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P.

André Perroux SCJ

EL PADRE DEHON
Y SU FAMILIA

Comisión General
Beatificación P. Dehon
Curia General SCJ
Roma – 2004
“Doy gracias a Nuestro Señor
por lo que ha bendecido a mi familia...”

EL PADRE DEHON Y SU FAMILIA

Del amor por la familia


al amor a “Nuestro Señor”

El día 6 de julio de 1890, el P. Dehon recibe la visita de su hermano Enrique, en San


Quintín. Esta visita lo llena de alegría, y consigna el recuerdo en su diario. Pero, de inmediato, su
alegría halla toda su dimensión en la oración: “Doy gracias a nuestro Señor por lo que ha
bendecido a mi familia...” (NQT V/1890, 8r).
Lo vemos aquí en ese reflejo habitual de su vida más personal: los acontecimientos que se
suceden día a día lo llevan, como espontáneamente, a refugiarse bajo la mirada de Jesús, “Nuestro
Señor”, principalmente, para darle gracias. Pues, en todo, y del modo más concreto que le es
posible, quiere reencontrar la presencia de Aquel a quien desea servir con todo su ser. Y, por el
mismo movimiento de fe y de alabanza, esta presencia del Señor la acoge a través de la influencia
de los y las que han marcado su vida: en primerísimo lugar, de su familia.
Ahora bien, de este paso casi espontáneo, como una respiración, que expresa y mantiene la
vida, este lazo entre la muy humana alegría y la gratitud a Nuestro Señor, nos da él testimonio con
mucha frecuencia a lo largo de toda su vida y en su obra escrita. Tiene de ello una viva conciencia y
le agrada reconocerlo: todos los dones que ha recibido de Dios, los ha recibido por mediación de las
numerosas personas que han marcado su existencia, particularmente, por medio de sus padres y de
las múltiples relaciones familiares en torno a él. Éste es, precisamente, el vínculo que será objeto de
nuestra conversación: cómo toda su personalidad, hasta en lo que la caracteriza religiosamente,
hunde sus raíces en el tejido humano en el que nació y creció y que le marcó definitivamente.
Con toda naturalidad, hojearemos especialmente sus “Notas” personales: sus “Notes sur l’Historie
de ma vie” (NHV, 15 cuadernos) y sus “Notes Quotidiennes” (NQT, 45 cuadernos), como también
su muy abundante correspondencia. Descubriremos aquí un poco la diversidad y la densidad de los
lazos familiares. Intentaremos subrayar algunos de sus trazos más reveladores en razón de su
frecuencia y de su contenido. Por otro lado, no queremos separar a una familia de su medio vital, la
comunidad de la vida de La Capelle y otras comunidades vecinas; más ampliamente, la región y la
patria: veremos, enseguida, lo que cuenta esto en el P. Dehon; y cómo toda esta rica experiencia
humana hace cuerpo, en verdad, con su modo de comprender y de vivir su adhesión a Jesús según el
Evangelio.

Estas páginas fueron preparadas, en primer lugar, para presentarlas a los familiares del P. Dehon, sus sobrinos
segundos y respectivas familias, con ocasión de un encuentro celebrado en La Capelle el 15 de mayo de 2004.
A continuación, se amplió el tema: de la familia a su entorno vital, la ciudad, la diócesis, la región..., para acabar
ofreciendo una pista sobre el camino espiritual dehoniano.
Se cita abundantemente al P. Dehon, en sus “Notes” y, especialmente, en su correspondencia, aún poco conocida,
pero muy rica en lo que toca a las relaciones familiares, con el propósito inicial de ofrecer de algún modo a la
familia, en una medida sólo muy parcial, el testimonio que ésta nos conservó y que le pertenece en primer lugar.
Estas citas van en cursiva: se las podrá localizar fácilmente y pasarlas, si se desea una lectura más rápida. Sin
embargo, más que cualquier otro texto, son ellas las que introducen en la captación de la calidad de la relación
familiar y ésta es, precisamente, la intención de este estudio.

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1- UN INTERCAMBIO MUY ABUNDANTE

Para comenzar, buscaremos la mayor parte de nuestras informaciones en la


Correspondencia. No hace falta recordar que muchas cartas están perdidas definitivamente; otras
puede que duerman aún en el fondo de un desván, de un armario familiar o de una comunidad... Yo
me ceñiré a cuanto los Archivos de Roma han conservado, que es ya mucho... Pero sería muy
enojoso alinear solamente las fechas, aún cuando éstas sean ya, en sí mismas, una buena indicación.
Por eso, añadiré a la vez algunos detalles: a algunos de ustedes, éstos les harán revivir, sin duda, a
personas muy queridas, evocarán lugares y situaciones de mucho peso. Quisiera hacerlo con el
mayor de los respetos, con todo nuestro afecto por esta numerosa y hermosa familia que nos dio
nuestro Padre Fundador y comulgando lo mejor posible con su propia gratitud, a la vez que
preservando la discreción que siempre acompaña en él a la espontaneidad y el afecto.
Comencemos, pues, por un rápido “sobrevolado del terreno”: ¿qué comporta la
correspondencia del P. Dehon con su familia, cómo se distribuye? Conocen ustedes que, en 1992, el
P. Bourgeois publicó esta correspondencia hasta 1871, inclusive: las cartas que envió el P. Dehon y
las que recibió. Durante estos primeros años, es decir, entre 1864 y 1871, la familia tiene, con
mucho, el primer lugar en su correspondencia. El conjunto publicado constituye un volumen
precioso, enriquecido con numerosas notas. Habría que completarlo, en relación con ese período,
con las cartas encontradas después. Y, sobre todo, el volumen debería ser el primero de una serie,
cuya continuación sigue esperando investigadores pacientes y perseverantes... ¡Tengamos
esperanza! Mientras llega la prosecución de la publicación, utilizaré el texto manuscrito contenido
en los archivos y utilizado en la edición provisional.

Salvo error en mi pesquisa, no tenemos ninguna carta de los padres del P. Dehon a su hijo.
Todo se ha perdido, y es una gran lástima: no tenemos acceso a su diálogo más que por lo que nos
proporciona León mismo.

Por el contrario, suyas a sus padres, padre y madre, tenemos 233 cartas, algunas bastante
largas: de ellas, 27 escritas durante su viaje a Oriente (del 23 de agosto de 1864 al 25 de junio de
1865), y 114 que datan de sus años de estudios en Roma (octubre de 1865 a agosto de 1871).

Del hijo a su padre, más personalmente, tenemos 14 cartas, y 2 a su madre, 9 a su hermano


Enrique y 10 a su sobrina y ahijada Marta. No conocemos cartas a Amelia, hermana menor de
Marta; tampoco a Laura, la madre de éstas; pero hay muchas alusiones a cartas perdidas y, sobre
todo, la correspondencia a sus padres, a Enrique, etc., nos hace entrever el vínculo de un profundo
afecto. Hay también cuatro cartas a su sobrino segundo Jean Malézieux-Dehon. Evidentemente, a
esto hay que añadir las muy numerosas menciones de la familia, en conjunto o de ésta o aquella
persona, en particular, que jalonan las cartas y las notas del P. Dehon.

Éste es, esencialmente, el material que se abre a nuestra investigación. Es muy abundante.
Nos ofrece participar en un intercambio regular y nos abre a la intimidad de una familia viva y muy
unida. A lo largo de los meses y de los años, al hilo de los acontecimientos de la familia y de la
sociedad, nos convertimos, así, en los confidentes de gran cantidad de noticias y de reacciones que
se entrecruzan, de preocupaciones, sentimientos y proyectos. Vivimos, en cierto modo, con la
familia y conocemos a muchas personas... Es imposible retener todo lo que nos confían estas cartas
y notas. Sería, con todo, muy apasionante: ¿acaso no es a través de ese tejido de relaciones como se
dejan, hasta cierto punto, entrever la profundidad y la delicadeza del vínculo familiar, en la vida
ordinaria de cada día?

Quisiera, sencillamente, compartir con ustedes la espontaneidad y la cordialidad de esta


correspondencia, la densidad de “presencia” y de atención recíproca, la muy concreta comunión a

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partir de las “cosas de la vida”. Más que seguir la sucesión cronológica, y puesto que se trata sobre
todo de recobrar la experiencia de toda una vida, les propongo un recorrido que, a partir de lo más
ordinario, se dirigirá a lo más profundo. Comencemos por recoger algunas expresiones más
frecuentes: se trata de las palabras más simples que se dicen todos los días: en ocasiones, de las
palabras sencillas de la ternura. La relación entre las personas se precisa a través de ellas. Son ya,
discretamente, muy evocadoras del vínculo que une a cada uno a todos los demás, presentes y
ausentes, hasta en la intimidad de su existencia común. De alguna manera, dan la tonalidad
característica del clima familiar... Por descontado que, para simplificar, he de reagrupar expresiones
que, a lo largo de los años, pueden varias en los detalles.

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2- UNA ATENCIÓN AFECTUOSA POR TODOS Y CADA UNO

“(Mis) queridos padres”

El P. Dehon escribe a menudo a sus padres. Así lo hace durante los primeros años en que ha
de vivir lejos del hogar familiar, y particularmente cuando su opción de hacerse sacerdote le lleva a
estudiar en Roma y le impone, al tiempo, la prueba de una incomprensión que tardará mucho
tiempo en resolverse. Lo mismo, durante los años de sus comienzos como joven vicario en San
Quintín, cuando se entrega a fondo a las tareas de un ministerio que desconcierta a su familia, y
cuando muy pronto se convierte en una de las personalidades a las que se mira, en uno de los
sacerdotes más solicitados de la diócesis de Soissons. Está, en lo sucesivo, muy cerca de los suyos y
las visitas entre La Capelle y San Quintín no son raras. Particularmente, los gozos y las emociones
vividas juntos en el momento bastante reciente de la ordenación en Roma y, después, la presencia y
la influencia del joven sacerdote en la diócesis, apaciguaron mucho los temores y las
incomprensiones; la familia ha recuperado plenamente a su hijo, del que está tan orgullosa. Así,
hasta la muerte de sus padres en 1882 y 1883, el correo sigue siendo frecuente. Ello da adecuado
testimonio de la importancia concedida a esta relación familiar, del cuidado constante por
comunicar los detalles de la vida diaria, por hacer concreta la comunión y la continuidad del afecto
recíproco.

León comienza siempre sus cartas con estas palabras: “Queridos padres, querido padre,
querida madre...”. Él, habitualmente muy reservado en las expresiones sensibles de su afecto,
termina con la mayor frecuencia: “Les abrazo de todo corazón, abracen por mí a Enrique, Laura,
mamá Dehon, Marta y Amelia”. “Les abrazo de todo corazón, como les quiero, y les ruego que den
un abrazo por mí a Laura, a Enrique, Marta y mamá Dehon” (12 de noviembre de 1865).
Escribiendo a su padre, dice: “Abraza de mi parte a mi querida madre y dile que pienso todo el día
en ella, como en ti. Abraza también de mi parte a Enrique, Laura, a la mamá Dehon y a Marta” (6
de abril de 1867): lo mismo, prácticamente, en todas sus cartas.

Su hermano Enrique y Laura, su cuñada

Con su hermano Enrique -“querido Enrique, mi querido amigo...”-, con toda naturalidad, la
conversación se hace más directa, siendo siempre afectuosa. De temperamento y de gustos muy
diferentes, fueron siempre muy solidarios. Son dichosos de volver a verse, de darse gusto, de viajar
y hacer visitas juntos: trátese de visitas profesionales, como a una cervecería en Viena, o de hacer
turismo en Italia y en Roma, con Laura, donde serán recibidos en audiencia por el papa Pío X en
1908; o de visitas, también, a nuestras comunidades en Bélgica... Les gusta recordar juntos a sus
padres y son numerosos los recuerdos comunes que renuevan el vínculo fraterno: “Los recuerdos
familiares son para mí siempre alentadores y edificantes”, escribe después de participar el día de
San Enrique en La Capelle (NQT XXIII/1907, 100). O también, en mayo de 1894: “El 30, fiesta
familiar en La Capelle. Mi hermano me pidió que fuera a decirle misa en el 30º aniversario de su
matrimonio. Despertamos antiguos recuerdos. Hablamos de nuestros padres, a los que esperamos
volver a ver en el cielo, y del agradable viaje que hicimos juntos, con ocasión de su boda, en 1864”
(NQT X/1894, 119).

Entre los “antiguos recuerdos”, están con seguridad los años jóvenes, la vida de estudiante
en París. Así la evoca León: “Salía a veces con mi hermano. Debo aquí hacer justicia a mi
hermano, siempre me ha edificado, animado y protegido. Le estoy agradecidísimo. Tanto en París
como en Hazebrouck fue para mí un Mentor [en la Odisea, es Mentor el consejero prudente y
experimentado que acompaña al hijo pequeño de Ulises, Telémaco] o, mejor, un Rafael [Rafael, “el

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ángel bueno” que protege al joven Tobías, y lo acompaña para el feliz desarrollo de su viaje].
Menos inclinado que yo a la piedad y a las obras, y sin tener la misma vocación, le agradaba
verme piadoso y me daba muchos consejos útiles para el trabajo y la educación...” (NHV, I, 42v-
43r).

Con el mismo afecto, acogerá a Laura, su cuñada: la correspondencia con ella se ha perdido,
y es una lástima porque, con mucha delicadeza, la hermosa relación que une a ambos hermanos
brinda rápidamente un amplio espacio a Laura. A ellos les escribe con gran sencillez: “Querido
hermano, querida hermana”. En las cartas a sus padres leemos: “He encontrado hoy su carta y la
de Laura, y esto me ha devuelto el humor que había perdido desde hacía días” (10 de abril de
1865). O también, escribiendo igualmente, a sus padres: “Un abrazo de mi parte para Laura y
Enrique; sin duda que tienen más tiempo que yo. Serían muy amables si no llevasen la cuenta de
mis cartas y me escribiesen más a menudo” (25 de junio de 1865). “Agradezco a Laura su bonita
carta” (20 de enero de 1866). “He recibido la cariñosa carta de Enrique y de Laura. Les
responderé de viva voz dentro de diez días” (31 de julio de 1868)...

Marta y Amelia, sus dos sobrinas, “las traviesas”

Muy seguro de su afecto, hace suya la alegría del nacimiento de Marta (1865) y, después, de
Amelia (1868) en el hogar de Enrique y Laura. Las dos veces, la espera y el alumbramiento han
resultado dolorosos: él se inquieta por ello, pide noticias. Después se alegra, pensando en ambas
niñas, “mis queridas sobrinitas”: “Mi pequeña Marta”, que es también su ahijada, a la que estoy
impaciente volver a ver” (26 de abril de 1866); Marta, cuya “despedida (tiene entonces quince
meses) me impresionó mucho” (17 de octubre de 1866); Marta, “en la que también pienso a
menudo” (el 13 de noviembre siguiente). Después, cuando llega Amelia, habla de su prisa por
“encontrarme pronto entre la familia aumentada” (21 de junio de 1868), abraza por anticipado a su
segunda sobrinilla y no olvida en adelante nunca un recuerdo cariñoso para “les deux petites filles”:
“abrazad e mi parte a Enrique, a Laura y a las niñas”.

De este modo, sería agradable sorprender las muestras de afecto del tío a sus dos sobrinas;
las hay, en la práctica, en todas y cada una de las cartas que dirige a su familia. Por ejemplo, el 18
de febrero de 1869: “Cuidad bien a Martita, para que recobre la salud. Abrazadla de mi parte, lo
mismo que a su rolliza hermana (¡de 10 meses, entonces!). Dad un abrazo de mi parte a Enrique,
Laura, la mamá Dehon, Marta y Amelia, y dad a mis sobrinas una peladilla por mí” (26 de octubre
de 1869). Tres años antes, cuando Marta tenía 18 meses, había aconsejado sabiamente: “¡Abrazad
de mi parte a mi pequeña Marta y decidle que no coma azúcar, para que tenga después bonitos
dientes y no le duelan, como le ocurre a veces a su tío!” (8 de diciembre de 1866).

A sus dos sobrinas pronto las llamará, con una pizca de malicia, “las dos traviesas” (18 de
agosto de 1872). Van creciendo. Marta tiene siete años cuando escribe “una bonita carta” a su tío y
padrino; como respuesta, él le “envía una estampa para ella y otra para Amelia” (19 de febrero de
1872). Se preocupa de los asuntos que sus padres se plantean a la hora de elegir la escuela (“école à
la maison”). Prepara cuidadosamente sus aguinaldos, les envía estampas y libros de lectura para
niños, como una edición ilustrada de Fabiola para Marta y un libro de dibujos para Amelia (27 de
diciembre de 1873). Pronto decidirá regalarles libros que puedan interesar también a sus padres, y
hasta a los abuelos: ¡así se aprovechará de ellos toda la familia!

Cuando León está en plena actividad por la creación de su “Patronato”, las construcciones,
organizaciones, fiestas, etc., compone para cada una de sus sobrinas, por separado, una bonita
felicitación, para que la reciten de memoria a Laura en el día de la madre (8 de marzo de 1873).
Aquí está la que preparó para Amelia, que tenía cinco años: “He aprendido de memoria una bonita

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felicitación/. E iba a decírsela a mi mamá querida/. Pero se me ha olvidado toda, cuando venía/. Y
la única palabra que recuerdo es ‘Te quiero’...”. Pero, siempre afectuosamente, no deja, si es el
caso, de extrañarse de que hayan olvidado de aludir a la fiesta de san León (13 de abril de 1875)...

La riqueza de la relación permite unir espontáneamente y de modo muy feliz las bromas y lo
serio, y, según muchos coetáneos, ésta será una característica permanente del P. Dehon hasta sus
últimos días. Oigámoslo, por ejemplo, dirigirse a Marta, cuando ella anda por los nueve años (Año
Nuevo de 1874): “Mi querida Martita: Te agradezco tus buenos deseos y espero que nuestro buen
Dios los realizará. Pide mucho por ello. Las oraciones de los niños agradan mucho a Dios. Lee con
esmero tu libro de aguinaldo. Encontrarás en él la vida de los santos de nuestro tiempo y harás
propósito de imitarlos. Tienes que leer también el de Amelia. Harás de él la lectura en familia
todas las tardes, ya que esta pequeña holgazana no sabe aún leer ella sola. Cuando vaya a verte, te
preguntaré la historia sagrada, para ver si la has leído bien. Abraza a Amelia de mi parte y dile
que, si no se da prisa en aprender a leer, me llevaré su bonito libro. Te abrazo con todo mi
corazón. Tu tío querido”.

Dos años más tarde, como un padrino atento que tiene conciencia viva de su
responsabilidad, escribe igualmente a Marta al acercarse su primera comunión. “Querida Marta: Tu
encantadora cartita me ha producido el mayor placer. Los sentimientos que me expresas son
propios de un corazón piadoso y bueno. Esto es lo que yo esperaba de ti. El año entrante tendrá
una influencia capital sobre todo el resto de tu vida. Es el año de tu primera comunión. Es preciso
que te prepares con entusiasmo. Corrige poco a poco los defectos de tu carácter. Rechaza todas las
tentaciones de obstinación y de enfado... Reza todos los días a la Virgen María. Me gustaría que
me escribieras dentro de un mes para decirme cómo va tu preparación a la primera comunión. Un
abrazo afectuoso”.

Pasan tres meses y llega el “gran día”, en Pascua de 1876. En vísperas, envía a su sobrina
una larga carta: “Querida Martita, ¡el gran día está ahí! Te preparas para el acto más importante
de tu vida”. Vuelve a hablar, entonces, a su ahijada del gran amor de Jesús por ella y por nosotros, y
de la maravilla de la Eucaristía, gracias a la cual este amor se convierte en nuestro alimento de vida.
“Vas a ser admitida por primera vez a esta felicidad. Nuestro Señor no quiere privar de ella ni
siquiera a los niños de tu edad. No bastaría toda una vida para prepararse a recibir de este modo
al buen Dios, tan grande y tan poderoso. Nunca podrías, pues, hacer demasiado para prepararte a
ello. Sigue cuidadosamente los consejos de tu madre y de tu abuela... Pide también a mamá Jules
(la abuela) que pregunte al Sr. Decano qué intervención espera de mí [¿en la celebración de la
mañana, o en la de la tarde?)... Abraza de mi parte a papá, mamá, papá Jules, mamá Jules y
Amelia. Te abrazo con todo mi corazón.

Por su boda en 1884, Marta entra en la familia Malézieux, una de las más influyentes de San
Quintín, muy activa en la región gracias a su industria textil. El suegro de Marta, el Sr. Malézieux
era diputado y vicepresidente de la Cámara de Comercio de Soissons. Será uno de los primerísimos
y más fieles colaboradores y bienhechores del Patronato y demás iniciativas suscitadas por el P.
Dehon. Éste se encargará de asistir en la vejez a la Sra. Malézieux. En 1917, antes de ir por fin a
Roma, la visitará en Braine-le-Comte, hará todo lo posible por tranquilizarla ante el desastre de la
interminable guerra y de las víctimas entre familiares y amigos... Muere la señora en 1919, a los 88
años. André Désiré Malézieux, el marido de Marta, miembro de comités dirigentes de obras, había
muerto en 1893; perteneció a los “agregados” que se asociaban a la gran “familia” espiritual del P.
Dehon, como otros parientes y, en primerísimo lugar, la señora Dehon, su madre.

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Sus abuelos, “papá” y “mamá Dehon”

Alude muy a menudo a sus abuelos, “papá Dehon” y “mamá Dehon”, que vivían bajo el
mismo techo familiar. El abuelo, Hipólito Alejandro, muerto en 1863, había sido director de correos
en La Capelle. Como alcalde en 1843, tuvo la alegría de firmar la inscripción del nacimiento de su
nieto. Éste conservó un recuerdo emotivo del sólido optimismo de su abuelo. Hábilmente, no deja
de recordarlo a los padres, cuando se inclinan demasiado a ponerse nerviosos por todo, a propósito
de su hijo, seminarista en Roma: “Me gusta mucho empezar mis cartas por estas palabras a las que
tenía afición papá Dehon: ‘Todo va bien’. Toda va bien en Roma en los últimos quince días; desde
el punto de vista material, el calor es moderado y el trabajo, bastante fácil; espiritualmente, mi
gozo interior sigue siendo el mismo y soy cada vez más dichoso de haber sido llamado por Dios a
esta carrera de abnegación y apostolado” (19 de junio de 1866).

Quiso mucho también a su abuela, Enriqueta Ester Grincourt. Ella es “mamá Dehon” y no se
olvida de enviarle un abrazo al acabar todas las cartas a sus padres. Dice el 30 de diciembre de
1872: “Trasmitid mi felicitación de año nuevo a mamá Dehon. Deseo que se encuentre bien de
salud entre vosotros”. A su muerte, en mayo de 1874, escribe: “Doy gracias a Dios de haber
podido prestar los últimos auxilios a mamá Dehon... He dicho algunas misas a su intención” (10 de
mayo); y el mismo día, dice a su amigo, el sacerdote Desaire: “He estado últimamente con mi
familia, en circunstancias dolorosas: mi abuela, a la que conociste allí, murió hace unos días,
dejando un gran vacío en la casa donde vivía...”. Desde Roma, al comienzo de sus años
seminarísticos, siempre con diplomacia, tiene cuidado de recordar a sus padres la recomendación,
llena de afectuosa sabiduría y de profundo sentido cristiano, que la abuela había hecho a su
propósito, en el momento en que su opción de vocación sacerdotal suscitaba decepción y viva
inquietud: “...Sé que la fuente de sus preocupaciones no es sino el cariño que me tienen. Pues bien,
¿no pueden hacer por estar satisfechos de saberme aquí, feliz y contento, con plena salud? Digan a
mamá Dehon que tenía mucha razón cuando decía: Si es su vocación, será feliz” (6 de diciembre
de 1865).

Tíos, tías y toda la parentela

Los abuelos paternos pertenecían a familias numerosas; y ellos mismos tuvieron varios
hijos, además de Julio Alejandro, lo que supuso muchos tíos y tías, primos y primas. Lo mismo
ocurrió en torno a Nouvion con la familia Vandelet, aunque nuestras informaciones resultan aquí
menos precisas. Ello explica la diversidad de apellidos que aparecen repetidamente en las
circunstancias más diversas: Vandelet, Longuet, Née, Penant, Lavisse, Foucamprez, etc.

Para ayudar a la lectura de la correspondencia, he aquí algunas alusiones que se encuentran


con mayor frecuencia: especialmente, la de una tía materna, Julieta Agustina Vandelet, esposa de
Félix Penant. Es su muy querida madrina, que hace a su ahijado muchos encargos (agua del Jordán
que traer consigo de Palestina, objetos piadosos de Roma, portarretratos...) y le confía intenciones
de misas. Con sus padres y con sus tíos, hará León una emotiva peregrinación a Lourdes a fines de
agosto de 1873: fueron unos días de gran alegría, una experiencia de intensa comunión espiritual. A
la muerte de su tío, escribe: “Funerales de mi tío Penant, muerto a los 86 años, después de una feliz
vida de práctica cristiana, de dignidad familiar y social” (NQT XXXV/1913, 3). Poco tiempo más
tarde, en abril de 1914, al bendecir en la misma familia Penant el matrimonio de Pablo y Margarita
Rondaux, hará un elogio muy emocionante de este hogar cristiano. Evoca su personalísimo
recuerdo del matrimonio de los abuelos y su larga vida, bendecida por Dios en una unión “toda
penetrada de espíritu cristiano”. La propone como ejemplo a los futuros jóvenes esposos (cf.
Manuscrits divers, 6º cuaderno, p. 572).

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Hay otra tía materna que menciona a menudo: Julieta Matilde, esposa de Carlos Longuet:
son los padres de Laura y de Aline. Para el P. Dehon, se trata habitualmente de “mi tía Vandelet de
Nouvion”. Aline, hermana de Laura y prima hermana de León, se casó con Gastón Née y, en
segundas nupcias, con Ernesto Lavisse, de Nouvion, un historiador de gran renombre que entrará en
la Academia en 1893; el P. Dehon tendrá interés en asistir a la ceremonia.

Un tío paterno -José Hipólito Dehon- se había casado con una tía materna, Sofía Leonor
Vandelet. Como se establecieron en París -precisamente, en Montmartre-, acogieron a menudo a
León, a su paso frecuente por la capital, con ocasión de sus peregrinaciones a la muy reciente
Basílica del Sacré-Coeur. Su sobrino les resultaba cordialmente muy cercano, tanto más cuanto que
siguió de cerca la prueba de la enfermedad de su hija María... León habla también de otra tía en
París, Dorotea, esposa de Eduardo Gustavo Dehon.
Todos estos nombres y muchos otros aparecen frecuentemente en los apuntes y en la
correspondencia. No todas las personas que cita han podido ser identificadas, pero se percibe lo que
cuentan para él, en el concierto de las múltiples relaciones en el seno de una parentela muy unida.
Por ejemplo, escribe en mayo de 1906: “El 27, viajo a La Capelle. Veo a Fontaine, en casa de mi
tío, una familia verdaderamente patriarcal y bendecida” (NQT XX/1906, 48). También a menudo,
deja de nombrar por separado y reagrupa a toda su familia: “Un abrazo, de mi parte, a los tíos y
tías, cuando estéis reunidos en su casa...” (21 de mayo de 1868); o también: “A mamá Dehon y a
los parientes de La Capelle, de Verins, de Nouvion y de Dorengt”... Y, entre “los amigos del
Sagrado Corazón” que a partir de 1880 se unirán a la joven Congregación en calidad de agregados,
se encontrarán los nombres de varios miembros de la familia, empezando por la señora Dehon: así,
las señoras Penant, Malézieux, Demont-Buffy, prima hermana de la señora Dehon, que será
superiora de la Orden Tercera.

Además, conservará el recuerdo emocionado y agradecido de la asistenta que servía en casa


de sus padres. La recuerda en los términos siguientes, uniendo, como de costumbre, la estima por la
persona y la gratitud a Dios: “Fue un instrumento de la Providencia... Dios se sirvió de ella para
disponer las mayores gracias de mi vida... Puso a mis padres en relación con el sacerdote de su
parroquia, M. Boute. Éste, nombrado profesor de Hazebrouck, nos atrajo allí a mi hermano y a mí.
Esta doméstica fue, pues, la ocasión de todas las gracias recibidas por mí en Hazebrouck y de la
gracia insigne de mi vocación. Le estoy piadosamente agradecido por ello y me alegré mucho
últimamente de poner su vejez al abrigo en el humilde asilo de las Hermanitas de los Pobres, en
donde no dejo de visitarla alguna vez. Sus cualidades cristianas son, para mí, alegría y consuelo”
(NHV I, 5v-6r).

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3- AL HILO DE LOS DÍAS, LAS ALEGRÍAS Y LOS CUIDADOS DE LA VIDA...

Siempre con la intención de captar mejor el “tono” de estos intercambios y para acercarnos
así a la personalidad muy humana de los firmantes, atendamos ahora a algunas circunstancias, a
algunos acontecimientos y a las preocupaciones que con la mayor frecuencia dan lugar a estas
cartas. Poco importa el orden en esta evocación, forzosamente rápida: ante todo, se trata de aceptar
la invitación a participar en la vida tan sencilla y concreta de una familia, siguiendo su ritmo al
capricho de las circunstancias, al hilo de las estaciones y de los años. Es el “día a día”, a menudo
muy ordinario, incluso banal, al menos aparentemente. Pero deja de ser tal cuando se convierte en el
alimento del que se nutren el afecto y la cohesión de una familia.

¡Escríbanme a menudo, con muchos detalles!

Recordemos, en primer lugar, la importancia concedida a este contacto, a las visitas pero,
sobre todo, a las cartas en los momentos en que León se encuentra lejos de sus padres. Así, al
comienzo de su viaje a Oriente Próximo con su amigo Palustre, promete escribir todos los martes, y
a ello se atendrá lo más posible. Esto nos ofrece unas cartas que son, al tiempo, un apasionado
diario de ruta. Describe con entusiasmo los lugares visitados y cuenta las numerosas sorpresas y
aventuras. El humor no falta: León sabe divertir y distraer por medio de algunas anécdotas
pintorescas. Al mismo tiempo, quiere en gran medida tranquilizar. Evidentemente, no olvida
recordar que también espera el indispensable apoyo económico convenido, en particular las muy
preciosas cartas de crédito que le permiten hacer frente a los gastos, previstos e imprevistos...

