y los brazos más gruesos que la última vez que lo había visto.
Hombros y brazos cuya firmeza conocía porque los había recorrido con los
dedos cuando él la besó en el jardín de Kingsland. Que quisiera volver a
hacerlo era un inconveniente. No había venido aquí a recorrer, besar o tocar.
Había venido a decirle lo que pensaba.
Como si fuera el rey del reino, inclinó ligeramente la cabeza hacia un
lado, como dándole permiso para avanzar, cuando no necesitaba su permiso
para hacer nada. Aun así, dio cuatro pasos hacia él hasta que percibió su
fragancia a ron de especias mezclada con el aroma de la tierra recién cavada
e inhaló su aroma profundamente como si acabara de salir de años de vivir
bajo el océano y por fin se viera libre de él para tomar aire en sus pulmones,
llenándolos hasta casi reventar.
Su pelo era más claro, más largo y se enroscaba en sus enormes
hombros. Su mandíbula estaba ensombrecida por una corta barba, como si
hubieran pasado varias horas desde que se afeitó. Aunque tal vez lo dejara
así a propósito. Le hacía parecer más duro, más peligroso, alguien a tener
en cuenta. Sin embargo, sus ojos tenían el mismo propósito. Ya no
reflejaban un aire desenfadado y burlón. De hecho, le dio la impresión de
que tal vez ya no se reía. Nunca antes se había dado cuenta de lo bien que
conocía cada detalle de él. Cómo la gratificaba y la enfurecía al mismo
tiempo.
—Este establecimiento no está abierto a los que ya están
comprometidas —, dijo en un tono plano y cortante.
—Entonces, supongo que es una suerte el no estar comprometida.
Notó una fisura de ira en aquellos ojos azul grisáceo antes de que él los
entrecerrara. —¿Lo has rechazado?
—Aún no me lo ha pedido.
—Entonces, será mejor que te largues de aquí. No le gustará que estés
en un lugar que fomenta el comportamiento escandaloso.
—¿Por qué debería importarle? — Se acercó un paso. —Tú cosechaste
las recompensas de que me eligiera para cortejarme. Oí que hiciste una
maldita fortuna con tu maldita apuesta.
Su mandíbula se tensó. Qué bien. Que se enfadara. Estaba furiosa. Días,
semanas, meses de furia frustrada creciendo hasta casi explotar. Furia por la
apuesta. Furia porque a menudo se encontraba preocupada por él. Furia
porque probablemente él nunca había pensado en ella, nunca la había
considerado tan importante como para enviarle un mensaje para hacerle
saber que estaba bien. Aumentaba aún más la furia la amarga decepción de
que, de hecho, tuviera las habilidades necesarias para colarse sin ser
detectado en la alcoba de otra persona, pero no se molestara en colarse en la
suya y asegurarle que seguía vivo.
—Creo que tengo derecho a ver cómo te han beneficiado tus ganancias
mal habidas. Creo que tengo derecho a ver si vale la pena lo que me ha
costado.
Parecía como si a le hubiera dado un puñetazo. —¿Qué te ha costado,
Lady Kathryn?
—¿Quieres discutir esto aquí, Sr. Stanwick?
Un puñetazo aún más fuerte, tal vez dos o tres. Su “señor” indicaba que
reconocía que ya no era un lord, pero también reconocía que era la primera
vez que lo veía desde que no lo era.
—Ven conmigo a un lugar más privado. Allí hablaremos de tu
pertenencia.
Supuso que añadió esto último en beneficio de quienes parecían
esforzarse por oír lo que decían con dientes apretados o quizá para dar
cierta legitimidad a que ella le siguiera escaleras arriba. Y le siguió, más
tonta ella. Quería fijarse en todos los cambios que había hecho en el edificio
desde que se lo había enseñado, pero parecía incapaz de concentrarse en
otra cosa que no fuera la anchura de sus hombros, la forma en que su
espalda se estrechaba hasta la cintura. Era delgado y robusto, pero su fuerza
se reflejaba en sus elegantes movimientos.
No estaba muy segura de lo que revelaba su expresión, pero los que
bajaban las escaleras se detuvieron para apoyarse contra la pared. Sospechó
que fue su paso pesado lo que hizo que los que subían delante de ellos
acelerasen el paso y se apresurasen a llegar a su destino.
En el rellano, esperó a que ella lo alcanzara antes de continuar por el
pasillo. Saludó con la cabeza a las pocas personas que reconoció y estaba
relativamente segura de que Kingsland se enteraría de su visita, a pesar de
que se suponía que nada de lo que ocurría entre estos muros debía
susurrarse más allá de ellos. Algunos cotilleos eran demasiado tentadores
como para no compartirlos. Para ser sincera, no le importaría ver al duque
mostrar una chispa de celos.
Al final del pasillo, abrió una puerta y dio un paso atrás para que ella le
precediera hasta la pequeña habitación. Contenía un salón íntimo diseñado
para la seducción con dos sofás. Aunque una dama y un caballero
empezaran sentados uno frente al otro, con el tiempo compartirían sin duda
un sofá. O tal vez el otro sofá, más grande, en un rincón más alejado.
Parecía mucho más cómodo. En un rincón había una mesa con varias jarras.
Le vendría bien un chorrito de alguna de ellas en ese preciso instante.
Se giró y lo encontró con los brazos cruzados, apoyado en la pared,
cerca de la puerta abierta. —Creía que éste era un establecimiento que se
enorgullecía de cerrar las puertas para mantener la intimidad.
—No cuando una dama necesita mantener su reputación. ¿Por qué has
venido?
Empezó a deambular por la habitación, aunque había muy poco más
que ver. Unas cuantas pinturas provocativas de mujeres holgazaneando
colgaban de las paredes. No sirvieron para calmarla. —¿Por qué no hay
hombres descansando?
—¿Cómo dices?
Le miró. —Los cuadros. ¿Por qué las mujeres con poca ropa? ¿Crees
que a las damas no les gustaría ver una nalga masculina expuesta aquí y
allá?
Él cerró los ojos, apretó los labios con fuerza, y pensó que tal vez se
esforzaba por no reírse de su ridícula observación, pero estaba justificada.
Se aclaró la garganta y abrió los ojos, con evidente irritación. —¿Qué
quieres?
—Pensé que merecía ver los frutos de tu traición.
—¿Cómo puede ser una traición si yo me aseguré de que obtuvieras lo
que querías?
—Tú también ganaste. Pensé...— Sacudió la cabeza, no dispuesta a dar
voz a su ingenuidad. Creía que lo había hecho porque le importaba, porque
le gustaba, porque quería verla feliz. Pero sus acciones tenían muy poco o
nada que ver con ella. —Escribiste esa carta para asegurarte de ganar.
—Lo hice.
—Sólo sé partes de ella. ¿Qué decía exactamente?
Levantó un hombro, lo dejó caer. —No veo que importe. Sirvió a su
propósito.
—Te hizo ganar una fortuna.
—No hasta hace poco. Los que me debían se negaron a pagar. No
creyeron necesario honrar una deuda contraída con el hijo de un traidor.
Imagino que estás de acuerdo.
Ella no. Tan molesta como estaba por la apuesta, debería haber sido
honrada. —Aterrorizaste a Lord Lawrence para que te pagara.
Otro encogimiento de hombros, como si apenas pudiera molestarse en
preocuparse por las preocupaciones de otro. —No tenía nada que temer
mientras pagara lo que debía. Lo hizo. Todos lo hicieron.
—¿Por qué cobrar ahora y no antes? — Si lo hubiera dejado pasar, si se
hubiera sentido culpable por aprovecharse, podría haber aliviado algo su
dolor y su rabia. Aunque mejor aún, si nunca hubiera hecho la apuesta.
—Pensé que la vergüenza de mi padre era también la mía. Y no lo era.
Y no tenía la temeridad de amenazar con hacer daño.
Pensó en el viaje que habían hecho hasta esta habitación, en cómo
nadie le hablaba, apenas lo reconocían, parecían decididos a evitarlo. Se
pegaban a las paredes, se apartaban rápidamente de su camino. —¿Y ahora
sí?
—¿Sabe lo que es, Lady Kathryn, estar sin nada? ¿Sin nada? ¿Sin
amigos, familia o refugio? Cuando dejamos Mayfair, teníamos unas pocas
libras entre los dos. Pasamos hambre. Althea y yo compartimos un cuchitril.
Llegó el invierno, y pasamos frio. Si esos canallas hubieran pagado lo que
debían cuando lo debían, nuestra situación podría haber sido muy diferente,
más tolerable. Cuando tenía frío, sangraba, me dolía y tenía hambre, llegué
a odiarlos. Así que, sí, estaba dispuesto a amenazar con hacer daño para
conseguir lo que me debían.
Apretó los puños y dio tres pasos hacia él. —¿No debería estar igual de
enfadada? Te aprovechaste de lo que sabías de mí para sacar provecho. Por
eso me ayudabas.
—Y tú lo estabas estropeando. ¿Whist?, por el amor de Dios. ¿A qué
caballero en su sano juicio le importaría el whist? No entiendo tu disgusto.
Tú conseguiste lo que querías. ¿Por qué yo no?
—Me sentí maltratada. Te conté cosas que nunca había dicho a nadie.
Me dejaste sintiéndome... vulnerable, expuesta a la vista de todo el mundo
—. ¿Cómo explicaba cómo había llegado a confiar en él para que la dejara
de lado como si fuera basura? —Necesitabas dinero y lo conseguiste a
través de mí. Al menos deberías haberme enviado una invitación a este
lugar. No lo tendrías sin mí.
—Como mencioné antes, no estas calificada para ser miembro. Aunque
no haya pedido tu mano, se sabe que eres suya.
—Podrías haberme dado una visita privada. Como hiciste antes—.
Cuando la tomó de la mano y compartió su sueño, su visión, sus planes.
Cuando la había hecho sentir privilegiada porque había confiado en ella.
Cuando había visto un lado diferente de él.
—No le vi sentido.
Quiso abofetearle por permanecer allí inmóvil, tolerando su presencia,
obviamente desesperado por que se marchara...
Pero entonces se fijó en sus nudillos, tan blancos, como si estuviera
apretando los puños para mantener sus manos alejadas de ella, contra la
pared, lejos de ella. Al estudiarlo más detenidamente, se dio cuenta de que
no era una postura casual. No, absolutamente nada en él era relajado. De
hecho, parecía bastante frágil, casi tan pétreo como una estatua, como si
cada aspecto de él requiriera una concentración absoluta para permanecer
tan estoicamente inmóvil como estaba. Pero un buen martillazo y se
desmoronaría.
Dio un paso hacia él y detectó un respingo casi imperceptible. ¿Se
sentía amenazado por su cercanía? ¿No era él tan indiferente a su presencia
cómo parecía?
Seguía enfadada por la maldita apuesta, por las medidas que él había
tomado para asegurarse de ganar, por haberse tomado la libertad de
emparejarla con el duque cuando no estaba segura de que Kingsland fuera
quien ella quería. No había logrado el fin por sí sola, y no le gustaba la idea
de que necesitaba que otros la ayudaran a alcanzar sus objetivos.
Tenía la intención de atormentarlo y, basándose en lo que acababa de
descubrir sobre su postura, estaba bastante segura de que sabía cómo
hacerlo con una precisión infalible.
Otro paso. Esta vez su cabeza se movió ligeramente hacia atrás, como
si quisiera atravesar la pared.
—¿Nunca te preocupó haberme arrojado a un lobo para ganar unas
libras?
—Confié en que eras lo suficientemente fuerte como para alejarte si no
lo encontrabas de tu agrado. Como hace casi un año que empezó el
noviazgo y hace poco te llevó al teatro....
—¿Cómo sabes eso?
—Sé muchas cosas.
Nunca le habían importado un comino los cotilleos ni les había dado
mucha credibilidad. —Te lo dijo su hermano. Quizá estabas esperando fuera
del teatro a que lord Lawrence te entregara el dinero.
Otro encogimiento de hombros. Un ligero apretón de aquellos dedos.
—¿Nos viste entrar? Llevaba un vestido nuevo, una especie de castaño
oscuro.
—Hacía juego con tu pelo—. Él apretó la mandíbula y sospechó que
deseaba no haber dicho esas palabras.
Se acercó hasta situarse frente a él. —Estabas allí.
—Sólo porque Lawrence me pidió que me reuniera con él para saldar
su deuda. No estaba allí para espiarte.
Pero para haberla visto, habría tenido que llegar mucho antes que el
hermano del duque. ¿Quería verla? —¿Te gustó mi aspecto aquella noche?
¿Cómo me esmeré en vestirme adecuadamente para él?
—Realmente creo que es hora de que te vayas.
—Aún no he terminado contigo.
Extendió la mano, agarró la puerta y la cerró de un empujón.

***

Odiaba que se hubiera esforzado en parecer encantadora para


Kingsland. Odiaba que aquel hombre tuviera derecho a tocarla, a
acompañarla con la mano apoyada en su brazo. Odiaba que ahora estuviera
aquí, atormentando a Griff con su presencia.
Durante los últimos meses, se había visto obligado a enfrentarse a
rufianes y asesinos a sueldo y se había vuelto bastante hábil defendiéndose,
pero enfrentarse a una mujer despechada, no, no estaba despechada,
simplemente estaba muy enfadada con él, era una perspectiva mucho más
aterradora. O podría haberlo sido para alguien que no se hubiera enfrentado
a los peligros a los que él se había enfrentado. Así que no estaba
especialmente asustado, pero era cauteloso. Ella había cambiado desde la
última vez que la vio. Si ahora escribía una carta al duque, sospechaba que
estaría redactada de forma muy distinta a la del verano pasado, que no
mencionaría el whist. Estaba decidida a vengarse y creía que se lo debía.
Podía leer en sus ojos que tenía toda la intención de asegurarse de que él
pagara caro lo que ella consideraba una traición.
Si ella supiera cuánto estaba sufriendo ya. Para evitar alcanzarla, se
agarraba los brazos con tanta fuerza que estaba seguro de que por la mañana
le saldrían moratones. No le dolían tanto las manos desde que se las había
destrozado trabajando en los muelles por unos peniques al día. Y la
mandíbula, con el dolor que sentía por apretar los dientes con tanta fuerza,
se sorprendió de poder hablar cuando era necesario.
—No estaría tan disgustada por la apuesta si hubieras sido sincero, si
hubiera sabido lo que tramabas.
No había querido aumentar sus esperanzas de ser seleccionada. Pero
eso era sólo una pequeña parte de la verdad. No quería que ella supiera que
se había aprovechado de la situación para sacar provecho. Pero, aun así, ella
se había enterado. No la culpaba por el disgusto. Se había sentido culpable
por ello, y esa culpa había provocado su retraso en cobrar lo que se le debía.
Y ese retraso había provocado que los que le debían se unieran para formar
un frente común y no pagarle. Pero entonces había sido blando, fácil de
disuadir. Ahora ya no. Tras meses de penurias, había aprendido a reclamar
lo que se le debía. —No creí que te importara, ya que envié la carta a
Kingsland sin pedirte nada a cambio de mis esfuerzos.
Su mirada era firme. Y verde. El tono del trébol en el que quería
tumbarse sin preocupaciones, pero sospechaba que su vida nunca volvería a
ser sin preocupaciones.
Se había perdido tanto en la profundidad de sus ojos que tardó un
momento en darse cuenta de que ella había acortado la distancia que los
separaba. Su corpiño rozaba sus brazos cruzados, y sus dedos se clavaron
más profundamente en su músculo.
—Parece que debería agradecerte como es debido todo el esfuerzo que
hiciste en mi nombre para verme casada con un par.
—No fue ninguna molestia—. Nada de lo que había hecho por ella era
realmente una molestia.
—Te incomodó, seguramente.
—Si, por supuesto...— Antes de que confesara estúpidamente que
nunca le había importado incomodarse por ella, sus dedos rozaron su nuca,
subieron ligeramente hasta su cráneo e inclinaron su cabeza hacia abajo
para que sus labios se aferraran a los suyos. Dame una lista de maneras de
incomodarme por ti.
Estaba mal llevar el beso más allá cuando iba a casarse con otro, pero
aún no estaba casada, aún no era duquesa. ¿Dónde estaba el daño en
simplemente tomar lo que ella ofrecía y nada más?
Cediendo a su tentación, se soltó a si mismo y la rodeo con sus brazos,
atrayéndola hacia si hasta que toda su suavidad se aplastó contra toda su
dureza. Su boca atrevida y perversa lo invitó a hacer todo lo que no debía, y
él guio sus manos por su espalda, agarrando sus caderas y apretándola
contra él hasta que ella supo exactamente cuánto la deseaba.
Era deliciosa, una golosina para saborear. Una que había entregado a
otro. Se arrepintió de golpe. Lamento haber escrito la maldita carta.
Lamento haber hecho la maldita apuesta. Lamento que ella le importara
demasiado como para verla arruinada aquí y ahora, por mucho que su
cuerpo clamara por poseerla. El dolor de sus manos no era nada comparado
con el dolor de su polla.
Ella le recorrió la mandíbula con la boca, a lo largo del borde del
pañuelo del cuello, metiendo la lengua bajo el lino de forma tan provocativa
que no pudo contener un profundo gruñido. Sus dientes mordisquearon la
carne tierna y luego se apoderaron del lóbulo de su oreja. Lo mordió, no
con fuerza, pero tampoco con suavidad.
—Me lo debes—, le susurró con dureza al oído. Se apartó y le sostuvo
la mirada. —Asegúrate de que soy miembro.
Acto seguido, abrió la puerta y salió, dejándolo palpitante de deseo.
CAPÍTULO 12

Kathryn siempre había disfrutado de la compañía de lady Wilhelmina


March. Había ayudado a llenar el vacío después de que Althea
desapareciera y las visitas de Jocelyn se volvieran tensas tras su
compromiso y posterior matrimonio con Chadbourne. A Kathryn le
resultaba difícil perdonar a Chadbourne por haberle dado la espalda a su
amiga más querida y a menudo se había preguntado cuánto más
favorablemente habría tratado la Sociedad a Althea si en lugar de eso
hubiera optado por estar a su lado. Que pidiera matrimonio a Jocelyn tan
pronto había sido un error a varios niveles. Y que Jocelyn aceptara de
inmediato le había parecido increíblemente desleal. Aunque le hubiera
preocupado acabar siendo una solterona, era difícil ver sus acciones de
forma positiva.
Y así, lady Wilhelmina March se había convertido en parte integrante
de la amistad de Kathryn, una amistad que atesoraba mientras paseaban
cogidas del brazo por Hyde Park durante la hora de moda en que tantos
otros andaban por allí.
—No te he visto en ninguno de los bailes de esta temporada—, dijo
Kathryn.
— No me importan mucho —, replicó Wilhelmina, con voz suave, casi
un suspiro. Dos años mayor que Kathryn, se consideraba permanentemente
una solterona.
—¿No echas de menos la interacción social que proporcionan?
—No particularmente. Además, últimamente he adquirido una nueva
actividad que estoy disfrutando bastante.
—¿Ser mimada en el Club Elysium? — Sabía que su amiga frecuentaba
el establecimiento. A veces iban juntas.
—Un club diferente, uno en el que también tienes interés, si tu
presencia allí anoche fue una indicación.
Kathryn se detuvo bruscamente y miró a Wilhelmina. —¿Estuviste en
el Fair and Spare? No te vi.
La dama arqueó una ceja. —No creo que vieras a nadie más que al Sr.
Griffith Stanwick. Él parecía ser todo tu centro de atención. Y tú el suyo.
Mientras el creciente calor de la vergüenza calentaba sus mejillas, miró
a su alrededor, agradecida de que no hubiera nadie cerca que pudiera oírla.
Había estado luchando contra la culpa desde que llegó a casa después de su
viaje al club. No había tenido intención de besar a Griff, desde luego no
había planeado hacer nada excepto enfrentarse a él, pero un poco de maldad
se había apoderado de ella cuando se había dado cuenta de que él estaba
luchando por no tocarla. La hizo sentirse poderosa, poderosa de una forma
que no experimentaba cuando estaba con Kingsland. También la había
hecho sentirse deseada. El beso que le había dado en el jardín del duque la
había obsesionado, y había querido saber si lo que una vez había sido
devastador para sus sentidos volvería a serlo.
Había sido mucho más. Hambrienta, necesitada y voraz. No quería que
terminara, pero también sabía que no podía continuar. Sin embargo, seguía
deseando otro.
—Es el hermano de mi querida amiga, Althea. Sólo quería ver cómo le
iba. ¿Qué hacías allí?
La sonrisa de Wilhelmina era un poco diabólica. —Ser traviesa. Tengo
veintisiete años, soy una solterona destinada a no casarme nunca. Aunque
puedas pensar mal de mí por admitirlo, no veo nada malo a mi edad en
tener un amante, y había oído rumores sobre un establecimiento recién
abierto que ofrecía la oportunidad perfecta para que las no deseadas fueran
deseadas.
—Tú no eres no deseada—. Su voz era firme, llena de convicción.
Odiaba que Wilhelmina, o cualquier otra mujer, se sintiera descartada.
Desgraciadamente, la mayoría de los señores que necesitaban una esposa
preferían a las debutantes, no a las que tenían algo de experiencia.
—No me entristece mi situación. Todo lo contrario. Puedo ir a donde
quiera, hacer lo que quiera, sin necesidad de obtener el permiso de un
marido. Mi padre creó un fideicomiso para mí. Recibo dos mil al año, así
que no necesito preocuparme por problemas monetarios. No necesito un
hombre, pero a veces pienso que estaría bien que un caballero me mirara
como lo hizo el Sr. Griffith Stanwick contigo anoche.
—¿Enfadado? Estaba bastante enfadado conmigo por aparecer en sus
dominios.
Wilhelmina sacudió la cabeza. —No le viste cuando te vio por primera
vez. Parecía como si acabara de entrar la única persona que le importaba en
el mundo.
—Ahí te equivocas—. Como era más fácil no mirar directamente a su
amiga, no mirarla a los ojos, cuando se hablaba de algo tan personal,
enganchó su brazo alrededor del de Wilhelmina y la instó a continuar con su
vuelta por el parque.
—Fue sólo durante uno o dos segundos. Luego acalló su expresión.
Pero sé lo que vi.
—Siempre has tenido una inclinación romántica—. Era más fácil creer
que Wilhelmina había matizado su expresión con sus propios prejuicios que
considerar que él sentía un profundo afecto por ella. O reconocer que podría
haber desarrollado un afecto por él la temporada pasada, cuando su vida
había parecido tan sencilla.
—Me sorprende que te haya admitido. Una dama tiene que tener
veinticinco años para ser admitida.
Kathryn no cumpliría veinticinco hasta agosto. —Me pregunto por qué
tiene esa regla—. ¿Para evitar encuentros entre ellos?
—Sospecho que es porque no quiere que una dama que todavía puede
casarse arruine su reputación. Y, no te equivoques, es un lugar para la ruina.
Es la razón por la que la membresía está tan celosamente guardada y sólo se
permite el acceso a los más confiables para guardar secretos. La gente sólo
se entera cuando se lo susurran.
No es verdad. No se lo habían susurrado. Lo había oído por casualidad.
Se preguntó si debería mencionar que tenía un fallo en su sistema. Si volvía.
Cuando volviera.
Miró a las damas que paseaban o iban en carruaje. Algunas con
pretendientes, la mayoría sin ellos. Cambiaría a medida que avanzara la
temporada, a medida que se formaran parejas. —¿Qué otras reglas ha
establecido?
—Sólo se permite la entrada a solteronas y solteros. Ningún
primogénito que vaya a heredar títulos. Los primogénitos de plebeyos son
bienvenidos. En realidad, es una mezcla muy interesante. Gente de
diferentes orígenes y estatus sociales. He pasado tiempo en compañía de
algunos caballeros muy intrigantes. Han tenido algún éxito, o no serían
capaces de pagar la membresía. No es barato.
Se preguntó si Griff le pediría que le pagara la suya. Ciertamente podía
pedírselo, pero no iba a entregarle ningún dinero. En lo que a ella
respectaba, él le debía por esa maldita apuesta. —¿Te ha gustado alguien en
particular?
—No, todavía estoy en la caza. — Golpeó su hombro contra el de
Kathryn. —Pero me doy cuenta de que disfruto de la caza.
—¿Vas a ir esta noche?
—En efecto. Me ofrecería a recogerte en mi carruaje, si tienes intención
de volver, pero me temo que podría ser un inconveniente si una de nosotras
desea quedarse más tarde que la otra. Pero podría encontrarme contigo allí,
mostrarte los alrededores. Anoche, no creo que vieras mucho de lo que el
lugar ofrece en forma de entretenimientos.
—No debería ir. —Sabía que no debía.
—¿Vas a ver a Kingsland esta noche?
—No, está en Yorkshire hasta la próxima semana. — Y sus padres no
eran un obstáculo. Estaban en París por otras dos semanas.
—No tendría el hábito de poner mi vida en espera por él, por ningún
hombre, la verdad sea dicha.
No lo había hecho. Se dedicaba a sus obras de caridad y asistía a actos
sociales, aunque él no fuera a acompañarla. Luego, estaba el Club Elysium.
—Puede que te vea allí.
—Deberíamos tener una señal. Si estoy sosteniendo un vaso de vino
blanco, entonces estoy disponible para escoltarte. Una copa de tinto indica
que mi atención está ocupada en otra cosa, y puede que no sea tan amable
con una interrupción.
—¡Vaya, Wilhelmina! ¿Un código secreto? Creo que hay un lado de ti
con el que no estoy familiarizada. También creo que estás insinuando que
pretendes permitirte un poco de maldad.
—A diferencia de ti, Kathryn, si un caballero capta mi fantasía y yo la
suya, si exploramos nuestro interés mutuo, no tengo nada que perder.

***

Ella tenía todo que perder. Un duque, respetabilidad, una herencia.


Debería haber retomado sus labores en el salón. Debería haber ido al
Elysium a jugar un poco o a bailar un vals o a cenar. Debería haberse
sentado en su alcoba y haber escrito una carta a Althea para ver cómo
estaba disfrutando de su estancia en Escocia con su nuevo marido.
Debería haber hecho cualquier otra cosa que no fuera ponerse el vestido
que combinaba con el tono de su pelo, el vestido con el que él la había visto
cuando fue al teatro con Kingsland, pero pensó que podría servirle de
recordatorio de que el duque era su futuro, incluso mientras viajaba en el
carruaje para ver a un hombre que debería permanecer en su pasado.
Tal vez no le prestara atención esta noche, y eso sería bueno, aunque
sabía que no toleraría que la ignorara. No del todo. Si Wilhelmina tenía una
copa de vino tinto en la mano, como Kathryn deseaba que fuera, insistiría
en que le hiciera una visita guiada.
Quería ver el lugar, cada rincón. Desde la noche en que le había
enseñado el edificio vacío, se había imaginado innumerables veces cómo
habría sido si él lo hubiera adquirido. Wilhelmina tenía razón. Se había
fijado poco en su entorno una vez que oyó su voz, una vez que el gigante
que le impedía el paso se apartó y Griff se plantó ante ella. Así que iría esta
noche, vería lo que quería ver y acabaría con todo. Acabar con él.
Antes de que los rumores llegaran al duque.
Sin puertas cerradas. Sin palabras susurradas. Sin besos. Sin caricias.
Sin gemidos.

***

Griff sabía que ella vendría. Por eso estaba de pie en la curva de la
escalera, a mitad de camino, para tener una buena vista de la puerta. Todas
las noches desde que abrió por primera vez, se había deleitado con la
abundancia de gente que entraba. Los curiosos, los figurantes, los que no
llamaban la atención de nadie cuando se movían por la Sociedad, o los que
se quedaban al borde de ella mirando hacia dentro. Pero aquí las damas no
eran eclipsadas por muchachas de diecisiete y dieciocho años que acababan
de ser presentadas a la la Reina. Tampoco los hombres estaban por encima
de duques, marqueses y condes.
Eran iguales. En busca de un poco de diversión. Llenaban sus arcas con
las bebidas que compraban, la comida con la que cenaban, las monedas que
apostaban. Y la membresía que pagaban por el privilegio de hacer todo eso.
Pero por el momento, a diferencia de noches anteriores, no se esforzaba
por calcular el número de esta noche. Se concentraba en ella, vestida de
cobre, coronada de cobre, mientras sorteaba con elegancia a la gente,
reconociendo con una leve inclinación de cabeza a los que conocía.
Segundo y tercer hijo. Cuarto y quinto. Un par de viudas. Un viudo. Gente
solitaria que buscaba compañía. No siempre sexo. Lo había aprendido muy
rápido. Las habitaciones que había designado en la planta superior para
encuentros íntimos rara vez se utilizaban. Para su sorpresa, incluso cuando
se presentaba la oportunidad, sus miembros no eran tan libres como los que
había visto en el club de gallos y gallinas que había visitado. Las
reputaciones seguían guardadas. Pero aquí veía muchas más sonrisas y oía
muchas más risas que en los bailes elegantes de la élite. Tal vez, con el
tiempo, su club se convertiría en algo distinto de lo que había imaginado en
un principio, pero eso lo analizaría más adelante.
Por ahora, bajó las escaleras y se reunió con ella antes de que pudiera
desaparecer en una de las habitaciones más allá. —Lady Kathryn.
—Sr. Stanwick.
La noche anterior, ella había hecho hincapié que su nuevo título lo
hacía inferior en comparación con su pasado, y había detestado su uso del
mismo, pero creaba un abismo entre él y el hombre que lo había
engendrado, y por eso estaba agradecido. —Requerimos que los miembros
se registren en la sala principal y que se verifique su membresía.
—Es un sistema ineficaz. No tengo paciencia para eso. Deberían dar a
sus miembros una tarjeta o un medallón que puedan enseñar a su gigante
leñador y seguir adelante.
—¿Para que puedan dárselo a un amigo que no haya pagado por el
privilegio de entrar?
Se encogió de hombros. —Contrata a alguien para que dibuje su
imagen en la tarjeta.
La miró atónito ante la fácil solución que había sugerido. —No es mala
idea—. La gente entraría antes. Tendrían más tiempo para beber, para
gastar. —No está nada mal. ¿Qué más cambiarías?
—Bueno, no lo sé. Aún no lo he visto todo.
Luchó por no sonreír. No iba a regalarle una sonrisa, darle una razón
para creer que se alegraba de que hubiera vuelto. —¿Te gustaría?
—Me parece justo.
—Sigues enfadada conmigo.
—No tanto. —Parecía que ella también se esforzaba por no sonreír, y
eso le hizo sentir cosas extrañas en las tripas, haciendo que se tensaran y se
dilataran al mismo tiempo.
—Permíteme el honor, entonces, de acompañarte a través.
No ofreció su brazo, no dio ninguna indicación de que ella significaba
más para él que cualquier otro miembro. En lugar de eso, tras indicarle con
un gesto del brazo la dirección en la que debían ir, por el pasillo justo
después de las escaleras, se llevó las manos a la espalda y las apretó para
evitar tocarla ligeramente en el brazo, el hombro o la espalda.
Pero se lo había imaginado, mostrándole lo que había conseguido desde
que había dormido en chozas frías mientras esperaba que sus inversiones
ganaron lo suficiente como para poder comprar este edificio y mudarse a
una habitación en el último piso. El cobro de las apuestas le había permitido
amueblarlo. A menudo trabajaba desde el amanecer hasta medianoche,
ayudando a los carpinteros, moviendo muebles, entrevistando y contratando
personal o imprimiendo invitaciones. Se preguntó si ella se daría cuenta de
que el tono de cada habitación era un reflejo de ella en cierto modo. El tono
cobrizo de su pelo, el verde de sus ojos, el azul. El marrón bruñido de las
pecas que ya no tenía.
La condujo al salón de paredes azul claro. Unos cuantos sofás de color
azul oscuro descansaban en el borde de la sala, pero la mayoría de la gente
permanecía de pie mientras se relacionaban y conversaban, haciendo
nuevas amistades, reavivando viejas. Compraban sus bebidas en un
mostrador de caoba y mordisqueaban pequeños bocadillos de pepino.
Una mujer que hablaba con un hombre alto y moreno miró hacia ellos y
levantó su copa de vino tinto en un leve saludo. Con una suave sonrisa,
Kathryn hizo una pequeña inclinación de cabeza.
—¿Conoces a lady Wilhelmina March? —, preguntó.
—Es una amiga, sí.
—¿Fue ella quien te habló de este lugar?
Se volvió hacia él. —La verdad es que no. Oí por casualidad a dos
señoras hablar de ello mientras jugaba a las cartas en el Club Elysium. No
estoy convencida de que tus miembros sean tan discretos como quieres.
Sin embargo, aquí estaba ella, arriesgándose a que Kingsland
descubriera que lo había visitado. —No me importa que hablen del club. De
hecho, confío mucho en que hablen de él para que se corra la voz. Lo que
no se puede divulgar es lo que sucede dentro. Cosa que sabrías si hubieras
pasado por el proceso adecuado y te hubieras sentado para una entrevista.
Deseó no disfrutar viéndola tan victoriosa.
—Entonces, es oficial. Tengo una membresía.
—Hasta que se arrodille por ti, hasta que vea el anuncio de tu
compromiso en el Times. Aunque no veo que después de esta noche, una
vez satisfecha tu curiosidad, te sirva de mucho el lugar. Los que están aquí
anuncian que buscan compañía... o algo más íntimo.
No le gustó mucho la rapidez con que su triunfo se disipó en algo que
parecía más bien triste. —¿Es eso lo que anuncias cuando estás en lo alto de
la escalera, o a medio camino de bajarla? — así lo había visto ella, y se
preguntó si entendía que la había estado esperando, que se habría pasado
allí toda la noche, hasta que cerraran a las dos, esperándola, o deambulando
por ahí.
Debería responder afirmativamente y dejar que la noticia la afectara
como lo haría, marcándolo como cruel o amable o indiferente, dependiendo
de la dirección en la que la llevaran sus esperanzas. En lugar de eso, le dijo
la verdad. —Los miembros no son para mí.
Como no podía tener a quien quería, no aceptaría lo que necesitaba de
alguien que no fuera ella.
Pareció aliviada, quizás culpable, quizás incluso un poco avergonzada.
Sus mejillas adquirieron ese encantador tono rosado antes de mirar a su
alrededor. —¿Qué más me ofreces?
—Ven. Te lo enseñaré.

