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género
Agradecimient os …………………………………………………………………………………………………. 5
Present ación ………………………………………………………………………………………………………… 6
Primera Parte
Sobre las violencias cotidianas:
Entre mitos, experiencias y conocimientos
1
En la prehist oria de est e libro hay un inst ruct ivo inconcluso . Eran unas pocas hojas
de definiciones, est adíst icas, sugerencias y recomendaciones para las mujeres que
habían sido víct imas de violencia sexual. Con el t iempo, la experiencia de t rabajo con
mujeres que habían padecido diferent es formas de violencia me abrió un amplio
panorama de int errogant es. A part ir de ést os pude darme cuent a de que las
herramient as t eóricas y t écnicas con las que cont aba para pensar el fenómeno de la
violencia eran insuficient es. Había que incluir y art icular los aport es t eóricos y t écnicos
que nos ofrecían diversas disciplinas: la psicología, los est udios de género, el
psicoanálisis, la sociología, la ant ropología, los est udios provenient es de la t eoría de la
comunicación y la educación. En t odos est os enfoques, la noción de género aparecía
como una prioridad. Es decir, había que animarse a crear una práct ica específica para
t rabajar sobre las violencias cot idianas y sus efect os físicos, psíquicos y sociales.
Ent onces, aquel inst ruct ivo fue creciendo hast a t ransformarse en est e libro que, a
modo de manual, pret ende ofrecer un espacio de diálogo para pensar, invest igar,
crear, cuest ionar, confront ar conocimient os y modalidades de t rabajo.
¿Cuáles son los cont enidos de est e libro? Su desarrollo se asient a en la experiencia
de una modalidad de t rabajo que denomino ent revist as de consult a y orient ación.
Ést as const it uyen un primer módulo de t rabajo inst it ucional que se desarrolla desde el
primer encuent ro con quien consult a por haber sido violent ada hast a su derivación a
ot ras inst ancias int ra o ext rainst it ucionales (asesoramient o legal, grupos de aut oayuda,
psicot erapia, consult as médicas, et c.). De est a forma propongo que, desde ese primer
encuent ro, los profesionales u operadores de dist int as disciplinas que t rabajan en
violencia (denominación equivalent e para los que accionan en el espacio de una
consult a) t engan la posibilidad inmediat a de ofrecer lo que la demanda de at ención y
asist encia solicit a y/ o necesit a.
El soport e de est e abordaje para analizar los hechos de violencia hacia las mujeres
no es ot ro que el de escuchar, comprender, ayudar . Primero escuchar . Una escucha
at ent a de las violencias padecidas y ejercidas que, aunque nos provoque perplejidades,
est remecimient os y asombros, sólo puede ser orient ada creat ivament e mediant e la
comprensión y la ayuda. Comprender significa, aquí, asumir una act it ud de indagación
que conduzca a im plement ar formas de pensar y de abordar el t ema que int erroguen a
las ya inst it uidas. O sea, que nuest ras cert ezas t eóricas y t écnicas se vean
permanent ement e confront adas con los hechos concret os de violencia y con las
experiencias de las mujeres que los padecen. Ayudar significa ofrecer una act it ud de
sost én y cont ención que disminuya o neut ralice la ansiedad, la angust ia y el miedo, a
t ravés de la implement ación de un amplio repert orio de int ervenciones t écnicas
dest inadas al esclarecimient o de los dist int os efect os y significados que, para cada
mujer, t iene la sit uación t raumát ica provocada por la violencia.
1
Proyecto de Instructivo de SAVIAS (Servicio de Asistencia a Víctimas de Agresiones Sexuales) que
data de 1992.
En la primera part e propongo un enfoque crít ico acerca de la violencia de género,
campo en permanent e proceso de const rucción y reconst rucción. Est e enfoque me
llevó a realizar un t rabajo de revisión de las producciones exist ent es, t ambién a un
replant eo de hipót esis t eóricas y t écnicas y a la inclusión de variadas perspect ivas para
pensar el t ema. La noción de género, que organiza la realidad y la subjet ividad de
mujeres y de varones, es incluida en est a primera part e en la descripción y el análisis
de las diferent es manifest aciones de violencia sexual. También he t enido en cuent a
ot ras modalidades de violencia y sus efect os en la vida cot idiana de las mujeres y en su
salud física y ment al. M e ha int eresado, además, analizar algunos aspect os vinculados
al hombre violent o y a los det erminant es subjet ivos y sociales que encauzan su
conduct a hacia la violencia.
En la segunda part e, me refiero a la especificidad del t rabajo profesional en
violencia pero, fundament alment e, hago hincapié en una advert encia. Es necesario
que nos hagamos conscient es de los part iculares efect os que provoca en los
operadores enfrent arnos en nuest ro quehacer diario con los relat os y los daños físicos
causados por los hechos violent os: los efect os de ser t est igo . Saber que est os efect os
exist en nos permit irá encont rar los caminos para superarlos. Ést a es una t area
prevent iva que denominé el cuidado de los cuidadores.
La t ercera part e incluye las vivencias de las mujeres sobre las que se ejercieron esos
act os violent os. Sus relat os, que cont ienen lo penoso de sus experiencias, nos
muest ran a un grupo de mujeres que, a pesar de la humillación y del dolor, no
sucumbieron a la violencia y pudieron evocarla, t ransformarla en palabras y escribir. Y
ést e es un act o de coraje, de denuncia y resist encia. Los t est imonios de esas y ot ras
mujeres, que inspiraron muchas de mis ideas, son el t elón de fondo que ilust ra el
t rabajo realizado en est e libro.
En sus páginas se plant ea un desafío: como t rabajadoras y t rabajadores en el campo
de la violencia cont ra las mujeres, t endremos que seguir creando líneas de
invest igación, en la asist encia y en la prevención, que orient en y enriquezcan nuest ras
producciones y nuest ra práct ica cot idiana. Est e libro cont iene, t ambién, una
expect at iva y una esperanza: que la violencia hacia el género mujer, de la cual me
ocupo en est e libro, no t enga ya lugar. Y est o será posible si, como sost enemos con Eva
Gibert i, “ la esperanza es la más revolucionaria de las virt udes. Vamos ya” .
Susana Velázquez
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La violencia en sus diferent es m anifest aciones es un t ema que nos at raviesa a t odas
y a t odos. Tant o las mujeres como los varones suelen ser objet o y sujet o de violencia,
aunque la sit uación de subordinación social de la mujer favorece que ést a se
t ransforme, con mucha mayor frecuencia, en la dest inat aria de violencias est ruct urales
y coyunt urales.
Escuchar y pensar sobre las violencias ejercidas cont ra las mujeres (de dist int o
sect or social, edad, religión, et nia, et c.) produce malest ar, est remecimiento, est upor,
indignación. Podemos ent erarnos de la violencia cuando invade el ámbit o público
mediant e la crónica policial o cuando se impone como espect áculo en los medios
gráficos o t elevisivos. En est os se est ablece una norma de visibilidad de los hechos
violent os, considerados como “ nat urales” , en la que se ent recruzan lo público – la
violencia como realidad que padecen las personas- y lo privado- la int imidad de las
personas violent adas. La narración -escrit a, radial, t elevisiva- la vuelve ost ent osa, casi
obscena cuando promueve una hipert rofia del escuchar y del ver, una t endencia
voyeurist a de fascinación de quienes asist en “ pasivament e” a las violencias padecidas
y ejercidas.
El auge de los realit y show s o t alk show s, o la t endencia de ciert os not icieros
t elevisivos y radiales, cambia de lugar a la violencia y la int roduce
en la vida de quienes la miran o la escuchan como un hecho más. Así, domest icada y
convert ida en objet o que se puede t olerar y consumir, la violencia queda neut ralizada,
anulándose, en muchas personas, su carga negat iva y la censura. O se recurre a
mecanismos de evit ación y rechazo (cambiar de emisora o de canal) como forma de
eludir el malest ar que provoca ver y escuchar sobre hechos violent os.
La resist encia a conocer y escuchar sobre las violencias es un mecanismo defensivo
que se ut iliza cuando no se t olera el displacer. Se niega o disimula una realidad
incómoda y amenazant e que dificult ará el reconocimient o de ciert os comport amient os
como violent os y la asunción de una act it ud crít ica frent e a los mismos. La evit ación y
el rechazo se manifiest a por sensaciones de incomodidad y de at aque a las int imidad,
post uras corporales defensivas, expresiones verbales encubridoras o silencios
cómplices. Un hecho violent o -golpes, violación, abuso- genera diversos t ipos de
expresiones t ant o en la comunidad como en la víct ima y el agresor.
La comunidad ¿qué suele decir?
Est as expresiones de prot agonist as y t est igos de hechos violent os van desde la
aparent e indiferencia, las explicaciones rápidas, las just ificaciones, los deseos de
venganza y las post uras reinvindicat orias hast a la crít ica y la censura direct a. Los mit os
y est ereot ipos que expresan est as ideas conforman el imaginario social acerca de los
hechos de violencia cont ra las mujeres. Est e imaginario, señala Eva Gibert i (1989),
“ responde a la dinámica de complejos procesos sociales, en forma de ideologías,
privilegian det erminados valores, opacando o post ergando ot ros, proponiendo o
defendiendo dist int as ét icas que se aut odefinen como las únicas y las mejores” . Est e
imaginario social act úa sobre el imaginario personal, t ransformando la ideología que lo
promueve en pensamient os y acciones inmut ables y excluidas a t odo cuest ionamient o.
Est as creencias persist en a t ravés del t iempo, se reproducen por consenso social y
perpet úan una eficacia simbólica que opera como la verdad misma. La consecuencia es
que se minimizan o se niegan los hechos de violencia considerándolos “ normales” o
“ habit uales” , se desmient en las experiencias de las mujeres y se desvía la
responsabilidad de los agresores. Pero, cuando la presencia inobjet able del hecho no
permit e poner en marcha esos mecanismos de rechazo y evit ación, ya no se puede
permanecer en una posición neutral: el conflict o plant eado ent re el agresor y la
víct ima va a exigir de los t est igos una t oma de posición. La víct ima quiere olvidar pero
no puede y demanda compromiso y censura por lo ocurrido. El at acant e convoca a no
hablar y pide complicidad y que se olvide lo sucedido (Eit enger, cit ado en Herman,
2
1992). Por su part e, la comunidad t oda desea olvidar lo displacent ero y generalment e
2
En su estudio sobre los sobrevivientes de los campos de concentración, el psiquiatra Leo Eitenger dice:
“la comunidad quiere olvidar la guerra y las víctimas; extiende un velo de olvido sobre todo aquello que
le es doloroso o displacentero. Encontramos a ambos, la comunidad y las víctimas, cara a cara: por un
lado, las víctimas que quizá quieren olvidar pero no pueden y en el oro todos aquellos con motivos
lo consigue, aunque las formas de olvido supongan la reit eración del espect áculo o la
inexist encia de la violencia, como si conocer y act uar sobre la violencia fuera t an
peligroso como la violencia misma.
La consecuencia esperable será descont ext ualizar a las personas violent adas
considerándolas singularidades aisladas que deben permanecer en el secret o y el
silencio. Un silencio que, por un lado, ejerce la sociedad y, por el ot ro, las víct imas,
desmint iendo los mecanismos sociales de producción y reproducción de las violencias
cot idianas.
Pero t ambién exist en ot ras formas de conect arse con el t ema que no son ni la
visualidad ost ent osa ni la negación ni el rechazo. Plant earse la necesidad de un saber
compromet ido y responsable permit irá elaborar diversos modos de acercamient o y
apoyo a las personas agredidas para impedir su exclusión psicológica y social.
V io le n cias y gé ne ro
“ La violencia de género es t odo act o de violencia que t enga o pueda t ener como
result ado un daño o sufrimient o físico, sexual y psicológico para la mujer, inclusive las
amenazas de t ales act os, la coacción o la privación arbit raria de la libert as t ant o si se
producen en la vida pública como en la privada”
Organización de Naciones Unidas, 1993
fuertes, a menudo inconscientes, que , con gran intensidad, desean olvidar y lo logran. Con frecuencia el
contraste es muy doloroso para ambos (…) los perdedores en este diálogo silencioso y desigual son los
débiles” (Herman, 1992)
3
La violencia de género abarca múltiples y heterogéneas problemáticas, según esta Convención. Incluye
la violencia física, sexual y psicológica que tenga lugar dentro de la familia o en cualquier otra relación
interpersonal e incluye violación, maltrato, abuso sexual, acoso sexual en el lugar de trabajo, en
instituciones educativas y/o establecimientos de salud. Considera, también, la violencia ejercida por
razones de etnia y sexualidad, la tortura, la trata de personas, la prostitución forzada, el secuestro entre
otros.
Sin embargo, cent rarse en el uso de la fuerza física omit e ot ras violencias en las que
ést a no se ut iliza y que se ejercen por imposición social o por presión psicológica
(violencia emocional, invisible, simbólica, económica), cuyos efect os producen t ant o o
más daño que la acción física. Est as diferent es formas de violencia se evidencian y
est udian a part ir de los est udios de género que permit en ident ificarlas y vincularlas
con paut as cult urales y sociales diferenciales para varones y mujeres.
Concept ualizarlas, cat egorizarlas, nombrarlas en t odas sus formas –lo que no se
nombra no exist e- es imprescindible para que no queden reducidas a experiencias
individuales y/ o casuales, y para darles una exist encia social. En cambio, la omisión se
puede comprender como una est rat egia de la desigualdad de género: si las violencias
se consideran “ invisibles” o “ nat urales” se legit ima y se justifica la arbit rariedad como
forma habit ual de la relación ent re los géneros. Por lo t ant o, definir la violencia cont ra
las mujeres implica describir una mult iplicidad de act os, hechos, y omisiones que las
dañan y perjudican en los diversos aspect os de sus vidas y que const it uyen una de las
violaciones a sus derechos humanos.
Las definiciones de violencia deben ser út iles para describir las formas de violencia
con que habit ualment e nos encont ramos: malt rat o físico, abuso emocional, incest o,
violación. El reconocimient o de la exist encia de est as manifest aciones violent as
permit irá organizar conocimient os y práct icas sociales para comprender y apoyar a las
víct imas. Pero una definición de violencia no debe ser sólo descript iva del fenómeno,
sino que debe t ener un valor explicat ivo acerca de qué es la violencia de género y por
qué se ejerce mayorit ariament e sobre las mujeres. La violencia, ent onces, es
inseparable de la noción de género porque se basa y se ejerce en y por la diferencia
social y subjet iva ent re los sexos.
Ent onces, enfocar el est udio de la violencia sin t ener en cuent a al género lleva a un
callejón sin salida. El género implica una mirada a la diferencia sexual considerada
como const rucción social, señala M ary Nash (2001). Est a aut ora propone considerar al
género como una int erpret ación alt ernat iva a las int erpret aciones esencialist as de las
ident idades femeninas y masculinas. Est as no son, así, product o de la nat uraleza sino
una const rucción social. El concept o de género, señala Nash, va a sit uar a la
organización sociocult ural de la diferencia sexual como eje cent ral de la organización
polít ica y económica de la sociedad. Es decir, los discursos de género han const ruido
las diferent es represent aciones cult urales que han originado y reproducido los
arquet ipos populares de feminidad y masculinidad. Est os desempeñaron, a lo largo
dest iempo, un papel cont undent e en la reproducción y la supervivencia de las
práct icas sociales, las creencias y los códigos de com port amient os dif erenciados según
el sexo. Sin embargo, el discurso de género de est e nuevo siglo, dice Nash, a pesar de
su posibilidad de adecuarse a los cambios sociocult urales, no se funda aún en el
principio de igualdad. Y est a desigualdad es una de las causas cent rales de la violencia.
El concept o de género, por lo t ant o, será una cat egoría de análisis necesaria para el
est udio de la mujer y lo femenino, que debe incluirse en t odas las disciplinas, puest o
que no se es solament e humano sino que se es un sujet o con género. Tant o el lenguaje
como la hist oria int elect ual y las formas sociales est án generizadas. No obst ant e, el
concept o de género no debe hacer homogénea la diferencia, es decir, es necesario no
hacer invisibles las det erminaciones het erogéneas que hacen a la ident idad de las
personas, t ales como raza, religión, clase social, sexo. (Sant a Cruz y ot ras, 1992)
Desde el psicoanálisis, Dio Bleichmar (1985:38) dest aca que el concept o de género
va a responder al agrupamient o de los aspect os psicológicos, cult urales y sociales de la
feminidad/ masculinidad, y se diferencia del de sexo porque ést e est á definido por
component es biológicos y anat ómicos. Est a diferencia est ablecida ent re los concept os
de género y sexo reduce el papel de lo inst int ivo, de lo heredado, de lo biológicament e
det erminado, en favor del caráct er significant e que las marcas de la anat omía sexual
adquieren para los sujet os a t ravés de las creencias de la cult ura.
Los est udios de género, ent onces, se orient an a analizar crít icament e las
const rucciones t eóricas pat riarcales y aport an una nueva forma de int errogar la
realidad a t ravés de nuevas cat egorías analít icas para explicar aspect os de esa realidad
no t enidos en cuent a ant es de que se develase el aspect o social de los géneros (Cobo
Vedia, 1995)
El cent ro de la definición de género se va a asent ar en la conexión int egral de dos
proposiciones: el género es un element o const it ut ivo de las relaciones sociales basadas
en las diferencias que se perciben ent re los sexos, y es una manera primaria de
significar las relaciones de poder. El género es un campo en el cual, o a t ravés del cual,
se art icula y dist ribuye el poder como cont rol diferenciado sobre el acceso a los
recursos m at eriales y simbólicos. Por ello el género est á involucrado en la const rucción
misma del poder. (Scout , 1993)
Desde est as perspect ivas, que compromet en los aspect os psicológicos, sociales y
cult urales de la diferencia ent re los sexos y revelan la forma en que se dist ribuye el
poder, vamos a int erpelar a la violencia.
Ef e ct o s psicoso ciale s
Podemos int egrar las perspect ivas enunciadas hast a ahora para ampliar la
definición de violencia de género: abarca t odos los act os mediant e los cuales se
discrimina, ignora, somet e y subordina a las mujeres en los diferent es aspect os de su
exist encia. Es t odo at aque mat erial y simbólico que afect a su libert ad, dignidad,
seguridad, int imidad e int egridad moral y/ o física.
Ent onces, si int errogamos a la violencia ejercida y basada en el género, se hacen
visibles las formas en que se relacionan y art iculan la violencia, el poder y los roles de
género. La asunción acrít ica y est ereot ipada de est os roles genéricos (las expect at ivas
sociales acerca de varones y mujeres) llevaría al ejercicio y al abuso de poder y est o va
a det erminar una desigual y diferencial dist ribución de poderes generando ot ra de las
causas cent rales de la violencia de género. En est e sent ido, nos referimos a la relación
mujer-varón, pero t ambién a los vínculos que se vuelven fuert ement e asimét ricos
ent re adult o-menos, profesional-consult ant e, jefe-empleada, docent e-alumna, et c.
Son violencias cot idianas que se ejercen en los ámbit os por los que t ransit amos día a
día: los lugares de t rabajo, educación, salud, recreación, la calle, la propia casa. Se
expresan de múlt iples formas; producen sufrimient o, daño físico y psicológico. Sus
efect os se pueden manifest ar a cort o, mediano y largo plazo, y const it uyen riesgos
para la salud física y ment al.
Uno de los principales efect os de las violencias cot idianas cont ra las mujeres es la
desposesión y el quebrant amient o de la ident idad que las const it uye como sujet os. La
violencia t ransgredí un orden que se supone que debe exist ir en las relaciones
humanas. Se impone como un comport amient o vincular coercit ivo, irracional, opuest o
a un vínculo reflexivo que prioriza la palabra y los afect os que impiden la violencia. Es
una est rat egia de poder, aclara Puget (1990), que imposibilit a pensar y que coacciona
a un nuevo orden de somet imient o a t ravés de la int imidación y la imposición que
t ransgredí la aut onomía y la libert ad del ot ro. En est e sent ido, Aulagnier (1975) dice
que la violencia es la alienación del pensamient o de un sujet o por el deseo y el poder
de quien impone esa violencia. Ese sujet o busca somet er la capacidad de pensar de
quien violent a imposibilit ándole, muchas veces, la t oma de conciencia de su
somet imient o.
Uno de los efect os más t raumát icos product o de la violencia y est udiado por la
psicología, el psicoanálisis y los est udios de género es el fenómeno de la
desest ruct uración psíquica: pert urba los aparat os percept ual y psicomot or, la
capacidad de raciocinio y los recursos emocionales de las personas agredidas,
impidiéndoles, en ocasiones, reaccionar adecuadament e al at aque (Velázquez, 1996).
En nuest ro país, como en el rest o de América Lat ina, exist e un increment o not able
de la violencia cont ra las mujeres, fundament alment e en el int erior de la familia o la
convivencia. Diversas invest igaciones coinciden en afirmar que, en la violencia
conyugal, el 75% de las víct imas son mujeres, el 23% de esa violencia se produce ent re
cónyuges (violencia cruzada) y el 2% lo representa la violencia hacia los varones.
También, que la mit ad de las mujeres que est án o han est ado en pareja han padecido
algún t ipo de violencia.
En la Argent ina, 4 de cada 10 mujeres sufre en algún moment o de su vida malt rat o
emocional, físico o sexual. A lo largo de 1997, la Dirección General de la M ujer del
Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires recibió 21.066 llamados por violencia física,
emocional y sexual, a t ravés del Servicio Telefónico del Programa de Prevención y
Asist encia de Violencia Familiar. La est adíst ica señala lo siguiente: el 78,9% de la
población afect ada por hechos de violencia son mujeres ent re 25 y 54 años (siendo el
porcent aje más elevado el que corresponde a la franja de edades que van ent re 35 y
44 años, el 31,3%); el 10% corresponde a mujeres ent re 15 y 24 años y el 11% a las que
t ienen 55 años o más. El 22,8% de las mujeres que recurren a est e servicio refieren que
viven en un clima familiar violent o desde 1 a 5 años, y el 30,5%, desde hace 11 años o
más. El 53,9% de ellas son casadas y el 86,2% t ienen hijos.
El nivel educat ivo de las mujeres que consult an es el siguient e: el 4,4% posee nivel
primario incomplet o; el 25,43%, primario complet o; el 21,1%, secundario incomplet o;
el 30,32%, secundario complet o, y el 18,26% posee nivel universit ario. La mayoría de
las mujeres declaró ser empleada y el 68,20% de los hombres agresores fueron
4
regist rados como “ ocupados laboralment e” . Ot ros dat os est adíst icos señalan que en
la Argent ina hay violencia en una de cada 5 parejas. En el 42% de los casos de mujeres
asesinadas, el crimen lo comet ió su pareja.
Según un informe del Banco Int eramericano de Desarrollo difundido por RIM A (Red
Informat iva de M ujeres de Argentina), en Chile el 60% de las mujeres que viven en
pareja sufre algún t ipo de violencia domést ica, el 70% en M éxico y en Perú, mient ras
que en Nicaragua el 32,8% de las mujeres ent re 14 y 19 años son víct imas de violencia
4
BID-FIDEG, 1997, en RIMA, 2001
física severa. En Jamaica, la policía da cuent a de que el 40% de los homicidios se
producen en el int erior del hogar.
Cada año se regist ran en la Argent ina unas 6.000 denuncias policiales por delit os
sexuales, pero se considera que sólo llegan a las comisarías el 10% de los casos porque
el rest o no hace la denuncia. Est udios difundidos por RIM A señalan que en Puert o Rico
se calcula que 7.000 mujeres son violadas cada año y miles de niños son abusados
sexualment e en sus hogares. En M éxico, una mujer es violada cada 9 minut os; en
Caracas, 20 mujeres son violadas por día y en Bogot á, 10. En Perú, el 75% de las
mujeres son violadas ant es de cumplir 15 años y en Ecuador, 3 de cada 10 niñas y
5
niños han sido abusados sexualment e ant es de los 16 años. Est adíst icas
6
est adounidenses indican que el 10% de las sobrevivientes fueron asalt adas por sus
esposos o ex esposos; el 11% por sus padres o padrast ros; el 10%, por sus novios o ex
novios; el 16%, por ot ros familiares, y el 29%, por amigos, vecinos o conocidos, y que
una de cada 4 mujeres es violada sexualment e.
En relación con la violencia cont ra los niños y las niñas en nuest ro país, el Programa
de Asist encia Telefónica a Niños “ Te Ayudo” recibió 11.637 llamadas en 1997 referidas,
en su mayoría, a abusos sexuales, malt rat os físicos y emocionales. El 38,3% de los
abusos que sufren los niños y las niñas son comet idos por el propio padre; el 22,4%,
por la madre, y en el 16,8% de los casos son ambos padres los que abusan de sus hijos
e hijas. No disponemos aún de est adíst icas que den cuent a del malt rat o físico y/ o
psicológico de los hijos hacia los padres, fundament alment e hacia la madre. Est e
fenómeno se ha increment ado en forma not able en los últ imos t iempos, al igual que la
violencia ent re y cont ra los jóvenes.
Dat os de UNIFEM cit ados por Lori Heise (1994) confirman que la violencia de
género es un problema de salud pública, dest acando que esa violencia es un obst áculo
para el desarrollo económico y social porque inhibe la plena part icipación social de las
mujeres. Los efect os de las lesiones corporales y psíquicas compromet en severament e
su t rabajo y creat ividad. En el mismo informe se dan dat os sobre la carga global de
enfermedad, que muest ran cómo en economías de mercado est ablecidas, la
vict imización de género es responsable de 1 de cada 5 días de vida saludable perdidos
por mujeres en edad reproduct iva (ent re 15 y 44 años de edad). Es decir, casi un año
de vida perdido por cada 5 de vida saludable. Debe t omarse en cuent a que est os dat os
no informan sobre niñas menores de 15 años y mujeres mayores de 44 que t ambién
hayan sido golpeadas, violadas y acosadas. También se señala que, sobre una base per
cápit a, la carga de salud por violación y violencia domést ica en el mundo
indust rializado y en desarrollo es equivalent e. Pero, dado que la carga de enfermedad
es mayor en el mundo en desarrollo, el porcent aje at ribuible a la vict imización de
género es menor.
A nivel mundial, señala Heise, la carga de salud por vict imización de género es
comparable a la representada por ot ros fact ores de riesgo y enfermedades que ya
const it uyen prioridades dent ro de la agenda mundial (virus de inmunodeficiencia
adquirida –VIH-, t uberculosis, sepsis durant e el part o, cáncer y enfermedades
cardiovasculares). Las consecuencias de la violencia sobre la salud física, son, ent re
5
Estadísticas extractadas de Semillas para el Cambio, Boletín del Centro de Ayuda a Víctimas de
Violación, Departamento de Salud, San Juan, Puerto Rico, 1992.
6
Departamento de Justicia de los Estados Unidos. Fuente de estos datos estadísticos: Llámanos y
hablamos, The Rape Crisis Center of Massachussets. Difundidas por RIMA, 2001.
ot ras, enfermedades de t ransmisión sexual (ETS), embarazos no deseados, abort os
espont áneos, dolores de cabeza crónicos, abuso de drogas o alcohol, discapacidad
permanent e o parcial. Las consecuencias para la salud ment al son el est rés
post raumát ico, depresión, desórdenes del sueño y la aliment ación y result ados fat ales
como el homicidio y el suicidio.
Todos est os dat os indican que hay que considerar urgent ement e est rat egias de
prevención para combat ir y erradicar la violencia de género. Est rat egias que deben
cent rarse en las causas profundas del problema con el fin de ofrecer apoyo y asist encia
específica alas personas afect adas y a su ent orno. Será necesario, ent onces, organizar
espacios para la sensibilización de la comunidad en est a problemát ica, para el
conocimiento de los derechos humanos, para la capacit ación de los profesionales, de
los medios de comunicación y de los funcionarios de la salud, la just icia, la polít ica, la
educación, et c., y para promover el funcionamient o de servicios especializados de
asist encia, prevención e invest igación en violencia de género.
CCAAPPÍÍTTU O 22
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Víct ima es quien sufre daño o result a perjudicado en cualquier acción o suceso por culpa ajena.
Es la persona o animal sacrificado o dest inado al sacrificio.
Vict imario,-a es la persona que con sus act os y conduct as hace sufrir o conviert e en víct ima
suya a alguien. Sirvient e de los ant iguos sacerdot es gent iles, que encendía el fuego, at aba las
víct imas al ara y las sujet aba en el act o del sacrificio. M at ador, asesino. Proviene de Vich-,
7
principio derivado del lat ín vincere, vencer.
Las nociones de víct ima y vict imario se remont an a épocas lejanas. Son
mencionadas en diversas religiones, mit os y en diferent es sucesos hist óricos.
Const ant ino el Grande, considerado el primer emperador crist iano de Roma,
asesinó a su esposa Faust a, la hija de M aximiliano, con quien cont rajo mat rimonio por
poderes en el año 298, siendo ella una niña, para asegurar su imperio. Tort uró y
escaldó a su joven esposa en una caldera de agua hirviendo lent ament e sobre fuego de
leña, cuando ya no le servía para apoyarlo.
Un rit o muy ant iguo de Arabia Saudit a y de los Emirat os Árabes, que t odavía est á
vigent e, cont emplaba la lapidación de las adúlt eras en una plaza dest inada a t al efect o.
Las víct imas eran ent erradas en el suelo, dejándoles únicament e la cabeza afuera. Los
varones llamados sant os se sit uaban en semicírculo alrededor y lanzaban piedras, de
un t amaño y color especialment e det erminados, hast a mat ar a las ent erradas.
En el Deut eronomio (25:II, 12) ent re diversas leyes y ordenanzas, una de ellas
cast iga a la mujer con la mut ilación si, viniendo a rescat ar a su esposo en la lucha con
ot ro hombre, t oca los genit ales del oponent e: “ Ent onces se le cort ará la mano, los ojos
no t endrán piedad de ella” . En ot ro pasaje, la ley dispone (a la virgen corrompida)” se le
t raerá fuera de la casa de su padre, y ent onces los hombres de la ciudad la apedrearán
hast a que muera (…) eso pondrá al diablo fuera de ent re vosot ros” . (Deum. 23.21).
Fuent es hist óricas aseguran que el 80% de las personas t ort uradas y muert as en la
hoguera fueron mujeres. Ent re 1450 y 1800 m urieron quemadas en Europa ent re dos y
cuat ro millones de mujeres. El M alleus M eleficarum (“ el mart illo de las brujas” ) era un
manual para que los inquisidores det ect aran el demonio en las mujeres a t ravés de su
comport amient o sexual, pret endido o real. La caza de brujas comenzó en el siglo XIII y
cont inuó durant e quinient os años. La más feroz fue ent re el 1500 y el 1700, período en
que perecieron en la hoguera un millón de mujeres.
Los inst rument os de t ort ura dest inados a las mujeres conforman una galería de
horror. A la que se at revía a propagar un ant iconcept ivo eficaz se le podía aplicar
desde la pera vaginal, las t enazas ardient es o el cint urón de cast idad hast a el
desgarrador de senos. Durant e años se sumergió en el agua, maniat adas, a las
sospechosas de brujería; si la mujer se ahogaba, era inocent e, si flot aba era bruja y
moría en la hoguera.
7
Diccionario Básico Espasa (1983) y Moliner (1994)
Las máscaras de “ cabeza de cerdo” exist ieron ent re 1500 y 1800, con variadas
formas art íst icas. Para su escarnio, se las colocaba a mujeres acusadas de adult erio o
de dudosa preñez o de hablar en la iglesia o de no guardar silencio públicament e ant e
sus maridos. Se las paseaba por las calles del pueblo en un carro para que la gent e se
riera de ellas o les t irara objet os para repudiarlas.
En China, el infant icidio femenino, mediant e el ahogamient o de las bebés de ese
sexo, fue un mét odo ut ilizado en las zonas rurales para desembarazarse del exceso de
bocas que aliment ar. Las madres eran malt rat adas, humilladas, injuriadas y a veces
golpeadas hast a la muert e por no haber sabido concebir al deseado hijo varón (Falcón,
1991; Ariès, 1985).
V íct im as y so b re vivie nt e s
Result a evident e que la vict imización generalment e ha sido ejercida sobre los
grupos vulnerables considerados inferiores y que, como t ales, la sociedad discriminó
con host ilidad y violencia.
Si hacemos un rápido recorrido que llegue hast a nuest ros días veremos que en
ningún moment o las mujeres quedaron fuera de est a realidad. Siempre debieron
enfrent arse, en cualquier esfera de sus vidas, con condiciones sociales, cult urales,
económicas y polít icas desiguales, creadas por la discriminación de género. Es
llamat ivo que est e fenómeno no est é incluido en la Declaración sobre los Principios
Fundament ales de Just icia para las Víct imas de Delit os y del Abuso del Poder (Sépt imo
Congreso de las Naciones Unidas sobre la Prevención del Delit o y Trat amient o del
Delincuent e, M ilán, 1985), ya que est a declaración ent iende por víct imas a “ las
personas que individual y colect ivament e hayan sufrido daños, inclusive lesiones físicas
y ment ales, sufrimient o emocional, pérdida financiera o menoscabo sust ancial de sus
derechos fundament ales, como consecuencia de acciones u omisiones que violen la
legislación penal vigent e, incluida la que proscribe el abuso de poder” .
En est e definición no est á cont emplado que el número de mujeres vict imizadas por
el fenómeno hist órico de la violencia es llamat ivament e mayor que el de hombres.
Tampoco hace referencia a la vict imización sexual que mayorit ariament e es padecida
por mujeres. Est adíst icas de diversas part es del mundo señalan que el 98% de las
personas at acadas son mujeres y que el 92% de los agresores, varones.
Cuando se habla de la víct ima se considera el daño ocasionado, result ado de la
violencia, sancionando sui consecuencia y no a la violencia misma. Sin embargo, ést a
result a de fact ores sociales y cult urales mucho más abarcat ivos y que son los
det erminant es de la violencia de género. Si sólo se condena el daño visible y
comprobable se dejan de lado ot ras formas de vict imización que son objet ivament e
demost rables, como la vict imización emocional, ciert as formas de agresión sexual, la
humillación y el aislamient o, cuyos efect os son t an nocivos como las lesiones físicas
observables.
Respect o de la noción de vict imario, se señala la acción de hacer sufrir y vict imizar a
ot ro. Como consecuencia de t omar est as definiciones lit eralment e se int erpret a a la
víct ima como “ t ot almente pasiva” y al vict imario como “ t ot alment e act ivo” . Los
hombres comet en violencia y a las mujeres les ocurre: relación de causalidad que deja
de lado los complejos hechos que llevan a la vict imización y a los recursos que las
personas at acadas suelen desplegar para resist ir o evit ar la violencia.
Desde la perspect iva de género se suele objet ar la noción de víct ima por est ar
asociada a la pasividad y se considera más adecuada la designación de sobrevivient e
porque señala los element os de acción y t ransformación a los que los individuos
vict imizados suelen apelar. Se señala que la vict imización es un proceso como lo es la
sobrevivencia.
En la noción de víct ima , el sujet o de la acción es el agresor a quien se le at ribuye la
capacidad de obrar y t ransformar a t ravés de sus act os a alguien en su víct ima. Por el
cont rario, en la noción de sobrevivient e el sujet o de la acción es la mujer, niña o niño
que fueron vict imizados. La sobrevivencia, por lo t ant o, es un proceso act ivo porque
significa alejarse del peligro psíquico que implica la violencia. Es el product o de la
int eracción ent re padecimient o y resist encia, ent re desesperanza y necesidad de
recuperación.
Est a dist inción descent ra de la escena a quien comet e violencia e incluye a quien
fue violent ado. Se recuperan los recursos que el sobrevivient e empleó para defenderse
o desviar las int enciones del agresor y así se evit a const ruir ident idades de víct ima
pasiva “ para siempre” . No es lo mismo decir “ yo soy una mujer golpeada” , “ yo soy una
mujer violada” , que decir “ yo soy una mujer que fui golpeada” , “ yo fui violada” . Est e
giro de la expresión designa una acción pasada y desart icula la escena. Implica un
hecho, un moment o y ot ro que comet ió violencia e involucró en cont ra de su volunt ad
a quien la padeció. Implica una acción y un hecho que delimit a que uno es el at acant e
y ot ro quien fue at acado.
La acepción de sobrevivencia se refiere t ambién a la posibilidad que t ienen las
personas agredidas de emplear diferent es recursos para enfrent ar y sobreponerse a
los efect os de la violencia. No obst ant e, cuando ést a es ejercida cot idiana y
sist emát icament e –como podemos observar en ciert as formas de violencia que
ocurren dent ro de una familia- conviert e a la persona agredida en un ser pasivo, ya
que cada vez se debilit an más sus posibilidades de respuest a. No poder predecir las
sit uaciones violent as y vivir en est ado de permanent e vigilancia debilit a los recursos y
los mecanismos defensivos y aument a la imposibilidad de pedir ayuda.
Hooper (1995:11), cuando objet a la dist inción ent re víct ima y sobrevivient e, lo hace
poniendo de relieve que la sobrevivencia debe ser el objet ivo mínimo. La vict imización
es un proceso como lo es el de sobrevivencia y aún pueden coexist ir, pero est a
dist inción puede poner en peligro la realidad de la violencia porque no t odas las
personas pueden resist ir a sus efect os. Exist e un alt o porcent aje de mujeres que no
sobrevive a la violencia sist emát ica. Algunas de ellas quedan profundament e afect adas
o con lesiones invalidant es. Ot ras se suicidan o son asesinadas. En el vaso de abusos
sexuales o malt rat os físicos de niños, niñas y jóvenes, los recuerdos de esas sit uaciones
abusivas act úan en forma t raumát ica manifest ando sus efect os en diferent es
moment os de la vida, aunque t ambién es necesario recalcar que exist e un alt o
porcent aje de suicidios en niñas, niños y adolescent es abusados sexualment e.
La id e nt id ad da ña da
A pesar de las objeciones hechas a la noción de víct ima, la dist inción ent re víct ima y
sobrevivient e no alcanza. Est as nociones circunscriben la ident idad de las personas
at acadas a los efect os de los act os comet idos por el agresor. En la expresión “ es una
mujer violada” , se refuerza la significación de lo que hizo el at acant e –violar- y se
desest iman las experiencias de vida previas al at aque, const it ut ivas de la ident idad de
la mujer que fue agredida.
La ident idad result ará afect ada por la gravedad que implica un hecho violento, pero
el dest ino del conflict o creado t endrá dos posibilidades: el hecho violent o podrá
quedar incluido en un cont ext o biográfico más abarcat ivo o quedar at rapado en la
ident idad asignada de “ víct ima para siempre” .
No obst ante, t odo at aque al cuerpo es un at aque a la ident idad y a la subjet ividad.
La caract eríst ica cent ral de la violencia, sobre t odo en la violencia sist emát ica, es que
arrasa con la subjet ividad, es decir, con aquello que nos const it uye como personas. En
8
consecuencia, consideraremos al hecho violent o un hecho t raumát ico que deja
marcas físicas y un profundo dolor psíquico. Pero ¿qué es lo que hace t raumát ico a un
acont ecimient o? Varios fact ores: la acumulación de sit uaciones penosas, el aument o
excesivo de cargas afect ivas y la significación conflict iva que cada sujet o le da a ese
hecho. Así, el t rauma est á caract erizado por la int ensidad de sus manifest aciones y de
sus efect os, por la mayor o menor capacidad del sujet o para responder a él
adecuadament e y por los t rast ornos que provoca en la organización psíquica. En la
experiencia clínica hemos observado que una persona t raumat izada por haber sido
violent ada suele present ar básicament e est os t res sent imient os:
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1. Sent imient o de desamparo . Ser amado y prot egido es una necesidad originaria de
la nat uraleza humana. Frent e a cualquier sit uación en la que esa prot ección no se
sat isface, sent irse desamparado o desvalido es, por lo t ant o, un prot ot ipo para t odas
las sit uaciones vividas como t raumát icas. Proviene de ot ro sent imient o previo, el de
impot encia. Frent e al peligro real de un at aque y la amenaza a la int egridad física
emerge ese sent imient o de impot encia y la consecuent e angust ia. Si no se sat isface la
necesidad de ayuda para poner fin a la t ensión int erna y al displacer, se genera el
sent imient o de desamparo que dará origen a ot ros que se observan en una ent revist a
con quien fue violent ada: t rist eza, miedo, desasosiego. O sea, el aument o de t ensión y
de angust ia provocado por los hechos violent os increment ará la demanda de cuidados
y prot ección que permit an salir de la sit uación de angust ia y displacer.
2. Vivencia de est ar en peligro permanent e. Est a vivencia proviene del sent imient o
de desvalimient o y est á vinculada con la magnit ud del peligro, real o imaginario. La
consecuencia es, para la mujer violent ada, la pérdida de seguridad y confianza y el
predominio del deseo de no ser dest inat aria, nuevament e, de act os violent os.
Result ará difícil, ent onces, int egrar a la vida un hecho para el que no se est aba
preparada y que supera la capacidad de t olerancia por lo inesperado o desconocido.
3. Sent irse diferent e de los demás. El recuerdo, la react ualización de la violencia
padecida, act úa de modo t raumát ico a manera de après-coup , haciendo sent ir sus
penosos efect os por largo t iempo y en diferent es aspect os de la vida. La mujer
8
Se define al trauma como todo acontecimiento de la vida de un sujeto caracterizado por su intensidad, la
incapacidad del sujeto de responder a él adecuadamente y el trastorno y efectos patógenos duraderos que
provoca en la organización psíquica (Laplanche y Pontalis, 1971)
9
Freud, en “Inhibición, síntoma y angustia” (1926), dice que el desamparo es una experiencia originaria
de la naturaleza humana y prototipo de la situación traumática generadora de angustia. Agrega que, en
situaciones de peligro exterior, se crea la necesidad del ser amado, necesidad que el hombre no
abandonará jamás.
violent ada suele creer que es la única persona a quien le sucedió el hecho de violencia.
Est a creencia suscit ará sent imient os de humillación, aut odesprecio, desesperanza,
aislamient o y silencio.
Est os sent imient os surgen por el dolor y la impot encia de no poder t ransformar lo
que ya pasó dejando su impront a en el cuerpo, los afect os y la vida cot idiana. Tam bién
expresan la vergüenza que se sient e porque un “ ot ro” pasó por el cuerpo (golpeó,
abusó, violó) dejando su marca de denigración.
No obst ant e, para que el hecho t raumát ico quede inscript o en el psiquismo como
t al deben darse una serie de fact ores: las condiciones psicológicas en que se encuent ra
un sujet o en el moment o del o de los acont ecimient os violent os, la posibilidad de
int egrar la experiencia a su personalidad conscient e y poder poner en funcionamient o
las defensas psíquicas que le permit an sobrellevar ese t rauma. En est e sent ido, cada
persona resignificará el hecho t raumát ico de manera diferent e. Resignificar consist e en
ir desprendiéndose del recuerdo penoso para t ransformarlo en un recuerdo
suscept ible de ser pensado y puest o en palabras. Significa, t ambién, desprenderse del
padecimient o y del dolor así como del somet imient o a los mandat os del agresor y a las
sit uaciones impuest as por el t rauma.
Quien fue violent ada podrá quedarse siendo una “ víct ima para siempre” o int ent ará
poner en marcha recursos psíquicos que le abran opciones más sat isfact orias para su
vida. Caso cont rario, quedará at rapada por los hechos violent os y los t rast ornos
consecuentes que increment arán el t raumat ismo. O sea, será necesario poner en
marcha el proceso de desprendimient o (Lagache, 1968). Est e es un t rabajo psíquico
cuya finalidad consist e en alcanzar nuevas perspect ivas desligando las energías puest as
en el hecho t raumát ico y priorizando hechos vit ales que aport en significados nuevos a
la vida y que ayuden a const ruir un porvenir. Est e proceso, cuyo objet ivo consiste en ir
disolviendo las t ensiones producidas por el t rauma para liberarse progresivament e de
lo vivido, será beneficioso que pueda hacerse con una ayuda profesional.
Tomando en cuent a t odo lo expuest o, designaremos como víct ima a la persona que
fue at acada y forzada a t omar la posición de víct ima. Y mecanismos de sobreviviencia al
proceso que implica los diversos moment os de elaboración y rehabilit ación que realiza
quien fue vict imizada.
En general, elaborar un hecho t raumát ico como la violencia significa el t rabajo
psíquico que t iene que realizar la persona agredida para t ransformar y reducir el
mont o de t ensión, angust ia, malest ar, y los t rast ornos y sínt omas concomit antes. La
elaboración se ubica ent re los límit es y las posibilidades de decir, pensar y hacer sobre
las consecuencias de la violencia. El fuert e impact o en la subjetividad reformula la vida
de las personas agredidas y significa seguir viviendo, sobrevivir “ a pesar de” , e inscribir
ese padecimient o en un cont ext o más amplio de la propia vida. M ediante el proceso
de elaboración, ent onces, se irá logrando el desprendimient o de aquello que capt ura
la subjet ividad: los hechos, la persona del agresor, sus mandat os, el miedo, la
vergüenza, la humillación, el dolor, el odio, los deseos de venganza.
Cre a r una víct im a
En los casos de abuso sexual es t ípica la manipulación del deseo de la víct ima como
est rat egia de poder:
Todos est os mensajes cont radict orios –lo que percibe la víct ima y lo que afirma y
asegura el ofensor- t ienen el gravísimo efect o de dist orsionar o desaut orizar la
percepción de quien es at acada, fract urando sus defensas y sumergiéndola en est ado
de indefensión y desamparo:
Algunos aut ores han est udiado esos est ados de desvalimient o psíquico y los han
denominado “ indefensión aprendida” , concept o que podemos int errogar desde el
género por la asociación implícit a ent re el est ereot ipo de pasividad y la feminidad. Sin
at enernos est rict ament e a est e concept o, y con un objet ivo merament e descript ivo,
podemos t omar una secuencia de hechos observables en las sit uaciones de violencia
que, por ejemplo en una pareja, pueden manifest arse en forma sist emát ica y crónica.
Al comienzo de la relación violent a, la mujer puede pensar que el comport amient o
impredecible y cont radict orio del marido para con ella es cont rolable y puede ser
evit ado. Pero post eriorment e, la reit eración y la gravedad de los act os no le permit e
prever ni impedir los at aques. A consecuencia de la pérdida de cont rol sobre est a
secuencia reit erada y en escalada de malt rat os, ella cae en est ado de indefensión. Pero
est e est ado no debe confundirse con el est ereot ipo de pasividad femenina asociada al
masoquismo –en el que exist e una búsqueda, conscient e o inconscient e, del
sufrimient o-. Pensarlo así conduce a ot ro est ereot ipo, que consist e en responsabilizar
a las mujeres de su propio sufrimient o. Es decir, “ ella t iene la culpa” , “ ella se la busca” .
Est e est ado de indefensión no se debe t ampoco a un proceso de aprendizaje sino a
un proceso de desobjet ivación que provoca la violencia reit erada. Est o es, el
desdibujamient o del sujet o como t al y ciert as pert urbaciones del aparat o psicomot or y
de la capacidad de raciocinio cuyas manifest aciones son sent imient os de
ext rañamient o y confusión y alt eraciones de la percepción. El efect o del t raumat ismo
excesivo sumergirá a la mujer violent ada en un est ado de desvalimient o psíquico,
consecuencia de la impot encia de no poder cont rolar la sit uación y un largo proceso de
padecimient o. El agresor amenaza y malt rat a, pero t ambién pone en juego promesas y
recompensas que generan f uert es sent imient os ambivalent es y efect os cont radict orios
( “ Lo odio, lo mat aría, pero no me puedo separar de él” ). Las act it udes del agresor
t ienen la finalidad de foment ar la dependencia para lograr la sumisión y el cont rol de
su víct ima. Como consecuencia de est os hechos y sent imient os, est as mujeres viven en
esas condiciones de desvalimient o psíquico que pasarán a formar part e de sus modos
de exist encia cot idiana, llevándolas a profundas vivencias de desamparo.
Tomando en cuent a t odo est o, podemos redefinir la vict imización como una
secuencia de hechos, circunst ancias o act os que producen daños, perjuicios,
menoscabo y sufrimient o, y frent e a los cuales las personas violent adas reaccionarán o
no para evit ar el at aque o su reit eración, pero t ambién resist iendo, negociando,
defendiéndose.
Desde est a perspect iva, podemos t ambién redefinir a la violencia como un conjunt o
de práct icas físicas, psicológicas y/ o sexuales que denominaremos t écnicas de
violencia . Disposit ivos int encionales ejercidos de manera inst rumental por el agresor
adecuándolos en t iempo y formas diversas para at errorizar y somet er a quien
arremet e. Est as práct icas inst rument ales t ienen la finalidad de crear una víct ima ,
int ent ando despojarla de lo que es como persona y dejarla sin posibilidad de
defenderse y/ o evit ar el at aque. El agresor, mediant e est as t áct icas int encionales, se
garant izará el cont rol de quien t ransforma en su víct ima y el dominio de la sit uación:
“ Todo acá va a marchar como yo quiero” .
Pasivo,-a: Del lat ín passivus, derivado de pat i , padecer. Se aplica a la persona o cosa que es
objet o de una acción, por oposición al agent e o sujet o act ivo que la realiza. Se aplica, t ambién,
a est ar o permanecer inact ivo, sin realizar ninguna acción en relación con ot ros. (M oliner,
1994)
La “ pasividad femenina” es un est ereot ipo const ruido cult uralment e que sit úa a las
mujeres en posición de víct imas por el solo hecho de ser mujeres. La pasividad est á
feminizada porque el imaginario at ribuye a las mujeres, en el cont ext o de la violencia,
las caract eríst icas de sumisión, obediencia, propensión a ser at acadas, poca capacidad
de defensa y miedos concret os frent e a la fuerza y el poder del agresor.
Est e est ereot ipo aument a la imagen de vulnerabilidad e indefensión y, al mismo
t iempo, las condiciones de posibilidad para ejercer violencia. Las mujeres han sido
adiest radas en la pasividad, la sumisión y la dependencia y no es fácilment e pensable
que ejerzan conduct as agresivas u host iles para defenderse. Ent onces, es así como se
t ransforman en víct imas, por el hecho de ser mujeres y no por ser at acadas. Son est as
creencias, fuert ement e arraigadas en el imaginario, las que van a condicionar las
formas de pensar, los comport amient os de hombres y mujeres y las condiciones
mat eriales y subjet ivas para ejercer violencia.
Exist en, por lo menos, dos represent aciones sociales de mujer frent e a los at aques
físicos y sexuales:
10
En más de cuarent a t alleres realizados con profesionales, agent es comunit arios y
personas int eresadas en el t ema, se pudo observar la fuerza que ejercen los mit os, las
creencias y los est ereot ipos en el posicionamient o de mujeres y varones frent e a la
violencia física y sexual. Al t ener que definir a las personas que son at acadas, las y los
asist ent es coincidieron en que en su gran mayoría son mujeres, lo que concret ament e
es así.
Además, a las mujeres que pueden ser agredidas les adjudicaron los mismos
at ribut os que el imaginario valoriza como “ bien femeninos” :
En una frecuencia menor se caract erizó a la mujer que puede ser at acada como:
10
Estos talleres se llevaron a cabo desde 1987 hasta la actualidad. Hasta 1994, con Inés Hercovich en
seminarios, cursos de capacitación y talleres convocados por SAVIAS.
Si las descripciones ant eriores se refieren a un est ereot ipo de mujer-víct ima, est as
últ imas se refieren al de mujer-culpable. Ambas caract erizaciones encubren la
culpabilización a priori de las mujeres: unas, por no ser capaces de defenderse, y las
ot ras por provocar conduct as agresivas. El deslizamient o que aquí observamos, sobre
t odo en el primer list ado, sujet o a mit os y est ereot ipos, equipara la imagen de mujer
con la de víct ima. Es ciert o, ella fue at acada y por ende es una víct ima. Sin embargo,
para definirla se recurre a las caract eríst icas que t ambién la definen como mujer,
confundiendo lo que ella es como persona con las condiciones en que se encuent ra por
haber sido agredida.
En relación a quién puede at acar, la gran mayoría de los asist ent es a los t alleres
coincidió en que es un hombre, lo que est adíst icament e es así. Se mencionaron
hombres conocidos y con vínculos cercanos a la víct ima: padre, novio, hermano,
marido, abuelo, vecino, compañero de t rabajo o est udio. También se mencionaron
como agresores a aquellos hombres que se supone son confiables y que, sin em bargo,
es posible que abusen: médicos, profesores, sacerdot es, jefes del t rabajo, policías,
psicot erapeut as. En proporción menor se mencionaron hombres desconocidos,
solit arios o en grupo, que pueden perpet rar un at aque sexual. Las caract eríst icas con
que se los define son aquellas que socialment e se requieren para const it uirse en “ t odo
un hombre” :
El deslizamient o que aquí observamos equipara ser un hombre con ser un agresor .
Ot ras caract eríst icas que se adjudican a la persona que puede at acar son las referidas a
la condición psicopat ológica o social:
una dest acada empresaria que fue violada al ent rar a su domicilio;
la direct ora de un cent ro cult ural golpeada sist emát icament e por su marido;
una periodist a acosada sexualment e por su jefe durant e un largo período de
t iempo.
“ ¿Ust ed no se dio cuent a de que su marido podía golpearla? (abogado a una mujer
que consult a por violencia de la pareja).
“ ¡Qué t ipo va a resist ir una mujer así! ” (of icial de policía que t oma la denuncia de
una mujer que fue violada).
“ ¿Est á segura de que ust ed no le dio demasiada confianza para que él la persiguiera
por t odas part es?” (secretaria de un juzgado a una mujer que denuncia ser acosada
sist emát icament e por un hombre desde hace un mes).
“ ¿Vist e? Yo ya t e dije que no salgas sola” (una madre a su hija que fue violada).
“ ¿Ust ed iba sola y vest ida así cuando fue at acada?” (oficial que t oma la denuncia
por violación de una mujer en una comisaría).
A t ravés de est os coment arios se t ransforma a los at acant es en víct imas de sus
víct imas y, por lo t ant o, se niega la responsabilidad de los agresores de los act os
concret os de at aque. Por ot ro lado, se pone en marcha ot ro m it o: que las mujeres sólo
est án seguras si est án acompañadas por un hombre, rest ringiéndose así la posibilidad
y la libert ad de circular solas sin ser at acadas. La realidad nos dice que las violaciones
t ambién se llevan a cabo aunque las mujeres vayan acompañadas, siendo muchas
veces sus compañeros t ambién víct imas de malt rat os y agresiones físicas.
Es así que, como consecuencia de la pasivización cult ural de las mujeres, la
vict imización t ambién est á feminizada, sost iene Sharon M arcus (1994). El agresor y la
víct ima no lo son previament e al at aque, sino que se const ruyen como t ales en el
moment o mismo en que el hecho violent o se lleva a cabo. Ent onces, se es víct ima
cuando ocurre el at aque y no se lo pudo evit ar. En est e caso, la llamada víct ima queda
bajo el dominio y la superioridad de la fuerza del agresor, pues su resist encia física
suele ser menor que la del at acant e y no puede defenderse. Se es víct ima, t ambién,
cuando las personas se ven forzadas a est ablecer vínculos asimét ricos. El agresor,
ent onces, int ent ará t odo t ipo de manipulación a t ravés de la amenaza, la sorpresa y la
int imidación para que una mujer “ ent re” en el rol de víct ima y ella efect ivament e
“ ent rará” , porque le será difícil defenderse y est o la dejará vulnerable frent e al at aque.
Pero t ambién desplegará diversas est rat egias ant es y durant e el at aque t rat ando de
que el daño sea menos lesivo. Las mujeres pueden ant icipar el at aque, t ener un
regist ro mat erial y subjet ivo del riesgo, y huir. También pueden neut ralizar o anular las
int enciones del agresor o recurrir a diferent es mecanismos psíquicos (disociación,
negación) que les permit a soport ar, t emporariament e, los act os violent os.
Todo est o demuest ra que hay un imaginario social que sost iene la idea de mujer
pasivizada o vict imizada poniendo ent re parént esis los recursos y mecanismos
psíquicos que ella, aún sin reconocerlo, ut ilizó para su defensa y prot ección.
Las mujeres no son, ent onces, sólo víct imas pasivas de las violencias físicas y
sexuales, sino que despliegan muchas veces, en forma conscient e o inconscient e, una
serie de acciones ant es o durant e el at aque que les permit en enfrent arse al act o
violent o. Las est rat egias ut ilizadas por las mujeres at acadas son diversas acciones o
comport amient os que t ienen por lo m enos dos objet ivos: reducir la t ensión provocada
por el act o violent o y lograr algún t ipo de modif icación en el lugar que ellas ocupan en
relación con el agresor. Est as est rat egias de resist encia, en act os o en palabras,
consist en en present arle det erminados obst áculos al poder que ejerce el ofensor e
int ent ar salir de la sit uación violent a con el menor daño posible. Las formas reales y
concret as que las mujeres emplean para resist irse a la violación, al acoso sexual, al
abuso o al malt rat o físico o psicológico consist en en modificar las int enciones del
at acant e, amenazarlo, sost enerle la mirada, grit ar, dist raerlo, apaciguarlo. M art a cont ó
sat isfecha en la ent revist a que:
“ Cuando me di cuent a que iba a int ent ar violarme, t rat é de dist raerlo invit ándolo a
t omar un café. Él quedó sorprendido” .
Est as int ervenciones t ienen la finalidad de desident ificar al agresor, quebrar su
omnipot encia y ubicarlo en un lugar de menor poder. Si bien est as acciones de la
víct ima pueden no ser suficient es para que la agresión no se lleve a cabo, la
import ancia de su implement ación consist e en que, a pesar de t odo, ella seguirá
considerándose una persona y luchando para no dejar de serlo. No obst ant e, el
at acant e puede int ent ar manipular a la mujer e insist ir para convencerla o forzarla a
acciones que ella no desea. La mujer, por su part e, puede “ abandonarse” a la sit uación
(por miedo o t error), pero t ambién puede ut ilizar ot ros mecanismos de resist encia
t ales como las est rat egias de negociación. A pesar de la manifiest a asimet ría que exist e
en una sit uación de amenaza de at aque, est as est rat egias consist en en diversos t ipos
de acciones que posibilit en arribar a ciert os acuerdos, implícit os o explícit os, que
puedan t ener como efect o la redefinición de la sit uación de amenaza o de at aque.
Negociar, aquí, supone la posibilidad de obt ener algún t ipo de beneficio o vent aja o, al
menos, algún cambio en la posición at acant e-at acada (por ejemplo: negociar el uso de
preservat ivo en una violación). Que la m ujer llegue a reconocer que ut ilizó est e t ipo de
est rat egias const it uye un camino para su recuperación. Las mismas mujeres o el
profesional a quien consult en deben resalt ar est os recursos psíquicos ut ilizados como
forma efect iva de desvict imización.
El pode r de de scr e e r
Influidas por el imaginario impuest o, las mismas mujeres descreen de sus propias
est rat egias y t ambién hay ot ros que no les creen. Est o se pone en evidencia cuando
ellas hacen la denuncia y quien las recibe desconfía de lo que narran haciéndoles
“ creer” que exageran, que provocaron el at aque y/ o que deseaban el encuent ro
violent o.
Hooks (1996) menciona el aport e que Elizabet h Janew ay (1987) hace en est e
sent ido. Est a últ ima aut ora describe lo que ella llama el “ uso ordenado del poder de
descreer” . Dice que una de las más significat ivas formas de poder ejercidas por los
grupos oprimidos es el rechazo a la definición que ot ros pueden hacer de ellos.
Descreer consist iría en poner en duda las prescripciones de conduct as pensadas como
correct as. Si las mismas mujeres quiebran la normat ividad asignada, se pondrá en
evidencia que no hay una sola manera de ent ender a las personas y los hechos. No
obst ant e, es dificult oso para ellas desarrollar sent imient os de valoración de sí mismas
si no se pone en marcha el poder de rechazar una realidad asignada. El ejercicio de
poder que significa descreer, ent onces, es un act o de resist encia y fuerza que pone en
evidencia las experiencias de las mujeres y reconst ruye la idea de que son nat uralment e
pasivas y somet idas.
Sin embargo, en el imaginario, t al como se present a en los t alleres de t rabajo sobre
violencia ya mencionados, cuando se indaga sobre la posición de los prot agonist as en
un hecho de violencia, t odo lo que sucede en ese hecho se cent ra en las acciones a las
que recurre el agresor para crear una víct ima:
seducción promesa chant aje emocional
amenaza int imidación fuerza
sorpresa engaño premedit ación
imposición coacción descont rol
golpes armas brut alidad
Por el cont rario, se omit e, salvo muy escasas excepciones, algún t ipo de acción que
pueden haber desplegado las mujeres at acadas para defenderse o evit ar el at aque. Se
represent a a la mujer agredida sin recursos, sin fuerza, sin poder, sin palabra. Ella es
considerada un objet o sobre el cual se pueden ejercer t odo t ipo de agresiones, siendo
el at acant e el verdadero sujet o de la sit uación violent a.
Sin embargo, cuando se ent revist a a las mujeres que fueron agredidas la realidad es
diferent e: aunque ellas mismas duden de las acciones que llevaron a cabo para evit ar
el at aque, lo ciert o es que desplegaron diversas est rat egias de defensa y prot ección
(pegar, grit ar, rechazar, amenazar, convencer, huir). Reconocer y creer que est as
acciones fueron realizadas es un camino fundament al que conduce a la
desvict imización, ya que sent irse alguien que resist e es sent ir que algo de sí queda
preservado. A part ir de est o, la supuest a víct ima se t ransforma en una persona que
luchó para no dejar de serlo. Y ella debe saberlo.
