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Post-política y ciudadanismo

Mario Domínguez
Lo que cuestionamos no es
sólo producto de ambiciones
desmedidas, sino de una
estrategia perversa de gestión
de los conlictos, y es que la
democracia no es más que
eso, mecanismos institucionales
desplegados por el estado-capital
como excelente mecanismo de
gestión de sus contradicciones.
El cierre sofocante de toda
forma de protesta ya no es tan
sólo coercitivo y represor (a
veces sí lo es) sino que moviliza
todo el aparato de expertos,
profesorado atento, una nueva
terminología sensible ante la
injusticia, etc. para asegurarse
que la puntual reivindicación
(la queja) de un determinado
grupo se quede en eso: en una
reivindicación puntual.

“La izquierda en el Capital, es la izquierda del capital”,


Federación de Estudiantes Libertarixs - Somosaguas,
Abril del 2010.
Madrid, Diciembre del 2010.
Edita: Federación de Estudiantes Libertarixs - Somosaguas
Contacto: somosaguas@fel-web.org

P.V.P.: 3,5 €

Este es un proyecto editorial que se inancia a través de sus


publicaciones, rogamos que acudais al contacto que facilitamos para
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del presente texto, sin ánimo de lucro, citando la fuente.

ISBN: 978-84-614-6321-3
Depósito legal

Impreso en España / Printed in Spain


Publidisa (Sevilla)
ÍNDICE

1. Post-política, la idea del in de la política....................... 9

1.1. Nuevos actores y repertorios de la acción social...................................18


1.2. Conceptos explicativos: la tribu, la red, la autoorganización................23
1.3. Reedición de una subjetividad humanista ...........................................32
1.4. Problemas de identidad: comunidad de iguales, mito, rito, imagen.....41

2. Ciudadanismo en la época post-política ...................... 47

2.1. La creencia de que la democracia es capaz de oponerse al capitalismo ...48


2.2. El proyecto de reforzar el Estado ........................................................53
2.3. Su innegable vocación ecuménica y pedagógica .................................59
2.4. La aspiración estratégica de aglutinar una inmensa mayoría social ....62
2.5. Ciudadanismo y derechos...................................................................64
2.6. El espectáculo integrado ....................................................................67

3. Bibliografía citada ..................................................... 75


1. Post-política, la idea del fin de la política

L a post-política es sencillamente el fin de la política, pero


eso nos remite a otra definición: ¿qué es la política?,
¿qué es lo verdaderamente político? Para J. Rancière su origen
etimológico lo indica con precisión: un fenómeno que aparece
por primera vez en la Antigua Grecia cuando aquellos sin un
lugar claramente definido en la jerarquía de la estructura social
no sólo exigieron que su voz se oyera frente a los que ejercían
el control social y formar parte así de la esfera pública, sino que
esos mismos excluidos y sin lugar fijo en la estructura social
se postularon como los de la sociedad en su conjunto de la
verdadera universalidad. Sería pues algo así como lo universal
del singular colectivo, “de un singular que aparece ocupando el
Universal y desestabilizando el orden operativo ‘natural’ de las
relaciones en el cuerpo social” (Zizek, 2007) y por tanto es la
subversión traumática del mecanismo de la hegemonía lo que
constituye el núcleo mismo de la política.
Así pues entenderemos la post-política como un juego
intelectual —como tal habrá que tomárselo— que exige tres
aprioris: a) la secularización de la política y su corolario, la
constitución del espacio del centro; b) la emergencia de nuevos
sujetos colectivos; y c) la nueva inserción de los sujetos en la
acción colectiva.
a) En esta coyuntura política y teórica marcada obsesivamente
por el tema del fin, la posibilidad del fin de la política pasa
por secularizar la política tal como se han secularizado todas

[9]
las demás actividades que conciernen a la producción y la
reproducción de los individuos y de los grupos: abandonar las
ilusiones vinculadas al poder en la representación voluntarista
del arte político en cuanto que programa de liberación y promesa
de felicidad. Acercar la política a la potencia que acompaña las
actividades secularizadas del trabajo, el intercambio y el goce.
Concebir un ejercicio político en sincronía con los ritmos del
mundo, con el crecimiento de las cosas, de la información y de
los deseos. Un ejercicio político establecido por entero en el
presente, en el cual el futuro no sería más que una expansión
del presente.
La política en el tiempo que ya no se encuentra dividida
por la promesa debe corresponder a un espacio liberado de
divisiones. El idioma gubernamental lo llama centro: no designa
un partido entre otros sino que es el nombre genérico de una
nueva configuración del espacio político, despliegue de una
fuerza consensual adecuada al derecho apolítico de la producción
y la circulación. Pero ese centro no deja de escaparse. El fin de la
política parece más bien dividirse en dos fines que no coinciden y
que producen virtualmente dos espacios del fin de la política: el
espacio del tiempo nuevo y el espacio del nuevo consenso.
“Quizás, la fórmula que mejor exprese esta paradoja de la
post política es la que usó Tony Blair para definir el New Labour
como el ‘centro radical’ (radical centre): en los viejos tiempos de
las divisiones políticas ‘ideológicas’, el término ‘radical’ estaba
reservado o a la extrema izquierda o a la extrema derecha. El
centro era, por definición, moderado: conforme a los viejos
criterios, el concepto de Radical Centre es tan absurdo como el
de ‘radical moderación’.” (Zizek, 2007)
b) Partimos asimismo de otra proposición: la emergencia
de nuevos sujetos colectivos, movimientos sociales, repertorios

[10]
de acción colectiva y generación de identidades comunitarias
detectable en un nuevo espacio de relación e interacción social se
da como consecuencia no tanto de un desarrollo tecnológico sino
gracias a la “invención” de una nueva clase de política de carácter
“post-político” que hunde sus raíces en las crisis de 1968. Desde
una perspectiva académica, si hay algo que caracteriza estas crisis
consiste en que a partir de finales de los años sesenta del siglo
pasado los expertos en sociología política constatan la fusión de
las esferas política y no política de la vida social, no sólo a nivel
de manifestaciones globales sociopolíticas, sino también al nivel
de los ciudadanos como actores políticos primarios. Se desdibuja
la línea divisoria que deslinda los asuntos y comportamientos
“políticos” de los “privados”, por ejemplo, económicos o morales.
Este diagnóstico se apoya en al menos tres fenómenos distintos
(Offe, 1988):
El aumento de ideologías y de actitudes “participativas”, que
lleva a la gente a servirse cada vez más del repertorio de los
derechos democráticos existentes.
El uso creciente de formas no institucionales o no
convencionales de participación política.
Las exigencias y los conflictos políticos relacionados con
cuestiones que se solían considerar temas morales (el aborto)
o temas económicos (la humanización del trabajo) más que
estrictamente políticos.
Se trata pues de una nueva clase de política porque ya no se
orienta hacia ninguna alternativa en forma de promesa del tipo
“Estado Socialista”, ni tampoco por una “alternativa de Estado”
en el sentido reformista. Además se comparte la convicción de
que esta neopolítica o post-política es la verdadera política, el
auténtico terreno de juego en el que se decidirá el porvenir de
nuestras sociedades.

[11]
c) Asistimos por otra parte a una nueva inserción de los
sujetos en la acción colectiva. Si bien los sujetos son construidos
mediante una cada vez más compleja interacción discursiva, por
el contrario, los programas e instituciones se están haciendo
dependientes de los individuos. Da la sensación de que estamos
presenciando el surgimiento de un mundo desorganizado y
lleno de conflictos, juegos de poder, instrumentos y ámbitos
que pertenecen a dos épocas distintas, una es la modernidad
inequívoca y otra es una suerte de posmodernidad ambivalente.
En este mundo doble la política penetra y se manifiesta mucho
más allá de las responsabilidades y jerarquías formales, lo cual
es malinterpretado por los que identifican política y Estado: ya
no se pide aquello que el Estado no puede conceder, sin la menor
esperanza reformista, pero tampoco revolucionaria, en el sentido
marxista de transformación del Estado que haga viables tales
concesiones.
El problema que supone la exclusión post-política de la política
es paradójico. Si un acto político crea tiempo y lugares, el problema
se plantea Alain Badiou (2000) es saber si actualmente nosotros
queremos y si sabemos crear tiempo y espacios políticos: “¿Es
posible no seguir siendo esclavos del capital y del mercado? Esta
es una definición posible de la política. Es decir, la posibilidad de
no ser esclavos. Si la política existe verdaderamente, entonces la
política es la posibilidad de no ser esclavos”. Dicho de otro modo,
hay que saber si la práctica de lo posible, de esto que llamamos
política, es posible, puesto que la ley del capital y del mercado
dice que lo posible político es imposible y que lo único existente
es el mercado y el voto.
Parafraseando a Michel Foucault (1993) cuando aseguraba
que no hay un afuera del poder, cabría entonces plantearse si
existe una política fuera del Estado. Un problema parecido a

[12]
plantearnos si existe una cultura sin subvención, una educación
sin el carácter de lo “público” o una sanidad sin Seguridad Social.
El afuera del Estado hay que construirlo (Deleuze y Guattari,
1985, 1988), hay que inventar una forma de vivir políticamente
allí donde no existe posibilidad alguna de vida, una forma de
vivir más allá de toda posibilidad, de toda alternativa. No se
trata tanto de un deber moral como de un imperativo vital: hay
que hacerlo para vivir, no existe otra manera de vivir más que
hacerlo, y eso es algo que no puede hacer uno solo. De ahí la
dificultad, el inmenso desgaste de vivir fuera del Estado (del
todo, siempre) y más bien habrá tentativas; pero tampoco
dentro, a menos que uno desaparezca en sus pliegues. En esto,
dicho de forma caricaturesca, consiste la vida política; no es que
sea escasa, es que es esquizoide porque se trata de vivirla dentro
y contra el Estado y sus dispositivos. Este carácter esquizoide
alcanza también al Estado (y al capital, que debe basarse siempre
en flujos no codificables), el cual puede quitar la vida, incluso
puede intentar regularla, pero carece de poder para crearla. Un
Estado sin fugas, sin fuera, sería un Estado sin ciudadanos.1 En
estas fugas vamos quizá a encontrar los nuevos movimientos

1
La delimitación del ámbito de lo políico implica el establecimiento de un límite.
Esto signiica que la simple idea de un poder ilimitado es ajena a lo políico, o en otras
palabras, que un poder no puede al mismo iempo ser ilimitado y ser políico. El poder
políico se hace posible porque excluye algo de su esfera de inluencia, algo queda
exceptuado de su poder, de ahí la necesidad del afuera para el Estado. El Derecho no
es entonces otra cosa que una colección de procedimientos que aseguran y refuerzan
esa exclusión, posibilitando los límites naturales del poder. Esto está en claro contraste
con el carácter omniabarcante y omnisciente del concepto de ideología y sobre todo
de los “aparatos ideológicos de Estado” tal como los concebía Louis Althusser. En
cambio sintoniza con la críica al concepto de ideología que proponía Michel Foucault,
diferenciándolo del concepto de poder por cuanto aquel suponía planiicación,
anicipación y carácter de a priori, mientras que el poder actúa como un disposiivo
plural de adaptación y supervivencia a posteriori.

[13]
sociales con lo que ello implica en cuanto a la consideración de
sus características, tipologías, agentes, medios, etc.
Se trata de movimientos que recurren, con menor intensidad
que nunca, a los canales de comunicación institucionales, como
las elecciones o la representación parlamentaria, o incluso el
mismo hecho de la representación, por la firme sospecha de
que sean insuficientes como medios de comunicación política.2
De esta forma se perfila un modelo dramático de desarrollo
político de las sociedades occidentales: en la medida en que la
política pública afecta a los ciudadanos de manera cada vez más
directa y visible —aquello que Habermas (1975) denominaba
“colonización del mundo de vida”—, tratan estos por su parte
de lograr un control más inmediato y amplio sobre las elites
políticas a través de medios más o menos incompatibles con el
orden institucional de la política, e incluso de salvaguardar toda
apelación a dichas elites.
Toda una serie de analistas, en su mayor parte conservadores,
han calificado este ciclo como extremadamente viciado y
peligroso; ciclo que produce una erosión de la autoridad
política e incluso de la capacidad de gobernar, la llamada
ingobernabilidad. La solución neoconservadora propuesta ha
consistido entonces en una redefinición restrictiva de lo que
puede y debe ser considerado “político”, o si se prefiere, de
aislamiento de lo político frente a lo no-político. S. Zizek (2007)
lo denomina ultrapolítica: el intento de despolitizar el conflicto
extremándolo mediante la militarización directa de la política,
es decir, reformulando la política como una guerra entre

2
En los parlamentarismos de occidente, al igual que aniguamente las burocracias
despóicas de la zona del Este europeo, la políica se confunde con la gesión del
Estado. Pero los efectos ilosóicos de esta confusión son opuestos.

[14]
“nosotros” y “ellos” al eliminar cualquier terreno compartido en
el que desarrollar el conflicto simbólico.3 Sin embargo, según
este análisis, la extensión de la política pública, de la regulación,
apoyo y control estatales a áreas de la vida social anteriormente
más independientes supone, paradójicamente, tanto un avance
como una pérdida de la autoridad del Estado. La idea básica es
que al extenderse las funciones y responsabilidades del Estado, se
degrada su autoridad (es decir, su capacidad de tomar decisiones
de obligado cumplimiento) y sufre una crisis sistémica de
legitimidad tal como hace ya tiempo lo expresaba J. Habermas
(1975). La autoridad política sólo puede ser estable en la medida
en que es limitada y por tanto complementada por esferas de
acción no-políticas y autosustentadas que sirven tanto para
exonerar a la autoridad política como para equipararla con
fuentes de legitimidad.
Más realista ha sido la solución del centro por cuanto ha
utilizado fórmulas de pacificación de la política a través del
intento de eliminar el antagonismo de la política ciñéndose
a unas reglas claras que permitirían evitar que el proceso de
discusión llegue a ser verdaderamente político. Zizek (2007)
lo denomina parapolítica, esto es, el intento de despolitizar la

3
Resulta muy signiicaivo que, en lugar de lucha de clases, la derecha radical
hable de guerra entre clases. En cualquier caso, no hay que confundirla con el conlicto
de intereses entre dos actores o sujetos que gesionan un reparto y batallan por el
poder. En realidad el liigio políico lo es entre lógicas, las dos lógicas inconmensurables
que normalmente se confunden en la palabra “políica”. Aquella que cuenta las partes
reales se ocupa de los procesos de agregación y consenimiento de las colecividades,
de la organización y distribución de los poderes, así como sus sistemas de legiimación.
A esta primera lógica J. Rancière la denomina policía (police). La segunda es la
manifestación o acividad que deshace las pariciones sensibles que coniguran una
comunidad, al poner en acto una presuposición que es ajena al recuento policial: la
“parte de los sin-parte” (1995: 31), la igualdad de cualquiera con cualquier otro, a la
que se le reserva la palabra políica, despojada ahora de su confusión.

