0 calificaciones0% encontró este documento útil (0 votos)
3 vistas2 páginas
En 3 oraciones o menos:
Galileo defiende la teoría heliocéntrica de Copérnico argumentando que (1) ha sido adoptada por muchos científicos eminentes a lo largo de la historia, (2) aquellos que la aceptan sólo lo hacen después de rechazar inicialmente la teoría y estudiar a fondo las pruebas de Copérnico, y (3) sus detractores rara vez estudian sus argumentos y en cambio se amparan en la opinión de la mayoría que no la ha estudiado.
En 3 oraciones o menos:
Galileo defiende la teoría heliocéntrica de Copérnico argumentando que (1) ha sido adoptada por muchos científicos eminentes a lo largo de la historia, (2) aquellos que la aceptan sólo lo hacen después de rechazar inicialmente la teoría y estudiar a fondo las pruebas de Copérnico, y (3) sus detractores rara vez estudian sus argumentos y en cambio se amparan en la opinión de la mayoría que no la ha estudiado.
En 3 oraciones o menos:
Galileo defiende la teoría heliocéntrica de Copérnico argumentando que (1) ha sido adoptada por muchos científicos eminentes a lo largo de la historia, (2) aquellos que la aceptan sólo lo hacen después de rechazar inicialmente la teoría y estudiar a fondo las pruebas de Copérnico, y (3) sus detractores rara vez estudian sus argumentos y en cambio se amparan en la opinión de la mayoría que no la ha estudiado.
DISCURSO. CONSIDERACIONES SOBRE LA OPINIÓN COPERNICANA.
GALILEO
“A fin de evitar (en la medida en que Dios me lo permita) cualquier posible
desviación del recto criterio en la decisión acerca a cerca de la controversia en curso, trataré de refutar dos ideas que algunos ―me parece― pretenden imbuir en aquellos a quienes compete deliberar: ambas ideas son, si no me equivoco, erróneas. La primera de ellas es que no hay razón alguna para temer una cuestión escandalosa; la estabilidad de la Tierra y el movimiento del Sol están de tal forma demostrados por la filosofía que su certeza resulta segura e incuestionable, mientras que, a la inversa la posición contraria es tan sumamente paradójica y tan manifiestamente estúpida que no cabe la menor duda de que no sólo no podrá ser demostrada, ni hoy ni nunca, sino que ni siquiera podrá tener cabida en la mente de un apersona sensata. La otra idea que tratan de difundir es la siguiente: aunque esta opinión ha sido difundida por Copérnico y otros astrónomos, lo cierto es que sólo lo han hecho ex suppositione y en razón de su mejor acuerdo con los movimientos celestes observados y los cálculos astronómicos; ni siquiera los mismos que la utilizan la han creído en ningún momento verdadera de facto y en la naturaleza. Llegan en consecuencia, a la conclusión de que con toda seguridad pueden promulgar su condena. Ahora bien, si yo no me equivoco, este razonamiento es falaz y alejado de la verdad, tal y como deseo demostrar por medio de las siguientes consideraciones. Éstas tendrán un carácter general para que puedan ser comprendidas sin demasiada dificultad o esfuerzo incluso por aquellos que no estén muy versados en las ciencias naturales y astronómicas; si se tratará más bien de discutir estas cuestiones con quienes tuvieran una mayor preparación en dichas disciplinas, o hubieran dispuesto al menos del tiempo de reflexión que tan difícil materia exige, no haría entonces sino recomendarles el propio libro de Copérnico, por medio de la cual ―y en virtud de la fuerza de sus demostraciones― podrán percibir claramente cuánto de verdad o de falsedad hay en las dos ideas de que hablamos. La talla de los hombres, tanto antiguos como modernos, que han sostenido y sostienen la hipótesis heliocéntrica constituye una buena prueba de que no se la debe despreciar como si fuera una opinión ridícula. Nadie podrá tenerla por tal si antes no considera ridículos y necios a Pitágoras y sus discípulos, a Filolao, maestro de Platón al propio Platón (como refiere Aristóteles en De Caelo), a Heráclides de Ponto y Ecfanto, Aristarco de Samos, a Hicetas y al matemático de Seleucos. El mismo Séneca no sólo no la pone en solfa, sino que se burla de quienes la tienen por ridícula y escribe en su obra De cometis: <> En cuanto a los modernos han sido Nicolás Copérnico el primero en exponerla y fundamentarla a lo largo de su libro. Muchos son los que lo han seguido, destacando entre ellos: William Gilbert, eminente médico y filósofo, que la recoge y justifica detalladamente en su obra De magnete; Johanes Kepler, ilustre filósofo y matemático contemporáneo, al servicio del anterior y del actual Emperador, comparte igualmente dicha opinión; David Origanus, al comienzo de las Efemérides, verifica el movimiento de la Tierra mediante una prolija