No siempre las est rat egias que despliegan las mujeres son puest as en palabras: a
menudo las experiencias mismas de violencia quedan sumergidas en el silencio.
Porque el silencio se relaciona con lo que no se puede decir, lo inefable, lo vivenciado
como siniest ro, ext raño, fuera de la realidad y del lenguaje. En los relat os de las
mujeres se observa esa dificult ad para encont rar las palabras que expresen sus
experiencias de violencia.
Pero el silencio est á relacionado t ambién con lo que no se quiere decir por pudor.
Ese caráct er profundament e ínt imo que t iene la agresión sufrida quedará resguardado
por el secret o que muchas mujeres no compart irán nunca con nadie. La palabra
“ pudor” se refiere a las part es pudendas, a los genit ales. Significa, t ambién, no
most rar, no exhibir el propio cuerpo ni lo privado, no hablar de cosas sexuales, no ser
objet o de int erés sexual. Es inherent e a la mujer porque la presión social ha int ent ado
hacer del pudor un sinónimo de lo femenino. Así, ést e ha quedado inscript o en la
subjet ividad, t ant o por las hist orias personales como por la hist órica opresión de
género. Se t rat a de una herramient a clave del pat riarcado para acallar a las mujeres
que deben ruborizarse, sonrojarse, ser pudorosas, recat adas, decent es, silenciosas
(Velázquez, 1998a).
La mujer calla por miedo o por amenazas del agresor. También suele callar por la
presión familiar.
“ Ya pasó, olvidat e”
“ ¿Hast a cuándo vas a est ar con lo mismo?”
“ No t e hace bien pensar en t odo eso, da vuelt a la hoja” .
Est os “ consejos” , más que ayudar a la mujer promueven o refuerzan el silencio. Un
silencio que, de no t ransformase en palabras, generará sent imient os pot encialment e
enfermant es como el odio, el resent imiento, el deseo de venganza. No es verdad que
callando se olvida. Hablar acerca de lo ocurrido es una de las formas eficaces para
procesar las sit uaciones t raumát icas y los sent imient os concomit ant es: la t rist eza, la
pena, el odio. M ediante la palabra se recupera el poder de “ decir” : no sólo el agresor
habló, amenazó, ordenó silencio. No obst ante, en un int ent o por eludir el dolor que
acompaña al recuerdo, la misma víct ima o sus familiares, equivocadament e creen que
callando se olvida.
Las diversas act it udes conscient es o inconscient es, o los coment arios que int ent an
modificar el significado de la sit uación que provocan t ant a aflicción han sido
denominados por C. Hooper (1994:90 y ss.) estrat egias de afront amient o. Decir “ Ya
pasó, no hables más” por ejemplo, no es una manera eficaz de cont rolar o impedir la
angust ia. Con las mejores int enciones, la familia o los amigos pueden dar est os
“ consejos” , que suelen t ener por lo menos dos consecuencias: se dist orsiona la
percepción acerca de la gravedad que para la víct ima t iene la violencia padecida y/ o se
pone en marcha el mecanismo psíquico de negación que llevará a minimizar o
banalizar la violencia y a promover más silencio. Pero la mujer t ambién calla por
vergüenza, por ese sent imient o de indignidad que se manifiest a cuando el pudor est á
en juego y que, junt o con la mirada de quien la escucha, le produce int ensa angust ia.
La mujer avergonzada, ent onces, descalifica y desaut oriza su experiencia y su propia
palabra:
Est e sent imient o la excluye del t erreno de las palabras y le quit a el poder de
denunciar, explicar, censurar, condenar y legit imar un lenguaje que le permit a
simbolizar la experiencia de violencia.
“ Cuando se est á frent e a un sujet o con poder se inhibe la palabra” , dice Eva Gibert i
(1992). En la denuncia, por ejemplo: a mayor vergüenza menor poder, lo que suele
fijar a la mujer en la pasivización que la llevará a más silencio.
No poder o no querer decir produce int enso displacer; el que t iene el poder de decir
–opinar, coment ar, descalificar- ocupa el lugar del que ella fue desalojada, excluida.
Ent onces, romper el silencio, hablar y denunciar el hecho violent o significará romper
un orden, la ilusión de equilibrio que se supone deben guardar los vínculos humanos. Y
quebrar ese orden suele ser una de las causas por la que la víct ima de hechos violent os
promueve en los ot ros det erminadas reacciones de rechazo: porque est uvo
involucrada en una sit uación violent a y t est imonia que est as cosas pueden sucederle a
cualquier mujer (“ A vos siempre t e pasan cosas raras” ). También porque no pudo
evit ar el at aque o defenderse ( “ ¿Y por qué no t e escapast e?” “ ¿No pudist e decirle no?” )
Es por t odo est o que cuando una mujer habla de la violencia ejercida sobre ella
pert urba, desordena, y est e desorden promueve poner a prueba la credibilidad del
hecho y del relat o (“ A lo mejor, sin dart e cuent a, lo provocast e…” ). Es así que cuando la
víct ima habla –est ar en posición de víct ima ya es est ar devaluada-, o no se la escucha o
se le adjudica ciert o grado de responsabilidad por lo ocurrido y la sospecha se vuelve
sut ilment e hacia ella. También, se suele poner en duda lo que ella dice a t ravés de
argument os que responden a est ereot ipos sociales: la mujer mient e, exagera, es
fant asiosa, provoca, se la buscó, o si se t rat a de niños o de niñas se supone que son
imaginat ivos, ment irosos, que les guat a llamar la at ención.
La llamada víct ima necesit ará ent onces, para romper el silencio impuest o, un
espacio de escucha, de credibilidad y de respet o que le brinde confianza y la seguridad
que necesit a. Un espacio para expresar esas palabras que no pudo decir mient ras era
agredida, un t rat o respet uoso que repare la int imidación y el abuso y la posibilidad de
ordenar sent imient os donde sólo hubo miedo y confusión. En est e espacio, los que
escuchan deben descifrar el sufrimient o y el silencio. El horror no met abolizado, señala
M . y M . Viñar (1993), no significado simbólicament e, no puest o en palabras, vuelve,
ret orna, insist e, como sínt omas o como silencio pot encialment e enfermant e.
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Las relaciones de las personas, t ant o frent e a sit uaciones de at aque como a los
efect os que est as sit uaciones provocan, difieren not ablement e. Las maneras de
reaccionar de los seres humanos frent e al sufrimient o son ilimit adas. No se puede
saber con cert eza cuál será la evolución y la rehabilit ación de cada uno. No obst ante,
t odos present an emociones y comport amient os que muest ran el efect o t raumát ico de
la violencia que, indefect iblement e, desencadenará una sit uación de crisis.
Las crisis y sus elaboraciones const it uyen un modo de exist encia de la subjet ividad.
Todo ser humano oscila ent re crisis y elaboraciones, ya sea en las crisis vit ales o en
aquellas surgidas de sit uaciones inesperadas.
La palabra “ crisis” t iene por lo menos dos acepciones. La primera indica dificult ad,
riesgo, peligro. La crisis provoca una rupt ura en la cont inuidad del ser y en sus
relaciones con el medio. En las personas que padecen violencia, el equilibrio psíquico
con el que podían cont ar con ant erioridad a un at aque se quiebra. La crisis
desencadena vivencias de padecimient o, t emores y fant asías específicas que pueden
promover, en la persona violent ada, el riesgo de enfermarse.
La ot ra acepción de crisis es la que pone de relieve el cambio, la decisión, la
oport unidad. Implica el análisis crít ico y reflexivo de los hechos que la
desencadenaron. Crisis significa, ent onces, la rupt ura de un equilibrio ant erior y la
búsqueda de un nuevo equilibrio que la misma sit uación crít ica desencadena. Ést a
puede dar lugar a diferent es formas de resolución en el cont ext o de la violencia:
desorganización psíquica (arrasamient o de la int egridad psíquica), mecanismos de
sobreadapt ación (acept ación pasiva del sufrimient o o “ acá no pasó nada” ), procesos
de t ransformación (darle sent ido a lo padecido y rest ablecer la cont inuidad ent re el
pasado y el fut uro mediant e la comprensión del present e). Es decir que la noción de
crisis comprende: 1) el impact o que produce el hecho violent o que la desencadenó y 2)
el t rabajo que debe realizar el yo para su resolución. Transit ar la crisis significa,
ent onces, impact o, dolor, cuest ionamient o, t ransformación y t ambién la búsqueda de
un nuevo equilibrio a t ravés de formas creat ivas de enfrentarla y resolverla.
Est ar en crisis supone est ar at ravesando una “ sit uación” de crisis. Est e concept o de
11
“ sit uación” , siguiendo las ideas de H. J. Fiorini (1977: cap. 6; 1984: 93 y ss),
const it uye un modelo adecuado para aproximarse al conocimiento del sujet o porque
aport a una art iculación de concept os psicodinámicos (ansiedades, conflict os),
comunicacionales (modalidades en el manejo de los mensajes, alianzas,
descalificaciones) y psicosociales (roles, mit os, t areas grupales). Las sit uaciones por las
que pasa una mujer agredida, pueden ser int erpret adas, ent onces, como sit uaciones
11
Fiorini señala que al hablar de situación de crisis tomamos un enfoque “que permite comprender cómo
el psiquismo funciona en situaciones, se instala en situaciones, apoya permanentemente o pierde apoyos,
en las situaciones en las que está involucrado”.
en las que coexist en una serie de element os propios de una crisis, que van desde lo
individual a lo social.
Los discursos sociales acerca de la violencia, las reacciones de los familiares y
allegados, el padecimient o del cuerpo agredido y la capacidad para resolver conflict os
de cada persona convergen y se art iculan ent re sí configurando la sit uación crít ica
desencadenada por la violencia padecida. Ést a const it uye, como ya vimos, un hecho
t raumát ico, porque el acont ecimient o violent o ha sido de t al int ensidad que desborda
la capacidad y/ o la posibilidad de generar respuest as adecuadas. Est e hecho provoca
afect os penosos que desorganizan el psiquismo, aunque est o no implique la pérdida de
conexión con la realidad.
En las crisis desencadenadas por acont ecimient os t raumát icos, como padecer
violencia, el aparat o psíquico es invalidado por cant idad de est ímulos para los que no
est á preparado. Est os est ímulos t oman al yo por sorpresa, provocando su desborde y
dando lugar a fenómenos desorganizat ivos del psiquismo. Es así que la eficacia
pat ógena del acont ecimient o violent o se debe a lo sorpresivo e inesperado de su
aparición, porque irrumpe bruscament e en la vida poniendo en peligro la int egridad
psíquica y física. A la víct ima le sucedió algo que su experiencia previa y su
disponibilidad psíquica no le permit en procesar por la pasividad del est ímulo. Los
12
“ afect os difíciles” que se manifiest an a part ir del act o violent o pueden inhibir o
paralizar, impidiendo la producción de respuest as adecuadas.
Ef e ct o s e n la su bje t ivida d
Las mujeres que en su experiencia de vida previa al at aque han sido combat ivas,
13
bat alladoras o que han at ravesado con frecuencia sit uaciones de “ cont ext o difíciles”
es posible que dispongan de mayores recursos psíquicos para enfrent ar el hecho de
violencia. Por el cont rario, las mujeres que han t enido mayores dificult ades para
resolver sit uaciones crít icas, probablement e acusarán un impact o de la violencia más
12
Los “afectos difíciles” son desarrollos emocionales que, debido a su intensidad, se vuelven
ingobernables para el yo del sujeto que los padece. Son, con frecuencia, las reacciones ante las situaciones
de contextos difíciles de la realidad. Véase Burín, Moncarz y Velázquez (1990: cap. 12).
13
Caracterizamos como situaciones de “contextos difíciles” a aquellas que están ligadas a condiciones de
vida que de por sí constituyen estímulos excesivos que sobrepasan, ene general, la capacidad de respuesta
de un individuo. Véase Burín, Moncarz y Velázquez (1990).
difícil de procesar e incorporar a su vida. En cualquier caso, las caract eríst icas de
personalidad previas al at aque, suelen incidir en el est ilo con que cada mujer va a vivir
el acont ecimient o violent o y sus secuelas. No obst ant e, padecer violencia es para
t odas las mujeres, un hecho desest ruct urant e para el psiquismo que compromet e los
diversos aspect os de la vida cot idiana.
La mujer agredida experiment a, post eriorment e al at aque, un increment o de la
ansiedad y la angust ia. Se sient e insegura, con rabia y m iedo, humillada y avergonzada
por el hecho de agresión en que est uvo involucrada cont ra su volunt ad. M anifiest a
desconfianza, malest ar consigo misma y con los demás. Con frecuencia se sient e
culpable, en mayor o menor grado, por lo sucedido. M uchas veces, duda de las
act it udes que t uvo ant es o durante la sit uación de violencia, y t al vez hast a crea que
fue ella quien la provocó, o bien que su int erpret ación del hecho es exagerada o
dist orsionada. La confusión y el miedo provocados por la experiencia de agresión la
hacen sent ir más vulnerable y sin recursos psíquicos. Todos est os sent imient os son la
clara expresión del sent imient o y ést e recorre un camino que va desde el dolor en el
cuerpo agredido hast a la vivencia de desamparo prot ot ípica de las sit uaciones
t raumát icas (Freud, 1926). El desamparo est á generado por el aument o de t ensión y
angust ia, y por la vivencia de est ar en peligro permanent e. Se ha rot o la ilusión de que
a ella no le podría ocurrir y se ha resquebrajado el sent imient o de seguridad y
confianza.
La mayoría de las m ujeres at acadas muest ran a post eriori una marcada disminución
de la aut oest ima y de la confianza en sí mismas. Los sent imient os de humillación,
vergüenza y aut odesprecio surgen de la confusión que produce sent irse, a la vez,
víct ima y culpable: “ ¿No habré sido yo que lo provoqué?” ; “ ¿Cómo no me di cuent a de
lo que me iba a hacer?” ; “ M e sient o una porquería desde que me violó” . Est as
expresiones muest ran hast a qué punt o se ve afect ada la est ima y dañada la imagen de
sí. La posesión, por part e del agresor, de lo que es propio de la mujer –el cuerpo, la
sexualidad, la privacidad- la hace sent ir pasivizada, burlada, con mucha “ rabia” . El
sent imient o de humillación surgido de est a experiencia –por la pérdida de cont rol de la
sit uación- es la consecuencia de haber est ado somet ida a malos t rat os y al abuso de
poder del agresor. El int enso displacer que produce la humillación se debe a que el
ofensor le demuest ra a la mujer la capacidad que t iene para dañarla y con est o se
posiciona en un lugar de superioridad.
La vergüenza, dice Eva Gibert i (1992), opera en el imaginario como un ordenador
psicológico y social del género mujer, siendo considerada una cualidad femenina
const it ut iva de la subjet ividad. El sent imient o de vergüenza aparece en las sit uaciones
en las que la mujer debe exponerse y hablar frent e a ot ro sobre lo ocurrido. La palabra
se enlaza con la mirada ajena produciendo int ensa angustia y la vivencia de sent irse
diferent e. Est e sent imient o se increment a cuando las personas allegadas, incluso los
profesionales en los que ella confía, t ienen reacciones que van del asombro a la
desaprobación, pasando por diferent es mat ices de incredulidad y reproche no
int encional. Est as reacciones mant ienen a la mujer en un est ado de t ensión sost enida
exponiéndola, en reit eradas ocasiones a nuevas violencias: porque no le creen, o la
t rat an de “ pobrecit a” , o porque t iene que cont ar repet idament e el hecho violent o
para demost rar que ocurrió y probar su inocencia.
Cuando una mujer debe cont ar que fue violent ada –a los familiares, amigos, en la
denuncia policial o en los ámbit os judiciales- est á expuest a a escuchar los coment arios
que suscit a est e hecho. En algunos casos recibirá el apoyo y la comprensión a los que
t iene derecho. Pero en ot ros, la agresión física y/ o sexual de la que fue objet o
promoverá coment arios y crít icas que convalidan que est os hechos ocurren cuando las
mujeres no se ajust an a los est ereot ipos femeninos:
Las ideas que acompañan a est os coment arios expresan la creencia de que la mujer,
con su comport amient o, ha invadido un t errit orio ajeno y vedado para ella –el
masculino- y debe replegarse y “ achicarse” como prueba de su vergüenza ( “ Sólo los
hombres andan solos de noche por la calle” ). También esos coment arios pueden
expresar que la mujer, con sus act it udes, ha pasado al t errit orio de las “ violables” , es
decir, las “ no honest as” . Haber sido abusada es el cast igo “ lógico” por t raspasar los
límit es a los que se debe ajust ar una mujer “ honrada” (“ Est a desvergonzada debería,
por lo menos, sent ir vergüenza” ). La adhesión acrít ica a est e imaginario culpabiliza a la
mujer que fue agredida; he aquí un efect o paradójico: falt a vergüenza allí donde
debería haberla –en el agresor que t raspasó los límit es de la persona de la mujer-, y se
ext rema la vergüenza en la mujer que fue violent ada (Velázquez, 1997).
La consecuencia de t odo est o es que cuando la mujer narra el act o de violencia llega
a t ener dificult ades para cont ar lo sucedido y organizar un relat o coherent e. Le result a
difícil int egrar a su vida un hecho para el que no est aba preparada: la sorpresa y el
est upor de t al experiencia abrirá camino a la angust ia, que persist irá por largo t iempo.
A causa de esa angust ia, desencadenada por la crisis, se recurre a un amplio repert orio
de mecanismos defensivos para recuperar el equilibrio y preservar el sent imient o de
ident idad dañado. Est as defensas son inst rument adas por el yo, en forma t emporaria,
para preservar la int egridad psíquica.
Ot ras niegan lo sucedido y act úan como si no les hubiera pasado a ellas. Hablando
de sí misma, una mujer dijo: “ Ella t enía miedo que la mat ara” . El mecanismo de
disociación ut ilizado en est e caso es de t al int ensidad, que quien la escucha puede
llegar a sospechar de la veracidad del hecho. Hay mujeres que al relat ar la experiencia
se muest ran confusas; así evidencian una falt a de conexión ent re las dist int as
secuencias del acont ecimient o:
“ Yo est aba en la esquina…, miraba por la vent ana del aut o…, en el parque me
violó…”
Est os mecanismos psíquicos que pueden implem ent ar algunas mujeres at acadas
son procesos defensivos que t ienden a evit ar el desarrollo de ideas y afect os
int ensament e displacent eros. Las vivencias de angust ia, culpa y miedo, ent re ot ras,
pondrán en movimient o las defensas en forma aut omática porque el funcionamient o
psíquico busca el placer (en t érminos de equilibrio) y elude y huye del displacer (en
t érminos de dolor, miedo, t error). Est os mecanismos defensivos, que t ienen por
finalidad la reducción urgent e de las t ensiones que surgen frent e a peligros de la
realidad ext erna e int erna, act úan cuando aparecen sit uaciones conflict ivas como los
hechos violent os.
La experiencia con mujeres agredidas nos ha demost rado que ellas disponían,
además de esos mecanismos defensivos, de ot ros recursos que ut ilizaron ant es o
durant e el at aque. Como ya vimos, se t rat a de recursos que las mujeres (en cada caso
part icular) no suelen ut ilizar habit ualment e, pero que aquí les sirven para lograr alguna
modificación en las formas de enfrent ar la inmediat ez de la violencia. Persuasión,
chant aje emocional, seducción, promesas, son algunas de las maneras de aferrarse a la
idea de vida y sent ir que se puede t ener cont rolado el peligro. Estos recursos
const it uyen medios para lograr reaseguro y aut ovaloración.
Lo s ca m ino s d e la cr isis
14
La “identificación con el agresor” es un mecanismo psíquico descrito por Anna Freud, que consiste en
que un sujeto adopte la identidad de la figura por la que se sintió agredido, criticado o amenazado. De ser
agredido pasa a ser agresor. Identificado con éste, existen dos posibilidades: (a) colocar al otro en el lugar
que él ocupó originariamente –ser agredido- reproduciendo así, activamente, lo que sufrió pasivamente
(en este caso, la finalidad defensiva consiste en que no es él quien sufre, sino otro) y (b) atacarse a sí
mismo como esotro lo atacaba, interiorizando así un tipo de vínculo: una parte de sí (el superyó) ataca a
otra (el yo). El carácter defensivo reside en autocriticarse aliándose así con el agresor esperando de él un
trato más benévolo (“No soy tan malo porque soy el primero en criticarme”) Véase Bleichmar (1977).
promoviendo una act it ud reflexiva acerca de lo que originó la crisis (Burín y
cols., 1987, capít ulos 2 y 3).
El juicio crít ico se puede manifest ar como juicio de at ribución o de desat ribución
(M aldasvsky, 1980). Est os t ipos de juicio responden a procesos complejos que se van
adquiriendo a lo largo de la maduración de los sujet os; ayudan a diferenciar, en t odos
los órdenes de la vida, si a una sit uación o persona se le pueden at ribuir cualidades
buenas o malas, posit ivas o negat ivas. La desat ribución daría cuent a de una acción del
yo que expulsa lo que es vivido como nocivo y perjudicial (el act o violent o, la persona
del agresor y las emociones concomit ant es vivenciadas como pert urbadoras para el
yo). Para que el proceso de desat ribución se lleve a cabo es necesario el surgimient o
del deseo host il que foment e esa expulsión del yo de lo que es vivido como malo,
ext raño, desagradable. En est e cont ext o, dist ribuir significa expulsar de sí lo que el
psiquismo sient e ajeno a su yo. M ediant e est e mecanismo de expulsión crit icant e, se
desarrollan est rat egias de resist encia con la finalidad de desat ribuir t ant o al agresor
como a los que no le creen o dudan. A part ir de allí, la mujer podrá inaugurar, como
dice Burín, un nuevo ligar psíquico que le posibilit e dif erenciar ent re lo que quiere ser-
t ener-hacer, de lo que ella no quiere ser-t ener-hacer. El juicio crít ico posibilitará,
ent onces, objet ivar la sit uación e int egrar lo que pasó con lo que ahora se piensa y se
sient e, de modo de lograr un mayor cont rol sobre sí y sobre los efect os de la violencia.
Transit ar la crisis con est os component es significa adquirir un sent imient o de
aut onomía que permit irá desprenderse de las represent aciones del act o violent o y del
agresor, diferenciarse y t omar decisiones. En el caso cont rario, la mujer quedará
at rapada en la resignación y el pasivo acomodamient o a los est ereot ipos f emeninos de
indefensión y vulnerabilidad. Quedará inmobilizada ent re la queja y el silencio, ent re la
aut ocompasión y los mecanismos psíquicos de negación y desment ida que suelen
dist orsionar la propia percepción de la violencia e impedir la elaboración de sus
efect os. Para la desvictimización de las mujeres result a eficaz un proceso que
promueva, como dice Gibert i (1989), que en lugar de acept ar pasivament e la
experiencia de la violencia, ést a se dist ribuya, lo que significa poder expulsar de sí lo
nocivo y perjudicial. Poner en marcha el juicio de desat ribución, ent onces, significa
conect arse de dist int as formas con la experiencia vivida. Es por est o que la crisis debe
ser pensada, t ambién, como cambio, decisión y oport unidad. Es un est ado de
t ransición que est imula sit uaciones de cambio: de ser víct ima pasiva y sufrient e a ser
sujet o act ivo y crít ico de las condiciones que det erminaron la violencia (Burín y cols.
1987). Est a t ransición impulsará sit uaciones evolut ivas que darán lugar a nuevas
perspect ivas para la vida de las mujeres violent adas.
Pero para poner en funcionamient o el juicio crít ico, con sus modalidades de
at ribución y desat ribución, es necesaria la presencia de ot ro. La palabra, el diálogo
significat ivo con ot ro –en los grupos de apoyo a las sit uaciones de crisis, en los de aut o
ayuda, en las psicot erapias- proveerá, a las mujeres agredidas, de espacios prot egidos
y cont inent es en los que se puedan incluir t ant o el dolor, el resent imient o, el odio y la
15
venganza como la aut onomía, la aut oafirmación y los deseos de recuperación. Est os
espacios funcionarán como organizadores de nuevos sent idos para resignificar la
violencia padecida, facilit ando así la t ransición. Los ot ros significat ivos, ent onces,
15
Esto se refiere a lo institucional, pero no dejemos de lado los recursos que aporta la vida cotidiana:
diálogos creativos con familiares y amigos que favorecerán, también, enfrentarse con la situación de
crisis.
t ienen como función acompañar la persona agredida en la elaboración de la crisis,
favoreciendo los apoyos solidarios del cont ext o familiar y social y alent ándola para
const ruir un fut uro.
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Todo act o de índole sexual ejercido por una persona –generalment e hombre- en
cont ra del deseo y la volunt ad de ot ra persona –generalment e mujer y/ o niña/ o- que
se manifiest a como amenaza, int rusión, int imidación y/ o at aque, y que puede ser
expresado en forma física, verbal y emocional será considerado violencia sexual. Est e
t ipo de violencia es un at aque mat erial o simbólico que afect a la libert ad y la dignidad
y produce efect os –a cort o, mediano y largo plazo- en la int egridad física, moral y
psíquica.
16
Consideramos a la violencia sexual un delit o no sólo en sent ido jurídico, sino como
una dinámica del exceso, de la demasía y del abuso. Siguiendo algunas ideas de J.
Ludmer (1999), se podrían t ipificar dos formas de delit os. Uno, el delit o que det ermina
el Est ado según las leyes. El ot ro, que es el que nos int eresa dest acar aquí, consist e en
la manifest ación del exceso y la arbit rariedad. Ent onces, podríamos decir que est e
delit o que se vincula a las creencias, los mit os y las ideologías, proviene de un
imaginario que crea las represent aciones cult urales y sociales sobre las diferencias
est ablecidas por los est ereot ipos de género, mot ivo de diferent es sit uaciones de
exceso. El efect o de ese exceso, que se devela en el discurso de las víct imas de
violencia, pone al descubiert o la t rasgresión, una acción que ha t raspasado los límit es
ét icos que deben exist ir en la relación ent re las personas. Violent ar ese límit e significa,
ent onces, no medir hast a dónde se puede llegar para apropiarse de la int imidad del
ot ro y poner en marcha lo prohibido, lo que no se debe hacer. De est a forma, se
fuerzan las diferencias ent re quien violent a y quien es violent ada. Ese delit o,
ent endido como una práct ica de dominación, impregna el cuerpo, la sexualidad y la
subjet ividad. M ás allá del límit e, dice Ludmer, se halla el peligro, la ilegalidad y el
sufrimient o. La consecuencia es que se fract ura en la víct ima de violencia el
sent imient o de seguridad generando lo inesperado, lo impensado, lo horrendo y lo
t rágico.
La violencia sexual, como delit o, es un fenómeno que afect a mayorit ariament e a las
mujeres. Como vimos, las est adíst icas coinciden en que ent re el 95% y el 98% de las
personas at acadas por diversas formas de violencia sexual son mujeres de cualquier
edad, sect or social, religión, grupo ét nico. Est as est adíst icas, afirman t ambién, que el
92% de los at acant es son varones.
Las diferent es formas de violencia sexual son difíciles de pensar: at añen a la
int imidad y a la privacidad y demandan silencio y secret o. Cuando se habla de
cualquiera de est as formas –violación, acoso, abuso de menores, incest o, et c.- el
impact o y la censura social serán diferent es según se refieran al hecho, a la víct ima o al
agresor. Porque ¿qué sucede cuando se est á frent e a cualquier hecho de violencia y a
sus prot agonist as? La reacción más frecuent e, por el rechazo que producen, es
ignorarlos, mant enerlos en secret o o en silencio. Sin embargo, las reacciones del
16
La raíz de esta palabra está también presente en “delictivo”, “delincuencia”, “delinquir”, “delincuente”.
“Delito” significa también, crimen, demasía, desmán, exceso, extralimitación, trasgresión (Moliner, 1992)
agresor y de quien es su víct ima serán diferent es. El agresor, como ya vimos,
convocará a la pasividad: no ver, no oír, no hablar y olvidar. La víct ima espera
compart ir el dolor de la experiencia, que se produzca alguna acción al respect o y que
no se olvide.
En ot ro t rabajo (Velázquez, 1996) ya hemos plant eado que, para comprender los
hechos de violencia, hay que enfrent arse, por lo menos, con dos t ipos de obst áculos:
epist emológicos (Bachelard, 1960), relacionados con el objet o a conocer –la violencia-,
y epist emofílicos (Pichón-Rivière, 1971), inherent es a quien quiere conocer –los
t est igos de los hechos o de los relat os-. Los obst áculos epist emológicos surgen en la
invest igación y la práct ica sobre violencia sexual porque abordar ese t ema significa
comprender la int errelación que exist e ent re sexualidad, violencia y poder. Los
prejuicios y t abúes que operan en esa int errelación dificult an el pensar y accionar
sobre los hechos violent os. Los mit os y los est ereot ipos que act úan en relación con la
violencia sexual t ienden a nat uralizar el vínculo exist ent e ent re sexo y violencia. Las
dist int as represent aciones sociales, desde los mit os hast a los discursos cient íficos, a
menudo dificult an el reconocimient o de los hechos violent os, dist orsionando su
comprensión.
Por ot ro lado, los mit os personales y las creencias que subsist en en relación con los
fenómenos violent os (incluso en los profesionales que t rabajan el t ema) pueden
filt rarse por los int erst icios del pensamient o y de la escucha const it uyéndose en un
obst áculo para comprender los hechos y sus prot agonist as. Es así que pueden
dist orcionarse los relat os de las víct imas y/ o se puede desconfiar de ellas (Hercovich y
Velázquez, 1988-1992-1993).
Los obst áculos epist emofílicos, relacionados con el involucramient o personal, se
refieren al compromiso part icular con el dolor de la víct ima y con las posibles
movilizaciones de las propias hist orias de violencia vividas, t emidas, olvidadas y/ o
encubiert as. También const it uyen obst áculos epist emofílicos las huellas que dejan en
la subjet ividad de las mujeres las advert encias escuchadas desde niñas sobre la
amenaza –encubiert a o disfrazada- de un at aque sexual, creando sent imientos de
desconfianza y miedo que afect arán sus vidas cot idianas.
Para decodificar y comprender t ant o los obst áculos epist emológicos como los
epist emofílicos, es necesario escuchar las experiencias de las víct imas de violencia
sexual int ent ando capt ar los significados reales que est os hechos t uvieron en sus vidas
Hercovich y Velázquez, 1994). Est a escucha, si est á desprendida de los prejuicios y de
las dudas que suelen despert ar lo que narran las mujeres, apoyará la credibilidad de lo
que ellas cuent an. Esas palabras, que hablan de lo propio y personal –la experiencia de
violencia- no deben ser t ransformadas en lo ajeno –lo que los mit os sost ienen-. Es por
est o que las mujeres violent adas deben ser escuchadas: considerar sus palabras como
port adoras de significado dará lugar a la credibilidad de los hechos violent os
padecidos.
La co nst ru cció n de l m ie do e n las m uj e re s
17
Freud distingue entre “angustia señal” y “angustia automática”. En la primera, el yo pondrá en acción
una señal de alerta por la cual el individuo tratará de evitar ser desbordado por el aflujo de excitaciones
que le impone una situación de peligro. La angustia automática, en cambio, es una reacción del sujeto
cada vez que los sorprende una situación traumática, o sea, cuando es sometido a una afluencia de
excitaciones, internas o externas, traumatizantes, que él es incapaz de dominar.
18
Las mujeres, en las entrevistas, simbolizan estas manifestaciones del pánico de la siguiente forma:
“tenía un nudo en la garganta”, “se me puso la piel de gallina”, “se me salía el corazón por la boca”,
Podemos concluir que las sensaciones de peligro y de miedo han creado una
realidad codificada para las mujeres y que pueden propiciar, en cada una de ellas, que
se sient a una víct ima probable. La consecuencia será una percepción difusa de
vulnerabilidad e inseguridad personal que puede promover –en algunas mujeres- la
rest ricción de movimientos, de horarios y de act ividades, hast a la reclusión y el
aislamient o:
“ Desde chica mi mamá y mis t ías me decían que t uviera cuidado al caminar por la
calle. Cerca de las paredes, me podían agarrar de adent ro de una casa. A la orilla de
la calle me podían subir a un aut o. Alguna maest ra t ambién nos decías a las chicas
cosas por el est ilo. Si les hubiera hecho caso, no salía más de mi casa” .
Est e t ipo de advert encias est ablecen para las mujeres una normat iva-conflict iva (el
miedo al propio miedo) que suele expresarse en conduct as de aut ocensura y
limit aciones en la vida diaria. El riesgo es que muchas veces pueden act uar como
inhibiciones psíquicas –lent ificación de la percepción, la mot ilidad, la ideación- que
dificult an t ant o el reconocimient o de las sit uaciones violent as reales como la
posibilidad de desarrollar est rat egias de defensa o evit ación. Se crea así una “ geografía
del miedo” , como dice Kelly (1988), que organizará, a su vez, una “ geografía de
limit aciones” . Así, las advert encias y los coment arios sobre los peligros con los que las
mujeres se t ienen que enfrent ar t endrán su efect o.
Diversas invest igaciones sobre miedo al crimen (Salt ijeral, Lira y Saldívar, 1994)
corroboran que las mujeres t ienen más miedo concret o a ser vict imizadas por
cualquier forma de at aque que los varones. El miedo a la violación, junt o con la
percepción de inseguridad en diferent es lugares, const it uyen riesgos objet ivos que
ellas deben enfrent ar cot idianament e. Las aut oras de la invest igación proponen
examinar los diversos aspect os relacionados con una socialización generizada que
predispone a que las mujeres se sient an vulnerables. El miedo al crimen, ent onces, es
el product o de haber incorporado el riesgo a ser violadas por ser mujeres. Ellas saben
que corren un peligro concret o de ser abusadas física, sexual y psicológicament e por
hombres conocidos y desconocidos:
Las mujeres est án más habit uadas que los hombres a convivir con el miedo a la
violencia y frent e a éste pueden t ener diversas reacciones: se paralizan, t ienen
dificult ades para defenderse o t rat an de evit ar las sit uaciones de peligro que las
at emorizan. Sin embargo, exist e una diferenciación por género frent e al miedo. Los
hombres no “ deben” sent irlo y, por lo t ant o, est án más habit uados a luchar con su
t emor a la violencia porque sent ir miedo puede ser int erpret ado por algunos de
“no podía dejar de temblar”, “sentía que la cabeza me iba a estallar”, “se me nubló la vista”, “me
zumbaban los oídos”.
ellos como cobardía. En vez de desarrollar conduct as evit at ivas como las mujeres,
desarrollan conduct as más agresivas o violent as para rivalizar con sus iguales o para
usarlas en forma represiva con quienes consideran sus inferiores. El miedo,
ent onces, se ha ido const ruyendo socialment e a causa de los est ereot ipos de
género. Las relaciones jerárquicas de poder ent re varones y mujeres ubica a ést as
en una posición inferior y, por lo t ant o, de mayor vulnerabilidad. Y la violencia es la
est rat egia fundament al para mant ener ese esquema de aut oridad. Es así como las
mujeres deben convivir con la violencia o con el t emor a que “ algo les suceda” , y al
mismo t iempo deben evit arla ideando variadas conduct as de resguardo y defensa.
Las mujeres est án expuest as en su vida cot idiana a diferent es manifest aciones de
agresión sexual que forman part e de un cont inuum de experiencias posibles. Así, la
violación es una expresión ext rema de violencia, mient ras que ciert as formas de
acoso sexual muchas veces pasan inadvert idas. Es que alguit as conduct as
masculinas suelen considerarse normales y t ípicas de los hombres a pesar del
malest ar y la incomodidad que producen.
A est e respect o, St anko (1985) aclara que la dificult ad para reconocer a las
agresiones se debe a que las experiencias de violencia sexual que padecen las
mujeres est án sesgadas por la manera en que se comprenden las conduct as
masculinas, de las que no result a sencillo diferenciar lo t ípico de lo aberrant e. En
abst ract o, es posible dist inguir las dist int as formas de conduct as aberrant es o
lesivas de las t ípicas e inofensivas. Sin embargo, agrega St anko, las mujeres que se
sient en violent adas e int imidadas por conduct as t ípicament e masculinas no
encuent ran formas de especificar cómo y por qué experiment an esas conduct as
como no pert inent es.
Diferenciar los comport amient os t ípicos de los que no lo son supone t ransit ar
una hist oria: un proceso mediant e el cual niñas y niños van adquiriendo de forma
diferencial los at ributos esperables de su sexo. Se t rat a de una const rucción social
llevada a cabo en la familia y en las inst it uciones, que se realiza mediant e el
permanent e ajust e de los est ereot ipos que det erminan lo socialment e esperable
para uno y ot ro sexo. De est a forma, se van configurando “ modelos” de mujer y de
varón que se incorporan como acept ables, se moldean las subjet ividades, los modos
de sent ir y de pensar, así como las conduct as objet ivas y observables.
Est e proceso, ent onces, est á generizado: cada género irá const ruyendo su propio
imaginario. El masculino se propone como único y modelo, adjudicándole al género
mujer un lugar jerárquicament e inferior. Por su part e, el género mujer puede
haberse hecho cargo, como dice Gibert i (1993), de las proyecciones del imaginario
del varón y haberse ident ificado con él. Es por eso que cada mujer deberá const it uir
su propio imaginario, despegado de las proyecciones del masculino. Porque si se
acept an los comport amient os agresivos y dominant es de los varones como
cualidades masculinas y las act it udes pasivas y sumisas como at ribut os femeninos,
como vimos en los t alleres realizados –véase el capít ulo 2-, se propician formas de
relación ent re los sexos que confirman las creencias y los valores propios para cada
género, encubriéndose así los hechos de violencia. Just ament e, ést e es un proceso
de invisibilización social que puede reducir, en muchas mujeres, la capacidad de
percepción y de regist ro psíquico de sit uaciones amenazadoras o violent as, aunque
se generen diversos grados de malest ar que no siempre son at ribuidos a las
19
violencias padecidas.
Una manera de dar sent ido a las propias experiencias y de advert ir que las
conduct as masculinas t ípicas o aberrant es se resguardan dent ro de ot ras
aparent ement e inocuas y cot idianas es aplicar el concept o de continuum. Est e
concept o permit e plant ear si las agresiones sexuales son percepciones exageradas
de las relaciones ent re los sexos o si se debe considerar que algunas conduct as
masculinas “ t ípicas” pueden encubrir violencia sexual (acoso sexual, por ejemplo). A
pesar de las limit aciones que plant ea el concept o de continuum, pues sugiere que
las mujeres est án en peligro permanent e de ser at acadas, permit e, sin embargo, el
reconocimient o de las diferent es formas de violencia a las que ellas est án
expuest as. Est e concepto, t ampoco det ermina relaciones lineales ent re los
diferent es hechos violent os y su grado de gravedad. Cada persona padecerá de
forma diferent e la violencia sexual por lo que no es posible inferir qué efect os
t endrá, a lo largo del t iempo, la forma de agresión vivida. La experiencia
psicot erapéut ica con mujeres que fueron violent adas muest ra los efect os diferent es
que, para cada una, t uvo la agresión padecida.
Se puede concluir que la violencia sexual, como ot ras formas de violencia, est á
det erminada social y cult uralment e y afect a t odas las dimensiones de la vida de las
personas. La creencia de que ocurre en forma aislada, como act o pat ológico, o que
sólo corresponde a la crónica policial, dist orsiona su det erminación social. Ést a no
ocurre sólo en lugares solit arios, peligrosos y noct urnos. Por el cont rario, puede ser
llevada a cabo por hombres conocidos o por desconocidos, por un solo at acant e o
por una “ pat ot a” . Puede ocurrir en diferent es lugares: en la calle, en la escuela, en
un consult orio, en la propia casa.
La int errelación de t odas est as creencias y mit os det ermina que la violencia
sexual debe ser est udiada y abordada desde una perspect iva int erdisciplinaria. Est a
perspect iva permit iría ampliar la comprensión de un t ema ya de por sí complejo. El
abordaje exclusivament e psicológico o social o ant ropológico limit aría su análisis.
Pero además de la art iculación disciplinaria se hace necesario int egrar, t ambién, la
noción de género que, como cat egoría concept ual y operacional, promueve la
discusión t eórica y ét ica acerca de la violencia sexual. Esa noción de género nos
alert a acerca de cómo escuchar los relat os de act os violent os para evit ar análisis
parciales y/ o deslizamient os ideológicos.
Es por t odo est o que sost enemos, nuevament e, que el concept o de violencia es
inseparable del concept o de género: las violencias se originan, se apoyan y se
ejercen en y por la diferencia social y subjet iva est ablecida ent re los sexos.
19
Los diversos fenómenos psíquicos que observamos en las mujeres –específicos y diferentes a los
clásicos cuadros psicopatológicos- se deben a las condiciones particulares de existencia, condiciones
generadoras de desigualdad y opresión en que desarrollan su vida. Véase Velázquez (1990). Debemos
recalcar que esas manifestaciones de malestar psíquico se sobredimensionan cuando las mujeres son
destinatarias de violencia, sobre todo cuando esos abusos se manifiestan en forma crónica.
El cont inuum de la vio le n cia se gún las m uj e re s
2 Acoso sexual 56 93
3 Presión para t ener sexo 50 83
4 Asalt os sexuales 42 70
5 Llamadas t elefónicas obscenas 41 68
6 Sexo coercionado 38 63
7 Violencia domést ica 32 53
8 Abuso sexual 30 50
9 Exhibicionismo 30 50
10 Violación 30 50
11 Incest o 13 22
Cada una de est as f ormas de violencia sexual t iene element os básicos comunes que
subyacen en cada hecho violent o: el abuso, la coerción, la int imidación, la int rusión, la
amenaza y la fuerza física del hombre para cont rolar a la mujer. Nelly sost iene que ese
caráct er común es el que permit e discut ir la violencia desde la perspect iva de género.
El concept o de continuum define una serie cont inuada de agresiones hacia las
mujeres. Facilit a, según Kelly, demost rar cuáles son los alcances de los element os
básicos comunes que subyacen en cada act o de violencia y cómo se combinan ent re sí.
Por ejemplo, en el acoso sexual puede predominar la int imidación y la int rusión con
just ificaciones de int imidad, mient ras que en la violación es preponderant e la amenaza
y la fuerza física del hombre para cont rolar a la mujer.
Vamos a analizar una de las formas de violencia según fueron descrit as por las
mujeres ent revist adas.
1. Amenaza de violencia en público: las mujeres ent revist adas señalan que no se
sient en seguras en la calle, t emen ser perseguidas y amenazadas. Est o las
obliga a mant enerse alert as en relación al comport amient o de los hombres
t rat ando de predecirlo (es por est o que Kelly define est as sit uaciones de
aut ocont rol como una “ geografía del miedo” que, a su vez, genera una
“ geografía de limit aciones” que afect a la vida diaria de las mujeres).
2. Exhibicionismo: se manifiest a mediant e la exposición int encional de los
genit ales pero, en ocasiones, suele incluir amenazas verbales o mast urbación.
Se t rat a de una violencia predominant ement e visual.
3. Llamadas t elefónicas obscenas: su component e violent o es verbal. Son una
invasión a la privacidad. Pueden expresar referencias al sexo pero t ambién
silencios, jadeos o ruidos sugest ivos. Todo est o es vivido por las mujeres de
forma int rusiva ya que, junt o con el hecho de que no se puede ant icipar la
llamada, t iene la finalidad de cont rolarlas y asust arlas. Las llamadas pueden
ser aisladas o en serie. Est as últ imas increment an el cont enido alarmant e,
porque el ofensor deja su inquiet ant e presencia aún luego de haber cort ado
la comunicación. En ocasiones obligan a una mujer a cambiar su número
t elefónico.
Tant o la amenaza de violencia en público como el exhibicionismo y las
llamadas t elefónicas obscenas son hechos int imidat orios. Est as t res formas de
violencia son int rusiones indeseadas en el espacio privado de una mujer, que
alt eran su vida diaria. Las mujeres ent revist adas describieron el impact o de
est as formas de violencia sexual part icularment e sobre su percepción, por el
peligro de lo que les puede ocurrir después.
4. Acoso sexual: se manifiest a en formas de abuso verbal, visual o físico que
comprenden coment arios sexuales y/ o acercamient os físicos y manoseos,
vivenciados como ofensivos por las mujeres. Puede darse en los lugares de
t rabajo, est udio, consult orios médicos y/ o psicológicos y lugares de
recreación, así como en la calle, por part e de hombres conocidos o
desconocidos.
5. Asalt o sexual: las mujeres ent revist adas incluyen est e t ipo de violencia en
experiencias abusivas que no fueron cubiert as por ot ras pregunt as. Lo
diferencian del acoso porque en el asalt o sexual siempre hay cont act o físico,
como al ser t ocadas en la calle o en un t ren. Tam bién puede incluir el int ent o
de violación.
También en el acoso como en el asalt o sexual las mujeres manifiest an que el
miedo, el desasosiego, la int ranquilidad y el sent imient o de peligro est án
vinculados al t emor de lo que les puede suceder después.
5. Sexo bajo presión: las mujeres ent revist adas lo refieren como experiencias en
las que dudan o quieren negarse a t ener sexo, pero en las que se sient en
presionadas para consent ir o ejercer práct icas sexuales que no desean ni les
agradan (sexo oral, anal, ent re ot ras). La presión puede ser ejercida, t ambién,
desde ellas mismas: sient en pena o culpa por decir “ no” o han incorporado
que t ener sexo es una obligación cuando se est á en pareja. Saben, t ambién,
que las consecuencias por negarse serán peores que t olerar la presión. En las
adolescent es suele suceder que ellas mismas se presionen para t ener sexo,
aunque no lo deseen o no se sient an preparadas, porque no soport an la
diferencia con las chicas de su edad o con su grupo de pert enencia.
La invest igación que analizamos dest aca que de las dos t erceras part es de las
mujeres ent revist adas no consint ieron en su primera experiencia de
int ercambio het erosexual, habiéndose dado ést a por violación, incest o,
coerción y presión.
7. Sexo coercionado: lo describen como si fueran violaciones; el agresor no sólo
las presiona sino que puede amenazarlas y/ o hacer uso de la fuerza física. Las
mujeres ent revist adas prefieren, sin embargo, definir est e t ipo de abuso
como sexo coercionado más que como violación por part e de la pareja. La
descripción hecha por las ent revist adas sobre el sexo bajo presión y el sexo
coercit ivo induce a un análisis que cambia t ot alment e la afirmación de que
cualquier int ercambio sexual es sexo consent ido.
8. Violación: es llevada a cabo en variados cont ext os y con hombres con los
cuales se t ienen diferent es t ipos de relación. Las est adísticas del est udio
mencionado sugieren que las mujeres jóvenes son más vulnerables a la
violación por ext raños, mient ras que las mujeres adult as est án más en riesgo
con hombres que ellas conocen, especialment e con sus maridos. Una minoría
de las mujeres expresa que la violación t uvo lugar en sit uaciones en que se
encont raban solas y los violadores eran ext raños. En una proporción más
amplia la violación t uvo lugar en los cont ext os diarios y el violador era
conocido. Ot ros est udios señalan que el 50% de las violaciones ocurren ant es
de los 20 años y en su mayoría son perpet radas por ext raños. En mujeres
mayores de 20, el 46% son violaciones realizadas por el marido o conocidos
cercanos.
9. Abuso sexual de niñas: las mujeres ent revist adas lo definen como t oda
experiencia sexual forzada que ocurre en la infancia y/ o en la adolescencia. El
agresor puede ser conocido o no por la víct ima.
10. Incest o: t ambién lo definen como una experiencia sexual impuest a ocurrida
en la infancia y en la adolescencia, pero el abusador siempre es conocido y
pert enece al ent orno familiar.
11. Violencia domést ica: es un t ipo de violencia que se encuent ra dentro del
cont ext o del mat rimonio o de la convivencia. Las mujeres ent revist adas se
refieren a est a forma de agresión como una combinación variable de amenaza
de violencia, violencia psicológica, sexo forzado y asalt o físico, siendo el
últ imo ext remo de est e cont inuum el asesinat o. Las mujeres afirman que la
amenaza de violencia en los cont ext os ínt imos t iene efect os similares a la que
se produce en los cont ext os públicos. En ambas la consecuencia es que ellas
deben limit ar su comport amient o. También refieren que el abuso verbal, la
coerción y la presión para t ener sexo suelen est ar present es en las relaciones
donde no hay violencia física. Definen como violencia o presión emocional la
crít ica verbal, el aislamient o, dist int as formas de cont rol económico y de
movimient os fuera de la casa, el malt rat o a los objet os que les pert enecen a
ella, etc.
Todo act o sexual ejercido por una o varias personas –generalment e hombres- en
cont ra del deseo y la volunt ad de ot ra –generalment e mujer o niña/ o-, que se realiza
con o sin violencia física, puede ser considerado como violación sexual. Para lograr
est os fines se suele ut ilizar la int imidación, la fuerza y amenazas de un daño inmediat o
o mediat o a la int egridad personal, a la propia vida, a la subsist encia o al bienest ar
propio o de los allegados.
La violación sexual puede ser considerada un hecho perverso porque el violador
logra su fin sexual mediant e el ejercicio de la fuerza, la violencia y el poder,
promoviendo el t error y el miedo a la dest rucción corporal y a la muert e.
Dice Laura Klein (1989): “ cuando una mujer es o va a ser violada la m uert e pierde su
informe presencia y se hace inminent e, es amenaza de muert e o de daño físico, es
est ar a merced del ot ro” . Es decir que cuando una mujer es violada y realiza una
t ransacción de sexo por vida, se impone un consent imient o a la violación que se cree
que fue dado sin coacción. “ Una mirada obscena suprime la t ransacción y cree que es
una mujer complacient e” . La muert e se hace invisible. Se t ransforma ese
“ consent imient o” arrancado a la mujer por medio de la violencia en un consent imient o
al coit o. Así, la amenaza queda invisibilizada y se supone que hubo un diálogo ent re el
violador y su víct ima. Est o es sost enido por un imaginario social que afirma que cuando
una mujer es violada debe resist ir hast a la muert e, y que si no lo hace quiere decir que
ha consent ido. Est as ideas sost ienen que rendirse es consent ir y consent ir es querer, y
que si una mujer no quiere que la violen deberá ejercer resist encia a cost a de su vida o
de lesiones graves en su cuerpo (Hercovich y Klein, 1990-1991). Est a perspect iva hará
inexist ent e la violación cuando las mujeres sobreviven por miedo a la muert e o por
t emor a daños severos en su cuerpo.
Est os mit os populares acerca de la violación reafirman, en ciert a forma, que esa
violación no lo fue, por la persist encia de ideas que cent ran el hecho en las
caract eríst icas o act it udes consideradas “ femeninas” .
Lo s m it os so br e lo f e m e nino
Ningún fenómeno relacionado con la violencia cont ra las mujeres est á t an rodeado
de mit os como la violación. Así es que, para analizar la problemát ica de la violación
debemos comenzar refiriéndonos a los mit os referent es a la mujer. Ést os const it uyen
la forma en que el imaginario social ha configurado los diferent es aspect os de la
realidad y de la ident idad femenina. La est ruct ura mít ica alude a lo “ nat ural” y
“ esperable” de una mujer. Para ello se vale de la reproducción de ideas, creencias,
pensamient os y práct icas que se const it uyen en deslizamient os de la dimensión
ideológica de los discursos. Cont ribuyen a reproducir y a perpet uar las creencias acerca
de la mujer y funcionan como prescripciones y como cont rol social, silenciando las
diferencias. De est a forma se inscriben en la subjet ividad perdurando, a lo largo del
t iempo, realiment ados por una persist encia y repet ición que los t orna eficaces en los
diferent es moment os hist óricos (Velázquez, 1990). Est a perspect iva borra las
diferencias ent re subjet ividades, grupos sociales y moment os hist óricos perpet uando
la noción de “ nat uraleza femenina” que será responsable de mujeres vulnerables o
incit adoras de las más variables violencias.
Abundan ejemplos a lo largo de la hist oria sobre las consecuencias que t uvo para las
mujeres no haber acept ado pasivament e los mandat os de esa nat uraleza. Est as
mujeres no sólo se subjet ivaron a t ravés de las funciones nat urales prescript as
socialment e –la mat ernidad, por ejemplo- sino que t ambién fueron subjet ivadas a
t ravés de sus acciones, luchas, escrit os. Pensemos, por ejemplo, en las mujeres de la
Ilust ración, algunas de las cuales pagaron con la vida su prot agonismo:
femenina. Terminó encerrada en el manicomio de La Salpert rière.
M adame Roland, a quien se le at ribuye la frese “ ¡Oh libert ad! ¡Cuánt os
crímenes se comet en en t u nombre!” . Escribió sus M emorias y murió
guillot inada por girondina cinco días después de Olympe de Gouges.
Vemos, ent onces, cómo los mit os acerca de la mujer sust ent an una lucha ent re lo
que ella es y lo que debe ser, ent re lo permit ido y lo prohibido y lo que se desea que
no cambie. Es así que, en las violencias ejercidas cont ra las mujeres, los mit os
permanecerán at rapados ent re cómo son las cosas y cómo se suponen que deben ser.
Veamos cómo funcionan los mit os y las creencias sobre las mujeres en una serie de
ent revist as sobre violación realizadas a hombres (Beneke, 1984). ¿Qué dicen los
hombres sobre las mujeres y sobre los varones?
Sobre ellas:
“ A t odas las mujeres les gust a ser violadas” .
“ No se puede violar a una mujer en cont ra de su volunt ad” .
“ A las mujeres no hay que creerles” .
“ Cuando una mujer dice ‘no’, en realidad est á diciendo ‘sí’” .
20
“ Las mujeres t ienen lágrimas de cocodrilo.”
“ Se la est aba buscando” .
“ Las mujeres est án llenas de mensajes cont radict orios, est o produce frust ración en
los hombres” .
“ Las mujeres se exhiben y t ienen poder sobre uno” .
“ Ellas provocan, ellas se las buscan” .
“ Ellas se ríen de uno y eso provoca humillación” .
20
Expresión con que se alude a la simulación de pena o arrepentimiento (Moliner, 1994)
Sobre ellos:
“ La sociedad marca cómo debe ser un hombre de verdad: debe hacer el amor
muchas veces y debe ser agresivo con las mujeres” .
“ Nadie va a violar a una mujer que no lo haya provocado” .
“ La violación es un act o de venganza cont ra las mujeres que envían mensajes
cont radict orios” .
“ Aparecen deseos de venganza por la frust ración” .
“ Un hombre t iene un impulso sexual fuert e y es capaz de violar” .
“ El hombre cuando quiere met er, met e” .
” Relájat e y goza” .
M uchos de los ent revist ados afirmaron sent irse capaces de violar o ser violent os de
ot ras formas. También algunos afirmaron que no se abst uvieron de acost arse con
mujeres aún sabiendo que ellas no lo deseaban, asegurando que el consent imient o de
una mujer se puede obt ener presionándola para que t enga relaciones sexuales. Los
hombres ent revist ados, al hacer referencia a la relación con las mujeres, se cent ran en
det erminadas acciones y sent imient os que act uarían como justificat ivos de sus
avances sexuales: provocación, consent imient o, frust ración, venganza, resent imient o,
humillación, host ilidad, rechazo, burlas. Los coment arios que ellos hacen de las
mujeres represent an la imagen de la culpable, inst igadora y hast a peligrosa, en últ ima
inst ancia: “ violable” . Los sent imient os que ellos refieren pondrán en marcha los más
variados argument os que const it uirán legit imaciones de las acciones violent as que se
comet an. Y est o es así porque los mit os que sost ienen sus t est imonios reafirman
ciert os est ereot ipos femeninos y masculinos que det erminan el caráct er social de la
violencia. Ést a queda reducida a supuest as caract eríst icas de las personas que at acan o
son at acadas, quedando así invisibilizados y/ o just ificados los hechos de violencia.
Exist en, como vimos, dos imágenes est ereot ipadas de mujer en relación con la
violación: una, vulnerable, frágil y sin iniciat iva cuya sexualidad es pasiva y est á
somet ida al deseo del hombre; ot ra, la preocupada por gust ar, provocat iva, seduct ora
y deseant e, que incit a la sexualidad “ irrefrenable” de los varones. En la primera, la
imagen de indefensión es la que la vict imiza: ella no t iene capacidad para defenderse
ni recursos para enfrent ar la violación. De est a forma se crean, paradójicament e, las
condiciones para que el agresor at aque. Ést a será la mujer considerada víct ima
siempre. La segunda, siempre culpable, será la responsable de precipit ar la sexualidad
masculina en la violación. Y t ambién es pasible de ser at acada.
Pero los mit os t ambién muest ran ser endebles en la medida en que generan
mensajes cont radict orios: por un lado dicen que para t ener éxit o con los hombres, una
mujer t iene que most rarse sexualment e deseable, y por el ot ro sost ienen que
most rarse sexualment e deseable incit a a ser violada. No obst ante, hast a t al punt o
cumplen est os mit os su función que para comprobar el caráct er delict ivo del at acant e,
se t ermina invest igando la vida privada y los comport amient os de la mujer más que los
del agresor. Es frecuent e que cuando se hace referencia a una violación se pongan en
marcha t odas las creencias sobre la sexualidad femenina: el aspect o físico de la mujer,
la edad, cómo iba vest ida, a qué hora ocurrió el hecho o por qué est aba sola a esas
horas de la noche. Pero no se hacen las mismas averiguaciones sobre el at acant e
porque se consideraría un absurdo hacer esas pregunt as a un varón. ¿Quién
pregunt aría a un hombre: “ cómo est aba vest ido” , “ por qué andaba solo a esa hora” .
Est as represent aciones del im aginario adscriben y prescriben ideas y comport amient os
que reafirman ciert os est ereot ipos masculinos y femeninos que van a crear las
condiciones para que algunos hombres consideren que frent e a una mujer siempre
será posible ejercer algún t ipo de violencia. El riesgo de est a arbit rariedad es que,
int ent ando buscar en la vida de la mujer alguna razón que “ just ifique” el abuso, la
violación como t al se desdibuja o se vuelve inexist ent e. Por eso, en los juicios por
violación –como en los de cualquier forma de violencia- no debería est ar permitido
pregunt ar sobre la vida privada de las mujeres violent adas (sean ést as amas de casa,
prost it ut as o est udiant es) .
Ent onces, cabe concluir que si la int erpret ación que se hace de la violación o de
cualquier t ipo de abuso se cent ra en los comport amient os de las mujeres, se corre el
riesgo de desresponsabilizar al agresor y discriminalizar el hecho. La mujer misma
puede t erminar sint iendo su propio relat o como inaut ént icos: ella ya ha sido
int erpret ada a t ravés de los mit os y de una cult ura que dist orsiona su verdadera
experiencia.
Los hombres ent revist ados a los que hicimos referencia no eran violadores, aunque
no llamaría la at ención que ent re ellos hubiera alguno. Sus respuest as demuest ran que
en vez de t omar los sent imient os que pueden experiment ar por las mujeres como el
product o de la frust ración porque no gust an o no despiert an int erés, piensan que esas
mujeres deben ser “ cast igadas” por suscit arlos. Ellos creen que est a forma de pensar
es just a y legit ima el derecho a comet er un delit o.
Si un hombre desea a una mujer, buscará un acercamient o en el que int ent e
suscit ar el int erés o el deseo de ella, dando lugar a la reciprocidad. Si un hombre
piensa que una mujer lo provoca, deberá plant earse que una conduct a seduct ora o
provocat iva de una mujer no es una invit ación a ser at acada sino a un acercamient o.
Es un alivio pensar que no t odos los hombres procesan por medio de la violencia la
relación con las mujeres, sino que son muchos los que encuent ran ot ras formas
igualit arias de vincularse.
21
Podemos definir el miedo como una perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o mal que
realmente amenaza. El susto es una impresión repentina causada por sorpresa, miedo, espanto. Freud
(1920) diferencia entre susto y miedo. Este último supone la presencia de un objeto definido del cual se
tiene miedo. El susto es un estado o reacción que sobreviene frente a estimulaciones externas muy
intensas o a una situación de peligro, que sorprende a un sujeto sin preparación para enfrentarlo, por lo
que no puede protegerse de ello o dominarlo. El acento en el miedo está puesto en un peligro definido, y
en el susto recae sobre el factor sorpresa. Véase Laplanche y Pontalis (1971).
sit uación de peligro y al miedo de lo que pueda sucederle, el yo de una posible víct ima
result a int ensament e sobrecargado por la magnit ud de est ímulos que provienen de los
diferent es element os que pueden preanunciar un at aque. Est a afluencia de est ímulos,
que const it uye una sit uación t raumát ica, genera un est ado de angust ia que debilit ará,
en mayor o menor grado, las reacciones de defensa. Las mujeres que fueron violadas
hablan sobre su miedo: a la muert e, a daños en su cuerpo, a no poder olvidar:
“ Sent í t error por lo que me pasaba y porque pensé que de ést a no salía.
Uno de los violadores me repet ía: si hablás, t e mat amos.”