***

No debería haberle dado un poco de vértigo su respuesta, no debería


haberse alegrado de que todas sus imaginaciones, que él llevaba mujeres a
la habitación a la que la había llevado la noche anterior y cerrara la puerta,
se hubieran convertido en polvo.
Tal vez quería que se fijara en las preciosas paredes cubiertas de seda
azul, en la elegante araña de cristal o en el precioso mostrador de caoba
brillante al que la gente se acercaba para comprar una copa. Pero lo que más
le había llamado la atención era la forma en que las mujeres le devoraban
con la mirada, la esperanza y el deseo que veía reflejados en algunas.
Había cambiado después de que su familia lo perdiera todo. Ahora
poseía una fuerza que antes no tenía, una confianza que se aferraba a él
como la más fina de las capas, hecha a medida y perfectamente cosida.
Comunicaba con eficacia: “Te doy esto. Aprovéchalo”.
La fascinaba de un modo distinto a como lo había hecho antes. Cuando
la miraba, lo hacía con una concentración decidida que la hacía entrar en
calor y añorar aquella habitación con la puerta atrancada.
A diferencia de la noche anterior, cuando la había guiado escaleras
arriba, esta noche la seguía, y ella no podría haber sido más consciente de él
si le hubiera rozado la columna vertebral. Deseó haber elegido un vestido
que dejara ver más de su espalda. ¿Por qué pensaba tanto en lo que se ponía
para él y tan poco en lo que se ponía para Kingsland?
Aunque le había dicho que se había vestido para Kingsland la noche del
teatro, en realidad no había hecho ningún esfuerzo extra por él. A diferencia
de la noche anterior y de esta noche, en las que había querido estar perfecta.
Cuando llegaron al rellano, él tomó la delantera, consiguiendo
escoltarla, guiarla, sin tocarla, con las manos aún bien sujetas a la espalda.
No estaba tan relajado con ella como aquella noche en que la había traído
aquí, antes de que Kingsland hiciera su anuncio, antes de que supiera lo de
la apuesta, antes de que su familia se arruinara por culpa de las acciones de
su padre.
La primera habitación era una sala de cartas, pero las mesas eran
pequeñas, con sólo dos sillas en cada una. Jugaban menos de una docena de
parejas. A medida que se repartían las cartas, las damas se sonrojaban y los
caballeros sonreían. —No es muy original.
—Mira más de cerca—. Había bajado la cabeza y su aliento le recorrió
la oreja, agitando sus rizos y provocándole un delicioso escalofrío. —¿Qué
ves? ¿Qué no ves?
Reconoció el juego. Era el que jugaba en Elysium. —No hay fichas. Ni
fichas, ni monedas. No se hacen apuestas.
—Se hacen apuestas, pero no por nada que se pueda meter en los
bolsillos.
Levantó la mirada hacia él y descubrió que estaba más cerca de lo que
había imaginado, y todo en él parecía más concentrado. El azul de sus ojos
era más intenso, el plateado más brillante. Sus pestañas doradas eran más
oscuras de lo que recordaba, pero no recordaba si alguna vez se había fijado
en ellas. Eran largas. Probablemente se posaban en sus mejillas cuando
dormía, o cuando cerraba los ojos al encontrarse sus labios con los de ella.
—¿Qué están apostando?
—Un roce…un susurro…un beso. Tal vez algo más. Algo que no puede
darse en esta habitación, delante de los demás—. Su voz era áspera,
profunda y sensual. ¿Qué le susurraría al oído, a lo largo de su piel?
—Mira disimuladamente a la pareja del rincón más alejado—,
continuó. —Yo diría que en algún momento él apostó su pañuelo, y ella las
horquillas de su pelo.
Haciendo lo que le ordenaba, vio cómo el caballero se encogía de
hombros para quitarse el abrigo mientras la dama de enfrente sonreía
triunfante. —¿Hasta dónde llegarán?
—Hasta donde estén cómodos. Luego quizá pasen a una sala privada
para terminar el juego.
Volvió a centrar su atención en él. —¿Es un juego?
—Sólo ellos lo saben.
—¿Y si él malinterpreta su intención? — Parecía una apuesta peligrosa.
—¿Y si se aprovecha? ¿O le hace daño?
—Entonces responderá ante mí, y no será una experiencia agradable
para él.
—¿Se lo dijiste durante la entrevista?
—Se lo enseñé. Tengo un pequeño combate de lucha libre con los
posibles miembros masculinos.
Estaba bastante segura de que él intentaba ser sutil en su jactancia. —Y
ganaste.
—Siempre gano.
No sabía por qué de repente sentía un inmenso orgullo. —No sabía que
luchabas.
—No lo hacía hasta hace poco—. Se apartó de la puerta. —Hay otras
habitaciones.
Un pequeño salón de baile. Estuvo tentada de pedirle que la llevara a
bailar por la pista, pero se abstuvo. Parecía decidido a asegurarse de que
ninguna parte de él tocara ninguna parte de ella. Ni siquiera su pequeño
dedo deslizándose por su codo.
Un comedor en el que sólo las velas proporcionaban la luz que creaba
un ambiente íntimo. Tal vez algunas de las parejas de las mesas cubiertas de
lino habían apostado en la sala de cartas para cenar juntos.
Una sala de billar. Una sala de dardos.
Luego la condujo a una sala de fumadores, donde se habían reunido
hombres y mujeres. Algunos estaban de pie, otros sentados, pero era
evidente que disfrutaban de la compañía de los demás. En las mejores
casas, a las damas nunca se les permitía entrar en la sala de fumadores.
¿Cuántas veces había llevado su padre a sus invitados masculinos a cenar a
sus dominios privados para que fumaran puros mientras las damas tomaban
el té en otra parte?
—Estás poniendo a las mujeres en pie de igualdad con los hombres,
dándoles acceso a lo que normalmente se les niega.
—No me des demasiado crédito. Había que elegir entre fumar aquí o
bordar.
Se río ligeramente. —¿Crees que los hombres no querrían pasar su
tiempo de la misma manera que las mujeres?
—Hay una biblioteca más adelante en el pasillo. En la planta de abajo
hay una sala de recitales. Te la habría enseñado, pero la puerta está cerrada,
lo que indica una actuación privada.
El orgullo le hinchó el pecho. —Adoptaste mi sugerencia sobre un
pianoforte.
—Estoy a favor de que una mujer esté lo bastante cómoda para hacer lo
que quiera con sus dedos.
Sus ojos se abrieron de par en par. —Fomentas la picardía.
Se encogió de hombros. —Nadie está obligado a venir aquí. Los que lo
hacen son lo bastante mayores para conocer los riesgos y ser responsables
de sí mismos.
—Las mujeres tienen que tener veinticinco años. Yo no los tengo.
—Ya lo sé. No hasta el quince de agosto. Hice una excepción contigo.
—¿Sabes exactamente cuándo es mi cumpleaños?
No dijo nada, simplemente la estudió con esa forma intensa que había
desarrollado, como si ahora poseyera la capacidad de minar almas. ¿Qué
camino había recorrido desde aquella fatídica noche en que el mundo de su
familia se había venido abajo?
Pero esta habitación, con su rico aroma a tabaco, no era el lugar
adecuado para indagar, para buscar respuestas, por mucho que deseara saber
todo lo que había supuesto su vida desde la última vez que lo había visto.
De todos modos, dudaba que él se lo contara. Así que le preguntó: —
¿Puedo probar un puro?
Una comisura de sus labios se torció. —Qué mujer tan malvada eres,
Lady Kathryn.
Se sintió un poco traviesa. Porque no debería estar aquí, y sin embargo
lo estaba. Porque no debería disfrutar de su compañía, y sin embargo lo
hacía.
Sin tocarla, la guio hasta una mesa donde descansaba una gran caja
oscura de madera tallada. La abrió y sacó un largo cilindro de hojas de
tabaco prensadas. —Te lo prepararé.
—¿Hay que prepararlo?
—¿Qué? ¿Creías que lo encendías y te lo fumabas sin más? —. Cogió
un dispositivo de plata, lo colocó sobre la punta redondeada del puro y lo
cortó.
— En realidad, sí.
La miró fijamente. —Los aspectos más placenteros de la vida requieren
preparación.
Tuvo la impresión de que hablaba de algo más que de puros, se refería a
algo un poco más personal, un aspecto de la vida que requería puertas
cerradas.
Utilizando una vela encendida cercana, encendió un pequeño trozo de
papel y lo acercó al extremo que no había cortado, pasando la llama
lentamente por encima. Hipnotizada, observó cómo él se llevaba el puro a
la boca, girándolo mientras volvía a aplicar el papel. Cuando pareció
satisfecho con el resultado, inhaló, se quitó el puro de la boca y exhaló el
humo.
Después de apagar la llama, dejó el papelito a un lado y estudió el
extremo del puro. — Será mejor que no te lo tragues.
—Sí que lo has hecho.
Sacudió la cabeza. —Me llevé el humo a la boca. No quieres que te
llegue a los pulmones. Podría ser bastante malo. La primera vez yo no
dejaría que te llenara más de la mitad de la boca. Sólo aspira el humo,
saboréalo, suéltalo.
—¿Saborearlo?
—Hmm. Después puedes decirme lo que has saboreado—. Se lo tendió.
Iba a poner su boca donde había estado la de él. Ante la perspectiva, no
debería estremecerse con sensaciones cálidas y pensamientos prohibidos.
Desde luego, no debería deleitarse ante la intensidad con que él la
observaba. Aunque se decía a sí misma que él sólo estaba interesado en
medir su reacción inicial a esta nueva experiencia, no podía desechar la idea
de que quería un marido que siempre la mirara así, que quisiera de su mujer
algo más que comodidad y tranquilidad.
Colocando el puro entre sus labios, aspiró el humo...
Demasiado lejos, demasiado rápido. Le llegó al fondo de la garganta y
pensó que podría estar enferma. Dio una pequeña arcada antes de toser de la
forma menos apropiada para una dama. El humo era más caliente y espeso
de lo que esperaba.
—Tranquila, tranquila. Sóplalo todo. Que entre aire fresco. Vamos.
Le había puesto la mano en la espalda, cerca de la nuca, con los dedos
amasando y masajeando el espacio a ambos lados de la columna vertebral, y
se concentró en la aspereza de su piel contra la sedosidad de la suya.
Parpadeó para disimular las lágrimas que le habían llenado los ojos y
estudió la preocupación de él.
—Lo manejé... bastante mal—, balbuceó, antes de tomar otra
respiración profunda. —Era mucho más de lo que esperaba.
—No pasa nada. Se necesita práctica para conseguir una calada
adecuada. ¿Has probado algo?
Negó con la cabeza, se llevó la mano a la boca mientras tosía de nuevo.
—¿Algo de sabor a chocolate, quizás?
—Predomina, pero hay otros aspectos sutiles. ¿Quieres probar otra vez?
—Creo que no. Me temo que me he puesto un poco verde.
—Sólo un poco. Pero estoy impresionado. Vomité la primera vez que
probé un puro. Pero sólo tenía doce años. Robé uno del estudio del duque.
Lo probé detrás de los establos. El cochero me atrapó. Me enseñó a hacerlo
correctamente.
No le extrañó que se refiriera a su padre con tanta formalidad, y se
preguntó qué emociones podría estar sintiendo al pensar en su padre. Aún
no había apartado la mano de su espalda, y parecía tan perdido en las
sensaciones como ella.
—¿Qué te ha pasado en las manos? ¿Cómo es que tienen tantas
cicatrices? —Se había fijado en ellas la noche anterior, en las tenues líneas
blancas del dorso de sus manos, resultado de cortes o rasguños, pero lo que
más le preocupaba eran las palmas. Asperezas y callosidades en sus palmas.
Era extraño que no llevara guantes, que no tratara de ocultarlos. Tal vez
quería que se vieran, tal vez transmitían un mensaje, y quería saberlo.
Aunque ahora deseaba no haber preguntado, porque él ya no la tocaba. Le
arrebató el puro, le dio una pequeña calada y escrutó su extremo
incandescente.
—Después de que la Corona confiscara los títulos y las propiedades y
nos dejara sin nada, empecé a trabajar en los muelles, acarreando cajas y
sacos de mercancías. El acarreo me causaba ampollas y verdugones. Las
cuerdas y la madera perforaron mi piel. Hasta que se me endurecieron las
manos con cicatrices y callosidades, las tenía en carne viva buena parte del
tiempo.
Sólo podía imaginar lo doloroso que debía de ser para él que su piel
sangrara y supurara. —Y tú te endureciste con ellas.
Otra calada, una lenta salida del humo. —Algo de eso había ocurrido
antes, cuando nos llevaron a la Torre. Otra parte ocurrió más tarde, después
de los muelles. Pero no me pidas detalles, porque no te hablaré de nada de
eso—. Mirando más allá de ella, hizo un pequeño gesto de reconocimiento.
—Gertie.
Una mujer que le pareció al menos una década mayor que ella le tendió
un papel doblado. —Acaban de entregarme esto.
Tomó la ofrenda. —Lady Kathryn Lambert, permítame el honor de
presentarle a la Sra. Ward, que lleva las cosas aquí.
—Es un placer, Sra. Ward—, dijo.
La nariz de la mujer se levantó ligeramente. —Usted es la excepción a
todas las reglas.
Kathryn miró a Griff, que sonreía ligeramente mientras desprecintó y
desdobló la misiva. —Sí, supongo que sí.
Como lo estaba observando, notó que todo el humor desaparecía de sus
facciones, la alerta que de pronto parecía dominar. Colocó el puro en un
plato de cristal. —Tengo un asunto urgente que atender. Gertie, si no he
vuelto para el cierre, ocúpate de que todo esté bien recogido. Lady Kathryn,
siéntase libre de seguir explorando a su antojo. Señoras.
Salió de la habitación, sin prisa, pero sin duda con decisión.
Sorprendida por su brusca marcha, lo siguió hasta el pasillo y lo vio subir
por unas escaleras que había al fondo. La Sra. Ward se había quedado cerca,
como si temiera que Kathryn se llevara los candelabros de plata. —
¿Adónde va?
—A sus habitaciones, probablemente—, respondió la Sra. Ward. —
¿Necesita algo de mí antes de que vuelva a mis obligaciones?
—No, gracias—. Como ya no tenía a nadie que la acompañara, sería
prudente que se marchara, pero no podía quitarse de encima la sensación de
que algo iba terriblemente mal. Tras saludar a un par de conocidos que se
encontraban por allí, se paseó despreocupadamente por el pasillo hasta
llegar a las escaleras. Tuvo la tentación de subir, pero no quiso molestar ni
importunar a un hombre que parecía ansioso por librarse de ella.
Entonces él bajó las escaleras, sombrero y bastón en mano, con paso
decidido. Cuando llegó al último escalón, se deslizó delante de él.
La impaciencia marcó sus facciones. —Lady Kathryn, no tengo
tiempo...
—¿De qué se trata? ¿Qué ha pasado? ¿Es Althea? — Por lo que ella
sabía, su amiga seguía en Escocia, pero si le hubiera ocurrido alguna
tragedia, seguramente se lo habrían comunicado.
Sus ojos reflejaban simpatía y comprensión. —No. — Dudó antes de
continuar. —Debo reunirme con Marcus. Ahora, si me disculpas...
—Mencionaste que era urgente—. Sus acciones ciertamente reforzaron
esa noción. —Aunque tengas un carruaje, necesitarás tenerlo preparado. El
mío está esperando en la entrada. Permíteme proporcionarte transporte a
donde necesites ir.
—Alquilaré un carruaje.
—Mi carruaje será más rápido. He visto todo lo que quería ver, de
todos modos. — Porque lo único que realmente quería ver era a él. —Mi
chofer podría dejarte antes de llevarme a casa.
Asintió rápidamente. —De acuerdo. Te lo agradezco.
Esta vez, cuando la acompañó hacia las otras escaleras, las más anchas
con alfombra roja que conducían a la planta principal, su mano se apoyó
ligeramente en la parte baja de su espalda, el calor de sus dedos
pronunciado, ardiendo a través de la seda de su vestido con tanta fuerza que
era como cuando estaban cerca de su cuello, carne con carne. Le agradó la
seguridad, la familiaridad, la intimidad. Como si él la hubiera tocado sin
pensar, como si hacerlo fuera tan natural como respirar. Como si estuvieran
juntos en esto, fuera lo que fuera.
Sospechaba que implicaba un elemento de peligro y deseaba
encarecidamente ordenar a su chófer que fuera en dirección contraria a la
que Griff le había indicado. Para mantenerlo a salvo, para protegerlo de
cualquier daño.
Le había ofrecido su carruaje no por benevolencia, sino por una
curiosidad aplastante, desesperada por pasar un poco más de tiempo con él,
por conocer los secretos de lo que había ocurrido para convertirlo en el
hombre que era ahora, uno que apenas se parecía al caballero que la había
besado en el jardín del duque.

***

Debería haberse negado y haber encontrado su propio medio de


transporte para reunirse con Marcus. Pero aquí estaba, dentro de los
estrechos límites de su carruaje, con su tenue fragancia a naranja flotando a
su alrededor. Cuando no debería estar cerca de ella.
—¿Por qué dejaste tu puro ardiendo como si tuvieras intención de
volver a por él? —, le preguntó. —Me pareció un desperdicio.
—Deja un aroma más agradable si se deja quemar solo. Prefiero lo
agradable a lo desagradable. Pero, de hecho, se desperdiciará. Pasará un
joven y lo tirará al cubo de la basura.
—Tantas cosas que considerar.
Más de las que ella nunca sabría.
—Antes de que Althea se fuera a Escocia, la visite en algunas
ocasiones, pero no fue capaz de aclararme lo que tú y Marcus estabais
haciendo.
Así que ahora ella quería llegar al meollo de su urgente asunto. No
debía alegrarle que preguntara por él, y sin duda estaba interpretando
demasiado su pregunta. La gente preguntaba por la familia de sus amigos
como muestra de cortesía. Probablemente no había sido más que eso... o tal
vez quería encontrarlo para expresarle su disgusto por la apuesta. —Marcus
se esfuerza por determinar quién organizó el complot por el que ahorcaron a
nuestro padre. Le ayudé durante un tiempo, pero me cansé de la caza.
—¿Está en peligro?
Posiblemente. Probablemente. —Su carta sólo indicaba que necesitaba
verme.
—Sin embargo, no dudaste.
—Él es mi hermano. Siempre estoy ahí para él.
—¿Qué hay de Althea, estar allí para ella? No asististe a su boda.
Detectó un poco de censura en su tono. —No estaría bien que aquellos
con los que Marcus se relaciona se enteraran de que tiene alguna conexión
con la aristocracia, y hay pruebas de que a menudo se le sigue en secreto.
En ese momento, me pareció mejor mantenerme alejado también.
—Teniendo en cuenta cómo los lores y las damas dieron la espalda a tu
familia, me sorprende ver a tantos de ellos en tu club.
Sonríe. —Al principio mantuve mi participación en secreto. Cuando se
dieron cuenta de que yo era el propietario, habían decidido que les gustaba
demasiado el lugar como para evitarlo por principios—. Rara vez le
reconocían, simplemente le toleraban. Pero a él no le importaba. Estaba
haciendo una maldita fortuna con ellos. Miró por la ventana. —Estamos
bastante cerca de donde necesito estar.
Usando su bastón, golpeó dos veces el techo. Los caballos empezaron a
frenar. —Gracias por el uso de tu carruaje—. Cuando el vehículo se detuvo,
abrió la puerta, saltó y la miró. Aunque no era más que una sombra, la veía
claramente en su mente. —Buen viaje a casa.
De repente, sus dedos se aferraron a las solapas de su abrigo. —Tendrás
cuidado.
Quería acunar su rostro entre sus manos y apoderarse de su boca
perfecta, para darle un último beso, un último gusto, bastante seguro de que
las razones de Marcus para mandarlo a buscar implicaba atención y cautela
para evitar errores. Pero Griff se dirigía a reunirse con un hombre por el que
había tomado medidas imperdonables, y no iba a mancillarla con una
caricia cuando estaba tan cerca del recordatorio. —Siempre.
—Te esperaremos.
—No. Vete a casa ahora, Lady Kathryn. Puedo encontrar mi propio
camino de regreso al club.
Sus dedos aflojaron su agarre. Dio un paso atrás, cerró la puerta y llamó
al conductor. —Adelante.
Sin esperar a que se marcharan, empezó a correr hacia uno de los
puentes que cruzaban el Támesis, esforzándose por calmar su acelerado
corazón porque la nota de Marcus decía simplemente: —Vida y muerte.
CAPÍTULO 13

Ralentizó sus pasos a medida que se acercaba al agua que reflejaba la


luz de la luna. Creaba el tipo de tapiz que evocaba insinuaciones
románticas, pero nada en su misión actual se prestaba a aprovechar la
belleza. Él y su hermano habían utilizado este lugar en repetidas ocasiones
para sus encuentros clandestinos, cuando uno u otro tenían noticias o
información que compartir. Así que la misiva no necesitaba decirle adónde
ir. Sabía dónde le esperaría su hermano.
—¿Marcus? — No fue un grito, pero se oyó igual, por encima de la
hierba hacia la orilla, donde el agua se movía con la marea entrante.
De detrás de un pilón salió una figura sombría que le resultaba familiar,
y Griff se consoló al ver que Marcus avanzaba hacia él sin obstáculos.
Temía lo peor, temía ver a su hermano a las puertas de la muerte. Deseando
haber traído una linterna, se reunió con él más allá de las sombras del
puente para que la luna y las estrellas pudieran iluminarlos lo suficiente
como para distinguir sus rasgos. —¿Estás bien?
Se burló su hermano. —¿Alguno de nosotros ha estado bien desde que
ahorcaron a nuestro padre?
—Supongo que no—. Aunque el interés por su club y el aumento del
número de socios eran un bálsamo que le permitía a veces pasar horas sin
reflexionar sobre el pasado. Siempre había considerado a Marcus el
afortunado, el que heredaría títulos, propiedades, posición y riqueza.
Mientras que él nunca había esperado tener nada de valor a menos que se lo
hubiera ganado él mismo. Althea había encontrado recientemente su lugar a
través del amor. Griff estaba encontrando el suyo a través del trabajo duro.
Pero, ¿qué hacía un hombre entrenado para ser duque cuando se veía en la
posición de no llegar a serlo nunca? —¿Estás herido?
—No, pero me han descubierto. Han descubierto mi verdadera
identidad, sospechan que mi intención es traicionarlos, verlos arrestados y
ahorcados.
Marcus había adoptado el apodo de Lobo, utilizando parte del título que
habría heredado si todo no se hubiera torcido. Ninguno de los hombres con
los que se relacionaba actualmente le conocía por otro nombre. —¿Cómo se
enteraron de todo eso?
—Esa es la cuestión, ¿no? No tengo ni puta idea. Pero tengo que irme
por un tiempo, hasta que las cosas se calmen y pueda resolverlo.
Había previsto que su hermano podría necesitar fondos. Metiendo la
mano en la chaqueta, sacó un paquete y se lo acercó. —Te he traído algo de
dinero.
—No voy a aceptar tu dinero. Sólo quería que supieras que no estaría y
la razón de mi ausencia para que no vinieras a buscarme y te pusieras en
peligro.
—Cógelo. Tengo más. Además, una de las razones por las que abrí el
club fue para asegurarnos de tener fondos a nuestra disposición cuando los
necesitáramos.
Marcus esbozó una sonrisa. —Así que tenías razón. Hay interés en un
club para solteras que no están muy solicitadas.
—Bastante interés, la verdad. Y cada día más. Para ser sincero, me
asombra el número de solicitudes de afiliación que recibo.
—Me alegro por ti. Lástima que papá no esté para ver tu éxito.
—No le habría importado—. El duque nunca había visto a su segundo
hijo como otra cosa que alguien a quien mantener en reserva por si alguna
vez se le necesitaba. —Y nunca me importó lo suficiente como para
impresionarlo.
—Menos mal. Resulta que no era digno de ninguno de nosotros—.
Cogió el paquete. —Le daré un buen uso. Gracias.
—¿Sabes a dónde irás?
—No. Sólo quiero...
—Bueno, bueno, bueno, si no es el hijo de un duque en busca de
venganza. ¿Y quién estaría contigo, Wolf? ¿Tal vez tu asesino?
Tan pronto como la voz del extraño llegó a sus oídos, Griff se giró.
Eran cuatro, distribuidos en abanico. Pero prestó poca atención a tres de
ellos. Sólo uno le interesaba. Sostenía a Kathryn contra su pecho, con un
cuchillo en la garganta. Tocándola, amenazándola, asustándola.
El canalla aún no lo sabía, pero ya estaba muerto.

