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—Hunter, a mi despacho.
Tori Hunter elevó la vista del ordenador y asintió en respuesta a la llamada
del teniente Malone mientras se levantaba de la silla para dirigirse a su despacho.
—¿Dónde está Kennedy? —le preguntó él indicándole que se sentara.
Tori echó un vistazo a su reloj de pulsera.
—Había quedado para comer.
—¿Ah, sí? —carraspeó— ¿Todo bien entre vosotras?
Tori se ruborizó ligeramente. Todavía le resultaba perturbador que su teniente,
de entre todas las personas posibles, estuviera al corriente de su vida amorosa.
Una cosa era que Sikes se metiera con ellas y otra que su teniente le preguntara
sobre su relación.
—Sam comía con su amiga Amy, solo eso.
—De acuerdo. Bueno, pues tienes que llamarla para que venga. Ha pasado
algo en el centro, en la iglesia de Saint Mary’s —la informó consultando una
nota manuscrita que tenía en la mano—. Habrá que llevar el tema con tacto.
—Ni que yo no tuviera tacto con las cosas —replicó Tori secamente
cruzándose de brazos—. Y si lo que necesita es alguien con tacto a lo mejor
debería enviar a Sikes. Estamos siguiendo una pista importante en nuestro caso,
teniente. Creo que tenemos un testigo que puede situar a Stewart en la escena y
no me gustaría nada dejar el caso aparcado.
—Lo siento, pero ahora tenéis otro caso. Quiero que os encarguéis de este
vosotras —siguió manoseando la nota—. El padre Michael ha sido hallado
muerto esta mañana en la rectoría. Los servicios de emergencia que han
respondido a la llamada ya están allí y también ha ido un equipo forense.
—¿Un cura? —se interesó Tori, que se inclinó hacia delante en la silla— ¿Ha
sido un homicidio?
—Eso parece. Lo han encontrado desnudo —el teniente la miró—. Así que,
como te he dicho, con tacto, Hunter. A ver si conseguimos que los detalles
escabrosos no se filtren a la prensa.
—¿Desnudo ha dicho? ¿Y esto no debería caerle a la Brigada de Víctimas
Especiales?
—La Brigada investiga los crímenes sexuales, Hunter —negó él con voz
tensa—. Esto es un homicidio, nada más.
—Entiendo —Tori le cogió el papel a Malone—. ¿Es usted católico, Stan? No
lo sabía.
El teniente asintió.
—Conocía al padre Michael. Era un buen hombre.
—Vale, con tacto.
Tori cogió la chaqueta del respaldo de su silla. Era un día frío y lluvioso de
enero y ya tenía ganas de que volviera el verano. No hacía ni dos meses que
habían dejado de ir a su barco con regularidad, pero había sido un verano ideal y
lo echaba de menos. Sam y ella habían pasado en el lago casi todos los fines de
semana y habían podido conocerse sin tener que preocuparse por una
investigación de asesinato en curso. Habían llegado a estar tan unidas que Tori se
preguntaba cómo había podido vivir sin Sam antes de conocerla. Aunque la
respuesta estaba clara, al fin y al cabo: en realidad no había vivido sino que se
había limitado a existir.
Llamó a Sam mientras iba en coche a la cercana Saint Mary’s. Amy y ella
todavía estaban en el restaurante.
—¿Y si Amy te lleva hasta la iglesia?
—Vale. Además ya habíamos terminado. Nos vemos allí.
Nada más colgar el teléfono, una furgoneta de televisión casi se la llevó por
delante. Tori le dio al claxon resistiendo a duras penas el impulso de sacarles el
dedo.
—Idiotas.
Llegó al aparcamiento de la iglesia al mismo tiempo que la furgoneta y sacó
la placa para acercarse a sus ocupantes.
—¿Dónde coño creéis que vais? Esto es la escena de un crimen, no puede
entrar la televisión.
—Inspectora Hunter, tenemos que dejar de encontrarnos así. La gente va a
empezar a hablar.
Gimiendo para sí, Tori se volvió a tiempo de ver cómo una periodista
pelirroja bajaba de la furgoneta. Lo primero que emergieron, incluso mucho
antes que el resto de su cuerpo, fueron unas piernas de infarto. Melissa Carter
acababa de terminar la universidad y estaba haciendo todo lo posible por ganarse
un puesto de presentadora en el telediario de la noche. También estaba haciendo
todo lo que podía por conseguir una cita con Tori. Sam no dejaba de bromear
sobre el tema.
—Señora Carter, haga el favor de mantener a su equipo fuera del perímetro.
Ya hemos hablado de esto, «escena del crimen», ¿recuerda? No es tan difícil de
entender.
—Ni se nos ocurriría interferir en su investigación, inspectora. Solo hemos
venido en busca de la noticia. Por supuesto, me encantaría que me concediera
una entrevista en exclusiva luego —ronroneó.
Tori enarcó una ceja.
—Hable con mi teniente.
Se fue derecha hacia los agentes de uniforme que había apostados al pie de la
escalera de la iglesia.
—Aseguraos de que no van a ninguna parte.
—Sí, señora.
Tori observó los enormes portones de la iglesia antes de volver a dirigirse a
los agentes.
—A todo esto, ¿dónde está la rectoría?
Le respondió el más joven.
—Es el edificio que hay detrás de la iglesia. La furgoneta del equipo forense
ya está allí.
—Muy bien. ¿Y cómo está de periodistas?
—Lleno. Pero hemos puesto la cinta policial —el policía señaló al equipo de
televisión—. A esos ya los han echado de la parte de atrás.
—Qué bien. La odio —refunfuñó Tori mientras rodeaba la iglesia.
Detrás había un patio con varios parterres bien cuidados y una escultura
religiosa en el centro de cada uno. Hervía de actividad, lleno de gente reunida a
la espera de noticias, sobre todo sacerdotes y algunas monjas.
—Inspectora Hunter, por fin. ¿Dónde está su compañera? —preguntó otro
policía uniformado.
—Está de camino. ¿Quién está dentro?
—La policía científica y el equipo forense.
—Aseguraos de que la televisión no se acerca. Parece que hoy no tengan
otras noticias que dar.
Tori entró en la rectoría. Rita Spencer estaba agachada junto al cuerpo. Ahora
la forense y ella se llevaban mejor; trabajar en el caso de un asesino en serie unía
mucho.
—¿Has encontrado algo, Spencer? —quiso saber Tori con la mirada fija en el
cuerpo.
El sacerdote parecía más joven de lo que había supuesto. Rita alzó los ojos
hacia ella y asintió.
—Hunter, ¿te han asignado el caso?
—Eso parece —Tori lanzó una mirada circular a la estancia. La policía
científica estaba sacando huellas dactilares de una lámpara caída—. ¿Qué
tenemos?
—Estrangulación. Probablemente con un cinturón estrecho o con una cuerda.
¿Ves la forma de los hematomas? —le dijo y señaló las marcas de ligaduras que
tenía alrededor del cuello.
—¿Por qué crees que está desnudo?
Se miraron a los ojos.
—Hay sangrado rectal.
Tori frunció el ceño.
—¿Le han violado?
—No hay signos de trauma ni fluidos visibles. Podría haber sido consentido.
Quizá no podamos saberlo.
—¿Consentido? Madre mía, es un cura. Esperemos que le hayan violado
porque no quiero ser yo la que anuncie que estaba teniendo sexo consentido —
Tori hizo una pausa pensativa—. Un momento. Y si es algo de eso...
¿Estrangulación autoerótica era? ¿Se llama así?
—Asfixiofilia. Es posible. Es difícil de demostrar sin un compañero sexual o
alguien que supiera que la practicaba —Rita miró a Tori de nuevo—. Y por eso
esperaba que vinieran los de Víctimas Especiales, no Homicidios.
Tori suspiró.
—¿Hora de la muerte?
—La temperatura del hígado indica que lleva muerto seis o siete horas.
Tori miró su reloj.
—Es casi la una. ¿Sabes quién le ha encontrado?
—Creo que el ama de llaves. El equipo de emergencias la ha llevado a la
cocina.
Tori asintió.
—¿Le harás la autopsia tú o Jackson?
—Seguramente querrá ocuparse él, Hunter.
Tori asintió de nuevo.
—Lo entiendo.
Atravesó la casa hasta el despacho en donde la policía científica seguía
recogiendo huellas.
—¿Cómo va?
—Hay múltiples huellas. En todas las habitaciones. Posiblemente la mayoría
son de los sacerdotes de la diócesis —contestó uno encogiéndose de hombros—.
Y del ama de llaves. Supongo que podemos procesarlas y descartar las que
coinciden.
—¿Descartarlas? ¿Y por qué íbamos a descartarlas? Buscamos a un asesino.
—Hunter, son sacerdotes.
—Son humanos. Quiero informes de todas las huellas que encontréis, como si
son del obispo en persona.
Pasó a la siguiente habitación y levantó las cejas con gesto interrogativo hacia
los científicos que estaban pasando la luz negra por encima de la cama.
—Está limpia, no hay restos de fluidos.
—¿Ha interrogado alguien al ama de llaves?
—No, está en la cocina.
Tori recorrió el pasillo hacia la parte trasera de la casa y se detuvo a observar
a la mujer que lloraba en silencio antes de entrar en la cocina. Cuando
finalmente carraspeó, la anciana levantó los ojos hinchados y enrojecidos hacia
ella.
—Soy la inspectora Hunter. Según me han dicho, usted encontró el cuerpo.
—Qué horrible, qué horrible... ¿Quién ha podido hacer algo así?
—Bien, eso es lo que vamos a averiguar, pero necesito hacerle algunas
preguntas. ¿Se siente con fuerzas?
La mujer, que manoseaba un viejo y sobado rosario, pasando las cuentas con
dedos temblorosos, se santiguó una vez y luego se guardó el rosario en la palma
de la mano.
—Sí, estoy bien. Les ayudaré en todo lo que pueda, por supuesto que lo haré.
Tori acercó una silla y se sentó enfrente de ella. Ojalá hubiera llegado Sam. A
ella se le daban mejor aquellas cosas, era más sensible, mientras que Tori no
solía perder el tiempo con comentarios amables.
—¿Cómo se llama?
—Alice. Alice Hagen.
Tori asintió.
—Alice, ¿a qué hora le encontró?
—Era casi medio día, hoy iba tarde. Normalmente llego a las diez, pero mi
marido no se encontraba bien y estaba cuidándolo. Tiene enfisema —apartó la
mirada enseguida—. Antes era fumador.
—¿Con qué frecuencia viene? ¿Cada día?
—No, no. Los lunes, los miércoles y los viernes.
—¿Y alguien más...?
—¿Hunter? Hemos encontrado algo —las interrumpió el jefe del equipo
científico haciéndole una seña desde el pasillo.
—Lo siento, discúlpeme un momento, señora Hagen. Enseguida vuelvo.
Tori le siguió de vuelta a la sala de estar y luego al exterior. Ya fuera, alzó el
rostro hacia el cielo gris y se frotó la llovizna que le caía sobre el pelo.
—Hemos encontrado esto en los arbustos —le dijo el policía y le mostró lo
que parecía un pijama de hombre—. También un cinturón —hizo que Tori lo
siguiera—. Tenemos huellas de pisadas; vamos a sacarles un molde. Solo hay
dos y una está borrosa, como si corriera.
—Genial. A lo mejor encontramos huellas en el cinturón —opinó Tori
observando cómo metían el cinturón en una bolsa de pruebas—. O fluidos en la
ropa —le dedicó un gesto de cabeza al agente que los había encontrado—. Buen
trabajo, aseguraos de que le llega el cinturón a Spencer, a ver si concuerda con
las marcas del cuello.
***
***
***
Sam observó a Tori y a Sikes reír juntos desde el otro lado de la sala. El año
anterior a duras penas se soportaban y ahora eran muy amigos. Tori necesitaba a
un amigo, a alguien más en su vida aparte de Sam que la convenciera de que era
una buena persona y de que se merecía una amistad. En fin, aún podía
comportarse como una bruja, sobre todo cuando las cosas no iban como ella
quería, pero por fin se estaba quitando la armadura y estaba permitiendo que los
demás vieran a la persona de la que Sam se había enamorado. Y Sam sabía que
John Sikes no era inmune al encanto de Tori. Había ido con ellas a menudo al
barco que tenía en el lago de Eagle Mountain porque amaba la pesca casi tanto
como la propia Tori.
Tori pareció sentir su presencia y se volvió hacia ella suavizando la expresión.
En su propia comisaría no tenían que ir con tanto cuidado porque, aunque nadie
lo mencionaba en voz alta, todos sabían que estaban juntas. Hasta Gary Walker,
el nuevo compañero de Donaldson, lo sabía. Por supuesto, ni qué decir tenía que
no iba a salir de allí. Por lo que al resto de inspectores respectaba, si el teniente
Malone no tenía ningún problema, ellos tampoco.
—¿Intentabas darnos un susto?
—Algún día a lo mejor lo hago —le dio un apretón a John en el brazo al
llegar—. ¿Qué hay, Sikes? ¿Dónde estabas esta mañana?
—Ramírez quería comprobar una corazonada. Nos hemos pasado media
noche y toda la mañana vigilando un bar de barrio en Oak Cliff.
Sam arrugó la nariz; detestaba las misiones de vigilancia.
—Lo siento. ¿Ha habido suerte?
—Claro que no —se alejó del escritorio—. Hablamos luego.
Sam se inclinó sobre la mesa y le preguntó a Tori:
—¿Tú has tenido suerte con las monjas?
—No, ¿y tú? ¿Lo has pasado bien en el coche patrulla?
—No, no me han dejado jugar con nada.
Sam cogió el informe a sabiendas de que Tori ya había pasado sus notas al
ordenador, y les echó un vistazo rápido para ver lo que había añadido su
compañera tras hablar con las monjas.
—El padre Michael era muy popular.
—Eso parece.
Sam se acodó en el escritorio sin apartar la vista de Tori.
—¿Quién en su sano juicio mataría a un sacerdote?
Tori se apoyó en el respaldo de la silla y volteó un lápiz entre los dedos.
—La gente mata por venganza. Por ira. Por despecho. La gente mata por
diversión —alzó las cejas—. Para matar a un cura, ¿cuál de esas sería la mejor
razón?
—La venganza —repuso Sam encogiéndose de hombros. Después lo pensó
un segundo—. O la ira.
—¿Y por qué te cabrearías con un cura?
Sam abrió mucho los ojos.
—Me cabrearía con un cura si ha abusado de mí.
Tori asintió.
—Así que nuestro asesino podría ser un antiguo monaguillo perdido por la
ira. O por el deseo de venganza.
—Pero monseñor Bernard ha dicho que no había ninguna queja sobre el padre
Michael y que nunca había dado muestra de comportamientos inapropiados —le
recordó Sam.
—Bueno, solo porque lo haya dicho él no quiere decir que sea verdad.
Sam se mordió el labio inferior y esbozó una sonrisa. Ella se había criado
como católica y su hermano era sacerdote, así que ni siquiera se le había
ocurrido que el prelado estuviera mintiendo.
—Eso no estaría bien.
—Sam, solo porque sea cura no podemos asumir nada. No asumas que no nos
están ocultando nada, ni que el padre Michael no mantuvo relaciones sexuales
consentidas. Y no asumas que solo porque sean curas no son humanos.
Sam estuvo de acuerdo.
—Tienes razón. Ya sé que mi visión está un poco sesgada.
—Y yo soy demasiado cínica —admitió Tori—. Necesitamos llegar a un
punto medio. A lo mejor deberíamos...
—¿Hunter? —gritó Fisk desde el mostrador de la entrada—. La científica por
la línea dos.
—Qué rápido —comentó esta antes de pulsar el botón de manos libres—. Soy
Hunter. ¿Qué tenéis?
—Hemos sacado una huella completa del cinturón, Hunter. Coincidía con una
parcial que había en la lámpara.
—¿Algún nombre?
—Juan Hidalgo. Se pasa la vida entrando y saliendo de la cárcel. Agresión,
robo a mano armada, posesión.
—¿Me puedes enviar los detalles por correo electrónico?
—Lo acabo de hacer.
—Gracias —miró a Sam—. ¿Juan Hidalgo? Creo que una de las monjas le
mencionó.
Sam fue pasando páginas del informe para revisar sus notas.
—Aquí está. Es el encargado del mantenimiento. Trabaja tres o cuatro días
por semana.
Tori abrió el correo electrónico y lo leyó por encima antes de imprimirlo.
—Tenemos una dirección. En Little Mexico.
—Pues claro que Little México, cómo no.
Sam miró a su alrededor con la esperanza de hallar a Tony en su mesa. La
experiencia les había demostrado que a veces era útil que las acompañara un
policía que hablara español, pero Sikes y Ramírez se habían esfumado.
—Vamos a contárselo a Malone —dijo Tori, que se encaminó al despacho del
teniente sin perder un segundo.
Sam la esperó en las escaleras con unas llaves en la mano. Tori sonrió de
oreja a oreja cuando las vio.
—¿Te han dado el Lexus?
—Tú solo te mereces lo mejor, Hunter —respondió Sam en tono seductor.
Se quedaron en pie junto a la puerta mirándose a los ojos, y Tori sonrió. Se le
fueron los ojos a los labios de Sam durante un segundo, pero fue suficiente. Sam
tomó aire al notar que los ojos de su compañera se oscurecían.
—¿Cómo puedes hacerme eso con solo mirarme? —le susurró Sam.
Tori se limitó a seguir sonriendo mientras bajaban las escaleras y le rozaba la
espalda a Sam con la mano.
***
***
—¿Dónde has estado? —siseó Sam cuando Tori se presentó en comisaría a las
once con toda la calma del mundo. Echó un vistazo rápido hacia el despacho de
Malone—. Esa mujer es como una piraña.
—Ya te he dicho por teléfono que por mí como si salta de un puente. No
trabajo para ella —soltó Tori, que sacó la silla con el pie y le tiró los informes a
Sam—. Mac me ha hecho copias. Nos enviará el informe definitivo por correo
electrónico seguramente mañana.
Sam lo leyó por encima.
—¿Algo que destacar?
—No, la verdad es que no. El nivel de alcohol en sangre de Hidalgo estaba
muy por encima del límite permitido. Todavía no tienen el toxicológico
completo. Y el cura no tiene señales de traumas relacionados con una agresión
sexual. Ah, y había restos de ADN de otro hombre en la cama.
Sam alzó la vista y sus miradas se encontraron.
—Este caso apesta —musitó.
—¡Hunter! —le gritó Malone desde el umbral.
Sam y Tori se volvieron hacia él y él se las quedó mirando con los brazos
extendidos.
—¿Qué cojones? Llevo una hora esperando.
—Estaba en el laboratorio.
Señaló el pasillo.
—Sala de reuniones. Ya. ¿Sikes? ¿Ramírez? Vosotros también.
—¿No lo ves un poco alterado? —susurró Tori.
—Creo que la asesora le da miedo. Pasó de él delante de mí y de Sikes.
Caramba, me da miedo hasta a mí.
***
—¿Se refería a lo que creo que se refería? —le preguntó Sam a Tori algo más
tarde cuando veían la televisión acurrucadas juntas en el sofá.
—¿Mmm?
—Goddard. Cuando preguntó si eras apasionada. ¿Insinuaba algo?
Tori dejó escapar una risita.
—Sí, diría que insinuaba algo.
Sam le quitó el volumen a la televisión.
—¿Crees que es lesbiana? —le preguntó en voz baja como si alguien pudiera
oírlas.
Tori esbozó una sonrisa irónica.
—¿Le has pagado a John los diez pavos de la apuesta? Sam la besó en los labios.
—No hay nada en ella que me haga imaginar que es gay. ¿Tú cómo lo sabes?
—Pues de la misma manera que ella lo sabe de nosotras.
—En otras palabras, no hay ninguna manera. Lo sabes y punto.
—Sí. Sencillamente lo sabes.
—¿Crees que nos va a causar problemas?
—¿A nosotras o al caso?
Sam suspiró. Le ponía nerviosa que las descubriera ante los demás.
—A las dos cosas, supongo.
—Creo que es una locura ya solo el hecho de que esté aquí. ¿Una empresa de
asesoramiento? ¿Por un asesinato? No tiene sentido.
—Creo que solo intentan tenerlo todo bajo control. Darle un giro positivo
antes de que la prensa destape algo desagradable.
Sam se levantó y se dirigió a la cocina.
—¿Quieres más vino?
—Vale. Pero hace que parezcan culpables —Tori señaló la televisión—. El
discursito que ha soltado en las noticias no era más que mierda. ¿«Conservar la
santidad»? ¿Qué intenta con eso?
Sam regresó, sonriente, con la botella de vino en la mano. Todavía le
sorprendía un poco la aversión instantánea que se habían tenido Tori y Marissa
Goddard, aunque quizá no debería. A Tori no le gustaban los desconocidos y
nunca confiaba en nadie que no le hubiera dado razones para hacerlo.
—¿Qué? ¿Crees que digo tonterías? —quiso saber Tori.
Sam le rodeó el brazo con los dedos y le dio un ligero apretón.
—No, cariño, para nada.
Tori rio.
—Sí que te lo parece, ¿verdad?
—No, tonterías no. Solo creo que no vale la pena darle tantas vueltas. Es lo
que dijo Malone, va a quedarse nos guste o no. Igualmente tenemos que hacer
nuestro trabajo. Tori la miró a los ojos con una sonrisa.
—Sí. Pero es la mar de cargante.
Capítulo 8
—¿Es aquí?
Sam consultó sus notas y asintió.
—Sí —señaló una vieja camioneta azul—. Aparca ahí.
Tori aparcó junto a la acera detrás de la camioneta. Miró más allá del hombro
de Sam, hacia la casa estilo ranchera de ladrillo rojo. Se parecía bastante al resto
de casas de la manzana; años atrás en Dallas aquella parte de la ciudad era
seguramente un vecindario de alto standing, pero ahora con los árboles pelados,
la hierba del color marrón que tomaba en invierno y la pintura desconchada en
los aleros de los tejados, las casas se veían viejas y ajadas. Era de suponer que el
marido de Alice Hagen no estuviera en condiciones de hacer arreglos en la casa
ya que les había dicho que sufría de enfisema.
Tori cogió a Sam del brazo antes de que abriera la puerta.
—Habla tú —le dijo—. A mí no se me da bien esto.
Sam sonrió.
—Claro. Aunque va a ser la primera vez que acuse a un sacerdote de tener
una aventura.
Bajaron del coche mientras Tori hablaba.
—Sí, pero tú lo harás de un modo mucho más diplomático que yo.
Tori se detuvo ante la puerta principal y contempló las macetas que había
alrededor: las plantas estaban secas y muertas, víctimas de la helada que había
habido hacía dos semanas.
—No está muy cuidado —comentó Sam—. Después de conocerla y siendo
como es un ama de llaves lo esperaba más... prístino.
—Inspectora, ¿está usted criticando u observando?
—A lo mejor solo me dejo llevar por los estereotipos —Sam pulsó el timbre
—. Y, solo para que conste, no tengo nada de ganas de hacer esto.