[15]
política: se acepta el conflicto político pero se reformula como
una competición entre partidos y/o actores autorizados que,
dentro del espacio de la representatividad, aspiran a ocupar
(temporalmente) el poder ejecutivo. ¿Se trata de la sumisión
de la utopía ante el imperativo pragmático del realismo? No
exactamente, puesto que la utopía no es lo lejano o el futuro
del ensueño sino la construcción intelectual que hace coincidir
un lugar de pensamiento con un espacio intuitivo percibido o
percibible.4 Por lo mismo, el realismo no es ni el rechazo lúcido
de la utopía ni el olvido de la finalidad, sino una de las maneras
utópicas de configurar esa finalidad y reencontrar la razón de
tal dirección en el presente. Así pues, hacer coincidir la idea
(filosófica) del centro y el espacio ciudadano implica una violencia
estructural y por tanto inaprehensible: la pacificación de la
política. No es tanto la realización del programa político sobre
la clase media, tal y como suele plantearse en la ciencia política.
Alexis de Tocqueville (1982) en La democracia en América halló
que no dependía tanto de una clase media ocupando el medio,
sino de cierto estado de lo social, algo mucho más profundo,
pues depende de esa nueva sociabilidad denominada igualdad
de condiciones;5 lo cual aporta una solución providencial a la
regulación de las relaciones entre lo político y lo social. Lo que la
política más astuta no consigue realizar —la producción de una

4
Las utopías realistas se encuentran no obstante someidas, como las otras, a la
sorpresa de lo real.
5
Lo propio de la igualdad reside menos en uniicar que en desclasiicar, en
deshacer la supuesta naturalidad de las órdenes para reemplazarla por las iguras
más polémicas de la división. Poder de la división inconsistente y siempre renacido.
También existe un poder de la división inconsistente y siempre renaciente que arranca
a la políica de las diversas iguras de la animalidad: el cuerpo colecivo, la zoología de
las ordenes sociales…

[16]
sociabilidad autorregulada en que se limiten espontáneamente
tanto los desbordes político de lo social como el desborde social
de lo político— lo realiza ese movimiento providencial al igualar
las condiciones.6
Así, la consumación de la política, la instauración de una
medida en el seno de lo no-medido, aseguraría la facilidad que
ese poco de virtud que igualmente distribuido entre todos
garantiza mejor la paz que la virtud ostentosa y provocadora
de unos pocos. La cuestión del espacio se regula así por el vacío
despolitizado, por la ausencia de intervalo visible, de borde
divisor, de precipicio. “A medida que aumenta el narcisismo
–escribe Gilles Lipovetsky en La era del vacío la legitimidad
democrática se impone aunque sea de manera relajada en los
regímenes democráticos, con su pluralismo de partidos, sus
elecciones, su derecho a la información […] están cada vez más
relacionados con la sociedad personalizada del libre servicio, el
test y la libertad combinatoria”.
A esos análisis eruditos se suman las formas banalizadas
de la sociedad plural, esa sociedad en que la competencia de
objetos consumibles, la permisividad, el mestizaje y el turismo
democrático de masas, desarrollan con toda naturalidad un
individuo comprometido con la igualdad y tolerante frente a los
distintos. El punto de concordancia obvio sería la pluralidad,
punto de utopía entre la embriaguez de los placeres privados,
la moral de la igualdad solidaria y la sabiduría de la política
republicana.

6
Un buen ejemplo lo propician las políicas de renta básica universal que luego
analizaremos.

[17]
1.1. Nuevos actores y repertorios de la acción social

Pese a su evidente oposición al contenido del proyecto


neoconservador, el enfoque político de los nuevos movimientos
sociales comparte con los defensores de ese ideal un planteamiento
analítico importante. Ambos parten de que no se pueden seguir
resolviendo los conflictos y las contradicciones de la sociedad
industrial avanzada por medio del estatismo, la regulación política
e incluyendo más exigencias y cuestiones en el temario de las
autoridades burocráticas. Pero a diferencia de los neoconservadores,
los nuevos movimientos sociales tratan de politizar las instituciones
de la sociedad de forma no restringida por los canales de las
instituciones políticas representativo-burocráticas, reconstituyendo
así una socialidad que no dependa de una regulación, control
e intervención cada vez mayores. Para poderse emancipar de
las instituciones mediadoras del Estado, ha de politizarse la
misma sociedad civil —sus instituciones de trabajo, producción,
distribución, relaciones familiares— por medio de prácticas
que se sitúan en una esfera intermedia entre el quehacer y las
preocupaciones “privadas”, por un lado, y las actuaciones políticas
institucionales, sancionadas por el Estado, por otro.
La irrupción de estas redes e identidades colectivas novedosas
tornan obsoletas las estructuras asociativas previas (sindicatos,
partidos), hasta el punto de plantear la actual convivencia, que
no superación, de los paradigmas explicativos respecto a la
movilización política. En principio, aunque no puede darse una
definición sustantiva y esencialista del campo de la política, es
posible especificar qué cuestiones sustanciales estaban politizadas
en cualquier coyuntura, para lo cual cabe distinguir siguiendo a

[18]
Claus Offe (1988) entre un viejo y un nuevo paradigma desde la
década de 1980.
La mayor parte de la literatura sociológica que se ocupa de
los nuevos planteamientos y movimientos se limita a resaltar la
rotura y la discontinuidad recurriendo a términos como “nuevos
movimientos de protesta”, “nuevo populismo”, “antipolítica”,
“antististema”. El título más amplio, aunque no abarque todo,
es el de “movimientos alternativos”. En cualquier caso politizan
cuestiones no fácilmente codificables con el código binario del
universo que subyace a la teoría política liberal, para el cual puede
categorizarse cualquier acción como “privada” o “pública” (=
política). Los nuevos movimientos reivindican para sí un tipo de
contenidos que no son ni “privados”, en el sentido de que otros no
se sientan legítimamente afectados”, ni “públicos”, en el sentido de
que se les reconozca como objeto legítimo de las instituciones y
actores políticos oficiales; sino que son los resultados y los efectos
colaterales colectivamente “relevantes” de actuaciones privadas
o político-institucionales de las que sin embargo no pueden
hacerse responsables ni pedir cuentas por medios institucionales
o legales disponibles a sus actores. El campo de acción de los
nuevos movimientos es un espacio de política no institucional, cuya
existencia no está prevista en las doctrinas ni en la práctica de la
democracia liberal y del stado del bienestar.
Los cuatro movimientos más importantes teniendo en
cuenta tanto sus éxitos cuantitativos de movilización como su
impacto político serían los siguientes: ecologistas o de protección
del medio ambiente; pro derechos humanos especialmente
el movimiento feminista; el pacifismo y los movimientos por
la paz; y por último los movimientos que propugnan formas
“alternativas o comunitarias” de producción y distribución de
bienes y servicios.

[19]
En todos ellos, las redes que los activistas crean buscan
emerger como facilitadoras y no como centralizadoras, por lo que
definen su identidad como espacios democráticos de vinculación;
en cuanto a su autonomía les interesa no ser hegemonizadas por
grupos particulares, por lo que rechazan los comités ejecutivos,
direcciones, etc., y en su lugar crean pequeñas coordinaciones que
se relevan y que no pueden asumir la representación de todos. El
grupo de actores así movilizado se concibe a sí mismo como una
alianza de veto, ad hoc y a menudo monotemática, que deja un
amplio espacio para una ingente diversidad de legitimaciones y
creencias. Este modo de actuar enfatiza además el planteamiento
de sus exigencias como de principio y no negociables, lo que
puede considerarse tanto como una virtud como una necesidad.
En cualquier caso esta lógica apenas permite desarrollar prácticas
de negociación política ni tácticas gradualistas: los movimientos
son incapaces de negociar porque no tienen nada que ofrecer como
contrapartida a las concesiones que se les puedan hacer a sus
exigencias; no pueden prometer por ejemplo un consumo más
bajo de energía a cambio del desmantelamiento de las centrales
nucleares al menos de la forma en que los sindicatos pueden
prometer y lograr una moderación en sus exigencias salariales a
cambio de garantías de empleo. Finalmente en lo que respecta a
los actores de los nuevos movimientos sociales, lo que más llama
la atención es que en su autoidentificación no se refieren al código
político establecido (izquierda/derecha, liberal/conservador...)
ni a los códigos socioeconómicos parcialmente correspondientes
(clase obrera/clase media, población rural/urbana). Más bien
se codifica el código político en categorías provenientes de los
planteamientos ad hoc, tales como género, edad, lugar, etc., o en
el caso de movimientos okupas, ecologistas y pacifistas, el género
humano en su conjunto.

[20]
Recordemos el cuadro sobre nuevos y viejos movimientos
sociales de Claus Offe (1988). El viejo paradigma corresponde a
una estructura social compuesta de colectividades relativamente
duraderas y diferenciadas, tales como clases, agrupaciones según
el estatus social, profesión, interés económico, comunidades
culturales y familias. El nuevo paradigma por su parte corresponde
a un grado más alto de individuación y diferenciación, esto es,
a un tipo de estructura social en el que tales colectividades se
han vuelto a la vez menos diferenciadoras y menos duraderas
como puntos de referencia orientativos. El nuevo paradigma
cuestiona una concepción común a todas las ideologías políticas
“tradicionales”: que la política evoluciona en la dirección del
progreso hacia la realización más plena de ciertos valores
—como por ejemplo, el reconocimiento de derechos y libertades,
el aumento de la riqueza, la igualdad, un cierto orden moral en
la vida social— y de que esta realización se debe a un cierto
esquema de instituciones y papeles específicamente políticos. La
práctica política de los nuevos movimientos sociales cuestiona,
sin embargo, esta concepción subyacente. Sus planteamientos
no cuadran con la noción de “progreso” hacia un orden social
idealizado, ni de mejora, reforma o perfección. Además, si han
de cambiar los criterios del progreso (su valoración positiva y
su dirección) no es probable que ello ocurra dentro de las formas
y procedimientos institucionales ajustados: para que ocurra tal
cambio la esfera política ha de ser reapropiada, desplazando a
las instituciones que han llegado a monopolizarla, con lo que
se añade un desafío a las formas institucionales en que se ha
canalizado el progreso en el pasado.
De las muchas consecuencias que puede traer consigo tal
cambio estructural, Offe sólo se interesa por una: el modo de
autocategorización que resulta o la identificación que surge en

[21]
las condiciones de una “crisis de adolescencia” virtualmente
permanente, es decir, de un “desligamiento” continuo de
los lazos que conectan los individuos con colectividades
estructurales o culturales. Así cuanto mayor es la experiencia de
contingencia, incertidumbre y movilidad, a menudo involuntaria
e impredecible, mayor es la propensión a escoger parámetros
“permanentes” de la identidad social como focos de gestación de
empeños políticos y de acción colectiva. Tal vez hay que constatar
en esto no tanto un antagonismo entre las dos interpretaciones
de lo político, sino una modesta correlación positiva entre la
disposición a la participación convencional y la inclinación hacia
un comportamiento de protesta. Se trata de una pertenencia
múltiple y no contradictoria; y lo mismo podemos decir del
comportamiento: protesta no convencional (en la Red) y voto (a
un partido), o viceversa. Tal es la tensión entre ambos arquetipos
aplicados a las identidades colectivas y los movimientos sociales:
la modernidad homogeneiza, la posmodernidad heterogeneiza;
la modernidad juega con atracciones, la posmodernidad con
atracciones y repulsiones; la modernidad elimina al otro, la
posmodernidad lo asimila.

