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DISCURSO. CONSIDERACIONES SOBRE LA OPINIÓN COPERNICANA.

GALILEO

“A fin de evitar (en la medida en que Dios me lo permita) cualquier posible


desviación del recto criterio en la decisión acerca a cerca de la controversia en curso,
trataré de refutar dos ideas que algunos ―me parece― pretenden imbuir en aquellos
a quienes compete deliberar: ambas ideas son, si no me equivoco, erróneas. La
primera de ellas es que no hay razón alguna para temer una cuestión escandalosa; la
estabilidad de la Tierra y el movimiento del Sol están de tal forma demostrados por la
filosofía que su certeza resulta segura e incuestionable, mientras que, a la inversa la
posición contraria es tan sumamente paradójica y tan manifiestamente estúpida que
no cabe la menor duda de que no sólo no podrá ser demostrada, ni hoy ni nunca, sino
que ni siquiera podrá tener cabida en la mente de un apersona sensata. La otra idea
que tratan de difundir es la siguiente: aunque esta opinión ha sido difundida por
Copérnico y otros astrónomos, lo cierto es que sólo lo han hecho ex suppositione y en
razón de su mejor acuerdo con los movimientos celestes observados y los cálculos
astronómicos; ni siquiera los mismos que la utilizan la han creído en ningún momento
verdadera de facto y en la naturaleza. Llegan en consecuencia, a la conclusión de que
con toda seguridad pueden promulgar su condena. Ahora bien, si yo no me equivoco,
este razonamiento es falaz y alejado de la verdad, tal y como deseo demostrar por
medio de las siguientes consideraciones. Éstas tendrán un carácter general para que
puedan ser comprendidas sin demasiada dificultad o esfuerzo incluso por aquellos que
no estén muy versados en las ciencias naturales y astronómicas; si se tratará más
bien de discutir estas cuestiones con quienes tuvieran una mayor preparación en
dichas disciplinas, o hubieran dispuesto al menos del tiempo de reflexión que tan difícil
materia exige, no haría entonces sino recomendarles el propio libro de Copérnico, por
medio de la cual ―y en virtud de la fuerza de sus demostraciones― podrán percibir
claramente cuánto de verdad o de falsedad hay en las dos ideas de que hablamos. La
talla de los hombres, tanto antiguos como modernos, que han sostenido y sostienen la
hipótesis heliocéntrica constituye una buena prueba de que no se la debe despreciar
como si fuera una opinión ridícula. Nadie podrá tenerla por tal si antes no considera
ridículos y necios a Pitágoras y sus discípulos, a Filolao, maestro de Platón al propio
Platón (como refiere Aristóteles en De Caelo), a Heráclides de Ponto y Ecfanto,
Aristarco de Samos, a Hicetas y al matemático de Seleucos. El mismo Séneca no sólo
no la pone en solfa, sino que se burla de quienes la tienen por ridícula y escribe en su
obra De cometis: <> En cuanto a los modernos han sido Nicolás Copérnico el primero
en exponerla y fundamentarla a lo largo de su libro. Muchos son los que lo han
seguido, destacando entre ellos: William Gilbert, eminente médico y filósofo, que la
recoge y justifica detalladamente en su obra De magnete; Johanes Kepler, ilustre
filósofo y matemático contemporáneo, al servicio del anterior y del actual Emperador,
comparte igualmente dicha opinión; David Origanus, al comienzo de las Efemérides,
verifica el movimiento de la Tierra mediante una prolija argumentación; no faltan, por lo
demás, otros muchos autores que han dado a la imprenta sus razones. Y yo podría
dar los nombres de un buen número de seguidores de dicha doctrina que no han
querido hacer públicas por escrito sus opiniones, tanto en Roma como en Florencia,
en Venecia, Padua, Nápoles, Pisa, etc. Una doctrina que suscriben tantos hombres
ilustres no puede ser, pues, ridícula; y si el número de sus seguidores es
efectivamente reducido en comparación con el de los partidarios de la opinión común,
eso dice más de las dificultades que su comprensión presenta que de su futilidad. Por
lo demás, que tal concepción se funda en razones tan sólidas como eficaces queda