Tori se le arrimó para acercarle los labios a pocos centímetros del oído.
—No te preocupes. Yo te cubro.
La puerta se abrió en ese instante y Sam le sonrió amablemente a Alice
Hagen.
—Señora Hagen, sentimos mucho presentarnos así sin avisar, pero tenemos
algunas preguntas más que hacerle —anunció. Entonces señaló a Tori—. ¿Se
acuerda de la inspectora Hunter?
Tori la saludó educadamente con la cabeza intentando pasar por alto la mirada
de suspicacia que le lanzó la mujer. Aguardaron a que Alice Hagen les diera un
buen repaso desde el otro lado de la puerta antes de abrirla por completo.
—Por supuesto, ¿qué puedo hacer por ustedes?
—¿Podemos entrar? —preguntó Sam.
La señora Hagen miró hacia la oscuridad del pasillo por encima de su hombro
antes de asentir.
—De acuerdo, pero mi marido...
—Solo le robaremos unos minutos —la interrumpió Tori.
—Bien, pasen a la cocina —se hizo a un lado—. Él está viendo la televisión
en la salita.
La siguieron dentro y la esperaron mientras cerraba la puerta. Tori se dio
cuenta de que el interior era muy diferente del exterior. Allí no había nada de
caos ni de desorden. Contempló las fotos enmarcadas que había colgadas en las
paredes y llegó a la conclusión de que los Hagen debían de ser una familia muy
numerosa porque había más de diez retratos familiares contados por encima.
Sam también se fijó en ellos y luego cruzó una mirada con Tori.
La cocina era grande y ventilada. Todas las persianas estaban subidas para
dejar entrar los primeros rayos de sol que se veían en semanas. En el centro de la
pequeña mesa de cocina había un jarrón con flores frescas. De nuevo, nada
parecía estar fuera de su sitio.
—Puedo hacerles café si les apetece —se ofreció Alice.
—Oh, no, señora Hagen, no se moleste —lo rechazó Sam con una nueva
sonrisa amistosa—. Me he fijado en las fotos del pasillo. ¿Tiene una familia muy
grande?
—Siéntense, por favor —les pidió Alice indicando la mesa y las sillas—.
Tenemos seis hijos y nos han bendecido con diecisiete nietos —informó con un
destello de orgullo en los ojos—. Sí, la verdad es que en Navidad la casa se nos
queda pequeña.
Tori se removió, impaciente, y miró a Sam de reojo, deseosa de que fueran al
grano de una vez. Estaba bien ser educada, pero tenían el asesinato de un cura
por resolver. Sam le rozó el hombro sutilmente cuando pasó por detrás de ella
para sentarse en la silla del fondo.
—Bueno, señora Hagen, de nuevo le pido disculpas por venir sin avisar, pero
tenemos que hacerle algunas preguntas sobre el padre Michael.
—No lo entiendo. Esta mañana han dicho en las noticias que lo hizo Juan —
meneó la cabeza—. Nunca lo habría dicho, siempre era tan educado, tan
agradecido por el trabajo. Jesús, si habría hecho cualquier cosa por el padre
Michael. Y ahora también lo han asesinado a él. Dios santo, es terrible.
Tori y Sam intercambiaron una mirada. La primera frunció el ceño.
¿Noticias? ¿Qué noticias? Ellas no habían oído nada, pero también era verdad
que no se habían molestado en poner la televisión aquella mañana.
—Perdone, pero todavía no hay cargos formales —la corrigió Tori—. De
momento, Juan Hidalgo es solo un sospechoso.
—Pero esa mujer ha dicho...
—¿Qué mujer? —inquirió Tori bruscamente.
—Bueno, a la que han entrevistado. Esa presentadora tan guapa del canal
Cinco, Melissa Carter, he hablado con ella esta mañana. Estaban en la iglesia.
—Joder —musitó Tori entre dientes haciendo ademán de coger el móvil. Sam
la detuvo poniéndole la mano en el brazo.
—Solo estamos siguiendo algunas pistas, señora Hagen. No estamos seguras
de que lo hiciera Juan —explicó Sam con naturalidad—. Seguro que prefiere que
no nos precipitemos y acusemos a un hombre inocente.
—Claro que no, no.
—Bien. Ahora cuéntenos algo más sobre el padre Michael. Está claro que era
muy querido. ¿Había alguien a quien hubiera podido invitar a pasar la noche con
él? ¿O alguien que pasara mucho tiempo en la rectoría?
La señora Hagen se removió, inquieta, entrelazando las manos una y otra vez
sobre el regazo, pero negó con la cabeza.
—No, nadie.
Tori se apoyó en el respaldo de la silla y dejó que Sam condujera el
interrogatorio. En su opinión era lo que mejor se le daba a su compañera porque
ella no tenía paciencia haciendo preguntas.
—La rectoría es muy grande, tiene al menos tres dormitorios. ¿El padre
Michael era el único que vivía allí? —preguntó Sam.
—Sí. Bueno, a veces se quedaban sacerdotes que estaban de visita, sacerdotes
de otras parroquias. Pero no vivía ningún otro sacerdote de Saint Mary’s.
—¿Y cómo terminó viviendo allí el padre Michael?
—¿Qué quiere decir?
—Bueno, no era el mayor ni el que llevaba más años ejerciendo. ¿Por qué se
le dejó a él la rectoría para vivir y no a otro sacerdote?
La señora Hagen jugueteó con los botones de su bata azul de estar en casa.
—Eso no lo sé, pero hay más casas. Casi todos los edificios de las manzanas
de alrededor son de la iglesia.
—De acuerdo, entonces hay otros sacerdotes que tienen su propia casa.
—Algunos comparten casa, sí. Saint Mary’s es una parroquia muy grande,
inspectora. Además, cuando los sacerdotes acaban el seminario hay algunos que
se quedan unos cuantos meses antes de que los asignen a otra parroquia. Y, claro,
Saint Iglesias tiene tres sacerdotes que también viven en Saint Mary’s.
Sam hizo una pausa y miró a Tori por el rabillo del ojo. Tori se preguntaba
cuánto tiempo más sería capaz de estar allí sentada sin hacer nada antes de
exigirle al ama de llaves que le dijera quién se llevaba al padre Michael a la
cama. Tomó aire y cogió fuerzas para seguir callada.
—Señora Hagen, ¿está usted segura de que nadie más vivía con el padre
Michael?
—Yo era su ama de llaves. Supongo que lo sabría, ¿no le parece?
Tori ya se había hartado. Se levantó de golpe echando la silla hacia atrás y las
miró a ambas antes de poner los brazos en jarras y fulminar a la señora Hagen
con la mirada.
—Usted es el ama de llaves, ya. Por eso se lo estamos preguntando. Ya sé que
debe de ser difícil para usted tener que hablar sobre la vida privada del padre
Michael, especialmente cuando él no está aquí para defenderse. Pero, si
queremos averiguar quién lo ha matado y por qué, vamos a necesitar que nos
diga con quién estaba...
—Señora Hagen, por favor —intervino Sam con una sonrisa de disculpa—.
No hemos venido a juzgarle ni tampoco a hacer acusaciones falsas, pero las
pruebas nos dicen que posiblemente mantenía una relación física con otro
hombre. Se lo ruego, si usted sabe algo, tiene que decírnoslo —terminó con
suavidad.
Sin embargo, el ama de llaves negó con la cabeza y las miró con miedo antes
de apartar los ojos.
—Ya se lo he dicho, no sé nada de eso. El padre Michael era un hombre
maravilloso y un sacerdote maravilloso —afirmó enjugándose las lágrimas que
le rodaban por las mejillas—. No puedo creerme que le acusen de tal cosa. Era
un sacerdote. ¿Es que no tienen vergüenza alguna?
Tori perdió la paciencia, volvió a la mesa y agarró el respaldo de la silla con
fuerza mientras suspiraba honda y dramáticamente.
—Señora Hagen, no tenemos ni idea de por qué han asesinado al padre
Michael. Como usted dice, era una persona maravillosa. ¿Quién iba a querer
matarle? ¿Por qué? —se inclinó hacia ella. Aquella mujer mentía, estaba claro
—. Se acostaba con alguien, señora Hagen, hay pruebas de ADN que lo
demuestran. Tenemos que saber con quién.
A la señora Hagen le temblaban las manos cuando se levantó. Fue en ese
momento cuando Tori se fijó en que llevaba un rosario en la palma.
—Les pido que se marchen, inspectoras. No tengo nada más que decir.
—Señora Hagen...
—Inspectora Kennedy, ya le hemos robado mucho tiempo —zanjó Tori—.
Volvamos a comisaría.
Sam abrió la boca como si fuera a hacerle una pregunta más, pero el ama de
llaves desvió la mirada. Tori echó a andar hacia la puerta de salida sin que la
acompañaran; una vez en los escalones del porche, Sam y ella se miraron. Su
escepticismo debía de ser evidente, ya que Sam afirmó:
—Creo que miente. ¿Tú crees que miente, verdad?
—Diría que sí. ¿Has visto cómo movía las cuentas del rosario? —preguntó
Tori al tiempo que bajaba los escalones—. Tenemos que enterarnos de qué coño
ha dicho Marissa Goddard en las noticias esta mañana.
Capítulo 9
Sikes, Ramírez y Malone estaban apiñados los tres juntos y Sikes tenía la oreja
pegada al teléfono cuando Tori y Sam entraron en la comisaría.
—Eso no puede ser bueno —opinó Sam.
A Tori le sonó el móvil.
—Hunter —respondió justo al tiempo que le daba un golpecito a John en el
hombro.
Este dio un salto y colgó bruscamente el teléfono.
—Joder, Hunter, me has dado un susto de muerte. —¿Me has llamado?
—Íbamos a salir. Hemos recibido los resultados de tóxicos de Hidalgo e iba
bien cargadito, no solo de alcohol. Hay rastros de cocaína y de metanfetamina.
Tori levantó las cejas.
—¿Y?
—Tony ha hablado con su madre esta mañana. También ha hablado con
Héctor Ybarra, que es quien encontró el cuerpo.
—Sí, me acuerdo de él.
—Según ellos, Hidalgo estaba limpio. Hacía un año que no tocaba las drogas
y ya casi nunca se bebía más de una cerveza o dos. De hecho, estaba tan limpio
que era capaz de tener dos trabajos a la vez. Además de trabajar en la iglesia, era
el encargado de mantenimiento de su edificio de apartamentos.
—¿Entonces qué os parece? ¿Que se corrió una juerga, perdió la cabeza y
mató al padre Michael?
—De hecho pensábamos lo contrario —le dijo Ramírez—. Que mató al padre
Michael y luego estaba tan consternado que se cogió una buena.
—Pero seguimos sin saber por qué querría matarlo.
—Ybarra nos ha dado el nombre de un par de bares de Little Mexico a los
que solía ir Hidalgo. Vamos a ver si Juan estuvo en alguno aquella mañana.
—Suena bien. Ya me contaréis qué averiguáis —Tori se dirigió a Malone—.
No le hemos sacado una mierda al ama de llaves, por cierto.
—Veo que no habéis leído el periódico esta mañana —señaló su mesa donde
estaba el Dallas Morning News—. Goddard lleva un día en la ciudad y ya sale en
primera plana.
—La señora Hagen nos dijo que había visto en las noticias que el caso estaba
resuelto —dijo Sam—. ¿Nos hemos perdido algo? ¿La UIC ha cerrado la
investigación?
—Lo que me dijo el jefe esta mañana es que Goddard habla exclusivamente
en nombre de la diócesis. Básicamente, insinuó que el caso estaba cerrado y que
Juan Hidalgo era el asesino.
—¿Y también insinuó que Hidalgo está muerto? —quiso saber Sam.
Malone negó con la cabeza.
—He estado pensando. Hemos considerado todos los posibles escenarios
menos el de que los dos asesinatos no tengan ninguna relación y hayan sucedido
seguidos por pura casualidad.
Tori dejó caer el periódico de nuevo en la mesa y cruzó una mirada con Sam
antes de centrarse en su teniente.
—¿De verdad cree eso? Venga ya, teniente, llevamos en este trabajo
suficiente tiempo como para saber que las coincidencias no existen.
—Cierto. Solo digo que es una posibilidad y no deberíamos descartarla del
todo.
—Como última opción —aceptó Tori—. Y ahora, vamos a ver, ¿cuál es el
número de teléfono de la Goddard? ¿Alguien lo tiene?
—Yo lo tengo, ¿por? —dijo Sam.
—Porque tenemos trece huellas que identificar —cogió la tarjeta de visita que
le tendía Sam—. Creo que hay que hacer una visita a la diócesis.
***
—¿Quieres estarte quieta? —le susurró Sam observando cómo Tori paseaba de
un lado a otro sobre la mullida alfombra.
Tori se metió las manos en los bolsillos y paseó los ojos por la espaciosa sala.
Sam siguió la dirección de su mirada y contempló las hermosas pinturas al óleo
de temática religiosa que decoraban las paredes. Debían de ser del siglo
diecinueve, pensó.
—¿Qué te pasa?
Tori se sacó las manos de los bolsillos y se cruzó de brazos.
—Este sitio me da escalofríos —admitió en voz baja—. Hay demasiado
silencio.
Sam sonrió.
—Es una iglesia.
—Bueno, vale, pero no estamos en la iglesia. ¿Por qué todo es tan... solemne?
—echó un nuevo vistazo a su alrededor— ¿Tan formal?
—Vaya, inspectora Hunter, ¿te encuentras fuera de lugar? —bromeó Sam.
Tori se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros otra vez.
—A lo mejor me da miedo que me caiga un rayo, como decía Sikes.
Sam era consciente de que, aunque Tori hablara en broma, parte de ella sí
tenía miedo de aquel lugar, pero dudaba que un extraño pudiera leerlo en su
lenguaje corporal. Ese día llevaba los vaqueros y la camisa recién planchados,
con un jersey borgoña oscuro encima. Con el oscuro pelo corto tan impecable
como siempre, Tori no reflejaba más que seguridad en sí misma. Es más, la
exudaba visiblemente. Era una de las cosas de Tori que maravillaban a Sam:
daban igual las circunstancias, la situación o la gente involucrada, Tori siempre
tomaba el control y no lo soltaba.
Sonrió levemente a Tori cuando se miraron a los ojos. Tenía la impresión de
que Marissa Goddard estaba igual de acostumbrada que Tori a tener la sartén por
el mango y, aunque no dejaba de ser entretenido ver la lucha de poder que se
traían entre manos, no estaba ayudando en nada a la investigación.
—Dudo mucho que Dios descargue Su ira sobre ti en forma de rayos y
centellas —le susurró.
—¿Ah, no? ¿Será algo peor?
Sam se echó a reír.
—¿Qué te pasa? ¿Crees que Dios nos va a castigar por acusar a un sacerdote
de tener una aventura?
Divertida, Tori enarcó una ceja.
—A lo mejor nuestra penitencia es cargar con Marissa Goddard.
Las dos levantaron la mirada al oír el repiqueteo rítmico de unos tacones
sobre el mármol del pasillo que conducía a la recepción donde las habían hecho
esperar. Marissa Goddard apareció, en opinión de Sam, con un aspecto
definitivamente regio con su traje negro y una elegante camisa roja.
—Inspectoras, qué sorpresa más agradable —las saludó con una nota de
sarcasmo—. Las esperaba hace horas.
—Lo siento, nos perdimos su debut en las noticias de la mañana, si no
habríamos estado allí con usted —repuso Tori igual de irónica—. Hemos oído
que ha resuelto el caso por nosotras.
Marissa esbozó una sonrisa de suficiencia.
—Solo las estoy empujando por el buen camino. Con todas las pruebas que
hay, parece obvio que Hidalgo es el asesino que buscan.
—Las pruebas circunstanciales sin un móvil no pueden considerarse
concluyentes, señora Goddard. Creía que eso ya lo habíamos dejado claro —
replicó Tori enderezando los hombros y pisando fuerte.
—¿Ah, sí? —Marissa se volvió para admirar una pintura de la Virgen María
—. Las obras de arte de este lugar son exquisitas —murmuró devolviéndoles la
mirada—. ¿Alguna de las dos sabe de arte?
—No mucho, no —contestó Sam—. Pero son muy bonitas.
Tori se aclaró la garganta.
—¿Podemos dejarnos de cortesías, por favor? Hemos venido a trabajar.
—No me había dado cuenta de que estaba siendo cortés, inspectora. Había
imaginado que era una capacidad que no poseía —afirmó y entonces sonrió a
Sam—. Aunque su historial de compañeros parece haber mejorado ahora que la
inspectora Kennedy se ha subido al barco —ante la mirada inexpresiva de Tori,
Marissa continuó hablando—. Sí, he visto su historial, inspectora Hunter.
Impresionante. Terrorífico, de hecho.
Tori levantó una ceja.
—Gracias. ¿Cuántas leyes de protección de datos ha violado para acceder a
mi historial? —se encogió de hombros—. Es igual, no importa. Mi historial no
tiene nada que ver con este caso, a diferencia de las trece huellas dactilares que
tenemos. Queremos tomarles las huellas a los sacerdotes de Saint Mary’s. Los
sacerdotes del seminario. A toda monja que pueda haber pasado en algún
momento por la rectoría. Cualquiera que haya tenido razones para ir, en realidad.
Marissa Goddard dejó escapar una risilla.
—¿Se ha vuelto loca?
—No creo, no —respondió Tori—. ¿Por? ¿Hay algún problema?
—Supongo que cree que va a poder obtener una orden judicial para eso.
—¿Por qué iba a ser necesario? Yo habría creído que la Iglesia estaría
impaciente por encontrar al asesino del padre Michael, no que quisiera ponerle
palos en las ruedas a la investigación no aviniéndose a colaborar.
Marissa se echó a reír.
—¿Habla en serio? ¿Acusaría a la Iglesia de no cooperar?
—¿Como si ocultara algo? Sí.
—¿Ocultar el qué? No me diga que va a empezar otra vez con toda esa basura
de la aventura sexual, Hunter.
Sam miró a Tori por si tenía que intervenir antes de que aquello se les fuera
de las manos. Tori avanzó hasta estar casi nariz con nariz con Marissa.
—No te creas que no soy capaz de hablar con la prensa.
—Oh, inspectora Hunter, ni se le pase por la cabeza amenazarme —le dijo
Marissa con una sonrisa maliciosa—. No me gustaría recordarle cuál es su
posición y cuál es la mía.
Tori frunció el ceño.
—¿Su posición?
—Anoche cené con el jefe de policía y con el alcalde. Los dos son unos
caballeros muy amables. Sabe que estoy aquí porque me lo han pedido ellos,
¿verdad?
Tori suspiró.
—Maldita política. ¿Es que la Iglesia tiene fotografías incriminatorias de los
altos cargos de la ciudad o qué? —se inclinó sobre Marissa—. Me pregunto qué
diantres deben de querer ocultar. Creía que ya les habían sacado todos los trapos
sucios.
—Le aseguro que no tienen nada que ocultar, inspectora. Sencillamente no
quieren que se monte un circo mediático en torno a la investigación. El padre
Michael merece descansar en paz.
—Estoy de acuerdo, pero también merece que se haga justicia.
—Alguien ya la ha hecho, ¿no es así? Hidalgo está muerto.
Sam se cansó de oírlas porque aquello no iba a ninguna parte.
—Señora Goddard, a eso difícilmente se le puede llamar justicia —intervino
—. No sabemos seguro si Hidalgo lo hizo. Y, si fue así, seguimos sin saber por
qué.
—¿De veras importa a estas alturas? Y, por favor, llámame Marissa.
—Por supuesto. Pero sí, importa.
—Mira, Goddard, estoy harta de estos jueguecitos. Necesitamos la huellas —
retomó la palabra Tori—. Así que ve a hablar con quien tengas que hablar.
Marissa puso los brazos en jarras mirando alternativamente a las dos mujeres
hasta recalar en Sam.
—Dios, ¿cómo la aguantas? —musitó antes de alejarse con los ruidosos
tacones sobre el mármol—. Hablaré con Monseñor, no os aseguro nada.
—Gracias. Esperamos aquí —le gritó Tori.
Sam esperó a que desapareciera pasillo abajo y se volvió hacia Tori.
—Me pregunto si en circunstancias diferentes podríamos haber sido amigas.
¿Qué te parece?
—¿Estás de broma? Es borde y terca. La madre... ¿quién iba a soportarla?
Sam se rio.
—Creo que Sikes te describía más o menos así cuando empecé en la
comisaría.
—¿Sí, no? —Tori se encogió de hombros—. Bueno, supongo que era verdad,
¿no te parece?
Sam se le arrimó y deslizó la mano entre las dos para apoyársela en la cintura.
—Era verdad, cielo. Y aun así me enamoré de ti —le susurró.
Notó cómo la mirada de Tori se dulcificaba y le subía un leve rumor por la
piel inmaculada. Tori asintió.
—Era borde, ¿verdad?
Sam rio de nuevo.
—Insoportable.
Tori se acercó a examinar la misma pintura que le había llamado la atención
antes a Marissa. Luego se volvió despacio.
—Es algo irónico, ¿no te parece? Que hayan traído a una mujer para asesorar
a la Iglesia —explicó.
—Supongo.
—Quiero decir que la Iglesia católica es toda de hombres. Las mujeres no son
más que...
—¿Qué? ¿Serviles? ¿Obedientes? —quiso saber Sam que hacía esfuerzos
para no sonreír ante las reflexiones de su compañera.
—Sí, no tienen ningún poder. ¿Por qué razón querrían poner a una mujer
como portavoz?
—Bueno, para la opinión pública una mujer siempre es más empática y más
sincera —dijo Sam con las cejas levantadas—. Más creíble.
—Sí, y supongo que eso es bueno cuando les estás mintiendo.
A Sam no se le había ocurrido.
—¿No creerás que la han traído precisamente para eso, verdad?
La respuesta de Tori quedó interrumpida con la vuelta de Marissa Goddard.
—Bueno, parece que le habéis cogido en un buen día. Monseñor Bernard
accede a recibiros.
—Vaya, gracias, señora Goddard. Eres incluso más poderosa de lo que
sospechaba —comentó Tori con descaro mientras la seguía por el pasillo.
—Créeme, Hunter, yo le he recomendado que os pusiera de patitas en la calle
hasta que no tuvierais una orden, pero él insiste en cooperar en todo lo que sea
necesario —Marissa sonrió—. Y no pongáis muchas esperanzas en lo de las
huellas. No creo que le haga mucha gracia.
Sam observó divertida el intercambio de pullas. Seguía sin entender la
animadversión que se tenían porque, de acuerdo, Marissa Goddard era un poco
brusca e intransigente, pero no era la persona más detestable con la que trabajar.
De hecho, parecía tener bastante sentido del humor aunque sobre todo fuera a su
costa.
—Marissa, si me permites la pregunta —empezó Sam—, ¿cuánto hace que
eres asesora de la Iglesia?