[22]
1.2. Conceptos explicativos: la tribu, la red, la
autoorganización

Política vs. pospolítica; modernidad vs. posmodernidad: se trata,


decimos, de un mundo ambivalente, de ahí la presencia conceptual
de un paradigma explicativo débil, hecho de pequeños conceptos
o nociones que tratan de conjugar aspectos contradictorios.
El paradigma de la modernidad era fuerte: el ser tenía un
fundamento, la historia un sentido. Los términos comunitarios,
como “proletariado” o “burguesía” designaban sujetos históricos,
definidos por su orientación a un objeto y/o fin y situados en
un paradigma político-económico de producción. Por todo
ello lo social tenía un orden. Michel Maffesoli opone frente a
ese paradigma de producción un paradigma estético referido
a un contexto de lo emocional puesto en juego. El paradigma
de la posmodernidad es débil, el ser no tiene fundamento y la
historia no tiene sentido, de ahí el fin de lo social; no obstante
lo cual cabe percibir la existencia de un residuo de ese orden: la
masa (multitud), eso que no puede ser codificado por lo social,
una potencia en constitución (constituyente) que invade todos
los órdenes de lo social y que se difracta en tribus. Las tribus
permiten articular una conexión del yo a lo social: puesto que
hay un lazo estrecho entre el lugar y lo cotidiano, el espacio
y la socialidad, las tribus puntúan el espacio “a partir del
sentimiento de pertenencia, en función de una ética específica y
en el cuadro de una red de comunicación”, con lo que permiten
una conexión de próximo en próximo con lo lejano, más a
través de un ajuste afectivo a posteriori que de una regulación
racional a priori. “Con ello se insiste en el aspecto cohesivo del

[23]
compartimiento sentimental de valores, lugares o ideales que
están a su vez completamente circunscritos (fuerte localismo)
y que encontramos bajo modulaciones de diversas experiencias
sociales” (Maffesoli, 1990: 50), un vaivén pues entre lo estático
(el componente espacial de la proxemia)7 y lo dinámico (el
acontecer), lo anecdótico y lo ontológico.
Esta agrupación resultante no es gregaria, puesto que
cada uno de los miembros del grupo, conscientemente o no,
se esfuerza ante todo por servir al interés del grupo en vez de
buscar en él simplemente refugio. Desde esta perspectiva, la
nueva comunidad política se caracteriza menos por un proyecto
orientado hacia el futuro que por la realización in actu de la
pulsión por estar juntos. No se trata de una cuestión moral,
sino de la fuerza de las cosas: puesto que existe proximidad
(promiscuidad, acelerada por las prótesis tecnológicas) y
se comparte un mismo territorio (sea este real o simbólico),
vemos nacer la idea comunitaria y ética que es su corolario.
Insistiendo en la oposición clásica, se puede decir que la sociedad
está orientada hacia la historia que está por hacer —de ahí las
ideologías abstractas, teleológicas y orales, cuya característica
es la linealidad—; mientras que la comunidad agota su energía
en su propia creación o recreación: una unión pura, una red en
cierto modo sin contenido preciso y unión para afrontar juntos
la presencia de lo otro (el Poder, el Estado, la Muerte). De ahí
la menor presencia en la comunidad de los aspectos ideológicos
(en el sentido abstracto y finalista) y la importancia creciente
de lo imaginario y sincrónico.

7
El término proxemia viene de la Escuela de Palo Alto y supone un lazo estrecho
entre el lugar y lo coidiano, remite esencialmente a la fundación de una sucesión del
“nosotros” o endogrupo que consituye la sustancia de toda socialidad.

[24]
La red que se describe en esta conexión (y que tiene un
trasunto equivalente en los usos políticos de esa otra Red que es
Internet) constituye un objeto fractal, el espacio ya no es lineal
como en la modernidad sino lleno de pliegues, de recovecos.
Los sujetos en sus interacciones son máscaras que se ajustan
entre sí y a las máscaras de las otras personas del entorno,
conjugando atracciones y repulsiones, consenso y disenso
(siempre emociones por medio). “Los nudos de la red no son
puntos (individuos) sino áreas (tribus). Así se difunden, por
ejemplo, los chismes: de tribu a tribu, los ‘individuos’ de la tribu
más que hablar son hablados por la tribu. El comadreo es la
metáfora de la comunicación” (Ibáñez, 1990: 18), término éste,
el de la comunicación, que con los atributos de libre, horizontal,
no dirigido, rizomático u otros constituye el eslogan repetido
de todo hospedaje político en la Red.
Otros autores, comentando esta disolución de la sociedad
como orden de clases que organizaban la inserción desigual
pero ordenada del individuo en la sociedad, comparan esta
inversión del yo y del nosotros, del particular en el universal
con otro conjunto de fenómenos en el contexto de prácticas más
directamente sociales. Lo que por ejemplo indica Christopher
Lash (1999) en estos análisis es un déficit sustancial de
cualquier tipo de noción convincente de sociedad o de grupo; de
modo que una ignorancia de los significados compartidos, una
imposibilidad sistemática del grupo, es inherente al pensamiento
alegórico. De ahí esa categorización del individualismo estético
que atenaza a estas interacciones virtuales y que reduce su
capacidad pragmática de constituir un grupo social.
Mientras que la lógica individualista descansa en una
identidad separada y encerrada en sí misma —un grupo o
clase sería así la reunión de individuos—, la “persona” sólo

[25]
vale en tanto se relaciona con los demás: no se trata de un
individualismo de un yo controlador, sino el individualismo de
un deseo heterogéneo, contingente, que en sí mismo difícilmente
conduce a una sociedad o grupo tal y como se entendía en
términos weberianos, sino más bien a la “comunidad emocional”
que ya no exige la integración de un componente racional (“de
trabajo”, “de militancia”, “conceptual”) sino más bien de un
componente emocional (“del sentir conjuntamente”) que hace
disolverse al self en su máscara, pero que permite la pertenencia
múltiple y no contradictoria. Tal vez la disolución de la
identidad personal proviene no del avasallamiento de la masa,
sino de esa otra esfera como es la constitución de identidades
supraindividuales, grupales o colectivas, que relativizarían las
narraciones personales a costa de las narraciones colectivas,
la selección de los acontecimientos experienciales en función
de un nombre de grupo y de las acciones de los cuerpos que
forman parte de aquél.
Estos colectivos, movimientos o grupos, a diferencia de la idea
de clase o de pueblo, no responden a una lógica de la identidad;
sin un objetivo preciso, no constituyen el sujeto de una historia
en marcha. Para Maffesoli (1990) la metáfora de la tribu permite
dar cuenta más bien del proceso de desindividualización, de la
saturación de la función que le es inherente y de la acentuación del
rol que cada persona está llamada a desempeñar en su interior,
produciéndose un deslizamiento de lo social racionalizado hacia
una socialidad de predominio empático que sigue el esquema de
tensiones siguiente:

[26]
Social Socialidad

Estructura mecánica Estructura compleja u orgánica


(modernidad) (pos-modernidad)
Organización
Masas
político-económica
Individuos (función) Personas (rol)

Agrupamientos contractuales Tribus afectuales

(ámbitos cultural, productivo, cultual, sexual, ideológico)

Un predominio empático que debe mucho más a los


mecanismos de contagio del sentimiento o de la emoción vividos
en común y que remiten a una pulsión comunitaria. En efecto, lo
que caracteriza a esta socialidad y su correlato de la estética del
sentimiento no es una experiencia individualista o “interior” sino
algo que por su misma esencia es apertura a los demás, al Otro.
En cuanto a la forma política de esta red, reaparece el concepto
federativo: conexión no sometida, antagonismo hacia cualquier
forma de centralismo. Modelos de “coordinadoras”, “federaciones”
o máquinas semejantes que se generan en múltiples centros. El
presentismo hace que los mismos nodos, los enlaces, aparezcan
como la red misma. Sin embargo no dejan de aparecer borrosos
los perfiles de la organización, la consistencia de la red. Se asume
como un rompecabezas, un proceso constitutivo que se define por
separado. Puesto que normalmente hablar de (auto)organización
está vinculado a un proyecto, a un colectivo, aquí más bien se
habla de organización al margen de la concepción tradicional
como palanca política, como herramienta para romper con ese
dilema que a su parecer esterilizaba a la izquierda tradicional.

[27]
La confusión aparece como una característica ontológica de la
Red: imposibilidad pues de definirla y por tanto de aprehenderla.
La administración, el poder, se definen por eso, por la captura,
por su cristalización más o menos formal a través de una serie
de definiciones ligadas entre sí. Aquí se trata más bien de algo
que formalmente no es concebible, sin finalidad constitutiva.
Criterios móviles, no ideológicos o dogmáticos que determinan
cómo ser amigos, entre realidades autónomas que se ponen en
relación unas con otras, que tratan de producir subjetividad
no sometida: no hay manuales de movilización ni de puesta en
práctica de la virtualidad, una direccionabilidad así siempre
será considerada una estupidez. A fin de cuentas se trata de un
dispositivo experimental que de uno u otro modo trata de producir
subjetividad de forma abierta, pública: “Ponerse en contacto con
quienes tienes algo de lo que hablar”. Red pues entre personas,
“red de individualidades. Estar a la escucha y luego transmitirlo
para que no se quede en el gueto”, a las que le une una actitud,
una necesidad de crear, rompiendo la representación del grupo.
Ya no existe una idea de la representatividad, donde el grupo
absorbe al individuo, o este aparece como portavoz privilegiado
de aquél. Integración pues de lo molar y molecular tal y como la
expresan Gilles Deleuze y Félix Guattari (1985, 1988).
Criterios asimismo inacabados, incompletos: lo único
común sería un protocolo, algo para entenderse, como ocurre
en otras redes/rizomas (internet). No hay directrices, ni un
plan preconcebido con sus correspondientes etapas, sino más
bien experimentación (“Procesos de lucha que asumen los
prerrequisitos que viven en la realidad”). Inmediatez, presente
siempre inacabado, procesos que se concitan unos a otros: tal es
la idea de su infinitud por defecto (según se ve desde fuera, sobre
todo por la precariedad espacio-temporal de las movilizaciones),

[28]
por exceso (cuando se percibe desde la implicación). Si no hay
forma, tampoco la tiene el antagonista: como antes indicábamos,
no se presupone un enemigo principal, ni una universalidad,
ni una dinámica uniforme. Frente al Estado (burgués) no se
plantea un anti-Estado (proletario), frente al procedimiento de
la Administración centralizada no se plantea una autogestión
entendida como transferencia de los procesos de gestión
sino un contrapoder microfísico, que busca los resquicios, las
contradicciones y genera continuamente una reapropiación que
permita restañar una subjetividad no sometida. Por ello tampoco
se busca el reconocimiento por parte del poder y al no concederse
margen de posibilidad a la representación, es imposible pensar
en actitudes mesiánicas, puesto que no hay intermediación: “cada
uno está a la escucha y luego lo transmite”.
El dispositivo experimental del “ser amigos”, que supone
la delimitación de un “ellos” y un “nosotros” establece también
unos criterios de unificación, que ya no son ni ideológicos ni
instrumentales. No se trata de un contrapoder que intenta postular
un poder de clase, propio de la ortodoxia marxista-leninista, pues
hay otro tipo de sujetos y otros espacios sociales que caracterizan
y modifican la vida, y por tanto el ejercicio político/social es el
de un dispositivo de reapropiación permanente. El modelo de
la enemistad absoluta está caduco, no porque sea extremista o
cruel, sino paradójicamente, porque es demasiado poco radical
pues sólo permite sobrevivir.
La nueva referencia de acción política, la autoorganización,
pasa a constituir la dinámica central de la historia que se dan
a sí mismas estas comunidades emocionales. Esto en un doble
sentido: por una parte cabe decir que pasa de método a paradigma
central; y por otra que la redefinición de las dinámicas subjetivas
se articula en forma de red. Frente a los partidos políticos y frente

[29]
a las ONGs, que también se estructuran en similar modo, existen
diferencias claras: la presencia de dinámicas (no asistencialistas)
de cooperación, comunicación, trato con la gente, producción de
subjetividad no sometida. No se trata de una autogestión, esto es,
de una transferencia de procesos de gestión; sino más bien de una
red de contrapoderes, pues no presupone un enemigo principal ni
una universalidad, una dinámica uniforme del “sistema” a la cual
atacar punto por punto. Hay que reconocer en efecto un cambio
en la “geometría de la hostilidad”.8
La nueva geometría y la nueva gradación de la hostilidad,
lejos de aconsejar la inacción, exigen una redefinición muy
precisa del papel que cumple la violencia, incluso verbal, en
la acción política. Puesto que la defección es una sustracción
emprendedora, el recurso a la fuerza ya no será a la medida
de la conquista del poder de Estado en el país del faraón, sino
de la salvaguardia de las formas de vida y de las relaciones
comunitarias experimentadas a lo largo del camino. Son las
obras de la amistad las que merecen ser defendidas cueste lo
que cueste. Ello lleva consigo una serie de contradicciones que
son percibidas, más o menos conscientemente, y atraviesan los
discursos. La fundamental consiste en que tales dispositivos de

8
“El enemigo ya no aparece como la recta paralela, o el interface especular, que se
opone punto por punto a la trinchera o a las casamatas ocupadas por los “amigos”, sino
como el segmento que cruza por diversos siios una línea de fuga sinusoidal, lo que da
lugar, sobre todo porque los amigos evacuan las posiciones previsibles, a una secuencia
de defecciones construcivas. En términos militares, el “enemigo” contemporáneo no
deja de imitar al ejército del faraón: persigue a los prófugos, los desertores, pero nunca
llega a precederles o afrontarles. Ahora bien, el hecho mismo de que la hosilidad se
vuelve asimétrica obliga a atribuir un relieve autónomo al concepto de “amistad”[...].
Lejos de tener como única caracterísica la de comparir el mismo enemigo, el amigo
es deinido por las relaciones de solidaridad que se establecen en el curso de la fuga,
por la necesidad de inventar juntos oportunidades hasta entonces no contabilizadas”
(Virno, 2003: 109-110).

[30]
autoorganización y autonomía no siempre permiten crear nexos
con lo político o la posibilidad de expulsar y ser expulsado
simbólicamente de tales nexos: “Nosotros hacemos política
(institucional o no), vosotros hacéis cultura (o anticultura)”.
La idea de experimentación sin directrices, de inmediatez,
impide a veces reconocer los límites de los pequeños proyectos
reales y concretos. Y aunque la acción política lo es todo, incluso
los procesos limitados y pobres pero nuevos, no dejan de estar
en la lógica de procesos constitutivos que luchan por una
democracia de base, de romper la lógica del “Estado asistencial
autoritario, asimétrico”; no obstante es fácil perder la conexión
con lo político y caer en una especie de “existencialismo social”,
fin de lo político, post-política.
La solución a esta aparente lejanía de lo político pasa por una
reinvención de lo político, allí donde el Estado se ha apropiado
de todas las esferas de la vida. La desaparición de la referencia
del modelo revolucionario como forma de hacer política hace que
determinadas prácticas puedan derivar en no políticas, peligro
del cual estos sujetos colectivos son conscientes y les ha llevado
a replantearse críticamente la persistencia de algún mecanismo
centrípeto que les identifique, de manera colectiva y a veces hasta
sujeto a sujeto, en el espacio de intercambio político: tal es la
función de la Red.

