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El Gritón de Medianoche

-¡Qué cosa más horrible, he tata! ¡pero qué terribles alaridos daba aquel fantasma! ¡Es que es el merito
Diablo!
-¡No! No confundás al Gritón de Medianoche, con el Diablo.
-¡Pero si es la mismísima cosa, hombre! –
-Te digo que no, fijate bien en la diferencia. El Diablo tiene poder para llevárselo a uno, se presenta en
todas partes y a cualquier hora; hace pactos, puede hacer rica a la gente, en fin, el Diablo es casi tan poderoso
como Dios, lo único es que para lo malo y siempre que uno es mal inclinado, se lo lleva el Diablo. El Gritón, no.
¡Qué va! Se ve entonces que no conocés al Gritón. Te voy a contar lo que a mí me pasó una noche, para que
veas como actúa el Gritón.
Este interesante diálogo se suscita entre mi tío Agustín y uno de mis primos, Jesús, aprendiz de contador
de cuentos mitológicos, que por ser el mayor de los hijos del tío Agustín, se encargaba de amenizar las lindas
nochadas, cuando la luna llena pintaba de plateado el Valle de Molineros y los ranchitos pajizos tomaban
espectrales formas proyectando sus sombras en los patios donde los “volcanes” de maíz en tusa se serenaban.
-En ese tiempo, yo estaba solterito; ni conocía a tu mamá. Yo vivía allá en la falda del Cerro Pelón con
mi nana y toda la familia. Así, de vez en cuando, salía a dar mis vueltecitas de noche. A veces a velorios o si
no, a fiestas. Bueno, el asunto es que siempre que salía, nunca me faltaba mi cadejo. Era un cadejo blanco,
pequeño; a veces iba adelante, otras veces atrás. Yo nunca lo veía pasar al lado mío. En cuanto iba atrás, iba
adelante, pero aparecía asi nomás como desaparecía. Hombre y hoy que me acuerdo, vas a creer hombre, no
recuerdo haber visto que mi cadejo tuviera cola. Nunca me fijé en ese detalle. Sólo me fijaba en que los ojos
eran rojos y muy brillantes, como dos brazas que echaban chispas; el hocico siempre entreabierto y echando
baba, pero lo más característico en él era el ruidito que hacían sus patitas al andar. Era un chasquidito como el
que hacen los cabros con los casquitos cuando andan.
Pues bien, una noche, cuando regresaba de una de mis paseadas; venía desde allá por el rastro, cuando
pasé por El Calvario oí una campanada. Creía que era la una. No deje de asustarme un poco y apreté el paso.
Cuando faltaba una cuadra para llegar al Cabildo, para mi sorpresa, reparé en que mi cadejo no me venía
cuidando y en la esquina de la Plaza habían como 12 o más chuchos que andaban en brama.
¡Ah! Pensé con tristeza, aquí anduviera conmigo mi cadejo, todos esos chuchos saldrían en disparada.
Ya otras veces había acontecido así, cuando los chuchos me veían o sentían la presencia de mi cadejo, salían
disparados en desbandada aullando y no sé ni para donde se iban.
Pues esa noche, no; mi Cadejo no iba conmigo y allá en la esquina estaba la gran perrada. Aquel
chucherío que daba miedo. Como pude, sin detenerme mucho tentando con los pies logré descubrir dos piedras
que recogí sucesivamente. No sé por qué, pero generalmente cuando me armaba de un par de piedras, yo me
sentía con más valor. Cada piedra para mi representaba una defensa y también la posibilidad de atacar. Pero
esa noche las tales piedras no me dieron ningún valor. No sentí ninguna seguridad con aquellas en las manos,
por el contrario, las sentía pesadas; algo así como si me quemaran y sentía deseos de tirarlas. A todo eso, entre
pensamientos y reflexiones, me fui aproximando a la esquina. Los perros ni notaban mi presencia. Yo iba a
media calle. Ese es un consejo que me dio mi tatita Indalecio. Decía que caminando uno a media calle, saltando
sobre las piedras del cordón, puede uno defenderse mejor de cualquier ataque, de cualquier emboscada que a
uno le hagan. Si el ataque es por equivocación, le da tiempo a la gente de hablar y hacerse reconocer, y si no,
aunque sea para correr hay tiempo. Pero si uno va por el andén o pegado a la pared, cualquiera le atraviesa un
puñal; basta que se haga un tantito a la sombra del quicio de una puerta o de un zaguán o hasta detrás de un
poste.
Pues sí, esa noche todo me parecía extraño. Faltaba tal vez unos 20 metros para llegar a donde estaba
el grueso de perros, cuando todos, casi que instantáneamente se quedaron quietos, hotando, con las orejas
paradas y miraban de un lado a otro, asustados. Al principio creí que era mi presencia la que había causado su
extraña actitud y lógicamente, me preparé para el ataque. Instintivamente busqué por todos lados donde recoger
algunas piedras más, pues mi arsenal era de apenas dos y no tenía mucha seguridad en que pudiera dar en el
blanco del que primero me atacara. Los perros, como todos sabemos, son animales muy valientes y aunque a
uno o dos se les peguen buenas pedradas, los otros no paran el ataque. Distinto es con un garrote. Con un
garrote largo, de por lo menos un metro, uno puede descoyuntar el primero que se acerque, y así, tres o cuatro
de ellos dando alaridos de dolor, los otros entran en miedo y uno puede continuar su camino aunque sigan
ladrando.
Pues bien, la actitud de los chuchos fue para mí algo así como el aviso de un peligro muy grande, pues
en vez de ponerme atención y comenzar a ladrarme, unos salieron despavoridos por un lado; otros, por otro;
unos seis o siete comenzaron a aullar feo. ¿sabés como aúllan? Es así como hacen los coyotes en noches de
luna, así como hacen también los lobos; es un . . . . auuuuuuu . . . . largo, lastimero, angustioso, que mete miedo
en la gente. Es ese aullido que hacen cuando la gente dice que la muerte, la peste o el diablo andan rondando
cerca.
En esos momentos a uno se le para el pelo. Como los chuchos salieron en desbandada, metiéndose por
los cercos de los solares, por todos lados, yo no sabía por dónde venía el peligro que ellos presentían. No era
yo, ni cosa parecida.
Me detuve un poco, así instintivamente, y miré hacia atrás de mí, calle abajo, el rumbo en que yo venía y
precisamente de ese lado sentí una fuerte oleada de aire tibio que me envolvió y unos cuches barracos que
andaban por allí gruñendo y chillando, también salieron corriendo, huyendo de algo que yo, en esos momentos
era incapaz de ver ni comprender. Inmediatamente después de la ola de aire tibio, sentí una ráfaga de aire
fresco que en las ramas de los arbustos que formaban los cercos mecía con violencia las hojas, produciendo
aquel característico ruido que más bien es una especie de silbido o seseo; algo así como un murmullo, por la
calle empedrada, el aire arrastraba con violencia la hojarasca y formaba remolinos, que a la débil luz del candil
público, con las sombras que las hojas proyectaban en su loca danza de embudo, crecían y decrecían
caprichosamente.
Todo eso lo miré en rápida sucesión de acontecimientos. Los perros todos desaparecieron. Los cuches
también desaparecieron chillando por entre los solares. Yo quedé solito en aquella calle desierta. Tuve la
horrible sensación de la más completa soledad de mi vida. En esos momentos sentía que hasta la presencia de
los perros, que al principio consideraba mis enemigos, eran mi compañía y su fuga insólita me apavoraba.
Inmediatamente después, en la esquina de abajo, donde yo acababa de pasar, se produjo un enorme,
un tremendo alarido que en toda mi angustia interpreté como un OOOoooooo! Era un grito ensordecedor. Algo
así como un retumbo salido de una enorme caverna.
Sentí que la cabeza se me agitaba; la sentí enorme. El pensamiento se me ofuscó; la vista se me nubló
y las fuerzas me abandonaron. Hubiera querido salir corriendo, gritar, llorar, hacer algo, alguna manifestación
de miedo, de pavor, de cualquier cosa; pero lo único que en mí se producía era una horrible sensación de
impotencia hasta del mínimo movimiento. Estaba como clavado en el suelo. Yo no sé si solté o apreté más las
piedras que tenía en las manos. No analizaba, no razonaba, simplemente veía y oía.
En la cruz calle de donde yo venía poco antes, apareció una figura de hombre que caminaba en mi
dirección. Caminaba lentamente y con pasos largos, a media calle, exactamente en dirección a donde yo estaba.
Aquella figura venía avanzando lenta e inexorablemente, y a medida que avanzaba, crecía, crecía, y ante mis
ojos era algo así como en un sueño, transparente y opaca. Haciendo un esfuerzo incalculable reuní todas las
fuerzas de mi voluntad y quise quitarme del medio de la calle, pero todo fue inútil.
Yo no sé si perdí el conocimiento o si nada aconteció; pero cuando el hombre llegó exactamente donde
yo me encontraba, era tan grande, tan grande, tan gigantesca su figura, que sobre mí sólo se proyectó la sombra
de su cuerpo y . . . . pasó.
Adelante, en la esquina próxima, otra vez el enorme grito, sólo que esta vez, la fuerza del eco iba hacia
arriba, con dirección al Cerro Pelón.
No puedo decir con certeza cuanto tiempo pasé en aquella posición ridícula de impotencia. Sólo recuerdo
que como un sonámbulo, como idiotizado, seguí mi camino. No recuerdo cuando ni como llegué a mi casa. No
sé como entré. No sé nada.
Al día siguiente, cuando desperté, estaba prendido en calentura. La boca se me quemaba y la sed era
tan grande que no podía ni hablar. Sentía la garganta hinchada y los ojos me ardían.
Tres días pasé con la fiebre. Tres días que no sabían en mi casa, si viviría o moriría.
Ese es el Gritón de Medianoche. Si hubiera sido el Diablo, yo no les estaría contando el cuento, pues
me hubiera llevado en cuerpo y alma.
-Pues hombre, tata, dijo Jesús, parece que usté tiene razón-
-Bueno, si te queda alguna duda, pregúntale a tu tío Juancho; a él le contó el finado Grabiel lo que le
pasó aquí mismo en el pueblo, cuando todavía no habían puesto los postes de los faroles del alumbrado público-
-A ver, échense el cuentecito ese- dijo la Tina, que acurrucada, hecha un nudo, sólo pelaba sus grandes
ojotes recostada en el horcón del corredor del rancho.
Se hizo el más profundo silencio entre los concurrentes.
Un silencio expectante en que parecía hasta la respiración en suspenso.
-Pues bien dijo el tío, una noche, la luna como que escondida detrás del cañal; estaba en cuarto
menguante y salía ya bien entrada la noche. Hacía poco el patojo Beto se había ido de la esquina en que los
cuatro; Grabiel, Beto, el Muñeco y el Chele Arcadio, estuvieron conversando. El Chele y el Muñeco se fueron
primero, como Beto vive ahí cerquita, se quedó un rato más, platicando.
Grabiel, que no sentía sueño, pues esos días andaba de cachetes embarrados con la Chabelona, se
acostó en la hamaca del corredor de la mediagua. Allí, fumándose un puro estaba pensado en ir a dar una
vueltecita onde la tal mujer. Lo único que lo detenía, era que estaba cansado. Había trabajado todo el dia en el
guatal. Había aguantado una sequía bárbara, porque el sol estuvo tramado todo el día y para colmo de males,
en la ida, la mula se espantó y por allá, arrojó el tecomate. ¡catapush! ¡siso tres pedazos! ¡qué bravo había
pasado todo el día el finado! Y que aquel, cuando sendiablaba, ¡era terrible! ¡Dios me guarde! ¡kiombre! ¡cuando
pelaba aquellos sus ojotes kiasta parecía chivo horcado!
Pues yo creo que todo eso lihabía quitado el sueño.
La sequía, la chamuscada del sol, la quebrada del tecomate y la Chabelona, ¿qué sueño liba dar?
Allí, acostado en la hamaca, con el puro en la boca, decidió ir a ver a la tal mujer. Se sentó y tentando
con los pies buscó los kaites. Agachado metiéndose el primero estaba, cuando oyó el dán . . . . dán . . . . dán .
. . . doce veces.
¡A la pushca! – dijo – sies la medianoche.
La luna como que quería, como que no quería, se asomaba por ratitos y luego, ¡zas! Se metía entre las
nubes negras. Estaba en aquel fregar de aclara y no aclara.
Grabiel comenzó a caminar desganado, perezoso y llegó hasta la puerta de la mediagua que da a la
calle. Allí, siempre chupando el puro, se recostó a la puerta y mirando hacia el lado del Calvario, vió toda la calle
que tenía que andar, y todavía, al llegar a la esquina de la iglesia, tenía que cruzar y caminar tres cuadras y
media para abajo.
¡Ah! ¡qué lejos! Pensó. Nunca había sentido tanta pereza. Pero bien, así despacito, voy a dar una mi
vuelta; total ni tengo sueño.
Se enderezó el sombrero y agarró el machete cuto.
Despacio comenzó a caminar procurando alcanzar el centro de la calle. Habría dado unos cuatro pasos
cuando oyó el trémulo canto de las aves de corral que en los solares vecinos hacían las gallinas, los jolotes y
los patos. Ese es un canto característico de cuando las gallinas presienten algo malo y tienen miedo. El chucho
de don Ciriaco daba aullidos lastimeros. Al momentito era un tremendo escándalo por todos lados. Los perros
no ladraban, aullaban como lobos; los caballos, burros y yeguas rebuznaban, resoplaban y relinchaban. Todo
ese escándalo duró apenas pocos segundos, lo suficiente como para que Grabiel llegara hasta la bocacalle.
Allí fue la mayor tremolina; en el meritito centro de la cruzcalle se formó un remolino de viento, polvo,
hojas secas y chiribiscos que hasta zumbaban. De en medio del remolino apareció un hombre alto y seco seco,
que poniéndose las manos en la boca a manera de bocina, soltó un grito tan fuerte, que más parecía sirena.
Era un grito largo que comenzó ronco y lo fue afinando, agudizando, hasta que terminó en silbido.
A medida que iba gritando, el hombre iba creciendo, se iba estirando para arriba; de repente dejó de
gritar y en la misma forma arremolinada desapareció.
Mientras tanto, Grabiel, a duras penas se mantenía en pie. Sintiendo la cabeza más grande que el Cerro
Pelón, y más pesada que un quintal de plomo, le daba vueltas y vueltas. Las canillas le bamboleaban como
trapos y horrible sensación de vómito lo acometió. Quiso dar un paso hacia atrás, pero no logró moverse del
sitio donde había quedado como clavado. Ni era capaz de pensar. Al momento, en la próxima esquina,
nuevamente el terrible grito.
Entonces, advirtiendo que para él el peligro había pasado, con gran esfuerzo movió la mano donde tenía
el cuto, se lo llevó a la boca y lo mordió. Al roce de sus dientes con el acero, un escalofrío le activó todos sus
nervios. Ahí ya pudo dar el primer paso.
Con el cuerpo bañado en sudor frio y temblor de pies a cabeza, volvió sobre sus pasos y fue a tirarse a
la cama.
Del gran susto lloró y no supo nunca a qué horas se durmió.
Al finado, como se la llevaba de arrecho, siempre le pasaban cosas así de feas. Yo creo que fue de eso
que se murió, de tanto susto.
-Ya ven, si el Gritón de Medianoche fuera el Diablo, las cosas hubieran sido diferentes –
-Pues hombre, es cierto -, confirmó Jesús.
Entre cuentos y cuentos, el grupo familiar no sintió el tiempo pasar. La luna estaba hermosa y en el cielo
las nubes corrían caprichosamente de Norte a Sur.
Gilberto, el hijo menor del tío Agustín, se levantó apresurado de su taburete y fue al patio para orinar.
Casi en el mismo instante se oyó una sucesión de campanadas: dán, dán, dán . . . . –las doce, dijo Jesús-
A lo lejos, en dirección del cerro del pueblo, se oyó en esos momentos un aullido, un fuerte grito
¡OOOOooooo . . . !
Gilberto entró corriendo a abrazarse a las canillas del tío Agustín.
-A la pícara, dijo éste, ese es el Gritón de Medianoche, vamos todos a acostarnos-

La Carreta Bruja
Esta historia sucedió a principios del siglo XX y tuvo por escenario un pueblecito que está situado en las
faldas noroeste del cerrito Santa Catarina, San Esteban, del Departamento de San Vicente.
Era aquél un conglomerado apacible, tranquilo, hasta triste. Su clima agradable. El tiempo allí parecía
haberse detenido.
Las gentes eran humildes y crédulas hasta el fanatismo en cuestiones religiosas, susceptibles a
cualquier influencia o sugestión, temían todo lo que consideraban sobre-natural y estimaban cosa común y
corriente los maleficios, hechizos, fantasmas y espíritus.
Lógicamente, creían en toda la gama fantasmagórica de la rica mitología vernácula: la Ziguanaba, el
Cipitillo, el Duende, la Carreta Bruja, etc…
Su patrimonio era esencialmente la agricultura y sus diversiones sencillas y escasas.
Las fiestas populares se concretaban a la celebración de los actos y ritos religiosos, y sólo de cuando
en cuando, en las tardes veraniegas o cuando la luna llena, resplandeciente y tempranera bañaba con su
plateada luz tejados y montes, al pie del Cerro Pelón, sobre el hermoso gramal, al compás de violines y guitarras,
los jóvenes de ambos sexos, danzaban y cantaban.
Ese pueblecito aún hoy existe y es muy poco lo que ha cambiado; casi nada, podría decirse. Todo está
en el mismo lugar. El mismo cerro y las mismas casas con sus cercos de piedras y de izotes o de palo-pique.
La iglesia y las calles empedradas igual que antes.
Fue allí, donde hace ya bastante tiempo vivió un hombre que poco después de casarse enviudó. Su vida
que tomó constante desesperación y martirio, pues nunca se conformó con la pérdida de la mujer amada y todo
le parecía injusto en su vida y sobre la faz de la tierra; no había nada que lo consolara. Por eso, para mitigar su
amargura, bebía. Se embriagaba todo el tiempo y rehuía la amistad de sus coterráneos. Se convirtió en solitario.
Enfermó de misantropía.
Pasando el tiempo, su mirada, antaño soñadora, se convirtió en sombría oquedad y triste expresión de
un alma torturada; su sonrisa otrora alegre, cantarina, se trocó en mueca forzada. Todo en él cambió. Las gentes
murmuraban con misterio: -la finada se lo quiere llevar para la religión de los iguales. También decían: -Los
espíritus malos se han posesionado de su alma. Otros más criticaban: -la finada le robó el alma y hoy es un
muerto que camina.
Se habló tanto de aquel hombre melancólico, que su vida se tornó un misterio viviente y por simples e
insignificantes que sus actos fueran, a las miradas furtivas de las supersticiosas gentes adquirían significados
diabólicos.
En la plaza y en la pila pública, donde la muchachada y las viejas se reunían cotidianamente, siempre
salía a rodar algún chiste o comentario alrededor del enamorado de la parca, el discípulo de Satanás, el hombre
pactado, etc…. Siempre de entre los grupos salía un… yo vi; o un… dicen que… y brotaban las historietas más
fantásticas, absurdas y supersticiosas.
El hombre silente vivía a dos cuadras de la iglesia y a tres de la última casita que estaba sobre las faldas
mismas de donde comenzaba el cerro, sobre la calle principal que va a topar a la iglesia del Calvario.
La casa era grande, de dos aguas y amplio corredor que daba al solar. El terreno tenía un poco más de
media manzana y estaba sembrado profusamente de árboles frutales.
Para evitar que los traviesos birlones de lo ajeno saquearan sus haberes, el paranoico levantó alrededor
de su polígono un alto tapial de adobe que impedía, no sólo el saqueo de frutas y aves de corral, sino hasta las
miradas indiscretas que lo acosaban.
Eso, naturalmente, aumentaba la curiosidad y el misterio que rodeaba la vida del hombre solo y callado.
La Cirinla, hija mayor de Juaquina, era, indudablemente, la muchacha más curiosa, revoltosa, criticona
y mentirosa del pueblo, razón por la cual se había llegado a los veinte y más años de edad sin conseguir que
cualquier hombre se fijara seriamente en ella. No obstante, la Cirinla tenía una noble cualidad: sus chismes y
relatos tenían la gracia picante de la fábula y cuando contaba sus mentiras, las gentes se complacían
escuchándola.
Hablando era salerosa y su mímica atrayente. En los grupos siempre sobresalía y no paraba de contar
historias.
En la boca de Cirinla el nombre del melancólico era una leyenda viva y personificada que tomaba relieves
insospechados.
Tantas anécdotas y misteriosas historias inventó, que hasta soñaba con su personaje favorito. Así, poco
a poco, ella misma fue creándose un mito hasta llegar a creer en que sus propios cuentos eran realidad. Su
fantasía le hacía vivir en un mundo de ensueño, casi tangible. Su obsesión tomó proporciones de convicción y
la adornó con los más variados matices, y tanto pensaba en él, que inconscientemente, con esa sutileza propia
del amor secreto y vedado, se apasionó locamente de aquel hombre cuya personalidad la intrigaba; la hacía
soñar despierta y dominaba su alma. Por eso, ella lo espiaba constantemente y llegó a convertir aquel personaje
en parte fundamental de su existencia.
Pronto, todo el pueblo sabía que Cirinla estaba apasionada del hombre misterioso, y hasta los oídos del
fabuloso misantrópico llegó la noticia. Mas, éste, sin el menor interés, sin concederle importancia a la revoltosa,
ignoró toda insinuación, toda provocación. Premeditadamente inadvirtió aquellos ojos que lo perseguían en
forma sistemática e insistente.
***
Una noche de noctambulismo, el taciturno sorprendió a la Cirinla espiándolo por el agujero de la chapa
de la puerta y cuando ella menos se lo imaginaba, la puerta se abrió y tirándola por el bazo la introdujo al interior
de la casa entapialada.
Fue tanta la sorpresa que sufrió la espiona, que no tuvo tiempo ni valor de pedir auxilio. Ni siquiera gimió.
Cirinla durmió aquella noche en su nuevo hogar y se convirtió en la mujer del hombre pactado.
El paranoico tuvo un nuevo renacimiento en su vida, pero no encontró en Cirinla la medicina que curara
su melancolía y pronto volvió a su rutinaria vida de misántropo.
Bebía incansablemente y por las noches deambulaba por las faldas del cerro contando estrellas y
rumiando su vieja pasión por la difunta.
Cirinla pasó a ser la mujer también solitaria; pero no la abandonó su arraigada costumbre de pesquisona,
curiosa y criticona, y, como ya había satisfecho su curiosidad con respecto al hombre que amaba entrañable y
extrañamente, se interesó por descubrir cuál era el misterio de su pasión y de averiguar las relaciones que su
marido tenía con los espíritus. Así, sigilosa, lo siguió al cementerio por las noches. Desde lejos, lo acompañaba
en sus paseos por el cerro; en las madrugadas, lo atisbaba hasta el Ojo de Agua cuando iba a tomar baño. En
fin, lo seguía subrepticiamente como una sombra a todas partes.
El hombre, ensimismado en su impenetrable soledad ni se ocupaba de los actos de aquella mujer, que
como accidente había llegado a su vida.
Un día, el silente anunció que haría un largo viaje hasta el Volcán de Izalco y que estaría varios meses
fuera de su casa. Preparó bastimento y en su mula prieta se fue, dejando a la Cirinla con la espuela de la
curiosidad metida entre pecho y espalda.
Desde aquel día, ella dispuso quedarse a dormir en la hamaca de pita trenzada que tenía en la sala, con
el objeto de estar siempre cerca de la puerta de calle y espiar a todas horas a las gentes que pasaban sin que
aquellas se dieran cuenta.
Así, de día y de noche, Cirinla permanecía atenta al menor ruido de pisadas o chillidos de carretas que
pasaban por la calle; ella, con la cara pegada a la puerta, miraba por el hoyo de la cerradura y veía todo cuanto
frente a su casa sucedía.