Él mismo pide noticias, a menudo con insistencia. Incluso en esto revela un rasgo de su
carácter que nos encontramos constantemente: la precisión, el sentido del detalle hasta la minucia
misma, al servicio de una sensibilidad muy atenta. Cuenta mucho con encontrar el correo en las
etapas programadas antes de la salida: “Tengo prisa por llegar a Atenas, pues espero encontrar allí
muchas cartas” (15 de noviembre de 1864). “Esperaba consolarme en Alejandría, pero ya no estoy
aquí muy contento: aún no hay cartas” (9 de diciembre de 1864). “La correspondencia se ha
convertido para mí en un enigma. La última carta que he recibido estaba fechada el 21 de octubre;
después les he escrito siete cartas [lo subraya]. ¿Es que las han recibido y no me han respondido?...
Nunca el tiempo me ha parecido tan largo y la espera tan pesada...” (15 de diciembre de 1864).
“Si piensan que no tienen tiempo para contestarme a Jerusalén, escríbanme a Damasco...” (7 de
marzo de 1865). Así ocurre sin interrupción y a lo largo de todo este viaje, un viaje al que su padre
lo invitó como una última diversión pero, a la vez, un viaje temido por su madre como una aventura
de terribles peligros: León lo sabe, lo siente, con sus numerosas cartas hace todo lo que puede por
mantener un diálogo, conservar y profundizar la relación, con vistas a un futuro que no será en
modo alguno fácil... Él mismo experimenta muy fuertemente la necesidad de este intercambio: la
vida de los suyos forma parte verdaderamente de su vida.

En octubre de 1865, ya instalado en Roma para iniciar el Seminario -una estancia menos
peligrosa, pero que renueva la separación y relanza la inquietud-, reaparece el vivo deseo de recibir
noticias: “Me cuesta mucho recibir tan pocas noticias suyas”. “Espero que me escriban a menudo
y con muchos detalles. Esto les cuesta poco y es para mí una gran alegría. Espero carta hoy o
mañana”. “Me olvidan un poco y sus cartas se hacen raras”. “Escribidme siempre buenas y largas
cartas; y, sobre todo, nada de tristeza. Todo os sonríe, vuestros niños son felices, debéis dar
gracias a Dios todos los días”. “Siga dándome detalles sobre toda la familia. Sus cartas son muy
pocas; cuando son largas, es para mí una gran alegría”. “Escríbame a menudo, especialmente tú,
querida madre, que tienes tiempo libre, pues debes estar en casa...”. Y, siempre realista, llega

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incluso a precisar: “Les ruego que me escriban un poco más a menudo... Me parece que la tarifa
postal va a bajar”. ¡Difícilmente se puede ser más insistente y más práctico!

Cuando, a finales de 1871, es nombrado vicario en San Quintín, las visitas podrán ser más
frecuentes. No obstante, ambas partes las encuentran demasiado espaciadas y demasiado rápidas.
Estos reencuentros valen mucho más que todas las cartas, pero continúan escribiéndose
abundantemente. Como dice a sus padres (el 28 de febrero de 1874): “No me tengan demasiado
tiempo sin noticias. Ustedes están menos ocupados que yo y son varios para escribir, así es que
pueden escribirme más a menudo”...

¡Todo va bien!

¿Por qué esta “gula” de correo? Porque el afecto recíproco mantiene viva la atención a la
vida cotidiana de cada uno, por supuesto. Pero más precisamente y con más insistencia, está antes la
preocupación por tranquilizar y tranquilizarse.
León sabe hasta qué punto sus padres -sobre todo, su madre- se preocupan por él. Por su
salud, claro, pues la saben frágil, la creen amenazada, y no sin cierta razón, cuando el joven León
recorre las rutas y los caminos de Grecia y de Egipto y, después, de Turquía; pero ¡incluso también
cuando lleva una vida más sedentaria en Roma o hasta en San Quintín! León siente que debe
escoger con juicio las noticias, y poner oportunamente un poco de color en una realidad en la que a
veces no faltan las sombras o los tonos grises.

Hace falta que diga a tiempo y repita a destiempo que “todo va bien”, y lo hace
prácticamente en todas sus cartas. En una postdata, al final de una larga carta contando el viaje por
el Nilo, escribe el 22 de enero de 1865: “¿Por qué se preocupa mi madre? Le prometo ser prudente
y le garantizo que no hay motivo para temer mucho. Le pido con un abrazo que sus cartas sean más
confiadas y menos tristes”. Desde El Cairo, el 7 de marzo siguiente, escribe: “Quisiera persuadir a
mi querida madre de que no corro el menor peligro y de que con la ayuda de Dios volveré a ella
con buena salud”. Una semana antes, descendiendo por el Nilo en un “confortable barco”, no duda
en detallar el menú cotidiano, añadiendo una pizca de humor para aflojar la tensión: “No sé si os he
contado el menú de nuestras comidas. Por la mañana, hay té, huevos y mermelada. A mediodía,
tres platos y postre. Por la noche, sopa, cinco platos y postre. Tres veces al día, café: poco para
Oriente. Aquí está nuestra cuaresma. Creeréis fácilmente que engordaremos todos... (1 de marzo
de 1865). Y algo más tarde: “Un abrazo también para mamá Dehon y díganle que me esfuerzo en
rodar no como la piedra del torrente, sino como la bola de nieve que llega y crece...” (desde
Jerusalén, el 16 de abril de 1865).

Algunas semanas después de instalarse en Roma y tras describir con detalle su habitación, el
horario del día, la organización y el método de su trabajo estudiantil, y también el menú de sus
comidas de seminarista, concluye (el 3 de noviembre de 1865): “Creo que mi salud se fortalecerá
más con este régimen reglamentado que me viene muy bien”. Para hacer concreta su presencia, más
allá de la separación, les envía portarretratos. Sin descuidar el detalle ocasional: “Les envío la
fotografía de mis favoritos, que he recortado después” (Ibíd.). Lo hace, sobre todo, para convencer
más, ya que la fotografía empieza a difundirse como soporte visual al servicio de la comunicación:
“Si quieren, me fotografío de nuevo, para que vean que tengo buen aspecto” (23 de noviembre de
1865). Es la misma preocupación de cuando comienza en San Quintín, en enero de 1872: “Mi salud
es excelente, me dicen que engordo. Lo atribuyo al ejercicio que me proporciona el ministerio”.
“No tengo ninguna fatiga especial, y me encuentro mejor que nunca desde hace dos años” (10 de
noviembre de 1873)...

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Pero alrededor de la salud vienen a confluir muchos otros motivos de inquietud. Para una
madre, en su solicitud por su hijo, todo o casi todo se convierte rápidamente en motivo de
preocupación: las condiciones de la habitación, la calefacción, la comida, los estudios, la sobrecarga
de trabajo, los peligros en las carreteras de Calabria y de Sicilia, pero también las picaduras de los
mosquitos o el cólera...; sin contar las refriegas en las calles en una Roma en plena turbulencia
política (en torno a 1867), etc., etc.

Por eso, con cualquier motivo y en todo momento es preciso tranquilizar, incluso anticiparse
a las preocupaciones venideras: “Recuperen la alegría que se echa en falta en sus últimas cartas y
no se dejen atormentar por vanas inquietudes” (6 de mayo de 1866). “Puede suceder que en el
trascurso del invierno, tras la salida de las tropas francesas, haya alguna revuelta parcial. No se
inquieten por ello y estén seguros de que no habrá aquí para nosotros ningún peligro...” (8 de
diciembre de 1866). Quince días más tarde: “Comienzo tranquilizándoles sobre los peligros que
temen para mí. No hay nada de cólera en Roma y la paz es tan completa como durante la
ocupación francesa...”. Hay que actuar por anticipado, desbaratar las falsas inquietudes debidas a la
desinformación (¡ya entonces!), denunciar las exageraciones de la prensa: “Desconfíen de las
apreciaciones de los periódicos” (30 de mayo de 1970).

Un verdadero “mazazo”: su decisión de ser sacerdote

Una preocupación mucho más pesada vino a ensombrecer el cielo familiar durante años.
León conoce la persistente dificultad de los suyos en aceptar la decisión que él ha tomado
resueltamente respecto de su porvenir: hacerse sacerdote, y prepararse a ello estudiando en Roma.

Cuando, en verano de 1865, comunica esta decisión a sus padres, les separó una dolorosa
disensión, que los va a herir durante mucho tiempo. “Mi madre, con la que yo había contado por
completo para que me ayudara, me abandonó completamente. Era piadosa, me quería piadoso,
pero el sacerdocio la asustaba. Le parecía que ya no sería de la familia, que me había perdido”
(NHV IV, 101). En cuanto a su padre, que “tenía grandes proyectos” para su hijo, “todos sus
castillos en el aire se desplomaban... Él soñaba para mí en una carrera según el mundo”,
ingeniero, diplomático después, o magistrado... (NHV I, 31r y IV, 101). Es, pues, “como un
mazazo” que sacude a la familia, hasta el punto de que el padre “se sumió en una tristeza que no le
abandonaría casi hasta antes de morir”; mientras que el hijo, afligido, pero firme y leal, resiste
mucho: “Debiera yo esperar que la mayoría de edad me diese mi libertad”.

Sufren mucho todos de este grave desacuerdo. Sin minimizarlo, pues es muy real, no es
sencillo, sin embargo, apreciar adecuadamente su calado. El 5 de mayo de 1865, el Sr. Boute, un
amigo de la familia que aconsejaba a León durante sus años de colegio en Hazebrouck, le escribe:
“He encontrado a su padre muy bien dispuesto respecto de sus proyectos de futuro, si sigue
persistiendo en ellos: habla de Roma como si ya estuviese allí. Toda la familia piensa lo mismo...”.
El 2 de diciembre de 1866, lo confirma: “He encontrado a la familia muy bien dispuesta, hasta el
punto de que considera la cuestión [recepción de la tonsura y de las órdenes menores] como una
cosa hecha, pues conoce su firmeza de decisión. En cuanto a su padre, se habitúa poco a poco...
Todavía dirá de vez en cuando: ¡Lástima! Hubiera querido verlo abrazar otra carrera; pero sus
impresiones cambian según el tiempo y las circunstancias. En cuanto esté usted comprometido por
las órdenes sagradas, se pondrá con facilidad de su parte y no pensará más en ello”. Es lo mismo
que León escribe a su director espiritual de Roma, al contar su llegada a La Capelle, de sotana: “Mi
padre se emocionó un poco, pero no lo dejó traslucir apenas, y desde el día siguiente había tomado
su decisión, pidiendo sólo que mi vestimenta eclesiástica estuviese cuidada” (27 de agosto de
1867).

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Lo que destaca sobre todo de las cartas de León a sus familiares es cómo, por todos los
medios -ternura y firmeza, humor y gravedad- trata de convencerlos de que su opción responde
mucho a su más profundo anhelo y colmará, al mismo tiempo, sus propias esperanzas. Que sus
padres lo sepan, que se lo digan y se lo redigan: sí, con sinceridad, es feliz, está totalmente en su
sitio y en su tarea. ¡Que lleguen a entenderlo y a creerlo verdaderamente! Desde Roma, escribe
quince días después de llegar: “Esta vida apacible y regulada, aunque activa, es precisamente lo
que necesitaba. Estoy aquí feliz y contento de prepararme mediante el estudio y la oración a
prestar algún servicio a la Iglesia. No crean que se lo digo para contentarles: lo hago desde lo más
profundo de mi corazón. Dios me ha llamado aquí para concederme la felicidad” (3 de noviembre
de 1865). Y poco más tarde: “Estoy tranquilo, dedicado a mi trabajo y con la paz más perfecta. Era
ésta, en verdad, la vida que me convenía y quisiera que ustedes estuviesen persuadidos de ello
como yo” (12 de noviembre de 1865). De nuevo, un mes más tarde, y puesto que sus padres
insisten, les dice: “Con mi carta quisiera llegar a disipar las inquietudes que se manifiestan en sus
cartas y tranquilizarles por completo. Sé que el origen de sus preocupaciones es el cariño que me
tienen. Pues bien, ¿no tienen motivos para estar satisfechos de saber que estoy aquí feliz y
contento, y lleno de salud?” .

Así ocurre aún en bastantes cartas. Porque, si él no cesa de repetir que está plenamente
distendido, por su parte, el seminarista asume la preocupación... de apagar la preocupación de su
familia, de disipar especialmente toda zozobra de incomprensión. La recepción de la tonsura, en
diciembre de 1866, fue un momento de crisis, relativizado muy pronto, por otra parte, como hemos
visto: el señor Dehon no quería ver a su hijo llegando a La Capelle más que de paisano. El
comienzo del año 1867 es más tranquilo, y en marzo León cuenta con que en las vacaciones
siguientes todo volverá a estar sereno de verdad. Con mucho optimismo, anuncia: “El mes de julio
llegará en seguida, y tendremos la dicha aún de pasar tres meses juntos. Estas vacaciones serán
todavía mejores que las del año pasado y los años anteriores, porque estaremos todos contentos de
haber seguido la voluntad de Dios y ya no habrá entre nosotros ningún motivo de inquietud, de
duda, de divergencia de opinión, sino una mayor expansión y una mayor libertad. Demos muchas
gracias a Dios por esta felicidad y reconozcamos que el medio verdadero para ser dichosos está en
caminar según sus sendas... Y, si papá quiere darme gusto, que me escriba diciéndome que va a
misa todos los domingos cuando puede hacerlo. Me hago un sermoneador, ¿verdad?; no es eso,
sino que, en definitiva, la prueba mejor de afecto que puedo darles es interesarme mucho por su
salvación eterna...” (11 de marzo de 1867)

“Estoy feliz en San Quintín”

Algunos años más tarde, su nombramiento como simple coadjutor o vicario en una
parroquia de mayoría obrera viene a recrear la inquietud y, también, cierta decepción. De nuevo, le
hace falta, por tanto, hacer de todo por tranquilizar y por convencer: “En el momento en que iba a
escribirles, recibo carta de mamá, que se preocupa con excesiva facilidad... Estoy feliz en San
Quintín” (6 de febrero de 1872). “La vida de comunidad me resulta muy agradable...” (19 de
febrero de 1872). Sus padres ven mal que su hijo se entregue por completo a un ministerio
demasiado ordinario, en definitiva, y que pone a prueba, sobre todo, su salud. Muy pronto, pues, se
demorará en describirles los proyectos y su puesta en marcha, o las esperanzas así despertadas. No
deja de comunicarles sus primeras alegrías sacerdotales y las relaciones sociales que se van
cumpliendo en la ciudad, los ánimos del obispo, el éxito y la creciente influencia.
A propósito de la puesta en marcha del “Patronato”, que es una iniciativa que asusta
particularmente a sus padres, les dice: “... Nuestros trabajos tocan a su fin, y espero que estemos
totalmente organizados para cuando vengan a cumplir con Pascua a San Quintín, como el año
pasado. No tengo ninguna preocupación sobre la buena marcha de la obra. Darán gracias
conmigo de que haya tenido éxito en esta primera empresa. He constatado en mis visitas de año

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nuevo que esta fundación contribuirá a darme aquí una cierta influencia, de la que podré valerme
para hacer el bien. Monseñor me ha animado vivamente” (31 de enero de 1873).

La salud de sus padres

La preocupación, no obstante, no se da únicamente en sus padres: en verdad, León es su hijo


también en esto, en la solicitud por aquellos a los que quiere. ¿No estará esto, sencillamente, en la
“lógica” de una auténtica reciprocidad de sentimientos? Si él solicita a menudo noticias, y noticias
precisas, es porque también él necesita que lo tranquilicen. Más allá de las preocupaciones pasajeras
por la salud de tal persona o de tal otra, pregunta regularmente por la salud de su madre. Así,
durante el invierno de 1867, escribe: “Aún cuando no haga más que ocho días que les he escrito,
necesito charlar un poco con ustedes para consolar a mi querida madre en su enfermedad, que
espero no será larga...” (14 de enero de 1867). “Doy gracias a Dios de que mi querida madre ya
no sufra y de que en el mes de julio podamos vivir todos el gozo de estar juntos, sin tener mucha
necesidad de ir a la consulta del médico” (12 de febrero). “Soy feliz de que tengan todos buena
salud. Mi querida madre sigue encontrándose bien” (11 de marzo).

Durante el invierno siguiente, una nueva inquietud y preocupación: “Compadezco mucho a


mamá, por estar obligada a quedarse en la habitación. Pero es necesario que se atenga
exactamente a las prescripciones del médico para curarse de raíz...” (29 de noviembre de 1867).
“Soy feliz, querida madre, de que tu salud mejore. Te aconsejo ser prudente, para apresurar tu
curación...” (12 de febrero de 1868). “Espero que todas las situaciones de salud vacilante en la
familia mejorarán con el verano” (5 de mayo de 1868). En la primavera de 1872, escribe desde San
Quintín: “¿Ha podido mamá recobrarse de su indisposición, a pesar de la mala época? Aquí
tenemos desde hace quince días un tiempo húmedo y frío. Esperemos que el verano venga pronto a
reparar todo esto. Papá debe estar contento de ver crecer sus pastos y su jardín...” (16 de mayo de
1872).

Esta afectuosa atención se extiende con total naturalidad a los demás miembros de la
familia: especialmente, a Enrique y Laura, a Marta y Amelia, sus sobrinas. “Estoy deseoso de saber
cómo está Laura [que entonces estaba embarazada de Amelia]. Rezo todos los días a la Santísima
Virgen por ella” (28 de mayo de 1868). “Deseo que Laura no tenga ya esos momentos de
sufrimiento por los que ha de pasar” (6 de junio siguiente)... “He recibido la carta de Enrique y de
Laura y he dicho la misa por las niñas, como Laura me pedía. Espero que Marta se cure pronto” (5
de julio de 1871). A su amigo León Palustre, algunas semanas después de su vuelta a San Quintín,
le dice: “Nuestra Amelita está en plena convalecencia, después de una enfermedad que nos ha
preocupado. Mi familia es feliz de tenerme tan cerca” (26 de noviembre de 1871).

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4- ¡BENDECID AL SEÑOR CONMIGO!

Así, sucesivamente: Nos es, ciertamente, necesario limitarnos a estos pocos ejemplos para
ilustrar en concreto esta comunión a partir de la vida... Nos es necesario, sobre todo, subrayar lo
esencial: que León no deja de animar a sus queridos padres, ante todo, a la paz del corazón y a la
serenidad. Los respeta mucho, con toda su agradecida ternura, también con su total obediencia; al
mismo tiempo, es muy firme en su decisión de darse plenamente a Cristo y muy feliz de sus
primeros pasos por el largo camino que le conducirá al sacerdocio, como para no insistir a tiempo y
hasta a destiempo, si hace falta: dejen de inquietarse a mi propósito; y, todo lo contrario, ¡alaben a
Dios conmigo!

La gracia de mi vocación, que Dios me ha dado, ¡procede de ustedes!

En esto emplea todos los recursos conjuntados de la delicadeza y la franqueza: comunicar su


felicidad, esperando que sea compartida; convencer de que su opción vocacional, lejos de disminuir
el afecto, lo acrecienta y lo profundiza. Y, de este modo, recibir lo antes posible la seguridad de que
el tiempo de la incomprensión ha caducado decididamente.

Aquí van algunas citas, un poco más largas, para mejor sugerir el tono y el contenido de
estas emotivas cartas, aunque les deseo poder leerlas un día en su integridad...: “Mi afecto y mi
piedad filial hacia ustedes crecen cada día, y con frecuencia el pensamiento de la gratitud que les
debo llena mi corazón de emoción. Me pregunto, entonces, qué puedo hacer por ustedes; rezo y me
esfuerzo por satisfacerles, haciéndome -con un trabajo asiduo y un gran recogimiento- un
sacerdote digno de este nombre. Atribuyo a la buena orientación que me han dado en mi infancia
la gracia de la vocación y del celo que Dios me ha dado. Lo agradezco, sobre todo, a mi querida
madre, que me ha dado siempre, a la vez, el mandamiento y el ejemplo de la santidad...” (20 de
diciembre de 1866).

Dos días después, recibe la tonsura: es para él la puerta que abre oficialmente la preparación
al sacerdocio, pero para sus padres esta etapa reactiva las preocupaciones. Estamos en el clima
espiritual de Navidad, el período del año litúrgico más querido para el P. Dehon; y está también la
Santa Estefanía [NT: día de san Esteban], el santo de su madre. Hace lo que puede no sólo para que
cese la incomprensión, sino también para renovar su afecto e invitar a los suyos a compartir el
agradecimiento y el orgullo: “Les escribo con la impresión de la dicha y de la alegría que siento en
estos días de gracia y de bendición, en que el Señor nos colma de sus beneficios... Bendigan a Dios
conmigo por tantas gracias, honores y bendiciones y no lamenten más que una cosa, a saber, que
soy muy indigno de ellos. Todas las demás lamentaciones son vanas y contrarias a la voluntad de
Dios. Ésta es la verdad... Al desatender su preocupación actual, les he preparado cara al porvenir
una gran felicidad y un gran gozo... Espero que recuperarán la alegría y la paz del corazón, y les
suplico que unan para ello sus plegarias a las mías. Hoy es el día de san Esteban, que en latín es el
mismo nombre que Estefanía. Es, pues, tu patrono, querida madre, voy a rezar por ti... y te deseo al
mismo tiempo una feliz fiesta... Mi salud es perfecta y no padezco ni siquiera de dolor de muelas ni
de sabañones, como me ocurría, a veces, el año pasado” (26 de diciembre de 1866).

“¡Nadie en el mundo os quiere tanto como yo!”

El 14 de enero de 1867, vuelve de nuevo sobre este malestar profundo que, decididamente,
le pesa. Quiere pedir perdón a su padre por el disgusto que acaba de infligirle por su opción. E
insiste: “Comprendiendo, querido padre, que tu hijo es dichoso, con una felicidad más pura y más

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perfecta que la que dan las riquezas y los honores del mundo, serás dichoso también y ya no
lamentarás que haya seguido este camino al que Dios me ha hecho la gracia de llamarme. La pena
que tú sientes es la continuación de un error y, cuando lo hayas reconocido, me bendecirás y darás
gracias a Dios y me agradecerás que haya actuado contra tu deseo...”. En unos términos con los
que desearía alcanzar las razones que explican la reticencia de su padre, da una lección emocionante
de teología acerca de la dignidad del ministerio sacerdotal: “En cuanto a mi afecto por ustedes, es
más vivo y más verdadero que nunca. No tendré jamás otra familia y seré más completamente
vuestro... Bendecid, pues, a Dios conmigo y dadle gracias; y, después de haber hecho una cierta
concesión al mundo afligiéndoos de mi vocación, reconoced que es un inmenso favor del cielo y no
me sustraigáis nada de vuestro afecto. Un abrazo de todo corazón y muy grande”.

La “piedad filial”

A lo largo de toda su vida, encontraremos más de una vez esta actitud, que revela la
cordialidad en la firmeza y el equilibrio entre una voluntad resuelta y una atención delicada para
con las personas. Cuando hay conflictos, sabe tener paciencia, con franqueza; sabe aceptar que todo
no esté completamente claro en seguida, pero conserva toda su confianza; espera y favorece la
comprensión. Así, quince días después de esta insistente carta a sus padres, les escribe de nuevo y
extensamente: pues su convicción es fuerte pero, por la sabiduría del corazón, sabe que hace falta
tiempo y mucha finura para curar las penas y vencer las resistencias íntimas, sin precipitar nada.
Cuenta, sobre todo, con el diálogo y quiere hacerlo posible por la confianza: “Si tienen aún algunos
momentos de pena y de contrariedad, en lugar de retrasar el escribirme, escríbanme más a
menudo; una pena compartida está medio consolada. Y, además, no olvidéis nunca que nadie en el
mundo os quiere más que yo. Abrazad de mi parte a Enrique, Laura, a la mamá Dehon y a Marta.
Os abrazo de todo corazón” (22 de enero de 1867).

Me he detenido un poco en estos primeros años de seminarista en Roma y, después, de


vicario en San Quintín. En un período de tensión, y hasta de crisis, se manifiesta aquí más
claramente aún lo que caracteriza a la relación del P. Dehon con los suyos; en particular, como dice
a menudo, la “piedad filial”, una expresión cargada de sentido, que anuda entre sí la deferencia
respetuosa y, a la vez el afecto más espontáneo; el gozo y el don de comulgar en lo más concreto de
la vida; una despierta sensibilidad, del todo espontánea que, sin embargo, permanece discreta y
camina al lado de la firmeza y el valor de la sinceridad. Domina la confianza, la certeza misma de
que, en los padres, el deseo de la verdadera felicidad de sus hijos, su profundo sentido cristiano
también, sabrán poco a poco mitigar las penas, redimensionar las expectativas y superar las
decepciones, hasta llegar a una armonía todavía más profunda, por cuanto madurada por la prueba.
Y, de hecho, muy así fue como ocurrió.

Sin embargo, nos equivocaríamos mucho si insistiésemos demasiado en esta cuestión. En


una ojeada más rápida, he aquí algunas de las “cosas de la vida” que son como la sustancia de la
correspondencia durante el curso de los años. Para evitar sobrecargar esta presentación, citaré sólo
algunos pasajes, excepto cuando se trata de la importante relación con Marta y Amelia. Cuando se
lee todo este correo y estas observaciones, ciertamente la vida de la familia, cercana y lejana, la vida
de la ciudad y de la región son las que adquieren consistencia, sabor y color...

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5- LAS “COSAS DE LA VIDA”

El P. Dehon expresa su solidaridad familiar, muy en particular, en unas ocasiones más


señaladas: las peticiones de mano y las bodas, los alumbramientos, incluso las enfermedades, las
defunciones y los funerales... Son los acontecimientos de la vida. Pero estas pocas citas, entre
muchas otras, manifestarán que, mucho más que por mera y superficial curiosidad, el P. Dehon
participa en ellos con toda su intensa atención: “Espero muchos detalles sobre la feliz boda de Aline
Dehon” (6 de mayo de 1866). “Escríbeme pronto y dime el nombre del bebé de Edmond Legrand”
(5 de mayo de 1868). “No me había enterado del fallecimiento de Gabriel Lefèvre y, aunque tenía
siempre poca salud, no puedo habituarme a la idea” (21 de julio de 1866). “Mi gran amigo
Perreau, con el que estuve en Tréport, ha muerto santamente hace pocos días en Chambéry... Lo
encomiendo a sus oraciones. Él rezará por nosotros desde el cielo, pues me quería mucho” (3 de
febrero de 1870).

Alegrías y penas en casa de Marta

Marta y su marido se instalaron en París. Pronto, el joven hogar se llena con el nacimiento
de Enrique y, después, de Juan, y el tío participa de todo corazón en su gozo. A partir de entonces,
asociará regularmente a sus dos sobrinos-nietos a la felicitación dirigida a su mamá con ocasión de
santa Marta: “No olvido que mañana es la fiesta de una gran santa... Rezo para que bendiga a su
encomendada. Quisiera pasar el día con todos vosotros y participar de la alegría general, pero no
puedo moverme de aquí... Espero que nuestros dos queridos bebés sean el consuelo de su madre.
¡Son tan buenos, cuando quieren! [estas dos palabras las subraya maliciosamente]. Pediré mucho
mañana por todos vosotros” (28 de julio de 1892).

Pero, pronto, el estado de salud de Andrés, el marido de Marta, se hace preocupante. El tío
se muestra todavía más cercano, con la oración y el afecto. “He rezado mucho por vosotros dos en
Lourdes. Sigo pidiendo a la santísima Virgen que quiera devolver la salud a Andrés... Sobre todo,
no nos desanimemos en las pruebas que nos llegan...” (30 de octubre de 1892). Andrés muere el 8
de junio de 1893. A su madre, la señora Malézieux, escribe el P. Dehon a fines de año: “Este año le
ha traído una gran prueba, pero no hay prueba sin consuelo. Cuando un alma abandona el mundo
con disposiciones cristianas, los pesares, en verdad, se endulzan. No se trata más que de una
separación de algunos años, y después tendrá lugar la reunión para siempre” (26 de diciembre de
1893).

Para animar a la joven viuda, a la emoción contenida no deja de unirle un poco de humor:
“He recibido con placer la felicitación de la joven mamá y de su hijo mayor [que tiene siete años].
Se echa en falta el estilo de nuestro querido Juan, pero seguro que no sabe hacer todavía más que
palotes. Cuando sea mayor, creo que será muy prolífico. Pido a Dios que os bendiga a todos y os
conceda un año más clemente que el terrible 1893...” (6 de enero de 1894). Más tarde, desde Roma,
se para a dar muchos detalles, pensando en sus dos sobrinitos, y añade, con cierta malicia: “Pienso
a menudo en los dos traviesos. Más adelante, vendrán a visitar Italia... Roma no tiene interés más
que para los espíritus madurados por el estudio. A Juan le gusta más el bonito guiñol de las
Tullerías que las grandes ruinas del Coliseo. Lo sospecho también prefiriendo los monumentos
levantados por los excelentes pasteleros de París a aquellos que hicieron los arquitectos de Roma.
Un fortísimo abrazo a estos dos queridos bebés y, a todos, el mejor de mis afectos” (10 de marzo de
1894).

En julio de 1896, escribe también a su sobrina Marta, que va a matricular a los niños en el
Liceo “Stanislas”: “Has tenido hasta el momento muchos días sombríos; el porvenir será mejor...

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Tienes a tu lado dos seres pequeños que merecen todo el interés. Habrá que velar con rigor por su
educación... La seria dirección de “Stanislas” les será necesaria hasta el final” (26 de julio de
1896). En mayo del siguiente año, hace todo lo posible por estar presente en la primera comunión
de Enrique, en París, y escribe: “Espero que nuestro traviesillo se convertirá en una santito” (16 de
mayo de 1897).

En 1923, dos años antes de su muerte, con motivo del nacimiento del primer niño en el
hogar de su sobrino-nieto Juan, les dará testimonio una vez más de su total atención y ternura, de su
comunión en torno a los valores de la familia: “Querido Juan: comparto tu alegría en la espera de
la feliz nueva, confiando en que todo ira bien... Recuerdos a Germana” (24 de abril de 1923). El 17
de junio dice: “Mi más cordial felicitación. Rezo por el pequeño Santiago [el señor Jacques
Malezieux-Dehon] y lo bendigo; bautízalo pronto. Me gustan mucho los antiguos nombres de
apóstoles, son los mejores, conceden poderosos patronos en el cielo. Este Santiago no carece de
hados protectores, su abuelo de La Capelle, su tía Amelia, etc., etc. Rezan por él en el cielo.
Conságralo a la Santísima Virgen y al Sagrado Corazón. Mi felicitación para su gozosa madre”. Y
el 2 de enero de 1924: “Querido Juan: Te envío mis buenos deseos y mi afecto para ti y tu esposa y
bendigo al bebé. Parecía delicado nuestro Santiago, me alegro de saber que se hace fuerte. Tu
abuela se recupera muy despacio... ¡Menudo ánimo! Conviértete en un banquero hábil y
prudente”.