Escuchar los relat os de est as mujeres nos permit irá rescat ar los component es de
miedo que est án present es en una violación y de los que la descripción objet iva de los
hechos nunca podrá dar cuent a. Por eso result an sorprendent es los argument os de los
hombres ent revist as que ignoran ese sufrimient o y reniegan de la premisa: cuando una
mujer dice “ no” es “ no” . Es decir, que cuando ella se opone, rechaza, se defiende, es
porque no quiere ningún acercamient o sexual. Esas resist encias de ninguna manera
significan una “ simulación” femenina que encubre, en últ ima inst ancia, su deseo de
ent regarse ( “ a las mujeres les gust a hacerse las est rechas, les gust a que les rueguen o
que las fuercen” .) Ellas no desean sexo coercionado y menos una violación. Esa
supuest a simulación es ot ro de los mit os t ípicos en relación a las mujeres. Es por est o
que hay que diferenciar ent re una relación sexual, en donde la reciprocidad de
sent imient os y acciones se pone en juego, y un coit o coaccionado, violat orio, que no
significa “ hacer el amor” . No se t rat a de dos part enaires en un juego amoroso sino que
uno es el at acant e y la ot ra es la at acada.
En nuest ra experiencia psicot erapéut ica con mujeres que fueron violadas se
comprueba que en una violación no hay represent aciones ni disponibilidad psíquica
para la excit ación, sólo hay espacio para el t error. Y no sólo est amos hablando de la
violación, sino t ambién de element os violent os que la acompañan: el at aque
sorpresivo, el arma que suele exhibir el agresor, las amenazas, los golpes, est ar a
expensas del ot ro, las palabras degradant es que humillan:
“ M e decía cosas muy feas, de mi cuerpo, mi cola, mi ropa. M ient ras me forzaba y me
t iraba del pelo porque yo lo golpeaba me decía que era una flaca y se reía. Est oy llena
de moret ones por los golpes que me dio.”
N o t o da s re a ccio n an igu al
“ Yo hablaba y hablaba… cont aba cosas… Nunca lo miré. Lo que recuerdo muy
clarament e es cómo me t emblaban las piernas, que casi no me permit ían manejar el
aut o.”
Por supuest o, no hubo un diálogo ent re ellos. Est e sólo puede ser llevado a
cabo ent re personas que est án en sit uación de igualdad, y Graciela est uvo durant e el
largo t rayect o amenazada con una navaja.
La pregnancia de lo visual, cent rada en la cicat riz del violador, significó para M art a
un element o que podría serle út il para la ident ificación post erior. Pero est a idea,
fundament alment e, le permit ió neut ralizar el t error de sent irse a expensas del
at acant e. Ella lo podía ident ificar.
Ot ras mujeres acceden a lo que les exige el agresor para evit ar males físicos o
morales mayores:
“ M e negué a que el violador me besara en la boca. Él se enojó y me amenazó.
Terminé accediendo y no present ar más resist encia por t emor a que me
golpeara y me last imara” .
Silvia no podía recordar muchos moment os de la violación, est aba como em bot ada,
at urdida: “ M i cuerpo no era mío.”
Adela no se daba cuent a de lo que le ocurría en la violación: “ Era como que me
miraba desde arriba” .
En algunas mujeres est e “ mirarse desde arriba” significa que, frent e a la violencia,
se produce una sust racción ment al del hecho y una forma part icular de sent ir el
cuerpo. La percepción del propio cuerpo queda “ fuera” de lo que est á ocurriendo.
Las reacciones después del at aque t ambién difieren. Algunas mujeres necesit an
coment arlo con ot ras personas, pedir ayuda, hacer la denuncia, hechos que implican
que est án enfrent ando la sit uación. Ot ras se sumergen en el silencio y quizás nunca
den cuent a de la violación padecida. No nombrarla, muchas veces, significa que no
exist ió.
Re a rm a n do un a vida
El impact o producido por los act os de violencia provoca, en quienes son at acadas,
sent imient os complejos. Ent re ellos, vamos a mencionar los deseos de venganza, que
pueden ser experiment ados por la víct ima, por las personas de su ent orno y aún por
los profesionales que la asist en.
Hay dos cuest iones que se observan en la práct ica con mujeres que fueron violadas
en relación con la venganza (que t ambién se observa en m ujeres que padecieron ot ras
formas de violencia): por un lado el miedo a la venganza del agresor, pero t ambién,
por el ot ro, el deseo de vengarse de él.
La primera consist e en el t emor a que el agresor t ome represalias si la mujer, la
familia o los amigos hacen la denuncia o coment an con ot ros el abuso, “ lo queman” en
el barrio, con la familia, o en el t rabajo. La mujer t eme que la viole nuevament e, la
persiga en la calle para golpearla o dañarla, o haga coment arios desfavorables sobre
ella. El t emor a que la violencia se repit a la obliga a enfrent ar una t ensión sost enida
por el miedo a ser vict imizada nuevament e. En algunos casos, est as sit uaciones
t emidas fueron llevadas a cabo por el agresor:
Amelia fue violada por un desconocido en un asalt o. Él le robó la cart era donde
t enía los document os y los dat os personales: “ Durant e mucho t iempo me amenazó
por t eléfono o me dejaba mensajes obscenos en el cont est ador” . Ella seguía
t emiendo al violador que cont inuaba int imidándola, aún dent ro de su propia casa.
Florencia, una niña de 11 años, era abusada por su padrast ro. A la vez, lo
escuchaba coment ar con el rest o de la familia las formas en que Florencia
provocaba a los hombres.
“ Cuando ese hombre que yo creí parecido al violador bajó del colect ivo, lo seguí.
Quería vengarme. Ent ró a un negocio y esperé en la puert a pensando qué le podía
hacer. M e sent ía fuera de mí. Tenía miedo pero quería t enerlo enfrent e y grit arle
¡hijo de put a! ” .
Carmen dijo que no podía dejar de pensar en lo que un t ío le había hecho a su hija
de 10 años:
“ Pienso y pienso en cómo me voy a vengar porque abusó de mi hija. Quiero llamar a
la esposa y cont arle. Denunciarlo en una fiest a familiar. Cont arle a t odos lo que le
hizo a la nena durant e no sé cuánt o t iempo. Pero la jueza me prohibió t oda
int ervención, por la nena” .
En una reunión de t rabajo, Alcira expresó la impot encia que sient en quienes
t rabajan en violencia:
El deseo de venganza que pueden experiment ar muchas de las mujeres que fueron
violadas se genera a part ir del odio que sient en por el daño causado. Est e odio se
origina en la imposibilidad de t ransformar aquello que ya pasó. Una de sus
significaciones es que act úa como una reacción de defensa del yo para evitar o negar el
dolor. Const it uye un rechazo a t odo objet o –cosa o persona- que provoca un aument o
int olerable de t ensión psíquica. Algunas mujeres que fueron violent adas present an dos
manifest aciones de odio. Una, el odio pensado y sent ido como nocivo, inconciliable,
ext raño, que se t orna int oxicant e para el psiquismo y que, como t al, se incorpora a la
sit uación t raumát ica (“ se lo t raga” ). La ot ra, el odio puest a en práct ica, expresado en el
“ afuera” como un cast igo acompañado por ideas de desprecio para quien t uvo el
poder de dañar. Est a necesidad de cast igar al agresor es la que va a generar
pensamient os y conduct as vengat ivas. Podemos ent ender, ent onces, a la venganza
como una respuest a que int enta ser simét rica a la agresión padecida: es un exceso de
emoción que necesit a ser llevado a un act o concret o. Se suele experiment ar para
at urdirse y aplacar el dolor. Pero fundament alment e busca un objet ivo, hacer padecer
al hombre que violent ó lo mismo que sufrió su víct ima, pero ubicada en una posición
act iva, siendo ella la at acant e, la que lo t oma por sorpresa, la que “ lo puede” .
Los familiares t ambién experiment arán, en diferent es grados, el deseo de vengarse
del agresor. Est o puede llevar a varios riesgos: posicionarse en el lugar de justicieros,
necesit ar enfrent arse cara a cara con el agresor, y en casos ext remos hacer just icia por
22
las propias manos. La expresión: “ quien a hierro mat a a hierro muere” alude a que
una persona debe esperar el mismo t rat o que ha aplicado a ot ras. Ot ra expresión: “ ojo
por ojo” se refiere a la venganza y consist e en causar el mismo daño que se ha recibido
23
originando, de est a forma, nuevos circuit os violent os. Podemos explicar est as
24
expresiones por la acción del mecanismo psíquico de ident ificación con el agresor. La
22
Una práctica ejercida en la antigüedad fue la venganza legal. El castigo del ofensor por la víctima o sus
parientes estaba autorizada legalmente. “En cuanto se producía un homicidio, el linaje de la víctima tenía
el imperioso deber religioso de vengar tal hecho, bien sobre el culpable, bien sobre un miembro de su
parentela”. Estas venganzas privadas eran interminables y se podían prolongar, a veces, durante siglos.
Gregorio, Obispo de Tours en el siglo VI, hasta Raúl Glaber, en el siglo XI, dejaron constancia en sus
escritos de esas venganzas. Véase Ariès y Duby (1985: t. 2, 90 y ss).
23
Otras expresiones escuchadas en las víctimas o familiares pero que también forman parte del sentir
popular frente a hechos de violencia, tienen un significado semejante: “la va a pagar con la misma
moneda”, “hay que tomar revancha”, “tenemos que desquitarnos”, “tengo que sacarme esta espina”,
“queremos tener una satisfacción”, “lo vamos a quemar vivo”, “si se me pone adelante lo mato”, “vamos
a lavar con sangre la violación”, “se la tengo jurada”.
24
La identificación con el agresor es un mecanismo psíquico que ya fue descrito en el capítulo 2. El
sujeto, enfrentado a un peligro exterior, se identifica con su agresor reasumiendo por su cuenta la agresión
de la misma forma. Resulta de una inversión de papeles. Véase Laplanche y Pontalis (1971).
mujer que fue violent ada deseará ejercer venganza sobre quien la agredió de diversas
formas y, para ello, buscará una inversión de papeles: la agredida se t ransformará en
agresora, ya sea en fant asías o en act os concret os. La puest a en marcha de est e
mecanismo funciona como una defensa compensat oria que t iende a producir una
sat isfacción narcisist a a t ravés del padecimient o del ot ro. Est a sat isfacción aliviará el
25
propio dolor (Bleichmar, 1983).
Las ideas de venganza t ienen, ent onces, la finalidad de debilit ar a quien violó, pero
será el propio padecimient o de la víct ima la verdadera mot ivación de la venganza. Est a
no es llevada a cabo de la misma manera. Puede consist ir en agresiones físicas al
ofensor, perjuicios a su imagen pública haciéndole crít icas a su persona,
avergonzándolo, humillándolo. Est as acciones son, para quien las realiza, el
equivalent e simbólico de cast rar al violador: desvalorizarlo, dejarlo carent e de poder,
perjudicarlo en sus lazos familiares, en el barrio, en el t rabajo. La finalidad es producir
una imagen de debilidad mient ras que quien ejerce la venganza se posiciona en un
lugar de t riunfo y omnipot encia. Est as acciones son posibles de pensar cuando el
agresor es conocido En el caso del violador desconocido y que no ha podido ser
ident ificado –lo que lament ablement e ocurre en muchos casos-, las ideas de vengarse
son realiment adas a nivel de la fant asía y acent uadas por la impot encia que provoca
pensar que el violador “ anda suelt o” y comet iendo ot ras violaciones.
Como vemos, hay varios niveles de significación en relación con la venganza y
diversas maneras de concret arla. Ot ra forma explicit ada por muchas mujeres –en la
psicot erapia y en los grupos- es la de poner en palabras el daño causado y que el
agresor escuche a su víct ima: “ ahora me vas a escuchar” , “ ya vas a ver lo que t e voy a
hacer” , “ t e lo merecés” , “ t odos van a saber lo que me hicist e” . Est as palabras
adquieren la eficacia simbólica de una agresión equivalent e al daño producido.
Sin embargo, los pensamient os o conduct as vengat ivas suelen propiciar un nuevo
circuit o de violencia (“ más de lo mismo” ) que realiment ará la sit uación t raumát ica
para una víct ima. Si bien ella suele est ar en sit uación subjet iva cat ast rófica, mediant e
la persist encia del odio y de las ideas de vengarse puede quedar capt urada por el
t rauma, la host ilidad y el sufrimient o. La mujer suele creer que el agresor “ quedó bien”
mient ras ella permanece at rapada por lo que él le impuso. La idea de que él sigue
disfrut ando en t ant o ella se quedó padeciendo increment a la host ilidad y la necesidad
de vengarse. El resent imient o que acompaña a esas ideas es el que promueve un
pensamient o circular y repet it ivo ligado al recuerdo de la violación. Las ideas que
predominan en est e pensar repet it ivo de una víct ima son las de aniquilar al agresor,
most rarse act iva y dest ruir lo act ivo de él, desposeerlo del poder, ver en su cara la
sorpresa, el est upor, la humillación, la vergüenza y most rarlo vulnerable. Est o suele
producir placer y sat isfacción pero, a la vez, acrecent ará el odio. De est a forma, la
host ilidad sent ida hacia el violador y las peleas int ernas con él refuerzan las ideas de
vengarse: por la violación y del violador. Est e “ cult ivo de resent imient o” , como dice
Bleichmar (1983) const it uye una reafirmación narcisist a mediant e la cual la mujer
ubica al ofensor en el lugar de culpable y a ella en el de damnificada. Si bien est o es así,
25
Ante una tensión dolorosa, “Se pueden poner en marcha ya sea mecanismos de defensa –exclusión de
la conciencia de determinados contenidos por el displacer que ocasiona a ésta- o defensas compensatorias
que se diferencian de los primeros por no tratarse de una simple exclusión de lo doloroso sino por la
producción de algo placentero que contrarresta las ideas angustiosas” (Bleichmar, 1983: 161). Entonces el
narcisismo –amor del sujeto por su imagen- es el que pondrá en marcha la agresión que tenderá a
restaurarlo.
el problema radica en que la persist encia del odio, el resent imient o y las ideas de
vengarse no resuelve la sit uación. M ás bien, est os est ados la mant ienen unida al
agresor y al recuerdo del hecho violent o, que la sigue vict imizando.
Ot ros sent imient os suelen acompañar a las ideas de venganza. La rabia es un
int ent o de hacer desaparecer el dolor que, en ocasiones, puede t omar una forma
crónica de rencor que implica la imposibilidad e olvidar debido a la herida narcisist a
que dejó el at aque. Una variant e del rencor, siguiendo las ideas de Bleichmar (1986:
178-179), es la amargura, cuyo component e esencial es el sent imient o de impot encia.
M ediant e la impot encia la mujer se sent irá incapacit ada de modificar la sit uación de
sufrimient o. En algunas formas de rencor, las fant asías de venganza permit en
mant ener la valía del yo. Pero, según Bleichmar, la venganza es un rencor fracasado en
su función defensiva. En est e sent ido, podríamos decir que no alcanza, junt o con la
rabia, a cumplir la función de dot ar a la mujer de un sent imient o de poder.
Para salir de la condición de víct ima con t odos esos sent imient os a cuest as será
necesario un t rabajo psíquico que implique recordar sin quedar at rapada en la escena
del hecho t raumát ico y por esos penosos sent imientos concomit ant es. Est o supone
que el recuerdo t raumát ico sea pensable y hablable y que no promueva únicament e
emociones y acciones de cont enido t óxico para la mujer. Será necesario, entonces, que
ella se oponga y se resist a al padecimient o que le producen las ideas de vengarse
(juicio de desat ribución). Deberá poner en marcha el deseo host il, vinculado a la
iniciat iva y a la t oma de decisiones que promoverá ot ros vínculos, int ereses y
perspect ivas para su vida. Como señala Bleichmar, el cult ivo del resent imient o
desaparece cuando se t orna innecesario. Est o es posible en las víct imas de violencia
cuando aparecen ot ras sat isfacciones en la vida que realza la imagen que una mujer
puede t ener de sí misma. No sólo se es una víct ima de violación. Est e acontecimient o
deberá ser resignificado en las circunst ancias act uales de la mujer violent ada e
insert ado en una hist oria de vida más amplia. Caso cont rario, será una víct ima “ para
siempre” .
Para que est o no suceda, las mujeres que fueron violadas deberán cont ar con un
espacio de elaboración del hecho t raumát ico que exceda los apoyos familiares y
sociales. La sit uación de crisis hace necesaria la derivación a diversas formas de
cont ención y asist encia que les permit a ubicarse como sujet os act ivos del
padecimient o que at raviesan. El proceso de recuperación, cuyo t iempo es variable en
cada caso, est ará cent rado fundament almente en ayudar a una víct ima a reconst ruir
su subjet ividad, para lo cual necesit ará una orient ación específica y especializada. Ello
hará posible que la sit uación t raumát ica pueda dar lugar, con el t iempo, a crisis
evolut ivas que promuevan procesos creat ivos. Est o abrirá un abanico de nuevas
perspect ivas para la vida de las mujeres que fueron violadas.
CCAAPPÍÍTTU O 66
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En la int imidad del hogar, en la privacidad de una pareja, en ese mundo donde se
desarrollan la convivencia y los afect os más complejos, t ambién suele aparecer,
inesperadament e, un mundo sórdido que sorprende. En ese supuest o espacio de
prot ección y seguridad se comet en t odo t ipo de abusos físicos, sexuales y psicológicos
con mucha mayor frecuencia de lo que es posible imaginar.
Est as formas abusivas de poder se ejercen dent ro de la casa, acent uando la
dependencia emocional y económica de los miembros de la familia. Así se van
configurando las imágenes que cada uno pueda t ener de sí y de los ot ros por medio de
las cuales se perpet úa ese poder. Una de las est rat egias que puede ut ilizar el agresor,
por ejemplo, es configurar la imagen de una madre nerviosa e inest able a la cual los
hijos no podrían acudir para buscar prot ección si fueron abusados. Est as maniobras
int encionales de descalificación nat uralizan la violencia, en cualquiera de sus formas,
debilit ando su regist ro, así como la posibilidad de censurarla y resist irla. De est a
manera se ejerce y se nat uraliza la violencia física, emocional y sexual. En ese clima
emocional t ambién se ejerce violencia sexual contra la pareja y las est adíst icas así lo
confirman:
Una de cada siet e mujeres casadas es forzada por su pareja a t ener relaciones
física y el 81,3% violencia emocional).
sexuales (Cent ro de los Derechos Const it ucionales, 1990). Los hombres que violan a
sus esposas pert enecen a diferent es clases sociales, son de diversas edades y de
Una invest igación llevada a cabo en los Est ados Unidos (Finkelhor, 1985),
diferent es niveles educat ivos y laborales.
señala que ent re un 10 y un 14% de los mat rimonios present an episodios de violación
marit al aunque se considera que el porcent aje es mucho mayor, puest o que muchas
mujeres no lo denuncian y ot ras nunca lo cuent an a nadie.
A la cat egoría de “ violaciones con violencia física” pert enecen el 45% de las mujeres
ent revist adas. En esos mat rimonios no sólo había abuso sexual sino t ambién físico. Los
maridos podían t ener problemas con el alcohol y con las drogas, golpeaban y violaban
a sus mujeres en cualquier moment o. Las ent revist adas manifest aron que se habían
t ransformado en esposas “ sexualment e disponibles” por el miedo a los malos t rat os
físicos.
A la cat egoría de “ violaciones en las que no había golpes” pert enecían mat rimonios
generalment e de clase media y con menos hist orias de abuso y violencia. Las
violaciones se desencadenaban según el t ipo y la frecuencia de las relaciones sexuales
que mant enían. La fuerza que ut ilizaba el marido era suficient e para somet er a la
mujer sin causar daños físicos severos. La causa de est e t ipo de violaciones no se debía
a la falt a de cont rol de los impulsos del marido debido al alcohol o a las drogas, como
se describió en el grupo ant erior, sino a la necesidad del hombre de afirmar su poder y
de cont rolar sexualmente a la mujer. A est a cat egoría de violaciones sin golpes
pert enecen ot ro 45% de las mujeres ent revist adas.
Una t ercera forma de violación, que corresponde al 10% rest ant e, es aquella que el
aut or denominó “ violaciones obsesivas” . El marido, en general, solía est ar
excesivament e preocupado por el sexo, la pornografía y el miedo a ser impot ent e u
homosexual. M uchos de est os hombres necesit aban, como est ímulo en sus relaciones
El colect ivo Casa de la M ujer de Bogot á (Uribe y Uribe, 1990) realizó una
sexuales, violent ar y humillar a su esposa.
invest igación con la población que solicit ó sus servicios. Las encuest as realizadas a 66
mujeres que informaron hist orias de violencia familiar –ent re julio y noviembre de
1988)- dieron a conocer que el 90,4% de ellas fueron afect adas por violencia física, el
100% por violencia psicológica y el 41,2% por violencia sexual. El 72,4% de est as
últ imas manifest aron que eran obligadas a t ener relaciones sexuales y el 13,5%
definieron la violencia sexual como violación, sin poder caract erizarse la diferencia
ent re una y ot ra. Las invest igadoras aclaran que aunque se pueda aplicar el t érmino
“ violación” , muy pocas mujeres se at revieron a designarla de esa manera. La mayoría
expresó haber sido obligada a t ener sexo “ cuando él quiere” , mediant e amenazas,
encierro, golpes, ofrecimiento de dinero, salidas, vest idos o promesas de fut uras
compensaciones. También est as mujeres manifest aron haber sido conminadas a
det erminadas formas de relación sexual, t ales como sexo anal u oral, que ellas
rechazaban. Ese grupo se sent ía at rapado ent re la vivencia de la sexualidad impuest a
por la fuerza y la int eriorización de normas concernient es a su deber como esposa, por
En la invest igación realizada en Buenos Aires por Inés Hercovich y Laura Klein
el cual su obligación era ser la “ mujer de su marido” , sat isfacerlo y hacerlo feliz.
(1990-1991) se llegó a las siguient es conclusiones. En las mujeres ent revist adas,
víct imas de violación marit al, el “ débit o conyugal” impide reconocer la violación
realizada por sus parejas,, porque dejarse penet rar es part e del deber de las mujeres
en el mat rimonio. Para las invest igadoras, la violación es una exacerbación punt ual de
la violencia y/ o una caract eríst ica est ruct ural del vínculo que est á marcado por el
miedo, el somet imient o y la act it ud de la mujer, pasiva e inerme, a merced del
hombre. Una de est as mujeres expresó: “ Sent ía mucho miedo, pánico, est aba como
paralizada, era un muñeco: me acuerdo que no podía t ener movimient os” .
Si bien en est os casos suele no haber amenaza de muert e, ést a es reemplazada por
la violencia f ísica, la dom inación y el cont rol absolut o del hombre sobre la sit uación. La
violación irrumpe en forma sorpresiva y est á at ravesada por el poder. No es una
relación erót ica sino que el deseo sexual est á aplast ado por la vivencia de lo siniest ro y
la mujer se t ransforma en un objet o de la violencia masculina. “ M e negó como
persona, es una sensación de no exist ir. No exist ía ni para mi ni para él, nada de lo mío
era import ant e” , declaró ot ra ent revist ada.
Las mujeres se perciben a sí mismas indefensas, paralizadas física y psíquicament e,
con sensaciones de t error por la impot encia de no poder manejar la sit uación. “ Él hizo
lo que quiso conmigo, me golpeó, me dominó” . En las ent revist adas expresaron
sent irse una “ porquería” , “ una cosa” , “ despreciables” . Temen que los maridos no les
permit an romper la relación y/ o que las persigan, lo que increment a el odio hacia ellos.
Para est as mujeres, el hombre pierde sus caract eríst icas habit uales, queda recort ado
en el act o de violencia, se lo vive como t odopoderoso, capaz dañarlas y humillarlas.
Ellas creen que la violación se debe a un est ado de locura repent ina. Dadas est as
condiciones, no pueden negociar “ sexo por vida” como las que son violadas por
ext raños, sino que “ cegadas por esas hist orias de just ificaciones -ligadas íntimament e a
las ilusiones de amor, a agradecimient os y deudas- est as mujeres rechazan sent ir sus
vidas amenazadas. Aquí el sexo se ent rega “ por nada” .
con objet os).
Abuso verbal: insult os, sarcasmos y descalificaciones de la persona de la mujer o
de sus funciones hogareñas y laborales.
Violencia cont ra los objet os personales: rot ura de ropas, libros, plant as, fot os,
adornos, vajilla.
Descalificación de los vínculos (familia, amist ades, vecinos).
Desprest igio de los logros personales en el t rabajo, el est udio, la profesión.
Cont rol económico y aislamient o emocional y social: no se les permit e t ener
amigos, salir a visit ar a los parient es, realizar est udios ni disponer del dinero
para los gast os de la casa.
Podemos explicar est os comport amient os violent os de los hombres como formas
de reafirmar narcisíst icament e su superioridad y poder dent ro de la familia.
En lo que hace específicament e a la violación ejercida por la pareja, ést a provoca en
la mujer sent imient os de humillación, vergüenza y culpa, baja aut oest ima, aislamient o
físico y emocional, y la vivencia de sent irse diferent e. La mujer suele mant ener en
secret o las sit uaciones abusivas por vergüenza a que los familiares y amigos se
ent eren, la culpen de provocar a su pareja, de t ener t rast ornos sexuales o de ser poco
at ract iva o asexuada. Con el t iempo, y a causa del abuso crónico, es posible que ella se
convenza de que realment e padece esos problemas y llegue a acept ar que merece ser
cast igada.
La humillación se vivencia a causa de las sit uaciones de malt rat o y abuso de poder
que hacen peder el cont rol de la sit uación. La posesión violent a por part e del agresor
del cuerpo y de la sexualidad de la mujer la hace sentir pasivizada y vulnerable. Así
como surge la vergüenza, vinculada a la ira y t ambién a la humillación, que llevará a la
ret racción e inermidad del yo que, fragilizado por los malt rat os a lo largo del t iempo,
no podrá, muchas veces, resist ir los at aques reit erados. La vergüenza se ext iende a las
sit uaciones en las que la mujer se ve obligada a relat ar el hecho de violencia. Allí se
enlaza con la mirada y la palabra del ot ro, ya que ella debe exponerse a ser observada
y escuchada. Esa mirada le genera int ensa angust ia por que desvist e y desnuda lo
invisible. Sólo puede ser soport able si es acompañada del silencio del ot ro, que implica
que no se nombre lo que se mira en ella (Aulagnier, 1984).
La culpa que suele sent ir la mujer agredida, ent endida, como la dist ancia que se
est ablece ent re lo que ella “ piensa y sient e” y lo que debería “ sent ir y hacer” , podría
deberse a que si no desea t ener sexo en ese moment o, cree que no cumple con un
deber marit al. También suele deberse al resent imient o y al rechazo que le provoca
sent irse forzada cuando ella “ no t iene ganas” . Como consecuencia de la culpa, algunas
mujeres mant ienen a veces durant e largo t iempo, est e vínculo violent o sin ejercer
resist encias concret as ant e las violaciones y los malos t rat os y sin animarse a dejar a su
pareja. Por el cont rario, cada vez son más vulnerables a los at aques, ya que se ha
resquebrajado la ilusión que las unió a est os hombres: la seguridad y la confianza.
A causa de est o, la sorpresa y el est upor que provocan las experiencias de violencias
reit eradas abrirán el camino a la angust ia, el silencio y el secret o. Pero si la mujer
pudiera hablar sobre la violencia que se ejerce sobre ella, sería posible mit igar o negar
el poder del abusador. La mujer, ent onces, podría asumir ese poder de los act os y de
la palabra que en el vínculo violent o es primacía del agresor, que enuncia qué es lo que
ella debe sent ir, pensar y hacer.
En po s de u n ide al
A algunas mujeres que son forzadas a t ener sexo les result a difícil negarse. Si la
mujer dice “ no” porque no desea t ener sexo en ese moment o, su pareja puede
int erpret arlo como un act o de provocación o desobediencia y sent irse con derecho a
imponerse y a no t ener en cuent a la negat iva. El int enso malest ar que provocan est os
act os coercit ivos lleva a que est as mujeres se debat an ent re decir “ sí” a t odas las
demandas de su pareja y ensayar un “ no” que no las haga sent ir malas,
desconsideradas e ingrat as. Sin embargo, est e “ no” que se t eme decir podría
est ablecer una diferencia ent re lo que uno y ot ra quiere, y delimit ar los deseos de ella
aunque el riesgo sea sent irse poco querida y malt rat ada.
Y est o t ambién t iene una hist oria. Los mandat os sociales prescriben que las mujeres
deben complacer a los hombres y que les debe int eresar más el placer de ellos que los
propios. Es así que algunas acat an est os mandat os sin oponerse y creen que de est a
forma pueden mant ener la ilusión de sent irse queridas y prot egidas por un hombre.
Sin embargo, si una mujer dice “ no” a algunos requerimient os sexuales de su pareja, la
negat iva puede conducir a los malos t rat os que ella ya conoce –violencia de diversa
índole acompañada de reproches de ser frígida, desamorada, desconsiderada y
desagradecida-.
El somet imient o acrít ico de est as mujeres al poder que ejerce el hombre violent o
dificult ará la est ruct uración de un “ no” que genere un espacio para valorar los propios
deseos e int ereses. La dificult ad para negarse suele responder a la implement ación del
mecanismo psíquico de ident ificación con el hombre que la arremet e, por el cual ella, a
pesar del malest ar que sient e y la confunde, cree que debería desear lo mismo que él
desea. Est e juicio ident ificat orio no le permit e reconocer lo que pasa ent re ellos y le
hace suponer que ambos est án pensando y deseando lo mismo: “ ahora vamos a t ener
sexo” . Ent onces, mediant e est e mecanismo de ident ificación, ella se violent a a sí
misma cuando desdibuja sus propios pensamient os y sent imient os, que quedarán
subsumidos a lo que el hombre imponga.
El int enso dolor psíquico que provocan los malos t rat os y las violaciones reit eradas
puede t ener por lo menos dos derivaciones: o se sucumbe a la violencia o el juicio
ident ificat orio pierde su eficacia. A part ir de allí se puede iniciar el resquebrajamient o
de ese vínculo: “ yo no t engo que desear lo que él desea” . Est a suele ser una primera
afirmación que lleva a desmant elar la ident ificación con quien la arremet e para inst alar
en su lugar el juicio crít ico que le permit a int ent ar el dominio de las sit uaciones
amenazant es. Est e proceso implica desmont ar, mediant e la int errogación, cada una de
las part es que componen los hechos de violencia. Est o supone pregunt arse: “ ¿Qué es
lo que sient o?” , “ ¿Cuál es la imagen que t engo de mí en est as sit uaciones?” , “ ¿Qué
quiero y qué no quiero de él?” Est as pregunt as generarán una serie de respuest as que
provienen de rechazar el malt rat o y asignarse valoraciones posit ivas a sí misma. En
est e punt o, se podrá comenzar a desplegar un juicio crít ico que permit a recort arse y
desapegarse del deseo del ot ro mediant e la reflexión y la diferenciación.
Ést as serán herramient as psíquicas necesarias para poder const ruir un “ no” que
permit a a la mujer violent ada oponerse, diferenciarse y resist irse. De est a forma, se
podrá apropiar de sus deseos y de su palabra e increment ar la confianza en los
recursos subjet ivos de los que dispone para enfrent ar la violencia. Est e pasaje de
“ sujet o padecient e” a “ sujet o crit icant e” , como dice Burín (1987), se irá const ruyendo
mediant e las respuest as a aquellas pregunt as acerca de sí: lo que ella quiere, lo que
quiere que él haga o que hagan junt os. A part ir de allí, será posible const ruir un “ no”
rot undo. Caso cont rario, la negat iva será débil, desdibujada y escasament e eficaz.
El “sí” de lo s va ro n e s
El hombre que malt rat a y viola a su compañera ejerce un hecho perverso: impone
su propia ley, necesit a afirmar la superioridad en la diferencia y cont rolar el vínculo
promoviendo el t error y el miedo a la dest rucción corporal y a la muert e.
A la violencia ejercida por vía de la sexualidad, como la violación, no la mot iva el
amor ni el deseo del varón hacia la mujer. Ella no es invest ida libidinalment e en forma
amorosa sino, por el cont rario, en forma host il. Él ut iliza su sexualidad para demost rar
y demost rarse poder y dominio, y con est o confirmar su ident idad. Se reasegura,
mediant e la violencia, el soport e narcisist a de su masculinidad haciendo prevalecer sus
deseos y su impunidad. La int ención es dominar por la coerción y humillar por el
somet imient o.
Siguiendo las ideas de Bleichmar (1983: 49), se puede pensar que est e hombre se
represent a a sí mismo y a su víct ima en una relación de “ conquist ador y vencido” o de
“ cazador con su presa” . El placer que logra es que en esa act ividad de caza puede verse
a sí mismo como el más ast ut o, hábil y poderoso. Est o incrementa su propia
valoración.
Los act os violent os que ejercen algunos hombres, sean físicos, sexuales o
emocionales, son la expresión de una defensa que se inst rument a cuando se vive la
dependencia de la mujer como una amenaza a la ident idad “ varonil” . La dificult ad para
acept ar la necesidad de prot ección se expresa en el regist ro inadecuado de ciert os
sent imient os. Los miedos e inseguridades, que cualquier ser humano puede percibir
como habit uales frent e a det erminadas sit uaciones, result an para est os hombres una
verdadera amenaza de feminización. Una forma de defensa frent e a est a amenaza es
comet er episodios de malos t rat os y de violación, que son la manifest ación
paradigmát ica que los reafirma una y ot ra vez como “ bien hombres” . Para que est o sea
así, ellos deberán proyect ar los miedos e inseguridades en la mujer, o sea, ver en ellas
los sent imient os que no pueden acept ar como propios. Est a proyección garant izará
que quede bien definido quien es el hombre y quien es la mujer dent ro de la pareja.
Así, est os hombres no ent rarán en conflict o con aquellos ideales sociales que
jerarquizan los at ribut os del género varón
Krist eva (Collin, 1994) sost iene que la dependencia del hombre respect o de la mujer
es “ fundament al” . Ella es un objet o erót ico que incluso puede ser dominado y
despreciado, pero del cual no se puede prescindir. Ést a es una adicción del erot ismo
masculino, considera Krist eva, que est á dominado por las vicisit udes del objet o
mat erno vivido como t odopoderoso. Los hombres, dice la aut ora, dependen de la
sat isfacción de su excit abilidad, y cuando ést a no es sat isfecha t oda su imagen se
rompe. Si la dependencia femenina est á cent rada en el narcisismo, la masculina
guarda una est recha relación ent re el narcisismo y la realización fálica objet al. En est e
sent ido, Dío Bleichmar (1985: 113) afirma que los ideales sociales que jerarquizan lo
fálico como at ributo de la masculinidad est án f uert ement e narcisizados, y los símbolos
de hombría, inducidos y legit imados socialment e. Cualquier manifest ación pulsional,
por más perversa y abusiva que sea, dice Dío Bleichmar, cont ribuye a la valoración de
sí en t ant o represent ant e de su género, aument ando la hombría. Como consecuencia,
el hombre que prot agoniza hechos violent os es un vict imario, pero t ambién una
víct ima de los ideales de su género.
En la búsqueda y confirmación de las creencias sociales sobre la masculinidad, él
int ent ará confirmar su ident idad, dice Bonino (1991), con “ más de lo mismo” , sin
siquiera suponer la posibilidad de cuest ionarse. Est e hombre no puede reemplazar los
hechos violent os con la reflexión y la palabra mediadora que le permit irían un cont rol
int encional de sus act os. No puede preguntarse en vez de act uar: “ ¿Qué me est á
pasando?” , “ ¿Qué puede sent ir ella?” , “ ¿Cómo me puedo sent ir yo después de
malt rat ar y violar?” Por el cont rario, él cree que mediant e el forzamient o sexual de su
compañera conseguirá modificar la humillación que le provoca la negat iva de la mujer
a t ener sexo cuando sólo él quiere. Est a negat iva será vivida como un at aque a su
poder, que int ent ará recobrar violent ándola una y ot ra vez.
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¿Por qué un hombre puede ser violent o? Como ya dijimos, el hombre que
prot agoniza hechos abusivos dent ro del ámbit o de la pareja y de la familia es el que a
t ravés de est os hechos necesit a reafirmar su hombría; su víct ima no es sólo la
dest inat aria de la agresión, sino quien le permit e sat isfacer el narcisismo de su fuerza
física y su poder.
Pero, ¿cuál es la “ racionalidad” a la que apela un hombre para ejercer y reproducir
la violencia? En principio, esa racionalidad est á sust ent ada por el poder que él necesit a
ejercer y que se manifiest a por medio del aut oritarismo, la fuerza y los act os
26
represivos. Simult áneament e, él recurre a un mecanismo psíquico de racionalización:
selecciona una serie de dat os referidos a los comport amient os de la pareja o de
cualquier miembro de la familia, sobre t odo los de las mujeres, con los cuales armará
argument os que funcionarán como causa y desencadenant e de su violencia. Est os
argument os, que int ent an just ificar los act os comet idos, const it uyen la “ racionalidad”
a la que apela un sujet o violent o para mant ener su poder. Como el ejercicio del poder
se da en el cont ext o de una relación, la dinámica de ese ejercicio es que, mient ras uno
ost ent a ese poder que lleva a abusos y conflict os, forzará a los ot ros a somet erse. Y
est os abusos de poder son los que darán lugar a variados circuit os de violencia.
Pero, ¿cómo se posicionan subjet ivament e los involucrados en ese circuit o de
violencia? ¿Qué subjet ividades se ponen en juego? Empezaremos considerando que
las relaciones de género, como señala Flax (1990: cap. II), evidencian que varones y
mujeres no t ienen una posición igualit aria en la vida cot idiana, sino que est as
relaciones son organizadas como formas variables de dominación. Analizaremos,,
ent onces, los circuit os de violencia desde la perspect iva de la dominación a la que se
refieren dist int os aut ores desde marcos concept uales diferent es. Jessica Benjamín
(1996: cap. V) considera a la dominación como un sist ema que involucra t ant o a
quienes ejercen poder como a quienes est án somet idos a ese poder. La dominación
genérica, plant ea est a aut ora, implica la complement ariedad de sujet o y objet o, eje
cent ral del dominio, que se observa en la cult ura occident al. Así, la dominación
masculina, que es inherent e a las est ruct uras sociales y cult urales, se encuent ra
t ambién en las relaciones personales en las que se ejerce abuso de poder. La lógica
binaria genérica hombre-mujer, sujet o-objet o, act ivo-pasivo, acent úa una rígida y
est ereot ipada oposición ent re los sexos que genera relaciones asimét ricas, no
recíprocas ni igualit arias. Derrida (1989) señala que la oposición masculino-femenino
26
La racionalización consiste en un procedimiento mediante el cual un sujeto intenta dar una explicación,
desde el punto de vista lógico o moral de una actitud, un acto, una idea, un sentimiento. La
racionalización encuentra firmes apoyos en las ideologías constituidas, convicciones, etc. Es por esta
causa que es difícil que un sujeto se de cuenta de sus racionalizaciones. Véase Laplanche y Pontalis
(1971).
implica una desigualdad que, como en t odos los opuest os binarios, est ablece que un
lado de esa oposición sea considerado la figura dominant e y cent ral, y por lo t ant o
superior al ot ro, que es el marginado o ignorado. Es así que no exist e allí diferencia,
señala Derrida, sino pura dominación. La dominación comienza, ent onces, con el
int ent o de negar las diferencias y, t al como dice Benjamín, la dominación const it uye
una forma alienada de diferenciación.
En los vínculos familiares o de pareja será necesario el reconocimient o de que el o
los ot ros son diferent es de uno. Cuando no se regist ra al ot ro como ot ro sino que se
int ent a negarlo como persona diferenciada, podemos decir que puede iniciarse un
circuit o de violencia. Por ejemplo, en una pareja, se puede describir ese circuit o,
sucint ament e, de la siguient e manera: frent e a cualquier circunst ancia en la que se
ponga a prueba la aut oridad y el poder de un hombre violent o, ést e int ent ará reforzar
ese poder negando a la mujer como persona. O sea, él se reafirma como sujet o
mediant e conduct as de ensañamient o, descalificación y malt rat o físico y emocional,
mient ras concibe a la mujer como no-semejant e, es decir, como objet o de diversas
formas de violencia. M ient ras él se subjet iviza en el ejercicio de ese poder, int ent ará
reducirla a ella a la nada, es decir, sin exist encia independient e de él. M ediant e est a
est rat egia int ent ará cont rolar y/ o “ corregir” a la mujer.
Reafirmarse en ese poder, que se t ransforma en dominación, genera un círculo
vicioso. Ést e most rará el despliegue de la lógica sujet o-objet o, que es la est ruct ura
complement aria básica para la dominación. Cuant o más somet ida y sojuzgada sea una
mujer, más la somet erá el agresor a su propia volunt ad y cont rol. Simult áneament e,
menos la experiment ará como sujet o, est ableciendo mayor dist ancia respect o del
dolor y el sufrimient o de ella y ejerciendo, a part ir de est o, más violencia. O sea,
mient ras se hipert rofia la ident idad del agresor más se des-ident ifica a su víct ima. La
violencia conducirá ent onces a la desest ruct uración psicológica. Y est a desorganización
psíquica será, a su vez, la condición para ejercer más dominio.
En nuest ra experiencia clínica hemos observado que la mujer desubjet ivada por la
violencia suele perder su capacidad de acción y de defensa. También puede t ener
dificult ad para el regist ro de afect os most rándose alet argada y confusa. En el curso de
la asist encia pudimos observar que algunas mujeres violent adas se pueden debatir
ent re la necesidad de ser reconocidas como sujet o por el agresor y la necesidad de que
él reconozca la arbit rariedad y la injust icia de sus act os. Ot ras mujeres, a pesar de que
ven a su pareja fuera de cont rol, aunque t ambién la necesit an para que las reconozcan
como semejant e, suelen desest imar esa injust icia para just ificar al agresor (“ Él no es
siempre así, “ Est aba en un mal día” , “ Ya se le va a pasar” ). Est a just ificación es un
mecanismo defensivo que permit e enfrent ar el int enso t emor que provoca ser
violent ada. Pero el riesgo de minimizar las int enciones del hombre violent o consiste en
una dificult ad crecient e para regist rar el aumento de t ensión en él, que permit irá
prever nuevos act os violent os. Así, est as mujeres pueden quedar at rapadas en la
necesidad de mant ener en algún lugar de sí la idealización de quien se enamoraron. A
la vez est o implica la negación de un ideal en relación a la pareja que desearían t ener.
Y a part ir de aquí se acrecent arán las dificult ades para percibir que se avecina ot ro
circuit o violent o.
Hemos observado, t ambién, los sent imient os penosos que provoca la exist encia de
circuit os diferenciados de violencia: la que es ejercida –golpes, abusos, violación- la que
es negada o no es reconocida como violencia por el agresor (o por la mujer), y la que no
es hablada, que cont iene lo no dicho y lo indecible.
Como vemos, el dominio que el hombre violent o necesit a ejercer lleva implícit a la
creencia de que nada debe est ar fuera de su cont rol. Tal como sost iene Bourdieu
(1999) en su est udio sobre la dominación masculina, dominar es somet er a alguien a
su poder, pero t ambién implica engañar, abusar, t ener, poseer, apropiarse del ort o. De
est e modo, el poder que debe ejercer el sujet o violent o t endrá el objet ivo de
mant ener un “ orden” que ya fue det erminado por él. La violencia y sus component es
de int imidación, amenaza y coacción const it uyen recursos eficaces para el
mant enimient o de ese orden. Cualquier cambio que se quiera int roducir a los
mandat os est ablecidos por el hombre violent o deberá ser sofocado. Int ent ará, por lo
t ant o, sost ener y reforzar ese poder mediant e la generación de miedo y el empleo de
violencia física, emocional, sexual, económica.
Los varones violent os, señala Corsi (1995: caps. I y III), t ienden a sost ener relaciones
en las que predomina el cont rol y la dominación de las personas de su cont ext o
familiar. El aut or los caract eriza como sujet os inseguros que sient en
permanent ement e amenazadas su aut oest ima y su poder. Corsi enfat iza la función que
cumple el poder en los comport amient os violent os, y agrega que para que una
conduct a violent a se lleve a cabo t iene que existir ciert o desequilibrio de poder. El
hombre violent o buscará, ent onces, reforzar el poder mediant e abusos reit erados.
Tomando en cuent a las afirmaciones de Corsi, podemos concluir que a t ravés de esos
abusos de poder el hombre violent o int ent ará organizar la vida familiar y/ o de pareja,
disciplinar las subjet ividades y est ipular cuáles son las percepciones que cada uno debe
t ener de la realidad. Es decir, qué es lo bueno y qué es lo malo, lo que est á permit ido y
prohibido, lo que debe ser valorado y lo que no t iene valor. Es por est o que una de las
caract eríst icas de las familias expuest as a las violencias es la privación y el
somet imient o de sus miembros a t oda referencia ext erior. El aislamient o físico y
emocional serán sus consecuencias.
Como vemos, ent onces, una “ racionalidad” a la que apela el hombre violent o, se
refiere a la necesidad de ejercer poder y ser reconocido como única aut oridad y
referencia para los miembros de la familia y de la pareja. La ot ra racionalidad a la que
apela el hombre violent o, t ambién ligada al poder, es la referida a la diferencia,
concept o clave para comprender los desencadenant es de diversas violencias (Gibert i,
1998-1999). Si bien ést a organiza los vínculos familiares, porque crea un espacio
psíquico para acept arla e incluso est imularla, el sujet o violent o necesit ará reprimir la
diferencia que se manifiest e en cada uno de los miembros de la familia.
El imaginario masculino adscribe a los varones una serie de at ribut os genéricos:
fort aleza, dominio, poder. En el int ento de sost ener y reafirmar est os at ribut os y frent e
al t emor a lo diferent e, el hombre violent o apelará al recurso de la violencia. Si regist ra
a ot ro dist int o, que no obedece sus códigos, sufrirá un aument o de t ensión int olerable
que pondrá en marcha el impulso host il a causa de la frust ración que le provoca
sent irse desobedecido, desaut orizado y descalificado. Gibert i describe las
modalidades de ejercer violencia frent e a la diferencia:
Un fenómeno ligado a la necesidad del hombre violent o de cont rolar t odo lo que
piensa y hace su pareja es el de los celos. Decript ivament e, los celos son sent imient os
experiment ados por una persona cuando cree que ot ra, cuyo amor desearía para sí
sola, puede compart irlo con una t ercera. O sea, un sujet o sient e el peligro de ser
privado por alguna ot ra persona de quien ama, y así perder lo que t iene. En los
hombres violent os, los celos no se manifiest an únicament e por deseo lógico y nat ural
de que la persona amada los quiera y los prefiera, sino porque desean la posesión y el
dominio de ella. O sea, reforzarán la necesidad de cont rolar t odo lo que la mujer
sient a, piense o haga, e int ent arán impedir que ella se relacione con ot ras personas. El
celoso t rat ará de evit ar cualquier t ipo de relación con familiares y amigos que pueda
poner en peligro la exclusividad del vínculo que desea. El hombre violent o no t olera
que la mujer no lo prefiera en f orma exclusiva, no sólo en los aspect os que hacen a una
relación de pareja, sino que no admit e que ot ras personas (familiares y amigos, por
ejemplo) y act ividades despiert en el int erés o el af ect o de la mujer: “ Si ella me quiere a
mí, no puede (no debe) querer a ot ro/ s” . La cont radicción que aquí se expresa consist e
en que si la mujer valora ot ros vínculos diferent es al que mant iene con él será a cost a
de excluirlo. Est a int erpret ación proviene de poner en marcha una lógica excluyent e:
“ o yo o los ot ros” , en vez de acceder a una lógica de diversidad: “ yo y los ot ros” ( “ El
int erés por ot ros no significa que no se int erese por mí” ).
Para abordar, ent onces, la dinámica en la que se organizan las sit uaciones de celos,
deben quedar diferenciadas dist int as inst ancias por las que debe at ravesar un sujet o
celoso.
Frent e a cualquier sit uación en la que los ot ros pasen a ser el foco de at ención de la
mujer (cuidar o hacer t rámit es para los padres, encont rarse con familiares y amigos,
cent rarse en el est udio o en el t rabajo, hast a el cuidado de las plant as o de los
animales domést icos) puede llevar a coment arios descalificant es y a una escalada de
malos t rat os. Un hecho que desencadena escenas de celos y una brut al violencia es el
embarazo. La experiencia clínica nos ha most rado que, en numerosos casos, la
violencia física y sexual comenzó a manifest arse abiert ament e, si bien ya exist ían ot ras
formas de violencia más sut iles y quizás no regist radas como t ales, a part ir del
embarazo. Él puede pret ender que la mujer abort e aunque ella no lo desee, burlarse
del cuerpo de ella con expresiones humillant es o puede producir t rast ornos de la
gest ación, llegando hast a a provocar abort os espont áneos a causa de los golpes.
Pero ¿qué sucede cuando un sujet o supone que la mujer lo engaña con ot ro
hombre? Vamos a int ent ar responder a est a pregunt a a part ir del análisis que realiza
Bleichmar (1983: 96 y ss.; 1988: 88 y ss.; 1997: 106 y ss.) en relación con la
problemát ica de los celos y según se ajust e a nuest ra perspect iva. Los celos t ienen
diferent es grados de manifest ación que van desde sit uaciones de desconfianza y
perspicacia hast a el at aque de celos y la celot ipia. Est a diferenciación se basa en la
experiencia clínica y, aunque sus manifest aciones pueden t ener diferencias de grado
en su expresión, vinculadas a la personalidad del sujet o en cuest ión, las mot ivaciones,
conscient es o inconscient es, serán semejant es. En general, est os individuos no t ienen
la capacidad para hablar con su mujer sobre los celos que experiment an e int ent ar
aclarar una sit uación. Por el cont rario, frent e a la duda, creerán que la “ resuelven”
mediant e cont roles ext remos y violencias.
Los celos pueden iniciarse a part ir de cualquier act it ud de la mujer que lo mueva a
la sospecha. Cualquier hecho diferent e de los habit uales será considerado como un
indicador de que lo engaña. Necesit ará indagar minuciosament e sobre nuevas
act ividades y amist ades, llamadas t elefónicas, ret raso en los horarios, ropa nueva,
cambio de peinado. Esta indagación irá desde pregunt as reit eradas, casi inocent es,
acerca de lo nuevo y diferent e, hast a llegar a un excesivo cont rol. Ent onces, revisará la
correspondencia, la cart era, los cajones de los muebles, ent re las hojas de los libros o
de las revist as en búsqueda de algún indicio que confirme la exist encia de un posible
amant e. No permit irá que ella salga a hacer las compras o al t rabajo vest ida con
minifalda o con pant alones ajust ados o que se maquille. Hay hombres que llegan a
dejar encerrada en la casa a la mujer cuando salen a t rabajar o a ot ras act ividades.
Est os est ados de alert a permanent e increment an la vigilancia sobre las sit uaciones
que él vive como peligrosas. El origen de est as conduct as se debe a que el sujet o ha
creado en su imaginación una serie de escenas de infidelidad de su pareja que son
vividas por él en forma t raumát ica. Su búsqueda apunt ará a encont rar cualquier indicio
que le reconfirme la exist encia de esa infidelidad, invest igación que, en últ ima
inst ancia, le produce int enso sufrimient o.
La racionalidad a la que apela el hombre celoso en relación con est as conduct as de
vigilancia –cuya mot ivación es inconscient e aunque aparezca en la conciencia como un
argument o perfect ament e just ificado- part e de la convicción de que la mujer le es
infiel. Aunque no exist an y, por lo t ant o, no se encuent ren las evidencias del engaño, él
seguirá dudando. Lo que realment e exist e es la cert eza, arm ada por él: “ ella t iene ot ro
hombre” , “ ella me hace los cuernos” . A part ir de allí, t odo lo que la mujer haga o no
haga, diga o calle organizará los indicios y las señales que serán int erpret ados de
acuerdo con la primera afirmación: “ ella anda con ot ro” , que acrecent ará los celos y el
cont rol. Bleichmar señala que esa vigilancia const ant e se t ransforma en un mecanismo
que orient a al psiquismo a la repet ición de lo displacent ero. Cualquier sit uación, por lo
t ant o, pondrá en marcha la señal de alarma que provocará angust ia y malest ar. La
desconfianza, el odio, el resent imiento serán las expresiones afect ivas frent e al
supuest o engaño que por un lado encauzan la rivalidad con el supuest o amant e y, por
el ot ro, pueden llevar a francos hechos de violencia. Pero es el miedo a perder a su
pareja el que, fundament alment e, recrudece los celos.
En la experiencia clínica hemos observado que el t emor a perder el objet o de amor
–t emor recogido por la ambivalencia afect iva- puede llevar al celoso hast a la
desesperación. No sólo por la amenaza de ser relegado y/ o abandonado, sino porque a
la vez puede perder a la persona en la que proyect a sus inseguridades, t emores y
dependencia. Y, por ot ro lado, porque est á en peligro de perder la posesión del objet o
de malt rat o que le garant iza la sat isfacción y el alivio, mediant e act os violent os, de
cualquier aument o de t ensión int rapsíquica que no puede procesar.
Como t rast orno narcisist a, los celos, dice Bleichmar, provocan en el sujet o por un
lado, dudas sobre si es o no digno de ser amado y, por ot ro, impulsan a concebir a la
mujer como propensa a la falsedad, la hipocresía y la infidelidad. El problema de los
celos, que lleva a sit uaciones de ext remo cont rol y violencia, no sólo consist e en que la
mujer no lo quiere o ya no se int eresa por él, sino que es ella quien elige y prefiere a
ot ro.
En la celot ipia, que es una forma part icular de paranoia, Bleichmar dice que los
celos se expresan mediant e un discurso en el que prevalecen, básicament e, dos
creencias: la pareja es desleal y prefiere a ot ro y ese ot ro se t ransforma, para el celoso,
en el yo ideal y rival. Est o lo llevará a compet ir con el supuest o amant e,
obsesionándose con la comparación ent re él y su rival, a quien supone dist int o, en est e
caso, superior y más deseable. Bleichmar señala que para hablar de celot ipia se deben
dar una serie de fact ores que deben art icularse con ot ros mecanismos y condiciones
de la est ruct ura de personalidad del sujet o: que dude acerca de si es digno de ser
amado, que considere a su mujer capaz de t raicionarlo, que sient a admiración por el
supuest o rival y proyect e est a admiración sobre su pareja, y que experiment e angust ia
narcisist a al creer que hace un t rist e papel porque no descubre la infidelidad. La
combinación de est os fact ores, ent onces, son los que nos pueden ayudar a
comprender los diferent es grados de expresión de los celos que van desde sit uaciones
de malest ar y desconfianza hast a expresiones francament e pat ológicas.
La ext rema t ensión psíquica que experiment a un sujet o celoso al suponerse
engañado y al no poder descubrir la supuest a infidelidad de su m ujer, a lo que suma la
compet encia con ese personaje que ha invent ado, buscará su descarga mediant e la
puest a en act o de dist int os t ipos de cont rol y violencia, hast a el asesinat o. Como
vemos, los celos y sus manifest aciones const it uyen ot ra sit uación en la que el hombre
violent o no t olera la diferencia pero, en est e caso, la que él mismo est ablece con el
hombre al que le at ribuye la preferencia de la mujer, generando circuit os de violencia
y dominación.
Toda violencia ejercida a causa de los celos t endrá la int ención de reafirmar el
poder mediant e la imposición despót ica a la mujer de que sólo t iene que amarlo a él.
“ Ella debe serme fiel” , dice el sujet o celoso, afirmación que implica, por un lado,
ajust arse a una promesa que ambos realizaron, pero por el ot ro es el argumento que
sirve para que él quede posicionado en el lugar de juez haciendo just icia por medio de
la violencia y justificando así el cast igo. De est a forma, él buscará reafirmar la imagen
de sí –poderoso- y la de ella –puest a en el lugar de desleal-. Sin embargo, quedará
encerrado en la propia dinámica de sus celos: fuert e cuando expresa violencia,
vulnerable porque puede ser t raicionado, pero siempre en est ado de alert a y
sufrimient o.
El Ot elo de William Shakespeare sufre int ensament e por el amor y los celos que
sient e por su amada Desdémona a quien, luego de humillarla de t odas formas t ermina
dándole muert e. Ella se pregunt a sobre el porqué de los celos de Ot elo (Ot elo , act o III,
escena IV):
Desdémona: ¡Cielos! ¿Le he dado yo algún mot ivo?
Emilia: Los celos no se sat isfacen con esa respuest a; no necesit an de ningún mot ivo.
Los hombres son celosos porque son celosos. Los celos son monst ruos que nacen y se
aliment an de sí mismos.
H om br e s vio le nt o s…
¿pa ra r e af irm ar e l po d e r?
¿Có m o im po ne r e l po de r?
imposible dejar de hacerlo.
Percibir que ha producido daño y sufrimient o.
Experiment ar pena y compasión por la persona que violent ó.
Sent ir t rist eza, aflicción y arrepent imient o por lo que hizo.
Hacerse responsable de la violencia y sus efect os.
Experiment ar la necesidad de reparar lo ocurrido.
“ Yo soy así, no t engo de qué arrepent irme” , “ No t engo ninguna culpa, hice lo que
me pareció mejor, así que no t engo que pedir perdón” . Est as expresiones, product o de
variadas racionalizaciones que operan como justificat ivos de las violencias ejercidas,
no permit en que los sujet os violent os se den cuent a del papel que desempeña esa
racionalidad, coherent e con los at ribut os de su género, para realizar conduct as
repudiables. Esa racionalidad no es suficient e ni válida para que, en nombre de ella, se
desplieguen t odo t ipo de violencias. En est e sent ido, si no se t oma conciencia de que
se es violent o, el riesgo es que no se considere la posibilidad de modificar la conduct a.
Corsi (1995: caps. I y III) señala que est as caract eríst icas de los hombres violent os
hacen difícil int ent ar un t rabajo psicot erapéut ico con ellos. No se sient en responsables
de su violencia, no la sient en como propia, no la censuran y, por lo t ant o, no necesit an
pedir ayuda.
Por ot ro lado, afirmar que algo no es así o que no exist e ( “ est o no es violencia” )
responde a un mecanismo de negación que reforzará el convencimient o de que se
puede seguir comet iendo agresiones: “ Yo no soy violent o ni malt rat ador, sólo les hago
lo que se merecen” . La falt a de reconocimient o de la agresión desvía la responsabilidad
del agresor inculpando de sus acciones a ot ros. De est a forma, y mediant e sus propias
lógicas, él recuperará su valía y superioridad moral y seguirá ejerciendo más y más
violencia.
27
En términos generales, se designa sentimiento de culpabilidad a un estado afectivo, en parte
inconsciente, que sobreviene como consecuencia de un acto que un sujeto considera reprochable y que
provoca remordimientos, autorreproches y, también, un sentimiento difuso de indignidad personal. Véase
Laplanche y Pontalis (1971).
M uj e re s vio le nt as…
¿po r la f rust r a ció n de un ide al?
“ ¿Sólo hay hombres violent os? (…) ¿No hay mujeres violent as? Claro que las hay,
pero ellas no sat uran las est adíst icas policiales, hospit alarias o ant ropológicas porque
no descalabran diariament e a sus maridos aplicándoles punt apiés en el cuerpo o
t rompadas en la cara” (Gibert i, 2001). Est as pregunt as las hacen los hombres que se
sient en acusados por quienes hablan sobre la violencia cont ra las mujeres. Pero
cuando las pregunt as las hacen las mismas mujeres, dice Gibert i que se t rat a de
mujeres “ muy preocupadas por la injust icia que podría significar una acusación
generalizada cont ra el género masculino, género al cual le rinden pleit esía mediant e la
est rat egia que pret ende promover ecuanimidad cuando en realidad apunt a al
silenciamient o de los hechos” .
Algunas mujeres, sin embargo, t ambién pueden prot agonizar hechos de violencia
en forma verbal y aún física hacia la pareja, aunque en un porcent aje ínfimo
comparado con la agresión de los hombres hacia ellas. En general, los malt rat os
verbales de est as mujeres aluden a la incapacidad que perciben en sus parejas para
resolver sit uaciones o t omar decisiones. Ent onces, reprochan al compañero su
debilidad o la falt a de caráct er, que ganan poco dinero o que no resuelven las
dificult ades cot idianas como ellas desearían, o bien, que son “ poco hombres” .
También les reprochan que no expresan sus sent imient os o que manifiest an escaso
int erés por las cuest iones relat ivas a los hijos y a la familia. Est e comport amiento, que
suele ser t ípico de los hombres, sobre t odo en las familias más convencionales, se debe
a que la mayoría de ellos buscará más reconocimient o en el m undo público que en sus
vínculos familiares. No suelen necesit ar, como las mujeres, adecuarse a las demandas
afect ivas de los miem bros de la familia, sino responder al ideal del género varón: ser la
aut oridad, el principal proveedor económico, y act uar como ellos suponen que debe
desempeñarse el “ jefe” de una familia.
Las mujeres que avalan est os ideales at acarán al compañero si ést e no los cumple.
Lo harán a t ravés de crít icas reit eradas dirigidas al pobre desempeño “ varonil” de est os
hombres. Est as crít icas generalment e suelen art icularse con ot ras sit uaciones de
malt rat os que darán a est e t ipo de vínculo una cualidad de denigración violent a. Así,
los at aques hacia el compañero suelen concret arse de manera aut orit aria, en forma de
quejas y reproches. Est as conduct as t ienen la finalidad de liberar del sent imient o de
impot encia que provocan las sit uaciones frust rant es y suelen dar la ilusión de t ener
poder sobre una realidad que escapa al propio dominio (Bleichmar, 1986: cap. III).