—¿Te acuerdas hace años del escándalo que hubo en Boston? La diócesis de
allí contrató a mi empresa para supervisar la prensa y la televisión. Fue una
verdadera pesadilla —les explicó. Al llegar a la puerta, una enorme estructura de
roble con grabados, se detuvo—. Pero yo les caí bien y les pareció que había
gestionado los medios satisfactoriamente —esbozó una sonrisa confiada—. Y
por eso estoy aquí.
Llamó una vez y abrió la puerta. Sam observó a Tori mientras entraba en la
sala y miraba a monseñor Bernard. Tenía una mesa de caoba imponente.
—Adelante, inspectoras —las recibió y les señaló unas mullidas butacas de
piel que había al otro lado de la mesa—. Siéntense, por favor.
—Gracias por recibirnos, Monseñor —agradeció Sam, cortés, mientras
rodeaba a Tori para tomar asiento.
—Faltaría más. Como le he dicho a la señora Goddard, estamos aquí para
ayudar en lo que haga falta.
También le dedicó un gesto de cabeza a Tori al tiempo que abría un cajón.
—Inspectora Hunter, es un placer volver a verla.
Marissa entró en la habitación con naturalidad y se puso cómoda en el sofá de
la pared opuesta. Al final, Tori se sentó al lado de Sam e inclinó la cabeza hacia
Monseñor sin formalidades mientras él sacaba un tubo de crema del cajón y se
ponía un poco en la palma.
—Este tiempo me va fatal para la piel —comentó frotándose las manos con la
crema.
—Le agradezco que se tome el tiempo de hablar con nosotras, monseñor
Bernard. Entiendo que la señora Goddard le ha transmitido nuestra petición —
dijo Tori que sonó brusca incluso para sí misma.
—¿Tiene una petición, inspectora? No, me dijo que tenían algunas preguntas
—repuso, y guardó la crema en el cajón instándola a continuar.
Tori le dedicó una sonrisa desprovista de humor a Marissa y ella se la
devolvió.
—Es evidente que el asesino estuvo en la rectoría. Hemos encontrado trece
huellas dactilares diferentes en la escena del crimen. Nos gustaría identificarlas.
El prelado entrelazó las manos sobre el escritorio repiqueteando ligeramente
con los dedos sobre la piel del dorso de sus manos, suaves gracias a la crema.
Las observó con expresión reflexiva.
—Ya veo. Pero tengo curiosidad por la razón. Si Juan mató al padre Michael,
¿por qué les preocupa quién más había en la rectoría? Por ejemplo, estoy seguro
de que unas de esas huellas son mías. Visitaba la rectoría con frecuencia.
—Monseñor, aún no estamos cien por cien seguros de que Juan fuera el
asesino —apuntó Sam.
Claramente sorprendido, miró a Marissa.
—Lo siento, tenía la impresión de que las pruebas señalaban a Juan.
—Pruebas circunstanciales como mucho —dijo Tori—. Y no tenemos móvil
—añadió—. Es un poco difícil cerrar el caso.
—Por esa razón nos gustaría identificar las huellas y hablar con todo el
mundo.
—Bueno, me dejan perplejo, inspectoras. ¿De verdad creen que el asesino
podría ser alguien de Saint Mary’s? Cualquiera de las huellas que haya en la
rectoría estará sin duda justificada.
—Lo cual está muy bien —le aseguró Tori—. Pero nos gustaría saber quiénes
son todos. Es nuestro trabajo.
—No me siento cómodo haciendo pasar a mi gente por algo así, inspectora.
Parece que los esté poniendo en fila en una ronda de reconocimiento, como si
pensara que uno de ellos es culpable.
—En absoluto, pero no podemos investigar el caso sin saber quiénes son los
jugadores.
—En la era de las pruebas forenses, ¿me está diciendo que tiene algo más
concreto que las pruebas que incriminan a Juan Hidalgo? Tiene que haber alguna
razón para que quiera identificar las huellas —opinó—. No voy a permitir que se
haga una caza de brujas, inspectora. Estoy al tanto de lo que opina de la vida...
privada... del padre Michael.
—Monseñor, solo queremos hablar con todo el que pueda haber estado en
contacto con el padre Michael —dijo Sam—. Tuvieron que matarlo por alguna
razón. ¿Es que no quiere saber por qué?
—Lo que quiero es poder cerrar este tema y seguir adelante. Tenemos
furgonetas de la televisión aparcadas fuera cada día, el teléfono no deja de sonar
y los feligreses están muy disgustados. El padre Michael era muy popular entre
ellos: joven, activo, lleno de ideas. Lo que me gustaría es poder dar a su muerte
cierta clausura, honrarle y darle sepultura.
—Pero eso no podrá pasar hasta que sepamos quién lo mató —insistió Tori en
tono neutro.
—Sigue sin gustarme la idea de que interroguen a mi gente. Tienen los
mismos derechos que todo el mundo y creo que no tienen base legal para invadir
su intimidad de esta manera. Lo que me hace pensar que lo que busca es otra
cosa, inspectora Hunter, algún escándalo en potencia que destapar.
Tori le lanzó una mirada airada. Para Sam, aquella conversación hacía rato
que no iba a ninguna parte y estaba más que claro que Tori estaba harta.
—Dadas las circunstancias, no creo que obtengamos una orden judicial, o eso
es lo que dice la señora Goddard —Tori se volvió hacia la aludida—. Parece ser
que tiene información de primera mano del jefe de policía —volvió la mirada
hacia el prelado—. Entonces, de sus palabras debo entender que le preocupa
menos su sacerdote asesinado que proteger la puñetera reputación de esta
diócesis —levantó la voz—. ¿Qué le asusta que encontremos?
Sam abrió mucho los ojos, sorprendida por el estallido de Tori, y se contuvo
para no ceder al impulso de cogerla del brazo para tranquilizarla. Miró al
monseñor, que tenía la cara rechoncha colorada de la ira.
—Inspectora Hunter, si vuelve a hablarme así, haré que la echen de este
edificio y que no vuelvan a dejarla entrar. Nunca en la vida me habían hablado
con tanta grosería —golpeó la mesa con la palma de la mano—. ¿Es que no tiene
respeto alguno?
En ese momento Sam sí que cogió a Tori del brazo antes de que la situación
fuera a peor.
—Monseñor, acepte mis disculpas —se apresuró a interponer dirigiendo una
mirada fugaz a Tori—. Es que nos sentimos muy frustradas. Estamos en un
punto muerto, a no ser que nos ayude. Comprendo que intenta proteger la
reputación de su Iglesia, pero han matado a un hombre. A un sacerdote. A su
sacerdote. Y queremos encontrar al asesino.
Él las observó iracundo. Respiraba con dificultad en un intento de recuperar
la compostura. Inspiró hondo y, por fin, asintió.
—La señora Goddard me ha contado que su hermano es sacerdote —se tapó
la boca y tosió suavemente—. ¿De qué diócesis?
Sam desvió la mirada un segundo hacia Marissa asombrada de lo deprisa que
las había investigado. De hecho, lo interesante era el mero hecho de que las
hubiera investigado.
—Procedemos de Denver —contestó—. Él se presentó voluntario para ir a
Sudamérica nada más acabar el seminario. Lleva años en Brasil.
—Maravilloso, un hombre con convicciones. Yo pasé cinco años en
Nicaragua. Allí abajo se pone a prueba la fe de uno, eso está claro. Debe de estar
muy orgullosa de él.
Sam sonrió al monseñor.
—Sí, y sobre todo mis padres.
—Muy bien.
Asintió y luego apoyó la cabeza en el respaldo de su butaca de piel con los
ojos cerrados, como si estuviera sumido en sus pensamientos. O en sus plegarias.
Sam miró a Tori y le alegró comprobar que parecía haber recuperado el control.
Marissa, por su parte, le devolvió una mirada inexpresiva y volvió a centrarse en
el prelado.
—Muy bien —repitió este en voz queda como si hablara consigo mismo.
Se echó hacia delante y apoyó los antebrazos sobre su escritorio.
—Les concederé su petición, inspectora Kennedy. La hermana Margaret me
preparará una lista de las monjas que, por cualquier razón, hayan podido pasar
por la rectoría. También haré que me pasen una lista de los demás sacerdotes y
seminaristas. La señora Goddard las informará de los nombres.
—Disculpe, monseñor, pero no creo que sea buena idea —intervino Marissa
por primera vez—. No es responsabilidad nuestra...
—Buena idea o no, será lo que haremos —zanjó él—. Cuanto antes
completen la investigación, antes podremos recuperar la normalidad. No espero
que encuentren nada fuera de lo normal —miró a Sam de hito en hito—. Pero,
les advierto, no voy a obligarles a someterse a nada. Seguimos siendo
ciudadanos y tenemos los mismos derechos que cualquiera. Si no se sienten
cómodos dejando que el departamento de policía les tome las huellas, es su
elección —concluyó.
—Por supuesto, monseñor, lo entendemos.
Si se daba el caso, se dijo Sam, tendrían que hacer lo posible para conseguir
una orden. En aquellos momentos las huellas eran la única pista que tenían.
—Bien, ahora si me disculpan tengo otros asuntos que atender.
Se pusieron de pie y Sam le dio un codazo a Tori con la esperanza de que se
disculpara, pero, a juzgar por su expresión ceñuda y la mandíbula apretada, no
iba a ver cumplido su deseo.
—Gracias, monseñor —se despidió Sam con educación.
—Os acompaño fuera —se ofreció Marissa abriéndoles la pesada puerta.
Sin embargo, a Sam se le ocurrió una última cosa y se volvió de nuevo hacia
Bernard.
—Si me permite la pregunta, ¿cómo es que el padre Michael vivía en la
rectoría?
—¿Perdone?
—Quiero decir, ¿por qué a él se le permitía vivir allí y no a otro sacerdote?
Él frunció los labios.
—Oh, ¿pregunta por la jerarquía?
Sam asintió.
—Como en cualquier empresa, los más productivos suelen ser
recompensados —explicó—. El padre Michael era muy popular, como ya les he
dicho. También era nuestro sacerdote más capacitado a la hora de solicitar
contribuciones y donativos.
—¿Quiere decir que recaudaba más dinero que los demás?
—Exacto. Diría que es una competición que la mayoría ha aprendido a
disfrutar. Y el premio es poder vivir solos en la rectoría con un ama de llaves y
una cocinera.
—Ya veo. Bien, gracias de nuevo, monseñor.
Capítulo 10
—Ah, no, y una mierda —saltó Tori mientras le explicaba al teniente Malone
cómo había ido con monseñor Bernard. Dio un trago de su botella de agua y casi
se bebió media de golpe—. Yo perdí los estribos, pero Sam salvó la situación.
—Decirle «puñetera» a un sacerdote católico va más allá de perder los
estribos, Hunter —rio Sam—. Me extraña que no te cayera el rayo aquel que
decíamos en aquel preciso momento.
—Bueno, al menos conseguisteis lo que buscabais. Sikes y Ramírez también
tienen algo. Ya están de camino hacia aquí. Cuando lleguen nos reuniremos en
mi despacho —les dijo Malone que agitó dos carpetas en el aire—. Por cierto,
voy a retiraros estos dos. Uno es vuestro sin techo; se lo voy a pasar a
Donaldson.
—¿A Donaldson? —Tori miró a su alrededor, pero Donaldson y su
compañero no estaban—. Teniente, ya sabe lo que pienso de él. Desde que
hicieron la vista gorda con...
—Hunter, sabes que fue Adams, no Donaldson, así que dale un poco de
cancha. Ya le ha caído suficiente mierda encima con Asuntos Internos como para
que también la reciba de sus compañeros.
—Vale, pero ¿nuestro sin techo?
—¿Cuánto tiempo le habéis dedicado en estos últimos tres días?
—Tiene razón, Tori —opinó Sam—. No podemos abarcarlo todo. Además,
Donaldson está impaciente por demostrarte a ti y a todos nosotros que es un
buen inspector. Hará un trabajo excelente.
Tori la miró fijamente a sabiendas de que tenía razón.
—Es verdad, de acuerdo —asintió.
Malone sonrió de oreja a oreja.
—Gracias, Hunter, pero la verdad es que no me importaba si te parecía bien o
no. Ya está hecho —espetó y se volvió a su despacho.
—¿Sabes? Antes le habría importado si me parecía bien o no —refunfuñó
Tori con el ceño fruncido. Se preguntaba si estaba perdiendo su toque—. ¿Qué
está pasando?
Sam se echó a reír.
—A lo mejor es que te has ablandado y ya no tiene miedo de que saques la
pistola y le dispares —bromeó.
—Ablandada yo —murmuró Tori asqueada por la idea—. No me he
ablandado. No sé de qué estás hablando.
Sam se le arrimó con ojos chispeantes.
—¿Tienes idea de lo mucho que te quiero?
A Tori se le cortó la respiración como siempre que Sam le decía aquellas
palabras. A veces todavía le costaba mucho creérselas, pero al mirar a Sam a los
ojos se despejaban todas sus dudas. Cerró los ojos un instante y dijo entre
dientes:
—A lo mejor me he... ablandado.
—Si te sirve de consuelo, ahí fuera todavía eres un ogro.
—Vaya, gracias, inspectora. Es el mejor cumplido que podías hacerme.
—Sí, ya lo sé.
—¿Qué cumplido? —se interesó Sikes que acababa de llegar con Ramírez.
—La he llamado ogro —contestó Sam.
—Ah, entonces nada nuevo.
No se detuvo en su mesa, sino que siguió andando hacia el despacho de
Malone.
—Vamos —les dijo—. Creo que Malone quiere vernos a todos.
Se levantaron y fueron en pos de él. Tori le dio un codazo a Ramírez cuando
se puso a su lado.
—¿Tenéis algo bueno?
—Sí, creo que sí.
—Sentaos, sentaos —los recibió Malone—. He quedado con el jefe a las tres
y quiero tener algo que decirle —señaló a Sikes—. ¿Qué habéis descubierto?
—Que se lo cuente Tony. Mi español no es igual de bueno.
—Sí, fuimos a Little Mexico —explicó Tony—. A un bar que se llama La
Sombra, así, en español —consultó sus notas—. Hidalgo se presentó allí la
mañana del asesinato alrededor de las ocho. Empezó a beber tequila a palo seco.
—Espera, ¿el bar está abierto a las ocho de la mañana? —se extrañó Sam.
—A mí me dio la impresión de que no cerraba nunca —respondió Ramírez—.
Bueno, el caso es que Hidalgo hacía un año que no aparecía por allí. Se quedó
hasta las dos, cuando le pilló un pico a alguien —levantó la mirada—. No dieron
nombres, lo siento.
—No buscamos hacer una redada, continúa —le indicó Malone.
—Se fue con un tío que se suponía que iba a llevarle a casa. Y, atentos, el
barman con el que hablamos, Carlos, decía que Juan no dejaba de repetir que iba
a arder en el infierno por lo que había hecho. Según Carlos tenía los ojos de un
hombre muerto.
—¿Y eso qué coño quiere decir?
—Que había vendido su alma al diablo —dijo Ramírez.
—¿Se lo confesó a ese hombre? —quiso saber Sam.
Sikes tomó la palabra.
—Sí, le dijo al tal Carlos que Dios le había ordenado que matara al padre
Michael —se encogió de hombros—. Luego descubrió que en realidad no era
Dios quien se lo había ordenado. Signifique lo que signifique.
Malone se frotó la frente y meneó la cabeza.
—¿Eso es lo que tenéis? ¿Que Dios le ordenó que lo hiciera? —los miró
fijamente—. ¿Eso es lo que queréis que le diga al capitán, que ha sido Dios?
—¿Tan difícil habría sido conseguir algún nombre? —preguntó Tori—. ¿El
del tío que se le llevó a casa, por ejemplo?
Tony negó con la cabeza.
—Para nada. Ya bastante es que dejaran que les hiciéramos las preguntas que
les hemos hecho. Este tío ya habrá desaparecido. Y no me extrañaría nada que
Carlos también se haya esfumado.
Malone dejó escapar un suspiro.
—Muy bien, tenemos pruebas circunstanciales que señalan a Hidalgo. Ahora
decís que tenemos una confesión. ¿Así es cómo queréis cerrar el caso?
—Espere, espere —intervino Tori—. ¿Cerrarlo? Si Hidalgo es el asesino,
¿entonces quién le dijo que matara al padre Michael?
—¿De verdad crees que se lo dijo alguien? —preguntó Malone en tono
escéptico.
—Sí, sencillamente no creo que fuera Dios.
Tori se levantó y empezó a pasear por la habitación mientras pensaba en voz
alta.
—Así explicaríamos la falta de móvil. Juan, por sí mismo, no tenía ninguna
razón para matarle, pero es obvio que alguien quería muerto al padre Michael. A
lo mejor ese alguien sabía que Juan tenía antecedentes y podía amenazarle o
chantajearle.
—¿Pero quién iba a querer muerto al padre Michael? ¿Y por qué? Es decir,
los sacerdotes no suelen tener muchos enemigos —opinó Sam—. Al menos es lo
que yo pensaba.
—Creo que estamos perdiendo de vista algo —dijo Sikes—. Hidalgo está
muerto.
Tori asintió.
—Sí. Está muerto. ¿Quién le mató? ¿El mismo que le ordenó asesinar al
padre Michael?
—Si ese tipo es lo bastante valiente para darle matarife a Hidalgo, ¿por qué
no mató al sacerdote él mismo? ¿Para qué meter a una tercera persona? —
reflexionó Ramírez.
Tori caviló sobre ello unos segundos.
—Puede que no tuviera oportunidad.
—O le daba menos reparo matar a Juan que a un sacerdote —aportó Sikes.
—Vale, esperad —intervino Malone—. Estáis hablando en círculos. Y si esto,
y si aquello. Eso no significa nada, los hechos son lo que importa. ¿Cuáles son
los putos hechos?
—Mirad, a lo mejor es una locura —dijo Sam—, pero ¿una rivalidad entre
sacerdotes podría generar odio suficiente para cometer un asesinato?
—¿De qué estás hablando? —quiso saber Sikes.
—Monseñor Bernard dijo que la razón de que el padre Michael viviera en la
rectoría era que recaudaba más dinero que nadie —explicó Sam—. Era su
recompensa. ¿No podría ser que otro sacerdote se hubiese cabreado?
—¿Por el alojamiento? ¿Cabrearse tanto como para matarle? No, yo creo que
esto sigue teniendo que ver con el padre Michael y su vida sexual —dijo Tori
mirando de reojo a Malone—. Tenemos permiso para interrogar a los sacerdotes
y tendremos oportunidad de tomarles las huellas para ver si coinciden con las
que encontró Mac en la rectoría. Veamos quién estuvo allí y seguro que sale
algo.
—También creo que a lo mejor deberíamos pasarnos por el funeral mañana —
dijo Sam—. Me gustaría observarlos a todos. Si el asesino está allí, a lo mejor
vemos algo.
—No sé si me parece adecuado —titubeó Malone—. No quiero convertir su
funeral en un circo. Ya habrá bastantes periodistas, ¿también queremos que haya
policía?
Sam le dedicó una sonrisa arrebatadora.
—Teniente, me vestiré de domingo. Encajaré sin ningún problema.
Capítulo 11
—Va a ser una noche preciosa —opinó Sam mientras sacaba las sillas a cubierta
una vez que Tori echó el ancla en su cala favorita—. Hace siglos que no nos
sentamos fuera a ver la luna.
—En la ciudad es más difícil —dijo Tori.
—Y por eso tenemos que venir más a menudo al lago —afirmó Sam,
aceptando la copa de vino que le tendía Tori—. Gracias.
Tori se sentó a su lado y contemplaron el firmamento en silencio. La luna ya
despuntaba por encima de las copas de los árboles en aquel corto crepúsculo de
enero. Tori odiaba aquella época sin rastro de verde o de vitalidad. No había
animales en la espesura, ni siquiera grillos; no se oía ningún ruido más allá del
sonido quedo del agua lamiendo el casco del barco y meciéndolo sobre la
superficie. Apartó la vista de la luna y miró a Sam, que finalmente giró la cabeza
y la miró a los ojos.
—¿Me vas a contar lo que has averiguado hoy?
—¿Qué te hace pensar que he averiguado algo?
—Bueno, que te has asegurado de hacerle creer a Malone que no.
Sam asintió.
—Ya veo.
Dio un sorbo de vino titubeante.
—¿De qué quieres hablar primero, de Marissa o de mi marcha?
Tori se volvió de nuevo hacia la luna con cara de aprensión.
—Creo que no voy a querer hablar nunca de tu marcha —admitió—. La
verdad es que da un poco de miedo.
Sam entrelazó los dedos con los de Tori.
—No hay nada de qué tener miedo, te lo prometo —le apretó la mano a Tori
—. Confías en mí, ¿no?
—Sí —asintió Tori.
—De acuerdo —Sam le apretó la mano una vez más antes de soltarla—. De
mi marcha hablaremos esta noche. En la cama —añadió.
Tori no despegó los ojos de la luna. No soportaba sentirse tan insegura y tener
miedo de que sus vidas estuvieran a punto de cambiar porque ya no quería
volver a una vida incompleta e insatisfecha, sin espacio para la felicidad, como
tenía antes de creer que se merecía todo aquello. —¿Sam?
—¿Mmm?
Tori vaciló solo un segundo.
—Te quiero.
Sam tomó aire de golpe, como siempre. Eran dos palabras de nada, pero
seguían siendo dos palabras que Tori casi nunca decía. Todavía no había logrado
superar su infancia y dejar de tener miedo a quedarse sola, así que sabía que Sam
era consciente de lo que encerraban aquellas palabras en las raras ocasiones en
las que algo le llegaba tan hondo que necesitaba decirlas. No eran dos palabras
dichas a la primera de cambio, sin pensar, como lo hacía la mayoría de la gente.
Cuando las decía ella venían del fondo de su corazón. Por entero.
Sam alargó el brazo de nuevo y le acarició la mano hasta volver a enlazar los
dedos con los suyos. No dijeron nada, solo se quedaron allí, en silencio, cogidas
de la mano hasta que por fin Tori se relajó.
—¿Ya estás preparada para contarme lo que dijo Marissa?
Sam se echó a reír.
—¿Ya se ha terminado el descanso, no? —bromeó tendiéndole la copa—.
Hasta arriba, por favor.
—¿Disfrutas teniéndome en ascuas? —le preguntó Tori mientras llenaba la
copa—. ¿Exactamente cómo de simpática fue la señora Goddard?
Sam se echo a reír otra vez.
—Dios mío, no me irás a decir que estás celosa, ¿verdad?
—Claro que no, sencillamente nunca me ha parecido una persona simpática,
eso es todo.
—En realidad fue muy amable y sorprendentemente parlanchina.
—¿Ah, sí?
—Estuvimos hablando, Tori —explicó Sam mirando a su compañera—.
Hablamos... off the record.
—¿Y eso qué significa?
—Que no podemos contárselo a nadie.
—¿A nadie? ¿Qué coño te dijo?
Sam le cogió la mano otra vez.
—Lo digo en serio, Tori, lo que me dijo es off the record.
Se sostuvieron la mirada en la penumbra y Tori se dio cuenta de que Sam no
estaba de broma.
—Vale, de acuerdo, off the record.
