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04:20

por José Juan Iniesta

CONTEMPLACIÓN (PARANOIA)

El ambiente era oscuro. La luz sabía mal. Volquetes de bocadillos, rellenos de galletas con
pepitas de miel de lagarto, se acumulaban en la esquina de aquella estancia esférica. En su
centro, un dios esmeralda. Custodiado estaba éste por cinco sirenas, conocidas de Ulises, cuyo
canto atraía a negras aves carroñeras. Su deambular de graznidos de humo ardía en mi cartera.

Desfilando, borrosos hasta alcanzar mi puesto, médicos de la peste con sus máscaras picudas.
Aparecían de una arista y cruzaban la sala. Desaparecían en el punto contrario. La fila de a uno
comenzaba con líneas verticales. Al acercarse, paulatinamente, pasaban a ser planos y, justo al
pasar por delante de mí, adquirían sus tres horrendas dimensiones. Para, después, alejarse y
volver a ser planos, líneas y nada. Escher, orgulloso, cantaba saetas, mientras los médicos me
mostraban órganos putrefactos, con puñales clavados, que traían bajo sus capas.

Sobre mí, dos protuberancias amarillas, alargadas, como dos gusanos arqueados unidos por
cabeza y cola, asomaban del techo. Entre ambas, las teclas de la pianola mugrienta de un
cabaret castañeaban sin cesar. Sonreí al contemplar mi sonrisa, aunque me moría del asco.

Un bancal de humanoides con cabezas de flor, las flersonas, corrieron hacia el Lago Templado,
sito bajo mi flexo. Sus improbables quijoteras ardían en trucos baratos de malos magos.
Desprendían un tacto basto que no merecía olerse. Al sofocarse, rindieron pleitesía a su dios.
Una plegaria, una oblea de cieno, un atusarse los pétalos y un 'fuck you' para mí, que no había
movido ni un dedo por aquellas flersonas.

Atónito, lo contemplaba todo desde mi sillón orejero. Sus orejas, atentas a posibles
intromisiones, me abanicaban, mientras nos hacían flotar. Sentados a mi lado: mis pecados,
mis miedos, mis allegados y mis buenos recuerdos. Todos me miraban con atención. Esperan
que haga una tontería. Yo no pienso moverme.

Suspendido, en medio de aquella inhumana bacanal de seres ilógicos, un reloj de cuco con
forma trapezoidal. De él, aleatoriamente, asomaba mi cabeza. Cada vez aparecía más hinchada
y deforme, pero nunca explotaba. Parecía que sí, pero no. Con todo, aquello no llamó mi
atención. Como un payaso triste, pero de dentro afuera, sólo miré la hora: las 04.20.
DETERMINACIÓN (ESTATISMO)

Levanté la vista. Se quedó clavada en un punto. Mi salón parecía el de siempre. Todo manga
por hombro. Ceniceros de todas las clases, colores y tamaños. La cena de hoy, los platos de la
comida de ayer. Cajas del chino, de pizza, hamburguesas. Bolsas del kebab. Mis ratas en su
jaula. Lo dicho, mi salón parecía el de siempre, pero no lo era. Había algo. Algo, que al principio
me pareció sólo un espejismo. Pronto entendí que era Matrix.

¿Qué mejor forma de esconder una mentira que dentro de tu realidad, de algo cercano, de
algo conocido? De lo último que alguien sospecharía es de lo cotidiano, de lo que ve todo el
tiempo. "Así es como intentan engañarme. Quieren atraparme dentro de mi propia y pútrida
realidad." - pensé.

Una cosa estaba clara: mi salón ya no era mi salón. Era un decorado. Todo era estático. Mis
ratas no se movían. Las ventanas estaban abiertas. Vivía al lado de una arteria principal de la
ciudad. No se oía ni un ruido y aquello no ocurría casi nunca, al menos no durante tanto
tiempo. Cierto es que eran altas horas de la noche, pero siempre pasa algún coche. Tampoco vi
la luz de ningún faro recorrer el techo de mi asqueroso apartamento.

El miedo se apoderó de mí. Intenté recordar cómo había llegado hasta allí. No pude. Sabía
quién era, a qué me dedicaba, quiénes eran mis parientes más cercanos. Athos, Porthos y
Aramis, los nombres de mis ratas. D'Artagnan siempre me pareció un presuntuoso. Era
consciente de todas mis penas. ¿Mis alegrías? Hace tiempo las enterré en una fosa común,
junto a mis sueños y mi esperanza. Pensar en ellas me ponía todavía peor.

