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Wounaan, guardianas de la memoria

Junio 21, 2015 - 12:00 a.m. Por:


Lucy Lorena Libreros l Periodista de GACETA
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La etnia wounaan nonam depositó en sus mujeres la esperanza de evitar que se


pierdan para siempre sus costumbres ancestrales. Ellas lo saben y por eso
resisten: a la violencia del conflicto armado, al abandono estatal y a la indiferencia
de sus propios hombres. Crónica.

[[nid:434686;http://contenidos.elpais.com.co/elpais/sites/default/files/imagecache/
563x/2015/06/home_57.jpg;full;{En el resguardo indígena de Puerto Pizario, a
orillas del río San Juan, en límites entre el Valle y el Chocó, se realiza desde hace
diez años un encuentro de saberes ancestrales que busca preservar las
costumbres de los wounaan nonam.Fotos: Jorge Orozco | El País}]]

Isabelita Chiripúa se sienta en el piso de madera de su casa y continúa tejiendo el


plato de palma de werregue que comenzó hace un par de días. Sus manos
callosas introducen sabiamente una gruesa aguja por entre los resquicios que van
quedando alrededor de la figura. Primero varias puntadas de un hilo negro. Luego
uno rojo. Enseguida teje el naranja. Es un orden inalterable.

Lo hace en silencio, ayudada por el único ojo que sobrevivió a una infección de
córneas que padeció varios años atrás. El otro, el que se “llevaron los espíritus
malos”, y que terminó cubierto por una especie de membrana ceniza, lo disimula
con un negrísimo mechón de cabello que peina a diario de lado. Ese ojo muerto no
hace falta. Isabelita Chiripúa ve mejor con las manos.

Afuera, los primeros soles de la mañana anuncian un viernes sofocante. “El día
está alegre, es raro”, dice Isabelita, casi como en un susurro, sin apartar la mirada
del plato. Es que aquí, en el resguardo de Puerto Pizario, distante a dos horas en
lancha rápida desde Buenaventura, poblado por 600 de los 6 mil indígenas
wounaan nonam que se estima viven en Colombia, los días se resuelven en medio
de la lluvia, del barro pesado y del temperamento de un río que reclama cada vez
que puede sus orillas y los obliga a vivir a todos en construcciones de palafito, a
más de dos metros sobre el suelo.

Isabelita, como la mayoría de las wounaan adultas, no sabe su edad, pero esos
años que nunca se preocupó por enumerar deben ser casi 50. Está en pie desde
la madrugada y las pocas horas que han corrido del día le han alcanzado lo
suficiente para pescar los tres barbudos y cazar el armadillo que su familia
necesita para la alimentación del día; para traer agua limpia desde una cañada,
distante media hora en canoa desde el resguardo; para cortar la leña con la que
enciende el fogón del patio y para retirar la maleza del cultivo de caña que dentro
de pocas semanas dará cosecha.

Habla un español a media lengua y no encontró nunca motivos para aprenderlo;


desde niña, dice, era feliz comunicándose con los suyos en ‘woun meu’, la lengua
ancestral de su etnia, esparcida desde hace siglos a lo largo del San Juan, río que
baña al Chocó y parte del norte del Valle.

Entonces quien toma la palabra esta mañana es Zunino Chamarra, su marido, un


campesino con la cara esculpida en trazos fuertes y que, sentado a su lado, va
contando cómo es que la mujer aprendió de sus mayores a transformar las hojas
de palma de werregue en las decenas de cestos, platos, jarrones y collares que
lucen regados por esta casa, en la que viven 17 personas, 9 de ellos niños.

El proceso, que toma varios meses, comienza cuando se enciende en el cielo la


luna llena. Nunca en menguante. Y eso ocurre cada diez o doce días. Los
hombres se introducen, machete en mano, selva adentro hasta tropezar con las
palmas que ellos mismos comenzaron a sembrar, instruidos por el Sena, en un
momento en que esa planta amenazaba con extinguirse.

Los indígenas ascienden por ellas con habilidad de pájaros para cortar los
cogollos. Cada uno, cuenta Zunino, puede tener hasta 300 hojas que, luego, entre
todos los miembros de la familia se encargan de lavar y de secar hasta terminar
con la apariencia de la fibra que ahora mismo sostiene con los puños cerrados:
una suerte de cordón delgado, color trigo, que las mujeres tiñen luego al hervirlas
con semillas y hojas. Para obtener rojo, por ejemplo, usan el ‘puchán’; para el
naranja, lo que sirve es el achote; para el amarillo, vierten azafrán a la olla.