***
Un viernes 13, por la noche, Cirinla estaba ya encamisonada y dispuesta a dormir, cuando oyó en el
patio de la casa, en la galera del horno, unos ruidos raros. Era algo así como gemidos profundos.
Los chanchos en el chiquero, inquietos, chillaban; las gallinas encaramadas en las ramas del palo de
jocote, trinaban en canto tembloroso y espeluznante como presagiando peligro; los perros de la vecindad
aullaban lastimeramente y la yegua de Serapio, el vecino más próximo, amarrada al aceituno, relinchó y resopló
impacientemente.
A Cirinla naturalmente, se le puso la carne de gallina, pero haciendo de tripas corazón, aguijonada por
la curiosidad, candil en mano, se arrolló en camisón de dormir y salió a ver qué era.
Desde la puerta del corredor, entreabierta, miró para todos lados y como no vio nada, salió al patio y
despacito, como alma en penas, medio agachada fue dando la vuelta alrededor del horno, ¿y? … ¡no había
nada!
Bueno, pensó, debe ser la peste que anda por hay rondado, y satisfecha su curiosidad, nuevamente se
acostó en su hamaca.
Sin poder conciliar el sueño pasó largo tiempo. Nunca podrá recordar cuánto tiempo estuvo inmersa en
vagos pensamientos, y … dám, dám, dám … era el reloj del Cabildo que sonaba las doce campanadas
anunciando la media noche. Cirinla, murmurando: -¡Ave María, las doce! Se persignó y apagó el candil mas no
consiguió dormir. Al poco rato, procedente de la cuesta que baja de las faldas del cerro percibió el ruido
inconfundible de una carreta que rodaba sobre el empedrado de la calle central del pueblo.
-¿Quién vendrá a estas horas para el centro? –se preguntó Cirinla. ¿Será Ignacio? ¿Higinio? ¿Anselmo?
¿Virgilio? ¿Honorio? ¿Quién será?
El ruido de la carreta, al caer las ruedas de piedra en piedra, se escuchaba cada vez más claramente.
El tilín, tilín, de las arandelas de hierro que separan las ruedas de los pines que atraviesan el eje, al topar en
las bufas, es característico, y el rozar tintineante de la muñeca que de los largueros de la cama de a carreta
cuelgan, al ser arrastrado por el suelo, también es inconfundible.
Cirinla, desde su lecho mentalmente calculaba la distancia a que se aproximaba la carreta.
Poco a poco los ruidos fueron más nítidos y ya se oía hasta el resuello de los bueyes, el remascar
cansado y baboso y el jadeo del fatigoso esfuerzo. También se oía el azuzar de los boyeros, que exigentes
hostigaban a los animales tractores.
Cirinla, escuchaba ensimismada tratando de reconocer las voces de los hombres. Porque oía muchas
voces que al unísono ajotaban a los cornudos; de entre las cuales distinguía claramente la voz de su marido
que en ensordinado zumbido, decía:
-¡Arre Cirinla! ¡arre! … ¡arre! ¡Cirinla! ¡arre! –
Y tronaban los chicotazos sobre los lomos de las bestias.
Cirinla sintió escalofríos que le corrían desde el atlas, hasta el coxis, por toda la columna vertebral, y
embozada de pies a cabeza con su perraje se encogió lo más que pudo en la hamaca, temblando de miedo.
A cada instante los ruidos se aproximaban más y más a la casa de Cirinla, que enroscada sudaba
copiosamente. El gusano de la curiosidad le carcomía las entrañas. Sentía irrefrenablemente deseo de oír y
trataba de adivinar de quienes eran aquellas voces y qué era lo que decían; pues voces y nombres eran de
personas para ella conocidas, y perturbada, con la cabeza hormigueante, trataba desesperadamente de rezar;
de recordar una oración cualquiera para acallar aquel horrendo bullicio que iba tomando cada vez más
angustiosas proporciones; mas, no lograba concentrarse en ninguna oración y cuando más fuerte hacía, más
claro oía las voces, el chirrido de las ruedas y el tilín, . . . . tilín . . . . De los eslabones de cadenas arrastradas
sobre el empedrado.
En su grande y desesperado esfuerzo por orar, dos veces sintió o creyó sentir que desfallecía; que
perdía el conocimiento. Pero el gusanito de la curiosidad que se había convertido en tremenda gusanera dentro
de su cerebro, la hacía volver a la conciencia y la empujaba, y le exigía poner atención.
La gusanera de la curiosidad pronto fue tomando poderosa fuerza que le impedía tenazmente a oír y
también le exigía ver qué era lo que afuera estaba aconteciendo. Mientras tanto, la carreta avanzaba, avanzaba
inconteniblemente por la calle empedrada y Cirinla percibía hasta el olor peculiar a juelgo de buey; olor agridulce
y a loroco mascado; a sudor y a baba de rumiante.
No pudo más, sin lograr vencer el miedo que como garra acerada se le clavaba en todo el cuerpo, pero
al mismo tiempo vencida ella, irremediablemente por la brutal fuerza de la curiosidad que la enloquecía; sin
encender el candil, en la más absoluta oscuridad, envuelta en el perraje, a tientas llegó hasta la puerta. Sudando
por todos los poros y temiendo hasta lastimarse las rodillas una contra la otra, aplicó su ojo al hoyo de la chapa
de la puerta y vio…!
En esos precisos momentos iba pasando frente a su casa el ruido de la carreta y lo que miró la dejó
petrificada de terror.
Era una carreta del tamaño normal de las carretas comunes; pero en las puntas de los palos que
componían el estacado, en cada estaca llevaba una calavera humana con grotesca mueca de sonrisa.
La carga de la carreta consistía en un promontorio de cadáveres decapitados que se retorcían como
tentáculos de mil pulpos. Los arrieros, en vez de cabeza tenían un pequeño manojo de zacate. En la mano
izquierda aseguraban una puya y en la mano derecha el mango de enorme látigo negro. Danzaban y haciendo
estallar latigazos sobre los cuerpos, gritaban:
¡Arre Pascaciaaa! . . . . ¡Arree Anastaciaaaa! . . . . ¡Plac! ¡sonaban los chicotazos! . . . . ¡Arreee
Canutaaaa! . . . . bestias chismosaaaaas! . . . . ¡Arreeee Juaquinaaaa! . . . . ¡Arreee soooos! Arreee. . . . ¡Plac!
. . . . ¡Arreeee! . . . . ¡Plac! Y mientras mencionaban los nombres de todas las personas que ella conocía como
mentirosas, falsas e hipócritas, los chicotazos sonaban como estampidos de balazos en los lomos desnudos de
cuerpos torturados.
Inmediatamente fijó su atención en lo que iba delante de la carreta y vio, apavorada, que el timón de la
carreta, con el yugo, iban flotando en el aire a la altura normal de bueyes; pero bueyes no había. La carreta iba
caminando sola. Más adelante, unos dos metros adelante del yugo, veía como en un sueño, algo así como
sombras o siluetas blanquecinas, dos columnas de mujeres que cabizbajas, con sus cabelleras en espantoso
desorden arrastraban cadenas y grillos. Gimiendo y sollozando a cada latigazo avanzaban arrastrando
penosamente los pies y las cadenas.
Con profundo dolor en el corazón; como si tuviera clavada una estaca en pleno pecho, Cirinla, vio. . . .
no, más bien adivinó que entre las mujeres de aquellas dos columnas iba ella, su madre, y todas las otras gentes
malas que merecen castigo por su lengua viperina y con quienes había reído y gozado, calumniando, criticando
y chismoseando a los demás en la pila pública de la plaza del pueblo.
Con infinito pesar sintió que se arrepentía de todo cuanto de malo había hecho, y reclinada contra la
puerta lloró. Lloró acongojada sintiendo que un nudo amargo le atoraba la garganta y que las lagrimas que
corrían por las mejías eran de fuego líquido que le quemaban la piel. Trató de mover el brazo derecho, pero lo
sentía pesado como si fuera de plomo y se negaba a obedecerle. Con tenaz y desesperado esfuerzo, por fin
superó, con su voluntad, aquel tremendo peso y haciendo la señal de la cruz se llevó la mano a la frente para
persignarse, no había terminado de decir: amén, cuando oyó: ¡dám! . . . . una campanada del reloj público. La
media, dijo Cirinla en un suspiro. Pero al instante comenzó a oír el repicar alegre de las campanadas de la
iglesia que convocaban a misa.
-¡Eh! Es el primer repique, pensó Cirinla, sintiendo instantánea e inmensa alegría en su corazón, y como
por encanto el miedo desapareció. Mas, siempre sentía íntima angustia y desesperación, aflicción, como
presintiendo algo fatal se retiró de la puerta y fue a encender el candil. Llegó al cofre, sacó ropa limpia, y mientras
se vestía, meditaba:
-Voy a misa y me confieso, de seguro el padre me va a poner una fuerte penitencia, pero la cumpliré y
comulgaré. Así, estando en gracia de . . . . ¿y si el padre no me da la absolución? No, me la tiene que dar . . . .
él, el otro día me pidió que llegara al convento por la noche y yo de boba no fui. Si hoy me dice . . . . voy, y, así
. . . . ya saliendo . . . . bueno, ¡yo tengo que salvarme de cualquier modo! –
En aquellas turbias meditaciones estaba, cuando . . . . tilín, tilán, dilín dán . . . . dám, dám.
¡Shsss! El segundo, dijo Cirinla para sus camándulas. Sólo me lavaré la cara y la boca y salgo corriendo.
Debo oír toda la misa y confesarme. ¡Tengo que comulgar!
Secándose la cara estaba, cuando . . . tilín, tilán, dilín, dán . . . . dám, dám, dám . . . .
¡A la pícara! Que ligeros esos repiques, pensó Cirinla. Y hablando a media voz, dijo para sus
escapularios: -Hoy sí, la misa va a comenzar. Me voy – y masticando sus pensamientos apagó el candil y salió
con rumbo a la iglesia.
Cuando llegó a la esquina próxima a su casa, al atravesar la bocacalle, notó con extrañeza, que la
oscuridad era completa y que la noche se sentía en su plenitud. Los follajes de los árboles en los solares del
vecindario proyectaban densa oscuridad y las tinieblas se sentían crudas. No era igual a otras veces que había
ido a misa de 5, cuando ya los albores del sol se presentían, las sombras eran menos densas. Sin embargo
continuó su camino con la idea de no llegar tarde a misa.