Cuando, en 1899, Marta se casa en segundas nupcias con el conde Roberto de Bourboulon
(1861-1932), gran chambelán del rey de Bulgaria, el P. Dehon necesitará algo de tiempo para
sentirse plenamente al unísono en esta familia aristocrática. Pero, pronto, la sencillez encuentra su
lugar: cartas, visitas a Roma, trámites en el Vaticano, la acogida -más tarde- de su hijo Roberto, un
viaje con él por la península italiana y por Sicilia y una audiencia especial con el Papa.
A la muerte de Marta (9 de febrero de 1925), Roberto de Bourboulon expresará al P. Dehon
toda su emoción y gratitud: “... En cuanto a mí, doy gracias una vez más a Dios por haber puesto en
mi camino una familia que da tan hermosos ejemplos de piedad, de virtudes, de cumplimiento del
deber y de unión familiar. Éstos se encarnan en adelante en usted, querido tío, con la excelencia con
que los realza la santidad de su vida...” (11 de febrero de 1925). El Padre, que siente declinar sus
fuerzas y se prepara para el gran encuentro del cielo, confía su emoción a sus Notas, teniendo
mucho cuidado de corregir el elogio de su sobrino: “No voy a pasar desapercibido en el cielo, hay
todo un mundo que me espera allí. El 9 de febrero murió mi piadosa cuñada en La Capelle, tres
años después de mi hermano. Fue siempre buena y piadosa, pero había adelantado mucho en estos
últimos años. Era digna de su madre y de la mía. Y aquí el relato edificante de su muerte, escrito
por mi sobrino. Pero es preciso borrar lo que se dice del “santo de Bruselas”, esa es una
exageración piadosa de un pariente afectuoso y caritativo” (NQT XLV/1925, 42).

La muerte prematura de Amelia

El P. Dehon está también muy próximo a su segunda sobrina, Amelia, aún cuando no
conservemos ninguna carta. Celebró la misa de su boda con el Sr. Guérin, notario en San Quintín (el
3 de junio de 1889). Durante los años precedentes, Amelia había dudado mucho acerca de la
orientación de su vida y pensaba en la vocación religiosa. Su tío la atendió en su difícil
discernimiento. Conociendo bien a su sobrina, deseaba para ella la opción de una vida consagrada a
Dios y la había encomendado a la oración de varias comunidades.

Amelia muere el 12 de enero de 1896, una muerte muy prematura tras una última y corta
enfermedad. El P. Dehon escribe en sus Notas: “...Un telegrama me reclama en San Quintín. Mi
sobrina ha vuelto a Dios, ¡a los 27 años! Los míos están todos en la mayor desolación. Era un alma
cristiana y naturalmente buena. Sólo tenía amigos. Había tomado parte en la misión con fervor.

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Participaba en todas las asociaciones. Su corazón la llevaba a las Hermanas de los Pobres, las
Hijas de la Caridad o a nuestras Hermanas. Aquí estaban sus relaciones preferidas. Nuestro Señor
la perdonará. Una gran concurrencia de personas amigas asiste a los funerales en San Quintín y
en La Capelle. La ponemos en la tumba de mi padre. En estos dos cementerios de Nouvion y de La
Capelle confluyen poco a poco todos los miembros de mi familia. Los que sobreviven son pocos.
¡Que todos podamos reencontrarnos al lado de Dios!” (NQT XI/1896, 48r y v).

Las actividades desbordantes de un joven vicario en San Quintín

Por lo demás, y renunciando, ciertamente, a una evocación ordenada y completa, ¿qué más
hallamos en esta correspondencia con su familia? Muchas preocupaciones relativas a personas: la
plaza que hay que encontrar en una residencia de ancianos, en un domicilio o, incluso, en una
pensión para un joven; o los informes que se le solicitan en perspectiva matrimonial; una
recomendación de cara a un trabajo... Hace también de portavoz de una asistenta del vicariato, para
negociar con facilidades la retroventa de un bien familiar en La Capelle. La correspondencia es
pródiga en referirse a estos pequeños servicios, a los que él presta una completa atención.
Por otra parte, el joven vicario informa regularmente a sus padres sobre la vida de su
parroquia y de su ciudad. A menudo les habla de su proyecto de Patronato a favor de la juventud
obrera de San Quintín. Les confía su preocupación por la compra del terreno y por la excesivamente
lenta y muy costosa marcha de los trabajos de construcción y equipamiento. El éxito es en éste
evidente y rápido, y lo comunica no sin orgullo: ya hay 150 jóvenes en octubre de 1872, y 200 por
Navidad, y eso que la construcción está lejos de haber acabado. En 1876 serán 500. Las fiestas son
estupendas, son momentos que expresan, más que las palabras, el sentido y el clima de su iniciativa:
invita a ellas regularmente a sus padres. Pero los gastos suben también mucho, por lo que hay que
hacer números con el mayor realismo y economizar al máximo. Consulta a sus padres sobre
contratos de arrendamiento y también sobre los pequeños detalles, como, por ejemplo, la
reutilización de los paneles de fundición o el cálculo de los mejores precios de las baldosas.

Mucho desearía la presencia de su padre para que le ayudara: “Finalmente, he encontrado


un huerto que alquilar en buenas condiciones, en el que vamos a construir una bonita sala. Siento
no tener a papá en San Quintín para dirigir y vigilar tal construcción” (18 de agosto de 1872).
Informa de los gastos previsibles, también de las deudas, pero sin insistir demasiado, pues es un
asunto por el que no dejan de preocuparse mucho en La Capelle: decididamente, la obra no acaba de
terminar, ¡hasta dónde irá la cosa, y cuidado con las deudas!

Se demora más en comunicar las iniciativas tomadas para obtener recursos: las rifas y, en
consecuencia, la colocación de papeletas y se hace más comprometedor: “Les envío cien billetes de
lotería que colocar. Seguro que no son demasiados, pues el tío Félix está decidido a vender
cuarenta, él solo. Den algunos en Nouvion... Tengo más a su disposición, cuando quieran” (23 de
septiembre de 1873). Señala, después, el rendimiento, y envía cuidadosamente la relación de los
premios sorteados... El 29 de diciembre de 1881, una parte del Colegio “San Juan”, acabada de
instalar, es víctima de un grave incendio: “Estando enfermos mi padre y mi madre, les envié por la
mañana unos telegramas, tan tranquilizadores como fue posible” (NHV XIV, 85).

Vida de comunidad en la casa sacerdotal; el ministerio

Habla también de la vida de comunidad con sus compañeros sacerdotes. Informa del paso de
huéspedes relevantes y alude, sobre todo, a las visitas del obispo que, efectivamente, no ahorra su
estima creciente por él. En mayo de 1875 es nombrado segundo vicario y encargado de la dirección
del vicariato, “pesada carga, para la que me será necesaria la ayuda de Dios, que han de pedir

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para mí” (11 de mayo). Con discreción, pero siempre economizando a sus padres la permanente
tendencia a preocuparse, evoca las perspectivas de futuro, como una posible dedicación a la
enseñanza superior en Lille -sus padres lo desean vivamente, sería para ellos un honor y un
consuelo-, los Congresos en los que participa o el trabajo de las comisiones diocesanas. Cuenta las
peregrinaciones en las que participa, con toda la devoción que ha heredado de los suyos. La
presencia de su padre y de su hermano en la peregrinación de hombres a Liesse le llena de alegría:
¡había deseado tanto, desde sus años más jóvenes, ir en familia a este lugar al que toda la región
tiene devoción!

Llevado por su celo apostólico, concibe numerosos proyectos y los confía a sus padres. De
hecho, las iniciativas se van multiplicando, pero muy pronto aparece el riesgo del agotamiento. En
La Capelle se preocupan: el Patronato y la agotadora preocupación por encontrar a alguien que le
ayude en él, las reuniones de estudiantes y las de patronos, la aparición de un periódico y, en
consecuencia, el reclutamiento de accionistas (1874), una actividad social que pronto se extiende a
toda la diócesis y fuera de ella, los viajes, los Congresos... No puede dejar de abrirse a sus padres,
aunque esforzándose por tratarlos con consideración y por interesarse por sus propias
preocupaciones. Comenta las elecciones en San Quintín, lo mismo que las de La Capelle, es
consciente de seguir en esto una verdadera tradición familiar y de compartir el compromiso de su
hermano, en particular: Enrique es, desde 1871, Consejero municipal en La Capelle, hasta 1876;
será Consejero general del Aisne de 1886 a 1919 y Presidente del Comité Agrícola del Distrito
municipal de Verins; y, después, alcalde de La Capelle (1892-1919).

Así discurre la vida, como la correspondencia que nos hace partícipes de ella. Pero no
olvidemos los tiempos fuertes como, por ejemplo, las frecuentes visitas de La Capelle a San Quintín
y viceversa. El hijo está muy satisfecho de recibir a sus padres o a su hermano, con su familia.
“Espero la carta que me anuncie vuestra llegada. El tiempo ha vuelto a estar muy agradable y creo
que mamá podrá hacer este corto viaje con facilidad... Estaré bastante libre esta semana para
acompañarles...” (1 de abril de 1872). “La visita de Laura y Marta me ha alegrado muchísimo.
Siento que Enrique no las haya acompañado, espero que lo compensará pronto” (3 de junio de
1873).

Estos reencuentros tan preciosos son siempre demasiado cortos para su gusto. Él insiste en
que estas visitas no sean de simple ida y vuelta, que se arreglen para quedarse al menos dos o tres
días, o más: “Cuento con su visita a finales de marzo. Organícense de manera que se queden dos o
tres días” (9 de marzo de 1874). Su invitación se torna más insistente con motivo de una fiesta o
una inauguración. Hace todo lo posible por encontrar en la ciudad amigos que puedan acoger a los
suyos con un poco más de confort y para tener libre algo de su tiempo, bien ocupado, por cierto, a
fin de estar más disponible.

Tan a menudo como puede viaja él a La Capelle: por supuesto, lo hace durante las
vacaciones, aunque no tome demasiadas y tenga muchos imprevistos; pero también por las fiestas o
con ocasión de un cumpleaños... Sobre todo, con motivo de las bodas, en las que participa con
gusto. Y, como tendremos ocasión frecuente de subrayar, estos momentos de alegría familiar le
llevan, como espontáneamente, a orar, a gozarse de su opción vital por Dios y a renovar su anhelo
de fidelidad: “28 de septiembre. Le Nouvion. Boda en familia. En semejante circunstancia, doy
gracias siempre a Dios por la hermosa vocación que me ha dado. Pero tal vocación exige una gran
fidelidad” (NQT VI/1892, 14v).

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¡Sin olvidar “la intendencia”!

Como sabemos, León Dehon es demasiado realista como para olvidar ¡”la intendencia”!
Vuelve regularmente a la puesta al día de las cuentas, a propósito de la ayuda habitual acordada por
sus padres; también, al pago de atrasos o “rappels”, a los gastos inesperados, de los que se excusa y
que se esfuerza por explicar: hace balance con mucha franqueza, siempre con gran respeto, y con
una preocupación verdadera de economía y sencillez. Así, escribe desde Roma en 1867: “En estos
últimos días me he visto obligado a comprar un breviario para comenzar a aprender a rezarlo, y
dos obras teológicas. Esto, junto con mis gastos ordinarios, casi me arruina... Les salgo muy caro,
y no pido por gusto, pero cuento con su generosidad, que nunca me ha faltado” (7 de enero de
1867).

Poco después de sus comienzos en San Quintín, con mucha delicadeza, se arriesga a hacer
esta propuesta: “Como no estoy seguro de verles pronto, creo que debo transmitirles en esta carta
un pensamiento sobre el que pueden reflexionar. Me ha parecido entender que encuentran algo
subida la asignación que me pasan. Como no quiero desagradarles en nada, aunque tenga
necesidad de fuertes recursos para hacer mucho bien aquí, les propongo que disminuyan algo, si lo
creen necesario, la cantidad que me dan... Dejo la cosa a su criterio. Si pueden hacer más sin
ponerse en apuros, participarán en unas obras importantes que tengo en perspectiva y que no
pueden hacerse sin dinero” (1 de diciembre de 1873).

Cada semana, o casi, la “caja” de ropa blanca para lavar realiza el viaje de ida y vuelta entre
La Capelle y San Quintín. Una lista que no puede ser más precisa detalla el contenido, y ¡qué
complicación, si viene a faltar un pañuelo! Hay a veces unos problema de cuellos y de botones que
coser, o también de cuerdas de campanillas que por equivocación han sido expedidas a otra
dirección!

Otra preocupación de intendencia que aparece, más discreta, pero repetida, pensando en sus
compañeros vicarios, en los visitantes y también en su propia salud, es la de reponer su bodega: “Ya
han pasado los calores y creo que podrán enviarme pronto una partida de vino [une feuillet: un
tonel de alrededor de 120 litros]. Quizá lo mejor sea que me envíen vino de Burdeos, que tenga ya
algunos años y que se pueda beber de inmediato” (11 de septiembre de 1872). Y, un mes más tarde,
escribe: “He embotellado el vino. Lo encuentro bueno. Desearía que me enviasen también, cuando
haya ocasión, dos o tres litros de licor”. Más tarde, dice en una postdata: “Me alegraría de recibir
los licores” (23 de junio de 1873). Y otra vez: “Gracias por sus buenas peras” (25 de enero de
1875).

Las labores del campo

Vemos que hace partícipe a su familia de sus más concretas preocupaciones, como incluso
del arreglo de su despacho y de su habitación y, después, de la instalación de su modesto
apartamento, los muebles, las cortinas... Recíprocamente, se interesa de cerca por las
preocupaciones de sus padres en la vida práctica: el arreglo de la vivienda familiar con el dormitorio
en la planta baja, para evitar la dificultad de la escalera, la pintura del revestimiento de madera, las
bocas de calor y el protector contra las chispas... También, los trabajos del campo, el huerto y los
prados, el regreso de las cosechas, los azares del tiempo... Se le ve siempre con idéntico realismo y
el ansia de precisión de una persona que es amante del orden y que conoce el precio de cada cosa:
“Les recomiendo que planten con cuidado los bulbos de tulipán de Harlem que están en un
armarito bajo, en la puerta que va de la habitación de los invitados a mi despacho. Hay que
ponerlos con una mezcla de arena y de estiércol de vaca, y anotar el nombre de cada uno tal como

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está en la envoltura” (1 de octubre de 1864). “Creo que encontrarán, en la parte baja del armario
de los minerales o en una cajita que está en los estantes del desván, unos conos de cedro. Pueden
romper uno de ellos para sembrar la semilla. Espero que el jardín estará muy adornado y con más
sombra este año, en que tendremos unas vacaciones tranquilas y felices” (19 de marzo de 1866).

La primavera es, en 1873, anormalmente lluviosa: “¿No tienen mucho que padecer en casa
por el mal tiempo? Sus pastos deben estar bien húmedos, aunque resistirán mejor que los del
Nouvion y de Landrecies, que están inundados en gran parte” (3 de junio de 1873). El año
siguiente, por el contrario, se da un verano canicular, “las lluvias bienhechoras han debido
devolverles la alegría”. Pero ya que su padre había “tenido que recurrir a medios extremos” para
alimentar a los caballos, “siento que papá no haya podido esperarse a la lluvia dando borujos. Lo
hizo por mejor...” (agosto de 1874). Más tarde, dice: “Espero saber pronto que están liberados de
toda preocupación por las bestias. ¿No temen mucho las consecuencias de la sequía? (21 de abril
de 1875). Finalmente, están las carreras, que ya cuentan mucho para la población de La Capelle y,
en particular, para su familia: “Supongo que las carreras han respondido a sus expectativas. El
buen tiempo les ha favorecido” (18 de agosto de 1874).

El gozo de intercambiarse regalos

No dejan de hacerle también numerosos encargos, especialmente cuando se traslada a Roma.


Los cumple con el mayor de los cuidados. “Eduardo les pedirá sellos romanos. Creo que tendrán
de todas clases para dárselos” (19 de marzo de 1866). Informa minuciosamente cuando no
encuentra exactamente lo que le han pedido o cuando el precio sobrepasa lo que había previsto.
Entonces, pide indicaciones más precisas y da las razones del retraso...

Así, por ejemplo, respecto de un medallón con mosaico, un crucifijo, la compra de un


cuadro, unas reliquias, unos cálices, monedas antiguas, etc. A propósito de un brazalete, no duda en
llegar hasta el matiz: “Temo que el encargo del brazalete sea difícil, pues no me acuerdo con
precisión del color y del tipo del aderezo de Berta (30 de mayo de 1870). La compra y la
expedición de una caja de vasijas de mármol toscano para los parientes de Vervins le preocupan, y
se siente aliviado cuando puede, por fin, anunciar: “He enviado a Vervins una caja de copas,
fuertes y bien embaladas. Espero que lleguen sin romperse”. Se preocupa por los peines que le
pidió Laura: “Los peines de Laura aún no están terminados, no podré enviarlos hasta dentro de
ocho días, con mi caja de ropa” (4 de abril de 1874).

Él mismo experimenta un placer evidente haciendo algunos regalos, especialmente para


asociar a los suyos el gozo de sus descubrimientos como apasionado viajero y, sobre todo, para
asociarlos a su oración de peregrino fervoroso. Esto ocurre durante su viaje a Oriente con Palustre;
a los libros-guía y los objetos personales que envía, añade algunos recuerdos: “Vamos a enviarles
una cajita conteniendo nuestros libros sobre Grecia y diversos minerales y curiosidades...” (25 de
noviembre de 1864). Dos semanas antes, atravesando Grecia, escribe amablemente a su hermano:
“... Los animales que vemos son, lo más comúnmente, lentas tortugas que esconden la cabeza bajo
su caparazón cuando nos acercamos y se creen entonces invisibles: quisiera llevártelas para
poblar tus jardines, pero renuncio a ello: hay demasiados obstáculos” (20 de octubre de 1874).Y
más tarde: “Espero que hayas recibido los tres paquetes enviados desde El Cairo, hace un mes”
(10 de abril de 1865).

La precisión es uno de sus rasgos de carácter que no le abandona nunca. Él la pone al


servicio de la atención por cada uno: con mucha frecuencia, sus regalos son el testimonio de una
intención muy personal, y no deja de recordarlo, si hace falta. De regreso de una peregrinación a La
Salette, precisa: “Las imagencitas de hueso de Nuestra Señora de La Salette son para mamá y para

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Laura. Las medallas y las imágenes que están en los estuches son para papá, para Enrique y para
las niñas. Aún podría enviaros dos o tres imágenes en sus estuches y unas crucecitas” (9 de
septiembre de 1874). Se preocupa, incluso, de rectificar: “Las reliquias que mamá dio a Simeón son
para una persona de Hazebrouck...” (23 de junio de 1871).

Con su hermano Enrique, la fidelidad a la tradición familiar

Volvamos todavía un instante sobre algunos aspectos de la relación entre ambos hermanos,
Enrique y León. Ambos comparten la preocupación por participar activamente en la vida de la
sociedad. Sobre el fondo de cariñosa estima que les une, más allá de la alegría de evocar
mutuamente los recuerdos de los padres y del pasado de la familia, se encuentran de vez en cuando
en Cannes para algunos días de descanso, y comparten la preocupación por la historia de la familia
y por sus bienes.

En febrero de 1901, lo visita una señora venida de América. León conoce la existencia de
una familia Dehon en Boston: “una de las mejores familias de la ciudad”, que descendería de un
tal Teodoro Dehon que en 1750, a los 16 años, partió de Dunkerque para los Estados Unidos como
colono. He aquí una extensión totalmente desconocida de la familia. La cuestión le interesa mucho,
e informa inmediatamente a su hermano Enrique: ¿se tratará de nuestra familia? En todo caso, es
una pista que explorar y no, ciertamente, por interés material: “No hay aquí una herencia que
esperar de ellos, pero sí quizá otro interés: pues [estos posibles parientes lejanos] son protestantes
y nuestro trato podría devolverlos a la religión católica (6 de febrero de 1902). En 1912, León
encuentra entre sus “viejos papeles” una carta del señor Blake Dehon, enviada desde Boston en
1901, en la que se le dio el dato de “que un Dehon del Norte murió en la guillotina en 1793. Esto
no me impactó cuando recibí esta carta, pero al releerla hoy estoy impresionado. Ofrezco al Señor
por mi conversión este hecho heroico de un pariente” (NQT XXXIV/1912, 148-149).

Como ocurre muy a menudo en el seno de las familias que desde generaciones están ligadas
al patrimonio de una tierra, Enrique y León manifiestan su respeto a la familia, en particular,
cuidando la herencia recibida. En 1903 van juntos a visitar la propiedad de Bélièvre, cerca de
Chimay, en Bélgica, y León no vuelve satisfecho del todo, debido a la conducta de quienes se
encargan de ella (NQT XVIII/1903, 63-64). Algunos años antes, en 1886-87 había sobrevenido un
desacuerdo entre ambos hermanos. León está entonces agobiado por las deudas contraídas para el
sostenimiento de sus obras: “esta angustia ha persistido todos los días de este año”. “Debe vender
su propiedad de Haie-Maubecq a su hermano para recaudar dinero” (NHV, 56). “Es un sacrificio
más a favor de esta querida obra, a la que tanto he dado” (NQT 1887, 97). Poco tiempo después,
para pagar un terreno que al principio le había ofrecido un bienhechor gratuitamente, debe dar a
cambio otra propiedad, que el Sr. Dehon-padre había valorado en 72.000 francos: “Recibo una
carta muy dura de mi hermano a propósito de la propiedad de Wignehies que he vendido. Ofrezco
esta humillación por el Reino del Sagrado Corazón” (ibid., 108).

Para esta familia profundamente ligada a una tierra, la conservación del patrimonio, la
preocupación por vivir de lo que se tiene, sin recurrir a onerosas deudas, y una gestión prudente y
ahorradora son valores profundamente anclados en la tradición familiar. León así lo vive también,
pero su situación es completamente distinta: debe hacer frente, directamente o no, a gastos
importantes e ingentes, no todos totalmente previsibles. Toda su vida experimentará la obsesión de
las deudas excesivas y el echarse atrás de los deudores no solventes: “Después del pago de mis
deudas espirituales, éste de mis deudas materiales es el que más me preocupa” (1 de diciembre de
1897). Recomendará incesantemente a algunos de sus religiosos, celosos por emprender demasiadas
cosas, que no gasten más que aquello de que disponen en efectivo. Pero, a este propósito, su familia
no le entendió siempre con facilidad. En este punto, un campo a menudo delicado en las familias,

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nos encontramos de nuevo con Marta, y su intervención confirma cómo hasta el final la sobrina y el
tío se entendieron profundamente en lo esencial: “Ha venido a verme mi familia el día 21 [agosto
de 1924]; les explico que mis obras se han comido lo que tenía y que no tienen que esperar de mí
una herencia importante. Mi sobrina me responde noblemente que mis obras valen más que una
herencia para el honor de la familia y para merecerle las bendiciones divinas” (NQT XLIV/1924,
113-114).

El desacuerdo entre Enrique y León a propósito del patrimonio familiar no empañó del todo
su estima recíproca. En octubre de 1898, León pide a su obispo, Mons. Deramecourt, que apoye una
gestión hecha en Roma para que Enrique sea nombrado Caballero de san Gregorio Magno (en 1831,
el Papa Gregorio XVI había creado esta “orden”, una especie de legión de honor para recompensar
los méritos civiles y militares al servicio de la Iglesia). “¿Acaso no es una buena política la de
estimular a los católicos que el gobierno francmasón mantiene apartados de todas sus
recompensas? Mi hermano, con su influjo personal, ha cambiado la opinión del cantón de La
Capelle...” (30 de octubre de 1898). Un mes más tarde, tiene el gozo de anunciar a Marta que la
solicitud a favor de su padre ha sido acogida favorablemente y que el nombramiento es inminente:
Enrique podrá servirse de él ya en las ceremonias de año nuevo.

Citemos, finalmente, este hermoso testimonio de León sobre su hermano: “El domingo 19
[1922], mi hermano estaba muy enfermo en París, en casa de sus hijos. Corro a su lado y le
acompaño en sus últimos momentos. Tiene una buena muerte, muy cristiana, rodeado de todos los
suyos... Era un hombre justo. Su vida ha sido muy digna y muy benéfica. Hemos estado siempre
muy unidos. Imponentes funerales en La Capella. Toda la comarca participa y cumple bien... Mi
hermano fue apóstol, con el ejemplo, de una vida seria y cristiana. Se van de aquí mis parientes y
amigos, son éstas grandes lecciones que no aprovecho lo suficiente. Mi turno llega; he
desperdiciado muchas gracias, me humillo e invoco la misericordia del buen Maestro” (NQT
XLIV/1922, 42).

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6- CON EL CARIÑO, EL COMPARTIR DE LA FE

Podríamos continuar de este modo, siempre con el mismo interés, reconstruyendo lo mejor
posible el denso intercambio familiar, tal como nos lo hacen entrever las cartas y los recuerdos del
P. Dehon. Con mucha frecuencia, al preparar estas páginas, he experimentado que esta evocación es
una tarea muy delicada y que forzosamente resultará imperfecta: ¿cómo recoger con exactitud y
respeto un testimonio de vida en el que se anudan tantos lazos, en el que se dejan entrever tantos
matices, a partir de situaciones precisas que siguen siendo imperfectamente conocidas por nosotros?
¿Cómo escoger -y es claro que se requiere- sin falsear y hasta sin empobrecer, sin inmovilizar?

No obstante, deseamos, sobre todo, acercarnos a las personas, especialmente a la


personalidad del P. Dehon, más que al detalle de los acontecimientos familiares que, en parte, nunca
revelarán su secreto. Ésta es la razón de que, completando lo que precede, les propongo volver aún
a este testimonio para hacer surgir de él en lo sucesivo aquello que, precisamente, me parece lo más
revelador de las personalidades: el cariño, la profunda alegría de vivirlo hasta el compartir la fe,
para prolongarlo en la vida presente y hasta en la fiesta del cielo.

“La tristeza de estar separado de ustedes”

El vivo afecto que une a los padres con sus hijos se transparenta, directamente o no, en todo
lo que precede. Una señal discreta, pero no desprovista de sentido, es que en todos sus distintos
lugares de residencia, y a pesar del montón de libros y de documentos que llenan su mesa de
despacho y que, al decir de sus visitantes, tapan casi hasta los ojos su alta estatura, en su mesa de
trabajo el P. Dehon quiere tener en un lugar destacado la fotografía de sus padres. De este modo, los
tiene presentes a lo largo de sus horas, de sus días de trabajo al servicio del Señor, y está él mismo
con ellos en la comunión con Dios. Esto, hasta sus últimos días, sobre su mesa de Bruselas.

Pero volvamos, por un momento, a los primeros años en que estuvo lejos de La Capelle,
durante su largo viaje a Oriente y posteriores estudios en Roma. Al mismo tiempo que hace lo que
puede por garantizar a los suyos su cercanía de mente y de corazón, el joven León no puede, sin
embargo, ocultar -y, a veces, en una misma carta- su nostalgia por estar tan lejos de su hogar, su
pena por estar privado de su mundo familiar. Sí, sin duda alguna, es muy dichoso y tiene buena
salud, no cesa de repetirlo, pide que le crean y que dejen de inquietarse; pero ¡qué largo se le hace
el tiempo del reencuentro!

Desde Jerusalén, la Ciudad Santa que tanto deseaba visitar y que tanto hablará a su corazón,
confiesa: “Hemos llegado al objeto de nuestra peregrinación, dichosos y llenos de salud, pero
necesito yo, todo el atractivo de los santos lugares para no volver a sentir muy vivamente la tristeza
de una ausencia tan larga de nuestra querida tierra” (26 de marzo de 1865). Y dos semanas más
tarde: “Si no estuviese tan lejos y fuese fácil volver aquí, dejaría para otra vez lo que me queda por
ver, tanta es la prisa que tengo de volver con ustedes” (10 de abril de 1865). Después de un breve
paso por Roma, un alto en el camino que, con todo, desea ardientemente y del que espera mucho,
“el 6 o el 7 de julio os tendré entre mis brazos, ese será el más hermoso día de mi viaje” (30 de
mayo de 1865). “Tengo el mayor de los deseos de poner fin a nuestra separación...” (25 de junio
de 1865).

El P. Dehon es un hombre lleno de matices y de contrastes, lo sabemos, pero siempre es


oportuno que lo recordemos cuando buscamos conocerlo de veras, con la fuerza y la coherencia de
su temperamento. Pues lo que disuade de una aproximación demasiado simplista es también lo que
da cuenta de su riqueza y del atractivo renovado que ejerce... Es demasiado sensible para ser una

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persona hecha de una sola pieza, y demasiado espontáneo y verdadero para querer disimular lo que
experimenta.

De ese modo, aunque sigue estando completamente resuelto en la orientación de su vida y


apasionado por sus estudios, los comienzos de cada curso escolar le resultan penosos. Si no oculta
su gozo por reemprender el trabajo, esto es “a pesar de la tristeza que tengo por estar separado de
ustedes” (14 de noviembre de 1867). Los fines de curso son aún más pesados, no acaban nunca de
terminar y él querría acelerarlos. Anticipa la alegría del regreso: “El momento de reunirnos se
acerca y, si fuera posible, aún lo adelantaría, pero hay que tener paciencia...” (3 de julio de 1866).

Con el pensamiento, y como para ayudarse a esta paciencia, se anticipa a la alegría del
reencuentro, de las felices semanas de vacaciones en su casa: “Desde hace algunos días, sorprendo
a menudo a mi imaginación representándome la casa paterna, y eso que tenía necesidad de centrar
aquí toda mi atención en el examen que preparaba... Nuestra separación ha sido larga: nuestras
vacaciones serán así más dichosas. Me prometo muchas satisfacciones... El padre me verá siempre
dispuesto a acompañarle a sus tierras. Tampoco renuncio a dar algunos paseos a caballo con
Enrique, si tiene un caballo bueno que dejarme” (26 de julio de 1866). “Estaré con vosotros para
el mes de julio, y espero que pasemos juntos unas vacaciones muy buenas...” (22 de abril de 1867).
Y dice el 30 del mes siguiente: “Dentro de alrededor de un mes, tendremos el gozo de estar
juntos”. “Tan pronto como me sea posible dejar Roma, saldré sin retrasarme... para estar más
deprisa con vosotros” (21 de junio de 1868). “Pronto tendré la suerte de encontrarme en medio de
ustedes. Un mes pasará pronto” (4 de julio de 1868).

Se imagina por adelantado presente en las reuniones familiares, en las que le gusta mucho
tomar parte: “Cuento con que nuestros parientes de París estarán a la vez que yo en La Capelle.
Las reuniones familiares y las excursiones al campo que no dejaremos de hacer son los momentos
más felices de las vacaciones” (19 de junio de 1866). Éstas, que no son más que algunas citas,
dicen muy claramente lo que su familia representa para Dehon y cuánta necesidad tiene de ella.

