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Virgen Santísima, Madre de Dios y madre nuestra, María. En este viernes santo
estamos aquí para acompañante en tu dolor. Te damos el pésame por la muerte
de tu Hijo. Era tu Hijo único, tu único apoyo; te has quedado sola. Estamos
contigo, María.
Un día lo aceptaste en tus entrañas y lo llevaste nueve meses; hoy lo aceptas
muerto y lo llevas al sepulcro. En Belén lo acariciaste niño, y su ternura te
embelesaba; hoy lo acaricias muerto, hinchado por los golpes, sucio por el
sudor, el polvo, la sangre y los escupitajos, y con el hedor de sangre en
descomposición. Un día, en la pobreza del sepulcro, lo envolviste en pañales y
lo acostaste en un pesebre para la adoración de los ángeles y los pastores; hoy
lo envuelves en la síndone y las vendas y lo llevas a la fría loza del sepulcro
prestado custodiado por soldados ante el terror de sus amigos. ¡Qué contraste!
No murió de muerte natural, a larga edad, como era la promesa para los justos;
sino que te lo mataron, en una vergonzosa ejecución de esclavo o criminal
político, que no tenía nada que lo hiciera aparecer como héroe o como mártir.
Ese vulgar asesinato había sido proyectado desde hacía tiempo, precisamente
por las autoridades religiosas y políticas. Será de esos crímenes que nunca se
esclarezcan, porque se hacen para acallar tanta corrupción. Tu Hijo nunca quiso
ceder, y acabó crucificado, cuando apenas comenzaba a redondear su proyecto
de evangelización mundial para el establecimiento del Reino de Dios.