—Bien, vale. Pues alucinarás: no fue la Iglesia quien trajo a Marissa. Lo
hicimos nosotros —espetó.
—¿Qué coño?
—A petición del alcalde.
—¿Pero por qué?
—Porque el alcalde Stevens y el padre Michael eran hermanos.
—¿Qué? '
—El escándalo sexual que están intentando evitar no tiene nada que ver con
proteger a la Iglesia, sino el futuro de la carrera política de Stevens.
Tori se levantó y caminó hacia la barandilla para contemplar el lago oscuro.
No se veía nada.
«Malditos políticos.»
—Increíble —murmuró volviéndose de nuevo—. ¿Qué carrera política? —se
interesó—. ¿Planea presentarse para gobernador o algo así?
—Para el Senado de los Estados Unidos.
Tori arrugó el ceño.
—¿Y qué diablos tiene eso que ver con su hermano?
—Marissa no lo dijo directamente, pero yo supuse que Stevens sabía que su
hermano tenía una aventura así que, cuando lo encontraron desnudo, pensó que
todo se destaparía.
—Así que, para no obligar al laboratorio a alterar las pruebas, nos ata de pies
y manos de cara a la prensa.
—Exacto.
—¿Y eso no es ir un poco lejos? Todos sabemos que al final las tapaderas se
descubren. ¿Para qué? Sigo sin entender cómo iba a afectar esto a su carrera
política.
—Yo tampoco, pero ¿qué sabemos nosotras de política?
—¿Y por qué coño te ha contado todo esto?
—Porque, Tori, realmente quiere ayudar en el caso.
—Venga ya, Sam. No puedes ser tan ingenua. El caso no le importa. Está aquí
para hacerlo desaparecer.
Sam la cogió de la mano y la hizo sentarse de nuevo en la silla.
—Solo creo que si la dejas, Tori, podría ser nuestra aliada. Hoy he tenido esa
impresión. No tenía por qué contarme todo esto, creo que parte de ella odia
profundamente lo que está haciendo.
—No vamos a ser aliadas, Sam. Ni siquiera me cae bien esa mujer.
—Sí, eso lo has dejado claro.
—Bueno, no me gustan las cortinas de humo y ella forma parte de esta.
Sam sonrió con dulzura.
—Todos somos parte de esta, cielo, nos guste o no.
Tori dejó escapar un suspiro.
—Sí, lo somos, ¿verdad?
Se apoyó en el respaldo de la silla y se esforzó por sonreír.
—Pero tú estás a punto de salir de este embrollo, ¿eh?
Inspiró hondo y miró a Sam a los ojos, que la observaba a su vez con
intensidad. Tori se preguntaba si era capaz de ver el miedo y las dudas que la
atormentaban.
—¿Quieres hablar de ello ahora?
Tori se encogió de hombros.
—Supongo que no llevo bien los cambios.
—Tori, nuestra vida en común, lo que tenemos fuera del trabajo es precioso
para mí y no haría nada para cambiarlo —afirmó Sam apretándole la mano—.
Nuestro día a día será diferente, vale, pero nuestra vida no va a cambiar.
Tori la observó y, por primera vez, cayó en la cuenta de que Sam se estaba
tomando todo aquello con mucha calma. De hecho, ni siquiera había parecido
sorprenderse cuando Malone les dio la noticia.
—¿Cuánto hace que lo sabes?
Sam apartó los ojos, pero no antes de que Tori notara que su expresión se
tornaba avergonzada. Pillada.
—¿Marissa?
Sam asintió.
—En el funeral me dijo que había oído que iban a trasladar a una de las dos.
Cuando volví, Malone dijo que quería vernos y supe por qué —explicó. Cuando
Tori levantó la botella de vino, le alargó su copa—. Por eso te llamé, quería
avisarte, pero ya estabas en el despacho de Malone.
—¿Y de verdad te parece bien?
—No lo sé, Tori. Quiero decir, es una gran oportunidad, claro, pero me
encanta trabajar contigo. Me gusta mucho el equipo que tenemos en el
departamento —hizo una pausa—. Y, más que eso, voy a perder la seguridad que
tengo.
—¿A qué te refieres?
Sam miró a Tori a la cara.
—A que sé que contigo siempre estaré a salvo. Sé que nunca dejarás que me
pase nada —dijo con voz suave—. Te confiaría mi vida.
Y aquello precisamente era lo que más temía Tori: si pasaba algo, ella no
estaría allí para proteger a Sam, para cuidar de ella. Sin embargo, se tragó todos
aquellos miedos porque eran una tontería. Sam era perfectamente capaz de
cuidar de sí misma.
—A lo mejor soy yo la que ya no está a salvo —le dijo Tori—. ¿Quién va a
asegurarse de que no me meta en líos?
Sam se echó a reír.
—¿No crees que Sikes vaya a poder contigo?
Tori frunció el ceño.
—¿Sikes?
Sam se mordió el labio inferior.
«Vaya, vaya. Un secreto.»
Tori aguardó a sabiendas de que Sam no le ocultaría nada.
—Malone me ha dicho que también van a trasladar a Tony. Van a crear un
cuerpo especial para trabajar en Little Mexico.
—Joder, están cargándose todo el equipo, ¿eh?
—Ramírez es bilingüe, tiene sentido.
—¿Y todavía no lo sabe?
—No, Malone me lo ha dicho hoy al salir. No sé si va a ser inmediato o no.
—Increíble —murmuró Tori—. Joder, no me lo puedo creer.
Sam rodeó el brazo de Tori con los dedos y le dio un apretón.
—Todo irá bien, Tori. Al menos Sikes y tú... bueno, ahora os lleváis muy
bien. Al menos no traerán a alguien de fuera, ya sabes.
—No, solo vamos a tener que jugar con los de Víctimas Especiales un
tiempo, eso es todo.
Sam le dio un último apretón en el brazo y se levantó.
—¿Sabes qué? Basta de charla por hoy —le cogió la copa a Tori y le tiró del
brazo—. Vamos, corre.
Tori sonrió.
—¿Corro?
Sam se inclinó, besó a Tori en la boca y le borró la sonrisa de la cara.
—¿Quieres? —le susurró en tono sensual.
Capítulo 14
***
—¿Inspectora O’Connor?
—Llámeme Casey, por favor —dijo ella estrechándole la mano a Malone—.
Un placer conocerle al fin.
—Lo mismo digo —repuso Malone, que miró por el cristal un momento antes
de posar los ojos de nuevo en O’Connor—. Siéntese, iré a por Hunter y Sikes.
No tiene sentido que repitamos lo mismo dos veces.
Salió del despacho bajo la atenta mirada de Casey, que no le perdió de vista
mientras hablaba con los inspectores que había mencionado. No se alegraban de
su presencia, eso era obvio; tampoco es que a ella le entusiasmara. Le habían
hecho lo mismo en otra ocasión, quitarle un caso a medias y pasárselo a
Homicidios tras determinar que no se había cometido ninguna agresión sexual.
Eso sí, era la primera vez que recordaba que fuera al revés y Homicidios cediera
un caso a Víctimas Especiales, sobre todo un caso tan destacado como aquel.
—Inspectora O’Connor, le presento a Tori Hunter y a John Sikes, que han
llevado este caso hasta ahora. Creo que encontrará que sus informes son muy
detallados —los presentó Malone—. La inspectora O’Connor es de Víctimas
Especiales.
Se puso de pie enseguida para tenderles la mano a Hunter y a Sikes. La
primera le sostuvo la mirada sin vacilar aunque no trató de disimular su
desconfianza; Sikes le ofreció una sonrisa cautivadora y un guiño sutil. Ella le
devolvió la sonrisa, pero sin el guiño.
—Ya he leído vuestros informes, son muy meticulosos y detallados —les dijo
y volvió a sentarse—. Mi capitán me ha explicado mi papel aquí, teniente, y no
me hace demasiada gracia —admitió—. Igual que a sus inspectores aquí
presentes, he de suponer —añadió mirando a Hunter de reojo.
Le sorprendió detectar en los ojos de ella un destello de comprensión.
—Bien, entonces puede que usted sepa más que nosotros —confesó Malone
—. Hunter, Sikes, sentaos. Vamos a hablar de esto.
—El informe del forense no indicaba que hubiera signos de agresión sexual
—dijo Casey—. Mi capitán... bueno, me ha dicho que tenía que encontrar alguno
—miró a Hunter—. Según tus notas crees que mantuvo una relación sexual
consentida.
—Sí —contestó Tori—. Con relación a los restos de ADN hallados en la
cama y los signos de actividad sexual, pero sin señales de trauma.
—¿Entonces qué diablos hago aquí?
—Demostrar que Juan Hidalgo le mató y demostrar que le agredió —repuso
Tori.
Casey echó un vistazo a su alrededor mirando a los ojos a cada uno de los
presentes. Aunque los encontró llenos de desprecio, no era hacia ella, sino hacia
el sistema.
—Creo que sería más fácil hacer que Jackson mintiera en el informe si lo que
quieren es amañar el caso —opinó.
—¿Has oído lo de la asesora? ¿Goddard? —le preguntó Tori.
—Sí, he oído que los tiene bien puestos —sonrió Casey.
—No lo dudo —murmuró Tori—. El caso es que está insistiendo en el tema
de la agresión sexual. De momento lo ha mencionado en cada comparecencia
ante los medios. Lo más lógico es que intervenga Víctimas Especiales.
Casey se inclinó hacia delante.
—¿Crees que lo hizo Hidalgo?
—¿Estrangularlo? Sí, sin duda.
Casey asintió.
—¿Y entonces por qué no cerrar el caso? Hidalgo es el asesino. Fin de la
historia.
—Porque no es el fin de la maldita historia. No es más que el principio. No
tenemos móvil y el hecho de que a Hidalgo le mataran al cabo de unas horas
apunta a la existencia de una tercera persona —Tori miró a Sikes—. ¿Habéis
tenido suerte Tony y tú buscando al tío del bar?
—No, Carlos ha salido de la ciudad. Estuvimos en el bar el sábado por la
noche —explicó Sikes—. He de decir que daba mucho miedo, supieron que era
poli nada más entrar por la puerta.
Tori se echó a reír.
—Te plantaste allí como si fueras la portada de GQ, no me digas más.
—Pero Tony, joder, encajaba a la perfección. Le irá genial en ese nuevo
cuerpo especial.
—Disculpad, pero ¿habláis del hombre que llevó a Hidalgo a casa desde el
bar? —quiso saber Casey—. ¿El bar donde se supone que Hidalgo dijo que Dios
le dijo que lo matara?
—La tercera «persona». Pero dudo mucho que fuera Dios —sonrió Sikes.
Ella asintió.
—Vale, he leído los informes y vuestros comentarios. Creo que antes de hacer
mis propias suposiciones me gustaría interrogar otra vez al ama de llaves. ¿Ella
es quien encontró el cuerpo, verdad?
—Sí, Alice Hagen, y ya la hemos interrogado dos veces. No ha cambiado su
versión.
Casey se puso en pie.
—Entonces no le haremos preguntas. Le contaremos lo que sabemos —
propuso y miró a Malone—. Supongo que no quiere que vaya sola.
—Que te acompañe Hunter. Ya conoce al ama de llaves.
—Bien, gracias —se dirigió a Tori—. No he desayunado, ¿te importa si
paramos a almorzar algo rápido?
—Conozco un auto-restaurante muy bueno. Puedes comer en el coche.
—Vale, no pareces ser de las que se sienta a comer a la mesa.
Casey alargó el brazo sobre el escritorio y estrechó la mano de Malone.
—No interferiré en su trabajo, descuide —se volvió hacia Sikes—. Un placer
conocerte, John.
John asintió.
—Si puedo ayudarte en algo, aquí estoy.
—Por supuesto .
Miró a Tori al tiempo que sacaba el móvil y se dirigía a la puerta.
—Solo necesito hacer una llamada rápida —anunció y salió del despacho.
***
Tori tamborileaba impacientemente con los dedos sobre el volante del Explorer
mientras esperaban la hamburguesa de O’Connor en el auto-restaurante. Miró el
reloj una vez más y suspiró: llevaban en la cola casi diez minutos.
—Ah, me han dicho que tu excompañera Kennedy y tú sois pareja —comentó
Casey.
Tori giró la cabeza.
—¿Que te lo han dicho? ¿Quién?
Casey se encogió de hombros.
—Cuando me dijeron que iban a pasarme a este caso, investigué un poco. No
te ofendas, pero menuda reputación que tienes, Hunter.
—¿No es buena? —preguntó Tori en tono seco—. Qué sorpresa.
—¿Entonces es cierto? ¿Por eso la han trasladado?
—Es cierto —le contestó Tori volviéndose cuando la ventanilla se abrió y una
jovencita le tendió una bolsa.
—¿Quieren kétchup? —preguntó esta.
—No —ladró Tori enseguida cogiendo la bolsa.
—Kétchup, sí. He pedido patatas fritas, ¿sabes?
Tori miró a la chica de nuevo.
—Sí, kétchup.
Le pasó la bolsa a Casey y le preguntó:
—¿Esto es lo que comes todos los días?
—¿Por qué lo preguntas? —quiso saber ella mientras se metía una patata frita
en la boca, sin kétchup.
Tori dio un repaso a su esbelta silueta y negó con la cabeza.
—Por nada.
Alargó la mano para recoger las bolsitas de kétchup y se las tiró a Casey al
regazo mientras arrancaba.
—¿Siempre vas a todas partes con tantas prisas? —se interesó Casey aferrada
al salpicadero mientras Tori se incorporaba al tráfico.
Ella la ignoró y se cambió de carril aunque lo hizo algo más despacio. Miró a
Casey de reojo con incredulidad cuando esta le dio un bocado a la hamburguesa.
—Bueno, vamos a hablar de esto —le dijo—. Sin capitanes ni tenientes, solas
tú y yo.
—Es un poco difícil hablar mientras como —farfulló Casey con la boca llena.
—Vale, pues hablaré yo. Creemos que la señora Hagen sabe con quién tenía
una aventura el padre Michael. De hecho, estamos seguros de ello. Obviamente,
también pensamos que una de las trece huellas que encontramos en la rectoría es
del amante misterioso en cuestión.
Casey dejó la hamburguesa sobre su regazo y se comió un par de patatas fritas
antes de contestar.
—En tus notas ponías que crees que el ama de llaves estaba protegiendo al
padre Michael —dijo.
—Sí, sería capaz de eso. Le adoraba.
Casey mojó otra patata en el kétchup.
—¿Pero y si no es al padre Michael a quien protege? ¿Y si es a su amante?
Tori frunció el ceño sin apartar la vista de la carretera. Esa posibilidad ni se le
había pasado por la cabeza. Estaban tan convencidos de que protegía al padre
Michael que no habían pensado en que a lo mejor conocía a su amante.
—Muy bien, O’Connor. Estábamos completamente centrados en el padre
Michael.
Casey sonrió de oreja a oreja.
—Eso es porque trabajáis en Homicidios y estáis acostumbrados a centraros
en el muerto.
—Espera un momento. ¿Crees que podría ser otro cura?
—A lo mejor. A lo mejor por eso la Iglesia no quiere que se sepa.
Tori se mordió el labio. Sam la mataría, pero no importaba porque no podía
callárselo.
—Lo que voy a decirte es completamente off the record y no puede salir de
aquí —miró a O’Connor a la cara—. ¿De acuerdo?
—¿Nos conocemos lo suficiente para esto?
—No, pero no parece que vayamos a tener mucho tiempo para aprender a
confiar la una en la otra —espetó Tori al tiempo que le daba al intermitente y
giraba en Milam.
Casey asintió.
—Vale, de acuerdo.
—Sé de buena tinta que la Iglesia no está metida en esto. Al menos no por
voluntad propia.
—¿Qué quieres decir?
—Todos los intentos de tapar esta mierda proceden directamente de la oficina
del alcalde.
—Venga ya, Hunter —negó Casey metiéndose dos patatas fritas en la boca—.
El alcalde no tiene por qué ordenar que se tape un asesinato y además el jefe de
policía nunca lo permitiría. Si se llegara a descubrir sería un suicidio profesional.
—Mira, no sé nada de ti, pero no tengo más elección que confiar en ti porque
no quiero cerrar este caso antes de tiempo. Aquí está pasando algo, hay
demasiados altos cargos metidos —Tori la miró por el rabillo del ojo—. La
razón de que el alcalde quiera echar tierra sobre este asunto es que el padre
Michael era su hermano.
—¿Te estás quedando conmigo?
—No, no me estoy quedando contigo —siseó Tori—. Hablo en serio.
—¿Pero por qué iba a querer ocultar que el padre Michael era su hermano?
—No lo sé, ¿qué diablos sabemos de política?
—¿Cómo sabes todo esto?
Tori guardó silencio un momento.
—No puedo decírtelo.
—¿No puedes decírmelo? Pues vaya mierda, Hunter. ¿Cómo vamos a seguir
esa pista si no me dices de dónde la has sacado?
—No vamos a seguir ninguna pista, ya te he dicho que era off the record —la
miró de reojo de nuevo—. Pero al menos sabemos por qué se ha metido el
alcalde: tiene aspiraciones políticas más allá del ayuntamiento.
—Entonces, la asesora esa no ha venido por la Iglesia, ¿verdad?
—Exacto, la ha contratado el alcalde.
—Y por eso tengo plan para cenar —murmuró Casey.
—¿Cómo? ¿Qué plan para cenar?
—Mi capitán me dijo que esta noche tenía que cenar con Marissa Goddard.
Lo había preparado todo el jefe. Dijo que quería repasar el caso conmigo.
—Ah, seguro que sí. También se reunió con nosotros para «repasar el caso»
—replicó Tori que giró y aminoró—. El ama de llaves vive al final de la
manzana.
Casey metió el resto de la hamburguesa en la bolsa junto con un puñado de
patatas fritas bañadas en kétchup.
—¿Tienes alguna servilleta, Hunter?
—En la guantera —le dijo—. A la señora Hagen no le caigo muy bien,
normalmente era Sam la que hablaba.
—¿Sam? ¿Tu compañera?
Tori aparcó junto a la acera.
—Kennedy, sí, mi compañera.
Bajó del coche y echó a andar hacia la casa sin esperar a O’Connor. Casey
cerró su puerta de un golpe y corrió para ponerse a su altura.
—¿Y cómo fue la cosa?
Tori se paró.
—¿Qué cosa?
—Trabajar con tu pareja.
—Pues está claro que no muy bien porque nos han separado.
—No, me refiero para ti. ¿Se te hacía raro vivir juntas y trabajar juntas?
—No, no se me hacía raro. ¿A qué vienen tantas preguntas?
Casey se encogió de hombros.
—Solo era curiosidad. Es decir, he conocido a compañeros que se han
enrollado. Nada duradero, ojo, pero sí con sexo de por medio, y cuando se
acababa ya no podían trabajar juntos igual que antes. En tu caso, habría esperado
que trabajar juntas estropeara tu vida sexual.
Tori alzó una mano.
—¿Podemos dejarnos de preguntas, por favor? Además, ya no tiene
relevancia. Ya no trabajamos juntas.
—Muy bien, Hunter. Tampoco es que necesite tu consejo en ese tema. Mi
compañero en Víctimas Especiales es un hombre felizmente casado.
Tori suspiró. ¿No la podían poner con un compañero que tuviera la boca
cerrada? Jesús, aquella mujer era una cotorra. Fue a llamar al timbre, pero se
detuvo un momento.
—¿Ya has terminado de parlotear? ¿Lista para ver a la señora Hagen?
—Claro, Hunter, adelante. Pero, ¿sabes? Quizá lo mejor es que hable yo.
—Claro, O’Connor. A ver si la ablandas. A lo mejor te funciona.
Tori pulsó el timbre un largo momento, lo soltó y volvió a pulsarlo. Hubo
movimiento tras el cristal y empezaron a abrir los cerrojos. Lentamente, la
señora Hagen abrió la puerta y se asomó por la rendija. Tori notó el desmayo en
su mirada.
—¿Usted otra vez? ¿Qué quiere ahora?
Casey dio un paso adelante.
—En realidad soy yo la que quiere verla, señora Hagen, la inspectora Hunter
solo se ha ofrecido amablemente a traerme. Soy la inspectora O’Connor, de la
brigada de Víctimas Especiales, señora. ¿Podemos entrar?
—No tengo nada más que decir. Ya se lo dije a ella.
—Lo entiendo; y no tenemos demasiadas preguntas, señora Hagen, solo
queríamos ponerla al día de cómo va la investigación.
La puerta se abrió un poco más.
—¿Ponerme al día sobre qué?
Casey echó un vistazo a su alrededor.
—¿Quiere que hablemos aquí fuera? —se arrimó más a ella—. Quizá
deberíamos pasar para que no nos escuchen los vecinos.
La señora Hagen vaciló, pero accedió tras mirar la casa del vecino de
enfrente.
—Muy bien —les abrió la puerta—. Pasen.
Casey miró a Tori y le ofreció pasar primero; Tori puso los ojos en blanco y
dio un paso atrás.
—Vale, vale. Tú eres más bollera que yo —murmuró Casey.
Tori se las arregló para ahogar una carcajada antes de seguirla dentro. En
aquella ocasión la casa estaba en silencio, sin el ruido de la televisión de fondo,
pero había algo que olía deliciosamente bien. ¿Sopa de pollo?
—¿Cómo se encuentra su esposo, señora Hagen? —le preguntó Tori al entrar
en la cocina.
—Hoy no se encuentra muy bien. Está descansando —contestó ella
dedicándose a remover el contenido de una olla que tenía en el fuego—. Pronto
querrá comer.
—Bueno, no vamos a robarle mucho tiempo —le aseguró Casey.
Sacó una silla de la pequeña mesa de cocina y le dio la vuelta para ponerse de
frente a los fogones. Se sentó y cruzó las piernas con naturalidad, con el tobillo
sobre la rodilla.
—Como le he dicho antes, soy de Víctimas Especiales, ¿sabe lo que es,
señora Hagen?
Cuando la mujer de mayor edad siguió removiendo el caldo sin decir esta
boca es mía, Casey continuó:
—Investigamos crímenes sexuales, señora Hagen. Violaciones, agresiones
sexuales, asesinatos causados por un ataque de índole sexual. Ese tipo de cosas
—miró a Tori de reojo. Esta observaba a la señora Hagen—. Solo hemos
pensado que le gustaría saber que vamos a cerrar el caso del padre Michael. Le
mató Juan Hidalgo. Usted conocía a Juan, ¿no es así? —como siguió sin
contestar, Casey se levantó y se le acercó—. Señora Hagen, ¿no conocía a Juan?
Finalmente, la mujer se dio la vuelta.
—Sí, conocía a Juan. Trabajaba en la casa desde hacía años.
—Entonces habrá sido una sorpresa para usted, ¿no?
—Por supuesto. Juan siempre fue muy amable y educado. Nadie habría
sospechado que sería capaz de cometer un asesinato.
Casey sonrió.
—Oh, el asesinato, sí. Pero yo me refería a la aventura que tenía con el padre
Michael.
—¿Qué? —respingó la señora Hagen.
