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Capítulo 1

—Hunter, a mi despacho.
Tori Hunter elevó la vista del ordenador y asintió en respuesta a la llamada
del teniente Malone mientras se levantaba de la silla para dirigirse a su despacho.
—¿Dónde está Kennedy? —le preguntó él indicándole que se sentara.
Tori echó un vistazo a su reloj de pulsera.
—Había quedado para comer.
—¿Ah, sí? —carraspeó— ¿Todo bien entre vosotras?
Tori se ruborizó ligeramente. Todavía le resultaba perturbador que su teniente,
de entre todas las personas posibles, estuviera al corriente de su vida amorosa.
Una cosa era que Sikes se metiera con ellas y otra que su teniente le preguntara
sobre su relación.
—Sam comía con su amiga Amy, solo eso.
—De acuerdo. Bueno, pues tienes que llamarla para que venga. Ha pasado
algo en el centro, en la iglesia de Saint Mary’s —la informó consultando una
nota manuscrita que tenía en la mano—. Habrá que llevar el tema con tacto.
—Ni que yo no tuviera tacto con las cosas —replicó Tori secamente
cruzándose de brazos—. Y si lo que necesita es alguien con tacto a lo mejor
debería enviar a Sikes. Estamos siguiendo una pista importante en nuestro caso,
teniente. Creo que tenemos un testigo que puede situar a Stewart en la escena y
no me gustaría nada dejar el caso aparcado.
—Lo siento, pero ahora tenéis otro caso. Quiero que os encarguéis de este
vosotras —siguió manoseando la nota—. El padre Michael ha sido hallado
muerto esta mañana en la rectoría. Los servicios de emergencia que han
respondido a la llamada ya están allí y también ha ido un equipo forense.
—¿Un cura? —se interesó Tori, que se inclinó hacia delante en la silla— ¿Ha
sido un homicidio?
—Eso parece. Lo han encontrado desnudo —el teniente la miró—. Así que,
como te he dicho, con tacto, Hunter. A ver si conseguimos que los detalles
escabrosos no se filtren a la prensa.
—¿Desnudo ha dicho? ¿Y esto no debería caerle a la Brigada de Víctimas
Especiales?
—La Brigada investiga los crímenes sexuales, Hunter —negó él con voz
tensa—. Esto es un homicidio, nada más.
—Entiendo —Tori le cogió el papel a Malone—. ¿Es usted católico, Stan? No
lo sabía.
El teniente asintió.
—Conocía al padre Michael. Era un buen hombre.
—Vale, con tacto.
Tori cogió la chaqueta del respaldo de su silla. Era un día frío y lluvioso de
enero y ya tenía ganas de que volviera el verano. No hacía ni dos meses que
habían dejado de ir a su barco con regularidad, pero había sido un verano ideal y
lo echaba de menos. Sam y ella habían pasado en el lago casi todos los fines de
semana y habían podido conocerse sin tener que preocuparse por una
investigación de asesinato en curso. Habían llegado a estar tan unidas que Tori se
preguntaba cómo había podido vivir sin Sam antes de conocerla. Aunque la
respuesta estaba clara, al fin y al cabo: en realidad no había vivido sino que se
había limitado a existir.
Llamó a Sam mientras iba en coche a la cercana Saint Mary’s. Amy y ella
todavía estaban en el restaurante.
—¿Y si Amy te lleva hasta la iglesia?
—Vale. Además ya habíamos terminado. Nos vemos allí.
Nada más colgar el teléfono, una furgoneta de televisión casi se la llevó por
delante. Tori le dio al claxon resistiendo a duras penas el impulso de sacarles el
dedo.
—Idiotas.
Llegó al aparcamiento de la iglesia al mismo tiempo que la furgoneta y sacó
la placa para acercarse a sus ocupantes.
—¿Dónde coño creéis que vais? Esto es la escena de un crimen, no puede
entrar la televisión.
—Inspectora Hunter, tenemos que dejar de encontrarnos así. La gente va a
empezar a hablar.
Gimiendo para sí, Tori se volvió a tiempo de ver cómo una periodista
pelirroja bajaba de la furgoneta. Lo primero que emergieron, incluso mucho
antes que el resto de su cuerpo, fueron unas piernas de infarto. Melissa Carter
acababa de terminar la universidad y estaba haciendo todo lo posible por ganarse
un puesto de presentadora en el telediario de la noche. También estaba haciendo
todo lo que podía por conseguir una cita con Tori. Sam no dejaba de bromear
sobre el tema.
—Señora Carter, haga el favor de mantener a su equipo fuera del perímetro.
Ya hemos hablado de esto, «escena del crimen», ¿recuerda? No es tan difícil de
entender.
—Ni se nos ocurriría interferir en su investigación, inspectora. Solo hemos
venido en busca de la noticia. Por supuesto, me encantaría que me concediera
una entrevista en exclusiva luego —ronroneó.
Tori enarcó una ceja.
—Hable con mi teniente.
Se fue derecha hacia los agentes de uniforme que había apostados al pie de la
escalera de la iglesia.
—Aseguraos de que no van a ninguna parte.
—Sí, señora.
Tori observó los enormes portones de la iglesia antes de volver a dirigirse a
los agentes.
—A todo esto, ¿dónde está la rectoría?
Le respondió el más joven.
—Es el edificio que hay detrás de la iglesia. La furgoneta del equipo forense
ya está allí.
—Muy bien. ¿Y cómo está de periodistas?
—Lleno. Pero hemos puesto la cinta policial —el policía señaló al equipo de
televisión—. A esos ya los han echado de la parte de atrás.
—Qué bien. La odio —refunfuñó Tori mientras rodeaba la iglesia.
Detrás había un patio con varios parterres bien cuidados y una escultura
religiosa en el centro de cada uno. Hervía de actividad, lleno de gente reunida a
la espera de noticias, sobre todo sacerdotes y algunas monjas.
—Inspectora Hunter, por fin. ¿Dónde está su compañera? —preguntó otro
policía uniformado.
—Está de camino. ¿Quién está dentro?
—La policía científica y el equipo forense.
—Aseguraos de que la televisión no se acerca. Parece que hoy no tengan
otras noticias que dar.
Tori entró en la rectoría. Rita Spencer estaba agachada junto al cuerpo. Ahora
la forense y ella se llevaban mejor; trabajar en el caso de un asesino en serie unía
mucho.
—¿Has encontrado algo, Spencer? —quiso saber Tori con la mirada fija en el
cuerpo.
El sacerdote parecía más joven de lo que había supuesto. Rita alzó los ojos
hacia ella y asintió.
—Hunter, ¿te han asignado el caso?
—Eso parece —Tori lanzó una mirada circular a la estancia. La policía
científica estaba sacando huellas dactilares de una lámpara caída—. ¿Qué
tenemos?
—Estrangulación. Probablemente con un cinturón estrecho o con una cuerda.
¿Ves la forma de los hematomas? —le dijo y señaló las marcas de ligaduras que
tenía alrededor del cuello.
—¿Por qué crees que está desnudo?
Se miraron a los ojos.
—Hay sangrado rectal.
Tori frunció el ceño.
—¿Le han violado?
—No hay signos de trauma ni fluidos visibles. Podría haber sido consentido.
Quizá no podamos saberlo.
—¿Consentido? Madre mía, es un cura. Esperemos que le hayan violado
porque no quiero ser yo la que anuncie que estaba teniendo sexo consentido —
Tori hizo una pausa pensativa—. Un momento. Y si es algo de eso...
¿Estrangulación autoerótica era? ¿Se llama así?
—Asfixiofilia. Es posible. Es difícil de demostrar sin un compañero sexual o
alguien que supiera que la practicaba —Rita miró a Tori de nuevo—. Y por eso
esperaba que vinieran los de Víctimas Especiales, no Homicidios.
Tori suspiró.
—¿Hora de la muerte?
—La temperatura del hígado indica que lleva muerto seis o siete horas.
Tori miró su reloj.
—Es casi la una. ¿Sabes quién le ha encontrado?
—Creo que el ama de llaves. El equipo de emergencias la ha llevado a la
cocina.
Tori asintió.
—¿Le harás la autopsia tú o Jackson?
—Seguramente querrá ocuparse él, Hunter.
Tori asintió de nuevo.
—Lo entiendo.
Atravesó la casa hasta el despacho en donde la policía científica seguía
recogiendo huellas.
—¿Cómo va?
—Hay múltiples huellas. En todas las habitaciones. Posiblemente la mayoría
son de los sacerdotes de la diócesis —contestó uno encogiéndose de hombros—.
Y del ama de llaves. Supongo que podemos procesarlas y descartar las que
coinciden.
—¿Descartarlas? ¿Y por qué íbamos a descartarlas? Buscamos a un asesino.
—Hunter, son sacerdotes.
—Son humanos. Quiero informes de todas las huellas que encontréis, como si
son del obispo en persona.
Pasó a la siguiente habitación y levantó las cejas con gesto interrogativo hacia
los científicos que estaban pasando la luz negra por encima de la cama.
—Está limpia, no hay restos de fluidos.
—¿Ha interrogado alguien al ama de llaves?
—No, está en la cocina.
Tori recorrió el pasillo hacia la parte trasera de la casa y se detuvo a observar
a la mujer que lloraba en silencio antes de entrar en la cocina. Cuando
finalmente carraspeó, la anciana levantó los ojos hinchados y enrojecidos hacia
ella.
—Soy la inspectora Hunter. Según me han dicho, usted encontró el cuerpo.
—Qué horrible, qué horrible... ¿Quién ha podido hacer algo así?
—Bien, eso es lo que vamos a averiguar, pero necesito hacerle algunas
preguntas. ¿Se siente con fuerzas?
La mujer, que manoseaba un viejo y sobado rosario, pasando las cuentas con
dedos temblorosos, se santiguó una vez y luego se guardó el rosario en la palma
de la mano.
—Sí, estoy bien. Les ayudaré en todo lo que pueda, por supuesto que lo haré.
Tori acercó una silla y se sentó enfrente de ella. Ojalá hubiera llegado Sam. A
ella se le daban mejor aquellas cosas, era más sensible, mientras que Tori no
solía perder el tiempo con comentarios amables.
—¿Cómo se llama?
—Alice. Alice Hagen.
Tori asintió.
—Alice, ¿a qué hora le encontró?
—Era casi medio día, hoy iba tarde. Normalmente llego a las diez, pero mi
marido no se encontraba bien y estaba cuidándolo. Tiene enfisema —apartó la
mirada enseguida—. Antes era fumador.
—¿Con qué frecuencia viene? ¿Cada día?
—No, no. Los lunes, los miércoles y los viernes.
—¿Y alguien más...?
—¿Hunter? Hemos encontrado algo —las interrumpió el jefe del equipo
científico haciéndole una seña desde el pasillo.
—Lo siento, discúlpeme un momento, señora Hagen. Enseguida vuelvo.
Tori le siguió de vuelta a la sala de estar y luego al exterior. Ya fuera, alzó el
rostro hacia el cielo gris y se frotó la llovizna que le caía sobre el pelo.
—Hemos encontrado esto en los arbustos —le dijo el policía y le mostró lo
que parecía un pijama de hombre—. También un cinturón —hizo que Tori lo
siguiera—. Tenemos huellas de pisadas; vamos a sacarles un molde. Solo hay
dos y una está borrosa, como si corriera.
—Genial. A lo mejor encontramos huellas en el cinturón —opinó Tori
observando cómo metían el cinturón en una bolsa de pruebas—. O fluidos en la
ropa —le dedicó un gesto de cabeza al agente que los había encontrado—. Buen
trabajo, aseguraos de que le llega el cinturón a Spencer, a ver si concuerda con
las marcas del cuello.

***

Sam se abrió paso apresuradamente entre la multitud congregada bajo la fina


lluvia repartiendo disculpas a diestro y siniestro. Vio a Tori junto a la casa y
aminoró la marcha con una sonrisa involuntaria en los labios. Tori se veía tan...
tan poderosa con la situación bajo control, y Sam se sentía tan atraída hacia ella
como un año antes cuando la habían trasladado a Homicidios. Negó con la
cabeza despacio, maravillada de lo mucho que había cambiado su vida desde
entonces. Había ocurrido lo más inesperado: se había enamorado de una mujer.
Y por primera vez se sentía completamente feliz y satisfecha con su vida, tanto a
nivel profesional como personal. No dejaba de deleitarse de saber que Tori y ella
podían acabar de trabajar al final del día y llevar una vida completamente
diferente en casa: una vida que consistía en conocerse lejos del trabajo y del
estrés de los casos de asesinato. Tal como había sospechado, Tori tenía un
sentido del humor endiablado. Era una parte de su personalidad que había
enterrado durante el tiempo que se había mantenido al margen de la vida, pero
poco a poco había ido abriéndose y ahora casi podía decirse que Sikes y ella eran
uña y carne, cosa que Sam nunca habría creído posible.
Mientras la estaba mirando, Tori enderezó la espalda y ladeó la cabeza. Y,
como cada vez, se volvió y atrapó la mirada de Sam en un instante. Solo acusó
su presencia curvando ligeramente los labios y arqueando una ceja antes de
devolver su atención a Mac.
«¿Pero cómo lo hace?»
Sam se dio prisa porque la lluvia empezaba a hacerse más intensa. En la
rectoría pasó junto a Rita Spencer que ya se preparaba para sacar el cuerpo.
—Rita —la saludó.
Rita le devolvió el saludo con la cabeza.
—El ama de llaves sigue en la cocina. Creo que Hunter no ha llegado a
interrogarla.
—Gracias.
Sam miró en derredor asimilando la actividad del dormitorio antes de
atravesar el pasillo hacia la cocina. Se detuvo en el umbral y le dedicó una
sonrisa leve a la anciana, que se volvió hacia ella con las mejillas empapadas de
lágrimas.
—Soy la inspectora Kennedy. Lo siento, pero no me han dicho su nombre.
—Alice Hagen. ¿No es horrible, inspectora?
—Sí, señora, sí lo es —Sam sacó una de las sillas de la mesa de cocina y
tomó asiento—. ¿Es usted quien encontró al padre Michael, Alice?
—Entré por la puerta de la cocina, como siempre. Pero estaba todo demasiado
silencioso. Me di cuenta de que pasaba algo.
—Dígame lo que vio.
—Bueno, le llamé, pero no me contestó. Al principio pensé que a lo mejor
estaba en la iglesia, pero siempre trabajaba en su despacho preparando su
sermón hasta que le llevaba la comida.
—¿Venía usted cada día?
—No, como le decía a la otra policía, vengo tres días a la semana. Los otros
dos días se las apaña solo —sonrió—. O alguna de las feligresas le acerca un
plato de comida —se inclinó hacia delante—. Todo el mundo le apreciaba. Nadie
quería que le faltara de nada —añadió en voz queda.
Sam asintió.
—Así que le llamó. ¿Entonces qué hizo?
—Bueno, antes que nada fui a su despacho, pero antes de abrir la puerta le
vi... Oh, Dios mío, le vi allí tumbado, desnudo.
—¿Dónde estaba cuando le encontró, Alice?
—En la sala de estar. Estaba allí... En el suelo —terminó con un susurro.
Sam asintió de nuevo y alargó la mano para tocarle el brazo a la mujer.
—Dígame qué ha encontrado fuera de sitio. La sala de estar parece
desordenada, como si hubiera habido una pelea.
—Ah, sí. Yo siempre la tengo muy limpia. Estaba hecha un desastre, terrible.
—Lo entiendo. ¿Ha tocado algo? ¿Le tocó a él?
—Oh, no. No he tocado nada. Bueno, el teléfono, ya sabe, cuando les llamé
—respondió.
Sam tomó algunas notas y levantó la mirada cuando oyó pasos que se
acercaban. Era Tori, que le dedicó una mirada fugaz antes de centrarse en Alice
Hagen.
—Señora Hagen, discúlpeme, pero... tengo algunas preguntas más si no le
importa.
—Claro que no, agente.
—Discúlpeme también por ser tan directa, pero ¿estaba usted al corriente de
si el padre Michael tenía algún...? Bueno, ¿algún compañero sexual?
La mujer dejó escapar un respingo que sonó casi como un gemido.
—¿Sexual? ¡Era sacerdote! Pues claro que no tenía... compañeros —se
enjugó los ojos con un pañuelo sin dejar de llorar—. ¿Qué clase de policía es
usted?
Tori se pasó la mano por el pelo, brillante por las gotas de lluvia.
—Por supuesto, perdóneme —miró a Sam—. ¿Hemos terminado?
Sam se levantó.
—Sí, gracias, señora Hagen. Ha sido de gran ayuda —le dio una tarjeta a la
mujer—. Si se le ocurre algo más, lo que sea, le ruego que me llame.
Salió al pasillo en pos de Tori, en donde la hizo detenerse tocándole el brazo.
—¿Compañeros sexuales? —murmuró.
—O eso o lo han violado. Sabremos más después de la autopsia.
—¿Que lo han violado? —Sam miró a su espalda. La señora Hagen seguía
sentada al fondo del pasillo—. Vale, ¿vamos a buscar testigos? Había mucha
gente en el patio, otros curas y monjas. A lo mejor alguien ha visto algo extraño.
—Es obvio que el padre Michael vivía solo. ¿Los demás dónde viven?
—No estoy segura, pero la central de la diócesis y el seminario están aquí.
También hay un pequeño convento a un par de manzanas. No me cabe duda de
que se ha corrido la voz.
Sam señaló a un sacerdote que hablaba con un policía en el otro extremo del
pasillo.
—Eso parece una visita oficial.
Tori siguió la dirección de su mirada y Sam se dio cuenta de que el sacerdote
en cuestión, mayor que ellas, las miraba. Era un hombre con sobrepeso, de cara
redonda e inflada. Se quitó el sombrero negro y se les acercó. Tenía dos matojos
de pelo cano sobre las orejas, pero aparte de eso estaba calvo como una bola de
billar.
—Discúlpenme, soy monseñor Bernard. Me envía el obispo Lewis —se
presentó tendiéndoles la mano a ambas inspectoras—. Los policías de ahí fuera
me han dicho que van a encargarse de investigar esta tragedia, ¿es así?
Antes de que Sam tuviera ocasión de responder, Tori se le adelantó.
—Soy la inspectora Hunter y esta es la inspectora Kennedy. ¿Qué podemos
hacer por usted?
—Como he dicho, me envía el obispo Lewis para supervisar la situación. De
momento.
Tori arqueó una ceja.
—¿Supervisar?
—En lo que se refiere a la prensa, principalmente. Somos conscientes de lo
que parece, inspectora, y la diócesis de Dallas no puede sufrir un nuevo
escándalo de ninguna manera.
—Monseñor, si tiene información sobre la vida privada del padre Michael,
tiene que decírnoslo ahora.
—Si lo que insinúa es que el padre Michael tenía comportamientos
inapropiados, inspectora, se equivoca totalmente. El padre Michael tiene un
historial impecable y nunca ha dado ni el menor motivo para dudar de su
rectitud.
—¿Entonces qué escándalo intenta evitar exactamente? —quiso saber Sam.
—Si la prensa publica que han encontrado a un sacerdote desnudo y hay
pruebas de actividad sexual, ¿cree que incluirán las palabras violación o agresión
en sus artículos? No, asumirán directamente que ha habido conductas sexuales
inapropiadas, y eso no lo podemos permitir.
—Monseñor, ¿cómo sabe qué pruebas se han encontrado? Todavía no hemos
hecho público ningún dato.
Sonrió, pero sacudió la cabeza al mismo tiempo.
—No voy a aburrirlas con la cadena de información, inspectoras. Lo que
queremos que aparezca en su informe oficial para la prensa es que ha sido
agredido sexualmente para que los periodistas no decidan utilizar sus propias
palabras.
—Lo siento, no puedo hacer eso —dijo Tori—. No sé si ha sufrido una
agresión sexual o no, y no lo sabremos hasta que el forense prepare su informe.
En ese momento le sonó el móvil y se lo sacó del cinturón para contestar.
—Perdóneme —murmuró y volvió a meterse en la cocina.

***

—Hunter, acaban de llamar de la UIC.


Tori puso los ojos en blanco. Los de la UIC —la Unidad de Investigación
Criminal— se creían el maldito FBI.
—¿Y?
—No podemos hablar con la prensa sobre este caso. Se van a encargar ellos.
Creo que ya han enviado a alguien para allá.
Tori suspiró.
—Fantástico, teniente. ¿Y también se van a encargar ellos de la investigación
de las narices?
—Oye, ya te dije que iba a ser un caso delicado. Al parecer el obispo ha
hablado con el alcalde y el alcalde en persona ha llamado al jefe de policía. A la
iglesia le preocupa que...
—Le preocupa que haya un escándalo sexual. Lo que no parece preocuparles
demasiado es su cura muerto, solo lo que dirán los periódicos.
—Bueno, con lo que detestas hablar con los periodistas, creía que te
encantaría la noticia —espetó Malone. Tras una pausa, prosiguió—. Bueno,
¿habéis encontrado algo en la escena del crimen?
—Han encontrado un pijama y un cinturón debajo de unos arbustos. Es
posible que el cinturón sea el arma del crimen. En la casa hay múltiples huellas,
pero ahora mismo no tenemos nada.
—Bien, pues hay que encontrar algo.
—¿Me lo dices o me lo cuentas? —musitó Tori después de colgar.
Sam seguía hablando con el prelado en el pasillo. Monseñor Bernard era tan
orondo que a su lado Sam parecía diminuta.
—Bueno, parece que han respondido a sus plegarias —le informó Tori—.
Están enviando a alguien que controle a la prensa.
—Gracias, inspectora.
—Le aseguro que yo no he tenido nada que ver. Ahora, si nos disculpa —
zanjó ella pasando junto a él e indicándole a Sam que la siguiera.
—¿Quién va a venir?
—La UIC.
—¿La UIC? ¿Van a quedarse el caso?
—Ojalá —Tori se detuvo, miró al cielo y calculó mentalmente cuánto faltaba
para que estallara la tormenta—. Vamos a ver si alguien ha visto algo esta
mañana.
—¿Y por dónde empezamos?
—No sé, pilla a una monja.
Sam sonrió.
—¿Que pille a una monja?
Se miraron a los ojos y Tori se permitió esbozar una sonrisa rápida.
—A lo mejor debería quedarme yo con las monjas. Tú tienes más experiencia
con los curas.
—Mi hermano no cuenta, pero puede que tengas razón. Creo que tienes
menos papeletas para cabrear a las monjas.
—Muy graciosa, inspectora —dijo Tori.
Y echó a andar hacia un grupo de cuatro monjas que las observaban.
Capítulo 2

—Hunter, he oído que hoy te has acercado a una iglesia y no te ha fulminado


ningún rayo —dijo John Sikes con una carcajada.
—Muy buena, Sikes. Siempre puedo contar contigo para poner un toque de
humor en una muerte —replicó Tori cogiendo su taza de café.
Tras observar el líquido oscuro, probablemente hecho hacía horas, optó por
una botella de agua y cogió una del mini frigorífico que había en el rincón.
—He oído lo del cura, pero ¿qué pasa con nuestro sin techo?
—Por fin tengo un testigo que ha identificado la fotografía de Stewart, pero...
—¿Es otro sin techo?
—Exacto. El abogado de la defensa se lo merendaría sin pestañear —explicó
Tori, que sacó la silla con el pie para sentarse—. Lo pasamos bien el sábado por
la noche. Gracias por invitarnos.
—Ah, no hay problema. Normalmente nos reunimos al menos una vez al mes
para jugar. Siento que tuvierais que venir por separado.
Tori se encogió de hombros.
—Es mejor no correr riesgos.
—No tenía ni idea de que Sam supiera jugar a póker.
—Estuve enseñándole la semana pasada. Ha aprendido muy rápido.
—Parecía estar pasándoselo muy bien —Sikes se apoyó en la esquina de la
mesa de Tori—. Y Ronnie es un gilipollas —añadió en voz baja—. Lo siento.
—Sam puede defenderse sola, no fue nada grave.
—Sí, pero la que me preocupaba eras tú. Tendrías que haberte visto la cara
cuando intentó besarla.
Tori sonrió.
—No sabe lo cerca que estuvo de que le metiera la pistola por el culo.
John se echó a reír, se enderezó y se metió las manos en los bolsillos.
—Bueno, ¿y qué ha pasado con el cura?
—Aún no lo sé. Lo encontraron desnudo y estrangulado. Spencer ha
encontrado rastros de sangrado rectal, pero todavía no sabemos si fue agredido o
si fue consentido. Jackson hará la autopsia.
—Joder. Más te vale que el informe del forense diga que ha sido una agresión
porque si no esto va a convertirse en un circo.
—Ya es un circo. La UIC ha tirado de galones y se ocupan de los medios.
Creo que les da miedo que pueda decir algo fuera de tono.
—¿Cómo se les habrá ocurrido tal cosa? Igualmente, ¿el caso no deberían
llevarlo los de Víctimas Especiales? Vamos, creía que para eso habían creado esa
brigada, para que no nos caigan estas mierdas...

***

Sam observó a Tori y a Sikes reír juntos desde el otro lado de la sala. El año
anterior a duras penas se soportaban y ahora eran muy amigos. Tori necesitaba a
un amigo, a alguien más en su vida aparte de Sam que la convenciera de que era
una buena persona y de que se merecía una amistad. En fin, aún podía
comportarse como una bruja, sobre todo cuando las cosas no iban como ella
quería, pero por fin se estaba quitando la armadura y estaba permitiendo que los
demás vieran a la persona de la que Sam se había enamorado. Y Sam sabía que
John Sikes no era inmune al encanto de Tori. Había ido con ellas a menudo al
barco que tenía en el lago de Eagle Mountain porque amaba la pesca casi tanto
como la propia Tori.
Tori pareció sentir su presencia y se volvió hacia ella suavizando la expresión.
En su propia comisaría no tenían que ir con tanto cuidado porque, aunque nadie
lo mencionaba en voz alta, todos sabían que estaban juntas. Hasta Gary Walker,
el nuevo compañero de Donaldson, lo sabía. Por supuesto, ni qué decir tenía que
no iba a salir de allí. Por lo que al resto de inspectores respectaba, si el teniente
Malone no tenía ningún problema, ellos tampoco.
—¿Intentabas darnos un susto?
—Algún día a lo mejor lo hago —le dio un apretón a John en el brazo al
llegar—. ¿Qué hay, Sikes? ¿Dónde estabas esta mañana?
—Ramírez quería comprobar una corazonada. Nos hemos pasado media
noche y toda la mañana vigilando un bar de barrio en Oak Cliff.
Sam arrugó la nariz; detestaba las misiones de vigilancia.
—Lo siento. ¿Ha habido suerte?
—Claro que no —se alejó del escritorio—. Hablamos luego.
Sam se inclinó sobre la mesa y le preguntó a Tori:
—¿Tú has tenido suerte con las monjas?
—No, ¿y tú? ¿Lo has pasado bien en el coche patrulla?
—No, no me han dejado jugar con nada.
Sam cogió el informe a sabiendas de que Tori ya había pasado sus notas al
ordenador, y les echó un vistazo rápido para ver lo que había añadido su
compañera tras hablar con las monjas.
—El padre Michael era muy popular.
—Eso parece.
Sam se acodó en el escritorio sin apartar la vista de Tori.
—¿Quién en su sano juicio mataría a un sacerdote?
Tori se apoyó en el respaldo de la silla y volteó un lápiz entre los dedos.
—La gente mata por venganza. Por ira. Por despecho. La gente mata por
diversión —alzó las cejas—. Para matar a un cura, ¿cuál de esas sería la mejor
razón?
—La venganza —repuso Sam encogiéndose de hombros. Después lo pensó
un segundo—. O la ira.
—¿Y por qué te cabrearías con un cura?
Sam abrió mucho los ojos.
—Me cabrearía con un cura si ha abusado de mí.
Tori asintió.
—Así que nuestro asesino podría ser un antiguo monaguillo perdido por la
ira. O por el deseo de venganza.
—Pero monseñor Bernard ha dicho que no había ninguna queja sobre el padre
Michael y que nunca había dado muestra de comportamientos inapropiados —le
recordó Sam.
—Bueno, solo porque lo haya dicho él no quiere decir que sea verdad.
Sam se mordió el labio inferior y esbozó una sonrisa. Ella se había criado
como católica y su hermano era sacerdote, así que ni siquiera se le había
ocurrido que el prelado estuviera mintiendo.
—Eso no estaría bien.
—Sam, solo porque sea cura no podemos asumir nada. No asumas que no nos
están ocultando nada, ni que el padre Michael no mantuvo relaciones sexuales
consentidas. Y no asumas que solo porque sean curas no son humanos.
Sam estuvo de acuerdo.
—Tienes razón. Ya sé que mi visión está un poco sesgada.
—Y yo soy demasiado cínica —admitió Tori—. Necesitamos llegar a un
punto medio. A lo mejor deberíamos...
—¿Hunter? —gritó Fisk desde el mostrador de la entrada—. La científica por
la línea dos.
—Qué rápido —comentó esta antes de pulsar el botón de manos libres—. Soy
Hunter. ¿Qué tenéis?
—Hemos sacado una huella completa del cinturón, Hunter. Coincidía con una
parcial que había en la lámpara.
—¿Algún nombre?
—Juan Hidalgo. Se pasa la vida entrando y saliendo de la cárcel. Agresión,
robo a mano armada, posesión.
—¿Me puedes enviar los detalles por correo electrónico?
—Lo acabo de hacer.
—Gracias —miró a Sam—. ¿Juan Hidalgo? Creo que una de las monjas le
mencionó.
Sam fue pasando páginas del informe para revisar sus notas.
—Aquí está. Es el encargado del mantenimiento. Trabaja tres o cuatro días
por semana.
Tori abrió el correo electrónico y lo leyó por encima antes de imprimirlo.
—Tenemos una dirección. En Little Mexico.
—Pues claro que Little México, cómo no.
Sam miró a su alrededor con la esperanza de hallar a Tony en su mesa. La
experiencia les había demostrado que a veces era útil que las acompañara un
policía que hablara español, pero Sikes y Ramírez se habían esfumado.
—Vamos a contárselo a Malone —dijo Tori, que se encaminó al despacho del
teniente sin perder un segundo.
Sam la esperó en las escaleras con unas llaves en la mano. Tori sonrió de
oreja a oreja cuando las vio.
—¿Te han dado el Lexus?
—Tú solo te mereces lo mejor, Hunter —respondió Sam en tono seductor.
Se quedaron en pie junto a la puerta mirándose a los ojos, y Tori sonrió. Se le
fueron los ojos a los labios de Sam durante un segundo, pero fue suficiente. Sam
tomó aire al notar que los ojos de su compañera se oscurecían.
—¿Cómo puedes hacerme eso con solo mirarme? —le susurró Sam.
Tori se limitó a seguir sonriendo mientras bajaban las escaleras y le rozaba la
espalda a Sam con la mano.

***

Tori conducía mientras Sam releía el correo electrónico y buscaba la dirección


en el portátil.
—Es un bloque de pisos. Debería ser en la próxima manzana.
—Joder, pues está hecho una mierda —murmuró Tori mientras se preguntaba
si Juan Hidalgo vivía solo o con su familia—. Tiene peor pinta que mi edificio.
—Oh, yo diría que son por un estilo, cielo.
Tori se echó a reír.
—Cuesta trescientos dólares al mes de alquiler. No puedes superarlo.
—Especialmente cuando en realidad no vives allí.
—¿Ya quieres que lo deje?
—Tori, no has puesto un pie en tu apartamento desde mayo.
—¿Tanto tiempo ha pasado?
Sam alargó la mano y le apretó el muslo a Tori.
—Puedes quedártelo el tiempo que quieras.
Tori aparcó junto a la acera y apagó el motor.
—Ya no necesito quedármelo, la verdad. Sencillamente no he tenido tiempo
de pensar en llevarme mis cosas. Además, ¿qué iba a hacer con ellas?
—Pues deja de pagar el alquiler y punto. Le darán tus cosas a los necesitados.
Tori levantó los ojos hacia el edificio de tres plantas y se dirigió a la entrada
principal junto a Sam. Una de las puertas estaba trabada para que no se cerrase y
el frío de enero entraba a raudales.
—Creo que tengo una botella de whisky —musitó Tori.
—¿Qué?
—En mi apartamento. E informes antiguos y cosas así.
Sin darle tiempo a Sam a contestar, probablemente porque no esperaba
ninguna respuesta, Tori empezó a subir las escaleras. Informes. Informes sobre el
asesinato de su familia. Se dio cuenta de que no había mencionado a su familia
desde la noche en que le contó a Sam cómo los habían matado, pero se había
quedado copias de todos los informes antiguos del caso.
—¿Y por qué no los traes a casa? —quiso saber Sam.
Tori se paró a medio peldaño. A casa. Cómo le gustaban aquellas palabras.
Después de que terminase la investigación de Asuntos Internos el año anterior,
Sam había dejado su apartamento y las dos se mudaron a un complejo de
apartamentos menos nuevo escondido en el lago White Rock. Era un lago
pequeño en comparación al enorme Eagle Mountain, que era donde tenían su
barco, pero allí estaban a solo dos manzanas del lago de la ciudad y Tori iba
muchas tardes a pescar y a disfrutar de un poco de soledad. Sam comprendía que
necesitaba tranquilidad, tiempo para sí misma, y nunca se lo había reprochado.
Tori también sabía que así le dejaba tiempo libre a Sam para que saliera con sus
amigas, sobre todo con Amy.
¿Pero deshacerse de su antiguo apartamento? Bueno, en realidad estaba
tirando trescientos dólares al mes solo por mantenerlo.
—Vale —dijo al fin mirando a Sam.
—¿Vale qué? —frunció el ceño Sam.
—A lo mejor voy al apartamento este fin de semana y empaqueto unas
cuantas cosas.
Sam sonrió sorprendida.
—Ah, vale. Genial.
Tori se detuvo en la segunda planta y contempló la escalera oscura.
—Tenía que vivir en el tercero, ¿no?
—¿A ti te huele mal aquí?
—Sí. Ya te he dicho que era peor que mi edificio.
Antes de que Sam pudiera contestar, se volvieron al oír pasos apresurados en
los pisos inferiores. Dos policías de uniforme aparecieron corriendo escaleras
arriba.
—¡Apártense, señoras! —les gritaron, y pasaron a su lado sin dejar de correr.
Tori y Sam se apretaron contra la pared para dejarles paso y, cuando se
alejaron, Tori los fulminó con la mirada por la espalda.
—Idiotas —murmuró.
—¿Qué posibilidades hay de que vayan al mismo apartamento que nosotras?
—Con la suerte que tenemos seguro que asustan a nuestro tío —Tori reanudó
la subida acelerando el paso—. Vamos.
Llegaron al piso de arriba sin aliento y se encontraron con una conmoción al
final del pasillo. Se oían gritos en español, voces que se pisaban las unas a las
otras.
—¿Cuál es nuestra puerta? —quiso saber Tori entre jadeos.
—Trescientos doce.
—Pues la leche —rezongó Tori recuperando el aire—. Ellos están en la
trescientos doce.
Tori se quedó en el umbral y observó el caos en el interior. Los dos policías
intentaban apartar a la muchedumbre congregada alrededor del cuerpo que había
en el suelo, sin éxito. Uno de los agentes la vio y le dio el alto.
—No puede entrar, señora, tiene que volver al pasillo. Esto es la escena de un
crimen.
—Y ya veo que estáis haciendo un gran trabajo asegurándola —replicó
sacando su placa—. Inspectoras Hunter y Kennedy. Homicidios.
—Vaya, qué velocidad. Normalmente tardáis una hora en aparecer.
Tori miró en derredor.
—¿Quién es toda esta gente y por qué coño están contaminando esta escena
del crimen?
Las voces subieron de tono, las rápidas palabras en español se intercambiaban
como una lluvia de flechas con Tori en el centro de la vorágine. Al final, la
inspectora levantó los brazos y dio un grito.
—¡Silencio! ¡Que se calle todo el mundo!
Cuando por fin se hizo el silencio y lo único que se oía era el llanto
desconsolado de una anciana, Tori prosiguió.
—¿Alguien habla mi idioma?¿Por favor? ¿Inglés?
Permanecieron callados sin decir esta boca es mía y sin apartar la mirada de
ella, así que volvió a intentarlo.
—¿Inglés? ¿Nadie?
Finalmente hubo un hombre que dio un paso adelante.
—Sí, un poco.
Tori apretó los dientes. ¿Por qué coño no habría aprendido nunca a hablar
español?
—¿Cómo te llamas?
El hombre asintió.
—Héctor Ybarra.
Tori señaló al hombre del suelo.
—¿Quién es él?
—Juan. Juan Hidalgo.
Al oírlo, la anciana rompió a sollozar de nuevo. Tori y Sam cruzaron una
mirada y esta asintió y salió al pasillo con el móvil en la mano.
—¿Su madre? —le preguntó Tori a Héctor.
—Sí, es la mamá.
—Muy bien, pídeles a todos que salgan del apartamento, por favor.
Él frunció el ceño. Tori se rascó la cabeza para no perder los nervios.
—Marchaos. Fuera. Largo —dijo agitando las manos hacia la puerta.
—Sí.
Tori le cogió del brazo.
—Tú no.
Esperó a que los demás fueran conducidos fuera. Los agentes tuvieron que
sacar a la anciana a la fuerza.
—¿Emergencias? —le preguntó a Héctor.
—Yo llamo.
Puso la mano como si fuera una pistola y apuntó a Juan con ella.
—¿Lo ves?
—No, no —contestó él y se señaló la oreja—. Oye.
Tori señaló la puerta.
—¿Y mamá lo ha visto? ¿Vivía con él?
—No, no. Al lado.
—Vale, gracias —le indicó la puerta—. Vete.
Se volvió hacia el cadáver del único sospechoso que tenían.
—Bueno, pues menuda mierda.
—¿Cómo de mal? —preguntó Sam a su espalda.
—Está completamente contaminado. Para empezar han movido el cuerpo.
Parece que le han dado la vuelta. Y alguien ha pisado la sangre —añadió
enseñándole las huellas.
—La ventana está abierta. Con el frío que hace hoy no creo que la abriera
para que entrara el aire y menos ahora que casi es de noche.
Tori rodeó el cuerpo con cuidado de no tocar nada.
—La escalera de incendios está justo aquí.
—¿La han bajado?
Tori se asomó a la ventana y suspiró.
—Sí —se volvió a la puerta otra vez—. Pero no han forzado la cerradura. A
lo mejor conocía al que le disparó.
Oyeron algo de movimiento en el pasillo y Mac asomó la cabeza dentro.
—Señoras, volvemos a encontrarnos.
—Lo siento, Mac, pero debía de haber unas diez personas aquí dentro cuando
llegamos —la informó Sam—. No sé si vas a encontrar demasiado.
—Lo examinaremos todo bien —le prestó atención al cuerpo—. Mierda,
¿quién ha pisado mi charco de sangre?
Sam se encogió de hombros.
—Tampoco hablan inglés.
Se apartó para dejar entrar a Rita, que acababa de llegar con su maletín
médico y la cámara de fotos colgados uno de cada hombro.
—Vaya, debe de ser la primera vez que llegáis antes que yo a una escena —
comentó.
—Sí, vinimos con la esperanza de encontrarlo vivo, no muerto —explicó Tori
— ¿Cómo es que te han vuelto a enviar a ti?
—Jackson ha empezado a hacerle la autopsia a vuestro sacerdote —Rita se
agachó y sacudió la cabeza—. Le han movido —levantó la vista de golpe—.
¿Quién coño ha movido mi cadáver?
—Supongo que su madre —contestó Tori—. O cualquiera de las otras nueve
personas que había aquí metidas.
—Bueno, y ¿por qué tenéis vosotras a este? ¿No tenéis bastante con el
sacerdote?
—Te presento a Juan Hidalgo. Nuestro único sospechoso del asesinato del
padre Michael.
—Mierda, Hunter. ¿Qué posibilidades hay de que sea casualidad?
—Yo diría que ninguna.
Se volvió hacia Sam, que seguía hablando por teléfono. Su expresión intensa
le hizo suponer a Tori que estaba describiendo la escena. Cuando colgó miró a su
compañera a los ojos.
—El teniente dice que quiere que Sikes y Ramírez se ocupen de este caso, no
nosotras.
—¿Y por qué no nosotras?
Sam cerró el teléfono y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.
—Bueno, para empezar por el idioma. Y porque ya tenemos dos casos
abiertos.
Tori señaló a Juan Hidalgo.
—Este caso está relacionado con el del cura. ¡No ha sido casualidad, joder!
—se sulfuró.
Sam solo pudo encogerse de hombros.
—Tú misma, llámale si quieres. Yo solo te digo lo que me ha ordenado.
Tori negó con la cabeza.
—Perdona —dijo en voz queda mirando alternativamente a Sam y a Rita. «
Ordenado»—. De acuerdo, Spencer, nos vamos. Los chicos se pondrán en
contacto contigo.
—Me muero de ganas —murmuró Rita con aire ausente sacando la cámara
para ponerse manos a la obra.
Capítulo 3

—¿Cena o ducha primero?


—Ducha —contestó Tori que ya estaba sacándose la sudadera por la cabeza.
—¿La compartimos? —preguntó Sam en voz baja y sensual.
Tori se detuvo en seco y se volvió hacia Sam, que le sostuvo la mirada con
suavidad. El ardiente deseo que se reflejaba en sus profundidades no dejaba de
maravillarla. Asintió.
—Claro. La compartimos.
Tiró la sudadera encima de la cama y se quitó los zapatos de una patada. Sam
hizo lo mismo bajo su atenta mirada y se le cortó la respiración cuando se quitó
la camiseta interior y vio que no llevaba sujetador. Tori se le acercó lentamente
al tiempo que se quitaba el sujetador deportivo y lo tiraba al suelo sin mirar.
—Eres tan preciosa, Sam —le susurró apretándole los pequeños pechos.
Sam se rindió a sus caricias, atrajo a Tori para sí y la besó en la boca.
—Ducha —murmuró.
Tori era plenamente consciente de que ducharse juntas era una de sus cosas
favoritas; no hablaban, solo se acariciaban y frotaban en silencio bajo el agua
caliente. Sam le bajó la cremallera de los vaqueros con mucha práctica y le
rodeó las caderas con las manos para estrujarle el firme trasero hasta arrancarle
un gemido.
—Te juro que nunca me canso de esto.
Tori sonrió contra sus labios y se apartó.
—Venga, a la ducha —le recordó.
Llevó a Sam al baño y la soltó solo el tiempo indispensable para que las dos
se quitaran el resto de la ropa.
Capítulo 4

—Espere, ¿una asesora? ¿Para qué diablos queremos una asesora?


Malone suspiró.
—Por si no lo sabes, el jefe no tiene por qué darnos explicaciones, Hunter. Lo
único que sé es que llegó en avión desde Boston anoche y que viene de una
empresa de relaciones públicas de altos vuelos.
Tori paseó de un lado a otro frente a la mesa, bajo la silenciosa mirada de
Sam. Cuando por fin se detuvo, con los brazos en jarras, la frustración era
evidente en su rostro.
—¿Cómo coño se supone que vamos a hacer nuestro trabajo con una maldita
asesora de relaciones públicas siguiéndonos a todas partes? Si no queríamos un
circo, aquí lo tenemos.
—No va a seguiros. Se ocupará sobre todo de los medios de comunicación.
Emitirá comunicados formales para la diócesis y gestionará las preguntas. Y si
tenemos preguntas que hacerle a la diócesis, se las haremos a través de ella. Pero
no tendrá nada que ver con la investigación, Hunter —el teniente la miró
fijamente—. Así que siéntate, por favor.
—¿Cuánto vamos a tener que ocultar lo que ha descubierto la policía
científica? —preguntó Sam—. La prensa querrá información.
—Bueno, he ahí la belleza del plan, Kennedy. No tenemos que ocultar nada.
Todos los comunicados de prensa saldrán desde jefatura.
Tori se le quedó mirando.
—No me había dado cuenta de que la Iglesia católica tuviera tanto poder
sobre nosotros, teniente.
—Creo que el obispo Lewis es muy amigo del alcalde, Hunter. Pero eso no es
asunto tuyo.
Ella se encogió de hombros.
—Da igual, es que me jode que los políticos se metan en nuestras
investigaciones.
Todos se volvieron al oír que llamaban suavemente a la puerta. Malone les
indicó a Sikes y Ramírez que pasaran.
—En este caso vamos a hacer un esfuerzo de equipo, Hunter. Es obvio que no
podemos considerar la muerte de Juan Hidalgo una coincidencia, así que
asumiremos que está relacionado con el padre Michael. Tony, quiero que John y
tú os ocupéis de eso —hizo una pausa—. Hunter, Kennedy y tú poneos con el
sacerdote. Sé que ya habéis interrogado a algunas personas, pero vais a tener que
ir más allá. Averiguad cuáles eran sus rutinas, qué visitas recibía en la rectoría
con más frecuencia.
—Saint Mary’s es una iglesia muy grande y tiene varios sacerdotes —
intervino Sam—. ¿Alguna idea de por qué el padre Michael acabó viviendo en la
rectoría, pero los demás no? No creo que fuera por antigüedad en el servicio, con
lo joven que era.
Malone sacudió la cabeza.
—Yo no es que fuera a la iglesia cada domingo. Conocía al padre Michael de
las pocas veces que he ido, pero no tengo ni idea de cómo estaba montado el
tema de su alojamiento.
—Parece que la rectoría tiene varios dormitorios así que, a lo mejor, no era el
único que vivía allí. Tendría algún compañero —sugirió Sam.
Sin embargo, Tori negó con la cabeza.
—Las dos hablamos con el ama de llaves y no mencionó en ningún momento
que viviera alguien más allí. Los otros dos dormitorios eran demasiado
impersonales; no eran más que habitaciones para invitados.
—Hunter, veo en tus notas que Juan Hidalgo llevaba trabajando varios años
allí —comentó Sikes—. ¿Pero por qué le seguían contratando? Lleva siete años
entrando y saliendo de la cárcel. Incluso ha cumplido condena por robo a mano
armada. La última vez fue en junio del año pasado por posesión de marihuana.
—Son una iglesia. Supongo que les va el rollo de reformar y rehabilitar —
respondió Tori—. ¿Por qué si no?
—Puede que no lo supieran —dijo Tony—. Quiero decir que, si era un
feligrés que necesitaba trabajo, dudo que le hicieran una búsqueda de
antecedentes.
—¿Y la única huella que había en el cinturón era suya?
—Suya y del padre Michael.
Tori se levantó y empezó a pasear de nuevo.
—Entonces, Hidalgo sorprende al padre Michael practicando sexo con
alguien. Se vuelve loco, destroza la habitación y ahuyenta al otro tío —se paró
un segundo—. O tía, al fin y al cabo son todo suposiciones —se dio la vuelta con
los brazos extendidos—. Coge el cinturón, estrangula al cura. Entonces le entra
el pánico, agarra el pijama y el cinturón y escapa.
—Si se toma la molestia de coger el cinturón, ¿por qué iba a tirarlo en los
arbustos donde lo más fácil es que lo encuentre cualquiera? —preguntó Sam.
—Y yo no estoy de acuerdo en asumir que tenía un compañero sexual, Hunter
—apuntó Malone—. Aún no tenemos el informe del laboratorio y Jackson no
nos ha pasado los resultados de la autopsia —le recordó.
—Vi el cuerpo, hablé con Spencer. Había pruebas de actividad sexual y no
había señales de que hubiera sido forzada.
—Bueno, intentamos averiguar quién lo mató, no si estaba acostándose con
alguien o no —zanjó Malone—. Que no se te olvide.
—Bien, a no ser que la autopsia nos diga algo que no esperamos, todo lo que
tenemos son pruebas circunstanciales que relacionan a Hidalgo: una huella en
una lámpara tirada y otra en el cinturón. Tiene que haber un motivo. No faltaba
nada de valor, así que el móvil no pudo ser el robo.
—¿Y si el padre Michael averiguó algo sobre Hidalgo, que había estado en la
cárcel? A lo mejor Hidalgo tuvo miedo de perder su trabajo. Eso podría ser un
motivo —aventuró Sikes.
—Ya, pero a Hidalgo le pegaron un tiro en la cabeza a bocajarro —le recordó
Sam—. Así que, si consideramos que los dos asesinatos están relacionados,
quien mató a Juan Hidalgo sabía lo del padre Michael.
—¿Sabía el qué del padre Michael? —quiso saber Tori—. ¿Que lo habían
matado? ¿Que se acostaba con alguien? ¿El qué?
—Vale, puede que la muerte de Hidalgo haya sido una venganza por haber
matado al padre Michael —aventuró Sikes.
Tori asintió.
—Eso querría decir que hay una tercera persona.
—De acuerdo, volvamos al principio —indicó Malone—. Al padre Michael
le mataron entre las cinco y las seis de la mañana, según las conclusiones
preliminares de Spencer. Nosotros llegamos a la escena del crimen ayer antes de
la una de la tarde. A las tres nos informaron de la huella que habían encontrado
en el cinturón. Y, antes de las cuatro, matan a Hidalgo de un disparo. Diez horas.
Sam se echó hacia delante y repiqueteó en el escritorio de Malone con los
dedos.
—Parece obvio, ¿no?
Él la miró.
—¿El qué?
—Quien quiera que estuviera con el padre Michael, a quien sorprendió
Hidalgo, él o ella sabría que Hidalgo le había matado. Oye en las noticias que el
padre Michael ha sido asesinado y sabe quién los vio en la rectoría así que, para
protegerse a sí mismo y también a la memoria del padre Michael, mata a
Hidalgo.
Malone se encogió de hombros.
—Es una teoría, Kennedy, y bastante floja.
Tori asintió.
—Y estamos basando todas nuestras suposiciones en que Hidalgo sea nuestro
asesino. También podría ser que se encontrara al padre Michael muerto, le tocara
y entonces se asustara. A lo mejor cogió el cinturón y el pijama, a lo mejor
estaban al lado del cuerpo y se los llevó para proteger al sacerdote. Pero cuando
sale se encuentra con el verdadero asesino, que sigue ahí, así que Juan suelta el
cinturón y el pijama y echa a correr. Deja sus huellas dactilares en el cinturón y
la huella de sus pisadas en el suelo, pero no es el asesino —elaboró Tori. Se
encogió de hombros—. Pruebas circunstanciales.
—Solo una cosa —opinó Ramírez—. ¿Qué hacía Juan Hidalgo en la rectoría
a las cinco de la mañana?
—Además, creo que estamos pasando otra posibilidad por alto —apuntó
Sikes—. Nadie ha tenido en cuenta que Hidalgo fuera el compañero sexual y que
por eso estuviera allí de madrugada.
—Ah, venga ya, hombre. Hidalgo era una sabandija —rebatió Ramírez—.
Imposible.
—¿Por qué no? —insistió Sikes—. Se acuestan, Hidalgo se vuelve loco por
cualquier motivo y mata al padre Michael. Se lleva el cinturón y el pijama
porque piensa que pueden tener ADN.
Tori se echó a reír.
—John, ¿de verdad crees que Hidalgo habría sido lo bastante meticuloso
como para preocuparse por los restos de ADN?
—Tengo que darle la razón a Tori —dijo Sam—. Vimos a Hidalgo, dónde
vivía. No tenía televisión, su familia no habla nuestro idioma. Dudo mucho que
supiera cómo trabaja la policía científica y qué pruebas pueden encontrar —se
encogió de hombros—. Además, no se llevó las pruebas ni las escondió, sino que
las encontramos tiradas entre los arbustos como si quisiera que las
encontráramos.
—Lo cual nos devuelve a la teoría de que le sorprendiera alguien. Se asusta y
tira la ropa y el cinturón. Luego escapa.
—De nuevo, tendríamos a una tercera persona —glosó Sikes.
Tori suspiró.
—Y seguimos sin tener ni móvil ni sospechoso.
Capítulo 5

Sam dejó el bolso en su mesa y se fue derecha a la máquina de café.