claro con sólo reparar en el hecho de que todos sus partidarios fueron antes de la
opinión contraria; durante mucho tiempo se rieron de ella y la consideraron estúpida,
actitud de la cual yo mismo, Copérnico o cualquiera de nuestros contemporáneos
podrían dar fe. Ahora bien, ¿quién creerá que una opinión que se tiene por vana e
incluso necia, que apenas han defendido uno de cada mil filósofos y que ha sido
reprobada por el Príncipe de la Filosofía, puede imponerse de otro modo que por
medio de las más rigurosas de las demostraciones, las experiencias más evidentes y
las observaciones más sutiles? Desde luego, nadie abandonará una opinión bebida
con leche y con los primeros estudios, plausible a los ojos de casi todo el mundo y
sustentada por la autorización de los pensadores más respetables, si las razones en
contra no son más eficaces. Y si reflexionamos cuidadosamente llegaremos a la
conclusión de que más ha de valer la autoridad de uno sólo de los seguidores de
Copérnico que la de Cien de sus oponentes, puesto que cuantos han acabado
abrazando el copernicanismo eran al principio sumamente reticentes a dicha opinión.
Partiendo de esta base yo argumento así: quienes han de ser persuadido, o son
capaces de comprender las razones de Copérnico o no lo son; además tales razones
pueden ser verdaderas y concluyentes o, por el contrario, falsas; de ello se sigue que
lo que han de ser persuadidos y no comprenden las demostraciones nunca podrán ser
convencidos, independientemente de que las razones sean verdaderas o falsas; por
su parte, los que comprenden las demostraciones no podrían estar de tal forma
persuadidos en caso de que estas fueran falaces, puesto que entonces ni los que
comprenden no los que no quedarían convencidos. Siendo imposible que alguien
renuncie a sus primeras ideas por influjo de argumentaciones falaces, habrá de
seguirse necesariamente que si alguien es persuadido de lo contrario que inicialmente
creía, las razones aducidas tendrán que ser verdaderas y concluyentes, Y ya, de
hecho, encontramos muchas persuadidas por las razones de Copérnico y sus
seguidores: tales razones son, pues, eficaces y la opinión que sustentan no merece el
calificativo de ridícula, sino que más bien es digna de una atenta consideración y
estimación. Por lo demás, la futilidad de argumentar a favor o en contra de la
plausibilidad de esta opinión o la contraria en función del número de sus partidarios se
pone de relieve tan pronto como se considera el hecho de que no hay ningún
copernicano que previamente no fuese de la opinión contraria, mientras que ―por el
contrario― no hay ni uno sólo que, que habiéndose adherido al heliocentrismo, lo haya
abandonado por otra doctrina, cualesquiera que sean las razones que haya podido
escuchar. Así, pues, es muy probable que ―incluso para aquellos que no hubiesen
oído las razones a favor de una u otra posición― los argumentos que abogan por el
movimiento de la Tierra resulten muchos más convincentes que los que defienden las
tesis contrarias. Diré aún más: si la probabilidad de ambas opiniones hubiera de
decirse por votación, no sólo reconocería mi derrota si sobre cien votos la parte
contraria recogiese uno más, sino que estaría incluso conforme con que cada uno de
los votos del rival valiese por diez de los míos, a condición de que los votantes fuesen
personas perfectamente informadas, que hubiesen examinado cuidadosamente las
razones y los argumentos de una y otra parte ( pues es ciertamente razonable que así
deban de ser quienes han de votar). No es, por lo tanto, ridícula y despreciable esta
opinión, mientras que las de quienes pretenden ampararse en la opinión compartida
por una mayoría que jamás se ha molestado en estudiar estos autores sí que resulta
dudosa. En consecuencia, ¿qué debemos decir, que importancia hemos de atribuir al
estrépito y a la palabrería de quien ni siquiera ha examinado los primeros y más
elementales principios de estas doctrinas, los cuáles probablemente no sería capaz de
comprender?”

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