argumentación; no faltan, por lo demás, otros muchos autores que han dado a la imprenta sus razones. Y yo podría dar los nombres de un buen número de seguidores de dicha doctrina que no han querido hacer públicas por escrito sus opiniones, tanto en Roma como en Florencia, en Venecia, Padua, Nápoles, Pisa, etc. Una doctrina que suscriben tantos hombres ilustres no puede ser, pues, ridícula; y si el número de sus seguidores es efectivamente reducido en comparación con el de los partidarios de la opinión común, eso dice más de las dificultades que su comprensión presenta que de su futilidad. Por lo demás, que tal concepción se funda en razones tan sólidas como eficaces queda claro con sólo reparar en el hecho de que todos sus partidarios fueron antes de la opinión contraria; durante mucho tiempo se rieron de ella y la consideraron estúpida, actitud de la cual yo mismo, Copérnico o cualquiera de nuestros contemporáneos podrían dar fe. Ahora bien, ¿quién creerá que una opinión que se tiene por vana e incluso necia, que apenas han defendido uno de cada mil filósofos y que ha sido reprobada por el Príncipe de la Filosofía, puede imponerse de otro modo que por medio de las más rigurosas de las demostraciones, las experiencias más evidentes y las observaciones más sutiles? Desde luego, nadie abandonará una opinión bebida con leche y con los primeros estudios, plausible a los ojos de casi todo el mundo y sustentada por la autorización de los pensadores más respetables, si las razones en contra no son más eficaces. Y si reflexionamos cuidadosamente llegaremos a la conclusión de que más ha de valer la autoridad de uno sólo de los seguidores de Copérnico que la de Cien de sus oponentes, puesto que cuantos han acabado abrazando el copernicanismo eran al principio sumamente reticentes a dicha opinión. Partiendo de esta base yo argumento así: quienes han de ser persuadido, o son capaces de comprender las razones de Copérnico o no lo son; además tales razones pueden ser verdaderas y concluyentes o, por el contrario, falsas; de ello se sigue que lo que han de ser persuadidos y no comprenden las demostraciones nunca podrán ser convencidos, independientemente de que las razones sean verdaderas o falsas; por su parte, los que comprenden las demostraciones no podrían estar de tal forma persuadidos en caso de que estas fueran falaces, puesto que entonces ni los que comprenden no los que no quedarían convencidos. Siendo imposible que alguien renuncie a sus primeras ideas por influjo de argumentaciones falaces, habrá de seguirse necesariamente que si alguien es persuadido de lo contrario que inicialmente creía, las razones aducidas tendrán que ser verdaderas y concluyentes, Y ya, de hecho, encontramos muchas persuadidas por las razones de Copérnico y sus seguidores: tales razones son, pues, eficaces y la opinión que sustentan no merece el calificativo de ridícula, sino que más bien es digna de una atenta consideración y estimación. Por lo demás, la futilidad de argumentar a favor o en contra de la plausibilidad de esta opinión o la contraria en función del número de sus partidarios se pone de relieve tan pronto como se considera el hecho de que no hay ningún copernicano que previamente no fuese de la opinión contraria, mientras que ―por el contrario― no hay ni uno sólo que, que habiéndose adherido al heliocentrismo, lo haya abandonado por otra doctrina, cualesquiera que sean las razones que haya podido escuchar. Así, pues, es muy probable que ―incluso para aquellos que no hubiesen oído las razones a favor de una u otra posición― los argumentos que abogan por el movimiento de la Tierra resulten muchos más convincentes que los que defienden las tesis contrarias. Diré aún más: si la probabilidad de ambas opiniones hubiera de decirse por votación, no sólo reconocería mi derrota si sobre cien votos la parte contraria recogiese uno más, sino que estaría incluso conforme con que cada uno de los votos del rival valiese por diez de los míos, a condición de que los votantes fuesen personas perfectamente informadas, que hubiesen examinado cuidadosamente las razones y los argumentos de una y otra parte ( pues es ciertamente razonable que así deban de ser quienes han de votar). No es, por lo tanto, ridícula y despreciable esta opinión, mientras que las de quienes pretenden ampararse en la opinión compartida por una mayoría que jamás se ha molestado en estudiar estos autores sí que resulta dudosa. En consecuencia, ¿qué debemos decir, que importancia hemos de atribuir al estrépito y a la palabrería de quien ni siquiera ha examinado los primeros y más elementales principios de estas doctrinas, los cuáles probablemente no sería capaz de comprender?”