[31]
1.3. Reedición de una subjetividad humanista

El problema de este mecanismo centrípeto de identidad e


intercambio es que permite la reedición de una subjetividad
humanista ahora extensible al colectivo. En consecuencia,
en la comunidad generada en las redes sociales asistimos a la
reapropiación de una idea de sujeto en la que toda experiencia de
la modernidad recoge su fundamentación desde el humanismo
clásico: el ser humano como individuo libre y central que crea y
construye identidades, grupos, ideas... a su imagen y semejanza.
El problema es que ahora se traslada esa consideración a la
identidad colectiva. Frente a ello cabe afirmar que es más bien
un sistema social, funcional a determinadas relaciones de poder,
cuyas pautas de comportamientos están sometidas a vigilancia.
No existe ya armonía entre cuerpo y razón, ni siquiera aunque
añadamos prótesis tecnológicas a aquel. El cuerpo y sus prótesis
han sido reificados, convertidos en objetos, incapaces de toda
acción colectiva o individual ajena a las necesidades de los
mecanismos de dominación.
El sujeto colectivo no constituye ya un producto individual
de significado, sino más bien un conglomerado heterogéneo,
con perfiles borrosos, un movimiento, una entidad variable y
dispersa cuya verdadera identidad y lugar se constituyen en las
prácticas sociales. Algo que sólo es enunciable en plural, como
multiplicidad. Maurice Blanchot (1988: 147), a propósito del
cuestionamiento de ese sujeto autocentrado y creador, lo precisaba
con belleza y acierto: “el sujeto no desaparece: es su unidad muy
determinada la que es problemática, ya que lo que suscita el
interés y la investigación es precisamente su desaparición (es

[32]
decir, esta nueva manera de ser que consiste en la desaparición),
o incluso su dispersión, que no llega a aniquilarle aunque no
nos ofrezca de él más que una pluralidad de posiciones y una
discontinuidad de funciones”.
Otro de los riesgos es que estemos dispuestos a permitir
que la resistencia, privada de criterios (de clase, de género, etc.),
adquiera un aire incómodamente personal. Es decir, que el juicio
sobre la validez de la resistencia pase a depender del sujeto (o del
grupo de sujetos) que lleve a cabo la acción: las masas frente al
Estado, el pueblo frente a sus enemigos, el sujeto/ grupo frente al
sistema. El recurso político al deseo liberado, espontáneo, sobre
el que construye un ideal de justicia propiamente inconmensurable,
no parece potenciar sino más bien amenazar las prácticas de la
libertad que proclaman. Pues la falta de instancias de mediación
nos arrebata la posibilidad más propiamente política: la de
establecer distancias con respecto a nuestra identidad moral
previa. Clausurado el orden institucional de lo público, se vuelve
también imposible el trabajo sobre uno mismo, la intransigencia
frente a la propia espontaneidad.
Este retrato del sujeto contemporáneo, individual o colectivo,
“como una nueva manera de ser que consiste en la desaparición”9
adopta en el pensamiento actual diversas formas que hablan de
este retraimiento o marginalidad del perfil del sujeto actual: el
parásito de Jacques Derrida (1989), los nómadas de Deleuze
y Guattari (1985, 1988), la figura del vagabundo en François
Lyotard (1984), formas que no se reconocen en la construcción
humanista del sujeto. El parásito entendido como modelo es

9
No se es alguien por ser diferente (diferente de los demás “alguien”, con una
idenidad diferente a ellos) sino que sólo se es diferente cuando se llega a ser nadie
(cuando no se iene idenidad).

[33]
el intruso que se instala en las vidas de terceros —las otras
formas de pensamiento— poniendo en evidencia con su sola e
impertinente presencia la construcción de una compleja trama
de leyes y convenciones secretas, no formuladas, cotidianas
que teje la red que compone la seguridad y los mecanismos de
defensa privados. El conjunto de normas con las que se organiza
la violencia en lo doméstico y a su través, por extensión o
por oposición, la violencia pública. Gilles Deleuze trabajará
sobre una de las patologías resultantes de esta violencia, la
esquizofrenia, para proponer una mirada atravesada por esa
incapacidad para distinguir lo normal de lo alucinatorio, incapaz
de construir totalidades coherentes. Mil Mesetas (1980), escrito
con Félix Guattari, es una panorámica múltiple y caleidoscópica
del universo de las sociedades capitalistas, desde una óptica
atravesada por sus propios efectos psíquicos. En ella aflorarán
los nómadas como sujetos cuyas prácticas sociales podrían
considerarse como un modelo de acción capaz de oponerse,
construyendo “máquinas de guerra” frente al Estado moderno y
su modelo jerárquico/ pastoral.
En Mil Mesetas se confunden el vagar de la visión esquizoide
entre un exterior y un interior que no siempre concuerdan,
y los modos de organización, de percepción y conocimiento
nómadas, ofreciendo una posible posición del sujeto que
quedaría descrita por los principios de organización rizomáticos
—de conexión y heterogeneidad, de multiplicidad, de ruptura
asignificante, de cartografía y calcomanía— contrapuestos a los
clásicos modelos arborescentes o piramidales, del tipo causa-
efecto, implícitos en las formulaciones científicas, filosóficas o
políticas tradicionales. La similitud de la imagen deleuziana
del nómada con la aparición de cambios de conducta en las
sociedades capitalistas avanzadas, derivados en gran medida de

[34]
cambios económicos, tecnológicos y demográficos similares, es
sin duda algo más que una oportuna coincidencia. Esta nueva
forma de ser se describe convencionalmente como un aumento
de la movilidad y, de modo análogo, una disminución de la
importancia de las pautas y grupalidades sociales tradicionales.
Atomización y movilidad que conllevan una instalación en el
mundo fugaz e individualizada, paralela en gran medida a la
movilidad del capital en su implantación sobre el territorio,
pues ambos, individuos, colectivos y capital, utilizan los
medios proporcionados por el desarrollo tecnológico como
infraestructura vital y cultural. Este nuevo sujeto social es así,
al mismo tiempo, resultado y brazo armado de la globalización
económica del territorio.
Un sujeto convertido en objeto de un sistema operativo, el
del capitalismo tardío, que exige una diferente identificación
del cuerpo social con sus propios procesos de crecimiento,
atomización, ubicuidad y globalización. Para David Harvey (1990:
151), la expansión económica sobre el territorio global demanda
una nueva capacidad de desplazamiento para contrarrestar
la sobreacumulación y sus problemas inherentes. Los flujos
económicos adoptan ahora las pautas espaciales de un régimen de
acumulación flexible que invierte el modelo fordista-keynesiano
según un nuevo enunciado: cuanto más flexibles e inarticuladas
son las estructuras locales, espaciales o temporales, materiales
o sociales, más estable es el sistema a nivel global. Mimesis en
tal sentido de los procesos de agrupación de subjetividades. Nos
encontramos con una identidad colectiva contradictoria, nueva
figura ambivalente anunciada al principio, capaz de ser pensada
(Deleuze) como alternativa a los desarrollos del capitalismo y, a
la par, descrita (Harvey) como producto de los nuevos sistemas de
acumulación flexible del capitalismo globalizador, una identidad

[35]
negativa y a la par funcional a las necesidades de atomización
y ubicuidad que conllevan las nuevas pautas de acumulación
histórica del capital.10
Tal es el perfil borroso, como imagen del sujeto, que se plantea
en la nueva grupalidad social y política, que se corresponde con
un desplazamiento de intereses del pensamiento contemporáneo
hacia cierto anonimato, hacia un manifiesto alejamiento del
sujeto heroico, centrado, masculino y dominante en el que todos
los yacimientos del pensamiento occidental se habían complacido
hasta fecha reciente. Cabe añadir no obstante que este sujeto y sus
colectividades cumplen sin embargo una función en la mecánica
del capitalismo postindustrial, pues su consumismo es funcional
al sistema: evita la sobreacumulación y regula la fluidez de
circulación de las infomercancías. No es sólo lo que tiene presencia
física, sino aquello definido por la circulación continua de flujos
invisibles, flujos de información y económicos que han dado lugar
a un drástico cambio de escala: el espacio cognitivo en la que vive
el sujeto posthumanista y la comunidad emocional es el mundo
entero a través de la red, una entidad asociada intrínsecamente
a los desarrollos tecnológicos y a la economía de mercado que
implica la comprensión del territorio como infraestructura de la
circulación de las plusvalías (incluyendo los mismos sujetos), que
se organiza no tanto por concentración geográfica/simbólica
de plusvalías y subjetividades como por integración utilizando

10
Angelo Zaccaria (s/f) planteaba así la ambigüedad de los Centros Sociales
Ocupados: “Independientemente de la citada autorreferencialidad de los sujetos, las
prácicas y los lenguajes de los centros sociales autogesionados se acercan cada vez
más a las culturas de la empresa, del trabajo autónomo y de los trabajos socialmente
úiles que caracterizan a una parte relevante del panorama económico nacional,
representando, por su parte, un posible fragmento paradójico del capitalismo
venidero”.

[36]
dicotomías como desarrollo/ subdesarrollo, plenitud del self/
marginación, on/off line.
David Harvey señala la comprensión espacio-temporal que
la ubicuidad telemática y la lógica del capital imponen como su
característica más singular, configurando un nuevo medio de
difícil categorización, ni natural ni artificial, un medio que se
impone a él mismo como una segunda naturaleza, un paisaje
continuo, homogéneo y fluyente en el que fenómenos biológicos
como el crecimiento y la decadencia, la inestabilidad, la
autosimilitud, la violencia y el cambio pueden observarse como
sólo hasta hoy podía hacerse en la naturaleza. De este modo,
la comprensión del tiempo-espacio corporal es fundamental
para la comprensión del modo en que por un lado las prácticas
cotidianas de los individuos y los colectivos son delimitadas por
las propiedades estructurales de los sistemas sociales y, por el
otro, cómo es en esa instancia (lo cotidiano) donde se efectúa la
misma perpetuación de esos sistemas.
¿Cómo leerlo en términos políticos? Un sujeto o comunidad
posthumanistas que habitan desde fuera, provisionalmente,
ese magma cuyas leyes de organización caótica ni siquiera les
pertenecen; dentro y fuera, como el parásito ni son invitados ni
ajenos, cumplen su función pues forman parte del sistema global.
No habitan propiamente una identidad, sino que ocupan de
modo provisional; es en su movilidad, en el trayecto donde estas
identidades y grupos pueden registrarse; no hay en su concepción
un mundo de fondos y figuras, de espectros ideológicos en el
sentido clásico, sino fluidez, fugas, continuidad y vórtices. Es
la percepción del nómada, un espacio hecho de continuidades y
singularidades, el espacio “liso” que Deleuze contrapone al espacio
“estriado” propio de la percepción sedentaria, de los grupos
institucionalizados.

[37]
El paisaje político quedará impregnado de la visión
deleuziana del espacio liso, como un material continuo
atravesado por líneas de fuga parasitadas provisionalmente y
que en última instancia devolverá a los nómadas a su trayecto
como un accidente de ese material continuo y homogéneo.
Este material es el opuesto al definido por la visión aristotélica
de los cuerpos, escindidos en forma y materia. Frente a esta
concepción hilomórfica —en la que la forma permanece fija
y la materia homogénea— el proyecto se remite a lo que
Deleuze denomina “materialidad energética, en movimiento,
portadora de singularidades o haecceidades, que ya son como
formas implícitas, topológicas más que geométricas, y que se
combinan con procesos de deformación”. Una materialidad
presente en el desierto, el mar o el hielo, y que se constituye
en la expresión misma del espacio liso deleuziano: “El desierto
de arena y el de hielo se describen en los mismos términos: en
ellos ninguna línea separa la tierra y el cielo; no existe distancia
intermedia, perspectiva ni contorno, la visibilidad es limitada; y
sin embargo, hay una topología extraordinariamente fina, que
no se basa en punto u objetos sino en haeccedidades, en conjuntos
de relaciones”, una fenomenología compleja ligada a la que las
ciencias han desarrollado a lo largo del siglo a la búsqueda de
una explicación del orden dentro del caos, capaz de aproximar
las ciencias humanas a las ciencias exactas al identificar ambas
su objeto de estudio en los fenómenos complejos e inestables.
Nada, pues, parecido a una visión virginal o al margen del
conocimiento científico: la posición del parásito, del nómada, se
alimenta precisamente de éste, es el dominio de la información lo
que le permite estar y no estar, tener una presencia incorpórea;
es a través del conocimiento como ha aprendido a ser parte de
ese material ambiguo que es lo virtual.

[38]
Ante todo esto, la tecnología informacional no es un sistema
operativo oportunista o casual, sino un medio que permite operar
con lo virtual y lo actual como partes de un proceso dinámico
continuo, algo que estaría vedado a la dualidad Real/Posible que
se define siempre por oposición. La técnica informática aplicada
en Red permite operar con diagramas y procesos dinámicos
en un estado continuo de actualización y transformación, muy
superior a lo meramente corporal o grupal, permite así operar
lo político por flujos, con una lógica de la complejidad similar
a aquélla que los nuevos desarrollos científicos y biológicos
pretenden capturar. Como se ha planteado en la teoría de
sistemas, toda complejidad se mueve hacia la biología, y es
así como puede interpretarse la presencia borrosa del nómada
político; un modelo de espacio fluyente y vivo que reclama
pensar lo incorpóreo —el rastro del movimiento— unido a lo
fijo —la posición (ideológica), un despliegue de lógicas invisibles
pero capaces de explicar y generar realidades. Lo virtual está
relacionado con lo actual no por una transposición –un llegar
a ser real— sino por una transformación a través de procesos
de integración, organización y coordinación. La realidad es un
flujo, una actualización irreductible en el tiempo; el mundo es
una exfoliación de diagramas.
Hay una “bio-lógica” común de estos sujetos/colectivos
borrosos que encuentran en la capacidad iterativa y proliferante,
autorreferente y retroalimentaria de la Red, el medio para hacer
visible, material, lo incorpóreo y fluyente. Y sin embargo, no
puede dejar de advertirse en esta concurrencia filosófica, política
y técnica el peligro de un cierto determinismo objetivista, a
través de una concepción “conductista” y abstracta de estos
sujetos/ colectivos, una cierta fascinación por la proliferación
de conductas y rutinas pautadas como materia organizada.