Pero, ¿cómo obedecer a Dios, sin herir a aquellos que se quiere...?

Otro sufrimiento le atormenta, más secreto y tenaz que esta prueba de la lejanía física: el de
la incomprensión sobre su vocación, al que ya hemos aludido. Le hace mucho más daño, porque
toca a lo que le es más querido. También aquí, si hemos de atenernos a aquello que deja filtrar su
testimonio, hace falta que maticemos, pues son muchos los aspectos que se cruzan: desde la sima
introducida en el cariño mutuo, hasta el temor de que no pueda responder plenamente al Señor sin
decepcionar profundamente y, por el mismo hecho, sin herir a los que le quieren.
León está triste, por la tristeza misma de sentir que su madre duda de su propio cariño.
Exactamente después de su salida para Oriente, escribe desde Bolonia, con mucha delicadeza y
mesura: “La carta que me han escrito a Louèche me ha entristecido mucho: ¿por qué duda mamá
de mi afecto? ¿No sabe que he emprendido este viaje llorando?... Ustedes, saben bien que, si yo
conversaba poco los últimos días, era porque la proximidad de nuestra separación nos entristecía.
No puede ser más que el exceso de nuestra ternura lo que ha podido llevarles a tomar mi silencio
por frialdad...” (6 de septiembre de 1864). Es una emotiva confidencia que muestra hasta qué
punto, en su preocupación mutua, se hacen sufrir recíprocamente el hijo y sus padres: “el exceso de
nuestra ternura”. Una semana después, escribe aún: “No me reprochen que me haya alejado de
ustedes. Trabajo por su felicidad y por la mía” (14 de septiembre). Y al año siguiente, desde Roma,
donde comienza su preparación al sacerdocio: “Experimento aquí esa dicha que se atribuye
generalmente a la vida colegial... en la paz más perfecta. En verdad, era la vida que me convenía, y
quisiera que ustedes estuvieran persuadidos de ello lo mismo que yo, para que cesaran de
preocuparse con pena de mi porvenir” (12 de noviembre de 1865).

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Un mes antes, había debido dejar La Capelle para ir a la Ciudad Eterna. Fue intensa la
emoción que unió a los padres con su hijo en un adiós que entonces parece definitivo. Muchos años
después, el recuerdo de él sigue siendo muy sentido, cuando el P. Dehon redacta sus “Notes sur
l’histoire de ma vie”, un escrito donde lo volvemos a encontrar con la delicadeza y los matices de lo
que él experimenta: “Esta salida marca una etapa en mi vida. Fue algo emocionante y muy
doloroso. Era el 14 de octubre. Mis buenos padres me llevaron a Nuestra Señora de Liesse e
incluso hasta la estación de Saint-Erme. ¡Les costaba tanto separarse de mí! Les parecía que me
perdían para siempre... Me despedí de mi familia en Saint-Erme, lo que no ocurrió sin amargas
lágrimas. Lloraban mi padre y mi madre, ¿cómo hubiera podido no llorar yo también? Y, además,
esta despedida confirmaba para mí unos sacrificios que no se hacen sin un desgarramiento, aun
cuando la parte superior del alma experimente por ellos una alegría sobrenatural” (NHV IV, 102-
103). Sólo poco a poco pasaron sus padres de la tristeza a la resignación: “Les dejé menos tristes en
Saint-Erme que en La Capelle, porque me parecieron más resignados a la voluntad de Dios... Voy
a Roma con gozo, porque creo ser llamado allí por la Providencia: espero que no estén ya más
entristecidos que yo” (16 y 20 de octubre de 1865).

“La religión no disminuye el amor de la familia, lo hace más fuerte y más verdadero”

Durante años, deberá insistir para llevar al convencimiento de que su opción de vida, que
motiva este desgarramiento, muy lejos de significar un apego menor y una pérdida para la familia,
lo acerca aún más profundamente a ellos. Con todo su corazón y toda la seriedad de su aplicación a
la vida seminarística, querría demostrarles que esta opción que a él le colma, pero que a ellos les
causa tanta pena, es, en realidad, un auténtico beneficio para los suyos, y que en este sentido deben
ellos mismos esforzarse mucho por comprenderlo y vivirlo. “Pido todos los días a nuestro Salvador
sus gracias a favor vuestro... La religión no disminuye el amor a la familia, sino que lo hace más
fuerte y más verdadero” (10 de enero de 1866). Un año más tarde, escribe más en particular a su
padre, cuya oposición persiste tras la celebración de la tonsura: “Espero que me hayas perdonado
ya y que reconozcas ahora que he actuado por tu propio interés y con vistas a tu felicidad futura.
Mi amor por ti no hace más que crecer y, como no puedo brindarte más que oraciones, no dejo de
hacerlas, por indignas que sean delante de Dios” (principios de febrero de 1867).

En una carta que dirige personalmente a su padre -carta importante que ya hemos utilizado-
le abre el fondo de su corazón lo más francamente que puede: “Echas de menos en mi favor los
honores y las riquezas y crees que mi cariño hacia ti ha disminuido. Pues te equivocas. La dignidad
del sacerdote no priva de los honores, pues es la más honorable que puede haber en la tierra... La
dignidad del sacerdote no priva en absoluto de las verdaderas riquezas. Nuestra heredad
sobrepasa la de cualquiera en el mundo, porque es Dios mismo... Es una herencia que no destruyen
los incendios ni las demás calamidades que arruinan a los hombres... Si el mundo piensa de otro
modo del honor y la riqueza, el mundo está ciego: ¿por qué has de escucharlo?... En cuanto a mi
cariño por ustedes, es más vivo y más verdadero que nunca. Yo no tendré otra familia y seré
enteramente suyo. Nunca he rezado por ustedes con más ardor, ni he sentido más el
agradecimiento que les debo y todo el amor filial que merecen. Bendigan, pues, a Dios conmigo y
denle gracias; y, después de haber hecho una pequeña concesión al mundo, apenándose de mi
vocación, reconozcan que es un inmenso favor del cielo y no me ahorren nada de su cariño” (14 de
enero de 1867).

De la tristeza a la resignación, pues. También, es el deseo de no precipitar nada, para


permitir aún el porvenir, la secreta pero tenaz esperanza, sin duda, de un cambio de decisión... El 22
de marzo de 1867, el señor Dehon escribe al P. Freyd, director de su hijo en Roma: “Usted ha
conocido el gran dolor que he experimentado al saber de su ordenación; yo quería esperar todavía,

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por el temor de que mi hijo no fuese a tener que lamentarse. Este único pensamiento turba mi
reposo; esperemos con usted, señor, que la cosa no sea así. Deseo que León reciba las órdenes
mayores lo más tarde posible y después de una decisión tomada en familia”.

Pronto, pero lentamente, llegará el consentimiento, y luego vendrá francamente la alegría: la


prosecución resuelta del diálogo en que se encuentran el valor de la franqueza y la delicadeza del
corazón sabrá reducir una oposición en la que, en el fondo, bajo aspiraciones humanas muy
comprensibles (admiración, anhelo de éxito y de felicidad) están secretamente latentes las brasas de
la generosidad y de la entrega a Dios. Y el cariño que congrega todos estos sentimientos se hallará
grandemente reforzado por ello. Así es como lo desea el joven León con su fuerza en la verdad de
su opción. Sigue de este modo el consejo de amigos suyos, como el de su muy estimado director de
Hazebrouck, el sacerdote Boute -que, por otra parte, escribe en el mismo sentido a su familia-: “No
puedo hacer otra cosa que alabarte por escribir a tus padres, especialmente a tu buena madre,
unas cartas que respiran el más profundo afecto filial. Es tu deber, para la satisfacción de tu
corazón de hijo y por la honra y el respeto debidos al hábito que llevamos. En el mundo, como
sabes, se nos acusa con mucha facilidad de sequedad de corazón y de egoísmo, porque no tenemos
familia... que cuidar” (6 de febrero de 1867).

“Los grandes días de la ordenación y de las primeras misas”

Sequedad de corazón y egoísmo que vendrían a motivar una opción de vida...:


evidentemente, tal reproche no era al P. Dehon a quien pudiera dirigirse. Son abundantes las cartas
y los apuntes en los que da libre curso a su alegría de “volver a encontrarse”, de algún modo
plenamente, con sus padres a propósito de su ordenación. Están entre los más emotivos que nos ha
dejado. Podrán leerse, sobre todo, alrededor de “esos días grandes de la ordenación y de las
primeras misas”, en diciembre de 1868 (NHV VI, 78-84). León sabrá hacer de ellos un relato muy
personal, por lo que tiene cuidado de advertir: “El papel no puede dar cuenta de mis impresiones
más profundas” (NQT I/1868, 130). Como habrá de repetir bastantes veces, éstos fueron para él
“los mejores días de su vida”.

A la vuelta a clase, a finales de octubre de 1868, sus padres decidieron acompañar a su hijo a
Roma. Con él, durante el tiempo en que pudo permanecer libre para ellos de sus estudios, van
descubriendo Roma -¿hubieran podido desear un guía más entusiasta?-. “Mi padre estaba
emocionado de su visita a Roma. Su fe se fortalecía de día en día. ¡Qué testimonios tan elocuentes
ofrecen de la fe las basílicas, las catacumbas, las tumbas de los mártires, las habitaciones de los
santos! Habría que ser de piedra para permanecer insensibles a tantas voces como hablan al
alma” (NHV VI, 77).

A propuesta -en verdad, “una idea feliz” (ibid)- de su director en el seminario, el P. Freyd,
la ordenación sacerdotal de León se adelantó de junio de 1869 a diciembre de 1868: así pudieron
asistir a ella sus padres. “Mi madre acogió la idea con felicidad, mi padre, aun temiendo mucho y
con profunda emoción, la aceptó” (NHV VI, 77). El mismo León hace partícipes de su esperanza y
su alegría a Enrique y a Laura: “Espero que su presencia [de los padres] será para mí motivo de
una gran gracia, la de recibir el sacerdocio seis meses antes. Contamos con tener en fecha próxima
una audiencia con el Santo Padre, y le pediremos que pueda ser ordenado en Navidad. No me
atrevo a creer que pueda obtener un favor tan grande” (15 de noviembre de 1868). La audiencia se
celebró, en efecto. La solicitud la redactó León, pero fue su padre quien la entregó al Papa
personalmente. “Vi el triunfo de la divina gracia: mi padre, que había sido hostil durante tanto
tiempo a mi vocación, entregó en persona al Papa una petición para que yo pudiese ser ordenado
antes de terminar la teología” (NHV VI, 78).

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La solicitud es aceptada unos días más tarde: León es ordenado el día 19 de diciembre y
celebra su primera misa al día siguiente: “¡Cuántos vivos deseos e impresiones profundas me
dejaron estos dos grandes días!... Mis buenos padres estaban detrás de mí, sin parar de llorar. Mi
padre no pudo comer ese día. Después de la ordenación..., cuando volvía, encontré a mi madre
arrodillada ante mí, para recibir mi primera bendición. Fue demasiado, yo sollozaba cuando
regresaba al seminario, acompañado por mis buenos padres, pero agotado por la emoción. Mi
padre estaba completamente ganado y prometió comulgar al día siguiente en mi primera misa... La
jornada del 20 fue para mí aún más emocionante...” (Ibid, 78-82).

El conjunto del Seminario francés de Santa Clara, aun estando muy habituado a tales
celebraciones, fue también muy solidario de lo que vivió entonces el joven sacerdote con sus
padres. Quince años más tarde, le escribe un ex-compañero: “Los años de Santa Clara me siguen
siendo muy queridos, y no olvido nunca a quienes han compartido conmigo más de cerca estas
alegrías tan dulces, cuya fuente mejor era una amistad santa. Me acuerdo mucho de su ordenación,
de su primera misa, con su madre uniendo sus lágrimas a las de usted en las manos consagradas,
durante el Magnificat que siguió a esta gran primera misa” (NHV XVI, 164-165).

Será preciso esperar siete meses para que, al término de un año escolar que puso a prueba su
salud, pueda, por fin, regresar a La Capelle: entonces tendrán lugar las grandes jornadas de las
primeras misas en su parroquia y alrededores. “Mis buenos padres prepararon para el 19 de julio
la fiesta que se hace a todo joven sacerdote que llega para celebrar la misa con su familia... La
fiesta fue muy bonita y muy conmovedora... Las emociones de un día como éste no se pueden
repetir. Mi familia, mis paisanos de La Capelle estaban tan impresionados como yo. Lloraba todo
el mundo, y pienso que esta jornada dejó en las almas un aumento de la fe que habrá contribuido a
la salvación de bastantes” (NHV VI, 140-141).

Para él, esta fiesta sacerdotal es el término de una larga fidelidad, desde su infancia. Escribe
este 19 de julio: “Misa solemne de familia en La Capelle. ¡Cuántos recuerdos! ¡Cuántas emociones
en este santuario de mi bautismo, de mi primera comunión y de los primeros años de mi infancia!
Predico con cierta torpeza. Pero todos los míos están emocionados...” (NQT II/1869, 3). La
emoción es tanto más viva cuanto que la salud del joven sacerdote provoca serias preocupaciones:
“En La Capelle, cuando asistían a mis primeras misas, las buenas gentes decían: Este pobre señor
no dirá muchas. Mis fuerzas me volvieron poco a poco y estuve bastante bien durante diez años”
(NHV VI, 139). En realidad, mucho más de diez años habrán pasado cuando diga él en sus “Notes
sur l’histoire de ma vie”: “Estos hermosos días pasan deprisa, pero dejan una impresión profunda
que no borran los años” (Ibid, 150).

¡Es tan bueno renovar las impresiones de los mejores días de la propia vida!

Muy a menudo y de modo particular en cada aniversario, revivirá por su parte, intensamente,
el recuerdo de estos días inolvidables: sin duda que señalan el momento más fuerte de lo que les
proponía como tema de esta conversación: el encuentro, en el P. Dehon, entre su amor a Dios -aquí,
el don tan deseado de consagrarse plenamente a él- y el afecto por su familia, un cariño
reencontrado y robustecido en lo sucesivo.

Así, a finales de noviembre de 1869, en el momento en que la apertura del Concilio es


también inminente, no puede disociar a sus padres de su muy personal agradecimiento a Dios, y les
escribe: “Ayúdenme a dar gracias a Dios por la gran gracia del sacerdocio, cuyo aniversario se
acerca” (30 de noviembre). Dos semanas después, en los mismos días de la ordenación y de la
primera misa: “¿Se acuerdan lo felices que fuimos el año pasado por esta fecha? ¡Con qué gozo y
emoción he celebrado la misa esta mañana! Me he representado lo que yo era aquel día y lo que

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nosotros queríamos ser. ¡Qué penetrados estábamos de la gracia de Dios! ¡Qué alegría! ¡Qué
buena voluntad! (19 de diciembre). Pero pronto deberemos reconocer que este insistente recuerdo
no carece de intención precisa... 25 años más tarde, escribirá desde Roma a su sobrina Marta:
“Revivo aquí mis recuerdos de hace veinticinco años. Acudo cada día a decir la santa misa en los
santuarios en que la dije entonces, en presencia de mis buenos padres. ¡Es tan bueno renovar las
impresiones de los días mejores de la propia vida! (10 de marzo de 1894).

Así, sucesivamente, prácticamente cada año y siempre con una emoción que no pierde nada
de su lozanía. A fines de 1917, una intervención del todo especial de su gran amigo el Papa
Benedicto XV viene a poner término finalmente a sus “tres años de reclusión” por la guerra en San
Quintín y, luego, en Bruselas. Puede volver a Roma en diciembre, puede rezar en el Seminario,
celebrar la Eucaristía en el altar del oratorio que le evoca tantos recuerdos. En diciembre de 1918
tiene la inmensa alegría de poder festejar jubilarmente sus cincuenta años de ordenación: “He
festejado aquí mi jubileo, en el mismo altar en el que dije mi primera misa en 1868 con mis
queridos padres” (carta a una religiosa, de 1 de enero de 1919).

Del recuerdo de estas jornadas únicas, él saca cada vez “un gozo y una fuerza” (NQT
XVIII/1902, 38): el gozo que rejuvenece el corazón, la fuerza de la fidelidad renovada. Son para él
“como unos ejercicios”, en que cobra nuevo vigor su amor a Dios en la comunión misma con sus
padres (NQT XLIV/1921, 31). “Todos estos recuerdos me conmueven profundamente y cada año
encuentro en ellos una fuente abundante de gracias, incluso sensibles” (NQT XIX/1904, 45). O
también, en 1908 y pasando, como es frecuente, de la alegría agradecida a la humilde confesión de
su falta de amor: “Hace cuarenta años vivimos días hermosos en Roma, con alegría completa.
Nuestro Señor me animaba, mi padre volvía a Dios, mi madre estaba profundamente conmovida.
Yo estaba rodeado de amigos. Dios mío, dame el tiempo y la gracia de llorar todas mis faltas”
(NQT XXIV/1908, 61-62).

30
7- EL CELO INSISTENTE DE UN HIJO

Con todo, de la comunión de nuevo plenamente recuperada entre los padres y su hijo, con
motivo de estas memorables jornadas sacerdotales, brotará pronto una nueva preocupación: el joven
sacerdote, como él mismo dice, va “a tratar de hacer volver a su padre a la práctica de la vida
cristiana” (NHV VII, 151), en particular los domingos y, muy especial, durante el período de
Pascua.

La práctica sacramental y el precepto de la comunión por Pascua

A decir verdad, esta ansia la vivía León ya antes. En sus apuntes de 1866, reconoce esta
preocupación: “Lamentaba a menudo el estado de indiferencia religiosa de mi padre, pero debía
soportar este dolor aún dos años...” (NHV V, 11). En marzo de este mismo año escribe a sus
padres: “Ha comenzado el tiempo pascual, será necesario que mi padre aproveche la ocasión para
ponerse en regla...” (19 de marzo).

Dos semanas más tarde, escribe directamente a su padre: “Mañana es tu santo... Quizá
hayas tenido la feliz idea de escoger este día para cumplir con Pascua; estoy seguro deque no lo
dejarás este año”. Al mismo tiempo, le ruega que le permita ir con sotana (en “habit de clerc”)
durante las vacaciones de verano en La Capelle; pero, para evitar disgustarle y “ya que eso no es
esencial a su vocación”, sabrá renunciar a ello y retrasará su toma de hábito hasta el otoño: “Hago
a gusto por ti este sacrificio, aunque me cueste mucho”.

En cambio, algunos meses más tarde insiste en la práctica sacramental, pues se trata de una
preocupación mucho más importante a sus ojos. En febrero de 1867 escribe de nuevo a su padre:
“Podrías aprovechar tu estancia en París para volver a la gracia de Dios... Ello no exige de ti un
gran sacrificio, pues apenas faltas a otra cosa que al precepto dominical... Nuestro Dios no es, en
verdad, exigente y nosotros no somos realmente razonables si arriesgamos por tan poco nuestra
salvación eterna”. En noviembre del mismo año, cuando las indisposiciones de salud de la señora
Dehon y el fallecimiento de un familiar cercano ensombrecen el cielo familiar, escribe a sus padres:
“Me alegro de que tengan a Enrique, Laura y Marta para distraer la tristeza a la que son un poco
propensos... No hay más que un medio de tener el corazón libre de todo temor y esperar en paz: el
de pedir a un ministro de Dios el perdón de las propias faltas mortales y seguir exactamente la ley
de la Iglesia, que no es rigurosa. Ruego a papá que diga sólo todas las noches, humildemente: Dios
mío, dame la fuerza para reconciliarme enteramente contigo” (29 de noviembre de 1867).

Pero León cree poder hacerse más acuciante, sobre todo, después de las celebraciones de
finales de 1868 en Roma, después de la “conversión” tan llena de emoción de su padre. Es verdad
que el señor Dehon había reanudado parcialmente la participación en la misa y la comunión los
domingos. Pero conserva “un cierto respeto humano”, esa enfermedad social que paralizó a tantos
cristianos en la época; ahí está lo que le retiene de “cumplir con Pascua”. Pero León, si habla aún
del “deber” de “ponerse en regla”, invita especialmente a su padre a hacer todo lo posible por
mantener la paz de corazón y el gozo agradecido, coherentemente con lo que acaban de vivir juntos
en Roma.

En adelante, las intervenciones se suceden, numerosas: el respeto y el cariño tratan con


cuidado de endulzar al máximo una insistencia que, sin embargo, no deja de sorprendernos hoy y de
la que dan cuenta sólo el celo ardiente por el bien espiritual y la confianza fortalecida en lo sucesivo
por los encuentros recientes. Más aún, a veces sin decirlo, pero con toda su intuición, el hijo sabe
encontrar las palabras para alcanzar las actitudes profundas que habitan en el corazón de su padre:

31
en el contexto de la época y especialmente en la sociedad de una población pequeña, el miedo al
“qué dirán” puede ser de mucho peso, pero no puede ahogar por completo lo que ha recibido y
vivido un hombre profundamente bueno y recto, casado con una esposa que es una “santa”.

“¡Qué gran amor tiene el Señor por ti!”

Veamos algunos textos, más bien unas pocas frases, que nos dicen mucho sobre las
personas, aunque no pueda citarlos sino muy parcialmente: “Te escribo esta carta con ocasión de tu
fiesta. Este año tendré la dicha de celebrar misa en honor de san Julio, tu patrono, y le pediré con
toda la fuerza de mi corazón que te proteja con su poderosa intercesión y te guarde en la gracia de
Dios... Esta llegada anual de nuestras fiestas y de los aniversarios de las gracias que hemos
recibido de Dios son momentos favorables para hacer el inventario de nuestras almas y ver en qué
lugar de ellas están los tesoros que amasamos para el cielo. Al reflexionar un poco sobre el
pasado, podrás ver, querido padre, qué gran amor tiene el Señor por tu alma... ¡Cuántas gracias,
aquí [en Roma], las más fuertes y las más conmovedoras, a las que ningún corazón podría resistir!
Te ayudaré con el santo sacrificio a dar gracias a Dios por todo ello, y a pedirle que lo aproveches
mucho” (6 de abril de 1869).

“Golpe a golpe”, durante las semanas siguientes envía dos cartas aún más claras. Dice a su
padre: “Tu carta es muy buena, pero yo esperaba todavía más. Esperaba que me comunicaras tu
perseverancia en la gracia de Dios y el cumplimiento de tu deber de Pascua. Te vi tan feliz aquí,
que tenía confianza en que ya no te expondrías a estar por un solo instante de tu vida al margen de
ese estado de paz y de gozo... Has sido tú la primera conquista de mi sacerdocio y puse todo mi
celo y lo pondré siempre en mantenerla... Pero aún estoy lleno de confianza y espero que vas a
ponerte pronto al corriente. No puede ser que un poco de respeto humano te haga faltar al
principal deber del cristiano...” (22 de abril de 1869). Y a sus padres: “Aunque cuento con que
papá me comunicará que me había equivocado en dudar de su perseverancia, si no fuese así,
removería el cielo y la tierra hasta obtener esto de él...” (7 de mayo de 1869).

Probado duramente en su salud, León debe anticipar sus vacaciones de verano en casa. Se
encuentra en La Capelle desde comienzos de junio y, después de unos días de reposo, son las
jornadas de las primeras misas.

En octubre está de regreso en Roma para un año que se anuncia aún más duro, pues tendrá
que continuar sus estudios y participar en el Concilio como taquígrafo. En diciembre, el primer
aniversario de las ordenaciones reaviva el recuerdo de lo que vivió un año antes con sus padres. Es
para él la oportunidad de una intervención aun más acalorada, casi desgarradora.

El propio día del aniversario (19 de diciembre) escribe a sus “queridos padres” una carta
muy hermosa, que ya hemos citado en parte, en la que el amor por sus padres se hace uno con el
amor de Nuestro Señor: “¿Se acuerdan de lo felices que fuimos el año pasado en esta fecha?...
Nuestro Señor nos ha dado sin medida, se dio a sí mismo. Le prometimos mucho también nosotros,
con la ayuda de la gracia. ¿Lo hemos cumplido? Yo entono todos los días mi mea culpa... Pero
quiero proseguir con la misma confianza que el primer día... Tengo necesidad, querido padre, de
abrirte a ti más especialmente mi corazón. Sentiste con certeza el año pasado la alegría que me
causabas. Pero esto no es nada. Sentiste también la alegría que causabas al cielo, a Nuestro Señor
Jesucristo y a sus santos. ¡Entonces!, si no mantienes los mismos sentimientos, lo mismo que me
desgarrarías el corazón a mí, renovarías también, si fuese posible, las lágrimas de sangre que
Nuestro Señor derramó por nuestras infidelidades. Esto, en cuanto a lo necesario. Pero además
está lo que la Iglesia no exige y que es extremadamente bueno y útil, que sería comulgar en las dos
o tres mayores fiestas del año. Piensa en eso en Navidad, y si pudieras renovar nuestra común

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unión con el Señor, no lo dejes. Mantengámonos con frecuencia en estos recuerdos. Nos harán
bien” (19 de diciembre de 1869).

Amar a Dios, amar a los suyos, quererse a sí mismo: es un solo amor.

En la primavera siguiente, la fiesta de san Julio coincide con la proximidad de la Pascua.


Como tenía que dar también noticias de su salud y del Concilio, León escribe a su padre: “Te dirijo
a ti esta carta porque te llegará hacia la fiesta de san Julio... Estoy seguro de que este año evitarás
que se te haga tarde para la comunión pascual. Cuando se tiene la rectitud de juicio que tú tienes,
no puede uno quedarse quieto por razón de los pequeños obstáculos de la incomodidad o del
respeto humano. Sabes bien que descuidar los deberes esenciales del cristiano es renunciar a su
derecho a heredar el cielo. Es una locura. Es no amar a Dios, no amar a los suyos, no amarse a sí
mismo. Seguro que no nos darás este disgusto este año” (8 de abril). Algunos días después, vuelve
a la carga: “Te escribo otra vez, porque temo más que al rayo que sigas en pecado y no te pongas
al corriente con Dios. Me estremezco con este pensamiento. Es lo único necesario. Sabes de sobra
que estoy dispuesto a dar todo lo que tengo, mi salud y mi vida, para asegurar tu salvación”.

La carta continúa en el mismo tono apasionado. Distintas consideraciones convergen en


apoyo de la exhortación: la preocupación por la salvación eterna, la obsesión por no volver a
encontrarse todos juntos para compartir la alegría, la profunda “desgarradura” que el rechazo por
parte del padre provocaría ya desde ahora “en el corazón de su hijo”; también la ligereza, hasta la
inconsistencia, que a los ojos del hijo motivan la actitud de su padre; en el fondo, no es más que
“incomodidad, respeto humano”.

Pero he aquí lo más grave: tal rechazo heriría el amor de Nuestro Señor como una dolorosa
ingratitud: “Hay algo más que los tuyos, está tu Dios que se hizo hombre por ti y que derramó
lágrimas de sangre con el pensamiento de que le olvidarías...”. Además, lo que el Salvador pide
¡corresponde tanto a lo que nuestro propio corazón desea! La experiencia aún reciente está ahí para
atestiguarlo: “¡Son tan dulces sus [de Jesús] mandamientos! Nos obliga a sentarnos a su banquete y
a recibir sus gracias. ¡Qué honor y qué dicha para nosotros! Y tú lo has gustado mucho, pues yo te
vi como transfigurado cuando recibiste aquí con gusto la sagrada comunión... Vamos, escríbeme
cuanto antes diciéndome que ya está hecho. Te lo pido, te lo suplico. Es necesario”. Ni siquiera
falta el recuerdo del deber de dar ejemplo: “Da ejemplo a Enrique. Seguro que lo seguirá” (14 de
abril, Jueves Santo de 1870).

“¡Ve a tu Salvador! ¡Déjate tocar por tanto amor!”

Pasa el tiempo, ¡y ninguna respuesta! Pero su preocupación no pasa, se ahonda y se


convierte incluso en “ansiedad”. El 28 de abril se da una nueva intervención de León, también
directamente a su padre: “Querido padre: Estás muy lejos de comunicarme tu felicidad. Espero
todos los días el correo con ansiedad, y la buena noticia no llega. Si supieras lo que sufro por este
retraso, tendrías quizá compasión de ti mismo, lo mismo que de mí, No sé ya qué decirte para
decidirte. Hasta ahora tenía una completa confianza. No me parecía que pudieras resistirte...
Querido padre, vive, lo mismo que nosotros, en la gracia de Dios y en la espera del cielo y el santo
gozo de la esperanza. Ve a tu Salvador... Sé valiente... Mira esta estampa [de Cristo crucificado]
que te envío y déjate tocar por tanto amor... Escríbeme en seguida. No con promesas. Hechos... Te
abrazo y te ruego que tengas compasión de ti mismo, compasión de los tuyos, compasión del Hijo
de Dios que llama a la puerta de tu corazón y al que no quieres abrir...”.

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No es sino un ultimátum, muy asombroso, en verdad. Sepamos resituarlo en la atmósfera de
la relación familiar, de la honda y franca intimidad que une a León con sus padres, de su ferviente
amor por Cristo y el vigor de sus convicciones cristianas según la formación propia de su época y,
por tanto, de su imposibilidad para pensar ni por un instante en una separación eterna...
Al fin, cuatro días más tarde, llega la feliz noticia, tan esperada: “Muy querido padre, ¡qué
buena noticia me ha traído el día primero del mes de María! ¡Qué contento debes estar ahora de
haber vencido un largo respeto humano! Es un gozo para nosotros vivir ahora todos de una misma
vida auténticamente cristiana, vida llena de esperanza a la que seguirá la felicidad eterna. No te
dejes nunca apartar de la gracia de Dios. Sigue como amigo y coheredero de todos los moradores
del cielo. Has superado en valor a la mayor parte de los habitantes de La Capelle. Este acto de
generosa energía ha sido muy digno de ti. Iré de vacaciones mucho más feliz que el año pasado,
pues iré a vivir con unos amigos de Dios...”.
Pero aún no se da la tranquilidad completa. La misma insistente solicitud se dirige en
adelante a Enrique, su hermano mayor: “No me dices nada de Enrique. ¿Es que no ha tenido el
valor de acompañarte? ¿Acaso ha olvidado lo que te decía hace algunos años? Te pedía, como yo,
que cumplieras tu deber y añadía: ‘Si no lo haces, es como autorizar a tus hijos a que no lo hagan’.
Me acuerdo muy bien, decía esto. Entonces no le faltaba ni la fe ni el valor. ¿No debería ahora
dirigirse a sí mismo estos ruegos y estos buenos argumentos? Sabía muy bien entonces que no hay
que vender el cielo por un momento de pereza o de vanagloria... Que me tranquilice en seguida y
me diga que nuestra alegría es completa y que nuestra familia es bendecida y amada por Dios” (2
de mayo de 1870). Algunas semanas después escribe: “Den un abrazo de mi parte a Enrique, y
felicítenlo por haber reparado su retraso” (30 de mayo de 1870).