*****
Ya en el atrio de la iglesia vio que las puertas de al lado por donde ella iba, estaban cerradas. Qué raro
–dijo para su reboso- el sacristán no ha abierto las puertas de este costado. Caminó hasta la parte del frente
que da a la plaza. Allí está el portón principal de la iglesia, y . . . . ¡también cerrado!
-Ave María Purísima –dijo- ¿Qué es esto? – y dirigiendo la mirada al reloj del Cabildo, vio que faltaban
dos minutos para la una de la madrugada. Inmediatamente sintió que el pelo se le paraba. La piel se le erizó.
En la boca, la lengua se le engarrotó y un estado de embotamiento general se apoderó de todo el cuerpo.
Haciendo esfuerzos sobrehumanos caminó de regreso hasta la esquina. Arrastrando los pies, que sentía
como si calzara botas de plomo y agarrada de la baranda que circunda el atrio, respiraba dificultosamente.
Quiso gritar, mas, la voz no alcanzaba a salir de su garganta y a duras penas emitió un gemido opacado, con
el sonido de un saxofón al soplarlo y con sordina. Cerró los ojos y siempre arrastrándose caminó hasta la puerta
de su casa.
Como sonámbula, sin noción de su existencia ni de nada cuanto veía y tocaba, empujó la puerta y entró.
Despacio, lentamente en la oscuridad de la casa, que conocía pulgada por pulgada, se arrastró hasta la hamaca
y se sentó.
Sentía como idiota, como enajenada, como en letargo. Miraba a su alrededor y en la penumbra adivinaba
los objetos que contenía la sala. Corrió la vista hasta la puerta y se dio cuenta que la había dejado con una hoja
abierta completamente y la otra semi-cerrada. No le dio importancia a ese detalle, porque en ese mismo instante
. . . . ¡dám! . . . . la campanada del reloj del Cabildo dio la una.
Dos minutos, pensó Cirinla, ¡desde la iglesia hasta aquí! ¡en un minuto hice una cuadra! . . . . ¡y a mí me
pareció un siglo! . . . .
En esos momentos, a lo lejos, en dirección de la iglesia, Cirinla oyó el inconfundible chirrido de una
carreta de rueda sobre calle empedrada. El corazón le dio un vuelco.
-Cómo, ¿otra vez? – rezongó ¡no! ¡no! ¡no puede ser! –
Pero el ruido se aproximaba cada vez más. No había duda de que venía en dirección al cerro e iba a
pasar nuevamente frente a su casa.
Aquí, frente a mi casa, pensó angustiada, y esta vez la puerta está abierta.
Su primera reacción le ordenó correr a cerrarla e hizo el intento de levantarse, pero el cuerpo no obedeció
a su voluntad. El tilín, tilín, de las cadenas ya se escuchaba claramente y Cirinla calculaba que aquella maldita
carreta iba llegando a la esquina de la manzana de su casa. Hizo nuevamente el intento de pararse y por
segunda vez fracasó. Intentó una y otra vez y tantas veces fracasó como veces intentó. Un sudor helado le
brotaba de la frente y la respiración se le tomó entre-cortada.
Cuando las voces de los arrieros ya se oían inconfundibles y los nombres de las mujeres sonaban en
sus oídos como golpes de mazo sobre almohada, el gusanito de la curiosidad hizo nuevamente su aparición en
el cerebro de Cirinla.
Ver y oír claramente aquel macabro cortejo, verlo y oírlo desde allí donde estaba sentada en su hamaca;
¡ en la penumbra de la sala de su casa y con la puerta abierta! . . . .
-Bueno, yo he querido ir a cerrarla y no he podido, pensó la Cirinla a manera de disculpa para consigo
misma, aquí a mi casa no han de entrar y yo los veré bien a todos. ¡Ver a mi marido! ¡qué bueno! –
El bolongón, bolongón de las ruedas al pasar de una piedra a otra; el estridente chirrido de las bufas y
ejes; el claro tintineo de las arandelas y el sonido del hierro de las cadenas arrastradas sobre el empedrado,
¡se hizo cada vez más fuerte, más fuerte, más fuerte y más fuerte . . . . hasta convertirse en ensordecedor, en
enloquecedor bullicio resonando dentro del cráneo de la Cirinla.
Los primeros hombres con cabeza de zacate hicieron su aparición danzando espectacular ballet y los
chicotazos sonaban como fulminantes de pólvora reventados sobre piedras, en los cuerpos de las agobiadas
revoltosas, chismosas y mentirosas. El cortejo avanzaba lentamente y las columnas de las agachadas iban
pasando arrastradas, gimiendo y sollozando. Apareció la carreta sin bueyes, y . . . . derrepente, la sala de la
casa de Cirinla se llenó de seres silentes que en la penumbra se deslizaban de un lado a otro frenéticamente,
dejando apenas sentir su presencia por el roce de sis vapóreos cuerpos entre sí y en los objetos que había en
la sala. En la oscuridad, ella no vio, más bien presintió, adivinó, miró con los ojos de la intuición a los hombres
con cabezas de zacate que agarraban los manguillos de su hamaca y alzándola en peso, la mecían
violentamente, cada vez más fuerte hasta que topaba en el techo de la casa. En su desesperación, Cirinla se
aferró a la hamaca cada vez más. Los golpes contra las vigas fueron cada vez más fuertes. Sentía la inmensa
necesidad, la imperiosa necesidad de desmayarse y sólo despertar hasta que toda aquella horrible pesadilla
hubiera terminado, pero los porrazos contra las vigas no le daban la mínima oportunidad de fugarse de la
realidad, al estilo mujer inglesa (desmayándose) y además, el demonio de la curiosidad se había posesionado
de ella en cuerpo y alma.
De improviso se hizo una gran claridad que ilumino la sala. La bulla cesó. La hamaca paró de mecerse
y ella, ensangrentada y aturdida, sintió vómitos. Arrojó sangre y se fue de bruces. Cayó sobre su propia sangre
vomitada y quiso incorporarse, mas todo era inútil; la cabeza le zumbaba y la fiebre la consumía. Respiraba
pesadamente; agonizaba, sentía que la vida se le iba y allá, del fondo mismo de su subconsciencia, sentía más
que oía, el chirrido de la Carreta Bruja que se alejaba . . . . se alejaba con rumbo al cerro. Cerró los ojos para
aclarar la visión y cuando los abrió nuevamente, todo estaba en penumbras. Parpadeó o creyó parpadear
repetidas veces pero ya no logró ver nada más.
Con el canto de un gallo lejano que anunciaba el nuevo día, la Cirinla murió. Murió sobre el charco de
su propia sangre de curiosa, chismosa, revoltosa, criticona y juzgona.
Al día siguiente los vecinos la hallaron allí tendida sobre el suelo con el rostro hinchado y amoratado
sobre el charco de sangre coagulada. Nadie nunca supo cómo aquello sucedió; pero desde entonces la Carreta
Bruja ya no se escuchaba rodar sobre el suelo empedrado de las calles del apacible pueblecito.
La Ziguanaba
A mi padre le sucedieron casos tan raros, como emocionantes.
Cuenta que una noche, regresaba a caballo de una tocada –porque él era músico- y tuvo que atravesar un
camino real de más de ocho leguas.
Después del rezo para el cual fuera contratado juntamente con la orquesta que él componía, montó en
su bestia e inició su largo viaje de regreso al hogar. Sus compañeros, por diversas razones no lo acompañaron
en aquella ocasión, y solito, se dispuso a enfrentar la jornada.
Eran las diez de la noche cuando salió del poblado y pasó por el panteón que se encontraba en una
loma a mayor nivel que en el que estaban las casas de adobe, bahareque y paja. Aquella posición ventajosa le
permitió oír las diez sonoras campanadas que el reloj publicó, montado sobre la torre del cabildo de la población,
solemnemente repicó al viento.
Contando mentalmente los dan, dan, dan… que surcaban las sombras de la noche e iban a martillar sus
tímpanos, sacó maquinalmente del bolsillo un hermoso puro que despuntó con los dientes y ahuecando las
manos para evitar que el aire fresco le apagara el fósforo, lo encendió.
Al paso normal de su caballo caminó largo rato inmerso en sus meditaciones, no sabría precisar cuánto
tiempo pasó; pero sí recuerda que subió varias cuestas y descendió a pronunciadas vaguadas. Pasó por valles
y atravesó arroyos y arenales.
Los campos salvadoreños, siempre están sembrados de algo que el hombre sabe indispensable para
su subsistencia y que perseverantemente cuida día a día bajo los rayos calcinantes del sol tropical o soportando
la fría lluvia torrencial que vivifica los sembrados. Esa noche, nuestro héroe embebido en sus reflexiones pasaba
sucesivamente por cañaverales, frijolares y maizales sin darse cabal cuenta del tiempo que transcurría.
Soñadoramente, con deleite aspiraba la brisa fragante de la noche, que aún sin ser iluminada por la luna,
era suficientemente clara por la infinidad de puntitos brillantes que en la bóveda azul del oscuro fondo cósmico,
se veían en lo alto del firmamento.
El aire fresco y perfumado de los campos cuzcatlecos, al acariciar la piel del caminante en noches
serenas y estrelladas, produce singular sensación de lasitud, somnolencia y profundo arrobamiento.
Sobre su montura y con la rienda entre las manos, al compás del paso caballar, nuestro hombre dejaba vagar
su pensamiento en las mil cosas propias de su edad, cultura y medio ambiente; de su época.
Después de pasar por un extenso campo abierto, entró en una quebrada arenosa y traspuso un pequeño
río. Al subir nuevamente a la planicie en donde las sombras eran más densas por causa del apiñado follaje de
los árboles altos y los arbustos que formaban las veras del camino, repentinamente, sintió que el pelo se le
erizaba; le corrió un escalofrío a lo largo de la columna vertebral y con fuerte estremecimiento en todo su cuerpo,
apretó entre sus piernas el lomo y la barriga de la bestia que con un relincho frenético protestaba por el exceso
de carga, pues a las ancas se había acomodado un nuevo Ser.
El caballero sintió que intempestivamente lo abrazaban por detrás y a la altura de sus omóplatos, en
dirección de sus pulmones que desesperadamente pedían aire, la provocante caricia sensual de unos senos
tersos de mujer joven que lo acariciaban con su tibieza característica.
Con enorme sensación de angustia y hasta mudo del susto, nuestro personaje quiso darse cuenta y ver
de qué se trataba; pero al girar la cabeza hacia atrás para investigar quién era su inoportuno huésped, sólo
pudo ver la silueta de un rostro de mujer cubierto por enorme, espesa y negra-gris cabellera.
Inmediatamente miró hacia si propio cuerpo y vio que a la altura del pecho, en acariciador lazo estaban
entrelazados, abrazados, dos blancos brazos femeninos que terminaban en finas manos amarfiladas de cuyos
dedos largos y delgados sobresalían brillantes y puntiagudas uñas.
A todo esto, el caballo había arrancado en vertiginosa carrera al centro del camino real. En aquella loca
carrera de su montura desbocada, el caballero perdió su sombrero y con el aire y el polvo, el sudor y el susto,
la cabellera se le tomó en impresionante charral.
No supo más nada, cerró los ojos y dejó que el animal, como un huracán, resoplando furiosamente,
levantara torbellinos de polvo y hojarasca en su incontenible disparada amenazando por momentos tirarlo contra
el suelo.
La carrera y desesperante situación duró toda una eternidad y cuando por fin nuestro caballero pudo
respirar y esto sólo fue cuando el animal se detuvo en su ciclónico movimiento, abrió los ojos y para su alivio se
encontró a la entrada de su pueblo.
En esos momentos no se daba cuenta de otra cosa más, que sentía la boca amarga; la sed le quemaba
la garganta y el temblor de todo su cuerpo era tan fuerte que a duras penas podía sostenerse en la silla. Ya en
el patio de su casa, dolorosamente desmontó y entre quejidos y sollozos, dejando el caballo ensillado, entró en
la casi y casi a tientas llegó al lecho. La fiebre era muy alta y sin desvestirse, son siquiera quitarse los zapatos,
de bruces se tendió en la cama y se durmió.
Era bien entrada la mañana cuando despertó y con gran esfuerzo se levantó.
La cabeza le picaba desesperadamente y al peinarse le salían abundantes y grandes piojos negros.
Todos, familiares y amigos concordaron en que había sido la Ziguanaba, que en una de sus apariciones
había acompañado en su noctambulo viaje a nuestro solitario caballero cuando regresaba a su hogar.
Las personas que conocían su fantástica aventura, nunca paraban de darle consejos para ponerlos en
práctica si alguna vez volvía a ser objeto de las caricias de la Ziguamonta, como también es llamado aquel
espíritu maligno.
Las recomendaciones y consejos son sumamente raros; unos dicen que basta con llevar en el bolsillo
izquierdo un pedazo de tela color rojo, que conviene colocar en el casquillo del sombrero una cruz de alfileres;
algotros, que es necesario decirle: “María, toma tu pata de gallina”, o “Comadre aquí está tu purito, etc., etc.”
La Ziguanaba, concuerdan todos, sólo les sale a los hombres solteros y a los “amancebados” o sea que
viven con sus mujeres sin casarse, a los niños y a los viejitos, cuando no portan medallas, cruces o escapularios
benditos.
Como se trata de un mito, lógicamente, todo cuanto al mito se refiere es también mitológico.
A mi padre le sucedieron casos tan raros, como emocionantes.
Cuenta que una noche, regresaba a caballo de una tocada –porque él era músico- y tuvo que atravesar un camino
real de más de ocho leguas.
Después del rezo para el cual fuera contratado juntamente con la orquesta que él componía, montó en su
bestia e inició su largo viaje de regreso al hogar. Sus compañeros, por diversas razones no lo acompañaron en
aquella ocasión, y solito, se dispuso a enfrentar la jornada.
Eran las diez de la noche cuando salió del poblado y pasó por el panteón que se encontraba en una loma a
mayor nivel que en el que estaban las casas de adobe, bahareque y paja. Aquella posición ventajosa le permitió oír
las diez sonoras campanadas que el reloj publicó, montado sobre la torre del cabildo de la población, solemnemente
repicó al viento.
Contando mentalmente los dan, dan, dan… que surcaban las sombras de la noche e iban a martillar sus
tímpanos, sacó maquinalmente del bolsillo un hermoso puro que despuntó con los dientes y ahuecando las manos
para evitar que el aire fresco le apagara el fósforo, lo encendió.
Al paso normal de su caballo caminó largo rato inmerso en sus meditaciones, no sabría precisar cuánto tiempo
pasó; pero sí recuerda que subió varias cuestas y descendió a pronunciadas vaguadas. Pasó por valles y atravesó
arroyos y arenales.
Los campos salvadoreños, siempre están sembrados de algo que el hombre sabe indispensable para su
subsistencia y que perseverantemente cuida día a día bajo los rayos calcinantes del sol tropical o soportando la fría
lluvia torrencial que vivifica los sembrados. Esa noche, nuestro héroe embebido en sus reflexiones pasaba
sucesivamente por cañaverales, frijolares y maizales sin darse cabal cuenta del tiempo que transcurría.
Soñadoramente, con deleite aspiraba la brisa fragante de la noche, que aún sin ser iluminada por la luna, era
suficientemente clara por la infinidad de puntitos brillantes que en la bóveda azul del oscuro fondo cósmico, se veían
en lo alto del firmamento.
El aire fresco y perfumado de los campos cuzcatlecos, al acariciar la piel del caminante en noches serenas y
estrelladas, produce singular sensación de lasitud, somnolencia y profundo arrobamiento.
Sobre su montura y con la rienda entre las manos, al compás del paso caballar, nuestro hombre dejaba vagar su
pensamiento en las mil cosas propias de su edad, cultura y medio ambiente; de su época.
Después de pasar por un extenso campo abierto, entró en una quebrada arenosa y traspuso un pequeño río.
Al subir nuevamente a la planicie en donde las sombras eran más densas por causa del apiñado follaje de los árboles
altos y los arbustos que formaban las veras del camino, repentinamente, sintió que el pelo se le erizaba; le corrió un
escalofrío a lo largo de la columna vertebral y con fuerte estremecimiento en todo su cuerpo, apretó entre sus piernas
el lomo y la barriga de la bestia que con un relincho frenético protestaba por el exceso de carga, pues a las ancas se
había acomodado un nuevo Ser.
El caballero sintió que intempestivamente lo abrazaban por detrás y a la altura de sus omóplatos, en dirección
de sus pulmones que desesperadamente pedían aire, la provocante caricia sensual de unos senos tersos de mujer
joven que lo acariciaban con su tibieza característica.
Con enorme sensación de angustia y hasta mudo del susto, nuestro personaje quiso darse cuenta y ver de
qué se trataba; pero al girar la cabeza hacia atrás para investigar quién era su inoportuno huésped, sólo pudo ver la
silueta de un rostro de mujer cubierto por enorme, espesa y negra-gris cabellera.
Inmediatamente miró hacia si propio cuerpo y vio que a la altura del pecho, en acariciador lazo estaban
entrelazados, abrazados, dos blancos brazos femeninos que terminaban en finas manos amarfiladas de cuyos dedos
largos y delgados sobresalían brillantes y puntiagudas uñas.
A todo esto, el caballo había arrancado en vertiginosa carrera al centro del camino real. En aquella loca
carrera de su montura desbocada, el caballero perdió su sombrero y con el aire y el polvo, el sudor y el susto, la
cabellera se le tomó en impresionante charral.
No supo más nada, cerró los ojos y dejó que el animal, como un huracán, resoplando furiosamente, levantara
torbellinos de polvo y hojarasca en su incontenible disparada amenazando por momentos tirarlo contra el suelo.
La carrera y desesperante situación duró toda una eternidad y cuando por fin nuestro caballero pudo respirar
y esto sólo fue cuando el animal se detuvo en su ciclónico movimiento, abrió los ojos y para su alivio se encontró a
la entrada de su pueblo.
En esos momentos no se daba cuenta de otra cosa más, que sentía la boca amarga; la sed le quemaba la
garganta y el temblor de todo su cuerpo era tan fuerte que a duras penas podía sostenerse en la silla. Ya en el patio
de su casa, dolorosamente desmontó y entre quejidos y sollozos, dejando el caballo ensillado, entró en la casi y casi
a tientas llegó al lecho. La fiebre era muy alta y sin desvestirse, son siquiera quitarse los zapatos, de bruces se tendió
en la cama y se durmió.
Era bien entrada la mañana cuando despertó y con gran esfuerzo se levantó.
La cabeza le picaba desesperadamente y al peinarse le salían abundantes y grandes piojos negros.
Todos, familiares y amigos concordaron en que había sido la Ziguanaba, que en una de sus apariciones había
acompañado en su noctambulo viaje a nuestro solitario caballero cuando regresaba a su hogar.
Las personas que conocían su fantástica aventura, nunca paraban de darle consejos para ponerlos en
práctica si alguna vez volvía a ser objeto de las caricias de la Ziguamonta, como también es llamado aquel espíritu
maligno.
Las recomendaciones y consejos son sumamente raros; unos dicen que basta con llevar en el bolsillo
izquierdo un pedazo de tela color rojo, que conviene colocar en el casquillo del sombrero una cruz de alfileres;
algotros, que es necesario decirle: “María, toma tu pata de gallina”, o “Comadre aquí está tu purito, etc., etc.”
La Ziguanaba, concuerdan todos, sólo les sale a los hombres solteros y a los “amancebados” o sea que viven
con sus mujeres sin casarse, a los niños y a los viejitos, cuando no portan medallas, cruces o escapularios benditos.
Como se trata de un mito, lógicamente, todo cuanto al mito se refiere es también mitológico.
El Diablo o El Caballero Negro
La tarde del 7 de junio estaba sumamente calurosa y Lupe sabía que de un momento a otro, aunque en
el cielo eran pocas las nubes oscuras que vigorosamente pasaban, caería un buen lloverón.
En Junio suele ser así. Los inviernos, caprichosos, riegan a su voluntad la tierra, fertilizando los campos,
que sedientos, golosamente tragan el líquido elemento que preña la simiente y empuja los pastos y hace brotar
los jazmines.
Lupe había pasado toda la mañana en el terreno sustituyendo unos postes que desde el invierno pasado
necesitaban muda.
Desató su macho romo y jalándolo de la rienda salió hasta el camino.
El terreno de Lupe estaba a casi una legua de San Rafael Cedros, lindando con el antiguo camino que
lleva al Valle El Espinal.
Las tormentas seguras, razonó Lupe, mientras cerraba la puerta de golpe, son las que se ponen al lado
del cerro de Molineros.
Ya montado sobre el macho, mirando a lo largo del cerco, notó que algunos hilos del alambre habían
quedado flojos; pero no tenía más grapas y se conformó con hacer cálculos de la cantidad que debía comprar
para hacer la reparación completa.
Absorto en sus pensamientos, no se dio cuenta de que el macho romo, habitualmente calmo y pacífico,
resoplaba e inquieto pataleaba y se movía de un lado a otro como queriendo huir de aquel lugar.
Cuando más intrigado se hallaba en sus reflexiones, una voz ronca y ahuecada, a sus espaldas, saludó:
-¡Buenas tardes! – y acto seguido – ya casi termina, ¿no? –
Con ligero movimiento de cabeza, Lupe miró hacia sus guruperas y contestando el saludo, miró a su
interlocutor, que montando sobre alto caballo negro, le sonreía luciendo dos hileras de blancos dientes que
sostenían enorme y humeante puro.
-¿La tarde está cayendo, no amigo? – dijo el recién llegado, y parece que va a llover. Yo, ya no alcanzo
a llegar a Cojute sin mojarme.
-¿El señor viene de lejos? – interrogó Lupe.
-Un poco, vengo de Ilobasco –
Pues tiene que quedarse esta noche en San Rafael, señor, si no se quiere mojar.
-Lo malo es que allí no conozco a nadie y no tengo donde hospedarme – argumentó el forastero.
Lupe hesitó un poco y estudiando un instante la situación, replicó:
-Bueno, ese no será mucho problema si Ud. señor, acepta mi humilde morada, yo puedo darle posada
al peregrino… siempre que se conforme con la humilde e incomodidad de mi hogar.
El caballero sonrió y agradecido comentó:
-La mejor posada es la que se brinda con agrado, yo en cambio, sabré recompensarle –
Los nuevos amigos emprendieron camino rumbo al pueblo.
Lupe notaba la elegancia de su acompañante y cada vez que lo miraba, veía en sus ojos un raro brillo,
chispeante, indefinible. A decir verdad, aquel hombre, todo él era raro, exótico e impresionante. Su estatura
elevada y finas líneas; el color de la piel un poco oscura, algo así como ceniza, sombrero de ala ancha y negro;
cara larga que terminaba en puntiaguda barba; bigotes arrizados; patillas largas hasta la quijada; nariz recta y
grande; vestía de negro y usaba chaleco; calzaba sobrebotas y espuelas brillantes y grandes; la montura, así
como las riendas del herrado cuadrúpedo brioso que montaba, eran lujosísimas.
Entre preguntas y respuestas los caballeros intimaron y a poco, como buenos amigos entraron al
poblado.
La tarde cayó rápidamente. El cielo encapotado, presagiaba tempestad.
En la conversación, entre otras cosas, Lupe confió a su invitado, que él no era casado, que tenía mujer
y un hijo de cinco años; que según sus aspiraciones, soñaba con llegar a formar a su hijo de médico. Mas, con
sus escasos recursos, eso tal vez se quedaría sólo en un sueño.
Mientras Clemencia preparaba la mesa, en la humilde sala, con el niño sobre sus piernas, Lupe atendía
a su inesperado huésped.
-Así es como me gustan los amigos, aunque sean pobres, pero sinceros y comprensivos, - dijo el
caballero negro – y si piensa en mandar a estudiar al niño, con aspiraciones de forjarlo en una carrera, es mejor
que trate de despertar, pues así soñando, su vida lo llevará a terribles desengaños -.
-¿Pero, y qué puedo hacer? Mi terreno es pequeño y las cosechas a duras penas dan para sostenernos
todo el año. Este no es un pueblo de movimiento como para poner un buen negocio, y además sin dinero, en
realidad, mi vida es una constante amargura -.
-Bueno, si no se asusta, yo le puedo proporcionar un negocio con el cual usted y su familia saldrán
ganando -.
-Hable amigo, hable, estoy ansioso de cambiar mi suerte. Ya probé de todos modos, y… ¡maldita sea
mi suerte, nunca me sale nada bien! Estoy dispuesto a todo, a todo, ¿me entiende? –
-Ni una palabra más, mi querido Lupe, yo voy a hacer que su suerte cambie y Ud. verá satisfecho, sus
aspiraciones realizadas. Desde hoy en adelante, todo cuanto Ud. emprenda le saldrá bien y le abundará la
riqueza; su hijo será médico, su casa será envidiada, respetada y temida.
-Y yo, qué tengo que hacer para retribuirle ese gran favor, indagó Lupe incrédulo.
-Eso es sencillo amigo -, replicó el caballero, escuche bien: su mujer dará a luz a dos hijos más, el
próximo será una hembra y después vendrá un varón. Cada uno será menor que el otro, cinco años, y cuando
el tercero cumpla el quinto año de vida, yo vendré o mandaré a mi secretario por él; después de cinco años
vendré o mandaré por la hembra, que tendrá quince años de edad y por ultimo vendré o mandaré por este que
usted tiene chineado. Para entonces, él tendrá treinta años de edad y usted sesenta. Todo se cumplirá
cronométricamente, si usted acepta; porque yo soy un caballero que cumplo mi palabra y así mismo exijo que
se me cumpla. Todo trato conmigo es serio y recto. No me conteste hoy, si no quiere, no es necesario
precipitarse, las cosas deben ser siempre a conciencia, yo voy a Cojute a saldar algunas cuentecitas que tengo
allá pendientes, y de allí sigo mi camino hasta mi casa. Vivo allá en Izalco, adentro del volcán tengo mi palacio,
y para allá llevaré a sus hijos una vez que usted haya satisfecho sus ambiciones. ¡Ah! Porque ese muchacho
será médico antes de los 28 años, se lo prometo.
-Entonces – balbuceo Lupe, con el rostro más pálido que papaya tierna - ¿Usted, és… el merito Diablo?
-Exacto, yo soy el Diablo; pero ya ve usted que no soy tan malo como me pintan… ¡Ah! Y ni tan feo como
algunos fanáticos del otro bando me creen… es razonable que todo servicio tenga su recompensa y yo no me
llevo a nadie que esté desprevenido o que previamente no haya deseado irse conmigo; ¡Ah! Eso sí, yo soy
cumplido y cabal con mis tratos, lo que prometo lo cumplo, principalmente riquezas, satisfacción de pasiones,
vicios, odios, rencores, lujos, traiciones, en fin todo aquello que satisface íntimas y plenamente a las personas
inconformes.
-Bueno, pero usted me pide que le entregue a mis hijos y el trato no será con ellos, sino conmigo y a mí
no me ha dicho qué más debo hacer – dijo Lupe entre lucido y confundido ante aquel personaje tan temido.
-No se ocupe; desde el mismo momento en que Ud. firme nuestro pacto, Ud. será mi protegido, ya le
dije, y por lo tanto Ud. me pertenecerá en cuerpo y alma y sólo vendré por Ud. hasta que haya satisfecho sus
ambiciones. ¿Qué le parece? Pero como le repito no necesita contestarme ya; piénselo bien y cuando esté
firmemente decidido, llámeme. Basta con que allá donde nos encontramos hoy, Ud. grite tres veces “Caballero
Negro, venga a mí” y yo llegaré a su lado. Eso sí, piénselo bien, porque una vez cerrado nuestro trato sólo
caduca hasta el total cumplimiento por ambas partes -.
En tanto hablaban, la negrura de la noche avanzaba, adentro, fueron encendidos los candiles y el farolero
encendió los faroles de carburo en las esquinas del pueblo. El aire húmedo precursor de la tormenta costera,
cada vez más denso, por rachas azotaba y el zumbido siniestro al cortarse en los hilos del telégrafo y en el
ático, postes y paredes presagiaban vendaval destructor, terrible.
El niño se durmió en los brazos de su padre y cuando la mesa estuvo servida fueron llamados.
Durante la cena, pocas fueron las frases que se entrecruzaron. La señora fue quien más habló.
Primeramente disculpándose por la pobreza y las pésimas condiciones en que vivían; considerando que
su porvenir y el de su familia era oscuro e incierto. Renegaba de todo y contra todo.
El Caballero Negro la miraba complacido y con sarcasmo sonreía retador al dueño de la casa.
-Usted tiene toda la razón, señora, y es justo que piense en que es bonita y está joven, por lo cual es
naturalmente ambiciosa y quiere vivir como se merece; en mejores condiciones, y su marido bien pudiera darle
todo cuanto necesita, claro, todo depende de él. Y mi amigo, no diga que no puede cambiar de suerte para
usted y para su familia. Y óigalo bien, es mejor vivir un día completo en la opulencia, que cien días en la miseria,
el martirio y la desgracia – y diciendo esto, pidió permiso y se levantó.
Afuera, la tormenta estaba en su plenitud y el viento huracanado aullaba lastimero, estregándose contra
las ramas del bambusal y los cocoteros.
-Bueno amigo, parece que ya lo importuné bastante, creo que me voy –
-Pero cómo, ¿se va así bajo esa tormenta? Espere que pase un poco la fuerza o se va hasta mañana.
¡Ja, ja, ja! – rió el Caballero - ¿Usted se olvida quién soy? Ahora está lloviendo, porque así me gusta, si
yo quiero eso para en el acto, pero como gusto de la discreción y no quiero que nadie más que usted sepa de
mi presencia aquí, prefiero que haya huracán y lluvia, así nadie me mira. ¡Ah! Y ya que llegamos a ese punto,
le prohíbo que informe a su mujer, hijos, familiares y amigos, de mi propuesta, y más aún, cuando tengamos
cerrado el negocio. De nuestro trato nadie más debe saber. ¿Entendido?
Saco un puro y aplicando la punta de un dedo, lo encendió.
-Me voy, - dijo – espero que me llame. Sé que me llamará –
Abrió la puerta y con un silbido llamó a su caballo.
Minutos después, como una sombra negra se perdía, en la penumbra de la calle solitaria en razón de
las condiciones en que aquella noche se manifestaban el viento y la lluvia.
El huracán había apagado los faroles de las esquinas y el pueblo más bien parecía un gran cementerio.
A lo lejos, los relámpagos, rayos y truenos, saludaban al Caballero Negro que se envolvía en el manto
de la negra y tenebrosa noche.
Parado a la puerta de su casa, Lupe se había quedado perplejos, alelado, como petrificado sin pensar
ni mirar lo que veía.
Sobre el empedrado de la calle pueblerina las herraduras de los cascos del caballo gigante del Caballero
Negro, echaban chispas al rozar las piedras en su largo trote, haciendo fantástico juego de luces de bengala
con los relámpagos apagados a la distancia como luces que intermitentes imitaran las luciérnagas.
Cuando Lupe volvió en sí, fue porque su mujer le gritó desde la cocina:
-Cerrá esa puerta, hombre, ¿no ves que se apagan los candiles? ¿qué diablos estás haciendo con la
puerta abierta? ¿estás loco?
-Esperando que se vaya el diablo – murmuró entre dientes el marido.
Cuando se estaban acostando, la mujer volvió a la carga:
-Por más que yo quiera, Lupe, no creo que aguante por mucho tiempo esta situación. Esta vida es
desesperante y no la quiero más. Yo tengo un tío allá en la capital, me voy a ir y me llevaré al niño; trabajaré
aunque sea de sirvienta; porque hasta las sirvientas de casa grande, allá viven mejor que yo aquí. Vos te puedes
quedar aquí y vivir como te dé la gana; total, ese es tu gusto.
Rezongando y protestando, la mujer se acostó de espalda a su marido. Poco después dormía
profundamente; en cambio Lupe casi no durmió. En su pensamiento estaban frescas las palabras del Caballero
Negro. En su conciencia se había desatado terrible batalla. Lo raro, pensaba él angustiado, es que mi mujer,
inconscientemente, se ha convertido en natural aliado del Diablo. La miseria como azote en manos del cruel
verdugo hostigando a todas horas y de todos lados, frente a la lisonjera promesa de la riqueza que eran las
armas con que el Diablo, en su afán de ganárselo, le combatía inclementemente.
Cuando al día siguiente se fue para el terreno sobre su macho romo, el sol comenzaba a clarear y de
los montes se elevaba un vaho perfumado con olor a mañanita campestre. Las hojas de los matorrales, como
profusos escaparates, exhibían las gotas de lluvia como finas perlas transparentes. La hojarasca, arrastrada
por las pequeñas corrientes de agua pluvial, a las veras del camino formaban retenes caprichosos. Los pajaritos
de junio cantando alegremente, brincando entre las ramas de los jocotes pitarrillos en los cercos, saludaban al
astro rey que traía a regalarles luz, calor y vida.
En aquella esplendorosa mañana, a pesar de junio ser un mes del hastío, todo cantaba y la vida era un
himno de gracia y bondad. Sólo Lupe llevaba en su rostro las huellas de la amargura, la desesperación, la
tristeza y el insomnio.
Cuando llegó al terreno, encontró la puerta abierta y con enorme sorpresa vió que el tigüilote, el tapaculo,
el jiote y los tempates que formaban el largo tramo del cerco que lindaba con el terreno de don Eulogio, habían
sido arrasados por un enorme jucumico que de cuajo había sido derribado por el vendaval de la noche anterior.
Más adentro encontró rastros de taltuza, que sin duda a tempranas horas después de la tormenta había
ido a satisfacer su hambre con destructora visita en los sembrados de Lupe.
-¡Qué barbaridad! – murmuró el hombre - ¡Y pensar que no puedo pagar mozos para que me ayuden! –
Displicentemente desmontó y comenzó a descombrar el jucumico.
Macheteaba y reflexionaba. Se sentía vencido. Grande angustia le invadía el corazón y desesperado,
se consideraba a sí mismo, desgraciado.
El sol poco a poco fue avanzando y la evaporación del agua humedecía y tornaba pesado el aire, que
caliente, parecía abrazarlo todo.
A eso de las once y media, el calor era tan sofocante, que Lupe sentía vértigos.
No, dijo para sí, voy a descansar un poco, y limpiándose el sudor con la manga de la camiseta, caminó
hacia el marañón donde tenía el aparejo, el tecomate con agua y el bastimento.
Cuando iba a pasar junto al cerco derribado, vió que una rama del palo caído aún constituía amenaza
para el resto del cerco, pues había quedado montada sobre un grueso guayabo que amortiguó la caída.
De un certero machetazo insertó la filosa hoja de su sampedrano hasta la mitad de la rama y aquella
lentamente fue cayendo.
Lupe no vió que en una de las desgajadas ramas había un hermoso anal de avispas negras, y cuando
tuvo a su alcance el follaje de la rama, comenzó a machetear para abrirse paso hacia el palo de marañón; pero
estaba con tan mala suerte, que a poco, un machetazo partió en dos el panal. Las endemoniadas avispas,
formando un negro escuadrón suicida, se lanzaron furiosamente al ataque.
La primera reacción de Lupe fue cubrirse la cara; pero ¿la garganta, la nuca, las orejas, los brazos y las
manos? Bueno, las avispas parecían espadachines que le punzaban todo el cuerpo.
En su desesperación, Lupe lanzó lejos de sí el machete y salió corriendo y espantándose a manotazos
los himenópteros que obstinadamente se empeñaban en hacerle sentir su encono.
Con la cara monstruosamente desfigurada por las picadas de insectos y el cuerpo sudoroso y ardiente,
emprendió el regreso al pueblo. Se sentía íntimamente infeliz, derrotado, y cuando llegó a su casa iba prendido
en fiebre.
Desde aquel día, la vida de Lupe se había convertido en un verdadero calvario de amargura constante,
sucesivamente: el niño fue atacado de viruela y paperas; la señora enfermó de reumatismo y paludismo; el
macho romo fue miado por la araña; a las gallinas les llegó el accidente; la milpa se vanió, y por último, como
preludio de lo peor, se incendió la cocina y buena parte de la casa fue destruida por las perversas llamas que
en fragor furioso, parecían reírse, burlando las huacaladas de agua que los vecinos tiraban sobre ellas. Lupe
veía, en las maliciosas lenguas de fuego, caras que le hacían muecas siniestras, reían y se mofaban de él. El
comprendía perfectamente de que se trataba y sabía que esa era la forma coercitiva de que el Diablo se valía
para obligarlo a aceptar su trato.
Todo aquel desastre había pasado en menos de tres meses. Así el quince de agosto él, acobardado,
acongojado, decidió capitular; se decidió, y temprano, se fue para el terreno, a pie, con el machete en la mano,
sin bastimento y hasta sin sombrero. Desesperado y como idiota caminaba maldiciendo aquella vida ingrata
que lo trataba tan pésimamente mal. Al filo del medio día, sin haber trabajado absolutamente nada toda la
mañana, se hallaba bajo el almendro macho y resueltamente gritó, tres veces: “Caballero Negro, a mí”.
No bien hubo terminado la última exclamación, cuando en el centro del camino polvoso se formó fuerte
remolino levantando ramas, polvo y chiriviscos, y al momento en la curva que hace la calle apareció el Caballero
Negro sobre su brioso corcel.
-¡Hola amigo! – fue el lacónico saludo del recién llegado. Y sin desmontar, desde el lomo de su cabalgura,
le alargó un rollo de papel gris, apergaminado.
Con trémula mano, Lupe asió el documento y sin siquiera leer el contenido de aquel escrito en caracteres
rojos, firmó.
-¡Ja, ja, ja! – rió vibrantemente el Caballero Negro; desde ahora tú y tu familia me pertenecen; ¡ja, ja, ja!
… pero no te preocupes, no has hecho mal negocio; gozarás, ja, ja, ja… y después, debajo de este mismo
almendro esperaré por tu pago ¡no te olvides! Desde hoy, todo te saldrá bien, puedes robar, estafar, explotar,
hacer todo lo que se te venga en gana, todos los daños que quieras; hasta matar y siempre saldrás bien, porque
yo estaré invariablemente a tu lado. Yo soy tu protector, ¡hasta después! ¡ja, ja, ja! … Hizo dar media vuelta a
su caballo gigante en las patas traseras y con las patas delanteras manoteando en el aire, en medio de un
remolino y eso espesa polvazón, se perdió en la curva del camino.
Sudando por todos los poros, Lupe se sentó sobre el suelo, pues el temblor de sus rodillas no le permitía
estar en pie. Se sentía inmensamente cansado y en un estado letárgico cayó en profunda meditación. Había,
nada menos, que firmado su pasaporte oficial para el infierno.
Bueno, razonó, ahora ya no hay salvación y tengo que sacar el mayor partido posible de este pacto.
En aquellas meditaciones estaba, cuando desde el cerco, alguien le gritó:
-Oiga amigo, ¿Usted es don Lupe?
Lupe, extrañado por tal pregunta, invitó al hombre a entrar en su propiedad y llegarse hasta debajo del
almendro donde había buena sombra. Ya juntos, el extraño habló:
-Dicen que Usted es el hombre más honrado de San Rafael y por lo tanto, la mejor garantía en el pueblo.
Yo quiero nombrarlo depositario de una herencia que debo recibir, pues vivo muy lejos. Vivo en el extranjero,
en Guatemala y claro que sus servicios serán reconocidos, le voy a pagar bien… ¿Qué dice? –
Conversando, los dos hombres se fueron para el pueblo.
Más tarde, ante los oficios del Alcalde Municipal, el extraño le entregó a Lupe un documento que lo hacía
representante y administrador general de todos sus bienes y en una de sus cláusulas decía claramente que
podía disponer a su voluntad de todo y solo daría cuenta de sus actos, cinco años más tarde. Otra cláusula
disponía, que si el heredero moría o desaparecía y no volvía pasado el segundo quinquenio, Lupe, el
administrador pasaría a ser dueño, como heredero universal.
Desde aquel mismo momento, el Alcalde, el Secretario y todos cuantos conocieron la noticia, quedaron
incondicionalmente al servicio de DON LUPE, pues sabían que era el hombre de la “Suerte”, el que
incuestionablemente lo podía todo.
Lupe comenzó a prosperar inconteniblemente El macho romo, sanó de la pata; las gallinas, se
multiplicaron desmedidamente; sus milpas, tomateras, cafetales, frijolares, cañaverales etc. Se daban de la
mejor manera y todo cuanto emprendía era seguro que iba al triunfo y al progreso. La abundancia lo cercó con
más ahínco que como lo había hecho la miseria. La riqueza le salía al paso. Pronto se convirtió en el amo y
señor de todo y todos. También le nacieron a su mujer los hijos previstos y eso era lo que Lupe desvelaba. El
no era feliz aún en la opulencia y constantemente pensaba en que tenía que pagar su deuda.
El millonario tenía cualidades innatas; una de ellas era que sabía escoger muy bien sus servidores y
amistades. Por eso entre sus sirvientes personales, Lupe tenía una mujer que le había mostrado fidelidad a
toda prueba en los cuatro años que la tuviera a su servicio. Era una mujer cuarentona, valiente, capaz de
cualquier cosa y dispuesta siempre a todo. Era el caso típico de las mujeres de La Puebla, de donde era
originaria la Macaria. Había sido mujer de parranda y por celos, en un momento de arrebato mató a su amante,
un sargento de la guardia y tenía más de seis años de andar huyendo de un lado para otro. En la casa de Lupe
encontró refugio y apoyo seguro y dispuso que no se iría de su lado hasta que la muerte la convenciera de lo
contrario.
Un día se acercó a Lupe y le preguntó:
-¿Qué le pasa patrón? Usted, con tanta plata, siempre anda triste y preocupado; miro que no le falte
nada y trato de complacerlo con un servicio esmerado y eficiente y Usted nunca se alegra. ¿Qué le pasa?
¿Tiene algún enemigo que lo hostiga? ; ¡Si quiere yo lo despacho! ; ¿O es el remordimiento de algo que no
puede olvidar? Yo quisiera verlo alegre, contento y feliz, disfrutando de la vida y sus comodidades. Confíe en
mí, si en algo le puedo servir. Si algo especial yo puedo hacer por Usted, no más dígame patroncito… yo a
Usted lo quiero como si fuera mi hermano o mi padre, y créame, haría cualquier cosa por verlo feliz.
Lupe no contestó. Simplemente sonrió y midiendo las palabras y sinceridad de Macaria, guardó silencio.
Positivamente, aquellas aclaraciones de la sirviente; con la espontaneidad de su ofrecimiento; Lupe, allá en el
fondo de su conciencia, sintió un alivio al darse cuenta de que no estaba solo y que en realidad, en aquella
mujer decidida, podía confiar. Pocos días después de aquel arranque de intimidad de la sirvienta, y con no
pocas horas de meditación, Lupe dispuso hablarle y encomendarle un recado muy delicado. Así, en otro
momento de conversación íntima, el patrón le dijo:
-Mirá, Macaria, tengo un encargo para ti. Es un encargo que no puedo confiar en ninguna otra persona
y que quiero que me hagas, cueste lo que cueste. Te voy a pagar bien y si cumples al pie de la letra lo que te
voy a encomendar, te prometo que no te olvidaré en mi testamento; eso sí, vas a exponerte hasta lo último.
Pero antes de confiarte mi encargo quiero que jures que a nadie contarás lo que te diga; lo que voy a confiarte…
pase lo que pase. Haber, ¡jurá! –
-Sí patrón, juro que le seré fiel en todo, en todo, aunque me lleve el diablo – dijo la Macaria, convencida
de que decía la verdad.
-Muy bien, así se habla – aprobó Lupe. Enseguida le contó la historia de su vida de pactado y le encargó
que fuera a Izalco y de cualquier manera entrara en el palacio del Caballero Negro; viera todo cuanto allí había
y volviera para contarle. Le entregó importante cantidad de dinero y la despachó.
Seis meses tardó Macaria en regresar, y cuando volvió, narró a su patrón la horripilante historia de su
tenebroso viaje.
***********
LA EXPERIENCIA DE MACARIA
-Cuando me fui de aquí – comenzó diciendo Macaria – después de pasar por Cojute, San Salvador,
Santa Tecla, Colón, La Junta y Armenia, llegué a Izalco; pero por más que traté de informarme de ese palacio
que Usted me habló, no fue posible encontrar ni rastro. Por más que di vueltas alrededor del volcán, nada pude
descubrir. Hasta que un viejo, cuando ya regresaba desconsolada por haber fracasado en mi misión, me informó
que el respiradero de Izalco está cerca de la playa, en unas enormes rocas y por allí hay una cueva en la cual
entré. Me interné bastante y allá adentro hay una puerta en la cual también entré y luego después me encontré
en un amplio corredor. Caminé por él casi todo el día. A ambos lados había paredes y puertas cerradas. Por la
dirección en que caminaba deduje que iba con rumbo al Izalco. A medida que caminaba, el calor aumentaba.
Aquel enorme corredor era reluciente y no se veían focos, candiles, antorchas ni nada que lo iluminara; pero no
era oscuro. No sé de donde provenía la claridad, lo cierto es que allí era lo suficientemente claro como para
verlo todo.
Después de mucho andar llegué a una especie de plaza y una gran puerta como la de una iglesia o un
castillo. Toqué con la llamadera y al momento la puerta se abrió. Entré y no veía a nadie. Caminé por otros
corredores y al final llegué a una preciosa sala. Paredes, columnas, mesas, techos y todo en reluciente. Más
parecía hecho de mármol negro. Cansada, me senté en un banco y esperé a reponer mis energías; pero al poco
rato se me acercó un hombre alto, maltratado que con voz ronca me preguntó qué deseaba. Yo le dije que
buscaba trabajo y que quería ver a su amo. Me contestó que el amo mayor no estaba y que todos los demás
estaban muy ocupados; además, que no había trabajo, a menos que fuera contratada previamente por el amo.
Entonces le encarecí que me enseñara el palacio y él, sonriente, me invitó a seguirlo. Así lo hice.
Recorrimos varias salas, jardines con plantas y flores mustias como petrificadas; corredores grandes, cocinas,
dormitorios; todo aquello limpio brillante. Con brillo raro, opaco, gris-plomizo; en fin no sé cómo definirlo todo
aquello.
-Pero aquí no hay gente, -comenté intrigada – ni música, ni ruidos, nada, qué raro este gran palacio sin
habitantes –
Nuevamente sonrió enigmáticamente el guía y con voz espantosa dijo:
-Sí, aquí hay gente; mucha gente, lo único es que tú, curiosa, no la puedes ver. Aquí hay música y ruidos,
lo que pasa es que tú no los oyes, porque eres mortal aún. Espera un momento, voy a pedir permiso especial
para que veas y oigas todo lo que aquí existe y así vas a contarle a tu patrón cómo es el infierno -.
Diciendo eso, entró en una puerta y desapareció. Cuando volvió, traía una capa negra en las manos y
me la ofreció, advirtiéndome que por nada me la quitara, hasta que él me la retirara de encima.
Vestí el capote y en el mismo instante todo se formó diferente. Lo primero que sentí fue un terrible calor
sofocante. Vi a mí alrededor, y la espaciosa sala parecía horno con fuego por todas partes. Yo estaba parada,
como flotando sobre un río de lava rojiza, hirviente, y por todos lados había gente gritando y retorciéndose del
dolor y ardor que les producían las quemaduras.
El guía me hizo una señal y lo seguí. Entramos en otra sala grande en donde el piso era un inmenso
brasero humeante y los cuerpos de las gentes que allí estaban, tenían brasas adheridas a la piel cadavérica y
gritaban desesperadas queriendo retirarse los carbones encendidos de sus cuerpos; pero cuando se los
agarraban, se quemaban también las manos. Lo más terrible era que estaban descalzas y no podían
mantenerse en pie y cuando caían al brasero, pronto trataban de pararse. Su situación era sumamente
pavorosa.
En otra habitación había agujeros en las paredes y en el piso y en forma incontenible salían chorros de
vapor que alcanzaban los cuerpos de los que allí se encontraban. Los alaridos eran espantosos. La sala parecía
olla de jabón hirviendo y de cada fumarola salían silbidos estridentes.
Sucesivamente, fuimos pasando por los salones; dormitorios, comedores, cocinas y corredores, por
donde ya habíamos andado y todo era totalmente diferente.
En los dormitorios habían camas de alambre al rojo vivo, en donde los hombres y mujeres, desnudos,
se retorcían como si estuvieran asándose a la parrilla. En los comedores, todos tomaban cucharadas de lava
incandescente y lloraban a gritos del dolor que les producían las quemaduras que sufrían en la boca.
Entramos en un enorme salón de baile, en donde todos danzaban agarrados unos con otros, como si
estuvieran borrachos, se tapaban desesperadamente los oídos y se apretaban las cabezas. En sus rostros
tenían expresiones de locura, dolor y angustia indescriptibles. Lo que los tenía en aquel estado era la música.
Se oía un ruido como de mil bandas regimentales; bandas de guerra; orquestas tocando jazz, mambos, congas,
rumbas, twist, rock and roll, marchas, swings, go go, fany fany, etc. Todas al mismo tiempo y a todo volumen.
En los corredores, el piso era barrido con el pelo de las mujeres jóvenes, y las viejas fregaban el
embaldosado con las lenguas.
En los jardines, el calor era insoportable, estragante. Aquel era un verdadero infierno hediondo.
Había una sala en donde unos personajes con los ojos desorbitados por la codicia, agarraban puñados
de monedas brillantes como el oro; pero cuando las tenían en sus manos, se convertían en metal derretido que
los chamuscaban, y ellos tenían que dejarlas caer profiriendo gritos de dolor y angustia.
Cuando terminó el paseo y el guía me quitó la capa – continuó Macaria – yo estaba empapada de sudor
y mortalmente agotada; moralmente hecha pedazos. Sin embargo, impelida por la curiosidad, le pregunté a mi
guía si tenía inconveniente en explicarme algo respecto a lo que había visto, y el habló:
-Lo que has visto, es sólo una parte pequeñísima del infierno. Es el ala sur del Izalco. Aquí están, por
ejemplo: esos que se quemaban con las monedas de oro líquido; son los avaros, los explotadores, los que le
roban su trabajo a los pobres y estafan al pueblo, los que prestan al módico 10% etc.… Aquellas viejas que con
la lengua lustraban los corredores, son las chismosas, revoltosas, mentirosas y criticonas. Las que barren el
suelo con su pelo, son las mancornadoras, traidoras y rufianas. Los que se quemaban en las camas; son los
adúlteros y lujuriosos. Los del salón de baile, son los parranderos e inmorales. Los de aquel cuarto donde no
pueden estar de pie ni de ningún otro modo, son los malos, que prevaleciéndose de posiciones ventajosas
frente a los humildes, encarnecen al pueblo; y, los que reciben aquellos chorros de vapor, silbidos y
quemaduras, son los espiones, orejas, calumniosos y soplones. Y ahora vete y dile a quien aquí te ha mandado,
que no tiene escapatoria, porque el que se vende y vende a los demás y hasta sus propios hijos, aquí es un
cliente muy querido, que nosotros lo distinguiremos con premios especiales. ¡Ah! Y está bueno que hayas venido
a darte cuenta de lo que te espera si sigues prestándote para cualquier servicio como este. El hombre a quien
mataste, aquí está, aquí vienen generalmente todos los malos y por suerte para ti, el favor que le hiciste a tus
semejantes quitándoles aquella amenaza, te lavó de cualquier otro pecado que hubieras cometido. Vete,
cuéntale a tu patrón lo que has visto y procura cambiar de vida, porque si no, ¡ya sabés lo que te espera! –
-Cuando salí de la cueva era de noche y yo sólo he venido a darle a conocer que cumplí la misión que
me encomendó; a que me pague y a despedirme, porque yo me voy lejos de todo esto -.
Desde aquel día Lupe fue invadido por profunda tristeza y arrepentimiento de su proceder, procuró hacer
todo el bien que pudo; pero nada le valió en abono a su favor.
Sucesivamente, los plazos fueron llegando y cuando Lupe cumplió los sesenta años, murió.
En su libro de recuerdos y memorias se encontró, en la última página, una nota en letra de color púrpura:
“Sufrí mucho antes de enriquecer. Sufrí siendo rico, porque tenía que pagar mi deuda fatalmente. Me arrepentí
de lo que hice y ahora voy a los infiernos a cumplir mi pacto con el Diablo. Allá espero a todos los que como yo,
se equivocaron. El averno los espera. Lupe, San Rafael Cedros ….. de Abril de 1 ……