[39]
En última instancia, una eliminación de la diferencia como
caso relevante que plantea la existencia equiparable de todo
sujeto/ colectivo a través de su fluidificación en la Red y que
nos advierte contra el inencontrable lugar de la autocrítica,
contra la escasa reflexividad por exceso de fluidez y nula
presencia de tales entidades borrosas. Hay en todas estas
proyecciones políticas como un esfuerzo extra por provocar, por
producir un extrañamiento, por presentarse a sí mismas como
un deliberado atrevimiento de negación de cualquier posible
imagen unificada o totalizadora, como si hubiesen sido pensadas
a la contra, violentando otros arquetipos y sus paradigmas hasta
transformarlos en caricaturas de sí mismos.

[40]
1.4. Problemas de identidad: comunidad de iguales, mito,
rito, imagen

Uno de los objetivos más explícitos de esta proyecciones


estriba el robustecimiento o la creación de una identidad,
individual o colectiva, que se hace depender de un encuentro y
de un contacto con los otros. La identidad siempre se construye
estableciendo una negociación con diversas alteridades:
los antepasados, los aliados, los compañeros, los enemigos,
etcétera; se trata del carácter indisociable de la construcción
de uno mismo y del conocimiento de los otros. Ahora bien,
gracias a la posibilidad real, técnica, de la ubicuidad debido a
esa prótesis tecnológica como es la Red, podemos gestionar la
inmovilidad; sin embargo, ¿no nos hace creer dicha inmovilidad
la ilusión de la comunicación de que los sujetos individuales o
colectivos existen, en forma intangible, al margen del acto de
comunicación que los pone en contacto?, ¿no nos está haciendo
creer que intercambian informaciones para enriquecer sus
conocimientos sin transformarse, que perseveran en su ser
mientras se ahorran el cara a cara y el cuerpo a cuerpo? Dicho
de otra manera, ¿qué construcción de la identidad política
grupal se puede llevar a cabo si la negociación con la alteridad
se constituye en mera comunicación? El homo comunicans
transmite o recibe informaciones y no duda de lo que es, no
negocia su identidad sino que parte de ella. El ideal del partido
político tradicional consistía en tratar de existir, de formarse,
sin saber nunca realmente cuál era su identidad (no monolítica,
sino cambiante) o qué era. La práctica actual de la actividad
política en la Red depende más de la comunicación, con su

[41]
ideal de la instantaneidad y la evidencia, que de la experiencia,
que conjugaba los tiempos de la espera, del recuerdo, de la
sedimentación.
Resulta además que el sentimiento de pertenencia a la
identidad del “nosotros”, del movimiento que nos identifica y con
el que nos identificamos, se ha visto confortado por el desarrollo
tecnológico una de cuyas máximas expresiones es internet y su
funcionamiento, en especial merced a la interactividad segregada
por este modelo. Así, las mensajerías informáticas (lúdicas,
eróticas, funcionales, políticas...), los hospedajes enlazados de
movimientos, grupos, espacios de información, etc. crean una
matriz comunicaciones en la que aparecen, se fortifican y mueren
grupos de configuraciones y objetivos diversos y que en el
campo de la política tienen esa característica post-política que
al principio se comentaba, pero que recuerdan no obstante a las
arcaicas estructuras de las tribus o de los clanes. La diferencia
más notable es, sin lugar a dudas, la temporalidad propia de
estas nuevas identidades colectivas, pues su carácter puede ser
perfectamente efímero, coyuntural y organizarse según las
ocasiones que se presentan. Recordando una antigua terminología
filosófica, se agota en el acto. Ello no obsta para que, aun cuando
estén marcadas por el sello trágico de la oportunidad, dichas
identidades colectivas privilegien el mecanismo de pertenencia.
Sea cual sea el tipo de identidad política colectiva en cuestión,
es preciso participar en el espíritu colectivo, pero no tanto por
la consecución de un objetivo o la contribución al afinamiento
de una racionalidad (ideológica), sino por la integración. Esta
integración o su contrario, el rechazo, dependen del grado de
feeling experimentado ya sea por parte de los miembros del grupo
o del postulante. Es posible además que este sentimiento se vea
confortado o reafirmado por la aceptación o el rechazo de los

[42]
diversos rituales iniciáticos, necesarios independientemente de la
duración de la identidad colectiva. El rito es una técnica eficaz que
materializa a la percepción la alianza y atenúa el aspecto efímero
de esta identidad colectiva y la angustia propia del presentismo.
Se podrían multiplicar a placer los factores de agregación
a través de los rituales, pero existen otros vectores poderosos
que no pueden ser olvidados. Por una parte estamos quizás
ante una comunidad de iguales, puesto que no sabría adquirir
consistencia bajo la forma de instituciones políticas sino en
términos comunitarios. Se podrán emancipar tantos individuos
como se quiera, pero jamás se emancipará una sociedad. Si la
igualdad es la ley de la comunidad, la sociedad pertenece a la
desigualdad, o lo que es lo mismo, la comunidad de iguales jamás
recubrirá la sociedad de desiguales. Sin embargo, no existe una
sin la otra. La comunidad de iguales, escribe Rancière (1995), es
una sociedad inconsistente de objetos trabajados por la creación
continua de la igualdad.
Esta es la advertencia que los jóvenes fraternales no
quieren o no pueden escuchar, o que la entienden y la traducen
a su manera. Pretender transformar la idea reguladora de la
comunidad en un concepto creador de la experiencia social,
erigiéndose en pedagogos del pueblo/multitud. También porque
han de considerar un acontecimiento que generó esa división
(lo comunitario polémico frente a lo no-comunitario social)
que es a su vez constantemente repetido para producir nuevos
acontecimientos de igualdad. Así la polémica igualitaria inventa
una comunidad in-consistente, suspendida a la contingencia y
resolución de su acto. Esta invención igualitaria de la comunidad
(frente a la sociedad) rechaza el dilema que la obligaría a elegir
entre la inmaterialidad de la comunicación igualitaria y la
pesadez desigualitaria de los cuerpos sociales.

[43]
Por otra parte, se trata de la conjunción entre la inscripción
espacial (no importa si es virtual y no olvidemos que siempre
en las afueras del Estado) y la argamasa emocional, siguiendo
los polos del espacio (la proxemia que antes explicábamos) y el
símbolo (compartimiento, forma específica de solidaridad...), y
que se resuelve en una intensa actividad comunicacional. Esta
connotación mítica y la inscripción espacial consiguiente enlazan
con la idea de tradición característica de la “comunidad emocional”
que para sociólogos como Max Weber es una constante social.
Ahora bien, es propio de esta tradición descansar en el “éx-tasis”
o salida de sí, lo cual permite una identificación: yo me identifico
con un determinado lugar virtual que me integra en un linaje,
en una historia del grupo, logrando con ello esa identificación
emocional y colectiva que es de lo que se trata. De ahí esa estrecha
relación entre el territorio (lo resistente, exterior al poder) y la
memoria política colectiva que privilegia el deseo de dejar huella,
es decir, de atestiguar la propia perennidad. Esta es la auténtica
dimensión estética de las inscripciones espacial virtuales: servir
de memoria colectiva, servir a la memoria de la colectividad que
la ha elaborado contándose a sí misma su historia.
Junto al resurgimiento del rito y del mito (la historia que
cada grupo se cuenta), también asistimos al auge de la imagen.
En una época en la que el espacio público se encuentra en buena
medida invadido por el símbolo, no por la experiencia, en que
es tributario de la imagen, la “pulsión escópica” de quienes
parecen soñar con meter el mundo en la caja de su pantalla
tiene el valor de un síntoma. Importancia pues de lo imaginario
en la vida social frente a lo teórico. En efecto, pareciera que
cada vez que la desconfianza respecto de la imagen tiende a
prevalecer (racionalismo) se elaboran representaciones teóricas
y modos de organización social que tienen lo “lejano” por

[44]
denominador común; en tales ocasiones se asiste al dominio
de la política ordenada y prospectiva, del linealismo histórico.
En cambio, cuando la imagen en sus diversas modalidades
resplandece hegemónica, entonces el localismo, el icono familiar
y próximo, se torna una realidad ineludible. Se puede añadir
que la abundancia de la imaginería icónica se acreciente con
el desarrollo tecnológico, en especial de un logro tan visual
como la Red. Estos iconos (grafías, imágenes, composición,
estética...) se conforman como punto de encuentro inscrito en
lo cotidiano; aparecen como el centro de un orden simbólico
complejo y concreto en el que cada cual desempeña un papel en
el marco de una teatralidad dramática y volcada al público. De
este modo permite el reconocimiento del self por uno mismo,
el reconocimiento del self por los demás, el reconocimiento de
los demás y por último el reconocimiento del colectivo. Tal es
la fuerza empática de la imagen que, de modo regular, resurge
para atenuar los efectos mortíferos de la uniformización y de la
conmutatividad que ésta induce.
Estos sentimientos colectivos de fuerza común, esta
sensibilidad mística, icónica y ritualizada fundadora del
perdurar, se sirven de vectores bastante triviales: son todos
los lugares de la charla, de la convivencia, de espacios públicos
que son “regiones abiertas”, foros, chats, es decir, lugares en que
es posible dirigirse a los demás y por ello mismo, dirigirse al
Otro en general. Además, hay que tener en cuenta que junto
a un saber puramente intelectual, existe un conocimiento que
integra también una dimensión sensible que tiene sus raíces
en un corpus de costumbres. Si lo analizáramos detenidamente,
cabe esperar que esto permitiría apreciar cual es la modulación
actual del “comadreo” o “palabreo”, cuyos diversos rituales
desempeñaban un papel muy importante en el equilibrio social

[45]
de la comunidad tradicional gracias a su muy eficaz labor de
control social. También cabe esperar que, junto al desarrollo
tecnológico del crecimiento de las identidades políticas
colectivas, se favorezca un “comadreo informatizado”, que
reactualiza los rituales del foro o ateneo antiguos; en cuyo caso
ya no estaríamos enfrentados, como ocurrió con su nacimiento,
con los peligros de la computadora gigantesca y ajena a las
realidades próximas, sino que gracias a la Red y sus usos,
nos vemos remitidos a la difracción hasta el infinito de una
oralidad ritualizada cada vez más esparcida. El problema reside
entonces en que el medio (la Red) que serviría como ámbito de
publicidad y comunicación de las nuevas identidades colectivas
políticas acabara convirtiéndose no sólo en mediador, sino en su
propio fin, anteponiendo por ejemplo la libertad de expresión a
cualquier otra consideración política.

[46]
2. Ciudadanismo en la época post-política

P asamos en esta segunda parte al análisis de una


caracterización empírica, una auténtica cristalización de
estas fórmulas comunitarias que se articulan en la proliferación
de lo político en torno a la figura de la ciudadanía y las formas
en que se calculan esta identidad.
El concepto de “ciudadanismo”, si obviamos por ahora un
análisis pormenorizado de lo que significa el término ciudadano,
es en realidad un neologismo que traduce el término inglés
republicanism y que evita utilizar un vocablo como “civilismo”,
por sus referencias a la guerra civil. Coincide además con
la recuperación del concepto relativo a la “sociedad civil”
más identitario que político, o al menos con esa identidad
política antes mencionada. Así pues, y de un modo operativo,
entendemos en principio por ciudadanismo una ideología difusa,
asociada un cierto conjunto de prácticas políticas y ampliamente
difundida cuyos rasgos principales son: la oposición natural de la
democracia respecto al capitalismo, el reforzamiento del Estado,
su vocación ecuménica y pedagógica, la aspiración de aglutinar
una mayoría social a través de la reivindicación de derechos, y el
espectáculo integrado.

[47]
2.1. La creencia de que la democracia es capaz de oponerse
al capitalismo

Los ciudadanos constituyen entonces la base activa de esta


política por lo que se propone un control ciudadano de las
instancias nacionales e internacionales, como si fuera el déficit
de democracia lo que produce la explotación. Pero esta idea
de los ciudadanos se mueve entre el individualismo extremo y
la masa. La palabra ciudadano subraya la individualidad de la
persona, la ausencia de cualquier aspecto colectivo. La acción
heroica del individuo consciente porque sí, sin relación alguna
con una adscripción de clase se sigue de la complicidad de la
masa: igual que cualquier partido, los análisis políticos piensan
que el número de manifestantes, de votantes o de mensajes SMS
bastaba para justificar sus pretensiones políticas. Sin embargo,
confiar en las masas es inútil. El mismo tedio que las mueve,
las paraliza. Despolitizadas por definición, no son ni pueden ser
ningún sujeto político dispuesto en todo momento a seguir a
sus dirigentes. Las masas no quieren hacer política, quieren ser
objeto de la política; no quieren cambiar la sociedad, en todo caso
quieren que alguien se ocupe de ellas; por eso son masas.
La referencia a la sociedad civil juega permanentemente
con la ambigüedad, pues se sustrae a la prohibición legal y al
tabú que pesa sobre toda actividad política, a la vez que impulsa
una movilización social; su significado es muy distinto en el
mundo político globalizado. En el “sur global”, evoca anhelos y
aspiraciones compartidas, capaces de suscitar acciones colectivas
legitimadas y con frecuencia transformadoras, nunca estuvo
circunscrito al campo estrictamente teórico sino que aparecer