—Tori no me deja parar a tomarme un café de verdad —explicó observando
la jarra—. ¿Cómo está de malo esta mañana? —le preguntó a John.
—Define malo.
Sam arrugó la nariz mientras lo vertía y se preguntó por qué no se pasaba a
las infusiones o algo así.
—¿Dónde está Tori?
—Ha ido al laboratorio. Jackson avisó de que ya tenía los resultados.
John miró más allá de Sam e hizo un gesto con la cabeza para señalar a la
mujer impecablemente vestida que acababa de entrar en la sala.
—Mira qué guapa.
—¿Es la asesora? —susurró Sam.
—Un poco irónico, ¿no crees?
—¿A qué te refieres?
—Bueno, ya sabes que la postura de la Iglesia católica no es demasiado
amable con los tuyos. Me sorprende que hayan puesto a una lesbiana a trabajar
para ellos.
Sam se volvió hacia él con el ceño fruncido.
—¿Una lesbiana?
Volvió a prestar atención a la atractiva joven que estaba hablando con
Malone. Llevaba un traje negro ajustado a las finas caderas, tenía una larga
melena rubia lisa y el maquillaje aplicado a la perfección. Mientras hablaba, el
diamante del anillo que llevaba en el dedo refulgió. Sam negó con la cabeza.
—No es gay, John.
Él se rio.
—Hay que joderse, todavía no te funciona nada el radar, ¿eh? —se le acercó y
bajó la voz—. ¿No has visto cómo anda? Tiene andares de chulita, como Hunter.
Y te apuesto diez pavos a que cuando te estreche la mano te crujirán los dedos.
—Seguro que a Tori le encantará saber que crees que tiene andares de chulita.
A mí me parece tremendamente sexy.
Él le dio un codazo.
—¿Así que 10 pavos?
—Hecho, porque no es gay ni de broma.
John carraspeó.
—Estamos a punto de averiguarlo.
Malone guio a la bella mujer hacia ellos con una sonrisa en los labios. Sam
dudaba mucho que sonriera tanto si Tori estuviera allí sabiendo lo que pensaba
de la asesora.
—Kennedy, Sikes, os presento a Marissa Goodard. Es la asesora de la que os
hablé.
—En realidad es Goddard, teniente —corrigió ella y sonrió a Sam—.
¿Kennedy o Sikes?
Sam miró al teniente de reojo y vio que estaba algo azorado. No estaba
acostumbrado a que lo despacharan tan deprisa.
—Samantha Kennedy.
—Encantada de conocerte, Samantha.
Sam aceptó la mano que le tendía y casi hizo una mueca cuando se la estrechó
con fuerza entre sus dedos de hierro. Luego observó cómo le daba la mano a
Sikes.
—John Sikes. Un placer, señora Goddard —sonreía de oreja a oreja al mirar a
Sam—. Diez dólares —vocalizó en silencio.
—¿Dónde está Hunter?
—En el laboratorio, teniente.
—¿Ya tienen algún resultado para nosotros?
—Spencer le ha hecho la autopsia a Hidalgo y ya está todo menos el análisis
de tóxicos. Jackson iba a reunirse con ella —explicó Sam.
—Averigua cuándo volverá. Quiero que nos reunamos con la señora Goddard
esta mañana porque tendrá algunas preguntas antes de comparecer ante la prensa
por la tarde.
—Por lo que sé el alcalde ha organizado una rueda de prensa después de
comer —añadió la señora Goddard—. ¿Quién va a preparar el comunicado
oficial del departamento de policía?
—De eso también se está encargando la oficina del alcalde.
Ella sonrió.
—Ya veo. Bien, comprendo que se trata de una situación delicada. No nos
gustaría que alguno de nuestros agentes dijera algo fuera de tono.
—Somos conscientes de lo delicado del asunto, señora Goddard —replicó
Sam con una nota de irritación—. Pero también es muy inusual que la oficina del
alcalde supervise una investigación de asesinato.
—Créeme, Samantha, no te gustaría estar en el punto de mira de los
periodistas cuando tienen preguntas sobre un sacerdote asesinado. Es un
escándalo en potencia y pueden llegar a ser despiadados —volvió a sonreír—. Y,
por favor, llámame Marissa.
—Por supuesto.
—Y esa tal Hunter —continuó golpeando impaciente su reloj de oro con la
yema del dedo—. Tengo varias citas concertadas y no tengo tiempo para retrasos
—miró significativamente a Sam—. No tendremos problemas con su
puntualidad, ¿no?
Sam abrió la boca para contestar, pero volvió a cerrarla. Echó un vistazo a
Malone antes de obligarse a sonreír.
—La llamaré.
Cogió a John del brazo y le arrastró con ella hacia la puerta.
—Ay, esto va a ponerse divertido —le susurró.

***

Tori esperó pacientemente sentada a que Jackson desenvolviera un chicle y lo


doblara en tres trozos idénticos antes de metérselo en la boca. Era un hábito que
la irritaba y la fascinaba a partes iguales, pero había aprendido que Jackson no
estaba listo hasta terminar el ritual del chicle. Por fin se puso las gafas de leer y
abrió el informe arrugando las cejas. Tori se inclinó hacia delante.
—Estás forzando mi buen humor, Jackson. ¿Qué tenemos?
—Perdona, Hunter. No había tenido oportunidad de leer el informe de
Spencer sobre Hidalgo —levantó la mirada—. No es que tengamos mucho, la
verdad. Una única herida de bala en el lóbulo temporal derecho. Calibre 38. Los
análisis de tóxicos aún no han llegado, pero su nivel de alcohol en sangre era de
0,9.
—Joder, como una cuba.
Jackson asintió y le pasó el informe.
—Este es el informe preliminar de Mac. Por lo que sé la escena estaba
contaminada.
—Sí, estábamos allí —asintió Tori hojeando los papeles sin notar nada
inusual. Lo cerró y alzó la mirada—. ¿Y el cura?
Él sacudió la cabeza.
—Sobre él tampoco hay mucho. La causa de la muerte fue estrangulamiento.
No hay hematomas extraños salvo los del cuello. El sangrado rectal parece ser
debido a un acto sexual reciente. No hay fluidos. No hay señales de trauma que
apunten a una agresión, pero eso no quiere decir necesariamente que no lo fuera,
solo que no hemos encontrado hematomas que lo sugieran. El toxicológico
llegará esta tarde, pero los análisis preliminares están limpios —se apoyó en el
respaldo de la silla—. El cinturón que encontraron en los arbustos coincide con
las marcas del cuello.
—Gracias, Jackson. ¿Te importa enviarle el informe final sobre Hidalgo a
Sikes por correo electrónico?
—Claro, no hay problema.
—¿Y el informe de Mac sobre el cura lo tienes ya?
Él negó con la cabeza.
—Todavía está trabajando en ello. Ahí tenían mucho más que procesar.
—Vale, pues voy a meterle prisa. Gracias.
Tori estaba ya en la puerta cuando Jackson la llamó.
—Hunter, ¿de qué va eso que he oído sobre una empresa de relaciones
públicas?
—No sabemos mucho más. La oficina del alcalde está de acuerdo. Es una
empresa cara de Boston. Malone dice que llevaron el escándalo de abusos de la
Iglesia hace unos años.
—Es poco habitual gestionar a la prensa así. Al final a lo mejor los cabrea
más y les da por investigar más a fondo en lugar de dejarlo estar.
—Este caso tiene escándalo escrito por todas partes. Sí, va a ser difícil
controlar a la prensa, con asesora o sin ella.
Jackson metió el informe meticulosamente en una carpeta y la dejó en un
extremo de la mesa.
—Bueno, puede que Mac haya encontrado algo útil para ti.
Sin embargo, no fue así. No del todo.
—No hay fluidos —la informó Mac cuando se reunió con él en el laboratorio
—. Pero hay restos epiteliales de dos personas diferentes en el dormitorio
principal.
Tori enarcó las cejas. Los restos de tejidos ayudarían, pero seguían siendo
pruebas circunstanciales.
—¿En la cama?
—En las sábanas —confirmó Mac—. Unos coinciden con el ADN de vuestro
sacerdote muerto. La otra muestra está sin identificar.
Tori le miró de hito en hito.
—Es de un hombre, pero no sabemos quién —aclaró él. Ojeó sus papeles—.
Tenemos trece huellas útiles en la rectoría. Las hemos pasado todas por la base
de datos, pero solo hemos identificado la de Hidalgo.
—Vamos a intentar conseguir los nombres de las personas que tenían algún
motivo para estar allí. Para empezar el ama de llaves, como es obvio.
Normalmente conseguiríamos una orden para cogerles las huellas a todos para
ver si coinciden, pero con la oficina del alcalde de por medio, la UIC metiendo
las narices y ahora encima una asesora para la iglesia, diría que será difícil que
nos la den.
—¿Una asesora?
—Sí, mira. Si tengo que hablar con alguien de la iglesia, tengo que pasar por
la asesora antes. Y si la encantadora, pero tocapelotas, Melissa Carter del Canal
Cinco me pregunta algo, también puedo mandarla a la mierda y que persiga a la
asesora en lugar de a mí.
Mac se echó a reír.
—Bueno sí, está buena, pero he oído que es un coñazo.
—Lo es —suspiró pesadamente Tori—. Bueno, Mac, ¿y qué más tienes?
—Las huellas de pisadas eran de un 44 y coincidían con un par de zapatos
que hallamos en casa de Hidalgo —se encogió de hombros—. Causa de la
muerte, estrangulamiento. El arma del crimen es el cinturón. En el cinturón
hemos encontrado las huellas de Hidalgo —volvió a encogerse de hombros—.
Como he dicho, no hay mucho. A lo mejor con relacionar la huella es suficiente.
—Trabajaba allí. No sería raro que sus huellas estuvieran fuera, ¿no? —
repasó el informe de Hidalgo otra vez—. Y en la escena del crimen no había
nada. ¿Qué hay de la escalera de incendios?
—Hay huellas parciales, eso es todo. Pero podrían ser de cualquiera. A lo
mejor dejaron la ventana abierta como distracción. No hay muestras de que
forzaran la entrada. ¿Podríamos asumir que el asesino entró y salió de la misma
manera?
—¿Y cómo habría tenido tiempo de escapar después de disparar sin que nadie
le viera? A juzgar por toda la gente que había en el apartamento, fueron
corriendo en cuanto oyeron el tiro.
—Bueno, míralo de esta manera —dijo Mac—. Disparas. ¿Te da tiempo a
abrir la ventana, salir, desplegar la escalera de incendios y bajar sin que te vea
nadie de la habitación?
Tori asintió lentamente.
—Tienes razón, la salida más rápida habría sido la puerta. Pero, si fue así,
tampoco habría tenido tiempo de abrir la ventana.
—A lo mejor ya estaba abierta. A lo mejor Hidalgo la abría siempre.
Tori inspiró hondo y expiró lentamente.
—Así que tengo a un cura muerto que creemos que mató Juan Hidalgo. Y
ahora tenemos a Juan Hidalgo muerto y ninguna prueba de quién lo ha matado
—miró a Mac—. ¿Alguna sugerencia?
Él meneó la cabeza.
—Lo siento, Hunter. Pero sí hemos encontrado cuatro huellas utilizables en el
apartamento que no eran de Hidalgo. No hemos encontrado coincidencias y
tampoco son las mismas que las huellas sin identificar que tenemos de la
rectoría.
—Bueno, les diré a Sikes y a Ramírez que intenten identificar esas cuatro
huellas —se levantó de la silla—. Gracias, Mac.
—Mañana tendremos los análisis de tóxicos. A lo mejor hay algo.
—Sí, mantenme informada.
Capítulo 6

—¿Dónde has estado? —siseó Sam cuando Tori se presentó en comisaría a las
once con toda la calma del mundo. Echó un vistazo rápido hacia el despacho de
Malone—. Esa mujer es como una piraña.
—Ya te he dicho por teléfono que por mí como si salta de un puente. No
trabajo para ella —soltó Tori, que sacó la silla con el pie y le tiró los informes a
Sam—. Mac me ha hecho copias. Nos enviará el informe definitivo por correo
electrónico seguramente mañana.
Sam lo leyó por encima.
—¿Algo que destacar?
—No, la verdad es que no. El nivel de alcohol en sangre de Hidalgo estaba
muy por encima del límite permitido. Todavía no tienen el toxicológico
completo. Y el cura no tiene señales de traumas relacionados con una agresión
sexual. Ah, y había restos de ADN de otro hombre en la cama.
Sam alzó la vista y sus miradas se encontraron.
—Este caso apesta —musitó.
—¡Hunter! —le gritó Malone desde el umbral.
Sam y Tori se volvieron hacia él y él se las quedó mirando con los brazos
extendidos.
—¿Qué cojones? Llevo una hora esperando.
—Estaba en el laboratorio.
Señaló el pasillo.
—Sala de reuniones. Ya. ¿Sikes? ¿Ramírez? Vosotros también.
—¿No lo ves un poco alterado? —susurró Tori.
—Creo que la asesora le da miedo. Pasó de él delante de mí y de Sikes.
Caramba, me da miedo hasta a mí.

***

Malone tomó asiento en la cabecera de la mesa.


—Ya se ha presentado todo el mundo, Hunter. Esta es Marissa Goddard, de
Boston.
Marissa sonrió y le dedicó un educado gesto de cabeza a Tori.
—Inspectora Hunter, un placer conocerla al fin —miró su reloj de pulsera—.
Llega una hora tarde.
Tori la miró fijamente y se retiró la manga despacio para mirar ella misma su
reloj.
—En realidad, llego bastante pronto. El laboratorio nunca se da tanta prisa
con los informes, así que supongo que la oficina del alcalde sacó toda la
artillería. Es una lástima que todas nuestras víctimas no sean curas.
Marissa se inclinó hacia delante.
—No iremos a tener un problema con esto, ¿verdad? Porque me da la
impresión de que tiene un problema, inspectora.
—¿Problema? El problema es tenerla a usted en el equipo durante una
investigación de asesinato.
—Hunter, tranquila —le advirtió Malone mirando a Sam de reojo.
Tori notó que Sam le apoyaba la mano en el muslo y le daba un apretón. Se
tensó un momento y luego se relajó. Malone retomó la palabra.
—Como decía, la señora Goddard estará al tanto de los detalles del caso y se
dirigirá a los medios en nombre de la diócesis. El capitán la quiere al corriente
de todo. Lo que les diga o no les diga no es asunto nuestro. Lo mismo digo de la
UIC —miró directamente a Hunter—. ¿Está claro?
—No me siento cómoda compartiendo los detalles de un caso con una civil,
teniente.
—Bueno, al jefe no le importa si te sientes cómoda o no, Hunter.
—¿Una civil? Yo no me llamaría exactamente civil, inspectora. Estamos en el
mismo equipo después de todo.
Tori se echó hacia delante.
—Yo no tengo a gente que no conozco en mi equipo —le dijo en tono
monocorde—. Y no te conozco.
Marissa sonrió.
—Bueno, pues entonces habrá que arreglar eso, ¿no? —se volvió hacia
Malone—. ¿Podemos continuar? Tengo otra reunión en cuarenta y cinco
minutos.
El teniente Malone inspiró hondo y Tori le notó la frustración en la cara.
—Muy bien, Hunter, ya la he informado de los preliminares. ¿Por qué no nos
pones al día de los resultados del laboratorio? ¿Has traído copias?
Levantó la carpeta que llevaba en la mano.
—Solo tengo la mía. Les enviarán todo lo que tienen sobre Hidalgo a Sikes y
a Ramírez. Mac todavía no tenía un informe completo del examen de la rectoría.
Había mucho que procesar.
Echó una mirada a Marissa Goddard, que tenía el cuaderno de notas girado en
un ángulo extraño mientras escribía sosteniéndolo como hacía la mayoría de
personas zurdas.
—Había trece huellas enteras en la rectoría —continuó—. Las únicas que han
podido identificar son las de Hidalgo. Estaban en la lámpara y en el cinturón.
—Según tengo entendido, la causa de la muerte fue el estrangulamiento con
ese mismo cinturón —dijo Marissa levantado la mirada de sus notas—. Debería
ser un caso muy fácil para usted, inspectora.
Antes de que Tori respondiera, John se enderezó en la silla y repiqueteó en la
mesa con sus perfectas uñas de manicura.
—Tener pruebas circunstanciales sin un móvil no es lo que llamaríamos un
caso fácil, señora Goddard —le dedicó una sonrisa encantadora—. Por cierto,
¿tiene planes para cenar? Sería un placer llevarla a un buen restaurante esta
noche.
Tori puso los ojos en blanco y le dio un golpecito en la rodilla a John con la
suya por debajo de la mesa. Nunca dejaba pasar una oportunidad de ligar con
una cara bonita, aunque sospechaba que Marissa Goddard no tenía el menor
interés en John Sikes.
—Muchas gracias, inspector, pero no gracias —miró fijamente a Tori—. No
hago más que leer sobre asesinatos que se cometen sin un móvil, así que estoy
segura de que eso no será un impedimento en este caso.
Tori le devolvió la mirada. Marissa tenía los ojos verdes y la miraba sin
pestañear.
—El hecho es que hay signos de actividad sexual, de lucha y tenemos a un
sospechoso muerto. Le aseguro que la falta de móvil sí es relevante en este caso.
—Inspectora, me parece que supuesta actividad sexual es la descripción
adecuada. Y estoy convencida de que lo que se concluirá es que hubo agresión
sexual, no que fuera consentido. Así que no nos adelantemos a los
acontecimientos.
Tori abrió su carpeta para buscar las notas que había tomado sobre la autopsia
de Jackson y leyó en voz alta:
—El sangrado rectal parece ser causado por actividad sexual reciente. No se
ha hallado rastro de fluidos. No hay señales de traumatismos que indiquen
agresión —levantó la mirada—. Todo apunta a que fue consentido.
Marissa sonrió y entrelazó las manos, con los codos apoyados en la mesa.
—«Apunta», inspectora. Esa es la palabra en la que debe concentrarse. No
son hechos, sino opiniones. Su opinión probablemente.
—Mi opinión basada en los resultados del examen médico.
Tori no tenía un pelo de tonta y podía jugar al mismo juego que Marissa. Esta
agitó la mano quitándole importancia.
—Y por eso no va a hablar usted con la prensa, inspectora —le sonrió de
nuevo—. Y, de todos modos, no veo qué importancia tendría eso para el caso.
—Señora Goddard, si el padre Michael tenía una aventura, podría ser el móvil
—intervino Sam—. Solo porque pensemos que Hidalgo le mató, solo porque
tengamos pruebas circunstanciales de ello, no podemos cerrar el caso y afirmar
sin lugar a dudas que Hidalgo es el asesino.
—Además, Hidalgo está muerto —apuntó Ramírez.
—No estoy interesada en su sospechoso muerto —rebatió Marissa.
—Pues parece que tampoco le interesa mucho su cura muerto —espetó Tori,
que cerró la carpeta y la dejó sobre la mesa con un golpe—. Le preocupa más
controlar los daños que encontrar a un asesino.
—Creo que encontrar al asesino es su trabajo, no el mío.
—Exacto, y por eso no va a estar en el equipo ¡y ni siquiera debería estar en
esta habitación! —rugió Tori.
Sam le cogió el muslo por debajo de la mesa al mismo tiempo que Sikes le
daba con la rodilla.
—Hunter, haz el favor... —gruñó Malone sacudiendo la cabeza.
—No pasa nada, teniente —afirmó Marissa mientras se levantaba y recogía
parsimoniosamente sus papeles—. Por el momento ya he oído suficiente —miró
a Tori y a Sam alternativamente hasta centrarse en esta última—. ¿Es igual de
apasionada con todo, Samantha?
Tori se puso tensa, pero permaneció en silencio cuando Sam le apretó el
muslo más fuerte.
—Pues la verdad es que sí lo es, señora Goddard.
Marissa arqueó las cejas, asombrada.
—Bueno, pues qué suerte.
Observó a Tori unos segundos antes de empujar la silla para levantarse de la
mesa. Al llegar a la puerta se detuvo.
—No soy el enemigo, inspectora —sonrió—. Y eso seguramente es bueno
porque estoy segura de que ya tiene demasiados.
Cerró la puerta a su espalda y Sam aflojó la mano sobre la pierna de Tori.
—¿Sabes? Creo que no me cae demasiado bien —dijo Sam con gravedad.
Los demás se echaron a reír.
—No me puedo creer que la hayas invitado a salir —le dijo Malone a John—.
¿Has perdido el juicio?
Él se encogió de hombros.
—Es mona.
Tori le dio un codazo.
—No creo que seas su tipo, John.
John se inclinó por el flanco de Tori para mirar a Sam.
—Te lo dije. Me debes diez dólares.
Malone carraspeó ruidosamente.
—¿Podemos volver al tema que nos ocupa? —miró a Tori—. Y tú, por amor
de Dios, Hunter, supéralo de una vez, anda. Va a quedarse. No veo de qué sirve
intentar cabrearla.
—Esto no es nada ortodoxo, teniente. No tiene ningún derecho a saber los
detalles de la investigación.
—¿Y no te parece que eso ya lo sé, Hunter? ¿No crees que yo ya lo he
cuestionado? Y me dijeron que cerrara el pico y siguiera las órdenes, que es lo
mismo que te digo yo ahora.
—Bueno, pues yo quiero saber qué coño está pasando. La Iglesia sospecha
algo, eso está claro, si no no estarían tan preocupados por controlar a la prensa.
No tiene ningún sentido, joder.
—Tiene todo el sentido del mundo, Tori —dijo Sam—. A mí tampoco me
gusta, pero no quiere decir necesariamente que sepan algo del padre Michael. La
reputación de la diócesis de Dallas ya quedó por los suelos con el escándalo de
abusos sexuales que se destapó hace años, y cuando el juez ordenó que se
levantara el secreto de sumario se hicieron públicos muchos intentos de
cubrirlos. No puedes culparlos por intentar proteger su reputación ahora.
—Estoy de acuerdo con Kennedy —dijo Malone—. Y si el padre Michael
tenía una relación íntima o no, no es algo que tenga que publicarse —echó una
mirada circular a la sala—. Todos sabemos que al final quedarán al descubierto
hasta los detalles más sórdidos por mucho que intenten taparlos, así que mejor
no nos preocupemos de lo que no podemos controlar. Me interesa más saber
cómo vamos con el caso.
Tori suspiró.
—Mac ha encontrado epiteliales de dos personas en las sábanas del
dormitorio del padre Michael —miró a Malone fijamente—. La otra persona es
un hombre sin identificar.
Malone tamborileó con los dedos sobre la mesa con los ojos puestos en el
techo.
—Mierda. Bueno, de acuerdo. Supongo que tenemos que dejar de asumir que
el padre Michael fuera un santo —dijo en voz queda—. Joder, tenía la esperanza
de que...
—Lo siento, Stan —le aseguró Tori.
—Bueno, en fin. Quería creer que había sido una agresión, igual que la señora
Goddard —se aclaró la garganta—. Pero, Hunter, aunque le hayas ocultado esa
información, no creas que no se enterará. Estoy bastante seguro de que está en la
lista de personas que reciben los informes.
Tori meneó la cabeza presa de la frustración.
—Lo cual es otra razón para que no esté dando vueltas por aquí. Ya sabe tanto
como nosotros y seguramente incluso más.
—Eso no hay ni que decirlo. Está bien, volviendo al tema. Tenemos un
compañero de cama —prosiguió Malone mirándolos a todos—. ¿Cómo le
encontramos?
—De las trece huellas alguna tiene que ser suya —dijo John.
—Eso contando con que la diócesis nos deje tomarles las huellas a sus curas
para que podamos ver si coinciden. Yo no pondría la mano en el fuego —apuntó
Tori.
—Creo que hay una manera más sencilla —propuso Sam—. El ama de llaves.
Tenemos que hacerle otra visita.
—Se quedó patidifusa cuando se lo preguntamos, Sam —le recordó Tori—.
Es más, creo que se ofendió.
—Sí, a lo mejor se sorprendió demasiado. Venga ya, si alguien iba a saber
algo de una aventura, tiene que ser el ama de llaves.
Capítulo 7

—¿Se refería a lo que creo que se refería? —le preguntó Sam a Tori algo más
tarde cuando veían la televisión acurrucadas juntas en el sofá.
—¿Mmm?
—Goddard. Cuando preguntó si eras apasionada. ¿Insinuaba algo?
Tori dejó escapar una risita.
—Sí, diría que insinuaba algo.
Sam le quitó el volumen a la televisión.
—¿Crees que es lesbiana? —le preguntó en voz baja como si alguien pudiera
oírlas.
Tori esbozó una sonrisa irónica.
—¿Le has pagado a John los diez pavos de la apuesta? Sam la besó en los labios.
—No hay nada en ella que me haga imaginar que es gay. ¿Tú cómo lo sabes?
—Pues de la misma manera que ella lo sabe de nosotras.
—En otras palabras, no hay ninguna manera. Lo sabes y punto.
—Sí. Sencillamente lo sabes.
—¿Crees que nos va a causar problemas?
—¿A nosotras o al caso?
Sam suspiró. Le ponía nerviosa que las descubriera ante los demás.
—A las dos cosas, supongo.
—Creo que es una locura ya solo el hecho de que esté aquí. ¿Una empresa de
asesoramiento? ¿Por un asesinato? No tiene sentido.
—Creo que solo intentan tenerlo todo bajo control. Darle un giro positivo
antes de que la prensa destape algo desagradable.
Sam se levantó y se dirigió a la cocina.
—¿Quieres más vino?
—Vale. Pero hace que parezcan culpables —Tori señaló la televisión—. El
discursito que ha soltado en las noticias no era más que mierda. ¿«Conservar la
santidad»? ¿Qué intenta con eso?
Sam regresó, sonriente, con la botella de vino en la mano. Todavía le
sorprendía un poco la aversión instantánea que se habían tenido Tori y Marissa
Goddard, aunque quizá no debería. A Tori no le gustaban los desconocidos y
nunca confiaba en nadie que no le hubiera dado razones para hacerlo.
—¿Qué? ¿Crees que digo tonterías? —quiso saber Tori.
Sam le rodeó el brazo con los dedos y le dio un ligero apretón.
—No, cariño, para nada.
Tori rio.
—Sí que te lo parece, ¿verdad?
—No, tonterías no. Solo creo que no vale la pena darle tantas vueltas. Es lo
que dijo Malone, va a quedarse nos guste o no. Igualmente tenemos que hacer
nuestro trabajo. Tori la miró a los ojos con una sonrisa.
—Sí. Pero es la mar de cargante.
Capítulo 8

—¿Es aquí?
Sam consultó sus notas y asintió.
—Sí —señaló una vieja camioneta azul—. Aparca ahí.
Tori aparcó junto a la acera detrás de la camioneta. Miró más allá del hombro
de Sam, hacia la casa estilo ranchera de ladrillo rojo. Se parecía bastante al resto
de casas de la manzana; años atrás en Dallas aquella parte de la ciudad era
seguramente un vecindario de alto standing, pero ahora con los árboles pelados,
la hierba del color marrón que tomaba en invierno y la pintura desconchada en
los aleros de los tejados, las casas se veían viejas y ajadas. Era de suponer que el
marido de Alice Hagen no estuviera en condiciones de hacer arreglos en la casa
ya que les había dicho que sufría de enfisema.
Tori cogió a Sam del brazo antes de que abriera la puerta.
—Habla tú —le dijo—. A mí no se me da bien esto.
Sam sonrió.
—Claro. Aunque va a ser la primera vez que acuse a un sacerdote de tener
una aventura.
Bajaron del coche mientras Tori hablaba.
—Sí, pero tú lo harás de un modo mucho más diplomático que yo.
Tori se detuvo ante la puerta principal y contempló las macetas que había
alrededor: las plantas estaban secas y muertas, víctimas de la helada que había
habido hacía dos semanas.
—No está muy cuidado —comentó Sam—. Después de conocerla y siendo
como es un ama de llaves lo esperaba más... prístino.
—Inspectora, ¿está usted criticando u observando?
—A lo mejor solo me dejo llevar por los estereotipos —Sam pulsó el timbre
—. Y, solo para que conste, no tengo nada de ganas de hacer esto.
Tori se le arrimó para acercarle los labios a pocos centímetros del oído.
—No te preocupes. Yo te cubro.
La puerta se abrió en ese instante y Sam le sonrió amablemente a Alice
Hagen.
—Señora Hagen, sentimos mucho presentarnos así sin avisar, pero tenemos
algunas preguntas más que hacerle —anunció. Entonces señaló a Tori—. ¿Se
acuerda de la inspectora Hunter?
Tori la saludó educadamente con la cabeza intentando pasar por alto la mirada
de suspicacia que le lanzó la mujer. Aguardaron a que Alice Hagen les diera un
buen repaso desde el otro lado de la puerta antes de abrirla por completo.
—Por supuesto, ¿qué puedo hacer por ustedes?
—¿Podemos entrar? —preguntó Sam.
La señora Hagen miró hacia la oscuridad del pasillo por encima de su hombro
antes de asentir.
—De acuerdo, pero mi marido...
—Solo le robaremos unos minutos —la interrumpió Tori.
—Bien, pasen a la cocina —se hizo a un lado—. Él está viendo la televisión
en la salita.
La siguieron dentro y la esperaron mientras cerraba la puerta. Tori se dio
cuenta de que el interior era muy diferente del exterior. Allí no había nada de
caos ni de desorden. Contempló las fotos enmarcadas que había colgadas en las
paredes y llegó a la conclusión de que los Hagen debían de ser una familia muy
numerosa porque había más de diez retratos familiares contados por encima.
Sam también se fijó en ellos y luego cruzó una mirada con Tori.
La cocina era grande y ventilada. Todas las persianas estaban subidas para
dejar entrar los primeros rayos de sol que se veían en semanas. En el centro de la
pequeña mesa de cocina había un jarrón con flores frescas. De nuevo, nada
parecía estar fuera de su sitio.
—Puedo hacerles café si les apetece —se ofreció Alice.
—Oh, no, señora Hagen, no se moleste —lo rechazó Sam con una nueva
sonrisa amistosa—. Me he fijado en las fotos del pasillo. ¿Tiene una familia muy
grande?
—Siéntense, por favor —les pidió Alice indicando la mesa y las sillas—.
Tenemos seis hijos y nos han bendecido con diecisiete nietos —informó con un
destello de orgullo en los ojos—. Sí, la verdad es que en Navidad la casa se nos
queda pequeña.
Tori se removió, impaciente, y miró a Sam de reojo, deseosa de que fueran al
grano de una vez. Estaba bien ser educada, pero tenían el asesinato de un cura
por resolver. Sam le rozó el hombro sutilmente cuando pasó por detrás de ella
para sentarse en la silla del fondo.
—Bueno, señora Hagen, de nuevo le pido disculpas por venir sin avisar, pero
tenemos que hacerle algunas preguntas sobre el padre Michael.
—No lo entiendo. Esta mañana han dicho en las noticias que lo hizo Juan —
meneó la cabeza—. Nunca lo habría dicho, siempre era tan educado, tan
agradecido por el trabajo. Jesús, si habría hecho cualquier cosa por el padre
Michael. Y ahora también lo han asesinado a él. Dios santo, es terrible.
Tori y Sam intercambiaron una mirada. La primera frunció el ceño.
¿Noticias? ¿Qué noticias? Ellas no habían oído nada, pero también era verdad
que no se habían molestado en poner la televisión aquella mañana.
—Perdone, pero todavía no hay cargos formales —la corrigió Tori—. De
momento, Juan Hidalgo es solo un sospechoso.
—Pero esa mujer ha dicho...
—¿Qué mujer? —inquirió Tori bruscamente.
—Bueno, a la que han entrevistado. Esa presentadora tan guapa del canal
Cinco, Melissa Carter, he hablado con ella esta mañana. Estaban en la iglesia.
—Joder —musitó Tori entre dientes haciendo ademán de coger el móvil. Sam
la detuvo poniéndole la mano en el brazo.
—Solo estamos siguiendo algunas pistas, señora Hagen. No estamos seguras
de que lo hiciera Juan —explicó Sam con naturalidad—. Seguro que prefiere que
no nos precipitemos y acusemos a un hombre inocente.
—Claro que no, no.
—Bien. Ahora cuéntenos algo más sobre el padre Michael. Está claro que era
muy querido. ¿Había alguien a quien hubiera podido invitar a pasar la noche con
él? ¿O alguien que pasara mucho tiempo en la rectoría?
La señora Hagen se removió, inquieta, entrelazando las manos una y otra vez
sobre el regazo, pero negó con la cabeza.
—No, nadie.
Tori se apoyó en el respaldo de la silla y dejó que Sam condujera el
interrogatorio. En su opinión era lo que mejor se le daba a su compañera porque
ella no tenía paciencia haciendo preguntas.
—La rectoría es muy grande, tiene al menos tres dormitorios. ¿El padre
Michael era el único que vivía allí? —preguntó Sam.
—Sí. Bueno, a veces se quedaban sacerdotes que estaban de visita, sacerdotes
de otras parroquias. Pero no vivía ningún otro sacerdote de Saint Mary’s.
—¿Y cómo terminó viviendo allí el padre Michael?
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, no era el mayor ni el que llevaba más años ejerciendo. ¿Por qué se
le dejó a él la rectoría para vivir y no a otro sacerdote?
La señora Hagen jugueteó con los botones de su bata azul de estar en casa.
—Eso no lo sé, pero hay más casas. Casi todos los edificios de las manzanas
de alrededor son de la iglesia.
—De acuerdo, entonces hay otros sacerdotes que tienen su propia casa.
—Algunos comparten casa, sí. Saint Mary’s es una parroquia muy grande,
inspectora. Además, cuando los sacerdotes acaban el seminario hay algunos que
se quedan unos cuantos meses antes de que los asignen a otra parroquia. Y, claro,
Saint Iglesias tiene tres sacerdotes que también viven en Saint Mary’s.
Sam hizo una pausa y miró a Tori por el rabillo del ojo. Tori se preguntaba
cuánto tiempo más sería capaz de estar allí sentada sin hacer nada antes de
exigirle al ama de llaves que le dijera quién se llevaba al padre Michael a la
cama. Tomó aire y cogió fuerzas para seguir callada.
—Señora Hagen, ¿está usted segura de que nadie más vivía con el padre
Michael?
—Yo era su ama de llaves. Supongo que lo sabría, ¿no le parece?
Tori ya se había hartado. Se levantó de golpe echando la silla hacia atrás y las
miró a ambas antes de poner los brazos en jarras y fulminar a la señora Hagen
con la mirada.
—Usted es el ama de llaves, ya. Por eso se lo estamos preguntando. Ya sé que
debe de ser difícil para usted tener que hablar sobre la vida privada del padre
Michael, especialmente cuando él no está aquí para defenderse. Pero, si
queremos averiguar quién lo ha matado y por qué, vamos a necesitar que nos
diga con quién estaba...
—Señora Hagen, por favor —intervino Sam con una sonrisa de disculpa—.
No hemos venido a juzgarle ni tampoco a hacer acusaciones falsas, pero las
pruebas nos dicen que posiblemente mantenía una relación física con otro
hombre. Se lo ruego, si usted sabe algo, tiene que decírnoslo —terminó con
suavidad.
Sin embargo, el ama de llaves negó con la cabeza y las miró con miedo antes
de apartar los ojos.
—Ya se lo he dicho, no sé nada de eso. El padre Michael era un hombre
maravilloso y un sacerdote maravilloso —afirmó enjugándose las lágrimas que
le rodaban por las mejillas—. No puedo creerme que le acusen de tal cosa. Era
un sacerdote. ¿Es que no tienen vergüenza alguna?
Tori perdió la paciencia, volvió a la mesa y agarró el respaldo de la silla con
fuerza mientras suspiraba honda y dramáticamente.
—Señora Hagen, no tenemos ni idea de por qué han asesinado al padre
Michael. Como usted dice, era una persona maravillosa. ¿Quién iba a querer
matarle? ¿Por qué? —se inclinó hacia ella. Aquella mujer mentía, estaba claro
—. Se acostaba con alguien, señora Hagen, hay pruebas de ADN que lo
demuestran. Tenemos que saber con quién.
A la señora Hagen le temblaban las manos cuando se levantó. Fue en ese
momento cuando Tori se fijó en que llevaba un rosario en la palma.
—Les pido que se marchen, inspectoras. No tengo nada más que decir.
—Señora Hagen...
—Inspectora Kennedy, ya le hemos robado mucho tiempo —zanjó Tori—.
Volvamos a comisaría.
Sam abrió la boca como si fuera a hacerle una pregunta más, pero el ama de
llaves desvió la mirada. Tori echó a andar hacia la puerta de salida sin que la
acompañaran; una vez en los escalones del porche, Sam y ella se miraron. Su
escepticismo debía de ser evidente, ya que Sam afirmó:
—Creo que miente. ¿Tú crees que miente, verdad?
—Diría que sí. ¿Has visto cómo movía las cuentas del rosario? —preguntó
Tori al tiempo que bajaba los escalones—. Tenemos que enterarnos de qué coño
ha dicho Marissa Goddard en las noticias esta mañana.
Capítulo 9

Sikes, Ramírez y Malone estaban apiñados los tres juntos y Sikes tenía la oreja
pegada al teléfono cuando Tori y Sam entraron en la comisaría.
—Eso no puede ser bueno —opinó Sam.
A Tori le sonó el móvil.
—Hunter —respondió justo al tiempo que le daba un golpecito a John en el
hombro.
Este dio un salto y colgó bruscamente el teléfono.
—Joder, Hunter, me has dado un susto de muerte. —¿Me has llamado?
—Íbamos a salir. Hemos recibido los resultados de tóxicos de Hidalgo e iba
bien cargadito, no solo de alcohol. Hay rastros de cocaína y de metanfetamina.
Tori levantó las cejas.
—¿Y?
—Tony ha hablado con su madre esta mañana. También ha hablado con
Héctor Ybarra, que es quien encontró el cuerpo.
—Sí, me acuerdo de él.
—Según ellos, Hidalgo estaba limpio. Hacía un año que no tocaba las drogas
y ya casi nunca se bebía más de una cerveza o dos. De hecho, estaba tan limpio
que era capaz de tener dos trabajos a la vez. Además de trabajar en la iglesia, era
el encargado de mantenimiento de su edificio de apartamentos.
—¿Entonces qué os parece? ¿Que se corrió una juerga, perdió la cabeza y
mató al padre Michael?
—De hecho pensábamos lo contrario —le dijo Ramírez—. Que mató al padre
Michael y luego estaba tan consternado que se cogió una buena.
—Pero seguimos sin saber por qué querría matarlo.
—Ybarra nos ha dado el nombre de un par de bares de Little Mexico a los
que solía ir Hidalgo. Vamos a ver si Juan estuvo en alguno aquella mañana.
—Suena bien. Ya me contaréis qué averiguáis —Tori se dirigió a Malone—.
No le hemos sacado una mierda al ama de llaves, por cierto.
—Veo que no habéis leído el periódico esta mañana —señaló su mesa donde
estaba el Dallas Morning News—. Goddard lleva un día en la ciudad y ya sale en
primera plana.
—La señora Hagen nos dijo que había visto en las noticias que el caso estaba
resuelto —dijo Sam—. ¿Nos hemos perdido algo? ¿La UIC ha cerrado la
investigación?
—Lo que me dijo el jefe esta mañana es que Goddard habla exclusivamente
en nombre de la diócesis. Básicamente, insinuó que el caso estaba cerrado y que
Juan Hidalgo era el asesino.
—¿Y también insinuó que Hidalgo está muerto? —quiso saber Sam.
Malone negó con la cabeza.
—He estado pensando. Hemos considerado todos los posibles escenarios
menos el de que los dos asesinatos no tengan ninguna relación y hayan sucedido
seguidos por pura casualidad.
Tori dejó caer el periódico de nuevo en la mesa y cruzó una mirada con Sam
antes de centrarse en su teniente.
—¿De verdad cree eso? Venga ya, teniente, llevamos en este trabajo
suficiente tiempo como para saber que las coincidencias no existen.
—Cierto. Solo digo que es una posibilidad y no deberíamos descartarla del
todo.
—Como última opción —aceptó Tori—. Y ahora, vamos a ver, ¿cuál es el
número de teléfono de la Goddard? ¿Alguien lo tiene?
—Yo lo tengo, ¿por? —dijo Sam.
—Porque tenemos trece huellas que identificar —cogió la tarjeta de visita que
le tendía Sam—. Creo que hay que hacer una visita a la diócesis.

