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PINTORES CUBANOS DE LA VANGUARDIA

Surgimiento del Arte Moderno o de Vanguardia en Cuba. 1927- 1938.

1. Rupturas y tanteos. 1925 – 1927. Este período se cierra con la Exposición de Arte
Nuevo de 1927, inventario de anhelos, hallazgos y carencias, a la que solo llegan con
madurez tres adelantados: Víctor Manuel García, Antonio Gattorno y Juan José Sicre,
quienes ya habían tenido su experiencia europea.

2. Repliegue y diáspora. 1927 – 1933. Los que se definirían como los principales artistas
entre los pioneros, viajan a Europa. En 1927, Amelia Peláez y Eduardo Abela; en 1928,
Marcelo Pogolotti; en 1930 Carlos Enríquez. Así, se producen los primeros choques
directos no solo con las últimas tendencias sino con toda la tradición de la pintura
occidental. Comienza la dialéctica de apropiación – transformación – integración –
síntesis, resultante en la creación de los primeros clásicos del modernismo cubano, lo
que, curiosamente, sucede en el espacio físico del viejo continente.

3. Reintegración en la Isla: consolidación: 1934 – 1939. Como efecto de la vuelta a


Cuba de un importante grupo de artistas, por diversas razones – entre las cuales no
tiene poca importancia la apertura histórica tras la caída del dictador Machado-, el
movimiento, nacido con vacilaciones una década antes, adquiere coherencia y
madurez. Quienes han pasado por experiencias europeas más o menos dilatadas
comienzan a interactuar entre sí, a transmitir sus lecciones a los más jóvenes que ya se
aprestan a entrar en escena, a ejercer su influencia sobre el medio cultural pero,
sobre todo, a ser ellos mismos, influidos por el ambiente, que redescubren con ojos
adiestrados. Es el momento de la criollización de la pintura de Amelia Peláez o de la
elaboración del “romancero guajiro” de Carlos Enriquez. El regreso en 1939 de Marcelo
Pogolotti completa la escena estableciendo, con su severidad plástica y su rigor de
pensamiento, un interesante contrapunto.

Sin abundancia de manifiestos o documentos doctrinarios, el “arte nuevo” se orienta


hacia tres vertientes fundamentales: el criollismo, el afrocubanismo y la pintura de
preocupación social.

Naturalmente, estas definiciones no se presentan de modo nítido en la realidad. El


mestizaje cubano diluye en muchas ocasiones las fronteras entre criollismo y
afrocubanismo, de la misma manera que la intuición poética de algunos artistas –
Víctor Manuel, por ejemplo- trasciende y devora estas orientaciones, de las que
parecen partir. Por otra parte, la extrema politización del período – sacudido por la
llamada “revolución del 30”- condiciona que en muchos artistas u obras se mezclen y
confundan estas direcciones: el afrocubanismo o el criollismo adquieren a veces muy
definidas connotaciones sociales.

Otras figuras solitarias muy importantes – como Amelia Peláez o Fidelio Ponce –
escapan, no obstante, de estos esquemas y presagian otras inquietudes.

Etapa de consolidación: 1939 – 1951.

A fines de los años 30 se ha consolidado lo que algunos denominan “escuela de La


Habana”. Entonces, este movimiento ha definido líneas de desarrollo originales en sus
relaciones con el arte europeo y americano, ha creado poéticas definitivas, ha
producido sus primeros clásicos y ha conocido un primer esplendor. Pero, junto a las
figuras ya convertidas en imprescindibles, comienzan a exhibir otras, nacidas entre
1910 y 1915: Mariano, Portocarrero, Cundo Bermúdez, Carreño, Martínez Pedro. A
diferencia de sus mayores, a los que consideran maestros, no comienzan a crear sobre
el vacío, pues han encontrado un cuerpo de obras y de reflexiones del cual partir,
aunque sea sometiéndolo a crítica o negándolo de plano. Son hijos de otro momento
histórico: los años de frustración y repliegue después del fracaso de la llamada
“revolución del 30” y tienen otras inquietudes. Las relaciones con sus predecesores
adquieren esa particular dialéctica de aceptación y rechazo característica de toda
sucesión generacional, y están matizadas de no pocas escaramuzas. Sin embargo, lo
que une a ambas promociones, por encima de circunstanciales antagonismos, es su
inserción en una misma tendencia evolutiva, caracterizada por la búsqueda de una
expresión cubana dentro de la modernidad artística de Occidente.

Cuando en 1938 se celebra el II Salón Nacional de Pintura y Escultura, en donde se


reúne un impresionante conjunto de arte cubano moderno resaltan varios rasgos de
interés: la aparición de nuevas figuras, el peso de la pintura mexicana y la
consolidación de los “modernos”, dominantes frente a los “académicos”. En este
momento, los intereses de ambas promociones coinciden fugazmente para luego
distanciarse. La estética mexicana ha penetrado en buena parte del arte cubano. El
muralismo es una fuerza efímera, aunque importante que unifica brevemente a la
pintura de la Isla. Muchos jóvenes prefieren viajar a México, y no a Europa, para sus
períodos de aprendizaje. Han comenzado buscando la modernidad – que ya en ellos es
diferente – en tierra mexicana. No obstante, el muralismo será en Cuba sólo el
trampolín del que los cubanos saltarán hacia la pintura de caballete, sin haber
adoptado plenamente el impulso épico, la grandilocuencia del lenguaje y el énfasis
político.

A partir de esta coincidencia inicial, el arte de los 40 se desplegará con rapidez en


direcciones diversas, apartándose con decisión de las corrientes características de los
30. De las direcciones entonces apreciables, algunas desaparecen, carentes de
sustento histórico, mientras otras son sustituidas, a veces mediante violentas actitudes
de reacción, a veces tan transformadas que llegan a diluir el modelo hasta
reconvertirse en otra propuesta. La pintura de tema político y social pierde su ímpetu
de los años precedentes y prácticamente desaparece; el criollismo interesado en temas
rurales y campesinos se orienta hacia otras dimensiones más ocultas o evocativas, en
tanto que el afrocubanismo vanguardista – escenas vernáculas, preocupación social,
temas de música o danza – es barrido por la aparición de Wifredo Lam y Roberto Diago.
Los jóvenes pintores y escultores darán pronto sus nuevas interpretaciones de aspectos
poco abordados o inéditos de lo cubano, e impulsarán la consolidación absoluta de la
modernidad artística insular. Los paisajes urbanos, ahora predominantes sobre los
campesinos, están muchas veces centrados en La Habana, convertida en espacio
mítico. Hay un repliegue hacia los interiores domésticos de los blancos criollos,
agobiados de ornamento; se crean nuevas iconográficas, alejadas de las
representaciones pintorescas, cuando se abordan las culturas de los negros cubanos. En
el color expansivo y sensual palpitan tanto las lecciones mexicanas o el fauvismo
europeo como los datos extraídos del ambiente cubano. El ornamento parece ser un
elemento unificador del periodo y define buena parte de la obra de muchos artistas,
dentro de una inclinación acumulativa que muchos llaman barroca. Al calor de nuevos
tiempos, no pocos de los pioneros experimentaron cambios o inflexiones significativas
en sus obras. La unión de ambas promociones en una misma empresa resultará en una
verdadera edad de oro del arte cubano.

(fragmento de un texto mayor del investigador Ramón Vázquez, para la Guía de Arte
Cubano, del Museo Nacional de Bellas Artes)

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