El Duende
Fue un caso muy sonado el que sucedió a una joven de nombre Graciela, cuando tenía 16 años de edad.
Sus facciones delicadas reflejaban todo el encanto y belleza de las flores de mayo. Su cuerpo todo exhalaba la
fragancia exquisita del nardo tempranero.
Aquella boca que por capricho de la naturaleza parecía estar siempre esperando un beso, cuando
dibujaba una sonrisa era capaz de enloquecer el más cuerdo o de curar al más loco; nunca había pecado en la
caricia del ósculo romántico.
Cuando aquellos ojos castaño claro dirigían sus pupilas hacia algún mortal, aquél, de seguro deseaba
morir en ese mismo instante para quedar definitivamente en el cielo, pues los ángeles no han de tener tan divino
mirar.
El cabello claro, ondulado, sedoso y brillante, más parecía pedazo de celaje de octubre, haciendo
dichoso marco en el angelical rostro de la encantadora criatura.
Si el gran Rafael la hubiera visto, indudablemente las vírgenes que pintó hubieran sido más bonitas.
Toda ella era un bello sueño y su gracia era tanta que hacía la desgracia de su modesta familia, pues
todo el mundo lamentaba, y sin reparos lo expresaba, que Graciela viviera en el pobre hogar de sus padres.
En realidad, los padres de Graciela eran sumamente pobres; pobrísimos podríamos decir. Vivían en un
mal oliente mesón destartalado que estaba sobre la 10a. avenida sur, media cuadra al sur de la Policía Nacional,
en el mero corazón de San Salvador.
La niña Enriqueta, madre de Graciela, desde que la muchachita tenía doce años, advirtió que su hija era
asediada constantemente por los hombres, razón por la cual tuvo que resignarse a que la suerte de la cipota
estaba echada; no obstante, como madre de sanos principios religiosos, sentíase obligada a defenderla y guiarla
en su maravillosa pero perseguida existencia.
Graciela iba a la “Escuela Pública 5 de Noviembre”, y era constantemente acechada por los muchachos.
Cuando ella cumplió los 14 años, ya había terminado sus estudios primarios y no pudiendo costearse
estudios superiores, pasó a un taller de modas, como aprendiza.
Su vida se deslizaba entre constantes galanteos, pero ella, modesta como era, seguía la vida normal de
las jóvenes de su edad y de su época. Así, cuando cumplidos 16 años, comenzó a padecer de la vorágine de
pasiones que despertaba en los hombres que la miraban, y desesperada, trató voluntariamente de esquivar el
mundo y buscó abrigo en las soledades de su inocencia y las cuatro paredes del cuartucho del mesón donde
vivía. La compañía fiel y abnegada de su abuela, semi-ciega, a veces la consolaba en su desesperación.
Un día, Graciela estaba con su plato de frijoles salcochados, comiéndose sus tortillas con una tira de
queso fresco, sentada sobre un banco a la orilla de la desvencijada mesa, cuando de un ángulo inlocalizado, le
cayó un terrón de pared en la comida. Ella, sin pretensión ninguna, contó a su abuela el hecho. –Mire mamita,
me cayó tierra en los frijoles – dijo simplemente.
La abuela un poco contraída contestó: ¡Adiós madre, todo tiene que sucederte a vos!
Graciela casi no comió y más tarde, olvidado ya el incidente, fue a lavar los trastos de la cena.
Agachada fregando las sartenes, jarros y platos, estaba, cuando volvió a recibir, entre medio de la
modesta vajilla, otro terronazo. Aún sin prestarle mayor atención al detalle, terminó sus quehaceres y a la luz
del foco de 25 w, se puso a leer una revista, mientras llegaba la hora de acostarse. Estaban en esos momentos
cerca de ella; sus padres, su abuelita y una joven vecina. Serían las siete de la noche y era un día martes 7 de
junio. De repente, de lo alto del techo cayó a los pies de Graciela otro terrón, que al estrellarse contra el suelo
se pulverizó, dejando en el lugar del impacto una especie de estalagmita en miniatura.
El susto fue general, pues el terrón era de regulares proporciones. -¿Quién hijo de … estará tirando? –
dijo airadamente el padre de Graciela, que con sus palabrotas no respetaba ni a la anciana madre.
Fue entonces que Graciela narró los dos casos que esa misma tarde le habían acontecido. Como era
natural, la familia quedó sorprendida.
-¿Quién podrá ser? Hay que ponerse en cuidado – dijo la madre. Y al cuarto de hora, más o menos, un
grito de Graciela hizo que la luz fuera en el acto nuevamente encendida.
-Papá, papá, alguien me toco la pierna, -dijo Graciela entre sollozos.
El padre se tiró de su lecho y con un garrote en la mano fue a registrar todos los rincones y debajo de
las camas. Nada encontró. – Persígnate hija – recomendó la madre, visiblemente preocupada.
-A lo mejor fue alguna rata que pasó sobre vos – dijo el padre, no muy seguro de lo que decía.
Nuevamente apagaron la luz y después de rezar un rosario combinado entre abuela, madre e hija, todo
quedó en silencio.
A eso de las diez y media; aunque todos estaban ya dormidos, nítidamente oyeron el golpe de algo
pesado y grande que cayó al centro del cuarto. Sin embargo, nadie dijo nada y en atenta espera, quedaron
despiertos, como presintiendo algo más grave. Al momento, oyeron un ruido tan alarmante que obligó al padre
a encender nuevamente la luz.
-¿Qué fue eso? Me pareció oír que todos los trastos se habían caído del cajón y que la mesa y las sillas
también habían sido volcadas; algo así como una trifulca – dijo el hombre.
- Yo también la oí, pero primero oí que cayó al centro del cuarto algo así como un saco de ladrillos o
piedras – dijo Graciela.
- Sí, todos oímos eso – aseveró la madre.
Pues bueno, ahí ésta nuevamente la luz encendida y todos miraban sin comprender nada y asustados,
que en el suelo no había bultos de ninguna clase y que las cosas estaban en sus respectivos lugares de
costumbre.
-¡A la gran puxa! Esto no me está gustando nada, dijo el papá de Graciela, tenemos más de nueve años
de vivir aquí y nunca había sucedido nada semejante, ¿Qué diablos pasará?
- Calláte niño, no mencionés a ese animal; mañana voy a confesarme y a contarle todo al cura – dijo la
ancianita.
Hasta después de pasadas las doce de la noche, las personas de aquella casa pudieron entrar en
sosiego. Al día siguiente, temprano, Graciela se levantó, igual que de costumbre y se dirigió al baño.
Aquella mañana, el agua de la pila estaba, a diferencia de todos los días, sin el frío agresivo del hielo de
la noche; por el contrario, estaba tibiecita, agradable y con olor a rosas frescas.
La moza comenzó a bañarse y cuando estaba pasándose el paste por las piernas, notó cinco parches
morado-verdosos, a manera de marcas que tenía sobre el muslo derecho. Eran las huellas de la invisible mano
que la tocara la noche anterior.
Desde aquel día, todas las horas de su vida, en todas partes, Graciela sentía la presencia de alguien
que la espiaba constantemente.
Si estaba leyendo, al terminar la página, un aire suave la daba vuelta a la hoja, si iba a tomar agua,
encontraba el vaso ya servido; si iba a dormir, oía músicas suaves, arrulladoras; al despertar, sentía olores
agradables; en fin, por todos lados sentía la presencia de alguien.
La abuelita se confesó y comulgó. El cura de La Merced le dio agua bendita y a Graciela le colgaron
escapularios y medallas en el pescuezo y en las cuatro esquinas del cuarto echaron agua bendita.
Sin embargo, Graciela y su familia siempre oían ruidos, veían moverse los objetos, sentían olores, les
apagaban la luz, les tiraban piedras y les tocaban el cuerpo, de noche, en lo oscuro.
La vida se les torno imposible.
En tan desesperante situación, consultaron el caso a la comadre Juancha; la mujer del zapatero que
vino de Olocuilta. Se lo consultaron, con la recomendación de que no lo fuera a divulgar, porque era cosa fea.
A su vez, la Juancha consultó a la ña Toña, pero en confianza; porque pobrecita la Chelita, estaba
vigilada por los espíritus y no hallaban que hace con ella.
La ña Toña, en secreto, le contó a ña Paca; siempre en secreto, para que nadie lo supiera; ña Paca, le
contó a ña Julia, que tenía gran confianza con la Lola; también se lo contó en secreto porque la Lola era una
tumba para guardarle sus secretos; y así, el secreto siguió el expedito camino de lo confidencial y lo secreto,
hasta que todo el barrio ignoró todo, menos el “secreto”.
La comadre Tomasa, la tortillera y la ña Toña, aconsejaron que Chelita tomara ciertas pociones
medicamentosas para alejar de su lado al Duende. Un brebaje de hojas de ruda con siete dientes de ajo en jugo
de limón, era efectivamente un excelente antídoto contra los espíritus, y el Duende, que era sin lugar a dudas
quien la perseguía, no iba a aguantar aquel olor desagradable; porque si eso continuara así, el Duende no la
dejaría casarse, hasta que se aburriera de ella.
-¡Uh! Dios me guarde, -dijo la Chabelona, ¡Cómo puede ser eso!, ¡Cipota tan bonita vaya a quedarse
solterona! ¡toco madera!
-Aquí, dijo la Cheba, sólo iyendo a ver al ñor Juancho. El sabe desos volados.
En efecto, ñor Juancho sabía que el Duende era un espíritu enamorado que siempre buscaba a las
muchachas más bonitas y no las dejaba en paz hasta que les veía algo que a él no le gustaba.
La cura es fácil y sencilla; Graciela sólo tenía que ser desaseada y lo más recomendable era que fuera
a comer al excusado.
Esa misma noche todo el mundo sabía lo que Graciela tenía que hacer para retirar al Duende y al día
siguiente a la hora del desayuno, Graciela agarró su plato con frijoles colados y se fue a sentar al cajón del
excusado de foso, y tratando de hacer sus necesidades fisiológicas, se puso a comer, tarariando una canción
y aparentando estar a su gusto en la práctica de aquella acción antihigiénica.
Ella sentía la presencia de alguien que la atisbaba y el mal olor del cuartito le provocaba náuseas, pero
con todo y el natural repudio a su antinatural acto, allí sentada comió y hasta lambió el plato.
Varias veces le cayeron tetundasos en la espalda, pero se hizo indiferente y cuando ya se disponía a
salir del retrete, involuntariamente el plato deslizó de sus manos y ella con movimiento rápido quiso agarrarlo
en el aire y logró alcanzarlo en el momento en que con la otra mano sostenía el papel sucio que acababa de
usar. Sin darse cuenta de sus actos, llevó a su boca el papel y entre los labios retuvo aquella inmundicie. En el
mismo instante oyó una carcajada a sus espaldas.
Desde aquel día, Graciela y su familia no volvieron a oír ni sentir ninguna otra cosa que les perturbara
su tranquilidad.
El Duende se retiró.

El Cadejo
-Ahora, les voy a contar lo que le paso a mi hermano Agustín; mis palabras no le hagan riudo y Dios lo
tenga en los cielos – comenzó diciendo, la autora de nuestros días.
-Mi hermano era un hombronazo, alto, fornido, chele, pelo castaño liso; su mirada serena y apasionada.
A pesar de ser un labrador, sus gustos y maneras eran delicados y su voz grave y apacible. Desde muy joven
había sido el chin chin en el corazón de todas las muchachas del pueblo. Las mujeres se lo disputaban secreta
y públicamente.
Tín, por su modo de ser cordial y atento, hacía muchos amigos y por causa de su raro magnetismo entre
las féminas, esos amigos, íntimamente lo envidiaban y a veces hasta lo odiaban. Los enamorados y los novios
lo tenían como peligroso rival, y los casados lo consideraban una amenaza, un peligro constante.
A sus espaldas, le ponían apodos a cual más significativo: El Pollo Tín, Boca Chiche, El Barzón,
Cascabel sin Gato, Saco sin Fondo, Molinillo Fiestero, etc., y los viejos, acrecentaban: Gallito en Tejo,
Chimbolito en Agua, Divino Rostro, etc…
Las mujeres hacían comentarios según su edad y condición.
Los hombres contaban anécdotas, a veces exageradas e increíbles.
Tin, por su parte, consciente de su personalidad y emotivamente bien equilibrado, no se dejaba arrastrar
por vicios ni pasiones. Raramente asistía a fiestas o bailes y cuando iba, por compromiso inexcusable, su
permanencia era corta y sabía hacer derroche de amabilidad, cortesía y caballerosidad.
El sabía muy bien que con su actitud excitaba el deseo y la pasión de las mujeres; conquistaba el interés
de los posibles suegros y suegras e imponía respeto entre los hombres.
Muchas viudas y casadas sabían por experiencia, que Tín era un caballero muy discreto y a pesar de su
juventud, un modelo de hombría, cumplidor y valiente hasta la osadía.
Muchas jóvenes tenían en Tín el amante delicado y comprensivo, dispuesto a cualquier sacrificio para
mantener sus honras, y sus amores eran secretísimos.
Caminaba casi siempre solo, y por las tardes, a la hora del crepúsculo, se tumbaba sobre la grama en
el llano de las faldas del cerrito, con los ojos perdidos en el horizonte.
De sus cuitas amorosas con nadie hablaba, solo hablaba a los demás, de asuntos de trabajo; el maicillo,
el camalotal, los ejotes, los hijos de piña, la huerta, la yegua parida, etc. Y cuando algún amigo le incitaba a
pláticas acerca de aventuras románticas, él, sonreía torciendo un poco la boca y con mirar desconfiado
contestaba con monosílabos: sí, no,… comentarios sobre la personalidad de tal o cual mujer; eso queda para
los infelices, decía e inmediatamente cambiaba de tema la conversación.
En verdad, Tín era un tipo raro; gustaba mucho de cuidar personalmente de su yegua baya. No gustaba
de armas de fuego y su mayor entretenimiento consistía en contemplar la naturaleza.
La familia Méndez Castro, vivía al pie del cerrito de Santa Catarina, Departamento de San Vicente. Tín
era el único hijo varón. Sus cuatro hermanas se esmeraban porque él anduviera siempre presentable y cuidaban
escrupulosamente de todo lo que su hermano precisaba para mantener el orgullo de la familia. Así Tín, siempre
se sentía rodeado de solícitos cuidados, mimos, cariño, amor y comprensión. Por esas positivas razones, él,
nunca había pensado casarse y abandonar su hogar o llevar al seno de la familia personas extrañas que
estorbaran o eclipsaran el afecto filial que recibía y prodigaba.
En realidad, las aventuras románticas de Tín, eran muchas y frecuentes. Los dedos de las manos y pies,
no le alcanzarían para contarlas y en cualquier momento disponía de las hembras que quisiera, sin mayores
compromisos. No era raro, pues, que se le viera a cualquier hora de la noche volver montado en su yegua, o se
le encontrara caminando por las calles o caminos, principalmente cuando las noches eran iluminadas por la
luna o la bóveda celeste bordada de brillantes, rubís y diamantes, invitaba al romance, a las cuitas y al amor.
A los 113 años de vida, la abuelita materna de Tín, un día no despertó y cuando las nietas fueron a
saludarla a su lecho, la encontraron más fría que un terrón de arcilla.
Claro, desde hacía ya algunos tiempos se esperaba su deceso y no fue una gran sorpresa.
Con el tiempo suficiente habían comprado el cajón, las candelas, los candelabros, naipes, fósforos, etc…
Después de unos cuantos llantos a gritos de algunos miembros de la familia, se acordó que lo mejor era
no enterrarla aquel mismo día y hacerle velorio.
Se organizó un perfecto cuatro de comisiones y mientras unos iban a sacar la partida de defunción;
otros, avisaban a los parientes y amigos más lejanos; otros hablaron con la niña Juaquina para que hiciera los
puros y a la comadre Cheba para los cigarrillos pata de cabro. Entre las muchachas, auxiliadas por primos, tíos
y vecinos, se dividieron en grupos. Unos, se encargaron de acarrear el agua; otros, de hacer los tamales, las
quesadías, el pan; matar los patos, gallinas y jolotes; otros, hacían el café, chocolate, rajaban leña, barrían los
patios, adornaban de luto la casa y acarreaban sillas de las vecindades.
El día todo había sido para los Méndez, un día de trabajo agotador, pero naturalmente, habían dado
cumplimiento y con la ayuda espontánea de parientes y amigos, repartían tamales, pan, café, guaro, cigarrillos
y puros.
Desde temprano se formaron las ruedas de hombres y mujeres que jugando conquián, chucho, viva la
flor, poker y burro contado, acompañaban a la familia doliente.
Poco a poco, a medida que las sombras de la noche avanzaban, los grupos de jugadores fueron
encendiendo las velas y candiles de gas.
Los Méndez Castro, iban y venían en el interior y fuera de la casa, de un lado para otro, saludando y
contestando saludos.
Repartían comidas y bebidas y recibían flores y coronas y también condolencias.
Entre los concurrentes, no todos jugaban, las ancianitas habían organizado un rezo alrededor del féretro
e donde la abuelita, más seria que un decreto de impuestos y más tiesa que un bastón, indiferente a la
barahúnda, pasaba sus últimos momentos sobre la faz de la ingrata tierra que la vio gozar, sufrir y vegetar.
Otros grupos se entretenían en jugar a escode el anillo, pispisigaña, adivinanzas con penitencias y sol
sobrisol que manda mi rey señor.
Un velorio, en verdad, es algo complejo. Quien quiera puede darse cuenta del interesante espectáculo
que presenta un velorio.
A simple vista, el cuadro es de dolor; los cortinajes negros en balcones, ventanas y puertas; el cajón
rodeado de coronas de ciprés y flores blancas con su olor peculiar; las gentes de negro, los dolientes con sus
ojos enrojecidos por la fatiga del llanto, el polvo de la barrida del patio y el humo del fuego donde se cocen los
tamales, el café y el horno del pan. Mas, entrando un poco en el velorio, el observador se da cuenta que allí hay
comidas, bebidas y diversiones adecuadas a la ocasión. Además de los grupos que rezan, se forman grupos
que juegan, cuentan pasajes históricos, chistes, anécdotas y cuentos de toda naturaleza.
En el corredor de la casa de los Méndez, se había formado uno de esos grupos, integrado por los
hombres más distinguidos del pueblo. Después de los saludos, los primeros que se reunieron comenzaron a
hablar de las virtudes de la centenaria abuela que yacía tiesa en aquellos momentos; después de aquella
generación virtuosa, sana y resistente, decían, no había otra; se trataba nada menos que de la generación de
principios de 1800. ¡Ah! ¡qué tiempos aquellos! Suspiraban los viejos alisándose los bigotones, algunos ya
canosos.
La conversación siguió animándose a medida que nuevos personajes aumentaban la rueda y el grupo
serio y parsimonioso ahondaba su interesante asamblea cada vez más, después que las palanganas circulaban
con las copas llenas de licor.
Así, después de los temas de las nobles costumbres, la honra, el honor, la educación, el civismo;
después de largos y fantasiosos comentarios, entraron en el apasionante tema de las creencias y
supersticiones.
Lo simpático de este tipo de reuniones y sus pláticas, es que se habla de todo. Inapropiadamente se
pasa de un tema a otro y los exponentes hablan a voluntad, sin preocuparse del tiempo ni de si los demás creen
o no lo que se les cuenta. Allí todo es bueno y bien creído; sobre todo cuando el narrador es un viejo de cabeza
y bigotes blancos, piel arrugada y más aún, si menciona nombre de personas y de lugares por todos conocidos
y que han sido testigos presenciales de los sucesos narrados.
Al borde de la media noche, Agustín haló un taburete y se sentó entre dos de los que formaban la rueda
de los distinguidos, para oír los cuentos de los ancianos, y, cuando menos esperaba, fue invitado para que
refiriera alguna de sus experiencias. Querían oír a nuestro héroe narrar, sin duda, alguna aventura romántica y
conocer más de cerca a aquel personaje que ya, a edad bisoña, era todo un personaje serio y respetable; pero
él, sonriente, comenzó diciendo:
-Pues a mí, hace poco me pasó una cosa rara – en esos momentos los espectadores unos a otros se
miraron maliciosamente entre sí, comprendiendo la importancia del personaje que había tomado la palabra y,
con la máxima atención, todos quedaron en silencio – venía de dar una vueltecita de por allá abajo, cuando
después de pasar por el atrio de la iglesia, cerca de la otra esquina, oí un ruido de pasos como casquitos de
cabro que me seguían. Sin detenerme, miré para atrás y vi un chuchito blanco que me seguía como a cinco
pasos de distancia. Inmediatamente después pensé que era el cadejo. No le di mayor importancia y seguí
caminando seguro de que era el animal bueno.
Dos cuadras más acá, después del solar de Juan, sentí que los pelos de la cabeza se me paraban y
como saliendo del cerco, se me apareció un hombre con el machete en mano parado a unos pocos pasos frente
a mí, en plan de ataque, y con voz ahuecada, me dijo: -“Gallo, se te legó la hora” – y sin más nada dio un salto,
tirándome un filazo, que yo creí que en realidad, era el fin. No sé ni cómo me barrí hasta la mitad de la calle,
dispuesto a juntar una piedra para repeler el ataque, pero en ese momento, el perrito blanco que me seguía, se
lanzó como una flecha en medio de los dos y asaber como enredó las canillas de mi atacante; lo que sí sé es
que aquel a quien en ningún momento pude reconocer, cayó al suelo y se entabló una feroz lucha con el
animalito. Yo, sinceramente, no hubiera querido estar en los pantalones de mi adversario. El infeliz rodaba y
gemía como si lo estuvieran ahorcando. Aquello era un remolino que en el suelo se confundía con el polvo. Lo
más raro del asunto es que en ningún momento el perrito ladró. La lucha duró unos cinco minutos y derrepente
vi que el infortunado atacante salió arrastrándose, a gatas y a saltos huyó cuesta abajo, pero antes de pegar
desesperada carrera, se volvió diciéndome:
-“Que te valga que te defendió el Cadejo, hijo de…”-
Yo, seguí mi camino, pero apreté el paso y todo mi cuerpo temblaba. Me sentía cansado y sin resuello.
Caminaba al centro de la calle y con una piedra en cada mano. Al llegar allí, - y levantando la mano indicó para
la esquina que formaba el cruce de calles – ya mi cadejo blanco iba delante de mí. De la calle transversal
apareció otro perro del mismo tamaño que el mío, pero aquel era de color negro, y con un gruñido saltó al
ataque. Yo, sin saber qué hacer, me quedé parado, pues aunque hubiera querido salir corriendo, no lo hubiera
logrado, no podía ni moverme; las canillas no me obedecían, las sentía flojas y me parecía que estaban pegadas
las plantas de mis pies al suelo.
Entre gruñidos horribles, los dos cadejos se revolcaban en feroz batalla campal. Aquello más bien
parecía huracán.
Respiré varias veces a fondo y recé el Credo en Dios Padre.
Estaba bañado en un sudor helado. Me encontraba ya cerquita de mi casa, pero hubiera querido que la
tierra se abriera y me tragara.
Lo que en mi interior sentía era terrible, una angustia, desesperación, asfixia, surumbera; me sentía todo
chueco. Pensaba en que el Cadejo Negro era el merito diablo, y si vencía al Cadejo Blanco, yo estaba frito.
Irremediablemente perdido. De segurito que me llevaría el Diablo. Quise gritar y con todas mis fuerzas hice el
esfuerzo; pero de la garganta no me salió ni un tan solo gemido. Haciendo grandes esfuerzos miraba, pero el
cerro, las piedras, las casas, todo daba vueltas a mi alrededor. Cerraba y abría los ojos rápidamente para ver
si lograba aclarar la visión, pero era demás, todo estaba entre penumbras y giraba; danzaban todos los objetos
y las estrellas se confundían con los árboles, casas, piedras y cerro.
Al buen rato, no podría ni siquiera calcular cuento tiempo, el remolino de aire y polvo en que se habían
envuelto los cadejos, se fue disipando y por fin desapareció.
Un fuerte olor a cacho quemado llegó hasta mí y con los ojos medio nublados pude ver al centro de la
cruzcalle. Sentado sobre su cola, estaba mi Cadejo Blanco, oteando y mirándome. Sus ojos eran como dos
brasas rojas que echaban chispas y el hocico puntiagudo entre abierto dejaba caer al suelo ligones de baba y
espuma.
Con movimientos involuntarios me persigné y, como si aquello hubiera sido un conjuro, se me quitó el
miedo, y desapareció el Cadejo.
Yo como sonámbulo, paso a paso, haciendo grandes esfuerzos llegué hasta mi casa.
Por eso hoy, dijo después de hacer una pausa y mirar tristemente a todos sus oyentes, juro, y rejuro y
contrajuro, que no vuelvo a quedarme tan noche en la calle y menos hasta allá por el rastro, sobre todo si es
viernes.-