Las piezas tejidas las exhiben, la mayoría de las veces, en ferias a los que son
invitados a través de Artesanías de Colombia. Isabelita comienza a hablar en
‘woun meu’, pero Zunino la interrumpe y explica que en esos casos su mujer debe
trabajar hasta doce horas al día para dejar listas las piezas que él se encargará de
vender luego. La economía wounaan funciona así: las mujeres producen
(artesanías, viche, miel) y los hombres tienen por misión comercializar esos
productos en El Puerto y en poblaciones cercanas del Chocó como Docordó.

Las artesanías son la principal fuente de ingresos de este caserío. Con el dinero
que obtienen de la venta compran sal, aceite, velas, agujas, prendas de vestir y
herramientas de trabajo para el campo.

Zunino intenta continuar en su relato, pero se siente incómodo. En uno de los


cuartos del tambo, como los wounaan llaman a sus casas, Ranulfo, su hijo de 21
años, vestido de jeans y zapatillas deportivas, subió el volumen de una grabadora
por la que se escapa una música de otros lados de la que Zunino no conoce el
nombre. Es una bachata. La interpreta un artista famoso cuyas canciones bailan
con devoción los muchachos en la ciudad. Es Romeo Santos, que saluda
sonriente a Ranulfo desde el afiche de un metro de alto que el joven pegó en una
de las paredes de la habitación.

Lo que ocurre aquí es la metáfora de la vida actual de los wounaan nonam: las
mujeres son las encargadas de sostener las tradiciones que acompañan a esta
comunidad desde tiempos ancestrales, las que llevan el mayor peso de las tareas
domésticas y el principal soporte económico; los hombres mayores hablan y
deciden por ellas mientras los más jóvenes lucen solo interesados en aprender
cómo tomarse las mejores ‘selfies’ con sus celulares y tabletas y en cómo lograr el
peinado más parecido al de Neymar.

****

Ya es casi medio día. El sol gruñe en lo alto del cielo y el calor es tan denso que
es posible tocarlo con las manos. Buscando un poco de sombra bajo el techo de la
Institución Educativa Wounaan, en la que enseña filosofía y ciencias sociales
desde hace 14 años, el profesor David Posso Bonilla, uno de los pocos afro que
trabaja en el resguardo, va chuleando en una hoja la lista de las actividades que
organizó para el X Encuentro de Intercambio de Saberes Ancestrales, que cada
año acerca a los más jóvenes a las costumbres tradicionales de esta etnia.

Algo había que hacer, reflexionó el educador una década atrás, para que deportes
tradicionales como el tiro con arco, el corte artesanal de bloques de leña, el tiro
con bodoquera, la cestería y pelar bananos verdes en el menor tiempo posible, no
terminaran convertidos en fósiles de la memoria.

Fue de esa preocupación que nació este encuentro, que se extiende durante toda
una semana y que paraliza la vida del pueblo. Ayudado por un micrófono
inalámbrico, David se pasea por el parque central y las ‘calles’ cercanas animando
a los concursantes y contándoles a los vecinos, que escuchan por un parlante,
sobre los ganadores en cada categoría.

Ahí está Dora, que dio cátedra ante sus contrincantes al pelar siete bananos
verdes en solo un minuto. Luzmila, que tejió un cesto mediano en poco menos de
media hora y Lucía que les dejó a todos claro que nadie le gana en eso de
convertir un trozo de balso, en cuestión de cinco minutos, en decenas de palos de
madera.

Y el asunto ha funcionado, dice el profesor. De no ser por este espacio, se atreve


a pensar que esas prácticas ya habrían desaparecido. “Es fácil advertir que los
wounaan se han dejado permear por otras culturas. Especialmente los hombres.
Los jóvenes ya no quieren involucrarse en la pesca, no quieren bailar sus danzas
tradicionales ni vestirse con el guayuco de chaquiras que tradicionalmente los
había caracterizado. Les da pena. La labor de preservar las costumbres la han
asumido las mujeres”.

Lo reconoce Hortelia Piraza, asomada al mesón desde el que maneja la única


tienda del resguardo, donde vende desde frascos de aceite hasta pañales
desechables. La mujer luce en los brazos y piernas figuras pintadas con jagua,
fruto que las wounaan raspan hasta obtener una tinta oscura. Camina descalza
como las demás mujeres de la comunidad. Y, si no fuera por la rudeza con que la
observan los hombres que llegan de fuera, andaría con sus senos descubiertos,
decorados con collares de colores. Fue por cuenta de eso que las wounaan se
vieron obligadas a cultivar un arte al que no estaban acostumbradas: el pudor.