Denigrar al hombre por medio de las palabras y los act os suele t ener, para est as
mujeres, la finalidad de reducir las t ensiones provocadas por una relación en la que se
privilegia la masculinidad t radicional, que no admit e debilidades ni fracasos. Ent onces,
el hombre que frust ra el ideal suele ser dest inat ario de diversas agresiones, incluso
físicas. Él no act úa de acuerdo a las expect at ivas asignadas, no es el soport e de la
aut oest ima femenina porque no brinda prot ección, seguridad ni sat isface t odo el
bienest ar emocional y económico que se espera.
Se pueden ofrecer variadas explicaciones a est e fenómeno, pero aquí int eresa
dest acar, las vicisit udes de la host ilidad y del deseo host il en las mujeres. Los mandat os
sociales para ellas apunt an a la inhibición de est a host ilidad. Est o marca una diferencia
con la mayor facilit ación social que exist e para que los hombres descarguen sus
impulsos host iles mediant e la act ividad muscular, pro ejemplo, en el caso de los
violent os, golpeando. Por el cont rario, en la const rucción de la subjet ividad femenina
se ha int ernalizado como ideal privilegiado el mat ernal. Sólo es posible sost ener
t enazment e ese ideal si se reprime la host ilidad, para lo cual se exige al aparat o
psíquico una t ransmut ación de afect os. En la esfera familiar, las expect at ivas respect o
de las mujeres suelen apunt ar a que ellas se encarguen de resolver las t ensiones que
exist en en las relaciones mediant e act it udes de cuidado y prot ección. Para ello es
necesario el cont rol de la agresividad, con el fin de que se favorezca el adecuado
funcionamient o de las relaciones f amiliares. Es por est o que el desarrollo de afect os (la
host ilidad) necesit a sufrir t ransformaciones. Ést as operan como defensas del yo cont ra
los movimient os pulsionales host iles, t ransmut ándolos en sus cont rarios: la
amorosidad, el alt ruismo, la generosidad, la recept ividad y la cont ención, t ant o de los
niños como de su pareja, a los fines de que t engan mayor concordancia con el ideal
mat ernal. La mujer podrá relegar o, en t odo caso, superponer sus propios deseos al
deseo de los hijos o del marido para evit ar los sent imient os de culpa por no cumplir
con el ideal de prot ección.
La host ilidad t iene, para las mujeres, un problema de t ramit ación en el psiquismo
por esa asociación con el ideal mat erno. A causa de est o, el dest ino de la host ilidad
femenina t iene, en el cont ext o de los vínculos cercanos e ínt imos, la caract eríst ica
asignada por una relación madre-hijo que, sin embargo, será resignificada en cada
mujer. Es decir que, en general, esos impulsos host iles serán repudiados por el aparat o
psíquico y se impondrán los sent imient os asociados al cuidado de los ot ros, y
fundament alment e de la progenie. En est e sent ido, t odo aquello que puede ser
percibido como host ilidad suele t ransmut arse en cariño. Por lo t ant o, se privilegiará
ser la cuidadora y preservadora de la especie. No obst ant e, algunas mujeres apelarán
al recurso de la violencia cuando malt rat an y pegan a sus hijos para disciplinarlos.
El mayor cont act o con los niños, sobre t odo en los primeros años de la infancia
favorece que las m ujeres t engan mayores dificult ades con ellos. En est e caso, los niños
son, para ellas, los deposit arios de las dificult ades o frust raciones personales,
económicas y/ o de pareja. Las madres malt rat adot as no pueden t ramit ar
adecuadament e su host ilidad sino que ést a debe ser descargada en forma de est allido
emocional: cólera, grit os, llant o, palabras hirient es, quejas, reproches, golpes, sin
mediaciones que les permit an censurar la violencia. También, posicionarse en el lugar
de mujeres incondicionales, imprescindibles y que pueden resolverlo t odo son
expresiones de violencia más sut iles. De est a forma, desarrollarán una modalidad de
dependencia que t ermina siendo una t rampa, porque a part ir de esa dependencia se
generarán quejas y reproches.
Las mujeres que malt rat an no llegan a const ruir ot ros sent idos para su host ilidad
porque quedan ent rampadas en la frust ración, la insat isfacción y el aislamient o que
promueven, cada vez, m ás violencia. Cuest ionar sus conduct as host iles podría implicar,
para ellas, la puest a en marcha de un juicio crít ico que, a su vez, propicie el
surgimient o del deseo host il. Est o las llevaría a des-invest ir las figuras familiares como
objet os privilegiados de su vida y sobre los que suelen ejercer violencia, y re-invest ir
libidinalment e ot ros objet os e int ereses. El surgimient o del deseo host il, ent onces,
permit irá que est as mujeres t engan ot ras represent aciones de sí que facilit en diversas
formas de resolución de las condiciones de vida frust rant es y promot oras de violencia.
Resumiendo, se puede decir que las conduct as agresivas que algunas mujeres
descargan cont ra sus maridos se expresan más a t ravés de palabras hirient es y
descalificant es –la forma de violencia m ás privilegiada en las mujeres- que de malt rat o
físico –más privilegiada en los varones-. Se puede suponer que est as mujeres que
ejercen violencias verbales, que t ambién pueden ser físicas, han adquirido e
int eriorizado el modelo est ereot ipado masculino que int ent a resolver los conflict os
con grit os y golpes. Es posible que las mujeres que recriminan, reprochan o golpean a
sus maridos se hayan posicionado en un lugar que la cult ura avala para los varones y
que las mismas mujeres no acept an. Pero t ambién es posible que ellas se ubiquen en
una posición mat erna fálica frent e a un marido-niño vivenciado como impot ent e y
débil. Así, las mujeres que violent an a sus parejas suelen expresar la dificult ad que
t iene para escapar a la asignación rígida de las normat ivas sociales para uno y ot ro
género, llegando a concret ar, mediant e la violencia, aquello que ellas mismas crit ican.
De t odas maneras, est os violent amient os dejan t odavía muchos int errogant es a ser
dilucidados dent ro de la const rucción de la subjet ividad femenina.
Re d e f inir id e nt id ade s
Los hombres y las mujeres cuyas relaciones incluyen formas implícit as o explícit as
de malt rat o han crecido, generalment e, en familias en las que las diferencias de
género est aban rígidament e paut adas. Est as relaciones de género est án alt ament e
sobredet erminadas, y si no han sido cuest ionadas o int errogadas es posible que est én
profundament e enquist adas. A causa de est o, la vida de est as parejas est ará siempre al
borde del colapso (Goldner y ot ras, 1991-1992). Est as aut oras sost ienen que las
premisas de género crean relaciones con “ at aduras y paradojas” que se han
int ernalizado en la psiquis de hombres y mujeres a t ravés de las generaciones, creando
un legado de cont radicciones indisolubles. Tales son los efect os de una cult ura
pat riarcal que valora t an profundament e ciert as formas de poder para los hombres. La
resist encia que puede present ar una m ujer al ejercicio de ese poder implica una injuria
narcisist a mayúscula que buscará rest ablecerse mediant e el ejercicio de act os
abusivos. El riesgo de la valoración social de la agresión y el poder masculino es que la
violencia, en el int erior de los vínculos, pueda est ar ” legit imada” por la eficiencia que
t ienen en las subjet ividades los discursos que avalan y propician relaciones de poder
desigual ent re los géneros. Sin embargo, la mayor o menor facilit ación social que esos
discursos t ienen en los sujet os part iculares es diferent e y guarda est recha relación con
las hist orias personales. Sabemos que no t odos los hombres reaccionan con violencia a
los est ímulos mencionados.
Si bien los ideales prescript os de hombre agresivo y mujer complacient e pueden
conducir al camino de la violencia, muchas parejas logran superar los rígidos
est ereot ipos at ribuidos a la masculinidad y a la feminidad. Ambos buscarán, ent onces,
las formas de flexibilizar las diferencias dent ro de la pareja y de negociar en el int erior
del vínculo sus necesidades, sus deseos y sus derechos. En una sit uación de real
simet ría, ambos pueden implement ar diversas est rat egias de negociación que
posibilit en int roducir lo diferent e, lo novedoso y lo provisorio para int ent ar el logro de
cambios creat ivos en las ident idades genéricas de los sujet os. La consecuencia es que
ella y él podrán visualizarse de forma diferent e de las represent aciones cult urales
est ereot ipadas (Velázquez, 1997). Sólo así es posible que la violencia no t enga ya lugar.
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Las dist int as manifest aciones de acoso sexual se ven facilit adas cuando predomina
una desigualdad de poder que propicia relaciones asimét ricas y cuando las acciones de
quien acosa refuerzan esa desigualdad. Bedolla y García (1989) punt ualizan las
acciones básicas que ponen de manifiest o la relación asimét rica en el host igamient o
sexual: la aparición de algún incident e o proposición de índole sexual, la acept ación o
rechazo por part e de la mujer y las consecuencias que recibirá la víct ima en el ámbit o
laboral por su acept ación o rechazo.
Farley (cit ado en García, 1993) describe al acoso como una agresión masculina en el
lugar de t rabajo. Consist e en una serie de conduct as en las que los hombres ut ilizan el
sexo, ent re ot ros medios, para lograr poder. El sexo, según est a aut ora, no sería un fin
en sí mismo aunque est é unido al poder en los comport amient os acosant es. Ella
sost iene que en el host igamient o sexual, las conduct as masculinas reafirman el rol
sexual, de la mujer por encima de su función como t rabajadora. Considera que est e
host igamient o suele expresarse desde propuest as de cit as que no son bienvenidas,
pasando por la solicit ud de t ener relaciones sexuales, hast a la violación.
Collins y Blodget t (1982) definen t ambién al host igamient o sexual en los lugares de
t rabajo como avances sexuales sin consent imient o de la ot ra part e, solicit ud de favores
sexuales y ot ras conduct as verbales o físicas de nat uraleza sexual. Est as conduct as
t ienen lugar en diferent es circunst ancias:
Cat herine M ackinnon (1979) describe al acoso sexual en los lugares de t rabajo
como det erminadas conduct as en las que los hombres ut ilizan el poder para obt ener
sexo. A diferencia de Farley, considera que el sexo const it uye un fin en sí mismo y es el
objet ivo últ imo del acoso sexual. Refiere que el acoso se expresa mediant e
imposiciones de requerimient os sexuales no deseados y no recíprocos. Ést os se dan en
un cont ext o de relaciones desiguales de poder y t ienen como consecuencia la
posibilidad de aport ar beneficios o imponer privaciones dentro de los ámbit os en los
que se manifiest e el acercamient o sexual. Señala que el acoso sexual no es incident al
ni t angencial a la desigualdad que sufren las mujeres sino que es la dinámica cent ral de
esa desigualdad. El acoso, ent onces, es el reforzamient o recíproco de dos
desigualdades: la sexual y la mat erial. La imposición de demandas sexuales adquiere
significado e impact o negat ivo no por las caract eríst icas personales y/ o biológicas de la
mujer sino por el cont ext o en el que las desigualdades sociales y sexuales logran
humillar y convert ir a esas mujeres en objet os.
En el cont ext o de t rabajo, las mujeres ocupan, en general, un lugar
est ruct uralment e inferior que est ablece dos relaciones bien diferenciadas: la relación
pat rón-empleada y la relación ent re los sexos. En ese cont ext o de relaciones, el acoso
puede ser ent endido como una manifest ación de discriminación sexual y, t ambién, de
abuso de poder. Las consecuencias por no somet erse a esas sit uaciones acosant es
pueden ser no obt ener un t rabajo, no ser ascendidas, ser t rasladadas a t areas más
desvalorizadas e, incluso, ser despedidas con diversas excusas injust ificadas.
M at ilde est aba a prueba en una oficina para la at ención del público. Su jefe hacía
referencia a su cuerpo en forma cada vez más insist ent e. Ella se sent ía incómoda y
t rat aba de evit arlo. Cuando se cumplió el t iempo de prueba, el jefe le dijo que no iba a
ser cont rat ada porque en esa oficina se necesit aban empleadas “ más simpát icas” para
at ender a la gent e.
La ut ilización inadecuada del poder, la aut oridad y el est at ut o de profesor suele ser
una manifest ación del acoso sexual en el ámbit o educacional. Acosar a una est udiant e
es una forma de discriminación sexual que abarca un amplio espect ro de
comport amient os. Est os pueden manifest arse por única vez o en repet idas ocasiones
(Wright y Winer, 1988). El Proyect o sobre la Condición y Educación de la M ujer de la
Asociación de Colegios <Universit arios de los Est ados Unidos (1978) difundió una list a
descript iva de acciones específicas que const it uyen acoso sexual en el ámbit o
educat ivo:
Pe r cib ir e l a coso :
e nt r e e l sile n cio y la de n un cia
Es difícil que las mujeres que han sido acosadas sexualment e lo coment en o decidan
hacer la denuncia. El miedo a quedarse sin t rabajo o a ser desacredit adas o
descalificadas es det erminante para que el acoso no se denuncie. Lo mismo sucede
con el host igamient o en los lugares de est udio, con el agravant e de que no es fácil
dejar una carrera o una mat eria porque implicaría pasar a ot ro ámbit o educat ivo que
puede t ener diferent es orient aciones o programas. Dejar de est udiar por est a causa
sería la decisión más dramát ica.
Por ot ro lado, las mujeres acosadas vacilan en informarlo porque t emen que no se
les crea o que no sean t omadas en serio o que sus coment arios al respect o sean
desment idos o ridiculizados. M ackinnon (1979) señala que las bromas acerca del acoso
sexual son una forma de cont rol social. Trivializar el acoso a t ravés del humor impone
su invisibilidad y, como consecuencia, la negación de la severidad de sus ef ect os.
La falt a de credibilidad acerca de lo que las mujeres relat an sobre los acosos
padecidos se debe a que est os comport amient os se miden más por el grado de
impact o conscient e o inconscient e que producen en sus víct imas que por el
reconocimient o, por part e de los t est igos, de est ar presenciando una conduct a
abusiva.
Denunciar el hecho, ya sea mediant e el coment ario a sus compañeros o a las
personas de aut oridad en el ámbit o laboral o educat ivo, significa para las mujeres
acosadas correr el riesgo de que las marginen o las somet an a una sit uación de
aislamient o. Pueden ser acusadas de “ demasiado imaginat ivas” o de haber provocado
el acoso. Ot ras de las consecuencias de dar a conocer el hecho podría ser que a part ir
de ahí, quienes habían pasado desapercibidas, pasen a ser “ vigiladas” en su forma de
expresarse y de vest irse, y se llegue a rot ularlas como “ mujeres fáciles” . Hablar sobre
el acoso, que podría haber sido un pedido de ayuda, suele llegar a t ransformarse
paradójicament e, en una nueva sit uación de host igamient o. La est rat egia a la que se
28
Bourdieu (1999: 71) señala que “la virilidad es un concepto eminentemente relacional, construido ante
y para los restantes hombres y contra la feminidad, en una especie de miedo a lo femenino, y en primer
lugar en sí mismo”.
recurre para desaut orizar la palabra de la mujer acosada remit e a los est ereot ipos de
género femenino: ser suscept ible, t enerle miedo a los hombres o al sexo, ser
exagerada en la apreciación de los coment arios o act it udes masculinas. Es decir, se
supone que est as mujeres son las que est án obsesionadas con el t ema y que “ en
realidad desean, como t odas, ser acosadas” .
M últ iples racionalizaciones buscan explicar y justificar las conduct as abusivas. Ést as
son práct icas discriminat orias de género que dist raen el cent ro de at ención acerca de
quién es el verdadero act or de una sit uación de acoso. Se insist e sobre “ los problemas”
de la mujer con la sexualidad o con los hombres y se invisibiliza la coacción ejercida por
el ofensor. El riesgo de t al inversión es que la censura se orient ará hacia las act it udes
de la víct ima, desdibujando la que debería est ar dirigida al acosador. Est o provocará en
la mujer acosada un aument o de t ensión que puede llevar a que se sient a culpable:
“ No puedo ent ender por qué el direct or comenzó a hablarme de ese modo y a querer
t ocarme. Todo el t iempo pienso en qué hice yo, de qué forma pude haberlo
provocado” .
“ Ent onces pude darme cuent a de que ése era el ‘pago’ por no haber acept ado las
insinuaciones sexuales del profesor” .
Lo que puede llevar a confusión en la percepción del acoso y que facilit a la
acusación de “ suscept ibles” y “ exageradas” es que t ant o los hombres como las
mujeres han incorporado a su subjet ividad, como “ nat urales” o “ normales” , muchos
comport amient os masculinos que son expresiones sut iles de violencia. A t ravés de
est as conduct as, que pueden ser confundidas con cumplidos y halagos, se filt ran las
experiencias de violencia sexual. No obst ant e, muchas mujeres no encuent ran
explicación acerca de cómo y por qué la conduct a de un hombre, considerada
“ habit ual” , produce sent imient os de desasosiego y malest ar. La “ naturalización” social
de ciert os comport amient os masculinos suele reducir en algunas mujeres esa
capacidad de percepción y regist ro psíquico de las sit uaciones de violencia. Ello
const it uye un impediment o para realizar el ent renamient o que ayude a ident ificar los
hechos de violencia y elaborar est rat egias de evit ación o de resist encia. Y est o puede
ser así porque no se ha est imulado a las mujeres, en general, a confiar en las propias
sensaciones, en las alt eraciones corporales desagradables y en las perfecciones de
malest ar psíquico que ayuden a det ect ar las connot aciones violent as de ciert os
comport amient os masculinos:
Elisa pensaba que le gust aba mucho Gust avo, su jefe de sección. “ Pero percibí ‘algo’
que me incomodó mucho cuando me encont ré con él para t omar un café” .
Efect ivament e, en el siguient e encuent ro él int ent ó forzarla para t ener sexo.
Segurament e, en est a sit uación, como en t ant as ot ras, se pusieron en duda las
propias percepciones, lo que puso en funcionamient o argument os habit uales t ales
como: “ Te habrá parecido” , “ No seas exagerada” , “ No será para t ant o” , “ Qué t e pasa,
es un buen candidat o” , “ ¿No t endrás problemas con el sexo?” . Aprender a reconocer y
a confiar en las propias percepciones, sensaciones y sent imient os de malest ar es una
prioridad para t rabajar en la prevención de la violencia de género. Asimismo, percibir
las connot aciones violent as de algunas conduct as consideradas t ípicament e
masculinas suele ser cont radict orio con los mensajes de la “ educación sent iment al” de
acept ar e, incluso, somet erse a los deseos masculinos. Sin embargo, en esos mensajes
subyace una cont radicción: “ obedecer” a los deseos del hombre pero, al mismo
t iempo, est ar alert a respect o de la conduct a sexual de ellos considerada
“ incont rolable” . Una lógica cont radict oria sost iene las siguient es expresiones:
“ Para conseguir un novio t endrás que comport art e como una mujer seduct ora” .
“ Deberás t ener cuidado con los hombres porque t e buscan con una sola int ención:
t ener sexo” .
La insist encia en est a alert a puede favorecer un t emor lat ent e que suele llevar a no
confiar en las int enciones de los varones, propiciado una part icular forma de
organización de la vida de algunas mujeres. Al respect o, Vance (1989) propone revisar
los efect os int rapsíquicos de ese cont rol que, al ser int eriorizado, suele inhibir el deseo
e incidir en el modo en que las mujeres pueden vivir su sexualidad como peligrosa. Las
invest igaciones realizadas sobre el miedo al crimen (Sucedo González, 1997: Salt ijeral,
Ramos Lira y Saldívar, 1994) demost raron que las mujeres present an mayor miedo a
ser vict imizadas que los varones frent e a cualquier t ipo de sit uación, debido al riesgo
objet ivo que ellas enfrent an cot idianament e. Part e de est e miedo que sient en las
mujeres es objet ivo, pues han incorporado el riesgo de ser abusadas por ser mujer o
por haber vivido algún t ipo de violencia física o psicológica por part e de los hombres
con quienes se vincularon. Est o es así porque se est imula en los varones
comport amient os agresivos, “ nat urales” , que t ienen escaso o nulo reconocimient o
social como act os violent os. Est o dificult a un adecuado regist ro, por part e de las
mujeres, de que se t rat a de una conduct a agresiva. La consecuencia es que cuando una
mujer percibe esa violencia y se rebela frent e a lo que la mayoría considera normal, su
reacción parecerá desmedida, exagerada y hast a ridícula (Velázquez, 1993).
Ef e ct o s e n la su bje t ivida d:
la alt e ra ció n de lo s vín culos co t id ia no s
29
Los diversos fenómenos psíquicos que presentan las mujeres que han sido acosadas tienen su
especificidad y son diferentes de los conocidos cuadros psicopatológicos. El malestar psíquico se debe
atribuir a las condiciones laborales y educativas estresantes que generan sentimientos de desigualdad y de
opresión, malestares que serán agravados en las situaciones crónicas de acoso. Véase Velázquez (1993)
t ransformar en violencia explícit a provoca t emor y angust ia. Josefina debía ser
acompañada t odos los días a la facult ad por alguna persona de su confianza:
Como consecuencia de est os act os coercit ivos, m uchas mujeres deben modificar su
est ilo de vida. El t emor a que se reit eren y la desconfianza que pueden manifest ar las
personas que se ent eraron o fueron t est igos pero no lo reconocen como t al pueden
llevarlas a experiment ar sent imient os de vergüenza e inadecuación que culminarán en
el aislamient o y el silencio.
Cuando el acoso es reit erado puede obligar a una mujer a t omar decisiones y hacer
modificaciones en su vida que no deseaba ni pensaba realizar: cambiar de t rabajo,
abandonar los est udios, separarse de las personas que consideraba sus amigas,
mudarse de domicilio, cambiar su número t elefónico. Ent onces, queda claro que el
acoso sexual const it uye, por los efect os descript os, un indicador de riesgo para la salud
física y ment al de las mujeres que t ienen que at ravesar est a sit uación.
Es imprescindible, ent onces, la creación, en los ámbit os educat ivos y laborales, de
espacios en los que se t rabaje en grupo de mujeres y varones est a problemát ica. El
reaprendizaje de las relaciones ent re los géneros facilit ará ident ificar las conduct as
agresivas, conocer sus efect os, sancionarlos y elaborar est rat egias de evit ación y
resguardo. Prever el ejercicio de comport amient os agresivos const it uirá una medida
prevent iva y de prot ección a las diversas expresiones de violencia. Ést a puede ser una
de las formas posibles de ant iciparse a los riesgos a los que est á expuest a la salud de
las mujeres por act os de violencia.
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Para abordar el abuso sexual en los ámbit os de salud (así como en los judiciales,
docent es, et c.) consideraremos dos líneas de análisis: por un lado, lo que supone la
t rasgresión de los principios o reglas ét icas de la función profesional; por el ot ro, los
efect os ocasionados en quien consult a. Como est e t ipo de abuso es padecido
mayorit ariament e por las mujeres, ubicaremos a los profesionales varones y a las
consult ant es mujeres como personajes dent ro de un cont ext o mayor que es el de las
relaciones de género. Como ya vimos Flax (1990: cap. II) señala que en las sit uaciones
de la vida cot idiana, las relaciones de género nos muest ran que varones y mujeres no
ocupan una posición equivalent e sino que esas relaciones se organizan como formas
variables de dominación. Cont ext ualizar desde el género la relación ent re un
profesional y una consult ante es fundament al para ent ender la sit uación de poder y de
discriminación que se puede crear para ejercer violencia sexual. Y est o es favorecido
porque las práct icas profesionales se asient an en el poder que ejerce el saber
cient ífico. Est o refuerza, en el imaginario colect ivo, la dependencia de quienes
necesit an asist encia, incidiendo negat ivament e en la aut onomía de las personas en
relación con su salud (Velázquez, 1987). La est ruct ura misma de una consult a suele
propiciar que el profesional se posicione en el lugar del que t odo lo sabe y lo puede,
posición que creará una part icular desigualdad ent re los prot agonist as de ese
encuent ro. Est a asimet ría, basada en la desigualdad de poderes, acent uará la
dependencia de quienes solicit an ayuda profesional. La dinámica de ese encuent ro se
dist orsiona y la relación asimét rica se profundiza a causa de cualquier sit uación
abusiva. O sea, el pedido de ayuda t écnica, de buen t rat o, de afect o y cuidado será
avasallado.
Consideraremos abuso sexual de una mujer en el consult orio a las siguient es
acciones:
Frent e a las sit uaciones abusivas algunas mujeres t endrán mayores dificult ades para
configurar un “ no” .
M irt a relat ó en la ent revist a:
“ M e pidió que me sacara t oda la ropa para hacerme el examen ginecológico. Parado
det rás de mí palpó mis pechos. Sent í el acercamient o de su cuerpo al mío como
inapropiado, pero no pude decir nada… M e sent í t an violent ada, t an expuest a…
Sent í mucha vergüenza, pero no sabía qué decir, qué hacer…”
Est a escena muest ra que ha sucedido algo inesperado que provoca desconciert o y
angust ia, la cual, generalment e, no puede ser cont rolada. El psiquismo result a
sorprendido por los avances sexuales, que operan como est ímulos t raumat izant es. El
hecho de que el profesional haya pasado los límit es de lo que se espera en una
consult a produce en la mujer un quiebre de lo que venía a buscar, es decir, seguridad,
confianza e idoneidad. Por el cont rario, se incluye violent ament e lo inesperado, lo
insólit o, lo avergonzant e. Debido a est o, cuando una mujer es abusada result a
dificult oso pensar el conflict o que podría surgir si se plant ea lo que est á ocurriendo.
La experiencia en la asist encia de mujeres abusadas por profesionales nos muest ra
que habría una variedad de reacciones más o menos t ipificables:
“ Yo t enía una cont radicción con est e médico. No sabía hast a qué punt o est aba
bien o mal lo que él me est aba haciendo… Pero me sent ía pert urbada; cont arlo
ahora me produce mucha vergüenza.”
Necesit ar mant ener la idealización y, por lo t ant o, sat isfacer en ciert a forma las
act it udes de dominio y aut orit arismo de “ su” médico.
Recurrir a est rat egias de defensa frent e a la sit uación abusiva (hacer la
denuncia, desacredit ar al profesional, et c.):
“ Hacía t iempo que me at endía con él. Pero me empezó a molest ar la forma en
que me miraba y me t ocaba. No fui más a at enderme con él y llamé a t oda la
gent e que lo conocía para alert arla. Algunas me dijeron que est aba loca. Ot ras
me lo confirmaron: ellas t ambién habían sido acosadas.”
“ Yo me at endí con est e médico varias veces. M e pareció idóneo y resolvió varios
problemas que ot ros médicos no pudieron manejar. Por eso le t enía mucha
confianza. Pero ya era la segunda vez que me hacía insinuaciones que me
molest aban. La primera vez dudé en decirle algo porque t emía confundirme. En
ést a, cuándo se acercó baboso diciéndome qué linda que est aba, me levant é y
me fui dando un port azo. Sin embargo, me sent í mal durant e bast ant e t iempo.”
Ést as son algunas de las formas en que las mujeres suelen reaccionar frente a los
comport amient os abusivos. Algunas podrán enfrent ar la sit uación. Ot ras pueden
t ransformarse en sujet os más o menos pasivos frent e a est os comport amient os.
Quedarán así ent rampadas ent re la necesidad de apoyo profesional y dist int os grados
de somet imient o. Sin embargo, suponer que est o, que no es ot ra cosa que una
“ t rampa” , const it uye un consent imient o de la m ujer a las sit uaciones abusivas significa
pasar por alt o que se ha creado un conflict o difícil de enfrent ar y resolver. Es que a
t ravés de las sit uaciones plant eadas podemos comprobar que no sólo est amos
hablando de abuso sexual sino de abuso de confianza y de poder. El mayor conflict o se
plant ea cuando es necesario poner en evidencia las sit uaciones abusivas que no sólo
causan t ensión y angust ia sino que, fundament alment e, cuest ionan la confianza
deposit ada sobre la persona del profesional dejando a quien vino a consult ar en
est ado de desprot ección y desamparo.
A mí me desconcert aba esa act it ud t an solícit a. Hacía t iempo que me at endía con
ese dent ist a y creo que ant es no había pasado est o. Ahora lo pongo en duda.
Siempre t uve confianza en él. Creo que por est o y a part ir de lo que me hizo empecé
a t ener problemas. No podía dormir y la sensación de malest ar no me abandonaba.”
Las mujeres abusadas, ent onces, o se somet en mant eniendo la idealización de “ su”
profesional pensando que t ienen alguna responsabilidad por lo ocurrido o abandonan
el t rat amiento. Cualquiera que sea la det erminación que se t ome, siempre const it uyen
sit uaciones difíciles y frust rant es.
A pesar de que las reacciones de las mujeres abusadas son múlt iples, ninguna
est ará libre (conscient e o inconscient ement e) del malest ar que crea la opresión y el
abuso de poder. Algunas apelarán a la negación, a la resignación y al somet imient o.
Ot ras manifest arán un fuert e rechazo, censura e int ent arán hacer la denuncia.
Carla dijo en la ent revist a: “ Fui al médico para cont rolar la diet a, por problemas de
piel y cabello. M e observó los ojos y dijo que encont raba algo raro en la mama
derecha y me pregunt ó si quería que se fijara. Dudé, pero com o est aba asust ada por
lo “ raro” le dije que sí. Palpó las dos m amas, los pezones y luego me hizo poner boca
abajo, desabrochar el pant alón y me hizo masajes en la espalda por largo t iempo
hast a el cóccix. M e hizo poner en dist int as posiciones. M e pregunt ó si sent ía pudor.
Luego t ocó de nuevo las mamas prolongadament e y dijo que habían mejorado.
Durant e t odo el examen me sent í violent ada, ent endí que eso era acoso sexual pero
no pude decir nada. Pero no volví más aunque lo que me hizo me siguió dando
vuelt as en la cabeza por mucho t iempo. Ahora me est oy asesorando para hacer la
denuncia y necesit o ayuda.”
Los consult orios psicot erapéut icos no son una excepción: allí t ambién puede
ejercerse violencia sexual. Si bien exist e una gran mayoría de profesionales t ot alment e
dignos de confianza y que no se involucran sexualment e con sus pacient es, diversos
est udios realizados en los Est ados Unidos aseguran que ent re un 10 y un 15% de los
psicot erapeut as encuest ados confirmaron haber t enido algún t ipo de cont act o sexual
con ellos. Est elle Disch (1992) señala algunos dat os básicos ext raídos de una
invest igación que ella realizó en Bost on y de diversos est udios sobre abuso sexual por
part e de psicot erapeut as:
El 85% son mujeres abusadas por hombres.
El 10% son mujeres abusadas por mujeres.
El 5% son hombres abusados por ambos sexos.
Uno de cada 10 psicot erapeutas se ha vist o involucrado de alguna forma en
una relación de caráct er sexual con sus pacient es. Ot ros est udios señalan que
el 12% de los t erapeut as y el 3% de las t erapeut as admit en haber t enido
cont act o sexual con un/ a pacient e y m uchos han t enido cont act o con más de
un/ a.
Ent re el 66% y el 70% de los psicot erapeut as han t rat ado pacient es que han
sufrido abuso por t erapeut as ant eriores. M uchos profesionales no saben
cómo t rat ar a los sobrevivient es de abuso porque no conocen los efect os ni
los sínt omas.
El 90% de las personas abusadas sexualment e sufren daños de diferent e t ipo.
Sólo ent re el 4 y el 8% de los pacient es abusados han report ado el cont act o
sexual con sus t erapeut as.
Podemos considerar que las sit uaciones abusivas en el ámbit o psicot erapéut ico
represent an t ransgresiones injust ificables a la int egridad psíquica de quien se asist e,
que implican, t ambién, el avasallamient o de los derechos a la salud y al respet o por la
dignidad de las personas.
Disch define como abuso sexual al cont act o físico de t ipo sexual dent ro o fuera del
consult orio con o sin el consent imient o del pacient e. Considera abuso, t ambién, a una
relación sexual y social que se prolonga más allá del t rat amient o cuando aún persist en
los efect os de la t ransferencia y de la cont rat ransferencia (en los códigos de ét ica de
algunos países se plant ea que est os efect os persist en durant e los dos años siguient es a
la finalización o int errupción del t rat amient o).
Ahora bien, ¿quiénes son abusadas? Se t iende, en general, a focalizar el análisis de
est e fenómeno más en las pat ologías de conduct a de quien solicit a asist encia que en el
desarrollo del proceso de abuso y su impact o en la salud. O sea, pareciera que exist e
mayor preocupación por ident ificar las caract eríst icas de personalidad de las personas
que son o pueden ser víct imas, que por comprender la dinámica del abuso (Wohlberg,
1997). En est e sent ido, Wohlberg cit a una serie de invest igaciones y est udios que
afirman que no exist en rasgos específicos en las personas que pueden ser abusadas
por sus t erapeut as, o sea, no exist e un “ perfil” det erminado de pacient es de acuerdo
con una pat ología, sino una combinación infinit a de caract eríst icas psicológicas y
sociales. Los aut ores cit ados por Wohlberg coinciden en que las caract eríst icas
psicológicas de las víct imas no difieren de las que se observan en la población en
general que consult a a un psicot erapeut a. Queda claro, ent onces, que los int ent os por
det erminar cuáles pueden ser las posibles víct imas const it uyen una clara int ención de
culpabilizar a quien es abusada. Lo mismo sucede cuando se insist e en averiguar los
ant ecedent es o rasgos de personalidad de un niño abusado o de una mujer violada.
Est o significaría pasar por alt o una serie de fact ores, de los cuales podríamos
considerar como básico el desequilibrio de poder que exist e ent re abusador y abusada.
Por lo t ant o, debemos concluir que en t odo act o de violencia el único responsable es
quien la ejerce.
¿Cómo comienza a manifest arse el abuso sexual? Es un proceso que se va
desarrollando a lo largo del t iempo y cuya dinámica es compleja e incluye los
siguient es comport amient os:
Est os comport amient os, así como los que violan la confidencialidad y el secret o
profesional, se consideran una infracción a la ét ica. Por lo t ant o, cualquier t ipo de
relación que t enga connot ación sexual en relación a quien se asist e es incompat ible con
la psicot erapia. Const it uye una falt a ét ica t ipificada en t odos los códigos de conduct a
profesional, siendo la abst inencia sexual una de las condiciones de posibilidad de
cualquier t rat amient o (Fariña, 1992). Es decir, el psicot erapeut a debe est ar dispuest o a
mant ener la abst inencia sexual porque es lo que quien est á en t rat amient o requiere de
él. Est o es así porque la responsabilidad consist e en mant ener normas de conduct a
que reafirmen permanent ement e el rol del profesional, las obligaciones que le
compet en y el hacerse responsable de sus acciones. En definit iva, la alianza
t erapéut ica que debe est ablecerse en el t rat amient o obliga al profesional a t ener en
cuent a t ant o las normas de cuidado de sus pacient es como las normas ét icas de
conduct a, ent re las cuales la básica consist e en abst enerse de una relación personal
con una pacient e t ant o dent ro como fuera del consult orio (Sut herland, 1996).
Winnicot t (1966: cap. VI) señala que en la relación pacient e-t erapeuta sólo debe
exist ir la act it ud profesional de est e últ imo que consist e básicament e en el
conocimiento de la t écnica que emplea y en el t rabajo que hace con su ment e. Sin
embargo, en el ámbit o de la psicot erapia el t erapeuta puede experiment ar diversas
ideas y sent imient os si una pacient e dice o hace algo que lo est imule erót ica o
agresivament e. Est os sent imient os deberán ser somet idos a un minucioso examen
para que no afect en el t rabajo profesional. En el caso de que el t erapeuta se vea
est imulado erót icament e, deberá invest igar cuáles son los element os que promueven
ese sent imient o y ut ilizar t oda esa información para comprender la sit uación y
t ransmit írsela a la pacient e mediant e una int erpret ación adecuada, o sea, una
comunicación que esclarezca el sent ido lat ent e que exist e en las manifest aciones
verbales y de comport amient o de la pacient e. Siguiendo las ideas de Winnicot , los
fenómenos t ransferenciales deben ser int erpret ados en el moment o oport uno y
at endiendo sólo a la est ruct ura dinámica de la personalidad de la pacient e.
Sut herland (1996) cit a a la American Psychiat ric Associat ion cuando adviert e que la
int imidad present e en la relación psicot erapéut ica puede t ender a act ivar la sexualidad
y ot ras necesidades y fant asías t ant o en la pacient e como en el t erapeut a. Est e deberá
evit ar, ent onces, perder la objet ividad necesaria que le posibilit a el dominio de la
sit uación. O sea, una pacient e puede ser impulsada por sus deseos y, en algunos casos,
el t erapeut a no est ará exent o de que algo similar le suceda. Sin embargo, est o no debe
confundirlo en su f unción y hacer que se conduzca en forma errónea, sino que se debe
examinar y reducir esas emociones experiment adas. Si bien no habla del abuso en el
consult orio, Bleichmar (1997: 194-195) señala, en relación con la función del
t erapeut a, que el nivel de funcionamient o em ocional manifest ado t ant o en la
int ensidad afect iva como en el t ipo de emociones desplegadas deben est ar moduladas
por el objet ivo t erapéut ico perseguido. El t erapeuta no es un sujet o “ neut ralizado” ,
pero más allá de lo que experiment e por una pacient e deberá at enerse a las reglas
ét icas que rigen el ejercicio de la profesión. Es decir, se puede encont rar somet ido a la
t ensión que suele ocasionar, en est os casos, mant ener su rol profesional, pero deberá
impedir las desviaciones cont rat ransferenciales. Es por est o que Sut herland considera
que la t ransferencia erót ica puede convert irse, en algunos casos, en un riesgo laboral .
Si se est á asist iendo a una persona cuyos rasgos de personalidad y/ o act it udes
sugerent es t ienden a promover un sent imient o cont rat ransferencial de una fuert e
excit ación sexual, se t endrá la posibilidad de prever lo que podría suceder. Es decir, se
puede esperar una provocación f rent e a la cual el profesional deberá est ar precavido y
deberá int erpret ar en lugar de manifest ar abiert ament e los sent imient os
cont rat ransferenciales. La seducción que puede manifest ar una pacient e, ent onces,
lejos de ser un at enuant e que just ifique el abuso sexual const it uye un serio agravant e
en relación con el rol profesional .
Sin embargo, no sólo la act it ud del psicot erapeut a se mot iva en la seducción de una
pacient e sino que él puede guiar o dirigir la relación en un sent ido en que la posibilidad
de conquist a ya ha sido preest ablecida por él. Ést a se manifest ará a t ravés de
pregunt as sugerent es, coment arios sexuales u ot ro t ipo de manifest aciones
inadecuadas, incluyendo la int erpret ación en la que puede haber element os que
induzcan a la mujer a conduct as erot izadas hacia él. Est a int erpret ación, respaldada en
el poder idealizant e que ejerce la t ransferencia, puede ubicar a la pacient e en un lugar
de indecisión frent e a esa figura vivida como t odopoderosa, reforzando, así, la
dependencia y la confusión. Es decir, est a t rasgresión, basada en el llamado “ abuso del
poder de t ransferencia” , significa realizar avances o t ener relaciones sexuales con una
pacient e sin que ella pueda llegar a advert ir que no est á decidiendo ni t iene libert ad
psicológica para hacerlo.
La relación emocional, y t ambién de dinero, que se va const it uyendo a lo largo de
cualquier t rat amient o suele provocar en las pacient es dependencia del profesional y
de la cont inuidad de ese t rat amient o. Ningún t erreno más propicio, ent onces, para
que un t erapeut a acosador prepare el camino hacia el acoso, el abuso sexual e,
incluso, la violación. Una mujer puede acept ar los avances sexuales porque puede
creer que es “ normal” que est o suceda y hast a pueda desearlo y, por lo t ant o, no lo
considera un abuso. Puede, t am bién, no ser conscient e o no t ener información de que
lo que sucede con el t erapeut a est á t ipificado como abuso sexual. Pero, dadas las
caract eríst icas de la relación t ransferencial, es posible que se desarrollen, a part ir del
abuso, diversos sent imient os y conflict os que pueden llevar a la pacient e a sospechar
que la relación con un t erapeut a es dist int a de la que podría t ener con cualquier ot ro
hombre. Hemos observado que una mujer que es acosada durant e un t rat amient o se
halla en una sit uación de salud ment al desfavorable, en est ado de vulnerabilidad y
desvalimient o. Podemos decir, en est os casos, que no poder poner límit es ni decir “ no”
de ninguna manera significa “ consent ir” ser abusada, ya que la part icularidad del
abuso consist e en la presión que se ejerce para un “ consent imient o forzado”
30
det erminado por el poder del t erapeut a.
Sut herland (1996) sost iene que exist e una caract eríst ica especial en la relación
t erapeut a-pacient e, que consist e en que el primero se ubica, en general, en una
posición de mayor aut oridad y poder. La nat uraleza de est e vínculo hace que se
est ablezca una “ relación fiduciaria” . Señala que ést e es un t érmino legal que describe
la relación que exist e cuando una part e deposit a confianza y confidencia en ot ra part e
de mayor aut oridad, la cual t iene el deber de act uar sost eniendo esa confianza. El
abuso, ent onces, es una t rasgresión al deber fiduciario porque la nat uraleza misma de
ese t ipo de relación prohíbe t odo cont act o sexual. Sin embargo, los t erapeut as que
abusan se aprovechan de esa relación increment ando el abuso de confianza y la
demost ración de poder (que lo sabe y lo puede t odo) con dist int as est rat egias. Una de
ellas consist e en manifest arle a la pacient e que es alguien especial para él
acrecent ando de est a forma la dependencia y la vulnerabilidad. Ot ra est rat egia reside
en convencer a la paciente de que su salud ment al depende de la cont inuidad del
t rat amient o y de que pueda guardar el secret o de lo que ocurre ent re ellos. Est os
coment arios suele incluir la amenaza de que si ella lo devela nunca podrán creerle
porque será la palabra de una pacient e cont ra la de un profesional. Es así como est e
t ipo de relación t erapéut ica incluye el aislamient o de la familia, de los amigos o de
31
cualquier relación ínt ima fuera del t rat amiento que increment a la vict imización.
Est os t erapeut as se han ido ent renando en det ect ar la vulnerabilidad crecient e de una
pacient e llevando la coacción al ext remo de amenazar y hacer t emer por la
cont inuidad del vínculo.
Schoener (1997) señala que una inapropiada int imidad o cont act o sexual en la
relación profesional-pacient e no es la única manifest ación posible de la falt a de límit es
por part e del t erapeut a. Tocar a un pacient e en forma inadecuada, por ejemplo,
const it uye sólo una variable del abuso. Una pacient e puede quedar ent rampada,
t ambién, en una relación caract erizada por una t ransferencia y una
cont rat ransferencia erót ica que no puede ser resuelt a. Est o significará para ella una
fuert e pert urbación, t an nociva como el cont act o sexual franco. O sea, aún sin un
manifiest o acercamient o sexual, un “ juego románt ico” puede producir daños similares
como los observados cuando la relación se t orna abiert ament e sexual.
Todos los psicot erapeut as deberán buscar ám bit os propicios para el aprendizaje y la
orient ación de su práct ica profesional. Una forma de elaborar las problemát icas
propias de la práct ica psicot erapéut ica consist e en no t rabajar aisladament e sino
cont ar con espacios de reflexión y de supervisión de la t area. De est a forma será
posible rever el t rabajo que se efect úa para no encubrir las dificult ades con la
omnipot encia (Bleger, 1977: 31). En est a supervisión se t endrá la oport unidad de
discut ir con los colegas, de forma imparcial, los problemas cont rat ransferenciales que
se experiment an con los pacient es, a fin de poder rect ificar la conduct a o de suspender
un t rat amient o en el cual se comprueba que no se pueden manejar los sent imient os
que se experiment an hacia alguna pacient e. Por ot ro lado, el propio análisis personal
t endrá la finalidad de increment ar la est abilidad del caráct er y la madurez de la
30
TELL’S (Therapy Exploitation Lik Line) Position on Issue of “Consent”, Advocate Web.
31
Ídem.
personalidad del psicot erapeut a, ya que es la base de su t rabajo y de la habilidad para
mant ener una relación est rict ament e profesional (Winnicot t , 1966). O sea, el
psicot erapeut a se debe mant ener flexible y comprensivo frent e a las necesidades
expresadas por una pacient e, pero debe conservar, indefect iblement e, su t rabajo en
un marco de ét ica profesional.
Los hechos abusivos provocan en las pacient es una serie de efect os. Ést os pueden
comenzar durant e el t rat amient o o cuando ya ha finalizado. De acuerdo con Disch y
Schoener (con relación al abuso llevado a cabo por t erapeut as y por abogados), y
según nuest ra propia experiencia clínica con mujeres abusadas por cualquier
profesional, podemos enumerar los siguient es efect os:
Sut herland (1996) señala que ent re el 87% y el 90% de los pacient es que han t enido
cont act o sexual con sus t erapeut as sufrieron daños de diferent e t ipo: vergüenza,
humillación, angust ia, pérdida de la confianza en ot ros, disfunción sexual, desórdenes
de ansiedad, hospit alización psiquiát rica e increment o del riesgo de sufrir suicidios. Por
su part e, Disch (1992) señala que el 14% de los pacient es abusados sient en que
quieren suicidarse, el 1% se suicida y el 11% concurre a un hospit al ment al para su
asist encia. Algunos de est os efect os suelen aparecer durant e la t erapia o luego de que
haya finalizado o haya sido int errumpida a causa de los abusos, y pueden persist ir
durant e años. También se han observado efect os en la familia, la pareja y los amigos
(víct imas secundarias), como celos, enojo por la sit uación, e incluso se le at ribuye la
culpa de lo ocurrido a la persona abusada. La invest igación realizada por Disch señala
t ambién que los hombres abusados t ienen mayor resist encia que las mujeres a
definirse como “ víct imas” y, por lo t ant o, manifiest an dificult ades para pedir ayuda.
Como hemos vist o, el abuso sexual en el consult orio es un problema grave y de
difícil solución. Disch plant ea que exist en varias cuest iones a t ener en cuent a que
caract erizan la gravedad del abuso: (a) el profesional abusador no responde a la
necesidad de asist encia y a la confianza que un pacient e deposit a en él; (b) se
est ablece una relación cont ract ual de dinero donde uno prest a un servicio y el ot ro
paga; (c) se t rat a de acciones difíciles de probar porque no hay t est igos ni pruebas.
Disch plant ea, además, que ést e es un problema de difícil resolución porque es
necesario det erminar qué es y qué no es abuso y cómo puede ser vivenciado de forma
diferent e por ambos prot agonist as.
Las víct imas de abuso sexual por profesionales requieren de at ención especial con
la finalidad de ant icipar e impedir los efect os nocivos y perjudiciales. Se sugiere el
agrupamient o de las personas que fueron abusadas con la finalidad de poder
compart ir la experiencia, t omar mayor cont rol de la sit uación y analizar las acciones
posibles para cada una (hacer la denuncia, por ejemplo, en los colegios o asociaciones
profesionales). Se plant ea, además, la necesidad de est ablecer espacios para la
sensibilización e información de las personas con la finalidad de det erminar cuáles son
sus derechos en la asist encia de la salud. Por ot ro lado, es necesario promover la
formación y sensibilización de t odos los profesionales (médicos, psicólogos,
t rabajadores sociales, abogados, et c.) para la reflexión y prevención de act os abusivos
en la práct ica. O sea, una aproximación prevent iva apropiada de est a problemát ica
consist e en el ent renamient o de la práct ica profesional que analice las reglas ét icas
que se ponen en juego en la asist encia, la educación del público en general y el
est ablecimient o de un cont rol inst it ucional (St rasburger, Jorgenson y Sut herland,
1992).
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32
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Un cumpleaños infant il. El animador invit ó a M arit a a sent arse sobre sus rodillas.
M ient ras t odos los niños ent onaban una canción, él t ocaba los genit ales de la nena
por debajo de la remera.
¿Puede considerarse que ést e es un caso de abuso sexual? Ent endemos que sí,
porque cumple con las siguient es premisas: es una conduct a sexual explícit a realizada
por una persona adult a cont ra un menor mediant e engaño, seducción, ext orsión,
int imidación y/ o fuerza.
El abuso suele manifest arse en formas de cont act o ínt imo que no son deseados por
los niños: caricias, manoseos en el cuerpo y/ o en los genit ales, obligarlos a desnudarse,
forzarlos a que t oquen los genit ales del abusador para mast urbarlo, hacerles decir
palabras obscenas y, en casos ext remos, penet rarlos. Est as acciones se pueden dar en
un clima de seducción, aunque muchas veces incluyen la fuerza física, los insult os, los
golpes, la int imidación y la amenaza a la int egridad e los niños y/ o la de sus allegados
(padre, madre, hermanos). El abusador es en la mayoría de los casos una persona
adult a conocida del menor: maest ro, inst ruct or, profesor, sacerdot e, port ero de la
casa, la escuela o el club, vecino, médico, psicólogo, enfermera. También pueden ser
compañeros de la escuela, de los campos de recreación, de los gimnasios. En est os
casos es habit ual que se obligue al menor a guardar el secret o de est os act os, sacando
provecho de su vulnerabilidad, indefensión y dependencia emocional.
El hecho de que los ofensores sean personas próximas y en quienes los menores
confían le ot orga a est e t ipo de violencia un dramat ismo ext remo. La sociedad en
general t iene grandes dificult ades para reconocer el abuso y para hablar de él porque
es realizado, precisament e, por las personas que t ienen la función de prot ección de
quienes son sus víct imas. De hecho, se realizan más hechos de violencia sexual cont ra
niños y adolescent es de los que la gent e piensa. A part ir de diferent es est udios
realizados en los Est ados Unidos, cit ados pro Alexander O’Neill (1985) (Brow nmiller,
Sw ift y ot ros), rescat amos algunos punt os relevant es en lo que hace a las
caract eríst icas del abuso dent ro y fuera de la familia:
32
Aunque nos referiremos sobre todo a las niñas, no se puede soslayar que los niños también son
abusados. A causa de esto, utilizaremos el masculino para referirnos a ambos.
Puede usarse la fuerza, aunque en ciert as formas de abuso se ext orsiona a
los niños con dinero, regalos o reclamándoles la lealt ad y el afect o que debe
darse en una relación cercana.
Una de cada 5 niñas y uno de cada 10 varones son abusados sexualment e.
El 97% de los abusadores son hombres.
Es frecuent e que el abuso cont inuado a lo largo del t iempo ocurra
mayorment e en las niñas y que en los varones sea ocasional.
La edad promedio de los abusados es de 11 años. El primer cont act o suele
darse ent re los 6 y los 9, pero t ambién puede ocurrir a edades más
t empranas y finalizar ent re los 14 y los 16 años porque las niñas ya hacen la
denuncia o se fugan de sus hogares.
En el 75% de los casos est udiados por Brow nmiller el ofensor es conocido de
la víct ima o de la familia. Ot ros est udios señalan que ent re el 80 y 90% son
hombres con vínculos muy cercanos.
En el 40% de los casos (Brow nmiller) el abuso no fue un hecho aislado sino
que se prolongó desde algunas semanas hast a alrededor de 7 años. Ot ros
est udios y referencias hechas por adult as que relat an el abuso del que
fueron objet o en la infancia señalan que se reit eró durant e períodos que se
ext endieron de 2 a 5 años.
Una de cada 3 mujeres vivió, al llegar a los 18 años, alguna sit uación de
abuso sexual.
Un alt ísimo porcent aje de las víct imas nunca cuent a a nadie lo sucedido.
En nuest ro país, la Unidad de Violencia Familiar del Hospit al de Niños Pedro Elizalde
de Buenos Aires report a que ent re 1988 y 1991 las consult as por abuso sexual
represent aron el 18% del t ot al de casos at endidos, siendo el promedio de edad los 7
años. En 1992, las consult as por abuso sexual ya const it uyeron casi el 42%, y el
promedio de edad fue de 6 años.
El Hospit al M unicipal de Niños Ricardo Gut iérrez de Buenos Aires regist ra que de
33
462 casos con diagnóst ico presunt ivo de Síndrome de M alt rat o Infant il (desde agost o
de 1988 hast a abril de 1992), un 76,6% fueron confirmados y de ellos un 37% fueron
objet o de abuso sexual, 23% de abuso físico, 19% de negligencia, 12% de formas
combinadas de malt rat o y 9% de abuso emocional.
33
Guía de Diagnóstico y Tratamiento, Maltrato Infantil, Hospital Municipal de Niños Ricardo Gutiérrez,
Buenos Aires, 1995.
comenzar por caricias o t oquet eos y seguir con exhibicionismo, hast a llegar a alguna
forma de penet ración. Después de compromet er al niño en est as act ividades sexuales,
podemos decir que comienza la fase del secret o. Dado que las est adíst icas señalan que
las niñas son abusadas en una proporción mayor que los varones, nos referiremos aquí
a la dinámica y a los efect os del abuso en ellas.
Secret o y silencio rodean las sit uaciones de abuso infant il. M ant ener ocult o lo que
sucede t iene, para la niña, un efect o siniest ro. Ést e es el correlat o ment al del abuso, y
se infilt rará en el psiquismo infant il afect ándolo profundament e. Ut ilizando diversas
est rat egias, el abusador coacciona a la niña para que mant enga en secret o lo ocurrido.
Est as est rat egias suelen est ar cent radas en t res t ipos de discursos amenazant es:
Que los padres van a descreer del relat o y la van a cast igar: “ Si le cont ás a t us
padres no t e van a creer y t e van a cast igar por ment irosa” .
Que va a ocasionar muchas preocupaciones a la familia: “ Si decís algo de
est o, lo único que vas a lograr es que t us padres est én muy preocupados y
enojados con vos” .
Que va a golpear o mat ar a los padres o a los hermanos: “ Cont á si querés,
pero yo mat o a alguien de t u familia” .
Cre e rle a u na n iñ a
El descubrimient o del abuso puede ser volunt ario, accident al u obligado. O sea, la
niña decide cont arlo a los padres o ést os, impulsados por la sospecha, la inducen o
presionan para que lo revele. También la presencia de lesiones o embarazo pueden
est ar denunciando que el abuso ocurrió. Est o provoca una crisis familiar, que suele ser
más severa si el abuso fue comet ido por un conocido cercano. La sorpresa y la angust ia
que provoca est a sit uación en los padres o en los adult os a cargo los lleva a dudar, en
principio, de lo que relat a la víct ima. En general suelen at ribuirlo a las fant asías
infant iles o a la “ creencia” , lament ablement e difundida, de que los niños mient en
acerca del abuso sexual. Est a est rat egia de desment ida puede significar t ambién una
forma de evit ar la angust ia que est os hechos producen y eludir la responsabilidad de
t omar las medidas de censura correspondient es. Pero diversas est adíst icas señalan
que sólo el 2% de relat os de los niños no se corresponden con la realidad.
Descubrir el abuso t iene diversas consecuencias. Es frecuent e que los padres se
reprochen mut uament e por no haber cuidado en forma adecuada a su hija, aunque la
culpabilización recae en general sobre la madre. Ot ros padres les creen a las niñas, se
enfurecen, y desean hacer just icia con sus propias manos.
El padre y los hermanos de M ariela, que fue abusada en reit eradas ocasiones por el
profesor de gimnasia, lo esperaron en la puert a de la escuela para darle una
“ paliza” .
Est as reacciones suelen provocar en algunas chicas t emores muy int ensos ant e la
violencia desat ada ent re los adult os y de la cual se sient en culpables. Ot ras desean que
sus padres las defiendan y que se cast igue y encarcele al ofensor. Pero t ambién hay
padres más serenos que si bien les creen a las hijas, deciden t omar el asunt o con
precaución, adopt ando las medidas necesarias para ayudarlas mient ras se evit an
sit uaciones conflict ivas. M uchas veces est o no es acompañado por las inst it uciones
(escuela, club), que int ent an negar la sit uación problemát ica para que su “ buen
nombre” no se vea cuest ionado. De est a forma se evit a el desarrollo de act ividades
prevent ivas que pondrían en evidencia diversas sit uaciones de violencia cont ra los
niños.
Los hechos de abuso t ienen efect os t raumát icos para los niños por lo imprevist os,
por lo int ensos, por la imposibilidad de hacerles frent e y/ o evit arlos. El abuso pone en
riesgo la salud física, la salud ment al y la seguridad. Cuant o más pequeño es un niño
abusado, más severos son los efect os, pert urbando el procesamient o emocional y
psicológico de la agresión y poniendo en peligro su desarrollo físico y psíquico. En los
niños y niñas abusados (dent ro o fuera de la familia) son frecuent es los t rast ornos
físicos, de comport amient o y emocionales. El reconocimient o y la det ección const it uye
un paso import ant e para poder ayudarlos. Para ello, hay que evaluar los siguient es
fact ores (Cosent ino, 1989):
La evaluación de est os indicadores nos permit e concluir que los niños que han sido
abusados por cort o t iempo o en ocasiones aisladas t ienen mayores posibilidades de
superar los efect os; pero si el t ipo de agresión ha sido alt ament e impact ant e –con
dolor físico y/ o excesiva violencia- aparecerán marcados sent imient os de
somet imient o y humillación. Hay que t omar en cuent a que algunos niños suelen sent ir
ciert o grado de grat ificación por la est imulación de sus genit ales o de ot ras part es de
su cuerpo. Se manifiest a, ent onces, una cont radicción ent re sensaciones placent eras y
sensaciones de disgust o, que los lleva a experiment ar int ensa confusión y culpa. Todo
queda grabado en el psiquismo: no solament e lo desconocido de esas sensaciones
sino, t ambién, los moment os t ensos experiment ados t ant o ant es del abuso como
cuando ést e se consuma. No t ener claro si lo que pasa est á bien o mal y lo que
padecen después de los moment os de abuso produce en los niños int enso malest ar
psíquico.
Hay indicadores físicos que nos permit en det ect ar si hubo abuso: dificult ades para
sent arse, dolor e hinchazón en los genit ales, desgarro en la ropa int erior, sangre en la
zona genit al o anal, infecciones de t ransmisión sexual, infecciones de diverso t ipo en
las manos o en la boca, embarazo. Los que est án en cont act o más direct o con los
chicos (padres, m aest ros) t ambién suelen det ect ar t rast ornos de comport amient o. Los
más frecuent es son: conduct a agresiva, t endencia al aislamient o, falt a de at ención,
falt a de deseos de ir a la escuela o de volver de la escuela a su casa, dificult ades en la
relación con sus amigos o sus compañeros de colegio, act it udes permanent es de
aut odefensa. Es frecuent e que los efect os del abuso se manifiest en como fracaso
escolar. Las sit uaciones abusivas inhiben la capacidad para at ender y aprender porque
t odas las energías psíquicas est án cent radas en evit ar el abuso, defenderse y dilucidar
cómo cont arlo (u ocult arlo). Por ot ro lado, la confusión que producen las diferent es
sensaciones corporales experiment adas no permit en cent rar el int erés en las
act ividades escolares. Es decir: no hay espacio psíquico disponible para el aprendizaje.
Un sent imient o que predomina en las niñas abusadas es el de sent irse diferent e de
las dem ás. Por lo mismo, est án absorbidas en pensar cómo hacer para que los ot ros no
se den cuent a de lo que les pasa. Una caract eríst ica de est as niñas es que desarrollan
una part icular capacidad para disimular y encubrir. También se suelen observar
cambios en sus hábit os cot idianos. En la aliment ación, es frecuent e la pérdida del
apet it o o la aliment ación compulsiva, que puede t ransformarse en est ados de anorexia
o de bulimia. En el dormir, suele haber pesadillas, sobresalt os al despert arse,
dificult ades para conciliar el sueño, para quedarse solas en la habit ación y puede
ocurrir que se orinen en la cama. En la higiene personal, suelen t omar baños muy
seguidos y manifest ar la necesidad de limpieza compulsiva (lavarse las manos
reit eradament e, cambios cont inuos de ropa, rechazo de lugares que pueden
considerar sucios o “ contaminant es” ). Ot ros efect os se pueden expresar mediant e
diversos miedos: t emen est ar solas, pero a la vez desean est ar aisladas; t emor a la
noche, a la oscuridad, a las personas ext rañas, a los hombres. Pueden most rarse
deprimidas, host iles, enojadas e irrit ables. También suelen manifest ar sent imient os de
desesperanza y resent imient o. Son frecuent es los aut orreproches y una pobre
valoración de sí mismas. M uest ran t endencia a sufrir golpes o accident es y una
marcada propensión a la revict imización. Es frecuent e que se present en ot ras
conduct as no habit uales para esas niñas, como robar o ment ir, t ener dificult ades para
hacer amigos o mant ener relaciones poco consist ent es con sus compañeros usuales y
con la familia. En el área sexual, se puede manifest ar un conocimient o de los
comport amient os sexuales inapropiados para su edad, persist ent es juegos sexuales
con ot ros chicos o con juguet es, mast urbación desmedida, curiosidad sexual excesiva y
act it udes regresivas o pseudo-maduras.
La aparición de est os cambios no implica, por sí sola, que una niña haya sido o est é
siendo abusada. M uchos cambios pueden responder a moment os evolut ivos o a ot ras
sit uaciones generadoras de conflict os familiares o escolares (como duelos, m udanzas).
Para hacer un diagnóst ico diferencial es necesario que se manifiest e un conjunt o de
indicadores. Sólo así esos cambios pueden const it uirse en una señal de alert a acerca
de un posible abuso. Algunos niños pueden no present ar sínt omas físicos o
emocionales evident es de abuso, sin embargo, aparecen referencias en forma velada.