***

—Magúllala, hazle daño a un pelo de su cabeza, y estarás suplicando la


muerte para cuando acabe contigo.
Las palabras pronunciadas con tan tranquila certeza hicieron que dedos
helados recorrieran la espina dorsal de Kathryn. Sospechaba que habían
hecho lo mismo en el hombre que la sujetaba, si la ligera sacudida que
había sentido en él, como si su cuerpo quisiera retirarse, pero se viera
obligado a permanecer, era una indicación.
Tardó un segundo en aceptar que era Griff quien las había pronunciado,
Griff, que daba la impresión de poseer la capacidad de cumplir la amenaza
y de que lo haría sin remordimientos ni arrepentimientos.
Él le había dicho que se fuera a casa, y debería haber seguido sus
instrucciones, pero cuando lo vio correr, pidió al conductor que se
detuviera. Se había sentado en el carruaje retorciéndose las manos, tratando
de determinar si debía enviar al cochero y al lacayo para que le ofrecieran
ayuda, temerosa de que él le hubiera mentido acerca de permanecer a salvo,
de que estuviera en juego mucho más de lo que sospechaba. Trabajar en los
muelles podía haberle dejado cicatrices en las manos, pero empezaba a
sospechar que se había ganado otras cicatrices que no eran visibles. Ya no
era el tipo de hombre que se despertaba entre setos o se burlaba de sus
pecas.
Mientras se preguntaba qué clase de hombre era, oyó gruñidos y
maldiciones ahogadas. La puerta se había abierto de repente y aquel canalla
la había sacado a rastras y había visto con horror como sus compañeros
ataban al cochero y al lacayo.
Ahora ella era una figura en este extraño cuadro, una cautiva en una
situación insostenible de la que no podía imaginar escapatoria.
—No le hará ningún daño, amigo, si los dos os ponéis de rodillas y no
lucháis contra la matanza que se avecina.
—¡No! —, gritó, mientras las ominosas palabras la helaban hasta los
huesos y horribles imágenes de lo que presagiaban se agolpaban en su
mente.
—Tranquila, Kathryn. Los cobardes que se protegen con mujeres nunca
ganan.
¿Cómo podía Griff sonar tan sereno, tan imperturbable, como si
acabara de anunciar que iba a llover? El corazón le latía con tanta fuerza
que se sorprendió de que no la apartara de él.
Por Dios. Griff se arrodilló sin vacilar, y quiso gritar. Marcus, supuso
que la silueta que se alzaba a poca distancia era Marcus, hizo lo mismo,
arrodillándose de la misma manera que su hermano. El pánico quiso
apoderarse de ella, pero lo contuvo, concentrándose en su situación, en lo
que podía detectar de ella que pudiera darle una ventaja.
—Hagas lo que hagas, Kathryn—, dijo Griff en aquel tono firme y
conversacional, —no le pises el pie.
—¿Por qué demonios...?
Antes de que él pudiera terminar, hizo exactamente lo que Griff le
había ordenado no hacer porque se dio cuenta de que era exactamente lo
que él quería que hiciera. Había servido de distracción. Mientras el hombre
que la tenía agarrada hablaba, su agarre se había aflojado hasta que su ropa
apenas rozaba contra la de ella, y el cuchillo no estaba cerca de su piel
donde pudiera marcarla fácilmente. Así que golpeó. Con fuerza y
determinación. Cuando él gritó y se echó hacia atrás como reacción a la
embestida de su tacón clavándose en su empeine, se retorció, escapando
completamente de él.
Un gruñido, lo bastante feroz como para hacer temblar el cielo, como el
de una bestia salvaje, resonó en el aire. Se volvió a tiempo de ver cómo
Griff se ponía en pie de un salto y se lanzaba a la carga blandiendo una
espada, ¿de dónde demonios la había sacado?
El odioso hombre que la había amenazado emitió un pequeño chillido
como el de un lirón asustado justo antes de ser atravesado.
Uno de los otros hombres se abalanzó sobre ella y retrocedió, pero no
tuvo que molestarse porque Griff le cortó el paso antes de que se acercara.
Un segundo hombre se unió a la pelea. Con una rápida mirada a su
alrededor, vio que Marcus se estaba ocupando del cuarto tipo, y volvió a
centrar su atención en Griff, que luchaba contra los dos. No había tenido
tiempo de recuperar su espada, pero parecía que tenía un cuchillo, al igual
que aquellos con los que luchaba. De vez en cuando, la luz de la luna se
reflejaba en el acero. Quiso meterse en medio y ayudarle, pero se quedó
dónde estaba, sabiendo que estaba mal por su parte encontrar belleza en sus
fintas y paradas, en las habilidades que exhibía con tanta gracia. Aunque
estaba aterrorizada por él, recordó la confianza con la que había hablado la
noche anterior sobre cobrar lo que se le debía. Sabía cómo llevar a cabo una
amenaza, cómo asestar un golpe, cómo salir victorioso, y luchó contra
cualquier sonido de alarma o movimiento que pudiera distraerle de su
propósito.
Girando una pierna hacia arriba y alrededor, tiró a uno de los tipos al
suelo y luego derribó al otro golpeándolo. Rodaron. Apenas podía ver sus
movimientos en la oscuridad, pero oyó el golpe de la carne contra la carne,
un gemido, un grito y el silencio.
Griff se levantó de un salto y dirigió su atención hacia el hombre al que
antes había pateado. El villano había recuperado el equilibrio. Los cuchillos
se veían claramente mientras se rodeaban lentamente.
—Suelta el cuchillo y corre—, ordenó Griff, con voz llana, sin
sentimientos, como si hubiera atado fuertemente todas sus emociones para
que no pudieran interferir e impedirle realizar las tareas desagradables que
debían hacerse para sobrevivir a la prueba. —No te perseguiré. Tienes mi
palabra.
Sintió que el tipo intentaba decidir si Griff decía la verdad. ¿Cómo
podía no oír la veracidad en el tono de su oponente? Griff había abatido a
dos de sus compañeros, y mirando a un lado, vio que Marcus había
derribado al tercero. ¿Creía este hombre que tenía alguna posibilidad de
vencer a Griff?
¿Griff, que se había arrodillado en señal de rendición, pero que al final
no se había rendido en absoluto? ¿Quién nunca había tenido la intención de
rendirse? ¿Quién le había dicho que se había convertido en un experto en
asestar golpes con eficacia? Se había convertido en un experto en algo más
que eso. Había adquirido talento para sobrevivir, y se preguntó a qué más se
habría enfrentado en los meses transcurridos desde la última vez que lo vio.
—Entonces, ¿no me clavaras un cuchillo en la espalda? —, preguntó el
hombre, y oyó el chillido del miedo en su voz.
—No—. Y no había miedo en la voz de Griff. Sabía que tenía que
ganar esta batalla. Pero estaba mostrando piedad.
El canalla o asesino o lo que fuera soltó el cuchillo, giró sobre sus
talones y echó a correr, pasando junto a ella como si los sabuesos del
infierno le persiguieran.
Se había acabado. Las piernas empezaron a temblarle. De algún modo,
había colocado mal las rodillas, porque no parecían estar allí para
sostenerla, pero aun así se las arregló para mantenerse erguida cuando
quería hundirse en el suelo.
—¿Kathryn?
Tal vez no se mantenía en pie por sí misma tanto como había pensado,
porque el brazo de Griff la había rodeado, y la había atraído contra su
costado derecho, abrazándola con fuerza, bajo su rostro para que sus labios
rozaran su mejilla cuando habló, su voz tensa pero suave. —Valiente,
valiente chica. ¿Estás herida?
Sólo entonces se dio cuenta de que los bordes de su visión habían
empezado a oscurecerse, de que realmente podría haber estado en peligro
de desmayarse... peligro, peligro de desmayarse, nunca volvería a utilizar
esa palabra peligro tan a la ligera. Pero ahora que él estaba aquí, todo se
volvía más claro. Las lágrimas amenazaron con salir, pero se obligó a
contenerlas. —No, no, estoy ilesa.
Sintió un escalofrío recorrerle. —Siento haberte puesto en peligro.
—Temía que fuera a matarme—, rasgó ella.
—Nunca habría permitido que eso ocurriera—. La absoluta convicción
con la que hablaba era un bálsamo tranquilizador. Además, ¿cómo podía
dudar de él cuando había visto lo letal que podía llegar a ser?
—Tú... ...tenías una espada.
—La llevo dentro de mi bastón.
Y un cuchillo. Podía sentirlo clavándose en su costado, sin duda ahora
guardado en una vaina oculta bajo su abrigo.
Al oír el ruido de la hierba aplastada por unos pies pesados, se giró
ligeramente sin soltarla. —Marcus, ¿estás herido?
—No. ¿Y tú?
—No.
—Bien. —Inclinó ligeramente la cabeza. —Lady Kathryn, no es la
circunstancia más favorable para verla de nuevo. ¿Cómo ha llegado hasta
aquí?
— Me trajo en su carruaje —, dijo Griff. —Ella estaba en el club. Fue
una imprudencia por mi parte aceptar su oferta.
—No puedes culparte por lo que pasó—, le aseguró. —Fue una
imprudencia por mi parte no marcharme como me ordenaste—.
—¿Tu cochero y tu lacayo?
—Los ataron, pero creo que están ilesos—. Habían estado murmurando
y refunfuñando antes de ser amordazados, así que seguramente también
estaban ilesos.
—Necesito verlos desatados entonces y asegurarme de que lleguen a
casa sanos y salvos—. Volvió a prestar atención a su hermano. —Marcus,
¿podemos llevarte a algún sitio?
—Tengo un bote esperándome río arriba. Vosotros dos deberíais
marcharos. Yo me ocuparé de estos tres antes de irme.
—Avisa si necesitas algo.
—Lo haré. No deberían ir a por ti. Es a mí a quien quieren. Ni siquiera
saben quién eres. Ciertamente no sabrán dónde encontrarte. Simplemente
estabas en el lugar equivocado en el momento equivocado, y lo lamento.
Estaba convencido de que no me seguían.
—¿Crees que podrás evitarlos en el futuro?
—Lo intentaré. Una vez que salga de Londres, no deberían venir a
buscarme. Pensarán que he huido con el rabo entre las piernas.
—Espero que tengas razón en eso.
—No es tu problema. Tú saliste. Quédate fuera.
—Si me necesitas...
—Lo sé, pero no lo haré.
Griff asintió. —Discúlpame un momento—. Se acercó al hombre que
había ensartado y sacó su espada.
—No tenía elección, ya sabes.
Miró a Marcus. —¿Alguno de vosotros la tuvo?
—Todos eran delincuentes. Sospecho que con el tiempo cada uno
habría sido presentado al verdugo. Yo no habría dejado ir al último, pero no
soy yo quien tendría que vivir con su peso en mi conciencia.
Se alegró de que Griff hubiera dado al hombre la posibilidad de elegir.
Volvió a su lado, sin rastro de la espada a la vista, sólo su bastón. El hombre
viajaba armado. Le costaba conciliar ese hecho, aunque tal vez no debería
haberse sorprendido. Tenía la sensación de que la vida le había cambiado,
de que era más peligroso de lo que había sido.
Los hermanos se despidieron y se dieron una palmada en el hombro.
Luego ella y Griff comenzaron a caminar hacia el carruaje.
—¿Por qué querían matar a Marcus? —, preguntó finalmente.
—Porque pretende desenmascarar a los que trabajaban con Padre, una
vez que sepa el nombre de la persona que lo organizó todo.
—Esperabas problemas.
—Siempre espero problemas cuando Marcus está involucrado. Fuiste
una chica lista al captar el significado de lo que te decía que hicieras.
No debería haberle gustado tanto su elogio. —Al menos lo manejé
mejor que lo del puro.
Se rio por lo bajo. —En efecto.
En el carruaje, volvió a sacar su cuchillo y cortó las ataduras del
cochero y el lacayo, disculpándose por las molestias, haciendo creer que
habían sido ladrones ordinarios los que habían ido tras ellos. No le gustaba
el mundo en el que había vivido y se alegraba de que se hubiera librado de
él. Esperaba que Marcus estuviera en lo cierto y que nunca más volviera a
ser molestado por aquellos que les deseaban el mal.
Cuando se encontraba en el interior del vehículo, viajando hacia su
residencia, con él sentado frente a ella porque había insistido en que la vería
a salvo allí y regresaría por su cuenta al club, estudió su silueta y añoró
haber llevado una linterna al interior para verle con más claridad. Había
percibido cambios sutiles en él en el club. Una confianza y un porte tan
atractivos como sus rasgos. Pero era mucho más complicado de lo que
pensaba.
Deseó que no la hubiera soltado, que cuando hubiera subido tras ella se
hubiera acomodado a su lado, que su brazo volviera a rodearla y estuviera
acurrucada a su lado. De pie a orillas del Támesis, con un cuchillo en la
garganta, había pensado en cosas intrascendentes, cosas que echaría de
menos, cosas que desearía haber hecho. Cosas que deseaba haber hecho con
él. Otro beso. Otra conversación. Una risa. Una sonrisa. Una broma. Dios,
incluso una broma habría sido bienvenida.
Qué raro que cada pensamiento involucrara a Griff. El pobre Kingsland
se habría quedado con la tarea de buscar a otra mujer para a la que cortejar
y con la que casarse, y sin embargo ni siquiera se le pasó por la cabeza en
ese momento. Tal vez porque Griff había estado allí, y él no.
—Sería mejor que no le contaras a nadie la aventura de esta noche—,
dijo en voz baja.
—Creo que nadie me creería—. A ella misma le costaba creérselo.
Mirando por la ventana, luchó por recuperar una sensación de
normalidad, por dejar atrás lo que había sucedido antes, pero tiraba de a ella
como lo hacía el mar cuando salía por primera vez del agua después de ir a
nadar en casa de su abuela, amenazando con ahogarla y tragársela. —
Cuando te besé anoche, lo hice con rabia.
Era uno de los remordimientos que la habían bombardeado mientras
esperaba la muerte que esperaba.
—Lo sé.
Lo había hecho para atormentarlo, para castigarlo, y en lugar de eso, se
había castigado a sí misma. Había empañado el recuerdo del beso que él le
había dado en el jardín. Ya no quería que su último beso fuera de ira. Una
vez que se casara con Kingsland, los labios de Griff le estarían prohibidos,
pero esta noche tenía la oportunidad de sustituir su último beso por otro.
Levantándose del banco, balanceándose con el vaivén del carruaje,
acortó la corta distancia que los separaba. Él gruñó cuando se acomodó en
su regazo, a horcajadas sobre él, con las piernas encajadas a ambos lados de
sus muslos. Sus manos se apoyaron en su cintura, sosteniéndola mientras
acunaba su cara entre las palmas, disfrutando de la textura de su mandíbula
erizada contra su suave piel. De algún modo, aquel momento resultaba más
íntimo. Él permanecía quieto, esperando, y se preguntaba cómo su
respiración podía permanecer tan estable cuando la suya era terriblemente
errática, cuando estar tan cerca de él hacía que la recorrieran sensaciones
desbocadas. Estar aquí cuando sabía que no debía, estar aquí porque lo
deseaba. Porque esta noche se había enfrentado a la muerte, ambos se
habían enfrentado a la muerte, y habían salido victoriosos, y a los
vencedores les correspondía el botín. Y para ella, eso implicaba un beso. De
él.
—Quiero besarte. Sin ira esta vez. Sólo gratitud porque aún puedo
elegir—. Sus labios se separaron antes de que los alcanzara, antes de que
inclinara su cabeza para facilitarle el acceso a lo que buscaba. Recordó su
lección anterior sobre cómo algunas cosas son mejores cuando se reciben
con preparación, y se burló de él, lamiéndole la comisura de los labios, el
lado que se curvaba cuando él no estaba dispuesto a sonreírle, cuando no
quería que supiera que se había deleitado con sus palabras o acciones. Con
la lengua, le recorrió el labio inferior, tan lleno, tan tentador, un cojín que
prometía placer.
Gimiendo por lo bajo, agarrándole la nuca y manteniéndola en su sitio,
le metió la lengua en la boca, poniendo fin a sus burlas y excitándola con su
impaciencia. No era la única que quería, necesitaba, una afirmación de que
la vida, preciosa y querida, no debía desperdiciarse lamentándose por
momentos perdidos. Tenían aquí, tenían ahora, cuando podrían no haber
tenido nada más.
¿Qué había de malo en aprovecharse de una batalla cuyo objetivo no
era la derrota, sino la gloria de cada empujón, cada lametón, cada
mordisco? Percibió el más leve rastro de chocolate y especias, imaginó que
eran los restos del puro que él había fumado antes. ¿Reflejaba el mismo
sabor?
Esperaba que él no estuviera saboreando el sabor amargo del miedo que
había sentido durante el enfrentamiento. No tanto miedo por ella, sino por
él. Cuando se puso de rodillas...
Con deliberación, apartó el recuerdo. Quería que este momento borrara
el otro recuerdo, que le diera momentos para saborear, para reflexionar, para
llevarlos consigo al sueño y soñar con pasión y deseo. Y cuando despertara,
sería porque su cuerpo la anhelaba y la deseaba.
Lo anhelaba, lo deseaba. Su aroma, su tacto, su sonido mientras gruñía,
profundizando el beso.
Pasando la mano por encima de su pañuelo, notó que ya no estaba
perfectamente anudado. Quizá debería quitárselo. ¿Se opondría? ¿O
agradecería que su boca mordisqueara su cuello? Deslizando los dedos por
el chaleco, pensó en aflojar los botones y reducir la cantidad de tela que
separaba su calor del de ella. Más abajo…
Se detuvo ante la cálida humedad. Él se puso rígido y le agarró la
muñeca.
—¿Qué es eso? —, insistió ella.
Pero él no respondió. Su respiración era agitada, y sospechó que tal vez
no era el beso lo que la provocaba. Soltándole la muñeca, se acercó los
dedos a la cara. No había suficiente luz para ver, pero podía oler el sabor a
cobre. —Estás sangrando. Le dijiste a Marcus que no estabas herido.
—No se habría ido si hubiera sabido que lo estaba.
Dios mío. ¿Iba a acompañarla a casa y luego a su club? ¿Llamaría a un
médico? ¿A sufrir solo? ¿Para posiblemente... morir? Horrorizada, se bajó
de su regazo y se sentó a su lado, con ganas de tocarlo y miedo de hacerle
daño. —¿Es muy grave?
—No mucho.
Le había mentido a Marcus. ¿Por qué no iba a mentirle a ella en ese
preciso momento? Ahora lo veía todo de otra manera. La tensión en su voz
cuando se le acercó por primera vez. La forma en que la había sujetado,
arrimada a su costado derecho, con el resto del cuerpo en ángulo opuesto al
de ella. La herida estaba en el izquierdo. En la oscuridad, sólo con la luna y
las estrellas, había podido ocultar tantas cosas a su hermano, a ella. Le
atravesó el corazón, le marcó el alma que se lo hubiera ocultado, que no se
lo hubiera confiado.
En la oscuridad, recorrió el banco con las manos hasta que encontró el
singular bastón de él, lo utilizó para golpear el techo e inmediatamente
sintió que el carruaje se ralentizaba.
—¿Qué haces? —, le preguntó.
—Voy a darles instrucciones para que te lleven al hospital.
—Al hospital no
—Un médico entonces.
—No.
Hombre exasperante. —Al menos veré lo mal que está.
—Lady Kathryn, no es asunto suyo.
A ella no le pasó desapercibido el hecho de que utilizara la formalidad
para poner distancia entre ellos. —Al diablo que no.
¿No entendía que se preocupaba por él? ¿Creía que iba por ahí besando
a cualquier caballero que se le antojara? Aunque así fuera, sólo a uno se
había acercado. A éste. Ese hombre testarudo que no parecía tener la
capacidad de pedir ayuda de ningún tipo, ni a ella, ni a su familia, ni a
nadie. Aunque admiraba su independencia, también la frustraba. Estaba
solo, muy solo.
El carruaje se detuvo por completo. Sin esperar a que el lacayo la
ayudara, abrió la puerta antes de que él llegara. —Necesito una linterna.
Sacó una de un gancho situado en la parte delantera del carruaje y se la
entregó.
—Espere mis órdenes.
—Sí, milady.
Volvió al interior y colgó la linterna en un gancho sobre la ventana,
agradecida de que el resplandor le permitiera ver a Griff con más claridad...
o quizá no con suficiente claridad. Estaba pálido, con arrugas en la boca y
el ceño fruncido. Sentía dolor, un dolor atroz, si su expresión servía de
indicio, y aun así la había besado, fingiendo que todo era como debía ser,
cuando era cualquier cosa menos eso. — Déjame ver.
—Lady Kathryn...
— Ahora.
Frunció el ceño. —¿Cuándo te convertiste en una arpía?
—Casi al mismo tiempo que tú te convertiste en un idiota.
Probablemente haya que cambiar los cojines del carruaje, con tu sangre por
todas partes.
La comisura de sus labios, la que había lamido hacía unos momentos,
se curvó. —No creo que sea tan grave.
Con cautela, le ayudó a sacarse la camisa empapada de sangre de los
pantalones y le levantó el dobladillo. Agarrando la linterna, la bajó para
dirigir la mayor parte de la luz sobre la herida brillante y abierta. —Oh
Dios, Griff, es así de grave. Es un corte largo y profundo. No sabría por
dónde empezar a suturarla.
—No creo que sea tan profunda como para haber perforado nada.
Negó con la cabeza. —No. Parece que sólo te cortó—. Pero había
hecho daño, un daño horrible. No creía que la hemorragia fuera a detenerse
por sí sola. Levantó la mirada hacia la suya. —Por favor, déjame llevarte a
un médico.
—Tus padres van a preocuparse por ti si no estás pronto en casa.
—Están en París. Estoy sola. Nadie se va a enterar.
La estudió durante lo que pareció una eternidad antes de desviar la
mirada hacia la ventana y asentir, como si se considerara débil por
permitirle ayudarla. Maldijo a su padre, a la Sociedad que le había dado la
espalda y a todos los que le habían hecho creer que estaba solo en todas sus
batallas.
CAPÍTULO 14

Se despertó con la tenue luz del sol que entraba perezosamente en la


alcoba y el aire perfumado de sal que agitaba las cortinas de la ventana
abierta. Dolorido e inestable, maldijo el aturdimiento provocado por el
láudano que el médico le había administrado antes de empezar a coserle. La
medicación también había sido responsable de su incapacidad para pensar
con claridad después de que el médico hubiera terminado su trabajo. Así
que cuando Kathryn le había dicho a Griff que necesitaba ir a la casa de su
abuela para dejar atrás la fealdad de la noche, él había accedido a
acompañarla, aún no dispuesto a perderla de vista, todavía conmocionado
por lo cerca que había estado de perderla.
Pero antes de que ella le dijera lo que necesitaba, le había cogido la
mano, la que estaba más alejada de donde trabajaba el médico, la había
apretado con tanta fuerza que temió que los huesos se rompieran. Aunque
había agachado la cabeza y desviado la mirada para no tener que ver la
carne y el músculo desgarrados, la sangre que se escurría, había visto caer
una lágrima solitaria, aterrizando silenciosamente en su mano, donde
sujetaba la de él, y había sentido una agonía mayor que la que estaba
sufriendo por las atenciones del médico. Aquella única lágrima le había
parecido mucho peor que un torrente. Ella había sido tan valiente, tan
estoica, y él había sentido tanto dolor, rezando para que no descubriera lo
mal que estaba, que no había comprendido cómo ella luchaba por
comprender todo lo que había ocurrido.
Por eso no había sido capaz de negarse a su petición, de dejarla ir sola,
de no estar a su lado después de que ella insistiera en que lo atendieran,
cuando habría sido mucho más fácil enviarlo a cuidarse solo.
Y aquí estaba, donde no debía estar, con una mujer con la que no debía
estar. Una mujer que pertenecía a otro, aunque aún no hubieran llegado a un
acuerdo. Una mujer que le había entregado a otro.
No quería pensar en ese monstruoso arrepentimiento.
Con un gemido, se levantó de la cama y echó un vistazo a la habitación
azul pálido. La habitación de su abuela, le había dicho. Su mirada se detuvo
en el sillón de felpa con la pequeña pila de ropa doblada pulcramente sobre
él. No era la ropa que había llevado anoche, porque necesitaba un buen
lavado y algunos arreglos. A través de la niebla de su mente, recordó que
ella había dicho algo sobre una criada que se ocupaba del lugar.
Kathryn lo había traído a esta habitación y lo había ayudado a quitarse
la ropa. Toda su ropa. Nunca había sido especialmente pudoroso y ahora se
preguntaba si a ella le habría gustado lo que había visto. Hizo una mueca
ante el pensamiento inapropiado engendrado por la lujuria. Ella no merecía
nada más que su respeto. Sin su insistencia, tal vez no habría ido al médico,
tal vez habría intentado curar su propia herida.
Recogió la camisa y los pantalones. Tela basta, estilo sencillo. Quizá
pertenecieran a su abuelo. O tal vez había enviado al lacayo a pedirle algo
prestado a un aldeano. No importaba. Estaban limpios. Serían ajustados,
pero servirían para el poco tiempo que iban a estar aquí. Se acercó al lavabo
y se echó agua fría en la cara. Se quedó quieto y las gotas volvieron a caer
en la palangana cuando le vino otra imagen, otro recuerdo.
Ella lavándole. Quitándole la sangre, la suciedad y la mugre. Lenta,
suave, tiernamente. Él, agarrado al borde de la cama, para no alcanzarla,
para no tirarla en el colchón.
Su coraje a orillas del Támesis lo había deshecho. Nunca había deseado
más a nadie. Cuando ella cruzó el carruaje para sentarse a horcajadas sobre
su regazo y besarle, fue incapaz de contener su deseo. Se había olvidado de
la herida y de su intención de ocultársela. Lo único que le importaba era
Kathryn y darle lo que necesitaba, lo que quería.
Se las había arreglado para no tumbarla en la cama durante sus dulces
cuidados, pero después de acomodarle bajo las sábanas y las mantas, se
unió a él de todos modos, separándolos las mantas.
—Sólo un ratito—, susurró.
La rodeó con el brazo, la acercó a su costado ileso y la abrazó mientras
el láudano hacía su efecto y lo dormía. ¿Cuánto tiempo se había quedado?
¿Dónde estaba ahora?
Se sacudió los recuerdos, la inestabilidad y las telarañas que
difuminaban gran parte de lo que había sucedido después de su estancia con
el médico: el viaje hasta aquí, la instalación, la caída en el sueño. Se echó
agua en la cara varias veces más, cogió la toalla y se secó. La ropa vino a
continuación, y tal como había juzgado, estaba destinada a un hombre algo
más pequeño.
Tras acercarse a la ventana, miró hacia fuera. No se veía ni un edificio
ni un tejado. Los árboles, las flores y el verde daban paso al azul que se
extendía hasta el horizonte. No sólo el cielo, sino también el agua. El mar.
Lo había oído la noche anterior, rompiendo contra la orilla, pero estaba
demasiado cansado para molestarse en verlo. Pero recordaba que ella estaba
allí, mirando por la ventana. ¿Se había despertado y la había visto? ¿O sólo
lo había soñado?
Estaban en Kent, a pocas horas de Londres. Podían volver a la ciudad
fácilmente, en algún momento de hoy, si ella lo deseaba. Le dejaría la
decisión a ella. Pero primero tenía que encontrarla.
Recorrió un pequeño pasillo, bajo unas escaleras y llegó a la parte
delantera de la casa. A un lado había un comedor con una mesa circular.
Enfrente había un acogedor salón.
—Ah, señor. Buenos días.
Volviéndose hacia el comedor, ofreció una sonrisa cortés a la mujer
vestida con un vestido negro, con un delantal blanco y un gorro. —Buenos
días.
—Tendré el desayuno listo para cuando milady regrese de su paseo.
—Muy bien. Creo que también estiraré las piernas—. Continuó. Al otro
lado de la puerta, la fresca brisa le envolvió. La tomó profundamente en sus
pulmones, sintiéndose revitalizado por el aroma del aire salado del mar. A
lo lejos, las gaviotas volaban en círculos y sus gritos se mezclaban con el
rumor de las olas. Mirando a su alrededor, se preguntó en qué dirección se
habría ido Kathryn.
Empezó a deambular hacia lo que parecía el saliente de un acantilado,
saboreando la seda de la hierba contra sus suelas. Sus botas le habían
parecido demasiado problema para tirar. De niño había corrido descalzo por
los prados siempre que había podido escapar de la vigilancia de una niñera
o una institutriz. Su padre le había pillado una vez y le había dado un golpe
en el trasero, mientras le sermoneaba sobre la importancia de ser percibido
siempre como un caballero. No se le escapaba la ironía de que su traidor
padre le diera lecciones sobre cualquier cosa.
Cuando llegó al borde de la tierra, miró hacia abajo y se le cortó la
respiración. No por la vertiginosa altura, sino porque ella estaba allí, con la
falda subida por encima de las rodillas, vadeando el agua azul. Dio un
pequeño chillido, saltó hacia atrás y el viento llevó su risa hasta él. Se
preguntó si alguna criatura marina le habría pellizcado un dedo del pie.
Con cautela, bajó al suelo y se limitó a observar, sintiéndose en paz por
primera vez en meses. Era como si las preocupaciones no pudieran residir
aquí. Comprendió por qué había querido venir.
Empezó a alejarse de las olas que llegaban a la orilla, con movimientos
ligeros pero enérgicos, sin mostrar la postura rígida, la columna erguida, las
acciones calculadas de una dama bien adiestrada. En lugar de eso,
vislumbró a la chica que había sido cuando visitaba a su abuela aquí, más
relajada, más en casa, más ella misma.
Una mujer que el duque de Kingsland nunca vería, nunca exploraría,
nunca comprendería.
Se detuvo bruscamente, bajó al suelo, apoyó las rodillas contra el pecho
y rodeó las piernas con los brazos. Incluso desde esa distancia, pudo notar
cómo le temblaban los hombros. Lanzando una dura maldición, se puso en
pie de un salto, soltando una sarta de blasfemias mientras su herida
protestaba por sus acciones repentinas. Mirando a su alrededor, se fijó en un
lugar donde la hierba parecía haber sido pisoteada recientemente. Se dirigió
hacia allí y descubrió un sendero que descendía hasta la orilla, por el que
avanzó con cuidado hasta que sus pies tocaron la arena. Con paso decidido,
cruzó hasta donde ella estaba sentada con la frente apoyada en las rodillas y
se agachó a su lado, lo bastante cerca como para que la fragancia de
naranjas mezcladas con sal le envolviera. —¿Kathryn?
Kathryn aspiró un poco y giró la cabeza hacia un lado, lejos de él,
durante dos segundos. Cuando le miró, se dio cuenta de que se había estado
enjugando las lágrimas, lo más discretamente posible, pero algunas aún se
aferraban a sus largas pestañas castañas. Le dedicó una sonrisa trémula. —
¿Cómo está tu costado esta mañana?
—Me duele como el demonio—. Quedaba muy poco láudano, si es que
quedaba alguno, para recorrer su sangre y mitigar el dolor. No sabía cuántos
puntos había necesitado para cerrar la herida. Si ella no lo hubiera distraído
con su presencia, podría haberlos contado. Los había sentido todos y cada
uno de ellos. Estiró el pulgar y captó una lágrima que brillaba en el rabillo
del ojo. —¿Cómo estás esta mañana?
Ella soltó un suspiro tembloroso. —Creía que estaba bien. Y de repente
ya no. Todas las emociones de anoche me golpearon antes de que pudiera
prepararme para ellas.
Bajando para sentarse en la arena y poder equilibrarse mejor, acurrucó
su cara contra su hombro. —No es vergonzoso llorar.
—Me hace sentir débil.
—Estás lejos de ser débil, Kathryn. Tu fuerza era claramente evidente
hace sólo unas horas.
—Como la tuya. — Apartándose, le estudió como si no le conociera
desde hacía años, como si nunca le hubiera visto realmente. —¿Dónde
aprendiste a luchar así?
—Mientras trabajaba en los muelles.
Frunció el ceño. —¿Hay muchas peleas allí?
—No, pero muchos matones transportan carga. Como Billy, el tipo que
te paró en la puerta la primera noche. Althea y yo vivimos en Whitechapel
durante un tiempo, y quería asegurarme de que tenía los medios para
protegerla, si fuera necesario. En esas calles apenas siguen las Reglas de
Queensberry. Así que contraté a Billy y a un par de tipos más para que me
enseñaran a pelear como nunca lo haría un caballero.
—¿Lo sabía Althea?
Sacudió la cabeza. —No quería que se preocupara de que estuviéramos
en un entorno peligroso o de que yo pudiera resultar herido. Si las clases se
alargaban y me preguntaba dónde había estado, le decía que estaba con una
mujer. Parecía aceptarlo fácilmente—. Sin pensárselo mucho, agarró la
trenza de Kathryn y rozó con el pulgar los mechones sueltos del final,
mientras observaba la cantidad de emociones que recorrían sus facciones.
—Adelante, pregunta.
Vio cómo los delicados músculos de su garganta se movían al tragar y
cómo parte de su labio inferior desaparecía al morderlo. —Se refirió a ti
como un asesino.
Lo dejó ahí, pero en el más leve indicio de un temblor en su voz, oyó lo
que ella no se atrevía a expresar en palabras, a decir en voz alta, como si
hacerlo pudiera manchar aquel lugar idílico: ¿De verdad?
—Esos hombres con los que Marcus se relacionaba... son despiadados.
Fuiste testigo. No confiaban en él, así que tenían a sus espías vigilándolo.
Yo espiaba a los espías. Una noche, uno de ellos —sacudió la cabeza, aún
desconcertado—, por alguna razón que aún no hemos descifrado, intentó
matarlo. Yo se lo impedí. Para siempre.
Miró hacia el agua, hacia el mar, preguntándose si se sumergía en él, si
lavaría sus pecados y remordimientos. —No estoy orgulloso de ello,
Kathryn. Para ser sincero, no pretendía matarlo, sólo herirlo, enviar el
mensaje de que Marcus tenía un protector. Apuntaba a su muslo, pero vino
hacia mí un poco más abajo, más rápido de lo que esperaba, y el cuchillo se
le clavó en las tripas... profundamente. No fue una muerte bonita. Pero el
mensaje estaba enviado—. Se atrevió a mirarla. Tenía los ojos muy abiertos,
del color del mar en la distancia, más allá de este pequeño nicho. Su rostro
estaba pálido.
—Se suicidó, entonces, de verdad.
Había utilizado el mismo argumento muchas noches para poder dormir,
aunque fuera unos minutos, pero la verdad no era tan fácil de ocultar. Había
sido él quien sostenía el cuchillo. Había sido él quien había golpeado. —
Poco después, decidí que no quería participar más en la búsqueda de
Marcus. Estaba cansado de que mi padre, incluso muerto, determinara mi
destino. Él hizo lo que hizo. No me importa por qué o con quién. Pero
bueno, no perdí tanto como Marcus.
—Yo diría que todos perdisteis lo mismo, pero creo que hicisteis bien
en encontrar vuestro propio camino. Ahora tienes un negocio que parece
que va a tener éxito.
Su voz aún mostraba vacilación, un ligero temblor. Estaba dispuesta a
seguir adelante cuando quedaban preguntas por responder, y se dio cuenta
de que ella temía la verdad de las mismas. Había estado demasiado
distraído con su propio dolor para reconocer el de ella. —Yo no maté a esos
hombres anoche.
Ella se tapó la boca con la mano y dio un pequeño grito ahogado. —
¿No lo hiciste?
—Al primero quise hacerlo, desesperadamente, pero no quería que
tuvieras su muerte en tu conciencia. Le hice una herida devastadora, pero
no debería matarlo, aunque sospecho que tendrá una lenta recuperación,
incluso podría desearlo—. Después de descubrir la espada escondida en un
bastón en una casa de empeños y comprarla, había visitado a un médico
para aprender cómo y dónde golpear con el máximo daño sin causar la
muerte, así como dónde golpear para causarla. —Al otro tipo simplemente
lo noqueé con un fuerte puñetazo, después de que me ganó —. Era el que
había deslizado su cuchillo por el costado de Griff.
Otro grito ahogado. Y entonces ella estaba llorando. —Seguía
viéndolos muertos. Marcus dijo que lo estaban.
—Estaba demasiado oscuro para que él lo supiera con certeza. Lo
asumió. Tal vez porque había tenido que matar al tipo con el que estaba
luchando.
—Me alegro. Me alegra que no los mataras.
Causar la muerte de un hombre, incluso si no fue intencional, no era
algo fácil con lo que vivir. Tenía la sensación de que ninguno de los dos
hombres tenía un futuro muy prometedor, terminarían sus vidas en un
patíbulo, pero no había visto ningún sentido en acortar su tiempo. Aunque
el primero iba a necesitar un largo periodo de curación. Además de la herida
de espada que le había hecho, le había roto la nariz y la mandíbula. No es
que necesitara saber todo eso. Una vez más, recogió una lágrima. —Así que
ahora puedes bailar en la playa sin ninguna culpa.
Sus ojos dejaron de llenarse de agua. —¿Me has visto?
Él asintió.
Soltó una pequeña carcajada. —Sólo lo hago cuando creo que nadie me
ve.
—¿Siempre bailas en la playa antes de desayunar?
—Mi abuela me enseñó que era la mejor manera de empezar el día,
porque así no importaban las pruebas, tribulaciones o decepciones que se
me presentaran, siempre tendría la alegría de la mañana para seguir
adelante. Solía dar saltitos conmigo, así que ahora es como si siguiera aquí
conmigo.
—Parecías despreocupada durante un tiempo.
—Algunos de mis momentos más felices los he pasado aquí. Gracias
por venir.
—Estaba a merced del láudano. — A merced de ella. —Aunque
Kingsland no va a estar feliz si se entera de que estamos aquí.
—No lo hará. Mis sirvientes son muy leales.
—La pregunta, Lady Kathryn, es ¿cuán leales somos nosotros? Una
mayor proximidad a veces genera una familiaridad más íntima. Después de
todo, me besaste en el carruaje anoche.
—¿Crees que está siendo leal? ¿Crees que no tiene amante? ¿Que está
siendo célibe, prescindiendo del placer?
— Sin duda espera que lo seas.
—Entonces, debería haber hincado la rodilla antes de irse a Yorkshire.
—¿No está en Londres?
—No hasta el próximo miércoles. Viaja bastante, en realidad. Creo que
es parte de la razón por la que no hemos llegado formalmente a un acuerdo.
Pero creo que le gusto bastante. Sospecho que pronto me lo pedirá.
—Y le dirás que sí.
Miró a su lado. —Si esas nubes oscuras del horizonte vienen hacia
aquí, probablemente deberíamos desayunar y emprender el viaje de vuelta a
Londres. El camino se embarra cuando llueve—. Su mirada volvió a él. —
También debería cambiarte el vendaje. El médico dijo que al menos una vez
al día.
No lo recordaba, pero entonces se había estado esforzando por bloquear
el dolor y todo lo que lo rodeaba, todo excepto la sensación de su mano
aferrada a la suya, como si el malestar que experimentaba ella también lo
experimentara. —Deberíamos entrar, entonces.
Tras ponerse en pie con cautela, luchó contra la tentación de estrecharla
entre sus brazos y reclamar su boca como suya. Pero nunca lo había sido,
nunca lo sería. No permanentemente, no para siempre.
Y ahora que ella sabía la verdad sobre él, era posible que no le gustara
que se tomara libertades.

***

De camino a la cabaña, habían decidido comer primero y luego curar su


herida. Estaban a mitad del desayuno cuando llegó la tormenta. Kathryn no
debería haber agradecido el rápido repiqueteo contra el techo y las ventanas
que retrasaría su partida. Pero se alegró de que la lluvia cayera a cántaros y
trajera consigo el estruendo de los truenos y los relámpagos.
Era el aspecto de la casa que más le gustaba. La forma en que acogía la
lluvia y la hacía sentirse arropada y segura. Las residencias de su padre eran
demasiado grandes. Podía estar en medio de una y ni siquiera saber que
estaba lloviendo, pero aquí todo era ruido, viento y sentido.
Disfrutando de la calma que reinaba en el interior de la cabaña mientras
el estruendo del exterior causaba estragos, llevó el cuenco de agua caliente
a la alcoba, donde Griff la esperaba. Se quedó parada ante la inesperada
visión de su torso desnudo, de pie junto a la ventana, mirando al exterior.
Cada centímetro que podía ver era músculo fuerte y tendones. De trabajar
en los muelles, de aprender a pelear, de luchar para proteger a sus seres
queridos. Y anoche la había protegido a ella.
—Hemos esperado demasiado—, dijo en voz baja, sin apartar la
atención de la penumbra que se extendía más allá, y se preguntó si habría
oído su llegada o la habría intuido. —Es demasiado tarde para irnos.
—Sí. He hablado con el cochero. Dijo que es probable que nos
quedemos atascados, probablemente más de una vez. Con tu herida, no
podrás ayudarles a sacarnos del fango.
Soltó un largo suspiro que reflejaba su decepción. No se iba a ofender
porque no quisiera seguir aquí con ella, porque estuviera ansioso por volver
a su vida. —Seguro que tu club sobrevivirá un día sin ti. La Sra. Ward debe
ser capaz de manejar las cosas, o no la habrías puesto a cargo.
—El club no es mi preocupación.
—¿Qué es, entonces?
Con un movimiento de cabeza, se apartó de la vista. —Pon el cuenco
en la mesita de noche. Puedo cambiar las vendas yo mismo.
—Es menos probable que te arranques algún punto si lo hago yo—.
Después de dejar el cuenco y las vendas sobre la mesa, levantó un pequeño
frasco. —Tengo un ungüento que me dio el médico para ayudar en la
curación. Es más fácil si lo aplico yo.
Esperó a que el debate que él mantenía consigo mismo se hiciera
evidente en el endurecimiento de su deliciosa boca y en el estrechamiento
de sus hermosos ojos. ¿Le preocupaba que esta vez pudiera iniciar un beso
que no debería producirse? ¿Reconocía que saber lo que no debía ocurrir no
impedía necesariamente que ocurriera?
—Me comportaré—, se ofreció ella.
Él se rio, sólo una rápida carcajada, pero fue suficiente para calentarla
hasta la médula, suficiente para hacerle saber que estaba en el buen camino
con respecto a sus preocupaciones. Kingsland nunca le hizo sentir que
luchaba por no tocarla, por no probarla. Desde su última noche en el teatro,
la había besado unas cuantas veces más, pero todos habían sido encuentros
educados y caballerosos. Estaba descubriendo que prefería el beso de un
canalla.
Una sonrisa seguía dibujándose en sus labios cuando se acercó. —
¿Dónde me quieres? ¿En la silla?
—En la cama. —Él se quedó quieto, sus pupilas se dilataron tan rápido
por el deseo que se apresuró a explicárselo. —La silla es demasiado
pequeña—. Demasiado voluminosa, con su grueso respaldo y sus brazos
tapizados. —No podré trabajar a tu alrededor como necesito.
Se sentó en el borde de la cama. —Date prisa.
Sus manos se aferraron a sus muslos de la misma manera que lo habían
hecho con sus brazos la primera noche que ella había ido a su club. No
debería haberle complacido saber que él la deseaba. O tal vez se equivocaba
y él simplemente se preparaba para soportar el dolor que podría causarle al
curarle la herida. Pero pretendía ser suave, cuidadosa. No podía soportar la
idea de causarle agonía.
Con las tijeras, cortó el nudo que el médico había hecho para asegurar
la venda que había puesto alrededor del torso de Griff. Desenrolló el lino,
pasándoselo de mano en mano mientras lo rodeaba, consciente de que no
respiraba, de que se mantenía tan quieto que bien podría haber sido una
estatua. De vez en cuando se equivocaba y sus nudillos rozaban la carne
que había lavado la noche anterior. Había delineado surcos a lo largo de sus
costillas después de que él se durmiera, y había explorado los músculos que
se enroscaban en sus brazos. El láudano lo había anestesiado y lo había
tocado de formas que no debía, la curiosidad había podido con ella,
mientras investigaba a este hombre que se había engordado durante los
meses que había estado en el exilio.
La sábana se le había ceñido a la cintura, y la había utilizado como
barrera para lo prohibido, no había investigado lo que había evitado ver con
la mirada mientras le ayudaba a desvestirse. Pero sus brazos y su pecho
habían sido igual de misteriosos y maravillosos para sus dedos curiosos.
Siguió recorriéndolos después de arrastrarse hasta la cama y acurrucarse
contra él, porque no podía soportar la idea de enfrentarse a los demonios
que seguramente la acecharían. Pero no habían venido. Instintivamente, él
la había abrazado con fuerza y los había mantenido a raya.
Terminada su tarea, apartó las vendas sucias y apreció la planicie de su
vientre, la anchura de su pecho. La herida era larga, roja y excesiva, y los
puntos le daban un aspecto aún más espantoso. Le quedaría una cicatriz.
Arrodillándose, apretó los dedos contra ella. Respiró agitadamente.
—Lo siento. Sé que duele, pero tengo que comprobar si hay
putrefacción. El médico me enseñó cómo.
—Menos mal que estabas allí. No recuerdo nada de eso.
Con el agua tibia, limpió alrededor de la herida, retirando suavemente
la sangre que quedaba. Después cogió el ungüento, echó un poco y lo
extendió sobre la línea de puntos. Contuvo la respiración, tensó el
estómago, pero no parecía ser por dolor. No quería dejar de tocarle, quería
tocarle más. Necesitaba distraerlos a los dos. —¿Puedo hacerte una
pregunta?
—Eso nunca es un buen presagio—, dijo. —Cuando alguien pregunta si
puede hacer una pregunta. Puedes hacer todas las preguntas que quieras.
Que las responda o no es otra cosa.
—¿Qué pasó cuando te detuvieron?
Apretó la mandíbula, pero se quedó mirando al frente, como si los
recuerdos estuvieran representándose ante él en un escenario. —Al
principio, estábamos confusos, desorientados, asustados. Yo estaba dormido
cuando llegaron y me sacaron de la cama. Marcus insistió en que al menos
nos dejaran vestirnos. Llevando un título de cortesía como conde, sus
palabras tenían más peso que mis protestas. Así que al menos nos
permitieron ponernos presentables. Aun así, nos llevaron sin ninguna
explicación.
—Nos pusieron juntos en una habitación de la Torre. Vinieron a por mí
primero, y pensé: “Me van a cortar la cabeza”. Pensamiento ridículo, en
realidad. Pero parecía el lugar adecuado. Mientras me llevaban por el
pasillo, el terror se apoderó de mí. Mi cuerpo parecía incapaz de poner un
pie delante del otro. Quería gritar y correr. ¿Cómo lo había hecho Ana
Bolena, una mujer tan pequeña, caminar hacia su muerte? Tal vez fingió
que sólo iba a dar un paseo. No lo sé.
—Pero dejé de pensar en lo que estaba soportando en ese momento y
en el futuro que suponía que me esperaba, y en su lugar me centré en el
pasado, en cosas que merecía la pena recordar por última vez: el desenredar
del cabello de una mujer, un vals, el último beso que había dado, que daría
jamás.
Había hecho una pausa en sus cuidados, y él bajó la mirada, captando y
sosteniendo la suya. —Tú, Kathryn, estabas allí conmigo y me ayudaste a
caminar por ese pasillo de piedra con algo de dignidad.