[48]
en las filas de la oposición intelectual y popular a los antiguos
regímenes del socialismo real y en la resistencia sostenida contra
las dictaduras militares autoritarias. Por su parte, en los países
del “norte global” donde nos centraremos, el ciudadanismo se
concentra esencialmente alrededor de un deseo de democracia
más directa, “participativa”, de una democracia de “ciudadanos”;
naturalmente no proponen ningún modo de conseguirlo, y este
deseo de democracia directa acaba, como siempre, ante las urnas
o en la abstención impotente.
Un personaje tan conspicuo como Esteban Ibarra (1998)
alma mater de esa curiosa ONG del Ministerio del Interior
que se autodenomina Movimiento contra la intolerancia antes
Jóvenes contra la intolerancia, habla de redes de ciudadanía como
“aquellas iniciativas organizadas horizontal y autónomamente
cuya práctica afirma que es importante ‘hacer’ no sólo oponerse
y resistir, y se esfuerzan en crear situaciones transformadoras
de la realidad, superando la dicotomía excluyente “reforma o
revolución”, y viejas concepciones doctrinarias que consideran a
la gente incapaz de desarrollar conciencia o pensamiento político
por sí mismas”. Víctor Sampedro (2005) por su parte indica que
se trata de conspiraciones transparentes que no tienen nada que
ocultar pero que van colocando en la agenda pública sus temas,
generando los cambios personales, grupales e institucionales
pertinentes en cada etapa del proceso de modernización.
Una de las fuerzas del ciudadanismo reside en ese carácter
esencialmente moral, por no decir moralizador. Pasa fácilmente de
la denuncia de la “crisis” a la propuesta de “repartir los frutos del
crecimiento” sin tener en cuenta los hechos y sin realizar ningún
análisis. Lo que cuenta es tener la posición más “cívica” posible,
es decir, la más generosa, la más moral. Y por supuesto, todo el
mundo se posiciona por la paz, contra la guerra, contra la “mala-

[49]
comida”, por la “buena-comida”, contra la miseria, por la riqueza.
En resumen, más vale ser rico y gozar de buena salud en tiempos
de paz, que ser pobre y estar enfermo en tiempos de guerra.
La propuesta es pues de un posibilismo pragmático
deliciosamente cercano a la socialdemocracia. Dados los problemas
de desafección de la política, crisis de la democracia representativa,
la apreciación alarmada de que los partidos “no funcionan como
tendrían que funcionar” y el anhelo de la opinión publicada (que
no pública) de una política honesta (unidad perdida de la moral
y la política), no sólo basta con modificar el sistema de listas
electorales, sino ante todo lograr una mayor participación y por
tanto implicación, gracias a la exigencia de eficacia, coherencia
y representatividad. De este modo nos podemos encontrar en la
literatura ciudadanista propuestas como las que siguen:

1. Se busca la participación activa en el sistema político (a) o


al menos que cambie el sistema de participación democrática,
bajo eslóganes como “la ciudadanía está harta de que no se la
tenga en cuenta”, (b) e incluso que se admita la inclusión de
los movimientos sociales (c) para alcanzar un reforzamiento
de las instituciones, del consenso y la legitimidad social
de las políticas, buscando en cierta forma la reforma de
las culturas políticas y técnicas. Frente a ello se situaría la
desobediencia civil, de forma más o menos violenta. Se trata
de una organización estructural que canaliza las demandas
de los movimientos sociales y de la acción colectiva en
forma de: creación de foros, consejos, estructuras asociativas
consolidadas.
2. Importancia del gobierno local en la búsqueda de la
participación (ideologías de la glocalización…). Se trataría de
reformular el llamado “pacto del bienestar”, pero buscando

[50]
no sólo la información del ciudadano, sino la formación e
integración. En cuanto a las fórmulas, cabe destacar:
Consejos institucionales: de la juventud, de la mujer:
ya existentes.
Consejos consultivos, audiencias y fórums (Barcelona):
a desarrollar.
Jurados ciudadanos y núcleos de intervención participativa:
futuribles.
Asociaciones en forma de acción pública: crear servicios en
los ámbitos donde éstos no existen o son insuficientes.
3. Vertebración de la sociedad, garantía de las democracias
occidentales por la pérdida de autoridad y garantías de
funcionamiento de las instituciones tradicionales (cohesión
e integración social por ejemplo en el caso de inmigrantes,
jóvenes, etc.)
4. Los movimientos sociales seleccionan y reducen la
complejidad de las demandas de la ciudadanía organizada.
Es digno de aprecio los artículos y libros que tratan sobre
los instrumentos participativos a desarrollar con sugerencias
como el análisis pormenorizado de las tres formas de articular
la participación ciudadana: a través del monólogo (few talk),
del parloteo (many talk) y del diálogo (some talk).
5. Los agentes político-institucionales encauzan y
transforman dichas demandas en propuestas concretas en el
parlamento. Además pueden ofrecer respuestas políticas de
cambio real a tales inquietudes, formar a los líderes, aportar
los valores históricos y el conocimiento útil de la experiencia
en la gestión municipal y parlamentaria. En definitiva, de lo
que se trata es de aportar soluciones a los problemas que se
plantean al sistema político.

[51]
Los ciudadanistas proponen una respuesta irrisoria cuando
intentan recomponer el vínculo que unía antiguamente a la
“clase obrera” mediante otro que uniese a los “ciudadanos”, es
decir, el Estado. La voluntad de reconstituir dicho vínculo a
través del Estado se manifiesta en el nacionalismo latente de los
ciudadanistas. Se sustituye el capital abstracto y sin rostro por
figuras nacionales. Pero el Estado sólo puede proponer símbolos
y sucedáneos a esos vínculos, puesto que él mismo está saturado
de capital, por así decirlo, y tan sólo puede agitar sus símbolos
en el sentido que le dicta la lógica capitalista a la que pertenece.
Proponer al “ciudadano” como vínculo manifiesta la existencia
de un vacío, o mejor dicho, que incumbe ahora al capitalismo, y
únicamente a él, la tarea de integrar a esos miles de millones de
personas que se encuentran privadas de la comunidad. Y debemos
constatar que, hasta ahora, lo consigue a duras penas.

[52]
2.2. Reforzamiento del Estado

El proyecto de reforzar el Estado (o los Estados) para poner


en marcha esta política de participación democrática, de ahí
que postulen volver atrás la marcha del desarrollo capitalista:
la tendencia a favor de la recuperación del Estado del bienestar
y las políticas keynesianas, la denuncia de los excesos de la
financiarización de la economía frente a las virtudes de la economía
productiva, las propuestas para gravar fiscalmente el tráfico de
capital11 o las “distintas” modalidades de integración económica.
El ciudadanismo entiende que el Estado democrático es un medio
válido para paliar —incluso para acabar con— las desigualdades
sociales. Dado que éste sufre grandes presiones del Capital
—llámese grandes corporaciones o empresas multinacionales—,
postula que para contrarrestar tan malvada influencia se hace
imprescindible una mayor atención del hombre de a pie a los
asuntos de Estado y que obligue al gobierno a realizar políticas
sociales. Los ciudadanos no sólo deben elegir representantes sino
presionarles para que actúen como corresponde.
Estos socialdemócratas de nuevo cuño, que miran con
nostalgia a la edad dorada del Estado del bienestar, no son
conscientes de que las reformas tendentes a un mayor poder
adquisitivo de los trabajadores históricamente se han implantado
para la recuperación del capitalismo tras la crisis económica y
sólo en parte, para mermar la radicalidad de una clase obrera
que amenazaba con hacer la revolución, pero nunca por la acción

11
Por ejemplo la Tasa Tobin propuesta entre otros por ATTAC, pero ¿quién va a
empezar a gravar capitales?, el primer Estado que lo haga va a la quiebra.

[53]
de la ciudadanía en tanto tal. A pesar de ello se empeñan en
exigir una mayor intervención de la población en la res pública.
Y es que parece que ignoren aquello sobre lo que los libertarios
vienen advirtiendo desde hace siglo y medio: La integración
de las luchas sociales en las estructuras del Estado —lo que se
reclama como democracia participativa— no es sino garantía de
la desintegración de las mismas.
El ciudadanismo, no obstante, tenderá siempre a desempeñar
el papel de mediador entre los movimientos sociales y el Estado,
desde el reconocimiento de que éste último, el Estado, puede ser
el mediador neutro entre el capital y los movimientos sociales.
En el ciudadanismo encontramos pues una fuerte defensa
del sector público y no como cuestionamiento de la lógica
capitalista en general, tal y como se manifiesta en el servicio
público. La defensa de dicho sector implica lógicamente que
se considera que dicho sector está, o debería estar, fuera de la
lógica capitalista. No fue una buena crítica la que se le hizo a
este movimiento cuando se le reprochó ser un movimiento de
privilegiados, o sencillamente de egoístas corporativistas. Pero
sí se puede constatar que incluso las acciones más generosas
o radicales de este movimiento contenían los mismos límites.
Abastecer gratuitamente todos los hogares de electricidad, es
una cosa: reflexionar sobre la producción y el uso de la energía
es otra. Plantear el tema de la renta básica o del salario social en
casos extremos es una cuestión de necesidad perentoria, pero hay
que conceder que siempre se desarrolla dentro del horizonte de
un Estado (capitalista) omnipresente. Un autor “radical” —así se
define él— como Van Parijs y Vanderborght (2006: 25) describen
la renta básica como una medida eficaz para luchar contra la
pobreza, “un ingreso conferido por una comunidad política todos
sus miembros, sobre una base individual, sin control de recursos

[54]
ni exigencia de contrapartida”. La renta básica, se atribuye a
todos, ricos y pobres (sin control de recursos); sobre una base
individual y sin ninguna exigencia de contrapartida. La ausencia
de control de los recursos nos lleva a la posibilidad de combinar
la renta básica con otras rentas sin supresión ni reducción de la
primera. Además, está claro que el importe de la renta básica
dependerá de los recursos financieros con los que cuente el
Estado, así como que dicha renta sólo es para los ciudadanos.
Esto significa que habrá individuos excluidos de su percepción,
los metecos o no-ciudadanos.
La renta básica, se atribuye a todos, ricos y pobres (sin control
de recursos); sobre una base individual y sin ninguna exigencia
de contrapartida (Raventós, 2001). La ausencia de control de los
recursos nos lleva a la posibilidad de combinar la renta básica
con otras rentas sin supresión ni reducción de la primera.
No obstante, cabe plantear cuatro objeciones a los modelos
de renta básica.

1) ¿Quién reparte? La respuesta siempre es la misma, el


Estado a través de sus múltiples agentes de la administración
pública, lo cual supone por de pronto mayor presencia
estatal, y probablemente la creación de una red clientelista de
dependencia, cuando no la estabilización y despolitización de
las clases más dependientes. De todos modos, el importe de
la renta básica dependerá de los recursos financieros con los
que cuente el Estado.
2) ¿Quién paga? Las versiones más imaginativas hacen
descansar el grueso de la financiación de la renta básica o
similar en los impuestos: más progresistas si éstos son
directos como por ejemplo el IRPF, menos progresistas si
son indirectos especialmente los que gravan al consumo. Pero

[55]
incluso en el caso más progresista, si tenemos en cuenta que
cerca del 90% del IRPF recaudado se basa en los salarios, el
sistema de reparto sería horizontal (reparto entre asalariados,
entre los que en un momento dado reciben un salario y los
que no) y no vertical (reparto sobre una detracción de los
beneficios empresariales, por ejemplo).
3) ¿Quién recibe? Dicha renta sólo es para los ciudadanos,
esto significa que habrá individuos excluidos de su percepción,
los metecos o no-ciudadanos. Todos los modelos de renta
básica incluyen tácitamente algún tipo de frontera o límite
que acaba siendo naturalizado: económica, jurídica, nacional.
4) ¿En qué modo de producción se inserta la renta básica?
Si no tiene como objetivo cambiar ninguna estructura
productiva-reproductiva, se inserta en el capitalismo, lo cual
ha supuesto si utilizamos referentes históricos semejantes
desde un mero incremento de la inflación (discutible si es
productiva en términos keynesianos) hasta la destrucción
de todo un sistema salarial, tal como desarrolla Karl Polanyi
(1989) al describir la ley de Speedhamland como “sistema
de socorros” ante la indigencia y cuyo paradójico resultado
fue la construcción del mercado de trabajo autorregulado
que supuso la destrucción del sistema salarial campesino
y su emigración masiva a las ciudades antes del despegue
de la revolución industrial: es la clase desharrapada y de
condiciones miserables que describía Engels en La formación
de la clase obrera en Inglaterra.

En cualquier caso, lo cierto en que en sociedades inmersas


en sistemas de bienestar, con protección ligada al mercado de
trabajo y controles burocráticos sobre los ingresos familiares,
suena extraña la idea de un ingreso mínimo para pobres y ricos,

[56]
que es a fin de cuentas de lo que se trata la renta básica universal
y sin contrapartidas, pero para los ciudadanistas, esta extrañeza
es combatible, y a ello han dedicado una ingente cantidad de
publicaciones de muy distinto pelaje. De todas formas, se puede
ver en estas acciones que el Estado es concebido como una
comunidad parasitada por el capital, capital que se interpone
entre los ciudadanos-usuarios y el Estado. El ciudadanismo no
dice otra cosa. “El ciudadano ha de tener la capacidad de decisión
y de opinión sobre cómo ha de ser el Estado que lo proteja” (Pont,
2004: 363)
El propio Estado acepta generosamente estas prácticas,
y cualquiera puede hoy hacer una pequeña manifestación, por
ejemplo, bloquear la periferia y ser recibido oficialmente a
continuación para exponer sus reivindicaciones. Los ciudadanistas
se indignan con este estado de cosas que han contribuido a crear,
pensando que, aún y así, no se debe molestar al Estado por
minucias. Los interlocutores privilegiados ven con malos ojos a
los parásitos y demás aves de rapiña de la democracia.
Asimismo, algunas prácticas ciudadanistas son promovidas
directamente por el Estado, como lo demuestran las “conferencias
ciudadanas” o “los debates de ciudadanos” con las cuales el Estado
se arroga el “dar la palabra a los ciudadanos”. Es interesante ver
hasta qué punto este movimiento se conforma con cualquier
sucedáneo de diálogo, y están dispuestos a ceder en cualquier cosa
con tal de que se les escuche y que los expertos hayan “atendido a
sus inquietudes”. Un auténtico reparto de papeles donde el Estado
desempeña aquí el papel de mediador entre la “sociedad civil” y
las instancias económicas, del mismo modo que los ciudadanistas
harán de intermediarios entre el programa del Estado (que no es
otra cosa que la correa de transmisión de la dinámica del capital)
revisado de forma crítica, y la “sociedad civil”.