***

—¿Quieres estarte quieta? —le susurró Sam observando cómo Tori paseaba de
un lado a otro sobre la mullida alfombra.
Tori se metió las manos en los bolsillos y paseó los ojos por la espaciosa sala.
Sam siguió la dirección de su mirada y contempló las hermosas pinturas al óleo
de temática religiosa que decoraban las paredes. Debían de ser del siglo
diecinueve, pensó.
—¿Qué te pasa?
Tori se sacó las manos de los bolsillos y se cruzó de brazos.
—Este sitio me da escalofríos —admitió en voz baja—. Hay demasiado
silencio.
Sam sonrió.
—Es una iglesia.
—Bueno, vale, pero no estamos en la iglesia. ¿Por qué todo es tan... solemne?
—echó un nuevo vistazo a su alrededor— ¿Tan formal?
—Vaya, inspectora Hunter, ¿te encuentras fuera de lugar? —bromeó Sam.
Tori se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros otra vez.
—A lo mejor me da miedo que me caiga un rayo, como decía Sikes.
Sam era consciente de que, aunque Tori hablara en broma, parte de ella sí
tenía miedo de aquel lugar, pero dudaba que un extraño pudiera leerlo en su
lenguaje corporal. Ese día llevaba los vaqueros y la camisa recién planchados,
con un jersey borgoña oscuro encima. Con el oscuro pelo corto tan impecable
como siempre, Tori no reflejaba más que seguridad en sí misma. Es más, la
exudaba visiblemente. Era una de las cosas de Tori que maravillaban a Sam:
daban igual las circunstancias, la situación o la gente involucrada, Tori siempre
tomaba el control y no lo soltaba.
Sonrió levemente a Tori cuando se miraron a los ojos. Tenía la impresión de
que Marissa Goddard estaba igual de acostumbrada que Tori a tener la sartén por
el mango y, aunque no dejaba de ser entretenido ver la lucha de poder que se
traían entre manos, no estaba ayudando en nada a la investigación.
—Dudo mucho que Dios descargue Su ira sobre ti en forma de rayos y
centellas —le susurró.
—¿Ah, no? ¿Será algo peor?
Sam se echó a reír.
—¿Qué te pasa? ¿Crees que Dios nos va a castigar por acusar a un sacerdote
de tener una aventura?
Divertida, Tori enarcó una ceja.
—A lo mejor nuestra penitencia es cargar con Marissa Goddard.
Las dos levantaron la mirada al oír el repiqueteo rítmico de unos tacones
sobre el mármol del pasillo que conducía a la recepción donde las habían hecho
esperar. Marissa Goddard apareció, en opinión de Sam, con un aspecto
definitivamente regio con su traje negro y una elegante camisa roja.
—Inspectoras, qué sorpresa más agradable —las saludó con una nota de
sarcasmo—. Las esperaba hace horas.
—Lo siento, nos perdimos su debut en las noticias de la mañana, si no
habríamos estado allí con usted —repuso Tori igual de irónica—. Hemos oído
que ha resuelto el caso por nosotras.
Marissa esbozó una sonrisa de suficiencia.
—Solo las estoy empujando por el buen camino. Con todas las pruebas que
hay, parece obvio que Hidalgo es el asesino que buscan.
—Las pruebas circunstanciales sin un móvil no pueden considerarse
concluyentes, señora Goddard. Creía que eso ya lo habíamos dejado claro —
replicó Tori enderezando los hombros y pisando fuerte.
—¿Ah, sí? —Marissa se volvió para admirar una pintura de la Virgen María
—. Las obras de arte de este lugar son exquisitas —murmuró devolviéndoles la
mirada—. ¿Alguna de las dos sabe de arte?
—No mucho, no —contestó Sam—. Pero son muy bonitas.
Tori se aclaró la garganta.
—¿Podemos dejarnos de cortesías, por favor? Hemos venido a trabajar.
—No me había dado cuenta de que estaba siendo cortés, inspectora. Había
imaginado que era una capacidad que no poseía —afirmó y entonces sonrió a
Sam—. Aunque su historial de compañeros parece haber mejorado ahora que la
inspectora Kennedy se ha subido al barco —ante la mirada inexpresiva de Tori,
Marissa continuó hablando—. Sí, he visto su historial, inspectora Hunter.
Impresionante. Terrorífico, de hecho.
Tori levantó una ceja.
—Gracias. ¿Cuántas leyes de protección de datos ha violado para acceder a
mi historial? —se encogió de hombros—. Es igual, no importa. Mi historial no
tiene nada que ver con este caso, a diferencia de las trece huellas dactilares que
tenemos. Queremos tomarles las huellas a los sacerdotes de Saint Mary’s. Los
sacerdotes del seminario. A toda monja que pueda haber pasado en algún
momento por la rectoría. Cualquiera que haya tenido razones para ir, en realidad.
Marissa Goddard dejó escapar una risilla.
—¿Se ha vuelto loca?
—No creo, no —respondió Tori—. ¿Por? ¿Hay algún problema?
—Supongo que cree que va a poder obtener una orden judicial para eso.
—¿Por qué iba a ser necesario? Yo habría creído que la Iglesia estaría
impaciente por encontrar al asesino del padre Michael, no que quisiera ponerle
palos en las ruedas a la investigación no aviniéndose a colaborar.
Marissa se echó a reír.
—¿Habla en serio? ¿Acusaría a la Iglesia de no cooperar?
—¿Como si ocultara algo? Sí.
—¿Ocultar el qué? No me diga que va a empezar otra vez con toda esa basura
de la aventura sexual, Hunter.
Sam miró a Tori por si tenía que intervenir antes de que aquello se les fuera
de las manos. Tori avanzó hasta estar casi nariz con nariz con Marissa.
—No te creas que no soy capaz de hablar con la prensa.
—Oh, inspectora Hunter, ni se le pase por la cabeza amenazarme —le dijo
Marissa con una sonrisa maliciosa—. No me gustaría recordarle cuál es su
posición y cuál es la mía.
Tori frunció el ceño.
—¿Su posición?
—Anoche cené con el jefe de policía y con el alcalde. Los dos son unos
caballeros muy amables. Sabe que estoy aquí porque me lo han pedido ellos,
¿verdad?
Tori suspiró.
—Maldita política. ¿Es que la Iglesia tiene fotografías incriminatorias de los
altos cargos de la ciudad o qué? —se inclinó sobre Marissa—. Me pregunto qué
diantres deben de querer ocultar. Creía que ya les habían sacado todos los trapos
sucios.
—Le aseguro que no tienen nada que ocultar, inspectora. Sencillamente no
quieren que se monte un circo mediático en torno a la investigación. El padre
Michael merece descansar en paz.
—Estoy de acuerdo, pero también merece que se haga justicia.
—Alguien ya la ha hecho, ¿no es así? Hidalgo está muerto.
Sam se cansó de oírlas porque aquello no iba a ninguna parte.
—Señora Goddard, a eso difícilmente se le puede llamar justicia —intervino
—. No sabemos seguro si Hidalgo lo hizo. Y, si fue así, seguimos sin saber por
qué.
—¿De veras importa a estas alturas? Y, por favor, llámame Marissa.
—Por supuesto. Pero sí, importa.
—Mira, Goddard, estoy harta de estos jueguecitos. Necesitamos la huellas —
retomó la palabra Tori—. Así que ve a hablar con quien tengas que hablar.
Marissa puso los brazos en jarras mirando alternativamente a las dos mujeres
hasta recalar en Sam.
—Dios, ¿cómo la aguantas? —musitó antes de alejarse con los ruidosos
tacones sobre el mármol—. Hablaré con Monseñor, no os aseguro nada.
—Gracias. Esperamos aquí —le gritó Tori.
Sam esperó a que desapareciera pasillo abajo y se volvió hacia Tori.
—Me pregunto si en circunstancias diferentes podríamos haber sido amigas.
¿Qué te parece?
—¿Estás de broma? Es borde y terca. La madre... ¿quién iba a soportarla?
Sam se rio.
—Creo que Sikes te describía más o menos así cuando empecé en la
comisaría.
—¿Sí, no? —Tori se encogió de hombros—. Bueno, supongo que era verdad,
¿no te parece?
Sam se le arrimó y deslizó la mano entre las dos para apoyársela en la cintura.
—Era verdad, cielo. Y aun así me enamoré de ti —le susurró.
Notó cómo la mirada de Tori se dulcificaba y le subía un leve rumor por la
piel inmaculada. Tori asintió.
—Era borde, ¿verdad?
Sam rio de nuevo.
—Insoportable.
Tori se acercó a examinar la misma pintura que le había llamado la atención
antes a Marissa. Luego se volvió despacio.
—Es algo irónico, ¿no te parece? Que hayan traído a una mujer para asesorar
a la Iglesia —explicó.
—Supongo.
—Quiero decir que la Iglesia católica es toda de hombres. Las mujeres no son
más que...
—¿Qué? ¿Serviles? ¿Obedientes? —quiso saber Sam que hacía esfuerzos
para no sonreír ante las reflexiones de su compañera.
—Sí, no tienen ningún poder. ¿Por qué razón querrían poner a una mujer
como portavoz?
—Bueno, para la opinión pública una mujer siempre es más empática y más
sincera —dijo Sam con las cejas levantadas—. Más creíble.
—Sí, y supongo que eso es bueno cuando les estás mintiendo.
A Sam no se le había ocurrido.
—¿No creerás que la han traído precisamente para eso, verdad?
La respuesta de Tori quedó interrumpida con la vuelta de Marissa Goddard.
—Bueno, parece que le habéis cogido en un buen día. Monseñor Bernard
accede a recibiros.
—Vaya, gracias, señora Goddard. Eres incluso más poderosa de lo que
sospechaba —comentó Tori con descaro mientras la seguía por el pasillo.
—Créeme, Hunter, yo le he recomendado que os pusiera de patitas en la calle
hasta que no tuvierais una orden, pero él insiste en cooperar en todo lo que sea
necesario —Marissa sonrió—. Y no pongáis muchas esperanzas en lo de las
huellas. No creo que le haga mucha gracia.
Sam observó divertida el intercambio de pullas. Seguía sin entender la
animadversión que se tenían porque, de acuerdo, Marissa Goddard era un poco
brusca e intransigente, pero no era la persona más detestable con la que trabajar.
De hecho, parecía tener bastante sentido del humor aunque sobre todo fuera a su
costa.
—Marissa, si me permites la pregunta —empezó Sam—, ¿cuánto hace que
eres asesora de la Iglesia?
—¿Te acuerdas hace años del escándalo que hubo en Boston? La diócesis de
allí contrató a mi empresa para supervisar la prensa y la televisión. Fue una
verdadera pesadilla —les explicó. Al llegar a la puerta, una enorme estructura de
roble con grabados, se detuvo—. Pero yo les caí bien y les pareció que había
gestionado los medios satisfactoriamente —esbozó una sonrisa confiada—. Y
por eso estoy aquí.
Llamó una vez y abrió la puerta. Sam observó a Tori mientras entraba en la
sala y miraba a monseñor Bernard. Tenía una mesa de caoba imponente.
—Adelante, inspectoras —las recibió y les señaló unas mullidas butacas de
piel que había al otro lado de la mesa—. Siéntense, por favor.
—Gracias por recibirnos, Monseñor —agradeció Sam, cortés, mientras
rodeaba a Tori para tomar asiento.
—Faltaría más. Como le he dicho a la señora Goddard, estamos aquí para
ayudar en lo que haga falta.
También le dedicó un gesto de cabeza a Tori al tiempo que abría un cajón.
—Inspectora Hunter, es un placer volver a verla.
Marissa entró en la habitación con naturalidad y se puso cómoda en el sofá de
la pared opuesta. Al final, Tori se sentó al lado de Sam e inclinó la cabeza hacia
Monseñor sin formalidades mientras él sacaba un tubo de crema del cajón y se
ponía un poco en la palma.
—Este tiempo me va fatal para la piel —comentó frotándose las manos con la
crema.
—Le agradezco que se tome el tiempo de hablar con nosotras, monseñor
Bernard. Entiendo que la señora Goddard le ha transmitido nuestra petición —
dijo Tori que sonó brusca incluso para sí misma.
—¿Tiene una petición, inspectora? No, me dijo que tenían algunas preguntas
—repuso, y guardó la crema en el cajón instándola a continuar.
Tori le dedicó una sonrisa desprovista de humor a Marissa y ella se la
devolvió.
—Es evidente que el asesino estuvo en la rectoría. Hemos encontrado trece
huellas dactilares diferentes en la escena del crimen. Nos gustaría identificarlas.
El prelado entrelazó las manos sobre el escritorio repiqueteando ligeramente
con los dedos sobre la piel del dorso de sus manos, suaves gracias a la crema.
Las observó con expresión reflexiva.
—Ya veo. Pero tengo curiosidad por la razón. Si Juan mató al padre Michael,
¿por qué les preocupa quién más había en la rectoría? Por ejemplo, estoy seguro
de que unas de esas huellas son mías. Visitaba la rectoría con frecuencia.
—Monseñor, aún no estamos cien por cien seguros de que Juan fuera el
asesino —apuntó Sam.
Claramente sorprendido, miró a Marissa.
—Lo siento, tenía la impresión de que las pruebas señalaban a Juan.
—Pruebas circunstanciales como mucho —dijo Tori—. Y no tenemos móvil
—añadió—. Es un poco difícil cerrar el caso.
—Por esa razón nos gustaría identificar las huellas y hablar con todo el
mundo.
—Bueno, me dejan perplejo, inspectoras. ¿De verdad creen que el asesino
podría ser alguien de Saint Mary’s? Cualquiera de las huellas que haya en la
rectoría estará sin duda justificada.
—Lo cual está muy bien —le aseguró Tori—. Pero nos gustaría saber quiénes
son todos. Es nuestro trabajo.
—No me siento cómodo haciendo pasar a mi gente por algo así, inspectora.
Parece que los esté poniendo en fila en una ronda de reconocimiento, como si
pensara que uno de ellos es culpable.
—En absoluto, pero no podemos investigar el caso sin saber quiénes son los
jugadores.
—En la era de las pruebas forenses, ¿me está diciendo que tiene algo más
concreto que las pruebas que incriminan a Juan Hidalgo? Tiene que haber alguna
razón para que quiera identificar las huellas —opinó—. No voy a permitir que se
haga una caza de brujas, inspectora. Estoy al tanto de lo que opina de la vida...
privada... del padre Michael.
—Monseñor, solo queremos hablar con todo el que pueda haber estado en
contacto con el padre Michael —dijo Sam—. Tuvieron que matarlo por alguna
razón. ¿Es que no quiere saber por qué?
—Lo que quiero es poder cerrar este tema y seguir adelante. Tenemos
furgonetas de la televisión aparcadas fuera cada día, el teléfono no deja de sonar
y los feligreses están muy disgustados. El padre Michael era muy popular entre
ellos: joven, activo, lleno de ideas. Lo que me gustaría es poder dar a su muerte
cierta clausura, honrarle y darle sepultura.
—Pero eso no podrá pasar hasta que sepamos quién lo mató —insistió Tori en
tono neutro.
—Sigue sin gustarme la idea de que interroguen a mi gente. Tienen los
mismos derechos que todo el mundo y creo que no tienen base legal para invadir
su intimidad de esta manera. Lo que me hace pensar que lo que busca es otra
cosa, inspectora Hunter, algún escándalo en potencia que destapar.
Tori le lanzó una mirada airada. Para Sam, aquella conversación hacía rato
que no iba a ninguna parte y estaba más que claro que Tori estaba harta.
—Dadas las circunstancias, no creo que obtengamos una orden judicial, o eso
es lo que dice la señora Goddard —Tori se volvió hacia la aludida—. Parece ser
que tiene información de primera mano del jefe de policía —volvió la mirada
hacia el prelado—. Entonces, de sus palabras debo entender que le preocupa
menos su sacerdote asesinado que proteger la puñetera reputación de esta
diócesis —levantó la voz—. ¿Qué le asusta que encontremos?
Sam abrió mucho los ojos, sorprendida por el estallido de Tori, y se contuvo
para no ceder al impulso de cogerla del brazo para tranquilizarla. Miró al
monseñor, que tenía la cara rechoncha colorada de la ira.
—Inspectora Hunter, si vuelve a hablarme así, haré que la echen de este
edificio y que no vuelvan a dejarla entrar. Nunca en la vida me habían hablado
con tanta grosería —golpeó la mesa con la palma de la mano—. ¿Es que no tiene
respeto alguno?
En ese momento Sam sí que cogió a Tori del brazo antes de que la situación
fuera a peor.
—Monseñor, acepte mis disculpas —se apresuró a interponer dirigiendo una
mirada fugaz a Tori—. Es que nos sentimos muy frustradas. Estamos en un
punto muerto, a no ser que nos ayude. Comprendo que intenta proteger la
reputación de su Iglesia, pero han matado a un hombre. A un sacerdote. A su
sacerdote. Y queremos encontrar al asesino.
Él las observó iracundo. Respiraba con dificultad en un intento de recuperar
la compostura. Inspiró hondo y, por fin, asintió.
—La señora Goddard me ha contado que su hermano es sacerdote —se tapó
la boca y tosió suavemente—. ¿De qué diócesis?
Sam desvió la mirada un segundo hacia Marissa asombrada de lo deprisa que
las había investigado. De hecho, lo interesante era el mero hecho de que las
hubiera investigado.
—Procedemos de Denver —contestó—. Él se presentó voluntario para ir a
Sudamérica nada más acabar el seminario. Lleva años en Brasil.
—Maravilloso, un hombre con convicciones. Yo pasé cinco años en
Nicaragua. Allí abajo se pone a prueba la fe de uno, eso está claro. Debe de estar
muy orgullosa de él.
Sam sonrió al monseñor.
—Sí, y sobre todo mis padres.
—Muy bien.
Asintió y luego apoyó la cabeza en el respaldo de su butaca de piel con los
ojos cerrados, como si estuviera sumido en sus pensamientos. O en sus plegarias.
Sam miró a Tori y le alegró comprobar que parecía haber recuperado el control.
Marissa, por su parte, le devolvió una mirada inexpresiva y volvió a centrarse en
el prelado.
—Muy bien —repitió este en voz queda como si hablara consigo mismo.
Se echó hacia delante y apoyó los antebrazos sobre su escritorio.
—Les concederé su petición, inspectora Kennedy. La hermana Margaret me
preparará una lista de las monjas que, por cualquier razón, hayan podido pasar
por la rectoría. También haré que me pasen una lista de los demás sacerdotes y
seminaristas. La señora Goddard las informará de los nombres.
—Disculpe, monseñor, pero no creo que sea buena idea —intervino Marissa
por primera vez—. No es responsabilidad nuestra...
—Buena idea o no, será lo que haremos —zanjó él—. Cuanto antes
completen la investigación, antes podremos recuperar la normalidad. No espero
que encuentren nada fuera de lo normal —miró a Sam de hito en hito—. Pero,
les advierto, no voy a obligarles a someterse a nada. Seguimos siendo
ciudadanos y tenemos los mismos derechos que cualquiera. Si no se sienten
cómodos dejando que el departamento de policía les tome las huellas, es su
elección —concluyó.
—Por supuesto, monseñor, lo entendemos.
Si se daba el caso, se dijo Sam, tendrían que hacer lo posible para conseguir
una orden. En aquellos momentos las huellas eran la única pista que tenían.
—Bien, ahora si me disculpan tengo otros asuntos que atender.
Se pusieron de pie y Sam le dio un codazo a Tori con la esperanza de que se
disculpara, pero, a juzgar por su expresión ceñuda y la mandíbula apretada, no
iba a ver cumplido su deseo.
—Gracias, monseñor —se despidió Sam con educación.
—Os acompaño fuera —se ofreció Marissa abriéndoles la pesada puerta.
Sin embargo, a Sam se le ocurrió una última cosa y se volvió de nuevo hacia
Bernard.
—Si me permite la pregunta, ¿cómo es que el padre Michael vivía en la
rectoría?
—¿Perdone?
—Quiero decir, ¿por qué a él se le permitía vivir allí y no a otro sacerdote?
Él frunció los labios.
—Oh, ¿pregunta por la jerarquía?
Sam asintió.
—Como en cualquier empresa, los más productivos suelen ser
recompensados —explicó—. El padre Michael era muy popular, como ya les he
dicho. También era nuestro sacerdote más capacitado a la hora de solicitar
contribuciones y donativos.
—¿Quiere decir que recaudaba más dinero que los demás?
—Exacto. Diría que es una competición que la mayoría ha aprendido a
disfrutar. Y el premio es poder vivir solos en la rectoría con un ama de llaves y
una cocinera.
—Ya veo. Bien, gracias de nuevo, monseñor.
Capítulo 10

—Ah, no, y una mierda —saltó Tori mientras le explicaba al teniente Malone
cómo había ido con monseñor Bernard. Dio un trago de su botella de agua y casi
se bebió media de golpe—. Yo perdí los estribos, pero Sam salvó la situación.
—Decirle «puñetera» a un sacerdote católico va más allá de perder los
estribos, Hunter —rio Sam—. Me extraña que no te cayera el rayo aquel que
decíamos en aquel preciso momento.
—Bueno, al menos conseguisteis lo que buscabais. Sikes y Ramírez también
tienen algo. Ya están de camino hacia aquí. Cuando lleguen nos reuniremos en
mi despacho —les dijo Malone que agitó dos carpetas en el aire—. Por cierto,
voy a retiraros estos dos. Uno es vuestro sin techo; se lo voy a pasar a
Donaldson.
—¿A Donaldson? —Tori miró a su alrededor, pero Donaldson y su
compañero no estaban—. Teniente, ya sabe lo que pienso de él. Desde que
hicieron la vista gorda con...
—Hunter, sabes que fue Adams, no Donaldson, así que dale un poco de
cancha. Ya le ha caído suficiente mierda encima con Asuntos Internos como para
que también la reciba de sus compañeros.
—Vale, pero ¿nuestro sin techo?
—¿Cuánto tiempo le habéis dedicado en estos últimos tres días?
—Tiene razón, Tori —opinó Sam—. No podemos abarcarlo todo. Además,
Donaldson está impaciente por demostrarte a ti y a todos nosotros que es un
buen inspector. Hará un trabajo excelente.
Tori la miró fijamente a sabiendas de que tenía razón.
—Es verdad, de acuerdo —asintió.
Malone sonrió de oreja a oreja.
—Gracias, Hunter, pero la verdad es que no me importaba si te parecía bien o
no. Ya está hecho —espetó y se volvió a su despacho.
—¿Sabes? Antes le habría importado si me parecía bien o no —refunfuñó
Tori con el ceño fruncido. Se preguntaba si estaba perdiendo su toque—. ¿Qué
está pasando?
Sam se echó a reír.
—A lo mejor es que te has ablandado y ya no tiene miedo de que saques la
pistola y le dispares —bromeó.
—Ablandada yo —murmuró Tori asqueada por la idea—. No me he
ablandado. No sé de qué estás hablando.
Sam se le arrimó con ojos chispeantes.
—¿Tienes idea de lo mucho que te quiero?
A Tori se le cortó la respiración como siempre que Sam le decía aquellas
palabras. A veces todavía le costaba mucho creérselas, pero al mirar a Sam a los
ojos se despejaban todas sus dudas. Cerró los ojos un instante y dijo entre
dientes:
—A lo mejor me he... ablandado.
—Si te sirve de consuelo, ahí fuera todavía eres un ogro.
—Vaya, gracias, inspectora. Es el mejor cumplido que podías hacerme.
—Sí, ya lo sé.
—¿Qué cumplido? —se interesó Sikes que acababa de llegar con Ramírez.
—La he llamado ogro —contestó Sam.
—Ah, entonces nada nuevo.
No se detuvo en su mesa, sino que siguió andando hacia el despacho de
Malone.
—Vamos —les dijo—. Creo que Malone quiere vernos a todos.
Se levantaron y fueron en pos de él. Tori le dio un codazo a Ramírez cuando
se puso a su lado.
—¿Tenéis algo bueno?
—Sí, creo que sí.
—Sentaos, sentaos —los recibió Malone—. He quedado con el jefe a las tres
y quiero tener algo que decirle —señaló a Sikes—. ¿Qué habéis descubierto?
—Que se lo cuente Tony. Mi español no es igual de bueno.
—Sí, fuimos a Little Mexico —explicó Tony—. A un bar que se llama La
Sombra, así, en español —consultó sus notas—. Hidalgo se presentó allí la
mañana del asesinato alrededor de las ocho. Empezó a beber tequila a palo seco.
—Espera, ¿el bar está abierto a las ocho de la mañana? —se extrañó Sam.
—A mí me dio la impresión de que no cerraba nunca —respondió Ramírez—.
Bueno, el caso es que Hidalgo hacía un año que no aparecía por allí. Se quedó
hasta las dos, cuando le pilló un pico a alguien —levantó la mirada—. No dieron
nombres, lo siento.
—No buscamos hacer una redada, continúa —le indicó Malone.
—Se fue con un tío que se suponía que iba a llevarle a casa. Y, atentos, el
barman con el que hablamos, Carlos, decía que Juan no dejaba de repetir que iba
a arder en el infierno por lo que había hecho. Según Carlos tenía los ojos de un
hombre muerto.
—¿Y eso qué coño quiere decir?
—Que había vendido su alma al diablo —dijo Ramírez.
—¿Se lo confesó a ese hombre? —quiso saber Sam.
Sikes tomó la palabra.
—Sí, le dijo al tal Carlos que Dios le había ordenado que matara al padre
Michael —se encogió de hombros—. Luego descubrió que en realidad no era
Dios quien se lo había ordenado. Signifique lo que signifique.
Malone se frotó la frente y meneó la cabeza.
—¿Eso es lo que tenéis? ¿Que Dios le ordenó que lo hiciera? —los miró
fijamente—. ¿Eso es lo que queréis que le diga al capitán, que ha sido Dios?
—¿Tan difícil habría sido conseguir algún nombre? —preguntó Tori—. ¿El
del tío que se le llevó a casa, por ejemplo?
Tony negó con la cabeza.
—Para nada. Ya bastante es que dejaran que les hiciéramos las preguntas que
les hemos hecho. Este tío ya habrá desaparecido. Y no me extrañaría nada que
Carlos también se haya esfumado.
Malone dejó escapar un suspiro.
—Muy bien, tenemos pruebas circunstanciales que señalan a Hidalgo. Ahora
decís que tenemos una confesión. ¿Así es cómo queréis cerrar el caso?
—Espere, espere —intervino Tori—. ¿Cerrarlo? Si Hidalgo es el asesino,
¿entonces quién le dijo que matara al padre Michael?
—¿De verdad crees que se lo dijo alguien? —preguntó Malone en tono
escéptico.
—Sí, sencillamente no creo que fuera Dios.
Tori se levantó y empezó a pasear por la habitación mientras pensaba en voz
alta.
—Así explicaríamos la falta de móvil. Juan, por sí mismo, no tenía ninguna
razón para matarle, pero es obvio que alguien quería muerto al padre Michael. A
lo mejor ese alguien sabía que Juan tenía antecedentes y podía amenazarle o
chantajearle.
—¿Pero quién iba a querer muerto al padre Michael? ¿Y por qué? Es decir,
los sacerdotes no suelen tener muchos enemigos —opinó Sam—. Al menos es lo
que yo pensaba.
—Creo que estamos perdiendo de vista algo —dijo Sikes—. Hidalgo está
muerto.
Tori asintió.
—Sí. Está muerto. ¿Quién le mató? ¿El mismo que le ordenó asesinar al
padre Michael?
—Si ese tipo es lo bastante valiente para darle matarife a Hidalgo, ¿por qué
no mató al sacerdote él mismo? ¿Para qué meter a una tercera persona? —
reflexionó Ramírez.
Tori caviló sobre ello unos segundos.
—Puede que no tuviera oportunidad.
—O le daba menos reparo matar a Juan que a un sacerdote —aportó Sikes.
—Vale, esperad —intervino Malone—. Estáis hablando en círculos. Y si esto,
y si aquello. Eso no significa nada, los hechos son lo que importa. ¿Cuáles son
los putos hechos?
—Mirad, a lo mejor es una locura —dijo Sam—, pero ¿una rivalidad entre
sacerdotes podría generar odio suficiente para cometer un asesinato?
—¿De qué estás hablando? —quiso saber Sikes.
—Monseñor Bernard dijo que la razón de que el padre Michael viviera en la
rectoría era que recaudaba más dinero que nadie —explicó Sam—. Era su
recompensa. ¿No podría ser que otro sacerdote se hubiese cabreado?
—¿Por el alojamiento? ¿Cabrearse tanto como para matarle? No, yo creo que
esto sigue teniendo que ver con el padre Michael y su vida sexual —dijo Tori
mirando de reojo a Malone—. Tenemos permiso para interrogar a los sacerdotes
y tendremos oportunidad de tomarles las huellas para ver si coinciden con las
que encontró Mac en la rectoría. Veamos quién estuvo allí y seguro que sale
algo.
—También creo que a lo mejor deberíamos pasarnos por el funeral mañana —
dijo Sam—. Me gustaría observarlos a todos. Si el asesino está allí, a lo mejor
vemos algo.
—No sé si me parece adecuado —titubeó Malone—. No quiero convertir su
funeral en un circo. Ya habrá bastantes periodistas, ¿también queremos que haya
policía?
Sam le dedicó una sonrisa arrebatadora.
—Teniente, me vestiré de domingo. Encajaré sin ningún problema.
Capítulo 11

Sam cruzó la calle, taconeando sobre el pavimento, de camino a Saint Mary’s.


Había elegido unos zapatos azul marino a juego con el traje, y llevaba una blusa
rosa para darle un toque de color. Se sonrió al recordar cómo una desganada Tori
se había ofrecido a acompañarla. Desnuda en el baño, intentaba pensar en algo
que ponerse que fuera adecuado para un funeral.
—Los vaqueros negros están recién planchados.
—No puedes llevar vaqueros a un funeral —contestó Sam mientras se
cambiaba los pendientes de brillantes que solía llevar por unos sencillos aros de
oro.
—Tengo los caquis —dijo—. Y la blusa de seda tan mona que me regalaste.
—Es enero —le recordó Sam—. Y no puedes llevar los caquis a un funeral.
—Hay demasiadas normas sobre la ropa de los funerales —rezongó Tori
aunque se le notaba el alivio en la cara.
Sam se detuvo a los pies de las escaleras de la iglesia y se fijó en la multitud
que había ya congregada aunque faltaba una hora para el entierro. También vio
que había varias furgonetas de medios de comunicación aparcadas en la calle.
Sin embargo, no dudaba por eso.
Hacía años que no había estado en misa, desde el funeral de su abuela siete
años atrás. Ya no se consideraba realmente católica. De hecho, no había ido
regularmente a la iglesia desde que se marchó de casa de sus padres.
«Estás aquí como policía», se riñó. «No como doliente.»
Aun así, titubeaba, reticente a subir los últimos escalones que la llevarían a
atravesar las puertas del imponente vestíbulo de la Catedral de Saint Mary’s.
—¿Algún problema, inspectora?
Sam se volvió y se sorprendió al sentirse tan aliviada de ver un rostro familiar
aunque fuera el de Marissa Goddard. Sonrió avergonzada de que la hubiera
pillado congelada delante de la iglesia como si tuviera miedo de entrar, pero los
ojos de Marissa reflejaban cierta comprensión.
—Yo también me crie en una familia católica —le contó Marissa—. Pero
ahora tengo tantos problemas con la Iglesia que he perdido la cuenta —sonrió
amistosamente—. Intento no dejar que sus rezos y rituales me perturben.
—Casi me había autoconvencido de darme media vuelta y volver a casa.
—No creo que en la misa detecten que seas lesbiana —bromeó Marissa—.
Vamos, puedes sentarte conmigo.
—Gracias —dijo Sam, y siguió a Marissa escaleras arriba.
—¿Dónde está tu compañera?
Sam levantó la vista hacia el cielo despejado.
—No está donde le gustaría estar un día cálido y soleado de enero, que es en
el lago pescando. Eso si pudiera librarse del trabajo. Está con Sikes y Ramírez,
no era una opción obligarla a acompañarme.
—No me sorprende. La verdad es que me cuesta imaginármela con un vestido
y zapatos de tacón —rio Marissa.
—Créeme, Tori Hunter no tiene vestidos ni creo que vaya a comprarse uno en
la vida.
Se detuvieron en la entrada, en donde los feligreses aminoraban la marcha por
la cola que había para ver el cuerpo y darle el último adiós al padre Michael.
—¿Y exactamente cómo de profunda fue la investigación que hiciste sobre
nosotras? —quiso saber Sam.
—Lo suficiente para saber que no os dejaríais influir, así que por eso insistí
en que no hablarais con la prensa —dijo Marissa—. Pero me enteré de que todo
el mundo sabía que Hunter y tú vivís juntas y demás.
—En mi equipo sí.
—No, quiero decir que lo sabe todo el cuerpo.
Sam sacudió la cabeza.
—Me cuesta creerlo. Si ese fuera el caso no creo que nos dejaran seguir
trabajando juntas.
—En realidad, creo que eso está a punto de cambiar.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sam con brusquedad.
Marissa sonrió, pero se limitó a menear la cabeza.
—Confío en que ya tengáis la lista de nombres de monseñor Bernard.
—Sí, el laboratorio se pondrá en contacto con ellos para tomarles las huellas.
No obstante, a Sam no le interesaba hablar de huellas dactilares. Cogió a
Marissa del brazo.
—¿Qué querías decir con que eso está a punto de cambiar?
—Lo siento, Samantha, no tendría que haber dicho nada. Es que en unas de
mis reuniones me dio la impresión de que van a separaros a Tori y a ti.
Sam la miró sin pestañear.
—No me lo creo. Al margen de nuestra relación, trabajamos bien juntas,
como compañeras. A veces Tori puede ser muy controladora —reconoció—.
Necesita a alguien que la compense en ese aspecto.
Respiró hondo. No daba crédito a que fueran a separarlas, no con el historial
que tenía Tori con los compañeros. No podían hacerlo.
—Estoy de acuerdo y sé que ella te deja complementarla. Por desgracia, su
historia indica que nunca ha dejado que nadie lo hiciera antes.
—No confía en mucha gente.
Marissa la alejó de la fila.
—Por aquí. Supongo que has venido a observar y en eso puedo ayudarte.
Atravesaron un pasillo y una puerta que estaba cerrada, dejando atrás el
sonido de las notas del órgano. Un tramo de escaleras las condujo a una sala con
la pared de cristal desde donde se veía toda la iglesia. El viejo suelo de madera
crujió bajo su peso cuando entraron.
—Me han dicho que esta es la sala que antiguamente se usaba de velatorio.
Ahora han construido una nueva en la planta principal —explicó señalando otra
habitación de cristal que había cerca del altar.
—¿Y esta no la usan para nada?
—Normalmente, no. Es muy posible que con la gente que habrá hoy la abran
para descongestionar un poco la iglesia —miró en derredor—. Diría que tiene
capacidad para unas cuarenta personas.
Sam se acercó a la cristalera desde donde podía observar a los asistentes sin
ningún impedimento. La zona central estaba prácticamente llena. En la parte
delantera había varios bancos ocupados por hombres más jóvenes, vestidos de
negro.
—Son del seminario —le dijo Marissa al ver lo que miraba.
—¿Cuántos sacerdotes tiene Saint Mary’s?
—Tiene seis a tiempo completo, sin contar a monseñor Bernard. Bueno, ahora
cinco, sin el padre Michael. Me han explicado que los seminaristas solo ayudan
en la misa de cada día. No estoy segura de cómo van las reglas de quién puede o
no puede dar la misa. ¿Tú las sabes?
—Supongo que debería —dijo Sam—. Pero la verdad es que mi hermano y
yo apenas hablamos.
—¿Porque eres gay?
Sam negó con la cabeza.
—Él no lo sabe. Mis padres tampoco.
—¿En serio?
Sam se encogió de hombros.
—Ellos viven en Denver; él, en Brasil. Hace años que no veo a mis padres y
no hablamos por teléfono demasiado a menudo —sonrió—. Además, ha sido un
descubrimiento reciente.
—¿Tori es tu primera vez?
Sam asintió.
—¿Te sorprende?
—En cierta manera sí. Pero veo que estáis muy unidas.
—Mucho —afirmó Sam que, aunque sentía que se le encarnaban las mejillas,
se sentía cómoda con la conversación—. No tenía ni idea de lo que era estar
enamorada hasta que la conocí y ahora no soy capaz de imaginar mi vida sin ella
—miró a Marissa a los ojos—. ¿Y tú?
—Soltera perpetua —dijo esta. Señaló a la planta de abajo—. Esos son cuatro
de los sacerdotes. Parece que van a ayudar en la misa.
—¿La oficia monseñor Bernard?
—No, lo va a hacer el obispo Lewis. Creo que monseñor leerá las escrituras.
—Parece que lo tienes todo muy estudiado. ¿También has traído los deberes
hechos aquí?
Marissa se rio.
—Pasé casi dieciocho meses trabajando en la diócesis de Boston. Me sé toda
la jerga.
Se alejó del cristal y tomó asiento en uno de los bancos antes de continuar.
—Tengo curiosidad. ¿Hasta dónde estáis dispuestas a llegar Hunter y tú en el
tema de la aventura sexual que creéis que tenía el padre Michael?
—¿Hasta dónde? Lo dices como si lo único que quisiéramos fuera destaparlo
—replicó Sam que también se separó del cristal—. Creemos que es relevante
para su asesinato. Y la verdad, a mí me da completamente igual si tenía una vida
sexual o no. No voy a sentir ningún tipo de placer perverso sacándolo a la luz.
—Aun así, si se hiciera público, te haces a la idea del daño que supondría
para la diócesis, ¿verdad?
—Un sacerdote que mantiene relaciones sexuales consentidas con un adulto,
aunque sea otro hombre, no puede compararse con los escándalos de abusos
sexuales de hace unos años. La mayoría involucraba a niños menores. No es lo
mismo.
—Por supuesto que lo es. Están rompiendo sus votos. El sexo es tabú. Para
muchos feligreses, es impensable que su sacerdote mantenga relaciones sexuales
o tenga una relación con otro hombre. Los escándalos de abusos sexuales, por
sórdidos que fueran, se achacaron a un puñado de hombres miserables que
sencillamente estaban enfermos. Pero una aventura sería una elección consciente
del sacerdote de tener una relación sexual con otro hombre y eso sería algo
intolerable.
Sam bufó.
—Menuda locura.
—Pero así es el mundo en el que vivimos —Marissa extendió las manos—.
Sobre todo aquí dentro.
—Entonces, he de entender que tú estás al corriente de la aventura.
—En ningún caso he dicho yo eso —Marissa sacudió la cabeza—. Por
supuesto no te lo diría aunque lo supiera, pero no lo sé. No se ha dicho ni una
palabra. A monseñor Bernard lo noté escandalizado cuando le saqué el tema.
—Bueno, estoy segura de que has leído el informe del laboratorio. Eso no lo
puede negar. ¿No se lo has enseñado?
—No, no lo he hecho. Que hubiera rastros de ADN de otro hombre en la
cama del padre Michael no quiere decir que hubiera nada sexual. Podría ser
completamente inocente.
—¿Por ejemplo que hubiera dejado dormir a alguien en su cama?
—Exacto.
—¿Aunque la rectoría tuviera dos habitaciones más?
Marissa sonrió.
—Yo no he dicho que fuera a ser fácil convencer a nadie de que fuera
inocente.
Sam se giró de nuevo hacia el cristal cuando volvió a sonar el órgano y
empezaron a oírse las voces del coro. Supuso que la misa estaba a punto de
comenzar y observó a la multitud; no se extrañó de ver al teniente Malone
sentado al fondo con una mujer que debía de ser su esposa. Solo la había visto en
fotografías.
—Off the record, ¿crees que tenía una aventura? —le preguntó a Marissa.
Ella se rio.
—No contestaría a eso nunca en la vida si fuera Hunter la que me pregunta,
pero a ti... contigo tengo un poco de confianza. Así que sí, creo que tenía una
aventura.
—¿Es demasiado atrevido por mi parte preguntar con quién?
—Eso no me atrevería ni a especularlo —repuso Marissa—. Supongo que por
eso has venido, para ver si alguien está más de duelo de lo normal.
Sam asintió.
—O por si alguien celebra su muerte en lugar de sentirla —se encogió de
hombros—. Juan Hidalgo fue el asesino, sí. Lo que queremos saber es el porqué.
—¿No crees que lo hiciera solo?
—No estarás sonsacándome para tu próximo informe, ¿no?
—Creía que estábamos off the record —repuso Marissa con naturalidad.
Sam vaciló. Tori la mataría si se enteraba de que había divulgado aquella
información, pero por alguna razón confiaba en Marissa. También era consciente
de que la necesitaba de su lado.
—Sospechamos que Juan fue coaccionado de alguna manera.
—¿Y quién crees que mató a Juan?
—No tenemos ninguna prueba material. Quien quiera que lo matara no dejó
ningún rastro.
—Y tampoco forzó la entrada.
Sam enarcó una ceja.
—¿Hay algo que no sepas de estos casos?
—He de admitir que me han dado acceso total a los informes policiales, lo
cual no me esperaba. Volveré a dirigirme a la prensa al acabar el servicio, pero te
prometo que no diré nada de lo que me has dicho —sonrió a Sam con sinceridad
—. A pesar de lo que pensáis todos, realmente queremos que resolváis este
asesinato. Sencillamente no queremos que la diócesis se vea arrastrada por el
barro en el proceso.
—¿Puedo preguntarte algo? De nuevo, off the record —añadió Sam.
—Pregunta.
—¿Quién te ha contratado?
Marissa desvió la mirada posando los ojos en la congregación de la planta de
abajo.
—Sé que crees que se trata todo de un gran plan para ocultar los hechos, pero
no lo es —hizo una pausa—. Es lo que es. Se parece mucho a una campaña
política, mi trabajo es que la imagen de la Iglesia sea positiva, incluido el propio
padre Michael y su muerte. Lo que sea para evitar la menor mención a un
posible escándalo sexual.
—¿Pero por qué el departamento de policía e incluso el alcalde se muestran
tan cooperativos?
—Es sorprendente, pero ni siquiera los medios locales han caído en la cuenta.
El padre Michael y vuestro alcalde... eran hermanos.
—¿En serio? ¿Pero por qué iban a querer ocultarlo?
—Política. Todo es política, Samantha.
—No lo entiendo —negó Samantha. No era ajena a los tejemanejes políticos,
pero aquello la superaba de todas todas.
—Si se descubriera que el padre Michael tenía una relación homosexual y
luego fue asesinado, la cobertura de los medios no sería solo local, ni siquiera
estatal. Llegaría a nivel nacional. Un sacerdote católico, uno muy popular dicho
sea de paso, que lleva una vida secreta y se ha cruzado al lado oscuro, como
quien dice. No se limitarían a un par de líneas en el periódico.
—¿Así que lo quiere acallar por vergüenza?
—No, pero igual que el padre Michael era popular, Gerald Stevens lo es en el
terreno político. De hecho es tan popular que quiere presentarse a senador.
—Espera un momento. ¿Va a presentarse a senador? —Sam se separó del
cristal y se sentó con Marissa—. Perdona mi ignorancia en estas cosas, pero
¿cómo diablos pretende mantener la existencia de su hermano en secreto? ¿O su
asesinato?
—No sería tan complicado. Los padres del alcalde Stevens se divorciaron
cuando era un niño y su padre se quedó con la custodia mientras que la madre
fue a rehabilitación por problemas de drogas. Otra cosa que seguramente no
llegará a las noticias. ¿Por qué iba a salir? No tiene nada que ver con su carrera
política. Además, su padre se volvió a casar y tuvo dos hijos más, así que tiene
una familia completamente nueva. Esto es lo que me contó el alcalde. Lo que
descubrí yo con mi investigación es que fue un adolescente conflictivo, por
decirlo de alguna manera. Tiene un historial juvenil bastante abultado.
—¿El padre Michael?
—No, el alcalde Stevens. Fue en la época en que su madre reapareció y
consiguió la custodia de Michael, en parte porque Gerald estaba fuera de control.
Pero, si buscas una biografía del alcalde Stevens, lo que encuentras es padre,
madrastra y dos hermanastras. No se menciona para nada a un hermano.
Sam sacudió la cabeza.
—Para empezar, sus antecedentes de cuando era menor de edad no deberían
ser públicos. Me pregunto cómo habrás tenido acceso a ellos. Y en segundo
lugar, ¿por qué investigas al hombre que te ha contratado?
—Creo que hay que ser meticulosa. Y sí, su historial juvenil está sellado —
sonrió—. Y no, no puedo decirte cómo he accedido a él. Pero, igual que a ti, me
picó la curiosidad de por qué no quería que nadie supiera que el padre Michael
era su hermano.
—Sigo sin entender qué necesidad hay de mantenerlo en secreto.
—Los votantes son caprichosos. ¿Votarías por un hombre cuyo hermano
desafió a la Iglesia católica, pasó por alto sus votos y tuvo una aventura con otro
hombre? Estamos en el sur conservador, eso sería un escándalo.
—Venga ya. Los políticos son un escándalo en sí mismos y hay otros que han
conseguido un escaño con peores trapos sucios que un hermano gay.
—Un hermano gay que era sacerdote católico. Un sacerdote con una aventura
de naturaleza sexual. Un sacerdote que posiblemente ha sido asesinado por esa
razón.
—Sigue sin ser razón para creer que los votantes lo vetarán.
—¿Pero para qué arriesgarse? Stevens no tiene relación con su madre, pero
Michael y él se habían acercado mucho en los últimos años. Para un extraño no
era nada fuera de lo común: un matrimonio que de tanto en tanto cenaba con un
sacerdote. Así lo quería Stevens porque en esa época lo que más le preocupaba
era que se descubrieran los problemas de su madre con las drogas.
—Entonces, ¿cuando encontraron a su hermano muerto, desnudo, le entró el
pánico?
Marissa sonrió.
—Todo esto es off the record, ¿verdad?
—Por supuesto —Sam le devolvió la sonrisa—. Bueno, a Tori no le escondo
cosas.
—No imaginaba que lo hicieras —Marissa regresó al cristal y contempló la
procesión—. Ha empezado —dijo, y se volvió—. El alcalde Stevens se puso en
contacto con el obispo Lewis, le ofreció la colaboración total del departamento
de policía y hacer de intermediarios con los medios.
—Y ahí es donde entras tú.
—Exacto. Por eso quiere que este caso se resuelva, se cierre y acabe todo
definitivamente.
Sam se acercó a ella y se quedó de pie a su lado. Las dos observaron la
iglesia; Sam localizó al alcalde, sentado junto al jefe de policía, a varios bancos
de la parte delantera. En el altar, monseñor Bernard permanecía en pie, solemne,
junto al que Sam supuso que era el obispo Lewis. Este alzó las manos al frente,
con las palmas hacia arriba y su voz resonó desde los altavoces.
—En el nombre del padre...
Capítulo 12

—Vaya, Kennedy, mírate —dijo Sikes tras dedicarle un prolongado silbido—.


Tendrías que enseñar las piernas más a menudo.
Sam rio de buena gana cuando Sikes y Ramírez se la comieron con los ojos
con su falda corta y zapatos de tacón.
—¿Has llevado eso al funeral?
—Sí. Es azul marino, perfectamente apropiado.
—Me sorprende que Hunter te haya dejado salir así de casa.
—Hablando de Tori, ¿dónde está?
—Ha ido al laboratorio. Mac y ella están repasando la lista de nombres para
las huellas.
Sam asintió. Era mucho más cómodo tener el laboratorio y el forense en el
mismo edificio en lugar de a dos manzanas. El año anterior estaban en el otro
lado de la ciudad.
—Bueno, debería ir a cambiarme —anunció—. Se suponía que Tori tenía que
traerme mi bolsa.
—Sí, la tienes en la silla.
Sacó la silla de la mesa y allí estaba la bolsa. Se dirigía al baño cuando entró
el teniente. Él también llevaba todavía el traje del funeral y se sorprendió al verla
vestida del mismo modo.
—Kennedy, ¿al final has podido ir?
—¿Al funeral? Sí.
—No te he visto.
—Estaba arriba, en el antiguo velatorio —explicó—. Con Marissa Goddard.
—No estarás durmiendo con el enemigo, ¿verdad? —preguntó Sikes.
—Pues lo cierto es que fue bastante maja —contestó Sam—. A lo mejor
porque Tori no estaba —añadió con una sonrisa—. Parece que cuando están
juntas sacan lo peor de sí mismas.
Malone asintió.
—Bueno, tengo que hablar con vosotras, con las dos, ¿dónde está?
—Está en el laboratorio —informó Tony—. ¿Quiere que la llame?
—Sí —ordenó el teniente y, a continuación, se dirigió a Sam—. Ve a
cambiarte, así estás muy rara.
Sam dejó escapar una carcajada.
—Lo mismo le digo, teniente. Al menos quítese la corbata.
Cuando el teniente se alejó, la sonrisa de Sam se desvaneció. Quería hablar
con ellas. No con Sikes y Ramírez, solo con ellas. Eso quería decir que no tenía
nada que ver con el caso, sino que era algo personal. Agarró la bolsa con más
fuerza y miró alternativamente a Sikes y a Ramírez.
—¿Para qué quiere veros? —quiso saber John—. Parece que es algo serio.
—No tengo ni idea —murmuró ella y se fue al baño.
Tenía la esperanza de poder hablar con Tori sobre lo que le había dicho
Marissa de separarlas. Quería que estuvieran las dos preparadas para lo que
quiera que fuera a decirles Malone, así que, mientras se quitaba la falda y se
ponía los pantalones azul marino que había metido en la bolsa por la mañana,
llamó a Tori al móvil. Ella descolgó al segundo tono de llamada.
—Hunter.
—Soy yo. ¿Dónde estás?
—Esperándote.
Sam miró hacia la puerta con el ceño fruncido.
—¿Dónde?
—Acabo de llegar. Estoy charlando con el teniente. Dice que quiere hablar
con nosotras.
Sam miró al techo mordiéndose el labio.
—Vale, ahora salgo.
Colgó el teléfono y se lo pasó de mano en mano. Detestaba la sensación de
desastre inminente que la atenazaba. Sabía que iba a ser ella porque Tori era
demasiado valiosa en aquella comisaría y de ninguna manera la trasladarían a
otro lado. Pero a Sam sí.
«Eres prescindible.»
A lo mejor volvía a Delitos Sexuales. O peor, podrían enviarla a Narcóticos.
Se metió la blusa en el pantalón a toda prisa y cogió la chaqueta del traje que
había llevado en el funeral. Ojalá Marissa Goddard no le hubiera dicho nunca lo
que había oído. Se detuvo a medio paso cuando vio a Tori completamente
relajada conversando con Malone. No tenía ni idea de lo que se les venía encima.
—Kennedy, pasa —le dijo Malone—. Cierra la puerta.
Sam asintió y cerró la puerta. Se quedó allí de pie un instante con los ojos
fijos en Malone. Él parecía tan nervioso como ella.
—Siéntate, Sam —pidió.
—Bueno, ¿cuáles son las grandes noticias, teniente? —preguntó Tori
impaciente—. Tenemos muchas huellas que tomar. Mac ya va a mandar a su
equipo para allá.
Malone asintió.
—Sí, bien, como sabéis, ayer por la tarde tuve una reunión con el jefe de
policía. Parece que la UIC ha hecho una petición de personal.
Tori arrugó el ceño.
—¿De qué va eso?
—Quieren ascender a alguien. A un inspector —dijo mirando a Sam y luego a
Tori.
Esta abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Qué carajo? —se señaló—. ¿A mí? No será verdad...
—No, Hunter, no será verdad —dijo con una carcajada—. Creo que tú eres
algo volátil para la UIC. Además, la insubordinación no es una de las cualidades
que buscan —hizo una pausa para dar un sorbo de café—. Quieren a Kennedy.
Tori la miró y Sam pudo ver la consternación en sus ojos.
—Quieren separarnos —afirmó Tori devolviéndole la mirada a Malone—.
¿Por qué?
—Ya sabes por qué, Hunter. Joder, todo el mundo sabe por qué. ¿Creías que
os iban a dejar seguir trabajando juntas indefinidamente?
Sam se puso de pie sin tenerlas todas consigo.
—Pero, teniente, formamos un buen equipo. Además, no me interesa la UIC.
Me pondrán en una mesa a contestar al teléfono y a rellenar papeles. Quiero
quedarme aquí.
—Samantha, lo siento, pero no es una petición. Creo que te gustará el destino.
Ya conoces al inspector Travis, claro. Lo han ascendido a teniente y va a tener un
equipo propio. Él te ha solicitado personalmente.
—Pero...
—Es una buena oportunidad, Kennedy —afirmó Malone que miró a Tori—.
Es lo mejor. Travis la tratará bien. Si quiere ascender, la UIC es el mejor sitio, no
aquí atrapada en Homicidios. Lo sabes.
Tori se levantó a su vez, con las manos en la cabeza, y se pasó los dedos por
el pelo una y otra vez.
—Guau —murmuró—. La UIC.
Sam dejó escapar el aire retenido en los pulmones lentamente. No sabía qué
decirle a Tori. Vivir como vivían y trabajar mano a mano en comisaría era
agradable. Eran un equipo. Y sabía que Tori estaba muerta de miedo.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó en voz baja.
—No parece que tengamos elección —musitó Tori, que miró a Malone—.
¿Está hecho?
—Me temo que sí.
—¿Y no hay nada que usted pueda hacer? Stan, trabajamos bien juntas. Joder,
usted mejor que nadie conoce mi historial de compañeros.
—Sé que trabajáis bien juntas. Y, créeme, conozco tu historial. Pero tenéis
una relación —le dijo—. Y por mucho que aquí estuviéramos dispuestos a
dejarlo pasar, los mandamases no lo están.
Rebuscó entre los papeles de su escritorio hasta dar con las órdenes y se las
entregó a Sam.
—Tienes el fin de semana libre. El lunes tienes que presentarte ante Travis en
la UIC. Así de sencillo.
—¿El lunes? ¿Pero nuestro caso qué? —quiso saber Sam.
—Nuestro caso gira básicamente en torno a Hidalgo en este punto —dijo él
dando otro sorbo de café. Sam no tenía duda de que a aquellas alturas tenía que
estar frío—. A la luz de los resultados finales del laboratorio, quieren pedirle
ayuda a Víctimas Especiales.
Tori se volvió de golpe.
—¿Qué demonios? Jackson dijo que no había trauma. No hay ninguna señal
de agresión, usted ha leído el informe.
—Ya lo sé, Hunter, pero eso no es lo que quería escuchar el jefe.
Sam supo que Tori no daba crédito a sus oídos. Ella tampoco se lo podía
creer.
—¿Van a obligar a Jackson a cambiar el informe? ¿Está
de coña?
—No, todavía no han ido tan lejos. Pero, si meten a Víctimas Especiales en la
investigación, de cara al público parecerá que fue agredido, sea cierto o no.
—Increíble. ¿Así que se van a quedar el caso sin más?
Malone negó con la cabeza.
—No exactamente, van a enviar a uno de sus inspectores y trabajarán en el
caso con nosotros. Goddard lo mencionará en el comunicado de prensa del lunes.
Por lo que he oído quieren hacerlo esta semana. El padre Michael fue agredido
sexualmente cuando le asesinaron. Hidalgo es el asesino. Caso cerrado.
—No puedo creerme tanta mierda junta —exclamó Tori levantando la voz—.
¿Ahora le va a tocar a nuestro departamento hacer de tapadera en lugar de a la
iglesia? Y, claro, vendrá Víctimas Especiales, resolverá el caso en una semana y
nos harán quedar como unos incompetentes, que es tal como me siento ahora
mismo.
Sam titubeó. Las palabras de Marissa aún resonaban en su cabeza, pero le
había prometido que lo que le había revelado sería off the record, así que no dijo
nada. Ya lo hablaría más tarde con Tori.
—Mira, Hunter, no hay nada que podamos hacer. Igualmente vamos a tomar
esas huellas. Técnicamente el caso todavía es nuestro y no sabemos quién mató a
Hidalgo. No vamos a limitarnos a barrer debajo de la alfombra en eso también.
—Todavía no, pero si con las huellas descubrimos algo, no me cabe duda de
que pronto quedará enterrado en el archivo de casos sin resolver.
Malone suspiró.
—Déjalo, Hunter —pidió y miró a Sam—. ¿Has averiguado algo en el
funeral? Yo no he visto nada fuera de lo normal.
—En realidad estuve casi todo el tiempo hablando con Marissa —dijo con
una mirada fugaz a Tori—. Teníamos un puesto de vigilancia fuera del alcance
de los demás.
Tori la miró fijamente.
—¿Dónde?
—Se ve que antes tenían un velatorio en la planta de arriba —explicó Sam—.
Ya no la usan.
Tori esbozó una sonrisa sardónica.
—Ya veo. ¿Y qué tenía que decir la retorcida de Marissa Goddard?
Sam se encogió de hombros.
—Nada relevante, la verdad. Supuso que yo quería observar la ceremonia, así
que me llevó a un sitio donde podía vigilar discretamente —le devolvió la
mirada a Tori—. Fue... simpática.
Malone las contempló mientras se sostenían la mirada unos instantes y al
final carraspeó antes de hablar.
—Bueno, ya no tenemos más pistas que seguir hasta que el laboratorio
procese las huellas. Hunter, ¿qué tal si retomamos el tema el lunes? Así el
laboratorio tendrá tiempo de hacer su trabajo —entonces se dirigió a Sam—.
Tómate el resto de la semana libre. Sé que este cambio va a ser un golpe duro
para las dos. Todos te echaremos de menos, Kennedy.
Sam asintió y contempló la sala de la brigada por el cristal del despacho.
—¿Ellos lo saben?
—No, a mí me informaron ayer a última hora de la tarde. No se lo he dicho a
nadie.
La inspectora asintió de nuevo. Ella también lo iba a echar de menos y no
solo por Tori. Sikes se había convertido en un buen amigo de las dos, igual que
Tony. Y Malone, por muy gruñón que fuera, era como un padre para ellas; estaba
de su lado pasara lo que pasara y había apoyado a Tori durante todos aquellos
años. Sam alargó el brazo sobre el escritorio y le dio un largo apretón en la mano
a Malone.
—Gracias por todo lo que ha hecho por mí, teniente —miró a Tori—. Por las
dos.
—Joder, Kennedy, tampoco es que no vayamos a vernos nunca más, ¿no?
Sam sonrió.
—Por supuesto que no.
Malone se puso de pie y la sorprendió con un abrazo.
—Has sido muy buena para todos, Samantha —le dijo—. Te deseo todo lo
mejor.
—Gracias, teniente. Significa mucho para mí —se separó de él, obligándose a
no llorar—. Creo que le tomo la palabra en lo del resto de semana libre —se
volvió hacia Tori—. ¿Te parece bien?
Tori asintió con expresión sombría.
—Claro, lo que quieras. Pero lo mejor es que se lo digas a los chicos.
Salió del despacho sin decir una palabra más y Sam miró a Malone.
—No va a tomárselo nada bien.
—Bueno, no estoy seguro. No ha tirado ninguna silla ni nada.
Sam se detuvo junto a la puerta.
—¿Ya tiene a alguien en mente para que sea su nuevo compañero, teniente?
—En realidad no eres la única que deja la brigada, Samantha. Ramírez ha
sido elegido para formar parte de un cuerpo especial para Little Mexico.
—¿En drogas?
—Sí, pero este cuerpo especial no está a las órdenes de Narcóticos, sino que
responden directamente ante la UIC —miró más allá de Sam a través del cristal
—. Él tampoco lo sabe todavía.
—¿Y Sikes?
Malone se rio.
—Nunca habría pensado que llegaría a ver este día, pero Hunter y él serán
compañeros —la miró a los ojos—. ¿Crees que funcionará?
Sam se imaginó a Sikes y a Tori como compañeros y asintió.
—Creo que no podría haber encontrado a nadie mejor, teniente. Ahora se
llevan bien, creo que serán un equipo genial.
—Bueno, tanto como genial no sé —dijo él abriéndole la puerta a Sam—.
Mejor ve con ella.
***

—Tori —llamó Sam abriendo la puerta del baño de señoras.