El Cipitillo
Una de las industrias que en el departamento de San Vicente se explotaron desde hace muchísimo
tiempo, es la siembra de la caña de azúcar; la fabricación del dulce de atado y del azúcar de pilón.
El proceso es bastante complicado y laborioso y no creo que sea necesario explicarlo; lo que para
nuestro cuento se necesita solamente, es saber que en todo el curso del trabajo para obtener el dulce producto,
hay una etapa que reviste características románticas que son aprovechadas por enamorados, novios y recién
casados.
Ese período es la época de la molienda.
Es una fase en el proceso de la elaboración del jugo de la caña que modernamente, en la gran industria,
los coladores, hornos, tachos, centrífugas, etc., son todos movidos por motores y calderas que producen ruido,
calor, mal olor a grasa, aceite, gasolina y humo.
Todos esos aparatos y engranajes hacen un bullicio infernal, insoportable, que nada tiene de sentimental
ni romántico, aunque sí mucho de sacrificio para los operarios y el lucro para los dueños, naturalmente, es
mucho mayor, pues la maquinaria a suprimido al hombre y allí las órdenes de movimiento para todo son dadas
por sirenas, pitos, conmutadores, botones de luces de colores, manómetros, termostatos, termómetros,
barómetros, pluviómetros, etc.; los trabajadores visten overoles y gorras, y calzan botas y guantes de goma y
más parecen robots que hombres.
Al conjunto de aparatos de le llama beneficio o ingenio y al trabajo, safra.
El episodio que vamos a referir sucedió en una molienda antigua, sin ningún tecnicismo ni adelantos
modernos y fue allá, en un pueblecito próximo a la cabecera departamental de San Vicente, cuyo nombre es
Apastepeque.
El trapiche estaba instalado como a un kilómetro del pueblo y a unos doscientos de la orilla del camino
real y a más o menos igual distancia de un riachuelo, de donde tomaban el agua para las labores y apagaban
su sed hombres y ganado.
Molienda, se le decía, pues, a la acción de moler la caña para extraerle el jugo; cocer el caldo y elaborar
el dulce y el azúcar. Eso sí, las moliendas de antaño eran, además, emocionantes y románticos paseos en
donde no sólo se comía abundante espuma y sabrosa “miel de dedo”, sino que en noches de luna con la cipota
de la mano se cantaban melodiosas canciones y golosamente se besaban los enamorados.
Estamos refiriéndonos, desde luego, al trapiche de madera chirriante lubricado con sebo de buey o con
jabón de unto; los peroles humeantes, calentados con fuego de leña o bagazo y los moldes de palo donde se
chorreaba la miel hirviente para que enfriada al ambiente natural, fueran separadas las tapas o panelas que se
envolvían en pencas de tusa de maíz y atados con mecate de plátano.
A ese conjunto de dispositivos sencillos y su faena con sabor primitivo, se le llamaba “LA MOLIENDA”.
Pues bien, como aquella molienda del Patojo Juan, era la más próxima del pueblo y además los arrieros,
fogoneros, sacatrapos, puenteros y todo el personal era una familia amiga de los habitantes del pueblo, cuando
daba principio la temporada de molienda, allá, en el patio bien regado y barrido, sobre la tierra firme y
coloradosa, al compás de guitarras, mandolinas y violines se cantaba y bailaba de lo lindo.
Claro, allí, al pie de un horcón de la galera donde estaban los peroles o al pie del naranjo chipe, podía
verse el cántaro barrigón de barro quemado, con una oreja quebrada y hasta el pescuezo jetón, de chaparro
oloroso y medio ahumado con sabor picante a jengibre molido.
Embrocado, cubierto de jetona boca del cántaro, el negruzco huacal de morro estaba a las órdenes de
todo el mundo.
El Patojo Juan, su mujer, los hijos, primos, tíos y cuñados, desde temprano habían puesto en acción el
trapiche y metido fuego a los hornos. Ya había molido más de diez carretadas de caña y el segundo perol iba
cerca de la mitad de jugo. El chirrido estridente que produce la fricción de la madera del trapiche al moler los
pedazos de caña, por extraño que parezca. Se oyen más fuertes de lejos, como de cerca. El grato olor del juelgo
que los bueyes exhalan al remasticar bejucos de loroco, se siente tan bien de lejos, como de cerca. El grato
olor a verde y dulzón del jugo crudo de la caña colorada, pinta y amarilla, se mezcla con el acido y acre de la
rubia y empalagosa miel hirviente, que burbujeante al centro del perol, produce espuma sabrosa en los rebordes.
La tarde fue placentera y las muchachas con sus vestidos de cretona estampada exhibiendo grandes
ramos de flores chillantes en sus enaguas, al estilo húngaro, fueron llegando en grupos acompañadas de sus
enamorados, primos, tíos y demás familiares.
El saludo amistoso del Patojo Juan, era acompañado de la clásica huacalada de chaparro y a la tarrada
de espuma caliente y olorosa.
La luna, coqueteando a las puntas de los cerros distantes y al majestuoso Chinchontepec, juguetona se
escondía entre las ramazones de los amates, los aguacateros, los mangos y los quijiniquiles.
Los últimos celajes de la tarde en que el sol perezosamente se escondía tras el volcán a la distancia, se
resistía obstinadamente a ceder su guarida celestial y transformaban a las nubes en caprichosos diseños, en
fantásticas y grotescas figuras aladas que poco a poco iban transformándose en siluetas de personas, animales
y cosas con fondos de fuego y sangre en aquel gigantesco incendio que el astro rey se complace e presentar a
la inspiración de los poetas y en franco desafío a los pintores.
Los pericos en bandadas, bullangueros de nacimiento, surcaban el espacio hacia destinos desconocidos
y mientras los clarineros elevaban a los cielos sus clarinetadas en sinfonías endiabladas, los pijuyos se
entretenían en practicar saltos acrobáticos, arrancándoles los patacones a los displicentes bueyes que con
infinita calma, echados entre los matorrales, sobre la hojacasca a la orilla del cenco de izotes en flor, rumeaban
babosos y movían desdeñosamente sus flácidos rabos, como indicando a los pedicuristas vestidos de negro
azabache, el lugar donde los insectos estorbosos les chupaban la generosa sangre.
Los pies, encaitados unos y descalzos otros, de los hombres y mujeres, pataleaban rítmica y
furiosamente contra el suelo al compás de la música, y entrelazadas las parejas bailaban y reían; cariñosos se
besuqueaban y pellizcaban y sudaban.
Ya próximo al filo de la media noche, cuando el disco plateado en el límpido piélago llegaba al zenit, de
allá abajo, de la quebrada de donde corre el riachuelo se oyó un grito, que como una orden imperiosa suspendió
música, baile, risas, y todo otro movimiento.
¿Qué fue? ¿Qué sucedió? – indagó el compadre Nacho – que vacilante, con el machete en la diestra
avanzaba en dirección a la quebrada en cuyo lecho corrían las cristalinas aguas del riacho.
Nuevamente la voz se oyó, y esta vez, en el silencio expectativo de la noche surgieron claras palabras:
-
¡Oh!, ¡Tatóooo! ¡Juanchooooó! ¡Pedrooooó! ¡Vengaaan, vengan todos, aquí hay un volado feyo! ¡Apurenseeeé!.
Entonces, los reunidos en la molienda del Patojo Juan, hombres y mujeres, con los rostros serios, se
miraban interrogantes entre sí.
De pronto, como surgiendo de un extraño sueño, Beto, el hermano mayor de los hijos del Patojo Juan,
medio boleco de beber chicha y bailar, se dirigió al Viejo Nacho y con elocuentes ademanes esgrimiendo el
machete empollerado, le dijo:
-¡Achís! Oiga Padrino, ese es Chico, ¡no jodan, vamos a ver ques lo que pasa! –
-Vamos, -dijo el viejo aludido, tirando un salivazo sonoro a dos metros de distancia, y los dos, machete
en mano arrancaron en carrera cuesta abajo por la vereda.
Algunos de los muchachos ya habían soltado sus parejas de baile y también corrían decididos, armados
de cumas y machetes en dirección a la quebrada.
Los demás, hombres y mujeres, con palabras entre-cortadas se interrogaban entre sí y caminaban
curiosos y a la vez medrosos, hasta el borde que formaba la pequeña planicie del patio de baile.
Mientras tanto, allá abajo, los que ya habían llegado a reunirse con Chico, se agachaban y atónitos veían
el suelo y como perros de caza rastraban de un lado para otro comparando huellas y calculando distancias.
El Viejo Nacho, conversando con su ahijado y Chico, iniciaron el regreso al trapiche y les decía:
-Eso no es nada muchachos, sólo son las huellas del Cipitillo-.
Cuando llegaron al grupo que en lo alto los esperaba, curiosos preguntaban: ¿Qué fue? ¿Qué hallaron?
¿Qué vistes Chico?
Abriéndose paso entre la concurrencia, el padrino Nacho fue a tomar asiento sobre un trozo de palo que
había estado ocupando el guitarrista y dándole un chupetazo a su chenca de puro, hizo señas a los que lo
seguían y éstos, haciéndole semi-circulo a su contorno, en silencio esperaron a escuchar al Viejo.
Unos, sentándose en trozos, otros en pedazos de adobe y otros simplemente acurrucados o parados
guardaron respetuoso y profundo silencio, atentos expectativamente a o que el padrino Nacho iba a decir.
-Pues bien muchachos, dijo por fin, dibujando una sonrisa con los cariñosos labios que ampliaron si
enorme bigotón puntudo, lo que Chico vió allá abajo no es gran cosa. Aquí es muy corriente ver esas cosas. El
año pasado, hay está el compadre Juan que no me deja mentir; en varias ocasiones vimos a la Ziguanaba
lavando y haciéndonos señales para que fuéramos hasta donde ella; y yo, achís, que miedo le güa tener a esa
chancha; fui varias veces, la he seguido, pero se me desaparece cuando llego cerca. A yo no me agüevan tan
fácil. Al Cipitillo, que es el hijo de la Ziguanaba, sí, ya casi lo agarro. Allí mismo, onde están los rastros que
Chico halló, una noche como ésta, la luna estaba así merito alumbrando a todo meter, cuando me salía a miar
allí al caminito; pues veyan nomás ustedes, el Cipitillo estaba con su gran sombrerón encima de un montón de
ceniza hartándose a dos cachetes, hay nomasito, como a dos pasos de yo. Pude verlo bien. El es un cipote así
como de unos siete años, chele y barrigoncito. Cuando vido que yo lo estaba mirando curioso, se puso a saltar
dialegre y tiraba puñadas de ceniza para arriba como para bañarse. Mencojí un poco y diun salto me tiré sobrél,
peruel condenado ya estaba del otro lado del montón de ceniza y ría y ría burlándose de yo, el muy maldito.
Encachimbado yo, ¡me propuse agarrarlo!
Entre los concurrentes se oyeron risas y exclamaciones de sorpresa. Los enamorados agarrados de las
manos se estrechaban más y rápido circuló el huacal de chaparro de mano en mano entre unos y otros que
ávidos sorbían tragos del picante brebaje.
-Pues asina fue – prosiguió Nacho, entregando el huacal después de tragar un buche de chaparro, tirara
un escupitajo y darle un chupete a la cabulla del mascado puro –como siguiendo al Cipitillo, llegué hasta allá
abajo. ¿Cren que lo pude agarrar? Nones; es más águila que yo. Lo jodido fue que cuando llegué a la orilla de
la quebrada ya no lo vide y fuentonces jué que sentí un escalofrío en todo el cuerpo. Se me puso erizo el cuero
de la piel y se me paró el pelo, y se me aflojaron las canillas. ¿Pero han decrer? ¡el machete no lo aflojaba ni
por quién! Entonces miacordé de la oración que menseñó mi nanita, la finada Nacha, Dios en su gloria la tenga,
y mordiendo el lomo del machete recé el “Jesús que fuerte vienes”. Como por encanto se me quitó el miedo y
agarré valor para regresar aquí arriba. Ya no trabajé nadita porque estaba prendido en calentura. Todo
tembeleque, haciendo un esjuerzo, me sampé una horchata de ciguapate y miacosté allí cerca de los hornos.
Eran como las doce de la noche. Aquí estaban casi todos los muchachos, pero yo para no meterles miedo nada
les dije. Ligerito, ligerito me dormí, pero en la mañanita que acordé ya todos siabían echado a dormir y entonces,
sentado sobre el costal que había puesto de pepeishte en el suelo, vide a mi alrededor. Eran ¡cachimbazos! De
rastros finitos de los piecitos del Cipitillo, que en lo que yo estaba dormido, el muy condenado se dio la grande
bailando y dando vueltas alrededor de yo.
Nuevamente estallaron las risas y las exclamaciones de asombro.
En esos momentos llegaron hasta el grupo los que jadeantes venían de allá debajo de la quebrada.
Uno de ellos, con la respiración entrecortada, haciendo grandes esfuerzos, dijo:
-Es demás, no se puede ver bien. No pudimos hallar nada.
Los acordes de la guitarra y las temblorosas notas de la bandolina rompieron nuevamente el silencio de
la medianoche y el baile siguió hasta la madrugada, cuando el cenzontle almizclero trinaba a los primeros
clareos de la aurora, saltando de rama en rama escondido entre los matorrales de la quebrada.
Era el alma del Cipitillo que se burlaba de los bailarines de la molienda.
“Felicidad Trunca”

En la madrugada del domingo 4 de diciembre de 1963, Lito, en su lecho de soltero, se movió


bruscamente con la sensación horrible de quien se está ahogando. No tuvo tiempo de nada. Ni siquiera de
analizar qué era lo que le acontecía. El espasmo violento del vómito lo hizo girar sobre sí mismo y fue esa la
manera como parte del vómito escurrió hasta el suelo.

No llegó a tener conciencia clara de sí. Uno tras otro los accesos lo dejaron prácticamente inundado en
un lago de asquerosas materias corrompidas, hediondas, que en el clímax del proceso de descomposición
química, la fermentación fue tanta y tan violenta, que su estómago, en un esfuerzo por salvar la vida, casi vació
por completo su quimo descompuesto.

Era este el caso típico de congestión gástrica. Era uno de esos casos en que la persona se retuerce toda
y muere engarabatada y cuando por oportuna intervención logra ser salvada, queda paralítica y con los
miembros superiores e inferiores inválidos, el rostro torcido y la mandíbula fuera de su lugar, presentando
grotesca fisonomía.

Lito, infortunadamente, fue encontrado muerto en un nauseabundo charco de vómito.

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En la casa de Gertrudis (la novia de Lito) el movimiento era intenso. Había sido intenso desde que se
aproximaba la fecha fijada para la boda; pero la noche del sábado 3 de diciembre, desde la puesta del sol, la
afluencia de visitas y regalos de boda para los novios había sido incesante, y tanto, que allá por las 9 y media
de la noche, unos amigos íntimos de la feliz pareja se presentaron con botellas de wisky y discos de la última
moda, dispuestos a celebrar dignamente la despedida de solteros de sus amigos, que dentro de pocas horas
unirían sus vidas con el lazo matrimonial.
Los reunidos comieron, bebieron, fumaron, chistaron, rieron, bailaron y gozaron en gran forma hasta
más no poder.
Entre las “bocas” que les fueron repartidas, los camaroncitos salados fueron lo que gustaron de manera
especial a Lito. Así, mientras los concurrentes, en toda ocasión después de cada brindis variaban sus “bocas”
entre pedacitos de queso, jamón, aguacate, caña, chicharrones, yuca, limón, aceitunas, galletas, jocotes, mango
verde, etc., Lito, sistemáticamente pedía: -chacalines, por favor-.
Así, la fiesta íntima de despedida de solteros duró hasta las 12:30 de la noche, hora que todos
reconocieron que para estar lúcidos a las 9 de la mañana de aquel bienaventurado domingo, debían ir a
acostarse y descansar, y recomendado lo propio a los novios, se retiraron en grupos cantando los unos, y
contando chistes, los otros. Todo mundo contento, todos satisfechos y felices de la vida.
Después de besos y fuertes abrazos a su novia, Lito también se retiró.
Como se sintiera cansado y un poco mareado por efecto de los brindis, Lito abordó un taxi que lo condujo
directamente a su residencia.
La casa donde Lito alquilaba un cuarto con puerta que daba a la calle, distaba unas veinte cuadras de
la casa de su novia, mas, esa hora, el tránsito era casi nulo, favoreciendo la rápida llegada a su alcoba.
Tal vez a la una de la madrugada, Lito ya estaba acostado durmiendo en su cama.
La mañana de aquel domingo era particularmente calurosa. Moviéndose apresuradamente los parientes
de la novia, iban y venían de un lado para otro adornando la casa y ultimando hasta los menores detalles para
recibir a los desposados cuando llegaran de la iglesia.
Poco antes de las 7 horas comenzaron a vestir a la linda joven.
Cuando fueron las 8 y media, ella estaba lista y radiante. Más linda que nunca en su vaporoso traje
blanco.
A las 9 menos diez minutos, en compañía de la madre y de sus madrinas, Gertrudis abordó el carro que
las conduciría a la iglesia.
Como la mayoría de las novias, Tulita, como cariñosamente la llamaban familiares y amigos, tremía
ligeramente a cada suspiro, consciente de la solemnidad del acto que iba a enfrentar. Sentíase feliz y gozaba
notando que todas las atenciones y miradas de admiración y cariño eran exclusivamente para ella y
mentalmente repetía a cada instante: -esto, solamente una vez se disfruta en la vida-.
Cuando llegaron a la iglesia, el fotógrafo contratado se apresuró a tomar las primeras impresiones y el
“flash”, como centellas, relampagueaba alborozadamente desde cuando fue abierta la puerta del carro.
Imprevistamente aparecieron por ahí otros fotógrafos y se armó enorme confusión de relámpagos en
profuso centellar que a cada paso de Tulita destellaban impertinentes.
Don Ramón, el padre de Tulita, llegó inmediatamente detrás en otro carro y fue a ocupar su lugar al lado
de su hija, iniciando la marcha a través del atrio. Con gran elegancia, padre e hija, lentamente subieron las
gradas del templo. La enorme nave estaba totalmente llena. Los comentarios eran unánimes: “!Qué linda está
la novia! ¡qué bella es Tulita! ¡qué maravilloso traje lleva ella! ¡Oh!, ¡qué encantadora, parece un ángel!”
Los niños, curiosos, sonreían; los viejos, recordando tiempos idos, suspiraban; las muchachas, llenas
de envidia, cuchicheaban; los jóvenes, entusiasmados, también hablaban bajito entre sí. Mas, todos los
semblantes reflejaban satisfacción.
Así, lentamente, el cortejo encabezado por la novia asida al brazo de su padre, llegó hasta el altar-mayor.
Hasta esos momentos nadie se ocupaba ni de pensar en el novio; pero, cuando pasaron algunos minutos
de que la novia hubo llegado triunfalmente al pie del altar y apareció el sacerdote para iniciar la ceremonia, el
estupor no tuvo límites entre la concurrencia.
-¿Y Lito? – dijo el padre de Tulita.
-¿Y Lito? – interrogó la novia. Unos a otros se miraban con expresión de perplejidad.
-¿Y el novio? – se preguntaban unos a otros.
Es claro, puede efectuarse casamientos por poder, pero este no era el caso. Los casamientos por poder
solamente se justifican cuando uno de los contrayentes está imposibilitado de comparecer a la ceremonia y
previamente autoriza a otra persona para que lo represente. Mas, nunca se hubiera dado esto entre Lito y Tulita,
pues ambos vivían desde su infancia en el mismo lugar y hasta en esos momentos siempre los vieron andar
juntos, felices, del brazo y no se tenía ninguna noticia de que él hubiera salido del pueblo.
Cuando el sacerdote preguntó: -¿Quién es el novio? alguien ahí dijo: - No ha llegado todavía-.
Haciendo cara de desagrado, el cura dijo bajito: -bien, esperaremos un momento – y acto seguido
comenzó a discursar:
-“Amados hermanos, estamos aquí reunidos, por la gracia de Dios, bajo el techo de este Templo Santo,
en donde en breve celebraremos uno de los miles, millones de casamientos entre seres humanos, que
consagran su felicidad bajo el protector manto de la Santa Madre Iglesia. El casamiento es una necesidad del
hombre; es un precepto divino; es la unión de dos seres que anhelan vivir y procrear hijos iniciando su vida en
común con la bendición del Ministro de Dios aquí en la Tierra.
La familia es sagrada desde que instituida legalmente ante su religión y Dios se complace cuando ve a
sus hijos cumplir sus preceptos; por eso, aquellos que viven amancebados dando hijos ilegítimos, no alcanzan
el perdón de Dios. Aquellos que pecan en el vicio de la carne; aquellos que irreverentes a la iglesia se juntan
para vivir como animales, sin la bendición de la iglesia, cometiendo el pecado original, traen al mundo hijos de
la prohibición; hijos que más tarde lanzarán a sus progenitores, anatemas y vivirán unos y otros como proscritos
de su fe, de su vida espiritual”.
El sacerdote habló; habló con elocuentísima oratoria durante mucho tiempo.
En realidad, la mayor parte de la asistencia, atenta a las palabras inflamadas de clérigo, había olvidado
a los novios. Lo mismo no acontecía con Tulita, ni con la madre ni ella, ni con don Ramón, ni con los padrinos
y amigos íntimos de la pareja.
En el rostro de todos se reflejaba ansiedad y expectación, consternación.
Tulita tenía la mirada perdida entre la multitud de cabezas y cortinajes que llenaban el gran Templo.
Parados desde que llegaron, Tulita del brazo de su padre, habían quedado al pie de la baranda del Altar
Mayor dando frente a la entrada principal de la iglesia.
En los intervalos en que el sacerdote orador tomaba nuevos argumentos, se oían cuchicheos los más
variados. Así, una buena media hora después de iniciada su perorata, el cura comenzó a inquietarse también.
Los más pesimistas comenzaron a comentar: -Aquél debe estar fondiado-.
Otros decían: -No lo dejó venir la otra-
Y de esa forma fueron subiendo de todo las conjeturas. Cuando eran ya casi las diez, la madre de Tulita
pidió a unos amigos que fueran a la casa de Lito para saber que había acontecido. Apresuradamente, varios
hombres en pequeños grupos y en disparada, en sus carros salieron en diferentes direcciones.
Un grupo, se orientó para la policía, por si había sido alguna inoportuna detención; otro grupo se dirigió
para el hospital; otro, para la casa de la novia y los más íntimos de Lito, se condujeron al cuarto en donde tantas
veces habían pasado horas conversando y cantando alegremente.
Los primeros en volver a la iglesia fueron los que habían ido al hospital.
-Gracias a Dios – dijo la madre de Tulita – nada grave le ha acontecido-
A poco, llegaron los que visitaron la policía.
-Bendito sea Nuestro Amo, -se santiguó una comadre.
La angustia reflejada en el rostro de la novia crecía segundo a segundo.
La habladera entre el público aumentó de volumen y por más esfuerzos que hacía el cura para controlar
la atención de la feligresía, la comadrería iba tomando cuenta de todos.
El padre de Tulita estaba rojo de indignación; mientras, el rostro de Tulita estaba tan pálido que parecía
de cera y competía ventajosamente con el ramo de azahares que tenía entre sus manos.
Cuando eran las diez y treinta y cinco, uno de los del grupo que fue a la casa de Lito, volvió como
emisario sudorosa, con los ojos casi fuera de órbita; abriendo camino entre la multitud llegó hasta el grupo que
formaba la novia, sus padres y padrinos.
La noticia fue breve y simple; -Lito no puede venir-
Sin más nada, ¡puff! La novia se desmayó; tras ella, la madre también se desmayó.
-¿Qué fue? ¿qué aconteció? – interrogó el sacerdote.
-El novio no vendrá – fue la contestación categórica que de algún lado dieron.
Sin más nada, el cura alzó la voz y dijo: -Allí tenéis amados hermanos míos, el caso de un hombre
irresponsable.
Hace todos los preparativos para casarse con esa linda joven, y a la hora no comparece ni siquiera a
dar una satisfacción. Esas, no cabe duda, son obras de Satanás; son obras del mismísimo espíritu maligno.
Reciban todos mi bendición.
Y haciendo con la mano extendida la señal de la Cruz; -En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo, yo los bendigo-.
Amén, -contestaron todos en coro.

