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Ya tengo casi noventa años y mi fuerza se está desvaneciendo lentamente.

Pero la misión
que me dejó Ana sigue dándome nuevas fuerzas: luchar por la reconciliación y por los
derechos humanos en todo el mundo.

El diario de Ana Frank no es sólo un testimonio. Es la demostración de la potencia de la


pulsión de vida. Veamos esa potencia en las palabras de Ana:

¿qué hay que hacer cuando nos encontramos en desgracia? ¿No salir de ella? En tal
caso, estaríamos perdidos. En cambio, juzgo que volviéndonos hacia lo que es bello –la
naturaleza, el sol, la libertad, lo hermoso que hay en nosotros– nos sentimos
enriquecidos. Al no perder esto de vista, volvemos a encontrarnos en Dios, y
recuperamos el equilibrio. Aquel que es feliz puede hacer dichosos a los demás. Quien no
pierda el valor ni la confianza, jamás perecerá en la calamidad.

Conmueve leer los pensamientos de aquella adolescente que mantenía el coraje a pesar de la
situación extrema que enfrentaba. Pero no hay otro modo. Al menos, así lo creía ella:

Realizar una cosa fácil no demanda ningún esfuerzo. Hay que practicar el bien y
trabajar para merecer la dicha.

Y por eso luchó, incluso con sus contradicciones.

Más de una vez me pregunto si, para todos nosotros, no habría valido más no ocultarnos
y estar ahora muertos, antes de pasar por todas estas calamidades, sobre todo por
nuestros protectores, que al menos no estarían en peligro. Ni siquiera este pensamiento
nos hace retroceder, amamos todavía la vida, no hemos olvidado la voz de la naturaleza,
a pesar de todo.

André Comte-Sponville dijo que la felicidad es la capacidad de amar la vida.


Si esto es así, Ana logró ser feliz.
También su padre consiguió lo que parecía imposible. Siguió apostando al deseo. Se casó con
una mujer que, como él, había perdido a su familia en un campo de concentración.
Otto Frank cuidó de todos mientras pudo. Fue un gran hombre antes, durante y después de la
guerra. Enfrentó la muerte de su esposa, de sus dos hijas, de sus amigos, hizo trabajos forzados
en un campo de concentración y aun así volvió a amar y luchó hasta el último de sus días para
que la voz de su hija fuera escuchada por toda la humanidad. Una humanidad cruel capaz de
inventar la guillotina, la tortura, la guerra. Y los campos de concentración.

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