Calculo que dos de cada veinte personas ponen atención
en clase de Creatividad y Diseño Digital, y esta no era la excepción. Era un martes común y corriente. Como de costumbre, intentaba dormir en clase, cuando me percaté de que nadie estaba escuchando [hipérbole] al pobre maestro nuevo.
Verán: la afortunada maestra que nos daba esa clase
estaba cerca de dar a luz [sinestesia: confusión de sentidos] a un bebé.
Cordialmente se despidió de nosotros y presentó al nuevo
maestro, a quien casi nadie lo tomaba en cuenta en su primera clase. Pero siendo la prudente persona que soy, quise tomar en consideración los sentimientos del indefenso individuo y fingí que la clase me interesaba por aproximadamente… siete segundos [hipérbole]. En ese tiempo mencionó algo parecido a esto: “Blah blah blah… diseño… Blah blah blah… desplazamiento… Blah blah blah… vibraciones” [onomatopeyas].
De repente, empecé a sentir que el piso se movía ligera
pero constantemente, de lado a lado, como si estuviera en un puente colgante [comparación]. Para mis adentros pensé: ‘¿Cómo está haciendo que el piso se mueva? ¿Acaso subestimé sus capacidades?’. Mis pensamientos fantásticos fueron interrumpidos cuando por allá, al fondo del salón, emergió una pequeña cabeza, y con una voz impresionantemente aguda, exclamó: “¡Está temblando!”
Las vibraciones eran lentas. Recuerdo voltear a ver a mi
amigo Pato. Recuerdo caminar rápidamente hacia la puerta.
Recuerdo haber volteado la cabeza ligeramente y notar
que uno de mis compañeros tomaba sus pertenencias y caminaba con calma hacía la salida. [anáfora: repetición de un mismo inicio]. Sentí una mano detrás de mí, dos manos, un brazo y una cabeza detrás de mí [¡sinécdoque!]. Un compañero intentaba quitarme del camino desesperadamente.
Las vibraciones aumentaron en intensidad y se sentían
como pequeñas olas [Comparación]. Arriba, al lado, para atrás, al otro lado. Yo con trabajos mantenía la calma y caminaba sonriendo, tratando de esconder mis nervios. Bajé la cabeza hacia mis pies, y tres segundos más tarde el caos comenzó. Delante de mis ojos, tres clases enteras salían corriendo despavoridas de sus respectivos salones [sinécdoque]. Eran como una manada, una estampida que empujaba y gritaba [comparación]. Había quien reía, quien lloraba, quien se dejaba llevar por la corriente y quien se resistía al movimiento casi inconscientemente. Unos tropezaban y luchaban por mantener su balance mientras otros movían los brazos cual pulpo fuera del agua [comparación] y cacheteaban lo que se les cruzara en el camino.
Giré la cabeza noventa grados hacia la derecha y recuerdo
ver a Pato pasmado con la boca abierta y los ojos del tamaño de dos platos [comparación], moviéndose nerviosamente de un lado al otro de la multitud.
Pensé que si lo dejaba de esa manera terminaría
funcionando de tapete [metáfora] para toda esa gente que venía detrás de nosotros, así que tomé su mano y corrimos junto con la estampida. Nos dirigimos hacia las escaleras, pero Pato seguía sin mover un músculo de su cara; solo veía al techo. Bajamos corriendo desordenadamente, pensé que el techo iba a dar de sí y terminaríamos debajo de los restos, atrapados en una nube de polvo, sangre y lamentos [metáfora]. Para mi sorpresa, Pato dijo con voz tranquila: “No manches, ve cómo se mueven los vidrios.” Elegí ignorar su comentario irrelevante y continué dirigiéndome hacia la salida.
Mi corazón se aceleraba cada vez más, y mis ganas de
gritar estaban a punto de ganarme… cuando finalmente llegamos a la puerta, y en ese momento me consideré la persona más afortunada de este planeta [hipérbole]. El terremoto había parado, y aunque mis piernas y mis manos temblaban sin control, mi mente descansaba [personificación] después de esos atareados minutos [personificación].
Y yo que pensé que era un martes común y corriente, un 19
de septiembre como cualquiera de mi vida, hasta que de pronto… no lo fue.