MORALEJA:
Este caso aconteció en un país de América Central. Como es obvio, los nombres son ficticios; no
obstante, la historia es verídica y nos ejemplariza el típico caso de cómo los humanos destruyen, antes de
alcanzarla, la felicidad a que tendrían derecho a gozar. Las grandes mayorías se alimentan erradamente y violan
las leyes naturales e inmutables que rigen la vida.

FIN

“El Hipnotismo”
Un circo, al estilo común de los que llegan a las fiestas agostinas en San Salvador al campo de las Ferias
y van de pueblo en pueblo, diz que dándole realce a las fiestas patronales, es algo realmente interesante.
La disposición de su improvisada estructura, más bien parece la de un teatro o una sala cinematógrafo
sin pantalla.
Se trata de una carpa rectangular, cuyos lados menores sirven de entrada y salida uno, y de fondo y
escenario el otro.
A lo largo de los lados, las graderías de tabla rústica y al centro, sillas de tablitas plegables forman la
luneta o preferencia.
El escenario es un entarimado de tablas en cuyo frente corre a voluntad, antepuesto y accionado por
cordeles, el telón.
Un decorado pobretón y de mal gusto forma candilejas y allí, a la pura mengambrea, como dijera Juan
Pueblo, los artistas cambian de ropas en absoluta promiscuidad hombres, mujeres y niños.
A la entrada está la taquilla y antes de comenzar cada presentación a la cual llaman “tanda”; los payasos,
el mago, porque todos los circos tienen un mago (el mejor del mundo) estudiado en la India, maestro de los
lamas; los enanos o cualesquiera otros personajes del elenco, se colocan a un lado y a gritos, por mímica,
cantando y bailando, o todo junto al mismo tiempo, luchan desesperadamente por llamar la atención del público,
que cansado de las mismas payasadas, los mismos plagios, bailes y suertes mágicas, se pasea indiferente
tratando de evitar el humo sofocante que sale de debajo de los comales de las pupuserías y de las ollas de
tamales y ponches de las comerciantes fiesteras.
Una batería, un contrabajo, un cornetín, un saxofón y un clarinete o un violín, forman la banda del circo
y éste se bate heroicamente tratando de hacer más bulla que las trócolas de los salones de cervecerías que
casi siempre son colocados a seis u ocho metros al frente, en largas dilas hacia la izquierda y hacia la derecha.
La batalla es campal, contra todo y contra todos; porque a tres o cinco metros entre circo y salones de
cervecerías, precisamente frente a la entrada del circo se coloca una interminable ringlera de carretoneros
vendiendo sorbetes, paletas, refrescos, algodón de azúcar con color rosadito y frutas heladas. Todos gritan
proponiendo sus mercancías y tocando sus timbres, campanillas y pitos.
Es un bullicio infernal. Es la fiesta.
Casi a continuación, a ambos lados hay más circos y espectáculos diversos; la caseta del Niño Sapo; el
Palacio de los Espejos; el Hombre Gorila; la Sirena Desnuda; la Cabeza Encantada; etc., también ellos anuncian
sus tandas a voz en cuello y sus bandas, tocadiscos y altoparlantes o marimbas triples, meten ruido y molotera
a más no poder.
La gente paseante, claro, no camina en silencio. Van haciendo también su contribución al barullo. Ríen
a carcajadas, hablan a gritos para lograr comunicarse entre sí, aunque caminen tomados de las manos.
En los salones, con dos o tres cervezas entre pecho y espalda, ya carones y manudos, los muchachos
y “muchachas” no pueden quedarse atrás y meten batahola a su sabor y antojo.
Pues decíamos, que estos mal llamados circos, son más bien caricaturas o simulacros grotescos de
teatros ambulantes. Por su estructura, más por sus representaciones, no alcanzan categoría de teatro ni de
circo. Son una mezcolanza de pequeños aficionados a artistas reunidos, que desesperadamente se aferran a
la carpa como tabla de salvación en el naufragio de sus miserables vidas y piden, ruegan y suplían aplausos “al
respetable”, ya que son incapaces de ganarlos por calidad y capacidad. Esos aplausos mezquinos, arrancados
al público en base a ruegos e imploraciones, representan para los artistas, el plato de frijoles salcochados o la
pareja de pupusas revueltas, que son toda su alimentación.
En honor a la verdad, son muy pocas las ocasiones en que esos heroicos conjuntos de “artistas” se
pueden ver algo que satisfaga; esta naturalmente, en nuestra personal apreciación sin perjuicio de que a Ud.,
caro lector, o muchas otras personas como Ud. queden plenamente agradadas con las actuaciones circenses
de feria.

******

Serían más o menos las seis de la tarde cuando José y Efraín se juntaron bajo el foco, en la entrada del
Mesón Serpas, donde ambos vivían.
Era 4 de agosto, allá por el año de mil novecientos Martínez, día de los militares, y los cohetes
anunciaban que la carroza aún no rondaba el Parque Dueñas (antes así se llamaba lo que hoy es Plaza
Libertad).
De esto hace unos 26 o 28 años, cuando la calle del Coro Nuevo era polvosa, y atrás de la casa de
Mantequilla, habían lomas y guayabales; allí estaba el Mesón Serpas.
El Campo de la Feria había sido instalado en el antiguo Campo de Marte (hoy Parque Infantil) y sus
alrededores.
José y Efraín deliberaron. Esa tarde les habían pagado en los talleres la semana larga. Tenían dinero
para ir a divertirse un poco. Ninguno de los dos era dado a la bebida; esa era una de las razones por las que se
llevaban muy bien. Acordaron ir al Campo de la Feria, pero antes pasarían por el parque para ver la carroza, y,
sin más pensarlo, se fueron platicando.
Desde el atrio de la iglesia El Rosario ellos alcanzaron a ver la última vuelta de la bellísima carroza que
lucía a la novia de los militares, que como siempre, es una de las muchachas más lindas del jardín cuzcatleco.
A eso de las 8 y media de la noche, saboreando una elegante paleta de coco, se sentaban los dos
amigos en la tercera tabla de la galería izquierda del circo “El Príncipe Rojo”.
Comenzó el espectáculo con la presentación de un número de baile; siguió un número de payasos,
Coyolito Respingón y Ras Ras; después un contorsionista y ahora… anunciaron el número principal, la
presentación cumbre de la noche en persona: ¡rrrrrrrrrrrrrrrr! El redoblante de la batería anunció el gran
espectáculo “El Príncipe Rojo”, que ha viajado, dijo el maestro de ceremonias, por todo el oriente; el directo
discípulo de los grandes lamas; la envidia de los faquires; el hombre pactado con el más allá; el hombre salido
del averno… “ !El Príncipe Rojo! ” la banda tocaba dianas.
Vengan aplausos del respetable, para este ser sobre-natural, que esta noche hará derroche de
habilidades y nos mostrará sus poderes, sus grandes capacidades y su dominio sobre el diablo, -vociferó el
maestro de ceremonias- Vengan aplausos, más aplausos.
Se presentó el mago, y… un torrente de aplausos lo recibió.
Un hombre flaco, alto, con turbante negro. En el turbante un pedazo de vidrio rojo cortado en forma de
diamante y una pluma blanca formando penacho. La cara aguileña pintada con grandes ojeras celestes y un
bigote de puntillas hacía marco a las mejillas pintadas de rojo vivo. Vestía una levita de paño rojo con solapas
de seda blancas y pantalones también de paño rojo con franjas blancas laterales, brón de seda. Zapatos de
charol negro, estilo Luis XV. En las manos una varita negra y una sonrisa en los labios delgados, con expresión
maligna, mirada penetrante, satánica, localizada en el vacío sobre las cabezas del público de luneta.
Desde poco antes de la aparición del Príncipe en escena, la banda comenzó a tocar un viejo vals. El
mago hizo un gesto con su varita y la banda calló.
El Príncipe Rojo, con voz pausada saludó al público y pidió la colaboración de un caballero. Subió al
tablado un muchacho. La banda haciendo fondo musical, tocaba “Siempre Sufriendo”, de Felipe Soto. El mago
sacó monedas de la nariz, huevos de las orejas y banderas de seda de la boca del improvisado ayudante.
El público aplaudió.
Subió otro ayudante al escenario, y a éste le sacó flores del fundillo y pañuelos de colores de la quijada.
El público aplaudía.
Sacó sucesivamente conejos, palomas, naipes y muchas otras cosas.
El público aplaudía admirado.
Ahora dijo el mago, les presentaré el último número, una suerte que aprendí en el lejano oriente. Se trata
de un pase hipnótico en el cual dos personas… Haber, dos personas vengan acá por favor… haber, dos
caballeros vengan por favor.
Nadie se movía entre el público.
Haber dos caballeros de la galería, no tengan miedo… vengan… venga Ud., y señalando para donde
nuestros dos amigos, invitó a José a subir al tablado.
Del otro lado de la galería llegó el otro invitado y el mago los colocó uno a cada lado del escenario,
sentados en sendas sillas.
Ahora, dijo, voy a dormir a estas dos personas y bajo mi influencia, el señor de la izquierda se convertirá
en un gran declamador y nos deleitará con una improvisación.
El público, entusiasmado, aplaudió y rió; mas, a una señal del mago, todo mundo calló y la banda
haciendo fondo, ejecutaba “Sobre las Olas”.
El señor de la derecha, dijo el gran mago, se convertirá en un célebre director de orquesta; se refería a
José, nuestro amigo. Y… haber, la banda, un poco de silencio y atención a las indicaciones del nuevo director
de esta formidable orquesta.
El mago sonrió y con la varita en alto se acercó a José y tocándolo en la frente con la punta, comenzó a
hacer pases hipnóticos y a decir en voz grave y pausada:
-¡Cie-rra los o-jos… tú tie-nes su-e-ñoooo! ¡cie-rra-los te di-goooo! ¡cie-rra los o-jos y du-er-me-teeee!
¡ya es-tás ca-si dor-mi-dooooooo! ¡tú es-tás ca-si dor-mi-doooo! ¡tu cuerpo está pe-sa-dooooo! ¡mmmmuuuy
pe-sa-doooo! ¡tu… En ese momento, José, que ya estaba casi dormido; así medio dormido, recordó las palabras
de su abuelita, quien le dijera cierta vez; “los gitanos y los hipnotizadores, son ladrones, mucho cuidado con
esa peste, porque lo duermen a uno para robarle”
Instintivamente, José se llevó la mano al bolsillo donde tenía su dinero y palpó su cartera, después, como
movido por un resorte se levantó y salió corriendo, llegó a la tercera grada de la galería y hablando en voz baja,
pero ligerito, le dijo a alguien que estaba allí: -Tomá, tenéme la cartera, el anillo y la pluma, por si las moscas –
y diciendo y entregando todo, corrió nuevamente a su lugar de ayudante voluntario en el escenario y sonriendo
para el Príncipe Rojo, dijo: -Bueno, sigamos-.
El mago se encogió de hombros en un gesto de no entender lo que pasaba. Volvió a tocar la frente de
José con su varita mágica y comenzó de nuevo su jerigonza:
¡Tu vo-luun-tad me per-tene-ce du-er-me-teeeee! ¡ya ca-si es-tás dor-mi-dooooo!
Aquella voz grave y monótona hacía sentir a José que los parpados le pesaban y efectivamente,
comenzaba a dormirse, cuando, dio un salto de su asiento y pestañeando, miró donde estaba su amigo Efraín.
Inmediatamente, como saliendo de un letargo, se dio cuenta que instantes antes había ido a entregar su
cartera y demás haberes a otra persona que no era precisamente en quien podía confiar; a un desconocido;
pues él, en su estado de semihipnotizado, en vez de dirigirse para el lado derecho, se fue directamente al lado
izquierdo de las gradas e inapropiadamente entregó, sin darse cuenta, sus pertenencias y dinero a un extraño.
Con la desesperación de un condenado a muerte sumariamente; con la aflicción de un extraviado, se
puso de pie y con la mirada perdida, anhelantemente buscó al fulano a quien entregara sus haberes; pero el
fulano no se miraba. Su angustia aumento. Iba de más en más y con gestos de agonía bajó del escenario, serio,
pálido y tembloroso llegó hasta el lugar en donde momentos antes estaba el individuo en quien depositara sus
cosas.
Y efectivamente, tal como él supusiera, allí estaba la realidad, el fulano había desaparecido.
Como loco, sin saber qué pensar no qué hacer, regresó al escenario y casi llorando, dijo al mago:
-¡Me robaron mi cartera… mi dinero… miii anillooo! ¡y Ud. es el culpable! –
El público, que hasta el momento no entendía nada de lo que pasaba, creía buenamente que todo
aquello era parte del espectáculo y que las locas carreras, las expresiones de angustia y espanto y
desesperación de José, eran parte de la representación; y feliz, con tanto realismo reía y aplaudía.

******

El primero en comprender la situación fue Efraín y alarmado se llegó hasta su amigo José e indagó.
El Príncipe Rojo, al fin se dio por enterado y esquivando hábilmente su responsabilidad, hizo callar al
público y sencillamente dijo:
-Damas y caballeros, como Uds. Acaban de presenciar, este joven, sin permitir que yo lo hipnotizara,
salió corriendo ara aquel lado, y con el dedo señaló las gradas de la izquierda; ignoro a que fue allá. Después
que volvió, sonriente, intenté nuevamente hipnotizarlo, pero nuevamente se levantó como loco diciendo que le
han robado. Yo no quiero creer, continuó, que este joven se haya puesto de acuerdo con alguien para hacerme
perjuicio, para manchar mi inmaculada reputación de mago honrado y digno. Por esa razón, siguió diciendo,
pido a los agentes del orden público aquí presentes, que tomen cartas en el asunto y sin interrumpir la función,
porque el público ha pagado y tiene derecho a divertirse, pues a eso viene al circo, lleven a este muchacho para
que aclare el asunto.
El público, entre aplausos, risas y protestas contra el perdidoso, siguió tranquilamente viendo la función.
Mientras tanto, dos agentes de la policía intervinieron e invitaban, mal encarados, a José a abandonar
el local para que explicara afuera lo acontecido o si prefería irían a la Comandancia.

******

Cuando salieron del circo, eran poco más de las diez de la noche.
Afuera, el intenso griterío de la gente, el escandaloso bramido de las cinqueras, el pitazo estridente de
los carros, el humo de leña camagua que se quema en las pupuserías, y en el cielo intensamente negro…
¡fsluf!... ¡fsluf!... ¡fsluf! Las luces de bengala de la “alborada” militar que en derroche de colores, salpicaba de
esmeralda, diamantes y rubís, el bovedón cóncavo del 4 de agosto.

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Los dos amigos caminaban por las calles más solitarias haciendo doloroso recuento de los últimos
acontecimientos que tan rudamente les estragara la noche.
-Y yo, decía con amargura, me quedé sin un centavo y faltan el 5 y 6; no pagué la comida ni el cuarto.
Entera mi semana larga se me fue –
Son los efectos del hipnotismo, comentó Efraín.

Fin
“El Rayo Yonosfero”
“Comando de la Brigada 3 X 5, al Comando General de Operaciones, informa: Patrulla T, Area 25,
Tiempo 23 – 35, acción 4”.
Así se leía en el encabezamiento del parte que la Patrulla de Reconocimiento entregaba al volver de su
misión.
El secretario del Comando General, con una sonrisa de satisfacción dibujada en los labios, saludó al
capitán al tiempo que tomaba el papel anaranjado fosforescente autoiluminado.
En efecto, era el capitán Gilmolina que había regresado sin novedad.

***

Estamos en el año 2001 de la Nueva Era. (Hoy es el periodo 7, día 52 y la patrulla volvía extenuada de
su labor, pues al abandonar el transporcopio, cuando el rayo de la luz ultravioleta recibió la interferencia
ordenatoria, hacia nada menos que 72 tiempos que ellos habían partido a su peligrosísima misión.
Estos esforzados hombres regresaban de explorar hasta los más apartados rincones de la ciudadela
Ofelia 9, según se creía en el Comando General, sería el último reducto de la resistencia de los invasores
plutárquicos.
Los plutos habían venido a la tierra con intensiones de posesionarse de ella y tenían en Ofelia, según
algunos informes, fuertes contingentes y aprovisionamientos.
La lucha había sido relativamente corta, pero muy intensa. Aquellos seres plutárquicos habían dado
mucho que hacer, pues desde hacía cinco series (la serie equivale al año y el tiempo a la hora, en esta era)
fueron micro-transportados desde su telespacio hasta el centro del Mato Grosso y desde allí preparaban la
invasión del Globo Terrestre.
El Gobierno General Mundial en Brasilia había tenido informes secretos desde las primeras avanzadas
plutánicas. Mas, era preciso esperar el momento oportuno para desbaratar aquellos siniestros planes de
invasión.
En un mensaje telepático planetario de Taguatinga, D.F., se supo que la invasión general estaba siendo
preparada para el periodo 10, día 50 de esa misma serie. Por eso la situación no podía ser más desesperadora.
No se contaba con armar suficientemente poderosas como para hacerle frente a aquellos terribles
enemigos que viajaban sin ser vistos por los ojos humanos.
Es cierto que los detectores de micro-ondas podían identificar al invasor; pero el problema radicaba en
encontrar su ubicación y propiciar la visión de sus reales formas. Además, se desconocían sus potenciales
bélicos, sus últimos avances y sus planes generales de acción.
Los científicos trabajaban a tiempo completo y no había lugar ni para rascarse la barba.
Debido a la intensidad agotadora de las interminables jornadas de trabajo, a veces los científicos,
técnicos e ingenieros salían en aerocar directo a las clínicas de emergencia sicopatológicas. Muchos eran los
que morían echados sobre sus brazos en las mesas de experimentación. Los derrames cerebrales eran ya cosa
tan común como la gripe o la hiperacidez.
Se percibía hasta en los rincones más apartados del mundo, una atmosfera de inquietud.
Todo se había tornado en angustia. Las pasiones se extralimitaban. Había casamientos a millones. Por
todos lados se abandonaba el trabajo, pues las riquezas perdían su valor. El dólar bajó a 2.200 cruzeiros. En
Brasilia, había una sicosis de guerra.
¿Pero contra quién?
¿Dónde está el enemigo?
Nada, nada podía decirse, pues nada se sabía en concreto. Los informes eran vagos, imprecisos.
De lo que sí se tenía certeza era de una real incapacidad defensiva.
De lo que sí todo el mundo estaba seguro, era de que la Tierra estaba a merced del invisible enemigo.

***

Por eso, cuando el radobot, asistente del ordenanza del Comandante X.C.K.Q., llegó desesperado
pidiendo servicios de emergencia para una rara enfermedad que le había aparecido en su cerebro electrónico,
fue atendido inmediatamente en la súper clínica neurobótica. Se trataba de una rara pulsación en el transmisor
intermedio de interferencias en las placas catódicas resultantes, con estática en los paynels heterodinos.
Era un caso realmente raro que podía desembocar en una rabia-robot infecto contagiosa.
Inmediatamente hubo reunión de electrónicos y determinaron que, efectivamente, ese podía ser un hilo,
un indicio de los experimentos que estaban haciendo los plutos.
Se convocó a sesión supersecreta en el Km. 416 de la Rodovía P.R 14, en un super-subterráneo
blindado con tungsteno y piridium y se comenzaron los estudios.
Nadie salía… de si asombro al contemplar lo datos de aquella rara enfermedad.
Las enfermedades de los robots y radobots siempre fueron simples y sencillas. Un tubo roto, un foco
quemado, un filamento fundido, un contacto suelto, un poco de moho, o un tornillo o tuerca flojos; los más
maliciosos o que se andaban de novios, a veces se quejaban de alguna lata apachada o piezas mal niqueladas
que con los rayos del sol no brillaban a su gusto.
Mas, eso de que le sucedieran vibraciones en todo su sistema supersencible de sencirradar, eso ya era
muy peligroso.
Todos coincidían en la opinión de que de un momento a otro podía enloquecer, perder su control; y ya
era de imaginarse lo que sucedería si por ejemplo, el ejército de sónicos radabots, el cuerpo médico de
supercerebros, la infantería espacial, etc., etc., se volvieran locos a un mismo tiempo. ¡San Soncito! ¡Eso sería
el fin de los fines! No cabía duda de que la amenaza de invasión era algo tangible.
Ahora sí, todo el mundo andaba con papel higiénico en grandes cantidades y entraban varias veces al
día a los servicios sanitarios para… limpiarse el sudor.
Las investigaciones se habían iniciado con una reunión de mecánicos electricistas; de esos que andan
con escaleras al hombro y el manojo de desatornilladores y tenazas en la bolsa de atrás. Más tarde fueron
llamados los electrónicos residentes y jefes del planetoide hipersensible; y posteriormente en torno al radabot,
todo el cuerpo mundial de investigaciones ultrasecretas se reunían tratando de encontrarle una explicación
científica al asunto.
Todos los ensayos, todos los experimentos, las tesis y antítesis, en síntesis, habían fracasado. Por eso
la llegada del sabio Teolosky Melarcosky fue recibida con gran entusiasmo.
El famoso sabio llegaba desde Ozatlanía, Usulután.
Una vez informado de la situación, el pelo del sabio parecía almohadilla de alfileres sin cabeza; pero
inmediatamente pidió que el radabot lo llevara al lugar en donde había sentido los primeros síntomas de su rara
dolencia.
Un tiempo después, todos estaban en el lugar de los acontecimientos.
El radabot, era víctima de agudos trastornos.
Se hicieron las pruebas pertinentes y he aquí los resultados.
El estetoradar que el sabio tenía acoplado a sus oídos marcaba, C.M. 100 = C.E. 100 = C.E.P.L.V.
Corriente estática, ¿igual, corriente positiva con efectos de voltaje cúbico?
¿Cómo? ¡corriente magnética más! ¡Caramba! Esto es nuevo aquí en la Tierra. ¡Pronto! ¡Al laboratorio
de Brasilia! No ¡Mejor al de Botafogo! No, nada de eso, ¡al de Taguatinga! Opiniones encontradas. Dudas.
Desespero ¡Pronto, pronto a Taguatinga!!!
Ya en el laboratorio se procedió a la científica investigación y después de duro trabajo combinado se
logró armar un aparato del cual en ese momento no se tuvo información.

LOS APARATOS DE DOCTOR TEOLOSKY MELARCOSKY

Una placa magnética a X distancia de una placa galena, lanza una corriente entre sí, que interceptada
por un transformador de micro-ondas recoge el potencial y lo transforma en corriente dinámica. Era el aparato.
Pero ¿Cómo localizar las fuentes primitivas de la energía que cubre cada zona? Al fin de cuentos,
localizar las zonas sería fácil llevando el radabot por todas partes y levantando cartas tipográficas. Pero, ¿y las
fuentes?
El Doctor Teolosky vuelve a la carga e idea otro aparato.
Colocando éste en el mismo neurocentro de las máquinas que podían sentir el efecto electrónico,
eliminaba automáticamente la acción de la máquina afectada, y así, aunque momentáneamente ya no servía a
los fines para los cuales fue creada, tampoco representaba peligro alguno para los terráneos.
El aparato era sencillo; consistía en un proyector de rayos oscuros.
Se le llamó el rayo de luz negra.
El rayo proyectado absorbía la corriente eléctrica y al cargarse de electrones sueltos fundía los fusibles
de las neuromáquinas, y… ¡Paf!, ¡inutilizado!
En el dominio del secreto, todo el mundo, naturalmente, quedó por el momento tranquilo.
EL ENEMIGO

Superada esta primera etapa, se procedió a la localización de los centros proyectores.


Se levantaron cartas y planos tridimensionales.
Allí se comprobó que los centros de actividad de los invasores estaban ubicados en el Caribe, en Asia,
en Norteamérica y principalmente en el centro del Amazonas, en el lugar denominado Genoveva.
De este último lugar surgieron las órdenes y de allí pudieron ser captadas ondas telepáticas
incomprensibles, dictadas en frecuencias variables y claves desconocidas.
Se lograron descubrir planes y armas verdaderamente horrendas.
Se supo, por ejemplo que los plutos, una vez triunfantes en su invasión, proponíanse desarrollar un plan
siniestro de mutación sexual general en los hombres del mundo.
Por medio de un proceso congénito, es decir, que en la alimentación oxígena que las madres grávidas
dan a sus hijos en sus vientres, se les inocularían gérmenes conteniendo hormonas féminas en cantidades
suficientes como para que sus crías masculinas nacieran totalmente afeminadas y las crías femeninas, se
afeminarán más aún.
Para llevar a cabo este terrible plan, cargarían la atmosfera terrestre, a su voluntad, de elementos traídos
de Plutón
Esto quiere decir, que desde la primera generación que naciera desde la primera invasión, los hombres
terrenales comenzarían a ser sexualmente nulos, pero podrían servir para trabajos adecuados a sus planes.
Para aquellos “nuevos hombres”, el amor, la pasión y todas sus bellas consecuencias, no tendrían
ningún sentido.
Las cosas que a los sentimientos masculinos atraen actualmente, como los encantos femeninos, la
música lírica, la poesía, la pintura, los perfumes, la inclinación deportiva y todas las actividades vigorosas,
dejarían de tener su distintivo masculino.
Así la mirada, el tono de voz, la caricia, el ritmo del paso varonil, el gesto, la altivez, la arrogancia, el
orgullo, el beso, en fin, todo pasaría a feminizarse en el hombre y lógicamente dejarían de ser un atractivo para
los pobres y desoladas mujeres.
En cambio, las mujeres serían doblemente bellas, más sensuales, más féminas; sin embargo, los
hombres la mirarían con frialdad, con rivalidad íntima, con desprecio físico y con odio sexual, con resentimiento,
pues sus órganos no tendrían sus funciones complementarias.
Entonces, esas monumentales féminas, esas dobles hembras terrenales, serían entregadas de cuerpo
entero a los machos plutónicos. Y procrearían hijos de la nueva mezcla.
De la mezcla pluterrícola.
Mediante este plan, lo plutos pensaban cambiar la fisonomía antropológica del planeta Tierra y crear
nuevas condiciones de vida.
Condiciones plutéticas.
Otro de sus terribles planes consistía en la vacunación de la longevidad.
La vacunación, es decir, la inoculación cutánea de un virus extraído de las vacas de Plutón, produciría
sus efectos a los vacunados menores de 40 años, hombres, y de 20 años, mujeres, los cuales quedarían
indefinidamente en sus respectivas edades y los mayores regresarían a esa edad tope; pero solamente en su
funcionamiento mental celular, pues tal aspecto glandular, físico, quedaría igual al que presentase al momento
de la vacunación.
Inmediatamente después decretarían la ley del confinamiento por apariencia física, de tal suerte, que los
realmente jóvenes no podrían vivir donde estuvieran los jóvenes con físico viejo.
Así decían los plutos, las ancianitas jóvenes no harían el ridículo de aparecer en las playas y balnearios
en bikini, monokini o nadakini y los ancianos jóvenes no pretenderían aprovecharse de sus canas, arrugas y
mandíbulas desdentadas para fines demagógicos.
Sería el nuevo orden y todo estaría en orden.
Por estas razones y muchas otras, los sabios del mundo habían comprendido y tomado muy en serio
sus papeles históricos y ejecutaban al unísono en el concierto de las Naciones Superunidas.
Se arrancaban puñados de pelo de sus cabezas calvas, se exprimían hasta la última gota de sus
desecados senos; les brotaban cataratas, torrentes de sudor de sus arrugadas testas y día y noche pensaban
a forma de cómo hacerle frente al terrible enemigo que los tenía en jaque y que por ningún lado les presentaba
oportunidad de lucha. Más bien parecía ya el Jaque Mate.