[57]
La antimundialización desempeña un papel muy importante
en esta reconstrucción ideológica. Su idea central es que el capital
transnacional ha concentrado demasiados poderes que no puede o
no sabe gestionar y que esto se hace demasiado peligroso para el
equilibrio económico. Contra el “ultraliberalismo incontrolado”,
todos los ciudadanos son llamados, en un tono que oscila entre
el miserabilismo y la culpabilización, a convertirse en los co-
gestores de la economía mundial, por medio de la presión y del
control ciudadano. Se trata de ir más allá del voto, pero sin salirse,
claro está, del campo de juego democrático. Facilidad pues en
convertirse en un auténtico partido del Estado, idea madre de la
intelectualidad estatista, ansiosa por inventar un nuevo discurso
políticamente correcto y posibilista más allá de las habituales
coartadas pacifistas, feministas o ecologistas.

[58]
2.3. Vocación ecuménica y pedagógica

El ideal organizativo del ciudadanismo busca siempre un ámbito


en el que quepan todas las manifestaciones del discurso (excepto
las que se aproximan a la violencia). Claro que se trata de discursos
despojados de su carácter preformativo: son pura semántica. El
lenguaje se vuelve cada vez más apologético, una pura máquina
lingüística llena de fórmulas verbales adecuadas donde la nimiedad
—enviar mensajes, votar, navegar por la red, amontonarse— se
convierte en lucidez histórica y heroísmo. Debajo de lo que se
cree es un movimiento, si se quitan las cámaras y los medios de
comunicación, se puede comprobar que retrata de un movimiento
creado artificialmente por dichos medios. El espacio de lucha
no son ya las fábricas, la calle, el barrio, la metrópolis…, sino
los medios de comunicación. De ahí que le venga muy bien esa
especie de cajón de sastre, de sustitutos del concepto de clase que
sería la multitud: una suerte de conglomerado de insatisfacción
o marginalidad que es lo que piensa alguien como Toni Negri
(2004), cada vez más figura de la izquierda ciudadana.12
La participación ciudadana se caracteriza además por su
capacidad para educar y concienciar a la ciudadanía. Disponer de

12
Para Badiou (2004) “en el fondo Negri y sus seguidores ven la nueva políica en
todas partes, nuevas formas de lucha en la más mínima reunión reformista, porque
creen que la resistencia es el reverso inevitable del desarrollo. Es evidente que no hay
más que una fuerza vital, y el que cree que la políica es la vida, o ‘las nuevas formas
de vida’, es porque iene una doctrina unitaria del Capital y de la resistencia al Capital.
Toda invención políica nunca es ‘global’ sino que, por el contrario, está situada, es
local, experimental. Hay que proteger y profundizar constantemente su exterioridad a
las leyes ‘democráicas’. Dado que es la esencia de la políica de liberación, no es del
todo “la vida”; es un pensamiento que toma un cuerpo popular”.

[59]
esta ciudadanía, además, no únicamente mejora el funcionamiento
de los instrumentos participativos sino del conjunto de la
comunidad. Es decir, la participación tiene como objetivo
directo escuchar a los ciudadanos, aunque indirectamente sirve
para algo quizá más importante: generar el capital social que
garantizará el buen funcionamiento de nuestra sociedad. Desde
que Robert Putman (2001) popularizara el concepto de capital
social como un conjunto de características intangibles de una
comunidad (densidad asociativa, niveles de confianza, etc.) útiles
para explicar sus rendimientos institucionales, económicos y
sociales, el gran interrogante ha sido como fomentarlo. A ello
se han dedicado instituciones internacionales como el Banco
Mundial que de manera subrepticia incluyen ya la democracia
ciudadana: se trataría de las instituciones, relaciones, actitudes
y valores que rigen la interacción interpersonal y facilitan el
desarrollo económico y la democracia. O incluso el PNUD que
define el capital social como: relaciones informales de confianza y
cooperación (familia, vecindario, colegas); asociatividad formal en
organizaciones de diverso tipo, y marco institucional normativo
y de valor de una sociedad que fomenta o inhibe las relaciones de
confianza y compromiso cívico (VVAA, 2003).
En definitiva, la participación sirve a los gobernantes en la
medida que favorece la creación de la materia prima adecuada
para el desarrollo de sus comunidades. Esta materia prima, este
capital social se refiere a una ciudadanía que adquiere madurez
democrática y dinamismo socioeconómico a través de la propia
participación en los asuntos colectivos. Una participación que,
por lo tanto, no únicamente sirve para facilitar la prestación de
determinados servicios o para legitimar determinadas decisiones,
sino para promocionar determinadas conductas y actitudes
ciudadanas.

[60]
Tenemos un ejemplo gracias a la implantación de una nueva
asignatura de la enseñanza secundaria que se llama “Educación
para la ciudadanía”. Desde la administración educativa se entiende
que la asignatura servirá para potenciar una serie de actitudes,
como son: respeto, tolerancia, solidaridad, participación o
libertad. ¿Qué querrán decir esas palabras cuando están escritas
en sus documentos? Gregorio Peces Barba (2004) se explicó de
maravilla en El País: “la formación recta de las conciencias, que
es condición de la comprensión sobre el valor de la obediencia
al derecho en las sociedades bien ordenadas”. Es decir, que los
contenidos se reducirán a las bondades de este sistema político —y
económico—, ya que estando en posesión de La Verdad, la única
medida educativa posible es inculcar la necesidad de aceptarla.
El paralelismo con la asignatura de Religión es obvio, y no nos
coge por sorpresa. ¿No es una cosa notable esa similitud entre la
teología —esa ciencia de la iglesia— y la política —esa teoría del
Estado—, ese encuentro de dos órdenes de pensamientos y de
hechos en apariencia contrarios, en una misma convicción?13

13
Esta similitud es quizá la que ha provocado la sensibilidad eclesiásica al verse
desautorizada en su terreno de imparición de la verdad.

[61]
2.4. La aspiración estratégica de aglutinar una mayoría

Una gran aspiración estratégica del ciudadanismo consiste en


encontrar propuestas que tengan la virtud de aglutinar una
inmensa mayoría social en contra de la minoría de políticos
financieros y académicos neoliberales del pensamiento único que
orientan la dirección de la globalización. La adopción del pacifismo
como principio indiscutible de acción purgó de las asambleas y las
manifestaciones a los radicales, pero su objetivo principal era el
diálogo con el poder. No querían enfrentarse a nada; no aspiraban
a cambiar el mundo sino a participar en su gestión. Con ellos otra
gestión capitalista era posible. Lo que pretendían reformar no
eran más que los mecanismos de cooptación de la clase dominante.
De ahí los determinados discursos ciudadanista de auge reciente
en los Foros, como el que postula democratizar la globalización,
contribuyen a esta misma operación de reabsorción por la vía de
convalidar las exigencias antagonistas en derechos consagrados
en alguna suerte de Constitución global. Que la lucha por los
servicios públicos contra su mercantilización se resuelva en una
Declaración de Derechos en la futura Constitución europea puede
parecer un ejercicio de realismo pero es seguro que contribuye a
reproducir los mecanismos de delegación y mediación que son la
fuente de la aceptación social del dominio capitalista. Se pueden
ahorrar los realistas sus tentaciones sarcásticas: lo anterior no
implica renuncia alguna al ejercicio de los derechos hasta el
límite de sus posibilidades.
La finalidad expresa del ciudadanismo es humanizar el
capitalismo, volverlo más justo, proporcionarle de alguna forma
un suplemento de alma y en cierto modo de manifestar la sumisión

[62]
democráticamente. La lucha de clases es sustituida aquí por la
participación política de los ciudadanos, que no sólo deben elegir
a sus representantes, sino además actuar constantemente para
hacer presión sobre ellos, con el fin de que apliquen aquello para
lo que fueron elegidos. Naturalmente los ciudadanos no deben
en ningún caso sustituir a los poderes públicos. El ciudadanismo
se desarrolla como ideología producida necesariamente por una
sociedad que no concibe perspectivas de superación (del sistema).
Se trata pues de una servidumbre voluntaria; es la oposición a casi
nada (a lo que es más obviamente falso e injusto del capitalismo)14
y a solicitar “control ciudadano” para todos los extremos crueles
del capitalismo.

14
Deleuze proponía que lo verdaderamente diícil no era denunciar lo injusto y
falso del sistema capitalista, sino lo verdadero, aquello que nos consituye.

[63]
2.5. Ciudadanismo y derechos

La Carta de los Derechos Humanos Emergentes (Barcelona,


2004), que insiste en la necesidad de reconocer una serie de
derechos hasta el momento sumergidos, y de reivindicar la
necesidad de contemplar una serie de nuevos derechos surgidos
de las transformaciones del mundo actual, vincula estrechamente
este texto programático que “emana de la sociedad civil global
y materializa las reivindicaciones de los movimiento sociales” a
una nueva concepción de la participación ciudadana y concibe
todos los derechos como derechos ciudadanos.
En principio, todo el mundo está en favor de los derechos
humanos (Badiou, 2000). Es muy difícil encontrar a alguien
que esté en contra los derechos humanos. Incluso algunos
torturadores están hoy a favor de los derechos humanos; ellos
mismos son humanos y es interesante para ellos tener derechos.
Pero cuando se plantea esta cuestión de los derechos humanos,
la pregunta principal es ¿qué es el ser humano?, ¿qué es la
humanidad?, ¿quién tiene derechos? Ésta es la pregunta esencial.
¿El ser humano es el hombre blanco, occidental, rico?, ¿es el
consumidor?, ¿es el que está sometido al capital?, ¿es aquel que
piensa que la política es votar cada cuatro años?, ¿es éste el que
tiene derechos y es éste el que está hablando de los derechos
de los demás?, ¿es éste el que tiene derechos de policía sobre
el mundo entero? Los derechos humanos son actualmente una
ideología del capitalismo globalizado. Esta ideología considera
que hay una sola posibilidad en el mundo: la sumisión económica
al mercado y la sumisión política a la democracia representativa.
En este marco, el ser humano que tiene derechos es quien tiene

[64]
esta doble sumisión. O bien, el ser humano que tiene derechos es
una simple víctima. Tiene que despertar piedad. Tenemos que
verlo sufrir y morir en televisión y entonces se dirá que va a tener
derecho a recibir la ayuda humanitaria de Occidente rico.15
En el fondo, el Derecho es como un centro de simetría que
dispone de manera alternada esos dos términos que son el
Estado y la filosofía. Cuando el derecho —es decir, la fuerza de
la regla— se presenta como categoría central de la política, el
Estado parlamentario o incluso el Estado-partidos es indiferente
a la filosofía. El derecho se presenta como categoría central de la
política, del Estado del bienestar y como una categoría central de
la política, el Estado parlamentario o incluso el Estado plural de
partidos es indiferente al pensamiento político
La referencia explícita de toda esta vasta orientación, en el
corpus de la filosofía clásica, es Kant. Como indica con cierta
ironía Alain Badiou (2000) el momento actual es el de un vasto
“retorno a Kant”, cuyos detalles y diversidad son laberínticos.
Lo que se retiene de Kant en tanto que teórico del “derecho
natural” es la existencia de exigencias imperativas formalmente

15
Cabe plantearse un debate imaginario entre la propuesta ciudadanista de
Andrés de Francisco (2007) para quien uno de los principales peligros de nuestra
época es el fundamentalismo intolerante de manera que el único modo de resisir
y derrotarlo consisiría en asumir una posición mulicultural, de ahí que abogue por
“derechos especiales y nuevos escudos para las minorías” en su búsqueda de una
ciudadanía mulicultural. Frente a ello, S. Zizek (2007) sugiere que la forma en que se
maniiesta esa tolerancia mulicultural no es tan inocente sino que tácitamente acepta
la despoliización de la economía: “Esta forma hegemónica del muliculturalismo se
basa en la tesis de que vivimos en un universo post-ideológico, en el que habríamos
superado esos viejos conlictos entre izquierda y derecha, que tantos problemas
causaron, y en el que las batallas más importantes serían aquellas que se libran
por conseguir el reconocimiento de los diversos esilos de vida. Pero, ¿y si este
muliculturalismo despoliizado fuese precisamente la ideología del actual capitalismo
global?”.

[65]
representables que no han de ser subordinadas a consideraciones
empíricas o a exámenes de la situación; a ello se añade que “un
derecho nacional e internacional debe sancionarlos; que por
consecuencia, los gobiernos están obligados a hacer figurar en su
legislación estos imperativos y a darles toda la realidad que ellos
exigen; de no ser así, está fundado obligarlos a ello (derecho de
ingerencia humanitaria, o derecho de ingerencia del derecho)”. La
ética, sustituta de la política, se considera aquí como capacidad
a priori para distinguir el mal y como principio último del juicio
político. La exigencia del Estado de derecho se debe a que se basta
a sí mismo para identificar el mal.16 La fuerza de esta doctrina es,
ante todo, su evidencia, el espectáculo integrado.

16
Según Badiou (2000) los presupuestos de esta sucesión de convicciones son
claros: “1) Se supone un sujeto humano general, de modo tal que el mal que lo afecta
sea universalmente ideniicable (aunque esta Universalidad reciba con frecuencia un
nombre totalmente paradójico: “opinión pública”) de tal modo que este sujeto es a
la vez un sujeto pasivo patéico o relexible: aquel que sufre; y un sujeto que juzga,
acivo, o determinante, aquel que ideniicando el sufrimiento, sabe que es necesario
hacerlo cesar por todos los medios disponibles. 2) La políica está subordinada a la éica
en el único punto que verdaderamente importa en esta visión de las cosas: el juicio,
comprensivo e indignado, del espectador de las circunstancias. 3) El Mal es aquello a
parir de lo cual se deine el Bien, no a la inversa. 4) Los ‘derechos del hombre’ son los
derechos al no-Mal: no ser ofendido y maltratado ni en su vida (horror a la muerte y
a la ejecución), ni en su cuerpo (horror a la tortura, a la sevicia y al hambre), ni en su
idenidad cultural (horror a la humillación de las mujeres, de las minorías, etc.).”