La atrevida insistencia de un hijo cariñoso

¿Era necesario evocar con tantos detalles una correspondencia tan insistente y que mira a lo
más secreto de las conciencias, la libertad de las personas, un ámbito que pide por encima de todo
un respeto y una gran discreción? Pero los hechos son éstos y me parece que cuentan mucho para
caracterizar la relación entre el P. Dehon y su familia. Contribuyen a darnos a conocer a las
personas en su temperamento concreto y hasta en la intimidad de su comunión, resituándolas en el
contexto de su vida, en su ambiente y de acuerdo con su tiempo. El mismo P. Dehon experimentó la
necesidad de citar muy por extenso estas cartas en sus “Notes sur l’histoire de ma vie” (NHV VII,
163ss.).
Sin minimizar lo que hoy puede justamente sorprendernos, entrevemos mejor cuánto y cómo
quiere el P. Dehon a sus padres. Conoce el apego cordial que ambos tienen, aunque de modo
distinto, a la tradición cristiana que les liga a las generaciones precedentes. Desde su más tierna
infancia, fue modelado por la fe viva de su madre, por la rectitud y la tolerancia de su padre. Y,
sobre todo, experimentó cómo, más allá de la adhesión explícita a la Iglesia, más allá de las
devociones y las prácticas, viven la vida de un hogar fielmente unido, bajo la mirada de Dios.
La prueba que siguió a su elección de estado fue penosa para todos, pero terminó igualmente
por confirmar y afinar el cariño recíproco. Sobre este afecto se sigue apoyando él, con una
confianza en adelante reforzada y de acuerdo con su temperamento, en el que a la piedad filial se
asocian la franqueza y la capacidad de convicción. Entiende bien que puede resultar insistente, hasta
intransigente; puesto que, con lo mejor de sí mismo -como las presentes reflexiones quisieron
manifestar-, sabe y profesa que de su familia misma ha recibido todo lo que es, incluidas la alegría y
la educación en la fe: en ella existe un patrimonio espiritual que no puede perderse. Él quiere a su
familia en la esperanza de la felicidad presente y futura de cada uno. Como él mismo dice, amar a
Dios y amar a los suyos, realizando su propia vocación y su mismo desarrollo, es todo uno.

34
8- EL ENCUENTRO CON DIOS, EN LO MÁS HONDO DE LA COMUNIÓN

Hemos sido conducidos, pues, a recoger cuanto hay de más profundo y de más estable, y
también de más emotivo, en los vínculos que el P. Dehon vivió con su familia. Todo lo precedente
lo supone con claridad, a menudo de manera muy manifiesta. Pero nos es necesario volver a ello, al
menos brevemente, y recordar para ello algunas de las páginas en las que él nos cuenta su infancia
y, después, lo que significó su comunión con sus padres durante sus últimos años y más allá de su
muerte. Son, de nuevo, unas confidencias en las que se entrega por completo: es imposible
resumirlas sin perder mucho de su sabor, de su riqueza. No puedo sino recomendar la lectura,
especialmente, de las primeras páginas del primer cuaderno de “Notes sur l’histoire de ma vie”.

“Mi madre fue para mí uno de los mayores dones de Dios”

Como era muy frecuente en muchas familias hasta hace poco, los nombres que al nacer
recibía el niño llevado a bautizar se insertaba en una sólida tradición cristiana. El pequeño Dehon se
llamará León Gustavo. Pero, como el mismo León precisará más tarde, será León el Grande o León
Magno. Más allá de la veneración que tendrá siempre por este gran Pontífice y Doctor de la Iglesia,
este nombre le evoca todo el cariño y el sufrimiento de su madre. “A mi madre le gustaba el
nombre de León. Me lo puso en recuerdo de un angelito, mi hermano mayor, muerto a la edad de
cuatro años, algunos meses antes de mi nacimiento. Este ángel había sido muy querido... Mi madre
me llevaba a menudo junto a su pequeña tumba de mármol en el antiguo cementerio. Nunca vi a mi
madre hablar de él sin llorar...” (NHV I, 2v). “El nombre de Gustavo era el de mi padrino,
hermano de mi padre. Mi madrina fue la hermana menor de mi madre. Le estoy agradecido. Tuvo
una feliz influencia en la familia por su fe sólida y su ardiente devoción...” (ibid. 2v-3r). Después
añade: “Podría hablar del conjunto de mi familia: en ella encontraba edificación, sobre todo en las
hermanas de mi madre, que habían recibido la misma educación que ella” (Ibid., 12r).

Más tarde, nos habla detenidamente de sus padres: primero, de su madre, y muy despacio:
“Mi madre fue para mí uno de los mayores dones de mi Dios y el instrumento de un millar de
gracias. ¡Qué dignidad de vida, qué fe, qué virtud, qué corazón el suyo! Nuestro Señor la amó
mucho, puesto que le hizo tantas gracias... La mayor gracia de mi madre fue la de ser educada en
el internado de Charleville... Era casi una casa del Sagrado Corazón..., el espíritu de esta casa era
ciertamente el espíritu cristiano, el espíritu de Dios... El recuerdo de mi madre aparecerá con
frecuencia en estos apuntes. Quiero sólo dar gracias aquí a Nuestro Señor por haberme iniciado
por medio de ella en el amor de su divino Corazón...” (ibid., 3v-4v). A dos jóvenes novios cuya
unión va a bendecir, les confía con interés su experiencia más secreta: “El mejor don” que podemos
recibir de Dios es el de “una madre cristiana”. Y, cuando le es posible visitar a algunas familias de
alumnos del colegio “San Juan”, se goza y trae a la oración siempre el recuerdo de su madre:
“Visitas a buenas familias de alumnos en Lehantcourt y en Vergnier. Sus madres, de familia
piadosas y dignas, me recuerdan a mi madre. Aún te doy gracias, Dios mío, por haberme dado a mi
madre, se lo debo todo. Estas almas cristianas son fruto de la educación de los conventos” (NQT
V/1890, 8v-9r).

Sobre todo, esto, la educación cristiana y, más precisamente, el amor del Corazón de Jesús,
el gusto por la oración, el celo de la caridad, la dulzura y el valor, “el poderoso apostolado del
ejemplo”, en definitiva, quedará grabado en él desde su infancia, cuando evoque el recuerdo de su
santa madre. “Me sometía a la constante acción de mi madre y, a pesar de mi despiste, tomé gusto
poco a poco a la piedad y a las cosas religiosas... Mi madre me enseñó pronto a rezar... La
hermosa alma de mi madre pasaba un poco, de este modo, a la mía, aunque no completamente, por
mi ligereza... [En la iglesia] rezaba con ella o, más bien, ella rezaba por mí. Yo no sabía bien lo que

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era rezar. Ella me llevaba a los oficios dominicales y, algunas veces durante la semana, a la
bendición con el Santísimo” (ibid. 6r-7v). Será esto lo que recuerde ante todo de sus años de
adolescencia, cuando en vacaciones vuelve de Hazebrouck a La Capelle: “Me gustaba mi antigua
iglesia e iba gustoso a ella. Mi madre me hacía bien, me apoyaba y me enseñaba a rezar.
Hablábamos juntos de piedad” (ibid., 29v).

¡Dios mío, gracias por el padre que me diste!

Es muy diferente el recuerdo que León nos ofrece de su padre, pero está lleno también de
afectuoso reconocimiento. Con la perspectiva del tiempo, aquel desacuerdo que hizo mucho daño
está totalmente redimensionado. Queda el testimonio de un hombre que en la comunión familiar
supo transmitir una herencia de valores muy humanos: León los recibe como “un bien de mucha
ayuda” para su misma vida cristiana. He aquí una larga cita llena de matices, pero muy positiva y
calurosa, es la relectura de una vida y vale más que cualquier comentario.

“Mi padre no tuvo el beneficio de una educación totalmente cristiana... Conservó de su


educación familiar el espíritu de equidad y de bondad que caracterizó toda su vida. Dejó en el
colegio la práctica de la vida cristiana, conservando el respeto y la estima por ella. Lo que le
quedaba de fe debía crecer progresivamente, sobre todo gracias a la influencia constante de mi
madre, a sus oraciones y a sus sacrificios. Yo rezaba por él desde que tuve conocimiento de las
cosas de la fe. ¡Cuántas veces en el colegio y, sobre todo, en Roma me veía derramando lágrimas
por su salvación!

Desde el colegio le hablaba de la fe y de la práctica cristiana. Volvió a Dios, una primera


vez, en una peregrinación piados a Notre-Dame de Liesse, pero después se dejó de nuevo llevar. Su
estancia en Roma, la bendición de Pío IX y las emociones de mi primera misa debían acabar la
obra de la gracia en esta alma que Nuestro Señor tanto amó. Sus tres meses en Roma fueron la
gran gracia de su vida. Allí rehizo toda su educación cristiana. Su fe encontró allí un crecimiento
diario. Una peregrinación a Lourdes le dejó también una impresión imborrable.

Encontraría yo en la ternura de su afecto paternal para conmigo una ayuda muy grande
para el total desarrollo de mi educación, e incluso para mi vida cristiana. No tuve que enfrentarme
con él más que en lo de mi vocación. La puso a prueba. El Señor lo permitió. Me sostuvo y me
condujo al puerto. –Te doy gracias, Dios mío, por habérmelo dado. Me siento unido a él más que
nunca. Es dulce su recuerdo, me ayuda y me reconforta” (NHV I, 4v-5v).

La comunión en la oración con los vivos y los difuntos

Han transcurrido muchos años cuando León escribe esta frase. Entonces no recuerda más
que lo que para él, a los ojos de Dios, le parece que es lo más precioso. Pero, si le seguimos hasta el
final en su correspondencia con los suyos, podemos ver cómo esta profunda unión corresponde de
hecho a lo que a lo largo de los años fue su contacto en torno a lo esencial.

Por su familia, León tiene conciencia de ser beneficiario de una larga tradición cristiana de
la que él se considera feliz y orgulloso: “Existe una satisfacción legítima cuando se encuentra en
los propios antepasados una vida honorable y cristiana” (NHV I, 93v). Al bendecir una boda en la
familia (Paul Penant – Margarita Rondeaux, el 22 de abril de 1914), felicita a los jóvenes esposos
por esta celebración cristiana: “Somos de la estirpe de los hijos de Dios... Es un matrimonio
cristiano el que vais a contraer, como vuestros padres, como vuestros antepasados”.

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Repetidamente, siempre con esa discreción que le libra de la efervescencia sentimental,
quiere de todo corazón reiterar a los suyos su alegría por encontrarlos a menudo en la oración. Ya lo
hemos visto claramente en relación con su reunión en Roma, en los grandes momentos de su
ordenación. Pero, mucho antes de estos acontecimientos, que son como una cumbre y, sobre todo,
después, ocurre lo mismo. Dice a su padre: “Mañana rezaré a tu patrono por ti... Da gracias a Dios
por la felicidad de tus hijos... Te deseo la dicha y la paz del alma y te ruego que des por mí un
abrazo a mi querida madre, después a Enrique, a Laura, Marta, mamá Dehon y Marta...” (11 de
abril de 1866). “Sería feliz de estar junto a ustedes como Enrique, pero no es ésa la voluntad de
Dios. Lo compenso rezando a menudo por ustedes, varias veces al día. Es la mejor forma de poder
testimoniaros mi cariño” (28 de febrero de 1867). Y a su madre le dice: “Mantén por la oración las
gracias que has recibido en Roma y pídelas para tus hijos...”.

Durante el verano de 1873, después del importante Congreso de directores de obras obreras
en Nantes -el primero de los numerosos Congresos en los que, poco a poco, el joven sacerdote
adquirirá una fama nacional-, realiza una peregrinación a Lourdes con sus padres y sus tíos Penant-
Vandelet, de Vervins. Con ellos, vive allí nuevamente intensas jornadas de fe y de religiosidad: “Mi
padre se emocionó especialmente en ella. Pasamos mucho tiempo ante la Gruta, donde tan bien se
reza. Tenía yo muchas gracias que pedir para mis obras, para mi familia, para mí mismo” (NHV
X, 88). Después, al regreso y también en familia, están las peregrinaciones a Nuestra Señora de la
Garde, en Marsella, “donde rezamos con todo nuestro corazón”: a Nuestra Señora de Fourvière, en
Lyon, a Ars y a Paray-le-Monial, finalmente. “Hemos rezado a gusto allí y terminamos con las más
dulces emociones este hermoso viaje familiar que dejó a mis padres tan buenos y tan preciosos
recuerdos y que contribuyó a robustecer la fe de mi padre” (ibid. 95).

Con frecuencia, podría decirse que en casi todas sus cartas, vive por la oración su comunión
con todos, recordando a los difuntos de la familia. Dice a sus padres en Navidad de 1865: “Querría
enviaros... unas cartas para mamá Dehon, Enrique, Laura y mi tío... Mi pensamiento va a menudo
a cada uno de mis parientes, sobre todo en estos días de fiesta, y pido para ellos la felicidad
temporal y eterna. Es el mejor deseo que puedo enviarles. No olvido en absoluto a los difuntos. No
sabría deciros cuánto siento no poder estar con ustedes en estos días en que el espíritu de familia
está en todo su vigor. Pero es necesario que se haga la voluntad de Dios” (27 de diciembre de
1865). A principios de enero de 1868, al enviarles su felicitación, dice: “No estuve con ustedes el 1
de enero, pero mi pensamiento me llevaba con toda naturalidad a ustedes, sobre todo en el santo
sacrificio. Me unía en espíritu a sus santos patronos y a sus ángeles, para pedir a Dios que les
bendijese, y pedía a mi hermano León, que es un ángel en el cielo y al que les encarezco que
invoquen con frecuencia para que proteja a nuestra familia”.

La muerte de un justo

Los años 1880-1883 traerán al P. Dehon graves preocupaciones y pesadas cruces. Volverá a
ellos con mucha frecuencia al trazar la historia de su vida. El decreto republicano de supresión y
expulsión de las congregaciones no autorizadas, el incendio de una parte del Colegio “San Juan”, la
sobrecarga de trabajo, las dificultades internas en su jovencísima Congregación y las consecuencias
para él en la diócesis y en Roma...; son muchas las pruebas que de nuevo quebrantan su salud
siempre frágil. Y la muerte de sus padres. Seguirle en estos momentos dolorosos -son abundantes
las cartas y los apuntes- nos permite completar lo que sabemos de su agradecido cariño y de su fe.
Sobre todo aquí, nada puede reemplazar a su propio testimonio.

El señor Dehon falleció el 11 de febrero de 1882. “En su última enfermedad, Nuestro Señor,
que lo quería, le colmó visiblemente de sus gracias. Fue admirable en paciencia, en dulzura, en
discreción, en delicadeza, en caridad. Se extinguió en un acto de puro amor de Dios” (NHV I, 5r y

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v). León pudo acompañarlo casi hasta el final de su agonía, y lamentará mucho no haber podido
asistirle en sus ultimísimos momentos. Al día siguiente, comunicando la noticia a algunas personas
con las que se relacionaba, escribe: “Mi pobre padre ha sido admirable en la fe y en la caridad
hasta el final. Sus disposiciones han sido admirables [subraya esta última palabra]. ‘Me voy, decía,
con la confianza de que mis hijos conservarán el honor de mi apellido’. Decía esto con una actitud
muy noble, tendiéndonos ambas manos. Hizo generosamente su sacrificio. ‘Os quiero mucho, pero
soy dichoso de ir a ver a Dios’. Es la muerte de un justo. La bendición de Dios era palpable al lado
de este lecho fúnebre”. Y añade: “Mi padre estuvo valiente, pero sollozó de vez en cuando” (cartas
de 12 de febrero de 1882).

El P. Dehon mismo recibe de muchos amigos un testimonio de solidaridad y de admiración


que le marca profundamente. Así, el abbé Bougouin, antiguo condiscípulo en el Seminario de
Roma, le escribe: “Entreví a su padre cuando la ordenación, y el recuerdo de su primera misa me
lo hace ver todavía, adelantándose con su madre para ir a arrodillarse delante de usted. Usted me
habló de las gracias de que esa estancia en Roma fueron ocasión para el alma tan querida que
acaba de dejarles. No dudo de que habrá sido consolado con una de esas muertes cristianas que
son la mejor prueba de las bendiciones de Dios sobre las familias” (28 de febrero de 1882).

“¡Qué dulce la muerte, cuando se ha amado al Sagrado Corazón!”

Trece meses más tarde, el 19 de marzo de 1883, se apaga a su vez la señora Dehon, después
de años de debilitamiento. “Tres años antes, mi madre había tenido un ataque de parálisis. Se
había repuesto un poco, y se preparaba despacio a la muerte. Estábamos siempre muy unidos.
Cuando iba a verla, tres o cuatro veces al año, me pedía siempre que tuviéramos una conversación
sobre la vida interior... Acabó agregándose a nosotros mediante la profesión de víctima del
Sagrado Corazón...” (NHV XIV, 144).

El abbé Petit, cura de Buironfosse y amigo muy cercano de la familia, había podido visitar
con frecuencia a la enferma: escribe al P. Dehon sobre cómo su santa madre, asociándose
espiritualmente a la obra de su hijo y con su mismo celo, hizo de sus últimos años una especie de
coronación de toda su vida. Así, le dice el 11 de mayo de 1880: “Ella se ve desde ahora como su
novicia... Su pena es no poder, como los años anteriores, salir para animar a algunas personas a
recibir la sagrada comunión durante la semana del Sagrado Corazón. Pero tiene el propósito de
enviar unas notas para no perder ocasión de hacer honrar al Corazón del Salvador”.

El P. Dehon escribe en sus apuntes: “El 19 de marzo de 1883 llamó Nuestro Señor a él a mi
madre. ¡El 19 de marzo!, el hermoso día de la fiesta de san José, patrono de la buena muerte.
¡Había ella querido y honrado tanto a san José!... Su vida fue una vida de trabajo, de piedad, de
virtud. Como auténtica mujer fuerte, se levantaba siempre la primera y cuidaba admirablemente de
su casa. Fue siempre dulce y paciente. Tuvo una gran dignidad. Era una matrona cristiana.
Contribuyó a fundar en La Capelle la cofradía de madres cristianas. Era admirablemente fiel a
todas sus prácticas de piedad: rosario, lectura espiritual, oraciones y cofradías... Pudo decir, al
morir: ‘He mantenido la fe, he concluido mi carrera’ [2Tim 4,7]. Ella, que preparó indirectamente
mi vocación, logrará mi salvación” (NHV XIV, 148-149).

Como en el caso de su padre, León no pudo estar a la cabecera de su madre al morir: Sufre
mucho por ello: “Es el sacrificio dentro del sacrificio”; pero se llena también de admiración
cuando sabe que su madre murió rezando una oración animosa con deseo del cielo: “Nuestro Señor
mismo la ha preparado... Una señal de sus libros me deja como testamento el capítulo siguiente:
‘Dios hace el vacío en torno a los corazones que quiere absorber completamente’... La última hoja
que había arrancado de su calendario llevaba las palabras de Margarita María: ‘¡Qué dulce es

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morir cuando se ha querido al Sagrado Corazón!’... Jesús me llena de gracias poniéndome un poco
en la cruz con él. Nadie ha conocido como yo las riquezas de esta alma. Es la mitad de mí mismo la
que está ya en el cielo. ¡Qué confianza me da su dulce muerte!” (cartas de 20 de marzo de 1883).

“Tengo en el cielo un conjunto de piadosos parientes que hace falta que vaya a visitar”

En adelante, el P. Dehon rezará y hará rezar mucho por sus padres, especialmente por su
padre. Invita a ello muy especialmente a su hermano Enrique. Pero muy pronto, convencido de que
ellos han sido misericordiosamente acogidos en la plenitud del gozo en el cielo, se dedica sobre
todo a encomendarse a ellos, en particular a su madre: por él, por su doble familia, sus allegados y
por la Congregación... A su vera, en la tumba del cementerio que se convertirá para él en un “lugar
de peregrinación”, y robustecido con la certeza de reencontrarlos en un futuro en Dios, buscará en
esta comunión la expansión de aquella que comenzaron aquí abajo. De aquí saca el socorro cuya
necesidad siente muy vivamente: la paz, la fuerza y el consuelo, la llamada de su ejemplo y el valor
de la esperanza.

Sus numerosas confidencias -a menudo, sencillas alusiones-, particularmente con motivo de


visitas a La Capelle y a Nouvión, dan claro testimonio de la fidelidad de su afecto y de la hondura
de la comunión. En verdad, el recuerdo de sus parientes forma parte de su vida más íntima, están
presentes en su corazón y en su plegaria en todas las ocasiones. Por ejemplo, en los años difíciles de
1886 a 1889. Escribe el 25 de septiembre de 1886: “Entierro del señor Decano en Nouvión. Pienso
con provecho en mi último fine. Este cementerio contiene muchas tumbas de mi familia. La unión
de pensamiento me beneficia” (NQT III/1886, 57). En verano de 1887 participa en la peregrinación
nacional de Lourdes y pasa por Bétharam: “El recuerdo de mi padre y de mi madre me acompañan
a lo largo de este vía crucis que ellos hicieron en el pasado conmigo. Pido a mi madre que me
ayude, ella que debe estar junto a Dios” (NQT III/1887, 112-113). En diciembre se encuentra en La
Capelle para los funerales de un pariente, el señor Hérigny: “Me parece que mi santa madre ha
logrado hoy muchas gracias para mí y para la Obra. Su recuerdo me hace bien y tengo confianza
en su ayuda” (NQT IV/1887, 11r). Algunos días más tarde, escribe: “Un aniversario familiar me
llevó ayer [3 de mayo] al Nouvión. Los recuerdos de mi madre y de mi familia me hacen bien. Me
doy cuenta de que tengo ya en el cielo todo un conjunto de parientes piadosos que hace falta que
vaya a visitar, especialmente mi madre” (NQT IV/1888, 12v).

Más tarde, en junio siguiente, dice: “Viaje al Nouvion y a La Capelle. Todos los recuerdos
de mis padres y de mi juventud reviven en mi memoria: sobre todo, el de mi piadosa madre, mi
primera comunión, los primeros momentos de mi sacerdocio y la muerte de mis padres. Debo dar
gracias y reparar” (ibid, 47v). El 4 de marzo de 1889 escribe: “He bautizado a mi sobrinito Juan
en La Capelle. ¡Que este niño se convierta andando el tiempo en un apóstol! La gracia de esta
jornada ha consistido para mí en la oración junto a la tumba de mis padres. ¡Hace ya seis años que
mi madre está con Dios! ¡Cómo quiero reunirme con ella! Debe estar en la gloria y pide por mí. Su
recuerdo me fortifica” (NQT IV/1889, 79v). Algunos meses más tarde, cuando las dificultades en
San Quintín, que son para él unas “pruebas terribles”, “una situación mortal”, dice: “Voy a La
Capelle. El recuerdo de mi madre y la oración junto a su tumba me fortalecen, aunque me
destrozan el corazón” (ibid., 96v). Poco después: “Mi hermano Enrique está muy enfermo. Voy a
verle. Voy siempre a gusto a hacer una peregrinación a la tumba de mis padres. Recuerdo su
bondad, les cuento mis penas, mis temores, mis esperanzas. Miro a mi madre como a mi abogada
fiel y poderosa ante Nuestro Señor” (ibid. 97r bis).

No hay aquí más que una evocación muy parcial de esta comunión con sus queridos
difuntos. Es una comunión que lo alimenta a diario en el silencio de su vida de trabajo y de oración:
como se puede seguir observando en Bruselas, organizó su habitación como un verdadero y

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modesto “santuario” personal. En compañía de Jesús y de los santos, experimenta allí la
reconfortante presencia de aquellos y aquellas que ama y que le acompañan en su deseo de Dios:
“¡Cuántas peregrinaciones piadosas puedo hacer sin salir de mi habitación! Aquí tengo unas
reliquias de la verdadera cruz y de gran número de santos, así como las imágenes o estampas de
mis santos protectores: es un santuario. Las estampas, portarretratos y recuerdos de mi madre, de
mi padre y de algunas personas amigas de Dios llevan también mi pensamiento al cielo” (NQT
IV/1888, 21v-22r).

En este encuentro vivificante se entrelazan en él el vigor de su fe cristiana y la fidelidad de


su agradecimiento; para nosotros, expresa su viva sensibilidad y la fidelidad de su afecto.

Pasan los años, y esta fidelidad de su recuerdo permanece; y no falta ocasión de reavivarlo
en los mismos lugares que mejor lo evocan: podríamos multiplicar los testimonios. Así, el 1 de
septiembre de 1895 escribe: “Una jornada en La Capelle. Visita a mi familia y a las tumbas de mi
familia. El cementerio es como el área en la que Dios lo reúne todo, el trigo y la paja, y luego
separa el buen grano. ¡Cómo hablan al alma estas tumbas!” (NQT XI/1895, 32v). Y a comienzos
de agosto de 1897: “Mi familia esperaba una visita y estuve tres días con ella. Guardo allí
recuerdos muy queridos, sobre todo ese cementerio de La Capelle en el que descansan muchos de
los míos. Mi madre fue la que tuvo en mí la mayor influencia, y su tumba me habla aún con una
suerte de autoridad que me penetra” (NQT XII, 1897, 72). En julio de 1899: “Paso tres días en La
Capelle. El recuerdo de mis padres me beneficia siempre y la visita al cementerio me hace siempre
bien. Lo debo todo a mi madre: la fe, la piedad y la educación cristiana de Hazebrouck que
preparó mi vocación” (NQT XIII/1899, 157).

A medida que avanza en la vida -una vida plenamente entregada, a la que hasta el final sigue
adhiriéndose con todas las fibras de su ser-, a medida que las preocupaciones por la salud se hacen
más frecuentes, se precisa con el recuerdo un pensamiento que la realidad nunca le ha abandonado:
la cercanía de su propio regreso a Dios, la urgencia de prepararse bien a él. Y, una vez más, se
dispone a él con sus queridos difuntos, parientes y amigos, aun continuando con todo su celo un
servicio eclesial que no cesa de extenderse. En 1894, en lo más fuerte de su compromiso social en
pos del Papa León XIII, escribe: “Visita a La Capelle. Mi hermano va a dejar la casa familiar. En
ella nací, en ella me enseñó a rezar mi buena madre. Estos recuerdos me impresionan. Recorro el
cementerio: ¡cuántos apellidos conocidos! Allí están casi todas las personas con las que me
relacioné de niño: llegará un día, se acerca cada día. ¡Señor, ven a socorrernos! [Ps 44,26]” (NQT
VI/ 1894, 45r y v).

En noviembre de 1902, cuando las preocupaciones se acumulan, cuando son inminentes en


Francia las decisiones de expulsar y suprimir a su Congregación, recobra vigor en la tierra y en el
medio en los que echó raíces: “Visita emocionada a la tumba de mis padres, a la tumba de mi
madre. ¡Cuántos amigos y protectores tengo en el cielo y qué poco me aprovecho de ellos! En
particular, estoy impresionado de leer en las tumbas del cementerio los apellidos de la mayor parte
de mis conocidos de otro tiempo. También me encuentro en la población a algunos ancianos que
conocí jóvenes y vigorosos. ¡Pronto será mi turno de comparecer ante Dios!” (NQT XVIII/1902,
30-31).

A finales de julio de 1909, después de un mes de conferencias espirituales en Sittard,


seguidas de la visita a las comunidades dehonianas en el Oeste de Francia, recala en Lourdes y en
Paray-le-Monial, dos lugares santos en los que el recuerdo de sus padres le habla al corazón.
Después se detiene en La Capelle. Son los días en que coinciden con el aniversario de su redacción
de las Constituciones de la Congregación, en el convento de las Hermanas Siervas. Relaciona
estrechamente la comunión en su infancia con el comienzo de su fundación: “Termino en La
Capelle. Es siempre para mí una peregrinación el volver a ver la iglesia de mi bautismo y mi

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primera comunión y la tumba de mis padres. Del 16 al 31 de julio escribí mis primeras
constituciones durante unos santos ejercicios en las Hermanas. De esta quincena de gracia data
verdaderamente la fundación de la Obra” (NQT XXIV/1909, 87).

“La unión íntima de la Iglesia del cielo y la de la tierra”

Doce años más tarde, son los años terribles de “la gran guerra” de 1914-1918, que diezma su
patria -que él ama tanto-, divide a su Congregación, presente a ambos lados del frente y retrasa su
desarrollo; a él mismo le obliga a un severo exilio en San Quintín. La paz de 1918 le procura, por
fin, la inmensa alegría de participar en la progresiva reanudación de su obra en la unidad y con una
gran expansión. Pero es muy mayor, sus fuerzas declinan, como experimenta un poco más cada día.
Vive su vejez con gran sencillez en la oración que, con humildad y sentimiento de sus faltas, se
hace sobre todo abandono y serena confianza.

Con progresiva frecuencia, saborea por adelantado el gozo indecible de recuperar en torno a
nuestro Señor en la comunión trinitaria, con los santos y las santas de todos los tiempos y, sobre
todo, con aquellos y aquellas del Corazón de Jesús, a todas las personas que ha querido: sus padres,
sus allegados, tantos y tantos amigos... Para él, que ha conservado siempre la fe sencilla y vigorosa
de su infancia, “la intima unión de la Iglesia del cielo y de la de la tierra” (NQT II/1869, 23) ha
hablado siempre mucho a su corazón. Pues gusta meditar que la Iglesia ha nacido del amor del
Corazón de Dios manifestado en el Corazón de Cristo; gracias al Espíritu, la Iglesia está formada
ante todo por personas en relación de caridad y en comunión de vida, que reciben juntas de aquel
que “nos amó hasta el extremo, hasta el fin”.

Al atardecer de su vida, esta “comunión de los santos” se hace lo más claro de su esperanza.
Le agrada decirlo muy a menudo: en torno a la Eucaristía su oración se unifica y se simplifica, se
convierte en alabanza y gloria dadas al Padre, en Cristo, por él y en él en la unidad del Espíritu, que
se prolonga después largamente en un inmenso “memento”. Invita a él a aquellos y aquellas que han
sido sus compañeros cada día en la fidelidad y en el agradecimiento. Entonces pasa como
naturalmente de su misa de la tierra a la gran misa del cielo, que para él es “la misa perpetua”. Y es
evidente que en esta cita, de la que él saca la fuerza para la vida cotidiana, su madre y sus parientes
ocupan el mejor lugar entre todos esos “amigos que le esperan”.

“Vivo mucho con todos mis amigos del cielo: mis padres...”