Carolina no habló sobre el abuso del profesor de gimnasia. Durant e varios días sus
padres la observaron t rist e, irrit ada y ret raída y no encont raban explicación de qué
le pasaba. Un día, mient ras jugaba y sin levant ar la vist a, Carolina pregunt ó:
“ M amá, ¿est á bien que el profesor le t oque la cola a una nena?” .
Para medir la reacción de los adult os frent e a est e hecho, algunos niños suelen
invent ar hist orias en las que ot ro chico es agredido sexualment e, o hacen pregunt as
reit eradas sobre los comport amient os abusivos Se han realizado numerosos est udios
de niños abusados que no present aron sínt omas. Los chicos asint omát icos son,
mayorment e, aquellos que sufrieron abusos menos agresivos (por cort o t iempo, sin
fuerza, violencia ni penet ración). Sin embargo, un solo episodio puede afect arlos
profundament e (Carolina t enía dificult ades para ir a la escuela por t emor a que se
dieran cuent a que el profesor la había manoseado). No obst ante, aquellos niños que
cuent an con un mayor espect ro de recursos psicológicos y sociales suelen t ener mayor
t olerancia a los efect os del abuso. El soport e que present an en est e caso los padres y
el cont ext o familiar, es import ant e para que los niños sobrelleven, con un mínimo de
conflict o, est as sit uaciones. Ot ros chicos asint omát icos, pueden present ar en un
primer moment o, alt eraciones emocionales o de comport amient o mucho t iempo más
adelant e, sobre t odo aquellos que ya present aban problemas previos de at aque
(Finkelhor, 1980: cap. 7). A est os niños, el abuso los encuent ra en una sit uación de
mayor vulnerabilidad respect o de las sit uaciones de malt rat o. Cabe pregunt arse si los
mismos problemas por los que podían est ar at ravesando const it uyeron un t erreno
propicio para que los hechos abusivos se llevaran a cabo.
Sin embargo, es priorit ario deslindar que el abuso no ocurre porque un niño t enga
det erminado t ipo de problemas o est é at ravesando alguna sit uación familiar compleja,
sino porque hay un abusador que quiere abusar y se aprovecha de las caract eríst icas
de un niño para t ransformarlo en su víct ima, La t ot al responsabilidad de las sit uaciones
abusivas cont ra los m enores debe recaer ineludiblement e sobre el ofensor. Y t ant o los
niños como sus padres deben saberlo. El hecho de hacer énfasis en est e aspect o se
debe a que se observa con demasiada frecuencia que se t iende a culpabilizar al niño, a
quien se t ilda de ment iroso o imaginat ivo. O se culpa a los padres de falt a de at ención,
y fundament alment e a la madre. Est o puede const it uir una carga difícil de sobrellevar
para los padres, sobre t odo para la madre, en una sit uación en la que los adult os y el
menos abusado necesit an reafirmar los vínculos que favorezcan la cont ención y la
recuperación del niño. La insist encia en culpabilizar a los padres puede const it uir una
percepción dist orsionada del fenómeno que se est á analizando y dificult ar el
seguimient o del menor y la colaboración de los adult os a cargo.
Las adolescent es mujeres, así como las niñas, son objet o de agresión sexual en una
proporción mucho mayor que los varones de esa edad. M uchas jóvenes son at acadas
en sus lugares de t rabajo, en un cent ro de est udio o recreat ivo, en un ascensor o en un
t axi, a cualquier hora del día, por un conocido o por un ext raño, por un solo hombre o
por una “ pat ot a” . Cuando est o sucede, se las suele culpar a ellas. Ya sea por su forma
de vest ir, por los lugares de diversión a los que concurren, por las horas de la noche en
que regresan a sus hogares, por los lugares que eligen para su diversión o por
expresarse de det erminada manera. Como si las necesidades y los deseos de
aut onomía y de crecimient o, que son caract eríst icas de esa et apa evolut iva, fueran
razón suficient e para just ificar cualquier hecho de agresión sexual.
Cuando una adolescent e es at acada, la crisis propia de ese moment o vit al se ve
severament e afect ada por la irrupción del act o violent o. Ent onces, los procesos
complejos de los cambios corporales y de la sexualidad, t ípicos de est a et apa, son
afect ados por esa violencia. A los sent imient os de impot encia por lo ocurrido se suman
el dolor corporal –golpes, lesiones-, la culpa y los t emores al embarazo y al cont agio de
enfermedades de t ransmisión sexual y, sobre t odo, al SIDA. Si bien las adolescent es
est án más desarrolladas en su madurez que las niñas, esa madurez es aún incipiente e
incomplet a. Por eso, ellas necesit an ser apoyadas y orient adas t eniendo en cuent a las
caract eríst icas y los mecanismos psíquicos propios de la edad.
Se pueden observar dist int os t ipos de reacciones a un at aque sexual. En algunas
jóvenes, los m ecanismos de omnipot encia, negación y euforia, suelen ser encubridores
de la frust ración, el enojo, la rabia y la t rist eza sent idas. En ot ras, los sent imient os
preponderant es son el dolor, la culpa y la pena por lo ocurrido. Correspondería al
medio familiar y social acompañarlas en el reconocimient o de est os sent imient os para
ayudarlas a enfrent ar el hecho. Para que est o suceda, es necesario que el int erlocut or
les crea, no las juzgue, no les reproche ni las culpe. Sin embargo, es posible que los
compañeros de est udios, del club, del barrio o del lugar de t rabajo culpen a las jóvenes
o no les crean, o se burlen y piensen que por “ algo” fueron abusadas o violadas y que,
en consecuencia, t ambién pueden ser “ presa fácil” para ellos.
Frent e a est a realidad es necesario que las personas allegadas las ayuden a
desest imar esos coment arios para que no se sient an abat idas y para que puedan
prot egerse de nuevas vict imizaciones. Cont ar, ent onces, con una red solidaria de
amigos y de familiares que les brinden cont ención ayudará a est as adolescent es a
at ravesar el hecho t raumát ico sin exponerse a sit uaciones de riesgo psíquico. También
las ayudará que los allegados o el apoyo profesional las acompañen para ident ificar, en
su hist oria personal, ot ras sit uaciones de crisis. El reconocimient o de cómo soport aron
ot ros hechos difíciles y en qué forma pudieron ir resolviéndolos las animará a
enfrent arse con lo que les sucede. Por supuest o, est o dependerá de las caract eríst icas
de personalidad de cada joven y de los recursos psíquicos de los que dispone para la
elaboración de la crisis. Algunas adolescent es que no pueden superar lo t raumát ico del
hecho –por culpa o por sent irse indignas y merecedoras de cast igo- suelen manifest ar
conduct as react ivas (fugarse de la casa, recurrir al alcohol, a las drogas, a la
prost it ución). En consecuencia, es recomendable brindarles el apoyo y la asist encia
que les permit a superar la crisis y sus efect os.
Advert ir a los adolescent es –mujeres y varones- que pueden ant icipar sit uaciones
de riesgo es una manera de ayudarlos a protegerse y a cuidar de sí mismos. Es
frecuent e que cuando est án con sus grupos de pert enencia ellos provoquen y hast a se
“ familiaricen” con sit uaciones de violencia. Sit uaciones a las que suelen recurrir como
una forma de reafirmar su ident idad frent e a los cambios que t an rápidament e se
suscit an en est a época de sus vidas. Aprender a poner límit es a cualquier sit uación que
los ponga en riesgo, a no dejarse presionar por el cont ext o –sobre t odo en lo inherent e
a la sexualidad-, a confiar en los propios sent imient os y en las sensaciones de miedo
y/ o peligro forma part e de una t area prevent iva.
M ad re s y p a dre s e n crisis
Los padres de niños que han padecido sit uaciones de abuso necesit an un soport e
adecuado para poder dar prot ección y ayuda. El impact o del hecho alt era su
cot idianidad y est o genera dificult ades para encarar la sit uación. Deben luchar cont ra
el impulso que los lleva a no creer que el abuso ha ocurrido, cont ra la negación, las
dudas y los t emores, cont ra los sent imient os de culpa paralizant es, los aut orreproches
y los reproches mut uos. Est os sent imient os suelen llevarlos a buscar ayuda psicológica,
legal, médica. En esos casos, es habit ual que concurran a la consult a ambos padres,
aunque no es ext raño que sólo lo haga uno de ellos –en general, la madre- mient ras
que el ot ro prefiere mant enerse alejado de la sit uación porque no quiere hablar del
asunt o o porque no cree en la ayuda que pueda recibir. Los padres deben ser
orient ados a organizar sus pensamient os y sus acciones y a reordenar la relación con la
hija abusada. Ést a, muchas veces, se les aparece diferent e y ext raña por haber sido
coaccionada a una sit uación no previst a ( “ Ya no es mi nena” ). Por ot ra part e, ella se
muest ra esquiva, aislada y renuent e a ser ayudada. El dolor que les produce a los
padres est a nueva imagen de la hija dificult a el acercamient o a ella, quien, a su vez,
suele most rarse rebelde o t emerosa. Es por est o que una de las primeras cuest iones a
resolver consist e en revisar y graduar los efect os que el abuso t uvo en la relación con
la hija. Los padres deben saber que los hechos de abuso sexual de menores no son
privat ivos de sus hijos. Por el cont rario, y lament ablement e, las est adíst icas
demuest ran que suceden con frecuencia en t odos los sect ores sociales, ét nicos y
religiosos.
Si hay algo que se les puede decir a los padres de una hija abusada para aliviar su
angust ia, la siguient e frase podría resumir lo que ellos necesit an escuchar: lo ocurrido
no es culpa de su hija sino exclusiva responsabilidad del ofensor . Est o, que parece casi
una consigna, represent a una ayuda para que cuando una hija se anima a manifest ar
algo en relación con un posible abuso sea t omada en serio , ya que no es común que los
niños y los adolescent es inventen hist orias en est e sent ido. Las dificult ades que suelen
t ener para verbalizar est os hechos, que pueden llevar a la sospecha, se deben a que a
los niños les result a muy difícil hablar sobre aquello de lo cual no conocen las palabras.
Con las adolescent es ocurre algo paradójico. Algunas les cuent an a sus padres lo
sucedido. Ot ras, en cambio, lo ocult an, no sólo por la vergüenza que sient en por hablar
de est as cosas sino, sobre t odo, por miedo a que las culpen o les coart en la libert ad de
movimient os. Es preciso, ent onces, que se reafirme un vínculo de confianza para que
la joven pueda hablar con sus padres. Ést e es un apoyo esencial para el equilibrio
psíquico de niñas y adolescent es. Una caract eríst ica propia de los moment os
evolut ivos t empranos, y acrecent ada en los casos de abuso, es la indefensión.
Brindarles prot ección y seguridad es priorit ario, porque así se organizan y/ o
neut ralizan los efect os del abuso, a la vez que favorecerá la recuperación de la
aut oest ima, en cuant o valoración de sí misma y confianza en sí y en los ot ros.
Como vemos, los diversos efect os que produce en los dist int os miembros de la
familia el at aque sexual indican la necesidad de orient ación profesional para ayudar a
sobrellevar las angust ias y las t ensiones surgidas del hecho de violencia. Es
convenient e que los padres de menores y de jóvenes abusados se agrupen para crear
redes de apoyo y de solidaridad, y alient en a ot ros padres que t ienen dificult ades para
compart ir la experiencia, con la finalidad de cont ener est as sit uaciones de crisis.
Co m o e vit ar o at e n ua r e l im pa ct o
El número de menores que han dado cuent a de que son o fueron abusados
sexualment e es inferior al de los que jamás lo denuncia. Las consecuencias psicológicas
y sociales a cort o, mediano y largo plazo requieren una int ervención prevent iva que
act úe sobre los riesgos físicos y psíquicos que ocasionan los hechos abusivos. Es
convenient e que las act ividades prevent ivas se desarrollen en los lugares a los que los
niños y los adolescent es concurren para su at ención (hospit ales, salas de primeros
auxilios, cent ros barriales, et c.). También conviene que sean llevadas a cabo en los
sit ios en los que los niños se reúnen (escuelas, clubes, campos de deport es, et c.).
Exist en una serie de fact ores que aument an la vulnerabilidad de los niños frent e a
los comport amient os abusivos (incest o, abuso sexual, malt rat os físicos y emocionales)
(González y ot ros, 1993).
La dependencia respect o de las personas que pueden ejercer el malt rat o.
La imposibilidad de defenderse porque se les ha enseñado a obedecer la
aut oridad del adult o.
La incorporación y acept ación de mit os, creencias y est ereot ipos de las
relaciones familiares que no permit en percibir y reconocer sit uaciones de
peligro sobre un posible abuso.
El aislamient o emocional y social al que son somet idos los niños por part e de
los abusadores, para que la violencia permanezca en secret o.
La falt a de información sobre sus derechos.
34
En relación con la det ección y prevención de la violencia sexual sería deseable que
las personas mayores que habit ualment e est án con los chicos –padres, maest ros,
inst ruct ores, profesores, médicos, psicólogos- se informen sobre:
Est a información, a cargo de los adult os, act úa prevent ivament e en la medida en
que se cent ra en la realidad de los niños, est o es, en lo que ellos necesit an saber según
su edad sobre el funcionamient o del cuerpo, los dist int os aspect os de la sexualidad
humana y los comport amient os sexuales adecuados ent re las personas. Ellos deben
saber que t ienen derecho a la privacidad en los hábit os cot idianos básicos –bañarse,
vest irse, dormir-. También deben aprender a diferenciar los acercamient os afect ivos y
confort ables con los mayores de aquellos int rusit os y pert urbadores. Los niños deben
34
Convención de los Derechos del Niño, ONU, 1959. En este documento se enuncian derechos que
competen específicamente a la problemática que estamos tratando: el derecho al amor, a la comprensión y
al cuidado, el derecho a la protección contra la crueldad, el abandono y la explotación y el derecho a un
desarrollo mental y físico sanos. Estos derechos deben proteger al niño “contra toda forma de perjuicio o
abuso físico o mental, descuido o trato negligente, malos tratos o explotación incluido el abuso sexual”
(art. 19).
saber t ambién que ningún adult o t iene permiso para t ocarlos, acariciarlos o besarlos
de forma que los haga sent ir incómodos. Aún frent e a un médico será necesaria la
presencia de ot ro adult o que acompañe al menor para aliviarlo si se sient e pert urbado
en una revisación médica. Exist en ot ros fact ores fundament ales a t ener en cuent a en
lo que hace a la prevención de comport amient os abusivos. Se debe ayudar a los chicos
a confiar en sus propias percepciones y sent imientos de incomodidad o pert urbación.
Est e apoyo, radicalment e opuest o al mecanismo de desment ida ( “ Te habrá parecido” ),
los ayudará a poder decir “ no” y/ o a poder cont ar a los adult os confiables si una
persona se les acerca de una manera que ellos perciben como incómoda e
inapropiada. M ediant e la información y el apoyo para el reconocimient o de lo
pert urbador, los niños y los jóvenes podrán lograr la fort aleza que necesit an para
enfrent ar y resolver los problemas relacionados con un posible abuso. Segurament e, a
part ir de est o, adquirirán las habilidades necesarias como para encont rar recursos
personales que los present en menos vulnerables a los at aques sexuales.
Sería deseable que t odas las inst it uciones de la comunidad ofrezcan información
sobre los Derechos del Niño. A part ir de est a información podrán, en conjunt o, diseñar
programas educat ivos y armar redes de cont ención y reflexión sobre est a
problemát ica. De est a forma será posible gest ionar colect ivament e medidas de
aut oprot ección y cuidado de los menores.
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“ Pero no se det uvo. Su mano exploró t ambién mis part es ínt imas. Recuerdo que me
sent í ofendida, que no me gust ó. ¿Cuál es la palabra para un sent imient o t an callado y
conflict ivo?”
“ Todavía me est remezco de vergüenza al recordar a mi hermano (…) explorando mis
part es más ínt imas” .
VIRGINIA W OOLF
En la cit a precedent e, Virginia Woolf se refiere al abuso comet ido por su medio
hermano Gerald, once años mayor que ella cuando ella t enía 6 años. A est e
comport amient o lo llamaremos incest o. El incest o es t odo comport amient o sexual
explícit o que una persona del ent orno familiar (fundament alment e el padre) le impone
a un menor ut ilizando la int imidación, la fuerza, la seducción, el engaño y/ o la
ext orsión para lograr sus fines.
Diversos aut ores (But t ler, s/ d; Graschinaky, 1988) han elegido el t érmino “ at aque” o
“ asalt o incest uoso” y no “ incest o” para nombrar las práct icas sexuales del padre o de
cualquier ot ra persona de la familia hacia el o los miembros menores. Una razón para
el uso de “ at aque” o “ asalt o” es que la palabra “ incest o” indica la relación sexual ent re
parient es ent re los cuales no es permit ido el mat rimonio (M oliner, 1994). También es
definido como el cont act o carnal comet ido ent re parient es próximos ( Diccionario
Espasa ). Si se t oman las definiciones ant eriores al pie de la let ra se est aría acordando
que ambas personas –el adult o y el menor- part icipan de la misma manera en el
hecho, lo que implicaría t ambién consent imient o, aut orización y beneplácit o de las dos
part es. Sin embargo, los mismos diccionarios definen el t érmino “ incest uoso/ a” como
referido a la persona que comet e incest o. Se debe dest acar, ent onces, que no son dos
personas involucradas de igual modo en el act o abusivo, sino que una es el at acant e y
la ot ra es la at acada.
Eva Gibert i (1998: 59) señala que no hay acuerdo en el uso de los t érminos “ at aque”
o “ asalt o” porque indican una embest ida impet uosa con el empleo de la fuerza física
que generalment e no es usada en el incest o. Por el cont rario, ést e se lleva a cabo a
part ir de una seducción que no incluye la violencia física. Sin embargo, aclara que la
seducción del padre hacia la niña puede ser considerada simbólicament e una forma de
at aque, por la violencia que significa que est o se lleve a cabo en la relación padre-hija.
No obst ante, la expresión “ at aque incest uoso” t ambién podría ser válida si
consideramos que el poder del padre ejercido sobre la niña rem it e simbólicament e a la
fuerza. De la misma manera, si el incest o es una forma de violencia, remit e al concept o
de poder que, de hecho, est ablece una asimet ría de fuerzas en la que el más fuert e
abusa del más débil y vulnerable. El t érmino incest o, ent onces, podría neutralizar la
violencia hacia la niña así como la int ención del agresor, relat ivizando la
responsabilidad de quien comet e práct icas incest uosas. Sin embargo, el ofensor no es
ni más ni menos que un int egrant e del grupo familiar. En el caso del padre, él es el
adult o que t iene la responsabilidad de garant izar a los/ as niños/ as a su cargo seguridad
y prot ección. Pero mediant e el ejercicio de est a forma de violencia, el agresor arrasa
con los derechos de los niños, esa prot ección y ese amparo que son la garant ía de la
int egridad física y ment al en la infancia.
El incest o se ejerce en proporción llamat ivament e mayor cont ra las niñas que
cont ra los niños, de 2,5 a 4 niñas por cada varón (Finkelhort , 1980), Est a diferencia,
que puede ser mayor porque muchos casos nunca se denuncian, const it uye una clara
expresión de la desigualdad y de la opresión del género mujer en el int erior de la
familia. El incest o, ent onces, es una manifest ación ext rema de la reproducción de la
diferencia y de la jerarquía ent re los géneros (Graschinsky, 1988). Es por est o que
Gibert i (1998:24) afirma que “ el incest o const it uye un precedent e de la violencia
cont ra el género mujer, cuya caract eríst ica reside en que el violador es el padre de la
víct ima” .
Est e crit erio de género es el que t omaremos a lo largo de est e capít ulo. La
experiencia en la at ención de mujeres violent adas nos muest ra cómo se manifiest an
las relaciones de poder ene l ejercicio de las práct icas incest uosas perpet radas no sólo
por el padre, sino t ambién por diferent es sujet os significat ivos del ent orno familiar. La
niña y los efect os en la subjet ividad que esas práct icas provocan serán, ent onces,
nuest ro objet o de est udio. De est a forma, se hará visible la realidad de los abusos
ejercidos cont ra niñas y adolescent es en el int erior de la familia. M ediant e est a
perspect iva, propiciaremos que el género no pase a ser ot ro “ secret o de familia” .
Las práct icas incest uosas se manifiest an de forma similar al abuso sexual
ext rafamiliar: cont act o físico indeseado, manoseo de los genit ales, profusión de
palabras obscenas y descalificat orias, exhibicionismo, forzar a la niña a que ella t oque
los genit ales del abusador y a que lo mast urbe, int ent os de penet ración o violación.
Todos est os comport amient os sólo t ienen por finalidad la grat ificación del agresor,
quien es una figura de la familia, ya sea padre, padrast ro, t ut or, hermano, primo, novio
o concubino de la madre, t ío, abuelo, et c. Como en ciert as formas de abuso
ext rafamiliar, el agresor est ableció con la menor un vínculo est recho y afect ivo.
Como ya dijimos con respect o al abuso de menores, est as práct icas abusivas suelen
comenzar a edades muy t empranas como juegos que forman part e de la preparación
que hace el ofensor para que se vayan nat uralizando las acciones incest uosas. Est os
acercamient os sexuales no son casuales sino que el abusador t iene planeado su at aque
y est ará al acecho esperando la oport unidad para llevarlo a cabo. El primer cont act o
físico suele efect uarse ent re los 6 y los 10 años de edad, aunque puede comenzar
ant es. Se puede manifest ar sólo en algunas ocasiones aisladas o repet irse por largos
períodos (de 2 a 5 años). Suele finalizar ent re los 14 y 16, cuando la joven ya puede
frenar la sit uación de abuso, enfrent ar abiert ament e al ofensor, denunciarlo ant e su
madre u ot ras personas significat ivas, irse de su casa a vivir con ot ros parient es o huir
del hogar.
La mayoría de los hechos incest uosos son comet idos por hombres que llevan una
vida normal, con t rabajo, con educación, de cualquier sect or social, raza o religión. El
ofensor ejerce su poder genérico y generacional aprovechándose de la confianza y la
dependencia de las menores en la relación con los adult os, así como de la indefensión
y la vulnerabilidad propias de las et apas evolut ivas t empranas. La confianza en las
personas adult as es un sent imient o necesario para el crecimient o. Los hechos
incest uosos compromet en de t al forma el vínculo de cuidado que necesit an las niñas,
que las expone a sit uaciones de desamparo y desprot ección. No saber cuál es la
relación correct a ent re las niñas y los adult os o si deben acept ar o no ciert as conduct as
de los mayores hacia ellas les produce int ensa confusión. También el hecho de que
necesariament e deben obediencia al padre y a ot ras figuras de aut oridad del ent orno
familiar, sobre t odo las masculinas, les provoca sent imient os de impot encia. Por est o,
es difícil que puedan decir “ no” a las personas adult as sin sent ir que corren el riesgo de
cast igos, censuras y sanciones. Por ot ra part e, nuest ra cult ura propicia en las niñas la
dependencia de la promesa de amor. Ést e es un argument o en el que ellas creen y que
las hace más vulnerables a los razonamient os que suelen esgrimir algunos abusadores
que int ent an provocar lást ima y compasión. Est os argument os t ienen mayor eficacia
en el psiquismo de una niña cuando los abusadores implement an est rat egias t ales
como quejas y lament os por sus pérdidas de amor, de pareja, de t rabajo. Por t odo ello,
en el incest o no es habit ual ut ilizar la fuerza o la violencia física. M ás bien, ést e suele
darse en un clima de acercamient o y de seducción que induce a la niña a sent irse
“ elegida” . La vulnerabilidad subjet iva de est as niñas radica en que “ ceden” a los
reclamos de los adult os, a la vez que son presionadas a guardar el secret o. Est o suele
ocurrir por ident ificación o empat ía con el sufrimient o del ot ro, rasgo más propio de
las mujeres que de los varones en nuest ra cult ura.
Los hechos sexuales abusivos son t an t raumát icos en las niñas com o en las púberes,
pero t ienen caract eríst icas diferent es. Cuando el incest o se lleva a cabo durant e el
proceso de la pubert ad o en el previo, se suman los cambios corporales, los
hormonales, la aparición de la menarca, provocando una vivencia de pérdida del
cont rol corporal con sent imient os de impot encia y m iedo. El incest o provoca que est as
vivencias de descont rol se redimensionen. La angust ia que acompaña a est e hecho se
debe, ent re ot ras causas, a que las púberes pierden la fant asía infant il de poder
cont rolar los procesos corporales. Las acciones incest uosas les provocan la impot encia
y la culpa de no poder dominar lo que ahora les sucede con el abusador. Todo est e
complejo proceso puede llevarlas, por el efect o de mecanismos defensivos, a
ensimismarse, aislarse y t ener dificult ades en su vida de relación. Ot ras jóvenes, por el
cont rario, ponen en act o la falt a de cont rol de lo que les ocurre, at ropellan al mundo,
mediant e conduct as de riesgo para su persona o vuelven compulsiva su relación con la
sexualidad.
Raquel vino a est udiar a Buenos Aires, en part e huyendo de las relaciones
incest uosas impuest as por su hermano mayor. Sent ía culpa por esos hechos y, según
su t est imonio, una forma de aplacarla fue t omando alcohol, iniciándose en la droga y
t eniendo relaciones sexuales con muchos jóvenes que, según ella, no le int eresaban
demasiado:
35
“(…) lo siniestro sería aquella suerte de espanto que es propio de las cosas conocidas y familiares desde
tiempo atrás”. Véase Freud (1919).
36
La renegación o desmentida es un modo de defensa consistente en que el sujeto rehúsa reconocer la
realidad de una percepción traumatizante. Véase Laplanche y Pontalis (1971).
miembros, quien t iene la t ot al responsabilidad de lo que ocurre. Quienes hablan de
“ familias incest uosas” omit en los det erminant es sociales que configuran las ideas de la
familia y los posicionamient os jerárquicos y desiguales de varones y mujeres dent ro de
ella. De est a forma, sólo se logra opacar el significado de la opresión de la mujer y de
las relaciones de poder en el int erior de la familia. Si el cont ext o social en el que el
incest o se lleva a cabo no es t omado en cuent a, el ofensor se t ransforma en invisible.
El riesgo al que puede llevar el supuest o de las “ familias incest uosas” es creer que hay
un consent imient o de la niña o una culpabilidad de la madre, como si t odos hubieran
“ part icipado” en las práct icas de incest o.
Eva Gibert i (1998) señala que exist en madres que denuncian o se separan de los
abusadores cuando el incest o es dado a conocer. Est o “ resulta desordenador para la
t esis de la familia incest uosa puest o que el act o queda circunscrit o a la responsabilidad
pat erna, mient ras que la mujer se opone legalment e a ese procedimient o. Lo cual
incorpora la necesariedad de una madre cómplice que aut orice sost ener la
clasificación de una familia disfuncional” . En la consult a, la madre de Delia dijo:
Est os est ereot ipos preparan el t erreno para el incest o y cualquier ot ra forma de
abuso de poder. Est as est rat egias “ nat uralizan” la violencia, debilit ando el regist ro de
sus diferent es manifest aciones (malt rat o físico, psicológico, descalificaciones, insult os).
En consecuencia, será más difícil ejercer censura y resist encia.
Ot ra est rat egia que el ofensor implement a para ejercer el poder consist e en
convencer a la niña de que sólo cuent a con él y que le gust a o desea lo que ocurre
ent re ellos. De est a forma, logra dist orsionar la percepción de la niña “ haciéndole
creer” que ella quiere lo que en realidad sólo él desea: abusar. Por el cont rario, una
escena t emida por est as niñas, que las mant iene en est ado de alert a y t error, es
sent irse a m erced de la volunt ad y el arbit rio del abusador y no poder ant icipar en qué
moment o pueden repet irse las acciones incest uosas. La niña, ent onces, quedará
at rapada ent re el miedo y el “ convencimiento” que int ent a ejercer el agresor.
Bleichmar (1986: 239) señala que cuando se t ransmit e la convicción de que algo es de
det erminada manera se est á exigiendo que debe ser compart ido. Esta convicción
funcionará como una ley independient e de cualquier ot ra perspect iva de la realidad.
Est e t rast ocamient o de la realidad genera en la niña una confusión que proviene del
t ipo de afirmaciones y de las formas de t ransmit irlas –seducción, enojo, orden-. A
part ir de aquí, la niña pasará a t ener una imagen de sí que la llevará a dudar de sus
vivencias y de los sent imient os que experiment a.
“ Yo no sabía qué pensar de lo que pasaba con mi padrast ro. Él me dijo que no t enía
nada de malo. Casi t odas las noches él miraba t elevisión hast a t arde. M i mamá no
est aba porque t rabajaba de enfermera. Yo nunca podía dormir, t enía mucho miedo.
M e pasaba pensando y viendo por el reflejo del vidrio de la puert a si él seguía
sent ado en el sillón. Cuando se levant aba yo empezaba a llorar y me escondía
debajo de la sábana. Dos veces me escapé por la vent ana. Yo sabía que si se
levant aba podía ir al baño, a la cocina o a mi cuart o” .
Los efect os provocados por los hechos abusivos adquieren gran dramat ismo para
una niña. La relación est recha y afect iva con el padre (o cualquier ot ra figura
significat iva) la hace sentir grat ificada y querida, sent imient o que, a su vez, le genera
confusión, culpa y vergüenza. No obst ante, en algunas chicas (y así lo coment an en la
consult a) el odio cont enido y el rechazo que sient en por el abusador es int enso,
aunque sean incapaces de expresarlo por miedo a las represalias (M anuela repet ía: “ Yo
sé que Dios me va a cast igar pero lo odio t ant o que pienso t odo el t iempo ¿ojalá se
muera! ” ). Odiar al padre y t emer la pérdida de su amor es la t rágica encrucijada que
enfrent an est as niñas. La coexist encia del sufrimient o y la rabia conduce a un duro
t rabajo psíquico porque se corre el riesgo de perder la prot ección y el amparo que se
requiere de un padre. El abusador es una persona querida y necesit ada pero, al mismo
t iempo, es quien hará surgir el odio porque la niña no podrá comprender sus
mot ivaciones para at acarla (“ ¿Por qué a mí?” , “ ¿Por qué no a mi hermana?” ). Est e
odio indecible forma part e t ambién del secret o de la niña, pero est a vez el secret o no
es compart ido con el abusador sino que es a él a quien es necesario ocult arle lo que se
sient e: odio.
Cuando el agresor obliga a mant ener en silencio las sit uaciones de incest o, int ent a
est ablecer una alianza perversa con la niña ut ilizando act it udes ext orsivas (regalos,
dinero, permisos de salidas). Así, el ofensor le impone a la niña aliarse con él mediant e
la obediencia y la ment ira, haciéndola responsable de los problemas que puede
ocasionar con el relato de lo que le sucede.
Tal como pregunt a Virginia Woolf en el epígrafe (“ ¿Cuál es la palabra para un
sent imient o t an callado y conflictivo?” ), las niñas que son abusadas se enfrent arán a la
dificult ad de encont rar palabras que las liberen del secret o. No obst ant e, algunas niñas
no desean cont ar sobre el abuso que padecen, con la ilusión de que el silencio las haga
olvidar. Pero sabemos que “ callando no se olvida” . Por el cont rario, la violencia,
indecible e innombrable en det erminado moment o, más t arde se expresará mediant e
sínt omas de diversa índole. Esa “ memoria corporal” , como la denomina M illar (1998),
o “ recuerdos corporales” como los llama Ferenczi, será la vía para manifest ar esa
verdad ocult a. Ot ras niñas recurren al mecanismo psíquico de la desment ida para
defenderse de lo t raumát ico de las práct icas incest uosas ejercidas cont ra ellas, porque
la inmadurez de su aparat o psíquico no permit e procesarlas (M onzón, 1997). Como
vimos, la desment ida es el mecanismo psíquico a t ravés del cual se desconoce algún
aspect o de la realidad con el que no se quiere o no se puede enfrent ar. Desment ir, en
est os casos, será creer que eso que pasa no est á pasando. Y no sólo que el incest o no
ocurre, sino que t ampoco exist e el cont ext o violent o que rodea el abuso y que t iene un
efect o t raumát ico: miradas y gest os obscenos, palabras que descalifican o acusan,
caricias o roces ofensivos en el cuerpo. En est os casos es posible que el mecanismo de
desment ida sea sost enido aún en la adult ez. En la consult a hemos observado mujeres
que t ienden a convencerse de que el abuso no exist ió aun cuando los sínt omas que las
mot ivan a buscar ayuda pujan por el reconocimient o de esa verdad (“ M e dijeron que
mi padre abusaba de mí y de mis hermanas y eso provoca mis problemas act uales. Yo
no sé si eso era abuso. Era t an chica…” ).
Ent onces, es posible que el mecanismo de desment ida sea una est rat egia
inconscient e para reforzar la orden de secret o y para enfrent ar el dolor del abuso. Pero
en ot ros casos suele haber un moment o en que las est rat egias implement adas por el
agresor no se pueden sost ener, como t ampoco los mecanismos de silenciamient o y
desment ida. Es ahí cuando la imposición del secret o fracasa. Ent onces, la familia
deberá enfrent ar diversas sit uaciones de crisis y la niña quedará expuest a a los
cambios familiares suscit ados, a la culpa, a los reproches, al descreimient o o a la
indiferencia. Pero no siempre la relación familiar es adversa; por el cont rario, la
comprensión y el apoyo permit irán muchas veces que la niña o la adolescent e puedan
romper el secret o y reconozcan la necesidad de ayuda.
“ - M e cuest a mucho pensar que est o haya pasado, - pero más me cuent a imaginar
el sufrimient o de mi hija. Es difícil creer que mi padre abusara de ella. ¿Por qué no
me lo dijist e ant es? ¿Le t enías más miedo a mi reacción que a lo que t e hacía t u
abuelo? ¿Por qué no me cont ast e?
- M e daba vergüenza.
- Yo t e t raje aquí para que puedas sent irt e mejor.”
(Diálogo escuchado en una consult a ent re Beat riz y su hija Vanesa).
M ad re s f re nt e a l de scub rim ie nt o
Según Hooper (1994: 100), exist en t res aspect os que dificult an el descubrimient o
del incest o por part e de la madre. Uno de est os aspect os consist e en que los
prot agonist as pert enecen a la familia, ámbit o privilegiado para la const rucción de la
realidad de los individuos. En est e caso, las est rat egias del abusador consist irán en la
manipulación y/ o la dist orsión de esa realidad para que no se evidencien las acciones
incest uosas. Est as est rat egias conducen a que cada uno de los miembros de la familia
no confíe en sus propias percepciones. Así es que a algunas madres les result ará difícil
det ect ar, “ ver” el incest o porque en muchos casos ellas mismas no perciben que son
abusadas o malt rat adas. Ot ro de los aspect os que dificult a el descubrimient o del
incest o por part e de la madre consist e en que los niños t ienen diversos obst áculos
para hablar del asunt o. Est o no sólo se debe a las dificult ades con el lenguaje propias
de la edad, sino fundament alment e a que en est as familias exist en problemas de
comunicación. El ofensor ha est ipulado que la madre no es confiable. El t ercer aspect o
que obst aculiza el descubrimient o del incest o es que no es posible definir y diferenciar
cuándo un comport amient o es “ normal” y cuándo es “ abusivo” . A est a dificult ad se le
suman la falt a de percepción de lo realizado en secret o y la invisibilidad, en algunos
casos, de daños físicos o cam bios de comport amiento.
Tomando en cuent a est os t res aspect os cabría describir una escena familiar en los
siguient es t érminos: un padre que le dice a la niña que su madre no es confiable; una
niña at emorizada; un marido que le dice a su esposa que la hija es rebelde y ment irosa.
Est a est rat egia de desviar la responsabilidad del incest o o hacia la hija o la esposa t iene
la finalidad de que ellas se dist ancien, se acusen y no se crean. Cuando la niña devela el
secret o es posible, por un lado, que la madre no le crea; por el ot ro, que la niña piense
que la madre es cómplice del abusador. Es por est o que suele enojarse, reprocharle a
la madre que no se dio cuent a de lo que pasaba o que no la cuidó y prot egió como
esperaba. M adre e hija, sin embargo, no perciben cómo el abusador conformó las
imágenes que cada una debe t ener de la ot ra, garant izándose así una dist ancia ent re
ellas para que no se devele el secret o o para no darle credibilidad a la palabra de la
niña. Ést a, presionada por el ofensor, es posible que se convenza de que hizo “ algo
mal” , avergonzándose de sí y sint iendo culpa por lo ocurrido. La consecuencia será que
se t ermine considerando a sí misma una niña mala.
Est a adolescent e debía enfrent arse con dos sit uaciones problemát icas: la relación
con un padrast ro que decía quererla pero abusaba de ella y la relación con una madre
que la acusaba de mala porque no podía admit ir lo que su compañero le hacía a su
hija. Los mensajes que subyacen a est as problemát icas podrían ser manifest ados, en
un diálogo int erno con la madre, de la siguient e manera: “ M e cost ó mucho cont art e,
t enés que creerme” , o sea: “ Necesit o que me reconozcas como una niña buena” .
“ ¿Por qué result a más t olerable sent irse malo que abandonado y no querido?” ,
pregunt a Hugo Bleichmar (1997: 171). Siguiendo las ideas de est e aut or podríamos
pensar que est a niña corre el riesgo de sent ir o comprobar que la madre la abandona
cuando no le cree. La consecuencia será que ella quedará sumergida en la impot encia
al no poder validar su verdad. Pero si piensa “ yo soy mala” , t endrá la posibilidad de
fant asear que puede sat isfacer a su madre y recuperarla ( “ Tenés razón, porque soy
mala t e ment í” ). Frent e a la angust ia que provoca sent irse culpable e impot ent e podrá
opt ar, inconscient ement e, por sent irse culpable. O sea, fant asea que lo que vivió en
forma pasiva (el abuso) se realizó en forma act iva (“ Yo t engo la culpa” ). Y est a
modalidad de enfrent ar la sit uación t raumát ica se observa t ambién en las m ujeres que
son violent adas por sus parejas. Ant e la posibilidad de la separación y el t error de
sent irse abandonadas y solas, reviert en la denuncia y le dan al marido “ ot ra
oport unidad” , con la ilusión de ot orgarse más poder sobre una realidad que no pueden
dominar.
Bleichmar, cit ando a Killingmo, dice que ést a sería una “ culpa por int encionalidad
secundaria” . Est o significa que alguien prefiere sent irse responsable por lo que le
sucede at ribuyéndose t oda la culpa. De est a forma, no sent irá lo ocurrido como algo
t ot alment e fuera de su cont rol (“ Si yo soy responsable de lo que pasa, yo lo manejo” ).
Est a culpa por int encionalidad secundaria, dice Bleichmar, es un concept o út il para
explicar el sent imient o que con frecuencia se observa en quienes fueron abusados
sexualment e. La t esis que fundament aría est a culpa, es la siguient e: a) la persona que
fue abusada quería que est o sucediera e inconscient ement e sedujo al agresor; b) gozó
con el abuso y por eso se sient e culpable. Est e aut or sost iene que es posible que est o
suceda. Pero adviert e a quienes asist en a est as personas que apelar a la excepción y
generalizar acerca de est as premisas significa volver a repet ir la sit uación t raumát ica
increment ando la culpa en el espacio de la asist encia. El riesgo de t al generalización
consist e en que quien padeció el abuso puede llegar a convencerse inconscient ement e
de que quiso que le sucediera lo que en realidad no pudo evit ar. La niña que padece
incest o, ent onces, le reclamará a su madre que le crea, que la convalide en su
ident idad y la reconozca como niña buena. Caso cont rario, se increment ará la
desconfianza para enfrent arse al ofensor y para sent ir que su madre es capaz de
cambiar la sit uación de abuso.
La necesidad de est as niñas es que sus madres est én dispuest as a escucharlas y les
crean. Si una niña no t iene a nadie a quien cont arle su padecimient o, el abuso se
repet irá y será más difícil para ella encont rar las palabras apropiadas para cont arlo.
M uchas niñas y niños víct imas de incest o y/ o malt rat ados pueden convert irse en una
fut ura generación de víct imas o vict imarios. Ést a suele ser la forma que ellos
encont raron para cont ar su experiencia infant il: padecer o hacer a ot ros lo que
padecieron en secret o. Hay niñas y niños, sin embargo, que pudieron cont ar a sus
madres las experiencias incest uosas y se sint ieron respaldados y comprendidos.
Segurament e, ellos serán menos proclives a poner en act o sus sent imient os de odio y
venganza. Sin embargo, hay niñas que no eligen a la madre para revelar el secret o:
¿Qué pasa con las madres frent e a la revelación del incest o? Si bien exist en madres
que saben de las relaciones abusivas, algunas serán francament e cómplices, y ot ras
implement arán un mecanismo de “ hacer como que no ven” para eludir los conflict os
que podrían surgir con el ofensor. La mayoría de las madres, sin embargo, se preocupa
por ayudar a sus hijas y censurar al abusador. Ent re ést as, algunas expresan t ener
dificult ades para hablar con sus hijos o se sient en excluidas de ese cerco que t endió el
padre abusador que domina la escena familiar. Ot ras se reprochan no haber percibido
el problema o se irrit an con las hijas que no confiaron en ellas para hablar del abuso.
Ot ras sient en int ensos sent imient os de culpa por no haber percibido ningún indicio.
M onzón (1997) señala que si ese “ no saber” no es conscient e, es probable que surja
del mecanismo de desment ida implement ado por la madre. También es probable que
ella haya sido abusada en su infancia y t enga psíquicament e bloqueada esa experiencia
y, en consecuencia, se encent re pert urbado o inhibido el regist ro de comport amient os
sospechosos.
Por ot ro lado, est as mujeres suelen sent irse presionadas por las repet idas
coacciones ejercidas por el agresor, quien les dice que la niña mient e o que lo impulsó
a t ener cont act os sexuales. Es por t odo est o que se les plant ea a est as mujeres un
dilema product o del conflict o de ambivalencia: no saben a quién t ienen que creerle y a
quién deberían defender. La clave de las sit uaciones conflict ivas que t ienen que
enfrent ar la niña y la madre, además de la revelación del incest o, es la manipulación
de la realidad que ejerce el agresor cuando desvía la responsabilidad de los act os
incest uosos en la niña o adolescent e o en la madre, ejerciendo cobre ellas nuevos
act os de violencia.
El ent orno familiar y social puede llegar a hacer algo semejant e. A veces, t iende a
culpar a la madre acusándola de est ar ausent e (aunque sea por razones laborales) y de
dejar demasiado t iempo a su hija con el padre o de no “ ocuparse suficient ement e” de
su marido (incluida la sexualidad). De igual modo, se suele hacer responsable a la niña
o a la adolescent e por considerarla provocat iva y seduct ora, o por el cont rario
demasiado t ímida y sumisa. Est e t ipo de coment arios, que reproducen los est ereot ipos
del género mujer, pueden llegar a just ificar al agresor eximiéndolo, de est a forma, de
su obligación de ser la guarda y la prot ección de las personas menores de su familia.
Un problema serio que deben enfrent ar muchas mujeres al ent erarse del incest o
consist e, por un lado, en el t emor que sient en de enfrent arse con el abusador y, por el
ot ro, en la preocupación que significa la inseguridad afect iva y económica que una
posible rupt ura de los vínculos familiares podría generar.
¿Qué se puede hacer, ent onces, cuando el adult o abusador est á en la familia? El
incest o es un hecho part icularment e grave. M uchas veces no se hace la denuncia por
miedo, por t emor a las represalias del abusador y/ o porque el agresor suele ser el
sost én económico de la familia. Excluir a un miembro de esa f amilia, sobre t odo si es el
sost én económico, es un hecho delicado que requiere una eficient e apoyat ura
inst it ucional (t ant o judicial como psicológica) capaz de enfrent ar y resolver
adecuadament e, a favor de los niños y sus madres, los problemas que se les
present arán.
El poder que el ofensor sigue ejerciendo en el present e de la que fue su víct ima
provoca que ella siga t eniendo una débil imagen de sí, con sent imient os de desajust e y
de inadecuación y la vivencia de sent irse diferent e de los demás.
El recuerdo de las experiencias infant iles y los sent imientos que las acompañaron
suelen act ualizarse bajo la forma de inseguridad, est ados depresivos, manifest aciones
de malt rat o al propio cuerpo, t endencia a sufrir accidentes o propensión a permanecer
en relaciones violent as o de malt rat o. Algunas mujeres no pudieron mit igar el poder
que el abusador t uvo sobre las niñas que fueron y ot orgarle poder a la adult a que son.
Ot ras suelen ejercer diferent es formas de malt rat o, sut iles o francament e abusivas,
cont ra las personas de su medio social inmediat o. Además, el hecho de no haber
verbalizado el abuso y haber t enido que guardar el secret o de esa sit uación, a veces
por largos años, sumerge a est as mujeres en un mundo silencioso, dificult ando sus
vínculos sociales.
“ M uchas veces recuerdo que en la escuela, durant e los recreos, me quedaba sola
debajo de la galería del pat io o dent ro del baño. Tenía mucho miedo de que los ot ros
chicos se dieran cuent a de lo que me pasaba. Creo que ahora, de grande, t odavía
sient o lo mismo. La gent e dice que soy t ímida, pero yo sé muy bien que lo que me
pasa es parecido a lo que sent ía en la escuela. Qué lást ima me da aquella nena con
t ant o miedo…”
Paralelament e, y como si t uvieran que reparar ese silencio, ellas han ido
desarrollando una excesiva preocupación por el cuidado de las personas allegadas.
Est o aparece como efect o de las amenazas del ofensor –explícit as y/ o implícit as- en
relación con las consecuencias que podría t ener para ellas y para su familia el poner en
evidencia el abuso. Como efect o de esos mensajes, ellas se ent renaron int ensivament e
para priorizar las necesidades de los demás por sobre las propias. Est a preocupación
suele manifest arse t ambién en la ansiedad que experiment an ciert as mujeres en
relación con sus hijas.
“ M i hija t iene 8 años. A esa edad mi padre abusaba de mí. Tengo mucho miedo de
que a mi nena le suceda lo mismo. Confío plenament e en mi marido, él sabe del
abuso e int ent a t ranquilizarme. Sin embargo, aunque no me dé cuent a, los cont rolo
t odo el t iempo. Tampoco la dejo salir sola o t engo que hacer un gran esfuerzo para
que vaya a la casa de los amiguit os. La est oy asfixiando, me est oy asfixiando, pero
me cuest a mucho evit ar mis t emores.”
La preocupación por el bienest ar de los ot ros aun a cost a del propio incide en la
dificult ad que suelen present ar ciert as mujeres que fueron abusadas para desarrollar
proyect os de vida personales. Los mandat os del abusador, como los sent imient os
penosos que acompañaron las sit uaciones de abuso, fueron int ernalizados. Las reglas
est ipuladas por el abusador –silencio, amenaza, pasividad- y los mandat os de no
confiar en ot ros adult os (“ Ni se t e ocurra cont arle a t u madre porque no t e va a creer” )
configuraron en aquellas niñas la vivencia de sent irse excluidas del universo infant il
por ser diferent es de las ot ras chicas. En la infancia o en la pubert ad no t uvieron más
alt ernat iva que somet erse, puest o que sus mecanismos de resist encia para evit ar el
abuso o para revelarse eran muy débiles por la edad y por la misma sit uación de
malt rat o. El mecanismo de exclusión, vivido dramát icament e, suele persist ir y ser
reproducido en diversos moment os de la adolescencia y de la adult ez.
Aun habiendo est ablecido vínculos afect ivos –pareja, hijos, est udio, t rabajo-, puede
ocurrir que ellas se aut oexcluyan mediant e el mecanismo de reproducir act ivament e
aquello que de niñas sufrieron en forma pasiva. En aquel ent onces, fue el adult o
abusador quien las excluyó del mundo infant il por los hechos abusivos. Ahora ellas,
adult as, pueden sabot ear sus logros por un mecanismo psíquico de ident ificación con
el agresor de la infancia. Es decir, se aut oexpulsan de un universo con nuevos
significados y posibilidades. Est e mecanismo se puede reproducir una y ot ra vez en
diversos cont ext os de la vida:
Aída, que fue abusada por su padrast ro desde los 8 hast a los 11 años, dijo:
To m ar la p alabra
Las mujeres que pasaron muchos años de su vida silenciando el abuso se sient en
agobiadas por el secret o y los recuerdos penosos de esa sit uación. Aquellas que
mediant e una decisión de vida se animan a hablar, lograrán apropiarse de ese poder
de la palabra que ant es t enía el abusador. Él era quien decidía lo que se podía cont ar y
lo que se debía callar. Romper ese silencio impuest o ayudará a enfrent arse a la imagen
despót ica del abusador y a no seguir somet iéndose a aquellos mandat os de silencio.
De est a forma, t ambién se podrá deshacer de la imagen de niña impot ent e y llegar a
ser la mujer que quiere hablar y decir su verdad. Est a verdad será jerarquizada como
conquist a subjet iva de una mujer que pudo rescat ar act it udes y sit uaciones que le
permit ieron avanzar a pesar de lo padecido. Así, se favorecerá la recuperación de la
aut oest ima y la reorganización de la subjet ividad.
Los recursos personales que algunas mujeres pudieron ut ilizar –muchas veces con
ayuda especializada- les permit ieron desarrollar sus vidas desest imando las
prohibiciones del ofensor. Así fueron resolviendo sit uaciones, lograron progresos
personales y pudieron reaf irmarse en las áreas del yo libres de conflict o, es decir, en
aquellos rasgos de personalidad que no sucumbieron a las amenazas del ofensor, “ que
no logró salirse con la suya” . Vale decir, que no logró perpet uar la imagen de víct ima y
las formas de sent ir, de pensar y de vivir como t al.
Beat riz, a pesar de silenciar durant e t reint a años el abuso que había sufrido de niña,
cuando en la ent revist a pudo cont arlo dijo: “ Lo que más me t ranquiliza es que mi padre
no logró salirse con la suya. Él me humilló y me marcó, pero yo puedo seguir adelant e” .
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La violencia de género se ha hecho evident e como un grave problema social por los
int ensos efect os que t iene en la salud física y ment al de las personas, compromet iendo
su calidad de vida. Sin embargo, en nuest ro país, no es suficient ement e reconocida
como un serio problema de salud de la población. En consecuencia, se desest iman sus
alcances y no se implement an, ni desde los espacios de salud ni desde las polít icas
públicas, las medidas necesarias de prevención y asist encia en forma cont inua,
int egrada y de largo alcance. A pesar de est o, la det ección, la asist encia y la prevención
de la violencia de género compromet en direct ament e a los operadores de la salud.
A pesar de la evidencia de los dat os y de los hechos de violencia que t odas las
personas conocen, exist e en la sociedad en general una part icular resist encia a saber
sobre est os hechos. Sólo se conviert en en mot ivo de at ención cuando son
ost ent osament e puest os a la vist a en los medios de comunicación o cuando son
mot ivo de la crónica policial. Pero las evidencias que se ejercen cot idianament e en el
int erior de la familia, en los espacios de t rabajo, de est udio, en los consult orios y/ o en
la calle suelen ser silenciados. Y si bien se habla sobre la violencia, no son reconocidos
sus diversos modos de expresión ni los efect os que provocan en las personas
violent adas. O sea, se excluyen, se dist orsionan o se t rivializar los severos efect os
físicos, psíquicos y sociales que est as violencias provocan en sus dest inat arios. Y est o
es así porque la violencia cont ra los niños y las mujeres produce pert urbación,
malest ar y hace visible lo que se quiere ignorar o disimular porque represent a una
realidad pert urbadora y amenazant e. En consecuencia, pro medio de la est rat egia del
no-decir o la del decir a medias se evit a nombrar, reconocer y, por lo t ant o, censurar
las dist int as formas de los hechos violent os.
Est as dificult ades en la semant ización de la violencia pueden llevar a conocerla,
negarla o just ificarla. En el primer paso se la puede acept ar como una realidad dada.
En el segundo, operan m ecanismos de negación o desment ida como forma de eludir el
malest ar que provoca. En el t ercer caso, se pueden acept ar ciert as modalidades de
relación violent a como habit uales, legit imadas e incluso inst it ucionalizadas (por
ejemplo el cast igo corporal como correct ivo) Por consiguient e, mediant e esos
mecanismos se desest ima la implement ación de medidas de resguardo y prot ección
necesarias para prevenir las consecuencias físicas y ment ales que t rae aparejadas.
Pero, a part ir de nombrarla, det ect arla y reconocerla se podrán ejercer práct icas
prevent ivas y asist enciales permanent es y eficaces. (Velázquez, 2000: 2)
Los profesionales no est án exent os de experiment ar est os mecanismos de
silenciamient o, ya que cuest ionan sus propias ideas acerca de cómo deben ser las
relaciones familiares y personales. Est a omisión afect ará su práct ica cot idiana. Por lo
t ant o, el conocimient o de las diferent es formas de violencia y de sus efect os
compromet e direct ament e al sist ema de salud y a los profesionales.
Aunque las personas que son víct imas de relaciones violent as lleguen a una
consult a y no hagan referencia a las violencias padecidas, la det ección y la asist encia
oport una y apropiada es una responsabilidad de los profesionales. Sin embargo, est e
compromiso puede ser eludido cuando se ejercen, dent ro de esas mismas práct icas,
diversas formas de violencia. Una de ellas es la que llamaremos violencia simbólica
(Bourdieu, 1985). Ést a se refiere, en general, a la imposición social de sent idos, es
decir, que det erminados significados acerca de las personas se est ablecen desde lo
social como legít imos y represent at ivos de la realidad, prescribiendo lo que se debe
pensar, desear y hacer. Est o es part icularment e not able en relación con las mujeres
cuando en una consult a un prof esional t iende a “ nat uralizar” algunos “ sínt omas” como
propios del género femenino (est ados depresivos, hist éricos, et c.) más allá de la
evidencia, por ejemplo, de lesiones físicas. Lo específico de est as violencias simbólicas,
t al como lo señala Bordieu (1999: 49 y ss.), es que se producen con un gast o mínimo
de energía, puest o que se inst alan sobre lo inculcado socialment e y son asimiladas de
manera insidiosa e invisible por las personas e inst it uciones, y est o se debe a la
familiarización con un mundo simbólicament e organizado por int eracciones
penet radas por est ruct uras de dominación.
Ent onces, ¿cómo opera la violencia simbólica, en cuant o imposición de sentidos, en
las práct icas de salud? Una forma de violencia simbólica es la negación, por part e de
los operadores y de las inst it uciones sociales encargadas de la prevención y la
asist encia, de los det erminant es de género en el ejercicio de la violencia. Est a negación
no dejará espacio para pensar, prever y/ o det ect ar lo que se puede padecer por
pert enecer al género mujer. Est a omisión de los causales de la violencia se puede
int erpret ar, como una modalidad simbólica de violencia. Y est o es así porque el
paradigma de la violencia simbólica es, precisament e, el género.
Ot ra forma de violencia simbólica es la reproducción de los est ereot ipos de género
que ejercen las inst it uciones sociales mediant e práct icas discriminat orias concret as.
Las inst it uciones asist enciales lo hacen a t ravés de práct icas médicas que
cat egorizar enfermedades “ de mujeres” con met áforas referidas a las pat ologías
llamadas “ femeninas” (en referencia a la menst ruación, al embarazo, a la
menopausia). Hemos observado con ciert a frecuencia que la incert idumbre que
provocan las consult as por violencia suele llevar a los prof esionales a hacer pronóst icos
apresurados y/ o a dar respuest as t erapéut icas t ales como pedir múlt iples est udios y
análisis, usar indiscriminadament e t ecnologías o psiquiat rizar los conflict os cot idianos
de las mujeres, con la consiguient e prescripción de psicofármacos (Burín, M oncarz y
Velázquez, 1990: part e III). En los casos de violencia, est a prescripción puede const it uir
un peligro adicional para las mujeres agredidas porque disminuyen la percepción de
riesgo y la habilidad para prot egerse de la violencia. De est a forma se int ent a aliviar las
consecuencias de la violencia y no las causas de los t rast ornos que, mediant e
pregunt as adecuadas, implicarían la implementación de verdaderas medidas
prevent ivas.
En cuant o a las práct icas psicológicas, ést as suelen ejercer modalidades de
violent amient o a t ravés de abordajes indiferenciados y/ o sexist as, los cuales no
permit en comprender la subjet ividad femenina en la part icularidad de la violencia;
frent e a mujeres que fueron golpeadas o violadas, apelan a concept os como
masoquismo, beneficio secundario e hist eria, ent re ot ros. La desinformación o la
información a medias sobre la violencia de género const it uye una est rat egia que, para
mant ener silenciados los hist óricos abusos perpet rados y padecidos, invisibiliza esa
violencia (Gibert i, 1989). Desde est as perspect ivas, para enfrent ar las consult as por
violencia t ant o en las práct icas médicas como en las psicológicas, se puede promover
la revict imización de las personas violent adas en los espacios de salud (Velázquez,
1999 y 2000ª).
De igual modo, se manifiest an violent amient os simbólicos en ot ros ámbit os que
t ambién compromet en la salud de las mujeres. En las inst it uciones educat ivas aún se
propicia una socialización diferencial y jerárquica para varones y mujeres, a part ir de la
cual suelen crearse dos cult uras y formas de sent ir radicalment e diferent es. No
obst ant e, se producen t ensiones en est e modelo de socialización, ya que las personas
t ienen un papel act ivo en la int erpret ación de esas paut as inculcadas cult uralment e y
present an mecanismos de resist encia y t ransformación de ese modelo. Pero
igualment e se sigue alent ando en los niños un mayor desarrollo de las conduct as
act ivas, el poder y la agresión como at ribut os valorados del género varón, conduct as
que desalient an en las niñas, a quienes se las inclina a valorar los comport amientos
pasivos y de somet imient o, que son at ribut os de escaso reconocimient o y valoración
social. M ediante est a socialización generizada se favorecen los comport amient os
considerados propios y “ nat urales” de los respect ivos géneros, jerárquicament e
diferent es para varones y mujeres. Una modalidad de est e violent amient o simbólico se
manifiest a en los currículos de los diferent es niveles educat ivos, en los que no se ha
incluido mención alguna a esas diferencias genéricas, negando de est e modo el efect o
que est a omisión suele provocar en las subjet ividades. Las inst it uciones jurídicas
t ambién ejercen violent amient os simbólicos al no disponer de una legislación
específica para t odas las manifest aciones de la violencia de género. Aunque exist an
algunas leyes, ést as no dan respuest a ni prot egen de las diferent es sit uaciones de
violencia que deben enfrent ar cot idianament e las mujeres (Velázquez, 2000c).
La violencia de género, por lo t ant o, debe ser abordada en los diferent es ámbit os
sociales e inst it ucionales mediant e la int errogación, por un lado, de la violencia
simbólica –de la que los profesionales no est án exent os- y, por el ot ro, de los procesos
que se llevan a cabo para su ocult amient o.
Lo que no se ve e n la co nsu lt a:
o bst áculo s y o m isio ne s
No reconocen que las sit uaciones por las que at raviesan son de violencia de
diversos t ipos.
Consideran que lo que les ocurre no es t an serio como para comunicarlo.
M inimizan la gravedad e int ensidad de los at aques.
Int ent an just ificar al agresor.
No informan sobre la violencia porque t emen que no se les crea.
Experiment an int ensos sent imient os de humillación, vergüenza y
aut odesprecio por haber sido golpeadas o violadas por la pareja, el padre de
los hijos.
Est os obst áculos se refuerzan en muchas mujeres porque suelen sent irse
desanimadas por el escaso apoyo que reciben en los ámbit os de seguridad de just icia y
salud. Est a desprot ección las lleva a pensar que su sit uación no es modificable y a
abandonar la búsqueda de ayuda, con los riesgos que est o implica para su int egridad
física y ment al.
En cuant o a los operadores de salud, ¿cuáles suelen ser las dificult ades con las que
se enfrent an para la ident ificación de los hechos violent os en una consult a? El fuert e
peso cult ural de los est ereot ipos sociales de varones y mujeres, adult os y niños, puede
“ nat uralizar” ciert os comport amient os que, sin embargo, son violent os. Cuando ést os
ocurren dentro de la familia o de ot ros vínculos cercanos, enfrent e a los profesionales
con una sit uación problemát ica. Por un lado, los comport amient os violent os hacen
dudar de las propias ideologías acerca de cómo debe ser una familia o una pareja,
cuest ionando principios ét icos y presupuest os cult urales. Por el ot ro, la creencia de
que la violencia sexual y la que ocurre en una familia es un asunt o exclusivo de la
int imidad de las personas o de las familias dificult a el reconocimient o, por part e de los
profesionales, de que est e es un problema de salud pública que reclama est rat egias
concret as de prevención y asist encia. Será necesario, ent onces, realizar un t rabajo
reconst ructivo de las práct icas que implique concept uar a la violencia como un
problema relat ivo a las relaciones y las conduct as normat izadas socialment e.
El t rabajo reconst ruct ivo requiere, ent onces, dos cuest iones. Reconocer los
aspect os sociales de la violencia y revisar los cambios hist órico-sociales que han ido
modificando las est ruct uras familiares y los vínculos ent re sus miembros, incluyendo la
perspect iva de género que at raviesa t odos los conflict os sociales. (Gibert i, 1998).