LLEGA OTRO GRAN SABIO


Pero la providencia estaba con los hombres de la tierra y de una pequeña nación centroamericana, de
un lugar llamado Ayutuxtepeque llegó todo cadavérico y timbón de lombrices, un profesor de física celeste.
Porque en esos tiempos había física de todo color.
Quizá por eso el sabio vestía de azul, pintado de azul y viajaba entre nubes de tul, y volando, volando
más alto que el cielo, llegó hasta la concentración de los eminentes sabios del mundo.
Este sabio recién había hecho un portentoso invento.

EL RAYO DEL SABIO MARCOTULIO

El sabio se llamaba Marcotulio Orejón y había logrado producir un rayo catético poderosísimo que
lanzado a la velocidad dos veces superior a la velocidad de la luz, atravesaba la atmósfera dejando pasar puros,
los rayos del sol, por el tiempo y en la dirección que él quisiera.
La hipotenusa del rayo, decía, con relación al ángulo Alfa entre rayo y Tierra, da el cateto calculado y la
cachivera del sol, quema.
Incrédulos los otros sabios abrían tamañas bocas y cerraban los ojos. ¡Qué maravilla! Se hicieron varias
pruebas. Se desecaron pantanos y lagos. Se quemaron selvas y se amelcocharon desiertos en fracción de
segundos.
La precisión del rayo, era fantástica.
Hoy sí, claro, qué diferencia. Los terrícolas ya podrían enfrentarse a cualquier enemigo. Poseían esa
poderosísima arma cósmica que los tornaba invencibles en la Tierra.
En recompensa al sabio se le rindieron honores.
Se le erigió una estatua enorme en el Centro Planetario Mundial. Se le colocó una medalla que le cubriría
todo el pecho y parte de la barriga lombrizosa y además se le otorgó una pensión vitalicia de veintidós reales
diarios.

EL TRIUNFO

Mientras se cumplimentaba al gran sabio ayutuxtepequeño, profesor Marcotulio Orejón, los militares,
sagaces como siempre, habían preparado planos, calculando áreas y horquillando la ciudad de Genoveva y se
esperó impacientemente el momento oportuno y… listos… 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1, 0… ¡ZAS!, Genoveva…
chata… destruida.
Por eso, los otros centros plutárquicos estaban siendo cuidadosamente inspeccionados; pero claro, el
momento de la descarga había sido felizmente bien aprovechado; pues en Centro Genoveva, como le llaman
los plutos, se habían concentrado todas las fuerzas invasoras desde 48 horas antes de la operación final y se
encontraban atareados en ordenar cuidadosamente hasta el último detalle.
De manera que el informe anaranjado fosforescente y autoiluminado que acababa de llevar y entregar
el Capitán Gil Molina y que podía leerse aún bajo el rayo de luz negra, decía en su parte final:
Comandante de la Brigada 3 X 5, etc., totalmente cero.

La Chancha
-Este Toribio fue payaso del circo “El Príncipe Rojo”; hizo toreras; vivió con la mujer del Comandante,
con una de las hijas del Alcalde, con la hermana del Gobernador; se llevó a la cipota linda aquella, la Rosita,
hija del relojero de la esquina del parque. Este condenado sí que se dio gusto-
¡Pero que vas a crer! Todo eso es pura mentira, si hubiera sido tan liebre así, no estuviera allí,
agonizando. ¡Ah! Y bueno, vos que decís, “¡fue, hizo!”, qué querés decir con eso; ¿acaso crés que no se va a
curar?
-Tengo mis dudas, ¿sabés por qué? Ñor Alonso, ya estaba advertido y si este está aquí jodido no es así
nomás-
Esa plática se desenvolvía entre Ña Tana, madre de la mujer de Toribio, la Lola, y Jeremías, el sacristán,
que iba saliendo del cuarto en que vivía el payaso después que regresó de su gira por el extranjero.
Toribio era un personaje raro: joven, atlético, lampiño, mirada de lechuza, andar ágil, sonriente y
reservado. Todo mundo sabía que conocía muchas magias de circo, por eso nadie confiaba en él.
-Pero . . . . ¿Qué es exactamente lo que le ocurre? – indagó Jeremías.
-¡Ah! ¿entonces no sabés qué es lo que pasa? Bueno, te voy a contar. Desde hace varios días; desde
la esquina hasta la media cuadra del cementerio, después de las once de la noche, nadie podía pasar, porque
le salía tamaña Chancha prieta y se le atravesaba entre las piernas y lo hacía retroceder entre gruñidos y
mordiscos.
Varias gentes hicieron todo lo posible por repelar el ataque del animal, pero de nada servía. Le tiraban
piedras, palos, machetazos y hasta balazos, pero todo era inútil, la Chancha los esquivaba y hasta parecía que
se burlaba de la gente.
Dicen que los balazos rebotaban en el lomo y los filazos se le deslizaban sobre el cuero peludo.
Pues bien, ese tal Toribio era el que se transformaba en Chancha.
Lo denunciaron al Alcalde y éste mandó una patrulla para agarrarlo.
-¿Y lo agarraron? – inquirió, intrigado ñor Jeremías.
-Qué nada -, respondió al punto ña Tana, - Los muchachos no la pudieron agarrar, más que la gran
amolada que llevaron. Pero es como te digo, ñor Alonso ya sabía lo que iba a hacer ¿Vos no lo viste el Domingo
de Ramos, cuando el cura bendijo las imágenes, las palmas y el agua? Ahí estaba ñor Alonso, y con el agua
bendita lavó el machete y la escopeta la cargó con perdigones de plata y pólvora persignada. ¡así no le falló!
-Entonces, ¿quiere decir que ñor Alonso valió y machetió al payaso? –interrogó curioso y perplejo el
sacristán –
-¡Pero si sos baboso! – le dijo ña Tana – nadie puede acusar a ñor Alonso directamente; pues lo que
aconteció a la vista de varios que son testigos, es que cuando ñor Alonso iba entrar a su casa, una enorme
chancha prieta que del cerco iba saliendo, lo atacó furiosamente. Ñor Alonso corrió, y agarró la escopeta que
ya tenía preparada y . . . . ¡púm! El Payaso, quiero decir, La Chancha, creyó que ñor Alonso había salido
corriendo del miedo y por eso no se fue luego, sólo se quedó gruñendo.
Después del escopetazo, ñor Alonso agarró el machete y le metió por el filo con ánimos de matar La
Chancha. Pero el animal corrió ya herido. Iba dejando huellas de sangre. Corrió, corrió chillando y para despistar
agarró cuesta abajo para la quebrada, pero poco después apareció el payaso Toribio todo balaceado y
machetiado. ¿Qué te parece? Y como está agonizando, no se le puede sacar la verdad, pues casi ni habla ya.
Ha perdido mucha sangre y está mal herido.
-¡Ave María! – dijo ñor Jeremías - ¡que cosa feia! ¡que Dios me ampare! ¡mañana comulgo! Ese Toribio
es pactado y los pactados no se mueren tan chiches-
En el pueblecito, como reguera de pólvora encendida, la noticia se propagó antes de que anocheciera.
La gente, por todos lados comentaba lo mismo. Los jóvenes y los viejos formaban ruedas en las esquinas y
conversaban del asunto.
En el atrio de la iglesia, ñor Jeremías tenía a su alrededor a un grupo de muchachos a quienes había
logrado impresionar con el cuento que le había contado ña Tana.
Uno de los oyentes, después que ñor Jeremías habló, dice muy circunspecto: -Para mí, esa historia no
es nueva, allá donde yo vivía hasta hace doce años, en Santa Clara, también había un demonio. Todo el día,
el muy condenado, se lo pasaba chuliando a las muchachas del pueblo, pero en la noche se desaparecía y no
era raro ver al Mico saltando de un lado a otro, robando majonchos o todo lo que hallaba. Deso es que él comía.
Hasta que un día le avisaron al Alcalde y el Alcalde pidió la Guardia. Llegó un sargento bravo. Aquel que le
dicen “Cáscara amarga” y tres guardias más. Esa noche el Mico no salió. Al día siguiente la guardia hizo como
que se regresaba al puesto, pero ese sargento es águila y volvió ya entradita la noche. Ahí, cabal, fueron a dar
con el Mico.
Le zamparon una culatiada bárbara al Mico. Le daban sin lástima hasta con los machetes envainados.
Lo dejaron por muerto, y como matar un Mico no es delito, nadie dijo esta boca es mía. Al día siguiente el Mico,
es decir, el muchacho que se transformaba, se fue del pueblo todo golpeado. Por Dios, tenía el lomo todo
vetiado; los brazos, las canillas, la cara, todo moratiado. Era sólo parches de tinta por todas partes.
-¡Válgame Dios! – dijo otro de los oyentes, allá en mi Villa también apareció un sujeto desos. Aquel se
transformaba en Venado. El muy malvado, de noche siba a comer las milpas. No había chucho que liciera frente.
A ese hasta la guardia le tiró, pero las balas corrientes no le hacían nada. Pero lo mataron. Hasta que una vez,
don Goyo, el dueño de la hacienda fue a San Vicente y se aconsejó con un brujo. Porque don Goyo, varias
veces avanzó a la hija en el corredor de la casa acariciando y besando al tal Venado, pero cuando el viejo
llegaba, por allá iba ya lejos el venado. De allí, la única que sabía quien era el venado, era la moza. Ella si bien
sabía. El brujo aconsejó al viejo Goyo que le pusiera balas de plata a la escopeta y fue así como le entraron al
venado. Cuatro balas le metió, dos en el pecho, una en las ancas y otra en la cabeza; todas bien metidas porque
el viejo era pulsudo. Pues el tal venado, ya baliado corrió y corrió y fue a caer en la orilla del río diacaguapa y
como se descubrió que él era fue porque cuando murió no alcanzó a transformarse otra vez de hombre, sólo se
le transformó la parta de arriba; la cara, la cabeza, el pecho, los hombros y las manos; de la cintura para abajo
quedó de venado y aunque ya estaba muerto, siguó transformándose hasta que quedó totalmente convertido
en hombre. Vieran visto quescándalo. La hija de don Goyo siso loca; esa fue una maldición que lecharon al
hombre; dicen que fue una gitana, desas húngaras quiandan errantes, robando gallinas y cuches y engañando
a la gente; desas fue-
-Pues aquí ya es el segundo que se transforma en Chancha. Hace varios años, aquí hubo un tal Juaquín,
un barbero. Ese también se hacía chancha. Y ese era peor, porque le ponía sapos en la barriga a la gente. De
lejos venían gentes a buscarlo para que les hiciera sus trabajitos. Pero ese hombre acabó mal. Un día, estaba
haciendo un calor de once mil demonios y allí a media calle había un charco. El estaba quitándole el pelo a un
señor y éste comentó: “Veya don Juaquín, si yo fuera chancha, con todo mi gusto me metía en ese charco. Allí,
debestar fresquito”. Pues hombre, en cuanto acabó de quitarle el pelo al cliente, cerró la barbería y se fue para
adentro. Al ratito, ¡Así la gran chanchona que estaba revolcándose a media poza y del gusto que hasta gruñía!
Se daba vueltas diun lado parotro; pataliaba, gruñía. Daba gusto ver la felicidad diaquel animal. Al día siguiente,
el pobre ñor Juaquín daba lástima. Se rascaba todito el cuerpo y le fue saliendo una granazón que no le daba
vida de la picazón. Se le cubrió toditito el cuerpo de una llaga, dicen que era sarna y fue de haberse revolcado
en el lodo. Allí habían pulgas de nigua. Ese pobre hombre realmente daba lástima. Así murió, duró poco –
En lo mejor de la conversación estaban, cuando se oyó el grito de la Lola: ¡AY! ¡se murió mi Toribio! ¡Ay!
¡y agora que buacer son él!
En el grupo, se miraron unos a otros, significativamente. El sacristán se persignó y todos los demás
hicieron maquinalmente lo mismo.
-Pues hay que enterrarlo hoy mismo, opinó Jeremías, al Cura no le va a gustar que se vele ese diablo –
-Es cierto, confirmó ña Tana, por mi parte también creo que debe ser enterrado hoy mismo –
El farmacéutico, que acababa de llegar al grupo, dijo: “Lo primero que hay que hacer es avisar a la
guardia y sacar la partida de defunción en la Alcaldía”.
Cinco minutos más tarde, todo el pueblo sabía la historia de la “CHANCHA” que había muerto.

El Padre Sin Cabeza


En cierta ocasión, mis padres tenían en casa una pequeña pulpería (tiendita) juntamente con un taller
de sastrería (fábrica artesanal de ropa masculina) en donde trabajaban varios obreros sastres.
Los artesanos no tenían hora de entrada ni de salida al taller, sin embargo, existían de algún modo una
disciplina jerárquica que se notaba por el respeto que los más jóvenes guardaban por los mayores; además
jugaba papel importante los conocimientos que cada cual mostraba en el dominio de la profesión.
Como mi madre era persona delicada y respetable, en el taller todo mundo se comportaba
respetuosamente y era raro que alguien silbara o cantara, aún discretamente.
De cuando en cuando, alguno de los operarios contaba algún chascarrío, alguna anécdota o sus
problemas personales.
Entre los operarios había un viejo de nombre Fernando a quien llamaban cariñosa y respetuosamente
sólo por el apócope de don Nando.
Don Nando contaba cuentos por capítulos y de un día para otro, sus cuentos tomaban diferente rumbo,
es decir, el argumento principal era modificado aunque los personajes seguían siendo los mismos.
Algunas veces, yo me sentaba cerca de donde él estaba cosiendo lo de a mano y le pedía que me
contara un cuento. A veces, cuando no estaba de ganas, comenzaba a decirme: “Este era un gato, misiringato,
patas de trapo y ojos al revés; ¿querés que te lo cuente otra vez?” Sí, le decía yo. El, nuevamente repetía el
estribillo: “Este era un gato, misiringato, patas de trapo y ojos al revés; ¿querés que lo cuente otra vez?” Yo
lacónicamente le decía ¡Sí! Y él, repetía una y otra vez, varias veces, hasta cansarme, su: “Este era un gato
misiringato, patas de trapo y ojos al revés . . . . etc., etc.”
Yo me quitaba del puesto, desilusionado, porque don Nando no quería contar nada.
******
Un día, en los diarios y por la radio noticiaron que el Sr. Arzobispo de San Salvador, Monseñor Belloso
había muerto y que el padre Luis, se había convertido en Monseñor Luis Chávez y González, nuevo arzobispo
de la diócesis de San Salvador.
Por la muerte de Monseñor Belloso, todo mundo se sentía apenado y triste; pero por la ascensión del
querido y respetado Padre Luis de la iglesia de La Merced, todo mundo se mostraba contento. Pues en esos
días, en toda reunión era punto de conversación inevitable el asunto religioso. En el taller de mi padre durante
varios días no se habló más que de papas, de monjas, de la Santa Inquisición, de las Cruzadas, de Ricardo
Corazón de León, de Juana de Arco, de Pío XII, de José María Vargas Villa que no quería a los curas y del
“Padre Sin Cabeza”.
Así, una tarde de junio, cuando la lluvia se divertía cayendo pertinazmente sobre el tejado, la calle, el
patio y toda la región del Valle de las Hamacas; una de esas tardes en que todo parece perezoso, amodorrado,
y la penumbra se siente como frío manto que cae sobre todo y lo humedece. Una de esas tardes, don Nando,
entre puntada y puntada cuando hacía ojales en la pretina de un pantalón, comenzó diciendo:
“¿Y uds. Saben muchachos que de la iglesia del Rosario todos los viernes al filo de la medianoche, del
portón mayor sale un padre sin cabeza? Al salir del atrio agarra sobre la Sexta Avenida, hacia el norte; pasa
frente al Popular (donde está el Cine Libertad hoy, antes estaba el Cine Popular), dobla en la esquina del
Gimnasio (6ª. C. O. y 6ª. Av. Nte.) y sigue para abajo. Poco después de media cuadra, desaparece y vuelve a
aparecer, entrando al atrio de la iglesia La Merced; se mira atravesando el atrio y entrando a la iglesia con la
puerta cerrada. A veces se mira paseando a lo largo de todo el atrio y subiendo al campanario. Otras veces lo
ven paseando por el puente de La Vega; subiendo la cuesta; paseando en el atrio y entrando en la iglesia de
La Vega, también con las puertas cerradas.
Según cuenta la gente, a mí no me crean porque yo soy reventa, ese padre es el alma en penas, de un
cura que falleció en pecado mortal, sin confesarse, y como había perdido la cabeza por una pasión amorosa,
por eso sale a penar así sin cabeza”.
Entre los oyentes estaba un operario a quien le decían Pedro Muñeco y después de escuchar la historia
de don Nando, dice: “Pues vea don Nando, ese cuento del Cura Sin Cabeza, no es sólo de los capitalinos, a mi
me lo contaron en Cojutepeque. Y los santanecos dicen que ven un Padre Sin Cabeza que sale de la iglesia El
Carmen y después de atravesarse por toda la 1ª. Avenida y el Parque Central, entra a la Catedral, también con
las puertas cerradas. Los Viroleños también tienen su Cura Sin Cabeza. Muchas gentes cuentan que hasta de
día han visto al Cura Sin Cabeza, andando por las calles de Zacatecoluca, del Departamento de la Paz. Lo más
chistoso es que a mí personalmente me pasó una de esas cosas increíbles, pero ciertas. Yo que soy tan
incrédulo y que hasta me burlo de los supersticiosos, casi no lo cuento, porque no faltará quien piense o diga
que uno es mentiroso o que se quiere aprovechar de la credulidad de los tontos, pero ya les digo, lo que les voy
a contar es la purita verdad, y como haber un Dios que no miento y si miento, que me caiga un rayo y me parta”
En esos momentos, por una de esas absurdas casualidades; por una de esas locas coincidencias que
a veces testimonian o parecen auxiliar las mayores patrañas, en el mismo momento en que Pedro Muñeco,
terminó de decir, “que me parta un rayo si miento”, en lo alto, en el cielo se oyó el terrible estampido de un
trueno . . . ¡Rammmmmm!!! Y con violento relampagón, toda la atmósfera se estremeció y vibraron hasta las
tejas de la casa que habitábamos.
El rayo había caído ahí nomás, a menos de media cuadra, sobre el pararrayos de la cúpula de la iglesia
de La Vega. Mi madre se persignó, y diciendo: “Ave María Purísima, cállense ustedes salvajes, por estar
hablando sacrilegios, Dios los va a castigar, mejor recen. . . las tres divinas personas de la santísima trinidad
sean con nosotros”.
Afuera, arreció la lluvia y unos cuantos estampidos más se oyeron ya más lejos.
Todos nos mirábamos como alelados; los sastres habían parado de coser y Pedro Muñeco estaba lívido,
tan blanco de la cara, que más bien parecía de papel. El, de por sí, siempre andaba peinado y con el pelo liso
parado; un mechón largo, rebelde le caía sobre la ancha frente. Pero en esos momentos, así pálido, los ojos
desorbitados, el pelo se le había parado tanto, que mas bien parecía propaganda de película de espantos.
Pasada la fuerte impresión que en todos causó aquella ingrata coincidencia, don Nando fue el primero
en hablar: “Pues sí, maestro Pedro, ¿Cómo fue la cosa? No se asuste hombre, si esas son bromitas de San
Pedro, de su tocayo, para ver si usted es arrecho y nos cuenta la verdad de las cosas, porque si piensa mentir,
entonces sí, prepárese que la va a pasar mal. Lo mejor es que no cuente mentiras porque justos pagan por
pecadores y pudiera ser que al caerle a Ud. el rayazo, nos lleve de encuentro a todos, ¿Verdad niña Julia?”
El nombre de la autora de mis días era ése y en el acto ella respondió: “Sí Pedro, si vas a mentir, mejor
no lo haga, porque nos puede perjudicar a todos; o no, mejor no cuente nada, vaya a ser que Ud. mismo crea
que es verdad alguna de sus propias mentiras.”
Pedro Muñeco, se había quedado quieto, como petrificado, pensativo, callado y ni parpadeaba. Un
aprendiz llegó cerca de él y mirándolo curiosamente le dijo:”!Oy maistró! ¿Usted está vivo, verdá?” y con la
mano le tocó el hombro. Inmediatamente, el Muñeco, como saliendo de un letargo, parpadeó sucesivamente,
se fregó los ojos con ambas manos apuñadas y después, pasándose la mano derecha sobre la testa, sonriente
y con el rostro nuevamente normal en el color, dijo: “!A la pícara! ¡que susto! ¿verdá muchaó? Bueno, les voy a
contar ese voladito tal cual aconteció. Una vez, yo estaba trabajando en el taller del maistro Martínez, en San
Vicente, cuando llegó la fiesta. Allá celebraban solemnemente la fiesta de todos Los Santos. Era pues, el día
de finados, un sábado, cuando nos pagaron la semana y con otros compañeros nos fuimos a chotiar. Comimos
hojaldras con miel, camotes en dulce, tamales y no sé que cosas más. Ya tarde nos venimos despacito del
cementerio chuliando a las cipotas y conversando. Cuando llegamos al parque Central eran como las seis y
media; allí por la torre en un kiosquito nos tomamos la primera cerveza. Tomamos varias cervezas y después
compramos una “botánica de chaparro” y atenidos a que el dos de noviembre era domingo, nos socamos a
chupar chaparro con cerveza. Le vaciamos las alforjas a un muchacho que clandestinamente andaba vendiendo
chaparro. Era uno desos caytudos de allá por Molineros que a la final nos hizo gallo bebiendo. ¡Era bueno para
jalar! Yo quizá me dormí allí al pie de la escalera de la torre, porque no recuerdo mas que hasta como a las
once de la noche que me fui de lomos en la grama. La fondié, y no se qué se hicieron los otros. Lo que sí tengo
bien presente es que cuando acordé, estaba tiritando del frío desgraciado que mezclado con la gran goma, no
sentía otra cosa más, que me estaba muriendo. Me temblaba todo el cuerpo; la boca amarga y con sensación
de vómito, quizá era el rocío de la noche, pero tenía los pantalones helados, helados. Así medio muerto me fui
levantando poco a poco, hasta que me puse en pie y comencé a caminar como sonámbulo sin saber para donde
iba. La sed me quemaba la garganta. Cuando menos sentí estaba recostado a un lado del portón de la Catedral.
Así con las manos en las bolsas del pantalón, temblando del fríogoma, zurumbo, como atolondrado, medio de
reojo vi un bulto negro que salía de la iglesia. No sentí nada extraño, ni miedo ni nada. Pero un poco achicado
por el estado en que me encontraba, sin levantar la cabeza saludé; buenos días padre. Fue un saludo instintivo,
pues yo no sabía, ni pensaba si era de madrugada o no. Entre dientes balbucié, disculpe que estoy medio bolo.
. . con unos amigos. . . el padre no me contestó nada y bien he sentido el airecito cuando la sotana me pasó
rozando. Un escalofrío me pasó por toda la espalda. El bulto negro, sombra o padre, cualquier cosa que haya
sido siguió camino, atravesó la calle y subió las gradas del parque, no lo vi más. No es que no hubiera podido
verlo, sino que no me preocupé de eso, pues lo incómodo de mi situación no me daba gusto para nada. En
frente de mí estaba la torre con tamaño reloj! Y ni siquiera atiné a verlo.
Cuando levanté la cabeza, así mirando todo empañado, vi que el padre iba atravesando la boca calle
del Cabildo. No se qué me dio, pero instintivamente comencé a andar en aquella dirección que llevaba el cura.
Parecía que una fuerza poderosa, más poderosa que mi voluntad, me impulsaba. No recuerdo haber caminado
mucho ni parado en nada a mi paso, lo que sí recuerdo es cuando me detuve ante el paredón que en ese tiempo
formaba el límite del atrio de la iglesia del Pilar. Allí, como saliendo de un sopor, de una larga somnolencia,
parpadeando muchas veces, me estregué nuevamente los ojos con las manos y medio tembeleque vi hacia el
portón principal del frente de la iglesia. El padre estaba como a unos diez pasos de mí. Era un bulto negro con
líneas bien definidas, oscuras. Por primera vez quise verle la cara y todo confundido no hallaba ni que pensar,
era sólo el cuerpo. Aquel bulto no tenía cabeza. ¡Allí me entró miedo! Sentí que el corazón me dolía, me fallaban
las piernas, la cabeza me crecía, me crecía cada vez más por momentos y se me tancaba la respiración. Miré
opaco y con un gran nudo en la garganta quise gritar; me vino náusea. Me acurruqué como forzado por un gran
peso. Pero no podía, no quería dejar de ver aquel Cura Sin Cabeza que de frente a mí estaba parado en la
última grada de arriba del atrio. Yo me estaba muriendo pero miraba bien. No pude vomitar y haciendo un
supremo esfuerzo comencé a levantarme lentamente. Sudaba por todos los poros un sudor helado y temblaba.
Ya nuevamente en pie, haciendo otro indescriptible esfuerzo le dije, según yo en alta voz, fuerte, grtando:
¡Paaaaa. . . dre! El padre dio media vuelta; lo vi dar media vuelta y caminando como en patines como sobre
rueditas, lentamente se fue alejando. He visto, por Diosito, con mis propios ojos he visto, cuando entró a la
iglesia estando la puerta cerrada. . . Y aquí me cayo, porque si quieren creer, crean, si no, que. . . que. . . ¡bueno,
que me parta un rayo si miento!”
Esta vez, todos esperábamos el bombazo del rayo, pero nada aconteció; el agua ya había amainado y
la tarde estaba poco más clara y fría. Un airecito helado se filtraba por todos lados.
Operarios y aprendices guardaron silencio y de cuando en vez se miraban unos a otros, con miradas
neutras. Yo no se hasta hoy, si creyeron o no lo que Muñeco nos contó, por mi parte, creí a pie junto que había
dicho la verdad. Así es uno en la infancia, cree en la palabra de los viejos y en sus mitos.
Padre sin Cabeza tienen casi todos los pueblos y ciudades en El Salvador, ese mito es parte de la
mitología vernácula.
El Maestro
Muchos años vivió mi familia frente al parquecito de San Esteban. Yo estudiaba la primaria en la Escuela
Padres Aguilares. Tendría más o menos unos diez u once años, cuando por intermedio de otros cipotes del
barrio, conocí al “Maestro”.
Debo aclarar antes de todo, que nunca he sido aficionado al fut-bol. Antes bien, desde pequeño, desde
que comencé a razonar sobre mis deseos y gustos, encontré por demás inútil correr desesperadamente tras
una pelota, alcanzarla, darle de patadas y correr siempre tras ella como tras una loca quimera.
¿Para meter un gol? ¿Qué es un gol?
¿Para ganarle al otro equipo? ¿Ganarle qué? ¡El partido! ¡Vaya idea más original! ¡original y
descabellada! Pero eso le gustaba a las mayorías y siempre creí que las mayorías, a veces, tienen gustos
estúpidos. ¿O no es estúpido entretenerse dándole de patadas a algo? Usar principalmente los pies para
divertirse, más bien me parece diversión de caballos. En cambio, el beis y el indor-bol, razonaba, deportes en
que el individuo toma su tiempo para reflexionar, usa su inteligencia y coordina, armoniza la idea con la acción
al mismo tiempo que desarrolla estilo físico. ¡Ah! Eso sí, eso si me gustaba. Bueno, eso es cuestión de gustos,
y en cuestión de gustos, dicen los brasileros, no se discute.
Sin embargo, como mis amigos del barrio eran casi todos amantes del deporte de las patadas y a pesar
de que mi madre me castigaba duramente por andar en aquellas compañías, de vez en cuando yo asistía a “las
partidas” que improvisadamente se organizaban en el parquecito, en donde con una pelota fabricada con algún
calcetín viejo, se desarrollaban los más reñidos eventos.
Yo no jugaba, pero me divertía de lo lindo viendo y oyendo a mis amigos en su fantástica algarabía.
Lo que más me gustaba era que a cada momento interrumpían el partido, porque dos o más se fajaban
a sopapos o cuando menos se trataban en bullangueras discusiones, generalmente por la “ilegalidad” con que,
uno decía, el otro estaba jugando. Zanjado el problema, el partido seguía y volvía a detenerse cuantas veces
surgían discusiones, y otras tantas el partido continuaba. No había tiempo limitado y casi nunca se llevaba la
cuenta de los goles; por eso al final del partido, o por causa de esos se finalizaba, se trataba una lucha campal
de gritos y argumentos, queriéndose convencer los unos a los otros, de tal o cual cantidad de goles a su favor.
Así terminaba el partido, para nuevamente organizarse otra tarde. ¡Ah! Cuánto yo gozaba con las
ocurrencias de mis amigos al sacarse defectos. Sólo cuando había un árbitro imparcial, las cosas marchaban
bien, pero entonces hasta los mismos “jugadores” se sentían defraudados, porque todo era demasiado correcto
y no permitían jaranas ni jugar chuco.
Fue así como conocí al “Maestro”.
El Maestro era un hombre de edad indefinible, de unos ciento cincuenta y poco centímetros de estatura,
que vestía como cualquier obrero de la época y trabajaba como hojalatero remendón; con su caja de fierros,
estaño y pedazos de lata al hombro, recorriendo los barrios residenciales de San Salvador. Le decíamos
Maestro, como tratamiento de respeto.
El Maestro tenía siempre tiempo para atender a los cipotes.
Decididamente a él le gustaba estar con la cipotada de 9 a 12 o 13 años. Siempre llevaba en sus bolsos
algunos caramelos que repartía entre “sus muchachos”.
Cuando se trataba de organizar una partida para el próximo domingo, siempre él tenía una bola
disponible para el “Equipo”.
Cuando el Maestro llegaba a donde nosotros estábamos, hacíamos rueda a su alrededor y él,
entusiasmado, nos narraba la partida del domingo pasado en el Don Bosco, en El Polvorín, o en El Pirata;
después organizaba los dos bandos con los asistentes y él era el árbitro. Comenzaba el partido y allí estaba
feliz el Maestro y su parlanchina chiquillada.
El Maestro nos conocía a todos por nombres, edades y direcciones donde vivíamos y conocía a nuestros
padres; aunque nosotros nunca supiésemos su nombre ni donde él vivía.
El Maestro siempre aparecía por ahí, en cualquier dirección. El venía sonriente, con su cara redonda y
menuda, con sus ojos entre cerrados y alargados como de chino, con su forra desteñida en la cabeza.
En cuanto iba llegando, preguntaba: -¿Ya jugaron algún partido, muchachos? ¿o, no han comenzado?
A ver, vengan para acá… y –comenzaba sus narraciones y comentarios sobre partidos y equipos.
-¿Tiene dulcitos Maestro? – preguntaba furtivamente alguno de los asistentes.
-Sí, -decía él, sin preocuparse quien era el pedigüeño- pero son para después del partido; para los que
metan goles y para el guardameta que más ataje-
Contaba los presentes y los ponía por parejas para que cada uno supiera qué puesto desempeñaría y a
quién le tocaba marcar.
Después de los partidos nos sentábamos en la grama, a descansar los jugadores y a platicar los mirones.
Yo siempre era de los mirones.
En más de una ocasión, encontrándonos solos, yo, intrigado por saber algo de la vida de aquel hombre
raro que perdía su tiempo en medio de la gritería de “los jugadores” con curiosidad le hacía preguntas que a
veces él no respondía y esquivaba, cambiando de conversación.
Así, impertinente, llegué a saber cosas que la mayoría de nuestros comunes amigos no conocían con
respecto a la vida del Maestro. Supe por ejemplo, que él no tenía hijos, ni siquiera mujer; vivía en un mesón,
casi frente a la Administración de Rentas, sobre la 12 Avenida Sur, con una hermana casada; no fumaba ni
usaba bebidas alcohólicas; iba poco al cine y nunca concurría a fiestas. En verdad, era un hombre insólito, que
gustaba de la chiquillada bullanguera. A duras penas, medio sabía leer y escribir, pero era simpático a la
cipotada y moralmente sano. Nunca conversaba de asuntos sexuales y cuando alguno salía con chistes y
ocurrencias disonantes, picarescas, en que mencionaban asuntos sexuales, él se ponía serio y decía: -No, por
ese lado no vamos bien; con el deporte no se pueden mezclar vicios ni romances; vamos, vamos, platiquen
sobre deporte que es lo que nos interesa-
Jamás lo vi fumando y menos aún borracho o con trazas de haber parrandeado.
El Maestro nunca nos dio malos ejemplos de ninguna naturaleza y se notaba en él sinceridad y honradez
para con todos.
******
Perdí contacto con mis amigos de la infancia. Nunca más me vi con Pepe Mayén, Chufete Chavéz,
Chalupa Hernández, Luis Marti (Q. E. P. D.), Luis Solano, Kique Zepeda, Zungo, Chepe Roldán, Salatiel Durán,
Oscar Zepeda, el Pato Vásquez, Arquimidez Herrera y muchos otros que conocí en el transcurso de mi pubertad,
y por esos avatares de la vida, joven nomás viajé. Viajé siempre desde los 16 años, con pequeños lapsos de
parada. Primero conocí todo mi país; todo, hasta los últimos pueblecitos y aldeas más remotas. Después, Centro
América, México y parte de los Estados Unidos de Norte América, y después toda Sur América.
Un día, de regreso a mi patria, allá por 1958, al entrar a una tiendita en procura de alguna cosa, me topé
a boca de jarro, como decía mi nanita, con “El Maestro”.
¡Ah! Qué alegría íntima sentí. Le dí un abrazón fuerte y con emoción casi infantil, como si hubiera
encontrado a un miembro querido de mi familia, comenzamos a platicar.
Hacía más de 22 años que no veía al Maestro y para agradable sorpresa mía, él estaba casi lo mismo,
sólo le faltaban dos dientes, pero en términos generales, él era el mismo de siempre; era el mismo hombre que
conocí en mi infancia.
Así que intercambiamos saludos y le referí algo de mis andancias, él, con su característica sonrisa de
chino, me extendió la mano diciendo: -Ya tuve la agradable sorpresa de verlo y me alegro que esté nuevamente
entre nosotros; entré aquí a comprar unos dulces y ya me estuve, mis muchachos me han de estar esperando;
voy para El Polvorín-
-Bueno, le respondí, el culpable de su atraso he sido yo; venga, lo llevo en mi carro y asi nos quedan
unos momentos más para conversar-
Quince minutos más tarde, desde lo alto de la pavimentada atrás del Cuartel El Zapote veía al Maestro
que abajo, en el engramado de El Polvorín rodeado de un grupo de chiquillos de entre 9 y 11 años, organizaba
por parejas el partido igual que lo hacía con nosotros en mi infancia.
Era el mismo Maestro de antes, con su mentalidad deportiva e infantil.
Sólo allá por 1963, por una casualidad, conversando con Fito Alfaro, un amigo de la infancia, vine a
saber que el nombre del maestro era Miguel. Miguel así a secas. Nada más que Miguel, y los cipotes le
apodaban Maistro llacha.