Aquí aún nos gustaría citar con profusión sus numerosas confidencias. He aquí sólo algunas
expresiones, entre muchas otras, tomadas de los últimos cuadernos de las Notes Quotidiennes.
“Esta corriente de pensamiento de la comunión de los santos es la que la gracia me inspira con
fuerza desde hace largo tiempo. Es mi oración diaria” (NQT XXXIX/1915, 33-34). “Vivo mucho
con todos mis amigos del cielo: mi piadosa madre, mis santos directores..., mis parientes y amigos,
mis hijos espirituales...” (NQT XLIV/1923, 75).

La lectura de un libro sobre “Nuestros muertos” le “ayuda mucho en la vida interior, me


hace vivir con mi cielo, con todos mis parientes, amigos, directores, colegas, dedicados a alabar a
Dios, pero todos también bienhechores y caritativos para conmigo. Su recuerdo se aviva, yo los
siento presentes, les rezo y tengo confianza en su intercesión... Me han querido, me quieren todavía
y me atraen hacia ellos” (NQT XLIV/1924, 100-101). “Estoy en los últimos capítulos de mi vida y
en el vestíbulo del cielo. No pienso más que en todos aquellos a los que iré a ver pronto: Jesús y
María..., especialmente mis santos patronos y aquellos que he honrado particularmente, tantos

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parientes, amigos...” (ibid., 103). “Vivo mucho con mis muertos: mis padres, amigos, antiguos
directores, antiguos alumnos, un centenar de mis religiosos...” (ibid., 139-140).

La comunión con “sus” muertos en el deseo del cielo se aviva durante los últimos meses, en
1925. La muerte de su amigo René de la Tour du Pin le “recuerda las hermosas amistades que la
Providencia me ha dado. No puedo citarlas todas”. Pero cita bastantes y continúa en bastantes
páginas: “Asisto a la misa mayor perpetua del cielo: Jesús, que se ofrece a su Padre...”. El P.
Dehon se une a la liturgia del cielo con los ángeles y los santos, “los amigos de Jesús”, “con los
devotos de la Eucaristía”, los fundadores... “Invoco a los santos ángeles, a mis patronos y a todos
mis amigos del cielo, en donde tengo tantos parientes y amigos: mi madre, mis directores, mis
santos protectores, cohermanos, condiscípulos... Pienso constantemente en el cielo, vivo con mis
protectores y amigos de allá arriba, me consumo por verlos pronto...” (NQT XLV/1925, 6-15). El
9 de febrero muere Laura, su “piadosa cuñada”, tres años después de Enrique, su hermano.
Escribe: “No voy al cielo hacia lo desconocido, hay todo un mundo que me espera” (ibid., 42).

Lo mismo sucede en su correspondencia. Leemos en alguna de sus últimas cartas: “Vivo


mucho más con nuestros amigos del cielo que con la gente de la tierra. Todos mis viejos conocidos
se han ido al cielo. Los vuelvo a encontrar allí por grupos, pensando en los países en que he vivido.
¡Valor! Llevemos la cruz hasta el final, no estará muy lejos. Unión en el Corazón de Jesús” (29 de
enero de 1925). A uno de sus primerísimos religiosos y de sus mejores amigos, que morirá al día
siguiente de su propia muerte, le escribe: “Somos de aquellos que debemos prepararnos para un
gran viaje... Ya no vivo en espíritu sino en la otra vida. Vivo con la Santísima Trinidad, con el
Sagrado Corazón, con María y José, con mis patronos y amigos del cielo. Recuerdo a todas las
personas piadosas que he conocido en mi vida, pienso en verlas pronto... Recemos el uno por el
otro” (30 de mayo de 1925).

42
9- DE SU FAMILIA, LAS RAÍCES HUMANAS: UNA POBLACIÓN, UNA REGIÓN, UNA
PATRIA

Así, pues, el P. Dehon a lo largo de todo su recorrido terreno, vivió intensamente la


comunión con su familia. Los sentimientos humanos estaban enriquecidos por la fe cristiana, y el
afecto compartido en esta tierra se abre a la fuerte esperanza del reencuentro definitivo en la
plenitud de la vida en Dios. Aunque sea sucintamente, dejando de lado muchos detalles para no
multiplicar las citas -que ya son abundantes-, podemos recoger la riqueza de esta comunión: la
delicadeza de corazón, la espontaneidad y el realismo, la fidelidad en medio de las pruebas y más
allá de la muerte y, sobre todo, la convergencia entre la humana gratitud filial y la alabanza a Dios.

La importancia de reconocer estas raíces

Todavía más sumariamente, pero siempre con el deseo de conocer mejor la personalidad del
P. Dehon, nos es necesario ahora ampliar un poco nuestra visión. Ya que, por su familia, a través de
la sucesión de las generaciones, el P. Dehon se sabe íntimamente solidario de una población, de una
región, de una patria y, en último término, de un mundo, de la humanidad: tiene una conciencia
muy despierta de tantos lazos, que forman parte de esa clase de raíces humanas que nos marcan a
todos y a cada uno, aunque no todos les prestemos la misma atención.

El P. Dehon es muy sensible a ellas. Sabe que para las personas, las sociedades, para la
Iglesia de Cristo y, en primer lugar, para él mismo, este recurso al pasado, esta vuelta por la
historia, son una clave indispensable para adquirir una mejor comprensión y para disponerse a una
acción decidida sobre el presente. La escucha de la historia en todas sus dimensiones, escucha
mantenida viva en el corazón y enriquecida por el estudio, contribuye a construir una personalidad a
través de la percepción justa de la herencia recibida, de las influencias y de los condicionamientos
que la han marcado. Aquí es donde se nutre especialmente la conciencia de la identidad profunda;
aquí, donde se recargan las fidelidades tenaces que conceden unidad y coherencia a una existencia
que, por lo demás, es muy flexible, fecunda en imprevistos y en las iniciativas más variadas. Un
árbol -y Dios sabe lo que el P. Dehon admiró los grandes árboles de nuestros bosques- se desarrolla
tanto en ramas anchas como en hojas y en frutos, y durante largos años, ya que hunde sólidas raíces
en lo más profundo de una tierra sana.

La vuelta a los antepasados: la genealogía

Este interés por el pasado familiar lo manifiesta el P. Dehon muy pronto, en particular, por
medio de eso que en nuestros días se ha convertido en una ocupación bastante corriente: la
investigación genealógica. “Creo que es una curiosidad que no tiene nada de censurable” (NQT
XIII/1899, 121).

Durante sus vacaciones de verano de 1861, “una visita familiar a Dorengt, en el cantón de
Nouvion, despierta en mí la idea de hacer algunas investigaciones sobre el origen de mi familia. La
iglesia de Dorengt contiene hermosas lápidas que hablan de la piedad y de la caridad de mis
antepasados en los siglos XVII y XVIII. Examino las inscripciones del registro civil de Dorengt...”
(NHV I, 92v). De este modo, llega a algunos resultados y lamenta no poder clarificar más unos
puntos inciertos, anotando: “Hay una satisfacción legítima cuando se encuentra en los antepasados
una vida honorable y cristiana” (ibid., 93v).

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Mucho más tarde, en verano de 1896, se dirige a Albert, en la Somme y luego a Hon y
Bavay, en el Norte, y escribe: “Hacía tiempo que deseaba ir a rezar a la región de donde salió mi
familia, y he tenido ocasión de hacerlo” (NQT XI/1896, 64v). Como hace siempre, lo que ve, el
castillo, la abadía de Lobbes... lo enlaza con el rico pasado de la región. Recuerda nombres, trata de
reconstruir situaciones. Y de nuevo dice: “Deseaba rezar allí desde hacía tiempo: ¿no son nuestros
antepasados unos amigos y unos intercesores ante Dios?” (ibid., 65r).

En 1899 se refiere a una investigación más laboriosa (NQT XIII/1899, 121-127). A partir de
los informes recibidos de archiveros de Lille y de Mons, recorre la historia de la familia desde “la
pequeña parroquia, tierra o señorío de Hon, Hon-Hargies, Tasnières sur Hon, cerca de Bavay”
(ibid., 121-122). Recoge la ortografía sucesiva (Huoi, De Hon, Dehon), reconstruye las armas o el
escudo, describe las alianzas y las funciones (regidores, cortesanos de Mons. cruzados,
recaudadores...), las migraciones. Sabe que, por carecer de tiempo, su pesquisa quedará muy
incompleta, pero intenta llevarla hasta su padre, Julio Alejandro Dehon. Aún lo recalca: “La
nobleza de origen no es nada, lo que importa es servir a Dios y salvar la propia alma”.

Vimos su intención, comunicada también a su hermano Enrique, de lograr mejor


información sobre una posible extensión de la familia Dehon en los Estados Unidos, hacia 1750. Y,
con el título de “probabilidades”, emprende igualmente la investigación acerca de la familia de su
madre: la familia Van de Let, de origen flamenco u holandés, y la familia Fournirer, de Compiégne.
“Mi abuela Fournier, muy piadosa, puso a sus hijas como internas en “La Providence” (después,
“Le Sacré Coeur”) de Charleville. Así preparó a mi santa madre, y las tres hermanas de mi madre
fueron también muy piadosas” (Manuscrits divers, p. 1.188).

La Capelle, donde nació

En el siglo XVII, los De Hon se establecieron en Dorengt, cerca de Guise, en donde eran
administradores de la propiedad señorial de Ribeaufontaine. Más tarde, a comienzos del siglo
XVIII, llega a La Capelle una rama de la familia. Durante la Revolución, Adrián José, bisabuelo de
León (1730-1823), director de correo en La Capelle, transforma el apellido en Dehon. Muy pronto,
la familia aparece entre las más influyentes de la pequeña población, que tiene alrededor de 2.400
habitantes en 1880. Durante toda su vida, León Dehon -que nace en 1843- gustará de insistir en su
apego a su tierra de origen.

Así le ocurre, por ejemplo, con motivo de sus primeras misas, en verano de 1869 (cf. NHV
VI, 140 ss.). Ya sabemos cómo, en torno a estas importantes fechas, unos años más tarde, anotará
unas impresiones, y eso que “son inexpresables”. A pesar de su tremendo cansancio, y en el
solemne estilo de alguien que se reconoce a sí mismo poco dotado para el género oratorio -“pero
las mismas circunstancias hablan”-, evoca a La Capelle, al comienzo de un largo sermón. A
propósito de “el altar de la parroquia donde nació” recuerda todo aquello que le liga a esos lugares
benditos: el don de la fe y del bautismo, “ese primer abrazo de amor que Nuestro Señor nos da en
la primera comunión y que renueva después con la ternura de una madre” -destaquemos, una vez
más, el paso casi espontáneo del afecto humano a la comunión con el Señor-. Después lleva su
recuerdo a la gente de la población, a las alegrías y las penas comunes: especialmente, al gozo de la
unión en la oración y al deseo de servir a Dios, el dolor de no amar bastante, de no estar
suficientemente unido. Evidentemente, está muy emocionado de verse sacerdote de Jesucristo,
celebrando el santo sacrificio en el seno de una comunidad humana de la que se siente muy
solidario: “Señor, habla a tu Padre, pídele que bendiga a su indigno ministro, a sus venerables
maestros y pastores, a sus compatriotas, sus amigos, su familia. Pídele que bendiga a esta piadosa
asamblea y nos reúna a todos contigo en la felicidad de los elegidos”.

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Dentro de este mismo verano de 1869 celebra otras primeras misas en Sommeron, en
Buironfosse... Se nos han conservado varios de sus primeros sermones: en ellos da curso libre a “la
alegría de comenzar su ministerio entre los suyos”. En septiembre, pronuncia el panegírico de santa
Grimonie, que le ofrece ocasión de trazar uno de esos amplios panoramas históricos que a él le
gustan; a propósito de esta joven mártir, recuerda “la gran lucha entre el paganismo y el
cristianismo”, especialmente en la bendita tierra de Francia y en la región del Norte. “Morir y
vencer” es la divisa de esta santa, muy venerada en La Capelle y en la región: hablando sobre ella,
el predicador exhorta a sus compatriotas a heredar su testimonio de fidelidad por una vida cristiana
valiente y fervorosa.

El P. Dehon tiene interés en manifestar, con mucha frecuencia y de muchos modos, su apego
a la población de sus orígenes. Así ocurre en otoño de 1870, cuando la caída rápida de Sedán y
después de Metz y el desmantelamiento del frente, desorganizando el ejército francés. La Capelle se
rinde el 18 de noviembre, pero no será ocupada por los vencedores. En la población se acantona un
regimiento del ejército del Norte: el joven sacerdote Dehon se desvive entre estos soldados
desamparados antes de su partida para participar en los combates del Norte (cf. NHV VIII, 121).
En enero de 1871 sigue atentamente la evolución de las operaciones: Vervins, Guise, Leschelle,
Laon; pero, al final, “en La Capelle hemos estado providencialmente preservados; mientras que las
poblaciones circundantes eran colmadas de contribuciones, nosotros escapamos de todo” (Carta a
Palustre, 24 de marzo de 1871).

Durante el verano de 1871, antes de tomar “la gran decisión” de ponerse al servicio de su
obispo, ayuda a su párroco en La Capelle. Estando encargado de hacer el discurso de apertura de
una capillita consagrada a Nuestra Señora de la Salette, dirige a su auditorio un vigoroso
llamamiento a la conversión. Se acordará de él cuando, más tarde, escriba: “Veía que mi auditorio
estaba impresionado y conmovido. Este pobre lugar de La Capelle ha hecho algunos esfuerzos. Ha
disminuido el trabajo los domingos, se ha reconstruido la iglesia y es más frecuentada” (NHV IX,
53-58).

La Capelle, esa “peregrinación” a la que le hace bien volver

Así, al correr de los años, especialmente en torno a los lugares que han marcado más su
infancia. Se acuerda con emoción de la antigua iglesia, muy pobre, “Era casi una cabaña, triste y
sin ornato” (NHV I, 7v), pero era la iglesia de su bautismo, la iglesia tan frecuentemente visitada
durante todos sus años jóvenes con su madre y con sus tías... El 29 de mayo de 1886 participa en la
ceremonia de la consagración de la nueva iglesia, y escribe: “Ceremonia conmovedora de por sí y
muy emocionante para mí, ya que este santuario sucede a aquel en el que recibí el bautismo y la
primera comunión y en el que recé a menudo con mi madre... Allí fue también donde comencé a
predicar y a ejercer el ministerio. Ruego por esta parroquia en la que el servicio del Señor es muy
pobre y muy imperfecto por parte de la mayor parte de las almas” (NHV XV, 58).

En junio de 1895 llega a predicar allí el retiro de los niños que se preparan a la primera
comunión, que le recuerda la suya, y dice: “Pongo todo mi corazón en este retiro. Entro un poco en
comunicación con este pueblo de La Capelle, que me olvidaba desde hace quince años. ¡Cuántos
recuerdos se estrechan en mi corazón! Aquí hice mi primera comunión, aquí recé con mi madre...
Aquí comencé también a predicar y a ejercer el ministerio...” (NQT XI/1895, 27v). El 2 de agosto
de 1900, el bautismo de su sobrino-nieto Roberto de Bourboulon lo lleva a La Capelle: nueva
oportunidad de predicar en la parroquia. “Los recuerdos agradables y tristes afluyen a mi espíritu y
apenas pude contener la emoción” (NQT XVI/1900, 16).

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De sus frecuentes visitas a La Capelle, más de una vez recuerda algún detalle que le habla al
corazón. Puede tratarse de la evolución política en la zona, un campo que le interesa mucho: “He
ido a ver a mi familia. Mi hermano me dice que las ideas republicanas han ganado por completo en
la región. En las últimas elecciones a los consejos de departamento, todos los ayuntamientos de la
región han otorgado la mayoría a un joven candidato que se las daba de representante de las ideas
nuevas. Esto prueba, una vez más, lo atinado de las orientaciones políticas y sociales del Papa. Ya
no se puede ir al pueblo más que con un programa republicano y democrático” (NQT XVII/1901,
7). O también: “Viaje a La Capelle... Ceccaldi ha sido elegido diputado en esta circunscripción
que era buena. Es el triunfo de la canalla” (NQT XX/1906, 48). Pero con mayor frecuencia
aparece aún y siempre la unión a partir de la vida cristiana: “El 15 [15 de julio de 1908], visita a mi
hermano en La Capelle con motivo de san Enrique. Recuerdo en la iglesia las gracias recibidas.
Bautismo, primera comunión, primicias de mi sacerdocio. Rezo por mis padres y en unión con
ellos” (NQT XXIV/1908, 31). “El 3 [3 de junio de 1912], visita de familia en La Capelle. Es una
peregrinación al lugar de residencia y a la tumba de los piadosos antepasados” (NQT
XXXIV/1912, 101).

La terrible prueba de la guerra de 1914-1918, con sus consecuencias particularmente


dramáticas para toda la región, viene en la práctica a interrumpir cualquier relación con ella, incluso
epistolar. Pero en diciembre de 1917, cuando por mediación de Benedicto XV se rompe para él el
cerrojo del confinamiento, el P. Dehon llega a La Capelle desde Bruselas, por Suiza y París, antes
de llegar a Roma. Escribe: “Amable acogida en mi casa, en la que soy feliz de ver a mis dos
oficiales con buena salud” (NQT XLII/1918, 4); estos “dos oficiales” son sus sobrinos-nietos
Enrique y Juan, de los que gusta recordar el patriotismo y el valor en el frente.

Los años de posguerra van a estar sobrecargados de preocupaciones apasionantes: todo o


casi todo está por reconstruir y los medios son insuficientes. Y ya es anciano. Pero los lazos se
mantienen. Con todo el amor por su patria y con toda fuerza, desea que su Congregación pueda
renacer lo más pronto posible en Francia, empezando por la Escuela Apostólica, que hubo de
transferirse de Fayet a Thieu, en Bélgica. Para esta nueva escuela había pensado al principio en la
población de Liesse, llevado por el deseo de ponerla bajo la protección de la Virgen María, cerca de
este santuario al que le unían tantos recuerdos. Pero, finalmente, se decide por La Capelle -una
decisión que, desgraciadamente, no progresará-: “Es cuestión de poner la Escuela ‘San Clemente’
en La Capelle; es necesario volver a Francia para reclutar mejor” (NQT XILV/1923, 80). “Vamos
a comenzar en La Capelle. He pensado mucho y frecuentemente en ello y es también una gracia.
Allí estaremos cerca de los sepulcros de mi familia, cerca de la iglesia de mi bautismo y de mi
primera comunión” (NQT XLIV/1923, 79).

De La Capelle a San Quintín

El desarrollo de la actividad del P. Dehon nos hace pasar con naturalidad de La Capelle a
San Quintín, que es la ciudad y la parroquia en las que, en noviembre de 1871, su obispo le
“coloca”. Vivirá allí los años mejores de su más activo ministerio, aunque con bastantes
temporadas de ausencia: además de sus numerosos y a veces largos viajes, vendrá la expulsión de
los religiosos de Francia a partir de 1901 y, después, el traslado de su residencia habitual a Roma y
a Bruselas durante la guerra...

Al seguirle en su relación con su familia, hemos podido captar todo lo que esta ciudad -de
alrededor de 50.000 habitantes hacia 1885 y de población mayoritariamente obrera- representa para
él. Habla de ella a menudo, en particular desde “su” parroquia y la comunidad de sacerdotes que la
animan, así como la basílica. “Quería mucho a mi iglesia de San Quintín y considero una de las
grandes gracias de mi vida haber estado adscrito durante siete años a esta iglesia” (NHV IX, 83).

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Según su costumbre, traza su gloriosa historia a través de los siglos, desde el martirio del joven
romano Quintín en el siglo III, hasta el embellecimiento en tiempos de los “tres reyes cristianos”.
Menciona la fama de su Capítulo, “uno de los más hermosos de Francia”, y la presencia
estimulante de numerosas órdenes religiosas masculinas y femeninas.

Y, alrededor de la basílica, la ciudad: las corporaciones, el ayuntamiento. Constata, no sin


lamentarlo: “Ya no hay capítulo, tampoco corporaciones. Quedan unas cofradías, algunas
devociones y una adecuada vida parroquial para la élite de la ciudad. Ésta era mi iglesia. Allí
rezaba de corazón, la quise, ejerciendo allá un poco el apostolado, recibí muchas gracias y no
entro hoy en ella sin emoción” (NHV IX, 87). Aun prestando a “la élite” el servicio de su
ministerio, el joven vicario dirige su atención, sobre todo, hacia la abundante población obrera: una
muchedumbre a menudo miserable, más aún que pobre, injustamente aplastada por el desarrollo
inhumano de una industria dominada por el capitalismo liberal, entonces en plena expansión. Es, en
verdad, una sociedad gravemente enferma, “una sociedad podrida” que compara con las
caballerizas de Augias; un pueblo para el que la Iglesia está excesivamente lejana y demasiado
comprometida con los ricos, hasta el punto de que una buena parte de la ciudad “vive en el
paganismo” (NHV IX, 92-94).

El ministerio en San Quintín: la escuela de la vida, la experiencia de la Iglesia

Recoger sus reacciones, escuchar sus denuncias, seguirlo en sus numerosas iniciativas para
la “elevación de las masas populares por el reino de la justicia y de la caridad cristiana” (cf. sus
“Souvenirs”, en marzo de 1912), en su acción educativa y de concienciación... no es el propósito de
nuestra reflexión. Pero no podemos olvidar que, en buena parte, este “apostolado social” es el que
muy pronto ocupará un lugar importante en su vida y tendrá gran resonancia en Francia y hasta en
Roma; este compromiso multiforme es el que hará del P. Dehon una figura destacada en la Iglesia
de su tiempo. La originalidad de su contribución en el despertar de la conciencia social en la Iglesia
le viene, sobre todo, de su propia experiencia, tan concreta y circunstanciada. Por descontado que
ha leído mucho, ha estudiado también mucho, ha confrontado sus puntos de vista con otros, con
ocasión de numerosas comisiones y reuniones; pero quienes le formaron, sobre el terreno, fueron
antes que nada las personas con las que vivió el drama de la “cuestión social”. Lo que fue
determinante para este joven sacerdote, apasionado por Jesús y por su Evangelio, fue el choque
insoportable de la injusta condición impuesta a tanta pobre gente, y la urgencia de vivir
auténticamente la misión de aquel que vino a proclamar la Buena Noticia a los pobres. En la
proximidad de corazón y de vida con la población obrera de su ciudad de San Quintín, muy
particularmente, el P. Dehon profundizó y desarrolló su vocación de apóstol del Reino del Corazón
de Jesús entre nosotros, mediante la lucidez y el valor de una acción eficaz y continua.

Así es como, a partir de la experiencia vivida en San Quintín, se afirma su convicción de una
Iglesia que es comunidad de vocaciones diferentes y de iniciativas comunes, lo que él prolongará
después especialmente al desear asociar a los laicos a su Obra. Entre algunas buenas familias de la
sociedad de San Quintín encuentra rápidamente la ayuda que le es indispensable para iniciar lo que
para él es una prioridad: reunir y ayudar a la juventud obrera. No sorprende nada que él se dirija en
primer lugar a “algunas personas” de la Conferencias de San Vicente de Paúl, con las que de algún
modo se siente en familia. “Empezaba a relacionarme con ellas y a hacerlas mis ‘cómplices’ con
vistas al bien que había que hacer en San Quintín”. Cita muchos apellidos: los señores Julien,
Guillaume, Black, Vilfort, Lehoult, Basquin, Lecot, Santerre, etc... Éstos son para él mucho más
que unos apellidos y unas ayudas económicas: son verdaderos amigos, les estará agradecido
siempre y reiterará su alegría por haber colaborado con ellos en la obra del Evangelio (cf. NHV IX,
80-83).

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Lo mismo ocurre con los bienhechores y bienhechoras, especialmente, para el sostenimiento
del Patronato San José: desde el comienzo, la inmensa mayoría de ellos pertenece a la clase
dirigente de San Quintín. En las visitas o las fiestas “de puertas abiertas”, el joven vicario reúne en
torno a su obra a un número creciente de suscriptores, desde el diputado Malezieux o el alcalde
Mariolle hasta médicos, profesores o industriales. “Pronto se podría decir que toda la ciudad
estaba manos a la obra y que se hacía el bien a manos llenas. Era la edad de oro de esta querida
obra. Nuestros jóvenes se transformaban...” (NHV X, 2). El 29 de abril de 1874 añade: “La fiesta
que hemos tenido ha acabado de darnos a conocer y de conquistarnos todas las simpatías de la
ciudad” (ibid., 49).

Al comienzo de este mismo año, el P. Dehon había podido constituir un “Comité directivo”
para su Patronato, y no puede ocultar su orgullo y su gratitud: “Esta reunión fue un verdadero
acontecimiento político y social. Formaban parte de ella todas las personalidades de la ciudad...
La ciudad entera estaba ganada para esta obra que desafiaba la crítica...”. Con mucha atención,
“declina” los 46 nombres de los participantes y añade esta observación, que nos traslada al tiempo
de la persecución anticlerical, en el que redacta sus Notes: “Era un tiempo de verdadera libertad de
conciencia, en el que los subprefectos, los procuradores y los magistrados se atrevían a patrocinar
oficialmente una obra católica” (NHV X, 137-138). Se puede destacar la misma atención, el mismo
recuerdo emocionado a propósito de la colaboración con el periódico “Le Conservateur de l’Aisne”,
aparecido igualmente a comienzos de 1874. Con su amigo y confidente Mons. Julien, el P. Dehon
se emplea de nuevo activamente en busca de accionistas, en la ciudad y en el departamento.
“Existía confianza por todas partes, encontramos mucha buena voluntad y una ayuda muy activa”
(ibid., 188).

Preguntar al pasado para vivir mejor el presente

Es, pues, la vida concreta la que liga profundamente al P. Dehon a la ciudad de San Quintín.
La participación en los proyectos apostólicos y su puesta en práctica, la estima nacida de la
generosidad, puesta al servicio de la misma causa noble: esto teje con la gente y con los lugares al
cabo del tiempo unos lazos que van a marcar definitivamente a una personalidad con su sello
distintivo y la enraízan en un suelo humano para un recíproco enriquecimiento. El P. Dehon no sería
el que conocemos si, a partir de esta fuerte experiencia humana, no extendiese su interés a la
historia misma de su ciudad, lo que tendrá lugar de nuevo en el marco de una preocupación
pastoral: hacer conocer a los jóvenes la gran tradición local, comunicarles algo de su amor por la
región que será para muchos de ellos, como para él, el solar de su vida civil y cristiana.

El 30 de julio de 1887, preside la ceremonia del reparto de premios en la institución “San


Juan” de San Quintín. Lo hace todos los años, si puede, pues es la fiesta que concluye el recorrido
escolar, pero este año reviste una significación particular: es el “décimo aniversario del comienzo
de la obra”. Con una emoción mayor, recuerda el modesto comienzo -colegio y congregación,
juntos-, sin poder olvidar las pruebas recientes, cuya responsabilidad aún se atribuye: “En un día
como éste de 1877 terminaba yo los ejercicios y la redacción de las reglas. Señor, perdóname todas
las faltas que han retrasado nuestra obra” (NQT III/1887, 110). Es éste también el año en el
obispo, Mons. Thibaudier, en su deseo de confiar a la joven congregación la fundación de una
parroquia en el barrio de San Martín, lo asocia aún más a la misión de la Iglesia en San Quintín.

Con motivo de la fiesta en el “San Juan”, el P. Dehon pronuncia un importante discurso


“sobre la historia local de San Quintín”. Se trata de un texto muy trabajado, tanto por la
documentación como en la redacción, y que, sin embargo, conserva toda la espontaneidad de
alguien que se siente evidentemente a gusto en un mundo que le es familiar. No es posible

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resumirlo, se puede leer en el volumen IV de las “Oeuvres Sociales”: OSC IV, pp. 397-423. He aquí
solamente el esquema general:

El orador pasa por encima de los siglos para hacer que su joven auditorio reviva la larga
tradición de la ciudad: la prehistoria, el tiempo de los celtas, la conquista romana, la presencia
cristiana desde el martirio del joven san Quintín, los obispos y los condes del Vermandois que
marcaron con su fuerte personalidad a la ciudad y a la región, el entusiasmo y el heroísmo en
tiempo de las Cruzadas, con Hugues-le-Grand, “el ilustre cruzado”. Más tarde, la construcción de
la basílica y la organización de la ciudad a partir de las libertades comunales, la victoria de
Bouvines (1214), que fortalece a Francia en su unidad nacional y le asegura su independencia, la
afirmación de la ciudad en tiempos de san Luis y de los reyes cristianos: “Nuestros reyes querían a
San Quintín y la ciudad amaba al rey y a la patria...”. Llegan después el siglo XV y la construcción
del ayuntamiento, luego el drama del sitio de 1557, “fecha a la vez gloriosa y oscura como la de un
martirio” y “la matanza y el pillaje” que destruyeron entonces la ciudad. Una ciudad del todo
nueva renace de las cenizas durante el tiempo de Enrique IV, y tiene lugar el auge de las artes y del
comercio. Después, de nuevo, “los años terribles” de la Revolución, “casi tan funesta para San
Quintín como lo había sido el asedio devastador de 1557”. Finalmente, la época napoleónica y el
siglo XIX: el desarrollo bienhechor de la ciudad -especialmente, la inauguración del ferrocarril
“que impresionó a mi imaginación infantil en 1850”-, pero al precio de una insoportable
indiferencia respecto a la situación de muchos obreros, abandonados por completo a ellos mismos.

En medio de la juventud de su colegio, en el que él se siente visiblemente feliz, en presencia


de su obispo cuya confianza ha recuperado -tan solo quince días antes, Mons. Thibaudier había
confiado al P. Dehon una importante predicación a los visitadores de los Círculos católicos de la
ciudad-, delante de los profesores y de los padres, el director del “San Juan” comunica mucho de sí
mismo en este amplio panorama de historia local: aparecen en él sus preferencias políticas y
sociales, su orgullo patriótico, una conexión visceral con su tierra, su deseo de educar en la
fidelidad y en la responsabilidad cívica y cristiana. Lo dice él mismo en el exordio: “Cuando me
hice ‘de San Quintín’, hace dieciséis años, me encariñé con afecto filial de nuestra hermosa
basílica... Me gustaba en San Quintín el perfume de piedad de una parte de la parroquia, el espíritu
abierto, el corazón generoso, la actividad de los habitantes, su patriotismo y un cierto orgullo e
independencia de carácter que es fruto de las antiguas libertades comunales. Estudié la historia de
la ciudad y me parece que, así, obtuve poco a poco la ciudadanía del espíritu y del corazón, que
equivale a la que dan las leyes”. Si plantea este discurso, lo hace para “cultivar el amor por la
religión y por la patria”, como una “ocasión de despertar en nuestros corazones tanto el ardor de
la fe como el amor a Francia”.