Tori estaba en el lavabo mirándose al espejo con la cara todavía mojada
después de habérsela lavado. Sam estudió sus ojos en el reflejo, llenos de
preocupación.
—¿Estás bien?
Tori cogió un par de toallas de papel y se secó la cara.
—Sí, estoy bien —dijo al fin—. ¿Tú?
Sam se le acercó, se apoyó con la cadera contra el lavabo y se cruzó de brazos
sin despegar los ojos de Tori.
—No estoy segura. Me ha cogido por sorpresa.
—Sí, sí, a mí también —Tori se volvió hacia ella—. Pero, como ha dicho, es
una buena oportunidad para ti. Y Travis es un buen tío, ¿sabes? Es honesto.
Estarás bien bajo su mando.
Sam asintió, pero todavía no dijo nada. Le preocupaba un poco la mirada de
Tori, llena de duda, de inseguridad. Eran cosas que hacía tiempo que no veía en
sus ojos. Así que tuvo una idea.
—¿Sabes? Estaba pensando que se supone que este fin de semana hará buen
tiempo, no tanto frío. A lo mejor podríamos ir a pasarlo al barco.
—¿Ahora mismo? —preguntó Tori cuya mirada se había iluminado un poco.
—Sí. A ver, ya sé que este fin de semana querías vaciar tu apartamento, pero
a lo mejor eso puede esperar.
Tori le dio la espalda.
—Bueno, a lo mejor me lo quedo. Nunca se sabe cuándo lo puedo necesitar.
Sam frunció el ceño.
—¿Necesitar? ¿Por qué razón ibas a necesitarlo? —Sam se apartó del lavabo
y fue junto a Tori— ¿Ya te has cansado de vivir conmigo? —preguntó como si
no le diera importancia.
—No, Sam, nada de eso —contestó Tori que dio un paso atrás y miró,
nerviosa, a su alrededor—. Pero sabes que las cosas van a cambiar. Ahora será
diferente.
Sam la miró de hito en hito.
—¿Que van a cambiar? Lo que quieres decir es que crees que yo me cansaré
de vivir contigo, ¿no?
Tori se encogió de hombros.
—A lo mejor.
Sam no tenía ni idea de dónde podía haber sacado aquella idea.
—Entonces es que realmente no sabes lo mucho que te quiero.
Se le arrimó un poco más, hasta que sus cuerpos estuvieron casi pegados.
—Tori, aunque no trabajemos juntas, eso no va a cambiar —le puso la mano
en la cintura y la notó temblar bajo la caricia. Se le acercó aún más—. Vamos al
barco —le susurró—. Necesitamos estar solas sin interrupciones —le deslizó la
mano sobre la cadera—. ¿Vale?
Tori cerró los ojos un momento, con expresión de incertidumbre, pero
finalmente suspiró y asintió al tiempo que abría los párpados.
—Bien —sonrió Sam rozándole los labios con los suyos delicadamente—.
Porque quiero hacerte el amor.
Capítulo 13

—Va a ser una noche preciosa —opinó Sam mientras sacaba las sillas a cubierta
una vez que Tori echó el ancla en su cala favorita—. Hace siglos que no nos
sentamos fuera a ver la luna.
—En la ciudad es más difícil —dijo Tori.
—Y por eso tenemos que venir más a menudo al lago —afirmó Sam,
aceptando la copa de vino que le tendía Tori—. Gracias.
Tori se sentó a su lado y contemplaron el firmamento en silencio. La luna ya
despuntaba por encima de las copas de los árboles en aquel corto crepúsculo de
enero. Tori odiaba aquella época sin rastro de verde o de vitalidad. No había
animales en la espesura, ni siquiera grillos; no se oía ningún ruido más allá del
sonido quedo del agua lamiendo el casco del barco y meciéndolo sobre la
superficie. Apartó la vista de la luna y miró a Sam, que finalmente giró la cabeza
y la miró a los ojos.
—¿Me vas a contar lo que has averiguado hoy?
—¿Qué te hace pensar que he averiguado algo?
—Bueno, que te has asegurado de hacerle creer a Malone que no.
Sam asintió.
—Ya veo.
Dio un sorbo de vino titubeante.
—¿De qué quieres hablar primero, de Marissa o de mi marcha?
Tori se volvió de nuevo hacia la luna con cara de aprensión.
—Creo que no voy a querer hablar nunca de tu marcha —admitió—. La
verdad es que da un poco de miedo.
Sam entrelazó los dedos con los de Tori.
—No hay nada de qué tener miedo, te lo prometo —le apretó la mano a Tori
—. Confías en mí, ¿no?
—Sí —asintió Tori.
—De acuerdo —Sam le apretó la mano una vez más antes de soltarla—. De
mi marcha hablaremos esta noche. En la cama —añadió.
Tori no despegó los ojos de la luna. No soportaba sentirse tan insegura y tener
miedo de que sus vidas estuvieran a punto de cambiar porque ya no quería
volver a una vida incompleta e insatisfecha, sin espacio para la felicidad, como
tenía antes de creer que se merecía todo aquello. —¿Sam?
—¿Mmm?
Tori vaciló solo un segundo.
—Te quiero.
Sam tomó aire de golpe, como siempre. Eran dos palabras de nada, pero
seguían siendo dos palabras que Tori casi nunca decía. Todavía no había logrado
superar su infancia y dejar de tener miedo a quedarse sola, así que sabía que Sam
era consciente de lo que encerraban aquellas palabras en las raras ocasiones en
las que algo le llegaba tan hondo que necesitaba decirlas. No eran dos palabras
dichas a la primera de cambio, sin pensar, como lo hacía la mayoría de la gente.
Cuando las decía ella venían del fondo de su corazón. Por entero.
Sam alargó el brazo de nuevo y le acarició la mano hasta volver a enlazar los
dedos con los suyos. No dijeron nada, solo se quedaron allí, en silencio, cogidas
de la mano hasta que por fin Tori se relajó.
—¿Ya estás preparada para contarme lo que dijo Marissa?
Sam se echó a reír.
—¿Ya se ha terminado el descanso, no? —bromeó tendiéndole la copa—.
Hasta arriba, por favor.
—¿Disfrutas teniéndome en ascuas? —le preguntó Tori mientras llenaba la
copa—. ¿Exactamente cómo de simpática fue la señora Goddard?
Sam se echo a reír otra vez.
—Dios mío, no me irás a decir que estás celosa, ¿verdad?
—Claro que no, sencillamente nunca me ha parecido una persona simpática,
eso es todo.
—En realidad fue muy amable y sorprendentemente parlanchina.
—¿Ah, sí?
—Estuvimos hablando, Tori —explicó Sam mirando a su compañera—.
Hablamos... off the record.
—¿Y eso qué significa?
—Que no podemos contárselo a nadie.
—¿A nadie? ¿Qué coño te dijo?
Sam le cogió la mano otra vez.
—Lo digo en serio, Tori, lo que me dijo es off the record.
Se sostuvieron la mirada en la penumbra y Tori se dio cuenta de que Sam no
estaba de broma.
—Vale, de acuerdo, off the record.
—Bien, vale. Pues alucinarás: no fue la Iglesia quien trajo a Marissa. Lo
hicimos nosotros —espetó.
—¿Qué coño?
—A petición del alcalde.
—¿Pero por qué?
—Porque el alcalde Stevens y el padre Michael eran hermanos.
—¿Qué? '
—El escándalo sexual que están intentando evitar no tiene nada que ver con
proteger a la Iglesia, sino el futuro de la carrera política de Stevens.
Tori se levantó y caminó hacia la barandilla para contemplar el lago oscuro.
No se veía nada.
«Malditos políticos.»
—Increíble —murmuró volviéndose de nuevo—. ¿Qué carrera política? —se
interesó—. ¿Planea presentarse para gobernador o algo así?
—Para el Senado de los Estados Unidos.
Tori arrugó el ceño.
—¿Y qué diablos tiene eso que ver con su hermano?
—Marissa no lo dijo directamente, pero yo supuse que Stevens sabía que su
hermano tenía una aventura así que, cuando lo encontraron desnudo, pensó que
todo se destaparía.
—Así que, para no obligar al laboratorio a alterar las pruebas, nos ata de pies
y manos de cara a la prensa.
—Exacto.
—¿Y eso no es ir un poco lejos? Todos sabemos que al final las tapaderas se
descubren. ¿Para qué? Sigo sin entender cómo iba a afectar esto a su carrera
política.
—Yo tampoco, pero ¿qué sabemos nosotras de política?
—¿Y por qué coño te ha contado todo esto?
—Porque, Tori, realmente quiere ayudar en el caso.
—Venga ya, Sam. No puedes ser tan ingenua. El caso no le importa. Está aquí
para hacerlo desaparecer.
Sam la cogió de la mano y la hizo sentarse de nuevo en la silla.
—Solo creo que si la dejas, Tori, podría ser nuestra aliada. Hoy he tenido esa
impresión. No tenía por qué contarme todo esto, creo que parte de ella odia
profundamente lo que está haciendo.
—No vamos a ser aliadas, Sam. Ni siquiera me cae bien esa mujer.
—Sí, eso lo has dejado claro.
—Bueno, no me gustan las cortinas de humo y ella forma parte de esta.
Sam sonrió con dulzura.
—Todos somos parte de esta, cielo, nos guste o no.
Tori dejó escapar un suspiro.
—Sí, lo somos, ¿verdad?
Se apoyó en el respaldo de la silla y se esforzó por sonreír.
—Pero tú estás a punto de salir de este embrollo, ¿eh?
Inspiró hondo y miró a Sam a los ojos, que la observaba a su vez con
intensidad. Tori se preguntaba si era capaz de ver el miedo y las dudas que la
atormentaban.
—¿Quieres hablar de ello ahora?
Tori se encogió de hombros.
—Supongo que no llevo bien los cambios.
—Tori, nuestra vida en común, lo que tenemos fuera del trabajo es precioso
para mí y no haría nada para cambiarlo —afirmó Sam apretándole la mano—.
Nuestro día a día será diferente, vale, pero nuestra vida no va a cambiar.
Tori la observó y, por primera vez, cayó en la cuenta de que Sam se estaba
tomando todo aquello con mucha calma. De hecho, ni siquiera había parecido
sorprenderse cuando Malone les dio la noticia.
—¿Cuánto hace que lo sabes?
Sam apartó los ojos, pero no antes de que Tori notara que su expresión se
tornaba avergonzada. Pillada.
—¿Marissa?
Sam asintió.
—En el funeral me dijo que había oído que iban a trasladar a una de las dos.
Cuando volví, Malone dijo que quería vernos y supe por qué —explicó. Cuando
Tori levantó la botella de vino, le alargó su copa—. Por eso te llamé, quería
avisarte, pero ya estabas en el despacho de Malone.
—¿Y de verdad te parece bien?
—No lo sé, Tori. Quiero decir, es una gran oportunidad, claro, pero me
encanta trabajar contigo. Me gusta mucho el equipo que tenemos en el
departamento —hizo una pausa—. Y, más que eso, voy a perder la seguridad que
tengo.
—¿A qué te refieres?
Sam miró a Tori a la cara.
—A que sé que contigo siempre estaré a salvo. Sé que nunca dejarás que me
pase nada —dijo con voz suave—. Te confiaría mi vida.
Y aquello precisamente era lo que más temía Tori: si pasaba algo, ella no
estaría allí para proteger a Sam, para cuidar de ella. Sin embargo, se tragó todos
aquellos miedos porque eran una tontería. Sam era perfectamente capaz de
cuidar de sí misma.
—A lo mejor soy yo la que ya no está a salvo —le dijo Tori—. ¿Quién va a
asegurarse de que no me meta en líos?
Sam se echó a reír.
—¿No crees que Sikes vaya a poder contigo?
Tori frunció el ceño.
—¿Sikes?
Sam se mordió el labio inferior.
«Vaya, vaya. Un secreto.»
Tori aguardó a sabiendas de que Sam no le ocultaría nada.
—Malone me ha dicho que también van a trasladar a Tony. Van a crear un
cuerpo especial para trabajar en Little Mexico.
—Joder, están cargándose todo el equipo, ¿eh?
—Ramírez es bilingüe, tiene sentido.
—¿Y todavía no lo sabe?
—No, Malone me lo ha dicho hoy al salir. No sé si va a ser inmediato o no.
—Increíble —murmuró Tori—. Joder, no me lo puedo creer.
Sam rodeó el brazo de Tori con los dedos y le dio un apretón.
—Todo irá bien, Tori. Al menos Sikes y tú... bueno, ahora os lleváis muy
bien. Al menos no traerán a alguien de fuera, ya sabes.
—No, solo vamos a tener que jugar con los de Víctimas Especiales un
tiempo, eso es todo.
Sam le dio un último apretón en el brazo y se levantó.
—¿Sabes qué? Basta de charla por hoy —le cogió la copa a Tori y le tiró del
brazo—. Vamos, corre.
Tori sonrió.
—¿Corro?
Sam se inclinó, besó a Tori en la boca y le borró la sonrisa de la cara.
—¿Quieres? —le susurró en tono sensual.
Capítulo 14

—¿Quién coño es esa? —murmuró Sikes.


Tori levantó la vista. Una mujer alta había entrado en la sala con paso firme y,
tras echarles un vistazo fugaz a todos, se plantó ante la puerta del despacho de
Malone. Les dedicó una inclinación de cabeza.
—Es mona —comentó Sikes.
—¿Tú crees?
Era alta, aunque no tanto como Tori, y la melena castaña clara le llegaba
apenas al cuello de la camisa. Tori observó cómo se apartaba el pelo de la cara y
llamaba a la puerta de Malone.
—¿Es de Víctimas Especiales? —preguntó Sikes.
—Supongo que sí.
No eran ni la diez de la mañana del lunes y las cosas empezaban a ponerse
divertidas. Echó un vistazo a la silla vacía de Sam; ya la echaba de menos.

***

—¿Inspectora O’Connor?
—Llámeme Casey, por favor —dijo ella estrechándole la mano a Malone—.
Un placer conocerle al fin.
—Lo mismo digo —repuso Malone, que miró por el cristal un momento antes
de posar los ojos de nuevo en O’Connor—. Siéntese, iré a por Hunter y Sikes.
No tiene sentido que repitamos lo mismo dos veces.
Salió del despacho bajo la atenta mirada de Casey, que no le perdió de vista
mientras hablaba con los inspectores que había mencionado. No se alegraban de
su presencia, eso era obvio; tampoco es que a ella le entusiasmara. Le habían
hecho lo mismo en otra ocasión, quitarle un caso a medias y pasárselo a
Homicidios tras determinar que no se había cometido ninguna agresión sexual.
Eso sí, era la primera vez que recordaba que fuera al revés y Homicidios cediera
un caso a Víctimas Especiales, sobre todo un caso tan destacado como aquel.
—Inspectora O’Connor, le presento a Tori Hunter y a John Sikes, que han
llevado este caso hasta ahora. Creo que encontrará que sus informes son muy
detallados —los presentó Malone—. La inspectora O’Connor es de Víctimas
Especiales.
Se puso de pie enseguida para tenderles la mano a Hunter y a Sikes. La
primera le sostuvo la mirada sin vacilar aunque no trató de disimular su
desconfianza; Sikes le ofreció una sonrisa cautivadora y un guiño sutil. Ella le
devolvió la sonrisa, pero sin el guiño.
—Ya he leído vuestros informes, son muy meticulosos y detallados —les dijo
y volvió a sentarse—. Mi capitán me ha explicado mi papel aquí, teniente, y no
me hace demasiada gracia —admitió—. Igual que a sus inspectores aquí
presentes, he de suponer —añadió mirando a Hunter de reojo.
Le sorprendió detectar en los ojos de ella un destello de comprensión.
—Bien, entonces puede que usted sepa más que nosotros —confesó Malone
—. Hunter, Sikes, sentaos. Vamos a hablar de esto.
—El informe del forense no indicaba que hubiera signos de agresión sexual
—dijo Casey—. Mi capitán... bueno, me ha dicho que tenía que encontrar alguno
—miró a Hunter—. Según tus notas crees que mantuvo una relación sexual
consentida.
—Sí —contestó Tori—. Con relación a los restos de ADN hallados en la
cama y los signos de actividad sexual, pero sin señales de trauma.
—¿Entonces qué diablos hago aquí?
—Demostrar que Juan Hidalgo le mató y demostrar que le agredió —repuso
Tori.
Casey echó un vistazo a su alrededor mirando a los ojos a cada uno de los
presentes. Aunque los encontró llenos de desprecio, no era hacia ella, sino hacia
el sistema.
—Creo que sería más fácil hacer que Jackson mintiera en el informe si lo que
quieren es amañar el caso —opinó.
—¿Has oído lo de la asesora? ¿Goddard? —le preguntó Tori.
—Sí, he oído que los tiene bien puestos —sonrió Casey.
—No lo dudo —murmuró Tori—. El caso es que está insistiendo en el tema
de la agresión sexual. De momento lo ha mencionado en cada comparecencia
ante los medios. Lo más lógico es que intervenga Víctimas Especiales.
Casey se inclinó hacia delante.
—¿Crees que lo hizo Hidalgo?
—¿Estrangularlo? Sí, sin duda.
Casey asintió.
—¿Y entonces por qué no cerrar el caso? Hidalgo es el asesino. Fin de la
historia.
—Porque no es el fin de la maldita historia. No es más que el principio. No
tenemos móvil y el hecho de que a Hidalgo le mataran al cabo de unas horas
apunta a la existencia de una tercera persona —Tori miró a Sikes—. ¿Habéis
tenido suerte Tony y tú buscando al tío del bar?
—No, Carlos ha salido de la ciudad. Estuvimos en el bar el sábado por la
noche —explicó Sikes—. He de decir que daba mucho miedo, supieron que era
poli nada más entrar por la puerta.
Tori se echó a reír.
—Te plantaste allí como si fueras la portada de GQ, no me digas más.
—Pero Tony, joder, encajaba a la perfección. Le irá genial en ese nuevo
cuerpo especial.
—Disculpad, pero ¿habláis del hombre que llevó a Hidalgo a casa desde el
bar? —quiso saber Casey—. ¿El bar donde se supone que Hidalgo dijo que Dios
le dijo que lo matara?
—La tercera «persona». Pero dudo mucho que fuera Dios —sonrió Sikes.
Ella asintió.
—Vale, he leído los informes y vuestros comentarios. Creo que antes de hacer
mis propias suposiciones me gustaría interrogar otra vez al ama de llaves. ¿Ella
es quien encontró el cuerpo, verdad?
—Sí, Alice Hagen, y ya la hemos interrogado dos veces. No ha cambiado su
versión.
Casey se puso en pie.
—Entonces no le haremos preguntas. Le contaremos lo que sabemos —
propuso y miró a Malone—. Supongo que no quiere que vaya sola.
—Que te acompañe Hunter. Ya conoce al ama de llaves.
—Bien, gracias —se dirigió a Tori—. No he desayunado, ¿te importa si
paramos a almorzar algo rápido?
—Conozco un auto-restaurante muy bueno. Puedes comer en el coche.
—Vale, no pareces ser de las que se sienta a comer a la mesa.
Casey alargó el brazo sobre el escritorio y estrechó la mano de Malone.
—No interferiré en su trabajo, descuide —se volvió hacia Sikes—. Un placer
conocerte, John.
John asintió.
—Si puedo ayudarte en algo, aquí estoy.
—Por supuesto .
Miró a Tori al tiempo que sacaba el móvil y se dirigía a la puerta.
—Solo necesito hacer una llamada rápida —anunció y salió del despacho.
***

—Bueno, ¿qué os parece? —les preguntó Malone en cuanto O’Connor salió.


—Pues que hay demasiadas lesbianas en el cuerpo —dijo Tori.
Malone meneó la cabeza.
—El caso, Hunter, hablo del caso.
Ella se encogió de hombros.
—Bueno, por lo menos no está ignorando las pruebas, pero su capitán
básicamente le ha ordenado que cierre el caso, así que no creo que pase de esta
semana.
—Sé que no te gusta, Hunter, pero al menos no estamos dejando escapar a un
asesino. Todos sabemos que lo hizo Hidalgo.
—¿Y como mató a un cura, ya no debería preocuparnos quién lo mató a él?
—Hunter fulminó con la mirada a Malone presa del enfado—. Eso es una
gilipollez de las gordas.
—No he dicho eso, pero si quieren cerrar el caso del padre Michael, si
quieren fingir que lo agredieron sexualmente, pues vale. ¿Debería preocuparnos?
¿Importa tanto que pudiera haber tenido una relación con otra persona?
—Es un precedente peligroso lo de ocultar los hechos —opinó Tori que, tras
una pausa, añadió—. O peor, pasarlos por alto.
Malone posó los ojos en Sikes y levantó las cejas en gesto interrogativo.
—Me temo que estoy de acuerdo con Hunter. Puede que sepamos quién mató
al padre Michael, pero no sabemos toda la verdad sobre lo que pasó ni de lejos.
Malone sonrió.
—Caramba.
—¿Qué?
—Vosotros dos de acuerdo. Vosotros dos llevándoos bien —rio—. Joder,
vosotros dos de compañeros. ¿Quién lo habría pensado?
Capítulo 15

Tori tamborileaba impacientemente con los dedos sobre el volante del Explorer
mientras esperaban la hamburguesa de O’Connor en el auto-restaurante. Miró el
reloj una vez más y suspiró: llevaban en la cola casi diez minutos.
—Ah, me han dicho que tu excompañera Kennedy y tú sois pareja —comentó
Casey.
Tori giró la cabeza.
—¿Que te lo han dicho? ¿Quién?
Casey se encogió de hombros.
—Cuando me dijeron que iban a pasarme a este caso, investigué un poco. No
te ofendas, pero menuda reputación que tienes, Hunter.
—¿No es buena? —preguntó Tori en tono seco—. Qué sorpresa.
—¿Entonces es cierto? ¿Por eso la han trasladado?
—Es cierto —le contestó Tori volviéndose cuando la ventanilla se abrió y una
jovencita le tendió una bolsa.
—¿Quieren kétchup? —preguntó esta.
—No —ladró Tori enseguida cogiendo la bolsa.
—Kétchup, sí. He pedido patatas fritas, ¿sabes?
Tori miró a la chica de nuevo.
—Sí, kétchup.
Le pasó la bolsa a Casey y le preguntó:
—¿Esto es lo que comes todos los días?
—¿Por qué lo preguntas? —quiso saber ella mientras se metía una patata frita
en la boca, sin kétchup.
Tori dio un repaso a su esbelta silueta y negó con la cabeza.
—Por nada.
Alargó la mano para recoger las bolsitas de kétchup y se las tiró a Casey al
regazo mientras arrancaba.
—¿Siempre vas a todas partes con tantas prisas? —se interesó Casey aferrada
al salpicadero mientras Tori se incorporaba al tráfico.
Ella la ignoró y se cambió de carril aunque lo hizo algo más despacio. Miró a
Casey de reojo con incredulidad cuando esta le dio un bocado a la hamburguesa.
—Bueno, vamos a hablar de esto —le dijo—. Sin capitanes ni tenientes, solas
tú y yo.
—Es un poco difícil hablar mientras como —farfulló Casey con la boca llena.
—Vale, pues hablaré yo. Creemos que la señora Hagen sabe con quién tenía
una aventura el padre Michael. De hecho, estamos seguros de ello. Obviamente,
también pensamos que una de las trece huellas que encontramos en la rectoría es
del amante misterioso en cuestión.
Casey dejó la hamburguesa sobre su regazo y se comió un par de patatas fritas
antes de contestar.
—En tus notas ponías que crees que el ama de llaves estaba protegiendo al
padre Michael —dijo.
—Sí, sería capaz de eso. Le adoraba.
Casey mojó otra patata en el kétchup.
—¿Pero y si no es al padre Michael a quien protege? ¿Y si es a su amante?
Tori frunció el ceño sin apartar la vista de la carretera. Esa posibilidad ni se le
había pasado por la cabeza. Estaban tan convencidos de que protegía al padre
Michael que no habían pensado en que a lo mejor conocía a su amante.
—Muy bien, O’Connor. Estábamos completamente centrados en el padre
Michael.
Casey sonrió de oreja a oreja.
—Eso es porque trabajáis en Homicidios y estáis acostumbrados a centraros
en el muerto.
—Espera un momento. ¿Crees que podría ser otro cura?
—A lo mejor. A lo mejor por eso la Iglesia no quiere que se sepa.
Tori se mordió el labio. Sam la mataría, pero no importaba porque no podía
callárselo.
—Lo que voy a decirte es completamente off the record y no puede salir de
aquí —miró a O’Connor a la cara—. ¿De acuerdo?
—¿Nos conocemos lo suficiente para esto?
—No, pero no parece que vayamos a tener mucho tiempo para aprender a
confiar la una en la otra —espetó Tori al tiempo que le daba al intermitente y
giraba en Milam.
Casey asintió.
—Vale, de acuerdo.
—Sé de buena tinta que la Iglesia no está metida en esto. Al menos no por
voluntad propia.
—¿Qué quieres decir?
—Todos los intentos de tapar esta mierda proceden directamente de la oficina
del alcalde.
—Venga ya, Hunter —negó Casey metiéndose dos patatas fritas en la boca—.
El alcalde no tiene por qué ordenar que se tape un asesinato y además el jefe de
policía nunca lo permitiría. Si se llegara a descubrir sería un suicidio profesional.
—Mira, no sé nada de ti, pero no tengo más elección que confiar en ti porque
no quiero cerrar este caso antes de tiempo. Aquí está pasando algo, hay
demasiados altos cargos metidos —Tori la miró por el rabillo del ojo—. La
razón de que el alcalde quiera echar tierra sobre este asunto es que el padre
Michael era su hermano.
—¿Te estás quedando conmigo?
—No, no me estoy quedando contigo —siseó Tori—. Hablo en serio.
—¿Pero por qué iba a querer ocultar que el padre Michael era su hermano?
—No lo sé, ¿qué diablos sabemos de política?
—¿Cómo sabes todo esto?
Tori guardó silencio un momento.
—No puedo decírtelo.
—¿No puedes decírmelo? Pues vaya mierda, Hunter. ¿Cómo vamos a seguir
esa pista si no me dices de dónde la has sacado?
—No vamos a seguir ninguna pista, ya te he dicho que era off the record —la
miró de reojo de nuevo—. Pero al menos sabemos por qué se ha metido el
alcalde: tiene aspiraciones políticas más allá del ayuntamiento.
—Entonces, la asesora esa no ha venido por la Iglesia, ¿verdad?
—Exacto, la ha contratado el alcalde.
—Y por eso tengo plan para cenar —murmuró Casey.
—¿Cómo? ¿Qué plan para cenar?
—Mi capitán me dijo que esta noche tenía que cenar con Marissa Goddard.
Lo había preparado todo el jefe. Dijo que quería repasar el caso conmigo.
—Ah, seguro que sí. También se reunió con nosotros para «repasar el caso»
—replicó Tori que giró y aminoró—. El ama de llaves vive al final de la
manzana.
Casey metió el resto de la hamburguesa en la bolsa junto con un puñado de
patatas fritas bañadas en kétchup.
—¿Tienes alguna servilleta, Hunter?
—En la guantera —le dijo—. A la señora Hagen no le caigo muy bien,
normalmente era Sam la que hablaba.
—¿Sam? ¿Tu compañera?
Tori aparcó junto a la acera.
—Kennedy, sí, mi compañera.
Bajó del coche y echó a andar hacia la casa sin esperar a O’Connor. Casey
cerró su puerta de un golpe y corrió para ponerse a su altura.
—¿Y cómo fue la cosa?
Tori se paró.
—¿Qué cosa?
—Trabajar con tu pareja.
—Pues está claro que no muy bien porque nos han separado.
—No, me refiero para ti. ¿Se te hacía raro vivir juntas y trabajar juntas?
—No, no se me hacía raro. ¿A qué vienen tantas preguntas?
Casey se encogió de hombros.
—Solo era curiosidad. Es decir, he conocido a compañeros que se han
enrollado. Nada duradero, ojo, pero sí con sexo de por medio, y cuando se
acababa ya no podían trabajar juntos igual que antes. En tu caso, habría esperado
que trabajar juntas estropeara tu vida sexual.
Tori alzó una mano.
—¿Podemos dejarnos de preguntas, por favor? Además, ya no tiene
relevancia. Ya no trabajamos juntas.
—Muy bien, Hunter. Tampoco es que necesite tu consejo en ese tema. Mi
compañero en Víctimas Especiales es un hombre felizmente casado.
Tori suspiró. ¿No la podían poner con un compañero que tuviera la boca
cerrada? Jesús, aquella mujer era una cotorra. Fue a llamar al timbre, pero se
detuvo un momento.
—¿Ya has terminado de parlotear? ¿Lista para ver a la señora Hagen?
—Claro, Hunter, adelante. Pero, ¿sabes? Quizá lo mejor es que hable yo.
—Claro, O’Connor. A ver si la ablandas. A lo mejor te funciona.
Tori pulsó el timbre un largo momento, lo soltó y volvió a pulsarlo. Hubo
movimiento tras el cristal y empezaron a abrir los cerrojos. Lentamente, la
señora Hagen abrió la puerta y se asomó por la rendija. Tori notó el desmayo en
su mirada.
—¿Usted otra vez? ¿Qué quiere ahora?
Casey dio un paso adelante.
—En realidad soy yo la que quiere verla, señora Hagen, la inspectora Hunter
solo se ha ofrecido amablemente a traerme. Soy la inspectora O’Connor, de la
brigada de Víctimas Especiales, señora. ¿Podemos entrar?
—No tengo nada más que decir. Ya se lo dije a ella.
—Lo entiendo; y no tenemos demasiadas preguntas, señora Hagen, solo
queríamos ponerla al día de cómo va la investigación.
La puerta se abrió un poco más.
—¿Ponerme al día sobre qué?
Casey echó un vistazo a su alrededor.
—¿Quiere que hablemos aquí fuera? —se arrimó más a ella—. Quizá
deberíamos pasar para que no nos escuchen los vecinos.
La señora Hagen vaciló, pero accedió tras mirar la casa del vecino de
enfrente.
—Muy bien —les abrió la puerta—. Pasen.
Casey miró a Tori y le ofreció pasar primero; Tori puso los ojos en blanco y
dio un paso atrás.
—Vale, vale. Tú eres más bollera que yo —murmuró Casey.
Tori se las arregló para ahogar una carcajada antes de seguirla dentro. En
aquella ocasión la casa estaba en silencio, sin el ruido de la televisión de fondo,
pero había algo que olía deliciosamente bien. ¿Sopa de pollo?
—¿Cómo se encuentra su esposo, señora Hagen? —le preguntó Tori al entrar
en la cocina.
—Hoy no se encuentra muy bien. Está descansando —contestó ella
dedicándose a remover el contenido de una olla que tenía en el fuego—. Pronto
querrá comer.
—Bueno, no vamos a robarle mucho tiempo —le aseguró Casey.
Sacó una silla de la pequeña mesa de cocina y le dio la vuelta para ponerse de
frente a los fogones. Se sentó y cruzó las piernas con naturalidad, con el tobillo
sobre la rodilla.
—Como le he dicho antes, soy de Víctimas Especiales, ¿sabe lo que es,
señora Hagen?
Cuando la mujer de mayor edad siguió removiendo el caldo sin decir esta
boca es mía, Casey continuó:
—Investigamos crímenes sexuales, señora Hagen. Violaciones, agresiones
sexuales, asesinatos causados por un ataque de índole sexual. Ese tipo de cosas
—miró a Tori de reojo. Esta observaba a la señora Hagen—. Solo hemos
pensado que le gustaría saber que vamos a cerrar el caso del padre Michael. Le
mató Juan Hidalgo. Usted conocía a Juan, ¿no es así? —como siguió sin
contestar, Casey se levantó y se le acercó—. Señora Hagen, ¿no conocía a Juan?
Finalmente, la mujer se dio la vuelta.
—Sí, conocía a Juan. Trabajaba en la casa desde hacía años.
—Entonces habrá sido una sorpresa para usted, ¿no?
—Por supuesto. Juan siempre fue muy amable y educado. Nadie habría
sospechado que sería capaz de cometer un asesinato.
Casey sonrió.
—Oh, el asesinato, sí. Pero yo me refería a la aventura que tenía con el padre
Michael.
—¿Qué? —respingó la señora Hagen.
—Sí, nosotros tampoco lo podíamos creer, pero aparentemente mantenían una
relación amorosa desde hacía tiempo. A finales de semana saldrá en las noticias
en cuanto cerremos el caso.
—No —sacudió la cabeza—. No. Ellos no... ellos no tenían ninguna relación
—susurró.
—Tenían que tenerla, señora Hagen. El forense dijo que el padre Michael
había mantenido relaciones sexuales —la informó en tono práctico—. Tal como
lo vemos nosotros, la relación se torció o tuvieron una pelea de amantes o algo
así, Juan perdió la cabeza y le estranguló —hizo una pausa—. Así sin más,
señora Hagen. Está claro que nunca se sabe lo que pasa en una casa.
—No, no estaban juntos.
—Señora Hagen, ya no es necesario que siga cubriéndolo. Sabemos que lo
sabía. Usted era el ama de llaves, así que sabe todo lo que pasaba en la casa,
¿no?
Casey se dio la vuelta y metió la silla debajo de la mesa otra vez.
—La inspectora Hunter me ha dicho que le preguntó con quién tenía una
aventura el padre Michael. Entendemos por qué no nos lo dijo, señora Hagen. Es
decir, ¿Juan Hidalgo? ¿Quién lo iba a decir? Pero ahora ya se sabe todo.
—¿Saldrá en las noticias?
—Sí. Me sabe mal por el padre Michael. Es obvio que no quería que se
enterase nadie, pero ahora estará en todos los canales —se acercó un poco a la
señora Hagen—. ¿Pero Juan? No parecía su tipo, la verdad.
Ella negó con la cabeza.
—No fue Juan. Nunca fue Juan.
—Señora Hagen, me dijo que no sabía nada de ninguna aventura —le recordó
Tori—. Dijo que el padre Michael no tenía una relación con nadie. ¿Intentaba
protegerle a él o a Juan?
Justo en ese instante apareció un hombre mayor ayudándose de un andador
para entrar en la cocina, con tubos de oxígeno fijados a las fosas nasales.
—¿Alice? ¿Quién es esta gente?
—Ya se iban —afirmó ella.
Tras lanzarles una mirada rápida a las inspectoras, acudió junto a su marido.
—Ven, es hora de comer.
La señora Hagen le ayudó a sentarse en la silla que Casey le aguantaba y
luego les indicó a ellas que la acompañaran fuera.
—Tiene cita con el médico mañana —les explicó—. Siempre le lleva mi hija
Kathleen —miró el pasillo a su espalda por encima del hombro—. Vuelvan por
la mañana —les dijo en voz baja—. Sobre las 10.
—¿Señora Hagen? —se extrañó Tori.
Ella se metió la mano en el bolsillo de la bata y movió nerviosamente los
dedos. Tori supo que tocaba el rosario que llevaba siempre consigo.
—Mañana. Ahora tengo que volver con él.
Les cerró la puerta y las dejó allí plantadas. El sonido de los cerrojos
volviendo a cerrarse en el interior fue lo último que oyó Tori de la casa. Casey le
regaló una sonrisa radiante.
—¿Ves? Nos ha invitado mañana a tomar café. Y, si tenemos suerte, a lo
mejor hasta nos hace un bizcocho de plátano o algo así.
Tori enarcó una ceja.
—Si tenemos suerte nos dará un nombre.
Se echó a andar hacia el Explorer. Sentía que podían estar cerca de hacer
algún avance por fin. Se detuvo al llegar al bordillo.
—Buen trabajo, por cierto.
—Gracias, Hunter. Supuse que si quería tanto al padre Michael como decías,
no querría que su nombre quedara manchado por un hombre de la calaña de Juan
Hidalgo. Ya sabes, imagínate que tú y yo fuéramos buenas amigas y yo supiera
que estás teniendo una aventura con Samantha Kennedy, que según he oído es
bastante sexy, por cierto. Ahora imagina que otra persona te estuviera acusando
de estar liada con, digamos, Teresa Fillmore, de la Central.
Tori se echó a reír. A los cincuenta y tantos, Teresa Fillmore era lo que
alguien la había llamado en una ocasión: una bollera de bolleras.
—Entonces, claro, yo no querría que la gente pensara que tienes tan mal
gusto, así que confesaría que no, que no era con la horrible y vieja Teresa con la
que estabas liada, sino con la remonísima y joven inspectora Kennedy —
argumentó Casey mientras abría la puerta del coche. Hizo una pausa—. Y lo
confesaría aunque fuera a causarte un millón de problemas porque la idea de que
estuvieras con Teresa Fillmore sería demasiado repugnante.
—Así que te basas en la suposición de que Alice Hagen está desolada porque
vamos a cerrar el caso y a dejar creer a todo el mundo que el padre Michael y
Juan, su asesino, eran amantes. ¿Es eso? ¿Y ahora nos va a decir la verdad sin
más?
—Sí, nos va a decir la verdad y creo que le cuesta tanto porque es otro
sacerdote. Hasta podría ser algún seminarista, oye. A lo mejor por eso duda
tanto. El padre Michael tenía cuántos... ¿Cuarenta y pocos? Quizá lo que cree
que está haciendo la señora Hagen es proteger a alguno de los jóvenes del
seminario.
Tori hizo un cambio de sentido frente a la casa de los Hagen y se detuvo al
final de la calle antes de girar por Nichols Avenue.
—Si nos da un nombre, el siguiente paso será intentar interrogarle. Y buena
suerte consiguiendo que Marissa Goddard te deje.
—A todo esto, ¿cómo es ella?
—Antipática, arrogante —hizo una pausa—. Va de chula.
Casey se echó a reír.
—Joder, Hunter, pero si te has descrito a ti misma.
Tori arrugó el ceño.
—¿De qué coño estás hablando?
—También he oído que una mujer hetero cree que eres sexy.
Tori notó que se ruborizaba y, cuando O’Connor se dio cuenta, todavía se le
encendieron más las mejillas.
—Pero alguien que se pone así de colorada no puede ir tan de chula, ¿no? —
bromeó Casey.
—Creo que no me caes bien —refunfuñó Tori.
—Joder, Hunter, yo le caigo bien a todo el mundo. Ahora cuéntame cómo es
Goddard realmente. ¿Es guapa?
—¿Guapa? ¿Para qué coño quieres saber si es guapa?
—Porque cualquier mujer a quien se describe como arrogante, antipática y
chula tiene que ser gay —Casey alargó el brazo y le dio un puñetazo suave en el
hombro a Tori—. ¿Entonces qué? ¿Es guapa? ¿Sí?
Tori sacudió la cabeza. «Guapa» era la última palabra que le venía a la cabeza
al pensar en Marissa Goddard. —No.
—¿No? Mierda, y yo que voy a cenar con ella.
—¿Habéis quedado en algún sitio?
—No. Maldita sea, me pasará a buscar ella —Casey miró a Tori fijamente—.
¿Cuántos años tiene? Seguro que es vieja, ¿no? —calló un segundo—. No
debería haberle dicho que me parecía bien que me recogiera.
Tori dejó escapar una carcajada al imaginarse a la joven elegante que era
Marissa Goddard.
—Sí, es vieja. De hecho me recuerda un poco a Teresa Fillmore, pero sin el
pelo decolorado.
Casey abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Lo dices en serio? Vale, entonces dime que es hetero y tiene marido e
hijos esperándola en casa.
—No, es lesbiana —repuso Tori. De eso no le cabía la menor duda.
Casey se enfurruñó.
—Te odio.
Capítulo 16

Esa noche, Tori fue a su apartamento y dejó las llaves en la barra de la cocina.
Odiaba el silencio y la oscuridad. En la cocina, abrió la nevera y la luz del
interior rebotó entre las sombras de la estancia mientras revisaba la comida que
había sin demasiado interés. Los restos de la cena de la víspera —sobras de
espaguetis con pollo— estaban listos para meterlos en el microondas, pero buscó
más al fondo, sacó una botella de cerveza y la destapó sin esfuerzo. La chapa fue
directa a la basura.
Ya se acercaba el mes de febrero y los días eran un poco más largos. Salió a la
pequeña terraza y se sentó en una silla de jardín, aunque se hubiera perdido los
últimos rayos de sol. No había hablado con Sam en todo el día y no tenía ni idea
de cuándo volvería a casa.
Y detestaba la casa vacía. Le recordaba... bueno, le recordaba su vida antes de
Sam, antes de tener una razón para volver a casa. También hacía que se diera
cuenta de lo mucho que había cambiado su vida en el último año y pico. Ya no
era la ogra arrogante y antipática con quien no quería trabajar nadie. Ya no era la
primera en llegar a comisaría y la última en irse. No, ahora tenía una vida y
alguien con quien compartirla, a quien amar, con quien estar. Y solo Dios sabía
por qué, pero también tenía a alguien que la amaba a ella.
Así pues, apartó aquel temor tan molesto de su mente, después de haber
dejado que la reconcomiera por dentro durante todo el día, pero la desagradable
sensación insistió en asomar de nuevo la cabeza para recordarle que estaba allí
sola, como en los viejos tiempos. Dio un trago de cerveza, consciente de que no
era como antes para nada porque sabía que Sam iba a volver a casa. Esbozó una
ligera sonrisa con la mirada perdida en el cielo oscurecido. Sí, Sam volvería a
casa.
Un rato después, cuando oyó la puerta de entrada cerrándose, dejó escapar un
hondo suspiro y por fin se relajó porque ya no estaba sola. Sam la encontró
enseguida y se asomó a la terraza.
—Aquí estás —le rodeó los hombros a Tori por la espalda y le dio un fuerte
abrazo—. Dios, cuánto te he echado de menos hoy.
Tori se volvió y le robó un beso rápido a Sam antes de que la soltara.
—Yo también te he echado de menos.
—Me cambio en un momento —le dijo Sam dándole un apretón en el brazo a
Tori al alejarse—. Una copa de vino estaría bien —anunció por encima del
hombro.
Tori asintió y echó un último vistazo al cielo nocturno antes de entrar y cerrar
la puerta tras de sí. Vació el resto de la cerveza, sirvió dos copas de vino y se
dirigió al dormitorio, en donde contempló a Sam en bragas mientras buscaba
algo calentito que ponerse sin el menor reparo. A los pocos instantes se puso una
sudadera ancha para cubrir sus pequeños pechos y Tori le pasó su copa.
—¿Cuánto rato me vas a hacer esperar? —preguntó al fin.
Sam se echó a reír.
—¿Para contarte mi primer día? ¿Podría haber algo más aburrido? Mejor
cuéntame qué tal tú —enlazó su brazo con el de Tori y la condujo de nuevo a la
sala de estar—. ¿Alguna novedad sobre el padre Michael?
—Ajá, pero tú primera.
Sam se metió el pelo detrás de las orejas y se sentó con las piernas cruzadas
en el sofá frente a Tori.
—Creo que el inspector Travis, perdón, el teniente Travis va a ser fantástico.
Pero me temo que el trabajo va a ser un peñazo. He estado casi toda la mañana
presentándome a la gente —se inclinó y le tocó la rodilla a Tori—. Y sí, era la
compañera de Hunter —añadió con una sonrisa—. Me lo han preguntado mil
veces —dio un trago de vino e hizo girar la copa entre los dedos—. Me han
asignado un caso de blanqueo de dinero. Por lo que parece, las cosas funcionan
así: el FBI nos avisa, la UIC hace toda la investigación y el trabajo de campo y
luego el FBI aparece de la nada y hace las detenciones.
—¿Qué tipo de blanqueo de dinero?
—Drogas. La empresa fraudulenta es una especie de compañía de hardware
informático. Ellos... bueno, nosotros ya sabemos que no tienen existencias, pero
cada mes cambian de manos grandes cantidades de dinero. De todas maneras yo
he llegado con el caso bastante avanzado y el FBI está a punto de retomar la
investigación.
—¿No hay ningún asesinato emocionante, pues?
—No, y lo que es peor, me van a enviar fuera para recibir formación —volvió
a apretarle la pierna a Tori—. Tres semanas, cielo.
—¿Tres semanas? ¿Dónde?
—Los Ángeles.
—¿ Cómo?
—Es un programa que monta el FBI. Según Travis es de muy alto nivel.
Tori notó que le entraba el pánico.
—¿Tres semanas? —repitió.
—Ya lo sé, Tori —se inclinó y la besó en los labios con suavidad—. Ahora no
quiero hablar de eso, ¿vale? Ya tocará bien pronto —la besó de nuevo—. Ahora
cuéntame qué tal tu día.
Tori se echó hacia atrás dejando escapar el aire retenido en los pulmones muy
despacio. ¿Tres semanas? Dios, se moriría.
—Venga, dime cómo ha ido —la instó Sam, que no había dejado de
acariciarle la pierna—. ¿Qué tal el inspector nuevo?
Tori asintió y cerró los ojos un segundo antes de mirar otra vez a Sam.
—¿Tres semanas?
Aquello iba a ser una eternidad.
—Sí, ¿qué tal el inspector nuevo?
—Me moriré en tres semanas.
—No lo harás —replicó Sam dando un sorbo de vino—. ¿Me lo vas a contar
o no?
Tori suspiró.
—Casey O’Connor, ¿te suena?
Sam frunció el ceño.
—Sí, la asignaron a Delitos Sexuales cuando yo me marché, pero no llegué a
conocerla. ¿Cómo es?
—Habla demasiado.
—Seguro que te lo has pasado muy bien —rio Sam.
—Sí, súper bien. Pero ha conseguido que Alice Hagen empiece a hablar.
—No —exclamó Sam incrédula—. ¿Y quién era el amante?
—Vamos a volver a su casa mañana por la mañana pues su marido estará en
el médico y nos ha dicho que entonces nos lo contará —Tori le dio una
palmadita a Sam en la pierna—. Pero a buenas horas: van a cerrar el caso esta
semana. O’Connor me contó que su capitán le ha dicho manifiestamente que su
papel en el caso es solo para guardar las apariencias.
—¿Órdenes del jefe?
—Sí.
Sam sacudió la cabeza.
—Esto acabará pasándole factura a alguien. Puede que no ahora, pero algún
día cualquier periodista se pondrá a husmear y alguien revelará lo que ha pasado.
Es que ¿y si lo eligen qué pasará? A Stevens, quiero decir. Entonces será persona
de interés para los medios nacionales y se pondrán a escarbar. El día menos
pensado, un reportero le preguntará por su hermano. ¿Entonces qué?
—No es problema nuestro.
—Entonces, ¿O’Connor estará solo durante esta semana?
—Supongo. Esta noche va a cenar con Marissa Goddard.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo se han conocido?
Tori sonrió.
—Se conocerán esta noche. Parece que Goddard le va a echar el discursito de
por qué hay que cerrar el caso y O’Connor se supone que tendrá que decir que
vale y no investigar más.
—¿Y le parece bien? A O’Connor, me refiero.
—No, por eso está intentando que el ama de llaves hable. Si encontramos
algo nuevo a lo mejor hay menos presión para dar carpetazo al asunto. Es decir,
todos sabemos que lo hizo Hidalgo.
—Pero eso solo es una pequeña parte del puzle.
Tori asintió.
—Tengo la corazonada de que Hidalgo era realmente inocente en todo esto.
—¿Qué quieres decir?
—No es un asesino. Creo que es verdad que le ordenaron matar al padre
Michael —se acabó el vino—. Quizá lo chantajearon u otra cosa, pero creo que
alguien le dijo que matara al cura y luego le metió una bala como propina.
—Pero eso no tiene sentido, Tori. Es lo que decía Ramírez. Si alguien estaba
dispuesto a matar a Hidalgo, ¿por qué no mataba al padre Michael él mismo en
lugar de meter a una tercera persona en el lío?
—No lo sé. Hay demasiados «síes» y «quizás». Puede que nunca lleguemos a
saber lo que pasó.
Capítulo 17

