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Literatura Mondadori
Mujeres recién bañadas
CARLOS ÁVILA
Caracas, 2008
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del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes la reproducción total
o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la
reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella
mediante alquiler o préstamo público.
© Carlos Ávila
© De la presente edición, Random House Mondadori, 2008
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—¿Qué te parece?
—Mierda –dije yo.
—Sí, mierda –dijo Vaquero–. Mierda la que me
echó encima Leonor cuando me devolví a Margarita.
Después pedimos la cuenta y por fin Vaquero
se puso a hablar de su negocio. Y fue cuando dijo
que pagaban por adelantado pero que se corría un
riesgo muy grande, que él se iba a meter en ese
rollo, que se trataba nada más de pasar a Holanda,
que ya lo había decidido y que sí.
—Así me voy a morir, hermano –dijo–. Hay que
intentarlo.
Yo hice un gesto con la cabeza y apoyé la espal-
da de la pared y vi a Leo y a la chica de la librería
besándose como si se amaran con locura y escuché
a Juan reír y decirles que no sean malucas, que no
fueran unas locas de mierda.
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From: Helio Vera <lahachenoesmuda@hotmail.com>
Date: Thursday, December 19, 2002 7:09:46 PM
To: <thamara–rata@hotmail.com>
Subject: Hilda
Thamara, acabo de llegar de Maracaibo. Estoy
desesperado. Dejé abandonada a la maracucha
y a sus amigos en El Moján. He pensado en Hil-
da y tú eres la única persona que me puede
decir dónde encontrarla. Las he buscado burda.
No sé dónde están, sólo sé que están juntas.
Por favor, comunícate conmigo apenas leas esto.
Un abrazo.
Helio
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Eran seis. Eran tres hombres y tres mujeres. Tres
parejitas. Inventaron irse a Isla de Toas unos días
después de haberse iniciado el paro. El país por
aquellos días era un hombre fumando de pie apo-
yado a la puerta de un carro en una carretera de-
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Decía que llamé a Hilda el mismo día que Bo-
nanza me dio su teléfono y que nadie había con-
testado. Al final –como pasa con estas cosas a ve-
ces– todo fue cuestión de insistir un poco. No
paramos después del primer contacto. Nos vimos,
hicimos negocios, conocí a sus amigos y hasta tuve
un affaire con su hermana.
Cuando Hilda me presentó a Paqui ésta estaba
acompañada por un chico que supuse su novio,
un tal Ezequiel. Aunque la primera vez que estuvi-
mos juntos me dijo que jamás había tenido nada
con él, que todo era «simbólico», y al decírmelo, lo
recuerdo claramente, alzó las manos y movió los
dedos índice y medio con ese gesto que simboliza
que una expresión va entre comillas.
Paqui es la antítesis de lo que era su hermana.
Es linda; no es que su hermana no lo fuera, pero
–tendré que decirlo– Paqui es más linda. Eso sí,
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From: Thamara Alfonso
<thamara–rata@hotmail.com>
Date: Saturday, December 21, 2002 3:45:25 PM
To: <lahachenoesmuda@hotmail.com>
Subject: Re: Hilda
Ya es tarde. Supongo que sabes lo que ha pasa-
do. Habrás estado en el velorio y en el entierro.
Estarás destrozado. Supongo que has pensado que
pudiste evitarlo. No tengo que decirte mucho.
Hilda desapareció, al igual que tú, a principios
de semana. Luego sólo supe lo que ya sabe todo
el mundo. No debiste nunca dejarla tan sola. No
debiste irte y, ahora que leo tu correo, no debis-
te arrepentirte tan tarde. Es una lástima, verda-
deramente.
En casa hay una carta para ti.
Un apretón de manos.
Thamara
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Juan Vaquero y Leonor eran novios. Tommy y
Chía eran novios. A la otra pareja le gustaba salir a
divertirse y estaban ahí, siempre callados, como
muertos.
Cuando Tommy señaló las luces todos voltea-
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Querido Bonanza mío:
Escribo únicamente para ti.
Hace un par de días te fuiste, te vi desaparecer
como no lo habías hecho nunca. Supe, con el
sonido de la puerta al cerrarse, que no volvería-
mos a vernos. Supe que te irías a Maracaibo y
también supe que era para siempre. Estoy pro-
fundamente triste, debes imaginártelo. Te rogué.