El P. Dehon nos dejó numerosos testimonios semejantes de su interés por la ciudad, su


historia y su presente, muy frecuentemente ligados con la historia de la religión y de Francia:
apuntes de lecturas, preparación de textos escritos o de exposiciones, crónicas para la revista,
reacciones con ocasión de visitas a lugares o monumentos... Como viajero que ha visto y
comparado mucho, se manifiesta con severidad acerca de la gestión reciente de San Quintín:
“Todas las ciudades de la región del Norte: Meaux, Compiegne, Amiens, Reims, etc. están mejor
administradas que nuestra pobre San Quintín. Nosotros mantenemos las callejuelas, los callejones
sin salida, las calles en zig-zag. No sabemos abrir amplias calles y plantar árboles, trazar una
avenida a lo largo del Somme, hacer los puentes necesarios, etc. La estética está al nivel de la
cultura moral” (NQT XXXIV/1912, 99).

El P. Dehon ve la ocupación extranjera durante la guerra, con todas sus deplorables


consecuencias, como un castigo de Dios a su ciudad: “San Quintín paga su deuda a la justicia
divina... La ciudad exaltó a Voltaire y a Renan, amigos de Rusia y de la crítica luterana: y Dios le
ha respondido: ‘Por haber querido demasiado a estos escritores, alojarás a sus amigos durante un

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año entre tus paredes’. La ciudad glorificó a Babeuf y Bianqui, los jefes del comunismo,
dedicándoles sendas calles, y es castigada con un régimen comunista: todos a pan negro, 180
gramos al día; poca carne; trabajo en común, los jóvenes de cualquier clase empujados a las
trincheras... El pequeño comercio olvidaba a la Iglesia para dedicarse al mostrador, ahora tiene
tiempo libre...” (NQT XXXVII, 1915, 52-54).

Lejos ya el drama de la guerra, el P. Dehon, a costa de mil sacrificios y gracias a su


tenacidad y a su realismo habituales, en particular, en la defensa de sus derechos a las
indemnizaciones y a los subsidios para reparaciones, consigue reabrir la Institución “San Juan”. Es
cierto que en lo sucesivo pertenece a la diócesis; pero, a pesar de las enormes cargas que debe
afrontar en la Congregación, ayudado por el P. Falleur, su garante en el lugar, hace lo imposible
para volver a dar vida a esa obra a la que tanto quiere y que considera algo vital para su ciudad. El
“San Juan” logrará volver a abrir en octubre de 1919. El 20 de ese mes, el P. Dehon escribe a la
Superiora de las Siervas: “Hemos reabierto la Institución San Juan, hay cincuenta alumnos, la cosa
aumentará. Se dice que San Quintín tiene ahora 25.000 habitantes. El aspecto de la ciudad sigue
siendo muy triste, no hay más que ruinas por todas partes”.

¡Cuánto ha supuesto San Quintín en su vida!

Podríamos continuar recogiendo las señales de este afecto del P. Dehon por “su ciudad”,
evocando, por ejemplo, otro momento fuerte cuyo recuerdo revela mucho su personalidad: la
preocupación social profundizada entre el clero joven de Francia y en su misma ciudad, en San
Quintín. En septiembre de 1895, organiza una importante reunión de estudios sociales. Debía
celebrarse en Val-des-Bois, cerca de Reims, en la fábrica de León Harmel. Los participantes eran
muy numerosos, doscientos eclesiásticos de más de treinta diócesis francesas: será, entonces, la
Institución “San Juan” la que los acogerá durante seis días de intensos trabajos. “Tenemos aquí
unas importantes jornadas, ardorosas, luminosas, inolvidables. Es como un pequeño concilio, un
concilio de jóvenes... De estas reuniones quedan unas valiosas actas, pero debe quedar algo mejor
que éstas: unas convicciones, un celo, el ardor por el bien. Este pequeño congreso debe pesar en la
balanza del despertar de la vida social cristiana en Francia” (NQT XI/1895, 33r-34v).

En octubre de 1874, poco antes de morir, el P. Freyd escribe por última vez a su antiguo y
muy querido discípulo del Seminario francés de Roma. Quiere aún tranquilizarle y animarle en este
ministerio parroquial que le aconsejó en un momento de grandes dudas y que muy pronto se revela
demasiado pesado para el emprendedor joven vicario. “Te vuelvo a hablar de mi alegría y mi
satisfacción por saberte dócil a mis recomendaciones, y en la actualidad fielmente dedicado a la
tarea que Dios mismo te ha dado o que te ha inspirado que hagas en San Quintín. Esta pobre
ciudad tenía mucha necesidad de ti. Dios bendecirá tu trabajo y la pobre gente joven te lo
agradecerá aquí y en la eternidad” (carta del 6 de octubre de 1874). Por nuestra parte, no dudamos
de la bendición de Dios y vemos ya que se manifiesta a través del agradecimiento que recibe,
mezclado no obstante con muchas pruebas dolorosas, de la población de San Quintín, y de la
palabra para él más autorizada, la de su obispo.

El 19 de agosto de 1925, con ocasión de los funerales del P. Dehon en la basílica de San
Quintín, Mons. Binet, obispo de Soissons, pronuncia la homilía. He aquí algunos párrafos: “Acaba
de concluir una página de la gran historia religiosa. A uno de sus hijos más eminentes, de los más
ilustres del siglo XIX, la diócesis de Soissons ofrece por mi ministerio las lágrimas del duelo..., la
gratitud infinita, sobre todo, el tributo de la oración que se le deben por tantos títulos... Amó mucho
a Francia y al departamento de Aisne en que destacó su familia, amó mucho a esta ciudad de San
Quintín, por no hablar de sus hijos, congregados alrededor del coche mortuorio: ¡Reunidme a mi

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pueblo! ¡San Quintín! ¡Qué lugar tuvo esta ciudad en la vida del anciano, del gran ciudadano
francés, del sacerdote eminente al que lloramos! ¡Qué lugar ha tenido aquí el P. Dehon!...”.

Al servicio de su diócesis

El obispo le recuerda que San Quintín es inseparable del departamento de Aisne y de la


diócesis de Soissons y Laon, de las que es la ciudad más importante. Así es, de acuerdo con estas
coordenadas muy amplias, civiles y religiosas, como el P. Dehon manifiesta su pertenencia a su
región. Aunque sea con una alusión rápida, nos hace falta destacar esta nueva dimensión, pues
caracteriza también su personalidad.

Cuando fue nombrado vicario de San Quintín, en noviembre de 1871, el sacerdote León
Dehon estaba muy poco inserto en el clero de su diócesis. Toda su formación, clásica, universitaria
y, después, sacerdotal estuvo un tanto alejado de ella. Conoce a algunos sacerdotes cuya amistad le
será muy preciosa: el “abbé” Demiselle, cura de La Capelle, el “abbé” Petit, cura de Buironfosse...
Pero llega aquí, marcado por el ascendiente de sus orígenes, por el prestigio de sus títulos y de sus
relaciones en Roma, de su participación en el Concilio Vaticano. Sin embargo, muy pronto se hace
conocer por el ardor de su celo apostólico más allá de los límites de su parroquia y de su ciudad.

Y cuando, en agosto de 1874, el obispo Mons. Dours crea una Oficina diocesana de las
Obras, el joven vicario, que la había sugerido, tiene pronto en ella un papel determinante y se
convierte en su secretario y animador. En seguida se lanza una encuesta sobre la situación religiosa
de la diócesis, las obras, los proyectos, las dificultades... Las muy decepcionantes respuestas no
aminoran el celo: la Oficina cumple un indiscutible servicio, en una situación muy ingrata.
Recordemos también los Congresos diocesanos: Liesse, San Quintín, Soissons: también aquí el
sacerdote Dehon es la llave maestra, contagia su celo llevado por su fe y su confianza. Hace que se
comparta su preocupación dominante por sacudir las inercias, por sensibilizar al clero y a las clases
dirigentes en la urgencia de la “cuestión social”. El sacerdote Adrián Rasset, uno de sus compañeros
de sacerdocio que se convertirá en su primer cohermano religioso y en uno de sus más asiduos
colaboradores, le escribe después de una reunión en Liesse, en la que el P. Dehon sentía no haber
podido participar: “He oído hablar de su proyecto de una nueva asamblea diocesana... ¡ánimo y
perseverancia! Pero no olvide la apatía de la mayor parte de nuestros cristianos y el desánimo de
casi todos los sacerdotes... Aunque yo sigo ganado para su causa: ‘¡Es imposible hacer nada si no
es a través de la Asociación!’” (22 de agosto de 1876).

Hay una iniciativa que es también muy significativa de lo que el joven sacerdote vive y de la
comunión que desea intensificar con sus cohermanos de diócesis: la creación de nuevo, en 1874, de
un “Oratorio diocesano”. Un pequeño grupo de “algunos buenos sacerdotes” se constituye en libre
asociación para ayudarse en la vida espiritual. Acuerdan algunas reuniones y retiros y un
reglamento de vida para la oración personal. Incluso establecen un proyecto de vida común y crean
un modesto boletín de contacto. El obispo la aprueba, también en ella es nombrado secretario el P.
Dehon y se enrolan algunos amigos, como los “abbés” Rasset, Petit... Volvamos a oír al “abbé”
Adrián Rasset en una carta a su cohermano León Dehon: “Esta obra es una verdadera necesidad;
es tan necesaria para los pobres obreros del Evangelio como la obra de los Círculos para los
obreros de la fábrica. ¡Valor! Señor y atento cohermano, trate de empujarnos, como lo hace, a
toda clase de empresas piadosas y de valientes resoluciones en la unión y la caridad de Nuestro
Señor” (carta del 15 de abril de 1875).

El 12 de junio de 1885, en la basílica de San Quintín y en presencia de su obispo, el P.


Dehon pronuncia un discurso sobre “la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, don de nuestro
tiempo y gracia especial de Francia” (cf. OSC IV, pp. 377-394). Es otra vez un discurso grande y

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solemne. El tema es frecuente en el P. Dehon, le resulta muy querido. Pero aquí el orador precisa
bien su invención: quiere hacer ver que este don precioso de la devoción al Corazón de Jesús es una
gracia que Dios concede especialmente a Francia en respuesta a una necesidad particularmente
sentida en aquel tiempo: “Es también un don muy particular de esta hermosa diócesis de Soissons y
de Laon...”. Y, tras haber trazado la gran historia cristiana local, el P. Dehon exhorta a sus
cohermanos sacerdotes y al pueblo cristiano a acoger plenamente esta gracia: “El Sagrado Corazón
es la necesidad de nuestra diócesis... Es el hogar de todas nuestras obras...”. Después expresa el
deseo de que su diócesis se conceda una peregrinación consagrada al Corazón de Jesús. “Nuestro
Señor, que quiere tanto a esta diócesis, lo querrá, así lo espero... Es necesario que nuestra diócesis
sea especialmente bendecida por el Sagrado Corazón... ¡Manos a la obra!”.

“Este hermoso departamento del Aisne”

También mediante un discurso, pronunciado por el P. Dehon en el reparto de premios del


“San Juan” el 29 de julio de 1893, justo antes de la dispersión con motivo de las vacaciones de
verano, invita a los jóvenes a descubrir y a querer a su departamento: “Discours sur le département
de l’Aisne. Description, art, histoire” (OSC 4, pp 459-520). La introducción da claramente el tono
muy personal del conjunto: calor y viveza, entusiasmo y preocupación educativa.

“Queridos jóvenes: Dentro de unos momentos vais a emprender vuestro vuelo en todas
direcciones. El campo más frecuente de vuestras carreras será este bello departamento de Aisne, al
que pertenecéis casi todos. Es éste el momento de volver a deciros lo más destacable que ofrece,
trazándoos un plan de vacaciones tan atrayente como instructivo. Si queréis, vamos juntos a
sentarnos un momento en lo alto de una torre de la catedral de Laon, y desde allí veremos pasar
ante nuestros ojos las cosas y los tiempos. Nuestras miradas llegarán lejos y, aquello que nuestros
ojos no alcancen, lo suplirán nuestros recuerdos”.

Hace falta recorrer estas páginas -¡nada menos que 56 en la edición citada!- para captar
verdaderamente el amor del P. Dehon por su tierra natal. No duda en hacerse poeta para cantar su
belleza y su fecundidad. “Mirad al Norte, allí está la gran plana, la tierra del trigo, el granero de
la provincia: en primavera, olas movedizas de espigas verdes; en verano, mieses doradas; cortos
rastrojos en otoño. Es también la tierra de la remolacha azucarera; la tierra de la cebada con la
que se hace la bebida refrescante... en el Sur se encuentra, se da cita, todo lo que la naturaleza
tiene de seductor..., unos bosques profundos, los más bonitos de Francia”.

Esta vez cuenta más detalladamente la historia tormentosa y gloriosa de la región a través de
los siglos, desde la prehistoria. Alaba sus riquezas artísticas: “Este departamento es, en verdad, el
centro más rico y la fuente de ese arte ojival que los italianos llamaron desde el siglo XIII el arte
francés”. Entre los monumentos que son testigos de las épocas agitadas, evoca las numerosas
“iglesias-fortaleza” situadas en los puntos estratégicos de las planas. Como tierra de paso por su
posición geográfica, desde siempre encrucijada de intercambios culturales, fue naturalmente un
campo de muchas batallas: “Nuestra pobre comarca es siempre la primera en recibir los golpes”.
Vuelve a trazar sus dramas y sus glorias, sin poder olvidar el paso liberador de Juana de Arco: “Ella
es la señal de la amistad entre Cristo y Francia. Es nuestra gloria, nuestra esperanza”.

La fe y la piedad cristiana marcaron esta tierra con una muy fuerte impronta: las catedrales
de Soissons y de Laon, propuesta ésta por el guía como mirador extraordinario en este sobrevolar
“las cosas y los tiempos”; las abadías de los monjes cistercienses y premonstratenses, cuya
irradiación espiritual y cultural fue inmensa; las fundaciones piadosas para satisfacer necesidades de
los pobres y ayudar al sostenimiento de las escuelas... También la literatura halló aquí un medio
propicio de inspiración: Racine, la Fontaine, Fénelon -que escribió en Soupir, cerca de Soissons, en

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el valle del Aisne, gran parte de su Telémaco-. Los años del Terror (1792-1795) dieron fama a la
Thiérache y multiplicaron los sufrimientos: “Escuchamos el relato desconsolador, de boca de
nuestros mayores”. Y, esbozando el presente desarrollo -hasta los coches alados-, resumiendo sus
promesas y sus desafíos, para terminar, el orador invita a compartir su acostumbrado optimismo a
su auditorio, sin duda, algo adormilado por un discurso tan largo: “Después de la confianza en
Dios, el mejor apoyo de nuestra esperanza sería una juventud cristiana, firme y pura, amiga de la
justicia y de la caridad. Esperamos que vosotros nos la brindaréis, queridos alumnos, y Cristo,
prendado de esta juventud, bendecirá a Francia”.

“Cristo bendecirá a Francia”

“¡Cristo bendecirá a Francia!”. Esta certeza, que es, al tiempo, una ardorosa esperanza,
revela perfectamente al P. Dehon: una adhesión indivisa a Cristo, anclada en una tradición,
incrustada en una tierra, a partir de un pueblo y de una patria muy queridos. Como acabamos de ver,
es para él una firme convicción: la de que hay una especie de encuentro providencial entre el celo
por la promoción de la devoción al Corazón de Jesús y la preocupación por la Iglesia de su diócesis.
En la misma armoniosa unidad -“la amistad entre Cristo y Francia”-, expresa su amor y su orgullo
por su país. “Nosotros, los católicos, que unimos en un solo amor a la patria y a la Iglesia,
¡vayamos al Corazón de Jesús”: así es como anuncia él la orientación de su revista “El Reino del
Corazón de Jesús...”, en febrero de 1889.

Este amor y este orgullo los hereda de la muy larga lista de sus antepasados, muchos de los
cuales dieron su vida en sacrificio por su patria. Por ésta, es decir, por la Francia cristiana, “nuestra
bella Francia, que debía ser la hija mayor de la Iglesia”, como recuerda al hacer el elogio de santa
Grimonie en La Capelle (NHV VI, 163). Incansablemente y dejando libre curso a su entusiasmo,
con mucha frecuencia aparece también él como un crítico severo. Cuando, siendo joven estudiante
en París, visita el Panteón, declarado “Templo de la gloria” unos treinta años antes, anota: “Es una
cosa fría, hay una mezcla de cristiano y de profano que hace daño”. Al Panteón lo calificará más
tarde, en su nueva transformación, como “un osario ateo” (NQT XI/1895, 4v). Pero, felizmente,
“allí están los restos de santa Genoveva y tienen un atractivo invencible, además de esos frescos
que representan los grandes hechos históricos de la Francia cristiana, que causan una profunda
impresión. Allí está la muy hermosa Francia, que nos enseña lo que de su historia quedará en el
cielo, sus héroes cristianos y su vida cristiana” (NHV I, 38v).

Este patriotismo que ha recibido y se preocupa de transmitir a la juventud que le está


confiada, lo vive él en el contexto de una época donde los nacionalismos se exacerban casi por
todas partes: especialmente, en Francia, sobre todo después de la derrota de 1870 y la caída de
Napoleón III, la pérdida de la Alsacia y la Lorena, la espera y la preparación de una revancha que
están latentes durante decenios y que no contarán poco entre las causas de la “Gran Guerra” de
1914. Al mismo tiempo, es la época en la que el país atraviesa graves turbulencias, con la
incertidumbre en torno a una restauración monárquica que no tiene éxito y de cara a la afirmación
de la república a través de corrientes dispersas. Los años en los que el poder republicano se quiere
y, en efecto, se muestra resueltamente anticlerical son particularmente difíciles. El P. Dehon vive
este desgarramiento en lo más vivo de sus apegos y de sus convicciones: el patriotismo heredado
por educación, su ansia de fidelidad a las orientaciones pontificias, su amor al pueblo, pero también
la firmeza para defender su derecho, los bienes de su joven Congregación y el porvenir de su obra.
En innumerables ocasiones grita su sufrimiento, sin saber desmarcarse siempre del partido tomado y
de la agresividad que abunda entonces por todas partes en los debates y en las expresiones de
opinión.

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Él se mantiene siempre muy cerca de la actualidad y sigue estos debates con la mayor
atención. Lo deplora a menudo: Francia, ya muy enferma desde “la embriaguez revolucionaria”,
está haciéndose de veras “la pobre Francia”, “la pobre nación”. Así dice en una carta a una
religiosa, en 1903: “... La pobre Francia. Es preciso que ofrezca sus sacrificios sobre todo por
Francia: ¡tiene una misión tan grande en la Iglesia!”. En la misma época, escribe desde San
Quintín, que se dispone a dejar para ir “a establecerse en Bruselas”: “Lucho aquí contra todas las
jurisdicciones, para salvar algunas migajas de libertad sobre mis bienes. Francia ya no es Francia,
ha sido conquistada por una horda de bárbaros” (1 de diciembre de 1903). Y en abril de 1906
dice: “Rece mucho por Francia... Pasaremos, sin duda, por una crisis profunda. Nuestros
burgueses tienen miedo. Ellos son la causa del mal... En París, la gente se ha divertido todavía
mucho este invierno... Los diarios parisinos tienen una columna para describir las catástrofes de
Courières, del Vesubio, de San Francisco, y otra para contar las veladas y las carreras. ¡Qué
ligero es nuestro mundo! El Papa nos concede buenos obispos, pero hará falta un siglo para que
nos rehagamos”. “Ayudemos mucho a la pobre Francia” (20 de diciembre de 1911). En diciembre
de 1914 estigmatiza a “los sectarios estúpidos que se han adueñado hoy por todas partes del poder
en Francia..., los consejeros impíos...” (NQT XXXV/1914, 181).

En junio de 1918, cuando la guerra no ha terminado aún de sembrar el sufrimiento y la


muerte, escribe a un antiguo alumno: “La pobre Francia expía treinta y cinco años de persecución,
de indiferencia religiosa y de apatía. Hay ya una hecatombe infinita de excelentes jóvenes, de
héroes y de santos... El Sagrado Corazón nos salvará... Un acto de fe del gobierno acabaría con
todo, pero ¿qué puede esperarse de los 300 ó 400 bribones que nos gobiernan?” (25 de junio de
1918). Dos meses más tarde, dice a un cohermano: “Aún algunos meses de paciencia. El Sagrado
Corazón nos ayuda, a pesar del endurecimiento de nuestro gobierno civil. Ellos no son la
verdadera Francia” (21 de agosto de 1918).

No obstante, esta tristeza, esta amargura ante la evolución de su país -“Rezad por Francia,
que está tan mal gobernada”, escribe todavía el 14 de marzo de 1925- no lo empujarán nunca al
pesimismo y al desaliento, en razón siempre del indiscutible amor por su patria, alimentado por su
fe cristiana. Tenemos páginas y páginas de apuntes de sus lecturas “sobre la misión de Francia,
hija mayor de la Iglesia” (cf. Manuscrits divers, cuaderno 14º, pp. 1.397-1.454). No citamos más
que un ejemplo, de los más elocuentes, el de la devoción a Juana de Arco.

Dios, “que quería conservar a Francia católica, para servirse de ella en el mundo”, entre el
“gran número de santos, de órdenes religiosas y la infinitud de misioneros” (NQT XXIV/1909, 72-
73), se dignó llamar a Juana de Lorena. El P. Dehon no puede ocultar su gozo por poder participar
en Roma en la beatificación (el 18 de abril de 1909) y, después, en la canonización (el 16 de mayo
de 1920) de aquella que devolvió a su país la libertad y la dignidad. Le gusta recalcar su orgullosa
declaración: “¡Francia: el reino de Jesucristo, el más bello reino del mundo, después del Paraíso!”
(cf. Excerpta, p. 32, col. 2).

“Siempre fui optimista y moriré optimista”: quien nos dejó esta confidencia y quien, por
otra parte, llama con frecuencia a la penitencia y al sacrificio, no cesa, a la vez, de acechar las
menores señales de mejora y de renovación, hasta en las más sombrías horas de los años
interminables de la guerra de 1914-1918, y después. Pero queda descontado un optimismo plácido y
expectante: se esfuerza en esto, convoca a la juventud a movilizarse y a formarse con vistas a un
servicio generoso y cualificado; se trata de las mejores exhortaciones que dirige a sus queridos
antiguos alumnos del “San Juan”.

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El patriotismo cristiano: amor y orgullo, pero no “chauvinismo” ni nacionalismo

El P. Dehon educa a los alumnos en este espíritu ya desde los momentos iniciales de su
colegio. En la fiesta del reparto de premios de 1879 pronuncia un discurso sobre el “patriotismo
cristiano” (cf. OSC IV, pp. 309-320). En este elogio inflamado de su país, leemos especialmente
este llamamiento: “Queridos alumnos: es vuestro deber servir generosamente a esta patria amada.
No es sólo un entusiasmo facticio y variable lo que ella espera de vosotros, es una noble y austera
dedicación, una tarea constante y asidua”. Y concluye: “Siento que vuestro corazón protesta
contra la ingratitud y que vuestra mente ha escogido la verdad. Unís en vuestro respeto y en
vuestro amor a la Iglesia y la patria. La patria francesa, sin la Iglesia, carecería de pasado, de
historia, de honor y de esperanza...: es la Francia de la Virgen María y de Cristo”.

Semejantes impulsos esmaltan toda su obra, no sin sorprender y hasta molestar a los lectores
de naciones diferentes. Pero nos hace falta, tanto más, recordar la severidad de las críticas que
formula respecto a su país y a sus defectos. No sólo para deplorar las malas acciones del
protestantismo y de la Revolución, sino, por ejemplo, para denunciar la despreocupación y el
individualismo, la rutina y la estrechez de espíritu, la negligencia y la parcialidad en la salvaguardia
del patrimonio cultural... “El patriotismo es una virtud natural, un deber primordial. Quienes
menosprecian a la patria, menospreciarán también a la familia y al Creador”, escribe el 14 de
julio de 1915 (NQT XXXVIII/1915, 33). Pero había advertido un poco antes: “El patriotismo es
una virtud que con facilidad es exagerada y sobrepasada por la pasión... El amor exagerado de la
patria produce en todas partes la guerra y la violencia...” (NQT XXXVI/ 1915, 26).

Con toda su energía denuncia la patriotería y, lo que es aún peor, el racismo. En su revista
Le Règne, en abril de 1900, escribe: “Se discute mucho en estos tiempos sobre los pueblos y las
razas. Se compara a los pueblos latinos con los anglosajones. Es necesaria una gran amplitud de
espíritu, un conocimiento muy vasto de la historia y una profunda caridad cristiana para no
dejarse cegar, en este estudio y con estas comparaciones, por esa estrecha pasión política que
llamamos patriotería (“chauvinisme”)” (cf. OSC V/2, p. 383). Al multiplicarse en su Congregación
las comunidades compuestas de religiosos de diferentes nacionalidades, a riesgo de no ser
comprendido del todo ni aprobado, el P. Dehon combate este mal que podría rápidamente
convertirse en la muerte de la vida comunitaria. A propósito de una de estas comunidades, escribe:
“... Es preciso actuar y remover a un individuo que siembra cizaña por su excesivo patriotismo...”
(NQT V/1890, 16r y v). Cuando el proceso de beatificación, en 1952, un religioso relata la reacción
de su superior general, durante la guerra de 1914-1918: “Si no podemos tener nuestras comidas sin
ser ofendidos en nuestros sentimientos patrióticos, comerá usted en la cocina” (cf. “Positio”, vol.
II, testimonio del P. Pauly, p. 38, § 82). Y, al escribir sus Souvenirs en marzo de 1913, concluía con
estas palabras: “Ninguna división entre nosotros. Pasemos por encima de todo, para seguir unidos.
Queramos a todas las naciones. En el cielo no habrá ya naciones. Somos todos los hermanos del
Salvador y los hijos de María...”.

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10- EL REALISMO HUMANO AL SERVICIO DE LA FE

“Francia es afortunada por tener en abundancia pan de trigo y vino fuerte, vivo o
espumoso... Tales alimentos influyen sobre el vigor y el carácter de un pueblo. ‘El vino alegra el
corazón del hombre y el pan fortalece su corazón’ [Ps 104, 15]. La Eucaristía da fuerza, santidad,
caridad. Un pueblo sin Eucaristía sufre en su civilización”. Estas líneas están tomadas de unos
apuntes preparados para unos ejercicios que, del 4 al 10 de octubre de 1918, predica el P. Dehon a
los seminaristas mayores de Moulins, invitado por su amigo el obispo Mons. Penon. Estamos, pues,
en las últimas semanas de la larga prueba de la guerra. Con una audacia que nos lo revela de nuevo
bien, el predicador asocia estrechamente la fuerza santificante de la Eucaristía y el vigor de su
nación. Realismo humano y fe...

Un sólido realismo campesino y una exquisita sensibilidad

Al final de esta larga presentación que nos ha hecho ir viendo al P. Dehon en un aspecto
muy significativo de su vida, esta última cita vuelve a subrayar la intención que la ha motivado:
poner de relieve el vigoroso realismo que lo caracteriza, en la unidad de su personalidad humana y
cristiana. Es el realismo de un hombre muy sensible, lleno de grandes cualidades de corazón y de
acción y, a la vez, “elegido” por el Señor en lo más profundo de su ser.

Este realismo se revela a través de la calidad y la consistencia humana de su presencia, en


todo lo que él es, en todo lo que hace, por la eficacia y el carácter siempre práctico de su conducta y
de sus distintas intervenciones. Y su sensibilidad está siempre atenta y receptiva, la nobleza y
delicadeza de corazón se encuentran sin cesar en sus numerosas relaciones, en el afecto por su
familia, por sus amigos y sus colaboradores, por su país. Este realismo y esta cordialidad se ponen
de manifiesto también -y se apoyan recíprocamente- en la adhesión y la unión habitual con el Señor
“sin la cual no sabría vivir”: de ella saca “la fuerza, la vida de la inteligencia y del corazón”; para
él, “ésta lo es todo, es mi gracia, es mi vida, es mi salvación y mi única alegría”.

Estamos, de verdad, ante un hombre sólidamente apegado a una tierra bien concreta: la
modesta población en que vio la luz y la ciudad en que llevó a cabo gran parte de su actividad; a
continuación, su diócesis, su región y su muy querida patria. Un hombre de raíces humanas
profundamente arraigadas en un medio sano y fértil: su familia, que le liga a una gran tradición
cristiana que con mucha frecuencia le gusta examinar y valorar. Un hombre que, aunque haya
viajado mucho por el ancho mundo, aunque haya luchado mucho por defender y mejorar la
condición de los obreros en una ciudad entonces en fuerte expansión, en muchos aspectos siguió
siendo, en verdad, alguien “rural” y fue un asiduo promotor de la fidelidad a la “tierra”: “El siglo
XIX ha sido el siglo de la industria, es preciso que el siglo XX sea el de la tierra”. Él quisiera, con
todas las fibras de su ser, que Francia salvara a cualquier precio su población campesina: “La
agricultura es la que conserva en un pueblo lo mejor de su estirpe” (cf. OSC 1, pp. 409 y 535); y
no dejará de recomendarlo con fuerza con ocasión de una boda de dos jóvenes en su familia...
“Sabores y terruños”, como dice el rótulo de una tienda en el centro de La Capelle.

León Dehon es una persona que, hasta en su formación intelectual tan privilegiada, a través
de una intensa actividad de conferenciante y de escritor y con sus evidentes disposiciones
“espirituales” y hasta místicas, tiene siempre fijos los pies en tierra. Tiene gusto por la precisión,
cuida los detalles hasta la minuciosidad; considera el valor y el precio de cada cosa. Pero, al mismo
tiempo, tiene su mirada proyectada a los lejos, hacia los anchos campos de la historia del mundo.
Recibió de su familia el hábito de la prudencia, el sentido de la economía y posee la obsesión de las
deudas pendientes durante demasiado tiempo. Lo muestra bien su abundante correspondencia: un

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vigoroso sentido práctico caracteriza sus intervenciones, en frases cortas y claras va derecho al
grano sin perder tiempo en discursos inútiles. Pero, a la vez, sabe ser flexible y matizado, sabe que
“cada cosa, a su tiempo”, como le enseña la naturaleza, en la que se alían la constancia y la
renovación. Es paciente con las personas con las que cuenta, y también tenaz y perseverante en su
propósito, pues ha aprendido que hay un tiempo para todo, y que, entre el tiempo de la siembra y el
de la cosecha se impone el ritmo de las estaciones, no se gana nada precipitándolas. Y, ante las
sorpresas y las decepciones, soporta y perdona, como el campesino sabe arquear el lomo ante los
azares imprevisibles del clima. Por último, vive como espontáneamente esta complicidad con la
tierra que caracteriza al alma campesina, tanto por la admiración ante la belleza del paisaje como
por la preocupación activa cara a un sabio rendimiento, aunque no sea sino una parcela para pastos.
Como gusta de repetir a aquellos a quienes escribe: “Ayúdate y el cielo te ayudará”.
A partir de esta experiencia humana, reconoce al Hijo de Dios en la verdad de nuestra condición

El P. Dehon es ese hombre que, para hablarnos de Dios, no quiere partir sino de su Hijo, que
nos envió en prueba suprema de su amor: es el Verbo, hecho uno de nosotros en la realidad de
nuestra carne, compartiendo con la mayor autenticidad nuestra condición en todo, excepto en el
pecado.