Casey esperaba en la esquina de la comisaría y miró el reloj de pulsera por


tercera vez. Marissa Goddard llegaba cinco minutos tarde. Puede que hubiera
cambiado de opinión aunque Casey meneó la cabeza ante la idea. No tendría
tanta suerte. Además, si resultaba que la mujer era calcada a Teresa Fillmore, la
noche iba a ser corta de todas maneras. Si tenía que hacerlo fingiría que le dolía
la cabeza.
—¿O’Connor?
Casey se volvió y su sonrisa se ensanchó ante la atractiva mujer que se le
había acercado.
—Sí, soy Casey O’Connor.
La mujer extendió la mano.
—Marissa Goddard.
Casey la observó con atención: su larga y lisa melena rubia, los pantalones de
vestir ajustados de color negro y el jersey rojo. Sus ojos eran azules y
expresivos. Casey levantó una ceja.
—¿ Usted es Marissa Goddard?
—Sí.
Casey se rio.
—La voy a matar —murmuró y le estrechó la mano sorprendida de la firmeza
de Marissa al hacerlo.
«Y una mierda Teresa Fillmore.»
—¿Disculpe?
—No... nada —dijo Casey—. Es un verdadero placer conocerla, señora
Goddard.
Marissa asintió y se metió un mechón de pelo detrás de la oreja en un gesto
de impaciencia. Indicando un Lincoln plateado que había aparcado junto a la
acera la invitó:
—¿Vamos?
Casey la siguió, y las cejas casi le llegaron al nacimiento del pelo cuando
Marissa Goddard le abrió la puerta del asiento del acompañante.
—Me apetece algo picante —comentó Marissa—. Quizá usted podría
recomendarme algún restaurante mexicano bueno.
—¿Picante? Si lo que le gusta es el picante, soy la mujer para usted.
—Seguro que lo es. Sin embargo, yo me refería solo a la cena.
—Y yo también, señora Goddard. ¿Qué diantres creía usted que quería decir?
Se sostuvieron la mirada un momento hasta que Marissa asintió esbozando
una ligera sonrisa.
—Llámame Marissa.
Casey se acomodó en el mullido asiento; Marissa fue al asiento del conductor
y miró un momento a Casey al deslizarse frente al volante.
—Entiendo que ya estás familiarizada con el caso.
Casey asintió.
—Y ahora estoy aún más confundida porque no veo qué he venido a hacer
aquí.
—¿Qué quieres decir?
—Soy de Víctimas Especiales. Y, por lo que he leído y oído, aquí no ha
habido ningún crimen sexual.
—Deja que adivine: has hablado con Hunter.
—Sí, cinco minutos con ella y ya me ha lavado el cerebro —bromeó.
—Sin duda.
—Gira a la izquierda —le indicó Casey—. No ha tenido que lavarme el
cerebro, he leído los informes. Los hechos son los hechos. Le encontraron
desnudo. Supongo que eso puede entenderse como un crimen sexual —se
encogió de hombros—. O al menos puede hacerse que lo parezca.
—¿Qué es lo que insinúas, inspectora O’Connor?
—¿Qué te hace pensar que insinúe nada?
—Tienes razón, perdona. No debería juzgarte basándome en Hunter.
—Gira otra vez a la izquierda en el semáforo —le dijo Casey que la estaba
guiando a su restaurante favorito—. ¿Qué problema tienes con Hunter?
—Bueno, no nos hemos caído demasiado bien que digamos.
Casey se echó a reír.
—Debería haberlo sospechado cuando te he visto.
—¿Qué quieres decir?
—Le pregunté cómo eras —confesó Casey—. No te ha descrito precisamente
así —le dijo dándole un buen repaso.
Marissa enarcó una ceja, pero no dijo nada. Casey sonrió.
—Eres atractiva. Joven.
—¿Y eso qué tiene que ver con Hunter?
—Te describió como un orco cincuentón.
—¿Un orco? Ya veo —se pararon en el semáforo—. ¿Y cincuentona? No
tengo pinta de cincuentona.
—Creo que Hunter solo estaba quedándose conmigo —señaló al final de la
calle—. La Frontera.
—¿La Frontera del Sol? No suena muy original. ¿Es una cadena?
—Creía que querías comida picante, no original. Y no, no es una cadena. Es
de José y Francesca Ríos —explicó Casey que conocía a los propietarios desde
hacía años.
Marissa dejó el coche en el aparcamiento abarrotado tras dar un par de vueltas
en busca de sitio.
—Bueno, gente tienen, eso está claro. A lo mejor deberíamos intentar otro
sitio. Tenemos que discutir algunos temas y no me apetece estar sentada en un
comedor lleno de gente.
—Tendrán mesa, descuida.
Casey bajó del coche y se puso la cazadora de piel negra que había llevado en
el regazo durante el trayecto. Marissa hizo lo mismo cogiendo una chaqueta casi
idéntica del asiento de atrás.
—Bonita chaqueta —comentó Casey, en tono de guasa, caminando a su lado.
Marissa pasó por alto el comentario y se metió las manos en los bolsillos.
—El jefe me ha dicho que el caso estará cerrado esta semana.
—¿Ah, sí?
—Aunque Hunter y Kennedy están de acuerdo en que Juan Hidalgo es el
asesino, se niegan a cerrar el caso sin tener un móvil —le dijo Marissa—. La
verdad es que me parece una tontería.
—¿Una tontería? Si un asesino a sueldo mata a un juez federal, ¿tú solo
juzgarías al asesino o irías tras el que lo ha contratado?
—Juan Hidalgo difícilmente podría considerarse un asesino a sueldo. ¿Y qué
pruebas hay de que lo contratara alguien?
Casey le aguantó la puerta abierta e invitó a pasar a Marissa. El olor de
picante y tortillas recién hechas la golpeó nada más entrar. Había varias personas
agolpadas en el bar esperando a que les dieran mesa, y algunas pedían bebidas a
gritos por encima del ruido del ambiente.
—Espera un segundo —le pidió Casey.
Se movió entre la multitud en busca de alguna cara familiar hasta dar con ella.
Estaba ayudando en la caja registradora.
—Hola, Fran.
A la mujer mayor se le iluminaron los ojos.
—Casey, bienvenida.
Fran salió del mostrador y cogió a Casey de los brazos.
—Me alegro de volver a verte —miró a su espalda—. ¿Tienes una cita, sí?
Casey soltó una carcajada.
—No exactamente, es una cita de trabajo —le dijo—. ¿Alguna posibilidad de
que tengamos mesa?
—Claro que sí, Casey. Para ti encontraré un sitio bonito.
—Gracias, Fran. Voy a buscar a Marissa.
—Ah, Marissa —repitió Fran con su hermoso acento español marcando la
«r»—. Qué bonito.
—Es muy bonita, sí —admitió Casey—. Pero es trabajo.
—Eso lo dices tú, Casey. Tú ve por tu cita de trabajo. Yo ya veré.
Casey se agachó y la besó en la mejilla.
—Gracias, ahora vuelvo.
Marissa la recibió con una sonrisa divertida.
—¿La dueña?
—Sí, es una mujer maravillosa. Nos va a buscar una mesa.
Casey la tomó educadamente del codo, pero Marissa se detuvo en seco y se
quedó mirando su mano.
—Gracias por la galantería, inspectora, pero no es necesario. No necesito una
escolta esta noche.
—Vaya. Yo y mis modales, ¿en qué estaría pensando? —repuso Casey con
naturalidad—. Puedes abrirte paso entre la gente tú sola.
Y lo hizo hasta llegar al comedor en donde buscaron a Francesca con la
mirada. Puede que Hunter tuviera razón, Marissa era atractiva, sí, pero lo de
arrogante y antipática no iba muy desencaminado. Vio a Fran esperándolas en un
rincón discreto, lejos del ruido.
—¿Qué os parece aquí? —preguntó la mujer.
—Perfecto.
—¿Y a tu acompañante?
Casey se volvió y esperó a que Marissa llegara hasta ellas pasando entre las
mesas.
—Fran, te presento a Marissa Goddard. Marissa, esta es Francesca Ríos,
creadora de las mejores enchiladas de pollo que vas a probar jamás.
Francesca la saludó educadamente con una inclinación de cabeza y sacó una
silla para ella.
—Bienvenida, Marissa, siempre es un placer conocer a las nuevas amigas de
Casey —le dedicó un guiño sutil a Casey antes de darle un apretón en el hombro
—. Enseguida vendrán a tomaros nota. Casey, a los margaritas invito yo.
Casey sonrió de oreja a oreja mientras Fran se alejaba, pero suavizó la sonrisa
cuando se volvió hacia Marissa y esta la miró de manera incendiaria.
—¿Cree que esto es una cita?
Casey se encogió de hombros.
—Créeme, podría irte mucho peor —entrelazó las manos sobre la mesa y se
inclinó hacia Marissa—. Dicen que soy un buen partido —arqueó las cejas,
provocativa, antes de sentarse derecha de nuevo.
Marissa por fin se relajó.
—Supongo que debería estar agradecida de no estar cenando con Hunter.
—A mí no me cae mal —admitió Casey—. Me dijeron que era una mujer
antipática y arrogante —entonces se rio—. Y así viene a ser cómo te describió
ella.
—Es desagradable.
—Sí, también es posible que utilizara esa palabra.
Marissa abrió la carta y la escaneó.
—Kennedy es adorable. No me puedo creer que esté con alguien como
Hunter.
—Ah, no sé. Tori tiene ese aire de mujer alta, guapa y oscura. A Kennedy no
la conozco —dijo Casey. Levantó la mirada cuando un camarero vino a traerles
una cesta de chips de tortilla calientes con salsa picante y guacamole—. Si te
gustan los margaritas fuertes, tienes que probar el Ríos Rita. Es el mejor de la
ciudad.
—Tú eres oficial de policía y yo conduzco. ¿Qué intentas hacer?
—Un margarita con la cena no te hará daño, señora Goddard. Y si tanto te
preocupa, estaré encantada de conducir yo —miró al camarero—. Dos Ríos
Ritas. El mío con hielo.
Miró a Marissa con las cejas levantadas.
—Yo igual.
—Excelente elección —les dijo él con una reverencia cortés—. ¿Les apetece
algo para picar antes de la cena.
Marissa negó con la cabeza.
—Para mí nada, gracias.
—De acuerdo, ahora mismo traigo sus bebidas.
Casey cogió una chip de tortilla y la mojó en la salsa de guacamole. Antes de
llevársela a la boca le quitó el exceso de salsa.
—Fabulosas —murmuró mientras masticaba—. La roja es más picante que la
verde —le sonrió—. Y siendo una yanqui como tú, yo no me pondría mucha
salsa.
Marissa cogió una chip de la cesta, la partió por la mitad y metió un trozo en
la salsa roja.
—Tu comentario sobre los yanquis no me ofende, inspectora —dijo dando un
bocado—. Soy del sur de California.
Casey se echó a reír.
—Caramba, debería haberlo sabido: pelo largo y rubio, bronceado bonito —
dijo—. Me habían dicho que eras de Boston.
Marissa asintió y metió el otro trozo de chip en la salsa de guacamole.
—Vivo en Boston desde hace ocho años. Llevo tiempo queriendo volver a la
costa oeste, pero nunca encuentro el momento. Y los rayos UVA hacen milagros
—cogió el agua—. Creo que la verde es más picante.
—Floja —Casey se comió otra—. Bueno, ¿y te espera alguien en casa? ¿En
Boston? —le preguntó. Se echó hacia atrás cuando el camarero llegó con las
bebidas—. Gracias.
Marissa la miró a los ojos por encima de la mesa.
—Esto no es una cita de verdad, ¿recuerdas? Se supone que tenemos que
hablar del caso.
—Sí, pero entonces acabaremos discutiendo y se nos fastidiará la cena. ¿Qué
te parece si hablamos del caso después de cenar? Porque, si no supongo mal, es
la primera vez que sales a divertirte en toda la semana.
Marissa asintió.
—Mis cenas han sido con el alcalde y su mujer dos veces, con el alcalde y el
jefe de policía una vez, con monseñor Bernard de la diócesis una vez, y el resto
sola.
—¿Y no es más divertido así?
Marissa sonrió.
—Sí, gracias, lo es.
Casey dio un sorbo de su copa y cerró los ojos para disfrutar de la mezcla
perfecta de dulce y amargo.
—Dios, qué bueno está —observó a Marissa mientras probaba el suyo—. ¿A
que sí?
Marisa abrió mucho los ojos al tragar.
—Guau —carraspeó—. A lo mejor te tomo la palabra en lo de conducir. Está
fuerte.
Casey cogió más chips.
—¿Y bien? ¿Tienes a alguien en casa? —le preguntó una vez más.
Marissa negó con la cabeza.
—Ya no, antes sí —hizo una pausa—. Tenía una vida perfecta y un trabajo
perfecto con el que ganaba montones de dinero. Bethany era todo lo que yo
había soñado —dio un nuevo sorbo de tequila—. Y ella me quería. Pero lo
quería todo, ya sabes, una vida normal, hijos —Marissa se rio—. Y quería que
los tuviera yo. Yo puedo jugar a ser una chica tradicional —explicó señalándose
—, pero nunca he deseado tener hijos. No estoy hecha para ser madre —ladeó la
cabeza—. No importa. Me dejó —concluyó sacando un cigarrillo del bolso y
moviendo los ojos en busca de un cenicero.
—No se puede fumar.
—Odio esas nuevas leyes —replicó guardando el cigarrillo justo cuando se
les acercaba el camarero otra vez.
—¿Ya saben lo que quieren, señoras?
—Enchiladas de pollo con extra de crema agria —dijo Casey enseguida
porque ya sabía exactamente lo que quería—. Con fríjoles negros.
—¿Tienes hambre? —le preguntó Marissa releyendo la carta.
—Muchísima.
—Mmm, yo tomaré el combo de enchiladas. Pollo, ternera y vegetal —dijo
—. También con fríjoles negros.
—El combo también está bueno —opinó Casey comiéndose otra chip—.
Bueno, cuéntame qué pasó.
—¿Con?
—Con Bethany. Has dicho que te dejó.
—¿Cómo? ¿En serio quieres detalles?
—Claro, ¿por qué no?
Marissa se echó hacia delante.
—¿Por qué estamos cenando y charlando como si fuéramos viejas amigas?
Casey se encogió de hombros.
—Soy muy amigable.
—Yo no.
La inspectora se echó a reír.
—Vale, en la carrera me especialicé en psicología.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que soy muy cotilla y hago muchas preguntas —cogió otra chip—.
¿Entonces qué? Te dejó, ¿por qué?
Marissa suspiró.
—Porque nunca estaba en casa.
—Viajas mucho para apagar escándalos de la Iglesia, ¿verdad?
—Solo de la Iglesia no. Estamos especializados en gestión de medios de
comunicación y somos buenos. ¿Te acuerdas de Trinity Oil?
—¿La Trinity? ¿A eso le llamas bueno? La mitad de los altos cargos fueron a
la cárcel.
Y por lo que Casey recordaba, las condenas no habían sido cortas.
—¿Pues te imaginas cómo habría sido si no hubiéramos estado allí? También
llevamos lo del senador Bailey cuando dejó embarazada a aquella becaria. Nos
ocupamos del desastre minero de Kentucky después de la explosión. Y sí,
también trabajamos con los fuegos de la Iglesia. Cuando la diócesis de Boston
tuvo todos aquellos problemas estuvimos allí —se acabó su margarita—. Y una
de las veces que estuve fuera cerca de seis meses, Bethany empezó a llamar cada
vez menos. El último mes o así nos relacionamos solo vía buzón de voz. Y,
cuando volví a casa, estaba vacía.
—¿Vacía? ¿Cómo? ¿Se lo había llevado todo?
—No, vacía de vida. No se llevó nada, salvo al perro.
—¿Y no intentaste encontrarla?
—Claro que sí, pero no hubo final de cuento de hadas. Había dejado su
trabajo y se había marchado a Hartford.
Casey frunció el ceño.
—¿Adónde?
—Está en Connecticut. Ah, vosotros, los texanos... Ahí fuera hay todo un
mundo, lo sabes, ¿verdad?
Casey sonrió.
—Eso dicen.
—De todas maneras, está saliendo con otra persona. Con alguien normal y
con un trabajo de verdad.
—¿Un trabajo de verdad?
—Alguien que está en casa. Una vez la llamé, solo para decirle que no le
guardaba rencor y que me alegraba por ella.
Casey asintió.
—Para cerrar.
Marissa suspiró.
—En realidad no. Me dijo que no volviera a llamarla.
—Así que, déjame adivinar... has perdido la confianza en las relaciones,
evitas involucrarte demasiado tanto en el ámbito personal como el profesional y
satisfaces tus necesidades íntimas practicando sexo insustancial con gente que ni
siquiera te gusta —arqueó una ceja—. ¿Estoy en lo cierto?
—Eres muy perspicaz, inspectora O’Connor —dijo Marissa echándose hacia
delante—. Pero yo no lo llamaría sexo insustancial. La verdad es que es
estimulante no tener que preocuparse de toda la mierda emocional que conlleva
una relación —se apoyó en el respaldo de la silla y volteó la copa vacía—. ¿Y
qué hay de ti, inspectora? ¿Tienes a alguien esperándote en casa?
—¿Yo? —rio Casey—. No, no. Yo estoy centrada en mi carrera, al menos por
ahora. Intenté mezclar las dos cosas, pero me dijeron que era incapaz de tener
una relación madura —explicó. Le sorprendió notar un deje de amargura en su
voz, así que lo disimuló con una carcajada—. Hace mucho tiempo.
—¿Así que vas pasando con sexo insustancial con gente que ni siquiera te
gusta?
—Ahí está la diferencia. A mí el compromiso no me asusta como a ti, pero
ahora no es el momento adecuado para mí. Quiero concentrarme en el trabajo,
así que voy pasando con algún que otro rollo ocasional —sonrió—. La palabra
clave es ocasional.
Levantó la vista cuando el camarero se acercó con la cena y esperó
pacientemente a que le sirvieran las enchiladas.
—¿Otra copa? —les preguntó.
Casey meneó la cabeza.
—Mejor no, gracias.
Marissa también se negó.
—Solo agua.
—Bien, disfruten de la cena, señoras. Si necesitan algo más, díganmelo.
—Tiene muy buena pinta —comentó Marissa cuando el camarero se fue—.
Huele que alimenta.
—Y sabe aún mejor —farfulló Casey mientras masticaba—. Comería aquí
todos los días.
Marissa asintió tras el primer bocado.
—Excelente.
Casey bebió un sorbo de agua y señaló a Marissa.
—Vale, a ver si lo entiendo. Estás aquí... tu trabajo es que la aventura del
padre Michael no se haga pública...
—Supuesta aventura —la interrumpió Marissa.
—Ya, supuesta aventura, perdona —Casey dejó el tenedor en la mesa—.
Estás aquí para que la supuesta aventura se quede enterrada. Quieres cerrar el
caso: que el culpable sea Hidalgo, que el padre Michael sea propuesto para santo
y todos felices cuando vuelvas a Boston.
Marissa se echó a reír.
—Viene a ser eso, sí. ¿Puedes hacer que pase?
—Bueno, a lo mejor se cumplen tus deseos. Los gerifaltes quieren que
cerremos el caso a finales de semana.
—¿Y por qué me da la impresión de que vas a pasarte los próximos cuatro
días intentando demostrar que me equivoco?
Casey sonrió.
—Porque es mi trabajo. Pero no me cabe duda de que este caso acabará como
tú quieres.
—¿Este caso?
—Sí. Todo el mundo parece olvidar que el asesino de Hidalgo sigue suelto y
te puedo asegurar que Tori Hunter no va a quedarse sentada sin hacer nada.
Marissa apoyó los codos en la mesa y entrelazó las manos.
—He de suponer que, si le dicen que lo deje estar, lo hará. Me refiero a que
cumpliría las órdenes, ¿no?
Casey sacudió la cabeza.
—Ni de coña. Si le ordenan a Homicidios que lo deje, apestará tanto a
tapadera que Hunter se volverá loca.
Marissa cogió algo de arroz en el tenedor.
—¿Cómo de bien la conoces?
—¿A Hunter? La he conocido esta mañana, pero es intensa. Creo que es de
las de todo por el honor y la verdad —hizo una pausa—. De las que hace lo
correcto. No hay ninguna posibilidad de que abandone el caso.
—Eso lo dices por ese título de psicología al que le sacas tanto provecho.
Casey le dio los últimos bocados a su enchilada.
—Sí, es muy práctico, ¿verdad?
—Siento curiosidad por una cosa.
—Dispara.
—No parece que te sorprenda nada de esto. De la supuesta «tapadera». Y ni
me has preguntado quién puede estar detrás.
Casey enarcó una ceja, juguetona.
—Ah, ¿te crees que no lo sé ya?
—¿Lo sabes?
—Lo siento, es alto secreto. No te lo puedo decir.
Marissa asintió.
—No creía que Hunter confiara en ti tan pronto. Al menos no lo suficiente
para contarte lo que sabe.
—Bueno, el tiempo vuela —afirmó Casey hincándole el tenedor a los pocos
fríjoles que quedaban—. Y soy muy digna de confianza.
—Tendré que aceptar tu palabra. No creo que me quede el tiempo suficiente
como para averiguarlo.
—¿Ya te marchas?
—En cuanto se cierre el caso. Espero estar de vuelta en Boston el fin de
semana.
—Qué pena. Yo que te iba a invitar a salir —dijo Casey, y apartó el plato—.
A lo mejor nunca nos ponemos de acuerdo sobre este caso, pero te encuentro
muy atractiva —admitió.
Marisa se rio.
—Ay, Dios mío, ¿estás intentando ligar conmigo?
—Llámalo como quieras.
Marissa se inclinó hacia delante. —No voy a acostarme contigo. Casey sonrió
y la miró a los ojos. —Todavía no te lo he pedido.
Capítulo 18

—¿Me lo vas a contar o no? —preguntó Tori muerta de curiosidad.


—¿El qué? —Casey señaló algo más adelante—. Para allí, me muero de
hambre.
Hunter paró en el carril del auto-restaurante meneando la cabeza.
«¿Cómo puede comer tanto?»
—Piensa en la de tiempo que ahorraríamos si desayunaras en casa.
—Eso conllevaría tener comida en casa —repuso Casey pasándole un billete
de diez—. Pídeme un sándwich de salchicha y huevo, croquetas de patata y café
grande.
—Claro, ¿algo más? ¿No quiere la señora una galletita para acompañar?
Casey negó con la cabeza.
—Mejor no, ayer cené mucho —sonrió—. Ya sabes, con Marissa.
—Y, una vez más, ¿me vas a contar lo que pasó?
—No pasó nada, Hunter. Tuvimos una cena agradable, hablamos del caso,
coqueteamos un poco y luego ella me dijo que no se iba a acostar conmigo.
Tori la miró fijamente.
—¿Estás loca? ¿Quieres acostarte con ella?
—Pese a tu descripción, yo la encuentro bastante atractiva. Sí, algo arrogante,
pero hasta eso tenía su punto.
—¿Ya hace mucho, eh?
Casey se rio.
—Vaya, Hunter, tú bromeando. Y la gente que dice que solo estás para el
trabajo.
Tori se encogió de hombros.
—Sam dice que me he ablandado.
—Hablando de Sam, Marissa piensa que es un encanto. Pero no está muy
segura de lo que Sam ve en ti.
Tori bajó la ventanilla y pidió la comida de Casey antes de mirarla de reojo.
Iba a decirle que le importaba una mierda lo que pensara Marissa, pero se
mordió la lengua. En lugar de eso soltó lo que no lograba sacarse de la cabeza.
—Sam se va.
Casey frunció el ceño.
—¿Qué? Ay, madre mía, lo siento. ¿Qué ha pasado?
Tori sacudió la cabeza.
—No, quiero decir que se va a una formación. Tres semanas.
—Joder, Hunter, creía que estabas diciendo que te iba a dejar.
Tori mantuvo la mirada al frente.
—Me siento como si lo fuera a hacer.
—¿Qué pasa? ¿Tenéis problemas?
—No, no, es solo que nunca hemos estado separadas —explicó al mismo
tiempo que le pasaba el desayuno que le acababan de entregar por la ventanilla
—. Gracias.
Casey aceptó la bolsa y se abalanzó sobre el contenido.
—¿Tú no te has pedido café, Hunter?
—Ya he tomado —contestó.
Volvió a la carretera observando cómo Casey le daba un buen mordisco a su
sándwich.
—¿Cómo puedes estar así de delgada?
—Es un don. Mi abuela estaba como un palo —dijo probando las croquetas
—. ¿Cuándo se marcha Sam?
Tori suspiró.
—Mañana.
—Joder. Tres semanas, ¿no?
—Sí.
—Y a todo esto, ¿dónde vives?
—Cerca de White Rock.
—Vaya, vaya, Hunter. Si no hago planes con Marissa el fin de semana
podríamos hacer algo.
—¿Hacer algo?
—Sí, tomarnos unas cervezas en alguna parte, ver una peli o algo.
Tori le lanzó una mirada fugaz de soslayo antes de volver a centrarse en la
carretera.
—¿Pescas?
—Antes pescaba muy a menudo. Mi abuelo vivía en el lago Fork y tenía una
lancha de pesca muy bonita —explicó aferrando la taza de café cuando Tori
tomó una curva demasiado deprisa—. ¿Te he comentado que conduces fatal?
—¿Todavía vive allí?
—No, murió en Nochebuena, hace dos años —contestó Casey con un
encogimiento de hombros—. Mi hermano se quedó con la lancha.
—¿Y?
—Y no nos llevamos bien.
Arrugó los papeles y envoltorios de la comida, los metió en la bolsa y la tiró
en el asiento trasero del Explorer de Tori.
—¿Por qué no os lleváis bien?
—Venga ya, Hunter, no querrás que tengamos una charla íntima, ¿verdad?
Tori sonrió.
—No, ¿en qué estaría pensando? Yo no tengo charlas íntimas —giró hacia la
calle de los Hagen—. Pero tengo un barco en el lago de Eagle Mountain. No es
una lancha, es más como un yate pequeño, pero no me importaría tener
compañía si te apetece pescar un poco.
Casey esbozó una ancha sonrisa.
—Por supuesto. Aunque consiguiera una cita con Marissa, seguramente la
rechazaría por ir a pescar.
Tori se pegó al bordillo y aparcó. En la casa de los Hagen ya estaban todas las
cortinas abiertas.
—Sábado temprano, vamos a aprovechar el día.
Tori salió del coche pensando que Sam estaría orgullosa de ella porque le
había prometido que no se escondería en su caparazón mientras no estaba. ¿Y
O’Connor? Bueno, parecía que se llevaban bien y hacía tiempo que Tori no tenía
una nueva amiga en su vida.
—Parece todo muy silencioso —comentó Casey—. ¿Crees que nos ha dejado
plantadas?
—A lo mejor.
Tori llamó al timbre y luego golpeó la puerta unas cuantas veces al no obtener
respuesta.
—Joder, creía que la teníamos.
Tori pegó la cara a la ventana para intentar ver el interior y llamó con fuerza
golpeando el marco de la ventana.
—¿Señora Hagen? —llamó—. Policía, abra la puerta.
—Debe de haber ido al médico con su marido.
Tori negó con la cabeza.
—No lo creo. Quería contárnoslo todo, limpiar su conciencia —afirmó.
Bajó del porche y rodeó la casa.
—Pues se habrá dormido o habrá cambiado de opinión —aventuró Casey
pisándole los talones—. ¿Dónde diablos vas?
—A la parte de atrás.
La madera de la valla era vieja y estaba gastada, pero maciza. Tori apoyó las
manos en la parte superior para comprobar su resistencia.
—¿Vas a saltar?
—La puerta está cerrada.
—¿No necesitaríamos una orden?
Tori puso los ojos en blanco y saltó limpiamente por encima de la valla.
Esperó.
—¿Vienes o qué?
—Ya voy, ya voy.
Casey se apoyó en la valla igual que Tori, la saltó y aterrizó junto a su
compañera.
—No está mal para la edad que tienes, Hunter.
Tori hizo una mueca, pero no dijo nada. En silencio, se acercaron al porche
trasero: la cocina tenía las persianas subidas y la luz del sol se colaba dentro
libremente. Tori se asomó a la ventana y abrió desmesuradamente los ojos al ver
a la señora Hagen.
—Mierda —murmuró desenfundando el arma.
Casey también sacó la suya y siguió la mirada de Tori hacia el interior de la
cocina.
—Oh, no.
Tori giró el pomo de la puerta, pero estaba cerrada. Miró a Casey, sacudiendo
la cabeza, y usó el hombro para darle un golpe al vidrio de la parte baja de la
puerta.
—Voy a pedir refuerzos.
—No hace falta —le dijo Tori que había metido la mano por el hueco abierto
entre los cristales rotos para abrir el cerrojo.
Entraron en la cocina y Tori se quedó mirando fijamente el charco de sangre
en el suelo alrededor de la cabeza de Alice Hagen. Su cabello, siempre
perfectamente peinado, estaba aplastado y ensangrentado y tenía los ojos fijos en
el techo de su prístina cocina. Tori indicó la sala de estar con un gesto mudo y
señaló a Casey, que asintió. Entonces recorrió el pasillo hacia los dormitorios,
pero los encontró vacíos y silenciosos.
—Despejado —anunció.
—Todo despejado —respondió Casey, desde la otra habitación.
Tori sacó el móvil y llamó a Malone de vuelta a la cocina.
—Soy yo —anunció cuando el teniente descolgó—. Han disparado a Alice
Hagen.
—¿Qué cojones...? ¿Está muerta?
—Me temo que sí. Parece lo mismo que Hidalgo, un disparo a la cabeza. No
hay signos de que hayan forzado la entrada. De hecho, las puertas estaban
cerradas. Hemos entrado rompiendo el cristal de la puerta trasera.
—¿Que habéis entrado así sin permiso? Hunter, por favor, dime que había una
situación de riesgo probable —pidió Malone.
Tori miró a Casey por el rabillo del ojo.
—Vamos, teniente, ¿no creerá que he hecho nada ilegal?
—Bueno, sin Sam ahí para controlarte, quién sabe. ¡Sikes! Ven aquí —gritó al
otro lado del auricular. Tori tuvo que apartarse el móvil de la oreja con una
mueca—. No te muevas de ahí, Hunter. Voy a llamar al forense. A lo mejor
estamos de suerte.
Tori echó un vistazo a la cocina inmaculada.
—A lo mejor.
—Sikes ha recibido el informe de Mac sobre las huellas dactilares. Solo hay
una sin identificar.
—¿Por qué? ¿No le han cogido las huellas a todo el mundo?
—A todo el mundo de la lista, sí. Parece que nuestras huellas misteriosas no
estaban en la lista.
—Qué práctico —refunfuñó entre dientes.
—Voy a mandaros a Sikes. Quiero que tú y como se llame la de Víctimas
Especiales...
—O’Connor —apuntó Tori.
—Eso, O’Connor. Quiero que vayáis a la iglesia. A ver qué dicen del ama de
llaves o si alguien se ha quedado fuera de la lista o lo que sea. Yo avisaré al jefe.
A lo mejor aflojan un poco en lo de que cerremos el caso.
—De acuerdo.
—Pero no te emociones, Hunter. El jefe lo quiere todo bien ligado para el
viernes y dudo que el asesinato de un ama de llaves le haga cambiar de opinión.
Tori cerró el teléfono de golpe resistiendo a duras penas el impulso de
lanzarlo contra la pared.
—Maldita política —exclamó y miró a Casey—. No cree que esto vaya a
cambiar el curso del caso. El jefe quiere que esté cerrado el viernes.
—¿Pero cómo lo vamos a cerrar? —gritó Casey—. Han matado de un tiro a
una testigo potencial —señaló a Alice Hagen—. La han matado aquí mismo.
—No me chilles, yo no soy la que quiero cerrarlo —ladró Tori.
Casey meneó la cabeza.
—La hemos matado, Hunter. La hemos matado, maldita sea —musitó en voz
más baja.
—¿Qué demonios dices?
—Ella sabía algo y no dejamos de presionarla y presionarla. Y, cuando por fin
iba a darnos un nombre, la matan.
—¿Y cómo iban a saber que estaba a punto de darnos un nombre?
—A lo mejor la estaban vigilando, o a nosotras. A lo mejor sabían que
Kennedy y tú habíais estado aquí antes. Joder, a lo mejor se lo dijo ella misma
porque le entró el pánico.
—Venga ya, O’Connor. ¿A quién coño se lo iba a decir?
—¡Le han volado la cabeza! Tuvo que decirle algo a alguien —exclamó
Casey, que no dejaba de pasear por la cocina sin dejar de mirar a Alice Hagen.
Y, en ese momento, como si la viera por primera vez, Casey se dio cuenta de
que aún llevaba su rosario entre los dedos.
—Dios, Hunter, ¿cómo puedes hacer estas cosas todo el tiempo?
—¿Qué cosas?
—Homicidios —Casey levantó la mirada—. Como te dije, la mayoría de mis
víctimas están vivas cuando las veo.
Tori sacudió la cabeza.
—Si vuestra unidad hubiera estado en funcionamiento el año pasado, vuestras
víctimas habrían estado muertas. Violadas, mutiladas, asesinadas —dijo Tori con
voz queda al recordar.
—Sí, lo sé. Creo que por eso lo pusieron todo en marcha antes de que
estuviéramos listos. Joder, Hunter, trabajé un tiempo en Delitos Sexuales, y he
visto muchos abusos, ¿sabes? Pero me alegro de que aquel caso cayera del lado
de Homicidios.
Tori suspiró.
—Malone quiere que vayamos a la iglesia. Va a mandar a Sikes a supervisar
esto.
—Deberíamos hacerlo nosotras —protestó Casey—. Es nuestro caso.
—Las respuestas las encontraremos en la iglesia, no aquí. Puede que tengas
ocasión de hacer otro acercamiento con Marissa Goddard para trabajarte la cita
esa que quieres tener con ella.
Casey meneó la cabeza tras echar un nuevo vistazo a Alice Hagen.
—No puedo creerme que ese cabrón la haya matado.
—Ya, pues créetelo.
Capítulo 19

—¿Tienes su número de móvil? —se sorprendió Tori al ver marcar a Casey


mientras se acercaban a la iglesia—. Yo no tengo su número. ¿Por qué tú tienes
su número?
Casey torció los labios en una sonrisa radiante.
—Claramente, porque tú no coqueteaste con ella.
—Sí, hombre, lo que me faltaba —repuso Tori entre dientes.
—Hola, Marissa, soy Casey —le dedicó un guiño a Tori—. ¿Me puedes
dedicar un minuto? —hizo una pausa—. Bueno, a mí y a Hunter. Te echa de
menos —afirmó con una carcajada.
Tori puso los ojos en blanco y le dio un codazo a su compañera.
—Al grano.
—Gracias, ahora subimos.
Colgó el teléfono.
—Nos va a hacer un hueco a pesar de que me acompañes —repuso
devolviéndole el codazo—. Pero déjame hablar a mí —se interrumpió—. Si te
parece bien, claro.
Tori asintió.
—Toda tuya, campeona. Yo solo te sigo.
—¿Y podrás contener el genio?
—¿Qué genio? No tengo ningún genio.
—Ay, por favor, Hunter, es lo primero sobre lo que me advirtió todo el
mundo.
—¿Todo el mundo? ¿Quiénes?
—Todos, Hunter, todos —rio Casey que se paró y le arregló el cuello de la
chaqueta a Hunter—. Ya estás presentable.
—Gracias. Y, recuerda, no acuses a nadie —le recordó Tori al entrar en el
vestíbulo principal de las oficinas de la diócesis—. No llegaremos a ningún lado
con acusaciones.
—No acusaré a nadie —prometió Casey que se dirigió a la recepción—.
Marissa Goddard nos espera. Somos las inspectoras O’Connor y Hunter —
anunció—. Víctimas Especiales —miró a Hunter—. Y Homicidios.
—Por supuesto, pueden pasar a la sala de espera. Voy a llamarla.
Casey asintió y miró a su alrededor.
—¿Sala de espera? —le susurró a Tori.
—Por aquí —indicó Tori con un gesto de cabeza—. Muy impresionante, con
muchos cuadros.
Casey contempló la mullida alfombra de color borgoña y también se detuvo a
observar los cuadros religiosos de las paredes.
—Vaya, Hunter, esto da un poco de miedo —susurró—. Hay mucho silencio.
Tori asintió.
—Sí, a mí me pasó lo mismo.
—¿Crees que son auténticos? —se interesó refiriéndose a los cuadros.
—Claro que son auténticos, O’Connor.
Casey se le acercó.
—¿Y cuánto crees que valen?
—Lo siento, no tengo ni idea —Tori se apoyó en la pared—. A lo mejor
puedes preguntárselo a Marissa. Ya sabes, en algún momento en el que estéis
solas, tal como esperas.
Casey se echó a reír.
—Ve con cuidado, Hunter. Si sigues bromeando, vas a arruinar tu reputación.
Me dijeron que no tenías sentido del humor.
Tori se encogió de hombros.
—Va y viene.
Casey paseó por la habitación estudiando cada pintura con aire ausente
mientras esperaban a Marissa. Tori consultó su reloj: habían pasado diez
minutos.
—Seguro que no está tan ocupada —opinó Casey—. ¿Crees que lo hace a
propósito?
Tori sonrió.
—¿Tú crees, O’Connor?
—Bueno, pues conmigo no está ganando puntos.
—Puede que...
Sin embargo, la réplica de Tori murió en sus labios al oír los pasos de Marissa
Goddard sobre el suelo de mármol del pasillo.
—Ahí está.
Se volvieron a la vez cuando Marissa entró en la sala y las observó a ambas.
—Inspectoras —saludó con una leve inclinación de cabeza—. ¿A qué debo el
placer?
Casey avanzó.
—¿Ves? Ya sabía que sería un placer para ti verme de nuevo —señaló a Tori
—. A ella no estaba tan segura, por eso.
—Veo que tu sentido del humor no se quedó en el restaurante, O’Connor —se
dirigió a Tori—. ¿Cómo está Samantha? He oído que tiene un trabajo nuevo.
Tori enarcó una ceja.
—¿Hay algo que no sepas?
—No, si puedo evitarlo, no. Bien, ¿en qué puedo ayudaros hoy?
—En un par de cosas —dijo Casey—. La primera: hemos identificado todas
las huellas menos una —miró a Marissa sin vacilar—. ¿Tienes idea de a quién
puede pertenecer?
Marissa negó con la cabeza.
—La lista de nombres vino de monseñor Bernard y de la hermana Margaret.
Creo que el ama de llaves, Alice Hagen, también aportó un par. Ella sabía mucho
sobre quién salía y entraba.
—Sí, seguramente sabía mucho. Seguramente hasta sabía con quién se
acostaba el padre Michael y todo.
—Supuestamente —corrigió Marissa.
—Bueno, ella está supuestamente muerta.
—¿Cómo? ¿Alice Hagen?
Casey asintió.
—Un disparo en la cabeza. La hemos encontrado esta mañana.
—Oh, Dios mío —murmuró Marissa, que miró a su alrededor y les pidió que
la siguieran—. Vamos a mi despacho. Hablaremos a solas.
—¿Tienes un despacho? —se sorprendió Tori.
—Temporalmente, sí. Espero haberme marchado el fin de semana.
—Poco probable —replicó Tori—. No tenemos la menor intención de dar
carpetazo al caso.
Marissa se paró en seco y se dio la vuelta.
—No sabía que eso dependiera de ti, inspectora.
—Dudo que ni siquiera el jefe ordene que se cierre el caso con tantos cabos
sueltos.
Marissa sonrió.
—No te preocupes, Hunter. Realmente no es decisión tuya.
Abrió una puerta en el pasillo y las invitó a pasar.
—Sentaos.
—Entonces, supongo que nadie ha avisado todavía a la Iglesia de la muerte
de Alice Hagen —aventuró Casey.
—No, al menos yo no lo sabía. Tendré que informar a monseñor Bernard.
¿Qué ha pasado exactamente?
Tori y Casey intercambiaron una mirada; Tori asintió dándole permiso a
Casey para hablar.
—Habíamos quedado con ella esta mañana —explicó Casey—. Nos iba a dar
el nombre.
—¿Qué nombre?
—El del amante del padre Michael.
—No seas pesada, O’Connor —bufó Marissa.
—Hablo en serio, hablamos con ella ayer. Estaba a punto de decírnoslo, pero
entró su marido, así que quedamos en vernos esta mañana cuando su marido
estuviera en el médico.
—Y hemos ido y nos la hemos encontrado muerta —finalizó Tori—. De un
disparo a la cabeza, igual que Juan Hidalgo.
—Así que naturalmente asumís que los dos asesinatos están relacionados.
—Naturalmente.
Marissa se inclinó hacia delante con los ojos fijos en Casey.
—¿De verdad pensabas que os iba a dar un nombre?
—Sí, estoy convencida.
Marissa volvió a apoyarse en el respaldo de la silla y miró a Tori y a Casey
alternativamente. Meneó la cabeza.
—Aunque en realidad no importa, ¿verdad? Da igual lo que desenterréis: el
caso del padre Michael está cerrado.
—¿Da igual que haya muerto una mujer? —preguntó Tori alzando la voz—.
Claro que importa.
—El caso sigue estando cerrado, inspectora.
—Si crees que se puede engañar tan fácilmente a los medios, estás loca —
espetó Tori—. Podemos cerrar el caso del padre Michael, pero su supuesto
asesino está muerto y ahora también su ama de llaves. ¿Crees que solo con cerrar
el caso del padre Michael desaparecerá todo lo demás?
—Verás, es que eso no es mi problema. Lo único que me preocupa es la
reputación del padre Michael y, mientras no se manche, mi trabajo estará hecho.
Si quieren información del departamento de policía sobre los otros dos
asesinatos, no es asunto mío.
—Como ya te dije una vez, no creas que no soy capaz de hablar con la
prensa.
—Y como te dije yo también, Hunter, ni se te pase por la cabeza amenazarme.
Esto se mueve a unos niveles que no puedes entender.
Casey se puso en pie.
—¿Queréis dejarlo ya? —las riñó, y se puso a pasear por el despacho—.
Pensadlo, una anciana encantadora acaba de ser asesinada porque sabía algo.
Porque iba a hablar con nosotras —miró a Marissa—. ¿Hasta dónde llega esto?
¿Quién más sabe algo? ¿Quién más está en peligro?
—Estás siendo demasiado dramática, inspectora.
—¿Ah, sí? Entonces dime qué nombre no estaba en la lista.
—Te he dicho que no lo sé —replicó Marisa removiéndose en su silla—. Me
dijeron que sacaron unos veinte nombres de personas que creían que podrían
haber estado en la rectoría el mes pasado. Además, ¿por qué dais por sentado
que falta uno? Si la huella número trece es realmente del asesino, ¿por qué creéis
que la Iglesia tendría que saberlo?
Tori dejó escapar una carcajada desprovista de humor.
—Venga ya, Goddard. No es del asesino. Hidalgo es el asesino, ¿te acuerdas?
La huella número trece es del amante.
—Otra vez, Hunter, es como hablar en círculos. Ya sabéis quién es el asesino
del padre Michael. ¿Por qué importa tanto saber quién era el amante?
Tori sonrió.
—¿No querrás decir el supuesto amante?
—Por supuesto.
—Importa porque su amante podría ser el responsable de los asesinatos.
—O quizá el siguiente en la lista —apuntó Casey.
Marissa sacudió la cabeza.
—Estáis las dos locas —opinó levantando las manos—. ¿Qué lista? ¿Creéis
que hay una lista de asesinatos o algo así? Por Dios, han matado a un sacerdote
—gritó—. Eso es todo. Fin de la historia. No hay ninguna lista de gente que
matar, ni ninguna venganza. Juan Hidalgo mató al padre Michael. Punto.
Casey la miró de arriba abajo.
—¿Pero por qué? —preguntó en voz baja—. ¿Por qué le mató?
—¿Quién sabe? A lo mejor sencillamente le caía mal.
—¿Y quién mató a Juan? —presionó Casey.
—No es problema mío, O’Connor. Es vuestro.
Casey sonrió.
—Bueno, técnicamente de Hunter —dijo dedicándole una mirada a Tori—.
Yo solo la acompaño —apoyó las manos en el escritorio de cristal y se echó
hacia delante—. ¿No te importa ni siquiera un poco? ¿No te importa que hayan
asesinado a Alice Hagen esta mañana? ¿No quieres saber por qué?
Marissa las miró y a Tori le pareció detectar un momento de debilidad, un
segundo de indecisión antes de que volviera a colocarse la máscara de
indiferencia habitual.
—No me pagan para que me importe, inspectora. Y no, no quiero saber por
qué.
—Jesús —musitó Casey irguiéndose en toda su estatura—. ¿Tú eres humana?
Sin esperar respuesta, salió por la puerta y se detuvo allí.
—Vámonos, Hunter. Aquí estamos perdiendo el tiempo.
—¿Cuándo recibiré los informes sobre la señora Hagen? —les preguntó
Marissa mientras salían.
Tori se volvió hacia ella.
—No es problema nuestro.
Capítulo 20

Tori entró en casa y se sorprendió de que Sam hubiera llegado antes que ella. La
recibió el olor a comida china al entrar y fue a la cocina a ver qué había en los
cartones de la encimera.
—¿Eres tú? —llamó Sam desde el dormitorio.
Tori sonrió.
—¿A quién más le has dado llaves? —le preguntó mientras abría uno de los
cartones para llevar.
—Ni te acerques a las gambas —le advirtió Sam.
Tori se metió una en la boca y volvió a cerrar el cartón. —Vale.
«Deliciosa.»
Abrió la nevera y sacó la botella de vino que habían empezado la noche
anterior; la descorchó sin esfuerzo y llenó dos copas antes de ir en busca de Sam.
Se detuvo en el umbral del dormitorio y se quedó mirando cómo Sam metía ropa
en la maleta casi llena que había puesto encima de la cama.
—Gracias —dijo esta aceptando la copa de vino—. Lo necesito. Necesitaría
litros.
—Te estás llevando mucha ropa —observó Tori.
—Seguro que podremos lavarla en algún momento, pero quiero llevar
bastante para la primera semana —explicó Sam, que chocó su copa con la de
Tori—. Estarás bien, ¿verdad?
—Sí, claro. De hecho, he quedado el sábado —asintió Tori aunque no
estuviera segura de nada.
Sam sonrió.
—Qué bien. ¿En el barco?
—Sí, se lo he comentado a O’Connor. Resulta que le gusta pescar.
—Maravilloso. Te irá bien hacer una amiga nueva —dijo Sam dando un sorbo
de vino.
—Sí, está bien.
—¿Cómo ha ido hoy?
Tori desvió la mirada.
—Ha sido una mierda. A Alice Hagen nos la hemos encontrado muerta esta
mañana.
—Oh, Dios mío, ¿qué ha pasado?
—Le han disparado.
—Oh, no —Sam abrió desmesuradamente los ojos—. No seguirán
empeñados en cerrar el caso, ¿verdad?
—No hemos oído lo contrario. Malone ha dicho que el comunicado del
viernes seguía en pie. Caso cerrado.
—Es increíble. O sea que, mientras no asesinen al obispo, aquí nadie va a
relacionar los asesinatos —suspiró Sam—. Lo siento, Tori, me siento fatal por la
señora Hagen.
—Lo sé, ha sido todo un golpe —Tori contempló la pila de ropa que había
empaquetado Sam. Era mucha ropa—. ¿Vas a volver, no? —preguntó.
Había pretendido que sonara como una broma, pero la pregunta quedó
colgada en el aire mientras se miraban a los ojos. La mirada de Sam se dulcificó.
—¿Sabes? Estaba pensando... —comentó quitándole la copa a Tori de la
mano—. Mientras no estoy, a lo mejor podrías vaciar tu apartamento y traerte
para acá lo que quieras quedarte.
—En eso pensabas, ¿eh?
Sam le deslizó las manos bajo el suéter y le acarició los costados.
—Ya no lo necesitas —le dijo con suavidad—. Esta es tu casa ahora.
Conmigo. Así que sí, volveré.
Tori cerró los ojos.
—Tengo miedo —susurró.
—Lo sé. Pero no tienes por qué. Nunca más tendrás que tener miedo.
Sam recorrió el rostro de Tori con los labios y esta tembló cuando le deslizó
las manos sobre la cintura y las dejó apoyadas justo debajo de sus pechos.
—Esta es nuestra casa —repitió Sam—. Y volveré antes de que te des cuenta.
Tori abrió los ojos y miró a Sam.
—No quiero que te marches.
—Y yo daría lo que fuera por quedarme —Sam le acarició los pechos y le
arrancó un respingo—. Te quiero. Y tú me quieres. Eso es lo único que importa.
—Sí —murmuró Tori.
Atrajo a Sam hacia ella y la abrazó con fuerza mientras la besaba. Daba igual
el tiempo que pasara, las veces que se tocaran o cuántas veces hicieran el amor;
la intensidad seguía ahí, el deseo, el ansia no desaparecían. Le temblaba todo el
cuerpo como siempre que Sam la acariciaba con sus suaves manos.
—Hazme el amor —musitó Sam contra sus labios—. Por favor...
Tori tiró el equipaje a medio preparar al suelo sin contemplaciones y tumbó a
Sam en la cama a su lado. Le subió la camiseta y dejó al descubierto sus
pequeños pechos. Entonces cerró los ojos un segundo antes de susurrar:
—Te quiero.
Y se metió uno de los pezones hinchados de Sam en la boca.
Capítulo 21

Casey colgó el teléfono de un golpe.