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Las runas son una especie de oráculo. Son pie-
dras –aunque no simples piedras– que tienen, de
cierta manera, la facultad de representar el futuro
o lo que alguno de nuestros actos pueda ocasio-
nar. Las runas son, como quien dice, un (simple)
sistema adivinatorio; uno más de tantos. Claro que
las runas no hablan solas, tiene que haber alguien
que las sepa leer y, de nuestros seis muchachos,
ese era Vaquero.
Tommy y Vaquero se separaron del grupo al-
gunos metros de las carpas y se instalaron donde
se sentían en soledad. El brujo sacó un saquito
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Yo te revelo, Inés:
si el galeón de tu caparazón se mueve
a sotavento; si el cielo se incinera por
la velocidad de su caída; si llueve lava
sobre quemado; aun así, estarás a
salvo.
CORINA MICHELENA
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Fluye la primera parte del viaje. Mi padre critica
al gobierno. Cita a sus profesores de la universi-
dad, habla de cifras, de leyes y códigos. Recuerda
sus años como militante de izquierda. Dice lo mu-
cho que le ha costado tener lo que tiene. Dice que
el comunismo es una mariquera, que le ha echado
mucha bola y que el presidente es una mierda;
vuelve a decir que le ha echado mucha bola y nos
desviamos del camino para almorzar.
Comemos pollo en una franquicia gringa que
está abandonada a la mitad de una carretera que
me recuerda mucho a las canciones de Willie Nel-
son. El resto del camino lo invierte en describirme
a la gente que voy a conocer. Va como preparán-
dome, o eso siento. Habla de la primera vez que se
casó y de la hija que tuvo. Cuando habla de Flor,
su primera esposa, dice que es una india a la que
quiso mucho, que un día decidió meterse a evan-
gélica y llevarse a su hija con ella. Cuando habla
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Lo primero que pensé al ver a Antonella fue
que mi padre tenía razón: ella se parecía a mí a
pesar de ser mucho más bajita que yo. Vivía en
una casa en las afueras de Yaracuy, a 20 minutos
de San Felipe. Aquella era la casa de una pareja de
evangélicos con dos hijos: una casa calurosa con
una sala pequeña donde armamos, entre mi padre,
el esposo de mi hermana (que parecía nervioso) y
yo, las dos bicicletas y la computadora. El ambien-
te era tenso. Había una biblioteca donde resalta-
ban cerca de siete ediciones distintas de La Biblia,
una de ellas ilustrada que tomé y revisé. Alguien
preguntó qué buscaba.
—Algún dibujo relacionado con El Cantar de
Los Cantares –contesté.
En un momento, el mayor de los hijos de An-
tonella, es decir, uno de mis sobrinos, había en-
contrado el capítulo que tenía los dibujitos y me
lo mostraba llamándome tío. A la puerta de la casa
(una puerta abierta como casi todas las de aquel
pueblo) se acercó una mujer de baja estatura. Lle-
vaba una falda oscura hasta los tobillos, el cabello
recogido en un moño detrás de la cabeza y una
Biblia bajo la axila. Asomó el rostro hacia la casa
y llamó a mi padre por su nombre, lo hizo con
confianza.
—Flor –contestó él abriendo mucho los ojos,
como asombrado.
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El hotel era una casa inmensa y vieja que lleva-
ba el nombre de un río. La habitación tenía dos
camas. Ninguno de los dos se bañó. A pesar de ser
tarde mi padre propuso bajar a un café que estaba
al lado del hotel. Él bajó primero. Era un café có-
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Estoy en el Café Yocasta, en San Felipe, al lado
de un río y de un hotel. Me tienen aquí mientras
me pasan a un lugar mejor. Estoy en la barra. Es
diciembre, no es fin de semana, es lunes, o martes;
es tarde ya y estamos por cerrar pero el señor Jor-
ge, el jefe, dice que hay que esperar un poco por-
que todavía hay muchos clientes en las mesas. Lle-
ga un señor. Tiene canas y panza. Se sienta enfrente
de mí, en la barra baja, y pide un «vodka de bote-
llita». Lo veo a los ojos. Está viendo al vacío, como
si pensara en algo que pasó hace muchos años. Lo
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Mi padre despierta. Se ducha. Me despierta. Me
ducho. Salimos.