—Sí, nosotros tampoco lo podíamos creer, pero aparentemente mantenían una
relación amorosa desde hacía tiempo. A finales de semana saldrá en las noticias
en cuanto cerremos el caso.
—No —sacudió la cabeza—. No. Ellos no... ellos no tenían ninguna relación
—susurró.
—Tenían que tenerla, señora Hagen. El forense dijo que el padre Michael
había mantenido relaciones sexuales —la informó en tono práctico—. Tal como
lo vemos nosotros, la relación se torció o tuvieron una pelea de amantes o algo
así, Juan perdió la cabeza y le estranguló —hizo una pausa—. Así sin más,
señora Hagen. Está claro que nunca se sabe lo que pasa en una casa.
—No, no estaban juntos.
—Señora Hagen, ya no es necesario que siga cubriéndolo. Sabemos que lo
sabía. Usted era el ama de llaves, así que sabe todo lo que pasaba en la casa,
¿no?
Casey se dio la vuelta y metió la silla debajo de la mesa otra vez.
—La inspectora Hunter me ha dicho que le preguntó con quién tenía una
aventura el padre Michael. Entendemos por qué no nos lo dijo, señora Hagen. Es
decir, ¿Juan Hidalgo? ¿Quién lo iba a decir? Pero ahora ya se sabe todo.
—¿Saldrá en las noticias?
—Sí. Me sabe mal por el padre Michael. Es obvio que no quería que se
enterase nadie, pero ahora estará en todos los canales —se acercó un poco a la
señora Hagen—. ¿Pero Juan? No parecía su tipo, la verdad.
Ella negó con la cabeza.
—No fue Juan. Nunca fue Juan.
—Señora Hagen, me dijo que no sabía nada de ninguna aventura —le recordó
Tori—. Dijo que el padre Michael no tenía una relación con nadie. ¿Intentaba
protegerle a él o a Juan?
Justo en ese instante apareció un hombre mayor ayudándose de un andador
para entrar en la cocina, con tubos de oxígeno fijados a las fosas nasales.
—¿Alice? ¿Quién es esta gente?
—Ya se iban —afirmó ella.
Tras lanzarles una mirada rápida a las inspectoras, acudió junto a su marido.
—Ven, es hora de comer.
La señora Hagen le ayudó a sentarse en la silla que Casey le aguantaba y
luego les indicó a ellas que la acompañaran fuera.
—Tiene cita con el médico mañana —les explicó—. Siempre le lleva mi hija
Kathleen —miró el pasillo a su espalda por encima del hombro—. Vuelvan por
la mañana —les dijo en voz baja—. Sobre las 10.
—¿Señora Hagen? —se extrañó Tori.
Ella se metió la mano en el bolsillo de la bata y movió nerviosamente los
dedos. Tori supo que tocaba el rosario que llevaba siempre consigo.
—Mañana. Ahora tengo que volver con él.
Les cerró la puerta y las dejó allí plantadas. El sonido de los cerrojos
volviendo a cerrarse en el interior fue lo último que oyó Tori de la casa. Casey le
regaló una sonrisa radiante.
—¿Ves? Nos ha invitado mañana a tomar café. Y, si tenemos suerte, a lo
mejor hasta nos hace un bizcocho de plátano o algo así.
Tori enarcó una ceja.
—Si tenemos suerte nos dará un nombre.
Se echó a andar hacia el Explorer. Sentía que podían estar cerca de hacer
algún avance por fin. Se detuvo al llegar al bordillo.
—Buen trabajo, por cierto.
—Gracias, Hunter. Supuse que si quería tanto al padre Michael como decías,
no querría que su nombre quedara manchado por un hombre de la calaña de Juan
Hidalgo. Ya sabes, imagínate que tú y yo fuéramos buenas amigas y yo supiera
que estás teniendo una aventura con Samantha Kennedy, que según he oído es
bastante sexy, por cierto. Ahora imagina que otra persona te estuviera acusando
de estar liada con, digamos, Teresa Fillmore, de la Central.
Tori se echó a reír. A los cincuenta y tantos, Teresa Fillmore era lo que
alguien la había llamado en una ocasión: una bollera de bolleras.
—Entonces, claro, yo no querría que la gente pensara que tienes tan mal
gusto, así que confesaría que no, que no era con la horrible y vieja Teresa con la
que estabas liada, sino con la remonísima y joven inspectora Kennedy —
argumentó Casey mientras abría la puerta del coche. Hizo una pausa—. Y lo
confesaría aunque fuera a causarte un millón de problemas porque la idea de que
estuvieras con Teresa Fillmore sería demasiado repugnante.
—Así que te basas en la suposición de que Alice Hagen está desolada porque
vamos a cerrar el caso y a dejar creer a todo el mundo que el padre Michael y
Juan, su asesino, eran amantes. ¿Es eso? ¿Y ahora nos va a decir la verdad sin
más?
—Sí, nos va a decir la verdad y creo que le cuesta tanto porque es otro
sacerdote. Hasta podría ser algún seminarista, oye. A lo mejor por eso duda
tanto. El padre Michael tenía cuántos... ¿Cuarenta y pocos? Quizá lo que cree
que está haciendo la señora Hagen es proteger a alguno de los jóvenes del
seminario.
Tori hizo un cambio de sentido frente a la casa de los Hagen y se detuvo al
final de la calle antes de girar por Nichols Avenue.
—Si nos da un nombre, el siguiente paso será intentar interrogarle. Y buena
suerte consiguiendo que Marissa Goddard te deje.
—A todo esto, ¿cómo es ella?
—Antipática, arrogante —hizo una pausa—. Va de chula.
Casey se echó a reír.
—Joder, Hunter, pero si te has descrito a ti misma.
Tori arrugó el ceño.
—¿De qué coño estás hablando?
—También he oído que una mujer hetero cree que eres sexy.
Tori notó que se ruborizaba y, cuando O’Connor se dio cuenta, todavía se le
encendieron más las mejillas.
—Pero alguien que se pone así de colorada no puede ir tan de chula, ¿no? —
bromeó Casey.
—Creo que no me caes bien —refunfuñó Tori.
—Joder, Hunter, yo le caigo bien a todo el mundo. Ahora cuéntame cómo es
Goddard realmente. ¿Es guapa?
—¿Guapa? ¿Para qué coño quieres saber si es guapa?
—Porque cualquier mujer a quien se describe como arrogante, antipática y
chula tiene que ser gay —Casey alargó el brazo y le dio un puñetazo suave en el
hombro a Tori—. ¿Entonces qué? ¿Es guapa? ¿Sí?
Tori sacudió la cabeza. «Guapa» era la última palabra que le venía a la cabeza
al pensar en Marissa Goddard. —No.
—¿No? Mierda, y yo que voy a cenar con ella.
—¿Habéis quedado en algún sitio?
—No. Maldita sea, me pasará a buscar ella —Casey miró a Tori fijamente—.
¿Cuántos años tiene? Seguro que es vieja, ¿no? —calló un segundo—. No
debería haberle dicho que me parecía bien que me recogiera.
Tori dejó escapar una carcajada al imaginarse a la joven elegante que era
Marissa Goddard.
—Sí, es vieja. De hecho me recuerda un poco a Teresa Fillmore, pero sin el
pelo decolorado.
Casey abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Lo dices en serio? Vale, entonces dime que es hetero y tiene marido e
hijos esperándola en casa.
—No, es lesbiana —repuso Tori. De eso no le cabía la menor duda.
Casey se enfurruñó.
—Te odio.
Capítulo 16
Esa noche, Tori fue a su apartamento y dejó las llaves en la barra de la cocina.
Odiaba el silencio y la oscuridad. En la cocina, abrió la nevera y la luz del
interior rebotó entre las sombras de la estancia mientras revisaba la comida que
había sin demasiado interés. Los restos de la cena de la víspera —sobras de
espaguetis con pollo— estaban listos para meterlos en el microondas, pero buscó
más al fondo, sacó una botella de cerveza y la destapó sin esfuerzo. La chapa fue
directa a la basura.
Ya se acercaba el mes de febrero y los días eran un poco más largos. Salió a la
pequeña terraza y se sentó en una silla de jardín, aunque se hubiera perdido los
últimos rayos de sol. No había hablado con Sam en todo el día y no tenía ni idea
de cuándo volvería a casa.
Y detestaba la casa vacía. Le recordaba... bueno, le recordaba su vida antes de
Sam, antes de tener una razón para volver a casa. También hacía que se diera
cuenta de lo mucho que había cambiado su vida en el último año y pico. Ya no
era la ogra arrogante y antipática con quien no quería trabajar nadie. Ya no era la
primera en llegar a comisaría y la última en irse. No, ahora tenía una vida y
alguien con quien compartirla, a quien amar, con quien estar. Y solo Dios sabía
por qué, pero también tenía a alguien que la amaba a ella.
Así pues, apartó aquel temor tan molesto de su mente, después de haber
dejado que la reconcomiera por dentro durante todo el día, pero la desagradable
sensación insistió en asomar de nuevo la cabeza para recordarle que estaba allí
sola, como en los viejos tiempos. Dio un trago de cerveza, consciente de que no
era como antes para nada porque sabía que Sam iba a volver a casa. Esbozó una
ligera sonrisa con la mirada perdida en el cielo oscurecido. Sí, Sam volvería a
casa.
Un rato después, cuando oyó la puerta de entrada cerrándose, dejó escapar un
hondo suspiro y por fin se relajó porque ya no estaba sola. Sam la encontró
enseguida y se asomó a la terraza.
—Aquí estás —le rodeó los hombros a Tori por la espalda y le dio un fuerte
abrazo—. Dios, cuánto te he echado de menos hoy.
Tori se volvió y le robó un beso rápido a Sam antes de que la soltara.
—Yo también te he echado de menos.
—Me cambio en un momento —le dijo Sam dándole un apretón en el brazo a
Tori al alejarse—. Una copa de vino estaría bien —anunció por encima del
hombro.
Tori asintió y echó un último vistazo al cielo nocturno antes de entrar y cerrar
la puerta tras de sí. Vació el resto de la cerveza, sirvió dos copas de vino y se
dirigió al dormitorio, en donde contempló a Sam en bragas mientras buscaba
algo calentito que ponerse sin el menor reparo. A los pocos instantes se puso una
sudadera ancha para cubrir sus pequeños pechos y Tori le pasó su copa.
—¿Cuánto rato me vas a hacer esperar? —preguntó al fin.
Sam se echó a reír.
—¿Para contarte mi primer día? ¿Podría haber algo más aburrido? Mejor
cuéntame qué tal tú —enlazó su brazo con el de Tori y la condujo de nuevo a la
sala de estar—. ¿Alguna novedad sobre el padre Michael?
—Ajá, pero tú primera.
Sam se metió el pelo detrás de las orejas y se sentó con las piernas cruzadas
en el sofá frente a Tori.
—Creo que el inspector Travis, perdón, el teniente Travis va a ser fantástico.
Pero me temo que el trabajo va a ser un peñazo. He estado casi toda la mañana
presentándome a la gente —se inclinó y le tocó la rodilla a Tori—. Y sí, era la
compañera de Hunter —añadió con una sonrisa—. Me lo han preguntado mil
veces —dio un trago de vino e hizo girar la copa entre los dedos—. Me han
asignado un caso de blanqueo de dinero. Por lo que parece, las cosas funcionan
así: el FBI nos avisa, la UIC hace toda la investigación y el trabajo de campo y
luego el FBI aparece de la nada y hace las detenciones.
—¿Qué tipo de blanqueo de dinero?
—Drogas. La empresa fraudulenta es una especie de compañía de hardware
informático. Ellos... bueno, nosotros ya sabemos que no tienen existencias, pero
cada mes cambian de manos grandes cantidades de dinero. De todas maneras yo
he llegado con el caso bastante avanzado y el FBI está a punto de retomar la
investigación.
—¿No hay ningún asesinato emocionante, pues?
—No, y lo que es peor, me van a enviar fuera para recibir formación —volvió
a apretarle la pierna a Tori—. Tres semanas, cielo.
—¿Tres semanas? ¿Dónde?
—Los Ángeles.
—¿ Cómo?
—Es un programa que monta el FBI. Según Travis es de muy alto nivel.
Tori notó que le entraba el pánico.
—¿Tres semanas? —repitió.
—Ya lo sé, Tori —se inclinó y la besó en los labios con suavidad—. Ahora no
quiero hablar de eso, ¿vale? Ya tocará bien pronto —la besó de nuevo—. Ahora
cuéntame qué tal tu día.
Tori se echó hacia atrás dejando escapar el aire retenido en los pulmones muy
despacio. ¿Tres semanas? Dios, se moriría.
—Venga, dime cómo ha ido —la instó Sam, que no había dejado de
acariciarle la pierna—. ¿Qué tal el inspector nuevo?
Tori asintió y cerró los ojos un segundo antes de mirar otra vez a Sam.
—¿Tres semanas?
Aquello iba a ser una eternidad.
—Sí, ¿qué tal el inspector nuevo?
—Me moriré en tres semanas.
—No lo harás —replicó Sam dando un sorbo de vino—. ¿Me lo vas a contar
o no?
Tori suspiró.
—Casey O’Connor, ¿te suena?
Sam frunció el ceño.
—Sí, la asignaron a Delitos Sexuales cuando yo me marché, pero no llegué a
conocerla. ¿Cómo es?
—Habla demasiado.
—Seguro que te lo has pasado muy bien —rio Sam.
—Sí, súper bien. Pero ha conseguido que Alice Hagen empiece a hablar.
—No —exclamó Sam incrédula—. ¿Y quién era el amante?
—Vamos a volver a su casa mañana por la mañana pues su marido estará en
el médico y nos ha dicho que entonces nos lo contará —Tori le dio una
palmadita a Sam en la pierna—. Pero a buenas horas: van a cerrar el caso esta
semana. O’Connor me contó que su capitán le ha dicho manifiestamente que su
papel en el caso es solo para guardar las apariencias.
—¿Órdenes del jefe?
—Sí.
Sam sacudió la cabeza.
—Esto acabará pasándole factura a alguien. Puede que no ahora, pero algún
día cualquier periodista se pondrá a husmear y alguien revelará lo que ha pasado.
Es que ¿y si lo eligen qué pasará? A Stevens, quiero decir. Entonces será persona
de interés para los medios nacionales y se pondrán a escarbar. El día menos
pensado, un reportero le preguntará por su hermano. ¿Entonces qué?
—No es problema nuestro.
—Entonces, ¿O’Connor estará solo durante esta semana?
—Supongo. Esta noche va a cenar con Marissa Goddard.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo se han conocido?
Tori sonrió.
—Se conocerán esta noche. Parece que Goddard le va a echar el discursito de
por qué hay que cerrar el caso y O’Connor se supone que tendrá que decir que
vale y no investigar más.
—¿Y le parece bien? A O’Connor, me refiero.
—No, por eso está intentando que el ama de llaves hable. Si encontramos
algo nuevo a lo mejor hay menos presión para dar carpetazo al asunto. Es decir,
todos sabemos que lo hizo Hidalgo.
—Pero eso solo es una pequeña parte del puzle.
Tori asintió.
—Tengo la corazonada de que Hidalgo era realmente inocente en todo esto.
—¿Qué quieres decir?
—No es un asesino. Creo que es verdad que le ordenaron matar al padre
Michael —se acabó el vino—. Quizá lo chantajearon u otra cosa, pero creo que
alguien le dijo que matara al cura y luego le metió una bala como propina.
—Pero eso no tiene sentido, Tori. Es lo que decía Ramírez. Si alguien estaba
dispuesto a matar a Hidalgo, ¿por qué no mataba al padre Michael él mismo en
lugar de meter a una tercera persona en el lío?
—No lo sé. Hay demasiados «síes» y «quizás». Puede que nunca lleguemos a
saber lo que pasó.
Capítulo 17
Tori entró en casa y se sorprendió de que Sam hubiera llegado antes que ella. La
recibió el olor a comida china al entrar y fue a la cocina a ver qué había en los
cartones de la encimera.
—¿Eres tú? —llamó Sam desde el dormitorio.
Tori sonrió.
—¿A quién más le has dado llaves? —le preguntó mientras abría uno de los
cartones para llevar.
—Ni te acerques a las gambas —le advirtió Sam.
Tori se metió una en la boca y volvió a cerrar el cartón. —Vale.
«Deliciosa.»
Abrió la nevera y sacó la botella de vino que habían empezado la noche
anterior; la descorchó sin esfuerzo y llenó dos copas antes de ir en busca de Sam.
Se detuvo en el umbral del dormitorio y se quedó mirando cómo Sam metía ropa
en la maleta casi llena que había puesto encima de la cama.
—Gracias —dijo esta aceptando la copa de vino—. Lo necesito. Necesitaría
litros.
—Te estás llevando mucha ropa —observó Tori.
—Seguro que podremos lavarla en algún momento, pero quiero llevar
bastante para la primera semana —explicó Sam, que chocó su copa con la de
Tori—. Estarás bien, ¿verdad?
—Sí, claro. De hecho, he quedado el sábado —asintió Tori aunque no
estuviera segura de nada.
Sam sonrió.
—Qué bien. ¿En el barco?
—Sí, se lo he comentado a O’Connor. Resulta que le gusta pescar.
—Maravilloso. Te irá bien hacer una amiga nueva —dijo Sam dando un sorbo
de vino.
—Sí, está bien.
—¿Cómo ha ido hoy?
Tori desvió la mirada.
—Ha sido una mierda. A Alice Hagen nos la hemos encontrado muerta esta
mañana.
—Oh, Dios mío, ¿qué ha pasado?
—Le han disparado.
—Oh, no —Sam abrió desmesuradamente los ojos—. No seguirán
empeñados en cerrar el caso, ¿verdad?
—No hemos oído lo contrario. Malone ha dicho que el comunicado del
viernes seguía en pie. Caso cerrado.
—Es increíble. O sea que, mientras no asesinen al obispo, aquí nadie va a
relacionar los asesinatos —suspiró Sam—. Lo siento, Tori, me siento fatal por la
señora Hagen.
—Lo sé, ha sido todo un golpe —Tori contempló la pila de ropa que había
empaquetado Sam. Era mucha ropa—. ¿Vas a volver, no? —preguntó.
Había pretendido que sonara como una broma, pero la pregunta quedó
colgada en el aire mientras se miraban a los ojos. La mirada de Sam se dulcificó.
—¿Sabes? Estaba pensando... —comentó quitándole la copa a Tori de la
mano—. Mientras no estoy, a lo mejor podrías vaciar tu apartamento y traerte
para acá lo que quieras quedarte.
—En eso pensabas, ¿eh?
Sam le deslizó las manos bajo el suéter y le acarició los costados.
—Ya no lo necesitas —le dijo con suavidad—. Esta es tu casa ahora.
Conmigo. Así que sí, volveré.
Tori cerró los ojos.
—Tengo miedo —susurró.
—Lo sé. Pero no tienes por qué. Nunca más tendrás que tener miedo.
Sam recorrió el rostro de Tori con los labios y esta tembló cuando le deslizó
las manos sobre la cintura y las dejó apoyadas justo debajo de sus pechos.
—Esta es nuestra casa —repitió Sam—. Y volveré antes de que te des cuenta.
Tori abrió los ojos y miró a Sam.
—No quiero que te marches.
—Y yo daría lo que fuera por quedarme —Sam le acarició los pechos y le
arrancó un respingo—. Te quiero. Y tú me quieres. Eso es lo único que importa.
—Sí —murmuró Tori.
Atrajo a Sam hacia ella y la abrazó con fuerza mientras la besaba. Daba igual
el tiempo que pasara, las veces que se tocaran o cuántas veces hicieran el amor;
la intensidad seguía ahí, el deseo, el ansia no desaparecían. Le temblaba todo el
cuerpo como siempre que Sam la acariciaba con sus suaves manos.
—Hazme el amor —musitó Sam contra sus labios—. Por favor...
Tori tiró el equipaje a medio preparar al suelo sin contemplaciones y tumbó a
Sam en la cama a su lado. Le subió la camiseta y dejó al descubierto sus
pequeños pechos. Entonces cerró los ojos un segundo antes de susurrar:
—Te quiero.
Y se metió uno de los pezones hinchados de Sam en la boca.
Capítulo 21
Casey se ajustó el cuello de la cazadora de piel para protegerse del frío que se
había adueñado de la ciudad. Al parecer, los días de primavera temprana que
había disfrutado habían sido solo para ponerles los dientes largos. Miró al cielo
temiéndose que tuvieran que cancelar la excursión de pesca.
—Jesús —gruñó cuando una oleada de aire frío la golpeó en la cara.
Subió trotando la escalera de la diócesis y la puerta se cerró con suavidad a su
espalda mientras ella se estremecía en el inesperado calor del interior. Le dedicó
su sonrisa más encantadora a la joven de la recepción.
—¿De dónde ha salido tanto frío? —comentó señalando la ventana.
—Bueno, todavía es invierno —dijo la joven—. A lo mejor hiela esta noche.
—Se fastidió la pesca —murmuró Casey y repiqueteó en el mostrador con el
nudillo—. Soy la inspectora O’Connor, de Víctimas Especiales. ¿Podría hablar
con Marissa Goddard?
—Ah, lo siento, está en el juzgado. Van a dar una rueda de prensa —consultó
su reloj de pulsera—. De hecho, ahora mismo estarán en ello. Por fin podremos
dejar al padre Michael descansar en paz. Todo esto ha sido horrible.
—Sí, ha sido horrible para mucha gente —Casey carraspeó—. Ya iré a verla
al hotel pues. Sigue en el Regency, ¿verdad? —preguntó con naturalidad.
—Ah, no. Está en una suite del nuevo Bentley. Dicen que es muy lujosa.
—El Bentley, es verdad —Casey le dio una tarjeta—. Si vuelve por aquí, ¿le
puede decir que la busco?
—Por supuesto, pero no parecía que tuviera intención de volver —sonrió la
recepcionista—. De hecho, comentó algo sobre pedir una botella de whisky y
que le subieran una pizza.
—Es una buena manera de desconectar —se rio Casey—. Gracias por su
tiempo. Abríguese bien.
Sin embargo, la sonrisa se le borró de la cara en cuanto volvió a salir al frío.
Ya era demasiado tarde para intentar convencer de algo a Marissa. Meneó la
cabeza a sabiendas de que tampoco habría servido de nada. Sacó el móvil y
llamó a Tori mientras regresaba al coche a toda prisa. Le extrañó que saltara el
buzón de voz.
—Hunter, soy yo. He intentado hablar con Marissa en la iglesia, pero no ha
habido suerte —hizo una pausa—. Pensaba que a lo mejor podíamos parar la
puñetera rueda de prensa —miró al cielo—. Bueno, supongo que ya está. Y, por
si no te has enterado, mañana nos vamos a congelar.
Se guardó el móvil en el bolsillo de la cazadora, abrió el coche a distancia y
corrió los últimos metros para meterse dentro enseguida.
—Jesús —musitó al cerrar la puerta temblando de frío.