¿Sería exagerado ver como una interdependencia -implícita, pero tanto más reveladora- entre
el modo que tiene el P. Dehon de acoger la manifestación de Jesús al meditar y comentar el
Evangelio, y su experiencia personal en la relación con su familia y los lazos con su tierra, esa
experiencia que hemos detectado a lo largo de toda su vida? La búsqueda en esta dirección entraba,
en todo caso, en el proyecto inicial de este trabajo, pero en estos momentos eso nos llevaría
demasiado lejos. No se trata sino de una pista propuesta, que hay que explorar, guardándose mucho
de una sistematización demasiado rápida y demasiado segura, que el P. Dehon no hace nunca. Pero
yo creo, verdaderamente, que en su acercamiento a Jesús según el Evangelio y la tradición de la
Iglesia él es llevado secretamente por aquello que modeló su personalidad a través del conjunto de
lazos humanos que aquí hemos descubierto.

Para concretar lo que podía ser objeto de una investigación ulterior, he aquí algunas
sugerencias para la reflexión, a partir de la obra del P. Dehon. Las citas explícitas se indicarán con
letra cursiva, pero -excepto en algunas más destacadas- no doy la referencia, para no sobrecargar el
texto. Será, principalmente, a su obra “espiritual” a la que habrá que preguntar en adelante; pero
muy pronto veremos que ésta está abundantemente nutrida de la revelación concreta de Jesús y que
mira ante todo a la acción, que quiere animar en una vida cristiana muy encarnada.

En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios nació de una mujer

¿Qué significa, para él y para nosotros, este punto capital de nuestra fe de que el Verbo de
Dios quiso participar realmente de nuestra humanidad “naciendo de una mujer”? Se trata del
misterio de la Encarnación, central en el “enfoque espiritual” del P. Dehon. El Hijo Único del Padre
se hizo uno de nosotros del modo más auténtico y para siempre. Es nuestro hermano, y “pertenece
verdaderamente a la familia del género humano”. Para ello, él, que es “el Verbo de vida”, se hace
hijo de un pueblo, enraizado en una tierra prometida y dada por Dios. Participa en una historia
determinada, pero que lo liga al conjunto de la historia, hereda una cultura entre otras posibles.
Como todos nosotros, asume su lugar en una “genealogía”: ésta lo inscribe en nuestra humanidad,
bendecida por Dios, pero también marcada por el pecado. “El Verbo de Dios, para redimirnos, se
ha dignado hacerse nuestro hermano. Su sangre ha atravesado todas las generaciones durante
4.000 años. Era preciso que perteneciese, según la carne, a la familia pecadora de Adán...” (NQT
I/1868, 68).

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Atento como es al alcance de la historia, al P. Dehon le gusta poner a Jesús en continuidad
con las generaciones bíblicas, que lee de acuerdo con la interpretación literal de su época, desde la
creación del mundo hasta la “plenitud de los tiempos” decidida por Dios. Entonces se realiza este
“período final en el que estamos”, en el que “Dios nos ha hablado por su Hijo”. Éste señala la
fidelidad de Dios para cumplir sus promesas al ritmo de nuestra historia y, en Jesús, la definitiva
“manifestación de su bondad y de su filantropía para la salvación de todos”. Es una salvación que
se despliega sobre el horizonte ilimitado de la humanidad y del universo, pero a partir de un punto
muy determinado de nuestro tiempo, en tiempos de “José, el esposo de María, de la cual nació
Jesús, el llamado Cristo”. Indudablemente, el P. Dehon hubiera sido feliz siguiendo la
investigación histórica actual, que vuelve a situar con claridad a Jesús en su pertenencia al pueblo
judío, heredero de su cultura, solidario de su vocación.

Un verdadero corazón de hombre

¿Qué significa el hecho de que Jesús, el humilde hijo de María, haya querido conocer las
etapas de todos y cada uno de nosotros, “como pequeño y adolescente, antes de ser un hombre
maduro”? Que en él late un corazón de carne muy sensible, infinitamente rico de compasión y de
capacidad para la amistad, pero, por el mismo hecho, muy vulnerable al sufrimiento, a la angustia y
a la muerte... “Un corazón vivo, amoroso, sufriente”, un verdadero corazón de hombre que nos
amó con todas sus palabras y sus gestos, con todas sus opciones y todas sus fatigas a lo largo de su
vida entre nosotros. Dios, su Hijo Jesús lo es todo entero; ... pero para ser Dios no es menos
hombre, hasta el punto de que siente lo que puede sentir un hombre y quiere lo que puede querer un
hombre, excepto el pecado... Pero, por afectuoso que pueda ser un hombre, él lo sobrepasa
infinitamente por la calidad de su corazón” (La voie d’ amour, 3ème section, cf. Manuscrits divers,
p. 1.040).

Fue un corazón que vibró con las aspiraciones de su pueblo, aún denunciando sus
ambigüedades; un corazón que, para vivir en nuestra tierra y para alabar al Padre en la hermosura de
su obra, “eligió nacer en uno de los puntos más bellos y más ricos del mundo”, al que amó
apasionadamente; un corazón “dulce y humilde”, sobre todo, que “sabe lo que hay en el hombre”,
conoce nuestro corazón e infatigablemente se hace accesible a todos los “pobres”: por su
extraordinaria compasión y por su misericordia, nos reveló humanamente la ternura del corazón de
Dios; un corazón como el nuestro, con todo lo que significa, pero con intención de purificarlo y
transformarlo: “El Verbo de Dios tomará un corazón de carne para divinizar de algún modo a la
materia y redimirla lo mismo que al alma...” (Couronnes..., OSP 2, 200). También, para asociarnos
ya muy íntimamente a la oblación perfecta que presenta al Padre en su sacrificio, para tocar nuestro
corazón y llamarnos a una respuesta de corazón a corazón.

Buscar y encontrar a Jesús en “su” tierra

Para comprender bien a Cristo, nos sigue diciendo el P. Dehon, ¡qué gracia, poderlo colocar
de nuevo en la autenticidad de su medio humano! Él mismo nos da testimonio de ello, al confiarnos
la emoción que experimentó con ocasión de su visita a Tierra Santa, “toda llena de los recuerdos de
la Biblia”: “Se comprende mejor a Cristo y todas las escenas de su vida cuando se ha tenido la
gracia de arrodillarse, de meditar y de orar en Belén, en Nazaret...; allí se le busca, y parece que
se encuentra algo de él...”. Por eso, a menudo, para despertar en sus jóvenes oyentes el amor de
Jesús, o para hacer que una u otra página del Evangelio “hablen” más como verdad humana,
recurrirá a recuerdos personales sobre los Santos Lugares, su geografía, paisajes, monumentos...

58
Contemplarlo en su inserción familiar

No podríamos asimilar, guardadas las proporciones debidas, lo que el P. Dehon reconoce


haber recibido de Dios por la mediación de su familia humana, a esas numerosas y hermosas
páginas dedicadas a Jesús en su medio familiar, en Belén y en Nazaret: María y José, los parientes -
“hermanos y hermanas”, según la expresión evangélica-. “Nazaret nos enseña la perfección de la
vida de familia, familia natural o familia religiosa...”. Es una familia unida y solidaria, en la
pobreza, en el exilio y, después, en el sucederse muy ordinario de los días y de acuerdo con la
piedad ancestral de un pueblo; una familia en la que el ejemplo dado y recibido, la confianza
compartida y la aportación de cada uno desde su sitio instauran un clima de serenidad, de
complementariedad en el trabajo y de respeto.

Se trata de una familia en la que se concilian perfectamente el sentimiento del cariño más
verdadero y un sólido equilibrio, en una vida sencilla y sana. Se encuentra un eco de esto en las
siguientes líneas, que se nos ofrecen a propósito de la devoción al Sagrado Corazón: “Hay que
destacar que la devoción al Sagrado Corazón preserva, precisamente, de ese sentimentalismo vago
y todo imaginación y carne, que produce tantas víctimas hoy y que es lo opuesto al sentimiento
verdadero, el que surge de un corazón “sobrenaturalizado”... ¿Se atrevería alguien a combatir el
amor de un niño por su padre, de una madre por sus hijos, con el pretexto de que este amor se basa
sobre todo en los sentimientos? No hay nada más tierno ni más fuerte, al mismo tiempo. Y ¿por qué
se querría privar a aquel que nos ha amado más que una madre, más que un esposo, más que un
amigo, de nuestro amor filial, afectuoso, agradecido, en una palabra, de sentimientos?”
(“Couronnes”, cf. OSP 2, p. 387).

Poco a poco, el trabajo conjunto en el taller de Nazaret hará que se conozca al hijo de María
como el hijo del carpintero. Jesús tendrá que contribuir en la vida del hogar familiar con la
dedicación a un oficio sencillo, rico en relaciones humanas, en su pueblo y en su región: inserto
hasta tal punto con naturalidad en el tejido humano próximo, que sus familiares y sus compatriotas
no sabrán reconocerlo como el Enviado de Dios: “No es despreciado un profeta más que en su
patria, entre sus parientes y en su casa”. Pero, de este modo, “el Hijo de Dios nos hizo ver en el
trabajo, y el trabajo más humilde, el de las manos..., la condición común de la humanidad, una
condición digna y laudable, y un medio de perfección propuesto a unas almas escogidas que lo
eligiesen... para rehabilitar el trabajo en la tierra” (Discurso a unos “obreros de San Francisco
Javier”, en 1884)

La perfecta obediencia: en la libertad

Es el “juego” acomodaticio de una obediencia plena, con el efecto y la afirmación de la


legítima independencia. Aquello que para el P. Dehon representó tantas alegrías y también tantas
luchas, el conflicto con los suyos sobre su opción en la vida, le gusta profundizarlo, meditando en
particular “la vida oculta” de Jesús en Nazaret.

Él, que insistió tanto sobre la humildad y la obediencia -“un punto capital, uno de los
privilegios inefables de nuestra vocación”-, nos propone sin cesar el modelo de la obediencia
cariñosa y atenta del niño Jesús a María y a José: “es la señal mejor de amor que pueda darse a un
padre”. Es, para Jesús, su “regla de vida”: en una sumisión humana muy concreta, la manifestación
de su comunión filial con el Padre en la Trinidad, de la disposición que tiene desde su venida al
mundo: “cumplir la voluntad del Padre”, “¡Aquí estoy!”. Se trata de una obediencia que sería muy
pobre, sería verdaderamente una lamentable falsificación de ésta, si no fuese cordial, entera, feliz
de realizar “el beneplácito” de aquella y de aquel a los que se ama. El P. Dehon hace decir a Jesús:

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“Mi obediencia en Nazaret era atenta, solícita, entera. Me gustaba obedecer; la obediencia era la
alegría y el tesoro de mi corazón” (OSP 1, 182). Pero no sería una obediencia humana, si no fuese
libre: educación y afirmación de la libertad. El P. Dehon recurre con frecuencia a los versículos de
san Lucas (2, 51-52) que constituyen el brevísimo resumen de la vida de Jesús con María y José en
Nazaret: “Les estaba sujeto y progresaba en sabiduría y en estatura”. Pero cuida de precisar -lo
que no carece de interés, cuando se piensa en ciertas “imágenes piadosas” de la época- que esta
obediencia excluye “un puro sentimentalismo que no conduce a nada”, lo mismo que “cualquier
regateo”: requiere tanto la voluntad como el corazón.

El Padre quiere subrayar, sobre todo, cómo en el umbral de la adolescencia Jesús supo, si no
desobedecer, al menos afirmar la que para él era la plena dimensión de su ser, “estar con su Padre,
en las cosas de su Padre” (Lc 2, 49). En la vivencia de esta fidelidad, Jesús no transigirá nunca.
Para María y José, es una súbita y como fulgurante apertura al misterioso secreto de su hijo, tan
sumiso, por otra parte; hasta el punto de que “no comprendieron lo que les decía”. No
comprendieron de inmediato, ni acabarían de comprender del todo. Pero respetarán a su hijo en su
verdad y en su libertad y se mantendrán en su sitio, a su lado, en la más profunda comunión, en la
nueva familia de aquellos y aquellas que, más allá de los lazos de la sangre, acogen la Palabra y
viven de ella.

Se pueden encontrar consideraciones parecidas a propósito de la escena de Caná, o ante la


incomprensión de los parientes, para quienes Jesús, sencillamente, “se ha vuelto loco”. Y, más en
general, a propósito de la libertad que Jesús, animado por el Espíritu en su fidelidad a responder a la
espera del Padre, sabe imponer a despecho de toda tentación, venga de donde venga, deja su familia
y, progresivamente, su región; “se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” (Lc 9, 51) para cumplir
el encargo del Padre. Y esta decisión, este valor de separarse incluso con dolor, con incomprensión,
a contrapelo, es la que Jesús espera provocadoramente de los que son llamados: “¡Deja que los
muertos entierren a sus muertos!” (v. 60).

Ciertamente, las meditaciones que nos ofrece el P. Dehon a este propósito están
impregnadas de mesura y de matices. No obstante, son muy claras. Traducen, en verdad, algo de lo
que él ha vivido, el sufrimiento padecido a la medida del cariño filial, para mantenerse firme en su
opción de vida y responder a la llamada de Dios. Veamos algunos pasajes: “Puede ocurrir que
nuestros amigos o nuestros padres (parientes) se opongan a nuestra vocación o a nuestras obras.
Responderemos con el Señor: ¿No es necesario que cumpla la obra que mi Padre del cielo me
pide?” (OSP 2, p. 263). “Llegará el tiempo en que el sacerdote y su familia tengan que hacer el
sacrificio de separarse” (ibid., p. 579). Los niños están bajo la tutela de los padres hasta la edad
adulta, pero hay una cuestión en la que no tienen que obedecer a sus padres, sino a Dios, la de la
vocación...” (OSP 3, p. 160). Quien da semejantes orientaciones, no deja de recordarlas también a
los padres, y ¿cómo no conectarlas con su propia experiencia? A un padre que retrasa la vocación
religiosa de su hija le dice: “Creo que resistimos a la voluntad de Dios retrasando el cumplimiento
de esta vocación... Comprendo su aflicción y me asocio a ella, pero la voluntad de Dios muy
manifiesta debe superar los afectos naturales. Haga generosamente su sacrificio. Se consolará
cuando ella le escriba diciendo que ha encontrado la felicidad” (carta de 11 de abril de 1883).

Esta firmeza, que quizá no se subraya demasiado cuando se recuerda al “Très Bon Père”,
refleja su historia personal. Pero también la convicción que repite a menudo: la vocación sacerdotal
y religiosa se prepara y se madura muy pronto, especialmente en la familia, al lado de los padres
ligados a una larga tradición anterior, mediante el ejemplo de vida y con la tradición recibida. “La
vocación sacerdotal es preparada con frecuencia por antepasados piadosos. Entre las causas
determinantes de nuestra vocación están frecuentemente los ejemplos, las plegarias y los méritos
de una madre, de una abuela o de otros parientes. Volvamos con el pensamiento a nuestra infancia.
Agradezcamos a Dios las gracias recibidas” (OSP 2, pp. 543-544).

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“La madre crea moralmente el alma de su hijo”

Esta última observación nos la da en una meditación sobre “la preparación al sacerdocio de
Jesucristo: la familia del Salvador y la infancia de éste”. Pero aquí, sobre todo, cuando habla de
nuestra vocación, el P. Dehon nos remite a aquello que tiene más dentro: el recuerdo inolvidable de
su madre, sus ejemplos, su oración, sus méritos.

Hay, especialmente aquí, numerosas páginas, algunas de ellas muy emocionantes, que sería
necesario releer atentamente: María, unida al Hijo de Dios, que se hizo niño de su carne; María, que
está de pie junto a la cruz en la que su hijo muere, afrentosamente abandonado y torturado; María,
que está en el corazón de la Iglesia naciente de su Hijo, en el momento en que sobre ella se exhala
el Espíritu prometido...; María, que en adelante comparte plenamente en su cuerpo la plenitud de
vida que vivió en su corazón por la fe... Nuestra Señora del Buen Consejo “es una amiga para
todos aquellos que su Hijo visita, en todos aquellos por los que su Hijo se interesa... Un niño bien
educado corre a su madre tan pronto como tiene alguna duda o alguna dificultad. Su madre es todo
para él, la escucha, cree en ella, tiene confianza. Nadie le hará creer que su madre se equivoca.
Ella es para él la voz de la sabiduría divina. María, sé todo esto para mí, tengo confianza en ti”
(OSP 3, pp. 481-482).

Existe en el Evangelio una proximidad, discreta pero manifiesta y maravillosa, en las


palabras y, sobre todo, en las disposiciones de corazón y en la vida, entre María y su hijo Jesús. La
que responde a Dios: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” es la madre
y, al mismo tiempo, la discípula de aquel que, entrando en el mundo, dijo: “Aquí estoy para hacer
tu voluntad”. El que proclama las Bienaventuranzas del Reino a sus discípulos y a las
muchedumbres es el hijo de aquella que durante los primeros días de la Buena Nueva cantó el gozo
de los “pobres” en su Magnificat...

Al P. Dehon le gusta subrayarlo... y ¿cómo no referirnos ahora a lo que le gustó también


decirnos de su reconocimiento a su madre?: María es “el ángel de la familia”. Dotada de una total
atención, de su solicitud y de su bondad (a propósito de la intervención en Caná), es el modelo de la
mujer cristiana. Acordándose de su madre y en referencia también al poema bíblico sobre la mujer
ideal (Pr 31, 10 ss), el P. Dehon escribe: Su vida fue una vida de trabajo, de piedad, de virtud.
Como verdadera mujer fuerte, se levantaba siempre la primera y atendía admirablemente su casa.
Siempre fue dulce y paciente...” (NHV XIV, 148). En la homilía de una boda celebrada,
precisamente, en su familia, quiere exhortar a los jóvenes esposos: Más que nadie, es la mujer
cristiana la que lleva consigo las alegrías y las preocupaciones de la familia; ella es, sobre todo, el
corazón del hogar... Si, por lo demás, Dehon ha recogido con tan ferviente emoción los testimonios
del Evangelio -de san Lucas, sobre todo- acerca de la ternura y de la compasión del Corazón de
Cristo para con los pobres y los oprimidos de toda clase, ¿no es también porque ha sido educado en
esa ternura y en esa compasión, particularmente, por su madre?

Y recordemos esto sobre todo: es sabido con qué emoción contenida vuelve sobre los
primerísimos años de su infancia, para hablarnos de lo esencial que ha tenido para él esta educación
materna, a saber, una comunión de corazón a corazón, de alma a alma... “Mi madre me enseñó a
rezar. Los recuerdos de mis primeras oraciones de niño los tengo muy presentes. Mi madre nunca
hubiera dejado de hacerme rezar por la mañana y por la noche... La hermosa alma de mi madre
pasaba así en parte a la mía... (NHV I, 6v y 7r). El mismo P. Dehon, pero esta vez hablando de
María en su cariño materno y de la educación dada a su hijo Jesús, escribe en sus apuntes: “El niño
no recibe sólo su cuerpo y su sangre de su madre, sino que la madre crea moralmente, por decirlo
así, el alma de su hijo. Le da su sangre viviente, animada; conforma su alma con la suya y continúa
su formación moral con la educación. Jesús se dignó recibir la educación de María... Pero, aparte

61
de que los tiernos besos de la infancia dejan una impresión inefable, es cierto que la maternidad es
una relación real que subsiste en la eternidad. Y Jesús da gracias incesantemente con amor a
María por la sangre que tiene de ella, con la que ha rescatado a sus hermanos y los embriaga a
diario en el altar” (NQT I/1868, 69-70).

“La madre crea moralmente el alma de su hijo”: apréciese la fuerza casi audaz de la
afirmación, que dice mucho de lo que siente aquel de quien la recibimos. Seremos sensibles, de
nuevo y a la vez, al “deslizamiento” entre su propia experiencia personal y la mirada que dirige a
Jesús. El joven León Dehon escribe estas líneas en 1868, en el momento en que se despeja, por fin,
el conflicto con sus padres respecto a su opción de vida. Coincide con el 18 de marzo: como él
menciona con mucha frecuencia, se trata de la víspera de la fiesta de san José, tan presente en la
devoción de su madre; quince años más tarde, el 19 de marzo de 1883, dirá que, en el día de su
fiesta, san José “vino a llevársela. Ella lo había querido y servido mucho...”.

Muy a menudo vuelve León sobre esta comunión entre la madre y el hijo, cuya realización
más perfecta unió a María y a Jesús: entonces, María lo recibe todo de su Hijo, el Verbo que se hace
carne en ella, antes de darle, a su vez, todo lo que la mejor de las madres puede y desea dar a su
niño. “¡Qué intimidad, qué comunión divina, la que se establece entonces entre la Madre y el
Hijo!... ¡Qué unión! ¡Qué intimidad! No hay nada más grande en el orden natural, ni más cercano,
en el orden de la gracia... Las actitudes y los sentimientos del Hijo pasan al alma de la Madre, y
hacen de ambos una misma cosa moralmente... (OSP 1, p. 327).

“Junto a la cuna de los santos a menudo hay una santa madre”. El P. Dehon hace esta
observación hablando de san Estanislao de Kostka. Y medita su realización más perfecta al
contemplar a María junto a la cuna de Jesús. A partir de su testimonio, rápidamente podemos
nosotros reasumirla, pensando en él, pues traduce todo su cariño y su gratitud. Efectivamente, hubo
una santa madre que se inclinaba sobre su cuna, en la casa donde León Dehon nació, en la casa de
La Capelle.

62
CONCLUSIÓN

Para concluir, les propongo recuperar y completar dos citas ya empleadas.

El 5 de abril de 1868, León escribe desde Roma a su padre para felicitarlo en su santo: “...
También es para mí la ocasión de expresarte mi agradecimiento por todos los favores que de ti he
recibido, pues, después de Dios, soy deudor a ti y a mamá por todo lo que soy y lo que tengo”.

“Doy gracias al Señor de que haya bendecido a mi familia. Mi padre era al final de su vida
un modelo de fe y de piedad, mi hermano sigue siendo practicante, mis sobrinas han encontrado
maridos cristianos. En cuanto a mi madre, fue durante toda su vida una verdadera discípulo del
Sagrado Corazón” (NQT V/1890, 8r).

Estas dos citas ilustran adecuadamente lo que ha sido el hilo conductor de toda nuestra
reflexión: donde el P. Dehon encuentra a su Dios es en la fuerza y la cordialidad de su relación con
los suyos. Conoció y comenzó a vivir el amor de Dios, para con él y para con todos, a partir del
ámbito humano de su familia y de su tierra. Este amor lo reconoce, por encima de todo, en Jesús, el
Hijo de Dios convertido en el hijo de María. Y, ante el belén de su colegio, siendo adolescente,
decide consagrar su vida a acoger y a servir en el corazón del mundo esta inaudita presencia, una
Buena Noticia para la gloria de Dios y para la alegría de todo el pueblo de los “pobres”.

Es, con seguridad, un misterio de amor, y el P. Dehon no deja de alimentarse de frases como
éstas, inagotables: “Dios amó tanto al mundo que le dio a su Hijo... en esto consiste el amor: no en
que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo...”.

Pero tanto como sobre el hecho de esta presencia, él quiere llamar nuestra atención sobre lo
que más le fascina. La modalidad de “la Encarnación”, que es todo lo contrario a una cosa abstracta.
Es una presencia de “santa humanidad”. No algo exterior y como de pasada, sino una presencia
desde lo que nosotros somos, y haciéndolo suyo de un modo totalmente único; una presencia en el
interior de nuestra condición humana y para siempre, como la afirma la Resurrección en nuestra
carne y como nos la da la Eucaristía a partir de los “frutos de la tierra y del trabajo del hombre”,
como alimento diario en nuestro camino hacia la vida.

Se trata, pues, de una presencia cuyas características son la autenticidad plena, el realismo y
la verdad humana: estos son los “esponsales” del Verbo de vida con nuestra humanidad, nuestra
tierra y nuestro universo, una presencia de plena y entera solidaridad; y esto, para purificarlo todo y
“divinizarlo” todo, como el P. Dehon gusta repetir a partir de un Padre de la Iglesia que para él
significa mucho: Ireneo, el santo obispo y mártir de Lyon.

Todavía aquí, serían numerosos los lugares bíblicos en los que recoge esta revelación que
ilumina toda su existencia; ellos alimentan constantemente su oración y siembra con ellos toda su
obra: “El Verbo se hizo carne... Se despojó y, haciéndose como un hombre cualquiera, se rebajó
hasta someterse incluso a la muerte... Quien me ve a mí, ve al Padre... Me amó y se entregó por
mí... Venid a mí, todos los oprimidos, y encontraréis vuestro descanso. Cargad con mi yugo..., pues
es ligero... Tomad, comed, bebed, esto es mi cuerpo y mi sangre... Para conocerlo a él, y la fuerza
de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, siendo semejantes con él en la muerte
para poder llegar a la resurrección de los muertos... Yo estaré con vosotros todos los días hasta el
fin del mundo... Nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor
nuestro”.

63
Y serían muchas, y muy hermosas también, las páginas en las que recibimos del P. Dehon su
constante meditación sobre ese “misterio de amor” que es la Encarnación. Por ejemplo, cuando
dice: “El misterio de la Encarnación es un misterio de amor... Es el misterio de un Dios que ama al
hombre hasta hacerse él mismo hombre... Es el amor humano divinizado. La fiesta de la
Anunciación es, pues, la fiesta grande de ese amor.

[Y, haciendo hablar al mismo Jesús, escribe]: Al hacerme carne, al revestirme de una
apariencia sensible, visible y tangible, he hecho al amor divino palpable y perceptible para los
sentidos de los hombres. Por eso, la contemplación de mi santa humanidad lleva a los corazones
que se dedican a ella hasta mi divino amor. Estas formas sensibles de mi humanidad facilitan a los
hombres que realicen actos de amor hacia mí. El objeto de mi amor los diviniza. Amando a mi
humanidad se me ama a mí y se ama a Dios, ya que yo soy Dios” (“La voie d’amour”, OSP 1, pp.
36-37).

P. André Perroux, scj

5 de julio de 2004

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ÍNDICE

UN INTERCAMBIO MUY ABUNDANTE.................................................................. 3

UNA ATENCIÓN AFECTUOSA POR TODOS Y CADA UNO.................................. 5


“(Mis) queridos padres”
Su hermano Enrique y Laura, su cuñada
Marta y Amelia, sus dos sobrinas, “las traviesas”
Sus abuelos, “papá” y “mamá Dehon”
Tíos, tías y toda la parentela

AL HILO DE LOS DÍAS, LAS ALEGRÍAS Y LOS CUIDADOS DE LA VIDA...... 10


¡Escríbanme a menudo, con muchos detalles!
¡Todo va bien!
Un verdadero “mazazo”: su decisión de ser sacerdote
“Estoy feliz en San Quintín”
La salud de sus padres

¡BENDECID AL SEÑOR CONMIGO!........................................................................ 15


La gracia de mi vocación, que Dios me ha dado, ¡procede de ustedes!
“¡Nadie en el mundo os quiere tanto como yo!”
La “piedad filial”

LAS “COSAS DE LA VIDA”....................................................................................... 17


Alegrías y penas en casa de Marta
La muerte prematura de Amelia
Las actividades desbordantes de un joven vicario en San Quintín
Vida de comunidad en la casa sacerdotal; el ministerio
¡Sin olvidar “la intendencia”!
Las labores del campo
El gozo de intercambiarse regalos
Con su hermano Enrique, la fidelidad a la tradición familiar

CON EL CARIÑO, EL COMPARTIR DE LA FE....................................................... 25


“La tristeza de estar separado de ustedes”
Pero, ¿cómo obedecer a Dios, sin herir a aquellos que se quiere...?
“La religión no disminuye el amor de la familia, lo hace más fuerte y
más verdadero”
“Los grandes días de la ordenación y de las primeras misas”
¡Es tan bueno renovar las impresiones de los mejores días de la propia vida!

EL CELO INSISTENTE DE UN HIJO........................................................................ 31


La práctica sacramental y el precepto de la comunión por Pascua
“¡Qué gran amor tiene el Señor por ti!”
Amar a Dios, amar a los suyos, quererse a sí mismo: es un solo amor
“¡Ve a tu Salvador! ¡Déjate tocar por tanto amor!”
La atrevida insistencia de un hijo cariñoso

65
EL ENCUENTRO CON DIOS, EN LO MÁS HONDO DE LA COMUNIÓN........... 35
“Mi madre fue para mí uno de los mayores dones de Dios”
¡Dios mío, gracias por el padre que me diste!
La comunión en la oración con los vivos y los difuntos
La muerte de un justo
“¡Qué dulce la muerte, cuando se ha amado al Sagrado Corazón!”
“Tengo en el cielo un conjunto de piadosos parientes que hace falta
que vaya a visitar”
“La unión íntima de la Iglesia del cielo y la de la tierra”
“Vivo mucho con todos mis amigos del cielo: mis padres...”

DE SU FAMILIA, LAS RAÍCES HUMANAS: UNA POBLACIÓN, UNA


REGIÓN, UNA PATRIA.............................................................................................. 43
La importancia de reconocer estas raíces
La vuelta a los antepasados: la genealogía
La Capelle, donde nació
La Capelle, esa “peregrinación” a la que le hace bien volver
De La Capelle a San Quintín
El ministerio en San Quintín: la escuela de la vida, la experiencia
de la Iglesia
Preguntar al pasado para vivir mejor el presente
¡Cuánto ha supuesto San Quintín en su vida!
Al servicio de su diócesis
“Este hermoso departamento del Aisne”
“Cristo bendecirá a Francia”
El patriotismo cristiano: amor y orgullo, pero no “chauvinismo”
ni nacionalismo

EL REALISMO HUMANO AL SERVICIO DE LA FE.............................................. 56


Un sólido realismo campesino y una exquisita sensibilidad
A partir de esta experiencia humana, reconoce al Hijo de Dios en
la verdad de nuestra condición
En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios nació de una mujer
Un verdadero corazón de hombre
Buscar y encontrar a Jesús en “su” tierra
Contemplarlo en su inserción familiar
La perfecta obediencia: en la libertad
“La madre crea moralmente el alma de su hijo”

CONCLUSIÓN............................................................................................................. 63

Commissione Generale pro Beatificazione


Curia Generale SCJ
2004

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