***

Las lágrimas brotaron de sus ojos, y él se dio cuenta de que no debería


haber confesado algo tan personal que la involucraba. Pero durante las dos
semanas que estuvo en la Torre y los meses siguientes, cuando su vida se
había convertido en un infierno, los recuerdos de ella lo habían sostenido.
—Pásame las vendas. El resto puedo hacerlo yo —, dijo bruscamente,
probablemente demasiado, porque ella pareció ponerse en acción.
—Yo lo haré.
Era una tortura tenerla enrollando la tela a su alrededor. Cada vez que le
llevaba el paño a la espalda, ella se inclinaba tanto que podría fácilmente
capturar su boca, besarle la garganta... y cada vez que pensaba en hacer
ambas cosas, estaba tan malditamente tentado, se recordaba a sí mismo que
era hijo de un traidor, que conocía los rincones más oscuros de Londres, que
había cazado en ellos, que había sido responsable de una muerte. Ahora
dirigía un club que fomentaba el pecado. No era exactamente el tipo de
caballero del que una mujer pudiera enorgullecerse. Ciertamente no el tipo
por el que una dama debería renunciar a una herencia.
—Pero, por suerte, no te llevaron a la guillotina—, dijo ella,
terminando por fin con el tortuoso envoltorio y sentándose sobre sus
talones.
—No. Me llevaron a una habitación donde me sentaron en una silla de
madera y empezaron a hacerme preguntas sobre mi padre. Fue el primer
indicio que tuve de que la detención podía deberse a algo que él había
hecho. Pude aportar muy poca información sobre sus acciones, me quedé
atónito ante la revelación sobre sus planes—. Miró hacia la ventana. —
¿Cuándo crees que podremos irnos?
—Depende de cuánto tiempo siga lloviendo, pero por lo fuerte que está
cayendo, probablemente no hasta mañana.
Mordió una maldición, no quería que ella supiera lo desesperadamente
que necesitaba alejarse de ella. Resistirse a ella era cada vez más difícil.
Cuando ella lo miraba con esos ojos seductores o cuando se le saltaban las
lágrimas o cuando lo tocaba...
Le había tocado anoche. Ahora lo recordaba: había sido mientras se
dormía. Se había deleitado con sus caricias, las había llevado a sus sueños,
donde le había devuelto el favor de la forma más perversa. Quería
transformar la fantasía en realidad.
Pero ella no era para él. Y no se arriesgaría a que ella perdiera lo que
anhelaba poseer. Especialmente ahora que la había visto aquí, había visto lo
bien que le sentaba. La inocencia del lugar donde ella era libre de retozar en
la playa, un mundo tan diferente de aquel en el que él vivía ahora. Una parte
horrible de su pasado la había tocado, y pretendía asegurarse de que nunca
volviera a tocarla. Nunca tuvo la oportunidad de acercarse siquiera. No
podía garantizar que había escapado por completo, que si Marcus le
mandaba llamar, no respondería y volvería al lado de su hermano. —Me he
cansado. Debería dormir un poco.
—Por supuesto. —Se levantó. —Te estás curando. Deberías descansar
mientras estés aquí. Dudo que puedas hacerlo mucho cuando vuelvas a tu
club.
Después de recoger el cuenco, las vendas viejas y el ungüento, se
dirigió a la puerta.
—¿Lady Kathryn?
Al detenerse, se volvió para mirarle. La confusión empañaba sus ojos,
sin duda porque se había dirigido a ella tan formalmente, pero era
imperativo recordarse constantemente que ella estaba fuera de su alcance.
—Gracias por tu atención.
—Aunque desearía que no fuera necesario, atenderte ha sido un placer.
Cuando ella se marchó, cerró los ojos de golpe mientras por su mente
pasaban imágenes de otro tipo de placer, caliente, sudoroso y
extremadamente carnal. Se tumbó en la cama, boca arriba, y gimió mientras
su costado protestaba por el maltrato. Maldijo a Kingsland por no haberse
casado ya con ella, por no haberle quitado toda tentación.
CAPÍTULO 15

Se despertó con el leve golpeteo de la lluvia. Tras levantarse de la


cama, se acercó a la ventana, descorrió las cortinas y contempló la
penumbra que, de algún modo, le reconfortó y le trajo consuelo.
Comprendió por qué Kathryn amaba aquel lugar, por qué no se había
planteado dejarlo por ningún hombre que no cumpliera los requisitos
necesarios para tenerlo. Aquí estaba más relajada, más feliz, en paz.
¿Por qué demonios Kingsland no había pedido ya su mano? Llevaba
meses cortejándola. ¿Estaba el hombre ciego ante el tesoro que ella era?
Sería una excelente duquesa, esposa y madre. Cuando se la imaginaba con
niños, los veía rubios, lo cual era imposible, teniendo en cuenta lo moreno
que era el duque y el rojo cobrizo de su propio cabello, retozando entre las
altas hierbas, corriendo por el sendero hasta la orilla del agua y chillando de
placer cuando el mar se acercaba para hacerles cosquillas en los dedos de
los pies.
Puso la palma llena de cicatrices sobre el cristal y extendió los dedos
callosos. La mano de un bruto.
Con el tiempo, si su negocio seguía por el buen camino, si sus
inversiones seguían dando frutos, podría comprarse una casa junto al mar.
Pero era poco probable que fuera ésta, no guardaría sus recuerdos. Si le
confesaba lo que sentía por ella, si le pedía que se casara con él, no sería la
esposa de un caballero, sino la de un canalla y algo peor: un hombre
dispuesto a todo para sobrevivir.
Maldijo la lluvia que iba a mantenerlos allí una noche más, a
mantenerla cerca. En el club, los observadores, algunos que lo estudiaban
con recelo, otros que lo miraban abiertamente, le recordaban que estaban
siendo observados, por lo que había mantenido las manos alejadas de ella
cuando lo que más deseaba era tocarla. Había mantenido la distancia, no
sólo física, sino también mental. Había luchado para no dejar que ella se
adentrara en su superficie, había luchado para que no supiera que podía
sobrevivir semanas con una de sus sonrisas, meses con una sola de sus
carcajadas.
Para protegerse de ella, para protegerla de él, había construido un muro,
ladrillo a ladrillo, cada uno de los cuales representaba una acción en la que
un caballero nunca participaría, pero que había realizado en múltiples
ocasiones. El levantamiento de cajas, el acarreo de cajones, el tirón de
cuerdas. Golpear con el puño, intimidar, espiar. Conocer secretos, amenazar
con revelarlos. El poder que podía usarse para hacer daño. La noche en que
no había dudado en usarlo para destruir.
Su pasado debería bastar para mantener sus manos alejadas de ella.
Pero cuando lo besó en el club y en el carruaje, los ladrillos se derrumbaron
y se vio obligado a reconstruir el muro.
No debería haber venido aquí, no debería haber vislumbrado lo que
podría ser la vida con ella: bailes a lo largo de la orilla, la música de su alma
en el aire, sonrisas intercambiadas, risas compartidas... y paz.
Cómo ansiaba la paz. Tal vez por eso Marcus estaba obsesionado con
descubrir la verdad sobre su padre, porque sin ella, para él, la paz no podía
existir. Pero Griff estaba aprendiendo que la verdad no traía paz. Sólo traía
miseria.
Porque la verdad era, y lo había sido durante más tiempo del que se
había dado cuenta, que amaba a Kathryn. La amaba con una fuerza de
convicción y pasión que era aterradora. Eso lo había impulsado a escribirle
al duque para asegurarse de que ella obtuviera lo que deseaba.
La apuesta había sido una ocurrencia tardía, para proporcionarle
consuelo. Si no podía tenerla a ella, tendría su maldito club. Pero las risas
entre sus paredes no habían sido suyas. Las sonrisas no habían sido suyas.
Los susurros seductores no habían sido suyos. Él no había sido capaz de
ponerla allí, hasta la noche en que ella entró. Y ahora no podría pasear por
él sin que le vinieran imágenes de ella en cada una de las habitaciones.
Se preguntó si a ella le ocurriría lo mismo, si sería capaz de pasear por
la casa sin sentir los restos de su presencia.
Sonó un golpe en la puerta.
—¿Griff? La cena está preparada. ¿Me acompañas?
No debería. Debería pedir que le trajeran un plato y comerlo aquí. Solo.
Pero estaba destinado a pasar muchas noches solo, y muchas noches
solitarias. Por muy lleno que estuviera el club, seguía estando solo... y
solitario.
Así que apiló los ladrillos y les echó mortero entre ellos, haciendo las
paredes más sólidas, mientras cruzaba la habitación y abría la puerta. —Te
acompaño.

***

Tras la cena, le enseñó a jugar al farol, uno de los favoritos del duque
de Kingsland, al parecer. Apostaron con cerillas, y ella ganó la mayoría de
las suyas. Aunque refunfuñaba mucho porque ella ganaba, se daba cuenta
de que disfrutaba con la competición que le proporcionaba.
Cuando el reloj dio las diez y la mayoría de las cerillas estaban en su
poder, le dio las buenas noches y se retiró a su dormitorio. Y ella se fue al
suyo y se preparó para dormir.
Pero ahora, mientras estaba tumbada bajo las sábanas, no podía dormir
de tanto pensar en él. La forma en que la miraba y la sostenía. La forma en
que, a veces, esa misma mirada se desviaba hacia sus labios. La frecuencia
con la que le tocaba la mano, el codo, el hombro... y la naturalidad con la
que lo hacía. Como si lo hiciera sin pensarlo. Se había sorprendido a sí
misma tocándolo una o dos veces sin pensarlo, dándose cuenta de lo que
había hecho sólo cuando el calor de su piel penetraba el lino de su camisa
para burlarse de sus dedos, para recordarle lo que había sentido al rozar sus
manos sobre su carne prohibida.
Nunca más podría visitar la casa sin verle aquí. Sentado a su mesa con
una copa de vino en la mano. Tumbado en el sofá bebiendo oporto. De pie
junto a la ventana, observando la lluvia.
Pero no era sólo el tiempo que pasaron aquí lo que no podría olvidar.
Era todo sobre él. Sabía que sus pensamientos debían centrarse en
Kingsland, que él debía ocupar su mente en todo momento, que debía
echarlo de menos, estar ansiosa por su regreso... y, sin embargo, era Griff
quien llenaba cada rincón de su mente y, temía, tal vez incluso de su
corazón.
En todos los meses que Kingsland la había cortejado, ¿había llegado a
conocerlo realmente? ¿Sabía cómo se movían sus labios cuando bromeaba?
¿O cómo sus ojos se oscurecían justo antes de besarla? ¿O cómo ardían
cuando la vio por primera vez vestida de verde? Griff nunca había dicho
con palabras que le gustara el verde, pero estaba ahí, en la forma en que la
miraba, como si acabara de descubrir una obra maestra.
Sabía tantas cosas pequeñas sobre Griff, y parecían tan importantes
como todas las cosas grandes que sabía de él. Sus sueños, sus ambiciones,
su disposición a aceptar cualquier trabajo para sobrevivir. Había velado por
Althea hasta que Benedict Trewlove había asumido la tarea. Luego había
ido a vigilar a su hermano y casi se había sacrificado para asegurarse de que
Marcus permaneciera a salvo.
La vida le había lanzado desafíos, y los había afrontado todos y cada
uno de ellos. No más mañanas despertándose detrás de setos. No más
noches llenas de bebida, juego y.… mujeres. ¿Había mujeres? Ciertamente
podía haberlas, basándose en la forma interesada en que varias le habían
observado en su club, pero él le había dicho que no eran para él. ¿Le habría
devuelto el beso en el club o en el carruaje si le hubiera gustado alguien?
Escuchó cómo la lluvia golpeaba el techo y repiqueteaba contra las
ventanas. Siempre le había gustado esta habitación al final de la escalera
cuando hacía mal tiempo y era feroz y debería haber sido aterrador. Siempre
le había dado fuerzas y le había hecho creer que, si podía sobrevivir a una
tormenta, podría sobrevivir a cualquier cosa.
Incluso un matrimonio sin amor.
Pero lo que se preguntaba ahora era si podría renunciar al amor por un
matrimonio así.

***

Se despertó con un grito. Agudo. Aterrorizado. El grito agudo de


alguien siendo atacado, alguien en peligro mortal. Se levantó de la cama,
cogió los pantalones y se los puso, abrochándose los botones e ignorando el
dolor en el costado, salió corriendo de su habitación antes de que el eco del
sonido se desvaneciera. Recorrió el pasillo y subió las escaleras.
Sólo había otra persona en la residencia con él. La mujer que se
ocupaba de la cocina y la limpieza vivía en el pueblo con su marido y
volvía con él todas las noches. Griff se había enterado de que era la ropa de
aquel tipo la que le habían prestado. No tenía ni idea de dónde dormían el
cochero y el lacayo. Tal vez también en el pueblo, donde dejaron el carruaje
y los caballos. En aquel momento nada de eso importaba. Lo único que
importaba era ella.
Otro grito, su nombre entretejido en el lamento.
Su corazón latía tan fuerte que le sorprendió que las paredes no
temblaran con su fuerza, y llegó al rellano. Se veían tres puertas. Dos
abiertas y una cerrada. Se dirigió a la que le habría dado intimidad cuando
se retiró. No se molestó en comprobar si estaba cerrada. Simplemente la
abrió de una patada.
Su mirada recorrió la habitación, buscando entre las sombras que
evadían la tenue luz de la luna que se colaba por la ventana. Pero no pudo
distinguir ninguna silueta temible ni ninguna figura amenazadora envuelta
en la oscuridad.
Sin embargo, se oyó otro grito, el peligro era real, pero sólo para ella,
que se agitaba en la cama. Había tenido suficientes pesadillas en los últimos
meses como para saber lo aterrador que podía ser perderse en una de ellas.
Cruzó rápidamente hacia la cama, se sentó en su borde y agarró las
muñecas de sus brazos agitados, acercándolas y sujetándolas contra su
pecho agitado. —Kathryn, amor, estoy aquí. No dejaré que nada te haga
daño. Despierta.
Mientras pronunciaba las palabras con fuerza y determinación, le dio
una suave sacudida. —Vuelve a mí, cariño.
Sus ojos se abrieron, desorbitados, desenfocados. Luego se posaron en
él y se agrandaron. Parpadeó. Respiraba entrecortadamente. —¿Qué haces
aquí?
Gritabas como si te persiguieran los perros del infierno no era
probablemente lo que ella necesitaba oír en ese momento. —Gritaste.
—Oh Dios, lo siento. —Trató de mover un brazo, y se dio cuenta de
que todavía los tenía agarrados con fuerza, necesitando desesperadamente
su tacto para asegurarse de que estaba a salvo. La soltó.
Agradeció haberlo hecho, cuando la primera acción de ella fue estirar el
brazo y acunarle la mandíbula. —Estaba en el Támesis. Te estaban atacando
sólo que... no estabas ganando.
Colocó su mano sobre la de ella, la mantuvo en su sitio mientras giraba
la cabeza y le daba un beso en el corazón de la palma, sin apartar la mirada
de la suya. —Siempre ganaré, Kathryn—. Porque las acciones de su padre
le habían enseñado lo que era perder, y estaba decidido a no volver a sufrir
una derrota que le destrozara el alma. Si bien no iba a ganar a Kathryn, era
por elección propia, una decisión de no intentarlo, una resolución de
asegurarse de que ella ganara algo mucho más grande que cualquier cosa
que él pudiera ofrecerle.
Sus tentadores labios se movieron mientras luchaba contra una sonrisa.
—Diría que eres arrogante. Salvo que te he visto luchar.
Luego se puso sombría porque lo que había presenciado había sido
responsable de la pesadilla que la había atormentado. Si volvía a soñar de
nuevo, lejos de aquí, él no estaría lo bastante cerca para rescatarla. Tenía
que darle un recuerdo mejor que sustituyera al horrible.
Después de levantarse, echó las mantas hacia atrás, la cogió de la mano
y dio un pequeño tirón. —Ven conmigo.
Ella no dudó, no preguntó, simplemente se deslizó fuera de la cama, y
como un ser etéreo, iluminado por la luz plateada de la luna, fue a sus
brazos. Él capturó su boca con una urgencia que agradeció que no pareciera
asustarla. Era enloquecedor lo desesperado que estaba por sentir su sabor,
su tacto y su calor.
Sus dedos rozaban su cuero cabelludo, enredados en sus rizos. Quería
que se quedaran allí para siempre, que lo mantuvieran en su sitio para que
nunca pudiera dejar de besarla.
En cuanto a sus propias manos, se deslizaban arriba y abajo por su
espalda, agradecido por el fino lino de su camisón que le permitía sentir el
movimiento de sus músculos mientras ajustaba el ángulo para profundizar
el beso.
Tal vez no fuera su carta al duque lo que había hecho que Kathryn fuera
elegida por el duque. Si en su misiva al arrogante par hubiera dicho que
besaba con salvaje abandono, si hubiera descrito el entusiasmo con que lo
hacía, si hubiera admitido que no era nada tímida a la hora de entrelazar
lenguas, el duque la habría seleccionado sin molestarse en leer ninguna de
las otras solicitudes que había recibido. Griff no quería considerar que con
el tiempo el hombre tendría esto, sabría lo que era experimentar su pasión.
Apartándose del beso, entrelazó sus dedos, y le pareció algo tan íntimo
como entrelazar cuerpos perdidos en el éxtasis. Tras llevarla hasta la
ventana, volvió a apoderarse de su gloriosa boca. Si nunca lo hubieran
herido, no tendría esto ahora, a ella entre sus brazos, gimiendo por lo bajo
mientras la saqueaba. Pero no era suficiente, en esta habitación a oscuras,
sólo con la luz de la luna. Quería más, quería darle más.
Recorrió su suave cuello con los labios, subió hasta su oreja y tomó el
pequeño lóbulo entre sus dientes mientras liberaba los botones de su
camisón. Cuando terminó, lo invadió la satisfacción cuando ella se encogió
un poco de hombros y se despojó de la ropa, que se deslizó por sus
magníficas curvas hasta el suelo, dejándola desnuda ante él, bañada por el
resplandor plateado de la luna.
—Dios mío, eres preciosa.
Ella le recorrió el pecho con los dedos, rodeó su pezón con la punta de
un dedo, como hipnotizada por el disco oscurecido, y se alegró de no
haberse tomado la molestia de coger una camisa cuando salió corriendo de
su habitación. —Tú también.
Antes de que ella pudiera llevarlos por un camino sin retorno, la hizo
girar, de modo que ella quedara frente a las estrellas que parecían aún más
brillantes al resplandecer ahora que había dejado de llover, le colocó el pelo
trenzado sobre un hombro, se apretó contra ella y posó la boca en la curva
de su cuello, donde fluía a la perfección hacia su hombro. Tan suave, tan
sedoso.
—Mira el mar, Kathryn
Y en el futuro, cuando lo mires, acuérdate de mí.

***

No debería haberlo traído aquí, pero este lugar siempre había sido su
santuario. Después de lo horrible que habían pasado en el Támesis,
necesitaba desesperadamente un santuario y pensó que quizás él también.
Un lugar donde curar no sólo las heridas físicas, sino también las
emocionales. Había visto el daño que la traición del duque le había causado
a Althea, no podía imaginar que no le hubiera causado lo mismo a Griff.
Haberse precipitado desde la cima de la sociedad sin nada que suavizara el
aterrizaje cuando llegó al reino más bajo de la existencia.
Pero ahora, cada vez que visitara este pequeño rincón del mundo que
amaba, volvería a acordarse de él. Oiría su risa en el viento que soplaba
sobre el acantilado, el rumor grave y profundo de su voz compartiendo
secretos en el salón. Vería sus ojos azul grisáceo cuando la miraba a la luz
del sol, su sonrisa a la luz de la luna.
Y cada vez que mirara al mar, recordaría lo que era tener sus manos
acariciándole los pechos, su boca caliente recorriéndole lánguidamente la
espalda, a lo largo de la columna vertebral, por un lado y por el otro.
Mientras, a lo lejos, el agua reflejaba la luz de la luna, y se preguntaba si
absorbía su resplandor como su piel hacía con las increíbles sensaciones
que él creaba, o si lo lanzaba de nuevo al cielo, más brillante de lo que
había sido al recibirlo.
Le encantaba cuando él deslizaba su pecho desnudo por su espalda,
desde sus caderas hasta la parte superior de sus hombros. Luego, su boca,
abierta y caliente, estaba en su nuca, y sus dedos bajaban, bajaban, más allá
de sus costillas, sobre su vientre, dando vueltas, burlándose, recorriendo sus
caderas, bajando lentamente, dándole tiempo para oponerse a la intimidad.
En lugar de eso, colocó sus manos sobre las de él, más grandes,
participando en el viaje.
A medida que se acercaba a su destino, deslizó los dedos por sus
muñecas y antebrazos, por encima del vello áspero que no era lo bastante
oscuro para ocultar las venas marcadas o los músculos tensos que ahora lo
definían, agarrando los músculos justo por encima del codo, manteniéndose
firme mientras sus hábiles dedos recorrían sus rizos y separaban los
pliegues, antes de rodear con ternura el sensible capullo que nunca había
conocido el tacto de un hombre. La maravillosa sensación que la recorrió le
explicó por qué las mujeres experimentadas acudían a su club en busca de
compañía sin restricciones.
Aunque Kingsland la había cortejado, incluso la había besado en alguna
ocasión, nada de lo que habían compartido había sido nunca como aquello,
devorador, apasionado. Así que por qué no iba a entregarse al placer cuando
ni el duque ni ella se habían comprometido con el otro. Sobre todo, cuando
ese hombre le importaba tanto. Cuando pensó que podría morir, se preguntó
cómo seguiría en un mundo sin él. Aunque ya no vagaba por la alta
sociedad, al menos sabía que aún respiraba.
Aunque ahora pareciera que le costaba hacerlo, con su jadeo áspero y
pesado.
—Ya estás tan mojada e hinchada—, dijo con voz áspera y tensa, como
si él también luchara por mantenerse en pie a causa de las vibraciones del
deseo que recorrían su cuerpo. —Me encanta lo rápido que reaccionas.
—¿No es eso un testimonio de tu destreza?
—Es un testamento a tu falta de inhibiciones, a tu sensualidad, a tu
propio poder. Tu cuerpo no reaccionaría así si no lo quisieras.
¿A él? No era eso lo que ansiaba, sino a él. Lo deseaba a él. Le
complacía que él no alardeara ni se atribuyera el mérito, sino que les
atribuyera a ambos la creación de ese fuego que ardía en su interior. ¿Podía
la cerilla crear una llama si la madera no era receptiva a ella?
Empezó a girar.
—Sigue mirando al mar que amas.
Le daría eso, si era lo que quería, pero levantó el brazo y lo dobló hacia
atrás hasta que pudo enredar los dedos en su pelo. No tenía la capacidad de
no tocarlo cuando una de sus manos amasaba un pecho y la otra rodeaba sus
partes bajas. Entonces deslizó un dedo en su interior y no pudo contener el
gemido ni la tensión de sus músculos.
—Tan caliente, tan apretada—, gruñó por lo bajo mientras metía y
sacaba el dedo. Otro se unió al primero mientras el pulgar rodeaba el
nódulo, presionándolo y deslizándose sobre él. —Dios, esto no es suficiente
para mí, Kathryn. Quiero probarte.
—Entonces, bésame.
Dándose la vuelta, impidiéndole ver el mar, las estrellas y la luna en el
lejano horizonte, se apoderó de su boca, de su corazón, de su alma. Aunque
sabía que no debía entregarle los dos últimos aspectos de sí misma. Pero
también sabía que nunca pertenecerían al Duque de Kingsland. Su abuela
no los había puesto como condición para recibir su herencia, no le había
indicado que debía casarse con un hombre al que amara, sólo con un
hombre con un título. ¿Por qué había dado prioridad al estatus social por
encima de su corazón? ¿Por qué sacrificar esto, un hombre que la adoraba,
por el estatus social?
Siempre había admirado, respetado y confiado en su abuela. Pero cada
vez era más difícil tener fe en su opinión sobre este asunto, sobre su futuro,
cuando el presente era tan satisfactorio. Cuando su beso alcanzaba cada
aspecto de ella.
—Eres tan hermosa—, susurró de nuevo, reverentemente. — Un postre
para devorar.
Acarició un pecho, lo ahuecó y esparció una serie de besos por el suave
montículo. Mientras el calor la recorría, arrastró los dedos por su espesa
cabellera y luego por los hombros, clavándolos en los duros músculos.
Entonces él cerró la boca en torno a su pezón, chupó con fuerza, tiró, y su
gemido fue de placer y ligero dolor. Su lengua la calmó y succionó con más
suavidad, arrancándole sensaciones gloriosas de los dedos de los pies.
Se dedicó a asegurarse de que su otro pecho no se sintiera desatendido.
Adoraba la intimidad de poder tocarlo a su antojo, quería tocarlo todo, pero
era cuidadosa con su herida que estaba cicatrizando. Las imágenes de la
pesadilla anterior amenazaron con volver y las apartó. No era el momento
de horrorizarse, no cuando él estaba haciendo cosas tan perversas en su
cuerpo, estaba provocando sensaciones tan desenfrenadas que se preguntó
si sería posible sobrevivir a la exquisita conmoción que él estaba
provocando en ella, de la cabeza a los pies y hasta la punta de los dedos.
¿Cómo iba a saber que una caricia en un punto recorrería cada músculo,
cada centímetro de piel?
Sus grandes manos le acariciaron los costados mientras recorría sus
costillas dejando un rastro de besos a su paso. Arrodillándose, continuó su
expedición a lo largo de su vientre, hundiendo la lengua en su ombligo.
Besó una cadera y luego la otra.
Bajando la cabeza, besó su rodilla derecha y luego trazó un camino a lo
largo de su muslo, separándola, abriéndola. Hizo lo mismo con el otro lado
y, cuando terminó, se sorprendió al descubrir que en algún momento había
abandonado todo pudor. Separó aún más las piernas y su gemido convirtió
su sangre en lava. El calor la inundó. Su cuerpo se tensó en anticipación. No
sabía lo que él tenía en mente, cuál sería su siguiente movimiento, pero
sabía que resultaría gratificante.
Echó la cabeza hacia atrás y su mirada ardiente casi la encendió. —
Antes estaba celoso del sol por todos los besos que te daba. Ahora voy a
besarte donde él nunca pudo.
Enterrando la cabeza entre sus piernas, besó su centro más íntimo igual
que besó su boca: abierta, con la lengua hurgando y explorando. Gritando,
con los muslos temblorosos, clavó los dedos en sus hombros, anclándose a
él mientras la saqueaba. Seguir mirándole era demasiado. Cayendo en las
profundidades de la maravilla que él estaba creando, miró hacia el mar.
A lo lejos, un relámpago dejaba entrever que llovería más, iluminando
momentáneamente sus anchos hombros y su ancha espalda, relucientes por
el sudor. Era tan hermoso. Quería más relámpagos. Quería que la luz del sol
fluyera sobre él y la llenara de celos porque podía tocarlo entero a la vez,
mientras que ella sólo podía tocar una parte cada vez.
Chupó, acarició y se burló. Hizo girar la lengua alrededor del pequeño
capullo y luego cerró los labios en torno a él y tiró. Las sensaciones
aumentaban. Se agarró a sus hombros. —¿Griff?
— Déjate llevar, Kathryn, hasta lo más profundo, y entonces la
marejada podrá lanzarte a las estrellas—. No sabía que él era tan poético o
que podía describir con precisión la promesa que latía por sus venas con
cada movimiento de su lengua.
—Apenas puedo mantenerme en pie.
—Te tengo a ti.
Y sabía que la tenía. Tal vez siempre fue así.
Cuando llegó el cataclismo, la sacudió hasta lo más profundo, una
tempestad que la zarandeó, la destrozó y la dejó aletargada en la orilla.
Mientras los temblores la sacudían en cascada, él suavizó sus atentas
acciones, aminoró la marcha, lamió suavemente antes de apretar con un
beso en su centro. Tras ponerse en pie, la rodeó con los brazos y acurrucó
su rostro en el pliegue de su hombro. Apretó un beso contra su piel
caliente.
—Nunca volveré a mirar el mar de la misma manera—, dijo sin aliento.
Mientras su risa la rodeaba, nunca había apreciado tanto ningún sonido
y temía no volver a tener otro momento como aquel, en el que se sintiera
tan amada y tan correspondida.
CAPÍTULO 16

Se despertó con la tenue luz del sol que entraba por las ventanas,
decepcionada al descubrir que estaba sola. Pero pudo ver el hueco de la
almohada donde había apoyado la cabeza mientras la abrazaba.
Después de acompañarla a la cama, se metió con ella bajo las sábanas.
Aunque no se había quitado los pantalones, al menos tenía su pecho
desnudo para acurrucarse y deslizar los dedos por él. Le contó las costillas y
besó el hueco del centro de su pecho. Aspiró su aroma terroso. Demasiado
saciada para hablar, se limitó a absorber su presencia y a saborear la forma
en que la abrazaba con un brazo, mientras con la otra mano le acariciaba la
cadera.
Una vez se despertó y descubrió que estaba de espaldas a él, con su
mano acariciándole el pecho y sus suaves ronquidos cerca de su oído. La
satisfacción la había invadido tan incesantemente como las olas en la orilla,
constante e interminable.
Pero terminaría cuando regresaran a Londres. Tal vez se quedarían
aquí, un día más, una noche más. Sólo que esta vez, ella le daría a él lo que
él le había dado a ella.
Con ese último recuerdo, un dolor se formó en ese lugar secreto entre
sus muslos, un lugar que él conocía tan bien. Aunque se reprendía por lo
que había permitido, no podía arrepentirse. No cuando él le importaba tan
profundamente.
Quizá siempre había sido así. Tal vez las burlas habían sido una forma
de defensa para proteger su corazón, porque no estaba destinada a un
bribón. Estaba destinada a un heredero. Si quería oír el silbido del viento a
través de las ventanas, los crujidos de las viejas tablas del suelo, el choque
del mar contra la orilla...
Pensar en él hacía que se acumulara una presión, centrada en ese
pequeño capullo alrededor del cual había cerrado los labios y chupado. Lo
que ocurría entre un hombre y una mujer no era en absoluto lo que había
esperado.
Después de que Jocelyn se casara con Chadbourne, le había dicho a
Kathryn: “Simplemente te tumbas mientras él se mueve sobre ti y, cuando
acaba, te limpias, porque es un asunto terriblemente sucio, y sigues a lo
tuyo”. También había parecido un asunto terriblemente frío.
Anoche había parecido cualquier cosa menos frío o sucio. Es cierto que
él no la había montado, sabía todo sobre la monta después de haber visto a
un semental cubriendo a una yegua en la finca de su familia, pero aun así no
podía imaginarse que nada con Griff careciera de pasión. Sólo pensar en él
despertaba en ella cosas que no deberían despertarse. Y, sin embargo, él
siempre había tenido la capacidad de hacerla sentir cosas que no debía y de
sentirlas siempre con tanta fuerza. Ya fuera irritación, ira, miedo, felicidad,
alegría, satisfacción... pasión... deseo.
Él poseía la llave que abría cada emoción dentro de ella. Cada
sensación. Cada chispa.
Deseaba que él siguiera aquí para explorar, pero sin duda se había
marchado para proteger su reputación. La Sra. McHenry llegaba con el alba
para empezar a preparar el desayuno. El cochero y el lacayo llegarían con
ella para ocuparse de las tareas que fueran necesarias, como traer agua para
el baño. Incluso ahora podía oír movimientos en el piso inferior al suyo.
Pensó que la próxima vez que viera a Griff se sentiría cohibida y tímida
porque él conocía detalles íntimos de ella, y sin embargo era inconcebible
que se sintiera otra cosa que feliz de verlo. Tal vez pudiera convencerle de
que bailara con ella en la playa antes del desayuno, porque de repente le
apetecía retozar en la arena y al borde de las olas.
Tras levantarse de la cama, se acercó a la ventana y recogió su camisón
de donde había caído la noche anterior. Mientras volvía sobre sus pasos
hacia la cama, vio su reflejo en el cristal. Se acercó tímidamente y extendió
los brazos. ¿No debería una mujer bien saciada tener un aspecto diferente
por la mañana? Pero no era así. Nada en ella revelaba la maldad que había
ocurrido. Qué truco tan increíblemente prudente de la naturaleza, mantener
oculta la lascivia de una mujer.
Sólo ella y Griff lo sabrían. Podían intercambiar sonrisas secretas sin
que nadie se enterara.
Después de ponerse uno de los sencillos vestidos que había dejado aquí
en su última visita, bajó las escaleras. Cuando llegó al pasillo, miró hacia la
habitación donde Griff había estado durmiendo y observó que la puerta
estaba abierta. Se dirigió a ella de puntillas, con la intención de sorprenderle
con su presencia, pero se decepcionó al encontrarla vacía.
Tampoco estaba en el salón ni en el comedor.
—Buenos días, milady.
Miró hacia la puerta que daba a la cocina. —Buenos días, Sra.
McHenry. ¿Ha visto al Sr. Stanwick?
—No, señorita. ¿Va a disfrutar de su paseo matutino?
—Sí. — Quizás estaba fuera.
—Tendré su comida lista cuando regrese.
—Gracias.
Después de salir, no lo vio en el acantilado. Una sensación de urgencia
la golpeó mientras corría hacia su borde y miraba hacia abajo. Pero él no
estaba en la arena ni en el agua.
Se dio la vuelta y vio a lo lejos al lacayo y al cochero, que sin duda
regresaban de comprobar el camino. Se apresuró a acercarse a ellos. —
¿Alguno de ustedes ha visto al Sr. Stanwick esta mañana?
—Sí—, dijo el cochero. —En la caballeriza antes de venir aquí. Estaba
viendo la posibilidad de comprar un caballo.
—¿Por qué necesitaría un caballo? — Incluso cuando hizo la pregunta,
lo sabía. Que Dios la ayudara, lo sabía.
—No lo sé, milady. No creí que me correspondiera preguntar. Pero le
preguntó al tipo que le vendió un caballo castrado cómo llegar a Londres.
Se sintió como si hubiera recibido un golpe físico. Se había ido.
Después de todo lo que había pasado entre ellos, se había ido sin decir ni
una palabra.
—Estábamos revisando el camino para salir de aquí, milady. Está muy
empantanado por la lluvia. Probablemente deberíamos esperar otro día
antes de intentar usarlo.
—Pero un solo caballo podría atravesarlo.
—Sí, si lo hace con cuidado o viaja sobre el lado donde la hierba
absorbió la humedad.
—Entonces, se ha ido—, murmuró, no a nadie en particular. Más bien
para sí misma, confirmando lo que ya había deducido.
Después de haberle proporcionado un placer exquisito, había terminado
con ella. No debería dolerle, era de esperar. Mucho más fácil marcharse que
enfrentarse a ella. Al menos, la rabia que sentía le impidió experimentar
algún tipo de tristeza por su despedida. Sin duda era lo mejor, porque tenía
un duque con el que casarse.
CAPÍTULO 17