En el camino leo en voz alta un diálogo entre
un joven y su padre:
«–No pienso dejar pobres criaturas a las que
proteger en noches de lluvia con mi paraguas. No
pienso dejar criaturas, en una palabra.
—No te sientes capaz de asegurar la existencia
de una familia…
—Tú lo has dicho. Para una cosa así hay que
tener cualidades que reconozco en ti y que no me
gustan… Sería necesario convertirme en lo que tú
eres, o sea, traicionarme.»
Mi padre, extrañamente, guarda silencio.
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Letrero en la puerta: FAMILIA AGOSTINI. La
abuela me recibe con un abrazo largo y, casi gri-
tando, dice que estoy grandísimo y que me recuer-
da de una vez que fuimos a la playa con mi herma-
na. Dice que ya voy a ver y se pierde en el interior
de la casa. Entonces aparece un hermano de mi
padre, se llama Mariano, es mi tío y le dicen Nené.
El hermano vago, me parece escucharle decir a mi
padre entre dientes. El Nené problemático. El Ne-
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Pollo, una yuca blandita y una ensalada de re-
pollo y zanahoria y maíz. Manzanita de litro y
medio. Guasacaca. Pan. Todo eso encima de la mesa
y los brazos de mis nuevos sobrinos y mi hermana
y mi padre y mi abuela y los míos mismos confun-
diéndose por encima de los platos y los cubiertos.
Pásame el refresco. Trae las servilletas. ¿Quieres un
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Yaracuy se queda atrás. Mi padre y yo vamos
rumbo a Valencia. En el camino veo que todo el
estado está rodeado de verde.
—Yaracuy es verde –comento–, eso es quizá
todo lo que tengo que decir.
Mi padre me mira sonriendo.
Leo en voz alta:
«–Cristo y sus apóstoles eran solteros. Todos eran
solteros menos Judas, que tenía hijos, y fue preci-
samente la necesidad de darles de comer la que le
llevó a traicionar al Hijo de Dios.
—¿Y adónde quieres ir a parar, insensato?
—Lo que fundó el Hijo de Dios era una religión
pensada sólo para hijos sin ánimo alguno de des-
cendencia. Una religión pensada para y por solte-
ros. Una religión que, de no haber sido por el gran
traidor de Judas, postulaba un mundo baldío y la
desaparición del hombre de la faz de la tierra.»
Mi padre, extrañamente y una vez más, guarda
silencio.
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Es de noche en Valencia. Damos vueltas en la
ciudad, aparentemente buscando una calle. Tengo
sueño. Estamos frente a un portón negro gigante.
Nos abre la tía Francesca. Sonríe. Detrás de ella
dos perros y detrás de los perros siluetas de gente.
Una casa inmensa. Por los pasillos conozco a mis
primos, a mis primas, al esposo de mi tía Frances-
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El hotel esta vez no es una casa sino un edifi-
cio. Pulcro, con obras de arte en el Lobby (unas
obras horrendas, por cierto); una recepcionista muy
linda y adornos en todos lados: decoraciones navi-
deñas, espejos y brillo. La habitación es igual que
la del día anterior sólo que con el techo mucho
más bajo. Un par de camas y los dos, mi padre y
yo, boca arriba, leyendo. Yo Hijos sin hijos. Él una
novela de Oé que le he prestado. Apagamos cada
uno sus lamparitas y nos acomodamos para dor-
mir. En la oscuridad, quizá para no ver la cara que
pongo, mi padre, en un tono muy serio, dice:
—Tú eres todas mis frustraciones.
No contesto. Me asusta el hecho de que me lo
diga tan directamente.
Nos dormimos, y aquí, en este punto, justo cuan-
do el último de los dos se desconecta, termina el
segundo día de viaje.
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Volver a la casa inmensa y desayunar con la tía
Francesca: cordero, queso, arepas, caraotas; café y
jugo de melón. Despedirse de aquella tía y despe-
dirse del esposo que descansa en el mismo sillón
en el que descansaba la noche anterior. Salir de allí
dos horas antes de estar en Caracas. Dormir parte
del camino. No recordar nada del recorrido de
vuelta. Llegar. Sacar con flojera mi maleta del ca-
rro. Recibir un abrazo de mi padre y escucharlo
decir llámame cuando llegues. Caminar en direc-
ción a un taxi que está detenido en una esquina.