El Desquite
No muy lejos del pueblo. Tal vez menos de un kilómetro; en un desvencijado rancho levantado sobre
terrenos de un compadre, vivía Efraín con su mujer y cinco pequeños hijos.
El era un trabajador rudo, haragán, protestador, rezongón e inconforme. Por eso casi nadie le daba
trabajo y como es lógico, ganaba poco.
La mayor parte del tiempo pasaba en la cantina, pues aunque no era un borracho, gustaba de la
compañía de aquellos, porque cuando alguno llevaba sus centavos, él tenía la oportunidad de lograr algo.
Le obsequiaban cigarrillos y jugaba a los dados.
Mas Efraín nunca ganaba. Era muy raro que llevara al bolsillo una pareja de pesos ganados en la
chiviada, pero estaba locamente enamorado de los cubitos de hueso y se pasaba horas y horas practicando.
Tiraba los dados con las dos manos como un maestro.
Sabía soplarlos, rezarles, hablarles en secreto y sacudirlos.
Muchas veces, en sus sueños se imaginaba ganar grandes fortunas y no era raro que dormido, se le
oyera decir, “!va tiro!” o “!quién para! ¡quién para!”
Como todo vago, él era bien conocido en el pueblo; mas, amigo de nadie.
Lo invitaban a fiestas, serenatas o cualquier paseo, porque pulsaba bastante regular la guitarra y algo
cantaba.
Cantaba y tocaba “la criolla” y fue así como consiguió ligar a su despreocupada vida, la vida de María, y
así mismo fue como ella, creyendo que la vida de Efraín era como una de aquellas sus canciones apasionadas
y románticas, se decidió a irse del lado de sus viejos para ser la compañera del hombre que de nada útil se
ocupaba, que tiraba los dados, fumaba y cantaba.
Poco a poco fueron llegando a aquel tapexco miserable, cinco inocentes víctimas de la vagancia y de la
lujuria.
Y así, aquel destartalado rancho, en seis años quedó convertido en el rancho del llanto, del dolor, la
queja, el sufrimiento y el hambre.
Efraín seguía en medio de amigos en velorios, tirando los dados y soñando a todas horas.
Dormido y despierto, soñaba con ganar grandes fortunas.
******
Lavando ropa ajena, vendiendo frutos robados en los solares vecinos y manojos de chiriviscos que
juntaba a las orillas de los cercos, María se fajaba valientemente con la miseria, y aunque salteando, algo daba
de comer a sus pequeños.
A pesar de la espantosa miseria, Efraín y María se llevaban muy bien.
Casi nunca reñían. El siempre con mentirillas y promesas. Ella siempre crédula y resignada.
Cuando los niños, cansados de llorar, agotados por el hambre, se dormían, Efraín y su mujer
amigablemente platicaban. Hablaban del futuro. De que él pronto tendría suerte y en una chiviada ganaría lo
suficiente para comprar una finca, la del compadre por ejemplo, y vivirían en casa como personas y mandarían
a los niños, cuando estuvieran de edad, a la escuela; y comprarían una vaca, un caballo, un … de todo, de todo
lo que necesitaban. Y que en verdad, necesitaban de todo.
En esas pláticas íntimas y ensoñadoras de dos miserables enamorados a su manera, Efraín había
contado a María que él nunca en su vida se había puesto una camisa a su gusto. Que jamás había estrenado
una camisa. Que él siempre había anhelado ponerse una camisa roja a su medida. Claro, él tenía una camisa,
pero cuando Juan se la regaló, hacía más de ocho meses, el cuello ya estaba demolido después de volteado.
Tenía dos remiendos en la espalda y uno en la manga derecha y desgarrada la manga izquierda.
Pues bien, a pesar de lo indecible, de lo inenarrable de la miseria de aquel hogar, María había logrado
ahorrar unos centavitos envolviéndolos en una tusa y metiéndolos en un jarro viejo, tiloso y quebrado que
guardaba en un rincón del rancho.
María quería darle la gran sorpresa a su marido.
Quería comprar una camisa roja, nueva, de catorce reales y regalársela.
Quería verlo feliz, estrenando por primera vez en su vida, una camisa, y roja, para completar la dicha.
Mientras tanto, Efraín seguía chiviando y soñando.
******
Una noche, cuando Efraín volvió al rancho con su carga de amargura y de sueños locos en la cabeza,
se encontró con que su María estaba agonizando.
Una terrible fiebre la tuvo agobiada todo el día y al llegar las sombras de la noche, la temperatura subió
aún más y los estertores de la agonía eran la única señal de que aun vivía.
Aquel cuadro desolador conmovió a Efraín hasta las más recónditas fibras de su ser. Por primera vez
en su vida se daba cuenta de que era un desgraciado, un paria, un irresponsable. Que su anárquica vida lo
había colocado en situación desventajosa para luchar por sus seres queridos; que vivían en el más completo
vacío y que aquella mujer, soñadora como él, hambreadora y corajosa, por su culpa había traído al mundo cinco
seres que se encontraban suspensos en un péndulo; péndulo, que a la muerte de María, se convertía en
plomada cuyo hilo se rompía precipitándose al abismo del más completo desamparo y la total desesperación.
Al sentir la violenta respiración de Efraín, cercana a su demacrado rostro, María abrió sus marchitos ojos
y dibujando una forzada sonrisa le dijo: -Efraín, me muero. Siento una fiebre atroz que me devora las entrañas,
dame agua.
Con mano trémula, Efraín aproximó el mugriento huacal de morro a los pálidos labios sedientos de la
enferma. Dos, tres tragos y… basta, un moribundo no bebe mucha agua.
María, haciendo un esfuerzo, murmuró más que habló para Efraín –Regala a nuestros pequeños, tal vez
mi mamá se haga cargo de alguno; la comadre Ticha, tal vez agarre dos, repártelos… ¡ah! ¡oí! ¡acércate! Allá
en aquel rincón está un jarro viejo, allí hay una tusa, sacála y con los catorce riales que allí están, compráte una
camisa roja que he visto donde el Turco Antonio y te la pones para mi entierro, yo, aunque esté muerta, te veré
con ella puesta y seré feliz.
Dos grandes lágrimas rodaban por las mejillas de Efraín, que en histérico gesto, se mordía una mano
apuñada.
Catorce reales para una camisa roja, repetía mentalmente. ¡Qué abnegación de mujer! ¡Qué mujer!
De repente, como un foco de mil bujías que se enciende, en la mente de Efraín brilló una idea. Una idea
sola, salvar a su mujer. Era preciso salvar a su mujer.
Como un loco corrió al rincón del rancho, agarró el jarro y excitado, rompió la tusa y sacó el dinero. Sin
contar las monedas las echó al bolsillo y partió corriendo rumbo al pueblo en busca de la farmacia.
******
A la entrada del pueblo, a la orilla del camino, debajo de un palo de amate, frente a un portón del
cementerio, había una rueda de hombres acurrucados que a la luz de un cabo de candela jugaban
animadamente con paradas de tostón para un peso.
Efraín sintió que los nervios se le crispaban y haciendo un supremo esfuerzo, miró hacia el lado del
panteón y apretó el paso.
Caminó ligero, ligerito, desesperadamente, pero… otro chispazo de luz en su cabeza y Efraín detuvo
súbitamente la marcha y meditó. Si echo una manita y gano, compro la medicina para la María y algún alimento.
Hesitó un instante y como quien siente el triunfo en sus manos, dio vuelta en redondo y se llegó a la
rueda.
Un instante después, puesto en cuclillas, decía: -tostón para un peso, ¡tirá aquí!
Los dados pasaron a sus manos y la primera parada también.
Radiante de felicidad oyó cuando su contrincante le decía: -haber hombre, tirále al traido.
¡Cabal! Una, otra, otra y varias veces más Efraín recogió las pollas.
Con mano temblorosa recogía el dinero mientras pensaba: -Mi mujer está agonizando, debo irme-
Ya ganaba como cien colones cuando anunció que se retiraba.
El perdedor con los ojos chispeantes de rabia le dijo: -No viejo, no te puedes ir, me estás ganando y de
aquí sólo te cas hasta que me dejés limpio. Yo quiero el desquite-
Y va otra mano y otra, y cada vez el hombre decía: -Quiero el desquite-
Efraín sentía una angustia inmensa, sentía que el corazón quería salírsele del pecho. Ganaba y perdía.
Los dados pasaban de unas manos a otras y los dados giraban, daban vueltas y vueltas en el pedazo de lona
sucia que servía de tapete.
Efraín jugaba maquinalmente. La angustia le subía a la garganta y le había entorpecido, la ambición lo
cegaba.
De repente, cuando el hombre ya perdía algunos miles, sacó su revólver de la pretina y le dijo: -
Compadre, se me acabó la lana, pero quiero el DESQUITE, le juego mi casa contra toda su plata – Y con el
cañón del mohoso 38 especial largo, señaló el rimero de billetes que Efraín con mano avara apretaba contra el
suelo.
En el paroxismo de su frenético embeleso y sin siquiera reparar en el revólver, el radiante ganador
respondió: ¡pago! Y… allí van los dados rodando, se detienen… la respiración de los jugadores, así como la de
los demás de la rueda, quedó en suspenso.
Una gran tensión de tragedia se veía en todos los rostros, un minuto después, Efraín quedaba con las
manos totalmente vacías.
Con la mirada fija en el suelo, Efraín repetía… el desquite, el desquite.
Herencia
En una época muy remota, un año antes de que usted naciera, sucedió esta real y patética historia, hace
mucho, ¿eh?
De manera que este no es un pinche cuento como cualquier otro. Es un lamentable suceso que puede
acontecer en cualquier época, lugar y raza. Este cuento me lo contaron tal como lo cuento, no es una creación
mía, es más bien una transcripción contada a mi modo en la cual Ud., caro lector, coopera poniendo la fecha
aproximada de acuerdo a su edad. Veamos.
******
Era pues el año de … no, mejor ponga usted el año, porque si lo hago yo peco de indiscreto y a lo mejor
usted acostumbra a aumentar o disminuir su edad y entonces . . . . bueno entonces era mil novecientos. . . .
El lugar de los hechos, no importa; los nombres de los personajes tampoco importa. Esos pequeños
datos póngalos usted si en verdad quiere este cuento completo.
Había una familia que vivía en una linda población. La familia estaba constituida por un joven matrimonio
que había dado al mundo su aporte en la persona de un chico casi perfecto.
Puede decirse que es era un hogar feliz.
El joven jefe de la familia, cariñoso y fiel esposo, así como amoroso padre, había logrado una magnífica
posición económica y prodigaba a los suyos todos sus cuidados, comodidades, gustos y caprichos imaginables.
Poseía gran iniciativa y clarividencia comercial, razón por la cual, su capital se acrecentaba
constantemente.
La esposa, una bella y joven mujer, estaba dotada de todas las virtudes. Amaba apasionadamente a su
marido y entrañablemente al hijo de su pasión.
El niño era un muñeco de carne y hueso. Inteligente, gracioso y bello.
He aquí el cuadro. El hogar ideal.
El hogar perfecto, idealizado y soñado por todos los hombres y mujeres del mundo, que habíase reunido
en aquel dichoso matrimonio.
La tierra, para ellos, no era otra cosa que el paraíso bíblico corregido y mejorado.
Era tanta su ducha, su felicidad, que no creían en la expulsión del Edén. Se reían incrédulos de todo
cuanto significaba sufrimiento, dolor, penas, angustias, incomprensiones; pues es natural que el que no conoce
más que la felicidad, ignore el significado de la palabra amargura. Y claro, como éste es un cuento, cabe
suponerse que la felicidad puede ser perfecta y permanente en este palpitante mundo del “twist”, que los
hombres quieren dejar para irse a la Luna, a Marte, a Venus, o a cualquier otra parte, con tal de no seguir en
este mar de felicidad y belleza. ¿Entendidos? ¡Muy bien, vamos adelante!
******
Inexorablemente, el tiempo arrancó números a los calendarios. Arrancó hojas a los árboles e
ininterrumpidamente cambió calendarios. Se subió a las caras y las arrugó, se subió a las cabezas y las
blanqueó de canas.
Aquel hogar feliz; feliz, había cambiado muchos cromos de calendarios. Había saludado miles y miles
de veces al sol que constantemente sonreía. Nada perturbaba aquella dicha; solamente había un pequeño
problema. Un problemita insignificante, apenas imperceptible. El niño había sido tan mimado, tan consentido en
su voluntad, que el más insignificante de sus deseos era satisfecho en el acto, en el mismo instante de su
manifestación.
Esta satisfacción solícita y obsecuente de sus caprichitos de nene, fue convirtiéndose en un inalienable
derecho en su conciencia de infante; un deber en la voluntad de la madre y una obligación en la vida del padre.
Y así fue creciendo y creciendo el niño, y con él, sus deseos, caprichos, exigencias y derechos.
A los dos años de vida ya había impuesto su voluntad en el hogar feliz. Usó como defensa, las pataletas
y chirinola.
El padre feliz, para dorar la píldora de su alcahuetería, decía: “!es un niño precoz!”
A los 15 años, la voluntad del adolescente era una ley en aquel hogar eternamente feliz. Los padres
adoraban a su hijo único y eran apasionados esclavos de sus gustos y caprichos. En 4 casos eventuales de
resistencia por parte de sus padres, el muchacho usaba el arma de la amenaza. Abandonaría el hogar.
A los 21 años, a si mayoría de edad, era todo un delincuente que, bajo la amenaza de suicidarse, había
obligado a su padre a que le hiciera traspaso legal de todos sus bienes como heredero universal.
Aparte de estos pequeños caprichos del hijo único, amado y mimado, el hogar era un paraíso. Todo
amor, cariño y belleza. Todo poesía y música, hasta que al fin. . . . un día, se presentó el drama.
******
Después de un corto noviazgo, el adorado hijo se casó, “cada oveja con su pareja”, reza el refrán.
Y asi tenemos que la mujer del hijo amado era también díscola y rivalizando en el afecto de su marido
no podía consentir la mirada siquiera de sus suegros y asi, después de bien pensarlo, emplazó al dueño de la
casa y de su amor y le dijo: -en esta casa habemos 4 personas de familia. Para nuestro idilio sobran dos y te
digo claramente: i se van tus padres o me voy yo.
-No es preciso, argumentó el amo, podemos los dos irnos a otro lugar.
-De ninguna manera, rechazó la caprichosa esposa, nos quedamos en esta casa o. . . . nos separamos.
Tu proposición lastima mi orgullo -.
Los padres del mozo, que por su edad habían entrado en la decadencia de sus dichosas vidas, enterados
que fueron de aquella inaudita exigencia y, por no perturbar la armonía de aquel joven matrimonio, tomaron una
pequeño porción de capital y salieron expulsados de su Edén a rodar mundo.
Parece extraño, idiay no ve. En todos los cuentos hasta hoy, siempre fueron los hijos los que salieron a
rodar tierra, sin embargo en éste, son los padres los que salieron de patitas a la calle.
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Bueno, pasaron los días, meses, años, etc., etc.; pasaron, pasaron y pasaron. . . . al joven matrimonio
le nació un hijo. El hombre a pesar de su carácter díscolo, temperamental, habíase convertido en un pequeño
juguete en manos de su caprichosa mujer que hoy le daba la tremenda satisfacción de convertirlo en padre.
Y aquel hijo creció. Creció en medio de disgustos, de protestos, amenazas y pescozones que sus
díscolas padres le mostraban como natural camino en la vida.
El día en que el hijo de aquel caprichoso matrimonio cumplía años; y cuando estaba partiendo el pastel
de 7 velas, se oyeron toques de puerta en el zaguán de la casa.
Estaba allí un viejo barbicano, cabeza desmelechada, piel enjuta, apergaminada y demacrado, vistiendo
harapos mugrientos, que al ver el pequeño dibujó una sonrisa esforzándose para contener una lágrima que
impertinente se asomaba al balcón de su mirada y le dijo: -hijito, vé y dile al dueño de casa que su padre cansado
de rodar por las calles le pide donde dormir.
El niño transmitió a su madre el recado y con instrucciones de sus progenitores fue a la bodega donde
estaban los costales viejos de henequén. Agarró uno y se lo llevó al viejo mendigo diciéndole –Tome buen
anciano, aquí le mandan este saco para que se busque el quicio de alguna puerta, se acueste y descanse-
Diciendo esto cerró el portón y volvió alegremente a su pastel.
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No se por qué motivo, esa misma tarde el padre del niño, agarrado de la mano de su mujer llegó hasta
la bodega y le llamó la atención ver un saco de henequén tirado en un rincón.
Recordó que poco antes había mandado a su hijo a regalarle un saco a su padre para que fuese a
reposar sus cansados huesos al quicio de cualquier puerta y no comprendía por qué aún se encontraba aquel
costal allí asi tan apartado.
Intrigado llamó a su pequeño hijo y lo interrogó cariñosamente: -Dime hijito, ¿Por qué está este viejo
costal aquí arrinconado? Yo te mandé a dárselo al viejo que vino hoy temprano a mendigar.
-El niño miró tristemente a su padre y con la cabeza erguida y la voz firme le contestó: -Si padre, tú me
mandaste a darle un costal a mi abuelo, pero cuando llegué aquí habían dos costales viejos y pensé en que si
le daba los dos a él, no quedaría ninguno para dártelo a ti cuando reciba mi herencia.

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