Se quedó allí sentada unos minutos con la calefacción a tope mientras decidía
qué hacer. Entonces se le ocurrió una idea y esbozó una sonrisa traviesa al
tiempo que arrancaba el coche.
Una hora y media más tarde, después de haber convencido al encargado de que
la dejara entrar en la suite de Marissa, Casey dejaba la pizza y la botella de
whisky en la barra y tomaba asiento en una de las mullidas butacas de la sala de
estar. No tuvo que esperar demasiado rato.
—Señora Goddard, me alegro de volver a verla —saludó en tono neutro
cuando abrieron la puerta.
Le sorprendió cómo Marissa mantenía la compostura al encontrársela allí.
—¿Qué diablos haces aquí, O’Connor? ¿Allanamiento de morada?
Casey señaló la barra.
—Te he traído pizza.
—¿Y whisky? Ya veo que has investigado.
Casey se levantó y se apoyó con naturalidad en la barra.
—¿Cómo ha ido?
—¿Cómo ha ido el qué?
—Sabes perfectamente de lo que hablo.
—Ha ido a las mil maravillas, O’Connor. A las mil maravillas —contestó
dejando las llaves y el portátil encima de la mesa—. De hecho, ha ido tan bien
que creo que los medios han perdido interés en el caso. Apenas hubo preguntas.
—Bueno, cuando las cosas se alargan lo suficiente, siempre hay alguna crisis
nueva que ocupa las portadas. ¿Pero no hubo preguntas sobre Alice Hagen? Me
sorprende.
—Sí que la mencionaron en realidad. Tu jefe dijo que había sido una
coincidencia terrible después de lo que le había pasado al padre Michael —
sonrió—. Pero, según creo, Homicidios está en ello.
—Oh, sí, las pruebas les salen por las orejas —replicó Casey con sarcasmo—.
¿Y tú cómo duermes por las noches?
—Duermo perfectamente, muchas gracias —abrió la botella de whisky y
llenó dos vasos—. Yo solo hago mi trabajo, O’Connor —le pasó uno de los
vasos sobre la barra—. De hecho, mi trabajo ha terminado. Mañana tengo que
acabar unos papeles y ya me voy.
—Qué rápido. Aquí te pillo, aquí te mato, ¿eh?
Marissa se echó a reír.
—Mi vuelo no sale hasta el domingo por la noche. Si fuera aquí te pillo aquí
te mato me largaría mañana por la mañana —dio un buen trago de whisky y
cerró los ojos—. Qué bueno —murmuró.
Casey hizo girar el líquido ambarino antes de dar un sorbo. Asintió: entraba
bien. Se bebió el resto antes de volver a pasarle el vaso a Marissa.
—Todo esto apesta y lo sabes.
—Lo que yo sepa o no sepa no es problema tuyo, O’Connor —rellenó los dos
vasos—. Me pagan para que haga desaparecer los problemas —explicó con una
sonrisa y le devolvió el vaso—. Y en esta ocasión ha sido fácil, considerando
que tanto el alcalde como el jefe de policía han estado más que dispuestos a
estirar el límite de sus competencias —dio un nuevo trago—. Sorprendente, la
verdad.
Casey dio un trago más pequeño y observó a Marissa por encima del vaso.
—La mar de sorprendente —dijo en voz queda—. Pero me pregunto qué es lo
que oculta todo el mundo.
—¿Oculta?
Casey bajó el vaso.
—Sí, oculta. La Iglesia oculta algo, el alcalde oculta algo, el jefe oculta algo.
Tú ocultas algo.
—¿Yo? Te aseguro que yo no tengo nada que ocultar.
—¿De verdad? Entonces a lo mejor ocultas colectivamente todos los secretos
del resto —se acabó la bebida—. Porque tú conoces todos los secretos, ¿verdad?
—Conozco secretos, sí, pero difícilmente todos, O’Connor. Al fin y al cabo,
sigo con vida.
Le hizo un gesto con la botella al hablar y Casey asintió.
—Sabes de quién es la huella número trece —afirmó Casey.
—Es posible.
—Lo que significa que sabes quién era su amante.
—Supuesto amante —dijo Marissa como si lo hiciera en piloto automático.
Volvió a pasarle el vaso a Casey—. Y, antes de que empecemos a discutir ora
vez, no, no te lo voy a decir porque no tiene importancia para este caso.
Casey sacudió la cabeza.
—Te juro por mi vida que no entiendo cómo puede importarte tan poco.
Estamos hablando de personas, de seres humanos. ¿Es que sus muertes no
significan nada para ti?
—Venga, no te pongas dramática conmigo, O’Connor. Como he dicho, solo
hago mi trabajo, y soy muy buena.
—Pero es un trabajo sucio y solitario, ¿no es así? —se interesó Casey—.
¿Cómo lo soportas?
Marissa se quitó la americana del traje y la dejó sobre la silla.
—Lo soporto con whisky —repuso y señaló la botella medio vacía—. Y a
veces follar con una extraña también funciona.
—No me creo que el sexo vacío acalle tu conciencia —negó Casey que se le
acercó—. Pero yo tampoco es que sea una extraña, ¿verdad?
—Ya te dije que no me iba a acostar contigo.
Casey sonrió.
—Pero has cambiado de opinión —enarcó una ceja—. ¿No es así?
Marissa caminó hacia ella. Con los tacones era más alta que Casey, pero no
era la altura sino el fuego de su mirada lo que la intimidaba. Le metió la mano
por dentro de la chaqueta y se la deslizó por la cintura hacia su pecho.
—Sí, he cambiado de opinión.
Antes de que Casey pudiera responder, Marissa la inmovilizó contra la pared
decididamente y le agarró los pechos con las dos manos.
—No tengo pensado ser delicada —murmuró contra los labios de Casey.
Casey le retiró las manos de sus pechos agarrándola de las muñecas, y le
retorció los brazos para inmovilizárselos a la espalda.
—Yo tampoco —replicó y le dio la vuelta para retenerla contra la pared.
La oyó respingar al meterle el muslo entre las piernas y vio cómo cerraba los
ojos y entreabría los labios. Casey la besó con fuerza suficiente para amoratarle
los labios, o al menos eso esperaba, y cuando le soltó las manos sintió que
Marissa mantenía la boca abierta para ella. Tiró de la chaqueta de Casey y se la
quitó sin dejar de besarla.
Hacía menos de una semana que Casey la conocía, había decidido que ni
siquiera le caía bien Marissa, pero estaba excitada como nunca. La acarició por
encima de la blusa de seda, suave y fresca al tacto, y, sin darle más vueltas, se la
desabrochó de un tirón y dejó al descubierto el sujetador de encaje negro que le
cubría los generosos pechos. Marissa gimió contra su boca y sacudió las caderas
con fuerza para restregarse con su muslo. Casey habría jurado que sentía la
humedad a través de los vaqueros y se arrimó a Marissa para frotarse
bruscamente contra su cuerpo.
—Dios, sí —musitó Marissa aferrándose con fuerza a los hombros de Casey.
Casey le metió la mano por debajo de la falda y arañó frenéticamente las
medias que la importunaban bloqueándole el acceso. Desesperada por penetrarla,
le bajó las medias de cualquier manera y acarició su centro húmedo con los
dedos antes de penetrarla. Marissa se empaló con sus dedos.
—Sí, más fuerte —jadeó respondiendo a cada sacudida de los dedos de Casey
—. Más fuerte —siseó.
Casey había empezado a sudar, con Marissa contra la pared, bombeándola
cada vez más deprisa con los dedos chorreando con su deseo. Marissa jadeaba y
movía las caderas cada vez más insistentemente hasta que Casey, con la
respiración tan agitada como la de Marissa, la llevó hasta el orgasmo. Cerró los
ojos con fuerza cuando Marissa la mordió en el cuello y se sacudió entre sus
brazos presa del clímax. Su grito sonó ahogado contra la garganta de Casey.
—Dios mío, O’Connor —musitó sin aliento—. Te acabas de cargar una blusa
de doscientos dólares.
Casey torció los labios en una sonrisa boba mientras trataba de recuperar el
aliento y le sacó los dedos de entre las piernas a Marissa. Pasándoselos por la
cintura, pintó a Marissa con su propia humedad. Entonces notó que ella le
acariciaba la cara y abrió los párpados sorprendida de la calidez que halló en los
ojos azules de Marissa.
—Si no tienes planes esta tarde, me gustaría que te quedaras.
Casey asintió paseando la mirada entre los ojos y los labios de Marissa.
—Vale, de acuerdo.
Marissa sonrió.
—Bien.
Se inclinó hacia ella y acarició ligeramente los labios de Casey con los suyos.
—Pero esto no cambia nada, O’Connor. No te voy a contar ningún secreto —
susurró.
—Nunca he creído que fueras a hacerlo. Ah —respingó cuando Marissa le
apretó una mano entre las piernas.
Casey notaba que tenía los vaqueros empapados, así que no cabía duda de lo
excitada que estaba. Marissa echó la cabeza hacia atrás y la miró a los ojos.
—Estás muy mojada, inspectora.
—Sí —jadeó Casey mientras Marissa la acariciaba.
—Por alguna razón, creía que esto era un juego para ti.
—No es ningún juego —murmuró Casey.
Le cogió la mano a Marissa y se la metió por los vaqueros. Cuando Marissa le
metió los dedos en el sexo empapado, se le cerraron los ojos.
—Es muy real.
Capítulo 23
Casey abrió los ojos y se extrañó de que estuviera tan oscuro. Cambió de postura
y sonrió cuando Marissa musitó una protesta queda por el movimiento. Le
deslizó la mano del pecho a la cintura. Era una sensación agradable.
—¿Qué hora es? —murmuró Marissa soñolienta.
—Más de las seis.
—Jesús, O’Connor... ¿las seis?
Se dio la vuelta hacia el lado contrario y se llevó la sábana con ella. Casey se
quedó desnuda sobre la cama mientras Marissa cruzaba la habitación y encendía
una lámpara para romper la penumbra. Enseguida, Casey se sentó en la cama y
empezó a ponerse la camiseta y el jersey pero oyó reír a Marissa.
—¿Te da vergüenza? —preguntó— Después de lo que hemos hecho, no
habría creído que fueras vergonzosa.
Volvió a la cama y le tiró la sábana a Casey.
—Ten. Te prefiero desnuda.
—No creo que tenga fuerzas para seguir desnuda más rato —contestó Casey
con una carcajada.
—Por desgracia, estoy de acuerdo contigo —respondió Marissa que volvió a
meterse en la cama y se arrimó a Casey—. Ha sido fantástico, por cierto.
Casey sonrió de oreja a oreja.
—Sí, lo ha sido, ¿verdad?
Marissa se rio.
—No era una valoración solo para ti, ¿eh? Creo que yo también he
participado, ¿sabes? Pero ha sido una manera genial de pasar la tarde.
Casey rodó hacia Marissa incapaz de que la sonrisa se le borrara de la cara.
Hunter iba a matarla, claro. Después de todo estaba en la cama con el enemigo.
Pero nada de eso importaba en aquel momento; estaba cansada, tanto mental
como físicamente, así que cerró los ojos y le deslizó la mano sobre el muslo a
Marissa hasta dejarla quieta sobre su cadera. Se llevó una decepción cuando
Marissa frenó sus avances.
—O’Connor, tenemos que hablar —le dijo.
Casey abrió los ojos.
—¿Ahora?
—Sé de quién es la huella número trece.
Casey se incorporó sobre el codo, pero no dijo nada.
—El padre Tim, Timothy Resson, fue transferido de aquí cuatro días antes del
asesinato —dijo.
—¿Por qué crees que es él?
—Me... me metí en los archivos personales de monseñor Bernard —explicó
Marissa, que se sentó con la espalda apoyada en el cabezal. Sus ojos se movían,
nerviosos, por toda la habitación—. No debería estar contándote nada de esto.
Para empezar, ni siquiera tendría que haber mirado esos archivos —respiró
hondo—. Me pagan para fabricar verdades, para exagerar, para mentir —le
dedicó a Casey una mirada fugaz—. Ya casi no sé cuál es la verdad.
—Entonces, ¿por qué me lo cuentas?
—Porque has dicho que no me importaba. El otro día, dijiste que no me
importaba. La verdad es que sí me importa. Me importa que hayan asesinado a
un sacerdote; me importa que hayan asesinado a una anciana agradable —afirmó
Marissa en tono empático—. Se supone que no tiene que importarme, O’Connor.
Como te he dicho antes, no me pagan para que me importe.
—De acuerdo, lo entiendo. No tienes por qué contarme nada. Solo porque nos
hayamos acostado...
—Esto no tiene nada que ver con el hecho de que hayamos tenido relaciones
sexuales, O’Connor —Marissa cerró los ojos—. Bueno, a lo mejor sí —volvió a
abrirlos y se giró hacia Casey—. El padre Tim fue transferido sin ningún motivo,
sin previo aviso. Eso lo vi en los archivos generales cuando estaba repasando los
nombres de la lista que os dieron para tomar huellas. Me picó la curiosidad. Si
hubo algo que aprendí cuando trabajé con la Iglesia de Boston es que siempre
hay dos archivos: uno adecuado para el público... y otro que no.
Casey asintió.
—Continúa.
—Generalmente, cuando trasladan a un sacerdote de diócesis o de parroquia
hay un rastro de papeleo de algún tipo, ya sea papeles de traslado, solicitudes de
alojamiento, lo que sea. Normalmente tardan meses en arreglarlo todo, no días
—retorció la sábana nerviosamente entre las manos—. Los archivos de
monseñor Bernard eran mucho más reveladores. Sabía que tenían una aventura.
Culpaba al padre Michael, pero, dada su posición en la Iglesia, no podía
transferirlo a otra parte sin que nadie hiciera preguntas, así que envió lejos al
padre Tim. A no sé dónde en el oeste, ¿Balmorhea?
—Sí, es un pueblo de Texas Oeste, cerca de las montañas Davis —dijo Casey,
que conocía la zona—. Está en medio de la nada.
—Parece que es donde te mandan cuando quieren castigarte.
—¿Entonces, monseñor Bernard fue el que inició los trámites del traslado?
—Eso parece según los papeles aunque, por supuesto, sería necesaria la firma
del obispo. En este caso, asumo que monseñor Bernard le contó la verdadera
razón al obispo Lewis. Sobre todo, visto que esta diócesis en particular ya se vio
salpicada hace un tiempo por intentar ocultar unas acusaciones de abusos
sexuales. Estoy convencida de que el obispo lo sabe, a no ser, por supuesto, que
monseñor Bernard pensase que podía arreglarlo solo, que es como estas cosas
acaban escalando en una pila de tapaderas.
Casey se sentó derecha ignorando el hecho de que la sábana le cayera a la
cintura.
—Yo no lo conozco, pero ¿crees que monseñor Bernard sería capaz de matar?
Marissa se echó a reír.
—Ay, por favor, ¿Bernard? Ni de broma. A pesar de su tamaño, que deben de
sobrarle entre cuarenta y cincuenta kilos, es un hombre muy apacible. Débil,
incluso.
—Que alguien parezca apacible no quiere decir que no sea capaz de matar.
Pero, si es un hombre tan grande, seguramente no es que sea ligero y el asesino
de Hidalgo y de Alice Hagen, ya puestos, entró y salió de su casa sin que nadie
viera ni oyera nada.
—He leído los informes. Hidalgo vivía en un tercer piso y no creo que el
monseñor hubiera podido subir todas esas escaleras sin que le diera un ataque al
corazón. Se queda sin aire solo de cruzar el pasillo —meneó la cabeza—. Él no
es vuestro asesino.
Casey se levantó de la cama y empezó a buscar su ropa por el suelo.
—Espero que no veas esto como un «aquí te pillo aquí te mato» —le dijo,
sonriente, agitando los vaqueros—. Pero creo que tengo que interrogar a ese
padre Tim.
—O’Connor, lo que acabo de contarte es off the record, lo entiendes,
¿verdad?
—Por supuesto.
—Eso quiere decir que, aunque el padre Tim te diga algo útil, no podéis
usarlo. Porque técnicamente no sabes ni que existe.
—Si el padre Tim fue transferido cuatro días antes del asesinato, no creo que
sepa nada, pero a lo mejor nos ayuda a entender el porqué de todo esto. ¿Por qué
Juan Hidalgo mató al padre Michael? A lo mejor tenían algún problema entre
ellos y el padre Tim lo sabe —se metió el jersey por la cabeza—. O a lo mejor es
lo que tú has dicho siempre, sencillamente es un asesinato sin motivo.
—Eso no nos lo creemos ni tú ni yo.
Casey sonrió ampliamente.
—No, no me lo creo —volvió a sentarse en la cama—. Gracias.
—¿Por el sexo?
Ruborizada, Casey se rio.
—No, por contarme lo que sabes. Porque no quería creerme que no te
importara.
—Que no me importen las cosas es mi modo de vida, O’Connor. Supongo
que este caso me ha tocado la fibra, nada más. No tiene nada que ver contigo.
—Podrías haber mentido y decirme que ha sido todo por mí —le dijo
arrimándosele—. Gracias por esta tarde. No la olvidaré fácilmente —murmuró
antes de darle un beso.
Marissa la cogió del brazo cuando se levantó para irse.
—Mi vuelo sale el domingo por la tarde —se miraron a los ojos—. Si
quieres... bueno, si te apetece que nos veamos, llámame.
—Por supuesto.
Casey se dirigió a la puerta en donde se volvió hacia ella una vez más.
—Por supuesto que sí.
Capítulo 24
—Venga, Hunter, ábreme —gritó Casey golpeando la puerta—. Hace un frío que
te mueres —se estremeció con los ojos puestos en el cielo oscuro preguntándose
cuándo empezaría a granizar.
Tori abrió la puerta y la recibió con un pantalón de chándal gris, descalza y
con una botella de cerveza en la mano. Le sonrió un momento y la invitó a pasar.
—Bueno, O’Connor, ¿te has perdido esta tarde o qué? Casey tenía la
esperanza de que Tori no notara el rubor que le subió a las mejillas, pero se rio.
—Sí, Hunter, me he perdido. Me he perdido varias horas. Se quitó la chaqueta
y la dejó en una silla. Luego cogió un trozo de pizza de la caja que Tori tenía en
la mesilla de café. Al final no había llegado a compartir la pizza con Marissa.
—Ha sido fabuloso, por cierto.
—Por favor, dime que no lo has hecho.
—Ay, pero es que sí lo he hecho —anunció. A continuación señaló la cerveza
—. ¿Tienes otra?
—Sí, tengo otra, pero ¿qué diablos haces aquí? No hace falta que vengas a
contarme todos los detalles de tu tarde, ¿eh? —le dijo de camino al frigorífico.
Sacó dos botellas y le dio una a Casey.
—Como si pudiera ser. Pero vamos a tener que anular lo de ir de pesca
mañana —dijo esta destapando la cerveza.
Le tiró la chapa a Tori, que enarcó las cejas.
—Creía que el sexo no bastaba para que te perdieras una salida de pesca —la
riñó.
—No es el sexo. Y ni siquiera es el frío. Vas a tener que hacer una bolsa —
soltó sin más.
Casey salió de la cocina y escrutó la oscuridad del pasillo.
—¿Dónde está tu habitación?
—¿Para qué quieres que haga una bolsa?
—Nos vamos a Balmorhea a interrogar a la huella número trece —sonrió—.
Me ha dado el nombre.
—La madre... sí que eres persuasiva.
—Me ha dicho que no tenía nada que ver conmigo.
—Ya. ¿Y te ha dado el nombre antes o después de acostarse contigo?
—Podría haber sido después, Hunter —cogió a Tori del brazo—. Venga, haz
la bolsa.
—¿Excursión en coche?
—Ah, no, ni de broma. Tenemos vuelo para Midland. Desde allí alquilaremos
un coche y conduciremos hasta Balmorhea. Y deja que te diga que no es
precisamente fácil alquilar un coche en Midland.
—¿Texas Oeste? ¿Estás segura de esto, O’Connor?
—Claro que estoy segura. Es otro cura —Casey miró su reloj—. Venga, date
prisa. Nuestro vuelo es a las nueve.
—¿Cómo has conseguido billetes tan deprisa?
—He llamado a tu teniente Malone. No es un vuelo comercial.
Tori encendió la luz del dormitorio y miró a Casey de hito en hito.
—¿Mi teniente?
—Sí. Se ha cobrado un favor. También me ha dicho que te ate en corto y no te
deje hacer ninguna estupidez.
—¿A mí? Yo no soy la que dice que volemos a Texas Oeste así por las buenas
para interrogar a un cura por un caso que está cerrado —espetó volviéndose
hacia Casey—. Cerrado, O’Connor, de verdad. Así que ¿por qué diablos ha
accedido Malone a esto?
—No estamos trabajando en el caso del padre Michael, Hunter. Ya sé que está
cerrado. Pero el caso de Hidalgo está abierto, ¿no? A lo mejor el padre Tim sabe
algo.
Tori entornó los ojos.
—¿Ahora trabajas para Homicidios, O’Connor?
Casey se echó a reír.
—Jesús, Hunter, si no supiera que en realidad eres un trozo de pan, me daría
miedo verte tan ceñuda.
Al ver una fotografía enmarcada sobre la cómoda, Casey la cogió.
—¿Esta es Sam? —se interesó.
—Sí. Es del verano pasado, en el barco.
—Es una preciosidad —afirmó Casey contemplando la fotografía de las dos
—. Me refiero al barco, por supuesto.
Volvió a dejar la fotografía en su sitio, pero no apartó la mirada enseguida de
la imagen de Sam rodeando los hombros de Tori con los brazos.
—Es un bombón —miró a Tori a los ojos—. ¿Amor verdadero?
Tori se puso colorada, pero no apartó la mirada.
—Sí.
Casey asintió.
—Bien. Me alegro de saber que existe. Porque un día yo también lo tendré.
—¿Y mientras tanto?
—Mientras tanto, no hay nada malo en pasar la tarde con Marissa Goddard
echando un polvo fabuloso —sonrió—. Tiene aguante, eso te lo digo ya.
Señaló la espaciosa mochila que tenía Tori en la mano.
—Llénala. Ah, ¿te he comentado que está nevando ahí fuera?
Capítulo 25
—Si al final este viaje no sirve de para nada, no pienso volver a dirigirte la
palabra —siseó Tori atravesando la pista de aterrizaje a la carrera.
Casey la seguía con el viento frío y afilado golpeándole la cara.
—Por lo menos ya no nieva.
—Menudo consuelo, considerando que estamos a bajo cero con un viento de
mil demonios.
Casey se rio, pero la ventisca se llevó su risa. Tenía que estar de acuerdo con
Hunter, ya que, con nieve o sin ella, parecía que hubieran viajado al Ártico en
lugar de al desierto de Texas Oeste.
—¿Esto es el aeropuerto, no? —preguntó Tori de pie ante las puertas dobles
que conducían a un edificio bajo sin indicaciones.
—Eso espero, considerando que hemos aterrizado aquí.
Habían sido las únicas pasajeras en el avión. Abrió la puerta e hizo pasar a
Tori.
—La belleza después de las canas.
Tori puso los ojos en blanco.
—Qué cría eres.