—Caramba, pero que sexy es esta mujer. Tiene algo. Esta mañana tiene ese
tonito entre cabreado y sarcástico, ya sabes.
—¿Es que tiene algún otro? —preguntó Tori sorprendida de lo cómoda que
estaba con que Casey ocupara el escritorio de Sam.
—¿No te parece que es muy sexy?
Tori sintió un escalofrío.
—No creo que Marissa Goddard sea sexy, no.
—Podría hacer llorar a un hombre hecho y derecho —sonrió—. Me pregunto
lo que le haría a una mujer. —¿De verdad quieres averiguarlo?
Casey meneó las cejas.
—Sí, de verdad quiero averiguarlo.
Tori se echó hacia delante.
—Da miedo.
—Sí, pero...
—Eh, vosotras dos, a mi despacho —llamó Malone desde el umbral—. Sikes,
tú también.
—¿Qué crees que pasa? —susurró Casey
—Es viernes, nuestra fecha límite.
—Pero yo sigo trabajándome a Marissa.
—Bueno, pues tendrías que habértela trabajado más deprisa.
—Vamos, señoritas —las instó Sikes—. Vamos a acabar con esto.
—¿Mac ha encontrado algo en casa de la señora Hagen? —quiso saber Casey.
—Estaba limpia. No han encontrado huellas.
—No nos podía salir nada bien, ¿verdad? —comentó Tori.
—Sentaos todos —mandó Malone—. No nos llevará mucho tiempo.
Tori se sentó.
—¿De verdad lo van a cerrar?
—Sí, Hunter, lo van a cerrar. Y Marissa Goddard tendrá el honor de
anunciarlo. He oído que el jefe de policía también hará una declaración —dijo en
tono práctico mientras ordenaba los papeles de su escritorio—. Está demostrado
que Juan Hidalgo asesinó al padre Michael. La causa de la muerte es
estrangulamiento.
—¿Y qué pasa con el asesinato de Hidalgo? —quiso saber Sikes—. Todavía
no tenemos ninguna pista.
Malone suspiró.
—El asesinato de Hidalgo es un caso aparte y no tiene efectos en este. No hay
pruebas fehacientes que relacionen los dos casos.
—¿Y Alice Hagen? —preguntó Tori.
—Alice Hagen no tiene ninguna relación con el padre Michael.
—Las pruebas balísticas demuestran que los mataron con el mismo arma,
teniente. ¿Cómo diablos pueden pasar eso por alto?
—Como he dicho, Hunter, no hay pruebas fehacientes que relacionen la
muerte de Alice Hagen con la del padre Michael. Juan Hidalgo queda fuera de la
ecuación.
—Y una mierda —se indignó Tori—. ¿Cómo puede estar de acuerdo con
enterrar los hechos de esta manera?
Malone dio un puñetazo sobre la mesa.
—No me hables así, Hunter. Sigo órdenes, igual que vas a hacer tú. El caso
está cerrado. Punto.
—¿Pero qué pasa con...?
—Hunter, por favor, no está en mis manos. ¿No te parece que si pudiera hacer
algo lo habría hecho?
—No tiene ningún sentido.
—Lo sé, ni puto sentido, Hunter —repitió gritando tanto como ella—. Pero
trabajamos en los casos que nos asignan —señaló a O’Connor—. A Víctimas
Especiales le toca cerrar el caso del padre Michael. Y aquí todavía tenemos dos
casos de homicidio abiertos —asintió—. Ese es el trabajo que tenemos asignado
—los observó a todos un momento, a la espera—. Si nadie tiene más preguntas,
me gustaría darle las gracias oficialmente a la inspectora O’Connor por su ayuda
en este caso. Creo que el jefe también mencionará la participación de Víctimas
Especiales en el caso —apiló los papeles del escritorio una última vez y los dejó
a un lado—. Hunter, me gustaría hablar un momento contigo a solas.
Sikes y O’Connor se levantaron para marcharse.
—Bueno, me voy, chicos. No puedo decir que haya sido divertido —se
despidió Casey, que le estrechó la mano a Sikes—. Espero que me invitéis a la
próxima timba de póker —miró a Tori—. ¿Sigue en pie lo de mañana, Hunter?
—Mañana temprano. Pasa por mi casa.
Ella asintió.
—Teniente, diría que ha sido un placer, pero la verdad es que este caso ha
sido una mierda.
—Lo mismo digo, O’Connor.
Malone esperó a que hubieran salido para posar los ojos en Tori y habló antes
de que ella pudiera abrir la boca.
—Es lo que es, Hunter.
Tori asintió.
—Lo sé.
Malone señaló la sala.
—¿Es buena?
—¿O’Connor? Sí, es buena —sonrió Tori—. Habla demasiado.
—Su capitán la tiene en muy alta estima. Entre nosotros, Hunter, todos
pensamos lo mismo de este caso, lo sabes, pero tenemos las manos atadas.
—Lo entiendo.
—No, no lo entiendes. Joder, no lo entiendes más que yo, pero nadie puede
darnos respuestas —frunció el ceño—. Esto va más allá de un simple asesinato.
Lo sé yo y lo sabes tú, pero esto termina aquí.
—¿Y si la investigación de los asesinatos de Hidalgo y Hagen arrojan alguna
luz sobre su muerte?
—Pues entonces tendremos que ver hasta dónde están dispuestos a llegar,
¿no?
Tori entrecerró los ojos.
—¿Qué es lo que sabe, Stan?
—No soy idiota y tú, tampoco. Si la oficina del alcalde está metida, si el jefe
de policía está involucrado, se trata de política, pura y simple. No sé por qué y
no sé quién intenta esconder el qué, pero es política.
Tori asintió. Malone solo estaba haciendo suposiciones, pero, por mucho que
ella conociera los hechos, no estaba dispuesta a traicionar la confianza de Sam
contándole lo que sabía.
—Por cierto, he oído que mandan fuera a Kennedy.
—Es una manera de decirlo. Serán tres semanas. La casa va a estar muy
silenciosa.
—¿Estarás bien?
—Sí. Hablaremos por teléfono, tampoco es que no vaya a saber nada de ella
en tres semanas.
—¿Y O’Connor?
—¿Qué le pasa?
—¿Amiga nueva?
—Ah, ¿lo dice por lo de mañana? Sí, le gusta pescar. Vamos a ir al lago.
Malone asintió.
—Muy bien, Hunter, muy bien —rio—. Porque Sam me pidió que cuidara un
poco de ti.
Capítulo 22

Casey se ajustó el cuello de la cazadora de piel para protegerse del frío que se
había adueñado de la ciudad. Al parecer, los días de primavera temprana que
había disfrutado habían sido solo para ponerles los dientes largos. Miró al cielo
temiéndose que tuvieran que cancelar la excursión de pesca.
—Jesús —gruñó cuando una oleada de aire frío la golpeó en la cara.
Subió trotando la escalera de la diócesis y la puerta se cerró con suavidad a su
espalda mientras ella se estremecía en el inesperado calor del interior. Le dedicó
su sonrisa más encantadora a la joven de la recepción.
—¿De dónde ha salido tanto frío? —comentó señalando la ventana.
—Bueno, todavía es invierno —dijo la joven—. A lo mejor hiela esta noche.
—Se fastidió la pesca —murmuró Casey y repiqueteó en el mostrador con el
nudillo—. Soy la inspectora O’Connor, de Víctimas Especiales. ¿Podría hablar
con Marissa Goddard?
—Ah, lo siento, está en el juzgado. Van a dar una rueda de prensa —consultó
su reloj de pulsera—. De hecho, ahora mismo estarán en ello. Por fin podremos
dejar al padre Michael descansar en paz. Todo esto ha sido horrible.
—Sí, ha sido horrible para mucha gente —Casey carraspeó—. Ya iré a verla
al hotel pues. Sigue en el Regency, ¿verdad? —preguntó con naturalidad.
—Ah, no. Está en una suite del nuevo Bentley. Dicen que es muy lujosa.
—El Bentley, es verdad —Casey le dio una tarjeta—. Si vuelve por aquí, ¿le
puede decir que la busco?
—Por supuesto, pero no parecía que tuviera intención de volver —sonrió la
recepcionista—. De hecho, comentó algo sobre pedir una botella de whisky y
que le subieran una pizza.
—Es una buena manera de desconectar —se rio Casey—. Gracias por su
tiempo. Abríguese bien.
Sin embargo, la sonrisa se le borró de la cara en cuanto volvió a salir al frío.
Ya era demasiado tarde para intentar convencer de algo a Marissa. Meneó la
cabeza a sabiendas de que tampoco habría servido de nada. Sacó el móvil y
llamó a Tori mientras regresaba al coche a toda prisa. Le extrañó que saltara el
buzón de voz.
—Hunter, soy yo. He intentado hablar con Marissa en la iglesia, pero no ha
habido suerte —hizo una pausa—. Pensaba que a lo mejor podíamos parar la
puñetera rueda de prensa —miró al cielo—. Bueno, supongo que ya está. Y, por
si no te has enterado, mañana nos vamos a congelar.
Se guardó el móvil en el bolsillo de la cazadora, abrió el coche a distancia y
corrió los últimos metros para meterse dentro enseguida.
—Jesús —musitó al cerrar la puerta temblando de frío.
Se quedó allí sentada unos minutos con la calefacción a tope mientras decidía
qué hacer. Entonces se le ocurrió una idea y esbozó una sonrisa traviesa al
tiempo que arrancaba el coche.
Una hora y media más tarde, después de haber convencido al encargado de que
la dejara entrar en la suite de Marissa, Casey dejaba la pizza y la botella de
whisky en la barra y tomaba asiento en una de las mullidas butacas de la sala de
estar. No tuvo que esperar demasiado rato.
—Señora Goddard, me alegro de volver a verla —saludó en tono neutro
cuando abrieron la puerta.
Le sorprendió cómo Marissa mantenía la compostura al encontrársela allí.
—¿Qué diablos haces aquí, O’Connor? ¿Allanamiento de morada?
Casey señaló la barra.
—Te he traído pizza.
—¿Y whisky? Ya veo que has investigado.
Casey se levantó y se apoyó con naturalidad en la barra.
—¿Cómo ha ido?
—¿Cómo ha ido el qué?
—Sabes perfectamente de lo que hablo.
—Ha ido a las mil maravillas, O’Connor. A las mil maravillas —contestó
dejando las llaves y el portátil encima de la mesa—. De hecho, ha ido tan bien
que creo que los medios han perdido interés en el caso. Apenas hubo preguntas.
—Bueno, cuando las cosas se alargan lo suficiente, siempre hay alguna crisis
nueva que ocupa las portadas. ¿Pero no hubo preguntas sobre Alice Hagen? Me
sorprende.
—Sí que la mencionaron en realidad. Tu jefe dijo que había sido una
coincidencia terrible después de lo que le había pasado al padre Michael —
sonrió—. Pero, según creo, Homicidios está en ello.
—Oh, sí, las pruebas les salen por las orejas —replicó Casey con sarcasmo—.
¿Y tú cómo duermes por las noches?
—Duermo perfectamente, muchas gracias —abrió la botella de whisky y
llenó dos vasos—. Yo solo hago mi trabajo, O’Connor —le pasó uno de los
vasos sobre la barra—. De hecho, mi trabajo ha terminado. Mañana tengo que
acabar unos papeles y ya me voy.
—Qué rápido. Aquí te pillo, aquí te mato, ¿eh?
Marissa se echó a reír.
—Mi vuelo no sale hasta el domingo por la noche. Si fuera aquí te pillo aquí
te mato me largaría mañana por la mañana —dio un buen trago de whisky y
cerró los ojos—. Qué bueno —murmuró.
Casey hizo girar el líquido ambarino antes de dar un sorbo. Asintió: entraba
bien. Se bebió el resto antes de volver a pasarle el vaso a Marissa.
—Todo esto apesta y lo sabes.
—Lo que yo sepa o no sepa no es problema tuyo, O’Connor —rellenó los dos
vasos—. Me pagan para que haga desaparecer los problemas —explicó con una
sonrisa y le devolvió el vaso—. Y en esta ocasión ha sido fácil, considerando
que tanto el alcalde como el jefe de policía han estado más que dispuestos a
estirar el límite de sus competencias —dio un nuevo trago—. Sorprendente, la
verdad.
Casey dio un trago más pequeño y observó a Marissa por encima del vaso.
—La mar de sorprendente —dijo en voz queda—. Pero me pregunto qué es lo
que oculta todo el mundo.
—¿Oculta?
Casey bajó el vaso.
—Sí, oculta. La Iglesia oculta algo, el alcalde oculta algo, el jefe oculta algo.
Tú ocultas algo.
—¿Yo? Te aseguro que yo no tengo nada que ocultar.
—¿De verdad? Entonces a lo mejor ocultas colectivamente todos los secretos
del resto —se acabó la bebida—. Porque tú conoces todos los secretos, ¿verdad?
—Conozco secretos, sí, pero difícilmente todos, O’Connor. Al fin y al cabo,
sigo con vida.
Le hizo un gesto con la botella al hablar y Casey asintió.
—Sabes de quién es la huella número trece —afirmó Casey.
—Es posible.
—Lo que significa que sabes quién era su amante.
—Supuesto amante —dijo Marissa como si lo hiciera en piloto automático.
Volvió a pasarle el vaso a Casey—. Y, antes de que empecemos a discutir ora
vez, no, no te lo voy a decir porque no tiene importancia para este caso.
Casey sacudió la cabeza.
—Te juro por mi vida que no entiendo cómo puede importarte tan poco.
Estamos hablando de personas, de seres humanos. ¿Es que sus muertes no
significan nada para ti?
—Venga, no te pongas dramática conmigo, O’Connor. Como he dicho, solo
hago mi trabajo, y soy muy buena.
—Pero es un trabajo sucio y solitario, ¿no es así? —se interesó Casey—.
¿Cómo lo soportas?
Marissa se quitó la americana del traje y la dejó sobre la silla.
—Lo soporto con whisky —repuso y señaló la botella medio vacía—. Y a
veces follar con una extraña también funciona.
—No me creo que el sexo vacío acalle tu conciencia —negó Casey que se le
acercó—. Pero yo tampoco es que sea una extraña, ¿verdad?
—Ya te dije que no me iba a acostar contigo.
Casey sonrió.
—Pero has cambiado de opinión —enarcó una ceja—. ¿No es así?
Marissa caminó hacia ella. Con los tacones era más alta que Casey, pero no
era la altura sino el fuego de su mirada lo que la intimidaba. Le metió la mano
por dentro de la chaqueta y se la deslizó por la cintura hacia su pecho.
—Sí, he cambiado de opinión.
Antes de que Casey pudiera responder, Marissa la inmovilizó contra la pared
decididamente y le agarró los pechos con las dos manos.
—No tengo pensado ser delicada —murmuró contra los labios de Casey.
Casey le retiró las manos de sus pechos agarrándola de las muñecas, y le
retorció los brazos para inmovilizárselos a la espalda.
—Yo tampoco —replicó y le dio la vuelta para retenerla contra la pared.
La oyó respingar al meterle el muslo entre las piernas y vio cómo cerraba los
ojos y entreabría los labios. Casey la besó con fuerza suficiente para amoratarle
los labios, o al menos eso esperaba, y cuando le soltó las manos sintió que
Marissa mantenía la boca abierta para ella. Tiró de la chaqueta de Casey y se la
quitó sin dejar de besarla.
Hacía menos de una semana que Casey la conocía, había decidido que ni
siquiera le caía bien Marissa, pero estaba excitada como nunca. La acarició por
encima de la blusa de seda, suave y fresca al tacto, y, sin darle más vueltas, se la
desabrochó de un tirón y dejó al descubierto el sujetador de encaje negro que le
cubría los generosos pechos. Marissa gimió contra su boca y sacudió las caderas
con fuerza para restregarse con su muslo. Casey habría jurado que sentía la
humedad a través de los vaqueros y se arrimó a Marissa para frotarse
bruscamente contra su cuerpo.
—Dios, sí —musitó Marissa aferrándose con fuerza a los hombros de Casey.
Casey le metió la mano por debajo de la falda y arañó frenéticamente las
medias que la importunaban bloqueándole el acceso. Desesperada por penetrarla,
le bajó las medias de cualquier manera y acarició su centro húmedo con los
dedos antes de penetrarla. Marissa se empaló con sus dedos.
—Sí, más fuerte —jadeó respondiendo a cada sacudida de los dedos de Casey
—. Más fuerte —siseó.
Casey había empezado a sudar, con Marissa contra la pared, bombeándola
cada vez más deprisa con los dedos chorreando con su deseo. Marissa jadeaba y
movía las caderas cada vez más insistentemente hasta que Casey, con la
respiración tan agitada como la de Marissa, la llevó hasta el orgasmo. Cerró los
ojos con fuerza cuando Marissa la mordió en el cuello y se sacudió entre sus
brazos presa del clímax. Su grito sonó ahogado contra la garganta de Casey.
—Dios mío, O’Connor —musitó sin aliento—. Te acabas de cargar una blusa
de doscientos dólares.
Casey torció los labios en una sonrisa boba mientras trataba de recuperar el
aliento y le sacó los dedos de entre las piernas a Marissa. Pasándoselos por la
cintura, pintó a Marissa con su propia humedad. Entonces notó que ella le
acariciaba la cara y abrió los párpados sorprendida de la calidez que halló en los
ojos azules de Marissa.
—Si no tienes planes esta tarde, me gustaría que te quedaras.
Casey asintió paseando la mirada entre los ojos y los labios de Marissa.
—Vale, de acuerdo.
Marissa sonrió.
—Bien.
Se inclinó hacia ella y acarició ligeramente los labios de Casey con los suyos.
—Pero esto no cambia nada, O’Connor. No te voy a contar ningún secreto —
susurró.
—Nunca he creído que fueras a hacerlo. Ah —respingó cuando Marissa le
apretó una mano entre las piernas.
Casey notaba que tenía los vaqueros empapados, así que no cabía duda de lo
excitada que estaba. Marissa echó la cabeza hacia atrás y la miró a los ojos.
—Estás muy mojada, inspectora.
—Sí —jadeó Casey mientras Marissa la acariciaba.
—Por alguna razón, creía que esto era un juego para ti.
—No es ningún juego —murmuró Casey.
Le cogió la mano a Marissa y se la metió por los vaqueros. Cuando Marissa le
metió los dedos en el sexo empapado, se le cerraron los ojos.
—Es muy real.
Capítulo 23

Casey abrió los ojos y se extrañó de que estuviera tan oscuro. Cambió de postura
y sonrió cuando Marissa musitó una protesta queda por el movimiento. Le
deslizó la mano del pecho a la cintura. Era una sensación agradable.
—¿Qué hora es? —murmuró Marissa soñolienta.
—Más de las seis.
—Jesús, O’Connor... ¿las seis?
Se dio la vuelta hacia el lado contrario y se llevó la sábana con ella. Casey se
quedó desnuda sobre la cama mientras Marissa cruzaba la habitación y encendía
una lámpara para romper la penumbra. Enseguida, Casey se sentó en la cama y
empezó a ponerse la camiseta y el jersey pero oyó reír a Marissa.
—¿Te da vergüenza? —preguntó— Después de lo que hemos hecho, no
habría creído que fueras vergonzosa.
Volvió a la cama y le tiró la sábana a Casey.
—Ten. Te prefiero desnuda.
—No creo que tenga fuerzas para seguir desnuda más rato —contestó Casey
con una carcajada.
—Por desgracia, estoy de acuerdo contigo —respondió Marissa que volvió a
meterse en la cama y se arrimó a Casey—. Ha sido fantástico, por cierto.
Casey sonrió de oreja a oreja.
—Sí, lo ha sido, ¿verdad?
Marissa se rio.
—No era una valoración solo para ti, ¿eh? Creo que yo también he
participado, ¿sabes? Pero ha sido una manera genial de pasar la tarde.
Casey rodó hacia Marissa incapaz de que la sonrisa se le borrara de la cara.
Hunter iba a matarla, claro. Después de todo estaba en la cama con el enemigo.
Pero nada de eso importaba en aquel momento; estaba cansada, tanto mental
como físicamente, así que cerró los ojos y le deslizó la mano sobre el muslo a
Marissa hasta dejarla quieta sobre su cadera. Se llevó una decepción cuando
Marissa frenó sus avances.
—O’Connor, tenemos que hablar —le dijo.
Casey abrió los ojos.
—¿Ahora?
—Sé de quién es la huella número trece.
Casey se incorporó sobre el codo, pero no dijo nada.
—El padre Tim, Timothy Resson, fue transferido de aquí cuatro días antes del
asesinato —dijo.
—¿Por qué crees que es él?
—Me... me metí en los archivos personales de monseñor Bernard —explicó
Marissa, que se sentó con la espalda apoyada en el cabezal. Sus ojos se movían,
nerviosos, por toda la habitación—. No debería estar contándote nada de esto.
Para empezar, ni siquiera tendría que haber mirado esos archivos —respiró
hondo—. Me pagan para fabricar verdades, para exagerar, para mentir —le
dedicó a Casey una mirada fugaz—. Ya casi no sé cuál es la verdad.
—Entonces, ¿por qué me lo cuentas?
—Porque has dicho que no me importaba. El otro día, dijiste que no me
importaba. La verdad es que sí me importa. Me importa que hayan asesinado a
un sacerdote; me importa que hayan asesinado a una anciana agradable —afirmó
Marissa en tono empático—. Se supone que no tiene que importarme, O’Connor.
Como te he dicho antes, no me pagan para que me importe.
—De acuerdo, lo entiendo. No tienes por qué contarme nada. Solo porque nos
hayamos acostado...
—Esto no tiene nada que ver con el hecho de que hayamos tenido relaciones
sexuales, O’Connor —Marissa cerró los ojos—. Bueno, a lo mejor sí —volvió a
abrirlos y se giró hacia Casey—. El padre Tim fue transferido sin ningún motivo,
sin previo aviso. Eso lo vi en los archivos generales cuando estaba repasando los
nombres de la lista que os dieron para tomar huellas. Me picó la curiosidad. Si
hubo algo que aprendí cuando trabajé con la Iglesia de Boston es que siempre
hay dos archivos: uno adecuado para el público... y otro que no.
Casey asintió.
—Continúa.
—Generalmente, cuando trasladan a un sacerdote de diócesis o de parroquia
hay un rastro de papeleo de algún tipo, ya sea papeles de traslado, solicitudes de
alojamiento, lo que sea. Normalmente tardan meses en arreglarlo todo, no días
—retorció la sábana nerviosamente entre las manos—. Los archivos de
monseñor Bernard eran mucho más reveladores. Sabía que tenían una aventura.
Culpaba al padre Michael, pero, dada su posición en la Iglesia, no podía
transferirlo a otra parte sin que nadie hiciera preguntas, así que envió lejos al
padre Tim. A no sé dónde en el oeste, ¿Balmorhea?
—Sí, es un pueblo de Texas Oeste, cerca de las montañas Davis —dijo Casey,
que conocía la zona—. Está en medio de la nada.
—Parece que es donde te mandan cuando quieren castigarte.
—¿Entonces, monseñor Bernard fue el que inició los trámites del traslado?
—Eso parece según los papeles aunque, por supuesto, sería necesaria la firma
del obispo. En este caso, asumo que monseñor Bernard le contó la verdadera
razón al obispo Lewis. Sobre todo, visto que esta diócesis en particular ya se vio
salpicada hace un tiempo por intentar ocultar unas acusaciones de abusos
sexuales. Estoy convencida de que el obispo lo sabe, a no ser, por supuesto, que
monseñor Bernard pensase que podía arreglarlo solo, que es como estas cosas
acaban escalando en una pila de tapaderas.
Casey se sentó derecha ignorando el hecho de que la sábana le cayera a la
cintura.
—Yo no lo conozco, pero ¿crees que monseñor Bernard sería capaz de matar?
Marissa se echó a reír.
—Ay, por favor, ¿Bernard? Ni de broma. A pesar de su tamaño, que deben de
sobrarle entre cuarenta y cincuenta kilos, es un hombre muy apacible. Débil,
incluso.
—Que alguien parezca apacible no quiere decir que no sea capaz de matar.
Pero, si es un hombre tan grande, seguramente no es que sea ligero y el asesino
de Hidalgo y de Alice Hagen, ya puestos, entró y salió de su casa sin que nadie
viera ni oyera nada.
—He leído los informes. Hidalgo vivía en un tercer piso y no creo que el
monseñor hubiera podido subir todas esas escaleras sin que le diera un ataque al
corazón. Se queda sin aire solo de cruzar el pasillo —meneó la cabeza—. Él no
es vuestro asesino.
Casey se levantó de la cama y empezó a buscar su ropa por el suelo.
—Espero que no veas esto como un «aquí te pillo aquí te mato» —le dijo,
sonriente, agitando los vaqueros—. Pero creo que tengo que interrogar a ese
padre Tim.
—O’Connor, lo que acabo de contarte es off the record, lo entiendes,
¿verdad?
—Por supuesto.
—Eso quiere decir que, aunque el padre Tim te diga algo útil, no podéis
usarlo. Porque técnicamente no sabes ni que existe.
—Si el padre Tim fue transferido cuatro días antes del asesinato, no creo que
sepa nada, pero a lo mejor nos ayuda a entender el porqué de todo esto. ¿Por qué
Juan Hidalgo mató al padre Michael? A lo mejor tenían algún problema entre
ellos y el padre Tim lo sabe —se metió el jersey por la cabeza—. O a lo mejor es
lo que tú has dicho siempre, sencillamente es un asesinato sin motivo.
—Eso no nos lo creemos ni tú ni yo.
Casey sonrió ampliamente.
—No, no me lo creo —volvió a sentarse en la cama—. Gracias.
—¿Por el sexo?
Ruborizada, Casey se rio.
—No, por contarme lo que sabes. Porque no quería creerme que no te
importara.
—Que no me importen las cosas es mi modo de vida, O’Connor. Supongo
que este caso me ha tocado la fibra, nada más. No tiene nada que ver contigo.
—Podrías haber mentido y decirme que ha sido todo por mí —le dijo
arrimándosele—. Gracias por esta tarde. No la olvidaré fácilmente —murmuró
antes de darle un beso.
Marissa la cogió del brazo cuando se levantó para irse.
—Mi vuelo sale el domingo por la tarde —se miraron a los ojos—. Si
quieres... bueno, si te apetece que nos veamos, llámame.
—Por supuesto.
Casey se dirigió a la puerta en donde se volvió hacia ella una vez más.
—Por supuesto que sí.
Capítulo 24

—Venga, Hunter, ábreme —gritó Casey golpeando la puerta—. Hace un frío que
te mueres —se estremeció con los ojos puestos en el cielo oscuro preguntándose
cuándo empezaría a granizar.
Tori abrió la puerta y la recibió con un pantalón de chándal gris, descalza y
con una botella de cerveza en la mano. Le sonrió un momento y la invitó a pasar.
—Bueno, O’Connor, ¿te has perdido esta tarde o qué? Casey tenía la
esperanza de que Tori no notara el rubor que le subió a las mejillas, pero se rio.
—Sí, Hunter, me he perdido. Me he perdido varias horas. Se quitó la chaqueta
y la dejó en una silla. Luego cogió un trozo de pizza de la caja que Tori tenía en
la mesilla de café. Al final no había llegado a compartir la pizza con Marissa.
—Ha sido fabuloso, por cierto.
—Por favor, dime que no lo has hecho.
—Ay, pero es que sí lo he hecho —anunció. A continuación señaló la cerveza
—. ¿Tienes otra?
—Sí, tengo otra, pero ¿qué diablos haces aquí? No hace falta que vengas a
contarme todos los detalles de tu tarde, ¿eh? —le dijo de camino al frigorífico.
Sacó dos botellas y le dio una a Casey.
—Como si pudiera ser. Pero vamos a tener que anular lo de ir de pesca
mañana —dijo esta destapando la cerveza.
Le tiró la chapa a Tori, que enarcó las cejas.
—Creía que el sexo no bastaba para que te perdieras una salida de pesca —la
riñó.
—No es el sexo. Y ni siquiera es el frío. Vas a tener que hacer una bolsa —
soltó sin más.
Casey salió de la cocina y escrutó la oscuridad del pasillo.
—¿Dónde está tu habitación?
—¿Para qué quieres que haga una bolsa?
—Nos vamos a Balmorhea a interrogar a la huella número trece —sonrió—.
Me ha dado el nombre.
—La madre... sí que eres persuasiva.
—Me ha dicho que no tenía nada que ver conmigo.
—Ya. ¿Y te ha dado el nombre antes o después de acostarse contigo?
—Podría haber sido después, Hunter —cogió a Tori del brazo—. Venga, haz
la bolsa.
—¿Excursión en coche?
—Ah, no, ni de broma. Tenemos vuelo para Midland. Desde allí alquilaremos
un coche y conduciremos hasta Balmorhea. Y deja que te diga que no es
precisamente fácil alquilar un coche en Midland.
—¿Texas Oeste? ¿Estás segura de esto, O’Connor?
—Claro que estoy segura. Es otro cura —Casey miró su reloj—. Venga, date
prisa. Nuestro vuelo es a las nueve.
—¿Cómo has conseguido billetes tan deprisa?
—He llamado a tu teniente Malone. No es un vuelo comercial.
Tori encendió la luz del dormitorio y miró a Casey de hito en hito.
—¿Mi teniente?
—Sí. Se ha cobrado un favor. También me ha dicho que te ate en corto y no te
deje hacer ninguna estupidez.
—¿A mí? Yo no soy la que dice que volemos a Texas Oeste así por las buenas
para interrogar a un cura por un caso que está cerrado —espetó volviéndose
hacia Casey—. Cerrado, O’Connor, de verdad. Así que ¿por qué diablos ha
accedido Malone a esto?
—No estamos trabajando en el caso del padre Michael, Hunter. Ya sé que está
cerrado. Pero el caso de Hidalgo está abierto, ¿no? A lo mejor el padre Tim sabe
algo.
Tori entornó los ojos.
—¿Ahora trabajas para Homicidios, O’Connor?
Casey se echó a reír.
—Jesús, Hunter, si no supiera que en realidad eres un trozo de pan, me daría
miedo verte tan ceñuda.
Al ver una fotografía enmarcada sobre la cómoda, Casey la cogió.
—¿Esta es Sam? —se interesó.
—Sí. Es del verano pasado, en el barco.
—Es una preciosidad —afirmó Casey contemplando la fotografía de las dos
—. Me refiero al barco, por supuesto.
Volvió a dejar la fotografía en su sitio, pero no apartó la mirada enseguida de
la imagen de Sam rodeando los hombros de Tori con los brazos.
—Es un bombón —miró a Tori a los ojos—. ¿Amor verdadero?
Tori se puso colorada, pero no apartó la mirada.
—Sí.
Casey asintió.
—Bien. Me alegro de saber que existe. Porque un día yo también lo tendré.
—¿Y mientras tanto?
—Mientras tanto, no hay nada malo en pasar la tarde con Marissa Goddard
echando un polvo fabuloso —sonrió—. Tiene aguante, eso te lo digo ya.
Señaló la espaciosa mochila que tenía Tori en la mano.
—Llénala. Ah, ¿te he comentado que está nevando ahí fuera?
Capítulo 25

—Si al final este viaje no sirve de para nada, no pienso volver a dirigirte la
palabra —siseó Tori atravesando la pista de aterrizaje a la carrera.
Casey la seguía con el viento frío y afilado golpeándole la cara.
—Por lo menos ya no nieva.
—Menudo consuelo, considerando que estamos a bajo cero con un viento de
mil demonios.
Casey se rio, pero la ventisca se llevó su risa. Tenía que estar de acuerdo con
Hunter, ya que, con nieve o sin ella, parecía que hubieran viajado al Ártico en
lugar de al desierto de Texas Oeste.
—¿Esto es el aeropuerto, no? —preguntó Tori de pie ante las puertas dobles
que conducían a un edificio bajo sin indicaciones.
—Eso espero, considerando que hemos aterrizado aquí.
Habían sido las únicas pasajeras en el avión. Abrió la puerta e hizo pasar a
Tori.
—La belleza después de las canas.
Tori puso los ojos en blanco.
—Qué cría eres.
—Pero soy una cría monísima —afirmó Casey que se detuvo en seco al
cruzar las puertas y estas cerrarse a su espalda. Sentía que todos los ojos de aquel
lugar estaban puestos en ellas.
Por supuesto, teniendo en cuenta que solo había cuatro personas más en el
interior, probablemente era cierto.
—¿Seguro que esto es el aeropuerto? —murmuró Tori.
Sin desanimarse, Casey le dio un codazo.
—Vamos —le dedicó una sonrisa radiante a la mujer que había tras el
mostrador—. ¿Qué tal está?
—Muy bien. El suyo ha sido el último vuelo de la noche —contestó ella, que
saludó con la mano a un miembro de la tripulación que se marchaba al otro lado
de la terminal—. Hasta mañana, Hank.
—Genial, el último vuelo —Casey le guiñó un ojo a Tori—. Ya te he dicho
que era el aeropuerto.
—A diferencia de los de las grandes ciudades, nosotros cerramos por la
noche. Y eso es precisamente lo que voy a hacer.
—Maravilloso. Bueno, no queremos entretenerla —aseguró Casey dando un
golpecito en el mostrador—. Somos de fuera de la ciudad y hemos alquilado un
coche. ¿Sabe dónde se recogen?
—¿Un coche de alquiler? El único sitio donde se alquilan coches es el
concesionario de Ford que hay en la ciudad. ¿Se refiere a eso?
Casey suspiró.
—No estoy segura, la gestión no la hice yo —sacó el móvil y empezó a
buscar el número en la agenda hasta dar con él.
—Abren a las siete —informó la mujer del mostrador a Tori.
—Fantástico —ladró Tori que se acercó a la mujer— A lo mejor deberíamos
llamar a la policía local o al sheriff —sugirió.
Casey levantó la vista atendiendo a su conversación. La mujer había abierto
unos ojos como platos.
—¿Para qué?
—Soy la inspectora Hunter y esa señorita es la inspectora O’Connor, de
Dallas. Si no podemos alquilar un coche, espero que vuestro departamento de
policía local nos ayude —repiqueteó con los dedos sobre el mostrador con
impaciencia—. ¿Así que los llamas o no?
—¿ Ustedes son policías?
—Inspectoras —le corrigió Tori.
—No esperaba que fueran... mujeres —comentó ella con cierta nota de
desdén.
En ese instante el contacto de Casey descolgó y le confirmó los detalles del
coche de alquiler.
—Se supone que tenemos un coche de alquiler esperando aquí —se acercó
para mirar el nombre de la mujer en su identificación—. Dorothy, se supone que
tenemos un coche aquí.
—Sí, como le decía a ella, esperaba a hombres —se agachó y sacó unas llaves
del mostrador—. Trajeron un coche hace un par de horas. Es un SUV, mejor con
el tiempo que hace —le entregó las llaves a Casey—. Lo siento.
—No se preocupe —zanjó Casey metiéndose las llaves en el bolsillo—.
También tenemos una reserva. ¿El hotel Holiday Inn?
—Sí, está en la autopista. Vayan en dirección a la ciudad. No tiene pérdida.
—¿Allí tienen bar? ¿O restaurante?
Dorothy miró su reloj.
—¿A estas horas?
Tori fulminó a Casey con la mirada y se le acercó para susurrar:
—Te odio.

***

—Nada como estar en un bar de Midland, Texas, un viernes por la noche —


Casey alzó su bebida—. Salud.
Tori miró por el rabillo del ojo a los otros tres parroquianos que veían un
partido de baloncesto tardío en la ESPN sentados en los taburetes de la barra.
Asintió e inclinó su copa hacia Casey.
—Estoy intentando entender cómo me has convencido para hacer este viaje.
Estaba tan tranquila en mi casa comiéndome una pizza y bebiendo cerveza y de
repente estoy en un bar de un hotel de carretera en medio de la nada.
Casey se le acercó.
—¿No te mueres de ganas de hablar con él?
Oh, el padre Tim. Tori dio un sorbo de margarita.
—Ya veo que sigues muy orgullosa de ti misma.
—Por el escurridizo nombre del amante. Sí —Casey dio un buen trago a su
bebida—. No está mal —opinó—. No es un Ríos Rita, pero está bastante bueno.
—¿Eres una experta en margaritas? Yo te hacía más de cerveza.
—La cerveza es para pescar —sonrió Casey—. Y para la pizza —jugó con el
posavasos sobre la barra—. Cuéntame cosas de Sam —saltó de repente.
—¿El qué?
—¿Cómo es? Háblame de vosotras.
Tori sonrió al pensar en Sam.
—La echo de menos.
—Bueno, ya, pero tienes que aguantarme a mí. ¿Cómo es?
—Es... dulce. Es suave donde yo soy dura. Es compasiva. Le cae bien a la
gente —Tori se encogió de hombros. Era la verdad—. Por eso trabajamos bien
juntas. Normalmente no le caigo bien a la gente.
—Hice algunas preguntas sobre ti por ahí, ¿sabes? Me contaron verdaderas
historias de terror —rio Casey—. Pero a mí me caes bien. ¿Qué dice eso de mí?
—Normalmente no me abro con la gente —admitió Tori, que extrañamente
no se sentía incómoda con la conversación—. La verdad es que no tengo amigos.
Casey levantó las cejas.
—¿Solo Sam?
—Nos gusta estar juntas. Y, bueno, Sikes se ha convertido en un colega. Le
gusta pescar, así que a veces viene al barco —señaló a Casey con un gesto de
cabeza—. Supongo que tú tendrás montones de amigos.
Casey esbozó una sonrisa triste.
—Montones de amigos, sí. Montones de conocidos —dio un sorbo de
margarita—. Pero ninguna persona especial, ya sabes.
—Sí, lo sé. Yo nunca había tenido a nadie. Sam apareció en mi vida y no me
dio oportunidad de escapar.
—¿Lo intentaste?
—Oh, sí. Estaba muerta de miedo —miró a Casey a los ojos—. Todavía lo
estoy.
—Yo echo de menos tener a alguien en casa. Después de un día malo, echo de
menos poder hablar con alguien.
—Si lo echas de menos es porque has debido de tenerlo alguna vez.
—Ah, hace unos años tenía pareja. Creía que podía ser la definitiva —explicó
Casey meneando la cabeza—. No funcionó. No comprendía mi trabajo. Quería
que lo dejara y que hiciera algo normal —terminó con una risita.
—El novio de Sam era igual.
Casey abrió mucho los ojos.
—¿Novio?
Tori asintió.
—Robert, abogado.
—Serás perra... ¿Estaba con un hombre cuando os conocisteis?
—Sí, pero no pasó como piensas. No tuvimos ninguna aventura ni nada así.
Ella rompió con él porque sabía que no era la persona indicada para ella. Y luego
lo nuestro pasó sin más. Habíamos estado un tiempo esquivando la atracción —
sonrió Tori—. Como decía, no tuve la menor oportunidad.
—¿Querrán otra ronda las señoras? —preguntó el camarero desde la otra
punta del bar.
—Por supuesto —contestó Casey alzando la copa—. Pero a tu edad yo no me
pasaría, Hunter. Tenemos dos horas de carretera por delante por la mañana.
—Creo que puedo seguirte el ritmo, so enclenque.
Casey se rio.
—Sí, me caes bien, Hunter. Me alegro de ver que conservas el sentido del
humor.
—¿Qué quieres decir?
—El trabajo —Casey hizo girar el posavasos una y otra vez—. ¿Cómo lo
haces? Estar rodeada de muerte todo el tiempo.
Tori posó los ojos en la televisión y la miró unos segundos, sin interés,
mientras rumiaba la respuesta.
—Cuando era pequeña... me tocó vivir la muerte, los asesinatos, de cerca —
dijo en voz queda.
Todavía le costaba hablar de ello; no hablaba del tema ni siquiera con Sam.
Miró a Casey a la cara.
—Nunca se resolvieron. Nunca se llevó a nadie ante la justicia. Lo hago por
ellos.
Casey frunció el ceño.
—¿Por quiénes?
Tori no estaba lista para llegar tan lejos aquella noche.
—Te lo contaré cuando me cuentes lo que pasa con ese hermano tuyo con
quien no te hablas.
Casey apartó la vista.
—No es nada grave, Hunter. Pero no es agradable, ¿sabes?
—A lo mejor me lo cuentas algún día. Y a lo mejor yo te cuento lo mío —le
agradeció las bebidas al camarero cuando las trajo—. Pero sí, hay mucha muerte.
A veces es difícil recordar que hay más en la vida que este trabajo.
—Supongo. Tus víctimas siempre están muertas.
—¿Pero tú cómo puedes soportar lo de las violaciones y las agresiones
sexuales todo el tiempo?
Casey inclinó la copa hacia Tori.
—¿Quieres decir en comparación con los asesinatos? Al menos mis víctimas
están vivas. Pero lo peor son los niños. Dios, he visto cada cosa, Hunter. Hay
algunas que ni te creerías —miró a Tori a los ojos—. Verdaderas pesadillas. Pero
mi psicóloga dice que es normal tener pesadillas con ellas.
Sorprendida, Tori enarcó las cejas.
—¿Vas a una loquera?
—Bueno, ella prefiere que la llamen terapeuta, pero sí, al menos una vez al
mes, siempre que necesito hablar. ¿Tú no?
—¡Oh, no! Ni de broma —se horrorizó Tori—. Son todo mentiras. No quiero
que nadie me psicoanalice y vaya escarbando en mi cerebro.
Casey se echó a reír.
—No, ya supongo que no, Hunter. Pero yo fui a varias clases en la
universidad. De hecho yo misma pensé en hacerme terapeuta, así que no me
importa que escarbe en mi cerebro.
Se quedaron calladas un momento jugando con sus vasos. Finalmente, Tori
dio un golpecito suave sobre la barra y esperó a que Casey la mirase.
—¿Así que tienes pesadillas? —le preguntó en voz suave.
—Sí, a veces sí.
Tori reflexionó un segundo recordando sus propias pesadillas.
—¿Y qué te dice sobre eso?
—Dice que, cuando deje de soñar sobre ello, será cuando sepa que ya no me
importa nada.
Tori volvió a asentir, pero no dijo nada.
—¿Tú también sueñas? —preguntó Casey mirándola fijamente—. ¿Tienes
pesadillas?
Tori asintió.
—A veces.
Casey alargó el brazo y le dio un apretón a Casey en la mano.
—Bien. No me gustaría pensar que ya no te importa nada.
Capítulo 26

—Estás muy callada esta mañana, Hunter.


Tori abrió un segundo los ojos al oír a Casey.
—Me pregunto por qué —farfulló.
El ligero dolor de cabeza que tenía antes se había convertido en una jaqueca
monstruosa. Casey se rio.
—¿El último margarita te mató?
—Deja que lo diga otra vez, más te vale que este viaje valga la pena.
—Míralo de esta manera, hemos pasado un tiempo conociéndonos y eso sin
mencionar este precioso paisaje que nos regala la mañana.
Tori miró el paisaje pelado y rocoso que discurría tras las ventanillas en el
trayecto hacia Balmorhea.
—Ya. Precioso, O’Connor —cerró los ojos otra vez—. Despiértame cuando
lleguemos.
—¿No quieres hablar? ¿Hacer turismo?
—No.
—¿Quieres hablar de pesca?
—No.
—¿Y seguro que no quieres que te cuente cómo fue mi tarde con Marissa?
—Cierra la boca antes de que te pegue un tiro —murmuró Tori.

***

—Eh, Hunter, despierta.