Había contratado a un muchacho para que vigilara la residencia de


Whitechapel donde su hermana había vivido antes de casarse, así como a
otro para que vigilara la residencia de Mayfair donde sin duda residiría
ahora que era la esposa del conde de Tewksbury. Así que supo que ella
había regresado a Londres una hora después de su llegada.
Esperó hasta la tarde siguiente para alquilar un carruaje y visitarla.
Mientras el vehículo circulaba velozmente por las calles, no pudo evitar
pensar en Kathryn, ya que nunca la olvidaba. Estaba bastante seguro de que
Kingsland le proporcionaría placer, pero todo serían meros movimientos.
Tocar aquí, presionar allá, frotar, rodear, apretar, tomar: las acciones que
había aprendido de acostarse con docenas de mujeres.
Griff conocía esas acciones. Quería que Kathryn supiera cómo se
sentían cuando iban acompañadas de amor. No es que ella notara la
diferencia inmediatamente. Tal vez nunca lo haría. Esperaba que no lo
hiciera.
Pero también quería saber qué sentiría él cuando hubiera amor de por
medio, porque nunca antes había intimado con una mujer a la que amara.
Oh, le habían gustado muchísimo, las había adorado, se había preocupado
por ellas, pero lo que sentía por Kathryn era mucho más profundo que lo
que había experimentado con cualquier otra mujer y no podía medirse.
Aunque no había encontrado su propia liberación, no importaba. Había
obtenido tanta satisfacción de la de ella como de la suya propia. Ningún
encuentro con otra mujer había sido tan satisfactorio. Ahora conocía el
sonido de sus gemidos y gritos. Conocía la sensación de sus muslos
temblando antes de que finalmente se elevara. Conocía su aroma almizclado
cuando la agitaba el deseo. Conocía el dulce sabor de su lugar más íntimo y
secreto.
Sabía que roncaba suavemente cuando dormía. Durante unas horas, se
había limitado a abrazarla y a deleitarse con la maravilla de observarla. Ella
siempre había despreciado lo que él consideraba lo más hermoso. Sus
pecas.
Sabía, por supuesto, lo que ella sentía al respecto, y por eso se había
burlado de ella con eso... hasta que burlarse de ella dejó de ser lo que quería
hacer. Así que había guardado el apodo en un rincón especial de su corazón,
donde almacenaba todos los demás recuerdos de ella.
Había pasado poco más de una semana desde que la dejó durmiendo,
tan hermosa, tan en paz, justo antes del amanecer, fue al pueblo y pagó un
buen precio por un caballo para volver a Londres. Después de toda la lluvia,
le preocupaba que su viaje se retrasara otro día, tal vez dos. O, si por él
fuera, para siempre.
Desde su regreso a Londres, todas las noches se quedaba en lo alto de
la escalera de su club, esperando y observando a que ella entrara por la
puerta con toda su gloriosa y justa ira porque la había abandonado.
Simplemente se escabulló de su cama y había seguido con su vida.
Pero no se había escabullido y se había ido. Se había quedado allí y
había catalogado cada uno de sus rasgos, había cogido algunos de sus rizos
entre el dedo y el pulgar para frotarlos y absorber su textura. Había aspirado
su aroma a naranja y canela. Había considerado la posibilidad de volver a la
cama, bajo las sábanas, y tomar posesión de su cuerpo, su corazón y su
alma, y hacerla suya por completo.
El segundo hijo mimado que había sido antes lo habría hecho, habría
antepuesto sus propios placeres, deseos y necesidades a los de ella. Pero ya
no era ese hombre. Su sentido del privilegio le había sido lentamente
arrancado a base de esfuerzo, trabajo y privaciones. Había llegado a
apreciar lo que tenía sólo cuando ya no lo tenía. Llevársela habría
significado verla privada de lo que anhelaba poseer, y en lo que a ella se
refería, se negaba a ser tan egoísta.
Pero si ella hubiera acudido a él, si hubiera acudido a su club, si lo
hubiera elegido...
Pero no lo había hecho. Aunque había pensado en ir a verla, sólo podía
ofrecerle unas noches, no la eternidad. Pero entonces, ¿por qué iba a querer
a un hombre que se había roto, que se había recompuesto lentamente, pero
que seguía agrietado? No para el largo plazo, y no era justo para ninguno de
los dos conformarse con el corto plazo.
Así que se marchó, confiando en que el lacayo y el chófer la llevarían
sana y salva a su residencia. Sabía que lo habían hecho, al día siguiente de
su partida, porque el chico que había contratado para vigilar le había
informado cuando ella regresó.
Después de eso, como un tonto, había comenzado su vigilia en lo alto
de las escaleras, ignorando a todos a su alrededor, concentrándose en la
puerta por la que ella nunca entraba. Su ausencia no impedía que su corazón
retumbara cada vez que alguien entraba en el club, hasta que se dio cuenta
de que no era Kathryn. Tenía que aceptar que nunca más sería ella.
El club ahora parecía más aburrido porque ella nunca más lo adornaría.
El barullo y la cacofonía de voces más apagados porque su risa ya no lo
aligeraría. La fragancia más rancia porque su aroma a naranja y canela ya
no lo embriagaría. Esta noche dejaría de vigilar infructuosamente y volvería
a vagar por las habitaciones, aunque temía recordarla en cada una de ellas y
la soledad que sentiría al final.
El carruaje se detuvo en la entrada de la enorme mansión de Mayfair.
Después de pasarle el pago al conductor por la ventanilla, Griff se apeó y
estudió el cuidado césped mientras el vehículo se alejaba. Era extraño
volver a Mayfair después de tanto tiempo, estar a punto de entrar en una
lujosa residencia, sobre todo cuando ya no sentía que perteneciera a este
lugar. Quizá nunca lo había sentido.
Tras subir los escalones, golpeó la aldaba contra la madera y esperó. Al
poco rato se abrió la puerta y un mayordomo le hizo un gesto deferente con
la cabeza. Sin duda como resultado del fino atuendo de Griff. Sabía que
para tener éxito tenía que aparentar que ya lo tenía, y se había asegurado de
usar sus monedas sabiamente en lo que se refería a su vestimenta. —El Sr.
Griffith Stanwick quiere ver a su hermana, Lady Tewksbury.
El mayordomo abrió más la puerta. —Pase, señor. Veré si milady está
en casa.
De pie en el gran vestíbulo, Griff se sorprendería si no lo estuviera.
Estaba de vuelta en el tipo de residencia que se merecía, con sus enormes
paredes y techos abovedados y lámparas de cristal. Con sus claymores
(espadas grandes) y sables desplegados, revelando una herencia que podía
remontarse generaciones atrás.
—¡Griff!
Se volvió cuando Althea entró corriendo en el vestíbulo, su marido la
seguía a un paso que parecía tranquilo, pero sólo porque sus largas piernas
le permitían moverse con menos rapidez para seguirla. Antes de que
pudiera saludarla, ella ya lo había rodeado con los brazos y lo abrazaba con
fuerza.
—He estado tan preocupada—. Se echó hacia atrás. —Tienes buen
aspecto, próspero de hecho. La última vez que te vi, parecías bastante...
amenazante, a decir verdad.
Se habían visto por última vez poco antes de que ella se casara, antes de
que se fuera a Escocia, cuando aún estaba más involucrado en los esfuerzos
de Marcus que en los suyos propios. —Ahora estoy en un camino diferente.
—Quiero que me lo cuentes—. Se apartó un poco y extendió el brazo.
—Queremos saberlo todo.
Trewlove se adelantó y la rodeó con el brazo, acercándola, en un
movimiento que le pareció tan natural como respirar aire. Le tendió la
mano. —Stanwick.
Griff aceptó el ofrecimiento, agarró la mano del hombre y la estrechó
con fuerza. —Milord.
El nuevo conde de Tewksbury hizo una mueca. —No hace falta ser tan
formal. Bestia bastará.
—He pedido el té—, dijo Althea. —Ven al salón, ponte cómodo y
cuéntamelo todo.
— Un whisky escocés sería mejor, mi amor—, dijo Bestia.
Griff se preguntó cuánto sabía ya su cuñado. Había rondado los
rincones más oscuros de Londres, había gobernado en Whitechapel. No le
sorprendería que el hombre supiera mucho más de lo que jamás admitiría.
—Se agradecería un whisky.
Fueron a la biblioteca, donde él y Bestia tomaron un whisky, mientras
Althea bebía un jerez y le hablaba de su boda, a la que lamentaba no haber
podido asistir, y de su estancia en Escocia, de cómo se había enamorado de
sus gentes y de sus majestuosas tierras. Se sintió agradecido al ver lo feliz
que era. Era obvio que su marido la adoraba, mucho más de lo que
sospechaba que Chadbourne jamás lo habría hecho. A pesar del desvío que
había tomado su vida, no podía evitar creer que ella estaba mucho mejor de
lo que habría estado si hubiera sido capaz de permanecer fiel al camino
elegido para ella. Era más fuerte, más segura de sí misma. Fácilmente una
mujer que podría conquistar cualquiera de los desafíos de la vida.
Una mujer como Kathryn, que se había salvado a orillas del Támesis,
con un poco de ayuda de él. Que no había tenido remilgos con su herida,
que se había hecho cargo y había visto cómo le cuidaban. Que ahora
seguiría con su vida como si él nunca hubiera estado en ella.
Cuando su hermana terminó de compartir sus aventuras, le explicó lo
de su club.
—Quiero verlo—, insistió ella.
—Estás casada. La afiliación es sólo para los que no lo están.
—No quiero ser socia. Sólo quiero echar un vistazo por dentro, pasear
quizás.
Sacudió la cabeza. —Tendría que ser cuando no estuviera abierto, y
entonces es simplemente un edificio con habitaciones—. Eran los
miembros, la forma en que interactuaban, lo que creaba la atmósfera que
estaba conduciendo a su éxito, y tenía que asegurarse de que todos siguieran
cómodos, confiando en que ellos y sus... escapadas... se mantuvieran a
salvo entre aquellas paredes.
—Tu negativa a dejarme verlo me lleva a pensar que allí hay maldad.
Se limitó a dar un sorbo a su whisky.
Ella sonrió. —Eres un bribón. Es el tipo de lugar que haría desmayarse
a mamá, ¿no?
—Me habría repudiado si se hubiera enterado.
—La echo de menos. — Miró por la ventana. —A veces incluso echo
de menos a papá, lo cual sé que está muy mal—. Volvió a mirarle. —Y
Marcus, ¿qué puedes contarme de él?
Sabía que preguntaría, no quería que se preocupara, pero merecía saber
algo. —Creo que está a punto de encontrar lo que ha estado buscando, pero
ha tenido que dejar Londres por un tiempo.
Asintió, sin duda esperando lo que él había compartido. —Ojalá
abandonara su maldita búsqueda—. Arqueó una ceja. —Sí, a veces uso
palabrotas. Viene de no ser una dama por un tiempo.
—La sociedad te dará la bienvenida ahora.
—Más bien a regañadientes, pero ayuda haberse casado con una familia
poderosa. Hablando de esa familia, los invitaremos a cenar mañana por la
noche. Me gustaría que te unieras a nosotros. Conoces a los nobles, por
supuesto, pero aún no conoces a los hermanos y hermanas de Ben. Me
gustaría mucho que lo hicieras.
—No estoy seguro de que sería prudente.
—Mi familia no juzga—, dijo Bestia, el apodo parecía más apropiado
que el Ben que usaba su hermana. —Te darían la bienvenida.
—Por favor—, dijo Althea en voz baja. —Estaría bien que nuestra
familia recuperara cierta apariencia de normalidad. La cena podría ayudar a
conseguir ese fin. Y te perdiste la boda.
La culpa era un poderoso motivador. Aunque ella y él nunca habían
sido especialmente amigos, lo que habían pasado juntos había creado un
vínculo más fuerte entre ellos, los había acercado, sobre todo porque ella
había sido la que le había cuidado las manos que el trabajo en los muelles le
había destrozado cada día. —Será un honor.
Sonrió alegremente. —¡Maravilloso! Los vas a adorar y ellos te van a
adorar a ti.
Dudaba mucho que hubiera amor de por medio, pero le alegraba ver
que su hermana mostraba tanto optimismo. Había soportado mucho, un
corazón roto, pobreza, trabajo en una taberna y circunstancias peligrosas,
para salir del otro lado fuerte y sabiendo exactamente quién era.

***

—No has vuelto al Fair and Spare desde aquella segunda noche—, dijo
Wilhelmina socarronamente, antes de tomar un sorbo de té en el jardín de
Kathryn.
Había invitado a su amiga a visitarla exactamente por la razón que
Wilhelmina acababa de exponer, porque Kathryn no había estado en el club
y esperaba poder cotillear un poco sobre el lugar, sobre él. No iba a ir detrás
de él. Él había dejado clara su postura cuando se marchó aquella mañana
sin siquiera molestarse en agradecerle sus atenciones, sin siquiera
despedirse. Pero eso no significaba que no estuviera interesada en obtener
información sobre él y su club. —Mi curiosidad quedó satisfecha.
—Lo dudo mucho.
Decidió que era necesario un cambio de estrategia, porque no iba a
hacer preguntas directamente. —Háblame del tipo con el que estabas
bebiendo vino tinto.
Wilhelmina emitió un pequeño maullido mientras sus mejillas florecían
en un profundo tono carmesí. —Es simplemente un caballero que conocí
allí.
—¿Simplemente?
Sus mejillas enrojecieron aún más. —Me hace reír.
Kathryn no quería pensar que Kingsland nunca la había hecho reír, que
ni siquiera sabía cómo sonaba su risa. Profunda, estaba bastante segura,
¿pero invitaba a unirse a ella? Siempre estaba muy serio, no le gustaría
bailar en la playa, ni siquiera tomarse un momento para contemplar el mar.
Griff estaba al frente de su negocio, aún en las primeras fases,
intentando salir adelante, y sin embargo había encontrado tiempo para
enseñarle su establecimiento. No parecía tener prisa por librarse de ella,
aunque sin duda eso había cambiado después de su pesadilla, después de
que él hubiera tomado medidas para hacérsela olvidar. Cada vez que los
pensamientos de aquella horrible experiencia en la orilla del río la
amenazaban, sacaba a relucir los recuerdos de la forma en que él la había
tocado, saboreado, atormentado y apaciguado... y ahuyentaban la fealdad.
Siempre. Incluso cuando no estaba cerca, tenía el poder de darle consuelo.
Debería ser el duque quien lo hiciera. Tal vez una vez que estuvieran
casados, una vez que hubieran tenido encuentros íntimos y conociera el
tacto de sus manos, no quería olvidar la aspereza de las cicatrices de Griff.
¿Qué locura era ésta, estar tan enamorada de un hombre que era
increíblemente malo para ella?
—Te busca, ¿sabes?
Saliendo de sus cavilaciones, arrugó la frente y miró fijamente a
Wilhelmina. —¿Por qué iba a buscarme tu caballero?
Su ligera risa, como el tañido de campanas de cristal, brotó. —No mi
caballero. El tuyo. El Sr. Stanwick.
Miró a su amiga. —Él no es mi caballero.
—¿No lo es?
—No. Como mencioné antes, es simplemente el hermano de una
amiga.
—Interesante.
—¿El qué?
—Habría esperado que afirmaras rotundamente que Kingsland es tu
caballero.
—Bueno, por supuesto que lo es. Ni que decir tiene.
Su amiga se inclinó hacia ella. —¿Lo es?
—Wilhelmina, no seas obtusa. Sabes que lo es.
—¿Sabes por qué soy solterona?
—Porque ningún caballero ha pedido tu mano.
—Porque el caballero adecuado nunca ha pedido mi mano.
—Kingsland es el caballero adecuado. — Deseó que sus palabras no
carecieran de convicción. —No estoy con Kingsland para evitar ser una
solterona. Estoy con él porque nos beneficia a ambos, que es como se
deciden los matrimonios entre la alta sociedad —. A los nobles no se les
exigía amor cuando se casaban. En realidad, era raro que fuera un factor en
absoluto.
Wilhelmina levantó su taza y sorbió lentamente el té. —Ciertamente no
encuentro ningún defecto en Kingsland.
—Es la perfección—. Lástima que la perfección le pareciera un poco
aburrida.
—Ningún hombre es perfecto, querida. Si crees eso de él, es que no le
conoces lo suficiente.
Conocía a un hombre lo suficientemente bien como para saber que
estaba lejos de la perfección, y sin embargo eran sus pequeños defectos los
que más la intrigaban, los que hacían que se preocupara tanto por él. Eso
provocaba en ella todas las emociones posibles. Que la hacían sentir. Que la
asustaba con la fuerza de esos sentimientos, tanto si estaba enfadada con él
como si estaba feliz, triste o preocupada. Con Griff, todo era más intenso,
más inmediato. Todo exigía ser explorado. Todo en él la llamaba a ser una
aventurera.
—Kathryn, las decisiones que tomes no son de mi incumbencia. La
gente se casa por muchas razones. Deseos, necesidades, ganancias. Yo no
encuentro defectos en ninguno de ellos porque no estoy en el lugar de esa
mujer. Sólo vivo mi vida. Pero lo único que sé es que, a veces, en la vida
tenemos la oportunidad de algo más, quizá sólo por una noche, una hora o
un minuto. Pero si no la aprovechamos, puede llenarnos de una eternidad de
arrepentimientos.
—¿Has tenido una noche con tu caballero? — Sabía que era de mala
educación preguntarlo, pero su amiga no parecía ofendida en absoluto.
—Todavía no, pero lo haré.
—Si, después, él termina contigo… ¿cómo lo afrontarás?
—Estaré de luto un tiempo, supongo, pero luego iré en busca de otro.
Una noche con un hombre que me hace sentir como una reina es mejor que
ninguna noche.
—¿Si al tomar esa noche eres injusta con otro?
—¿Crees sinceramente que desde que empezó a cortejarte, Kingsland
no se ha acostado con nadie?
Kathryn sintió que el calor le inundaba la cara porque Wilhelmina fuera
tan brusca, ni siquiera fingiera no saber de quién se estaba hablando. —Se
supone que las mujeres deben permanecer puras para sus maridos.
—¿Quién decidió eso? ¿Algún hombre? Aún no estás casada con él,
Kathryn. Ni siquiera estás oficialmente prometida. Si necesitas esa noche
con otro, tómala antes de estar comprometida, antes de perderlo para
siempre.
CAPÍTULO 18

A Griff le gustaba la nueva familia de Althea. Suponía que cuando uno


empezaba la vida en circunstancias difíciles, y nadie diría que nacer fuera
del matrimonio no presentaba dificultades, se creaban fuertes lazos entre los
que te ayudaban a salir adelante.
De pie junto a la chimenea, observando la camaradería que expresaban
los seis hermanos Trewlove entre sí, no pudo evitar sentir un poco de pesar
por haber pasado años sin experimentar la misma consideración hacia sus
propios hermanos. Sólo últimamente, cuando sus circunstancias habían
empeorado, se había dado cuenta de que estaría dispuesto a morir por
cualquiera de ellos. Antes de eso, se había guardado para sí sus emociones,
sueños, miedos y decepciones. Nunca había compartido cómo su padre lo
había hecho sentir inútil, ignorado.
Pero observando a los Trewlove, viendo la alegría absoluta con la que
se saludaban, escuchando las noticias que revelaban y observando su
evidente interés, supo sin lugar a dudas que esas personas se confiaban
todo, sin temer nunca ser juzgadas. Se alegró de ver cómo abrazaban a
Althea, asegurándose de que comprendía que ahora era una de ellos.
—Pueden ser un poco abrumadores al principio.
Griff miró al duque de Thornley, que se había casado con Gillian
Trewlove, una tabernera. En su momento había sido un escándalo, todos los
matrimonios lo habían sido, pero Thornley era lo bastante poderoso como
para haber capeado el temporal y haber visto cómo su esposa era aceptada
por aquellos que habrían preferido rechazarla. —Están todos tan cómodos
el uno con el otro—.
—No es exactamente como nos educaron, ¿verdad?
—Me temo que no. Lástima—. Le habían presentado a cada uno de los
miembros de la familia, no había sentido que se ofendieran por su
presencia. Ahora todos estaban casados, y Althea había incluido también a
los hermanos de sus cónyuges, con lo que había media docena de señores
en la sala. En total, se mezclaban cerca de veinte personas. —Me alegro de
que hagan sentir a Althea como si formara parte de su familia.
—Es uno de sus puntos fuertes. Aceptar a las personas por lo que son y
no por quiénes sean sus padres o por las acciones de su padre en particular.
—No cuidar de tu bastardo no es una transgresión al mismo nivel que
intentar asesinar a una reina.
—Lo es si tú eres ese bastardo.
Griff hizo una mueca, asintió. —Tienes razón. Después de todos estos
meses, todavía me cuesta conciliar lo que hizo y sigo considerándolo una
transgresión importante.
— Y así fue. No te lo voy a discutir. Pero su transgresión no debería
recaer sobre ti. Por desgracia, la nobleza no siempre ve las cosas así. Yo lo
habría visto de la misma manera antes de que Gillie entrara en mi vida. Es
difícil no reevaluar tu punto de vista una vez que llegas a conocer a estas
personas. A pesar de la injusticia de la vida, todos han tenido éxito. He oído
que ahora tienes un club. Una especie de local de emparejamiento.
No pudo evitar sonreír. —Me cansé de que me ignoraran en los
malditos bailes. Supuse que había otros que sentían lo mismo.
—Te deseo mucho éxito.
—Aprecio...
—Siento mucho que lleguemos tarde—. La voz áspera, la que rondaba
sus sueños, sus recuerdos, hizo que se le apretaran las tripas y que su
costado recordara la ternura de su tacto, como si la piel tuviera la capacidad
de recordar cualquier cosa. Pero era como si volviera a sentir sus dedos allí,
presionando suavemente, rozando la raja levantada. ¿Qué demonios hacía
ella aquí? No era de la familia.
—¡Tonterías! — dijo Althea, acercándose a su amiga y abrazándola.
Dios, Kathryn era más hermosa de lo que cualquier mujer tenía derecho a
ser. Llevaba otro vestido verde, y la maldijo por eso, por la forma en que
hacía brillar sus ojos esmeralda. —Sólo estábamos poniéndonos al día. Su
Gracia, me alegro de que haya venido.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que Kingsland estaba a su lado.
No quería verlos juntos, pero aun reconociendo ese pensamiento, se dio
cuenta de que era lo mejor. Había empezado a tener fantasías en las que
imaginaba cómo sería su vida si pudiera pedirle que se casara con él. Que
las realidades de su club no harían que las matronas tuvieran desmayos y
que los padres, recordando las escapadas de su juventud, no expresaran su
desaprobación.
Como la perfecta anfitriona, Althea empezó a hacer presentaciones,
asegurándose de que todos se conocían. Thornley se apartó de su lado para
saludar a los recién llegados, y Griff supo que debía hacer lo mismo, o
mejor aún, marcharse del todo. Simplemente escabullirse sin ser visto ni
reconocido, pero entonces Althea se dirigió hacia él, con los recién llegados
a cuestas.
—Recuerdas a mi hermano, Griff.
—Sí, por supuesto—, dijo Kathryn, y no podía juzgar su estado de
ánimo, sus pensamientos. —Es encantador verte con tan buen aspecto
después de todas las pruebas y tribulaciones que ha soportado tu familia.
Y tradujo sus palabras en lo que realmente quería transmitir por su
tono: después de dejarme sin una palabra.
—Es un placer, Lady Kathryn—. Se volvió hacia el duque. —Me
alegro de verle, Su Gracia.
—Y a usted, Stanwick. No he olvidado que estoy en deuda con usted
por dirigirme hacia esta encantadora dama.
—No me lo debe.
Althea frunció las cejas, y se dio cuenta de que probablemente ella no
tenía ni idea de a qué se refería el duque. —¿Puedo ofrecerle un refresco?
¿Un oporto antes de cenar? —, preguntó.
—Sí, por favor—, dijo Kathryn.
—¿Por qué no sigues? — Kingsland sugirió. —Me reuniré contigo en
un minuto. Me gustaría hablar en privado con el Sr. Stanwick.
Mientras las damas se alejaban, Griff sospechó que su hermana iba a
enterarse de la carta que había escrito y, si no lo sabía ya, de la maldita
apuesta que había hecho. No es que nada de eso importara. Fue hace tanto
tiempo. O no debería haber importado. Pero se estaba dando cuenta de que
lamentaba mucho haber hecho ambas cosas. Especialmente cuando era tan
difícil ver a Kathryn con este parangón señorial. Agradeció que Bestia le
hubiera ofrecido antes un vaso de whisky y aún no se lo había terminado.
Dio un sorbo despreocupado mientras esperaba a que Kingsland dijera lo
que tenía que decir, fuera lo que fuese, aunque tenía una buena idea de lo
que implicaría.
—Has amenazado a mi hermano—. Cuatro palabras que salieron
planas, despreocupadas, como si hubiera dicho que tomaba cuatro terrones
de azúcar con el té, pero que estaban ribeteadas de advertencia.
Griff sostuvo la mirada del duque y esbozó una sonrisa burlona. —¿Ah,
sí?
Kingsland lo estudió durante un segundo. —No es que le culpe. Le
debía lo que ya debería haberle pagado. Pero tengo curiosidad. ¿Tenía
intención de pegarle o de revelar un secreto?
—Un secreto.
La mandíbula del duque se tensó. Obviamente, hubiera preferido un
puñetazo como respuesta. —Supongo que no tendría la amabilidad de
compartir cuál era.
—Él pagó. Se queda conmigo.
Kingsland asintió. —¿Era fácil de descubrir, por lo que otros podrían
utilizarlo en su contra, posiblemente para chantajearlo?
Un año antes, Griff no sabía lo que era querer proteger a su hermano,
estar dispuesto a hacer cualquier cosa por él. Ahora lo sabía, y reconocía en
el duque el mismo deseo. Kingsland quería proteger a su hermano menor de
cualquier daño. Ah, diablos. Más le valía confesar. —No sé cuál es el
secreto.
Aparentemente bastante aturdido, Kingsland le parpadeó. —¿Cómo
dice?
—Todo el mundo tiene secretos, Su Gracia. Lo único que hice fue
insinuar que conocía el suyo y que lo revelaría.
—Maldita sea. Brillante. ¿Y si no hubiera pagado?
Se encogió de hombros. —Entonces me habría tomado la molestia de
averiguar qué era.
—Bien jugado, Stanwick. Puede que tenga que emplear la misma
táctica la próxima vez que pierda una negociación.
—¿Cuándo ha estado en el lado perdedor de algo?
—Muy bien. Ha cobrado todo lo que te debían, supongo.
—Con intereses.
—Muy bien por usted. Sospecho que se ha ganado unos cuantos
enemigos.
—Ellos ya me consideraban un enemigo. — Pero había resuelto el
problema de los que cumplían los requisitos concediéndoles seis meses de
afiliación a su club. Había sido una forma de dar a conocer su empresa, y la
mayoría, si no todos, sin duda seguirían siendo miembros una vez
transcurrido ese tiempo. Una pequeña pérdida inicial para una ganancia
mayor.
—Por si sirve de algo, no creo en castigar a los hijos por los pecados de
sus padres.
—Se lo agradezco. — Incluso si el duque era sólo uno de los pocos que
sostenían esa opinión.
—Ahora, si me disculpa, me vendría bien un poco de whisky y hablar
con Thornley sobre un proyecto de ley en el que estamos trabajando.
Empezó a alejarse.
—Tiene que casarse antes de cumplir los veinticinco años—, dijo Griff
en voz lo bastante baja para que nadie más lo oyera.
El duque hizo una pausa y le devolvió la mirada. —¿Cómo dice?
—Lady Kathryn. Tiene que casarse antes de cumplir los veinticinco
años para obtener una herencia que le dejó su abuela. Ella alcanza ese
cuarto de siglo el quince de agosto.
—Ya veo.
—Eso no es motivo para casarse con ella, por supuesto, ni para que ella
se case usted, pero si vais a casaros, más vale que lo hagáis a tiempo para
que reciba un beneficio adicional—. Sacudió la cabeza. —¿Por qué no se lo
ha pedido?
—Tengo mis razones.
—No puede ser que encuentre defectos en ella.
—Es cierto. No le encuentro ningún defecto. Simplemente quiero
asegurarme de que ella no encuentre ninguno en mí. Y eso lleva tiempo.
Especialmente cuando he tenido que viajar tanto últimamente. Pero tendré
en cuenta esta nueva información—. Asintió bruscamente. —Se lo
agradezco.
Luego se marchó a hablar con Thornley sobre un maldito proyecto de
ley que no era tan importante como Kathryn. Probablemente no le
correspondía a él hablarle al duque de la maldita herencia, pero si no iba a
casarse con ella a tiempo, no tenía sentido que lo hiciera.
Para sus adentros, encadenó una serie de maldiciones. Incluso si el
duque no cumplía su plazo, Griff no podía casarse con ella. El duque le
ofrecía poder, prestigio, influencia. Griff podía ofrecerle poco más que una
vida lejos de todo lo que le era familiar.
Ser admitido en este salón no era ser admitido de nuevo en la sociedad.
No era tan tonto como para pensar que lo era.
Además, ella se merecía algo mucho mejor que un hombre con un alma
tan manchada como la suya.

