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En cuanto a las proposiciones de la filosofía propia-
mente dichas, se ha sostenido que son lingüísticamente
necesarias, y, por lo tanto, analíticas. Y respecto a la re-
lación de filosofía y ciencia empírica, está demostrado
que el filósofo no se encuentra en una posición que le
permita suministrar verdades especulativas, que, si así
fuese, competirían con las hipótesis de la ciencia, ni tam-
poco formar juicios a p riori sobre la validez de las teo-
rías científicas, sino que su función es la de aclarar las
proposiciones científicas, poniendo de manifiesto sus re-
laciones lógicas y definiendo los símbolos que en ellas
aparecen. Por consiguiente, sostengo que no hay nada
en la naturaleza de la filosofía que justifique la existencia
de «escuelas» filosóficas en conflicto. Y pretendo com-
probar esto facilitando una solución definitiva de los
problemas que han sido las principales fuentes de con-
troversia entre los filósofos, en el pasado.
El punto de vista de que la labor del filósofo es una
actividad de análisis está asociado en Inglaterra con la
obra de G. E. Moore y de sus discípulos. Pero, aunque he
aprendido mucho del Profesor Moore, tengo razones
para creer que él y sus seguidores no están dispuestos a
adoptar un fenomenalismo tan completo como el que
adopto, y que mantienen un punto de vista muy distinto
de la naturaleza del análisis filosófico. Los filósofos con
quienes estoy en el más perfecto acuerdo son los que
componen el «círculo vienés», bajo la dirección de Mo-
ritz Schlick, y que son conocidos, generalmente, como
positivistas lógicos. Y, entre ellos, me declaro deudor, so-
bre todo, de Rudolf Camap. Además, quiero reconocer
lo que debo a Gilbert Ryle, mi primer tutor en filosofía,
y a Isaiah Berlín, que ha discutido conmigo cada punto
del tema de este tratado, y me ha hecho muchas suges-
tiones valiosas, aunque ambos están disconformes con
mucho de lo que afirmo. Y debo también expresar mi
agradecimiento a J. R. M. Willis, por su corrección de las
pruebas.
A. J. A y e r
11 Foubert's Place,
Londres.
Julio, 1935
I
La eliminación de la metafísica
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do fenoménico seria el de investigar de qué premisas es-
taban deducidas sus proposiciones. ¿No tiene él que co-
menzar, al igual que los demás hombres, por la eviden-
cia de sus sentidos? Y, si es así, ¿qué proceso válido de
razonamiento puede llevarle a la concepción de una rea-
lidad trascendente? Sin duda alguna, de premisas empí-
ricas no puede, legítimamente, inferirse nada concer-
niente a las propiedades, ni siquiera a la existencia de
algo supra-empírico. Pero esta objeción se resolvería me-
diante la negación, por parte del metafísico, de que sus
afirmaciones estaban basadas, fundamentalmente, sobre
la evidencia de los sentidos. Diría que él está dotado de
una facultad de intuición intelectual que le permite co-
nocer hechos que no podrían ser conocidos por medio
de la experiencia sensorial. Y, aun cuando demostrarse
que se apoya en premisas empíricas y que, por lo tanto,
su especulación sobre un mundo, no empírico está lógi-
camente injustificada, no se seguiría que sus afirmacio-
nes concernientes a un mundo no empírico no pudieran
ser verdaderas. Porque el hecho de que una conclusión
no se siga de su premisa putativa no es suficiente para
demostrar que es falsa. Por lo tanto, no se puede dese-
char un sistema de metafísica trascendente sólo median-
te la crítica del modo en que llega a constituirse. Lo que
se requiere es, más bien, una crítica de la naturaleza de
las declaraciones reales que lo abarcan. Y ésta es, efecti-
vamente, la línea de razonamiento que vamos a seguir.
Porque mantendremos que ninguna declaración referida
a una «realidad» que trascienda los límites de toda posi-
ble experiencia sensorial pueda tener ninguna significa-
ción literal; de lo cual debe seguirse que los trabajos de
quienes se han esforzado por describir tal realidad han
estado todos dedicados a la producción de contrasentidos.