Negociar con el taxista la carrera y montarme. Mi-
rar hacia donde está mi padre. Ver a un hombre de
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—Hay dos maneras de sentirse acompañado
cuando uno no tiene a nadie con quien conversar,
hijo –dice el taxista acariciándose el bigote–: la
primera es cogiendo una puta, la segunda es co-
giendo un taxi.
—Ah, fíjese –responde el joven bostezando.
—Eso lo digo yo que tengo 20 años manejando
este carro. ¿Y quiere que le diga una cosa, chamo?
Eso es lo que más disfruto de este oficio: conver-
sar, hablar con la gente…
—Qué maravilla.
—Es más…, le voy a decir algo, joven: hay ve-
ces que las personas se montan y no saben ni para
dónde van. Déle, señor, me dicen. Y empiezan a
hablar ellos solitos, como una terapia. Cuando se
cansan dicen pare, señor, y pagan y se bajan. ¿Qué
te parece?
—Locazo.
—Que si mi mujer me dejó, que si el hijo mío
es un mal agradecido… Yo le digo una vaina, hijo:
no se case. No tenga familia. Viva solo. So-lo…
Todas las familias son iguales. ¿No le parece, joven?
—Totalmente.
—Todas las familias son iguales, claro que sí.
Aunque eso es decir poco, decir algo sería decir:
todas las familias son la misma…
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—Todos los días –le miento a Otto luego de que
me pregunta cuál es el nombre de mi diario: uno
que pienso ir escribiendo durante el viaje.
—Me gusta –responde presumido, como hace
cada observación, al tiempo que le pasa los dedos
por el cabello a Malú, su novia, que (distraída) asien-
te con aquel gesto pesado, propio en quien acaba
de fumar marihuana: esa risita, esa mueca tonta y
lánguida que se parece mucho a una sonrisa.
Me aclaro los ojos –porque cada vez que fumo
se me nubla la vista– y me dirijo al autobús. Per-
manezco solo con mi nunca explicado mal humor:
les doy oportunidad a los palomos de que se des-
pidan y evito ser testigo de toda esa pegajosa y
recíproca ternura de recién enamorado que resulta
siempre tan exagerada e incómoda; sobre todo
cuando uno es el tercero y anda dos veces solo.
Yuma Expresos, dice con letras grandes a un
lado de la puerta en el autobús. Busco mi puesto,
el 27. Me siento y espero. Desde la ventana puedo
verlos: Otto y Malú abrazándose entre un lagrimeo
baboso y simple que me da cierta grima; digna
escenita de marinero en puerto. Luego Otto se
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Hace poco más de dos años escuché decir a
Enrique Vila-Matas que uno de sus escritores favo-
ritos es Kafka, y que a su vez los escritores favori-
tos de Kafka son también sus escritores favoritos.
Una ajena reflexión, ésa, que me hace pensar en
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Aquí no hay nada. Es falso lo de la cordura que
se proyecta hacia uno apenas se llega a estas mon-
tañas. Es mentira lo del letargo del que todo el
mundo habla. Mentira. Mentira. Mentira. No hay
parsimonia. No hay calma. Nada me da risa. Estoy
harto. Todo se maneja con otra velocidad, con otro
ritmo. Quiero que llegue Malú y se lleve a Otto
para siempre. Cierro los ojos e imagino que des-
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Han pasado tres días. Estoy irascible. Inés no
aparece. Hoy, mientras leo echado boca abajo en
la cama, Otto me interrumpe echado boca arriba
desde la suya.
—Carlos –me dice.
—Creí que estabas durmiendo –contesto.
—Estoy pensando algo –comenta.
Cierro el libro, me froto los ojos con los dedos
y espero que hable.
—¿Sabes qué? –dice Otto empleando la misma
modulación que tienen las preguntas que él hace.
—Dime –le digo.
—Para mí ningún libro está escrito –contesta–;
es como una película que sólo existe cuando el
público la va a ver.
Callo y espero que afiance su «nueva teoría»,
pero hasta allí llega su disertación. Entonces me
acomodo en el colchón y le digo que no entiendo
bien lo que quiere decir pero que después de que
lea hablamos.
Luego comienzo otra vez con la lectura.
—¿Tú crees que aquí vendan desayunos? –inte-
rrumpe Otto de nuevo.