***

Como la cena involucraba a la familia, Althea no se había molestado en


disponer ningún tipo de asiento formal. Por lo tanto, Kathryn se sentó frente
a Griff y al lado de Kingsland. Cuando su querida amiga la había invitado a
cenar, el primer evento formal de Althea desde su regreso de Escocia,
Kathryn había aceptado encantada, sobre todo porque Althea había
mencionado que Griff asistiría. Quería saber exactamente cómo se
encontraba.
Se sintió aliviada al verlo tan bien, sin la piel pálida. Cuando lo vio por
primera vez junto a la chimenea, se dio cuenta de que tenía el brazo
izquierdo inclinado, en un intento de proteger ese lado del cuerpo de golpes
inesperados. Probablemente, su herida aún estaba cicatrizando y sensible, o
tal vez se trataba simplemente de un hábito que había adquirido mientras se
recuperaba, y se había paseado por sus dominios. Dudaba que alguien más
se diera cuenta de la postura protectora, que alguien más lo observara como
si proporcionara sustento a un alma reseca.
Le irritaba bastante que así fuera. No había tenido oportunidad de
hablar con él a solas, así que todavía no le había revelado su enfado por
haberse escabullido sin siquiera despedirse. Aunque quizás había querido
evitar enfrentarse a cualquier incomodidad entre ellos.
Lo que había ocurrido no debería haber ocurrido. Sin embargo, le había
parecido tan natural como coger el salero, cosa que en aquel momento
hicieron los dos, sus dedos se tocaron, se detuvieron, antes de que él
retrocediera.
—Hace poco estuve en Escocia—, le dijo Kingsland a su anfitrión, que
se encontraba en la cabecera de la mesa, a su derecha. —Estoy pensando en
invertir en una destilería.
—Los escoceses sí que saben hacer un buen whisky—, dijo la duquesa
de Thornley.
—¿Podría ofrecerlo en su taberna?
—Tendría que probarlo primero.
—Yo también estaría dispuesto a probarlo—, dijo Aiden Trewlove. —
Podría venderlo en mis clubes—. Sus clubes eran Elysium que ella visitaba
y un garito de juego para los hombres.
—¿Y usted, Sr. Stanwick? — Kingsland dijo, mientras cortaba su
carne. —¿Podría servirlo también en su club?
Se quedó quieta, excepto por el estruendo de su corazón, y se preguntó
cómo conocía él el club. Desde luego, no cumplía los requisitos para ser
socio. Griff la miró antes de deslizar la mirada hacia el duque. —Depende
de lo bueno que sea.
—Bueno, si es posible que ya tenga tres vías para distribuirlo, lo
consideraré más seriamente.
—Escocia me pareció preciosa—, dijo Althea, con ligereza, como si
percibiera cierta tensión entre los dos hombres.
Tal vez Kathryn debería haber venido sola, pero Althea había sugerido
que el duque la acompañara, y parecía inapropiado no extenderle la
invitación. Además, no había querido explicar que su principal motivo para
venir era ver a Griff, y tener a Kingsland a su lado le recordaba que no
debía ser así. Ni siquiera estaba segura de que debiera considerar a Griff un
amigo. Excepto que un amigo no habría hecho con ella lo que él había
hecho. Habían sido las acciones de un amante. Extrañamente, no se sentía
culpable por las libertades que le había permitido tomarse. En todo caso,
quería que volviera a tomárselas. Sólo entonces, probablemente se sentiría
culpable, aunque Wilhelmina le hubiera aconsejado que no lo hiciera.
La conversación derivó hacia aspectos concretos de Escocia, diversas
zonas que cada uno había visitado. Nunca había estado y no podía aportar
nada. Hubo otras conversaciones, como era habitual cuando se cenaba.
Escuchó a medias mientras Lavinia Trewlove, esposa de Finn, hablaba con
Griff sobre los caballos que criaba su marido y sobre el hogar que
proporcionaban a los huérfanos. Mientras tanto, Kathryn daba la impresión
de estar prestando toda su atención a la menor de los Trewlove, que se
había casado con el conde de Rosemont. Fancy era propietaria de una
librería, había conocido allí a su futuro marido y, por lo tanto, parecía
natural hablar de las últimas novelas que había leído.
Sin embargo, en realidad, sólo anhelaba un momento a solas con Griff.
Finalmente llegó, después de la cena, cuando todos estaban reunidos en
la sala de billar. Al parecer, los Trewlove no seguían la tradición de que los
caballeros se fueran a beber un poco de oporto mientras las damas tomaban
el té. Se habían reunido todos en la gran sala que ni siquiera la mesa de
billar podía dominar. Era espaciosa, con varias zonas para sentarse y una
chimenea en cada extremo. Unas puertas de cristal, abiertas para dejar
entrar la brisa, daban a la terraza.
El duque de Thornley había retado al duque de Kingsland a una partida
de billar. Se habían quitado las chaquetas y remangado las mangas de la
camisa. No creía que ninguno de los dos pudiera tomarse el juego más en
serio si estaba en juego el destino de una nación, así que todas las
conversaciones tenían que tener lugar a una buena distancia de los duques
en duelo para no interferir en su concentración.
Cuando vio que Griff se escabullía fuera, aparentemente sin llamar la
atención de nadie, presentó sus excusas a Althea y Selena, la esposa de
Aiden Trewlove, alegando que sólo necesitaba un breve respiro para tomar
el aire. Ninguna de las dos se ofreció a acompañarla, tal vez porque
intuyeron que quería pasar un rato a solas. O tal vez se había equivocado y
habían notado que Griff se escapaba y adivinaron su verdadero propósito.
Aunque ninguna de las dos sabía lo que había ocurrido recientemente, y
Althea vería su conversación con su hermano como un acto completamente
inocente, tal y como había sido durante todos los primeros años en que la
había conocido.
Lo vio al final de la terraza, lejos de cualquier luz directa, ligeramente
inclinado, con los codos apoyados en el parapeto de piedra mientras
contemplaba los jardines que sólo eran sombras en la oscuridad. Su corazón
no debería haberse acelerado con cada paso que la acercaba a él.
—No deberías estar aquí fuera—, dijo en voz baja, sin mirarla siquiera,
sin confirmar que era ella. Pero quizás estaba tan atento a su presencia
como ella a la suya.
— Simplemente te fuiste —. No se molestó en aclararlo, estaba
bastante segura de que su tono brusco indicaba que no se refería a que él
acabara de salir de la sala de billar.
—Necesitaba volver a mis asuntos. Los caminos no se podían recorrer
en carruaje.
—Lo sabía antes del amanecer, ¿verdad?
Soltó un largo suspiro frustrado, se enderezó y la miró. —Hacéis una
bonita pareja.
Si pensaba que iba a pasar a otro tema de conversación, estaba muy
equivocado. —Al menos podrías haberte despedido de mí.
—Si me hubiera quedado, Lady Kathryn, no te habrías ido de allí
intacta.
Su énfasis en lo de “intacta” le hizo saber el tipo exacto de contacto
que habría tenido lugar. Mucho más implicado, mucho más íntimo de lo que
ya había sido. Profundo, penetrante. No habría salido de allí virgen. La
habría arruinado. Sin embargo, no podía imaginar que se hubiera sentido
arruinada.
Tampoco estaba segura de que a Kingsland le hubiera importado. No
parecía del tipo posesivo. Ciertamente, le prestaba atención cuando estaban
juntos y le enviaba baratijas cuando no lo estaban, pero nunca había tenido
la sensación de que nada de lo que ella hiciera despertara celos en él.
Tendrían un matrimonio muy tranquilo y frío.
Mientras que Griff parecía capaz de hacer que cada emoción en ella
ardiera con una pasión ardiente. Especialmente su ira.
—Tu partida me pareció grosera y desagradecida. Si no hubiera sido
por mis cuidados, habrías muerto.
—La herida no era tan grave.
Con una rapidez que le sorprendió, extendió la mano como si fuera a
golpearle en el costado. Él retrocedió bruscamente y levantó el brazo para
protegerlo antes de darse cuenta de que su movimiento había sido una treta.
Incluso en la oscuridad, pudo percibir su ceño fruncido. —Para una herida
que no era tan grave, parece que aún está sensible y tal vez cicatrizando—,
dijo.
—Atacarme no fue muy deportivo de tu parte.
No estaba de humor para ser deportiva. —Estaba molesta, Griff. Me
dolió despertarme y ver que te habías ido—. Por no hablar de decepción y
tristeza.
—Kathryn...
—No de la cama. Eso lo entendí. Pero de la cabaña. Me desperté y nos
imaginé dando un paseo por la orilla.
—Nada bueno habría salido de mi estancia.
—Nada bueno salió de tu partida.
Volviéndose hacia el jardín, cruzó de nuevo los antebrazos sobre la
piedra. —De mi marcha salió mucho bien. Sólo que no te das cuenta de
cuánto.
—Entonces, dímelo.
—Estás siendo difícil, Lady Kathryn. Ya te lo he dicho.
—Así que te fuiste sin molestarte en despertarme para proteger mi
reputación cuando nadie estaba a punto de declarar mi reputación
mancillada.
—Alguien lo habría susurrado. Un lacayo tratando de impresionar a
una camarera. Un cochero queriendo más paga.
—Estaba sola en la cabaña con un hombre. Por sí mismo eso era
suficiente para el escándalo. Cualquier otra cosa habría sido especulación.
—He conocido especulaciones que arruinan vidas.
Cerró los ojos de golpe. La gente había especulado que él y su hermano
eran cómplices en la conspiración de su padre. Aunque esta noche parecía
que le habían dado la bienvenida de nuevo al redil, era sólo en este pequeño
grupo. E incluso entonces, observó que no parecía ser un ajuste del todo
cómodo para todos los implicados.
Después de acercarse al parapeto, apoyó los antebrazos en él, sintió la
arena bajo su piel sedosa y sospechó que la de él era demasiado dura para
que le molestara. Aunque en otro tiempo, probablemente no lo había sido.
—¿Por qué supones que se espera que las mujeres permanezcan puras
mientras que los hombres no?
Su respuesta fue sólo silencio.
—Lady Wilhelmina especula que es porque los hombres hacen las
reglas. Aunque yo creo que son las mujeres las que hicieron ésta en
particular, por miedo a que sin ella sucumbieran al atractivo del placer.
No dijo nada. Tal vez no quería entrar en un debate sobre cómo es que
la sociedad había evolucionado de tal manera que se aplicaban reglas
diferentes a los hombres que a las mujeres. En cualquier caso, no era su
razón para venir aquí a enfrentarse a él. —Una vez más, Griff, me sentí
maltratada. Aunque fue el abuso más glorioso que jamás experimentaré.
Soltó un largo suspiro. —Kathryn...
—Tu partida hizo que lo que había pasado entre nosotros pareciera
chabacano, como si te avergonzaras de haber estado conmigo.
—Dios, no. — Volviéndose, le acunó la cara como si fuera un pajarillo
que se hubiera caído del nido y quisiera que volviera a su sitio. —Pero sabía
que había tomado medidas que no debía... Yo—, apartó las manos de ella y
las levantó ante ella, —nunca debería haberte tocado. Sabes lo que han
hecho. Nunca deberían estar cerca de ti.
—Qué tontería—. Cogió una y le dio un beso en la palma llena de
cicatrices. —Salvaron a tu hermano. Me salvaron a mí.
Se estudiaron el uno al otro como si no tuvieran prisa por continuar con
sus vidas, hasta que él finalmente dijo: —Debería haberte despertado.
Debería haberte dicho que me iba, pero pensé que así sería más difícil irme,
volver a Londres sin ti.
—Así que tomaste el camino fácil.
—Dejarte nunca ha sido fácil, Kathryn—. Soltó una risa áspera. —
Nada en ti ha sido nunca fácil.
No debería haberle gustado tanto aquella confesión.
—¿Kathryn?
La voz grave en la oscuridad la sobresaltó, pero cuando miró por
encima del hombro, descubrió que el duque de Kingsland no estaba tan
cerca como temía, desde luego no lo bastante como para haber oído su
conversación. Esperaba que no. Esperaba desesperadamente que no.
Sintió que Griff se ponía rígido, preparándose para salir en su defensa si
era necesario. Le soltó la mano y giró para mirar a Kingsland. — Su Gracia.
—Pensé que era hora de que nos fuéramos.
—¿Le ganaste a Thornley?
—Por supuesto. No soy conocido por perder en nada.
—¿No se vuelve aburrido? — Griff preguntó. —¿Siempre ganando? He
descubierto que la pérdida ocasional hace que la siguiente victoria sea más
dulce.
—Una hipótesis interesante. Sin embargo, no me interesa probarla—.
Extendió el brazo. —¿Kathryn?
Se volvió hacia Griff. —Me alegra saber que te va bien. Te deseo lo
mejor con tu club—. Luego se acercó a Kingsland y le rodeó el brazo. —
¿Vamos?
La acompañó al interior y se despidieron de todos. Cuando llegó hasta
Althea, la abrazó con fuerza. —Muchas gracias por incluirnos en tu reunión
familiar.
—Eres la hermana que nunca tuve.
A partir de ahí, siguió a Kingsland hasta el camino donde esperaba su
carruaje. No fue hasta que se acomodaron dentro, sentados uno frente al
otro, con el vehículo retumbando sobre la calle, que él habló. —¿Por qué no
me dijiste que tienes que casarte antes de cumplir los veinticinco para
obtener una herencia?
No era lo que esperaba que le preguntara. Pensó que le preguntaría por
el tiempo que pasó en la terraza con Griff. Se preguntó cuándo y dónde se
había enterado. Obviamente esta noche, probablemente de Griff. —No
quería que sintieras la presión de la fecha límite, que pensaras que tenías
que casarte conmigo antes de haber decidido que me querías como esposa.
—¿Si no nos casábamos antes de cumplir los veinticinco?
—Una parte de mí pensó que podría ser un poco liberador—. Miró por
la ventana. —Ha empezado a parecer un asunto trivial para casarse.
—He conocido señores que se casan por asuntos mucho más triviales
que una herencia.
—Ni siquiera sabes lo que implica.
—No importa. Por su propia naturaleza, una herencia implica que es
algo de valor, ya sea monetario o sentimental. Es algo que deberías tener.
Hablaré con tu padre en los próximos días.
Por un segundo, sintió que su corazón había dejado de latir. Después de
todos estos años de anhelar que la casa fuera suya, no estaba segura de
haber aceptado del todo que lo fuera. Él había sido el último recurso. Tal
vez no le había hablado de las condiciones porque no quería que influyeran
en su decisión de casarse con él, había intentado fingir que no existían.
Quería casarse con él porque lo deseaba. Pero no sabía si llegaría a
acostumbrarse a su arrogancia, a su derecho y a su creencia de que perder
no era para él. —Ha pasado casi un año desde que pronunciaste mi nombre,
pero la realidad es que con todos los negocios que has tenido que atender,
hemos tenido muy poco tiempo para conocernos de verdad.
—Sé lo suficiente para deducir que serías una excelente duquesa.
Además, mencioné cuando anuncié tu nombre que nos casaríamos antes de
que terminara la próxima Temporada. Soy de los que cumplen su palabra. Y
al hacerlo, ambos nos beneficiaremos.
—Sí, supongo que así será—. La perspectiva debería haberla excitado
sobremanera. En cambio, sintió que otro tipo de reloj avanzaba, uno que
involucraba al Sr. Griffith Stanwick.
CAPÍTULO 19

Griff no tuvo que mirar el reloj de la chimenea para saber que eran
poco más de las dos, porque su club había enmudecido. Incluso en su
despacho, sentado ante su escritorio, repasando sus cuentas, podía oír el
zumbido de la actividad, sentir la brillante emoción del interés
correspondido y percibir el momento en que dos almas solitarias se daban
cuenta de que, al menos durante unas horas, la soledad dejaría de importar.
Para unos pocos afortunados, podría disiparse para siempre.
Aunque nunca había pensado que su club fuera un servicio de
casamenteros que llevara a sus miembros al altar, sospechaba que una
pareja podría ir en esa dirección, si la hija de un conde lograba convencer a
su familia de que aceptara al hijo de un comerciante, que también se
dedicaba al comercio y prosperaba en él.
Ésa era siempre la clave: conseguir que la familia aceptara al elegido.
Ahora, con su pasado y su condición de propietario de un club escandaloso,
había descartado por completo el matrimonio. No es que importara. Cuando
había visto a Kingsland escoltar a Kathryn fuera de la terraza esa misma
noche, la opresión que sintió en el pecho, hasta el punto de que apenas
podía respirar, le había confirmado que su corazón había sido reclamado, y
dudaba de que alguna vez estuviera lo bastante libre como para entregárselo
a otra persona.
Los pasos resonaban en el pasillo: Gertie entregando la recaudación de
la noche. Cuando se callaron, levantó la vista. Sólo que no era Gertie en
absoluto. Ante la visión de verde que se cernía en la puerta, se puso en pie
de un salto. —¿Qué haces aquí? Hemos cerrado por esta noche.
Lady Kathryn Lambert esbozó una sonrisa pícara, llena de tentación y
promesa, del tipo que las mujeres que visitaban el lugar dudaban en ofrecer
la primera noche, pero que estaban más dispuestas a ofrecer a la tercera o
cuarta, una vez que se sentían cómodas con todo el coqueteo que había
estado ausente de sus vidas hasta ese momento. Pero a ella le salía de forma
natural, con las comisuras de los labios hacia arriba, dejando entrever sus
blancos dientes. —Lo sé. Billy me dejó entrar —. Levantó un largo trozo de
latón. —Y Gertie me dio una llave. Me preguntaba si podrías indicarme
cómo llegar a la habitación roja.
Sus palabras fueron como un puñetazo en el estómago. Cuatro
habitaciones, verde, azul, roja, rosa, de esta planta habían sido diseñadas y
designadas para proporcionar intimidad a una pareja. Un pequeño sofá. Una
mesa con decantadores, quesos y fruta. Una cama. Para que las parejas
pudieran explorar la compatibilidad o satisfacer sus necesidades una sola
noche. Las habitaciones se habían utilizado con menos frecuencia de lo que
había previsto. Pero había descubierto que la compañía, las necesidades y
los deseos se presentaban de todas las formas posibles. —¿Qué está
haciendo aquí, Lady Kathryn?
Metió la mano en el retículo y sacó una pila de cartas atadas con una
cinta. —Quiero jugar a las cartas contigo.
—La sala de cartas está en el piso de abajo.
—Se necesita una puerta cerrada para el tipo de juego al que quiero
jugar.
Por su mente pasaron imágenes de apuestas hechas que resultaban en
que se quitara la ropa. —Lady Kathryn— ¿tenía que sonar su voz tan áspera
y fuerte? —estás jugando a un juego peligroso.
—Soy consciente de ello. —Le dirigió una mirada que era pura
seducción. —Estoy dispuesta a encontrar la habitación por mi cuenta.
Su mirada no se apartó de la suya mientras se giraba, y cuando
desapareció de su vista su mensaje era claro: Te reto a que me sigas.
Demonios y maldiciones si no hacía exactamente eso, con tanta prisa
que no llegó a despejar completamente su escritorio, lo que le hizo
golpearse el muslo contra la dura esquina y soltar una dura maldición. Por
la mañana tendría un moratón allí, pero sospechaba que iba a tener
moratones más profundos, que no se veían, cuando acabara esta noche,
cuando acabara con ella.
Salió al pasillo, se detuvo bruscamente y vio cómo ella introducía el
latón en el ojo de la cerradura. Se tomó unos segundos para tratar de oír
ruidos abajo, cualquier indicio de actividad, y no detectó ninguno. El
personal ya había terminado sus tareas y se había marchado. Gertie se había
marchado sin traerle las cuentas de la noche, pero permanecerían a buen
recaudo. Billy habría cerrado todo bien cuando se marchó. Así que sólo
quedaban ellos dos, él y Kathryn. Si eso no era una receta para el desastre,
no sabía lo que era.
—Esa no—, dijo. Lo miró, y deseó no darle lo que quería. —Por aquí.
La condujo en dirección contraria, a una habitación en la esquina junto
a su despacho. No necesitaba llave, ya que no estaba cerrada ni requería
privacidad. O al menos no lo había hecho antes de esta noche. Abrió la
puerta de un tirón y esperó a que ella lo precediera dentro, con la falda
rozándole las piernas, y podría jurar que se le había acercado así
intencionadamente, para embriagarlo con su fragancia de naranja y canela.
La había aspirado con el mismo cuidado que el humo de un puro, con el
único propósito de saborearla.
Después de ajustar el resplandor de la luz de gas en el candelabro para
poder verla con más claridad, pero no lo suficiente como para ahuyentar
todas las sombras, cerró la puerta tras de sí, y el chasquido resonó entre las
paredes como el ruido de un rifle. O al menos a él le había sonado así. Ella
pareció no darse cuenta mientras recorría la habitación, observándolo todo.
La cama, el armario, la mesilla de noche, el lavabo, el pequeño aparador
con sus decantadores, el único sillón acolchado de color marrón oscuro
frente a la chimenea.
Cogió el libro de la mesilla de noche, y él esperó que no reconociera
que la cinta descolorida y deshilachada que marcaba su lugar había servido
una vez para atar su trenza. La había llevado en el bolsillo del chaleco hasta
que se había vuelto raída de tanto frotarla y se había dado cuenta de que, si
la guardaba allí, acabaría por desintegrarse en la nada. Así que había
empezado a utilizarla para marcar su lugar, para darle la bienvenida al final
de una larga noche cuando por fin se acomodaba para unos minutos de
evasión.
—Parece más habitada de lo que habría esperado de una cámara
diseñada para las citas —. Después de devolver el libro a su sitio, volvió a
mirarle. —Tú resides aquí.
No la había querido en una habitación donde otros habían pecado. —
¿Qué está haciendo aquí, Lady Kathryn?
—Ya te lo he dicho. Quiero jugar a las cartas.
—¿Es esto algún tipo de castigo que has diseñado para mí porque dejé
la casa de campo sin decirte que me iba?
—¿Cómo puede ser un castigo cuando estoy siendo extremadamente
razonable y tranquila? No te estoy gritando ni haciendo comentarios
sarcásticos. Creo que estoy siendo bastante agradable—. Volvió a mirar a su
alrededor. —Pero te falta una mesa. Supongo que podemos sentarnos en la
cama.
Sin esperar su permiso, ni siquiera su consentimiento, se subió al
edredón y se sentó de tal manera que era obvio que había doblado las
piernas por debajo de ella, con las faldas rodeándola. Le dirigió una mirada
expectante que albergaba otro desafío.
Se acercó a los decantadores. Iba a necesitar whisky para esto. —
¿Brandy?
—Sí, por favor.
Después de verter un poco de brandy en una copa para ella y una buena
dosis de whisky en un vaso para él, llevo los dos vasos y los puso sobre la
mesa, solo entonces se dio cuenta de que sus zapatillas estaban en el suelo,
como si se hubiera quitado las zapatillas. No quiso ni pensar en lo mucho
que le gustaría ver sus zapatillas junto a su cama cada noche.
Se quitó las botas y las arrojó al otro lado de la habitación, como si al
estar cerca de sus zapatillas le estuvieran dando permiso para hacer lo que
no debía. Como si ella no le estuviera dando permiso con sus ojos
seductores y su carnoso labio inferior que brillaba después de pasarle la
lengua por encima.
Agarrando su vaso, se lanzó a los pies de la cama, apoyando su
columna en el poste y estirando las piernas en un ángulo que impedía que
cualquier parte de él tocara cualquier parte de ella. —¿A qué vamos a jugar
entonces? ¿Al whist?
—No seas ridículo. A cuatro cartas.
—¿Tienes las cerillas para apostar?
Esa sonrisa de nuevo, la que decía que sabía cosas, la que nunca le
había dado antes de venir a su club, antes de que él la expusiera al tipo de
flirteo que no tenía lugar en salones de baile apropiados. El tipo de flirteo
que prometía un viaje al pecado.
Al ver cómo su corpiño se estiraba sobre sus pechos, cómo los
montículos visibles se hinchaban mientras estiraba los brazos detrás de la
cabeza y cogía una peineta de perlas, la maldijo por haber venido aquí, se
maldijo a sí mismo por haberle dado este lugar al que venir. Ella era más
peligrosa para su corazón que la escoria que acechaba en los rincones más
oscuros de Londres. Ellos usarían un cuchillo para crear el dolor agudo que
lo mataría, mientras que ella usaría todas las artimañas femeninas a su
disposición para destruirlo por completo. Cuando ella saliera de aquí,
seguiría respirando, pero su corazón se iría con ella.
Puso la peineta entre ellos. —Mi apuesta. Si la ganas, me suelto el pelo.
Como si no fuera a hacer todo lo que estuviera en su mano para obtener
esa recompensa.
Ella arqueó una ceja. —¿Tú?
—Mi pañuelo. Pero se queda puesto hasta que lo ganes.
—Eso no parece justo.
—Así es como se juega. No te quitas nada hasta que lo hayas ganado.
—Ah, parece que entendí mal los detalles del juego—. Empezó a
barajar las cartas. —Como sólo somos nosotros dos, jugaremos una versión
simplificada. Se reparten las cartas. Tiramos una. Mostramos nuestra mano.
Gana la mejor.
Tras asentir con la cabeza, dio un sorbo a su whisky y observó cómo
ella repartía las cartas con destreza, sin duda gracias a su experiencia en el
whist. En la casa de campo, había sido él quien había repartido, quien le
había enseñado. Dejó la baraja a un lado y recogió sus cartas. Sin lugar
donde apoyar el vaso, con una sola mano, recogió las suyas, consiguió
abrirlas en abanico y se deshizo de la carta más baja.
—Tú primero—, dijo ella.
Tiró sus cartas boca arriba. Un espectáculo pésimo, sin coincidencias
de ningún tipo, pero su sota de corazones venció a sus dos, siete y nueve. Y
todo en su interior se paralizó mientras esperaba que se soltara el pelo.
Ella trasladó la peineta a la mesilla de noche. No se opuso. El adorno de
perlas no era suyo para siempre, sólo durante el tiempo que durara este
ridículo juego. Luego ella arrancó alfileres y los colocó junto a la peineta de
perlas, y decidió que el juego le gustaba mucho mientras los rizos cobrizos
empezaban a derramarse a su alrededor.
Ojalá estuviera tan libre. Si pudiera estirar las manos y enterrarlas en
ellos. Pero no podía tocarla. Aparentemente, sin embargo, era suyo para
torturarlo y atormentarlo. Si su sonrisa victoriosa era un indicio, ella sabía
exactamente cómo lo estaba retorciendo de necesidad. Un rápido vistazo a
su regazo bastaría para confirmarlo.
Cuando los últimos mechones cayeron en cascada sobre sus hombros,
sacudió la cabeza, haciendo que los mechones volaran y aterrizaran en un
salvaje desorden cuando se quedó quieta. Por el amor de Dios, ¿por qué se
recogía su magnífica cabellera? Si el pelo de una mujer se consideraba su
gloria suprema, entonces el suyo era digno de ser asociado con las Joyas de
la Corona.
—Mis guantes.
—¿Qué hay de ellos?
Sonrió como si le divirtiera, aunque él sospechaba que era su graznido
lo que la deleitaba. — Son mi próxima apuesta.
Y los perdió, su rey no era rival para su par de treses.
El tormento comenzó de nuevo, con ella tomándose su tiempo para
quitarse los guantes, como si tuviera toda la noche para hacerlo. Los bajó
desde el codo hasta la muñeca, antes de tirar de las puntas de los dedos.
—Supongo que tus padres siguen en París y no saben que estás aquí.
—Volvieron hace unos días, pero hacía tiempo que se habían retirado
antes de que yo me escabullera.
—¿Y tu cochero de confianza?
—Es muy leal. No lo dirá. Nadie me vio entrar. Esperé hasta estar
segura de que todos los miembros se habían marchado. Y sé que te
asegurarás de que tu personal guarde nuestro pequeño secreto.
—Guardan todos los secretos. Es para lo que les pagan, y saben que
responderán ante mí si no lo hacen.
Se quitó el primer guante y descubrió su piel suave como la seda. Ni
una mancha a la vista, aunque recordó las pecas que habían adornado sus
brazos y manos en su juventud. Echó un rápido vistazo a su palma derecha,
a las cicatrices que allí había, vio las que eran visibles, las que no, las que
tardaría toda una vida en lavarse. Por primera vez en mucho tiempo, sintió
un fuerte impulso de ocultarlas. Se terminó el whisky de un trago y dejó el
vaso al otro lado de la cama.
El segundo guante había desaparecido y ella lo estaba colocando, junto
con el primero, sobre una de sus almohadas. Luego volvió a mirarlo. Ella
bebió un sorbo de brandy y observó los delicados músculos de su garganta
mientras tragaba. No quería acordarse de lo cerca que había estado de que
le rebanaran el elegante cuello.
Después del ataque, debería haberla acompañado a casa. No haber ido a
la cabaña con ella, no haberla besado allí, no haber visto la luz de la luna
brillando sobre su piel. Piel que incluso ahora, aunque oculta para él, le
tentaba.
Vio un destello de duda en sus ojos, antes de que ella probara de nuevo
el brandy, como si lo necesitara para fortalecerse. Tenía un collar de perlas
en la garganta. Seguramente serían las siguientes. O sus medias. No su
vestido, no algo que requiriera su ayuda para quitárselo.
Dejó la copa a un lado y se lamió aquellos labios dulces y rosados que
deseaba desesperadamente probar. Pero también quería probar otros labios.
Ella no debería estar aquí. Debería sacarla a rastras de la cama, echársela al
hombro y arrastrarla hasta el carruaje que sin duda la esperaba en el patio.
En lugar de eso, observo, hipnotizado, como ella deslizaba dos dedos por la
parte delantera de su corpiño.
—Apuesto lo siguiente—. Sacó un medallón de oro y una cadena, no,
un reloj de bolsillo y una leontina, y colocó los objetos entre ellos.
Se quedó mirando la cubierta de oro, lisa salvo por la hiedra grabada
que rodeaba el borde exterior y encerraba la G y la S que residían en el
centro. Algo le pasaba en la garganta. Estaba teniendo alguna extraña
reacción al whisky, hinchándose o haciéndose un nudo que le dificultaba
tragar. Y aún más difícil hablar. Finalmente, consiguió levantar la mirada
hacia la de ella, para descubrirla estudiándole expectante, quizá un poco
nerviosa. —Vas a perder deliberadamente la próxima mano.
Hizo un leve gesto de asentimiento. Y él supo que ella también había
perdido intencionadamente las manos anteriores, que probablemente había
tirado una carta que le habría dado la victoria. Después de cada mano, las
cartas jugadas volvían al fondo de la baraja. Si las revisaba, probablemente
podría averiguarlo, pero no era necesario. Sabía lo que ella había hecho.
—No me quedo con la peineta ni con los guantes, pero esto....
—Será tuyo.
—¿Por qué pasar por la elaborada artimaña? ¿Por qué no dármelo sin
más?
—Porque una dama no debería hacerle a un caballero un regalo como
éste— un objeto caro y personal —ni un caballero debería aceptarlo.
—¿De verdad crees que un hombre que posee un lugar como éste,
donde se anima a la gente a hacer lo que no debe, es en absoluto un
caballero y va a decir que no a tu regalo?
—¿Lo habrías hecho?
Soltó una risita oscura. —Probablemente.
—Un hombre de negocios debería tener un reloj, ¿no crees? Me he
dado cuenta de que aún no lo tienes.
Extendió la mano, le dio la vuelta y leyó la inscripción. —“Por
conquistar los sueños”.
—Me ayudaste a conseguir los míos cuando escribiste a Kingsland—,
dijo en voz baja. —Ahora tú tienes los tuyos.
Sólo que no los tenía. No si era sincero. Había adquirido un sueño,
ciertamente, pero otro siempre se le escaparía. Con razón.
Después de recogerlo, ella avanzó hasta rozarle el muslo con la rodilla
y, Dios le ayudara, sintió el contacto hasta en los dedos de los pies. Apartó
la parte delantera de su abrigo, guardó el reloj en el bolsillo de su chaleco y
ató el extremo de la lengüeta a un ojal. Griff no pudo más que asombrarse
ante la expresión de la mujer, como si le produjera una alegría desenfrenada
prestarle semejante servicio.
—No puedo aceptarlo.
Le palmeó el pecho. —Demasiado tarde, ya es tuyo—. Su mirada se
posó suavemente en la de él. —Y no se deshilachará como mi cinta del
pelo.
Así que había reconocido el marcador de su libro. Como ella estaba
increíblemente cerca, hundió las manos en su pelo, saboreando el tacto de la
seda sobre su piel. —No deberías haber venido. No a este lugar. Ni a mí.
—No lo volveré a hacer. Sólo esta noche. Para tener un sueño más. Para
darte como tú me diste.
—Si es un sueño lo que quieres, cariño, entonces démonoslo el uno al
otro. — Se apoderó de su boca, una boca de la que a menudo habían
escapado palabras agrias, una boca que podía hacerle caer de rodillas. Ella
no pertenecía a nadie por el momento, pero pronto lo haría. Pertenecería a
un duque, y por mucho que deseara eso para ella, a él también le destrozaba
por dentro.
Así que aceptaría lo que le ofrecía y se esforzaría para que no se
arrepintiera. Sin duda, un duque no esperaría que una mujer de su edad
fuera completamente intacta. Tal vez incluso apreciaría que ella viniera con
un poco de experiencia. Si el club de Griff tenía éxito, tal vez menos
mujeres temerían el lecho matrimonial.
Aunque el duque nunca la amara, Griff quería asegurarse de que pasara
una noche con un hombre que sí lo hiciera. Pero que no pudiera
confesárselo. Sin arrepentimientos, sin remordimientos, sin mirar atrás. Sin
preguntarse qué hubiera pasado si...
Tendrían esta noche. Luego él tendría su club, y ella tendría su casa de
campo, y ellos tendrían los recuerdos compartidos.
Los cordones se desataron, los ganchos se soltaron, la seda y el satén, el
lino y el encaje se apartaron hasta que ella quedó desnuda ante él. —Nunca
deja de sorprenderme lo hermosa, lo magnífica que eres—, le dijo, con la
voz enronquecida por el deseo. —Parecías etérea a la luz de la luna, pero
con el resplandor de esta habitación puedo ver todos los matices. Eres tan
bella como te había imaginado—. Pálida, rosada y perfecta. Con un mechón
de rizos que hacían juego con su cabello.
—Sólo he visto una parte de ti, y quiero verte toda.
Con cuidado, sacó el reloj de bolsillo que ella le había dado y lo colocó
sobre la mesa junto a su peineta. Con mucho menos cuidado, se quitó la
chaqueta y la tiró al suelo. Le siguieron el chaleco, la camisa y los
pantalones.
Tentativamente, alargó la mano y tocó la roncha que se le había
formado en el costado y que acabaría dejando una cicatriz. —Esto casi te
aleja de mí.
Le acunó la cara. —Nada de tristeza esta noche. Sin malos recuerdos.
El pasado no importa. Todo lo que importa es el ahora.
—Eso es lo que es este lugar, ¿no? Un lugar al que escapar, por un
tiempo. No para ser quién eres, sino por un rato para ser quien quieres ser o
quien desearías ser.
—Creo que son cosas diferentes para personas diferentes. ¿Por eso vas
a la cabaña? ¿Para escapar?
—A veces. A veces voy para recordar—. Apoyándose en él, le rodeó el
cuello con los brazos. —En el futuro, cuando vaya, pensaré en ti.