Está bien. La información clave la conservaba, pero que me aspen si sabía cómo cojones había
llegado allí. Hasta empecé a dudar de que aquel fuera mi piso. Todo parecía real, pero a la vez
falso. Atrezzo de una mala obra. Al recordar quién era, también recordé cómo era y a mí no se
me podía encerrar tan fácilmente, al menos no sin mi consentimiento. Era, o quizá fui, un alma
libre. Alguien que siempre lograba salir airoso de cualquier situación comprometida. Así que, si
aquello era el Show de Trumam, la solución era simple: sal de ahí y "por si no nos vemos luego:
buenos días, buenas tardes y buenas noches."

La revelación subsiguiente a mi intento de huir fue devastadora. Si antes tenía miedo, ahora no
daba crédito. Cada célula de mi cuerpo se había bloqueado. Todas salvo las neuronas, al
parecer. Iban a mil por hora. No lograba moverme ni un nanómetro, ni una parte de mi
cuerpo. No entendía nada. "Alguien me ha inyectado algo y me ha traído hasta un decorado de
mi piso." - me dije. Recordé aquella peli coreana. Old Boy. A su protagonista, Oh Dae-su, lo
drogaban y encerraban en una habitación durante quince largos años, sin tener la menor idea
de porqué. Todos hemos cometido errores y hemos herido a otras personas, pero ¿quién
querría castigar de aquella forma a un pringado como yo? Claro que lo mismo pensaba Oh
Dae-su y mira cómo terminó. No veía a nadie de mi pasado urdiendo aquella intrincada
venganza, la verdad.

Durante un instante pasó por mi cabeza que yo fuera parte de la escenografía. Un pelele,
tirado en el sofá de alguien, al que el azar había dado conciencia y recuerdos de forma
momentánea. Aunque, rápido, deseché la idea. Sabía que, dentro de la teoría de los
multiversos, existía la posibilidad de que yo fuera un pelele en el sofá de alguien, pero mi
conciencia no había cruzado a un universo paralelo o eso creía. Cientos de ideas similares de
ciencia-ficción cruzaron por mi perturbada cabeza, que no lograba encontrar explicación a
tamaña tortura.

Quería gritar para pedir ayuda, pero, como imagináis, no podía. Lo intenté con todas mis
ganas. Nada. Tenía que relajarme. Tras unos instantes de lucha interna, concentré toda mi
atención en mi yo físico. Mi yo psíquico se encontraba al límite de su resistencia. Se me ocurrió
que, si podía pensar, cabía la opción de que algo más funcionase, aunque fuese lo más simple.
Fue entonces cuando me aferré con todas mis fuerzas a las tres acciones más involuntarias del
cuerpo humano: respirar, pestañear y bombear sangre. Si algo podía hacer mi cuerpo era
aquello para lo que la naturaleza, durante siglos de evolución, le había preparado. Concentré
toda mi atención en comprobar si respiraba.

Normalmente, nadie presta atención a lo verdaderamente importante hasta que lo pierde. Con
la respiración pasa exactamente igual. Fue extraño comprobar que no respiraba, pero tampoco
me estaba ahogando. Sinceramente, no lograba entender aquella perversa dualidad.

Fue más sencillo comprobar que no pestañeaba en absoluto, pero no sentía la mínima
sensación de escozor. A mi mente vino aquella peli, en la que un tullido de guerra quedaba
atrapado en su propio cuerpo, sobre la que Metallica escribió una canción. También pensé en
Poe y en su historia 'El entierro prematuro', supongo que por aquella intensa sensación de
claustrofobia y por la similitud con lo que se describía en la misma.

La teoría de que hubiera caído en un estado cataléptico no me pareció para nada ilógica al
principio. Esta extraña dolencia consiste en la pérdida total de la movilidad por parte del
cuerpo. Movimientos tanto voluntarios, como involuntarios. Aquello, como escribió Poe, había
provocado que algunas personas fueran enterradas vivas hace algunos siglos.

Pues bien, justo aquello era lo que me estaba ocurriendo. Ni tan siquiera era capaz de notar un
latido leve. Esa explicación estaba ahí y, de momento, era la más probable. Mucho más que la
de que el tiempo se hubiera detenido por completo. Me hubiera encantado tener un reloj para
comprobarlo. Es lo que tiene ser un ácrata.
Aunque aquella explicación cataléptica era plausible, no explicaba por qué nada a mi alrededor
se movía. Los catalépticos se detienen, pero su mundo sigue. El mío no lo hacía. Estaba tan
parado como yo. Alguien debía haberme hecho aquello. No lograba entender cómo no
recordaba llegar a aquella réplica estática de mi casa. Aunque poco importaba ya aquello. Sólo
cabía esperar a que algo o alguien volviera a darle al play de mi vida.