—Pregúntale al cubano –digo sin levantar los
ojos de la novela.
Veo de reojo que Otto se estira en su cama. Veo
que bosteza al tiempo que dice:
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Ahora mismo estoy en la posada. Otto ha desa-
parecido misteriosamente. He pasado la noche con
mis amigos y al llegar aquí esta mañana no lo he
encontrado. No veo su equipaje por ningún lado.
He venido con Flora: una mujer rara (no encuen-
tro otro apelativo). Es flaca, además atrayente. Es
actriz. Es altamente histriónica. Ha venido a Méri-
da a pasar unas semanas antes de irse a vivir a
Florencia. Ha venido con Hache y El Pollo, que
son el sosiego: una pareja de esposos artesanos.
Ella de piel blanca y brillante, con lunares en la
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Llamada de Otto: llegó Malú. Soy libre. Desde
este momento en esta historia haré todo lo posible
para que no aparezcan sus rastros. Ahora mismo
deben estar en La Montaña de los Sueños. Estoy
feliz porque sé que Otto, sin mí y con Malú, es feliz.
También hablé con Inés. Me contó que había
soñado conmigo. Tú no me conoces, idiota, le dije.
Me colgó.
Aún se puede estar irascible.
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Hache y El Pollo deciden pasar la noche en La
Poderosa, una montaña donde él tiene una casa.
Les toca subir a los cuatro.
—Allá arriba no hay ni agua –dice El Pollo mi-
rándolos a todos–, son dos horas subiendo la mon-
taña. No quiero lloraderas.
La advertencia va dirigida a la propia Hache,
pero generaliza, supone Flora, para que no suene
tan amenazante. Hacen un mini mercado, se abas-
tecen y parten. Entonces pasa algo terriblemente
cruel: Flora se antoja de adoptar un gato que está
tirado sobre unas bolsas de basura en pleno centro.
Un gato pequeñísimo, hediondo y gris que apenas
abre los ojos. Insiste en que ella se hará cargo del
pobre animal, dice que lo bañará y que lo alimen-
tará cuando lleguen a La Poderosa. Los convence.
Hacen una ceremonia de bautizo con agua mineral
a mitad de una acera angosta y lo llaman Max, en
honor a un ex novio de Flora que, según ella mis-
ma, tiene un raro parecido con el gatico. Todo
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El sol de esa mañana pegó fuerte. Desde afuera
Virgilio nos llamó gritando. Salimos aún dormidos
y asustados por el escándalo y tanta prisa: los pe-
rros habían desenterrado un revólver viejo y oxi-
dado. La noticia no pareció alarmar a nadie, ex-
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Desde ahora y para siempre se tendrá que ha-
cer cargo de su hermana y de su hermano, cuenta
Virgilio que en pleno velorio le dice a Malaquías
su abuelo, pero miente. Todos sabemos que Virgi-
lio está inventando lo que dice. Malaquías apenas
tiene 15 años, y a esa edad uno todavía no entien-
de cosas. Sabe que no será responsable de nadie,
que se convertirá en un maldito inmediatamente
después de enterrar a la mamá. Listo.
Su hermana Rosa, dice Virgilio, la del medio,
descubre que sangra una vez al mes y se pone a
tirar como loca con media montaña. A los trece ya
está preñada. Cuando Malaquías se entera, le da
una tunda que la deja inconsciente dos días; al
tercero, Rosita se para con unos dolores en el vien-
tre y, como puede, se lava la cara y baja a Mérida.
Más nunca se le ve por La Poderosa.
Alí, el hermanito mudo, el más pequeño, ha
aprendido –viendo a su madre– a hacer croquetas
de apio. Todas las tardes están ya listas casi cien
croquetas. Alí baja cada día a venderlas procuran-
do salir de todas; así evita que Malaquías lo insulte
y lo deje sin cena. Llega muerto cada noche y, sin
protestar, le da todo el dinero de la venta a su
hermano mayor que, a esa hora, desaparece cues-
ta abajo a gastárselo en putas y piedra.