***

Ella no debería estar aquí, no debería estar haciendo esto, pero la forma
en que la había mirado, como si nunca hubiera visto nada que deseara más,
hacía que por ahora no importara.
No tomó su boca con suavidad, sino que la reclamó con una furia igual
a la de una tempestad que tuviera la fuerza de destruir barcos. Poderoso,
fuerte, decidido a salirse con la suya. Ella deseaba desesperadamente que se
saliera con la suya.
Aunque estuviera mal. Pero, ¿cómo podía estarlo cuando se sentía tan
bien, cuando estaba tan cómoda con su cuerpo pegado al suyo mientras la
devoraba? Podía saborear el whisky en su lengua, estaba segura de que él
podía saborear el brandy en la suya.
Le pasó los dedos por el pelo, recordando cómo el viento del mar se lo
había despeinado. Cada aspecto de Kent le recordaba a él. No podría volver
aquí después de esta noche, porque cada aspecto de él la haría desearlo.
Otra vez. Para siempre.
Pero estaba siguiendo el consejo de Wilhelmina, tomando una vez para
sí lo que una dama correcta no debería tener. Las manos ásperas y llenas de
cicatrices de un hombre con el que no podría casarse la rozaron, debilitando
sus rodillas hasta que se preguntó cómo era capaz de mantenerse en pie.
Soltó un gritito cuando la levantó y la tiró de espaldas sobre la cama,
cayendo encima de ella.
—Solía imaginarme tu pelo sobre mi almohada—. Peinándolo con los
dedos, extendió los mechones sobre la almohada donde descansaban sus
guantes. —Tan increíblemente hermoso. Quería hacer esto aquella noche
que desenredaste tu trenza para mí—. Después de recoger sus mechones
hasta que llenaron su mano y se desbordaron, enterró su cara en ellos. —
Tan suave. Tan espeso.
—Siempre me han gustado tus ojos, del mismo tono que los de Althea,
pero nunca he querido mirar los suyos. Creo que porque los tuyos siempre
tienen un poco de maldad brillando en ellos, como si tuvieras pensamientos
que nunca deberían decirse en voz alta.
—Hmm. — Subió y bajó la boca por su garganta, una y otra vez,
moviéndose a lo largo de ella sólo un centímetro cada vez. —Hueles a
naranjas. Me encanta comer naranjas. Eso es probablemente lo que estoy
pensando cuando me brillan los ojos. Pienso en darme un festín contigo.
—A veces puedo ser agrio.
Levantó la cabeza y le sonrió. —Me gusta lo ácido.
Le rozó la mandíbula con los dedos y le encantó el roce de su barba
incipiente. —Tómalo todo de mí esta noche—, susurró.
Su gruñido, desenfrenado, sin trabas, resonó a su alrededor mientras
acercaba de nuevo su boca a la de ella y se apoderaba de ella como si ya la
poseyera... y tal vez la poseyera. Porque cuando él estaba cerca, ella
pensaba en besarlo. Cuando estaba lejos, pensaba en besarle. Ningún otro
hombre la había excitado como él.
Entonces se exploraban mutuamente con abandono. Manos y lenguas,
dedos y bocas. Le encantaban sus distintas texturas, le encantaba que todo
estuviera a su disposición.
Más tarde podrían surgir dudas y sentimientos de culpa, y ya se
ocuparía de ellos entonces. Pero nunca se arrepentiría de su descarado plan
ni de sus gemidos de placer, de deseo. Nunca olvidaría la forma en que
había mirado el reloj, como si ella le hubiera dado lo más preciado del
mundo. Nunca olvidaría la forma en que la había mirado: como si fuera la
persona más valiosa del mundo.
Mientras él prestaba atención a su pecho, besando y lamiendo el
capullo rosado que perlaba para él, gimió, en lo más profundo de su
garganta, creando una vibración que viajó por su pecho y más abajo, hasta
el lugar secreto que había guardado con castidad. De repente, parecía pedir
a gritos una liberación que él le proporcionaría.
Con ternura, separó sus pliegues. —Estás tan mojada. Lista para mí.
Se levantó y lo sintió rozando su entrada. Deslizó los brazos por debajo
de los de él, alrededor de sus costados, y arrastró los dedos por su poderosa
espalda, una espalda que había levantado cajas y sacos en los muelles.
Mientras que otros habrían considerado ese trabajo indigno de él, el hijo de
un duque, ella lo veía como su determinación de sobrevivir. Haría lo que
tuviera que hacer. Era una de las razones por las que sabía que tendría éxito
aquí. No era el vago que la gente, ella, para su vergüenza, había supuesto.
Se abriría camino y triunfaría.
La penetró lentamente, centímetro a centímetro, llenándola, estirándola.
Apoyó los pies en el colchón, dobló las rodillas para crear una cuna para él
y se impulsó para ir a su encuentro. Nunca se había sentido tan bien cuando
su gemido reverberó en su cuerpo.
Mientras él se movía contra ella, las sensaciones empezaron a
aumentar. Gemidos que no podía contener la rodeaban. Sus movimientos se
volvieron más frenéticos y, cuando llegó el cataclismo, la atravesó con la
fuerza de una gran ola lanzada a la orilla por una tormenta. Una ola lo
bastante grande como para llevárselos a los dos, porque su gruñido siguió
rápidamente al grito de ella, y ambos sonidos resonaron a su alrededor.
Pero sólo cuando volvió en sí se dio cuenta de que él la había dejado,
de que su semilla cubría su vientre. Era lo correcto, asegurarse de no tener
un bebé, no arriesgarse a dar al duque con el que se casaría el vástago de
otro hombre... y, sin embargo, sintió una momentánea tristeza por no tener
nunca al hijo de Griff creciendo dentro de ella.
Besó sus labios, cada uno de sus pechos, el valle entre ellos. —Espera
aquí. Te limpiaré.
Su abuela le había dicho a menudo que no pensara en lo que no tenía,
sino que se concentrara en lo que tenía. Había tenido una experiencia
gloriosa, y por esta noche, por el resto de su vida, tenía que ser suficiente.

***

—Me va a pedir que me case con él. En algún momento de los


próximos días va a hablar con mi padre—. Estaba acurrucada contra el
costado de Griff, con su brazo alrededor de ella, sus dedos dibujando
círculos en su hombro mientras ella hacía lo mismo en su pecho. Sabía que
no necesitaba decirle quién era. No quería mencionar su nombre en la
habitación.
—Le llevó bastante tiempo.
—¿No te molesta?
—¿Por qué habría de molestarme? Yo lo arreglé.
—Para ganar una apuesta.
Él guardó silencio, no es que le culpara. ¿Qué había que decir? Puede
que al principio no hubiera cobrado las ganancias, pero al final lo había
hecho. Con los frutos de su traición, había construido este lugar. Ya no
sentía resentimiento, pero aun así deseaba que él hubiera admitido que lo
que hubiera ganado no había sido su principal motivación, que había
enviado la carta por lo que sentía por ella, por su deseo de verla conseguir
lo que quería. No sabía por qué estaba decepcionada, por qué quería más. Él
nunca había proclamado su amor por ella.
Ahora estaba aquí no por sus sentimientos hacia ella, sino por los de
ella hacia él.
¿Cuántas veces las mujeres habían cometido ese mismo error? Pensó
que los Trewlove eran probablemente ejemplos de que había sucedido seis
veces por lo menos. Afortunadamente, sin embargo, no traería un niño no
deseado al mundo. No, no deseado. Ella lo habría querido. Sus padres, no
tanto. Incluso podrían haberla mandado a paseo. Pero se libraría de todo eso
porque él tenía experiencia, había pensado en el futuro, había tomado
precauciones.
Quería que nunca hubiera otra mujer en esta habitación. Pero pensó que
era improbable que eso ocurriera. Él seguiría con su vida y ella con la suya.
Quería que fuera feliz, que tuviera a alguien. Mientras que ella tendría al
duque. —Asumes que diré que sí.
Se movió hasta apoyarse en el codo, mirándola. —Por supuesto, dirás
que sí. Es la oportunidad de tener lo que siempre has deseado—. Le rodeó
el cuello con los dedos y le acarició la mandíbula con el pulgar. —He
pasado por eso, Kathryn. Entiendo por qué te gusta, por qué lo quieres. Te
pertenece. La cabaña, el mar, la costa. El amanecer. Siempre te veré allí.
En sus recuerdos.
También lo vería allí. Y aquí. En este edificio abandonado que él había
transformado en algo que tenía el poder de cambiar vidas, corazones y
futuros. Había sido traicionado por su padre, por la sociedad. Pero había
salido del otro lado, un hombre mejor y más fuerte. Un hombre capaz de
lograr sus ambiciones.
—No puedo volver aquí. Nunca.
—No, no puedes. Cancelaré tu membresía.
—¿Y si le digo que no?
—No lo harás.
Tras rodar fuera de la cama, se subió los pantalones. Se sentó
bruscamente, tirando de la sábana sobre su pecho. —¿Qué haces?
Le tiró la camisola y los calzones. —Empieza a vestirte.
—No lo entiendo. Parecía enfadado, furioso de hecho.
—Es hora de que te vayas. Te acompañaré a tu carruaje.
—¿Por qué haces esto?
Se dio la vuelta y la miró. Oh sí, definitivamente estaba echando humo.
—¿Por qué consideras decirle que no? ¿Después de todas las molestias
que me tomé por este matrimonio? ¿Por qué no aprovecharlo?
—¿Todas las molestias que te tomaste? — Se levantó de la cama,
apretó las manos y lo miró con furia. Su furia era ahora la suya. —¿Qué has
hecho? ¿Has vuelto a apostar a que se casaría conmigo?
—No seas absurda.
Sin convicción en su tono, temió que hubiera hecho exactamente eso.
—Entonces, ¿por qué te preocupa tanto que me case con él?
—Esto es exactamente por lo que dejé la casa de campo. Porque sabía
que caería en la tentación y te tendría. Y tú confundirías pasión con amor y
te aferrarías a esa ridícula idea de que podría haber algo más entre nosotros.
¿Sabes lo que perderías si te casaras conmigo? ¿Aparte de lo obvio: tu
herencia? Perderías la sociedad. No más cenas. No más bailes. No más ser
visitada.
—La familia de Althea te dio la bienvenida.
—Porque ahora somos parientes. ¿Pero el resto de los que actualmente
te rodean? No quieren tener nada que ver conmigo. Conozco sus secretos, y
ellos saben que yo los conozco. ¿Y los que vienen aquí? Sus visitas son
clandestinas. No están orgullosos de ser vistos aquí. No están orgullosos de
lo que hacen. Saben lo que este lugar fomenta. Lo que yo aliento. No van a
recibir a un hombre como yo en sus casas. Y no te darán la bienvenida si
estás a mi lado.
—Tú no sabes eso.
—Sí lo sé—. Sacudió la cabeza. —Pero todo es discutible, cariño.
Porque los grilletes del matrimonio no son para mí. Nunca lo han sido. Me
pediste una noche. Es todo lo que estoy dispuesto a darte. Caíste en las
trampas de este lugar. Todo es sólo fantasía. Es hora de que vuelvas con tu
duque.

***

Ella estaba ante él en todo su esplendor, temblando de justificada


indignación. Podía ver los distintos puntos en los que su barba había
arañado su delicada piel. Podía ver el rubor desvanecido que sus pasiones
compartidas habían hecho aflorar.
Podía ver el dolor y la incredulidad en sus ojos, y la visión le desolló el
corazón.
Pero no podía permitir que ella renunciara a sus sueños por él.
No sabía lo que era ser expulsada. Cómo golpeaba y magullaba. Para
ella, sería mucho peor, porque había sido abrazada por la misma Sociedad
que se volvería contra ella. Le dolería, la devastaría. Con el tiempo se
resentiría de lo que le costó estar con él.
No sería responsable de nada de eso. Él no la vería avergonzada,
mortificada o humillada.
—Pensé que habías cambiado. — Recogiendo su ropa interior. —Pero
sigues siendo un canalla, un sinvergüenza.
—Siempre lo seré. Me sienta bien—. Aunque en ese momento le
estuviera destrozando por dentro. Destrozándole el alma, invitándole al
infierno.
Se puso el vestido, se lo subió. Él se adelantó para ayudarla con los
cordones. Su mirada lo detuvo en seco. —No necesito tu ayuda. Ya no
necesito nada de ti.
Mientras ella luchaba por arreglarse, él tiraba de los pantalones, se
ponía la camisa y se calzaba las botas. No sabía cómo lo había hecho, pero
estaba vestida y se dirigía a la puerta antes de que él terminara. Se apresuró
a seguirla.
—No necesito que me acompañes—, dijo con brusquedad.
—¿Tu carruaje está en los establos? Hay una puerta trasera que te
llevará allí directamente.
No habló hasta que llegaron al nivel más bajo. —Bien, muéstremelo.
La condujo por el pasillo, a través de las cocinas. Abrió el pestillo de la
puerta y la abrió. Ella pasó a su lado con cuidado de no rozarle con la falda.
Fue como un golpe en las tripas. Aunque era merecido.
Con los hombros hacia atrás y la cabeza alta, avanzó. El lacayo abrió la
puerta del carruaje y la ayudó a subir.
Ella se acomodó, perdiéndose en las sombras, sin mirar por la
ventanilla. Luego desapareció.
Y todo quedó en silencio.
Cayó de rodillas, echó la cabeza hacia atrás y aulló cuando el dolor de
dejarla marchar amenazó con destruirle.
CAPÍTULO 20

Había pasado el día aturdida, con el cuerpo bien saciado sin dejar de
palpitar, la mente vagando constantemente en pensamientos sobre Griff y la
forma en que la había hecho sentir amada, apreciada y deseada. Hasta que
él se lo había arrebatado todo con la brutal verdad.
Cuando Althea la había visitado y habían disfrutado de un té en el
jardín, casi le había confesado: “Cometí el error de enamorarme
perdidamente de tu hermano”.
Cuando Wilhelmina la había invitado a dar un paseo por el parque, casi
le había confesado: “Tenías razón. Una mujer debe ser malvada al menos
una vez en la vida. Pero debía tener mucho cuidado al elegir a la persona
con la que sería malvada”.
Cuando entró en la biblioteca y vio a su madre sentada en el regazo de
su padre, con las bocas juntas y un libro en el suelo, se imaginó a su madre
interrumpiendo su lectura para ofrecerle algo más tentador. El pecho se le
había apretado dolorosamente mientras salía silenciosamente de la
habitación, preguntándose si en el futuro sacrificaría momentos espontáneos
de afecto.
¿Se oscurecerían de anhelo los ojos del duque? ¿Sus manos la
sostendrían con deseo? ¿Querría probarla entera? ¿Su voz se volvería
áspera y profunda cuando murmurara lo mucho que se deleitaba con cada
aspecto de ella, cuando alentara sus caricias, cuando preguntara donde
deseaba ser acariciada?
Cuando las damas la visitaban por la tarde, deseaba que se marcharan,
apenas escuchaba mientras cotilleaban sobre esta dama o aquella y algún
caballero. Todo lo que quería era acurrucarse en la cama y pensar en Griff,
revivir los momentos de su noche juntos, llorar por lo que nunca volvería a
ser, por lo que nunca podría haber sido.
Tenía un futuro diferente, lejos de él, uno que había sido diseñado para
ella por una mujer que siempre había creído que la amaba sin medida. Que
sólo quería lo mejor para ella y la recompensaría cuando lo consiguiera.
Pero, ¿y si la recompensa no valía lo que costaba?
Necesitaba salir de aquí, necesitaba el único lugar donde había sido
realmente ella misma, donde podía pensar sin interrupciones. Donde nadie
la visitara. Donde nadie se detuviera a cotillear. Tras conseguir por fin ver a
sus padres cuando no estaban apretados el uno contra el otro, les informó de
que se iba a Kent unos días y encargó a su criada que le preparara un
pequeño baúl.
Acababa de ponerse el traje de viaje cuando llamaron a la puerta un
instante antes de que su madre irrumpiera, al parecer demasiado impaciente
para esperar a que Kathryn la invitara a entrar. La emoción brillaba en ella.
—Oh, mi querida niña, el duque ha pedido una audiencia privada con tu
padre. Está hablando con él en la biblioteca en este mismo momento—. Su
madre soltó un gritito y le apretó las manos. —Estarás prometida antes de
que acabe la noche. Estoy segura de ello. Rápido, debes cambiarte. Debes
estar preparada para hablar con él.
Él le había dicho que tenía la intención de hablar con su padre.
Simplemente no había esperado que fuera tan pronto. —Es posible que esté
discutiendo una oportunidad de inversión.
—¡Posh! — Su madre agitó una mano en el aire. —Está discutiendo
una proposición de matrimonio. Serás duquesa. Tu abuela estaría encantada.
—¿Lo estaría?
—Por supuesto. Ella quería verte bien cuidada. Me atrevería a decir que
no hay par en toda Inglaterra que pueda hacerlo mejor que el Duque de
Kingsland.
Sentada en el tocador, Kathryn supo que su madre decía la verdad.
Tendría una residencia encantadora, ropas hermosas y sirvientes atentos.
Pero no anhelaba a Kingsland, no se calentaba pensando en besarlo, no
anhelaba su contacto ni pensaba en él varias veces al día. ¿Era justo para él?
¿Era justo para ella? —¿Pero era el tipo de cuidado que tenía en mente? Le
veo tan poco.
—Es un hombre ocupado. Se rumorea que ha aumentado sus ingresos
dos veces sólo este año... y el año aún no ha terminado.
—Pero era rico sin eso.
—Ahora es más rico. ¿Qué te pasa? Me atrevo a decir que parece que
estás buscando excusas para rechazarlo.
—No busco excusas, pero ahora que ha llegado el momento, me
preocupa conocer tan pocos detalles sobre él. No sé lo que le gusta leer. Sé
muy poco de sus negocios— exceptuando el par de empresas de las que
había hablado últimamente —o de cómo le gusta pasar sus horas de ocio.
—¿De qué estás hablando? Tendrás el tipo de matrimonio por el que
has estado luchado toda tu vida.
—¿Es realmente por lo que he estado luchado?
—Has estado actuando muy raro últimamente. ¿Es porque tu padre te
ha dado permiso para visitar de nuevo a Althea, ahora que se ha casado con
un hombre respetable? ¿Está llenando tu mente con ideas peculiares?
—No. —Se levantó y se acercó a la ventana. Podía ver el carruaje
negro del duque, pero ¿dónde estaba el mar? Necesitaba el mar. Pero si no
se casaba con él, lo perdería. No, no lo perdería. Podría ir a Brighton.
Aunque, no sería lo mismo. No tenía recuerdos de Griff allí. ¿Por qué iba a
querer recuerdos de él cuando él no la quería?
—Querida, ¿qué pasa? — Su madre se había acercado y acariciaba los
rizos que caían por la espalda de Kathryn. —Estás actuando como si
Kingsland estuviera discutiendo tu funeral, no tu boda.
Girándose, se encaró con la mujer que la había traído al mundo. —
Esperaste treinta años para ser amada, madre. ¿Nunca has deseado haberlo
tenido antes?
Su madre dejó de juguetear con su pelo y miró por la ventana. Kathryn
se preguntó qué buscaba o qué veía. —Algunas mujeres pasan toda su vida
sin amor, Kathryn. Es mejor tenerlo tarde que no tenerlo.
—Eso no es una respuesta a mi pregunta.
—Por supuesto, ojalá lo hubiera tenido antes—. Su madre cuadró los
hombros y la miró de frente, inclinando la barbilla hasta que dejó de tener el
aire de una madre para convertirse en el de una condesa. —Pero en todos
los años que no lo tuve, nunca pasé hambre, nunca pasé frío, nunca pasé
necesidad. El amor es algo hermoso de tener, pero no puede proveer. Debes
ser práctica. Cuando tu padre muera, tu tío, y luego su hijo, no te darán
nada. No se ocuparán de tu cuidado. No te darán influencia, poder o
prestigio. Ser duquesa sí. Ser duquesa del duque de Kingsland te lo
multiplicará por diez. Si no aceptas esta oferta, no sólo decepcionarás a tu
abuela, sino también a mí y a tu padre. Y sospecho que, con el tiempo, te
decepcionarás a ti misma—. Su madre le apretó las manos. —He oído que
recibió más de cien cartas. Y te eligió a ti, querida niña. Tal vez haya una
pizca de amor en eso.
—Sabes, madre, creo que es muy posible que lo haya habido—. Sólo
que no de la manera que la querida mujer pensaba.
Su madre tiró de las mangas del vestido de Kathryn. —Ahora, vamos a
ponerte algo un poco más tentador. Sarah, el verde.
—Sí, milady—, dijo su criada.
—No creo que tenga que molestarme en cambiarme otra vez.
—Claro que sí—. Su madre le cogió la cara entre las manos. —Su
propuesta será un recuerdo que atesorará durante mucho tiempo. Y es algo
en lo que reflexionará a menudo. ¡Debes estar radiante!
Por alguna razón, no podía imaginar a Kingsland reflexionando sobre el
momento en absoluto.
Llamaron a la puerta suavemente, pero con un poco de urgencia.
—¡Adelante! —, gritó su madre.
Una de las criadas abrió la puerta, entró en la habitación e hizo una
rápida reverencia. —El duque de Kingsland está esperando en el salón.
Quiere hablar con Lady Kathryn.
Su madre soltó un profundo suspiro de alivio. —Informa a Su Gracia
de que bajaremos enseguida—. Se volvió hacia Kathryn. —Ahora, vamos a
vestirte adecuadamente.
Se quitó el vestido de viaje. Se puso el vestido verde. Se sintió como si
fuera una actriz preparándose para una obra cuando su madre empezó a
darle diálogos. —Querrás agradecerle profusamente que te haya elegido.
Dile que es un honor. Asegúrate...
—Madre, no necesito que me digas lo que tengo que decir. Me han
educado para saber cómo responder.
Después de que Kathryn recuperara la compostura, su madre le apretó
los brazos. —Me alegro mucho por ti. Vamos a ver qué quiere, ¿vale?
—Silencio.
Su madre la fulminó con la mirada. —¿Cómo dices?
—Eso es lo que quiere. Silencio—. Rodeó a su madre con el brazo. —
Pero, sí, claro, vamos a ver qué tiene que decir.
Mientras bajaban las escaleras, la condesa describió cómo se imaginaba
el vestido de novia de Kathryn. Todo el tul, el satén y el encaje. La longitud
del velo. La longitud de la cola. Todo parecía tan tedioso. ¿Dónde estaba la
emoción de Kathryn? ¿Dónde estaba su alegría, su anticipación?
Su madre la acompañó al salón. El duque de Kingsland estaba de pie
junto a la chimenea, con el antebrazo apoyado en la repisa y la cabeza
ligeramente inclinada mientras miraba el hogar vacío. Al oír sus pasos, se
volvió.
Era tan devastadoramente guapo, moreno y de rasgos fuertes. Sin
embargo, podría haber estado mirando una taza de té frío por toda la
emoción que la recorrió al verle. No quería peinarle el pelo ni pasarle los
dedos por los hombros. No podía imaginarse a sí misma corriendo a sus
brazos.
— Su Gracia —, saludó su madre mientras se deslizaba hacia él y le
hacía una reverencia. —Estamos encantadas de que haya venido a
visitarnos.
—Lady Ridgeway, como siempre es un placer verla.
—Pero entiendo que no es a mí a quien ha venido a ver. Más bien,
desea hablar con Kathryn. Los dejaré solos.
Mientras flotaba hacia la puerta, se cruzó con Kathryn y le dirigió una
mirada mordaz que le comunicó claramente: "Ten cuidado con lo que
dices”.
Cuando su madre ya no estaba cerca, Kathryn le ofreció al duque una
pequeña sonrisa. — Su Gracia, ¿pido el té?
—No, gracias. ¿Quieres sentarte?
Se acercó a él y se detuvo a un par de metros. —En realidad, creo que
prefiero estar de pie.
—Como quieras. —Se aclaró la garganta. —Acabo de reunirme con tu
padre. Estoy seguro de que eres consciente de lo que presagia.
—Como no estuve al tanto de la conversación, no puedo decirlo con
seguridad—. Era lo que le habría dicho a Griff si él hubiera hecho una
afirmación tan absurda. Puede que a él no le hubiera gustado, pero habría
visto aprecio en sus ojos. En los del duque sólo vio impaciencia.
—No serás tan terca como esposa, ¿verdad?
—Al no haber sido nunca esposa, para ser honesta no puedo decir cómo
seré como tal.
—¿Es esa la razón por la que no me escribiste una carta,
describiéndote?
—Hay muchas razones por las que no escribí la carta.
—Mmm. Ya veo. Bueno. Sea como fuere, he hablado con tu padre y
hemos llegado a un acuerdo. Así que todo lo que queda— dio un paso
adelante, inclinó ligeramente la cabeza —Lady Kathryn, ¿me honrarías
convirtiéndote en mi esposa?.
Lo estudió durante un minuto. Él esperó, inmóvil. —No te has
arrodillado.
—No te ofendas, pero no me arrodillo ante nadie.
Pensó en Griff, que se había puesto de rodillas, sin dudarlo, cuando
podría haber significado la muerte. Griff que había venido a ella cuando
estaba perdida en la agonía de una pesadilla y la había guiado fuera de ella.
Dándole un recuerdo para reemplazarla, otro que implicaba arrodillarse.
Pero él le había dicho que todo era fantasía. Que debería volver con su
duque. Griffith Stanwick sólo le daría una noche. ¿Pero y si ella quería
más?
—No serás tan terco como marido, ¿verdad?
Él soltó una pequeña carcajada, y se dio cuenta de que nunca antes lo
había oído reír. Se reía bien, pero no le llegaba al alma, no buscaba
instalarse allí. Sospechaba que una hora después de que se fuera, ni siquiera
sería capaz de recordar cómo sonaba.
—Al no haber sido nunca marido, para ser sincero no puedo decir cómo
seré como tal—. Sacudió la cabeza. —No, eso no es cierto.
—¿Has sido marido antes?
Él sonrió, y esta vez pensó que tal vez sí apreciaba su broma. —No,
pero sé cómo seré como marido. Insufrible, sin duda. Tengo expectativas y
no me gusta que no se cumplan. Conoces al menos una de ellas. Hiciste que
Griffith Stanwick hiciera averiguaciones en tu nombre para determinar lo
que yo quería en una esposa.
Puso los ojos en blanco. —Sí, aquel día en el parque pensé que lo
habías descubierto.
—Puede consolarte saber que, aunque tengo expectativas para una
esposa, las tengo mucho más estrictas para mí mismo. Seré tan buen marido
como pueda. Nunca te pegaré. Nunca heriré tus sentimientos
intencionadamente. Nunca te seré infiel. Nunca te daré motivos para dudar
de mi devoción.
—La devoción no es amor.
—No. El amor no es una emoción de la que me crea capaz. Pero quizás
me demuestres lo contrario.
—No me pareces un hombre al que le guste que le demuestren lo
contrario.
—Mira lo bien que me conoces, Lady Kathryn.
—Desafortunadamente, siento que apenas nos conocemos. ¿Cómo de
bien nos conoceremos dentro de cinco años? ¿O dentro de diez? Y si no te
demuestro lo contrario, si no llegas a amarme...
—Tendrás tu herencia. Tu padre me explicó lo que implica. Creo que
estarás contenta con ella.
— Eso es lo que piensa todo el mundo. Mi abuela así lo creía, pero
empiezo a sospechar que no me conocía muy bien—. Soltó una pequeña y
áspera carcajada. —Hasta este momento, tampoco estoy segura de
conocerme muy bien a mí misma. Tenía doce años cuando murió mi abuela.
Lo único que quería era recuperarla, que su amor volviera a rodearme. Pero
la cabaña no me la devolverá porque su amor no se aloja en ella—. Puso la
mano sobre su corazón. —Está aquí dentro de mí, entretejido a través de
todos los recuerdos.
—No estoy seguro de saber a dónde me lleva esto.
—No, probablemente no. No estaba segura de haberlo sabido cuando
empezó. Pero sabía que, si aceptaba tu oferta de matrimonio, estaría
sacrificando toda una vida de recuerdos llenos de amor.
—Algún día, Su Gracia, espero que encuentres una mujer por la que te
arrodilles sin vacilar. Pero como ella no soy yo, mi respuesta a tu
encantadora propuesta es no, no me casaré contigo.

***

—Hay un duque tratando de entrar.


Griff estaba en la sala de recepción, observando cómo el artista que
había contratado grababa rápidamente los rasgos de la última dama que se
había unido al club en la tarjeta que la identificaría como socia. El hombre
había empezado a trabajar para él pocos días después de que Kathryn le
hiciera la sugerencia. Era rápido, eficiente y condenadamente preciso.
La idea de Kathryn había sido brillante, hacía pasar a la gente por las
puertas más rápidamente. Simplemente mostraban su tarjeta a Billy, y él los
dejaba entrar. Por lo general, era bastante hábil para expulsar a los que no
pertenecían. Alejándose del artista, Griff prestó atención al gran matón.
—Le dije que los duques no podían entrar, pero dijo que sí. Maldito
pomposo. Estuve a punto de darle un puñetazo para que se fuera, pero pensé
que era mejor comprobarlo antes, por si tenía razón.
Sólo conocía a un duque tan odioso. —No se permiten duques, pero me
ocuparé de éste personalmente.
Cuando entró en el pasillo, no se sorprendió al ver que Kingsland no
había esperado fuera como le habrían ordenado, sino que había entrado lo
suficiente como para tener una mejor visión de todo, estaba mirando hacia
los pisos visibles desde su posición. — Su Gracia.
Kingsland bajó la mirada. —He oído los rumores sobre este club. Dicen
que no es lo suficientemente bueno para los primogénitos que van a heredar.
—No son lo suficientemente buenos para él.
Kingsland río por lo bajo. —Hablas como un verdadero segundo hijo.
Parece que está floreciendo, pero te vendría bien que un hombre influyente
hablara bien de este lugar.
—Tengo hombres y mujeres influyentes que hablan bien de él.
Sonrió. —Ah, sí, los Trewlove, me imagino. Chadbourne resultó ser un
canalla, ¿no? Dándole la espalda a tu hermana como lo hizo, aunque ella se
recuperó muy bien.
—Mi hermano y yo le dimos con los puños. Haré lo mismo contigo si
le causas algún disgusto a Lady Kathryn.
—Su felicidad no es mi responsabilidad.
—Seguro que lo será cuando seas su marido.
—No voy a ser su marido.
La furia como lava fundida estalló a través de él. —Después de todo
este tiempo, ¿la abandonaste?
—Ella me rechazó, viejo amigo. Me rechazó de plano. Parece que le
molestó que no me arrodillara cuando se lo propuse, si puedes creerlo.
Debería haber esperado su rechazo a mi propuesta, supongo. Fue una
apuesta por mi parte elegir a una mujer que no me había enviado una carta.
Griff se paralizó. —¿Qué quieres decir con que no te envió una carta?
— Vaya, siempre pensé eras inteligente. ¿Estoy usando palabras
demasiado difíciles que dificultan la comprensión?
Maldita sea, pero quería hundir su puño en esa perfecta nariz
aristocrática. —O eres demasiado tonto para haber reconocido su nombre,
para haber sabido que era de ella, o lo has pasado por alto. La vi trabajando
en ello.
—Puede que haya escrito la maldita cosa, pero nunca la envió. Después
de conocerla en el parque, presté especial atención a las cartas, leyendo
cada una de ellas, buscando cuidadosamente la suya, interesado en
averiguar qué tenía que decir.
—No la conociste en el parque. La conociste en un baile dos años
antes. Bailaste con ella, joder.
—¿Lo hice? Hmm. Qué casualidad—. Estudió a Griff. —Recibí tu
carta, sin embargo. Pensé que, tal vez, te había pedido que me escribieras.
Pensé que era una estrategia brillante. Pero entonces, mientras ella y yo
bailábamos, descubrí que no sabía nada en absoluto al respecto. Eso me
pareció aún más intrigante. ¿Por qué la escribiste?
Quería decirle al hombre que se fuera al diablo. En lugar de eso,
confesó. —Por la apuesta que había hecho de que usted la elegiría. Quería
influir en su decisión—. Y lo había hecho por ella, para que obtuviera lo
que quería. Pero no iba a decirle eso a este bufón.
—Tan buena razón como cualquier otra, supongo. — Miró a su
alrededor. —Bueno, buena suerte con tu empresa aquí. Ojalá se me hubiera
ocurrido a mí. Tiene potencial para ganar mucho dinero.
El duque de Kingsland giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta.
Griff se adelantó dos pasos. —¿Por qué ha tardado tanto en
preguntarle? Esta vez la verdad.
El duque miró hacia atrás por encima del hombro. —Un capricho tonto
por mi parte. Estaba esperando a que me mirara con tanto anhelo como el
que dirigió hacia ti aquel día en el parque.
CAPÍTULO 21

Con su habitual seguridad, el duque de Kingsland entró en su club de


caballeros favorito y se dirigió directamente a la biblioteca, donde sabía que
esperaban los demás. No era un hombre acostumbrado a perder, y no le
sentaba especialmente bien. La estrategia despiadada era su consigna. Era la
consigna de todos los Ajedrecistas1, él y sus amigos así se llamaban cuando
iban a Oxford. Sabían muy bien cómo jugar. Cualquier juego. Con una
estrategia astuta y despiadada que les aseguraba la victoria, y ésa era la
razón por la que eran tan temidos como venerados. Conocían los entresijos
de las reglas, y conocer las particularidades significaba saber cómo romper
con éxito cualquier regla para asegurarse de que los Ajedrecistas salieran
siempre victoriosos.
Divisó fácilmente al trío sentado en sillones de cuero en la esquina más
alejada de la sala, donde sus palabras no podían ser oídas por los demás. Un
vaso de whisky estaba listo sobre una mesa, cerca de una silla vacía. Habían
estado esperando su llegada.
Sin ceremonias, se dejó caer sobre el grueso cojín de cuero, cogió el
vaso y lo levantó. —Pagad, caballeros.
—Maldita sea—, dijo Bishop (Alfil). —Rechazó tu proposición.
Después de beber un buen trago de su whisky, esbozó una media
sonrisa. —Así es. Prefirió el peón al rey.
—¿Cómo sabías que lo haría? — preguntó Rook (Torre). —Nunca te he
visto apostar contra ti mismo, pero en este caso no dudaste en hacerlo.
—¿Cómo puedo saber algo? Observo. Aquel lejano día en el parque,
podría haber cortado la tensión sexual entre ellos con un cuchillo, tan densa
era. Sólo que aún no la habían reconocido por lo que era.
—Este resultado te va a hacer parecer bastante tonto después de haber
invertido todo este tiempo en ella.
—¿Qué otra opción tenía? Su traidor padre estropeó las cosas, lo que
provocó que el joven señor fuera enviado fuera de nuestra órbita durante un
tiempo. Pero en cuanto supe que había vuelto, supe que no tardaría mucho
en arreglar las cosas.
—¿Si no hubiera vuelto?
—Casarme con ella no habría sido ninguna dificultad. La encontré
notablemente interesante—. No particularmente tranquila, pero interesante.
—Supongo que la cuestión ahora, sin embargo, es si el peón elegirá a
Lady Kathryn como reina—, reflexionó Bishop.
—Mil libras a que se casan antes de agosto—, dijo King (Rey),
esforzándose por no dar la impresión de que ya estaba contando sus
ganancias.
—Eso es bastante específico, lo que me lleva a creer que sería un tonto
si aceptara tu apuesta.
—En efecto. Quizá la incluya en los libros de apuestas.
Knight (Caballo) lo estudió. —Para ser un hombre que todo Londres
considerará que ha perdido, no pareces especialmente preocupado.
—No he perdido. Voy a recibir mil libras de cada uno de vosotros.
Además, nunca esperé ganarla de verdad. Aunque hubiera consentido en
casarse conmigo, creo que sus pasiones siempre habrían residido en otra
parte—. Podía vivir con eso, porque las suyas también residían en otra
parte. No buscaba el amor. Pero el poder, la influencia y la riqueza eran
asuntos completamente distintos.
—He oído a través de uno de nuestros contactos que Marcus Stanwick
se esfuerza por devolver el honor a la familia—, dijo Knight.
—Dos mil libras a que tendrá éxito—, desafió King.
—No conseguirás de nosotros ningún interesado en esa apuesta.
—No le envidio su tarea—. Pero tenía pocas dudas de que el futuro
duque estaba a la altura de la empresa.
—Aún necesitas una esposa—, dijo Bishop innecesariamente, como si
fuera algo que King pudiera olvidar.
—Todos necesitamos esposas.
—¿Vas a buscar la tuya de la misma manera?
—No veo razón para no hacerlo. Me ahorra muchas molestias—. Sólo
que la próxima vez, elegiría para su reina a una mujer que no correría
peligro de pasar su matrimonio suspirando por otro.
CAPÍTULO 22