Sí, como podéis imaginar, la espera no fue precisamente corta. Tampoco fácil. Esperando a que
algo se moviera, tuve tiempo de sobra para gritar de rabia hacia mis adentros y para negociar
conmigo mismo una vida distinta si algún día salía de aquella pesadilla inmóvil. Me sentí
tentado de pedir a alguna deidad que me sacara de aquello, pero tenía fe férrea en mi
ateísmo.

Tuve tiempo de analizar mi vida, desde que tuve consciencia de la misma, hasta lo último que
lograba recordar. Medité sobre cómo había tirado mi vida a la basura, preso de la mierda, las
malas compañías, la apatía, la dejadez, la autocompasión y un creciente amor por la tristeza,
de la que quería prescindir y sin la que ya no sabía vivir. Era una pareja tóxica de la que uno no
logra desvincularse. Me sentí completamente perdido y ciego por no haberme percatado antes
de todo aquello. Pronto empecé a pensar que aquella tortura parecía, más bien, una especie
de milagro y no una conspiración contra mi persona. No sabía cómo había ocurrido, pero sabía
qué ocurriría si salía de allí; si mi vida lograba enfocar algo que no fuera una pantalla apagada,
la estantería del salón, mi mesa comida de mierda y la jaula de mis ratas, que llevaban
acurrucadas en su cesta una eternidad.

Rememoré, con nostalgia, lo que hasta entonces no se habían revelado como tiempos
mejores. Aquel siempre fue un sentimiento ajeno, sobre todo, para alguien empeñado en vivir
el presente como yo. ¡Qué ironía! ¿No querías vivir el presente, imbécil? ¡Pues toma, disfruta!
Con amargura y con una extraña sensación de calor interno, recordé las largas tardes en las
que ella dibujaba y yo me sentaba a contemplarla, mientras ideaba historias crueles para
escribir. Esos largos paseos al atardecer en los que escudriñábamos senderos casi inexplorados
en busca de casas abandonadas. Aunque en ese momento no me percaté, recordé lo feliz que
era entonces. No sólo por ella, también por la estabilidad que habitaba. De nuevo, me invadió
esa sensación de haber sido alguien que ha ido con una venda de estupidez por la vida, sin
apreciar lo que era realmente importante.

Superpuestas, la visión de mi horrible salón y la del parque donde le dije adiós para siempre.
Dos imágenes íntimamente ligadas, cuya relación no vi hasta ese momento. No me supuso
ningún problema dejarla llorando en aquel banco cuando, después de tantos años, pensé que
ya no podría aportarme nada más. ¡Qué necio! Qué forma tan horrible de tratar a alguien.
Cómo si de un tetrabrick de zumo, del que ya no puedes sorber más jugo, se tratase. "¡Lo
siento tanto!" – pensé. No me había dado cuenta de lo mucho que aquella imagen me
atormentaba, hasta ese momento. Tardé muchísimo, pero entendí.
Cómo si un resorte mental se hubiese activado, volví a sentir algo. Tanto por dentro como por
fuera. Vi claro que el que me había metido en aquel mundo irreal, el que había querido
detener el tiempo era yo mismo. Era secuestrador y rehén de mi propia existencia. Llevaba
años queriendo no estar, no sentir, no pensar y eso acababa allí, en aquel preciso instante.
Sentí mis ojos humedecerse. ¿Qué mejor forma de esconderte de la realidad que dentro de
una falsa sensación de felicidad, dentro de una mentira que tú mismo has creado? Me sentí
liberado.

De pronto oí un sonido. Costó discernir qué era aquello. Supe poco después que era agua
corriente. El sonido provenía de mi derecha. Logre girar la vista y el movimiento se me hizo
extraño. Todo era como dibujos en la esquina de una libreta en la que alguien pasaba hojas a
toda velocidad. Una persona, que a duras penas logré reconocer, apareció en la estancia. Su
mirada se clavó en la mía y con una sonrisa burlona dijo:

- Estás muy blanco, tío. Son las 04.20. Va, el último y me piro, ¿quieres?

Fue lo más duro y lo más fácil que he hecho. Sin articular palabra, negué con la cabeza.

DESPEDIDA (TRISTEZA)

De vuelta en mí, contemplé la debacle del mundo.

A la sombra de la última puesta de sol, talludos ricachones con amplios trajes, no lograban
ocultar su opulencia. Ya daba igual. Ya nada importaba. A través de sus máscaras de
bienhechores, lanzaban grandes bocanadas de promesas vacías. Quise toser y, en lugar de
gargajos, aparecieron verdes billetes del sudor de mis adentros.