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bién condenó la metafísica trascendente, lo hizo sobre
distintas bases. Ya que dijo que el conocimiento humano
estaba constituido de tal modo, que se perdía en contra-
dicciones cuando se aventuraba más allá de los límites
de la experiencia posible e intentaba tratar de las cosas
en sí mismas. Y, así, hizo de la imposibilidad de una me-
tafísica trascendente no una cuestión lógica, como noso-
tros, sino una cuestión de hecho. Afirmó, no que nues-
tras inteligencias no pudieran tener, dentro de lo conce-
bible, la facultad de penetrar más allá del mundo feno-
ménico, sino, simplemente, que, de hecho, carecían de
ella. Y esto lleva al crítico a preguntar cómo puede el
autor justificarse al afirmar que existen cosas reales más
allá, cuando sólo es posible conocer lo que se encuentra
dentro de los límites de la experiencia sensorial, y cómo
puede él decir cuáles son las fronteras más allá de las
cuales está vedado al conocimiento humano aventurar-
se, a menos que el propio autor haya logrado cruzarlas.
Como dice Wittgenstein, «para trazar un límite al pensa-
miento tendríamos que pensar en los dos lados de ese lí-
mite»,1 una verdad a la que Bradley da una especial dis-
torsión al sostener que el hombre está dispuesto a
demostrar que la metafísica es imposible es un hermano
metafísico con una teoría contraria a sí mismo.1 2
Cualquiera que sea la fuerza que estas objeciones pue-
dan tener contra la doctrina kantiana, no tienen ninguna
contra la tesis que voy a exponer. No puede decirse aquí
que el autor haya salvado la barrera de la que él sostie-
ne que es insalvable. Porque la esterilidad de la preten-
sión de trascender los límites de la posible experiencia
sensorial se deducirá, no de una hipótesis psicológica re-
lativa a la construcción real de la inteligencia humana,
sino de la norma que determina la significación literal
del lenguaje. Nuestra acusación contra el metafísico no
estriba en que éste pretenda utilizar el conocimiento en
un campo en el que no puede aventurarse provechosa-
mente, sino en que produce fiases que no logran ajustar-
se a las condiciones que una frase ha de satisfacer, nece-
sariamente, para ser literalmente significante. Ni nos ve-
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mos obligados a expresar contrasentidos para demostrar
que todas las frases de un tipo determinado carecen,
necesariamente, de significación literal. Sólo necesitamos
formular el criterio que nos permite probar si una frase
expresa una auténtica proposición acerca de una reali-
dad, y demostrar luego que las frases en cuestión no lo-
gran satisfacerlo. Y esto es lo que ahora comenzaremos
a hacer. Antes de nada, formularemos el criterio en tér-
minos un tanto vagos, y luego daremos las explicaciones
que sean necesarias para hacerlo más preciso.
Adopción de la verificabilidad
como un criterio para probar la significación
de las declaraciones putativas de hecho
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Distinción entre verificación concluyente y parcial.
Ninguna proposición puede ser verificada concluyentemente
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no consigue comunicamos nada. Y si admite, como yo
creo que el autor de la nota en cuestión tendría que ad-
mitir, que sus palabras no estaban destinadas a expresar
ni una tautología ni una proposición que, al menos en
principio, fuese susceptible de ver verificada, entonces
se sigue que ha construido una locución que ni para él
mismo tiene ninguna significación litera).
Una ulterior distinción que debemos hacer es la dis-
tinción entre el sentido «fuerte» y el «débil» del término
«verificable». Se dice que una proposición es verificable,
en el sentido fuerte del término, siempre y cuando su
verdad pueda ser concluyentemente establecida median-
te la experiencia. Pero es verificable, en el sentido débil,
si es posible para la experiencia hacerla probable. ¿En
qué sentido empleamos el término cuando decimos que
una proposición es auténtica sólo si es verificable?