Tori giró la cabeza hacia Casey. Todavía no podía ni abrir los ojos.
—¿Qué?
—Hemos llegado —Casey hizo una pausa—. Creo.
Tori se forzó a despegar los párpados y miró por la ventana.
—¿Crees?
—No es precisamente una metrópolis floreciente —replicó Casey, que
aminoró ante una luz en ámbar antes de atravesar un cruce—. De hecho, es más
pequeña de lo que había imaginado.
Tori se sentó derecha y se estiró. Se encontraba algo mejor después de la
siesta. Cogió la botella de agua que tenía debajo del asiento y se bebió casi
media de un trago.
—Sí, el tequila da sed.
Tori entornó los ojos.
—Cállate.
Casey se rio y señaló una calle lateral.
—¿Eso es el centro? Guay, parece una ciudad del Lejano Oeste.
Giraron y recorrieron una calle ancha que hervía de actividad. Tori supuso
que los rancheros habían ido a pasar el día en la ciudad. Los edificios de ladrillo
y piedra vieja, algunos de dos pisos, otros con fachadas, todavía tenían negocios
y la mayoría parecía estar haciendo una buena caja en aquella fría mañana de
sábado.
—Supongo que el sábado es el día en que todos vienen a la ciudad a comprar
—comentó Casey—. ¿A qué crees que se dedica esta gente?
—Probablemente trabajan en los ranchos. En propiedades antiguas que lleven
generaciones en la familia.
—Sí, ¿pero aquí hay pastos o algo? Parece desolado.
—Es invierno, O’Connor.
Atravesaron las dos manzanas que constituían el centro de la ciudad y
llegaron a lo que parecía un colegio. Detrás, Tori vio los signos de una iglesia
católica. El viejo edificio de adobe se elevaba en un extremo de la ciudad; en la
carretera junto a la entrada había una enorme cruz de madera que arrojaba
sombra sobre la pequeña señal donde ponía «Nuestra Señora de Guadalupe.
Iglesia Católica».
—Aquí está —dijo Casey aunque no hubiera necesidad.
—Parece desierta.
Casey pasó de largo la iglesia con el coche en busca de algún tipo de oficina o
algo. Detrás de la iglesia había tres edificios, pero parecían cerrados y
desocupados.
—Tiene que haber alguien por aquí. Las iglesias no cierran, ¿verdad?
Tori vio una entrada estrecha y enseguida la señaló.
—Entra por ahí.
—Parece un acceso privado.
—Sí, seguro que la rectoría está ahí detrás.
—Bien, Hunter. Hay un coche.
Casey aminoró y aparcó a su lado. El otro coche tenía la pintura desconchada
y desvaída.
—Este ha tenido días mejores.
—Ya te digo.
Salieron del coche y su aliento formó vaho en el frío ambiente de camino a la
puerta. La rectoría era un edificio modesto que una vez estuvo pintado de
blanco, pero que mostraba las mismas señales de descuido y antigüedad que el
coche. Tori se quedó con las manos en los bolsillos de la chaqueta mientras
Casey subía los peldaños de madera para llamar a la puerta.
—¿Él no sabe que veníamos, verdad? —dijo Tori.
—No.
—¿Y qué piensas hacer si no está?
—¿Dónde va a estar, Hunter? ¿De vacaciones?
—Yo qué sé. Lo único que sé es que hace frío, me duele la cabeza y me has
arrastrado a un pueblajo en medio de la nada para interrogar a un hombre que
tenía una aventura con un cura muerto en un caso que ya está cerrado —exclamó
subiendo el tono con cada palabra.
—¡Madre mía!, qué gruñona estás esta mañana.
Tori entornó los ojos.
—Llama otra vez.
Pero antes de que Casey golpeara la puerta de nuevo, se abrió.
—Buenos días.
Casey y Tori cruzaron una mirada cuando las recibió un hombre de edad
avanzada.
—¿Padre Tim? —preguntó Casey.
Él sonrió.
—No, no. Esta mañana está en la iglesia. Soy el padre Wayne. ¿Puedo
ayudarlas?
Casey negó con la cabeza.
—De hecho, solo queríamos hablar un momento con el padre Tim.
¿Podríamos pasar a la iglesia?
—Por descontado. Esta mañana está haciendo confesión —enarcó las cejas—.
¿Acaso tienen necesidad?
—No, yo no —señaló a Tori—. Pero mi amiga tiene una necesidad imperiosa.
Avergonzada, Tori le lanzó una mirada incendiaria.
—¿Podemos irnos?
—Gracias, padre Wayne, iremos a la iglesia —asintió Casey.
Cogió a Tori del brazo y rio entre dientes mientras se la llevaba de allí.
—Yo habría dicho que después de haber pasado la tarde con Marissa, la de la
necesidad imperiosa eras tú —bufó Tori liberando el brazo de un tirón.
—¿Te has confesado alguna vez, Hunter?
—No soy católica. ¿Tú?
—Sí, de niña.
—Nunca habría dicho que fueras católica.
Aunque, a decir verdad, con un apellido como O’Connor tendría que
habérsele ocurrido.
—No lo soy. Bueno, ya no —dijo Casey—. Va junto con... ya sabes, lo que
pasó con mi hermano.
Se detuvieron en la puerta de la iglesia, la miraron y se miraron entre ellas.
—¿Entramos sin más? —preguntó Tori que no tenía demasiado claro el
protocolo.
Casey se encogió de hombros.
—Supongo.
—¿Quieres hablarme de tu hermano?
—No.
Aunque todavía temblaba de frío, Tori sacó las manos de los bolsillos.
—¿Quieres que abra la puerta?
Casey se rio.
—Menudo par, ¿eh?
Tori también se rio.
—Sí, no es más que un edificio, ¿no?
—Supongo.
—Entonces, ¿quieres que abra la puerta?
—Supongo que una de las dos debería.
Justo en ese instante se abrió la puerta y apareció un sacerdote joven, con el
cuello de la chaqueta subido contra la mordedura del viento.
—Oh, me han sorprendido —les dijo—. Vienen a confesarse, supongo —
miró su reloj—. Hago confesiones hasta las diez. Hoy tenemos una misa de
doce, por el funeral, ya saben.
—La verdad es que no hemos venido a confesarnos —le dijo Tori. Sacó su
placa y la sostuvo en alto—. Soy la inspectora Hunter y esta es la inspectora
O’Connor. Somos de Dallas.
Él abrió mucho los ojos antes de apartar la mirada.
—Ya veo. Supongo que han venido a hablar de Michael.
—Sí. ¿Podemos hablar en alguna parte?
—Comparto la rectoría con el padre Wayne, así que allí no podremos hablar
en privado —señaló la propia iglesia—. Podemos entrar.
Tori dio un paso atrás.
—¿En la iglesia?
—Sí, la calefacción está puesta, así que se está bien.
—¿No hay ningún otro sitio? —quiso saber Casey.
Él se inclinó hacia ellas.
—Les aseguro que dentro estarán completamente a salvo —les dijo en voz
baja—. Después de todo, yo he sobrevivido.
Casey se rio.
—Sí, supongo —miró a Tori—. ¿De acuerdo?
Tori inspiró hondo y asintió. Sam habría pensado que era tonta y, de hecho,
sabía que se estaba comportando como tal. Era una mujer adulta, ya no era una
niña, pero el terrible recuerdo de los minutos que pasó en la iglesia mientras
cerraban los ataúdes de su familia y la alejaban para siempre de ella la
atormentaba todavía con el terror a quedarse sola. Casey le dio un codazo
cuando el padre Tim les sostuvo la puerta abierta.
—¿Estás bien? —susurró.
Tori inspiró hondo otra vez y miró a la cara a su nueva amiga, cuya expresión
era de preocupación. Preocupación sincera, se dio cuenta. Asintió y esbozó una
sonrisa tenue.
—Recuerdos de infancia.
—Lo entiendo perfectamente.
El padre Tim las condujo al interior y Tori entró hombro con hombro con
Casey. Nada más entrar echó un vistazo rápido a la iglesia.
—Por aquí —les dijo él indicando la última hilera de bancos—. Podemos
sentarnos aquí detrás.
—Aquí está un poco oscuro —musitó Tori.
—Sí. La mayor parte de la iluminación es la luz que entra por las ventanas.
Esperamos que el sol salga hacia el mediodía.
—¿Y por la noche qué hacen?
—Encendemos las velas —explicó y les mostró los candelabros que
adornaban cada uno de los enormes pilares de la nave central.
Tori se aclaró la garganta.
—Bueno, antes de nada, deje que le diga lo mucho que siento lo del padre
Michael.
El padre Tim asintió entristecido.
—Solo hace tres días que me enteré. Todavía no me lo creo —sacudió la
cabeza—. No me han dicho nada, solo que le encontraron muerto tres días
después de que me marchara —suspiró—. Ya ven, me están castigando. No se
me permite tener mucho contacto con el mundo exterior. No tengo televisión, ni
teléfono, ni recibo periódicos.
Tori y Casey cruzaron una mirada.
—Le encontraron estrangulado —dijo Tori en voz baja—. En la rectoría.
El padre Tim respingó con una mueca de consternación.
—¿Le han asesinado? —murmuró—. No puede ser, me dijeron que le
encontraron muerto, Alice le encontró, pero no me dijeron que hubiera nada
sucio —cerró los ojos—. ¿Quién haría tal cosa?
—Fue... lo hizo Juan Hidalgo —dijo Casey.
Él abrió mucho los ojos.
—No, no puede ser. Juan nunca habría hecho algo así. Juan le debía mucho
—negó con la cabeza—. No, Juan no.
—¿Qué quiere decir con que le debía mucho? —quiso saber Tori.
El padre Tim echó la cabeza hacia atrás y contempló el techo.
—Hace aproximadamente un año, cuando monseñor Bernard descubrió los
problemas de Juan con la ley, quería despedirlo, pero Michael insistió en que era
digno de confianza y que había cambiado. Luchó por él. Al final Bernard cedió y
Juan le estaba muy agradecido. De ninguna manera le habría hecho daño a
Michael. En absoluto.
—Creemos que fue coaccionado, puede que chantajeado. Alguien le obligó a
hacerlo.
—Bueno, eso podría decírselo él. Juan Hidalgo no es ningún asesino.
—Bueno, verá, Juan también está muerto —apuntó Casey—. Lo mataron el
mismo día, de un disparo.
—Oh, no. No, no...
El padre Tim se levantó y caminó hacia el pasillo central. De cara al altar,
preguntó en voz baja, con los hombros hundidos:
—¿Qué ha pasado?
Se volvió hacia ellas.
¿Quién?
Tori levantó las manos y se encogió de hombros.
—No tenemos ni idea. Esperábamos que quizá usted pudiera ayudarnos.
¿Yo?
—Está claro que el padre Michael fue asesinado por algún motivo.
Pensábamos que quizá tuviera algo que ver con su aventura con usted.
El sacerdote se volvió de nuevo hacia el altar.
—Me mandaron fuera para terminar con nuestra aventura, inspectora Hunter.
No veo por qué tendrían que haberle matado por eso.
—¿Cómo fue lo de su marcha? —le preguntó Casey.
—Bernard me esperaba un día después de la misa. Me dijo que me habían
trasladado. Tenía todas mis cosas empaquetadas y un coche esperando. No me
dejaron hablar con nadie, solo me llevaron al coche y me alejaron de allí —
explicó en tono sombrío—. Hicimos todo el trayecto de golpe. Horas y horas
oyendo a monseñor Bernard recitar la lista de mis pecados y mis votos rotos —
se rio sin rastro de humor—. Fue un preludio del Purgatorio, estoy convencido.
Y, cuando llegamos aquí, me pusieron al cargo del padre Wayne. Me aconseja
diariamente sobre mi... afección.
—¿Juan sabía lo de su aventura?
Él asintió.
—Sí, lo sabía. Un día nos sorprendió —agitó la mano quitándole importancia
—. No fue nada en realidad, solo nos abrazábamos. Pero era obvio que era un
abrazo entre amantes, no entre amigos.
—¿Cuándo sucedió esto?
—Ah, hace meses. A principios de verano, creo. Una semana más tarde le
preguntó sobre ello a Michael y él no le vio sentido a mentirle, aunque teníamos
mucho cuidado. Sentía que si le mentía a Juan no haría más que incrementar su
curiosidad.
—¿Y le pareció bien?
—Nunca dijo nada. Pero después de eso cambió.
—¿En qué sentido?
—Era más educado, más hablador, más amistoso, digamos. Empezó a traerme
cosas cuando antes solo se las traía a Michael. Pasteles que hacía su madre,
tamales, cosas así.
—O sea que no se volvió agresivo ni nada parecido —afirmó Tori.
—No, no, Juan nunca se mostró agresivo. Juan tenía un problema serio con
las drogas, pero había salido del pozo. Esa era una de las razones por las que
Michael luchó por que no le despidieran.
—¿Quién más sabía lo de la aventura? ¿Alice Hagen?
—Ah, por supuesto. Esa mujer es una santa. Su marido lleva quince años
enfermo, pero ella sigue adelante, cuidándole y sirviéndole cada minuto de su
vida sin ninguna queja. Michael hacía mucho más tiempo que la conocía, claro
está, pero me cogió cariño. Nos cubrió en más de una ocasión. No voy a decir
que entendiera completamente nuestro amor, pero nunca lo cuestionó. Creo que
a lo mejor era capaz de verlo, ¿saben? Cuando estábamos a solas y podíamos
bajar la guardia, creo que se daba cuenta de lo mucho que nos queríamos —se
rodeó con los brazos sin apartar los ojos del altar—. Estábamos enamorados de
verdad —dijo—. Incluso hablamos de dejar el sacerdocio —dejó caer los
hombros—. ¿Pero qué habríamos hecho? Era todo lo que conocíamos, tanto él
como yo.
—Hay otros cultos que son más tolerantes —apuntó Casey tras echar una
mirada fugaz a Tori.
Él se volvió hacia ellas.
—Cuando hice mis votos, los hice de corazón. Sencillamente no contaba con
enamorarme —les dijo y volvió a tomar asiento en el banco a su lado—. Me
había hecho a la idea de que tendríamos que estar separados, al menos de
momento. Me cuesta mucho aceptar que ya no esté. Y me cuesta mucho aceptar
que Bernard no me lo dijera y no me dejara ir a su funeral, sobre todo sabiendo
lo mucho que significábamos el uno para el otro.
—¿Cómo cree que se enteró?
—No alcanzo a imaginarlo. Íbamos con cuidado y Alice y Juan nunca habrían
dicho nada. Los dos nos eran leales, Alice en exceso, incluso. Además, Bernard
y ella nunca se han llevado bien, discutían todo el tiempo, así que no me la
imagino haciéndole confidencias.
—Cuando dice que iban con cuidado, ¿cómo podían estar juntos sin que nadie
sospechara?
Él frunció el ceño.
—Bueno, vivíamos juntos. Compartíamos la rectoría.
Tori se quedó con la boca abierta.
—Espere un segundo, ¿usted vivía allí? Nadie lo ha mencionado en ningún
momento, ni monseñor Bernard, ni Alice Hagen. De hecho, le pregunté
específicamente a la señora Hagen si vivía alguien más allí y dijo que no.
—Intentaba proteger nuestra relación. Y Bernard seguramente quería evitar el
escándalo.
—¿Cuánto tiempo estuvo viviendo allí?
—Dos años. Pero durante un tiempo hubo otro sacerdote, el padre Roberto, o
padre Bob, como le llamaba la mayoría. Le enviaron a otra diócesis, en Arizona.
—¿Él sabía algo de su relación?
—No, ya se había marchado cuando empezamos.
—¿Por qué no llevaron a otro sacerdote a vivir con ustedes?
—A Bernard le gusta pensar que vivir en la rectoría es un privilegio. Como
todavía no había decidido a quién premiar, estuvimos solos durante siete meses.
—¿Y no cree que sospechara nunca?
El padre Tim meneó la cabeza en gesto negativo.
—No, si hubiera sospechado algo, me habrían trasladado mucho antes.
Tori no tenía más preguntas y permanecieron los tres en silencio unos
segundos mirándose a los ojos. Finalmente, Casey se inclinó y le apoyó la mano
en el brazo al padre Tim cariñosamente.
—Le acompaño en el sentimiento —le dijo—. Siento que no tuviera ocasión
de volver a verle. Al fin y al cabo, todos somos humanos, nada más, ¿verdad?
—Gracias. Lo cierto es que no sé qué decir. No se me ha permitido llorar su
muerte ni reconciliarme con mis sentimientos. Saber que la suya ha sido una
muerte intencionada lo hace todavía más difícil. Hace que me arrepienta de
muchas cosas.
—¿De su relación?
—Oh, no. Lamento no haber sido lo bastante fuerte como para dejarlo.
Lamento no haberle plantado cara a Bernard y exigirle ver a Michael antes de
irme. Pero realmente lo que más siento es que Michael y yo no hiciéramos las
maletas y lo dejáramos todo cuando pudimos hacerlo. No sé a qué esperábamos.
Las cosas no iban a cambiar, para nosotros no. Esperábamos que con el nuevo
Papa a lo mejor podrían cambiar algunas cosas, por ejemplo la exigencia de
votos de castidad. Dada la escasez de sacerdotes, alguien tiene que ceder en algo.
Pero para nosotros no cambiaría nada, al menos no mientras viviéramos. Un
poco como vosotras, que debéis de sentir que no veréis el día en que os podréis
casar libremente.
Casey soltó una risilla nerviosa.
—¿Qué? ¿Lo llevamos escrito en la cara o algo?
El padre Tim les sonrió con amabilidad.
—He aconsejado a un buen número de homosexuales, inspectora.
—¿Y qué les dice? ¿Que no es tarde para cambiar?
Él negó con la cabeza.
—Ya hay demasiados hipócritas escondidos bajo los hábitos del Señor. Yo no
quiero serlo. Todos tenemos nuestra propia relación con Dios y hablamos con Él
a nuestra manera. El amor es un don de Dios. ¿Vamos a negar ese don porque el
hombre diga que no debe ser así?
—¿Qué va a hacer ahora?
—No estoy seguro, siempre he sentido que mi vocación es esta.
Sencillamente no sé si puedo seguir adelante con tantas limitaciones. Creo que
Dios tiene que querer que seamos sinceros con nosotros mismos —volvió los
ojos hacia el altar con expresión pensativa—. Amaba a Michael. Podríamos
haber tenido una buena vida.
Tori y Casey se miraron; Casey se levantó y le tocó el hombro con dulzura.
—Tenemos que irnos —le dijo y miró a Tori de nuevo—. Si regresa a Dallas
y necesita algún rostro familiar, llámeme.
Él aceptó la tarjeta que le tendía y asintió levemente.
—Gracias por la información, Padre —dijo Tori—. Nos ha sido de gran
ayuda.
—Supongo que debería darles las gracias a ustedes por haber rellenado los
huecos en lo que le pasó a Michael. ¿Necesitarán que testifique o algo? En el
juicio, me refiero.
Tori negó con la cabeza.
—No lo creo, no creo que llegue a eso.
—Muy bien —Tim se puso en pie—. Como les he dicho antes, tengo que
prepararme para un funeral. Sospecho que pronto tendremos visitantes.
—Entonces dejamos ya de molestarle —Tori le estrechó la mano y se
sorprendió de la firmeza con que lo hacía él—. Cuídese.
—Puede que volvamos a vernos, inspectora.
Le dejaron vuelto hacia el altar, sin duda perdido en sus pensamientos. En
cuanto las puertas de la iglesia se cerraron tras ellas, ambas se subieron el cuello
de las chaquetas para protegerse del frío.
—No ha sido divertido —dijo Casey.
—No, mucho no.
Fueron por la acera en dirección a su coche de alquiler y, al llegar hasta él, se
volvieron hacia la iglesia una vez más. El padre Tim estaba en las escaleras y las
despidió con la mano.
—Es un buen tío —comentó Casey—. Y está completamente solo.
Tori suspiró, pero no dijo nada.
—No le has contado lo de Alice Hagen, ¿por qué?
Tori se encogió de hombros.
—No he visto motivos. Ya le hemos amargado demasiado.
—Pero seguramente querrá saberlo. Para contactar con la familia o algo.
Tori la miró a los ojos.
—¿Quieres ir a contárselo?
Casey negó con la cabeza.
—No. Vámonos de aquí.
Capítulo 27

Aunque lo habían hablado hasta la saciedad, Casey seguía sin estar satisfecha
con las conclusiones. Pasó por alto el hondo suspiro de Tori al bajar del avión.
—Solo digo que tendríamos que hablar con él. ¿Qué daño puede hacer?
—¿Basándonos en qué, O’Connor? Y, venga ya, ¿de verdad crees que
monseñor Bernard sería capaz de cometer un asesinato?
—Como te he dicho, no le conozco, pero creo que todo el mundo es capaz de
matar si se dan las circunstancias adecuadas.
Tori suspiró de nuevo.
—Ya has leído el informe sobre la muerte de Hidalgo. El asesino entró y salió
sin ser visto. Bernard es un hombre muy grande; ni de coña subió y bajó tres
pisos de escaleras sin que nadie lo viera. Sinceramente, ni siquiera estoy segura
de que pueda subir todas esas escaleras.
—Pero tendría sentido. La puerta no estaba forzada, igual que en casa de la
señora Hagen. Los dos conocían a su asesino.
—Mira, yo no voy a irle a mi teniente con esto, O’Connor. Me dirá lo mismo
que te estoy diciendo yo. No hay ninguna prueba concluyente. Al menos si no
han encontrado algo nuevo en casa de los Hagen mientras no estábamos.
Adelantaron a la multitud que se agolpaba en las cintas de recogida de
equipaje ya que ellas llevaban sus mochilas a la espalda.
—Una de las ventajas de los aeropuertos pequeños —comentó Casey
señalando a su alrededor—. El Love Field le da mil patadas al DFW.
—Odio volar.
Casey se echó a reír.
—¿Por eso me cogías la mano como si me la fueras a romper durante el
despegue?
Tori le lanzó una mirada incendiaria.
—No te la apretaba tanto —miró a su alrededor suspicaz—. Y no hay
necesidad de contarle eso a nadie.
Cuando salieron era media tarde y la temperatura era como cinco grados más
alta que en Midland.
—Así es como debe ser marzo. Odio el invierno.
Tori asintió.
—Ya casi hace tiempo de pescar.
Casey oteó el aparcamiento.
—¿Dónde diablos dejé el coche?
Tori sacó su móvil.
—Voy a darle un toque a Sikes.
—Sí, sí, estoy más preocupada por mi coche. ¿Por qué no apuntamos dónde
lo dejamos?
Tori siguió a Casey por el aparcamiento, con el móvil a la oreja, hasta que
saltó el buzón de voz.
—Sikes, soy yo. Acabamos de volver y tenemos algunas respuestas. Solo
quería saber si ya tienes los resultados del laboratorio sobre Alice Hagen.
Llámame.
Casey dio una vuelta sobre sí misma sin encontrar el coche.
—Jesús, voy a tener que llamar a seguridad. No tengo ni idea de dónde
dejamos el coche.
—¿Por qué no intentas activar la alarma o algo?
—Buena idea, Hunter, me gusta.
Casey sacó las llaves, las levantó por encima de su cabeza y recorrió las
hileras de coches apretando el botón del pánico. Al final, al cabo de diez
minutos, oyó el sonido inconfundible de la alarma de un coche. Su coche estaba
a dos hileras, justo debajo de una columna de iluminación con la indicación de
«Sección D» bien visible. Estaba haciendo luces y con el claxon disparado.
Casey se echó a reír.
—Sí, sección D. Ahora me acuerdo.
—Apaga eso de una puñetera vez.
Casey obedeció. Recorrieron la distancia restante y metieron las mochilas en
el maletero.
—¿Te apetece cenar o algo?
Tori negó con la cabeza.
—Estoy muerta. Creo que me voy a ir a casa.
Casey asintió.
—Sí, yo también. Debería poner una lavadora. Estoy bastante segura de que
estos son los únicos vaqueros limpios que tengo —dijo señalándose las piernas.
—Bueno, mañana quedamos. Aunque Sikes no tenga nada nuevo, podemos
repasar lo que sabemos —Tori se encogió de hombros—. A lo mejor luego
podemos ir al barco si el tiempo aguanta.
—Sí, vale, estaría bien —asintió Casey cerrando el maletero. Alzó la vista
hacia el cielo, ya oscuro—. Se ven las estrellas. A lo mejor mañana hace sol.
Tori siguió su mirada hacia el firmamento, pero ya no pensaba en pescar.
Llevaba dos días sin hablar con Sam; no habían hecho más que intercambiarse
mensajes en el buzón de voz. Suspiró y miró a Casey.
—Sí, a lo mejor hace sol.
Capítulo 28

Casey cogió el café por la ventanilla del coche.


—Gracias. Ah, y extra de kétchup con las croquetas de patata esta vez.
Abrió los sobres de azúcar y vació dos en el humeante café antes de dar un
sorbo. Tras hacer una mueca, le echó un tercero.
—Aquí tienes, cielo.
—Gracias, Dora —dijo Casey, y cogió la bolsa—. El café está un poco fuerte
esta mañana, ¿no?
—Eso es porque ya es media mañana y lleva hecho una hora.
—Apenas son las diez. Y es domingo.
—¿Entonces no tendrías que estar en la iglesia?
Casey sonrió.
—¿Maltratas así a todos tus clientes?
—Solo a los habituales. Hasta la semana que viene —zanjó, y le cerró la
ventanilla a Casey en las narices.
Casey sacó uno de sus cargados burritos de desayuno mientras conducía.
Aunque a veces se preguntaba por qué no desayunaba en otra parte los
domingos, un solo bocado a la deliciosa tortilla rellena de huevos revueltos y
salchichas le recordó la razón.
—Dios, qué bueno está —farfulló.
Le dio un mordisco a la enorme croqueta de patata casi sin tragar el burrito.
Haciendo malabares con el burrito, el café y el móvil, condujo mientras buscaba
el número de Marissa. Le extrañó que saltara directamente el contestador. Se
encogió de hombros.
—Pues nada, iré para allá.

***

—Compra algo para desayunar de camino.


—¿Para desayunar? Venga, Sikes, ¿qué te apetece? ¿Una magdalena?
—No quiero ninguna magdalena, Hunter. Pasa por el puesto ese de tacos que
le gusta tanto a Sam.
Tori sonrió. Vale, de acuerdo, eso podía hacerlo. Porque por fin había podido
hablar con Sam la noche anterior aunque hubieran sido solo unos minutos. Sam
la echaba de menos. Sam la echaba mucho de menos. Seguramente Sam también
echaba de menos ir a buscar tacos por las mañanas.
—Vale, Sikes. Dos con todo, ¿no?
—Sí. Y asegúrate de que esta vez te pongan extra de aguacate.
—¿Algo más, princesa?
—Aparte de café, no.
Tori colgó antes de que a Sikes se le ocurriera algo más, pero no podía evita
sonreír. Se había metido en la cama a la triste hora de las nueve de la noche solo
para que la voz de Sam la despertara a media noche. En California eran las diez
y Sam acababa de terminar una sesión de entrenamiento de dos días en el
desierto.
—No sé de qué me va a servir en Dallas, pero ha sido entretenido —le
explicó—. Éramos cuatro equipos. Era un poco como juegos de guerra, supongo.
—¿Entonces te lo estás pasando bien? —le preguntó Tori.
—Aparte de echarte de menos como una loca, sí —Sam bajó la voz—. De
verdad que te echo de menos, Tori. Dios mío, te echo muchísimo de menos.
Tori cerró los ojos y dejó que las palabras de Sam penetraran en su corazón.
—Yo también echo de menos tenerte aquí, Sam. Echo de menos nuestra vida.
—No tenía ni idea de que sería tan difícil. No sabía que podía echar de menos
tanto a nadie —Sam hizo una pausa antes de continuar—. ¿Sabes qué es lo que
más echo de menos, Tori?
—¿El qué?
—Mirarte a los ojos.
A Tori se le cortó la respiración y tragó saliva. Al final carraspeó.
—Te quiero, Sam. Por favor, no lo olvides. Te quiero.
Sonrió al recordar cómo Sam había inspirado de golpe y le había devuelto
aquellas palabras en un susurro. No, ella tampoco sabía que podía echarse tanto
de menos a nadie. Entró en el auto-restaurante con una sonrisa en la cara y hasta
pensó en llevarle a Sikes un pastelito mexicano como capricho. Puesto que
Ramírez se había marchado, echaban de menos el suministro casi diario de su
madre.

***

Casey sonrió a la recepcionista del hotel, que era la misma que recordaba del
viernes anterior, y esperó a que la pareja que tenía delante acabara de registrarse.
—¿Usted es la inspectora, verdad?
Asintió, con la esperanza de llegar a tiempo de encontrar a Marissa.
—O’Connor. ¿Está en su habitación?
—No, lo siento, ya ha hecho el check out.
A Casey se le cayó el alma a los pies y miró la hora.
—Supongo que habrá cambiado el vuelo. Creía que se marchaba más tarde.
—Ah, no, creo que el vuelo es el mismo. Dijo que tenía unos asuntos de
última hora que atender en la iglesia.
—Bueno, genial. A lo mejor la pillo allí —le dio una palmada al mostrador al
marcharse—. Muchas gracias.

***

Sikes rompió la bolsa de papel que le tendió Tori y se lanzó sobre el pastelito
antes de comerse los burritos. Le dio un buen bocado y cerró los ojos.
—Dios, qué bueno —sonrió—. No tan buenos como los de Mamá Ramírez,
claro está. Gracias, Hunter.
—De nada.
Le dio también el café y se sentó en su mesa para dar cuenta de su desayuno.
No tardó nada en desenvolver su burrito e hincarle el diente.
—¿Tienes el informe de Mac? —preguntó.
—Sí —Sikes se limpió los labios y dio un sorbo de café—. No hay mucho, el
sitio estaba limpio. Pero Spencer encontró un rastro en el antebrazo de Hagen.
No ha podido sacar una huella, pero puede que sea una transferencia del asesino.
Están analizándolo, aunque creo que es algún tipo de loción.
Tori dio otro bocado con el ceño fruncido.
—¿Loción?
—Eso creo. ¿Vosotras qué habéis averiguado?
Tori dejó el burrito en la mesa y le robó una servilleta a Sikes.
—El padre Tim dice que tanto Hidalgo como Alice Hagen sabían lo de su
aventura. También dice que los dos le eran leales al padre Michael y que no se lo
habrían contado a Bernard. Pero el monseñor se enteró y básicamente sacó de
aquí al padre Tim sin previo aviso. No pudo ni hablar con el padre Michael.
Cuatro días después, el padre Michael estaba muerto.
—¿Así que crees que el monseñor está relacionado?
Tori volvió a coger el burrito y lo pensó un instante antes de morderlo.
—Está relacionado de alguna manera, sí. Si no se lo dijeron ni Alice Hagen ni
Juan Hidalgo, ¿cómo se enteró de la aventura? Y, cuando se enteró, ¿por qué
exilió al padre Tim como si fuera un criminal, pero no al padre Michael? ¿Por
qué no se enfrentó con ellos sobre el tema?
—Claro que estás asumiendo que Hagen e Hidalgo no hablaron.
—Sí, pero ninguno de los dos se llevaban bien con el monseñor, así que ¿por
qué iban a ir a largarle lo de la aventura?
—¿Pero no creerás que los mató él, verdad?
Tori negó con la cabeza.
—No. Y no lo digo solo porque sea cura. Es un hombre grande y con
sobrepeso que parece un ataque al corazón con patas. No lo veo cometiendo un
asesinato. Sobre todo el de Juan Hidalgo.
—¿Por qué?
—Tercer piso, sin ascensor.
—¿Y?
—Que no me imagino a un hombre de ese tamaño subiendo tres pisos de
escaleras y luego teniendo fuerzas para matar a nadie.
Sikes se encogió de hombros.
—Yo no lo vi tan falto de aliento.
Tori frunció el ceño.
—¿De qué hablas? ¿Cuándo?
—Cuando Ramírez y yo estábamos tomando declaraciones después de que os
marcharais.
Tori abrió unos ojos como platos.
—¿Él estaba allí?
—Sí, vino a consolar a la familia. Y no parecía cansado en absoluto.
Tori se levantó y empezó a caminar de un lado para otro.
—Se queda sin aliento solo con caminar. La primera vez que le vimos en la
rectoría estaba sin aire. Incluso el día que hablamos con él en su despacho solo
de hablar se quedaba sin aire —aquello no tenía ningún sentido—. No es posible
que suba tres pisos de escaleras.
—Bueno, pues lo hizo.
Tori se dio la vuelta.
—Espera un momento. ¿No dijisteis Ramírez y tú que Juan era el encargado
de mantenimiento de su edificio de apartamentos?
—Sí, ¿y?
—Que es razonable que tuviera una llave maestra de todos los apartamentos
—reflexionó Tori que siguió paseando mientras Sikes se acababa el segundo
burrito—. ¿Dónde está el informe de Spencer sobre Alice Hagen?
—Me ha enviado el informe completo por correo electrónico —le contestó
sacando el correo en la pantalla—. Dudo que haya actualizado ya el archivo.
—Búscame la parte de los restos de loción.
Capítulo 29

Casey entró en las oficinas de la parte trasera de la iglesia sorprendida de


encontrarse la puerta abierta. Todavía le extrañó más que la silla de la
recepcionista estuviera vacía. Se paró y aguzó el oído, pero no oyó ningún
sonido. Miró el reloj preguntándose a qué hora acabaría la misa; eran casi las
once, pero no quería esperar, así que atravesó el pasillo observando las puertas
cerradas a ver si se acordaba de cuál era el despacho temporal de Marissa.
Lo encontró con facilidad: era el único que estaba abierto.
Se quedó en el umbral, estudiando el interior. Parecía que no habían tocado
nada, pero el bolso y el portátil de Marissa estaban sobre la mesa sin abrir. Casey
echó un vistazo al pasillo y, vencida por la curiosidad, entró. Apoyó la mano en
el portátil. Estaba frío, así que no había signos de que lo hubieran encendido
recientemente. El móvil de Marissa estaba al lado de su bolso. Casey lo cogió y
lo abrió: estaba apagado.
«Así claro que salta el buzón de voz.»
Lo dejó en la mesa otra vez y paseó lentamente por el despacho sin saber qué
hacer. Era obvio que Marissa seguía por allí, en alguna parte, y Casey quería
verla antes de que se marchara. Así que fue a buscarla. Ruidosamente.
—¿Marissa? —la llamó mirando a un lado y a otro del pasillo— ¿Marissa?
¿Estás aquí?
Silencio. Casey ladeó la cabeza.
—¿Hay alguien aquí? —llamó de nuevo— ¿Hola?
El silencio era escalofriante. Fue hasta el final del pasillo intentando abrir
todas las puertas a su paso. Estaban todas cerradas. Al fondo había dos puertas
dobles que daban paso a un pequeño anfiteatro, pero también estaba vacío y a
oscuras. Se dio media vuelta y desanduvo el pasillo hasta la recepción para
entrar en el pasillo que recorría el ala opuesta del edificio. En el segundo pasillo,
las puertas eran imponentes, de madera grabada, elegantes. Prestigiosas. Supuso
que eran las oficinas del obispo Lewis. Puede que monseñor Bernard también
tuviera su despacho allí. Volvió a intentar abrir todas las puertas, pero también
estaban cerradas.
—¿Hola? ¿Hay alguien? —llamó—. ¿Marissa?
De nuevo, solo la respondió el silencio. Aquella calma extraña. Antinatural.
—Qué mal rollo —murmuró.
***

Tori leyó el informe de Spencer por encima del hombro de John intentando
comprender la jerga médica.
—Aquí —le señaló John.
—Vale, huella parcial, demasiado emborronada para verla con detalle —
siguió leyendo—. Extracto de lavanda, cera emulsionante vegetal, aceite de
almendra, aloe vera, glicerina vegetal, algas marinas —dijo—. ¿Qué diablos?
—Crema.
—¿Aceite de germen de trigo? ¿Dióxido de titanio? ¿Cómo nos va a ayudar
esto?
—Le he pedido a Mac que alguien de su equipo lo analice. A lo mejor
conseguimos la marca o algo.
—Sube otra vez. La causa de la muerte es casi idéntica a la de Hidalgo. ¿Lo
han confirmado?
—Sin pruebas físicas, ¿cómo van a poder?
Tori empezó a pasear otra vez detrás de Sikes pensando a toda velocidad.
—Me cuesta mucho creer que monseñor Bernard haya matado a toda esta
gente, pero me acuerdo de verlo echándose crema de manos —se encogió de
hombros—. Claro que eso no significa nada, ¿verdad? Mucha gente lo hace.
John se apoyó en el respaldo de la silla y cruzó las manos detrás de la cabeza.
—Una mancha de crema no será de mucha ayuda. Y no tenemos pistas en
ningún caso. Explícame cómo pudo entrar alguien en las dos casas a plena luz
del día sin que nadie viera nada.
—A lo mejor solo es que nadie se fijó —dijo Tori—. ¿Y si fue alguien a quien
la gente ya estaba acostumbrada a ver? ¿Alguien que los visitara a menudo así
que nadie le dio importancia?
—No hay pruebas de que hayan forzado la puerta. Tuvo que ser alguien que
conocían.
—Como un cura —dijo ella en voz baja.

***

Casey volvió a desandar el pasillo silencioso y renunció a encontrar a Marissa.


Se dirigió a su despacho una vez más dispuesta a dejarle una nota, aunque se
sintió un poco cotilla al abrir el cajón de en medio para buscar papel y lápiz.
Garabateó una nota y le dejó su número de móvil a Marissa pidiéndole que la
llamara antes de marcharse de la ciudad. Le dejó la nota debajo del móvil, se
marchó y cerró la puerta con cuidado.
Lo oyó mientras volvía a la recepción. Un portazo, voces veladas y el
inconfundible grito súbito y agudo de una mujer.
Luego volvió el silencio.
Casey se volvió y levantó la vista hacia el techo, ya que el sonido venía del
piso de arriba, de eso estaba segura, aunque no pudiera determinar a ciencia
cierta si había sido en la segunda planta o no. Por lo que ella sabía, con el
edificio vacío, podría haber sido en la tercera. Pasó de largo el ascensor y abrió
la puerta de las escaleras, que estaban a oscuras, iluminadas únicamente por la
luz tenue de las bombillas del rellano.
Inspiró hondo y empezó a subir con la espalda contra la pared y los ojos hacia
arriba. Escudriñó la oscuridad del pasillo de la segunda planta a través del cristal
de la puerta, pero no vio ninguna señal de movimiento. Abrió la puerta con
cautela y aguzó el oído, pero no oyó nada. Recorrió lentamente el pasillo,
volviéndose a un lado y a otro, pero solo halló el mismo silencio escalofriante
del resto del edificio vacío. Estaba a punto de volver a llamar a Marissa en voz
alta cuando oyó movimiento arriba.
—Tercera planta —murmuró y regresó a las escaleras.
Subió los peldaños de dos en dos y se detuvo en el descansillo con la mano en
la puerta. Se llevó la otra al costado y palpó un instante su arma; el frío metal
contra la palma era reconfortante. Aunque no sabía qué esperar, no tenía
intención de irrumpir en el pasillo con el arma desenfundada, así que se cerró la
cazadora de cuero y abrió la puerta de la tercera planta.
Estaba todo demasiado oscuro y silencioso. Por suerte, la moqueta
amortiguaba cualquier sonido que pudieran hacer sus pasos. Había un puñado de
puertas a ambos lados y se acercó a la primera para escuchar. Suspiró al no oír
nada y se desplazó a la siguiente. Ya casi estaba al final del pasillo cuando oyó
una voz queda, de hombre.
Casey levantó la mano para llamar a la puerta pero se detuvo y se lo pensó
mejor. Agarró el pomo en su lugar y lo giró poco a poco.
No se movió.
—Claro que no —musitó. Respiró hondo, levantó la mano otra vez y llamó
ruidosamente.
La voz del hombre tardó solo un segundo en dejarse oír de nuevo.
—¿Quién es?
—Busco a Marissa Goddard —anunció tras la puerta cerrada. Inclinó la
cabeza esperando respuesta—. Soy una amiga suya.
Oyó pasos que se acercaban y, por costumbre, se llevó la mano al costado y
rozó el arma, pero no tuvo tiempo de reaccionar cuando la puerta se abrió de
golpe y la encañonaron a la cara.
—Guau, espere... —exclamó dando un paso atrás.
—No se mueva.
Se quedó quieta y miró tras el enorme hombre que sostenía el arma para ver a
Marissa en una silla, atada con una cuerda por la cintura. Miró al hombre a la
cara, roja e hinchada. Tenía la frente perlada de sudor y le costaba respirar.
Recordó la descripción de Hunter y concluyó que tenía que tratarse de monseñor
Bernard.
—Entiendo que es policía —aventuró y le acercó aún más el cañón de la
pistola que casi le tocaba la frente—. No hace falta que le recuerde que sé cómo
usar esta pistola.
«Ay, Dios. Esto no pinta bien», pensó Casey que pestañeó varias veces para
intentar enfocar la pistola que tenía rozándole el puente de la nariz.
—Soy la inspectora O’Connor. Tenía una cita con Marissa —dijo con calma.
—Bueno, como puede ver, ahora mismo está un poco liada.
Casey sonrió.
—Ya lo veo. Supongo que entonces lo mejor es que los deje solos y ya
quedaré con ella luego.
—Lo siento, pero ya no tengo sentido del humor, inspectora. Entre —dio un
paso atrás—. Con las manos arriba, por favor.
Casey obedeció sin perder detalle de sus movimientos en busca de una
oportunidad para actuar. Abrió unos ojos como platos cuando el prelado se
plantó al lado de Marissa en un santiamén, pese a su orondo tamaño, y le apoyó
la pistola en la sien. La mirada de Marissa brillaba de puro terror y no la
apartaba de Casey.
—Deje la pistola en la mesa que tiene al lado —le ordenó él.
Casey ladeó la cabeza.
—No me parece buena idea.
—Inspectora, no tengo intención de hacerles daño ni a ella ni a usted.
—Bueno, visto que tiene una pistola apuntándola a la cabeza, perdóneme si
me cuesta un poco creerle.
—Lo diré de otra manera, inspectora. No tengo intención de hacerles daño,
pero eso no significa que no lo haga si no deja la pistola en la mesa —le dijo
alzando la voz.
Casey notó que la vena de la cabeza le latía a toda velocidad y que la cara aún
se le ponía más roja. Miró a los ojos a Marissa, que estaba aterrorizada. Iba en
contra del protocolo dejar la pistola, pero también sabía que, si Bernard iba en
serio, no sería lo bastante rápida para detenerlo.
—De acuerdo —le dijo—. De acuerdo.
Se llevó la mano al arma lentamente y la sacó de la pistolera de cuero que
llevaba.
—Tranquilidad...
No sabía si se lo decía a él o a sí misma.
—Déjela en la mesa. Y, por favor, apague su móvil. Déjelo en la mesa con la
pistola y apártese.
Hizo lo que le pidió y se alejó de la mesa mientras él se colocaba detrás de
Marissa sin dejar de apuntarla.
—Buen trabajo, O’Connor —le dijo Marissa con la voz temblorosa por el
miedo—. Quizá tendría que haberme acostado con Hunter. Dudo que ella
hubiera soltado la pistola tan fácilmente.
Casey soltó una carcajada nerviosa.
—No. Y tampoco se habría acostado contigo.
—¿Tiene esposas? —le preguntó monseñor Bernard.
—Ay, Dios, no me irá a poner las esposas, ¿verdad? Es humillante que sean
mis propias esposas.
Capítulo 30

—Venga ya, Hunter, creo que exageras —dijo Sikes que se aferró al salpicadero
cuando Tori giró en una esquina con una mano en el volante y otra en el teléfono
—. ¿Qué quieres, matarnos? —bufó.
—Quiero llegar a la maldita iglesia.
—No podemos presentarnos así de repente. No tenemos ninguna orden —le
recordó él por tercera vez.
—Casey no contesta al teléfono. Marissa no contesta al teléfono. Pasa algo.
—¿Se te ha ocurrido que puedan estar juntas y hayan apagado los teléfonos?
—Entonces a lo mejor la mato yo con mis propias manos.
Le sonó el móvil y lo cogió con torpeza mientras conducía al tiempo que le
lanzaba una mirada a Sikes.
—Ya era hora —murmuró quitando el pie del acelerador—. Más te vale tener
una buena excusa para no contestar al teléfono, O’Connor.
—Hola a ti también, Hunter.
Era Mac.
Tori se llevó el móvil al pecho un segundo con la mandíbula apretada antes de
llevárselo al oído.
—Perdona, Mac. Creía que sería O’Connor.
—Eso me ha quedado claro. Pero Sikes me dijo que te diera un toque sobre lo
de la crema. Aunque no te lo creas hemos identificado la marca. Es crema de
manos orgánica de lavanda. La marca es Peaceful Herbs Farm. Lleva lavanda
francesa y camomila romana. Es alucinante lo que podemos averiguar con los
nuevos análisis, Hunter, hemos podido identificar y rastrear los componentes a
partir de una mancha. Imagínate lo mucho que puede servir para...
—Sí, sí, Mac, me lo imagino —le interrumpió—. Tenemos un poco de prisa,
¿sabes? ¿Hay algo más? Estamos a punto de irrumpir en la iglesia sin una orden.
—Asumo que Malone no sabe nada.
Tori sonrió de oreja a oreja.
—No, y Sikes ya se ha meado encima —dio un salto cuando John le dio un
puñetazo juguetón—. Gracias por la información, Mac. Estaremos en contacto
—le dejó con la palabra en la boca y colgó el teléfono—. Vuelve a llamar a
O’Connor, Sikes. Esta vez voy a intentar mantener las dos manos en el volante.
—No sé por qué coño te hago caso. Se nos va a caer el pelo por entrar sin una
orden —abrió su teléfono—. Echo de menos a Ramírez. Él nunca me hacía estas
putadas.
—No seas llorica.
—Lo digo en serio, Hunter. Cuando Malone pida nuestras cabezas le vas a dar
la tuya, no la mía —miró el teléfono y suspiró—. ¿Cuál es su número?

***

—Ponga otra silla junto a la señora Goddard, por favor. Siéntese, meta los brazos
entre las barras y espósese las manos a la espalda.
Casey obedeció. Aunque se le pasó por la cabeza dejar una de las esposas sin
cerrar, se lo pensó mejor cuando el prelado se puso detrás de ellas para ver lo
que hacía.
—Ya está, cerradas —anunció y le enseñó los brazos por el costado.
—Ha hecho usted una buena elección, inspectora O’Connor —dijo él, que se
acercó a la mesa donde Casey había dejado la pistola y dejó la suya al lado—.
Como he dicho, no tengo intención de hacerles daño. Sencillamente ya no puedo
vivir con lo que he hecho —destapó un caja grande que había encima del sofá de
piel—. Tengo que confesarme. Quería que la señora Goddard fuera mi testigo,
pero parece que usted también lo será, inspectora.
—Entonces, ¿para qué necesita la pistola? ¿Por qué estamos atadas?
—He matado a dos personas. Pero no estoy listo para que llegue la policía.
Casey miró a Marissa, enarcando las cejas. Ella se encogió de hombros
discretamente.
—No tengo ni idea —le susurró.
Observaron en silencio cómo sacaba una túnica larga de lino blanco de la caja
y se la ponía, con algo de esfuerzo para que le ajustara en el abultado vientre.
Después se apoyó unos segundos en la mesa respirando trabajosamente antes de
erguirse de nuevo y sacar una estola púrpura muy hermosa de la caja y echársela
por los hombros. Finalmente, se colocó un crucifijo de madera al cuello, que le
saltó sobre el estómago cuando se volvió hacia ellas. Con las palmas vueltas
hacia el cielo, echó la cabeza hacia atrás y miró al techo.
—Bendíceme, Padre, porque he pecado. Y he vuelto a pecar —bajó la cabeza
y la cruz de madera se movió con su respiración—. Maté a Juan Hidalgo y maté
a Alice Hagen —dijo en voz baja—. No fui lo bastante fuerte para negarme.
Anonadada, Casey le observó con el ceño fruncido.
—Disculpe, ¿pero va a dejarnos hacer las preguntas o qué?
Bernard alzó la cabeza y miró a Casey a los ojos.
—¿Usted no es católica, verdad? No está familiarizada con el proceso de
confesarse.
—No mucho, no.
—Pero sí la criaron como católica, ¿verdad?
Casey asintió.
—Mis padres se divorciaron cuando era pequeña. Fue bastante desagradable.
Mi madre no volvió a pisar una iglesia después de aquello. Y luego, bueno, pues
crecí.
—¿Quiere confesarse, inspectora? Puedo escucharla.
—Ay, no, ni de broma. Por lo que a mí respecta, todo eso es una mierda.
Él frunció los labios y sacudió la cabeza en gesto de desaprobación. Les dio la
espalda y fue a mirar por la ventana. En ese momento, Marissa le dio una patada
en el tobillo.
—Intenta que no nos mate, anda —siseó.
—Ha dicho que no iba a hacernos daño.
—¿Y tú le crees?
—Visto que estamos aquí atadas y mi pistola está allí, sí, quiero creerle.
Marissa puso los ojos en blanco.
—Eres idiota —susurró.
—Puede, pero de verdad que no creo que quiera matarnos. Creo que quiere
confesarse realmente.
—¡Estamos atadas, joder! —siseó—. ¿Es que no ves la televisión? ¡Eso es lo
que pasa antes de que nos maten!
Las dos levantaron la vista cuando volvió monseñor Bernard cargado con una
silla. La dejó a su lado y le contemplaron en silencio al tomar asiento con la
respiración entrecortada.
—No planeo matarlas, señora Goddard, pero tiene razón, inspectora. Debería
poder hacerme usted las preguntas. No hay otra manera de entender lo que pasó
—se levantó la manga de la sotana de lino y se secó el sudor de la frente—. Si lo
prefiere, imaginaremos que estamos en un juicio.
Casey miró a Marissa de reojo.
—¿Alguna pregunta?
Marissa negó con la cabeza.
—Tú misma, O’Connor.
—Muy bien.
Casey miró a Bernard a los ojos y se dio cuenta de lo triste y desesperado que
estaba. No, no tenía intención de matarlas porque ya estaba derrotado. Casey
creía sinceramente que lo único que quería hacer era limpiar su conciencia.
—«Por qué» es una pregunta demasiado amplia —empezó—. Comencemos
por el padre Michael: usted no le mató. —No.
—Pero hizo que Juan lo hiciera, ¿verdad?
Asintió.
—Sí, coaccioné a Juan para que lo hiciera, sí. Le dije que había encontrado
cocaína en su furgoneta. Le dije que llamaría a la policía, a no ser, claro, que
llevara a cabo la voluntad de Dios. Le dije que el padre Michael había pecado y
que debía ser castigado.
—¿Porque tenía una aventura con el padre Tim?
—Sí —sonrió—. Me sorprende que haya descubierto esa información,
inspectora. Creía que lo habíamos enterrado bien.
Casey se encogió de hombros.
—Bueno, soy policía. Hay cosas que no pueden enterrarse —carraspeó—.
Pero ¿por qué matar al padre Michael y no al padre Tim?
Bernard frunció el ceño.
—¿Por qué querría matar al padre Tim?
—Porque tenían una aventura. Es decir, si quería muerto al padre Michael,
¿por qué no a los dos?
Bernard meneó la cabeza.
—No lo entiende, inspectora, la aventura era una excusa, eso es todo. Ni
siquiera sabía lo de la aventura hasta que me lo dijo.
Fue el turno de fruncir el ceño de Casey.
—¿Se lo dijo quién?
—Gerald. Gerald Stevens.
—El alcalde Stevens.
—Sí. Seguramente no lo sabe, pero eran hermanos.
Casey asintió.
—Sí, eso lo sabíamos —dejó escapar un profundo suspiro—. ¿Así que
Stevens le contó lo de la aventura? ¿No fueron Juan ni Alice?
—No, Juan apenas me dirigía la palabra. Hace unos años tuvimos cierto
conflicto. Y Alice... Bueno, Michael era la niña de sus ojos.
—¿Pero entonces por qué quería matarlo?
—No quería, inspectora.
—No lo entiendo.
—Stevens quería matarlo.
—¿A su propio hermano? ¿Por tener una aventura lo quería muerto? Dios
mío.
—¿De qué está hablando? No tenía nada que ver con la aventura.
—¿No le mataron por tener una relación con el padre Tim?
Monseñor Bernard negó con la cabeza.
—No, ¿por qué cree eso?
Casey cerró los ojos y agachó la cabeza.
—Estamos hablando en círculos —alzó la mirada—. Monseñor, ¿por qué no
nos cuenta lo que pasó? Desde el principio.

***

—¿Qué diablos hace aquí toda esta gente?


—Es domingo al medio día, Hunter.
—¿Y?
—Hay gente que va a misa.
—Maldita sea, va a ser un poco complicado entrar sin que nos vea nadie —
comentó mientras observaba a la congregación entrando en el templo con sus
trajes y vestidos de domingo.
—Entonces a lo mejor deberíamos volver y conseguir una orden.
—Jesús, Sikes, supera ya lo de la orden. Ningún juez nos la daría.
—A eso voy, Hunter.
—Solo quiero hablar con él, eso es todo. Seguramente está ya en la iglesia,
así que vamos a esperar a que salga y le seguiremos. Nada más. Solo
hablaremos. No necesitamos una orden para hablar.