Kathryn, vestida sólo con su camisola y su ropa interior, se sentó en una


manta sobre la arena y observó cómo las olas golpeaban la orilla,
disfrutando del movimiento y del constante batir de las olas. Antes se había
quitado el vestido y se había dado un chapuzón rápido en el agua helada.
Ahora el sol de la mañana casi la había secado y mimaba su piel.
Cuando se marchara de aquel lugar al día siguiente de su cumpleaños,
cuando la casa ya no fuera suya sino de su primo, sin duda volvería a tener
pecas, y ya no le importaba. Marcarían los lugares donde no sólo la había
tocado el sol, sino también Griff. Y quería esos recuerdos de él.
Sus padres no estaban muy contentos con ella por no haber aceptado la
propuesta del duque, pero no habría estado contenta con él, ni él con ella.
Aunque no era muy amable por su parte, esperaba que en algún lugar
hubiera una mujer que lo cautivara. Le encantaría ese resultado.
Después de que él se marchara, y tras enfrentarse a la decepción de sus
padres, hizo cargar su baúl en el carruaje y llegó a la casa. Había enviado al
carruaje y al chófer de vuelta a Londres, ya que no tenía planes de
marcharse de aquí antes de cumplir los veinticinco años. Llevaba ya quince
días aquí, absorbiendo la calma y la paz, dejando que la llenaran lo
suficiente como para que la acompañaran mucho después de que su pelo se
volviera plateado y su vista se desvaneciera.
Quería estar sola, sin nada que la distrajera de su propósito de acumular
recuerdos. Ni siquiera se había molestado en contratar a la Sra. McHenry
para que la cuidara. Kathryn paseaba por el pueblo cada día para comprar
los alimentos de sus sencillas comidas: fruta, queso, pan, mantequilla y
vino, mucho vino. Se acostaba cuando tenía sueño y se levantaba cuando
estaba descansada. Leía, bordaba y paseaba. Y bailaba a lo largo de la costa.
Era feliz. Bastante feliz. Necesitaba una cosa más para ser
absolutamente feliz: Griff. Pero no sabía cómo obtenerlo. Él había dejado
clara su posición. No se consideraba digno de ella. Mientras existiera la
posibilidad de tener la casita, aunque un matrimonio precipitado con un
extraño fuera la única solución para adquirirla, él siempre sentiría que de
alguna manera se la había arrebatado.
Pero después de su cumpleaños, cuando ya no tuviera ninguna
esperanza de tenerla, ¿cómo podría él ser responsable de habérsela
arrebatado? Se haría socia de su club y se burlaría de él con su presencia. Se
pondría vestidos provocativos y coquetearía escandalosamente. Le lanzaría
miradas seductoras y sonrisas cómplices. Si necesitaba el resto de su vida
para atraerlo de nuevo a sus brazos, que así fuera.
Sin la posesión de la cabaña cerniéndose sobre ella, estaba libre de
todas las restricciones. Y le gustaba saber que ya no tenía que preocuparse
por casarse. El matrimonio ahora era una elección que nunca había sido
antes. Con quién casarse era más una elección. Podía casarse con el hijo del
herrero y no perder más de lo que ganaría.
Sin pretenderlo, su abuela le había impuesto una carga de la que, de
repente, agradeció librarse. La casa de campo no era su vida. Nunca lo
había sido. Sólo ahora había empezado a darse cuenta.
Aunque su padre no estaba de acuerdo con ella, no le cabía duda de que
acabaría creando un fideicomiso para que ella dispusiera de los fondos
necesarios para vivir cómodamente después de que su hermano heredara la
mayor parte de sus propiedades. Y si no lo hacía...
Bueno, si Griff podía trabajar en los muelles, sin duda podría encontrar
algún tipo de empleo en alguna parte. Quien la contratara tendría suerte de
tenerla.
Percibió un movimiento con el rabillo del ojo y miró hacia un lado. La
pasión se encendió, el deseo corrió por sus venas. Alto y delgado, todo
músculos y tendones, Griff se acercó a ella. Llevaba los pies descalzos y los
pantalones subidos hasta dejar al descubierto las pantorrillas. Enrolladas
hasta casi los codos, las mangas de su camisa ondeaban con la brisa. Se
preguntó dónde estarían el pañuelo, el chaleco y el abrigo. Luego decidió
que no importaba. Ese tipo de accesorios no tenían cabida aquí.
Sin embargo, sin ellos, seguía teniendo todo el porte de un señor. A
pesar de que la Corona lo había despojado de su lugar en la sociedad, había
trepado por el fango para recuperarlo con su comportamiento, aunque sólo
fuera por eso. Apenas podía respirar por su perfección.
Cuando llegó hasta ella, se dejó caer sobre la manta de tal forma que
quedó frente a ella, con las piernas estiradas en dirección opuesta a las de
ella. Su muslo tocó el de ella, y aunque una tela los separaba, tela endeble
por su parte, la familiaridad de aquello parecía casi tan íntima como ella
tumbada bajo él.
—El año pasado no enviaste una carta a Kingsland, no te entrevistaste
con él.
No era lo que esperaba. Una disculpa, tal vez. Un me he dado cuenta de
que no puedo vivir sin ti habría sido preferible. —Hola a ti también. Qué
sorpresa. ¿Cómo sabías dónde encontrarme?
—Fui a tu residencia y hablé con tus padres. Después de una larga
discusión, me comunicaron tu paradero a regañadientes—. La estudió
durante tres segundos, cuatro. —¿Por qué?
Al parecer, no tenía intención de dejar pasar su pregunta original sin
algunas respuestas, aunque sólo hubiera hecho una afirmación y no
formulado una pregunta directa. Esperaba que ella respondiera. Ella negó
con la cabeza. ¿Cómo explicarlo? Se mordió el labio inferior e intentó
encontrar las palabras adecuadas. —Porque no puedo callarme. Porque no
podía imaginar que un hombre que quisiera una esposa tranquila sería feliz
con una a la que le gustara bailar en la playa. Y no sólo bailo en la playa,
Griff. Bailo cuando me despierto por la mañana, después de arrastrarme
fuera de la cama. A veces por la noche, bailo en habitaciones vacías. Pero
sobre todo porque como he dicho…No puedo estar callada. Quiero hablar
con mi marido. Quiero contarle mis problemas. Quiero escuchar los suyos.
Quiero compartir mis opiniones sobre asuntos grandes y pequeños. Quiero
ofrecerle sugerencias y que piense que incluso las que no son buenas siguen
teniendo valor.
—Pero después de que pronunciara tu nombre, no le diste la espalda
para que no te cortejara.
Se encogió de hombros. —Se había tomado tantas molestias e
inconvenientes que me pareció que lo menos que podía hacer era darle a
Kingsland la oportunidad de impresionarme—. Además, Griff había
desaparecido, y había querido lo que el matrimonio con el duque le
proporcionaría. Hacía un año, al menos. La casa de campo había dominado
sus pensamientos. Durante demasiado tiempo había dominado su vida.
Ahora quería algo completamente distinto, y era importante que él lo
entendiera. —Finalmente me pidió la mano. Le dije que no.
—Lo sé. Vino a verme—. Bueno, eso era un hecho sorprendente, y sin
duda cómo se había enterado de que ella no había enviado una carta. —Al
rechazarlo, perderás la casa si no encuentras un caballero con título para
casarte rápidamente.
—Ni siquiera me voy a tomar la molestia de buscar. He decidido que no
quiero un caballero con título. Esa es la razón por la que estoy aquí. Para
recoger todos los recuerdos de este lugar mientras pueda.
—¿Y entonces?
—Dijiste que dejarme nunca había sido fácil. ¿Cuándo se volvió
difícil?
Miró a un lado, hacia el extremo curvo del pequeño rincón que permitía
intimidad. Era una de las razones por las que siempre se había sentido
segura aquí. Podía bailar sin que nadie la viera, podía ser despreocupada y
desenfadada, y no preocuparse si se comportaba como una salvaje en lugar
de como una dama. Su mirada volvió a ella. —La noche que te besé en el
jardín de Kingsland. Mucho antes, probablemente.
Sintió como si hubiera abierto un cofre de madera y desenterrado un
tesoro secreto. Dejarla nunca había sido fácil. Nada en ella había sido fácil.
Igual que nada de él había sido fácil. Pero hacía poco que se había dado
cuenta de por qué. —¿Desde cuándo me amas?
Él cerró los ojos y observó cómo trabajaban los músculos de su
garganta al tragar. La brisa se llevó su suspiro. Finalmente, abrió los ojos y
la miró. —Desde siempre.
Las lágrimas le escocían los ojos y que se le oprimía el pecho. Su
corazón se aceleraba y ralentizaba y parecía haber perdido la capacidad de
latir con algún tipo de ritmo. —¿Por qué nunca me lo dijiste? ¿Por qué
nunca me dijiste lo que sentías?
—Porque soy el segundo hijo, y años antes de conocer las condiciones
relacionadas con tu herencia, te oí decirle a Althea que sólo te casarías con
un hombre con un título. Yo nunca tendría uno. Y ahora, Kathryn...—. Una
vez más su mirada se deslizó más allá de ella. —Dios, las cosas que he
hecho. Como sabes, tengo sangre de otras personas en mis manos.
A ella ya no le escandalizaba la verdad de lo que había hecho, pero
parecía que a él aún le costaba aceptarlo. — Pero lo hiciste todo para
defender a otras personas. Ya fuera trabajando en los muelles para mantener
a Althea o luchando contra hombres peligrosos para proteger a Marcus... o
para protegerme a mí. Kingsland no se arrodillaría solo por mí. Te
arrodillaste sin vacilar. Sin dudarlo, incluso sabiendo que si juzgabas mal
mi capacidad para descifrar tu mensaje, probablemente morirías. Te
sacrificas por los demás, sin pedir nada a cambio.
—No merezco nada a cambio. No quiero nada a cambio. No lo hago
por beneficio personal.
Se había dado cuenta de que incluso la carta que él había escrito a
Kingsland no había sido por su maldita apuesta. Él había buscado darle lo
que anhelaba. Pero al igual que él había cambiado con el paso de los meses,
ella también lo había hecho. Lo que anhelaba poseer, lo que consideraba
importante. Lo que le importaba.
Apoyó la palma de la mano en su mandíbula. —Te amo, Griffith
Stanwick. Rechacé al duque porque preferiría pasar toda la vida contigo que
en una casita junto al mar.
Con un gemido que sonó como si le doliera, colocó su mano sobre la de
ella, giró la cabeza y le estampó un beso en el centro de la palma. —Ah,
Kathryn, te mereces algo mucho mejor que un hombre que ha hecho las
cosas que yo he hecho.
—En eso te equivocas. Quiero pasarme la vida demostrándotelo,
demostrándote que no eres un segundón, un repuesto, o un ser mantenido en
reserva. Que nada de lo que has hecho te hace indigno de nada. Para mí,
siempre serás lo primero, mi primer amor, mi único amor. Y te prometo que
no me callaré mientras lo demuestro, ni exigiré que tú tampoco te calles.
¿Me honrarás convirtiéndote en mi esposo?

***

Ella lo puso de rodillas. Aunque estaba sentado, aún se sentía como si


hubiera caído de rodillas. De alguna manera, parecía apropiado que esta
mujer que pensaba que las reglas debían aplicarse por igual a ambos sexos
fuera la que le hiciera la propuesta.
Se levantó, se acercó y acunó su hermoso rostro entre sus manos llenas
de cicatrices, unas manos que ya no parecían definirlo. A los ojos de ella, la
fealdad de su pasado no importaba, y eso era lo único que le preocupaba.
Cómo lo veía ella. —¿Entiendes perfectamente a lo que vas a renunciar?
—Entiendo perfectamente lo que voy a ganar: todo lo que siempre he
soñado adquirir.
Apretó su frente contra la de ella. —Ah, Kathryn, me humillas. El
honor será todo mío, cariño. Sí, seré tu marido y me encantará cada minuto.
Igual que te amo a ti, con todo lo que llevo dentro.
Reclamó su boca como había deseado hacerlo desde el principio, como
si le perteneciera a él y sólo a él. Ella era el sustento, el aire, la vida. Era
todo lo bueno del mundo. Era todo lo que importaba en el suyo. Valiente,
hermosa y audaz.
Ella nunca había escrito al duque, nunca había querido Kingsland, y
Griff le había hecho un flaco favor esforzándose por determinar su destino.
Pasaría el resto de su vida compensándola. Ella sería su compañera en todo.
Su aliada. Aquella a la que recurría cuando había que tomar decisiones,
aquella cuya opinión buscaba por encima de todas las demás. La mujer que
había rechazado a un duque por un segundo hijo. Rechazó a un caballero en
favor de un canalla.
Estaba a punto de descubrir lo canalla que podía llegar a ser.
Sin apartar la boca de la suya, la inclinó suavemente sobre la manta y
giró el cuerpo para tumbarse a su lado. Retiró la boca de la suya y volvió a
probarla. Dios, nunca se cansaría de probarla.
Sólo que ahora no se sentía culpable. Ya no corría peligro de quitarle
nada. Ella lo había elegido a él.
Con un gruñido, volvió a chuparle la boca, a fondo y por completo,
saboreando la sensación de sus manos clavándose en sus hombros, en su
espalda. Girando sobre sí misma, pasó la pierna por encima de su cadera,
enganchando la pantorrilla contra sus nalgas y acercándose hasta que su
suave remanso quedó presionado contra su verga en tensión.
Su mano rozó su pecho, desabrochando botones a su paso. Cuando se le
acabaron los botones de la camisa, empezó con los de los pantalones.
Apartando su boca de la de ella, empezó a aflojar las cintas de su
camisola. Con una carcajada, se separó de él y empezó a quitarse la poca
ropa que llevaba, tirándola a un lado, aparentemente sin importarle que el
viento la atrapara y se la llevara a poca distancia.
Aprovechó para quitarse rápidamente la camisa y los pantalones.
Con risas, sonrisas y ojos brillantes, se juntaron. Nunca había conocido
tanta libertad, tanta alegría.
La piel de ella era tan pálida que brillaba a la luz del sol, e imaginó que
se le estaban formando pecas incluso mientras le salpicaba los pechos de
besos. —Hacía tiempo que quería verte bajo la luz más brillante.
—Será más brillante al mediodía.
—No puedo esperar tanto para tenerte—. Rodeó su pezón con la lengua
y se llevó la perlita a la boca.
Ella gimió por lo bajo y se retorció debajo de él. —He llegado a
disfrutar de la forma en que me provocas.
— Tú también me provocas.
Como si quisiera demostrarle lo contrario, lo empujó sobre su espalda y
procedió a provocarlo y atormentarlo con caricias, lametones y mordiscos,
mientras él utilizaba las manos para apretones y caricias. No había parte de
ella que no tocara, ni parte que no dejara. Adoraba cada centímetro de ella.
Luego le cogió la cara entre las manos y la miró a los ojos. —No quiero
una esposa tranquila, Kathryn. Quiero que grites mi nombre.
—Sólo si tú gritas el mío.

***

Ella apenas podía creer lo que estaba haciendo, al aire libre, en la playa.
Los pescadores nunca entraban en la cala. Nadie lo hacía, pero aun así la
posibilidad de que pudieran verlos...
Realmente no le importaba. No cuando sus manos la recorrían como si
no hubiera tocado antes cada curva y hondonada. No cuando estaba a
horcajadas sobre sus caderas y podía ver su polla sobresaliendo tan
orgullosa, esforzándose... palpitando por el placer que ella podía
proporcionarle.
Después de bajar un poco más, se acercó a esa hermosa parte de él que
podía proporcionarle tanto placer, que vería crecer a sus hijos dentro de ella.
Y lo lamió como había hecho con un brebaje helado que había comido en el
pueblo el verano pasado. Con una áspera maldición, se arqueó hacia ella
mientras le hundía las manos en el pelo y le clavaba los dedos en el cuero
cabelludo.
—¿Te gusta? —, preguntó inocentemente antes de levantar la mirada
hacia la suya, sorprendida de que el fuego que ardía más que el sol en la
suya no la encendiera en el acto. Sin apartar los ojos de los suyos, besó la
cabeza, lamió el rocío que se había acumulado allí.
Luego cerró la boca sobre él, y su gruñido salvaje resonó a su
alrededor, mientras él se sacudía y su respiración se hacía más agitada. Así
podría volverlo tan loco como él a ella. Con una larga y húmeda pasada de
lengua y una succión, y un gemido bajo para afirmar que le gustaba lo que
estaba saboreando. Y una sonrisa perversa.
—Cristo, Kathryn. — Le tendió la mano y la acercó. —Vas a hacer que
derrame mi semilla, y quiero estar profundamente enterrado dentro de ti
cuando eso suceda.
—No me dejes esta vez.
Le agarró las caderas. —No te dejaré. Nunca más te dejaré.
Levantándola, la guio a lo largo de su pene, estirándola y llenándola.
Echó la cabeza hacia atrás, vio la cima del acantilado y deseó poder
contemplarla toda la vida con él. Pero le quedaba el recuerdo de ahora,
meciéndose contra él, moviéndose al ritmo que él marcaba, lánguido al
principio, igualando la cadencia de las olas que entraban y salían.
Las sensaciones la recorrían. Lo tocó por todas partes. Le encantaba su
fuerza, la definición de sus músculos, las inclinaciones y los desniveles. La
forma en que le apretaba los brazos mientras la sujetaba. La forma en que la
miraba, como si fuera el sol, la luna y las estrellas.
Cuando el placer se apoderó de ella, gritó su nombre y resonó a su
alrededor, al que se unió rápidamente el aullido gutural de él, que era su
nombre, y los sonidos se entrelazaron como lo harían sus vidas. Inclinada
hacia delante, saciada y contenta, se recostó sobre él, saboreando la
sensación de sus brazos rodeándola y estrechándola.
Durante varios minutos, se limitó a absorber su calor y su comodidad.
Ya no necesitaría sus bailes en la playa. Le tenía a él. —¿Cuándo nos
casamos?
—Lo antes posible.
—Quizá podríamos casarnos en la iglesia del pueblo.
—Nos casaremos donde quieras.
Era principios de julio. Tenía unas semanas más para acumular
recuerdos aquí, recuerdos con él. —Después, aunque sé que necesitarás
estar en Londres todos los días para ocuparte de tus asuntos, como no es
una distancia tan terrible, tal vez yo podría quedarme aquí y tú podrías
acompañarme todos los días hasta mediados de agosto.
—Puedes quedarte aquí todo el tiempo que desees, y visitar la casa
cuando te apetezca.
Qué tonto. Aún no se había recuperado lo suficiente de hacer el amor
con ella como para pensar con claridad. —Sera de mi primo el día después
de mi cumpleaños—, le recordó ella.
—En realidad, Kathryn, te la va a dar como regalo de cumpleaños, para
celebrar que llegas al cuarto de siglo.
Se incorporó bruscamente y le miró fijamente. —¿Cómo dices?
Sonrió con tanta satisfacción y tanto amor en los ojos, que pensó que se
derretiría en el acto. —Ha decidido que no le sirve de nada y prefiere verla
en tus manos.
—¿Por qué haría eso?
—Porque tiene secretos que guardar.
Se tapó la boca con una mano, tratando de decidir si debía horrorizarse
o emocionarse. —¿Le amenazaste con revelar sus secretos?
—Tardé casi una semana en descubrirlos. Luego tuvimos que discutir
sobre ellos. Si no, habría acudido a ti antes.
—Sinvergüenza. Si no fuera tan odioso, podría sentir lástima por él—.
Con una carcajada, abrazó a Griff tan fuerte como pudo en sus posiciones
boca abajo. —Pero no me cabe duda de que se merecía una visita tuya. Te
quiero mucho, Griff—. Luego se volvió a sentar. —¿Por qué no me lo
dijiste antes?
—Porque no quería que sintieras que me lo debías, antes de pedirte que
te casaras conmigo.
—¿Planeabas pedirme que me casara contigo?
—Mmm. Pero prefiero la forma en que sucedió.
Ella también, pero aun así le gustaba saber que se lo habría pedido si
ella no lo hubiera hecho. —Adquirir la casa de campo debe haber sido un
gran inconveniente para ti.
—En efecto, así fue. Aunque esta vez no te pediré nada a cambio
porque ya me has dado lo único importante que podría desear: a ti.

***

En una soleada mañana de sábado, se casaron en la iglesia del pueblo,


con la única asistencia de amigos íntimos y familiares. No le cabía duda de
que los curiosos habrían llenado Westminster si se hubieran casado allí,
pero no tenía ningún interés en hacer una exhibición ante cualquiera que le
hubiera mostrado alguna vez siquiera un poco de antipatía.
Sus padres no estaban muy contentos, no entendían que renunciara a un
duque por un bribón, pero dieron su bendición a la unión y su padre la
acompañó al altar. Althea y su marido estaban allí, pero Marcus estaba
notablemente ausente, y aunque Griff no dio ninguna señal externa, ella
sabía que estaba preocupado por su hermano y por el hecho de que no había
sabido nada de él desde aquella noche junto al Támesis.
Después de la ceremonia, todos se dirigieron a la orilla para disfrutar de
un picnic que la Sra. McHenry había preparado. Comida sencilla
acompañada de champán y vino.
Las risas y la conversación flotaban en el viento. El sol reflejaba
sonrisas. Mientras un par de caballeros del pueblo tocaban una melodía con
sus violines, su marido bailó un vals con ella sobre la arena.
—¿Contenta? —, le preguntó.
—Muy feliz. Hoy es un día perfecto. Absolutamente perfecto.
—Espera a que nos deshagamos de todos— sonriendo, movió la cabeza
hacia un lado, abarcando a todos los Trewlove y sus cónyuges, a
Wilhelmina y a los padres de Kathryn —y podré hacer lo que quiera
contigo. Te mostraré la perfección.
Se acercó más a él y su pecho rozó el suyo. —¿Qué tienes en mente?
—Hacerte el amor hasta el amanecer—. Su ceño se frunció y se quedó
quieto. —¿Quién es?
La giró para que ambos miraran hacia el camino. Una mujer vestida
con un traje azul oscuro muy apropiado avanzaba cautelosamente por él. —
No lo sé. No creo que sea nadie del pueblo. Probablemente deberíamos
hacerle saber que esto es un asunto privado.
Agarrada del brazo de Griff mientras la escoltaba, se acercó a la mujer
que parecía ser sólo un poco mayor que ella. —Hola. ¿Podemos ayudarla?
La desconocida la miró muy seria desde sus pies descalzos, se había
quitado los zapatos en cuanto llegó a la arena hasta la parte superior de su
cabeza. —¿Señora de Griffith Stanwick?
Kathryn sonrió. —¿Qué me delató?
—El vestido blanco de seda y encaje y el velo retirado de la cara—,
respondió con tanta seriedad que Kathryn se preguntó si debía molestarse
en explicar que la pregunta había sido retórica. Pero antes de que pudiera
decir nada más...
—Soy la Srta. Pettypeace, secretaria del duque de Kingsland. Me pidió
que le entregara esto el día de su boda, y como parecía increíblemente
importante para él, decidí encargarme yo misma de ponerlo en sus manos.
Kathryn cogió el sobre que le había tendido. —¿Qué es?
—Algo que él deseaba que tuviera.
Parecía que la Srta. Pettypeace se lo tomaba todo al pie de la letra. —
Espero que el duque esté bien.
—¿Por qué no habría de estarlo?
Bueno, obviamente no estaba sufriendo de un corazón roto, lo que la
hizo sentir algo mejor.
—Que tenga un buen día, Sra. Stanwick. — Se dio la vuelta para irse.
—¿Srta. Pettypeace?
La joven le devolvió la mirada.
—¿Le apetece un refresco antes de irse?
—Gracias, pero no tengo tiempo para esas frivolidades. Debo partir a
Londres y atender otros asuntos importantes para el duque.
—Buen viaje, entonces.
Con una rápida inclinación de cabeza, la secretaria del duque se dirigió
hacia el camino.
—Bueno, ciertamente es una persona eficiente—, reflexionó Kathryn.
—¿Vas a abrir la carta?
La metió dentro de la chaqueta de Griff. —Creo que la leeré más tarde.
De momento, tengo que terminar un vals.
Y otro y otro. Mientras el sol se arqueaba en el cielo y corría el
champán. Mientras sus amigos y familiares compartían su felicidad.
Cuando el sol empezó a hundirse en el horizonte, antes de despedirse,
los juerguistas les dieron una última ronda de buenos deseos. Mientras Griff
acompañaba a Althea y a su marido a su carruaje para unas últimas
palabras, Kathryn se paró al borde del acantilado y leyó la carta que
Kingsland le había enviado.
Mi querida Sra. Stanwick,
Debatí sobre la conveniencia de enviarle lo adjunto y decidí que era
algo que le pertenecía.
Le desearía toda la felicidad del mundo, pero me parece inútil desear
lo que uno ya posee.
Atentamente,
Kingsland
No le sorprendió que su misiva fuera corta y directa, más bien
sospechaba que casarse con él habría sido igual de exigente. Aunque tal vez
sabía que nada de lo que dijera podría compararse con la carta adicional que
había adjuntado.
Milord Duque,
Ha pedido a las damas que le expliquen por qué debería honrarlas
haciéndolas su duquesa.
Yo diría que usted no quiere una mujer que crea un honor tener su
atención. Más bien, debería buscar a una dama que le haga comprender
que es un honor tener su atención dirigida hacia usted.
Con ese fin, le sugiero que elija a Lady Kathryn Lambert, hija única del
Conde de Ridgeway. Desafortunadamente, la dama no tiene tendencia a
reconocer sus propios atributos que la hacen tan asombrosamente atractiva
para un hombre, y tengo pocas dudas de que su carta le hará dormirse
antes de que haya terminado de leer el primer párrafo. Por lo tanto, me he
encargado de defender su causa para que se convierta en la próxima
duquesa de Kingsland.
Como sin duda noto durante nuestro encuentro en el parque, tiene un
ingenio rápido, una lengua mordaz y una mente aguda. Es una gran
conversadora, y aunque usted busca tranquilidad en una mujer, creo que
sería un error no pedirle su opinión sobre todos los asuntos, ya estén
relacionados con su hogar, sus innumerables negocios o la gestión de sus
diversas propiedades. Sus ideas no son confusas, sino concisas, y puede
ofrecerle un punto de vista que de otro modo no habrías considerado.
Nunca la he visto caprichosa o irritantemente insípida.
Su mera presencia hará que un hombre anhele conocer la intimidad de
sus pensamientos, sus deseos secretos, su tacto. Como el mejor de los vinos,
es atrevida, con cuerpo y tentadora. Nunca decepciona. Nunca es la misma,
siempre ofrece otro aspecto por descubrir. Una vida en su compañía nunca
será suficiente. Es una criatura complicada y compleja, digna del corazón
de cualquier hombre. Tengo pocas dudas de que, con el tiempo, pondrá
voluntariamente el tuyo bajo su custodia.
Sería un tonto, Kingsland, si la dejara escapar. Créame en esto: no hay
mujer en toda la cristiandad que serviría mejor como su duquesa.
Respetuosamente,
Lord Griffith Stanwick
Apretó la carta contra su pecho, con cuidado de no aplastarla ni
arrugarla, porque pensaba conservarla consigo para siempre. Kingsland
tenía derecho a ella. Le pertenecía, al igual que el hombre que la había
escrito.
—¿Qué tenía que decir Kingsland?
Girándose, vio a su marido dar los últimos pasos hacia ella. Luego le
puso las manos en las caderas y la atrajo hacia sí.
—Me dio tu carta.
Suspiró profundamente. —Ah, esas tonterías.
Con una sonrisa, le rodeó el cuello con un brazo y apoyó el otro en su
pecho, justo donde latía su corazón, que latía por ella. —Hace un año,
podría haber creído que todo era mentira, pero ahora sé la verdad. No hay
hombre en toda la cristiandad que me sirva mejor como marido.
Con un gruñido bajo, reclamó su boca como había reclamado su
corazón, salvaje y apasionadamente.
Mientras el sol daba su último adiós al día, él la levantó en sus brazos y
comenzó a llevarla hacia la cabaña, donde le esperaban recuerdos por hacer
y sueños por alcanzar.
EPÍLOGO

La cabaña azotada por el viento


Algunos años después
De pie al borde del acantilado, con la luz del sol de la mañana cayendo
sobre él, Griff observó cómo su esposa y sus tres hijas pequeñas, la mayor
de ocho años, se zambullían en el agua azul, llevando nada más que su ropa
interior. Pero no había nadie para verlo.
Su mujer lanzó un pequeño chillido, corrió de vuelta a la orilla y el
viento arrastró su risa hasta él. A continuación, las niñas lanzaron una serie
de chillidos, salieron corriendo del agua, levantaron los brazos hacia el sol,
se elevaron sobre sus diminutos dedos desnudos y empezaron a balancearse,
como árboles jóvenes atrapados por un fuerte viento cuando se avecinaba
una tormenta. Pero no había tormenta en el horizonte. El sol había
ahuyentado la bruma matutina y prometía un día brillante de reflejos en el
mar centelleante. Como uno solo, se pusieron a dar vueltas, un ritual
durante el cual reían, sonreían y a veces cantaban.
Nunca había conocido tanta paz y satisfacción. Sus ángeles no tenían
preocupaciones y él se alegraba de ello. Haría cualquier cosa por
conseguirlo. Ya había creado fideicomisos para sus hijas. A los veinticinco
años, cada una sería independiente. Podrían casarse si lo deseaban, pero no
tendrían que hacerlo para tener lo que quisieran. No se les impondría
ninguna condición.
Incluso con las mejores intenciones, la abuela de Kathryn casi la había
condenado a una existencia sin amor. No, no una existencia sin amor,
simplemente un matrimonio. Porque ella habría tenido su amor, aunque no
llevara su nombre. Siempre habría tenido su amor. Pero ahora tenía ambos.
Levantando la vista, se llevó una mano a la frente, protegiéndose los
ojos del sol a su espalda, y saludó. —¡Ven con nosotras!
No había necesitado la invitación, había planeado hacerlo, pero primero
había querido un momento para simplemente disfrutar de lo que ahora
tenía, lo que nunca había esperado conseguir.
Tras dirigirse a grandes zancadas hacia el camino trillado que descendía
hasta el mar, se encaminó por él hasta llegar a la orilla. Las muchachas se
adelantaron a su lado, le cogieron de las manos, sin importarles en absoluto
las cicatrices, y le sonrieron con el mismo tono de pelo y ojos que Kathryn,
y más de ella que de él en sus rasgos. No lo hubiera querido de otra manera.
—Papá, ¿nos llevarías a las profundidades? —, preguntó la mayor, su
término para la zona donde el agua le llegaba a la cintura, donde podían
chapotear y armar jaleo mientras se sujetaban a él.
—¿Por favor? —, suplicó la mediana.
—¿Por favor? —, preguntó la más joven.
—Lo haré, pero antes necesito hablar con tu madre.
—Besarla, querrás decir—. La mayor era avispada y no tenía reparos
en expresar su opinión.
Sonrió. —Bueno, eso también.
—Vamos, chicas—, dijo Kathryn. —Trabajad en vuestro castillo
mientras saludo a vuestro padre.
—Besarle, querrás decir—, dijo la mayor, y luego soltó una risita, a la
que se unieron sus hermanas, antes de que todas salieran corriendo.
Su esposa vino a sus brazos y lo besó como si no hubieran hecho el
amor hacía apenas unas horas, como si no la hubiera besado a fondo
entonces. No es que le importara mientras la estrechaba entre sus brazos.
Aunque viviera cien años, nunca tendría suficiente de esto, suficiente de
ella.
Se apartó y examinó sus rasgos. —¿Qué había en el correo?
Había recibido una carta de Althea aquella mañana, había querido
leerla y había retrasado su visita a la costa con ella y sus hijas. El
aplazamiento le había dado la oportunidad de observarlas desde lejos.
Disfrutaba contemplándolas, recordando lo cerca que había estado de no
tener nada de esto. —Nos ha invitado a reunirnos con ella y su familia en
Escocia durante un par de semanas.
—Eso les gustará a las niñas. Siempre se divierten visitando a sus
primas
Bajando la cabeza, mordisqueó el suave lugar justo debajo de su oreja.
—¿Te gustará?
—Tú me complaces.
—¿Te complazco?
— Sí. ¿Tú también estás contento?
Se apartó y le sostuvo la mirada. En ese momento, la sombra de sus
ojos hacía juego con el mar. —¿Cómo podría no estarlo? Para ser un
hombre que sólo era el repuesto, creo que lo he hecho bastante bien—. Su
club era un éxito inmenso. A lo largo de los años, había hecho inversiones
que le habían reportado grandes beneficios. —Tengo como esposa a una
mujer con la que un duque quiso casarse una vez.
Ella sonrió. —¿Por qué iba a preferir a un duque antes que a un
canalla? Especialmente cuando ese canalla es todo lo que deseo, el canalla
de mi corazón—. Apoyó las palmas a ambos lados de su mandíbula. —
Amo esta casa de campo, pero no más de lo que te amo a ti.
—Lo eres todo para mí, Kathryn. Tú y las niñas.
Él capturó su boca una vez más, sabiendo que tenía un largo camino
por recorrer para ser merecedor de ella, pero no siendo lo suficientemente
tonto como para dejarla ir. Ella lo completaba, lo hacía completo.
Mientras la brisa soplaba a su alrededor, las gaviotas graznaban y las
olas rompían en la orilla, la levantó en brazos y la hizo girar. Su risa, el más
dulce de los sonidos, resonaba a su alrededor.
Después de haber llevado a cada una de sus hijas a las profundidades,
iba a llevar a su esposa de vuelta a la casa de campo que tanto amaba y a la
cama donde podría demostrarle lo mucho que la quería. Con ella, nada de
su nacimiento o su pasado importaba. Lo único que importaba era su amor.
Nota del autor

A principios del siglo XIX, por lo menos hasta la década de 1850,


existían clubes de gallos y gallinas en los barrios menos acomodados de
Londres, donde hombres y mujeres solteros podían encontrarse,
emparejarse, ir a algún sitio y pasar juntos una velada íntima. Un club de
solteros, por así decirlo. Con el tiempo empezaron a desaparecer, y el
aspecto sexual se inclinó más hacia las actividades más sociales, donde la
gente simplemente disfrutaba de la música y otros entretenimientos.
Aunque es improbable que Griff hubiera encontrado uno en su salvaje
juventud, la licencia literaria es algo maravilloso, y es posible que todavía
existiera alguno que le sirviera de inspiración para su club.
Notes
[←1]
Aquı́, los apodos de los miembros del grupo se re ieren a piezas de ajedrez: Rey (King),
Caballo (Knight), Al il (Bishop) y Torre (Rook)

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