A mi parecer, si adoptamos la verificabilidad con-
cluyente como nuestro criterio de significación, según
han propuesto algunos positivistas,5 nuestro razona-
miento probará demasiado. Consideremos, por ejemplo,
el caso de proposiciones de leyes generales — concreta-
mente, proposiciones tales como «el arsénico es veneno-
so», «todos los hombres son mortales», «el cuerpo tiende
a dilatarse cuando es calentado». Es propio de la natura-
leza misma de estas proposiciones que su verdad no
puede ser establecida con certidumbre por una serie fi-
nita de observaciones. Pero si se reconoce que tales pro-
posiciones de leyes generales están destinadas a abarcar
un número infinito de casos, entonces debe admitirse
que no pueden, ni siquiera en principio, ser verificadas
concluyentemente. Y, además, si adoptamos la verifica-
bilidad concluyente como nuestro criterio de significa-
ción, estamos, lógicamente, obligados a tratar estas pro-
posiciones de leyes generales, del mismo modo en que
tratamos las declaraciones del metafísico.
Frente a esta dificultad, algunos positivistas6 han
adoptado el heroico recurso de decir que estas proposi-
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ciones generales son, en realidad, fragmentos de contra-
sentido, aunque un tipo esencialmente importante de
contrasentido. Pero la introducción aquí del término
«importante» es, sencillamente, un intento de defensa.
Sirve sólo para señalar el reconocimiento del autor de
que su punto de vista es un tanto paradójico, sin elimi-
nar, en modo alguno, la paradoja. Además, la dificultad
no se limita al caso de las proposiciones de leyes gene-
rales, aunque es en ellas donde se manifiesta con más
claridad. Es casi tan evidente en el caso de proposicio-
nes acerca del pasado remoto. Porque debe admitirse,
sin duda, que, por fuerte que pueda ser la evidencia en
favor de las declaraciones históricas, su verdad nunca
puede llegar a ser más altamente probable. Y decir que
también constituyen un tipo importante, o no importan-
te, de contrasentido sería, por lo menos, inaceptable. En
realidad, nuestro tema será que ninguna proposición, ex-
cepto una tautología, puede ser algo más que una hipó-
tesis probable. Y, si esto es correcto, el principio de que
una frase puede ser factualmente significante sólo si ex-
presa lo que es concluyentemente verificable se auto-
destruye como criterio de significación, porque conduce
a la conclusión de que es absolutamente imposible
hacer una significante declaración de hecho.
Ni concluyentemente refutada
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que, cuando consideramos la presencia de ciertas obser-
vaciones como prueba de que una determinada hipóte-
sis es falsa, presuponemos la existencia de ciertas condi-
ciones. Y aunque, en cada caso dado, puede ser extrema-
damente improbable que esta suposición sea falsa, no es
lógicamente imposible. Veremos que es necesario que
no exista auto-contradicción al sostener que algunas de
las circunstancias adecuadas no son tal como nosotros
las habíamos considerado, y, por consiguiente, que la hi-
pótesis en realidad no se ha destruido. Y si no es el caso
de que determinada hipótesis pueda ser definitivamente
refutada, no podemos sostener que la autenticidad de
una proposición depende de la posibilidad de su refuta-
ción definitiva.
Por lo tanto, volveremos al sentido débil de verifica-
ción. Decimos que la cuestión que debemos formularnos
ante toda declaración putativa de hecho no es: «¿harían
determinadas observaciones su verdad o su falsedad ló-
gicamente cierta?», sino, simplemente: «¿serían determi-
nadas observaciones adecuadas para decidir de su ver-
dad o de su falsedad?». Y sólo si se da una respuesta ne-
gativa a esta segunda pregunta concluimos que la decla-
ración en cuestión es absurda.
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el principio de veriñcabilidad concluyente, no niega cla-
ramente la significación a las proposiciones generales o
las proposiciones acerca del pasado. Veamos qué clases
de afirmaciones rechaza.
El fragment
acaba aquí
Ejemplos de los tipos de afirmaciones.
fam iliares a los filósofos,
que son desechadas por nuestro criterio
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