Una problemát ica vinculada con los operadores es que la asist encia a las víct imas de
violencia crea un campo de t rabajo en el que se asist e a víct imas de delit os. La relación
ent re la asist encia de quien consult a y lo que es sancionado por la ley conducirá a los
profesionales a la sit uación de t ener que est ablecer cont act o con áreas con las que
habit ualment e no est án familiarizados (policía, médicos y psicólogos forenses,
abogados, jueces). No obstant e, algunos profesionales deciden no t omar las medidas
pert inent es porque no le creen a la víct ima o consideran que se t rat a de un problema
de pareja o con los hijos. Ot ros, que sí le creen, t emen, sin embargo, las represalias del
agresor o los t rámit es y problemas que puede ocasionarles una int ervención. Sin
embargo, a pesar de est os t emores, deberían, sin lugar a dudas, informar a la mujer
que es víct ima de un delit o y que puede efect uar la denuncia porque est á amparada
por la ley. Apoyarla para que t ome una decisión al respect o const it uye una real medida
de prot ección y prevención (Viar y Lambert i, 1998). En est e sent ido, la información que
se brinde a una víct ima de violencia aliviará la ansiedad y el t emor a no ser asist ida
como es su derecho. Caso cont rario, se sent irá inhibida en su capacidad de t omar
decisiones y es probable que se sumerja en la apat ía y la desesperanza (Velázquez,
1998b). Pero se debe t ambién t ener en cuent a que muchos profesionales no brindan
esa información porque la ausencia de normat ivas y reconocimient o inst it ucional
sobre la problemát ica de la violencia, los deja sin apoyo para t omar las medidas
asist enciales y legales adecuadas.
Ot ra dificult ad que plant ean las consult as para indagar sobre la posibilidad de
hechos violent os es el impact o que genera en la subjet ividad de los operadores
observar los daños físicos o escuchar sobre las t écnicas de violencia ejercidas por el
agresor. Est o hace que los profesionales se posicionen demasiado cerca, con el t emor
o el riesgo de ser at rapados por las escenas de violencia, o demasiado lejos, con una
act it ud indiferent e. Es que en el espacio de la consult a, una víct ima suele provocar
sent imient os ambivalent es: van desde el franco rechazo como mecanismo defensivo
frent e a las manifest aciones de la violencia, hast a un máximo de involucramient o
personal que puede exceder las posibilidades concret as de enfrent ar el problema.
O sea, en la práct ica asist encial se compromet e, part icularment e, el
posicionamient o subjet ivo de los operadores. Y est o es así porque deberán, en el
diálogo con una consult ant e, enfrent arse con por lo menos dos int errogant es: cómo
disponer de una escucha para las sit uaciones de violencia, y cómo enfrent arse a los
relat os y dar una respuest a asist encial o preventiva adecuada. En ese sent ido, el
abordaje int erdisciplinario const it uirá una red de sost én para que los profesionales
puedan ofrecer respuest as coordinadas y eficaces.
La det ección del problema, la valoración del riesgo y la implement ación de
est rat egias de prot ección ya representan medidas prevent ivas si se ident ifican los
efect os de la violencia en una primera consult a. De lo cont rario, se corre el riesgo de
que esas personas aparezcan en las urgencias hospit alarias con graves lesiones.
Los profesionales de la salud deben procurar, además, conocer las inst ancias
judiciales, los cent ros de at ención de violencia y las acciones específicas que ést os
desarrollan, con el fin de cont act arse, capacit arse, asesorarse y/ o hacer las
derivaciones pert inent es. Deben saber t ambién que en esos cent ros exist en programas
de prevención de la violencia y de promoción de la salud, así como grupos de apoyo a
las sit uaciones de crisis, grupos de aut oayuda, asist encia psicot erapéut ica específica,
asesoramient o legal para las víct imas de violencia, sus allegados, y programas de
rehabilit ación para los agresores. La asist encia int egral de la violencia en los espacios
de salud exige, por lo t ant o, el compromiso y la int ervención int erdisciplinaria,
int rainst it ucional e int erinst it ucional.
Todos los profesionales, cualquiera sea su especialidad, deben reconocer que la
violencia es un problema de salud que requiere una capacit ación específica para su
reconocimient o, para la int ervención adecuada y para neut ralizar los ef ect os subjet ivos
que genera la asist encia de víct imas de violencia (los efect os de ser t est igo) .
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ETTR AB AJJO
BA O
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Si hablamos de asuntos “domésticos” y problemas “públicos” que se consideran “políticos”, se
establecen límites discursivos por los cuales lo “doméstico” queda despolitizado. Es decir, fuera del
discurso “político” y, por lo tanto, por fuera de lo público. En consecuencia, toda forma de maltrato en el
ámbito “doméstico” supone que pertenece sólo a la intimidad de las personas. De esta forma se ignoran
los problemas de dominación masculina y de subordinación femenina en todos los ámbitos sociales (no
sólo referidos a los problemas emocionales e individuales de mujeres y varones). Ésta es una estrategia de
“politizar”, hacer públicos, los problemas supuestamente personales (Véase Fraser, 1991).
asunt o “ domést ico” donde t oda una familia sea considerada violent a por igual. Esas
cat egorizaciones, asimismo, pueden cent rarse en los problemas individuales y
emocionales de varones y de mujeres, y así “ pat ologizar” a los prot agonist as. También,
que se haga mayor hincapié en los efect os que en las mot ivaciones de poder que
llevan a que est a violencia se ejerza. De est a forma se corre ot ro riesgo: opacar o
invisibilizar al verdadero prot agonist a que ejerce violencia y los mot ivos de poder y
dominación que lo guía.
Est o nos permit e concluir que la violencia, fundament alment e, deberá ser
considerada un hecho social que viola los derechos a la int egridad personal y a la
salud. Sólo así se podrán promover las acciones que t iendan a que la sociedad t oda se
compromet a a plant ear est rat egias int egradoras que hagan visibles las formas en que
se manifiest a la violencia de género.
Un equipo de t rabajo t endrá, ent onces, que cont emplar la especificidad de la
violencia de género, y a part ir de allí definir su objet o de est udio y caract erizar el
problema que pret ende invest igar. Det erminar las caract eríst icas peculiares de ese
campo llevará a precisar los marcos concept uales y una t eoría sobre las práct icas que
se empleen. Sólo así será posible implement ar est rat egias adecuadas de prevención,
asist encia e invest igación.
La violencia de género, ent onces, es un objet o de conocimient o que se irá
const ruyendo a causa de demandas sociales concret as que le dan una part icular
especificidad al t rabajo en est a área. A causa de est o, los marcos t eóricos concept uales
y las práct icas que se vayan implement ando int errogarán permanent ement e a las
inst it uidas, puest o que las formas de pensar y abordar el t ema const it uirán respuest as
a esas demandas concret as. Para est o es necesario un t rabajo reconst ruct ivo que
incluirá los aspect os sociales de la violencia, las modificaciones familiares y la
perspect iva de género (Velázquez, 1998b).
Ést a es una propuest a para una escucha no “ dogmát ica” , que permit a ut ilizar
abordajes diversos para que no queden limit ados los conocimient os sobre la realidad
de la violencia ejercida por un sujet o sobre ot ro. El equipo de t rabajo deberá
compromet erse con esa realidad mediant e una capacit ación que t ome en cuent a al
menos dos aspect os:
1. Hacerse de lo necesario
Adquirir la información t eórica que permit a desarrollar un pensamient o
Un equipo conformado para t rabajar en violencia debe cont ar con const rucciones
t eóricas y t écnicas int erdisciplinarias, pues si cada disciplina se aboca a su especialidad
sin relacionarse ni modificarse con respect o a las ot ras, el result ado será una
fragment ación de conocimientos que no dará cuent a de la pluralidad y la complejidad
de la realidad que plant ean las demandas sociales. Est a orient ación, denominada
mult idisciplinaria , podrá crear áreas especializadas de conocimient o pero no logrará
una art iculación ent re la t eoría y la práct ica, ya que ninguna disciplina puede, por sí
misma, proponerse abarcar el complejo fenómeno de la violencia. Cada operador y
cada disciplina, ent onces, delimit ará su campo de conocimient o y definirá su objet o de
est udio, pero buscará las formas de int ercambio y art iculación con los diferent es
conocimientos, concept os y met odologías t écnicas. Así se alcanzará aquello que
Pichon-Rivière (1971) consideró para las sit uaciones sociales: un abordaje
int erdisciplinario, una visión int egradora. Est a sit uación social de la que habla est e
aut or deberá ser objet o de una ciencia única o “ int erciencia” cuya met odología de
t rabajo est udie det alladament e y en profundidad t odas las part es de un problema. Él
propone, ent onces, una “ epist emología convergent e” en la que las diferent es ciencias
funcionen como una unidad operacional que enriquezca al objet o de conocimient o y a
las t écnicas de abordaje. Por lo t ant o, queda claro que el t rabajo sobre la violencia
debe cont ar con el aport e de perspect ivas múlt iples. De est a manera la int erdisciplina
permit irá plant earse la t area desde diferent es abordajes adecuados a una demanda y a
la complejidad de cada caso de violencia.
“ La int erdisciplina surge de la indisciplina de los problemas act uales” sost iene
acert adament e Alicia St olkiner (1987). Indisciplinarse con las disciplinas es necesario,
puest o que los problemas no se present an como demandas concret as sino como
asunt os difusos y complejos que dan lugar a práct icas sociales cont radict orias. Est o es
lo que sucede concret ament e, dice St olkiner, con los problemas de consult a act uales.
La violencia en sus múlt iples formas, la anorexia, la bulimia, la adicción a las drogas
y los problemas surgidos del desempleo y de la exclusión social plant ean dificult ades
para ser encasillados en las cat egorías t radicionales y abren, necesariament e, la
perspect iva int erdisciplinaria. De lo cont rario, se est arían abordando parcialment e las
necesidades de las consult as de asist encia y se est aría limit ando el alcance de las
est rat egias prevent ivas. La aproximación int erdisciplinaria surge, ent onces, de una
concepción de la realidad como t ot alidad est ruct urant e y cambiant e, ni fija ni obvia. El
riesgo de una práct ica no int erdisciplinaria es que el conocimient o quede aislado del
cont ext o social. El abordaje de la violencia, sin em bargo, no se cont ent a con ser sólo
int erdisciplinario, sino que t ambién deberá ser int erinstit ucional. O sea que cada
operador necesit ará t ener información precisa que le permit a derivar a quien consult a
a ot ros profesionales o inst it uciones que t rabajan en violencia de género. Así, la
int erdisciplina se ejercerá no sólo dent ro del grupo de t rabajo sino t ambién ut ilizando
los recursos ext ernos que sean necesarios.
La orient ación int erdisciplinaria favorecerá, necesariament e, la int egración y la
producción de conocimient os, señala Nora Elichiry (1987). Pero est a
int erdisciplinariedad deberá ser realizada part iendo de la convergencia de los
problemas que plant ea la demanda social, en nuest ro caso la violencia, y no part iendo
de las disciplinas. Elichiry aclara que los problemas sociales no t ienen front eras
disciplinarias y los límit es de cada disciplina no son fijos ni det erminados para siempre.
Sin embargo, el t ema “ borde” ent re dos disciplinas no configura disciplinariedad, sino
que son necesarios, además det erminados requisit os que compromet en al t rabajo en
equipo: el int erés, la cooperación, la int eracción y la flexibilidad ent re sus miembros.
Los operadores, por lo t ant o, deberán est ar alert as en cuant o al riesgo que implica
quedar rigidizados en det erminada t eoría o disciplina. Las violencias, como sit uaciones
concret ament e padecidas y ejercidas, no siempre encuent ran respuest as en los
conocimientos previos. Es así que el posicionamient o profesional no será el mismo si
se t iene por objet ivo int ervenir sobre el dolor y la angust ia provocada por la violencia y
ofrecer los recursos para enfrent arla o si sólo se int ent a mant ener a t oda cost a los
propios esquemas concept uales. De est a forma, cuando cada disciplina se est anca o se
encierra en sí misma, se parcializan los recursos para comprender a quien demanda
asist encia. Es posible que así no se desdibujen los límit es de los conocimient os pero se
corre el riesgo de que no se logre una escucha que int egre t odas las dimensiones del
problema.
Si se consideran inmut ables las cat egorizaciones que cada disciplina est ablece y se
las privilegia y/ o jerarquiza sobre las de las ot ras, no se adecuarán las int ervenciones a
lo que cada sit uación plant ea. Y est o puede aparejar por lo menos dos consecuencias:
dent ro del equipo, que se privilegien ciert as profesiones y ot ras aparezcan
subordinadas, generando sit uaciones conflict ivas. Y, en relación con quien consult a, el
riesgo consist irá en que se parcialicen las respuest as a su demanda y no se prest e la
asist encia int egral que cada consult a requiere.
Ot ros aut ores plant ean que la int egración de las diferent es disciplinas se logra
implement ando un marco concept ual común, por ejemplo: un concept o que podemos
considerar privilegiado para t rabajar en violencia es el de género. Así se const it uye la
t ransdisciplinariedad . Se t rat a de dilucidar crít icam ent e las diversas t eorías con la
finalidad de incluir ot ras formas de pensar y de hacer, ut ilizando esas t eorías como
“ caja de herramient as” que aport en diversos inst rument os para t rabajar las
sit uaciones concret as que se present an. La t ransdisciplina, ent ones, evit ará las
t ot alizaciones que pueden const it uirse en obst áculos epist emológicos para abordar
una demanda social. Para la t ransdisciplina, por lo t ant o, no es suficient e la int eracción
int erdisciplinaria. Es necesario que esa int eracción no t enga front eras para así lograr
una mayor explicación cient ífica de la realidad.
El enfoque t ransdisciplinario, según Ana Fernández (1989: 137 y ss.), plant ea que las
t eorías y práct icas hegemónicas deben ser abandonadas como t ales para que las
consideradas subordinadas recobren su pot encialidad de art iculación con t odos los
saberes. Des-disciplinar las disciplinas en el plano del act uar, ent onces, significa los
perfiles profesionales más rigidizados que demandan mayor jerarquía. La forma de
funcionamient o de la t ransdisciplina, propone est a aut ora, consist e en at ravesar el
t ema del cual se t rat e por los diferent es saberes disciplinarios. Sólo así se t omará en
cuent a, y est o es part icularment e import ant e en violencia, los diversos problemas que
un t ema present a y sus múlt iples implicancias. La t ransdisciplina no podrá funcionar,
según Saidón y Kononovich (1991), si exist e un exceso de especialización que implique
un regionalismo epist emológico que pret enda im poner un único conocimient o. Una de
las consecuencias de ese regionalismo epist emológico –que puede funcionar como
int ent o, en la práct ica cot idiana, de apost ar a lo previsible y a reducir los imprevist os-
consist e en que se suele plant ear, en el int erior de los equipos, una fuert e relación
ent re el poder y el saber, enlazados y anudados como si no pudieran funcionar uno sin
el ot ro. De ese modo, se propicia que el saber se inst ale en lugares est ancos desde los
cuales se podrá ejercer poder. Ést e se manifiest a cuando las disciplinas que se
consideran hegemónicas imponen jerarquías (de profesiones y de conocimient os) y
producen desigualdades. Es así que se ejercerá violencia dent ro de un grupo cuando
quien o quienes imponen el poder desconocen las singularidades, niegan la diversidad
e int entan, así, eliminar los desacuerdos. Est a violencia simbólica, t al como la ent iende
(Bourdieu (1970), se ejerce, en el int erior de un equipo, de manera insidiosa, a veces
invisibilizada. Así, se int ent ará imponer como legít imos ciert os conocimient os y
práct icas con la finalidad de anular los espacios para el desacuerdo y la diferencia.
Ant e est e riesgo pueden aparecer varias reacciones dentro del grupo –de
somet imient o, de sobreadapt ación al malt rat o o de resist encia- que se m anifiest an por
la conform ación de subgrupos que se oponen al poder hegemónico o cuando t odo el
grupo decide desarrollar un pensamient o crít ico, que cuest ione y desanude el poder
del saber. Ést a es just ament e la propuest a de la t ransdisciplina que, según Saidón y
Kononovich, puede ser definida como una est rat egia para recorrer los diferent es
saberes que se art iculan en un grupo y/ o en una inst it ución, desanimando, así, su
t errit orialización. Es decir, la t ransdisciplina serviría como est rat egia para que el saber
se desanude del poder hegemónico.
Pero para que est o pueda funcionar, será necesario que se est ablezca una alianza
de t rabajo (Greeson, 1976) ent re los miembros del grupo que debe cont ar con ciert as
condiciones: el predominio de relaciones simét ricas, un int ercambio product ivo y
racional y el replant eo conjunt o de cat egorías t eórico-práct icas provenient es de las
diferent es disciplinas. Est as condiciones no sólo ampliarán las posibilidades de acción
de un grupo sino que t ambién asegurarán los lazos de convivencia, solidaridad y
cooperación. Est a alianza de t rabajo y la reflexión permanent e sobre los t emas
plant eados favorecerá la comunicación de t odo el equipo que se const it uirá, así, en un
espacio de creat ividad y sost én para el diálogo. Est e diálogo, sin embargo, deberá
cont ar con det erminadas caract eríst icas. El grupo de t rabajo es el espacio para la
racionalidad pero t ambién debe ser el lugar para compart ir el placer, la grat ificación
por la t area que se desarrolla y los afect os involucrados en la práct ica. M uchos de los
conflict os personales y grupales que hemos observado supervisando equipos que
t rabajan en violencia se relacionan t ambién con t ensiones originadas por est e t ipo de
práct ica. Est as t ensiones t ienen un efect o t óxico sobre el psiquismo de los miembros
de un grupo. Si no son procesadas grupalment e generarán sit uaciones realment e
problemát icas en diversos espacios: en lo personal, en el int erior del grupo y en el
campo de las ent revist as. A est as sit uaciones conflict ivas, surgidas por el t rabajo sobre
violencia, las llamaremos “ los efect os de ser t est igos” (t ema que se desarrollará en los
capít ulos 16 y 17).
Pe nsar e n e qu ipo
implicados en el t ema;
La revisión de nociones básicas para la comprensión de la violencia de
género.
La búsqueda conjunt a de formas de art iculación de las diferent es t eorías y
práct icas que esclarezcan los aspect os que present en mayor dificult ad.
La evaluación de las estrat egias empleadas en cada caso para evit ar la
rit ualización de la práct ica.
El plant eo de las t ensiones que origina la t area y el procesamient o grupal que
funcione como una red de soport e y cont ención , para que esas t ensiones no
se conviert an en un obst áculo para las personas y para la práct ica.
La reflexión sobre la legit imidad que t iene el ocuparse de est e t ema para
cada uno de los int egrant es del equipo.
Así como nadie que t rabaje en violencia puede dejar de reflexionar sobre est as
nociones básicas, t ampoco debe dar por supuest o qué t iene de verdadero, just o y lícit o
ocuparse de est e campo, y en part icular de la violencia sexual. Est o supone, para los
operadores, posicionarse en un lugar que supere las prohibiciones y/ o las
t ransgresiones para hablar de lo rechazado y silenciado, t ransformar en legít imo lo que
ant es no lo era y darle, ahora, exist encia social. Reflexionar, ent onces, sobre est a
legit imidad comienza con la pregunta “ ¿por qué elegí t rabajar en est a problemát ica y
no en ot ra?” . En general, en los equipos de t rabajo no se abordan las mot ivaciones
profesionales para desempeñarse en las dist int as áreas. ¿Qué se t eme problemat izar o
indagar con est a omisión Una vez que se han desplegado est as pregunt as será preciso
ident ificar las sit uaciones personales por las que at raviesan los operadores que
t rabajan en violencia. Ést os suelen relat ar la “ incomodidad” que a veces provoca
comunicar que se t rabaja o se desea t rabajar sobre las violencias familiares, con
mujeres que son golpeadas, con niños que son abusados o con mujeres que fueron
violadas o acosadas. Hemos observado que –y los mismos profesionales lo coment an-
cuando se revela, en lugares ajenos al t rabajo y aun con colegas, que el área laboral es
la violencia, se produce en los int erlocut ores ciert a t ensión e incomodidad que puede
ser leída como rechazo e, incluso, descalificación.
Será necesario, ent onces, reflexionar sobre est e ot ro aspect o del t rabajo en
violencia. Es que las personas que se ocupan del t ema pueden enfrent arse con est as
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reacciones, efect o de las significaciones que la violencia t iene en el imaginario. En
relación con la violencia sexual, dice acert adament e Laura Klein (1989), “ el imaginario
vincula est e t ema más a fant asías erót icas o pecaminosas que a sit uaciones delict ivas” .
A causa de est o, las personas que t rabajan est a problemát ica podrán ser
est igmat izadas o consideradas t an “ sospechosas” como lo son las víct imas. Sacar a la
luz est os implícit os acrecent ará, en un equipo, la posibilidad de revisar qué incidencia
t iene en la subjet ividad de cada operador t rabajar en violencia y cuáles pueden ser sus
efect os. Que un equipo se plant ee est os int errogant es, ayuda a crear espacios para
pensar sobre las propias cont radicciones, los ideales y las frust raciones que suele
provocar el t rabajo en est a problemát ica. En est e sent ido, t ambién es preciso
pregunt arse si el desempeño en est a área es vivido como peligroso, difícil, t rasgresor y
t raumát ico. Trabajar el t ema, ent onces, t iene efect os en la propia subjet ividad pero,
t ambién, en el lugar de t rabajo, en las inst it uciones en general y en la comunidad.
M uchas inst it uciones se resist en a incorporar la violencia sexual como un área de
t rabajo, ya que consideran que se t rat aría de ocuparse de lo que le ocurre sólo a
ciert as mujeres y, por lo t ant o, de un invisible social. También el rechazo suele t ener
que ver con que las propuest as de t rabajo no siempre se sust ent an en un marco
t eórico-t écnico suficient ement e fundament ado. Ést e debería demost rar la imperiosa
necesidad social de un abordaje prevent ivo y asist encial: sólo así se podrá desarrollar
la invest igación y la difusión que la t emát ica en violencia requiere. Para est o, cada
equipo de t rabajo deberá discut ir los crit erios que permit an legit imar socialment e el
t ema y, al mismo t iempo, pensar est rat egias inst it ucionales para esa legit imación. Las
acciones organizadas de un equipo permit irán, por lo t ant o, superar los múlt iples
obst áculos que suelen oponerse a realizar de manera eficaz el t rabajo en est a área.
Un últ imo aspect o que no puede ser eludido cuando se int ent a pensar en equipo es
el supuest o de que los profesionales que t rabajan en violencia son por definición
alt ruist as, disponibles, incondicionales. Est a suposición no const it uye un buen
disposit ivo t eórico o t écnico para llevar a cabo esta práct ica, a la vez que implica que
los profesionales no son capaces de ejercer violencia. Sin embargo, las demandas y las
presiones que suelen ejercer las víct imas, por las urgencias que t ant as veces plant ean,
pueden t ener el efect o de violent ar a los operadores. Est o puede const it uirse en una
fuent e de conflict os que suele expresarse mediant e microviolencias en la práct ica
cot idiana. M icroviolencias que pueden manifest arse en lo silencios, en los pequeños
gest os, en act it udes indiferent es al sufrimient o, en las modalidades para preguntar.
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Este imaginario dará cuenta de un conjunto de significaciones impuestas socialmente acerca de lo que
es bueno y lo que no lo es, de lo que debe ser valorado y lo que no tiene valor. Los mitos, las creencias,
los valores que las personas sostienen acerca de la violencia moldearán, consciente o inconscientemente,
las subjetividades y establecerán diversas formas de pensar, de sentir y de actuar en relación con esa
violencia.
Ceder a esos violent amient os y suponerse bueno y disponible t ermina siendo una
formación react iva por la cual la violencia puede buscar manifest arse en algún
moment o, no sólo en una ent revist a sino t ambién con ot ros profesionales o en el
equipo de t rabajo, generando nuevos circuit os violent os.
Será indispensable, por lo t ant o, mant ener una vigilancia permanent e sobre los
diversos aspect os de la práct ica cot idiana para det ect ar en qué punt o se puede ser
violent o, y t rat ar de elaborar esos efect os. La reflexión en los equipos de t rabajo sobre
est os aspect os const it uye una det ección precoz de la violencia de los propios
operadores (Velázquez, 2000d).
Lo s e st udios de gé ne ro e n e l
int e rio r de las disciplin a s
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Los est udios de género (2000) plant ean que al t rat arse de un problema social
mult idet erminado, la violencia hace necesaria la implement ación de cuerpos
concept uales diversos que incluyan la perspect iva genérica. En el caso de la violencia
cont ra las mujeres, ni la int erdisciplina ni la t ransdisciplina alcanzan a dar cuent a de
por qué el conocimient o sobre est e t ema desborda los saberes inst it uidos. Se deberá
incluir t ambién, la experiencia padecida por ellas que aport ará ot ra perspect iva al
conocimiento sobre el t ema. Las mujeres saben lo que padecieron y la inclusión de
est a forma part icular de saber enriquecerá el conocimient o de los t écnicos. Ellos
saben, sobre violencia, pero “ yo he sido agredida” es una experiencia que no podrá ser
abarcada t ot alment e por el saber t écnico. La int egración, ent onces, del saber de las
mujeres, como relat oras de su propia experiencia, al conocimient o t écnico favorecerá
un enfoque más abarcat ivo sobre la realidad de la violencia. Est o quiere decir que la
fuert e presencia social del fenómeno y de la realidad mat erial de las mujeres que lo
padecen debe llevar a pensar y a crear nuevas cat egorizaciones referidas a la violencia
de género. Sólo de est a forma será posible hacer formulable est e problema para que
no permanezca omit ida o dist orsionada su especificidad. El abordaje exigirá, ent onces,
la int erconexión de t odas las disciplinas que est udian e invest igan la violencia.
La t radición disciplinaria, sin embargo, sost iene que en el int ercambio de
conocimientos, los “ ot ros” son los grupos de est udio, los dist int os ámbit os de
formación, las supervisiones clínicas, la lect ura de t rabajos de la propia profesión. Se
suele pensar que lo ext radisciplinario es ext rat errit orial. En cambio, desde los est udios
de género, se int ent a favorecer ese int ercambio, t raspasar las barreras disciplinarias
para que el profesional no quede limit ado en la comprensión del fenómeno y para que
t ampoco queden limit adas las mujeres a quienes se asist e. Debe quedar claro,
ent onces, que est e int ercambio no anula sino que enriquece la ident idad profesional.
Si convenimos que la t area en violencia consist e en favorecer el bienest ar de los
sujet os, será primordial r esguardar más a las mujeres en riesgo de enfermar a causa de
esa violencia ant es que preocuparse por preservar el propio t errit orio disciplinario. Los
aport es de la sociología, la psicología, las ciencias de la comunicación, la ant ropología,
la medicina, el t rabajo social, el derecho son cruciales para ampliar los conocimient os y
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Las ideas aquí desarrolladas ya fueron expuestas en varias ponencias presentadas en las Jornadas del
Foro de Psicoanálisis y Género y en el Programa de Actualización sobre Violencia de Género, Asociación
de Psicólogos de Buenos Aires, 2000.
t écnicas. Pero no se puede emprender ese int ercambio disciplinario sin t ener el
compromiso y la responsabilidad de buscar las herramient as adecuadas para que
pueda ser llevado a cabo. Es necesario, ent re ot ras cuest iones, implement ar códigos
de int ervención compart idos, revisar los mit os y valores de los profesionales para
acceder a un lenguaje común y disponerse a usar t écnicas de ot ras disciplinas. A part ir
de ese int ercambio se podrán formular hipót esis de t rabajo que guiarán el hacer.
Resumiendo, será necesario abordar la violencia desde una perspect iva
int erdisciplinaria e int erinst it ucional que no const it uya una amenaza a la ident idad
profesional. Por el cont rario, est a perspect iva organiza los recursos disponibles para la
ampliación de los conocimient os y de las t écnicas para t rabajar en violencia.
Dent ro de las t eorías psicológicas, el est udio de la violencia const it uye un área
específica de t rabajo dent ro de un campo más amplio: la salud ment al de las mujeres.
Desde la perspect iva profesional, el ent recruzamient o de las t eorías y las práct icas
provenient es del psicoanálisis y de los est udios de género permit e un int ercambio que
amplía los disposit ivos para el análisis y la int ervención: así la reconst rucción y
reconst rucción de concept os t eóricos e int ervenciones clínicas generará nuevas
perspect ivas y aport es.
Cuando empezamos a formarnos en los est udios de género y a t rabajar en la
problemát ica de la violencia cont ra las mujeres quedó claro que ciert os punt os de las
t eorías psicológicas no daban cuent a de algunas especificidades de est a problemát ica.
Desde los est udios de género, el campo de invest igación se vio beneficiado por el
t rabajo de concient ización y de reflexión sobre las condiciones de vida femenina con
grupos de mujeres que nos enfrent ó con ot ras realidades. Las experiencias y los relat os
de las violencias padecidas (físicas, emocionales, sexuales, económicas) nos
confront aron con un no saber que orient ó nuest ra invest igación en la búsqueda de
nuevas herramient as concept uales y t écnicas que eludieran una práct ica
indiferenciada y/ o sexista. Los aport es de los est udios de género y de las t eorías
feminist as permit ieron comprender ot ras cuest iones respect o de la subjet ividad
femenina. En consecuencia, nos orient amos a renovar las hipót esis t eóricas y t écnicas
y a revisar los modelos t eóricos y los modelos de int ervención psicoanalít ica que,
frent e a mujeres que fueron golpeadas, abusadas y/ o violadas, podían relacionar esos
hechos t raumát icos padecidos con la hist eria, la realización de deseos, el masoquismo
y el beneficio secundario, ent re ot ros concept os. Ést os debieron ser revisados y
cuest ionados, ya que podían ocasionar un proceso de revict imización en el espacio de
la consult a. Est o significa que se puede responsabilizar de la violencia a quienes la
padecen a la vez que se nat uraliza la asociación ent re feminidad y sufrimient o (M eler,
1997). Lo m ismo ocurre con las experiencias surgidas de un imaginario que f rent e a los
hechos de violencia cont ra las mujeres culpabiliza a las víct imas y/ o sospecha de ellas:
“ Por algo habrá sido” , “ Ella lo provocó” , “ A las mujeres les gust a” , “ Podría haberlo
evit ado” . Como vimos, est os coment arios afect an la credibilidad de los hechos o de los
relat os ya que demuest ran la falsa asociación ent re violencia y ciert as creencias sobre
la provocación y/ o el consent imient o de las víct imas. En est e sent ido, Bleichmar (1997:
95) señala que sost ener que los hechos abusivos son provocados por la persona a
quien se at aca es peligroso e inadecuado, pues serviría para negar que ella se sint ió
at errorizada por la amenaza de una figura a la que le adjudicó mayor poder. De est a
forma se puede comprender cómo una víct ima de violencia no part icipó ni deseó ni
provocó el at aque.
La dist orsión de la realidad de la violencia cont ra las mujeres se produce cuando se
la considera como un problema individual y no un problema social que afect a a t odas
las mujeres en las diferent es et apas del ciclo vit al. Pero ese imaginario t ambién afect a
la subjet ividad de los psicot erapeut as y puede convert irse en un obst áculo para la
comprensión y el abordaje de los efect os de la violencia. En ese caso, deberíamos
cent rarnos más en quien escucha que en quien habla, por las t ransformaciones
subjet ivas que producen los relat os de violencia.
Observamos, ent onces, que esos punt os “ ciegos” de las t eorías vigent es podían
producir dist orsiones y omisiones por la desinformación acerca de la especificidad de
las consecuencias psicológicas de la violencia. Sin embargo, a part ir de los est udios de
género, es probable que act ualment e exist a mayor permeabilidad para la comprensión
de est e fenómeno desde las t eorías previas. Si bien se plant ea una mayor
int errogación, porque no hay una respuest a única o hegemónica cuando las mujeres
son golpeadas o violadas, subsist e aún una t ensión ent re los conocimient os ant eriores
y los nuevos.
Los int errogant es plant eados proponen la necesidad de una capacit ación y
ent renamient o específico en est e campo que art icule las t eorías psicoanalít icas con las
de género. Est e ent recruzamient o enriquecerá los disposit ivos necesarios para la
comprensión de los efect os de la violencia. En consecuencia, el ent renamiento
propuest o proveerá de una escucha refinada y sensible para “ ver” y at ender a lo que
las mujeres t ienen que decir sobre las violencias padecidas.
Los est udios de género t ambién se han beneficiado con los concept os
psicoanalít icos, sobre t odo en lo relat ivo a la const it ución del sujet o, si se const ruye
sobre la base de sus deseos o sobre la base de las ident ificaciones t empranas.
Desde la t eoría psicoanalít ica se consideró const it ut ivo de la subjet ividad femenina
el deseo amoroso, que t iende a que las mujeres se ident ifiquen profundament e con las
necesidades de los ot ros y que est á asent ado sobre el ideal mat ernal. Sin embargo, los
est udios de género y las t eorías feminist as señalan la exist encia de ot ros deseos que
t ambién deben ser analizados, como el deseo de diferenciación, de ser sujet os act ivos
en la t ransformación de sus condiciones de exist encia. Se ha demost rado que est os
40
deseos de diferenciación favorecen el empoderamient o de las mujeres como ot ra
fuent e de sat isfacción. La diferencia es que est a perspect iva sost iene que se
const ruyen subjet ividades con mayor deseo de aut oafirmación y no subjet ividades
vulnerables y dependient es. Gracias a est a diferencia, es posible la det ección t emprana
de la violencia. Y est o es así porque esa part icular posición subjet iva de las mujeres
40
El concepto de empoderamiento fue usado por primera vez en 1994 (Conferencia Mundial de Población
y Desarrollo de El Cairo) para señalar el derecho de las mujeres al pleno control y responsabilidad de su
fecundidad. El término llevaba implícito la oposición a toda forma de control de la fecundidad en contra
de la voluntad de la mujer. En 1995, en la Plataforma de Acción de la Conferencia Mundial de la Mujer,
en Beijing, el empoderamiento o potenciación de la mujer se amplió como un concepto integral, a fin de
permitir a las mujeres el goce pleno de todos los derechos en todas las esferas de la vida. Se orienta
contra cualquier uso de la fuerza basada en el género y expresa la expectativa de que la participación
igualitaria de mujeres y varones, a través del empoderamiento de éstas, posibilite un mundo pacífico y
más equitativo. (Políticas de Promoción de la Mujer después de Pekín) (Véase RIMA, 2001).
que buscan aut oafirmarse permit e que ellas se nieguen al ejercicio de la violencia en
su cont ra. Ent onces, frent e a det erminados hechos de la vida cot idiana de una pareja
en la que la violencia est á al acecho o se manifiest a en act os concret os, los t erapeut as
deben det ect ar un “ no” . Es que las mujeres pueden llegar a const ruirlo para evit ar la
violencia si mediant e las int ervenciones del psicot erapeut a se favorece su expresión.
Est o implica det ect ar los aspect os del discurso de una mujer que le permit an pensar
para prever y defenderse de la violencia. Es decir, rescat ar aquellos element os del yo
más resguardados del conflict o y operar sobre ellos. Est a t écnica ayudará a proveer a
una mujer de una represent ación no vict imizada de sí, en t ant o no es una víct ima “ a
priori” por ser mujer, sino que fue t ransformada en víct ima por las amenazas, las
coacciones o los malt rat os. Por ello, las int ervenciones psicot erapéut icas deben
favorecer la percepción de la violencia como sit uación peligrosa –percepción de riesgo-
y poner al psiquismo en est ado de alert a para que la mujer busque est rat egias para
evit arla. Caso cont rario, es posible que la amenaza de violencia no sea det ect ada por
ella o por quien la asist e, por lo cual no será posible, en consecuencia, elaborar el
despliegue de conduct as de evit ación y/ o de resguardo.
Hemos podido observar que no pocas veces se distorsiona esa percepción de riesgo
de la mujer y que, incluso, suele favorecerse una polít ica de conciliación ent re los
miembros de una pareja en conflict o de violencia. Est as polít icas de conciliación o de
negación de las subjet ividades en conflict o se basan en la idea de que las mujeres
deben procurar la armonía y el equilibrio ent re los miembros de la pareja o de la
familia, siguiendo la “ lógica del amor” , aun a cost a de su propio sufrimient o. Sin
embargo, la experiencia clínica ha demost rado que esos proyect os conciliat orios no
pueden realizarse en una relación donde la asimet ría de poder hace imposible el
diálogo. Por el cont rario, t erminan malogrando la salud ment al de las mujeres porque
at ent an cont ra la aut oest ima y favorecen los est ados depresivos, las condiciones
fóbicas o los mecanismos de sobreadapt ación a las sit uaciones violent as, impidiendo
su det ección y aument ando, así, el riesgo de padecer nuevas sit uaciones violent as.
Los est udios de género t ambién han ampliado las t eorías de las ident ificaciones
t empranas (con los padres y las figuras significat ivas). Proponen el supuest o de una
genealogía de género. Es decir que es probable que las mujeres hayan const ruido una
hist oria genérica en la que los modelos ident ificat orios hayan sido mujeres
subordinadas en el plano afect ivo, sexual, social, económico. No nos referimos a la
dependencia afect iva y social, sino a la subordinación del género mujer en las
int eracciones ent re varones y mujeres en la vida cot idiana. Est e concept o de
subordinación de género, que la sociedad pat riarcal ha nat uralizado, pudo haber sido
int eriorizado por las mismas mujeres. De est a forma se reafirman los est ereot ipos
genéricos que pueden llevar a ejercer y padecer violencia. Est e concept o de
subordinación de género necesit a, por lo t ant o, ent recruzarse con las hipót esis
psicoanalít icas de ident ificaciones t empranas para favorecer la det ección precoz de la
violencia.
Será necesario, ent onces cont ar con un repert orio amplio de herramient as t eóricas
e int roducir alt ernat ivas psicoterapéut icas que incluyan una precisa valoración de los
indicadores de riesgo en cada m ujer, que fundament en y aport en a la det ección precoz
y a una práct ica prevent iva de la violencia.
La t ensión que puede exist ir ent re los int errogant es y las propuest as plant eadas
necesit ará ser resignificada por cada profesional y por cada grupo de t rabajo. Est o
exige mant ener una dist ancia de reflexión crít ica frent e a los diversos fenómenos que
se present an en la práct ica profesional en est a área de especialización, con la finalidad
de no reproducir en el ám bit o del t rabajo, aquello que queremos evit ar: la violencia. O
sea, se necesit ará de la reflexión grupal, como ya expusimos, acerca de las
microviolencias que suelen ejercerse en la práct ica cot idiana.
Para ello habrá que considerar y ampliar los diversos conocimient os y acciones con
los que se opere, para orient ar la práct ica compromet ida hacia formas creat ivas y
eficaces.
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Desde el primer encuent ro con una mujer que consult a por haber sido violent ada se
inicia un proceso que denominaremos ent revist a de consult a y orient ación . Ést as
aluden a un conjunt o de acciones que se desarrollarán ent re la m ujer que consult a y el
profesional que la recibe. El número y la frecuencia de est as ent revist as variará de
acuerdo con lo que requiera quien demanda asesoramient o y/ o asist encia. Se t rat a de
ent revist as análogas a las de adm isión que se realizan en algunas inst it uciones, aunque
aquí se propone una modalidad de t rabajo en la que el profesional int ervenga
act ivament e desde el primer encuent ro. Se propone, ent onces, un modelo posible y
alt ernat ivo de encuentro que de la posibilidad de ampliar los modelos est ereot ipados
de recolección de dat os. El objet ivo de est as ent revist as es act uar sobre la realidad de
la consult ant e, ayudándola a lograr una int egración de lo que ella piensa, sient e y hace,
es decir que cada int ervención profesional art icule los diversos aspect os que cada
consult ant e requiere. Est o cont ribuirá a que la percepción de la violencia padecida se
resignifique, ofreciendo diversas formas de enfrent ar sus alcances.
Est a modalidad de t rabajo propone evit ar que se propicien nuevas violencias en el
ámbit o de la consult a: encuent ros rápidos o despersonalizados que desat ienden la
demanda, plant eo de diagnóst icos apresurados, t iempos de espera en los pasillos
hast a que se concret e la asist encia y/ o el asesoramient o. Recibir a la mujer y t rabajar
sobre los punt os más urgent es le dará el marco de cont ención que necesit a. Pero no se
t rat a acá de “ mejorar” en est as ent revist as a quien consult a, sino de ayudar a
enfrent ar los efect os de la violencia mediant e int ervenciones profesionales. Est a
modalidad de t rabajo se orient a hacia la comprensión de la sit uación act ual de la
mujer e int ent a cent rar la at ención sobre los problemas y las posibles soluciones de las
primeras dificult ades.
Desde el primer encuent ro se debe explicit ar a la consult ant e que las ent revist as de
consult a y orient ación t ienen un principio, un desarrollo y un cierre. Se accederá a ést e
cuando se hayan ofrecido la mayor cant idad de element os que ayuden a enfrent ar y
resolver los efect os más inmediat os de la violencia. A part ir de allí, se evaluará lo
t rabajado ent re quien ent revist a y quien consult a, y se realizará la derivación a ot ros
t ipos de asist encia: asesoría legal, consult a médica, asist encia psicot erapéut ica. Sin
embargo, suele ocurrir que est as derivaciones no sean inmediat ament e necesarias
cumpliendo las ent revist as, por sí mismas, con la función de cont ención y
asesoramient o que la demanda solicit a. En cualquiera de est os casos se dejará abiert a
la posibilidad de nuevos encuent ros, con miras a seguir elaborando la problemát ica.
A t ravés de est a modalidad de t rabajo se logra, en la mayoría de los casos, que la
persona que fue violent ada obt enga alivio y una mayor comprensión sobre lo que le
ocurre. Est o permit irá que las posibilidades de recuperación sean mayores. La
dinámica de est as ent revist as y el marco operacional que les es propio cont ribuirán a
la reflexión sobre las práct icas en violencia.
Lo s m o m e nt os t ra nsicio na le s de l sa be r
“ No puedo creer que a est a mujer t an fea y con ese aspect o la hayan violado” .
Ent onces, queda claro que, a pesar del buen ent renamient o que se puede t ener en
t ema de violencia, es necesario, por un lado, est ar at ent o para que no se filt ren est os
efect os residuales. Y por ot ro, est ar abiert os a repensar los alcances que los marcos
t eóricos t ienen en cada caso singular.
El ámbit o creado para la t area en violencia const it uye un espacio t ransicional. El
saber t iene su dest ino de t ransicionalidad, necesit a de pasajes cont inuos a ot ros
saberes, de cuest ionamient os y revisiones que irán condicionando las práct icas. En
relación con la práct ica en violencia, se pueden hacer por lo menos dos plant eos: o se
manejan det erminados conocimientos en los que pesan los prejuicios personales, los
mit os y las creencias sociales, o se consideran aquellos saberes más innovadores que
incluyan perspect ivas cuest ionadot as, como la de género. En est e sent ido, una de las
t areas básicas de los operadores y de los equipos de t rabajo consist e en revisar cómo
los int egrant es se adhieren a uno u ot ro conocimiento, cómo ent recruzan y/ o
superponen los diferent es saberes y perspect ivas. En la t ransición por las diversas
formas de acercarse a la violencia se produce un caos cognit ivo, porque el peso de lo
est ablecido puede llegar a inhibir las posibilidades de desest ruct urar conocimient os
previos y generar ot ras formas de comprender y operar. Trabajo reconst ruct ivo que
implica t olerar las vivencias de ambigüedad derivadas de la producción de nuevas
ideas y práct icas diferent es.
El conflict o se plant ea ent re una lógica convencional que responde a los discursos
t radicionales acerca de la violencia y una lógica t ransicional que crea incert idumbre.
Los moment os t ransicionales del saber, por la ambigüedad que les propia, siempre van
a cuest ionar lo est ablecido. Cuando la incert idumbre se hace int olerable, se sient e la
urgencia de definir sit uaciones y t omar decisiones rápidas vinculadas, por lo general al
acat amient o a lo conocido. Est o reduce los imprevist os y las perplejidades y disminuye
la creat ividad en la función profesional.
La propuest a, ent onces, es reexaminar crít icament e la t ransición. Lo semejant e y lo
diferent e de t eorías y práct icas, las relaciones de poder dent ro de un equipo que
condicionan o imponen saberes, y la legit imación de una práct ica que de exist encia
social a la problemát ica de la violencia. Por ot ra part e, es fundament al t ener en cuent a
que los saberes no est án despegados de los efect os emocionales que provocan. A est as
consecuencias de la práct ica las denominamos los efect os de ser t est igo.
La int errelación de est as propuest as será clave para la evaluación crít ica de las
t areas realizadas. Si no se evalúa la t ransicionalidad del saber, el grupo quedará
rigidizado, rit ualizado, sin posibilidades de crear nuevos conocimient os que aument en
la eficacia de las práct icas.
El sa be r de qu ie n sab e y
e l sab e r de q uie n pa de ce
Las sit uaciones concret as de violencia que t raen las consult ant es exigen revisar si
responden a las t eorías y práct icas que se conocen o si reclaman práct icas que pueden
parecer inapropiadas, t r ansgresoras o cont radict orias con los marcos concept éales que
se manejan. Los profesionales, ent onces, o se somet en a lo conocido, o lo int errogan
y/ o desafían. Para ello es necesario ut ilizar los conocimient os disciplinarios como un
conjunt o de t eorías y práct icas capaces de dilucidar cada sit uación, apelando a una
flexibilidad y a una creat ividad que respondan, en cada caso de violencia, a la demanda
específica.
En el ámbit o del encuent ro con una consult ant e aparecen por lo m enos dos t ipos de
saberes:
Ent onces, hay un saber de quien sabe sobre violencia y t ambién un saber de quien
la padece. Exist e un encuent ro imposible ent re est os dos saberes. Como dice M arcelo
Viñar (1988), no es lo mismo pensar en abst ract o el miedo al daño físico ya la muert e
que pensar en “ mis miedos y mi muert e” . Si bien est e aut or ha cent rado su t rabajo en
las sit uaciones creadas por el t errorismo de Est ado, podemos incorporar sus
invest igaciones a la violencia de género y proponer a los profesionales el desafío de
“ hacer posible ese encuent ro imposible” . Porque ent re el “ ust edes no pueden saber lo
que es ser violent ada” que expresan las víct imas y el “ nosot ros no lo sabíamos” que
dice la gent e, se int roduce la afirmación del vict imario: “ yo lo sé t odo” . El desafío del
profesional consist irá en desest imar est a últ ima afirmación.
En su t rabajo, el profesional int ent ará conocer algo más acerca del saber de las
víct imas. Para est o es necesario que la escucha est ablezca una simet ría en la relación
consult ant e-profesional que sea consecuencia de lo que uno y ot ro saben, de lo que no
saben o de lo que saben de diferent e forma. Una escucha alert a que cuest ione ese
saber dogmát ico que se suele inst rument ar a los fines de evit ar el malest ar y la
incert idumbre que producen los hechos de violencia, una escucha que incluya el no
saber del profesional y la int errogación permanent e al propio conocimient o. Se
requiere, ent onces, que las cert ezas t eóricas sean puest as en cuest ión y se abran a
respuest as e int ervenciones alt ernat ivas que se adecuen a est a problemát ica. La
escucha, por consiguient e, deberá implement arse part iendo de una perspect iva crít ica
de las t eorías y de las práct icas. De est a manera se harán más explicables y
comprensibles las vivencias de las m ujeres. Sin embargo, aunque se llegue a saber algo
más de “ qué se t rat a” cuando una persona dice “ yo fui golpeada” , “ yo fui violada” ,
est as vivencias no podrán ser t ot alment e abarcadas por el profesional.
En e l e sp a cio d e l p r im e r e ncue nt ro
Ofrecer un esquema armado de alt ernat ivas que ayude a organizar la demanda
con acciones concret as: asesoría legal, asist encia médica, apoyo psicológico.
Proporcionar element os que regulen el cont act o con la realidad vivida. Est o es,
ayudar a ordenar el relat o y graduar el acercamient o a la sit uación t raumát ica.
Encarar la ent revist a con más de un profesional y, si es posible, de diferent es
disciplinas. Est a sugerencia ofrece varias vent ajas:
- posibilit a el manejo de sit uaciones complejas mediant e el aport e de
disciplinas que int egran la perspect iva de abordaje;
- reorganiza la demanda;
- det ect a más fácilment e las sit uaciones de riesgo;
- facilit a las derivaciones evit ando un desplazamient o burocrát ico e
innecesario por los diferent es ámbit os de la inst it ución;
- se logra que los profesionales no sólo operen como soport e de la
angust ia de la consult ant e, sino que soport en mut uament e la
sit uación angust iosa que se les present a.
La t ra nsicio na lida d e n
e l e sp a cio de la consult a
La crisis que at raviesa una mujer que padeció violencia produce rupt uras en la
cont inuidad del sí mismo, en las relaciones con el medio junt o con vivencias y fant asías
específicas. Ent onces se crea una sit uación de t ransición y de pasaje. Est o significa que
se pasa de la incapacidad para manejar la pasividad de los est ímulos displacent eros
originados por la violencia a la capacidad para reconocer y asumir la realidad de lo que
41
pasó. Para que est e pasaje se produzca, la crisis debe ser elaborada.
Los efect os de ese hecho t raumát ico volvieron frágil el yo a causa del desborde de
t ensión y angust ia. Es import ant e, por lo t ant o, operar sobre las funciones del yo. Est as
41
En sentido general aludimos al concepto de elaboración para dar cuenta de un proceso que se
caracteriza por el trabajo que tiene que realizar el aparato psíquico de la persona agredida. La finalidad es
transformar y reducir el monto de tensión, angustia y malestar y los síntomas concomitantes producidos
por el hecho traumático (Laplanche y Pontalis, 1971).
consist en en la posibilidad de percibir y at ender, recordar, conect ar, asociar,
discriminar y diferenciar lo que at añe t ant o a sí misma como a los diversos
component es de la sit uación violent a. También son funciones yoicas la posibilidad de
ant icipar y coordinar pensamient os y acciones para no quedar somet ida a los vaivenes
de la sit uación t raumát ica. Al operar sobre est as funciones yoicas, se le ofrece a la
consult ant e la posibilidad de asumir la realidad de lo que ha vivido y regular la
ansiedad y la angust ia.
En el proceso de consult a y orient ación, así como post eriorment e en los grupos o
ámbit os psicot erapéut icos, reforzar, resignificar y est imular esas funciones yoicas
provee a la consult ant e un cont ext o de prot ección y seguridad. Est e espacio, al que
llamaremos ámbit o prot egido de la consult a , le permit e crear un yo observador en
relación a sí misma: a su imagen pasada, a su est ado act ual y a las posibilidades de
fut uros cambios. Un yo observador de su propia experiencia que inaugure un nuevo
espacio psíquico que le permit a diferenciarse en el “ antes” y el “ después” del hecho
violent o. Est o propiciará un nuevo saber sobre sí, solidario con las formas de ayuda
que se le ofrecen.
Consideraremos a las ent revist as de consult a y orient ación (así como a ot ras
42
inst ancias de ayuda y cont ención) como un espacio t ransicional, según la definición
que de est e concept o hace Winnicot t (1972). El espacio t ransicional se va
const it uyendo a part ir de un modo part icular de organización de la subjet ividad en las
sit uaciones de crisis. En él se podrán ir creando vínculos (por ejemplo, con los
profesionales) para recorrer el camino de lo purament e subjet ivo a la objet ividad. La
t ransicionalidad que opera en ese espacio sirve para la sit uación crít ica de pasaje, para
la reorganización del psiquismo y para la elaboración de la experiencia de rupt ura
ocasionada por la crisis. Est á const it uida por un espacio int erno y ot ro ext erno. El
primero corresponde al mundo int rapsíquico de una mujer –ansiedades, fant asías,
sent imient os de ambigüedad e incert idumbre-, y el segundo se const it uye a part ir de
los vínculos con los profesionales que le prest an ayuda.
El espacio t ransicional, ent onces, funciona como int ermediario ent re el aparat o
psíquico y el cont ext o, lo subjet ivo y lo objet ivo. En esa área int ermedia en la que la
realidad int erna y ext erna se ent relazan, se superponen y confunden, es donde los
profesionales pueden operar ayudando a deslindar, diferenciar, dist inguir. De est a
forma, será posible generar el deseo de t ransición, el pasaje a ot ro lugar, a ot ro saber
sobre sí, a desplegar ot ros int ereses para la vida y no t ransformarse en víct ima para
siempre. Est os espacios de cont ención y los vínculos creados son t ransit orios y luego
serán abandonados. En est o consist e el pasaje del padecimient o que supone la crisis a
una act it ud reflexiva y crít ica que cont ribuirá al proceso de desvict imización.
Sin embargo, est e proceso t ransicional no est á exent o de riesgos. Uno de est os
riesgos se manifiest a cuando una mujer agredida necesit a resolver rápidament e la
crisis. Los sent imient os de ambigüedad, incert idumbre y ambivalencia que acompañan
a la t ransición pueden hacerse t an int olerables que no le permit en at ravesar los
diferent es moment os de elaboración de la crisis. En un caso así, ella puede ut ilizar
mecanismos de sobreadapt ación que se manifest arán, fundament alment e, en no
present ar cuest ionamient os ni resist encias a las causas de su padecimient o. Ot ra falla
42
Para la descripción de este fenómeno, la conceptualización desarrollada por Mabel Burin, quien
considera a la sesión psicoterapéutica como un espacio transicional, puede ser adaptada a las entrevistas
de consulta y orientación, a los grupos, etc. Véase Burin y colaboradoras (1987: 151 y ss)
de la t ransicionalidad se manifiest a cuando operan mecanismos psíquicos de
disociación, desment ida o negación mediant e los cuales una mujer sient e que la
violencia ocurrida no fue padecida por ella. Est os mecanismos operarán impidiendo
at ravesar la crisis e iniciar la recuperación. Es en est os casos cuando las mujeres o no
buscan ayuda o desert an de las consult as que emprendieron. Y est o suele ser así
porque aún apareciendo sínt omas de malest ar físico y psíquico, ellas no podrán
relacionarlos con los efect os de la violencia.
Desde el primer cont act o con una consult ant e, los profesionales deberán crear,
siguiendo las ideas de Winnicot t (1972), “ un ambient e facilit ador” . En est e cont ext o, se
deberá responder act ivament e a las necesidades cambiant es que ella plant ea para que
gradualment e pueda ir desarrollando sus propios recursos subjet ivos que le permit an
enfrent ar los sent imient os penosos.
Diferent es aut ores, desde marcos concept uales diversos, han cent rado sus
invest igaciones en la import ancia que t iene la capacidad de la persona que prot ege (en
principio la madre) para cont ener y calmar angust ias y t emores (del niño). En est e
sent ido, las figuras parent ales son indispensables. M ediante acciones específicas, esas
figuras ayudarán al niño a t olerar, reconocer y nombrar los afect os que producen
displacer. En los adult os, sobre t odo los que han padecido sit uaciones t raumát icas,
est a función deberá ser cumplida por quien asist e. Como sucede con el niño que,
frent e a una sit uación penosa, percibe que por sí solo no podrá calmar la angust ia, las
mujeres violent adas perciben que el sufrimient o y la rabia no t endrán fin. Necesit arán,
ent onces, de personas que las calmen y les aseguren que su dolor no será para
siempre. Esa cont ención facilit ará que las sit uaciones y emociones vividas como
peligrosas vayan dando lugar al despliegue de los recursos psíquicos de la víct ima para
su aut ocuidado y prot ección.
En est e marco de cont ención, el profesional pondrá en marcha una serie de
funciones, o sea, act ividades e int ervenciones que se ajust en a las necesidades de cada
consult a y en concordancia con la t ransicionalidad. De est as funciones int eresa aquí
recalcar t res.
1. Función de sost én
El profesional debe cumplir con lo que Winnicot t (1972) llama
“ cont ención emocional” ( holding), que posibilit ará el pasaje por la sit uación crít ica. La
función cont inent e del profesional, que se irá adaptando a las diferent es necesidades
que manifiest e quien consult a, t endrá la finalidad de sost ener los afect os y los
fragment os de la experiencia vivida que no pudieron ser deposit ados en ot ras
sit uaciones o personas. El profesional, ident ificado con el yo de la mujer violent ada,
operará como figura t ransicional para ayudar a int egrar y resignificar la experiencia de
violencia. En est a función de apoyo y sost én int ervienen de forma relevant e varios
fact ores: la act it ud post ural del profesional, la elección de las palabras, su t ono de voz,
la secuencia y el rit mo de las pregunt as, el asent imient o con la cabeza, sost ener la
mirada y cualquier ot ro recurso que le aport e a la consult ant e una presencia
cont enedora y no int rusiva.
2. Función de cuidado
Se requerirá de un profesional que se muest re confiable y sensible a las
necesidades de cuidado, at ención y escucha. Además, que no desest ime, rechace o
juzgue lo que su int erlocut ora dice o sient e, o lo que no dijo o no hizo en el moment o
del at aque. La función de cuidado significa que el profesional se ident ifique con los
sent imient os de la mujer y facilit e el pensamient o y la puest a en palabras de los
sent imient os experiment ados por ella.
La ansiedad desorganizant e, efect o del t rauma, produce un aument o de t ensión
int rapsíquica que necesit ará ser neut ralizada. Bion (1966) ya hizo referencia a la
import ancia que t iene la madre para cont ener y hacer más t olerables las angust ias del
43
niño. Est a función de revèrie consist e en que las ansiedades displacent eras puedan
ser t ransformadas en experiencias asimilables. El profesional que asist e a una mujer
que fue violent ada deberá ent onces explicit ar esos sent imient os, t rat ando de no
realizar int romisiones. Es decir, reconociendo y respet ando los límit es de lo que la
mujer quiere o no quiere cont ar en relación con los pormenores de la violencia
padecida.
Todas est as funciones deberán ser cumplidas en las ent revist as de consult a y
orient ación y en ot ros ámbit os de apoyo, respet ando los t iempos y las modalidades
de la mujer violent ada. Act uarán para reforzar un yo debilit ado por el aument o de
las ansiedades provocadas por el at aque y el uso masivo de mecanismos defensivos.
Sent irse sost enida, cuidada y acompañada posibilit ará que la mujer pueda poner
en marcha las funciones del yo: unir imágenes, asociar recuerdos, palabras,
sensaciones. Por su part e, el profesional podrá aport ar a las funciones del
psiquismo, es decir, a la regulación de la aut oest ima y de las ansiedades (Bleichmar,
1997: 122). Est o es así porque el t rauma de la violencia ha afect ado las funciones
esenciales para que se pongan en marcha esos mecanismos psíquicos que
t empranament e proveen los padres. Sin embargo, es necesario t ener en cuenta que
est as funciones pueden llevar a que la figura del profesional t ome caract eríst icas
omnipot ent es. Por eso es preciso ent ender que la dependencia de la consult ant e
deberá ser t ransit oria y que se irá resolviendo en la medida en que ella vaya
recuperando sus propios recursos subjet ivos. Compart ir esa experiencia con las
condiciones ant es expuest as ayudará a la mujer a reorganizar la subjet ividad y a
43
Revèrie significa ensueño, fantasía, ilusión. En este caso se refiere a la realización de lo que se desea y
se piensa como placentero.
reconquist ar la aut oest ima, por medio de una escucha que mit igue el dolor, el
aislamient o y la soledad.
Lo s alcan ce s de la
int e rve nción pro f e sio n al
Exist e una amplia gama de posibilidades de acción profesional en las ent revist as
44
de consult a y orient ación. Los recursos con los que cuentan los profesionales para
operar en las sit uaciones concret as de ent revist a son inst rument os de t rabajo
provenient es de los marcos t eórico-t écnicos de las diferent es disciplinas. O sea, las
est rat egias de int ervención profesional const it uyen un conjunt o de acciones
específicas a realizar con el objet ivo de operar sobre las diversas necesidades de
quien consult a –información, apoyo emocional, asesoramient o. Cumplen con la
función de sost én en cuant o colaboran con el manejo de las diversas sit uaciones
que acompañan a la crisis. La int ervención profesional t ranscurre en un cam po en el
que el proceso de comunicación se pone en marcha. Las dos part es de dicho
proceso se encuent ran frent e a una sit uación desconocida en la que se crea un
nuevo vínculo: una busca ayuda, y la ot ra est á dispuest a a brindarla. Las conduct as
t ant o de quien ent revist a como de quien consult a se condicionan, se est imulan y se
react ivan mut uament e.
Cuando se ent revist a a una víct ima de violencia es necesario delimit ar una
met odología comunicacional que describa y recort e una “ geografía de la
subjet ividad” . Ést a requiere, t ant o en quien ent revist a como en quien consult a,
precisar los límit es, observar los excesos y respet ar las front eras del decir y del
callar de cada uno. Es necesario, ent onces, t ener en cuent a el posicionamient o
subjet ivo de los int egrantes involucrados en el diálogo que se desarrolla en una
ent revist a. En est e campo de comunicación dinámica se encuent ran:
Est e diálogo exige la ident idad de quien habla, alt erada por el at aque, y la relación
con alguien que sea soport e de lo que se va a comunicar. El posicionamient o subjet ivo
del profesional requiere varios plant eos:
Cómo disponer una escucha para los problemas de violencia (por el impact o
que producen ciert os relat os).
Cómo disponer una escucha incluyent e del problema y de sus consecuencias
(evit ando la presión que suelen ejercer los mit os y las creencias sobre la
violencia).