No siempre fue así. Quien lo dice es Wilson Opúa, integrante de la guardia


indígena de Puerto Pizario. “A los viejos nos gusta que nuestras mujeres luzcan
con sus senos al aire. Pero los que vienen de fuera no lo entienden. A veces
tampoco los ‘renacientes’ (jóvenes) y por eso es que usted ve a muchas por ahí
tapadas con toallas o incluso con brasier”.

Fue lo que sintió justamente Miyani, una muchacha de 23 años, que viste una
falda morada a la altura de las rodillas y un top negro, mientras teje en las afueras
de su tambo un enorme jarrón de werregue en el que ya completa cinco meses de
trabajo. Mirándolo de arriba a abajo, calcula que le falta esa misma cantidad de
tiempo para poder terminarlo. Su esperanza es que cuando alguno de los hombres
de la comunidad viaje a una feria pueda venderlo por al menos $800.000. El
dinero, explica, no llega directamente a sus manos sino a una organización de
mujeres tejedoras wounaan, la Omao, que se encarga de repartir las ganancias
entre todas para que ninguna gane más que las otras.

Miyani se separó de su marido y quedó al cuidado y manutención de sus dos


pequeños hijos, de 1 y 4 años. En algún momento pensó en marcharse del
resguardo, como han hecho varias de sus vecinas, pero al final prefirió quedarse
porque tejer, pescar y cocinar es lo único que sabe hacer en la vida.

El profe David cuenta que otras jóvenes terminan, arrastradas por la curiosidad,
cruzando el río que las separa de la civilización y “descubren que en otras
comunidades las mujeres son valoradas, que los hombres les ayudan en las
tareas de la casa. Y que no las miran solo como seres para procrear, sin derecho
a planificar ni decidir sobre su cuerpo, sino que son valoradas por sus
conocimientos”.

Varias de ellas incluso, a contrapelo de las leyes de los gobernadores wounaan,


se casan con hombres afro, con quienes esta comunidad indígena se entiende
poco. “A ellas les dicen que si se acuestan con negros se vuelven mujanos (una
especie de animal mitológico) y como ellas son tan ingenuas, les creen. Pero lo
cierto es que la se va, pocas veces vuelve”, cuenta David.

Las wounaan deben comenzar a buscar pareja a los 15 años, edad en la que son
obligadas a participar de ‘La bebeta de la quinceañera’, una noche en la que son
‘presentadas en sociedad’, vestidas con cintas de colores, por sus padres. Lo que
se busca es que las jóvenes ingieran todo el licor posible, aguardiente casi
siempre; la fiesta solo llega a su fin cuando caen al suelo totalmente ebrias. Por
ello, todas se inician en la maternidad antes de alcanzar los 16 y se convierten en
abuelas cuando ni siquiera han cumplido los 35 años.

Como parte de esa suerte de educación se les inculca tempranamente que son
ellas las encargadas de atender gran parte de las tareas domésticas como la
pesca, la siembra, el corte de leña y, claro, la crianza de los hijos.

Hortelia Piraza asegura estar de acuerdo con ese modelo “machista” y tilda de
“perezosas” a las mujeres que “no salen buenas con los maridos. Así es como ha
funcionado el mundo desde que nació”.

Es un modelo social que solo parece alterado cuando llegan noticias sobre
combates entre el Ejército y grupos ilegales como las Bacrim y la guerrilla, que los
obliga a desplazarse masivamente, como ocurrió entre septiembre y diciembre
pasados, cuando unos 830 wounaan nonam tuvieron que confinarse en el coliseo
El Cristal de Buenaventura ante el temor que les generó el fuego cruzado y las
amenazas de fusil.

Otros huyen a Bogotá y a Cali. En los últimos cuatro años, se sabe que a la capital
del Valle han llegado 38 familias que han tenido que asentarse en precarias
condiciones en barrios como Altos de Menga, Piloto, Siloé y Sucre, muchas de las
cuales se resisten a retornar a sus territorios ante el acoso de las balas.

Quizá sea por eso, como dice Isabelita, que este viernes parezca un día alegre.
Un día raro. En Puerto Pizario, ajenos casi a la preocupación de que sus
costumbres terminen por desaparecer, las mujeres siguen tejiendo con sus hilos
de colores. Es que vivir, como tejer, es una costumbre que no se pueden quitar de
encima.

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