***

—El alcalde Stevens vino a verme un día. Me dijo que sabía que el padre Tim y
su hermano eran amantes y que quería acabar con ello. Me pidió que trasladara
al padre Tim —Bernard se levantó y fue lentamente hacia la ventana—. Sabía
que el alcalde y el obispo Lewis eran amigos. Sabía que si se lo pedía al obispo
Lewis le diría que sí. Así que accedí —se volvió hacia ellas—. De hecho, accedí
de buena gana. Estaban rompiendo todas las normas de conducta, eso por no
mencionar sus votos. Si se corría la voz sería una catástrofe para la iglesia. Otro
escándalo que habría que capear.
—¿Entonces no se lo dijo al obispo Lewis?
—Sí, por supuesto. Trasladé al padre Tim, pero el obispo Lewis tenía que
aprobarlo. Cuando le expliqué lo que sabía, estuvo encantado de hacerlo.
—¿Y así terminó la aventura?
—Sí, Michael se disgustó mucho, claro. De hecho vino a verme aquella
noche. Sabía que su hermano estaba detrás de todo. Me dijo muchas cosas sobre
Steven que daban miedo. Cosas que luego descubrí que eran ciertas.
—¿Como qué?
—Cuando eran pequeños, sus padres se divorciaron. Su madre era drogadicta,
según se ve, pero Gerald empezó a meterse en líos y a ir con malas compañías.
—Eso le pasa a mucha gente cuando sus padres se divorcian.
—Pero seguramente no son líos tan serios como estos, inspectora.
Desapareció un niño que vivía en la casa de al lado y nunca le encontraron. El
padre Michael me dijo que Gerald le mató. En aquella época Gerald tenía quince
años, creo.
—¿Vuestro alcalde Stevens mató a alguien? —se sorprendió Marissa en voz
baja— ¿De eso va todo esto?
—Mató al chico, sí. Y Michael le ayudó a enterrar el cadáver. A día de hoy
siguen sin haberlo encontrado.
—¿Dónde? —preguntó Casey.
—Eso no me lo dijo, inspectora.
—Vale, ¿y fue un accidente o un asesinato?
—Le cortaron el cuello con un cuchillo.
—Jesús —musitó Marissa—. Por eso estoy aquí, ¿verdad? —Sí.
—Vale, esperad un segundo —intervino Casey frustrada—. ¿De qué
demonios estáis hablando?
—La tapadera era una tapadera, O’Connor.
—¿Eh?
—Yo estaba aquí para hacer ver que protegía a la iglesia de un escándalo
sexual: para ocultar la aventura del padre Michael y desviar la atención.
Casey sacudió la cabeza.
—No me confundas, que ya estoy bastante perdida —flexionó los brazos—.Y
las malditas esposas no ayudan nada.
—Lo siento, inspectora, imagino que pronto estará libre.
Casey respiró hondo.
—De acuerdo, ¿por qué asesinaron al padre Michael?
—Amenazó con denunciar el asesinato a la policía.
—¿Por qué? ¿Por qué ahora después de tanto tiempo?
—Porque Gerald era popular e iba a presentarse al Senado. Y porque a Gerald
le apoyaba gente sin escrúpulos.
—¿Eso es todo?
—¿Tiene idea de lo poderoso que es un senador, inspectora?
—Está claro que no.
—Michael no quería que tuviera tanto poder en sus manos.
—Supongo que no entiendo qué papel juega usted en todo esto.
El monseñor paseó pesadamente por la habitación con la respiración
entrecortada. Casey le observó preguntándose si se lo contaría o no.
—Amenazó con denunciarme —dijo este al fin dándoles la espalda.
Casey lanzó una mirada interrogativa a Marissa, pero esta negó con la cabeza.
Casey aguardó a que Bernard siguiera hablando, pero estaba inmóvil, con la
cabeza gacha. Como no podía soportar el silencio, tomó la palabra.
—¿Denunciarle por qué, monseñor?
Él volvió la cabeza hacia ellas y luego desvió la mirada.
—Por supuesto, denunciarme a mí habría significado denunciar al obispo
Lewis y no podía permitirlo. Le debo demasiado —rio con amargura—. Claro
que él lo sabía. Sabía que nunca permitiría que arrastraran el nombre del obispo
Lewis por el fango. Le debo mi carrera, incluso mi vida.
Casey tragó saliva nerviosa.
—¿Denunciarle por qué? —volvió a preguntar.
El prelado hundió los hombros y la cabeza se le cayó sobre el pecho.
—Hace años... me gustaban... los jovencitos —confesó en un susurro—. Sí,
era un pecador —dijo alzando la voz—. Un pecador.
Por fin se volvió y se encaró con ellas.
—Lo hice —afirmó asistiendo deprisa—. Lo hice, sí. Los tomaba en la
rectoría, los tomaba detrás del altar y en la sala de coro —alzó las manos y echó
la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados—. Y lo disfrutaba. Sí, así es.
Durante un segundo reinó el silencio en la habitación hasta que, de repente,
dejó caer las manos a los costados.
—Pero alguien habló. Alguien no pudo mantener la boca cerrada —meneó la
cabeza—. Alguien se lo dijo al obispo Lewis.
Volvió a la ventana y manoseó el mecanismo para abrirla hasta que logró
subirla unos centímetros. El aire frío entró por la abertura al tiempo que él
apoyaba la frente contra el marco.
—En aquella época estábamos en Kansas City. Iban a trasladar al obispo
Lewis aquí —se volvió a mirarlas—. Se me permitió acompañarle. Pasé tres
años en terapia y no he vuelto a tocar a ningún niño —aseguró con voz trémula
—. Creía que había terminado, que ya lo había dejado atrás.
—¿Cómo lo averiguó el alcalde Stevens? —quiso saber Marissa.
—No lo sé, pero lo sabía. Lo sabía todo. Sabía que el obispo Lewis me había
cubierto y que yo había huido de Kansas City para venir aquí. Lo sabía todo.
—¿Y le amenazó? —preguntó Casey.
—Dijo que nos denunciaría a los dos, sí —contestó y se puso a pasear
lentamente delante de ellas—. Habría destruido al obispo Lewis. Habrían
escarbado, habrían mirado con lupa todo lo que había hecho, todo detalle que
hubiera ocultado alguna vez y lo habrían descubierto. A no ser... A no ser que yo
me ocupara de Michael —cerró los ojos—.
Y Juan, bueno, era la opción más evidente porque yo no habría podido
hacerlo por mí mismo —se apresuró a añadir—. Pero le vigilaba
alguien, tenía que ser eso, porque lo sabía todo —hizo una pausa—.
Sabía que Juan estaba empezando a hablar y que pronto se
desmoronaría. Vino a mí y me trajo una pistola —dijo y señaló la mesa
—. Dijo que tenía que ocuparme de Juan porque, si no lo hacía, Juan le
contaría a todo el mundo que yo le había ordenado matar al padre
Michael —juntó los puños—. Tuve que ocuparme de Juan. Y fue muy
fácil. Llamé a la puerta y me dejó entrar.
Y le disparé. Y entonces me marché. Así de simple.
—¿Cómo salió tan deprisa del edificio? —le preguntó Casey. La cabeza le iba
a toda velocidad mientras intentaba recordar los detalles del informe.
—No, entré en el apartamento de enfrente. Juan era el encargado de
mantenimiento así que tenía las llaves. Esperé a que llegara la policía y luego
salí y me mezclé con la muchedumbre. Fue demasiado fácil.
Casey asintió. Así claro que no había tenido que subir y bajar tres pisos de
escaleras a todo correr.
—¿Pero el ama de llaves? —preguntó Marissa—. ¿Ella por qué?
—Pobre Alice. Estaba a punto de hablar. Sabía demasiado.
—¿Sabía el qué? —inquirió Casey—. ¿Lo del padre Tim?
—Sí, lo sabía, claro que lo sabía. Pero nunca pensó en decírmelo, ¿verdad que
no? —volvió a pasear. Los hombros se le sacudían con la respiración—. Pero
conocía a Juan y sabía que Juan era la mejor persona del mundo, puede que solo
por detrás de Michael. Sabía que Juan nunca habría matado a Michael —llevó la
vista a la ventana—. Me miró y supe que lo sabía. Lo vi en sus ojos. En el
funeral me miró y supe que lo sabía.
—¿Así que también la mató? —quiso saber Marissa.
Él giró la cabeza hacia ella con brusquedad.
—Yo no quería. Pero me dijo que tenía que hacerlo. Dijo que si sospechaba
acabaría hablando con la policía. Además la policía iba a verla casi cada día.
Intentaban que confesara. Era solo cuestión de tiempo.
Casey negó con la cabeza recordando su visita a Alice Hagen.
—No sabía nada. Lo único que intentábamos sonsacarle era el nombre del
amante. Nuestra investigación se centraba en ese enfoque. No en usted ni en el
alcalde.
En ese momento, Marissa dejó escapar una carcajada amarga.
—Todo esto es demasiado —dijo al fin—. Demasiado. No tenía
absolutamente nada que ver con la aventura que yo intentaba tapar —negó con la
cabeza—. Increíble. Tres personas han muerto y todo porque un tipo quiere ser
senador —quiso levantar los brazos pero la cuerda que la ataba por la cintura se
lo impidió—. Y usted lo permitió. ¡Por amor de Dios, usted es sacerdote, joder!
—gritó—. ¿Cómo pudo hacerlo?
Casey movió la pierna para darle una patada ligera en la espinilla.
—Tranquilízate —siseó.
—¡No pienso calmarme!

***

—Vale, ya se ha marchado casi toda la gente. ¿Dónde diablos está?


—A lo mejor está escuchando confesiones o algo.
—Espera. Esa. La conozco —dijo Tori al reconocer a la recepcionista.
Bajó del coche de un salto antes de que Sikes pudiera decir esta boca es mía y
echó a correr acera abajo para alcanzarla.
—¡Disculpe! ¡Espere un segundo!
Por fin la mujer se detuvo y se volvió hacia Tori.
—No sé si se acuerda de mí. Soy la inspectora Hunter.
—Sí, por supuesto, inspectora.
—Estoy buscando a monseñor Bernard. ¿Sigue en la iglesia?
—No. No ha estado en la misa de esta mañana —arrugó las cejas—. Es raro.
No recuerdo que haya faltado nunca.
Tori asintió y se frotó la nuca mientras trataba de decidir qué hacer.
—¿Podría llevarme a su despacho?
—Oh, la verdad es que no creo que esté en el despacho.
Tori sonrió.
—Por si acaso; es muy importante.
—De acuerdo, faltaría más. Supongo que no habrá ningún problema. Llevo la
llave encima.
Tori se volvió y le hizo un gesto a Sikes para que se uniera a ellas.
—Espere un segundo —le pidió, y esperó a que llegara él—. Este es John
Sikes, mi compañero.
—Oh, la última vez tenía una compañera —comentó y le tendió la mano a
John—. Encantada de conocerle, señor Sikes —saludó educadamente—. Soy
Susan Ames.
John le dedicó una sonrisa cálida.
—Inspector Sikes, para servirla a usted.
Tori puso los ojos en blanco y bufó un suspiro.
—¿Podemos irnos?
—Por supuesto —Susan sonrió a John—. Como le decía a la inspectora
Hunter, dudo mucho que monseñor Bernard esté en el despacho. Nunca se pierde
la misa. Puede que esté enfermo.
—Bueno, solo tenemos un par de preguntas, no le robaremos mucho tiempo.
—Oh, ¿todavía están investigando la muerte del padre Michael? ¿O se trata
de la señora Hagen? —chasqueó la lengua—. Qué desgracia más horrible, no
tenemos más que tragedias. Casi le entra a una miedo de estar sola en casa.
Nunca se sabe lo que puede pasar.
—Sí, ha sido horrible.
—Y su pobre marido. He oído que se quedó sin conocimiento por la
conmoción y casi le pierden también.
Tori se paró en las escaleras de las oficinas para esperar a que Susan Ames
rebuscara las llaves en el bolso.
—Aquí están —anunció al encontrarlas. Pero, cuando fue a meterlas en la
cerradura, la puerta se abrió—. Qué raro. Siempre está cerrada los domingos. A
lo mejor resulta que sí que está en su despacho.
Tori le dedicó a Sikes una mirada fugaz y abrió la puerta para pasar al
vestíbulo. Estaba a oscuras y reinaba el silencio, sin señales de vida alguna.
—Su despacho está al fondo del pasillo, ¿verdad? —preguntó Tori al tiempo
que se encaminaba en esa dirección.
—Sí, pero puede llamarle si lo desean —se ofreció Susan.
—No, gracias. Nos presentaremos sin más.
Susan los siguió apresuradamente.
—De verdad, no le gusta que la gente se presente sin anunciarse. Debería
llamarle antes.
No obstante, Tori ya estaba ante la puerta, aunque se encontraba cerrada con
llave. Alzó la mano y llamó con fuerza.
—¿Monseñor Bernard? ¿Está ahí?
Dentro no se oyó ningún ruido. Tori dio un paso atrás y señaló la puerta.
—Ábrala, señora Ames.
La aludida frunció los labios.
—Oh, no, no puedo hacer eso. Él no lo aprobaría.
Tori sacó la pistola y la sostuvo ante ella.
—Abra la maldita puerta.
Sikes miró a Tori con los ojos como platos. A los pocos segundos reaccionó y
se interpuso entre Tori y Susan dándole la espalda a su compañera.
—Por favor, Susan, podría estar dentro. Podría estar herido o algo así. Solo
queremos comprobarlo.
—Bueno, es que... no creo que esté dentro... pero, pero... —miró con
nerviosismo a Tori y al arma que sostenía—. Si me ordena que la abra...
—Le ordeno que la abra —afirmó Tori con voz calmada—. No pasa nada, no
se meterá en ningún lío.
—Sí, pero nosotros no podemos decir lo mismo —farfulló Sikes entre
dientes.
En cuanto giró el picaporte, Tori apartó a Susan y la hizo ponerse detrás de
ellos. Solo entonces abrió la puerta del todo. El despacho estaba a oscuras.
Encendió las luces y se encontró con que la habitación estaba vacía.
—¿Cierra los cajones con llave?
—Sí, así es.
Tori sacó la silla del escritorio.
—¿Tiene la llave?
—No... no puedo abrir su escritorio, no.
Tori la miró fijamente.
—¿Tiene la llave?
—Les... les he dejado entrar en el despacho. Eso ya es bastante malo,
inspectora. Si abro su escritorio perderé mi trabajo seguro.
Tori suspiró y hundió los hombros. Apuntó con el arma a la mesa y preguntó.
—¿Le parece mejor que lo abra a tiros?
—¡Oh, no! No, no, por favor —pidió, y avanzó un paso—. Es un escritorio
hecho en Roma. Es muy antiguo. Si le pasa algo se moriría.
Tori la fulminó con la mirada.
—Entonces, ábralo —exigió con voz queda.
Susan miró a Sikes, que sacudió la cabeza.
—No se puede razonar con ella cuando se pone así, Susan. Yo lo abriría si
fuera usted.
—Entonces quiero que conste que lo hago en contra de mi voluntad y a punta
de pistola —dijo.
Tori levantó una ceja.
—Nadie la está apuntando con ninguna pistola. Todavía —le advirtió—.
Ahora abra el escritorio.
Susan buscó la llave entre el manojo de su llavero.
—No sé qué espera encontrar ahí —les dijo—. Son solo sus efectos
personales.
—Se me está agotando la paciencia, señora Ames.
—Bien, aquí tiene la llave. Ábralo usted.
—Jesús —rezongó Tori.
Le arrebató la llave y la metió en la cerradura del cajón de en medio; la giró
hasta oír que se abría. Sin embargo, no abrió ese cajón sino el de la parte
superior, a la izquierda. Dentro había un tubo de crema color lavanda, que cogió
con las cejas levantadas, y se lo lanzó a Sikes.
—Guau. Crema de manos de lavanda orgánica marca Peaceful Herbs Farm.
Mira tú.
—Sí, qué cosas.
—Qué pena que no tengamos una orden —murmuró John.
—Es una marca especial —les dijo Susan—. Se la envían desde California.
Sikes volvió a meterla en el cajón.
—¿Y ahora qué?
Tori se volvió hacia Susan.
—¿Dónde está?
—Ya le he dicho que no lo sé. Como le decía, si está enfermo a lo mejor se ha
quedado en casa.
—¿Y su casa está en...?
—Vive en una de las residencias que hay pasada la rectoría.
—Muy bien, pues va a llevarnos hasta allá.
—Ah, yo debería irme —musitó Susan que se removió con inquietud—. Me
espera mi madre para comer. Es una tradición de los domingos.
Tori cerró el cajón con llave y le lanzó las llaves a Susan con una sonrisa.
—Me temo que va a tener que perderse la comida.
—Oh, no puedo. Nunca me he perdido la comida del domingo.
—Bueno, no querrá que la detengamos, ¿verdad?
Ella abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Detenerme? ¿Por qué?
—¿Qué le parece por obstruir una investigación policial? —cruzó una mirada
con Sikes—. ¿O por denegación de auxilio? Esa es buena.
—Pero yo...
—Venga, vámonos —zanjó Tori que apagó la luz de la habitación y cerró la
puerta—. Cierre con llave.
—¿Qué pasa con O’Connor? —preguntó Sikes.
—¿Vuelve a llamarla, vale? —pidió Tori y cogió a Susan del brazo—.
Marissa Goddard tiene un despacho aquí.
—Sí, está en el otro pasillo.
—Sí, ya lo sé. A lo mejor también necesitamos que nos lo abra —le dijo al
tiempo que obligaba a Susan a avanzar con ella cogiéndola firmemente del
brazo.
—Salta el buzón de voz —informó Sikes cerrando el teléfono.
—La mataré.
—Bueno, es domingo, por si no lo sabes. Tiene derecho a tomarse el día libre.
—Ya, pero tú y yo no lo estamos haciendo, ¿verdad?
—Pero técnicamente el caso en el que trabajaba ella está cerrado —añadió
Sikes.
—¿Ah, sí? Entonces he de suponer que técnicamente no me llevó de los pelos
a Texas Oeste en mitad de una ventisca por ese mismo caso cerrado?
—Tiene un punto de renegada, ¿verdad?
—¿Tú crees?
—No me extraña que te caiga bien.
Tori se detuvo ante la puerta de Marissa, pero no hubo necesidad de usar la
llave porque la puerta estaba abierta. Tori frunció el ceño al ver el portátil, el
bolso y el móvil encima de la mesa; entonces vio la nota que había bajo el
teléfono. Era de Casey. Se la enseñó a John.
—Ha estado aquí —dijo él, mientras se la devolvía.
Tori observó el escritorio sin saber qué pensar.
—¿Quién dejaría el teléfono y el bolso tirados así? O los llevas encima o los
metes en un cajón, ¿no?
Tocó el portátil, que estaba frío.
—Así que O’Connor viene a buscarla, se encuentra sus cosas así y le deja una
nota —Tori miró a Sikes—. No tiene ninguna lógica.
—¿El qué? ¿Que el bolso esté encima de la mesa o que O’Connor le haya
dejado una nota?
—Si O’Connor le ha dejado una nota para que llame, ¿por qué tiene el
teléfono desconectado?
—A lo mejor están juntas y por eso lo ha apagado —sugirió él.
Tori le sostuvo la mirada.
—Algo va mal.
Capítulo 31

Casey y Marissa se miraron un instante cuando monseñor Bernard cayó de


rodillas en medio de la habitación con los brazos extendidos en oración. Las
palabras que brotaban de sus labios eran demasiado bajas para que las
distinguieran.
—¿Alguna sugerencia? —murmuró Casey.
—La poli eres tú. Piensa en algo.
—Bueno, el principal problema, aparte de estar esposada, es que no tengo la
llave de las esposas.
—Faltaría más.
Casey observó la cuerda que retenía a Marissa prisionera.
—Una cosa sí te digo, sabe hacer nudos. Hay como cuatro o cinco.
—¿Y no tendrás un cuchillo o algo escondido? —susurró Marissa.
—¿Qué? ¿Qué te crees, que soy MacGyver?
Marissa frunció el ceño.
—¿Quién?
—Ya sabes, la serie de los ochenta. MacGyver.
Marissa la fulminó con la mirada.
—¿Quieres hablar de series? ¿Ahora? Por favor, dime que alguien sabe que
estás aquí. Por favor, dime que Hunter está en camino.
Casey sonrió ampliamente.
—Creía que Hunter no te caía bien.
Marissa agitó los brazos. Las cuerdas estaban dejándole marcas rojas en la
piel y al final se quedó quieta.
—¿De verdad me he acostado contigo?
—¿No te acuerdas? —Casey meneó las cejas—. Si no lo recuerdo mal, me
suplicaste que me quedara.
—No debía de estar en mi sano juicio.
—Sin duda —Casey señaló a Bernard—. ¿Cuánto rato tenemos que dejarle
hacer eso?
—Está rezando. Para limpiar su alma.
—¿Sí? Bueno, pues no tenemos tanto rato —carraspeó—. ¿Monseñor? —
esperó, pero él no se movió ni dejó de farfullar su rezo—. ¿Monseñor Bernard?
Bajó los brazos, pero siguió moviendo los labios en oración. Finalmente se
volvió hacia ellas con la mirada nublada y los ojos empañados en lágrimas.
—Disculpe, pero ¿no deberíamos hacer algo? —le preguntó Casey—. Quiero
decir, llamar a la policía, ir a por el alcalde, algo.
Bernard se puso en pie trabajosamente con el borde de la mesa como punto de
apoyo. Se alisó las mangas del hábito y fue a la ventana para abrirla del todo.
Tenía la frente empapada de sudor. Apoyado en el alféizar de la ventana,
contempló los terrenos de la iglesia con la mirada perdida.
—¿Ir a por el alcalde? —negó con la cabeza—. ¿Y hacer qué?
—Bueno, usted tendrá que testificar. Es verdad que será su palabra contra la
de él, ya que...
—¿Ya que todos los demás están muertos? —inspiró hondo y se volvió a
secar el sudor de la frente con la manga—. ¿No ha escuchado nada, inspectora?
No voy a traicionar al obispo Lewis. No voy a sacar a relucir mi pasado. Esto
acaba aquí.
—Pero sin su testimonio no habrá manera de que tengamos pruebas contra él.
—Aunque yo testificara, inspectora, el alcalde Stevens es intocable.
—Nadie es intocable.
Él sonrió con tristeza.
—Dígaselo, señora Goddard. Dígale cómo funcionan las cosas. Cuéntele
cómo van las tapaderas y las maniobras políticas. Cuéntele lo fácil que es
manipular a los medios y cómo el jefe de policía no es más que una marioneta
del alcalde Stevens —volvió a mirar por la ventana—. Dígale que es intocable.

***

Tori salió al aire libre. Hacía notablemente más frío que en el interior del
edificio. Tras echar una mirada en derredor, se dirigió a Susan Ames.
—¿Dónde vive?
—Vive... está al final de la calle, por aquí. Pero a lo mejor lo que tendríamos
que hacer es llamarle.
—A lo mejor lo que tendría que hacer es decirnos dónde vive y punto.
Tori se echó a andar arrastrando a Susan con ella.

***

Casey observó cómo Monseñor Bernard se quitaba el crucifijo lentamente y lo


dejaba sobre la tela púrpura, encima de la mesa.
—Manchados —murmuró.
A continuación se quitó la estola y la dobló meticulosamente antes de dejarla
junto al crucifijo. Se desabrochó el hábito blanco y forcejeó para sacárselo de las
mangas; luego lo arrugó sin más miramientos y lo dejó sobre la silla antes de
volverse hacia ellas.
—Está claro que no soy digno de llevar los hábitos de Cristo —miró al suelo
falto de aliento, y Casey llegó a sentir pena por él—. Que sepan que en mi
corazón y en mi alma lamento profundamente lo que he hecho —levantó la
cabeza—. Ahora ya se ha acabado. Está todo en manos de Dios.
Se dio la vuelta de repente y se abalanzó sobre la ventana a grandes zancadas.
El cristal se hizo añicos cuando impactó contra él y se tiró al vacío.
Pasaron unos segundos antes de que los primeros gritos desde el exterior se
colaran en la habitación.
—Joder —dijo Casey—. Maldita sea —intentó ponerse en pie, pero se cayó
otra vez en la silla—. Malditas esposas —murmuró—. ¿Estás bien?
Marisa tenía los ojos como platos y la mirada fija.
—No... no puedo creerlo. Es que no puedo creerlo.
—¡Lo que yo no me puedo creer es que estemos atadas a estas malditas sillas!
—chilló y se retorció contra las esposas. Miró a Marissa—. ¿Alguna idea?

***

Susan Ames soltó un chillido que resonó por todo el patio, cada vez más agudo.
—¿Qué cojones?
—Oh, Dios mío.
Tori echó a correr y se detuvo en seco junto al cuerpo de monseñor Bernard
empalado en los afilados barrotes de hierro de la valla que rodeaba la estatua de
la Virgen María. La prístina efigie de piedra estaba salpicada de sangre y le
resbalaba lentamente por el rostro.
—Joder... —murmuró.
Se oyeron más gritos cuando la gente empezó a arremolinarse en la escena;
Tori dio un paso atrás y levantó la vista hacia la ventana del tercer piso.
—Sikes, llama a comisaría —le dijo sin despegar los ojos de la ventana—.
Voy a subir.

***

—Vale, voy a darle la vuelta a la silla y a ponerme detrás de ti a ver si puedo


deshacer esos nudos.
—¿Por qué no tienes las llaves de tus esposas?
—Porque no.
—¿Nunca las habías usado antes, verdad?
Casey sonrió.
—Bueno, estando de servicio no.
Marissa echó la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados.
—Vuelve a decirme por qué me acosté contigo.
Casey botó sobre la silla para moverla y cerca estuvo de volcarse con ella.
—Porque no podías quitarme las manos de encima, por eso. ¿Cómo culparte?
Soy un buen partido.
Marissa no tuvo tiempo de replicar ya que en ese momento abrieron la puerta
de par en par y apareció Tori con la pistola en la mano.
—Ya era hora, Hunter. Estaba a punto de sacarme un milagro de la manga.
Tori se echó a reír y enfundó el arma.
—Te lo juro, O’Connor, estás dispuesta a lo que sea para quedarte a solas con
esta mujer.
—Sí, claro. Pero parece que ha perdido un poco los modales al estar atada.
—¿Es eso cierto, señora Goddard?
—Digamos que nunca habría creído que me alegraría de verte, Hunter.
—Hunter, no te vas a creer lo que acaba de pasar —le dijo Casey mientras
Tori se agachaba junto a la silla de Marissa—. Sí, desátala primero a ella, que se
está poniendo de mal humor —se centró en Tori—. Bueno, pues ha saltado por
esa ventana como si creyera que se iba a echar a volar o algo.
—Sí, bueno, créeme, no ha volado.
—¿Está... está muerto?
—Oh, sí. Está muerto —deshizo el último nudo y se volvió hacia Casey—.
¿Cómo diablos te has dejado esposar?
Casey miró la mesa.
—Bueno, mi pistola está allí.
—Ya veo. ¿Y cómo es eso?
—Me la quitó.
—¿Cómo?
—Bueno, es que estaba apuntándola a la cabeza —explicó señalando a
Marissa, que se frotaba las muñecas en silencio.
—Así que el día en que en la academia enseñaban que nunca hay que entregar
el arma te lo perdiste.
—¿Vas a echarme un sermón o a quitarme las esposas?
—¿Tienes la llave?
—No tiene la llave —intervino Marissa—. Supongo que la última vez que las
usó para jugar alguna mujer se quedó con ella.
—Dios mío, O’Connor, tienes que buscarte otros hobbies —comentó Tori y
sacó su llavero para buscar la llave de esposas que llevaba encima.
—Tenemos que hablar antes de que lleguen.
—¿Quiénes?
—Ellos... ellos —contestó Casey. Cuando Tori la soltó al fin, también se frotó
las muñecas—. Parece que llevemos horas atadas.
—¿Ellos quiénes, O’Connor?
—El alcalde, el jefe, quien sea. Ya sabes: ellos.
—¿De qué estás hablando?
—Ha implicado al alcalde en todo esto.
—¿De qué demonios estás hablando, O’Connor?
Casey cogió a Tori del brazo y se la llevó aparte, lejos de Marissa.
—Los asesinatos no han tenido nada que ver con la aventura del padre
Michael ni con querer taparla —señaló a Marissa—. Ella estaba aquí para que
todo el mundo pensara que iba de eso, pero lo que preocupaba a Stevens en
realidad era cubrir su propio pasado.
—La verdad es que no sé por qué hablas en susurros, O’Connor —opinó
Marissa al acercarse a ellas—. Yo estaba aquí, ¿sabes? Lo he oído todo —se
dirigió a Tori—. Gerald Stevens mató a un chico cuando era adolescente y su
hermano Michael le ayudó a enterrar el cuerpo. Michael le amenazó con
denunciarle si se presentaba al Senado. Parece que se guardaban un poco de
rencor.
Tori paseó por la habitación.
—¡Mierda! ¿Stevens mató a alguien? —sacudió la cabeza—. Increíble. ¿Y
qué tenía que ver Bernard en todo esto? Sabemos que mató a Alice Hagen: han
encontrado una mancha de crema y coincide con la que hemos encontrado en su
mesa. ¿Él por qué diablos está metido en todo este lío?
—Bernard también tenía trapos sucios y Stevens los conocía. Chantajeó a
Bernard y Bernard chantajeó a Juan. Entonces a Stevens le entró el pánico y
obligó a Bernard a matar a Juan y a Alice porque creía que hablarían.
Tori volvió a sacudir la cabeza.
—Menuda locura. Solo porque haya dicho lo que haya dicho antes de tirarse
no significa que sea verdad. No podemos implicar al alcalde Stevens.
—Tendrías que haber oído todo lo que nos ha contado, Hunter. Decía la
verdad —afirmó Casey.
Tori se volvió hacia Marissa.
—¿Tú qué crees? Le conocías mejor que nadie.
Marissa asintió.
—Sí, decía la verdad. No podía vivir con lo que hizo y no podía vivir si se
descubría su pasado, pero no podía morir sin contarle a alguien lo del alcalde
Stevens.
Tori las miró fijamente a ambas.
—Entonces cuando declaréis será mejor que vuestros testimonios coincidan.
Marissa sacudió la cabeza en gesto de negación.
—De ninguna manera. Yo no voy a declarar.
—Tienes que hacerlo —le dijo Casey—. Es el procedimiento estándar.
—Si contamos todo lo que nos ha dicho Bernard, seremos las siguientes en la
lista de víctimas.
—Eso díselo a Alice Hagen. O a Juan Hidalgo.
—Tiene razón —dijo Tori.
—Venga ya, Tori. ¿Entonces? ¿Vamos a sumarnos a la tapadera? ¿Fingiremos
que no sabemos lo que pasó en realidad?
—No, pero si lo que decís es cierto, lo que me extrañaría es que os hagan
declarar. Y, cuando ellos lleguen, yo si fuera vosotras mentiría más que hablo y
les diría que no me contó nada —terminó mirando también a Marissa.
Casey miró a Marissa.
—¿Y qué vamos a conseguir? Han muerto cuatro personas. ¿Para qué? Sigue
siendo el alcalde. Aún se presentará al Senado —se encogió de hombros—. Ha
ganado.
—¿Y qué conseguiremos declarando? ¿Crees que trascenderá? Lo enterrarán,
O’Connor, lo enterrarán. Y nosotras seremos sacrificables —Marissa negó con la
cabeza—. Yo no voy a declarar.
Casey le cogió el brazo a Tori.
—Hunter, vamos. No podemos dejarlo pasar. Si fueras tú, si te hubiera atado
a ti a esa silla y hubieras oído toda esa mierda, no lo dejarías pasar ni de broma.
—A lo mejor, pero ahora mismo, tal como estamos, tengo que darle la razón a
Marissa. Lo enterrarán, O’Connor, no podemos ganar esta batalla.
Furiosa, Casey se volvió hacia la ventana rota con los puños apretados.
—¡Maldito hijo de puta! —gritó.
Capítulo 32

Para ser un domingo por la noche, el aeropuerto estaba abarrotado. Casey y


Marissa se detuvieron ante la larga cola de gente en el mostrador de facturación.
Marissa dejó su equipaje en el suelo y miró a Casey con la inquietud todavía
metida en el cuerpo. Esta asintió y se metió las manos en los bolsillos de los
vaqueros.
—Bueno, hoy hemos resuelto dos asesinatos y lo hemos dejado todo cerrado
y arreglado —dijo Casey—. Dos asesinatos porque el monseñor quería tapar una
aventura.
—Eso parece.
—Has llevado la rueda de prensa sorpresa muy bien. El alcalde parecía
especialmente agradecido. El domingo no hay muchas noticias, como dicen.
—Mira, O’Connor, a mí no me gusta más que a ti —bajó la voz—. Hoy
podríamos haber muerto, ¿y por qué? Porque un puñetero político tiene ansias de
poder y necesita que su pasado no salga a la luz —negó con la cabeza—. No me
siento orgullosa de lo que he hecho, pero es mi trabajo. Y, porque soy buena en
mi trabajo, el alcalde cree que Bernard saltó sin mencionar su nombre para nada.
—Así que el alcalde se va de rositas mientras que cuatro personas han
muerto.
—La vida no es justa. La vida es una mierda —afirmó Marissa—. Dilo como
quieras, sea como sea es verdad —miró su reloj—. Tengo que irme, O’Connor.
Casey asintió.
—Sí. Siento que perdieras tu vuelo.
Marissa se encogió de hombros.
—Me tienen en la lista de espera. Seguro que volaré en el siguiente.
Casey se removió nerviosa y, al final, se sacó las manos de los bolsillos.
—Bueno, ha sido un placer conocerla, señora Goddard —le sonrió—. Lo he
pasado muy bien la mayor parte del tiempo que hemos compartido.
Marissa se echó a reír.
—Perdona por haberte llamado idiota —le dio un apretón en el brazo—. Yo
también me alegro de haberte conocido, O’Connor. Si vas a Boston algún día...
—¿Boston? ¿Eso dónde está?
—Muy graciosa —Marissa cogió su bolsa—. Cuídate, O’Connor.
Casey las sorprendió a ambas inclinándose y dándole un beso fugaz en los
labios.
—Que tengas un buen vuelo.
Giró sobre sus talones y se marchó sin mirar atrás. Dudaba mucho que
volviera a ver a Marissa Goddard. Al salir del aeropuerto el viento frío la golpeó
y se subió el cuello de la chaqueta; bajo una farola vio una silueta conocida. Era
Tori.
—¿Qué haces aquí, Hunter?
Tori se apartó del poste de metal y caminó junto a Casey.
—He pensado que a lo mejor necesitabas una amiga.
—¿Amiga? Creía que me habías dicho que no tenías amigas.
Tori se encogió de hombros.
—Sí, eso es verdad. Pero Sam dice que tengo que buscarme a algún amigo
más aparte de Sikes.
Casey se rio.
—Imagino por qué lo dice. Sikes es un poco nena para ser hetero.
Tori chocó el hombro con el de Casey.
—Entonces, ¿estás bien?
—Sí, ¿por qué no iba a estarlo? —rio Casey con una nota de sarcasmo—. Soy
policía y estoy encubriendo un puñado de asesinatos. Estoy de maravilla.
Tori sonrió.
—Me refería a Marissa.
—¿A Marissa? Ah, quieres decir porque se ha ido.
—Sí.
—Oh, bueno, sí. Es decir, nunca he llegado a decidirme por si me cae bien o
mal —le devolvió el choque de hombros a Tori juguetona—. Además, creo que
busco algo más parecido a lo que tenéis Sam y tú. Ella no era esa mujer para mí.
Tori asintió.
—La encontrarás.
—Puede.
Caminaron en silencio un instante hasta que Casey suspiró.
—¿Y qué vamos a hacer con el alcalde Stevens?
—Bueno, ya sabes, he estado pensando y a lo mejor deberíamos dejar que la
prensa se ocupe por nosotras.
—¿Qué quieres decir?
—Melissa Carter, Canal Cinco —sonrió Tori—. Lleva tiempo muriéndose por
una noticia. ¿Qué te parece que le soplemos lo del hermano y a ver qué
averigua?
—¿Por ejemplo el asesinato de un niño hace años?
—Exacto.
Capítulo 33

Casey se dio la vuelta y buscó el teléfono. Miró el reloj de la mesilla


preguntándose quién podía estar llamando a aquellas horas un domingo por la
noche.
—O’Connor —contestó adormilada mientras se sentaba en la cama.
—Soy yo.
—¿Hunter? Joder, estaba en medio de un sueño delicioso. Espero que sea
algo bueno.
—Estoy en la escena de un crimen y he pensado que querrías venir.
Casey se puso en pie y alargó la mano hacia los vaqueros. —¿Qué ha pasado?
—Gerald Stevens está muerto.
A Casey casi se le cayó el teléfono de la mano.
—Ahora mismo voy.

***

Casey se abrió paso entre la multitud de periodistas y vecinos y pasó por debajo
de la cinta policial tras enseñarle la placa a un agente de uniforme. La casa
estaba resplandeciente en la noche, ya que dentro estaban todas las luces
encendidas. El recibidor era enorme y Casey se quedó quieta buscando a Tori
con la mirada entre la mucha gente que abarrotaba la sala de estar. Como si
sintiera su presencia, Tori se volvió y cruzaron una mirada. Le hizo un gesto para
que se acercara y Casey fue hacia ella manteniéndose cerca de la pared para no
molestar a nadie.
—O’Connor, este es Mac Sterner. Es el jefe del equipo de policía criminal.
Casey le tendió la mano.
—Sí, nos habíamos visto una vez. Ahí fuera están susurrando que ha sido un
suicidio. ¿Es eso cierto?
Mac negó con la cabeza.
—Creo que han querido que lo pareciera, pero el ángulo es incorrecto. Como
estaba diciéndole a Hunter, Stevens era diestro. Si vas a pegarte un tiro en la
cabeza, ¿usarías la mano izquierda? Además, el cañón no le ha dejado marca en
el cuero cabelludo. Yo diría que le dispararon a una distancia de al menos treinta
o sesenta centímetros —señaló el cuerpo—. Comprobaremos si tiene marcas de
pólvora en la mano, pero yo apostaría a que no.
Casey miró el cuerpo y detuvo la mirada en lo que quedaba de su rostro: se
había volado casi media cabeza. Luego posó los ojos en Tori.
—Dame algo de lo que tirar, Mac. ¿Dónde está su mujer?
—No estaba aquí, Hunter. Sikes está intentando localizarla —explicó él.
—¿Hay alguna posibilidad de que lo hiciera ella?
Mac dio un paso atrás y observó la escena.
—Estaba de pie, no sentado. ¿Cuánto mide? ¿Uno noventa? —rodeó el
cuerpo—. Hasta que podamos limpiarlo y examinarlo, solo puedo suponer el
ángulo de entrada, pero diría que quien le disparó medía alrededor de uno
sesenta o como mucho uno setenta —extendió las manos e hizo un gesto como
de disparar—. También diría que el asesino es zurdo.
—¿Y eso? —preguntó Casey.
Mac le apuntó a la cabeza con la mano.
—La bala entró por este lado, en este ángulo. Si yo fuera diestro —cambió de
mano—, entraría así.
—¿Habéis encontrado el casquillo?
—No. Seguramente el asesino se lo llevó.
—¿No han tocado nada? —quiso saber Casey—. ¿Han forzado la entrada?
—No, no parece que haya nada fuera de sitio —negó Tori—. Podemos asumir
que Stevens conocía a su asesino —arqueó una ceja—. ¿Os suena?
—Sí, nos suena —murmuró Casey.
Se mezcló con los presentes mientras Tori sacaba el teléfono y descolgaba.
—Dios... Dios mío —dijo para sí observando a su compañera hablar con aire
ausente.
Meneó la cabeza despacio, respiró hondo y sacó ella también el móvil. Marcó
con agilidad y se sorprendió de que Marissa descolgara al primer tono.
—Soy... soy yo.
—Inspectora O’Connor, no creía que fuera a saber de ti tan pronto.
—Sí, bueno, solo quería ver cómo estabas. ¿Cogiste bien el vuelo?
—En realidad no. Como tenía pinta de ir para largo, decidí alquilar un coche.
—¿Vas a ir en coche hasta Boston?
Oyó suspirar a Marissa, luego carraspear con suavidad, pero esperó a que
hablara sin decir nada.
—He decidido que no tenía nada en Boston, sabes, así que me voy a casa.
Voy hacia el oeste.
—Ya veo —Casey salió al pasillo donde podría hablar más tranquila, lejos de
las voces de la escena del crimen—. Bueno, quería informarte de la última —
hizo una pausa—. Gerald Stevens ha muerto. Le han disparado.
Al otro lado de la línea no se oyó ningún ruido. Casey inclinó la cabeza y
miró al techo.
—¿Me has oído?
—Sí, O’Connor, te he oído. ¿Debería decir que lo siento?
—¿Por qué? ¿Lo sientes?
—No, ¿y tú?
Casey negó con la cabeza.
—No —se aclaró la garganta—. No hemos encontrado muchas pruebas.
Hunter tiene el caso.
—Según he oído, Hunter no descansa nunca hasta que resuelve un caso.
Seguro que encontrará al asesino.
Casey suspiró.
—Ya veremos. Me da la impresión de que no va a querer emplearse muy a
fondo con este.
Capítulo 34

Aunque había amanecido con bastante frío, al final el día se había vuelto cálido
y agradable. Casey y Tori lanzaron el sedal al lago en manga corta.
—Un buen día para pescar —comentó Casey, que se alegraba de poder
disfrutar de un poco de tiempo libre en medio de la semana—. Qué bien que el
teniente Malone te haya dado el día libre.
Tori se rio.
—Sí, y qué bien que tú también puedas tener uno. Como sigas por aquí van a
creer que quieres que te transfieran a Homicidios.
—¿Estás de broma? ¿Te crees que la gente se muere por trabajar en
Homicidios?
—Muy gracioso, O’Connor.
—Sí, muy gracioso —recogió el sedal y volvió a lanzarlo—. Qué pena lo del
alcalde, ¿no? —dijo en voz baja.
—Sí, una pena.
—Pero supongo que te alegras de que la UIC se haga cargo de la
investigación, ¿verdad?
—Claro —Tori se agachó para sacar una botella de la nevera que tenía al lado
—. ¿Quieres otra cerveza?
—Sí.
Casey dejó apoyada la caña y el carrete en el borde, aceptó la botella fría y se
sentó en una silla que Tori había sacado a cubierta.
—Entonces la UIC va a hacerlo todo por su cuenta, ¿no? —Sí.
—¿No usarán tus notas ni nada?
Tori abrió su botella y dio un trago.
—No es que tuviéramos mucho, O’Connor. Pero no, empezarán su
investigación desde el principio. Harán ver que somos unos incompetentes
incapaces de llevar un caso tan importante —se encogió de hombros—. A lo
mejor es verdad.
—¿Alguna idea sobre el enfoque que le darán?
—Se rumorea que Stevens estaba mezclado en tráfico de drogas. Ya viste su
casa: tenía que sacar dinero de alguna parte.
—Creía que su mujer era de la alta sociedad.
—No lo sé.
—¿Y no te importa?
—Eso mismo.
Se quedaron las dos calladas un rato. Tori estaba apoyada en la barandilla
vigilando ausente su anzuelo con la marca que flotaba en la superficie; Casey
estiró las piernas y dejó que el sol le diera en la cara. Tori ladeó la cabeza y la
miró.
—Marissa es zurda, ¿verdad?
Casey giró la cabeza perezosamente hacia ella.
—Sí, creo que sí.
Tori asintió y volvió a posar los ojos en el agua.
—Qué pena lo del alcalde —repitió.
Casey sonrió.
—¿Has pescado alguna vez algo aquí sin salir del puerto? —No, nunca.

***

En el puerto, Sam se tapó los ojos con la mano para protegerlos del sol.
Contempló cómo Tori se reía de algo que había dicho la otra mujer. Suponía que
debía de ser Casey O’Connor. Sonrió y recorrió los últimos metros hasta llegar al
barco. Antes de subir, se detuvo.
—¡Hola! —llamó—. ¿Puedo subir a bordo?
Tori se volvió de golpe con los ojos muy abiertos. Soltó su caña y
prácticamente echó a correr hacia ella.
—¿Qué diablos?
—¿Qué clase de saludo es ese?
—Sam, Dios mío, ¿por qué no me has dicho nada? —murmuró Tori al
abrazarla—. No puedo creerme que estés aquí.
Sam cerró los ojos y se deleitó con la sensación de volver a estar entre los
brazos de Tori y acariciarle libremente la espalda.
—Hace un sol precioso. Aposté a que estarías aquí.
Tori se rio.
—¿Has llamado a Malone, verdad?
—Sí —se separó unos centímetros de ella para mirarla a los ojos—. Dios,
cuánto te he echado de menos —susurró y le comió la boca. Cuando por fin se
apartaron, le faltaba el aliento—. Te he echado mucho de menos, Tori —repitió
acariciándole el costado antes de darle un cariñoso apretón.
—Yo ni te imaginas, Sam. Sin ti está tan vacío.
—Sí, lo sé —Sam dio un paso atrás—. Bueno, ¿vas a presentarme o qué?
—Mierda —Tori se volvió—. Me había olvidado de que estabas aquí,
O’Connor.
—Vaya, gracias —bromeó Casey, que se acercó y le tendió la mano a Sam—.
Casey O’Connor. Y, después de ese beso tan apasionado, asumo que eres Sam.
Encantada de conocerte.
Sam se rio.
—Sí, Samantha Kennedy. Encantada, Casey.
Casey le dio un codazo travieso a Tori.
—Menuda lagarta estás hecha. Es todavía más guapa que en las fotos.
Tori se ruborizó y le dio un golpe con el hombro a Casey.
—Compórtate, O’Connor.
—Imposible —repuso esta, pero sonrió—. Bueno, os dejaré solas. Sé que
querréis pasar un poco de tiempo juntas.
Sam levantó la mano.
—No, no, quédate, por favor.
—No, debería irme.
—De verdad, quédate. He tenido un vuelo muy largo y solo quiero descansar
al sol un rato —Sam miró a Tori con una sonrisa—. No te importa, ¿verdad?
—No, no. Tengo la impresión de que hace meses que no te veo. ¿Qué son
unas horas más?
—Genial. Pues me tomaré una cerveza con vosotras —concluyó Sam que
cogió a Casey del brazo y regresó con ella a cubierta—. Me muero de ganas de
conocer a la persona que Tori Hunter ha dejado entrar en su vida —le dijo en un
susurro—. No pasa muy a menudo —añadió.
—No es más que una vieja osita de peluche —dijo Casey con una carcajada
—. Aunque creo que se ofende cuando la llamo vieja.

***

Tori las vio reír juntas con una extraña sensación de familiaridad; fue con ellas y
les dio una cerveza a cada una.
—¿Ya estás contándole cosas de mí, O’Connor?
—Ay, alegra esa cara. Como si estuviéramos hablando de ti. No todo el
mundo habla de ti, Hunter.
Curiosa, Tori deslizó la mirada hacia Sam.
—Bueno, ¿y qué haces de vuelta?
—Por lo del alcalde, cómo no. No tuve ocasión de llamarte. Nos hicieron
preparar el equipaje y nos subieron a un avión nada más volver al centro.
Supongo que sabes que la UIC va a tomar el control del caso.
Tori asintió.
—Sí, por eso me han dado el día libre.
—Quieren que Travis esté al mando.
Tori miró un segundo a Casey.
—¿Eso quiere decir que tú también estarás en el equipo?
Sam asintió.
—Sí, me sacan de Homicidios en mitad de nuestra investigación y ahora me
vuelven a poner en el equipo. ¿Qué casualidad, no?
—Sí, muy irónico —opinó Casey—. Supongo que te habrás enterado de lo
del monseñor y demás.
—Solo lo poco que me ha contado Tori, pero no he tenido tiempo de leer el
informe ni nada.
Tori se apoyó en la barandilla.
—¿Le vas a contar lo de Marissa o qué?
—¿Qué quieres decir? —dijo Casey en tono de duda.
Tori le sonrió y la miró a los ojos.
—Ya sabes, la tarde juntas en el hotel.
Casey agachó la cabeza.
—¿Tengo que hacerlo?
Sam se rio.
—¿Te acostaste con ella?
Casey se encogió de hombros.
—Me gustaba. Ya sé que todos creían que era un hueso y que no le importaba
el caso, pero creo que en el fondo sí le importaba.
Tori y Casey cruzaron una mirada y asintieron.
—Sí, le importaba —repitió Casey—. Le importaba mucho.
Le sostuvo la mirada a Tori y levantó una ceja con gesto interrogativo; Tori
supo lo que le preguntaba y le transmitió todo lo que Casey necesitaba saber con
una ligera sacudida de cabeza.
Aquel sería un secreto que no le contaría a Sam.
Créditos

Título original: In the Name of the Father

© Gerri Hill, 2007

© Editorial EGALES, S.L. 2015


Cervantes, 2. 08002 Barcelona. Tel.: 93 412 52 61
Hortaleza, 64. 28004 Madrid. Tel.: 91 522 55 99
www.editorialegales.com

ISBN: 978-84-16491-155

© Traductora: Laura C. Santiago Barriendos

© Fotografía de portada: Arcangel Images

Diseño gráfico de portada: Nieves Guerra

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