44
Los diferentes tipos de intervención profesional aquí propuestos se fueron generando a partir de mi
práctica asistiendo a mujeres víctimas de violencia. Este proceso de trabajo e investigación me permitió ir
elaborando una forma de asistencia sujeta a permanente revisión.
Cómo disponer una escucha incluyent e de la persona que plant ea est e
problema (porque se ponen en juego la credibilidad del relat o y las censuras
que pueden operar en quien ent revist a y así dist orsionar el hecho).
O sea, se t rat a aquí de una met odología comunicacional inclusiva. Quien escucha,
debe posicionarse en un lugar en el que se privilegien diversas formas de int ervención
para favorecer una adecuada marcha de la ent revist a (Velázquez, 2000). Si bien en la
int ervención profesional est á privilegiada la palabra, t odas las formas de comunicación
preverbal, como los gest os y post uras del ent revist ador, inciden en la marcha de la
ent revist a. En est e cont ext o, las int ervenciones verbales, como pregunt ar, informar,
esclarecer, señalar, sint et izar, siguiendo un modelo propuest o por H. Fiorini (1977:
cap. 10), serán los element os que guíen y organicen los encuent ros. Sin embargo, est as
int ervenciones exigirán, de quien escucha, un compás de espera y un regist ro de los
rit mos y de los t iempos int ernos del decir y del callar de quien consult a.
Cada int ervención const it uye, met odológicament e, una hipót esis de t rabajo que,
como punt o de part ida en el encuent ro, irá orient ando la mult iplicidad de recursos de
int ervención que se irán const ruyendo a lo largo del proceso de consulta y orient ación
(Velázquez, 1998c).
Será necesario det ect ar en qué moment o del relat o deben incluirse pregunt as que
permit an esclarecer element os oscuros o cont radict orios. La pregunt a no sólo ayuda a
la consult ant e a comunicarse sino que t ambién opera como un punt o de apoyo al
relat o. La finalidad es recoger los dat os que sean significat ivos para la marcha de la
ent revist a, pero ést os deben t ener la part icularidad de no convert irse en una acción
int rusiva que t ransgreda los límit es de lo que la mujer no puede o no quiere cont ar.
La pregunt a apela a los recursos conscient es de la consult ant e y se apoya en los
dat os que ella aport a. Pero quien la ent revist a puede incluir ot ros element os que
considere significat ivos para guiar a la mujer a nuevas formas de acercarse al hecho
violent o. Al pregunt ar, se da la posibilidad de que ella misma se cuest ione logrando
que se desplace del lugar de víct ima pasiva. Int errogarse sobre lo pasado le dará la
oport unidad de hacerse nuevas pregunt as y acceder a ot ros conocimient os sobre lo
ocurrido. El efect o que suele provocar “ escucharse decir” le dará un saber diferent e
sobre la realidad de lo padecido.
Ot ro element o import ant e que se debe incluir en las ent revist as es la información
que se necesit a para comprender el hecho violent o y sus efect os. Est a información
puede referirse a los diferent es sent imient os y emociones que generalment e se
vivencian a causa de la violencia, así como a los que pueden experiment ar los
familiares y amigos. También se deben proveer det erminados dat os referidos a las
causas, la frecuencia y las formas en que son llevados a cabo los act os de violencia
cont ra las mujeres. Est os dat os suelen aliviar la ansiedad y la culpa que provoca creer
que sólo ella fue violent ada, y t ambién result an oport unos para dar respuest a a la
pregunt a que se hacen est as mujeres “ ¿por qué a mí?” .
En la marcha de las ent revist as t ambién suele ser necesario realizar algunas
sugerencias referidas al cuidado y al manejo de los vínculos sociales. Todo est o
permit irá reordenar la vida cot idiana alt erada por el at aque y t ambién permit irá
reforzar las funciones yoicas vinculadas a asociar, ant icipar, explorar y ampliar el
regist ro percept ual de riesgo.
En algunos casos es necesario que las sugerencias sean orient aciones direct ivas,
sobre t odo cuando est á compromet ida la int egridad personal, puest o que la ext rema
ansiedad y angust ia que experiment a la mujer que fue violent ada suele no permit irle
ut ilizar eficazment e esos recursos yoicos que la podrían prot eger de sit uaciones de
riesgo. Durant e las ent revist as, t ambién será necesario incluir det erminados
señalamient os que brinden ot ras formas de conexión con la experiencia violent a. Est os
señalamient os t ienen la finalidad de ayudar a rescat ar los element os más significat ivos
de lo ocurrido ant es, durant e y después del at aque, y las acciones que se fueron
desplegando aunque no exist a conciencia de ello. Los señalamientos t ambién pueden
ayudar a relacionar los diferent es problemas que se deben afront ar a part ir de la
violencia padecida y a implement ar aquellos recursos subjet ivos que permit an
resolverlos.
Es necesario, en ocasiones, ayudar a clarificar algunos moment os del relat o que
pueden aparecer confusos y cont radict orios dificult ando la percepción de sí y la
comprensión de lo ocurrido.
Un recurso eficaz para la marcha de las ent revist as consist e en realizar una sínt esis
de los element os más significat ivos de la narración. Est o suele f avorecer la cont inuidad
del relat o que puede est ar bloqueada a causa del impact o que provoca revivir lo
ocurrido. La sínt esis de cada encuent ro posibilit ará que se pueda cont inuar
reflexionando aún fuera de la sit uación de ent revist a. En est e sent ido, una t écnica út il
es que al final de cada encuent ro, como al principio del siguient e, se resuma lo
t rabajado hast a el moment o.
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Cuando el primer cont act o con la probable víct ima de violencia es t elefónico,
debemos suponer que ella puede t ener dificult ades de t odo t ipo para hablar. Si habla
desde un t eléfono público puede carecer de int imidad para expresarse y sólo cont ará
con escasos minut os para dialogar. También es posible que hable desde un lugar
donde pueden est ar cerca el agresor u ot ras personas por las que no quiere ser
escuchada. En est os casos, result ará út il explicit ar que se t oman en cuent a est as
dificult ades. Est o llevará a hacer pregunt as que se puedan cont est ar con una
afirmación o una negación. Si se le pregunt a a la int erlocut ora en cuest ión: “ ¿Puede
hablar?” o “ ¿Hay alguien escuchando y no puede cont arme lo que ocurre?” , no es lo
mismo que decirle, “ ¿Quién est á con ust ed?” . La respuest a a est a pregunt a podría
result ar compromet edora si el agresor u ot ras personas est án cerca. En est as
sit uaciones result a más convenient e ut ilizar frases de est e t ipo: “ Entiendo que no
puede hablar, cont ést eme sí o no a las pregunt as que yo le voy a hacer” .
La present ación mut ua es un requisit o necesario para abrir el diálogo. De t odos
modos, se debe respet ar la necesidad de preservar la ident idad de la int erlocut ora y
ocult ar su apellido, como no hacer mayores coment arios sobre el hecho de violencia.
Ot ra dificult ad para dialogar suele deberse a que el impact o emocional provocado
por la violencia es t an int enso que no se encuent ran las palabras para expresarse. En
est os casos es út il ofrecer preguntas que ayuden a la comunicación. Se puede
pregunt ar, por ejemplo, si hay ot ra persona de confianza con la que se pueda ampliar
el diálogo ( “ Si no puede cont arme, ¿hay alguien con ust ed que pueda decirme qué
pasó?” ). Si la int erlocut ora est á sola, se t rat ará de calmarla haciéndole pregunt as
relat ivament e alejadas del hecho de violencia, t rat ando de que se mant enga
int eresada en la conversación. Por ejemplo pregunt ándole la edad, dónde y con quién
vive, si t iene hijos, si t rabaja, est udia, et c. También es convenient e pedir el número
t elefónico por si se cort a la comunicación y preguntar si es posible llamar en ot ro
moment o. Si el diálogo se puede llevar a cabo sin int erferencias, se la puede invit ar a
t ener un encuent ro para conversar personalment e.
Ya desde la primera comunicación, demost rar int erés por su est ado físico y
emocional, y proporcionar sugerencias que cubran las necesidades más inmediat as,
ayudará a t ranquilizar a la int erlocut ora.
El prim e r e ncue nt ro
“ Es muy import ant e que ust ed est é acá para que podamos acompañarla” .
“ Ent iendo que la sit uación f ue difícil, le agradezco su confianza para compart irla con
nosot ros” .
“ Ot ras personas t ambién pasaron por est a experiencia y lograron superarla.
Haremos lo posible por ayudarla” .
Est os coment arios t ienen la función de promover un alivio que posibilit e pensar en
el fut uro y t ener una visión más esperanzada de la vida:
“ Lo que pasó ya pasó. Con el t iempo se podrá aliviar. Así les ocurrió a ot ras mujeres
que pasaron por la misma experiencia” .
“ Ent iendo cómo se sient e por las pregunt as que le hicieron en la denuncia. Quédese
t ranquila, yo creo que lo que ust ed me est á cont ando corresponde realment e a
cómo se fueron dando los hechos. No t engo por qué poner en duda lo que me cuent a
ni por qué desconfiar de su relat o.”
Si se present an dificult ades para la comunicación, son adecuadas las pregunt as que
apunt en a la reapropiación de la experiencia vivida, para que no quede la idea de que
sólo el agresor pensaba y sabía lo que est aba ocurriendo (“ Ust ed int ent ó dist raerlo
haciéndole esas pregunt as” ; “ Cuando ust ed forcejeaba con él se est aba defendiendo” ).
También se pueden hacer pregunt as sencillas que ayuden a aproximarse a la
sit uación de violencia y den la posibilidad de respuest as variadas. Si se pregunt a
“ ¿Sint ió miedo?” , “ ¿Est aba asust ada?” , la respuest a será una afirmación o una
negación. Est e t ipo de pregunt as anula los mat ices y las precisiones que pueden
enriquecer el relat o. En cambio, si se pregunt a “ ¿Qué sint ió?” , se favorecerán
respuest as t ales como: “ miedo, t error, angust ia, odio, rabia, desesperación” , que
permit irán explorar y reconocer los propios sent imient os.
En las primeras ent revist as, la finalidad es lograr que una mujer pueda cont ar lo
sucedido e int roducirse gradualment e en una nueva “ escenificación” de la violencia
padecida. El cont ext o prot egido que ofrece la ent revist a cont endrá los sent imient os
que se vayan experiment ando. El profesional puede ayudar a “ armar escenas” con los
dat os que se vayan brindando:
Señalar cada uno de los moment os const it uye una int ervención que est imula la
percepción de la experiencia. Ayudar a const ruir un relat o menos confuso permit e
ent ender la secuencia de los hechos, vividos como irreales, ofreciendo ot ras formas de
conect arse con la experiencia. Si se rescat an los moment os olvidados que hacen
incoherent e la hist oria e impiden la comprensión de lo que fue pasando y se art iculan
con los element os más significat ivos, se da la posibilidad de relacionar el hecho de
violencia con lo que se siente. De est a manera, quien realiza la ent revist a cumple con
la función de un yo auxiliar, observador e int egrador de la experiencia que result a út il
en las sit uaciones de crisis. Así, se le “ prest a” a la mujer las funciones del yo que
fueron inhibidas por el at aque: recordar, asociar, conect ar. La finalidad e est a t écnica
consist e en lograr que ella se posicione en el lugar del sujet o y pueda ir recuperando lo
que creyó que sólo poseía el agresor: pensar, ant icipar, act uar . Al mismo t iempo, est a
t écnica permit irá rescat ar los sent imient os y las act it udes asumidas frent e a la
agresión. También permit irá revisar aquellas ideas, t al vez fragment adas por el
impact o emocional, que le permit ieron, durant e el at aque, encauzar la sit uación hacia
la supervivencia. M ediant e est os señalamient os, que rescat an los recursos ut ilizados
para enfrent ar la agresión y defenderse, se recupera una act it ud act iva. El t rabajo
profesional sobre est os aspect os es ot ro recurso eficaz para la desvict imización.
Est e t écnica es út il realizarla en los sucesivos encuent ros de consult a y de
orient ación (y en los ot ros ámbit os de asist encia) porque facilit a, fundament almente,
a la reconst rucción del o de los moment os violent os. Después, una nueva const rucción
ayudará, t ambién, a reconocer las est rat egias ut ilizadas para salir de la sit uación con el
menor daño posible y no quedarse con la imagen de víct ima inert e. Por ot ro lado,
producir cada vez más descripciones servirá para el reencuent ro con la experiencia,
pero siempre t omando en cuent a que est o debe ser implement ado con el sost én
subjet ivo que aport a el cont ext o resguardado de la ent revist a.
En est e sent ido, y para que la consult ant e pueda recobrarse a sí misma como sujet o
act ivo, es necesario ayudar al reconocimient o de los recursos personales que pueda
haber ut ilizado:
En las ent revist as es fundament al explicit ar y t rabajar act ivament e sobre est as
est rat egias señalando las formas en que fueron llevadas a cabo, porque la mayoría de
las veces no son reconocidas como est rat egias de resguardo y prot ección. Est os
señalamient os t ienen varios objet ivos: demost rar que la mujer se opuso al act o
violent o, que no deseaba ser at acada y que, por lo t ant o, no provocó ni consint ió.
La inf o r m a ció n n e ce sa ria
Si bien la mayoría de los familiares y amigos apoyan y acompañan a una víct ima de
violencia, ot ros suelen reprochar o acusar a quien fue violent ada. Algunas mujeres
ent revist adas relat an los coment arios de las personas allegadas:
Los familiares y amigos que hacen est e t ipo de coment arios son los que se niegan a
concurrir a las ent revist as si la víct ima y/ o el profesional que la asist e lo solicit an. Ot ros
no sólo concurren a las ent revist as sino que colaboran act ivament e en la recuperación.
En algunos casos es de gran ayuda incluir un t rabajo exhaust ivo con los int egrantes del
grupo familiar y social de la persona agredida, siempre que ést a lo aut orice. Ellos
t ambién at raviesan una sit uación de crisis y padecen los efect os del hecho violent o, y
muchas veces no saben cómo act uar frent e a los cambios que se han suscit ado. Est as
ent revist as con los familiares t ambién deben incluir la información plant eada
ant eriorment e por la víct ima.
El encuent ro con la familia favorecerá los vínculos comprensivos que, como
est ruct ura de sost én y cont ención, ayudarán a t ransit ar la crisis. Por el cont rario, los
reproches, las sospechas, las amenazas y el negar, minimizar o t rivializar el hecho
act uarán como element os desorganizadores del psiquismo de la mujer que fue
violent ada, increment ando la culpa y la vulnerabilidad. Las ent revist as con los
familiares y allegados no sólo permit en reorganizar las sit uaciones surgidas a
consecuencia del hecho violent o, sino que ayudan a soport ar las t ensiones que se van
present ando mient ras se desarrolla el proceso de asist encia y recuperación.
Hemos ofrecido aquí una serie de int ervenciones t écnicas que consideramos
adecuadas para ser implement adas en las ent revist as de consult a y orient ación.
Indagar, pregunt ar, esclarecer, orient ar, informar son algunas de las int ervenciones
que favorecen que est as ent revist as ofrezcan condiciones concret as de cont ención.
Crear una relación cont inent e es lo que se requiere de un primer acercamient o a las
personas que son víct imas de violencia. Una act it ud act iva, empát ica y cálida de quien
realiza est as ent revist as –como así t ambién del rest o de la inst it ución- const it uye un
requisit o indispensable para que est e proceso de consult a pueda llevarse a cabo con
eficacia. Queda aquí abiert a, sin embargo, una amplia gama de posibilidades para
operar en est e proceso de consult a y orient ación que apela a la creat ividad de cada
profesional. No obst ant e, la condición básica de est e t rabajo consist e en est ar
permanent ement e abiert os a escuchar, comprender y ayudar.
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En el est udio y la invest igación sobre la violencia de género se plant ea una nueva
problemát ica que no siempre es t enida en cuent a. Est a problemát ica se refiere al
efect o que produce en los profesionales ser t est igos de los hechos de violencia que
narran quienes consult an. ¿Cuáles son esos efect os subjet ivos en los operadores que
est án en cont act o cont inuo con sit uaciones de nat uraleza violent a? ¿Es posible, a
pesar de que esos efect os son subjet ivos, hacer un int ent o de sist emat izarlos?
Si se sigue un punt o de vist a t radicional, quienes t rabajan en violencia son a la vez
sujet o y objet o de est udio. Sujet o de est udio porque su campo de invest igación es la
violencia, y objet o porque la violencia narrada compromet e la subjet ividad de quienes
la escuchan, fenómeno que debe ser analizado. Est e análisis será una medida
prevent iva eficaz que permit irá pensar est rat egias de prot ección y resguardo, t ant o
para la salud de los operadores como para su desempeño.
Es decir que, sin lugar a dudas, los profesionales t ambién forman part e del campo
de problemát ica de la violencia. Sin embargo, los efect os que surgen a part ir de ser
t est igo suelen ser poco cuest ionados por algunos profesionales. M ás bien es posible
que ellos desest imen o descalifiquen las vivencias que pueden experiment ar en una
ent revist a. Hay una serie de expresiones que suelen escucharse en relación con est o:
“ Es mi t rabajo” ; “ A mí no me hace nada” ; “ Lo hago desde hace mucho t iempo” ; “ Ya me
acost umbré” , “ Hay que acost umbrarse” . Por supuest o que la capacit ación permanent e
y la experiencia de t rabajo const it uyen una forma de resguardo de la act ividad
profesional, pero esas frases suelen encubrir los riesgos a los que se est á expuest o en
el t rabajo en violencia y llevan a “ nat uralizar” o a invisibilizar sus alcances. Hemos
observado que, en algunos casos, se niega el efect o que produce el t rabajo, pero se
experiment an sínt omas de los que no se det ect a el mot ivo. Y no sólo est amos
hablando de los efect os del t rabajo en violencia sino que, de la misma manera, se
podrían incluir aquellos operadores que t rabajan en unidades de emergencia, con
personas que padecen enfermedades t erminales o que est án somet idas a operaciones
de alt a complejidad o con las que viven con VIH-SIDA, con cáncer, et c. Es por est o que
los equipos que abordan est as problemát icas deben t omar conciencia de los efect os
derivados del t rabajo.
El fuert e impact o de la experiencia profesional puede inscribirse en el psiquismo de
los operadores en forma t raumát ica. En consecuencia, de no mediar un ámbit o grupal
e inst it ucional que facilit e su elaboración, est e t ipo de práct ica puede const it uirse en
un fact or de riesgo para la salud física y ment al. En los grupos que t rabajan en violencia
será import ant e, ent onces, est ar alert as sobre est e aspect o de la práct ica para que esa
violencia no pueda inst alarse y reproducirse en el campo de lo personal, en el espacio
de la ent revist a y/ o en el int erior del equipo.
Será necesario, ent onces, buscar est rat egias –personales y grupales- para, por un
lado, ayudar y sost ener a las víct imas, pero siempre t eniendo en cuent a ciert os límit es
que permit an prot eger a los profesionales. A est e enfoque, que desarrollaremos más
adelant e, lo llamaremos el cuidado de los cuidadores.
Se r t e st igo
¿Cómo art icular los efect os de la palabra escuchada con las imágenes que
narración que escucha?
A lo largo de est e capít ulo se int ent ará responder a cada uno de est os
int errogant es. Se puede comenzar cit ando a Bleger: “ (…) el cont act o direct o con seres
humanos, como t ales, enfrent a al t écnico con su propia vida, con su propia salud o
enfermedad, sus propios conflict os y frustraciones. Si no gradúa ese impact o su t area
se hace imposible: o t iene mucha ansiedad y ent onces no puede act uar, o bien
bloquea la ansiedad y su t area es est éril” (Bleger, 1977: 28).
Una primera propuest a, ent onces, part e de lo que Bleger denomina “ disociación
inst rument al” . Est o significa que el profesional deberá operar disociado, es decir, en
part e se ident ificará con quien ent revist a y en part e permanecerá fuera de esa
ident ificación para observar lo que ocurre. De esta forma, podrá graduar el impact o
emocional y la desorganización ansiosa que suele ocasionar el relat o de escenas
violent as y, así, evit ar el aument o de ansiedad que le impida operar e int ervenir.
La id e nt if ica ció n e n e l
e spa cio de la e nt r e vist a
Desde el primer encuent ro de un profesional con una persona que fue violent ada se
est ablece una relación que aut omát icament e, pone en funcionamient o el mecanismo
de ident ificación. La ident ificación es un proceso psicológico mediant e el cual un sujet o
asimila un aspect o o un at ribut o de ot ro y se t ransforma, t ot al o parcialment e, sobre el
modelo de ést e (Laplanche y Pontalis, 1971). Int eresa subrayar cómo funciona est e
mecanismo en los profesionales.
En una ent revist a, la ident ificación no es global, sino que quien asist e suele asimilar
sólo ciert os aspect os, rasgos o caract eríst icas de quien consult a.
Los efect os que provoca est a relación est arán sat urados de element os emocionales:
acept ación, deseos de ayudar, sent imient os de lást ima y compasión, pero t ambién
t emores, rechazo, host ilidad. Si son excesivos o se manifiest an en forma masiva, est os
sent imient os pueden obst aculizar la marcha de la ent revist a porque la mujer que
consult a busca apoyo y asesoramient o y la función profesional consist e en
brindárselos. Pero, si la ident ificación es masiva se t enderá a hacer act uar esos
sent imient os pert urbando el encuent ro.
En lugar de est o, será necesaria una ident ificación empát ica pero que t enga la
caract eríst ica de ser t ransit oria. Est o significa que será suficient e que quien ent revist a
comprenda lo que una persona sient e en det erminado moment o, sin que sea
necesario que experiment e ese sent imient o de forma semejant e. O sea, que t ransmit a
que comprende cómo se sint ió esa persona en la sit uación de violencia: en est o
consist e la función de cont ención y ayuda.
La ident ificación deberá funcionar, t ambién, en concordancia con el yo de la
consult ant e, pero dent ro de un límit e que permit a operar y a la vez sirva de encuadre.
Es decir, “ ponerse en el lugar del ot ro” posibilit ará t ener una mayor comprensión de lo
que una consult ant e sient e, pero ést a debe hacerse conservando la capacidad de
pensar, discernir, predecir y ut ilizar las herramient as t eórico-t écnicas de las que se
dispone. De lo cont rario, si la ident ificación pierde su caráct er de t ransit oria, se
present arán dificult ades en la marcha de las ent revist as y en las int ervenciones.
En est a práct ica debe exist ir una disposición y una int ención a escuchar y
comprender. La ident ificación, el act o de ident ificarse con quien consult a, es lo que
dará la base para la comprensión.
Balint y Balint (1966: cap. 10) diferencian dos t ipos de comprensión: int elect ual y
emocional. La primera se refiere a una capacidad específica para inst rumentar los
conocimientos si se logra mant ener las emociones en un nivel bajo. Pero la
comprensión emocional no sólo consist e en comprender a quien consult a, sino
t ambién a comprenderse a uno mismo en la f unción profesional (“ ¿Qué me pasa con lo
que escucho?” ; “ ¿Cómo me sient o?” ; “ ¿Cómo lo proceso?” ) .
Balint y Balint describen dos caract eríst icas que diferencian la comprensión
emocional de la int elect ual. A la primera la denominan reciprocidad. Est o es, que se
necesit ará observar las emociones que surgen en un encuent ro ent re ent revist ador y
consult ant e, porque ambos experiment arán sent imient os variados. La segunda se
refiere al lenguaje. Describir det erminados hechos en forma objet iva result a
relat ivament e sencillo, pero realizar una descripción de lo que sient e una persona y
además ent ender cómo inciden esos sent imient os en uno es mucho más complejo.
Como en est a práct ica se asume el compromiso de comprender no sólo desde lo
int elect ual sino t ambién desde lo emocional, se deberá, en primer t érmino, aprender a
ver y a escuchar en forma diferent e. Y est a diferencia la marca la ident ificación. Por
eso, la ident ificación puede ser considerada la base de t oda comprensión emocional.
Son necesarios, sin embargo, ciert os requisit os: el deseo de comprender y la capacidad
de empat izar con quien consult a. También es imprescindible sent ir por un breve
t iempo como si el ot ro fuera uno, pero sabiendo que en realidad el ot ro sigue siendo el
ot ro. De est a forma quien se ident ifica logra comprender.
A part ir de allí ambos, quien ent revist a y quien es ent revist ada, t endrán una
experiencia mut ua. En est o consist e la reciprocidad. Pero puede suceder que no opere
ninguna ident ificación porque quien ent revist a no est á dispuest o a saber sobre lo que
sient e ext raño y pert urbador. Caso cont rario, si ha logrado esa ident ificación, será
dificult oso para el operador pensar en esa persona o sit uación de modo t ot alment e
“ objet ivo” . Es necesario, realizar ent onces varios movimient os subjet ivos: ident ificarse,
correrse de esa ident ificación para poder observar lo que ocurre y así graduar el
impact o emocional y responder de acuerdo a la función profesional. De acuerdo con
est o, Balint y Balint concluyen que la comprensión profesional se sit úa en un lugar
int ermedio ent re lo int elect ual y lo emocional.
En est e punt o podemos señalar ciert os aspect os de la int ervención profesional,
at endiendo a esos movimient os ident ificat orios que facilit an el curso de un encuent ro.
Se debe garant izar, en primer lugar, un ambient e prot egido, o sea, de seguridad
psicológica, donde prime la privacidad y los int ereses de quien consult a, int ent ando
dejar fuera del campo las ideas y los deseos de quien ent revist a que podrían incidir en
las decisiones que debe elaborar y t omar quien consult a (denuncia, divorcio, et c.).
También será convenient e que la comunicación se limit e a lo verbal, prest ando
part icular at ención a aquellos comport amient os no verbales que suelen t ransmit ir las
emociones del operador (rechazo o t emores provocados por los relat os de hechos
violent os). Fiorini (1977: cap. 10) señala, en est e sent ido, que met odológicament e no
exist e la posibilidad de crear un campo de t rabajo que no est é cont aminado por quien
asist e. Si el profesional adopt a, por ejemplo, conduct as ambiguas o dist ant es,
int roduce simplement e ot ros est ímulos y no, como se suele sost ener, la neutralidad de
una supuest a pant alla en blanco. Será necesario, ent onces, a pesar de que se est é
familiarizado con las sit uaciones que se pueden plant ear, prepararse para el impact o y
las consecuentes reacciones emocionales que provocan esos relat os porque suelen
incidir negat ivament e sobre quien se asist e.
Ot ro aspect o import ant e de est a práct ica consist e en t rat ar de evit ar que quien
consult a t ransforme al profesional en part e permanente de su vida. Est o quiere decir
que si bien se le adviert e que no t ema acercarse cuando necesit e ayuda inmediat a, su
int ensa ansiedad puede llevarlo a que quiera comunicarse en cualquier moment o y
lugar (por t eléfono, en los pasillos, cuando se est án realizando ot ras ent revist as, et c.),
lo cual puede ser vivenciado por el operador como acciones francament e int rusit as. Se
pueden hacer, ent onces, algunas sugerencias, que deberán ser convenidas desde el
primer encuent ro, por ejemplo: “ Ust ed puede comunicarse conmigo u ot ro profesional,
si lo necesit a, en t al lugar, a t al hora” . Int eresa señalar est e aspect o de la práct ica
porque hemos podido observar que, en no pocas ocasiones, const it uye un riesgo para
los operadores experiment ar est as vivencias que inducen a comport amient os que van
desde la omnipot encia, pasando por conduct as evit at ivas, hast a francas agresiones.
Ot ro riesgo vinculado al ant erior es que frent e a det erminadas sit uaciones, el
profesional no comprenda lo que sucede, se confunda, o no sepa qué hacer. En
relación con est o, es posible que la compulsión a “ dar” (querer brindar lo que no se
pide o dar más allá de lo que se puede) dist orsione el vínculo y se creen sit uaciones sin
salida.
Debe quedar garant izada, ent onces, la posibilidad de observar y act uar libre y
creat ivament e. Si bien est os planes t ienen un valor relat ivo, porque no son paut as fijas
y porque la propia experiencia irá delineando las formas de t rabajo, su finalidad
consist e en ent ender qué es lo que provoca el encuent ro con una víct ima de violencia.
Est o podría parecer poco significat ivo pero, comprender las consecuencias de ese
encuent ro, es ent ender que ya en una primera ent revist a la int erlocut ora produce
cambios en el profesional.
En est e sent ido, H. Bleichmar (1997: 194-195) dest aca que exist e una dependencia
de la int ersubjet ividad para que se desplieguen ciert as manifest aciones afect ivas. Se
pueden aplicar las ideas de est e aut or sobre la posición emocional del t erapeut a a la
sit uación de las ent revist as de consult a y orient ación. Por un lado, es fundament al que
quien ent revist a despliegue ciert os est ados emocionales, es decir, que pueda aport ar
una carga emocional para “ vit alizar” los est ados afect ivos de quien consult a. Por el
ot ro, la act it ud de comprensión empát ica de quien realiza la ent revist a –acompañar en
el dolor y en el sufrimient o- puede llegar a expresarse en un t ono afect ivo que t ermina
reforzando el est ado emocional de una consult ant e. Es fundament al, ent onces,
det erminar cuál debe ser la posición emocional apropiada de quien ent revist a, ya que
el sust o, la sorpresa, la angust ia de quien consult a serán reforzados si el ent revist ador
los reproduce con ciert os gest os, t onos de voz, miradas, post uras corporales y así,
ambos pueden quedar “ at rapados” en la misma posición para pensar los efect os de la
violencia.
En relación con el est ado emocional de quien ent revist a, Bleichmar menciona un
fenómeno que llama “ ent onamient o” , ya est udiado por St ern (1991). Est o significa que
más allá de las palabras que diga quien est á ent revist ando, lo que “ ent ona” a la
consult ant e es el est ado emocional del ent revist ador. Por est a razón, ser t est igo puede
llevar a ciert os riesgos: imponer los propios est ados emocionales, hacer que la
consult ant e sat isfaga las necesidades de omnipot encia, de eficacia. Est e aut or sugiere,
ent onces, adopt ar una posición emocional inst rument al, est o es, ni hiperemocional, en
donde la improvisación o la espont aneidad son un riesgo, ni monocorde, dist ant e e
indiferent e. En consecuencia, si se percibe est a variedad de afect os que suelen
manifest arse en una ent revist a, podrán ser reconocidos, acept ados y elaborados. Es
decir, est a t area es de por sí movilizant e de ansiedades y defensas y, por lo t ant o,
causa de conflict os en el desempeño profesional. Est o es lo que deberá ser acept ado
desde el inicio en est a práct ica como un riesgo inevit able.
Para ent ender los efect os de ser t est igo no bast a con pregunt arse qué se sabe sobre
la violencia, sino que es necesario int errogarse sobre qué no se sabe de uno mismo en
relación con los efect os de ser t est igo de violencia. El impact o que provocan ciert os
relat os suele crear en los t écnicos angust ia, t emores, ansiedad, inhibición. Est os
sent imient os se deben a que las ent revist as, sobre t odo aquellas en las que se relat an
sit uaciones de alt o cont enido agresivo, causan un efect o t raumát ico. Por ello, es
posible que fracase la disociación inst rument al y se pongan en juego una serie de
mecanismos defensivos dirigidos a soslayar o cont rarrest ar ese impact o:
sobre ciert as cuest iones que podrían orient ar y enriquecer la ent revist a.
Pregunt ar de manera reit erada, produciendo int errupciones y desviando el
curso del relat o.
Efect uar diagnóst icos rápidos, pronóst icos apresurados.
Realizar derivaciones inadecuadas, desat endiendo las necesidades que la
consult a plant ea.
Hacer silencios prolongados, y no precisament e aquellos que sirven para
pensar una int ervención sino los que muest ran que el ent revist ador est á
invadido por el miedo, la perplejidad y/ o la ansiedad.
Si bien un mont o de ansiedad se considera necesario porque promueve el int erés
por invest igar y, por lo t ant o, favorece el curso de una ent revist a, experiment arla en
forma excesiva llevará al est ancamient o del encuent ro.
Llamaremos movimient os de ident ificación a una serie de reacciones manifest adas
por los operadores frent e a los diferent es moment os con los que más frecuent ement e
se encuent ran en el ejercicio de su práct ica profesional. Las sit uaciones de ent revist a
que aquí se exponen, si bien no alcanzan a describir los variados efect os que provoca
ser t est igo, responden a un t rabajo personal con profesionales que se desempeñan en
violencia. Tomando como base esa experiencia, aislaremos, por lo menos, cinco
sit uaciones de conflict o, que consideramos que pueden alcanzar la cat egoría de
prot ot ipos.
1. Una consecuencia del mecanismo de ident ificación consist e en que quien escucha
relat os de sit uaciones muy graves pueda sent irse t an confundido, ext rañado y
bloqueado como quien los narra. Hemos observado que, frent e a est os obst áculos, el
profesional suele dudar de su capacidad para desempeñarse en sit uaciones concret as y
no puede t ampoco hacer int erconsult as porque t eme la descalificación o la crít ica de
sus colegas. El riesgo de ese aislamient o profesional consist e en manejarse con
act it udes rígidas y est ereot ipadas que, como señala Bleger (1977: 31), muchas veces
significan encubrir o disimular esas dificult ades con la omnipot encia. En est os casos, y
a causa de la ident ificación masiva (sobreident ificación), result ará pert urbado el curso
de la ent revist a, la observación de la consult ant e y la percepción de sí mismo.
2. La segunda consecuencia consist e en que el operador se ident ifique con lo que
una mujer sient e –host ilidad y odio- y con lo que ella querría hacerle al agresor:
vengarse. No será ext raño, ent onces, que el profesional se “ apropie” del lugar de la
víct ima y que una vivencia de injust icia “ exalt ada” en el ám bit o de la ent revist a lo lleve
a experiment ar sent imient os de salvación y de reparación omnipot ent e. Est os
mecanismos, que defienden de la ansiedad que provoca la ent revist a, int erferirán en
las int ervenciones y en la dirección del encuent ro.
3. Ot ro efect o del mecanismo de ident ificación consist e en que se pueden
promover en el profesional t emores int ensos y similares a los que experiment a la
consult ant e. Est os t emores suelen ser suscit ados por el relat o o por las amenazas
concret as del agresor hacia la mujer violent ada, o bien hacia el mismo profesional. El
at aque del hombre violent o a un profesional es un riesgo de est a práct ica, frent e al
cual el equipo y/ o la inst it ución deberían t omar las medidas específicas de seguridad y
de resguardo pert inent es a las sit uaciones de riesgo a las que se est á expuest o. Pero
cuando los relat os en sí mismos son vivenciados como amenazas o cuando hacen
surgir en la imaginación del operador las escenas de violencia, se increment ará el
miedo despert ando ansiedades paranoides con int ensa angust ia de nat uraleza
persecut oria. Est os t emores y las ansiedades consecuent es, que suelen const it uirse en
las sit uaciones t emidas por los profesionales, impedirán act uar adecuadament e en la
ent revist a. A causa de est o, suelen aparecer sent imient os de rechazo a la víct ima,
reiniciando, sin quererlo, un nuevo circuit o de violencia, pero en el ámbit o de la
ent revist a. Est os mecanismos se dirigen a evit ar la angust ia que est as sit uaciones
t emidas promueven. Las consecuencias probables son que se realicen diagnóst icos
apresurados y se derive a la mujer a ot ras inst it uciones o a ot ras inst ancias, sin haber
concluido con las int ervenciones apropiadas al proceso de consult a y orient ación.
4. Ot ra sit uación se refiere a los sent imient os de lást ima y compasión que
promueve una mujer que consult a. Se la percibe como una víct ima, pasiva, vulnerable,
sin ningún recurso para enfrent ar la violencia. Si bien ést a suele ser la posición
subjet iva de una persona violent ada, se debe est ar alert a ya que las int ervenciones
podrían est ar mot ivadas únicament e por esos sent imient os. Ést os provocan la
necesidad de ayudarla e implican un fuert e compromiso afect ivo con quien se
ent revist a. Pero el riesgo es que se obt ure la capacidad de pensar y de hacer. Es
posible, ent onces, que t ant o quien ent revist a como quien es ent revist ada se queden
sólo con la imagen de “ pobrecit a” . Est o significa que si las int ervenciones son
realizadas sólo a part ir de la lást ima, dejarán a la mujer t emporariament e más
t ranquila o aliviada, pero en la misma posición subjet iva en la que est aba cuando llegó
a la consult a. Est o suele ser así, porque las int ervenciones no le hacen sent ir ni
experiment ar más conocimient o sobre sí o reconocer los recursos de los que,
segurament e, dispone para enfrent ar los efect os de la violencia. Pero si bien un primer
movimient o ident ificat orio puede ser compadecer a la mujer, se debe plant ear cómo y
en qué moment o se debe “ salir” de esa ident ificación para ayudarla a que avance en la
comprensión de lo ocurrido y no quede posicionada en los lugares de mujer golpeada,
violada, acosada, o víct ima “ para siempre” . Caso cont rario, se corre el riesgo de que,
quien ent revist a y quien consult a, queden posicionados en un mismo lugar para pensar
en la violencia y en sus efect os. Si est o no es advert ido a t iempo por el profesional, es
posible que ambos no puedan pasar a ot ras formas de ent ender.
5. Ot ro efect o de ser t est igo est á relacionado con la host ilidad que puede llegar a
sent ir un operador en la sit uación de ent revist a. Una mujer que fue agredida busca
comprensión y alivio. La demanda de ayuda significa para ella encont rar un espacio en
el que pueda deposit ar su angust ia, su miedo, su rabia. Los profesionales cumplen con
la función de ser deposit arios de esos sent imientos que suelen provocar angustia e
increment ar la vivencia de vulnerabilidad. Est as sit uaciones de ent revist a pondrán a
prueba la capacidad del profesional de aproximarse y ut ilizar una ident ificación
t ransit oria con la consult ant e. Pero puede suceder que frent e a relat os de alt o
cont enido violent o se manifiest en, por lo menos, dos t ipos polares de reacción: o
brindarse en forma exclusiva a la consult ant e, generándose sit uaciones de difícil salida,
o aislarse emocionalment e ut ilizando act it udes indiferent es, rígidas, est ereot ipadas.
Ot ra forma en que se manifiest a la host ilidad es poner en duda o no creer
lo que la mujer narra: en est e caso, las formas de pregunt ar, los gest os, las act it udes
de rechazo, los silencios, confirmarán esas dudas.
Ot ra sit uación relat ada por los profesionales que puede conducir a conduct as
host iles se da cuando la mujer que fue violent ada sient e lást ima por sí misma e
impot encia para manejar esa imagen penosa. Ent onces, es posible que para “ salir” de
su condición de víct ima necesit e, por el mecanismo de ident ificación con el agresor,
hacer padecer act ivamente a ot ro lo que ella sufrió en forma pasiva. En estos casos es
frecuent e que se manifiest en reproches, quejas y crít icas agresivas a la forma en que
se la at iende, presiones para que se resuelva rápidament e su sit uación u ot ras
conduct as muy demandant es hacia quien la ent revist a. Est a demanda excesiva muchas
veces será imposible de sat isfacer por dist int os t ipos de limit aciones (por ejemplo, una
pobre infraest ruct ura inst it ucional que, en general, no dispondrá de respuest as
eficaces a los diferent es t ipos de problemas que se plant ean). Así es que los
operadores suelen enfrent arse con sensaciones de impot encia que, definit ivament e,
se t ransformarán en manifest aciones agresivas y malt rat os hacia la consult ant e (por
ejemplo, part icipar pasivament e de los encuent ros, no at enderla en las horas fijadas o
hacerlo durant e menos t iempo del est ipulado). En est e caso es el operador quien se
ident ifica con el agresor.
Exist e ot ro efect o import ant e de la práct ica en violencia que bordea los límit es de la
ident ificación. Se t rat a de la frust ración que suele experiment ar el profesional frent e a
las deserciones de las mujeres a quienes asist e.
Algunas mujeres que han sido agredidas pueden concurrir una o pocas veces y
luego abandonar las ent revist as de consult a y orient ación, los grupos o la psicot erapia
dejando inconcluso el proceso. La experiencia nos muest ra que la deserción suele
ocurrir por diversas causas. En el curso de los encuent ros, cada consult ant e encont rará
diversas modalidades para referirse al hecho violent o. Es frecuent e observar en la
narración movimient os oscilat orios ent re acercarse y alejarse del t ema que nos indican
diferent es formas de graduar la ansiedad que provoca el recuerdo. Est a modalidad de
comunicación puede int erpret arse como un mecanismo de caráct er evit at ivo que va
most rando que la posibilidad de pensar y hablar sobre la violencia padecida present a
límit es que, en algunos casos, son difíciles de t rasponer. Est o es que, act ualizar una y
ot ra vez la sit uación de violencia, suele provocar el alejamient o de la sit uación de
ent revist a como se necesit a hacerlo del hecho t raumát ico. La fluct uación en la
narración se puede int erpret ar, ent onces, como un mecanismo de sobrevivencia, est o
es, un recurso psíquico que supone la necesidad de alejarse de lo que es vivido como
amenaza y peligro para la int egridad psíquica. Tant o la discont inuidad de la asist encia
como no concurrir a las ent revist as, las falt as y los silencios prolongados suelen
deberse a la necesidad de prot egerse del dolor que produce recordar. (“ Yo no quiero
revolver” ; “ M e da miedo pensar y hablar sobre lo que me pasó” ; “ No voy a venir más
porque después me sient o peor” ).
Ot ras veces, la consult ant e necesit a expulsar de sí el hecho violent o y sus efect os y
deposit arlo en la inst it ución y/ o en el profesional que la asist e. Es decir, la violencia de
la que fue objet o cont iene, a la vez, la realidad de lo padecido y las fant asías
amenazant es que crean t emor y angust ia. El deseo, inconscient e y conscient e, será
expulsar la experiencia dolorosa para prot egerse del t emor de ser arrasada por la
violencia. La posibilidad de deshacerse de esos t emores y deposit arlos en el
profesional la hará sentir cont enida y prot egida. Pero ese mecanismo puede
t ransformarse en una sit uación t emida para algunas mujeres, ya que cada encuent ro
cont iene la memoria y el t error de la violencia. Algunas no resist en el reencuent ro con
lo expulsado en cada ent revist a, aunque t enga un sent ido elaborat ivo, y por eso
abandona la asist encia.
La deserción t ambién puede deberse a los mecanismos de aut oculpabilización, que
no permit en admit ir el apoyo que se les ofrece. Es posible que est as m ujeres crean que
lo que sient en no es modificable y, por lo t ant o, seguir viviendo supone seguir ligadas a
la sit uación t raumát ica ocasionada por la violencia. Para cont rarrest ar est os efect os, el
profesional deberá advert ir a t oda consult ant e, desde el primer encuent ro, las
vivencias y sent imient os que suelen manifest arse en el curso de la asist encia. Est a
información ayudará a neut ralizar las manifest aciones resist enciales que se oponen al
reencuent ro con lo displacent ero. Se necesit ará, además, que el profesional est ablezca
un cont ext o de cont ención y de int ervención act iva que posibilit e la cont inuidad de las
ent revist as. No obst ant e, será inevit able que algunas mujeres abandonen la asist encia
que se les ofrece.
Ot ra causa de deserción suele ser la fuert e presión que sient e la mujer ya sea de los
familiares o del agresor, para abandonar la asist encia. En est e caso, la deserción es
involunt aria. En ot ras mujeres, el abandono de la asist encia puede ser volunt ario
porque lo t rabajado hast a el moment o cumplió con el objet ivo de sent irse escuchadas
y, en ciert a forma, aliviadas. Serán ellas, ent onces, quienes den por finalizada la ayuda
que buscaban. La deserción, t ambién, puede deberse a que la mujer no encuent ra, en
la asist encia que se le prest a, la ayuda y el sost én que necesit a o espera.
En las sit uaciones plant eadas, el hecho de que el proceso de asist encia sea
int errumpido provoca dist int os grados de frust ración en quien asist e. Est o se debe a
que cualquier forma de at ención t iene un desarrollo y un cierre que previament e fue
acordado con quien consult a. Ent onces, el hecho de que est e proceso sea
int errumpido, será vivido en forma frust rant e. El profesional no pudo desarrollar la
t area en la forma esperada, no sólo en relación a lo convenido previament e con la
consult ant e sino, t ambién, de acuerdo a sus expect at ivas laborales.
El compromiso emocional e int elect ual implicado en las ent revist as, la renuncia a la
sat isfacción narcisist a que promueve est e t rabajo, así como el esfuerzo implícit o en
est e t ipo de t area, serán algunos de los element os que hacen que la deserción sea
vivenciada como un hecho frust rant e. Est o provocará sent imient os de decepción,
malest ar, sufrimient o y, en ocasiones, la sensación de fracaso personal, ot ros
sent imient os que suelen acompañar a la frust ración, por el cont rario, son enojo,
irrit ación, fast idio. Los sent imient os de frust ración pueden provocar por lo menos dos
movimient os: o bien se reacciona con reproches agresivos hacia la consult ant e,
configurando un nuevo circuit o de violencia, o la frust ración se vuelve cont ra uno
mismo, desvalorizando el propio t rabajo o haciéndose reproches t ales como “ para qué
t rabajo en violencia” o “ para qué me met í en est o” .
La deserción const it uye en la mayoría de los casos una sit uación de riesgo, porque
la mujer queda sin posibilidad de asist encia y de elaboración de la violencia padecida.
Ent onces, a pesar de los sent imient os de frust ración y malest ar que puede sent ir el
profesional por la int errupción de la asist encia, deberá ofrecerle siempre a la
consult ant e la posibilidad de reiniciar los encuent ros cuando ella sienta que lo
necesit a.
U na dist a n cia “ó pt im a”
Para enfrent ar los efect os de ser t est igo , será necesario indagar sobre las
sit uaciones de conflict o descript as. De est a forma se int ent ará evit ar la confusión a la
que suele llevar la int ensidad de los sent imientos que provienen del encuent ro con una
persona que fue violent ada. En est e sent ido, Daniel Lagache (1963), en la elaboración
de su Teoría Psicoanalít ica del Yo plant ea, para la resolución del conflict o, la acción de
los mecanismos de desprendimient o que difieren de los de defensa. Est os últ imos son
procesos de ocult amient o de la conciencia de las represent aciones displacent eras que
t ienden a reducir de forma urgent e las t ensiones int ernas. Los mecanismos de defensa
que ya hemos descrit o, t ales como la negación, la ident ificación con el agresor, el
cont rol omnipot ent e, el bloqueo de afect os, la int elect ualización, la disociación, el
aislamient o, no deben ser considerados siempre como pat ológicos. Frent e a una
sit uación vivenciada de forma t raumát ica, como puede ser la de una ent revist a
relacionada con la violencia, el psiquismo puede poner est os mecanismos en
funcionamient o en forma inconscient e y aut omát ica. Si bien imponen ciert as
limit aciones e inhibiciones, se los puede considerar mecanismos adaptat ivos. Est o
significa que t ienden a disminuir la angust ia que puede pert urbar el funcionamient o de
un individuo (Bleichmar, 1997).
Los mecanismos de desprendimient o consist en, como su nombre lo indica, en una
act ividad de desprendimient o del yo respect o de sus propias operaciones defensivas:
“ Obedecen al principio de la ident idad de los pensamient os y permit en al sujet o
liberarse progresivament e de la repet ición y de sus ident ificaciones alienant es”
(Laplanche y Pont alis, 1971). Tienen la finalidad de disolver gradualment e la t ensión
mediant e la familiarización con las sit uaciones ansiógenas y t ienden a que un individuo
pueda desarrollar sus posibilidades. Est o significa que los operadores puedan conocer
y ant icipar las consecuencias que los relat os de violencia provocan, con la finalidad de
neut ralizar su efect o t raumát ico y poder operar en la sit uación de ent revist a.
En est e sent ido, y siguiendo las ideas de Lagache, será necesario pasar de la
ident ificación a la “ objet ivación” que permit a t omar una dist ancia “ ópt ima” respect o
de eso vivido. Así será posible ejercer un mayor cont rol sobre las sit uaciones de
ansiedad en oposición a la inhibición que suele pert urbar el curso de una ent revist a.
Ent onces, queda claro que para enfrent ar los efect os de ser t est igo es necesario
t ener en cuent a los siguient es punt os: t omar conciencia de la sit uación emocional a la
que se est á expuest o en est e t rabajo, reconocer y discut ir con el equipo los obst áculos
y las limit aciones que puedan surgir en el curso de cada ent revist a, y det enerse a
examinar los propios sent imient os, ya que no es convenient e act uar sólo de acuerdo a
ellos. Es decir, examinar, con alcance crít ico, las respuest as emocionales que
habit ualment e surgen en el t rabajo en violencia. Será necesario, ent onces: percibir lo
que se sient e, indagar cómo fue promovido eso que se sient e, esclarecer el problema y
emprender su modificación. Toda la información que se obt enga de est a forma
respect o de los efect os de ser t est igo debe ser t enida en cuent a, como medida
prevent iva en cada encuent ro con una víct ima de violencia.
Se debe cont ar, ent onces, con ámbit os específicos para la elaboración de los efect os
de ser t est igo : el propio grupo de t rabajo, la supervisión de la t area, el int ercambio con
ot ros profesionales y/ o grupos. Est as sugerencias son en sí mismas medidas
prevent ivas porque reconocer los aspect os conflict ivos de la práct ica cot idiana
ayudará, por un lado, a buscar un repert orio de conduct as alt ernat ivas para poder
enfrent arlos. Por el ot ro, a compart ir la experiencia, creando en los miembros de un
equipo el cont ext o de seguridad psicológica que est e t ipo de t area exige. Sólo de est a
forma será posible reducir en los profesionales, las sit uaciones de riesgo psíquico y
físico.
Subj e t ivid ade s e n r ie sgo
Así como cuando se ent revist a a una persona que fue víct ima de violencia se debe
evaluar, desde el primer encuent ro, los indicadores de riesgo para t omar las medidas o
decisiones pert inent e, de la misma forma se deberán evaluar los riesgos a los que
est án expuest os los operadores. Es decir, de qué forma pueden afect arlo las
condiciones del t rabajo en violencia y cuáles pueden ser sus consecuencias. En est e
sent ido, se ent iende por riesgo al conjunt o de sit uaciones que pueden poner en
peligro la inseguridad física y/ o psíquica de las personas.
Una evaluación oport una, ent onces, de las condiciones laborales brindará mayores
posibilidades para organizar las medidas prevent ivas de prot ección que se consideren
más adecuadas. Ent re ést as, los mecanismos de ant icipación de sit uaciones
desest abilizant es o peligrosas son priorit arios para det ect ar las condiciones de riesgo
psíquico y, en consecuencia, ut ilizar las medidas adecuadas para evit arlas o
neut ralizarlas.
La práct ica en violencia provoca movilizaciones subjet ivas que ocasionan dist int os
grados de conflict os. Los operadores suelen t rabajar con límit es de t olerancia o muy
bajos o excesivament e alt os frent e a los obst áculos que plant ea la t area. Se puede
considerar a los profesionales en sit uación de menor o mayor riesgo de padecer
t rast ornos a causa de la t area de acuerdo con los siguient es indicadores:
sobrecarga laboral.
La aparición de enfermedades orgánicas o la agudización de enfermedades
previas (cefaleas, t rast ornos digest ivos, respirat orios, sexuales,
cardiovasculares, et cét era).
O sea, que, cuando se habla de riesgo, se habla de est ados de mayor sensibilidad
y/ o vulnerabilidad que pueden f avorecer a que el quehacer cot idiano se t ransforme en
un fact or enfermant e.
En est e sent ido, el t rabajo en violencia t ambién merece ser est udiado desde una
perspect iva que cont emple el est rés laboral. En su est udio de est a problemát ica
laboral, Plut (2000) est ableció una relación ent re t rabajo y salud considerando la
nat uraleza de ese t rabajo y los efect os que provoca en los operadores. En nuest ro
caso, será import ant e para analizar esa relación ent re t rabajo y salud, no perder de
vist a que los problemas que se manifiest an en los profesionales son específicos del
t rabajo en violencia. Y est o no significa pasar por alt o las caract eríst icas de
personalidad de cada operador que pueden predisponer a diversos efect os subjet ivos.
Pero será convenient e no t ransformar en pat ológicos los t rast ornos que se present en,
sino considerarlos como una manifest ación result ant e del impact o t raumát ico que
suelen provocar ciert as consult as. Ese impact o puede proceder de una sola ent revist a
en la que se describen sit uaciones de ext rema violencia, pero, cuando hay una
acumulación de esas consult as, la sobrecarga emocional podrá volverse t raumát ica.
Pensemos en una sobrecarga emocional que result a de ver y escuchar t odos los días
numerosas hist orias de violencia, t ener que sost ener a las víct imas y, a la vez, int ent ar
resolver sit uaciones complejas. Est os est ímulos, si son excesivos, pueden superar la
capacidad de t olerancia del sujet o y disminuir la posibilidad de graduar y cont rolar
esos est ímulos. Es así que, cuando el cont ext o de t rabajo se t ransforma en una fuent e
de est rés, influirá de diversas maneras en la subjet ividad de las personas.
Belt rán y Bó de Besozzi (2000) señalan que el est rés const it uye una expresión del
fracaso, t ransit orio o per manent e, del procesamient o subjet ivo. Las personas disponen
de una variedad y pot encialidad de recursos para enfrent ar sit uaciones de malest ar,
provenient es, como ya lo señaló Freud (1930), del propio cuerpo, del mundo ext erior y
de los vínculos con ot ras personas. Pero cuando ese procesamient o subjet ivo fracasa
porque los acont ecimient os superan la capacidad de elaboración, se manifest arán
sínt omas a nivel emocional y/ o corporal.
¿Cómo opera ese procesamient o subjet ivo frent e a sit uaciones vividas como
t raumát icas? El aparat o psíquico dispone y mant iene señales de alarma que se
pondrán en acción frent e a sit uaciones peligrosas para el psiquismo. Est a señal de
angust ia, como ya vimos, t endrá la finalidad de evit ar que el sujet o sea desbordado
por esos est ímulos. Si ést os son m uy int ensos, como en algunos de los casos cit ados, la
gran afluencia de los que no pueden ser cont rolados hará surgir la angust ia. En est e
sent ido, Bleichmar (1997: 105) señala que los est ados afect ivos comprendidos en la
denominación de angust ia son el result ado de la puest a en acción de un sist ema de
alert a y de emergencia ant e diversos t ipos de peligros ext ernos e int ernos.
Cuando los est ímulos son int ensos y la angust ia no puede ser procesada por el
aparat o psíquico es posible que afect en el cuerpo. Es decir, se producen diferent es
niveles de somat ización que evidencian la imposibilidad de t olerar t ensiones. O sea,
esa t ensión no puede ser soport ada ni elaborada psíquicament e llegando a
desest abilizar el equilibrio psicosomát ico. En consecuencia, no se podrá realizar un
t rabajo int elect ual, se producirán fallas en la at ención, aparecerán dolores de cabeza,
problemas digest ivos, ent re ot ros sínt omas, que evidencian la relación exist ent e ent re
el déficit del procesamient o ment al y las manifest aciones corporales.
Los efect os t óxicos y t raumáticos provenient es de la t area misma, ent onces,
necesit arán ser elaborados con la finalidad de dominar esos est ímulos excesivos
permit iendo el procesamient o de los diversos malest ares provenient es del t rabajo en
violencia.
Rie sgo s y r e sgua rdo s f re nt e a la vio le n cia:
e l e qu i p o d e t r a b a j o
La pert enencia a un grupo de t rabajo y las dificult ades que pueden surgir ent re sus
miembros suelen const it uir una sobrecarga laboral con efect os de t raumat ización. En
consecuencia, es posible, que el grupo se est anque en esas sit uaciones conflict ivas que
dist orsionan los objet ivos y el funcionamient o del equipo. La acumulación de esos
malest ares t iende, debido a la acción de m ecanismos proyect ivos, a manifest arse en el
int erior del equipo mediant e una serie de sit uaciones promot oras de conflict o:
profesionales, la organización de nuevas act ividades, et cét era).
Las dificult ades de comunicación que llevan a los sobreent endidos, los
malent endidos, a los silencios, a no poder escucharse, a las crít icas, a los
rumores de pasillo, a los arreglos t elefónicos “ secret os” , a las complicidades.
La expresión de quejas y de reproches referidos a la falt a de remuneración
adecuada y de espacios para desempeñar la t area, la sobrecarga laboral, la
carencia de incent ivos, el t iempo excesivo de t rabajo y la falt a de
reconocimient o. O, caso cont rario, el silenciamient o de los desacuerdos por
t emor a perder el t rabajo.
La división en “ bandos” que sost ienen diferent es ideas en cuant o al t rabajo y
a la forma de organización y que profundiza las diferencias y las rivalidades.
Los pact os y las alianzas ent re la coordinación y los subgrupos o ent re los
subgrupos ent re sí, product o de la división del equipo en perseguidos-
perseguidores, excluidos-incluidos, privilegiados-ignorados.
El surgimient o de reit eradas discrepancias, la dificult ad para llegar a
acuerdos grupales y, en consecuencia, la aparición de suspicacias, conduct as
de desconfianza, discusiones, enfrent amient os y rivalidades.
Los miembros de un equipo se verán afect ados por esas sit uaciones de conflict o
que, de hecho, at ent an cont ra la cohesión y la ident idad grupal y realiment an circuit os
de violencia dent ro del equipo.
M obbing:
a co so gr u pal e n los ám bit o s la bo r ale s
Con relación a algunas de las sit uaciones descrit as, se puede incluir aquí ot ra forma
45
de violencia, difundida con la denominación de mobbing , que suele manifest arse en
el int erior de un equipo laboral. En nuest ra experiencia en la supervisión de grupos
que t rabajan en violencia, est e fenómeno se manifiest a con absolut a claridad. Tam bién
se lo denomina (según la perspect iva de dist int os aut ores) host igamient o o acoso
moral o acoso psicológico. Se lo vincula con la violencia que provocan las sit uaciones
alt ament e est resant es originadas en el ámbit o laboral. No deriva, sin embargo, de las
exigencias o de la sobrecarga de t rabajo, sino que t iene su origen en la violencia que se
expresa en las relaciones int ersubjet ivas.
El mobbing consist e en una serie de t écnicas violent as ejercidas por uno o varios
individuos de un grupo que t ienen la finalidad de desest abilizar a un t rabajador,
somet erlo a presión psicológica sist emát ica, agravio y/ o persecución. Se ha comparado
el fenómeno de mobbing con el de “ chivo expiat orio” o con el del “ rechazo del cuerpo
ext raño” . Est os t érminos, que provienen de marcos concept uales diversos, se refieren,
en general, a un proceso de segregación de un miembro de un grupo que se supone
que se desvía de las normas y reglas est ipuladas por ese grupo. Así como se da en el
ámbit o laboral, puede darse t ambién en el educat ivo y en el familiar. Generalment e, el
sujet o segregado pasa a ser el deposit ario de los aspect os negat ivos o conflict ivos del
grupo. Est a forma de violencia t iene la finalidad, por lo t ant o, de encubrir esos
conflict os que serán proyect ados en el sujet o que se excluye.
Las caract eríst icas del mobbing son descrit as por Irigoyen (2000: 48 y ss.) como
manifest aciones reit eradas de conduct as abusivas: palabras, act os, gest os y escrit os
que pueden at ent ar cont ra la dignidad, la int egridad física y psíquica de un individuo.
En consecuencia, se degrada el clima laboral, se disminuye la product ividad y se
favorece el ausent ismo.
En los grupos que t rabajan en violencia hemos podido observar est as t écnicas
host iles ent re algunos profesionales de la misma disciplina pero con orient aciones
diferent es y/ o ent re profesionales de dist int as disciplinas. Los fenómenos de exclusión
de det erminados profesionales o el relegamient o y desvalorización de algunas
disciplinas ejercidos, en general, por los líderes de un grupo, son una franca y
frecuent e expresión del fenómeno del mobbing . Los comport amient os que se pueden
observar en est a dirección consist en en:
Las personas que pueden padecer mobbing dent ro de un equipo de t rabajo son las
consideradas vulnerables y necesit adas de aprobación (las indefensas), las
45
Deriva de mob, que entre otras acepciones significa: muchedumbre especialmente enojada por algo y
que lo manifiesta de forma violenta. También significa grupo que rodea a alguien para expresar su enojo
de manera violenta, atropellar, “mover el piso”. También es un nombre que se da a la mafia.
compet ent es que despiert an la rivalidad de los líderes del grupo (las envidiables), las
que no part icipan o se muest ran indiferent es a las act ividades grupales (las
sospechosas), las que se muest ran act ivas y eficaces pero cuest ionan las formas de
funcionamient o u organización del t rabajo (las amenazant es) o las que rivalizan por el
poder (las peligrosas). En definit iva t odas las personas con caract eríst icas personales y
laborales que podrían at ent ar cont ra la “ homogeneidad” del grupo (González Rivera,
2000). Est o pone en evidencia que el fenómeno de mobbing se manifiest a en aquellos
grupos e inst it uciones en los que predominan mecanismos de exclusión y, por lo t ant o,
en los que exist e poca t olerancia a la diferencia y a la diversidad.
Una caract eríst ica de est e t ipo de violencia laboral consist e en que, muchas veces,
quien o quienes la llevan a cabo t ienen la anuencia de ot ros miembros del grupo. O
sea, los que suelen ser t est igos de est e acoso psicológico no int ervienen para
det enerlo. Est a complicidad suele deberse a que se compart e la segregación ejercida
y/ o se part icipa de ella o, en algunos casos, se debe al t emor de t ransformarse en
fut uros acosados. Por el cont rario, las personas que ponen en evidencia y se oponen a
las t écnicas de mobbing ejercidas cont ra alguien del grupo serán consideradas
peligrosas por quienes las realizan.