[66]
2.6. El espectáculo integrado

Las movilizaciones contra la guerra del Golfo y el No a la


OTAN, las campañas por el 0,7%, por la renta básica o los
zapatistas, fueron las primeras aproximaciones de ese intento
de acercamiento a la política institucional que a finales de la
década de 1990 cristalizó en el ciudadanismo. A ello se unió el
espejismo virtual de un “espacio ciudadano” donde desarrollar
las actividades complementarias a la política institucional de
partidos y sindicatos, lo cual permitió redescubrir los encantos
del sindicalismo minoritario, del tercermundismo, de las
subvenciones y de las multitudes.
Las raíces del ciudadanismo deben buscarse en la disolución
del viejo movimiento obrero. Las causas de esta disolución
se encuentran tanto en la integración de la vieja comunidad
obrera como en el fracaso manifiesto de su proyecto histórico,
el cual ha podido manifestarse bajo formas extremadamente
diversas (digamos, del marxismo-leninismo a los consejistas).
La desaparición de la conciencia de clase y de su proyecto
histórico, agotados tras el estallido y la parcelación del trabajo,
tras la desaparición progresiva de la gran fábrica “comunitaria”
así como la precarización laboral (todo ello resultado no de un
complot que trata de amordazar al proletariado, sino del proceso
de acumulación del capital que ha conducido a la mundialización
actual), han dejado al proletariado afónico. En cuanto a los
Estados, acompañan esta mundialización deshaciéndose del sector
público heredado de la economía de guerra (desnacionalización),
“flexibilizando” y reduciendo el coste del trabajo tanto como sea
posible. El proletariado llega así incluso a dudar de su propia

[67]
existencia, duda que ha sido enardecida por gran número de
intelectuales y por lo que Guy Debord (2003) definió como
el “espectáculo integrado”, que no es más que la integración
al espectáculo. Ante esta ausencia de perspectivas, la lucha de
clases únicamente podía encerrarse en luchas defensivas, a veces
muy violentas, como en el caso de Inglaterra. Pero esta energía
era sobre todo la energía de la desesperación, aquí se ha podido
comprobar en el intercambio de estrategias políticas entre
partidos y sindicatos que han sido las huelgas generales.
Como muy irónicamente explica Miquel Amorós (2004),
siguiendo en parte las huellas de Guy Debord (2003) tras los
años ochenta del siglo pasado, el espectáculo como relación
social se había apoderado de la sociedad y los jóvenes conectados
a internet y dedicados al turismo antiglobalización se habían
convertido en la vanguardia de su imperio. Las masas juveniles
son más sensibles que las adultas al mayor mal de la sociedad
del espectáculo: el aburrimiento. Lejos de sentir como suya la
causa de la libertad o la lucha contra la opresión social, lo que
realmente sienten es una necesidad ilimitada de entretenimiento.
Las masas juveniles, profundamente despolitizadas y sin
ningún interés por politizarse, salieron masivamente a la calle
a divertirse luciendo su pañuelo palestino, escenificando su
falsa generosidad y proclamando su compromiso volátil. En
la sociedad del espectáculo la protesta es una forma de ocio y
el pathos trágico de la lucha de clases ha de retroceder ante la
comicidad, el desenfado y la fiesta.
Se trataba en última instancia de una actitud que pretendía
ser pragmática, es decir, levemente crítica y profundamente
conformista, dispuesta a caminar por las sendas trilladas y a
discurrir por los cauces inocuos. Encontraron sus herramientas
intelectuales en ideologías light, puras máquinas lingüísticas como

[68]
el negrismo, el ecologismo, o los productos de las marcas ATTAC
y demás. Conceptos como “movimiento de movimientos”, “lo
social”, “el imaginario”, “ciudadanía”, “pluralidad”, “multitud”, etc.,
sirvieron para la evacuación de arcaísmos ideológicos obreristas,
derribando de paso conquistas intelectuales básicas, aportaciones
críticas imprescindibles, y en general, echando por la borda todo
el bagaje teórico de la lucha precedente. Quizá estaban en lo
cierto, y lo anterior ya no servía; pero no nos ha dado tiempo a
comprobarlo. Como coartada política se buscó un proletariado
de sustitución en los seres inermes y amorfos calificados por los
pensadores orgánicos de “multitud”, ciudadanía, sociedad civil o
simplemente “la gente”, y en plan castizo, “la peña” o “la peñuki”.
El nuevo sujeto histórico era pura ficción puesto que el verdadero
había sido liquidado por el capitalismo, pero su imagen ficticia
era necesaria porque el espectáculo del combate social necesitaba
un fantasma; su legitimidad no podía apoyarse en una clase real
sino en una de prestado. Una nueva clase imaginaria escapaba de
los verdaderos escenarios de lucha para situarse en el terreno del
espectáculo, puesto que ni ella era clase, ni su lucha era lucha.
Para ello nada mejor que las metonimias que ha practicado el
obrerismo italiano: construir a partir de una metáfora descriptiva
(obrero masa vs. obrero social) una categoría universalista de
intelección histórica del antagonismo capital/trabajo.
Para otros autores en cambio, no hace falta indagar en la
evaporación del sujeto político proletario. Según Alain C. (s/f),
por ejemplo, el ciudadanismo refleja las preocupaciones de una
determinada clase media culta y de una pequeña burguesía que
ha visto desaparecer sus privilegios y su influencia política a la
vez que desaparecía la antigua clase obrera. La reestructuración
mundial del capitalismo ha provocado la caída del viejo capital
nacional y por consiguiente, la de la burguesía que lo poseía

[69]
y de las clases medias que ésta empleaba. La antigua sociedad
burguesa del siglo XIX, oliendo todavía a Ancien Régime, ha
desaparecido por completo. La consolidación del Estado y la
crítica de la mundialización actúan como nostalgia de ese viejo
capital nacional y de esa sociedad burguesa, así como la crítica
de las multinacionales no es sino expresión de la nostalgia de los
negocios familiares. Una vez más, se lamentan de un mundo que
se ha perdido.
Un mundo que se ha perdido dos veces, puesto que en el
término “ciudadano” también se refiere a la antigua denominación
republicana, sin duda alguna a la del inicio de la revolución
burguesa y no a la de la Comuna de París (aunque una reciente
película interminable y voluntariamente anacrónica que trata
el tema parece indicar que se quiere recuperar también a la
Comuna). Pero esa revolución se llevó a cabo y nosotros vivimos
en el mundo que ella creó. Los sans-culottes se sorprenderían si
vieran la transformación que ha sufrido la República que ellos
mismos ayudaron a construir, pero de la misma manera que
es imposible vivir dos veces la misma situación, los muertos
nunca regresan. No obstante, puede ser que futuros sans-culottes
vestidos de Nike anden algún día paseando por algún rincón de
un moderno suburbio.
Mediante el ciudadanismo las clases medias desheredadas
reconstruyen su identidad de clase perdida. De modo que un
local “bio” puede presentarse como “un escaparate de los estilos
de vida y de pensamiento ciudadano”. No obstante, es importante
destacar que la base social del ciudadanismo es mucho más
amplia y difusa que la formada por militantes de asociaciones
y de sindicatos, debido en gran medida a su posibilismo, a la
multiplicidad de fórmulas listas y desplegables para solucionar
las demandas de los ciudadanos. Esa vinculación explicitada

[70]
por Alain C. con el ámbito republicano tiene como referente las
ideas de Philipp Pettit (1999) que se encuentran desarrolladas
en su libro Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno.
Conviene advertir que poco o nada tiene que ver la teoría con
el problema clásico de las formas de Estado, monárquica o
republicana. El republicanismo se presenta a sí mismo como
una alternativa al liberalismo clásico, que reivindica un modo
diferente de entender la libertad, a la que sigue considerando,
al menos en principio, como el valor político predominante. Sin
embargo, no corren ya buenos tiempos para la denominación
que ha desaparecido tanto de la intervención de Pettit como de
las palabras de cualquier ciudadanista, para ser sustituida por la
expresión “ciudadanismo” o “liberalismo cívico o radical”. Quizá
no sea sólo un cambio de palabras sino que entrañe una mayor
aproximación a la tradición liberal.
En efecto, como antes se indicaba, la democracia se ha
convertido en el paradigma de la legitimidad. Pero existen dos
formas distintas, y aun antagónicas, de entender la democracia: la
liberal y la radical. Para la versión radical o populista, la democracia
se define ante todo por la soberanía, por la titularidad popular del
poder, y tiende a que el principio democrático no presida sólo la
política sino todos los ámbitos de la vida social. La democracia
liberal se caracteriza ante todo por la necesidad de atender al
problema de la limitación del poder. No tanto a la cuestión de
quién manda sino a la de cuánto manda, hasta dónde alcanza el
poder sobre las personas. Quizá la diferencia fundamental entre
ambas se centre, pues, en la cuestión de la actitud ante el poder
popular. El liberalismo, que asume el valor de la participación
política, recela del crecimiento del poder, incluido el popular, y
aboga por su control y limitación. El radicalismo confía en el
poder popular para transformar la sociedad. Constant, Mill,

[71]
Madison, Jefferson, Tocqueville, Lord Acton son buenos ejemplos
de la tradición liberal. Rousseau, el socialismo y el marxismo, de
la tradición radical, que puede conducir al totalitarismo.
El republicanismo o ciudadanismo se presenta así como una
alternativa o tercera vía a estas dos posiciones y aspira a ser
un punto medio que aúne las bondades respectivas de las dos
tradiciones y supere sus deficiencias. El destino de la libertad
republicana queda vinculado al de la igualdad republicana, y éste,
al de la comunidad republicana. En definitiva, el republicanismo
confiere al Estado más poderes de los que considera razonables
la mayor parte de la tradición liberal. Está en su derecho de
hacerlo, siempre que no infravalore y escamotee los costes para
la libertad bajo la forma de un entendimiento particular de
ella. Lo que sí resulta fácil de entender es la fascinación que el
republicanismo ha podido ejercer sobre el afligido cuerpo del
socialismo democrático, obligado por la historia y por la realidad
a ir modificando sus teorías para evitar el peso de los pasados
errores. Antes que reconocer los errores siempre resulta preferible
acogerse al confortable manto protector de una teoría que, sin
darnos la razón del todo, al menos se la niega al viejo adversario.
El republicanismo vendría a ser algo así como el socialismo
democrático despojado de sus más tradicionales y patentes
errores, despojado, en suma, del socialismo. El republicanismo es
el postsocialismo, el socialismo que ha dejado de ser socialista. Y
no deja de rendir un involuntario tributo al liberalismo, pues, sin
querer ser identificado con él, no quiere dejar de ser liberal.
Si hacemos un poco de historia comprobaremos cómo esta
ideología se manifiesta a través de una nebulosa de asociaciones,
de sindicatos, de órganos de prensa, de partidos políticos. Lo difícil
es decir en cuáles no se manifiesta. En Francia hay asociaciones
como ATTAC o medios de comunicación como Le Monde

[72]
Diplomatique. En el Estado español encontramos a todas las
plataformas, foros, consejos y estructuras asociativas más o menos
consolidadas que imaginarse uno pueda. A la extrema izquierda
del ciudadanismo, podemos incluir incluso los movimientos
libertarios, que en la mayoría de los casos van a remolque de
los movimientos ciudadanistas para añadir su grano de arena
ácrata, pero que se hallan de hecho en el mismo terreno. A escala
mundial, tenemos movimientos como Greenpeace, Amnistía
Internacional, etc., y todos aquellos sindicatos, asociaciones,
lobbies, tercermundistas, etc., que se han ido encontrando en los
sucesivos foros o anticumbres desde los tiempos de Seattle: un
fenómeno que consiste más en un síntoma que en una verdadera
creación política; movimientos que ni siquiera eran capaces de
generar sus propios encuentros y acuden donde se reúnen los
poderosos para protestar.
Hay incluso un ciudadanismo de derechas y de izquierdas,
en pugna por conseguir la interlocución privilegiada del Estado.
Por ejemplo, ante el “problema social” de la inmigración,
el ciudadanismo de izquierdas tiene detrás un discurso del
inmigrante bueno, es paternalista en actitud, y genera un sistema
de argumentación que va de un exotismo decimonónico (el
inmigrante-primitivo-que-debe-ser-civiliza otros y del ellos, y
los debates nominalistas que pierden el sentido de la realidad).
El ciudadanismo de derechas construye discursos protectivos de
los derechos sociales adquiridos (¡quién lo iba a decir!), se nutre
de las emociones desorientadas que tiene la ciudadanía, y tiene
un lenguaje donde mezcla la protección de la identidad nacional
con la seguridad física y el mantenimiento de la estabilidad.
A pesar de esta extensión, Alain C. habla no obstante de un
impasse, de una crisis del ciudadanismo debido a que sus partidarios
más notables contaron con la complicidad de las masas, que como

[73]
antes se indicaba es una labor destinada al fracaso debido a la
despolitización de aquellas. De todas maneras, es interesante
ver cómo en esta mini-crisis, un ciudadanista se apresura en
proponer sus servicios de mediador al Estado. El ciudadanismo es
potencialmente un movimiento contrarrevolucionario. El ejemplo
nuestra también que el ciudadanismo es incapaz de reaccionar
ante movimientos que no han sido creados por él mismo.
La irónica frase que introduce Alain C. (s/f) en su panfleto,
“Proletarios del mundo, no tengo ninguna consigna que daros”
sería tal vez un buen recordatorio de lo que no es ni puede ser
ciudadanista. Es paralelo a plantear el rechazo de participar en el
circo del juego democrático y en el espectáculo de la representación.
No pedir nada (ni siquiera derechos) pues la derrota está en la
reivindicación misma. Se trataría entonces de romper sin pedir,
reivindicar sin negociar… no hay fórmulas propositivas, es
ridículo darlas. Tampoco quedarse en la resistencia: ninguna
ruptura política puede ni debe definirse a través de la pura
negatividad; no “resistimos”, sino que creamos otra cosa, otro
pensamiento, otra práctica, organizada y perdurable, que controla
sus propios tiempos. En efecto como nos recuerda Badiou (2004)
toda invención política es, debe ser, una ruptura subjetiva.

[74]
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