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-Felicidades-

Hace no muchos años mis amigos y yo decidimos hacer un viaje para celebrar

el cumpleaños de Jorge, un gran amigo.

El viaje era hacia Bali, una isla en Indonesia. El viaje lo propuso Dani. Una

semana antes de que fuese el cumpleaños de Jorge, a Dani se le ocurrió que

deberíamos celebrarlo de una manera especial, todos estábamos de acuerdo,

pues necesitábamos vacaciones y además podíamos enlazarlo con el

cumpleaños de Jorge.

El vuelo era por la mañana, todos llegamos a la hora exacta, menos Jorge, él

siempre llegaba tarde a todos los sitios y, como no, al aeropuerto también. Lo

bueno es que cuando subimos al avión, fuimos a la cabina del piloto y le

pedimos que esperase diez minutos. El piloto aceptó, y Darío logró subir al

avión.

Estábamos emocionados, nunca ninguno de nosotros había viajado tan lejos,

queríamos llegar cuanto antes, visitar lugares, conocer gente y sobre todo estar

juntos. Éramos como una familia, aunque no de sangre, si de corazón.

El viaje se nos hizo eterno, a todos menos a Raúl, él se durmió en el avión, y

no abrió los ojos en todo el viaje.

Cuando llegamos a Bali, nos subimos a un autobús y, con el traductor le

preguntamos al conductor, si pasaba por el sitio en el que nos alojaríamos. No

entendimos lo que dijo pero interpretamos el movimiento de su cabeza como

un sí. Pasaron tres horas y todavía no habíamos llegado a nuestro destino.

Fabián, uno de mis amigos, con el traductor, le preguntó al conductor cuanto

quedaba para que llegásemos, el conductor se río y levantó dos dedos de su


mano, pensamos que se refería a que nuestro destino los habíamos pasado

hace dos paradas asique, cuando el autobús paró nos bajamos, y con el

teléfono, pusimos “Google Maps”, nuestro destino no estaba hace dos paradas,

estaba hace dos horas, dos horas en autobús, andando eran veinticuatro

horas, así que nos sentamos en una parada de autobús a esperar a que

pasase el siguiente. Pasaron varias horas y no pasaba ningún autobús, las

calles, en poco tiempo se empezaron a despoblar, y las fuertes lluvias

empezaron a caer. Buscamos lugares para refugiarnos de la lluvia, y el único

sitio que logramos encontrar era un pequeño local en el que casi no cabíamos,

pues éramos un grupo de siete personas. Gritábamos esperando que alguien

apareciese pero nadie apareció. Estábamos en aquel pequeño local, con poca

luz, y parecía no haber nadie, hasta que un olor nos llegó a las narices. Venía

de la cocina, nos acercamos allí y había un hombre. Un hombre con

aproximadamente setenta años, de baja estatura, con un blanco pelo. Nos

acercamos a él para llamar su atención, pero parecía que a aquel hombre

nuestra presencia le era insignificante. Jorge utilizó el traductor de su móvil

para intentar comunicarse con aquél señor, pero tampoco le hizo caso. No le

podíamos ver la cara pero su nuca empezaba a sudar, también se oían unos

gemidos de tristeza. Raúl le agarró de el hombro para intentar tirarlo y poder

ver si estaba llorando. Raúl, al darse cuenta de que el señor no se iba a girar,

se puso en frente suya, alejándolo de los fuegos. Raúl fue el único que le pudo

ver el rostro y nada más mirarle a los ojos, Raúl se desplomó hacia atrás,

cayendo en los fuegos. Su cuerpo se carbonizó ,pues nosotros intentámos

pegar al señor, pero este era incorpóreo. Se tapó la cara con un trozo de tela y

se giró, y en español nos dijo: “Acercarse a él (Raúl) requiere valentía, porque


le arrebatado su vida sin remordimiento, haciéndole sufrir un dolor

inimaginable. Y por lo menos en Bali el cementerio está lleno de valientes”.

El señor tuvo razón. Nano, mi mejor amigo, una persona fácil de admirar, con

gran corazón, tuvo la valentía de intentar ayudar a Raúl, y como el señor dijo,

Nano murió. El señor, al oír los fuertes pasos de Nano, corriendo por salvar a

Raúl, no dudó en despedazar despiadadamente a Nano. El hombre no tuvo

piedad, le arrancaba las extremidades. En poco tiempo, mis amigos y yo, nos

llenamos de sangre y lágrimas.

Al terminar de masacrar a Nano, se río fuertemente, parecía orgulloso de su

hazaña, en su sonrisa se le notaba que estaba hambriento, pero de humanos.

Aquellos humanos que estábamos frente él, éramos su plato estrella.

Ese local, como cualquier otro, tenía su clientela. Los consumidores eran muy

extraños: iban de negro, tenían la ropa sucia y rota y todos estaban riendo

fuertemente, todos menos el cocinero. Su plato estrella no se lo iba a comer él.

Esto le enfadó mucho, pero tuvo que seguir con su trabajo, metió los cuerpos

sin vida de Raúl y Nano en un saco y se los tiraban a los clientes como si

fuesen perros. Los clientes cogían la “comida” al vuelo y se la quitaban entre

ellos, formando así fuertes peleas. Mientras que veíamos este suceso nuestras

caras se volvían pálidas y llenas de lágrimas, pues ya estaba decidido cual iba

a ser el postre de los comensales.

En ese momento, mis “amigos” aprendieron una gran lección: “Jamás confíes

en nadie”.

Sin duda, fue la vez que mejor he comido en mucho tiempo.

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