Algunas veces, el mismo sujet o acosado t iende a just ificar o a idealizar al grupo o a
los responsables del host igamient o. En consecuencia, present ará serias dificult ades
para ent ender el origen de su angust ia y malest ar crecient e y no podrá, por lo t ant o,
disponer de comport amient os adecuados para defenderse, sino que t enderá a adopt ar
conduct as de somet imient o. Todo el equipo, ent onces, se verá compromet ido en est os
hechos violent os porque los act os abusivos se reit erarán sin que haya ningún int ent o
de solución o de mediat ización por part e del rest o del grupo o de los direct ivos de la
inst it ución para resolver el conflict o (Fridman, 2000).
Los efect os f ísicos y psíquicos que provoca el mobbing en quienes lo padecen suelen
ser t an graves como cualquier ot ro t ipo de violencia ejercida en el t rabajo.
Clínicament e se ha observado ansiedad, irrit abilidad, aislamient o, sent imient os de
desesperanza, abat imient o, est ados depresivos e, incluso, suicidio. Los t rast ornos
provocados por la violencia del mobbing t ienen repercusión, t ant o en el ámbit o
familiar (aument o de t ensión en los vínculos) como en el laboral (ausent ismo,
alt eración en las relaciones, renuncia al t rabajo, et cét era).
No denunciar o desment ir el fenómeno de mobbing const it uye un obst áculo para
ident ificar, sancionar y prevenir est e problema laboral. Problema que no depende de
las caract eríst icas del sujet o acosado, sino de las condiciones est resant es que se crean
a causa de la violencia dent ro del ámbit o de t rabajo.
Ot ra manifest ación de conflict o en el int erior de un equipo o de una inst it ución, que
provoca sit uaciones alt ament e conflict ivas, es el acoso sexual, del que ya hablamos
ext ensament e. Const it uye, t ambién, una forma de violencia, reglada por las
condiciones asimét ricas de poder, que at ent a cont ra la dignidad y la int egridad física y
psíquica de una persona en el ámbit o laboral.
Como vemos, cualquiera de est as formas de violencia inst aladas en el equipo de
t rabajo producirá efect os devast adores porque son ejercidas por los miembros del
grupo al cual se pert enece. Los int egrant es de ese grupo, ent onces, percibirán que
t rabajan en un clima de malest ar, fast idio, disgust o y resent imient o. Est os efect os
pueden expresarse a t ravés de irrit ación y est allidos de violencia o por el predominio
de expresiones somát icas como el cansancio, la apat ía, el desint erés, el desalient o y la
decepción. Si est as sit uaciones no son expresadas y elaboradas en reuniones
específicas a t al fin, el malest ar t ambién se expresará a t ravés de variadas reacciones:
evit ando la at ención de las personas que concurren al servicio, at endiéndolas de “ mala
gana” , no part icipando o llegando siempre t arde y pert urbando las reuniones del
grupo, de capacit ación o de supervisión, con act it udes de crít ica y desaprobación y
ausent ismo.
Como consecuencia de estos est ados afect ivos se generan sent imient os de injust icia
y de frust ración que conducen a la desimplicación crecient e de cada miembro del grupo
o sea, a una disminución paulat ina del compromiso con la t area, con el grupo y con la
inst it ución. Las sit uaciones de malest ar descrit as expondrán, ent onces, a t odo el
equipo a la violencia de su disgregación. El abandono de la act ividad es una decisión
frecuent e frent e a la frust ración, la impot encia y el sufrimient o que provocan los
conflict os; t al vez por eso la rot ación y el recambio de los profesionales son
caract eríst icas de los grupos que t rabajan en violencia.
El cu ida do de los cu id ad o re s
Será necesario, ent onces, que el equipo de t rabajo o la inst it ución a la que se
pert enece implement en, como ya vimos, medidas de prot ección y de resguardo
precisas y necesarias para el saneamient o de las t ensiones grupales y, en
consecuencia, para la salud física y ment al de los miembros del grupo. Llamamos a
est as medidas de prot ección el cuidado de los cuidadores.
En la organización de un equipo que t rabaja en violencia se debe prever la
cont ención y el sost én de los miembros para evit ar aquellas sit uaciones generadoras
de conflict o. Se debe garant izar, por consiguient e, una forma de funcionamient o que
facilit e el int ercambio de la product ividad grupal y un espacio para la reflexión acerca
de los efect os de ser t est igo para que las t ensiones puedan ser elaboradas. Todo el
equipo, por lo t ant o, deberá gest ionar colect ivament e las condiciones que permit an un
margen de seguridad de sus miembros frent e a las dificult ades propias del t rabajo en
violencia.
Las resonancias subjet ivas de est os obst áculos requieren, como dice Bleger (1966),
de la higiene del ejercicio profesional. O sea, esclarecer permanent ement e las fuent es
de malest ar para lograr la regulación y el saneamient o de las t ensiones int ragrupales.
Para lograrlo y siguiendo las ideas de ese aut or, ofrecemos las siguient es
recomendaciones:
1. El espacio inst it ucionalizado de encuent ro para resolver las problemát icas, ya sea
para la cont ención de los miembros o para evaluar los crit erios de t rabajo, debe ser
respet ado y resguardado por t odos. De est a forma se compromet erá a t odo el equipo
en la resolución de los acont ecimient os grupales.
2. Toda sit uación que ocasione t ensión o malest ar, ya sea por la índole de la t area,
por el funcionamient o del equipo o por el conflict o ent re sus miembros, debe ser
explicit ada en el t iempo y el lugar que el grupo haya convenido de común acuerdo
(reuniones de equipo, supervisiones, grupos de reflexión de la t area).
3. Cualquier sit uación que no sea encarada de est a forma se const it uirá en una
nueva fuent e de t ensión y/ o de rumor que increment ará los malent endidos. Si est as
sit uaciones no son t rabajadas por t odo el equipo, se t ransformarán en un foco
desconocido de t ensión, pero permanent ement e act ivo, que ocasionarán nuevos
problemas y dificult ades de comunicación.
4. Será necesario reflexionar permanent ement e sobre las sit uaciones que
obst aculizan la t area y ocasionan diferent es grados de conflict o. Ést os deberán ser
explicit ados con la finalidad de resolverlos. Caso cont rario, operarán como fact ores
que pert urben y hagan peligrar la cont inuidad de t rabajo del grupo o la de sus
miembros.
5. Discut ir colect ivament e en el grupo los crit erios de aut oridad y de poder y las
normas de su legit imización que orient en a gest ionar, ent re t odo el grupo, la t oma de
decisiones de los diferent es aspect os relat ivos al funcionamient o del equipo. Sólo de
est a forma será posible escapar a la arbit rariedad y a la inst it ucionalización del poder
generadora de sit uaciones de conflict o.
El t rabajo reflexivo sobre est os aspect os significa poner en práct ica las medidas
prevent ivas de cuidado y prot ección que garant icen la cohesión grupal y el int ercambio
product ivo ent re sus miembros. Pero, debe quedar claro, como vimos, que el soport e
emocional que debe prest ar el grupo y/ o la inst it ución es fundament al para el
saneamient o de las t ensiones o dificult ades grupales. Pero no t odo son t ensiones y
dificult ades. El grupo y/ o la inst it ución deben propiciar y est imular la apert ura de
espacios para compart ir el placer y la creat ividad que t ambién nos brinda la t area en
violencia. Trabajar en forma permanent e sobre t odos est os aspect os que compet en al
t rabajo de un equipo es, t ambién, una medida prevent iva eficaz de la salud del grupo y
de sus int egrant es.
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Hast a aquí hemos descrit o dist int as formas de t rast ornos laborales que pueden
padecer quienes t rabajan en violencia. Cabría dedicarle un capít ulo apart e al
fenómeno llamado burnout . Consideraremos que t ant o el burnout como los efect os de
ser t est igo const it uyen sit uaciones laborales que afect an la salud porque dañan la
calidad de vida y el desempeño profesional de quienes los padecen. Si bien los
sínt omas visibles y la dinámica de su producción son similares a los descrit os para ot ras
formas de est rés, la diferencia consist e en que t ant o en el burnout como en los efect os
de ser t est igo se afect a direct ament e la ident idad profesional.
Pines y Aronson (1988) señalan que el burnout “ es el est ado de agot amient o
ment al, físico y emocional producido por el involucramient o crónico en el t rabajo en
sit uaciones emocionalment e demandant es” . Es decir que, de acuerdo con lo
desarrollado en el capít ulo ant erior, sobre t odo en lo referent e a la acción de los
mecanismos de ident ificación, t ant o en el proceso de burnout como en los efect os de
ser t est igo se compromet e la subjet ividad de los operadores afect ando, en menor o
mayor grado, la ident idad profesional. Los padecimient os psíquicos y orgánicos que
muchas veces ocasiona est a práct ica y los ideales que la acompañan, la impot encia que
se experiment a al no poder resolver t odas las sit uaciones plant eadas y la consiguient e
frust ración, ent re ot ras causas, pueden provocar el sent imient o de fracaso profesional.
En los efect os de ser t est igo , la función se ve afect ada por el impact o que provoca
est ar en permanent e cont act o con los relat os de hechos de nat uraleza violent a y con
los efect os de arrasamient o subjet ivo de las víct imas. En el burnout , el desgast e
profesional est á vinculado, junt o con el impact o subjet ivo que provoca est ar en
cont act o con una persona que sufre, a la frust ración de las expect at ivas y del logro
profesional. Es por est o que es considerado por algunos aut ores como una “ pat ología
de la ident idad” (Edelvich y Brodsky, 1980). No obstant e, si bien los profesionales que
t rabajan en violencia suelen padecer los efect os del desgast e product o de la ayuda
cont inua al padecimient o de ot ros, en lo que denominamos efect os de ser t est igo se
suma el impact o concret o que provocan los relat os y los daños físicos ocasionados por
la violencia. Una caract eríst ica diferencial ent re uno y ot ro cuadro consist e en que el
burnout es un proceso que se va manifest ando a lo largo del t iempo, mient ras que en
los efect os de ser t est igo el operador, si la consult a cont iene relat os de alt o cont enido
agresivo, suele est ar expuest o a sus consecuencias t raumat izant es desde un primer
encuent ro con quien padece violencia.
Si bien cualquier encuent ro con ot ro sufrient e ya es violent o para el psiquismo de
quien prest a apoyo, ver y escuchar en cada consult a la violencia “ en vivo” afect ará la
subjet ividad de los operadores y en algunas ocasiones de t al forma que es posible que
esa violencia provoque consecuencias dist int as de las de cualquier ot ra sit uación. Y
est o es así no sólo por el impact o que produce la narración de un hecho violent o, sino
porque esa escucha y las imágenes de at aque y sufrimient o que la acompañan moviliza
en el profesional t oda su hist oria. O sea, los mit os y las creencias acerca de la violencia
cont ra los niños y las mujeres, las propias violencias t emidas, imaginadas, ejercidas y/ o
padecidas; las creencias que sostienen los ideales personales con relación a cómo debe
ser una familia, una pareja, el vínculo con los hijos, la relación ent re las personas. La
práct ica, ent onces, suele ser afect ada porque la violencia plant ea ot ras realidades,
porque cuando en esos vínculos de supuest o afect o se manifiest an malt rat os, golpes,
violación, abuso sexual, incest o, se experiment a un profundo impact o. También
t rabajar con víct imas de delit o y con la ausencia inquiet ant e y/ o la amenaza de quien
lo comet ió t iene efect os en la subjetividad de los profesionales y produce dist int os
grados de incert idumbre, inseguridad y malest ar. En el curso de est a práct ica,
ent onces, los profesionales se verán expuest os a enfrent arse con la propia
vulnerabilidad o con las supuest as fort alezas, los t emores, los rechazos, la curiosidad.,
Tendrán que poner a prueba su capacidad de aproximarse a quien consult a o se asist e
para poder ver, escuchar y comprender.
La angust ia que ocasiona la violencia en una ent revist a muchas veces provoca un
desborde de est ímulos difíciles de procesar. Esa magnit ud pulsional que producen
algunos relat os de violencia no puede ser graduada y provoca, en consecuencia, una
afluencia de est ímulos displacent eros que causan una falla en la coraza ant iest ímulo,
t al como la describe Freud (1920). Cuando esos est ímulos no pueden ser procesados,
como ya vimos, producirán un efect o t óxico en el psiquismo que necesit ará ser
descargado provocando, muchas veces, nuevos circuit os de violencia. En est os casos,
el aument o masivo de la angust ia y de la ansiedad pone de manifiest o la falla de la
disociación inst rument al. Tal como dice Bleger (1977), un mont o de ansiedad es
necesario, pero el aumento excesivo provoca desorganización y no permite pensar y
operar en la forma que cada consult a requiere. O sea, t al como en el burnout , y a
causa del involucramient o personal en sit uaciones emocionalment e demandant es, se
afect ará la ident idad profesional const it uyéndose en un obst áculo para operar en
forma adecuada en la sit uación de ent revist a y de asist encia.
El burnout afect a a los operadores cuyo t rabajo est á basado en una relación de
sost én y de ayuda a las personas. Su manifest ación es progresiva, y t iene diversas
causas: el cont act o cont inuo con hechos t raumat izant es, la demanda de las personas
que sufren y la relación con el rest o de los grupos de t rabajo, sobre t odo con los
superiores. Inicialment e fue est udiado en los socorrist as de cat ást rofes nat urales y
post eriorment e se aplicó a ot ros campos. Diversas invest igaciones det ect aron que los
profesionales de la salud, de la docencia y del ámbit o jurídico, son los más afect ados
46
por est e síndrome de desgast e. Algunos dat os provenient es de diversas
invest igaciones señalan lo siguient e:
46
Cifras estadísticas relevadas de distintos artículos, algunos son fuente de referencia específica. Son
incluidas aquí para que estos datos puedan dar cuenta de la relevancia del burnout en los trabajadores de
diferentes campos
Alrededor de 30% de consult as clínicas por enfermedades laborales est án
relacionadas con t rast ornos psicológicos y/ o psiquiát ricos, de los cuales el
15% se deben al burnout .
Ent re un 15% a un 30% de los médicos lo padecen.
El 30% de las bajas en docencia se deben al burnout .
Es el cuadro más relevante de los problemas laborales en los t rabajadores
judiciales.
rígidas.
Cent rarse más en los problemas que ocasionan los usuarios que considerar a
las personas que t ienen problemas. En consecuencia, se t iende a
malt rat arlas en la medida en que t raigan sit uaciones irrelevant es y/ o
irresolubles.
Empleo cada vez más frecuent e de prejuicios sobre los consult ant es.
En relación con las dificult ades laborales, señala que los profesionales manifiest an
las siguient es act it udes:
El riesgo más grave en la int erpret ación del burnout , señala M aslach, consist e en
suponer que las dificult ades descrit as se deben a los límit es individuales de un sujet o
“ quemado” . Suele at ribuirse a la inmadurez, al mal caráct er, a los límit es int elect uales,
a la falt a de experiencia y ent renamient o. Est á t an difundido at ribuir a los mismos
profesionales los problemas del burnout que hast a ellos mismos compart en est a idea,
llegando a desvalorizarse y a no confiar en su propio compromiso laboral. Sin embargo,
M aslach señala la relevancia que t iene la sit uación global de los sist emas de salud
como base de est e problema. Y est o significa que las formas de organización del
t rabajo inst it ucional pueden llevar a que el operador experiment e sensaciones de
impot encia para resolver los problemas que se present an y que se int ent an solucionar
siempre del mismo modo. Est o indica que las formas de organización de un grupo de
t rabajo, que son est ablecidas con rigidez y con escasa o nula part icipación del rest o de
los miembros, pueden llevar a la inhibición de la creat ividad para solucionar
individualment e los problemas. A causa de est o, el t rabajo se vuelve opresivo,
provocando un “ vaciamient o cult ural” del operador si no se proponen proyect os de
capacit ación y de act ualización en las diversas problemát icas que se relacionan con el
área específica de t rabajo. Es decir que, en general, los operadores no son alent ados a
efect uar las act ividades que concret ament e saben o pueden realizar sino que se
pret ende, y el operador muchas veces part icipa de est o, que cumplan con t odo t ipo de
t areas.
El profesional suele experiment ar que exist en límit es personales para cubrir t odo lo
que “ debería hacer” , y est o lo conduce al fracaso y a la frust ración de sus expect at ivas
laborales. A part ir de aquí pueden comenzar a manifest arse algunos sínt omas que
generarán sent imient os de culpa y más frustración. En est e sent ido, algunos aut ores
plant ean que la responsabilidad le compet e a las inst it uciones, y consideran al burnout
como una “ pat ología de la idealidad” porque se produce por una art iculación
inadecuada ent re el funcionamient o psíquico individual de los operadores y la
organización de las inst it uciones. Edelvich y Brodsky (1980) describen el desarrollo del
burnout como un proceso de desilusión progresiva en el que la pérdida del idealismo
con relación al t rabajo va acompañada por una disminución de la energía y de los
objet ivos como consecuencia de las condiciones laborales. El desgast e del idealismo,
por lo t ant o, const it uye una consecuencia de la exposición gradual al desgast e laboral,
que conduce a que los logros vocacionales y la consiguient e compensación no puedan
ser alcanzados.
¿Cuál es el cuadro clínico que present an los operadores que padecen burnout ? Se
puede hacer un list ado de sínt omas, algunos de los cuales coinciden con los descrit os
en el capít ulo ant erior. Los sínt omas psicológicos son irrit abilidad (at aques de enojo y
t rist eza), aburrimient o, exposición a riesgos innecesarios, dificult ad para t omar
decisiones. También se señala la dificult ad para “ darse” o “ ent regarse” (más común en
los profesionales jóvenes), los conflict os int erpersonales, el uso de alcohol y de drogas,
los coment arios crít icos hacia los consult ant es, la culpabilización del pacient e y el uso
de sobrenombres despect ivos (Golvarg, s/ d). Ot ros aut ores (González Rivera, 2001)
señalan t res cat egorías de sínt omas:
Est os sínt omas se pueden present ar de est a forma o bien asumir la cont raria, o sea,
crear una act it ud aparent e de ent usiasmo o exagerada dedicación.
Gervás y Hernández (1989) mencionan un t rast orno similar que llaman el síndrome
47
de Tomás, señalando que la mayoría de los profesionales afect ados por él se sient en
incapacit ados para dar respuest as eficaces a los problemas que habit ualment e
present a la asist encia en salud. Es frecuent e, ent onces, que ejerzan una práct ica
47
Estos autores eligen esta denominación en recuerdo de Tomás, el neurocirujano frustrado, protagonista
de la novela La insoportable levedad del ser de Milan Kundera
rut inaria, con mínimos alicient es, o que int ent en encont rar ot ros est ímulos fuera de la
profesión (alcohol, drogas, promiscuidad en los servicios). Podemos pensar a est as
conduct as como t ent at ivas de encont rar una sat isfacción compensat oria frent e al
displacer inconscient e que provocan est as experiencias de la asist encia.
Se ha comprobado que la int ensidad de los sínt omas de burnout est á en relación
direct a con la gravedad de los cuadros que se t ienen que at ender, siendo más
frecuent e en los operadores jóvenes o de recient e incorporación a la act ividad
profesional.
En relación con el t rabajo en violencia, y siguiendo las concept ualizaciones acerca
del burnout y de los efect os de ser t est igo , queda en evidencia que el desgast e que
ocasiona la asist encia a las víct imas se present a en formas variadas y a t ravés de
múlt iples sínt omas. Su aparición puede describirse por lo menos en dos moment os. En
el primero aparecen gradualment e una serie de sínt omas difusos e imprecisos:
insat isfacción respect o de las condiciones de t rabajo, falt a de comunicación ent re los
miembros del equipo y ot ros malest ares difusos que se expresan m ediant e la queja. La
duración de est e período es variable y est ará condicionada por la predisposición que
present en algunos profesionales a padecer burnout . Luego se manifiest a el período
sint omát ico en que los malest ares psíquicos y físicos son evident es y de variable
int ensidad. Est os sínt omas t ienen, además, repercusión en la vida ext ralaboral, o sea,
en la familia, en la pareja y en las relaciones sociales. El desgano y la apat ía se
combinan frecuent ement e con t rast ornos del sueño y de la aliment ación. Suele ser
habit ual la angust ia, combinada con períodos depresivos y sent imient os de decepción
y desesperanza. Los síntomas físicos se manifiest an desde la falt a de at ención, los
dolores de cabeza, las cont ract uras hast a los problemas digest ivos, cardiovasculares y
sexuales. Est os t rast ornos expresan, como ya vimos, la dificult ad o el fracaso del
procesamient o subjet ivo de las sit uaciones vividas de forma t raumát ica, a causa de lo
cual se desest abiliza el equilibrio psicosomát ico.
Eva Gibert i (2000) describe los diversos moment os de la aparición del burnout en
los t rabajadores judiciales, sobre t odo aquellos que se ocupan de niños, e indica que
las señales de agot amient o t oman semanas, a veces años en aparecer. El burnout se
inicia en forma lent a. En un primer moment o, el profesional se sent irá seducido por
ingresar a una inst it ución prest igiosa. En un segundo moment o, el profesional
reafirmará la ilusión de ser im port ant e. En est e punt o es posible que no pueda advert ir
que sus ideales han sido sust it uidos por las met as de la inst it ución en la cual t rabaja y a
la que se debe adecuar para mant ener su lugar y, en consecuencia, t rabajará
int ensament e para sost ener una imagen ilusoria de sí. Es posible que ést e sea el
moment o en que comienzan a aparecer los sínt omas físicos y psíquicos. En un t ercer
moment o, el t rast orno de burnout ya se hace present e. El operador se hará cargo de la
frust ración que supone no recibir la grat ificación que esperaba: t rabajar con víct imas y
no poder resolver las sit uaciones como suponía le hace sent ir que ya no est á
ident ificado con la inst it ución. En consecuencia se ret raerá de sus act ividades y de sus
compañeros de t rabajo. El cuart o moment o, señala Gibert i, es cuando el operador,
habiendo perdido la empat ía con su t rabajo, busque grat ificaciones en ot ras
act ividades: escribir, publicar, concurrir a congresos, et c. De est a forma buscará ser
reconocido y grat ificado.
Rofe y Funes (1999) cent raron su invest igación en la percepción que los
t rabajadores judiciales t ienen sobre las condiciones y el medio ambient e de sus
puest os de t rabajo y en las vivencias sobre su est ado de salud. Los result ados
obt enidos evidenciaron dos grandes problemát icas: una de caráct er cuant it at ivo y
ot ra, cualit at ivo. La primera se refiere a la cant idad de t rabajo diario, al apremio de
t iempo y a la rapidez en la ejecución de las t areas. La segunda alude a la presión que se
ejerce sobre los empleados y a la impot encia que experiment an para solucionar las
diversas sit uaciones que se les plant ean. A est os obst áculos se suman, ent re ot ros, las
quejas del público, las sit uaciones de violencia con det enidos y familiares y la relación
con los superiores. Todo est o es una fuent e de t ensiones y conflict os.
Los invest igadores señalan que, si bien los t rabajadores responden de manera
diferent e, t odas las sit uaciones descrit as les causan sufrimient o. En relación con la
variable de at ención al público, por ejemplo, present an, ent re ot ros, los siguient es
sínt omas: ansiedad, 26%; angust ia, 15%; las dos cat egorías combinadas, 10%; ningún
efect o, 15%. Se incluyen, además, t rast ornos psicosomát icos (7%), est rés (5%), ot ros
(11%). Como consecuencia de est a sit uación laboral se manifiest a una demanda de los
mismos t rabajadores consist ent e en recibir ayuda para desarrollar las t areas mediant e
grupos de reflexión, cursos de capacit ación, medidas de seguridad y prot ección y
ayuda psicológica. Ot ra invest igación (M art ín y M art ínez M edrano, 1999) int ent ó
visualizar los padecimient os generales de los t rabajadores judiciales clasificados como
enfermedades comunes y no reconocidas como enfermedades laborales. Señalan una
serie de t rast ornos derivados de las condiciones de t rabajo surgidos de las encuest as
realizadas a los t rabajadores judiciales: t rast ornos est resant es (cansancio, nerviosismo,
angust ia, dificult ad para dormir, problemas para concent rarse, dificult ades sexuales,
t rast ornos de apet it o, dolor de cabeza, ent re ot ros). También señalan t rast ornos
ost eomusculares (dolores de espalda, de nuca, de columna, musculares y de
art iculaciones), problemas digest ivos, de las vías respirat orias, epidérmicos,
circulat orios y de la visión. Los invest igadores señalan que est os t rabajadores
manifiest an malest ar y dolencias cot idianas t ant o en el ámbit o laboral como en el
privado, que van desgast ando progresivament e su salud. Si bien est as invest igaciones
no se refieren específicament e a lo que aquí denominamos burnout , podemos
observar que los efect os del t rabajo en sit uaciones psíquicament e est resant es
provocan sínt omas similares. Ést os expresan el riesgo laboral, ment al y somát ico, al
que est án expuest os los t rabajadores.
Quedan ahora por det erminar los indicadores predisponent es para padecer burnout
y los efect os de ser t est igo , t ant o de orden individual como inst it ucional, que
represent an dist int os grados de riesgo para los profesionales de cualquier disciplina
que t rabajan específicament e en violencia.
De orden individual
1. Suele suceder que algunos operadores se incorporan a un servicio de t rabajo
en violencia para ejercer la profesión y “ t ener un lugar para t rabajar” , más
que por un verdadero int erés en desempeñarse en est a área específica. Est os
profesionales est arán más expuest os a sent irse afect ados por la t area porque
la nat uraleza misma del t rabajo en violencia requiere de un int erés y una
capacit ación específica.
2. La información insuficient e sobre la práct ica profesional y la t area a
desarrollar dent ro de un equipo de t rabajo en violencia. Est a falt a de
información provoca en el operador un esfuerzo permanent e de adecuación.
Ajust arse a la modalidad de t rabajo que realiza un equipo y a las
consecuencias del propio desempeño, el cual suele despert ar expect at ivas
muy idealizadas, conducirá más fácilment e a la frust ración. En general, y est o
lo hemos observado en los equipos que t rabajan en violencia, no es frecuent e
que cuando ingresa un nuevo miembro a un grupo de t rabajo se le brinde
t oda la información necesaria para el desempeño: hist oria del grupo, formas
de t rabajo acordadas, modos inst it ucionales de funcionamient o, dificult ades
habit uales y est rat egias para resolverlas, efect os subjet ivos que suele
provocar est a práct ica, et c. Si est a información no es brindada, es posible que
el profesional experiment e una t ensión sost enida provocada por el cont inuo
t rabajo de acomodación al grupo y a la t area, t rat ando de art icular ese
t rabajo con los propios int ereses de logro vocacional.
3. La escasa formación que pueden t ener los profesionales que se inician en
est a área específica de t rabajo. La falt a de conocimient os t eóricos y t écnicos
de un ent renamient o adecuado para desempeñarse, expone a los operadores
a un mayor riesgo de ser impact ados por los relat os de violencia. El result ado
suele ser la frust ración y la sensación de fracaso profesional, provocando
decepción y apat ía o un ent usiasmo desmedido que t ermina agot ando las
posibilidades de aprendizaje y de grat ificación.
4. La susceptibilidad de un profesional, que puede exponerlo a un mayor riesgo
de ser afect ado por la t area. Se pondrán en juego, ent onces, diferent es
mecanismos defensivos t endient es a disminuir la angust ia: pérdida de
int erés, conduct as evit at ivas y dist ant es.
Cualquier sit uación, ent onces, que exceda lo que es posible manejar en la asist encia
cot idiana acrecient a la dificult ad del profesional para desempeñarse con eficacia. Est o
se debe a las limit aciones provenient es t ant o de las condiciones de t rabajo como del
propio desempeño.
Veamos ahora cuáles son los indicadores desencadenant es de ext rema t ensión que
propician el desgast e profesional en la t area en violencia:
1. Las demandas cont inuas que exceden las posibilidades concret as de
respuest as apropiadas a la asist encia.
2. Las sit uaciones difíciles de solucionar y las urgencias.
3. La exigencia, la crít ica, la queja o la disconformidad de las personas asist idas
o los familiares.
4. El t emor y la incert idumbre que en la mayoría de los casos provocan las
amenazas de un agresor.
5. No disponer de espacios adecuados para derivar a una víct ima y a los hijos
con el fin de garant izar su prot ección.
Todos est os indicadores, que const it uyen una sobrecarga emocional, serán
considerados desencadenant es cuando se manifiest en en forma reit erada en una
persona que ya cuent a con ot ros indicadores individuales de riesgo. Est os const it uyen
un fact or de peso para que el agot amient o det eriore la capacidad de prest ar asist encia
facilit ándose así los sínt omas de desgast e profesional. Pero un fact or f undament al que
lleva a desalent ar a los profesionales más ent usiast as es la falt a de soport e
inst it ucional para elaborar los efect os que provoca la t area en violencia. El cuidado de
los cuidadores. Por lo t ant o, un grupo o inst it ución que no provee de capacit ación y de
act ualización permanent e, que no incluye la supervisión del t rabajo ni grupos de
reflexión para que los operadores puedan elaborar las ansiedades que provoca la t area
no sólo ejerce violencia sobre sus miem bros sino que t ambién propicia la frust ración, la
decepción y el desgast e por el desempeño profesional.
Charles Figley (1995) describe un est ado que denomina fat iga por compasión.
Consist e en ciert o t ipo de emociones y conduct as que se present an cuando un
individuo se ent era de un hecho t raumát ico padecido por ot ra persona. Algunas
personas que se enfrent an con esa sit uación pueden experiment ar vivencias de
amenaza a su int egridad física y/ o psíquica que les provocan t emor y angust ia.
Ent onces se est ablecen los element os necesarios para que se desarrolle un t rast orno
por est rés post raumático (PTSD), que consist e en un desorden cont inuo de t ensión
que se caract eriza por int ensos sent imient os de inquiet ud ocasionados por una serie
de acont ecimient os vividos como t raumát icos. Un prof esional que t rabaja en violencia,
por el efect o de ver y de escuchar acont ecimient os de alt o cont enido violent o y el
sufrimient o de una víct ima, puede desarrollar un est rés post raumát ico.
Los t érminos “ t raumat ización vicaria” , “ est rés t raumát ico secundario” o “ desgast e
por empat ía” se ut ilizan para denominar al est rés post raumát ico que suelen padecer
los profesionales que se enfrent an a diario con sit uaciones alt ament e est resant es
(Cazabat , 2001).
A causa de est e impact o t raumát ico, y si además es reit erado, se limit ará la
capacidad de un sujet o para responder adecuadament e porque se superan los límit es
de t olerancia a aquello que es vivido como un exceso. Est o ocasionará, ent onces, una
t ensión secundaria del t rauma, t al como la denomina Figley, que consist e en las
emociones y comport amient os que result an, no sólo de saber sobre un suceso
t raumat izant e sino de la t ensión que suscit a ayudar o querer ayudar a una persona que
sufre.
La fat iga que ocasiona la compasión que se experiment a por el sufrient e, junt o con
el deseo de aliviarlo, ponen en juego la capacidad de un operador para realizar un
t rabajo de asist encia. Al mismo t iempo, ponen en juego la posibilidad de que ese
operador quede dañado por el t rabajo. Ese efect o t raumát ico t ambién puede recaer
sobre el cont ext o del profesional involucrado: familia, colegas, relaciones sociales. A
est e f enómeno que pueden padecer t ant o las familias de los profesionales como las de
las víct imas se lo denomina “ t rauma secundario” o “ t rauma vicario” .
Figley considera t res grupos de sínt omas que definen a la fat iga por compasión :
La fat iga por compasión , ent onces, es un est ado que deriva de la exposición
cont inua a acont ecimient os t raumat izant es, y t iene la caract eríst ica de aparecer
repent inament e. La diferencia con el burnout es que ést e es un proceso progresivo, no
un est ado. Es por eso que los profesionales que ya padecen burnout y los efect os de
ser t est igo serán más suscept ibles a padecer fat iga por compasión . Quienes t rabajan
en el área del t rauma, t ales como médicos, enfermeros o personal de rescat e, serán
más vulnerables a est as consecuencias de ayudar, dado que el t rabajo con personas
t raumat izadas y sufrient es est á basado en una relación empát ica. El hecho de que los
t rabajadores del campo del t rauma hayan experiment ado en sus propias vidas
sit uaciones t raumat izant es, est arán, con mayor frecuencia, más predispuest os a sufrir
est e padecimient o (Cazabat , 2001).
En el t rabajo en violencia, ser t est igos de hechos que pueden t ener efect os
t raumat izant es expondrá a algunos operadores que ya cuent an con indicadores de
riesgo individuales a ser más afect ados por la fat iga por compasión .
Todos est os padecimient os –efect os de ser t est igo, burnout , fat iga por compasión-
t ienen semejanzas y diferencias, aunque se art iculen y/ o superpongan las condiciones
en que se producen y los modos en que se manifiest an. Lo import ant e es t ener en
cuent a que est os padecimient os son generados por la t area asist encial y que
necesit arán de medidas de prevención y prot ección, a las que hemos denominado el
cuidado de los cuidadores.
Cada operador se hará cargo de det ect ar las t ensiones que pueden generarse en su
t rabajo cot idiano, de revisar los sent imient os que se despliegan a part ir del encuent ro
con una víct ima y de buscar ayuda.
Pero la responsabilidad de un grupo y una inst it ución que t rabaja en violencia
consist e en poner en funcionamiento una alert a permanent e sobre las formas de
organización del t rabajo, el t iempo dedicado, el manejo de las urgencias, la
remuneración económica, los límit es individuales e inst it ucionales y la relación con
ot ros grupos con los que se puedan realizar int ercambios fruct íferos. Debemos agregar
aquí que la promoción de la salud de cada uno de los miembros de un equipo consist e,
fundament alment e, en crear modalidades colect ivas de gest ionar formas de t rabajo
que t iendan al aprovechamient o ópt imo de t odos los recursos. Es decir, procurar
condiciones de t rabajo adecuadas que garant icen una mejor calidad de vida laboral.
En resumen, el grupo y/ o inst it ución deberá hacerse cargo de crear espacios
privilegiados para la elaboración de las diversas sit uaciones personales y grupales que
ocasiona est a t area y garant izar, mediant e la reflexión sobre las condiciones de
t rabajo, la salud física y ment al de sus miembros. Sólo así será posible una permanent e
product ividad grupal que reasegure una asist encia responsable y eficaz y que consolide
los lazos de convivencia, cooperación y solidaridad para lograrla.
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TESTIM ONIOS
Fui abusada por mi padre biológico desde los 12 hast a los 20 años. Fueron pocos los
que t est imoniaron a mi favor, los que se jugaron por mí. ¡Si hast a yo apacigüé el horror
en mi int erior poniéndole a mi padre la et iquet a de enfermo! La única explicación
posible para mant ener a salvo mi ment e. Además, t ras mucho silencio, por miedo a
peder a mis amigos, supongo que t ambién a mis padres y para que la familia no se
desint egre, recién a los 16 años denuncié el problema en minoridad.
Conclusión: yo fui cast igada y recluida. Durant e un año y medio fui separada de mis
afect os, familia, escuela, barrio. M e llevaron a un Inst it ut o de M inoridad, previa
promesa de mis padres de somet erse a un t rat amient o psicológico (del cual no se
realizó más de una ent revist a) aún cuando mi padre dice, a quien quiera oírlo, que no
abusó sino que est aba “ enamorado” de mí. Al volver de M inoridad se inició
nuevament e el abuso, est a vez con m ás violencia debido a mi resist encia verbal y física.
Hast a que logré, con no poco esfuerzo, irme de mi casa.
Los adultos que me rodeaban, los padres de mis amigos, dudaron o del hecho en sí o
de mí.
¿Por qué cuando yo decía por aquel ent onces: “ mi papá no me ve como a su hija
sino como su esposa” , t enía que demost rar que no eran “ esas cosas de adolescent es” o
“ quine no ha querido alguna vez irse de su casa” o “ es una fabuladora” , et cét era,
et cét era. Y luego la infamia, el est ar de boca en boca, hist orias invent adas que la gent e
hacía para explicar por qué est aba en M inoridad: “ t ráfico de drogas” , “ sorprendida en
albergue t ransit orio siendo menor de edad” ; en fin: “ algo habrá hecho” . Parece que nos
t ocara a las víct imas demost rar que somos inocent es.
Cada t ant o, un caso golpea la crónica amarillist a. Cuando el morbo se sació, las
conciencias se acallan y nadie se met e ent re las cuat ro paredes de una casa que
alberga est os crímenes cont ra niños indefensos o mujeres humilladas.
Es muy especial ser part e de una fat ídica encuest a que nunca nadie realizó, ser un
desaparecido, un acallado, el que le da la espalda a cámara cuando se t oca el t ema en
la TV. Tal vez por eso una inmensa necesidad de just icia me anuda la gargant a, me
golpea el pecho, me da coraje. Sin saber cómo es est o de ser una madre, con mi hija de
17 meses, reparar, y sient o el t emor a repet ir. M e levant o cada mañana y t rat o de ser
feliz para no permit irles ganar a los que quisieron hacerme daño y a los que no
creyeron en mí. Además, como dice Eduardo Galeano: “ Los derechos hum anos t endrían
que empezar en casa” . (Florencia, 31 años.)
Julia do ble m e nt e vio le n t ada
Hacía casi dos años que me at endía con ese psicot erapeut a. M e había sacado de
sit uaciones graves. Y yo que me creía muy viva porque t rat aba de seducirlo… Lo que no
me había imaginado es lo que me iba a pasar con ese t ipo t an rígido. Se pasaba horas
hablando de los problemas que t enía en la clínica. De repent e me encont ré pasando del
diván a la cama, de la psicot erapia a un noviazgo. No ent iendo cómo t erminé
mezclando a m is hijos que eran chiquit os en t odo est o. Pasábamos los fines de semana
junt os. Todo fue un horror para mí. Lo que podía haber quedado en una fant asía se
t ransformó en una realidad espant osa. M e sent í est afada. Después me llevó años de
ot ra t erapia superarlo. Espero haberlo resuelt o. (M arina, 45 años.)
Pat ricia a co sa da po r u n ho m b re re sp e t ab le
Una t arde, volvía de nat ación a mi casa, con el pelo mojado y el jumper de la
escuela. Una cuadra ant es de llegar a casa, un hombre de t raje elegant e me paró y me
dijo que era muy linda. M e dijo, t ambién, que era fot ógrafo, y me pregunt ó si yo quería
sacarme unas fot os con él. No dije nada. Luego siguió: ¿cuánt os años t enés, por qué
t enés el pelo mojado? M uy amable, elegant e y educado. Con t raje y corbat a. Yo,
parada ahí, no sabía bien qué hacer ni qué decir hast a que me pregunt ó: ¿ya t enés la
regla? No me pareció bien esa pregunt a… yo no est aba acost umbrada a esa palabra.
Además, t odavía no la t enía. M e fui rápido, est aba impact ada, muy asust ada. Yo t enía
11 años, no sabía nada. Él se met ió con mi cuerpo con t ant a violencia; “ un hombre
grande… decirle esas cosas a una chica” , pensaba yo. M ient ras cam inaba sent ía asco y
una sensación de suciedad. Caminaba ligero porque t enía miedo que me siguiera y me
secuest rara. M e encont ré con mi mamá en la esquina. Se asust ó de ver cómo est aba:
blanca como un papel y t emblando. Le cont é un poco, casi no podía hablar. Pasó
mucho t iempo y, sin embargo, a veces recuerdo el desagrado, el miedo y la amenaza
que sent í cuando me pregunt ó: “ ¿t enés la regla?” . (Pat ricia, 28 años.)
Est aba en un gimnasio con ot ra gent e cuando ent ró un ladrón y nos asalt ó a t odos.
A mí me separó del grupo, encerró a los ot ros, m e llevó a ot ro cuart o y m e violó. Luego
el violador se fue, y vino la policía porque alguien, al not ar algo raro, la llamó. En el
act o fui a hacer la denuncia a la policía (sin lavarme ni cambiarme de ropa)
acompañada por una gran amiga que est aba en el grupo. También me acompañó a
hacer la denuncia un abogado amigo a quien llam é camino a la comisaría, mot ivo por
el cual, creo, me la t omaron (ya mi amigo me advirt ió que segurament e t odo quedaría
en la nada). M e examinó un médico de la policía, quien “ confirmó” que se t rat aba de
una violación por mi est ado físico y por los rest os de semen de los que pudo det erminar
el grupo sanguíneo del at acant e. También confeccionamos ent re t odas las víct imas del
robo un fot okit . A los dos o t res meses recomencé una psicot erapia para elaborar lo
sucedido y at ravesar los miedos del duro primer año. ¿Algunos de ellos? Bien, primero
esperar la menst ruación para comprobar que no est aba embarazada, luego confirmar
que no había cont raído SIDA, puest o que las ot ras enfermedades venéreas a las que
t emía, habían quedado descart adas por un t rat amient o prevent ivo realizado por mi
ginecólogo (a quien visit é el mismo día que fui violada luego de salir de la comisaría).
Cumplí inst int ivament e con t odas las recomendaciones que se dan para est os casos.
Pero a pesar de que yo hablé (cuando las últ imas palabras del violador fueron “ si
est o se lo cont ás a alguien t e mat o” ) y me escucharon la policía, el juez, los forenses (de
policía y t ribunales), mi familia, mi pareja (cinco años de noviazgo) y mis amigos,
igualment e sufrí y sufro el común denominador: “ el perverso silencio” . Y est o es así
porque mi expedient e con fot okit quedó archivado en algún est ant e de Tribunales
esperando que se lo coman las rat as. Con excepción de mi madre, el rest o de mi
familia,, que me acompañó los primeros días con dolor, después t omó dist ancia y a los
dos meses les escuché frases como est as: “ Bueno, cort ala, no eras una virgen, peor
hubiera sido si t uvieras 18 años” , “ Bast a de ir a Tribunales” , “ No hables más de est o” ,
“ No pierdas t u t iempo, seguí con t u vida; ya pasó” . A part ir de ahí se cort ó la relación,
no nos hablamos más, sin pelear ni discut ir.
M i pareja m e dejó en la misma semana de la violación bajo un pret ext o insolvent e y
nunca más pisó mi casa (ojo, que no se t rat aba de un hombre como se suele decir
“ poco preparado” , él es un encumbrado y popular profesional de nuest ro medio que
además vive haciendo gala de su crist ianismo y de la ét ica en sus conferencias y
ent revist as t elevisivas).
M is amigos siguen est ando pero con límit es: el silencio sobre el t ema cont inúa, a
pesar de que muchas veces les pedí que me llamaran y me pregunt aran cómo me
sent ía. La amiga que est uvo present e en el asalt o y que me acompañó y me acompaña
siempre muchísimo, un día, sin quererlo, me last imó. Fue a los ocho meses, cuando hice
el análisis def init ivo de SIDA. Le pedí que fuera a ret irar el result ado del laborat orio. M e
lo t rae apuradísima, me lo ent rega en la puert a y se va. Ni siquiera se pudo quedar
cinco minut os para esperar que abriera el sobre. Recuerdo que cerré la puert a, le pedí
fuerzas a Dios para enfrent ar el result ado y lo abrí sola: era negat ivo.
A pesar de que t rat é de seguir las rut inas de mi vida, no dejé de t rabajar, ni de
est udiar, ni de frecuent ar lugares de esparcimient o, ni de vivir sola, t uve mucho miedo
y padecí t remendament e la impot encia, la falt a de palabras, de abrazos y de caricias.
Para mí est o era muy import ant e, ya que la últ ima persona que había t ocado mi cuerpo
era el violador y mi pareja había desaparecido. Tenía grabada la sensación en mi piel
del revólver del violador y pensaba que lo único que podría calmar y borrar esa herida
inmunda era una caricia hecha con am or. Con el t iempo llegó. Lloré mucho y lo superé,
gracias a que no t odos los hombres son iguales.
Hoy t engo una pareja que lo sabe, me cuida y apoya en t odo lo que puede; él t rat a
de aprender a convivir con una mujer que ha sido violada, no es fácil para nadie. Por
ejemplo, saber cont enerme la ansiedad cuando caminamos por calles oscuras y viene
algún hombre det rás, o cuando en el cine o en la TV aparece el t ema. He quedado m uy
suscept ible a sit uaciones de violencia (al box, películas de suspenso o policiales, m úsica
agresiva, et cét era). Con él puedo hablar y desarrollar t odo lo que necesit o sobre el
t ema. Con los amigos más ínt imos puedo t ocar el t ema, ellos me escuchan, pero no
hablan.
Ot ros amigos menos ínt imos a los cuales les cont é en el moment o, lo bast ardearon
al mejor est ilo del reaccionario y siniest ro “ por algo será” . O, como dijo un sociólogo
muy int elect ualizado que conozco: “ eso no le pasa a cualquiera” . Ot ros lo ut ilizaron
para prevenir a sus esposas e hijas adolescent es sobre los cuidados que hay que t ener
en Buenos Aires hoy, ya que como le pasó a M aría Vict oria, ahora sabemos que no sólo
pasa en las películas o en zonas apart adas.
Tampoco falt aron las aves de rapiña, aquellos que t rat an de hacer “ leña del árbol
caído” . M e refiero a un par de hombres, viejos conocidos, que se acercaron most rando
consuelo y falsa solidaridad, ya que su único int erés era conseguirme como mujer. Creo
que est os mediocres, aves de rapiña, junt o con mi ex novio, son peores que el violador
porque ellos me conocían, t enían mi amist ad y mi afect o, y sin embargo sólo pensaron
en ellos dejándome sola, ult rajada y sufrient e.
Hoy agradezco a Dios, a los que me escucharon y acompañaron como pudieron, aún
con límit es, pero est uvieron y est án. A mi t erapeut a, a mi madre y a mi pareja, que me
ayudaron a rearmar mi vida, a no olvidar que yo “ no soy solament e una mujer violada”
sino que soy una mujer que además de haber sido violada t iene un fuert e inst int o de
vida porque como dice mi pareja “ él nunca t e t uvo” (el violador), y como agregara mi
confesor, yo no ent regué nada, sólo “ int ent é salvar lo que Dios me dio: la vida” . (M aría
Vict oria, 40 años.)
Lo s m ie do s d e Caro lina
Esa noche salí de mi t rabajo y llegué a la rut a a esperar el ómnibus para ir a mi casa.
Es muy descampado allí. Son t odas casas con parques. Apareció un muchacho que me
arrast ró hast a unos árboles. M e decía cosas muy feas de mi cuerpo, mi cola, mi ropa.
M ient ras me forzaba y me t iraba el pelo porque yo lo golpeaba, m e decía que era flaca
y se reía. Est oy llena de moret ones por los golpes que me dio. Tengo last imadas las
piernas porque me t iró al suelo y me arrast ró. Después de la violación se ofreció a
llevarme en su aut o a mi casa. Le dije que cómo podía ofrecer llevarme después de lo
que me había hecho. Ent onces me at ó las manos, me subió el pant alón, me at ó los pies
y me puso la cart era en la cabeza, t apándome los ojos. M e sacó los zapat os y dijo que
los iba a dejar en un árbol. Esperé un t iempo. M e pude desat ar y salí descalza a la rut a
y paré un aut o. El señor que manejaba me pregunt ó que me había pasado. Le dije que
no me hiciera nada, que ya me habían robado. Le dije que me llevara a la casa de mis
padres. Al llegar habló con mi papá, no sé de qué. En casa no quise cont ar. Nadie dijo
nada. Después de la violación cambió mucho la relación con mi novio. Hacía poco
est ábamos int ent ando vivir junt os. Él no quiere hablar de la violación, no dice nada,
como si nada hubiera pasado. Pero empezamos a t ener problemas. Creo que no se la
banca. Ahora t engo mucho miedo. Empecé a ir a t rabajar y t engo que t omar el
ómnibus en esa parada. Tengo miedo de que el t ipo aparezca de nuevo. Cambiaron
muchas cosas. No sé como vest irme. Salga como salga t engo miedo a que me
at aquen… a que me t omen por lo que no soy… a que se equivoquen… (Carolina, 21
años.)
A Te re sa e l pa dre le sa có la virgin id ad
Est ábamos en una cena f amiliar, t odos sent ados a la mesa. Un cumpleaños, creo. En
un moment o fui a buscar algo al cuart o de mi abuela, donde est aban los t apados y las
cart eras arriba de la cama. Ent ró una hermana de mi abuela, de 50 años más o menos,
y cerró la puert a. M e dijo que quería cont arme un chist e. Era así: un t ipo en el colect ivo
le dice a ot ro, quiero una banana y el ot ro le dice, no t engo ninguna banana. Ent onces
el primero le dice: ¿y est o qué es? Y allí, ella me met ió la mano en los genit ales, ent re
las piernas, riéndose. Yo t enía 11 años. Ret rocedí un poco, me sonreí de nervios y salí
del cuart o. M e sent é a la mesa con una sonrisa dura, con cara de nada. Pero sent ía
ent re las piernas como una suciedad. M e sent ía t an mal, no me pude defender, decir
nada. Nunca más se lo cont é a nadie. Se me borró, se anuló, no pensé más en eso. Se lo
cont é por primera vez a la psicóloga con quien me t rat aba, dieciséis años después. Y
surgió casi por “ casualidad” , cuando hablaba de la locura de mi familia. La psicóloga
empezó a indagar sobre la locura familiar y ahí lo recordé. Y recordé lo que pensaba y
sent ía ent onces. La mujer que abusó de mí me parecía una persona loca, fea, perversa
en su gest o, libidinosa. Se hacía la graciosa pero rea t an desagradable, t an vieja verde.
Encerrar en un cuart o a una nena… M e descolocó t ant o que no pude reaccionar. Fue
t an loco que esa mina, mina además, me t ocara… Lo que me cont ó era un chist e de
hombres para cont ar ent re hombres. Yo no sabía nada de eso, fue una t ocada
asquerosa. Nunca nadie me había t ocado, yo era una nena. (Verónica, 34 años)
El de scub rim ie nt o de un a m ad re
Yo empecé a not ar algo raro en mi nena. Para empezar, se desarrolló a los 8 años.
Una vecina me dijo que la llevara al médico. Y el doct or me dijo que en su cuerpit o
había señales de haber sido abusada. Hacía mucho t iempo que yo sospechaba que mi
marido, el padre de la nena, hacía cosas que no est aban bien. Una noche, cuando ella
t enía 7 u 8 meses, él est aba sobre la cuna y se puso mal cuando yo le pregunt é qué
est aba haciendo. Ot ra vez, cuando la nena t enía 5 o 6 años, t ambién una noche, est aba
al lado de la cama de ella. Yo f ui a ver y le falt aba la bombacha. Le pregunt é qué había
pasado y él me dijo que seguro que la nena se la había sacado porque hacía mucho
calor. No ent iendo cómo no me di cuent a de lo que est aba pasando, si mi papá hacía lo
mismo conmigo. Pero después de la vez que f ui el médico ya no le creí más sus excusas.
Ent onces fui a la Comisaría de la M ujer e hice la denuncia. La nena nunca me confirmó
nada pero t ampoco me lo negó. Sin embargo, rechazaba mucho al padre, no quería
que se le acercara, no quería saber nada con él. A part ir de la denuncia, la nena ent ró
en t rat amient o psicológico, yo t ambién fui a ent revist as. Él fue cit ado una vez por la
Comisaría de la M ujer y dos veces por el Juzgado de M enores. Nunca fue. Empezó a
t omar mucho, t odo el día. Est aba muy mal. Y así t erminó t odo. Yo me separé de él. Una
vez, dos meses después, un vecino me vino a avisar a una plaza, en la que est aba con
mis hijos, que mi casa se est aba incendiando. Cuando fuimos corriendo desesperados
nos ent eramos. Él incendió la casa y luego se pegó un t iro. Después de bast ant e t iempo
t odos est amos mejor. Ayer, mi nena, que ahora t iene 14 años, f ue la abanderada en la
fiest a de la escuela. (M aría M art a, 54 años.)
Cuando t enía veint idós años sufrí at aques de pánico. Al principio no sabía bien qué
era, y realicé consult as con un médico clínico y con un neurólogo. Finalment e mi madre
me puso en cont act o con un psiquiat ra que era el direct or de una clínica de Banfield en
la que ella t rabajaba. Yo ya había t enido sesiones de psicot erapia ant es y esperaba un
“ format o” similar: un día, un horario, un precio. Est aba m uy angust iada y puse t oda mi
confianza en ese psiquiat ra. Creo que por est as razones no me llamó la at ención su
part icular modalidad: podía ir a verlo cuando quería –solament e debía llamarlo por
t eléfono a la clínica- y no habló conmigo de sus honorarios. Creo que mi madre le
pagaba mensualment e, pero él se ocupó de borrar ese ít em de nuest ro cont rat o. Así
empezamos. Lo veía dos o t res veces por semana, a veces más, y las sesiones nunca
duraban lo mismo. M e cont ó que acababa de separarse, me hablaba de sus hijos, de
los celos de su mujer. M ient ras me at endía, cumplía al mismo t iempo con sus
obligaciones de direct or de la clínica, de manera que hablaba por el int erno o me pedía
permiso y se iba durant e un rat o. La relación iba siendo cada vez más informal. Cuando
lo llamaba por t eléfono, además de arreglar día y hora para verlo, prolongábamos la
conversación como si fuéramos amigos. A mí, por supuest o, la sit uación m e encant aba:
los at aques de pánico habían desaparecido y me est aba enamorando de mi psiquiat ra,
que a t odas luces parecía corresponderme. Hast a que un día, en una sesión, me dijo
que no podía vivir sin mí. Esas palabras –“ No puedo vivir más sin vos” - me dejaron
helada al principio, pero luego la sit uación me empezó a gust ar. M e sent ía enamorada
de él. Empezamos una relación amorosa y dejamos las sesiones de t erapia. En realidad,
las dejamos nominalment e, porque para mí cont inuaron en mi casa, en bares y en
rest aurant es: no podía olvidarme ni por un inst ant e de que era m i psicoanalist a. Seguía
hablándole como en el consult orio, sin poder relacionarme con él como me hubiera
vinculado con ot ro hombre. Creo que a raíz de est a confusión, hacia el final de la
relación volvieron los at aques de pánico. Lo abandoné. M e llamó durant e unos meses,
insist iendo con verme. Pero yo ya est aba con mi psicoanalist a act ual, había abiert o los
ojos y comprendí el abuso al que había est ado expuest a. (Gloria, 31 años.)
M e casé inocent e, absolut ament e enamorada del primer hombre que me hizo sent ir
hermosa por dent ro y por fuera y me demost ró que me necesit aba, y en vez de
pregunt arme si quería ser su novia me dijo: “ quiero que seas la madre de mis hijos” .
(En aquel moment o, para mí nadie podía haberme dicho algo más maravilloso.)
Y por fin mi sueño se hizo realidad: fui madre, y cuando mi primer hijo cumplió un
año la vida me dio mi primer sopapo y me t iró la realidad en la cara. En realidad el
sopapo me lo dio mi esposo “ para calmarme porque est aba hist érica” , dijo él. Pero yo,
mant eniendo mis creencias, pensé que mi amor lo podía t odo y cont inué mi vida
asumiendo t odos los roles, t odas las responsabilidades y casi t odas las culpas. Yo me
había propuest o t ener una familia maravillosa. Tenía el amor suficient e para t odos y
podía perdonar. Pero el rencor corroe, la violencia genera violencia y los problemas
iban en aument o.
Comencé a hacer t erapia, int ent amos hacer t erapia de pareja. Lo conminé a que
podía hacer algo “ ! por él mismo” . Ent onces comenzaba y dejaba. Las cosas se ponían
negras, volvía a empezar y volvía a dejar. Así pasó el t iempo. El amor se volvió
t orment o; los diálogos, discusiones; el compañero maravilloso de los primeros años se
t ransformó en un ser asfixiant e y agresivo que vivía con nosot ros. Ya t eníamos t res
hijos. Primero yo quedé sin t rabajo, el de él disminuía. Por f in conseguí uno nuevo, eran
9 horas, pero yo t enía que poder t odo. Las deudas aument aban, la hipot eca se vencía,
las discusiones eran permanent es, el sexo era una obligación o una lucha, la t ernura no
exist ía y el amor no sé dónde se había perdido. Pero yo aún creía. Le propuse
separarnos, t omarnos un t iempo, pero cuando llegó el moment o: los golpes y el
encierro… y los chicos llorando del ot ro lado de mi puert a. Y cuando t odo se det uvo,
llamé a mi hermana y me fui.
Pero la vida nuevament e me t ira la realidad en la cara: hago la denuncia, voy al
médico forense, t ot alment e humillada le muest ro mis heridas, y el doct or como si t al
cosa me dice: “ Sólo t iene m oret ones, est o no alcanza para una denuncia penal. No vale
la pena ni sacar fot os.
El t ribunal de familia, audiencias para reconciliar lo irreconciliable. Los chicos y yo en
casa de mi mamá, lejos de “ nuest ro mundo” . Yo viajaba dos horas para ir a t rabajar y
dos horas para volver, los chicos sin poder ir a la escuela. Y él, pancho en nuest ra casa.
“ Yo le había arruinado la vida, lo presioné t ant o que no t uvo ot ra alt ernat iva que
reaccionar así.” Tampoco podía t rabajar. “ Su t rabajo era creat ivo y yo le había
dest rozado la cabeza. No podía crear.”
M uy pront o la vida no sólo nos dio un sopapo, nos dio una paliza: mi hermana, mi
sobrina y mi cuñado mueren en un accident e. Un camionero borracho y con
ant ecedent es los pasó por encima en una rut a de Córdoba. El mundo de nuest ra familia
parece derrumbarse. Ya nadie es el mismo, el dolor, las ausencias, la injust icia. Volví a
mi casa, a vivir separados (así se acordó en el t ribunal). Él en el local, los chicos y yo en
la casa. Él nunca lo respet ó y yo nunca lo obligué a que lo hiciera. Y nuevament e fiel a
lo que me había grabado y a mi met a de t ener “ la familia maravillosa” le di una
segunda oport unidad. M ás t erapias individuales, más t erapia de pareja. Los chicos
t enían problemas en el colegio. El sexo había mejorado, en apariencia nuest ra relación
t ambién. Pero poco a poco reaparecieron los fant asmas, el rencor guardado, los
miedos, impropia violencia en la ironía de mis palabras. Y de pront o, lo inevit able: un
nuevo exabrupt o y su violencia que puso en evidencia la realidad: t odo est aba cada vez
peor, sólo que yo, de nuevo, no había podido verlo. Nueva huida. Separación.
Int erminables y ridículas luchas en los t ribunales de familia.
Y aunque est ábamos separados, una noche decide ent rar a la casa haciendo salt ar
la puert a a pat adas, rompiendo muebles, golpeándome frent e a los chicos. Pero con la
precaución de explicarles “ que lo hacía con la mano abiert a para no last imarme,
porque si quisiera hacerlo él podía mat arme, y en realidad es lo que t endría que haber
hecho conmigo y con mi madre” .
Una exclusión de 90 días, porque “ él es aún su marido y es t an propiet ario de la casa
como ust ed” . Además, “ no se le pueden negar los derechos de padre” . Y como t odos
somos cosas sujet as al marco que dict a la ley (al pie de la let ra, sin considerarnos seres
humanos) la realidad es: él hace lo que quiere y vos… ¡¡¡ arreglat e como puedas! ! !
Est oy madurando y aún soy inocent e, pero he aprendido mucho:
Comprendí que aunque el amor es la fuerza más pot ent e del universo no lo
puede t odo.
Que si bien perdonar da paz int erior no es necesario poner la ot ra mejilla.
Que no t odos merecen una segunda oport unidad.
Que no t odo es posible por más que luches, sobre t odo cuando lo que t e
propones incluye a ot ros.
Que los valores son diferent es para cada uno, y que nuest ra sociedad los
vulnera permanent ement e, y que hay que vivir en ella.
Que hay miles de t onos de gris (aunque no sea la t onalidad que más me
gust e) y que hay t odo, nada, un poco, más que, menos y ot ro millón de
posibilidades.
Y a mis 36 años (más vale t arde que nunca), descubrí que además de ser “ hija
ejemplar” , “ maest ra modelo” y “ madre abnegada” … soy una mujer y puedo disfrut ar
de serlo.
Para mi suert e, la inocencia me permit ió pedir ayuda a alguien como mi t erapeut a,
quien me abrió los ojos y me most ró las señales del peligro. También me hizo ver que
yo podía defenderme, hast a de mí misma. Hoy me permit e creer que voy a t ener ot ras
oport unidades y una vida mejor. También me permit e seguir luchando por mis
derechos y los de mis hijos (aún en est e maldit o sist ema). Aún puedo soñar, creer,
crecer, jugar, sorprenderme y dejarme asombrar por las cosas inesperadas que la vida
nos present a, como poder escribir est e t est imonio, esperando que alguien al leerlo
pueda sent ir, como yo, que, sin import ar las cosas t erribles que nos hayan sucedido,
t odavía se puede creer. Hay que pedir ayuda y ser capaz de aprender de lo vivido.
¡Nosot ras somos las que nos merecemos ot ras oport unidades! Vale la pena seguir
luchando hast a conseguirlas. (Flavia, 36 años.)
B
BIIB
BLLIIO
OGGR
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