—Pero soy una cría monísima —afirmó Casey que se detuvo en seco al
cruzar las puertas y estas cerrarse a su espalda. Sentía que todos los ojos de aquel
lugar estaban puestos en ellas.
Por supuesto, teniendo en cuenta que solo había cuatro personas más en el
interior, probablemente era cierto.
—¿Seguro que esto es el aeropuerto? —murmuró Tori.
Sin desanimarse, Casey le dio un codazo.
—Vamos —le dedicó una sonrisa radiante a la mujer que había tras el
mostrador—. ¿Qué tal está?
—Muy bien. El suyo ha sido el último vuelo de la noche —contestó ella, que
saludó con la mano a un miembro de la tripulación que se marchaba al otro lado
de la terminal—. Hasta mañana, Hank.
—Genial, el último vuelo —Casey le guiñó un ojo a Tori—. Ya te he dicho
que era el aeropuerto.
—A diferencia de los de las grandes ciudades, nosotros cerramos por la
noche. Y eso es precisamente lo que voy a hacer.
—Maravilloso. Bueno, no queremos entretenerla —aseguró Casey dando un
golpecito en el mostrador—. Somos de fuera de la ciudad y hemos alquilado un
coche. ¿Sabe dónde se recogen?
—¿Un coche de alquiler? El único sitio donde se alquilan coches es el
concesionario de Ford que hay en la ciudad. ¿Se refiere a eso?
Casey suspiró.
—No estoy segura, la gestión no la hice yo —sacó el móvil y empezó a
buscar el número en la agenda hasta dar con él.
—Abren a las siete —informó la mujer del mostrador a Tori.
—Fantástico —ladró Tori que se acercó a la mujer— A lo mejor deberíamos
llamar a la policía local o al sheriff —sugirió.
Casey levantó la vista atendiendo a su conversación. La mujer había abierto
unos ojos como platos.
—¿Para qué?
—Soy la inspectora Hunter y esa señorita es la inspectora O’Connor, de
Dallas. Si no podemos alquilar un coche, espero que vuestro departamento de
policía local nos ayude —repiqueteó con los dedos sobre el mostrador con
impaciencia—. ¿Así que los llamas o no?
—¿ Ustedes son policías?
—Inspectoras —le corrigió Tori.
—No esperaba que fueran... mujeres —comentó ella con cierta nota de
desdén.
En ese instante el contacto de Casey descolgó y le confirmó los detalles del
coche de alquiler.
—Se supone que tenemos un coche de alquiler esperando aquí —se acercó
para mirar el nombre de la mujer en su identificación—. Dorothy, se supone que
tenemos un coche aquí.
—Sí, como le decía a ella, esperaba a hombres —se agachó y sacó unas llaves
del mostrador—. Trajeron un coche hace un par de horas. Es un SUV, mejor con
el tiempo que hace —le entregó las llaves a Casey—. Lo siento.
—No se preocupe —zanjó Casey metiéndose las llaves en el bolsillo—.
También tenemos una reserva. ¿El hotel Holiday Inn?
—Sí, está en la autopista. Vayan en dirección a la ciudad. No tiene pérdida.
—¿Allí tienen bar? ¿O restaurante?
Dorothy miró su reloj.
—¿A estas horas?
Tori fulminó a Casey con la mirada y se le acercó para susurrar:
—Te odio.
***
***
Aunque lo habían hablado hasta la saciedad, Casey seguía sin estar satisfecha
con las conclusiones. Pasó por alto el hondo suspiro de Tori al bajar del avión.
—Solo digo que tendríamos que hablar con él. ¿Qué daño puede hacer?
—¿Basándonos en qué, O’Connor? Y, venga ya, ¿de verdad crees que
monseñor Bernard sería capaz de cometer un asesinato?
—Como te he dicho, no le conozco, pero creo que todo el mundo es capaz de
matar si se dan las circunstancias adecuadas.
Tori suspiró de nuevo.
—Ya has leído el informe sobre la muerte de Hidalgo. El asesino entró y salió
sin ser visto. Bernard es un hombre muy grande; ni de coña subió y bajó tres
pisos de escaleras sin que nadie lo viera. Sinceramente, ni siquiera estoy segura
de que pueda subir todas esas escaleras.
—Pero tendría sentido. La puerta no estaba forzada, igual que en casa de la
señora Hagen. Los dos conocían a su asesino.
—Mira, yo no voy a irle a mi teniente con esto, O’Connor. Me dirá lo mismo
que te estoy diciendo yo. No hay ninguna prueba concluyente. Al menos si no
han encontrado algo nuevo en casa de los Hagen mientras no estábamos.
Adelantaron a la multitud que se agolpaba en las cintas de recogida de
equipaje ya que ellas llevaban sus mochilas a la espalda.
—Una de las ventajas de los aeropuertos pequeños —comentó Casey
señalando a su alrededor—. El Love Field le da mil patadas al DFW.
—Odio volar.
Casey se echó a reír.
—¿Por eso me cogías la mano como si me la fueras a romper durante el
despegue?
Tori le lanzó una mirada incendiaria.
—No te la apretaba tanto —miró a su alrededor suspicaz—. Y no hay
necesidad de contarle eso a nadie.
Cuando salieron era media tarde y la temperatura era como cinco grados más
alta que en Midland.
—Así es como debe ser marzo. Odio el invierno.
Tori asintió.
—Ya casi hace tiempo de pescar.
Casey oteó el aparcamiento.
—¿Dónde diablos dejé el coche?
Tori sacó su móvil.
—Voy a darle un toque a Sikes.
—Sí, sí, estoy más preocupada por mi coche. ¿Por qué no apuntamos dónde
lo dejamos?
Tori siguió a Casey por el aparcamiento, con el móvil a la oreja, hasta que
saltó el buzón de voz.
—Sikes, soy yo. Acabamos de volver y tenemos algunas respuestas. Solo
quería saber si ya tienes los resultados del laboratorio sobre Alice Hagen.
Llámame.
Casey dio una vuelta sobre sí misma sin encontrar el coche.
—Jesús, voy a tener que llamar a seguridad. No tengo ni idea de dónde
dejamos el coche.
—¿Por qué no intentas activar la alarma o algo?
—Buena idea, Hunter, me gusta.
Casey sacó las llaves, las levantó por encima de su cabeza y recorrió las
hileras de coches apretando el botón del pánico. Al final, al cabo de diez
minutos, oyó el sonido inconfundible de la alarma de un coche. Su coche estaba
a dos hileras, justo debajo de una columna de iluminación con la indicación de
«Sección D» bien visible. Estaba haciendo luces y con el claxon disparado.
Casey se echó a reír.
—Sí, sección D. Ahora me acuerdo.
—Apaga eso de una puñetera vez.
Casey obedeció. Recorrieron la distancia restante y metieron las mochilas en
el maletero.
—¿Te apetece cenar o algo?
Tori negó con la cabeza.
—Estoy muerta. Creo que me voy a ir a casa.
Casey asintió.
—Sí, yo también. Debería poner una lavadora. Estoy bastante segura de que
estos son los únicos vaqueros limpios que tengo —dijo señalándose las piernas.
—Bueno, mañana quedamos. Aunque Sikes no tenga nada nuevo, podemos
repasar lo que sabemos —Tori se encogió de hombros—. A lo mejor luego
podemos ir al barco si el tiempo aguanta.
—Sí, vale, estaría bien —asintió Casey cerrando el maletero. Alzó la vista
hacia el cielo, ya oscuro—. Se ven las estrellas. A lo mejor mañana hace sol.
Tori siguió su mirada hacia el firmamento, pero ya no pensaba en pescar.
Llevaba dos días sin hablar con Sam; no habían hecho más que intercambiarse
mensajes en el buzón de voz. Suspiró y miró a Casey.
—Sí, a lo mejor hace sol.
Capítulo 28
***
***
Casey sonrió a la recepcionista del hotel, que era la misma que recordaba del
viernes anterior, y esperó a que la pareja que tenía delante acabara de registrarse.
—¿Usted es la inspectora, verdad?
Asintió, con la esperanza de llegar a tiempo de encontrar a Marissa.
—O’Connor. ¿Está en su habitación?
—No, lo siento, ya ha hecho el check out.
A Casey se le cayó el alma a los pies y miró la hora.
—Supongo que habrá cambiado el vuelo. Creía que se marchaba más tarde.
—Ah, no, creo que el vuelo es el mismo. Dijo que tenía unos asuntos de
última hora que atender en la iglesia.
—Bueno, genial. A lo mejor la pillo allí —le dio una palmada al mostrador al
marcharse—. Muchas gracias.
***
Sikes rompió la bolsa de papel que le tendió Tori y se lanzó sobre el pastelito
antes de comerse los burritos. Le dio un buen bocado y cerró los ojos.
—Dios, qué bueno —sonrió—. No tan buenos como los de Mamá Ramírez,
claro está. Gracias, Hunter.
—De nada.
Le dio también el café y se sentó en su mesa para dar cuenta de su desayuno.
No tardó nada en desenvolver su burrito e hincarle el diente.
—¿Tienes el informe de Mac? —preguntó.
—Sí —Sikes se limpió los labios y dio un sorbo de café—. No hay mucho, el
sitio estaba limpio. Pero Spencer encontró un rastro en el antebrazo de Hagen.
No ha podido sacar una huella, pero puede que sea una transferencia del asesino.
Están analizándolo, aunque creo que es algún tipo de loción.
Tori dio otro bocado con el ceño fruncido.
—¿Loción?
—Eso creo. ¿Vosotras qué habéis averiguado?
Tori dejó el burrito en la mesa y le robó una servilleta a Sikes.
—El padre Tim dice que tanto Hidalgo como Alice Hagen sabían lo de su
aventura. También dice que los dos le eran leales al padre Michael y que no se lo
habrían contado a Bernard. Pero el monseñor se enteró y básicamente sacó de
aquí al padre Tim sin previo aviso. No pudo ni hablar con el padre Michael.
Cuatro días después, el padre Michael estaba muerto.
—¿Así que crees que el monseñor está relacionado?
Tori volvió a coger el burrito y lo pensó un instante antes de morderlo.
—Está relacionado de alguna manera, sí. Si no se lo dijeron ni Alice Hagen ni
Juan Hidalgo, ¿cómo se enteró de la aventura? Y, cuando se enteró, ¿por qué
exilió al padre Tim como si fuera un criminal, pero no al padre Michael? ¿Por
qué no se enfrentó con ellos sobre el tema?
—Claro que estás asumiendo que Hagen e Hidalgo no hablaron.
—Sí, pero ninguno de los dos se llevaban bien con el monseñor, así que ¿por
qué iban a ir a largarle lo de la aventura?
—¿Pero no creerás que los mató él, verdad?
Tori negó con la cabeza.
—No. Y no lo digo solo porque sea cura. Es un hombre grande y con
sobrepeso que parece un ataque al corazón con patas. No lo veo cometiendo un
asesinato. Sobre todo el de Juan Hidalgo.
—¿Por qué?
—Tercer piso, sin ascensor.
—¿Y?
—Que no me imagino a un hombre de ese tamaño subiendo tres pisos de
escaleras y luego teniendo fuerzas para matar a nadie.
Sikes se encogió de hombros.
—Yo no lo vi tan falto de aliento.
Tori frunció el ceño.
—¿De qué hablas? ¿Cuándo?
—Cuando Ramírez y yo estábamos tomando declaraciones después de que os
marcharais.
Tori abrió unos ojos como platos.
—¿Él estaba allí?
—Sí, vino a consolar a la familia. Y no parecía cansado en absoluto.
Tori se levantó y empezó a caminar de un lado para otro.
—Se queda sin aliento solo con caminar. La primera vez que le vimos en la
rectoría estaba sin aire. Incluso el día que hablamos con él en su despacho solo
de hablar se quedaba sin aire —aquello no tenía ningún sentido—. No es posible
que suba tres pisos de escaleras.
—Bueno, pues lo hizo.
Tori se dio la vuelta.
—Espera un momento. ¿No dijisteis Ramírez y tú que Juan era el encargado
de mantenimiento de su edificio de apartamentos?
—Sí, ¿y?
—Que es razonable que tuviera una llave maestra de todos los apartamentos
—reflexionó Tori que siguió paseando mientras Sikes se acababa el segundo
burrito—. ¿Dónde está el informe de Spencer sobre Alice Hagen?
—Me ha enviado el informe completo por correo electrónico —le contestó
sacando el correo en la pantalla—. Dudo que haya actualizado ya el archivo.
—Búscame la parte de los restos de loción.
Capítulo 29
Tori leyó el informe de Spencer por encima del hombro de John intentando
comprender la jerga médica.
—Aquí —le señaló John.
—Vale, huella parcial, demasiado emborronada para verla con detalle —
siguió leyendo—. Extracto de lavanda, cera emulsionante vegetal, aceite de
almendra, aloe vera, glicerina vegetal, algas marinas —dijo—. ¿Qué diablos?
—Crema.
—¿Aceite de germen de trigo? ¿Dióxido de titanio? ¿Cómo nos va a ayudar
esto?
—Le he pedido a Mac que alguien de su equipo lo analice. A lo mejor
conseguimos la marca o algo.
—Sube otra vez. La causa de la muerte es casi idéntica a la de Hidalgo. ¿Lo
han confirmado?
—Sin pruebas físicas, ¿cómo van a poder?
Tori empezó a pasear otra vez detrás de Sikes pensando a toda velocidad.
—Me cuesta mucho creer que monseñor Bernard haya matado a toda esta
gente, pero me acuerdo de verlo echándose crema de manos —se encogió de
hombros—. Claro que eso no significa nada, ¿verdad? Mucha gente lo hace.
John se apoyó en el respaldo de la silla y cruzó las manos detrás de la cabeza.
—Una mancha de crema no será de mucha ayuda. Y no tenemos pistas en
ningún caso. Explícame cómo pudo entrar alguien en las dos casas a plena luz
del día sin que nadie viera nada.
—A lo mejor solo es que nadie se fijó —dijo Tori—. ¿Y si fue alguien a quien
la gente ya estaba acostumbrada a ver? ¿Alguien que los visitara a menudo así
que nadie le dio importancia?
—No hay pruebas de que hayan forzado la puerta. Tuvo que ser alguien que
conocían.
—Como un cura —dijo ella en voz baja.
***
—Venga ya, Hunter, creo que exageras —dijo Sikes que se aferró al salpicadero
cuando Tori giró en una esquina con una mano en el volante y otra en el teléfono
—. ¿Qué quieres, matarnos? —bufó.
—Quiero llegar a la maldita iglesia.
—No podemos presentarnos así de repente. No tenemos ninguna orden —le
recordó él por tercera vez.
—Casey no contesta al teléfono. Marissa no contesta al teléfono. Pasa algo.
—¿Se te ha ocurrido que puedan estar juntas y hayan apagado los teléfonos?
—Entonces a lo mejor la mato yo con mis propias manos.
Le sonó el móvil y lo cogió con torpeza mientras conducía al tiempo que le
lanzaba una mirada a Sikes.
—Ya era hora —murmuró quitando el pie del acelerador—. Más te vale tener
una buena excusa para no contestar al teléfono, O’Connor.
—Hola a ti también, Hunter.
Era Mac.
Tori se llevó el móvil al pecho un segundo con la mandíbula apretada antes de
llevárselo al oído.
—Perdona, Mac. Creía que sería O’Connor.
—Eso me ha quedado claro. Pero Sikes me dijo que te diera un toque sobre lo
de la crema. Aunque no te lo creas hemos identificado la marca. Es crema de
manos orgánica de lavanda. La marca es Peaceful Herbs Farm. Lleva lavanda
francesa y camomila romana. Es alucinante lo que podemos averiguar con los
nuevos análisis, Hunter, hemos podido identificar y rastrear los componentes a
partir de una mancha. Imagínate lo mucho que puede servir para...
—Sí, sí, Mac, me lo imagino —le interrumpió—. Tenemos un poco de prisa,
¿sabes? ¿Hay algo más? Estamos a punto de irrumpir en la iglesia sin una orden.
—Asumo que Malone no sabe nada.
Tori sonrió de oreja a oreja.
—No, y Sikes ya se ha meado encima —dio un salto cuando John le dio un
puñetazo juguetón—. Gracias por la información, Mac. Estaremos en contacto
—le dejó con la palabra en la boca y colgó el teléfono—. Vuelve a llamar a
O’Connor, Sikes. Esta vez voy a intentar mantener las dos manos en el volante.
—No sé por qué coño te hago caso. Se nos va a caer el pelo por entrar sin una
orden —abrió su teléfono—. Echo de menos a Ramírez. Él nunca me hacía estas
putadas.
—No seas llorica.
—Lo digo en serio, Hunter. Cuando Malone pida nuestras cabezas le vas a dar
la tuya, no la mía —miró el teléfono y suspiró—. ¿Cuál es su número?
***
—Ponga otra silla junto a la señora Goddard, por favor. Siéntese, meta los brazos
entre las barras y espósese las manos a la espalda.
Casey obedeció. Aunque se le pasó por la cabeza dejar una de las esposas sin
cerrar, se lo pensó mejor cuando el prelado se puso detrás de ellas para ver lo
que hacía.
—Ya está, cerradas —anunció y le enseñó los brazos por el costado.
—Ha hecho usted una buena elección, inspectora O’Connor —dijo él, que se
acercó a la mesa donde Casey había dejado la pistola y dejó la suya al lado—.
Como he dicho, no tengo intención de hacerles daño. Sencillamente ya no puedo
vivir con lo que he hecho —destapó un caja grande que había encima del sofá de
piel—. Tengo que confesarme. Quería que la señora Goddard fuera mi testigo,
pero parece que usted también lo será, inspectora.
—Entonces, ¿para qué necesita la pistola? ¿Por qué estamos atadas?
—He matado a dos personas. Pero no estoy listo para que llegue la policía.
Casey miró a Marissa, enarcando las cejas. Ella se encogió de hombros
discretamente.
—No tengo ni idea —le susurró.
Observaron en silencio cómo sacaba una túnica larga de lino blanco de la caja
y se la ponía, con algo de esfuerzo para que le ajustara en el abultado vientre.
Después se apoyó unos segundos en la mesa respirando trabajosamente antes de
erguirse de nuevo y sacar una estola púrpura muy hermosa de la caja y echársela
por los hombros. Finalmente, se colocó un crucifijo de madera al cuello, que le
saltó sobre el estómago cuando se volvió hacia ellas. Con las palmas vueltas
hacia el cielo, echó la cabeza hacia atrás y miró al techo.
—Bendíceme, Padre, porque he pecado. Y he vuelto a pecar —bajó la cabeza
y la cruz de madera se movió con su respiración—. Maté a Juan Hidalgo y maté
a Alice Hagen —dijo en voz baja—. No fui lo bastante fuerte para negarme.
Anonadada, Casey le observó con el ceño fruncido.
—Disculpe, ¿pero va a dejarnos hacer las preguntas o qué?
Bernard alzó la cabeza y miró a Casey a los ojos.
—¿Usted no es católica, verdad? No está familiarizada con el proceso de
confesarse.
—No mucho, no.
—Pero sí la criaron como católica, ¿verdad?
Casey asintió.
—Mis padres se divorciaron cuando era pequeña. Fue bastante desagradable.
Mi madre no volvió a pisar una iglesia después de aquello. Y luego, bueno, pues
crecí.
—¿Quiere confesarse, inspectora? Puedo escucharla.
—Ay, no, ni de broma. Por lo que a mí respecta, todo eso es una mierda.
Él frunció los labios y sacudió la cabeza en gesto de desaprobación. Les dio la
espalda y fue a mirar por la ventana. En ese momento, Marissa le dio una patada
en el tobillo.
—Intenta que no nos mate, anda —siseó.
—Ha dicho que no iba a hacernos daño.
—¿Y tú le crees?
—Visto que estamos aquí atadas y mi pistola está allí, sí, quiero creerle.
Marissa puso los ojos en blanco.
—Eres idiota —susurró.
—Puede, pero de verdad que no creo que quiera matarnos. Creo que quiere
confesarse realmente.
—¡Estamos atadas, joder! —siseó—. ¿Es que no ves la televisión? ¡Eso es lo
que pasa antes de que nos maten!
Las dos levantaron la vista cuando volvió monseñor Bernard cargado con una
silla. La dejó a su lado y le contemplaron en silencio al tomar asiento con la
respiración entrecortada.
—No planeo matarlas, señora Goddard, pero tiene razón, inspectora. Debería
poder hacerme usted las preguntas. No hay otra manera de entender lo que pasó
—se levantó la manga de la sotana de lino y se secó el sudor de la frente—. Si lo
prefiere, imaginaremos que estamos en un juicio.
Casey miró a Marissa de reojo.
—¿Alguna pregunta?
Marissa negó con la cabeza.
—Tú misma, O’Connor.
—Muy bien.
Casey miró a Bernard a los ojos y se dio cuenta de lo triste y desesperado que
estaba. No, no tenía intención de matarlas porque ya estaba derrotado. Casey
creía sinceramente que lo único que quería hacer era limpiar su conciencia.
—«Por qué» es una pregunta demasiado amplia —empezó—. Comencemos
por el padre Michael: usted no le mató. —No.
—Pero hizo que Juan lo hiciera, ¿verdad?
Asintió.
—Sí, coaccioné a Juan para que lo hiciera, sí. Le dije que había encontrado
cocaína en su furgoneta. Le dije que llamaría a la policía, a no ser, claro, que
llevara a cabo la voluntad de Dios. Le dije que el padre Michael había pecado y
que debía ser castigado.
—¿Porque tenía una aventura con el padre Tim?
—Sí —sonrió—. Me sorprende que haya descubierto esa información,
inspectora. Creía que lo habíamos enterrado bien.
Casey se encogió de hombros.
—Bueno, soy policía. Hay cosas que no pueden enterrarse —carraspeó—.
Pero ¿por qué matar al padre Michael y no al padre Tim?
Bernard frunció el ceño.
—¿Por qué querría matar al padre Tim?
—Porque tenían una aventura. Es decir, si quería muerto al padre Michael,
¿por qué no a los dos?
Bernard meneó la cabeza.
—No lo entiende, inspectora, la aventura era una excusa, eso es todo. Ni
siquiera sabía lo de la aventura hasta que me lo dijo.
Fue el turno de fruncir el ceño de Casey.
—¿Se lo dijo quién?
—Gerald. Gerald Stevens.
—El alcalde Stevens.
—Sí. Seguramente no lo sabe, pero eran hermanos.
Casey asintió.
—Sí, eso lo sabíamos —dejó escapar un profundo suspiro—. ¿Así que
Stevens le contó lo de la aventura? ¿No fueron Juan ni Alice?
—No, Juan apenas me dirigía la palabra. Hace unos años tuvimos cierto
conflicto. Y Alice... Bueno, Michael era la niña de sus ojos.
—¿Pero entonces por qué quería matarlo?
—No quería, inspectora.
—No lo entiendo.
—Stevens quería matarlo.
—¿A su propio hermano? ¿Por tener una aventura lo quería muerto? Dios
mío.
—¿De qué está hablando? No tenía nada que ver con la aventura.