Pequeños robots kamikazes barrían los billetes en cajas inexpugnables, para luego inmolarse a
los pies de sus amos. Complacidos, reían a broncas carcajadas, ante aquellos fuegos artificiales
de materia oscura.

Se avecinaba tormenta, pero no pareció importarles con tal de que todo siguiera igual.

Cegados por la radiante luz de la verdad, me crucé con esquejes de personas. Todos
desconocían cuál era su lugar. Buscaban en vano tierra en la que florecer. Se preguntaban
unos a otros, perdidos, sin rumbo, sin encontrar más respuesta que un gesto de indiferencia.
Su errático devenir, persiguiendo conejos blancos, accionaba una cinta mecánica. Esta
convertía el movimiento en pienso, del que algunos comían para seguir deambulando sin
rumbo. Sampedro, disfrazado de Robin Hood, intentaba sin éxito desviarlos hacia una salida de
emergencia. Les tentaba con palabras incómodas, que nadie quería escuchar. Corría alicaído
de un lado a otro lado de la cinta, con la certeza de quien conoce el camino correcto. Me hizo
un gesto en busca de ayuda. Supe que los guardianes y protectores de la mente habían fallado
en su misión.

Quise ayudar, pero las cadenas de mi propio egoísmo me impedían moverme. Ya tenía
bastantes problemas como para ocuparme de los del resto. Así que, como hacen los hipócritas
como yo, me senté y miré para otro lado. Mi mirada se cruzó con la de Dylan. Me dedicó la
media sonrisa irónica de quien sabe que todo se va a pique, aún mantiene una mínima
esperanza, pero contempla como todos fallamos irremediablemente.

Sentí que había perdido el juicio de mi propia moralidad. Una lágrima de mercurio brotó de mí.
Me giré hacia una pantalla. Esta devoraba a un niño pequeño, que miraba con la boca abierta
de admiración a su ejecutora. Les pedí la hora. La pantalla lo plasmó en su cuerpo: "04.20".
"Bien" - le dije - "es la hora." Me recosté y dejé que el mundo continuara su cruel final ante mis
ahumados ojos, que cada vez veían menos y consentían más. Lo último que logro recordar es
la radiante y cálida luz de la última campanada de libertad. Retumbó, poderosa, en el vasto y
yermo páramo de la humanidad, cubriéndolo de dorado una última vez.

DESPERTAR (SUPERACIÓN)

Cuando se retiraron aquellas gafas doradas mi primera reacción fue vomitar. Sin duda no era el
primero al que le había ocurrido. Mi cabeza estaba recubierta por un dispositivo, metálico y
luminoso, que la envolvía. Al no poder girarme no me quedó más remedio que regurgitar
bocarriba. Por suerte, de un lado de la cama apareció una especie de tubo grisáceo, que se
acercó a mi boca y se abrió en forma de embudo. Sin que yo hiciera nada se aferró a mi boca y
aspiró con fuerza toda la materia a medio digerir que salió de ella. Me impresionó. La
impresión se convirtió en un leve miedo, que se disipó al retirarse aquel artilugio.

Aparté de mi cabeza aquella maraña de plástico, cables y leds que no dejaban de brillar. Todo
aquello me recordó a un quirófano. Me giré y no reconocí mi entorno. En la sala sólo había el
aparato que antes envolvía mi cabeza, colgado del techo junto a las gafas doradas, y la camilla
donde me encontraba tumbado. Quise incorporarme, pero estaba demasiado aturdido.
Reconocí lo que parecía una puerta. En una pantalla sobre ella pude ver los números 0420.
También estaban en una pulsera en mi muñeca. Me resultaron muy familiares. No entendía
nada.

Me sobresalté al escuchar que una voz robótica retumbaba dentro de la estancia:

- Tratamiento finalizado en 0.04 segundos.

No pude evitar dar un salto sobre aquella camilla, que parecía bastante estable.

- Por favor, no se mueva. Es normal que sienta mareos, náuseas y confusión después del
proceso. Por su seguridad permanezca en la camilla hasta que le indiquemos. –dijo, acto
seguido, una agradable voz que, claramente, no prevenía de aquella sala gris, pero que se oía
con claridad dentro de la misma. - Pronto se estabilizará y podrá volver a casa. La dependencia
que le aquejaba habrá desaparecido para entonces. Nuestro tratamiento experimental
revolucionario, basado en la terapia onírica de choque, tiene un 98% de efectividad y, si no
queda satisfecho o vuelve a recaer, le devolveremos el importe completo de la sesión. En caso
de recaída, también podrá volver a realizar el tratamiento completamente gratis. Gracias por
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