—¿No le mataron por tener una relación con el padre Tim?
Monseñor Bernard negó con la cabeza.
—No, ¿por qué cree eso?
Casey cerró los ojos y agachó la cabeza.
—Estamos hablando en círculos —alzó la mirada—. Monseñor, ¿por qué no
nos cuenta lo que pasó? Desde el principio.
***
***
—El alcalde Stevens vino a verme un día. Me dijo que sabía que el padre Tim y
su hermano eran amantes y que quería acabar con ello. Me pidió que trasladara
al padre Tim —Bernard se levantó y fue lentamente hacia la ventana—. Sabía
que el alcalde y el obispo Lewis eran amigos. Sabía que si se lo pedía al obispo
Lewis le diría que sí. Así que accedí —se volvió hacia ellas—. De hecho, accedí
de buena gana. Estaban rompiendo todas las normas de conducta, eso por no
mencionar sus votos. Si se corría la voz sería una catástrofe para la iglesia. Otro
escándalo que habría que capear.
—¿Entonces no se lo dijo al obispo Lewis?
—Sí, por supuesto. Trasladé al padre Tim, pero el obispo Lewis tenía que
aprobarlo. Cuando le expliqué lo que sabía, estuvo encantado de hacerlo.
—¿Y así terminó la aventura?
—Sí, Michael se disgustó mucho, claro. De hecho vino a verme aquella
noche. Sabía que su hermano estaba detrás de todo. Me dijo muchas cosas sobre
Steven que daban miedo. Cosas que luego descubrí que eran ciertas.
—¿Como qué?
—Cuando eran pequeños, sus padres se divorciaron. Su madre era drogadicta,
según se ve, pero Gerald empezó a meterse en líos y a ir con malas compañías.
—Eso le pasa a mucha gente cuando sus padres se divorcian.
—Pero seguramente no son líos tan serios como estos, inspectora.
Desapareció un niño que vivía en la casa de al lado y nunca le encontraron. El
padre Michael me dijo que Gerald le mató. En aquella época Gerald tenía quince
años, creo.
—¿Vuestro alcalde Stevens mató a alguien? —se sorprendió Marissa en voz
baja— ¿De eso va todo esto?
—Mató al chico, sí. Y Michael le ayudó a enterrar el cadáver. A día de hoy
siguen sin haberlo encontrado.
—¿Dónde? —preguntó Casey.
—Eso no me lo dijo, inspectora.
—Vale, ¿y fue un accidente o un asesinato?
—Le cortaron el cuello con un cuchillo.
—Jesús —musitó Marissa—. Por eso estoy aquí, ¿verdad? —Sí.
—Vale, esperad un segundo —intervino Casey frustrada—. ¿De qué
demonios estáis hablando?
—La tapadera era una tapadera, O’Connor.
—¿Eh?
—Yo estaba aquí para hacer ver que protegía a la iglesia de un escándalo
sexual: para ocultar la aventura del padre Michael y desviar la atención.
Casey sacudió la cabeza.
—No me confundas, que ya estoy bastante perdida —flexionó los brazos—.Y
las malditas esposas no ayudan nada.
—Lo siento, inspectora, imagino que pronto estará libre.
Casey respiró hondo.
—De acuerdo, ¿por qué asesinaron al padre Michael?
—Amenazó con denunciar el asesinato a la policía.
—¿Por qué? ¿Por qué ahora después de tanto tiempo?
—Porque Gerald era popular e iba a presentarse al Senado. Y porque a Gerald
le apoyaba gente sin escrúpulos.
—¿Eso es todo?
—¿Tiene idea de lo poderoso que es un senador, inspectora?
—Está claro que no.
—Michael no quería que tuviera tanto poder en sus manos.
—Supongo que no entiendo qué papel juega usted en todo esto.
El monseñor paseó pesadamente por la habitación con la respiración
entrecortada. Casey le observó preguntándose si se lo contaría o no.
—Amenazó con denunciarme —dijo este al fin dándoles la espalda.
Casey lanzó una mirada interrogativa a Marissa, pero esta negó con la cabeza.
Casey aguardó a que Bernard siguiera hablando, pero estaba inmóvil, con la
cabeza gacha. Como no podía soportar el silencio, tomó la palabra.
—¿Denunciarle por qué, monseñor?
Él volvió la cabeza hacia ellas y luego desvió la mirada.
—Por supuesto, denunciarme a mí habría significado denunciar al obispo
Lewis y no podía permitirlo. Le debo demasiado —rio con amargura—. Claro
que él lo sabía. Sabía que nunca permitiría que arrastraran el nombre del obispo
Lewis por el fango. Le debo mi carrera, incluso mi vida.
Casey tragó saliva nerviosa.
—¿Denunciarle por qué? —volvió a preguntar.
El prelado hundió los hombros y la cabeza se le cayó sobre el pecho.
—Hace años... me gustaban... los jovencitos —confesó en un susurro—. Sí,
era un pecador —dijo alzando la voz—. Un pecador.
Por fin se volvió y se encaró con ellas.
—Lo hice —afirmó asistiendo deprisa—. Lo hice, sí. Los tomaba en la
rectoría, los tomaba detrás del altar y en la sala de coro —alzó las manos y echó
la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados—. Y lo disfrutaba. Sí, así es.
Durante un segundo reinó el silencio en la habitación hasta que, de repente,
dejó caer las manos a los costados.
—Pero alguien habló. Alguien no pudo mantener la boca cerrada —meneó la
cabeza—. Alguien se lo dijo al obispo Lewis.
Volvió a la ventana y manoseó el mecanismo para abrirla hasta que logró
subirla unos centímetros. El aire frío entró por la abertura al tiempo que él
apoyaba la frente contra el marco.
—En aquella época estábamos en Kansas City. Iban a trasladar al obispo
Lewis aquí —se volvió a mirarlas—. Se me permitió acompañarle. Pasé tres
años en terapia y no he vuelto a tocar a ningún niño —aseguró con voz trémula
—. Creía que había terminado, que ya lo había dejado atrás.
—¿Cómo lo averiguó el alcalde Stevens? —quiso saber Marissa.
—No lo sé, pero lo sabía. Lo sabía todo. Sabía que el obispo Lewis me había
cubierto y que yo había huido de Kansas City para venir aquí. Lo sabía todo.
—¿Y le amenazó? —preguntó Casey.
—Dijo que nos denunciaría a los dos, sí —contestó y se puso a pasear
lentamente delante de ellas—. Habría destruido al obispo Lewis. Habrían
escarbado, habrían mirado con lupa todo lo que había hecho, todo detalle que
hubiera ocultado alguna vez y lo habrían descubierto. A no ser... A no ser que yo
me ocupara de Michael —cerró los ojos—.
Y Juan, bueno, era la opción más evidente porque yo no habría podido
hacerlo por mí mismo —se apresuró a añadir—. Pero le vigilaba
alguien, tenía que ser eso, porque lo sabía todo —hizo una pausa—.
Sabía que Juan estaba empezando a hablar y que pronto se
desmoronaría. Vino a mí y me trajo una pistola —dijo y señaló la mesa
—. Dijo que tenía que ocuparme de Juan porque, si no lo hacía, Juan le
contaría a todo el mundo que yo le había ordenado matar al padre
Michael —juntó los puños—. Tuve que ocuparme de Juan. Y fue muy
fácil. Llamé a la puerta y me dejó entrar.
Y le disparé. Y entonces me marché. Así de simple.
—¿Cómo salió tan deprisa del edificio? —le preguntó Casey. La cabeza le iba
a toda velocidad mientras intentaba recordar los detalles del informe.
—No, entré en el apartamento de enfrente. Juan era el encargado de
mantenimiento así que tenía las llaves. Esperé a que llegara la policía y luego
salí y me mezclé con la muchedumbre. Fue demasiado fácil.
Casey asintió. Así claro que no había tenido que subir y bajar tres pisos de
escaleras a todo correr.
—¿Pero el ama de llaves? —preguntó Marissa—. ¿Ella por qué?
—Pobre Alice. Estaba a punto de hablar. Sabía demasiado.
—¿Sabía el qué? —inquirió Casey—. ¿Lo del padre Tim?
—Sí, lo sabía, claro que lo sabía. Pero nunca pensó en decírmelo, ¿verdad que
no? —volvió a pasear. Los hombros se le sacudían con la respiración—. Pero
conocía a Juan y sabía que Juan era la mejor persona del mundo, puede que solo
por detrás de Michael. Sabía que Juan nunca habría matado a Michael —llevó la
vista a la ventana—. Me miró y supe que lo sabía. Lo vi en sus ojos. En el
funeral me miró y supe que lo sabía.
—¿Así que también la mató? —quiso saber Marissa.
Él giró la cabeza hacia ella con brusquedad.
—Yo no quería. Pero me dijo que tenía que hacerlo. Dijo que si sospechaba
acabaría hablando con la policía. Además la policía iba a verla casi cada día.
Intentaban que confesara. Era solo cuestión de tiempo.
Casey negó con la cabeza recordando su visita a Alice Hagen.
—No sabía nada. Lo único que intentábamos sonsacarle era el nombre del
amante. Nuestra investigación se centraba en ese enfoque. No en usted ni en el
alcalde.
En ese momento, Marissa dejó escapar una carcajada amarga.
—Todo esto es demasiado —dijo al fin—. Demasiado. No tenía
absolutamente nada que ver con la aventura que yo intentaba tapar —negó con la
cabeza—. Increíble. Tres personas han muerto y todo porque un tipo quiere ser
senador —quiso levantar los brazos pero la cuerda que la ataba por la cintura se
lo impidió—. Y usted lo permitió. ¡Por amor de Dios, usted es sacerdote, joder!
—gritó—. ¿Cómo pudo hacerlo?
Casey movió la pierna para darle una patada ligera en la espinilla.
—Tranquilízate —siseó.
—¡No pienso calmarme!
***
***
Tori salió al aire libre. Hacía notablemente más frío que en el interior del
edificio. Tras echar una mirada en derredor, se dirigió a Susan Ames.
—¿Dónde vive?
—Vive... está al final de la calle, por aquí. Pero a lo mejor lo que tendríamos
que hacer es llamarle.
—A lo mejor lo que tendría que hacer es decirnos dónde vive y punto.
Tori se echó a andar arrastrando a Susan con ella.
***
***
Susan Ames soltó un chillido que resonó por todo el patio, cada vez más agudo.
—¿Qué cojones?
—Oh, Dios mío.
Tori echó a correr y se detuvo en seco junto al cuerpo de monseñor Bernard
empalado en los afilados barrotes de hierro de la valla que rodeaba la estatua de
la Virgen María. La prístina efigie de piedra estaba salpicada de sangre y le
resbalaba lentamente por el rostro.
—Joder... —murmuró.
Se oyeron más gritos cuando la gente empezó a arremolinarse en la escena;
Tori dio un paso atrás y levantó la vista hacia la ventana del tercer piso.
—Sikes, llama a comisaría —le dijo sin despegar los ojos de la ventana—.
Voy a subir.
***
***
Casey se abrió paso entre la multitud de periodistas y vecinos y pasó por debajo
de la cinta policial tras enseñarle la placa a un agente de uniforme. La casa
estaba resplandeciente en la noche, ya que dentro estaban todas las luces
encendidas. El recibidor era enorme y Casey se quedó quieta buscando a Tori
con la mirada entre la mucha gente que abarrotaba la sala de estar. Como si
sintiera su presencia, Tori se volvió y cruzaron una mirada. Le hizo un gesto para
que se acercara y Casey fue hacia ella manteniéndose cerca de la pared para no
molestar a nadie.
—O’Connor, este es Mac Sterner. Es el jefe del equipo de policía criminal.
Casey le tendió la mano.
—Sí, nos habíamos visto una vez. Ahí fuera están susurrando que ha sido un
suicidio. ¿Es eso cierto?
Mac negó con la cabeza.
—Creo que han querido que lo pareciera, pero el ángulo es incorrecto. Como
estaba diciéndole a Hunter, Stevens era diestro. Si vas a pegarte un tiro en la
cabeza, ¿usarías la mano izquierda? Además, el cañón no le ha dejado marca en
el cuero cabelludo. Yo diría que le dispararon a una distancia de al menos treinta
o sesenta centímetros —señaló el cuerpo—. Comprobaremos si tiene marcas de
pólvora en la mano, pero yo apostaría a que no.
Casey miró el cuerpo y detuvo la mirada en lo que quedaba de su rostro: se
había volado casi media cabeza. Luego posó los ojos en Tori.
—Dame algo de lo que tirar, Mac. ¿Dónde está su mujer?
—No estaba aquí, Hunter. Sikes está intentando localizarla —explicó él.
—¿Hay alguna posibilidad de que lo hiciera ella?
Mac dio un paso atrás y observó la escena.
—Estaba de pie, no sentado. ¿Cuánto mide? ¿Uno noventa? —rodeó el
cuerpo—. Hasta que podamos limpiarlo y examinarlo, solo puedo suponer el
ángulo de entrada, pero diría que quien le disparó medía alrededor de uno
sesenta o como mucho uno setenta —extendió las manos e hizo un gesto como
de disparar—. También diría que el asesino es zurdo.
—¿Y eso? —preguntó Casey.
Mac le apuntó a la cabeza con la mano.
—La bala entró por este lado, en este ángulo. Si yo fuera diestro —cambió de
mano—, entraría así.
—¿Habéis encontrado el casquillo?
—No. Seguramente el asesino se lo llevó.
—¿No han tocado nada? —quiso saber Casey—. ¿Han forzado la entrada?
—No, no parece que haya nada fuera de sitio —negó Tori—. Podemos asumir
que Stevens conocía a su asesino —arqueó una ceja—. ¿Os suena?
—Sí, nos suena —murmuró Casey.
Se mezcló con los presentes mientras Tori sacaba el teléfono y descolgaba.
—Dios... Dios mío —dijo para sí observando a su compañera hablar con aire
ausente.
Meneó la cabeza despacio, respiró hondo y sacó ella también el móvil. Marcó
con agilidad y se sorprendió de que Marissa descolgara al primer tono.
—Soy... soy yo.
—Inspectora O’Connor, no creía que fuera a saber de ti tan pronto.
—Sí, bueno, solo quería ver cómo estabas. ¿Cogiste bien el vuelo?
—En realidad no. Como tenía pinta de ir para largo, decidí alquilar un coche.
—¿Vas a ir en coche hasta Boston?
Oyó suspirar a Marissa, luego carraspear con suavidad, pero esperó a que
hablara sin decir nada.
—He decidido que no tenía nada en Boston, sabes, así que me voy a casa.
Voy hacia el oeste.
—Ya veo —Casey salió al pasillo donde podría hablar más tranquila, lejos de
las voces de la escena del crimen—. Bueno, quería informarte de la última —
hizo una pausa—. Gerald Stevens ha muerto. Le han disparado.
Al otro lado de la línea no se oyó ningún ruido. Casey inclinó la cabeza y
miró al techo.
—¿Me has oído?
—Sí, O’Connor, te he oído. ¿Debería decir que lo siento?
—¿Por qué? ¿Lo sientes?
—No, ¿y tú?
Casey negó con la cabeza.
—No —se aclaró la garganta—. No hemos encontrado muchas pruebas.
Hunter tiene el caso.
—Según he oído, Hunter no descansa nunca hasta que resuelve un caso.
Seguro que encontrará al asesino.
Casey suspiró.
—Ya veremos. Me da la impresión de que no va a querer emplearse muy a
fondo con este.
Capítulo 34
Aunque había amanecido con bastante frío, al final el día se había vuelto cálido
y agradable. Casey y Tori lanzaron el sedal al lago en manga corta.
—Un buen día para pescar —comentó Casey, que se alegraba de poder
disfrutar de un poco de tiempo libre en medio de la semana—. Qué bien que el
teniente Malone te haya dado el día libre.
Tori se rio.
—Sí, y qué bien que tú también puedas tener uno. Como sigas por aquí van a
creer que quieres que te transfieran a Homicidios.
—¿Estás de broma? ¿Te crees que la gente se muere por trabajar en
Homicidios?
—Muy gracioso, O’Connor.
—Sí, muy gracioso —recogió el sedal y volvió a lanzarlo—. Qué pena lo del
alcalde, ¿no? —dijo en voz baja.
—Sí, una pena.
—Pero supongo que te alegras de que la UIC se haga cargo de la
investigación, ¿verdad?
—Claro —Tori se agachó para sacar una botella de la nevera que tenía al lado
—. ¿Quieres otra cerveza?
—Sí.
Casey dejó apoyada la caña y el carrete en el borde, aceptó la botella fría y se
sentó en una silla que Tori había sacado a cubierta.
—Entonces la UIC va a hacerlo todo por su cuenta, ¿no? —Sí.
—¿No usarán tus notas ni nada?
Tori abrió su botella y dio un trago.
—No es que tuviéramos mucho, O’Connor. Pero no, empezarán su
investigación desde el principio. Harán ver que somos unos incompetentes
incapaces de llevar un caso tan importante —se encogió de hombros—. A lo
mejor es verdad.
—¿Alguna idea sobre el enfoque que le darán?
—Se rumorea que Stevens estaba mezclado en tráfico de drogas. Ya viste su
casa: tenía que sacar dinero de alguna parte.
—Creía que su mujer era de la alta sociedad.
—No lo sé.
—¿Y no te importa?
—Eso mismo.
Se quedaron las dos calladas un rato. Tori estaba apoyada en la barandilla
vigilando ausente su anzuelo con la marca que flotaba en la superficie; Casey
estiró las piernas y dejó que el sol le diera en la cara. Tori ladeó la cabeza y la
miró.
—Marissa es zurda, ¿verdad?
Casey giró la cabeza perezosamente hacia ella.
—Sí, creo que sí.
Tori asintió y volvió a posar los ojos en el agua.
—Qué pena lo del alcalde —repitió.
Casey sonrió.
—¿Has pescado alguna vez algo aquí sin salir del puerto? —No, nunca.
***
En el puerto, Sam se tapó los ojos con la mano para protegerlos del sol.
Contempló cómo Tori se reía de algo que había dicho la otra mujer. Suponía que
debía de ser Casey O’Connor. Sonrió y recorrió los últimos metros hasta llegar al
barco. Antes de subir, se detuvo.
—¡Hola! —llamó—. ¿Puedo subir a bordo?
Tori se volvió de golpe con los ojos muy abiertos. Soltó su caña y
prácticamente echó a correr hacia ella.
—¿Qué diablos?
—¿Qué clase de saludo es ese?
—Sam, Dios mío, ¿por qué no me has dicho nada? —murmuró Tori al
abrazarla—. No puedo creerme que estés aquí.
Sam cerró los ojos y se deleitó con la sensación de volver a estar entre los
brazos de Tori y acariciarle libremente la espalda.
—Hace un sol precioso. Aposté a que estarías aquí.
Tori se rio.
—¿Has llamado a Malone, verdad?
—Sí —se separó unos centímetros de ella para mirarla a los ojos—. Dios,
cuánto te he echado de menos —susurró y le comió la boca. Cuando por fin se
apartaron, le faltaba el aliento—. Te he echado mucho de menos, Tori —repitió
acariciándole el costado antes de darle un cariñoso apretón.
—Yo ni te imaginas, Sam. Sin ti está tan vacío.
—Sí, lo sé —Sam dio un paso atrás—. Bueno, ¿vas a presentarme o qué?
—Mierda —Tori se volvió—. Me había olvidado de que estabas aquí,
O’Connor.
—Vaya, gracias —bromeó Casey, que se acercó y le tendió la mano a Sam—.
Casey O’Connor. Y, después de ese beso tan apasionado, asumo que eres Sam.
Encantada de conocerte.
Sam se rio.
—Sí, Samantha Kennedy. Encantada, Casey.
Casey le dio un codazo travieso a Tori.
—Menuda lagarta estás hecha. Es todavía más guapa que en las fotos.
Tori se ruborizó y le dio un golpe con el hombro a Casey.
—Compórtate, O’Connor.
—Imposible —repuso esta, pero sonrió—. Bueno, os dejaré solas. Sé que
querréis pasar un poco de tiempo juntas.
Sam levantó la mano.
—No, no, quédate, por favor.
—No, debería irme.
—De verdad, quédate. He tenido un vuelo muy largo y solo quiero descansar
al sol un rato —Sam miró a Tori con una sonrisa—. No te importa, ¿verdad?
—No, no. Tengo la impresión de que hace meses que no te veo. ¿Qué son
unas horas más?
—Genial. Pues me tomaré una cerveza con vosotras —concluyó Sam que
cogió a Casey del brazo y regresó con ella a cubierta—. Me muero de ganas de
conocer a la persona que Tori Hunter ha dejado entrar en su vida —le dijo en un
susurro—. No pasa muy a menudo —añadió.
—No es más que una vieja osita de peluche —dijo Casey con una carcajada
—. Aunque creo que se ofende cuando la llamo vieja.
***
Tori las vio reír juntas con una extraña sensación de familiaridad; fue con ellas y
les dio una cerveza a cada una.
—¿Ya estás contándole cosas de mí, O’Connor?
—Ay, alegra esa cara. Como si estuviéramos hablando de ti. No todo el
mundo habla de ti, Hunter.
Curiosa, Tori deslizó la mirada hacia Sam.
—Bueno, ¿y qué haces de vuelta?
—Por lo del alcalde, cómo no. No tuve ocasión de llamarte. Nos hicieron
preparar el equipaje y nos subieron a un avión nada más volver al centro.
Supongo que sabes que la UIC va a tomar el control del caso.
Tori asintió.
—Sí, por eso me han dado el día libre.
—Quieren que Travis esté al mando.
Tori miró un segundo a Casey.
—¿Eso quiere decir que tú también estarás en el equipo?
Sam asintió.
—Sí, me sacan de Homicidios en mitad de nuestra investigación y ahora me
vuelven a poner en el equipo. ¿Qué casualidad, no?
—Sí, muy irónico —opinó Casey—. Supongo que te habrás enterado de lo
del monseñor y demás.
—Solo lo poco que me ha contado Tori, pero no he tenido tiempo de leer el
informe ni nada.
Tori se apoyó en la barandilla.
—¿Le vas a contar lo de Marissa o qué?
—¿Qué quieres decir? —dijo Casey en tono de duda.
Tori le sonrió y la miró a los ojos.
—Ya sabes, la tarde juntas en el hotel.
Casey agachó la cabeza.
—¿Tengo que hacerlo?
Sam se rio.
—¿Te acostaste con ella?
Casey se encogió de hombros.
—Me gustaba. Ya sé que todos creían que era un hueso y que no le importaba
el caso, pero creo que en el fondo sí le importaba.
Tori y Casey cruzaron una mirada y asintieron.
—Sí, le importaba —repitió Casey—. Le importaba mucho.
Le sostuvo la mirada a Tori y levantó una ceja con gesto interrogativo; Tori
supo lo que le preguntaba y le transmitió todo lo que Casey necesitaba saber con
una ligera sacudida de cabeza.
Aquel sería un secreto que no le contaría a Sam.
Créditos
ISBN: 978-84-16491-155
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