Malaquías descubre los hongos desde mucha-
cho. Cuando pasa días sin bajar es porque ha tra-
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«Si quieres ser feliz como me dices, no poetices,
Horacio, no poetices». Lo anterior lo lee él, y lo lee
echado en el mismo lugar donde ayer reposó la
cena con los demás: un espacio que –ahora se da
cuenta– es como un montículo. Cercado por una
docena de cúspides en una ofensiva silenciosa, cie-
rra el libro para no abrirlo más. Recuerda la sen-
tencia que ha leído y, como hojas de plátano se-
cas, sus pensamientos van cayendo uno encima
del otro. Siente progresivamente a sus sentidos des-
calibrarse. Empieza a creer que miles de hormigas
le caminan por la cabeza, por dentro de la cabeza.
Su mente no para de especular incoherencias. Se
ve ocupado, se cansa. Piensa en el aro violeta que
rodea en el tallo a los hongos. Un hueco insonda-
ble, al que El Pollo llama «mala tripa», se le abre a
mitad de pecho.
—¿Ves todo blanco? –escucha que le dicen des-
de una corneta que tiene metida en el cerebro.
—Sí, blanco con rayas verdes –le dice al aire.
—¿Todo blanco con rayas verdes o todo verde
con rayas blancas?
—Es lo mismo.
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Posada El Floridita. Estoy sentado sobre el la-
vamanos, con el brazo extendido a una ventana,
intentando que el aire se lleve el humo. Estoy solo.
Hoy Flora parte a Caracas y de ahí a otro sitio que
no recuerdo. La habitación parece una foto. Flota.
Pudiéramos volver a esta ciudad mañana y encon-
trarla igual. Es un disco y está suspendido. No se
mueve ni envejece. Me duele la cabeza. No se ha-
llan aquí aparatos para medir el tiempo. Esto es
siempre-lo-mismo: la idéntica esfera que descansa
perezosa en el aire sin moverse jamás, sin hacerle
caso a nadie. Un montón de lomas que se han
quedado selladas en el tiempo, hundidas y forja-
das en algún material inviolable. Mérida tiene las
mismas letras que mierda. Mérida como una gran
novela. Me duele la cabeza. Cada vez otra ciudad y
otra mujer, transformándose en el viento. Un esta-
do inanimado, estacionario. Mérida un poco más
allá de los caminos. Rodeada de verde, de marrón
y montaña. Arriba, donde los chinos de cachetes
rojos viven: los hijos de los arrieros y los frailejo-
nes, los nietos del fuego de Comala. Allá en el pico
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Ya ni los elefantes se acuerdan de mí.
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El Pollo está preso. La noche de la despedida
de Flora, mientras le deseo buena suerte entre es-
trujones y llorantinas, El Pollo le compra marihua-
na a unos policías en la 2. Compra casi medio kilo.
Los policías se largan. Minutos después, mientras
El Pollo espera el transporte que lo llevará hasta el
lugar donde Hache lo espera, un convoy de la Guar-
dia Nacional lo detiene. El Pollo está encerrado en
el comando Core Dos desde donde consigue avi-
sarle a Hache, que a su vez llama a Sandy para
pedirle ayuda. ¿Quién coño es Sandy? Sandy es la
hermana de Hache, tiene años viviendo en los
Andes y hace un par de meses que está en Mérida
trabajando con Cine del Oeste en el rodaje de una
película que se llama Tu mamá. La producción
está a cargo de Soledad Montoya, y Sandy es uno
de los tantos que hacen mandados dentro de la
productora; o, como ella dice, es Asistente de Pro-
ducción. De todo esto me entero hoy por boca del
propio Sandy cuando, cruzando una calle –ella en
un sentido y yo en otro–, nos encontramos. Sandy
está acompañada por un chico moreno, de pelo
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Estoy en la plaza Bolívar mirando hacia el cie-
lo. Escucho un helicóptero pero no lo logro ver.
Siento de pronto un fuerte golpe en la cabeza: al-
guien me ha pegado con la mano abierta. Oigo en
un grito mi nombre. Es el desconocido moreno, el
amigo de Sandy. Me dice que lo acompañe a la
Catedral, que quiere mostrarme una escultura de
Manuel de la Fuente.
—¡Es un Cristo hecho de gentecita! –grita emo-
cionado apenas entramos.
Un ánimo anormal me asalta desde la entrada.
Veo un vitral arriba: se trata de un escudo amarillo
y azul, doce espadas dibujadas que parecen de
oro. Unas columnas altísimas se levantan de lado
y lado. Miro a al desconocido correr y adelantarse.
Examino las paredes. El desconocido me grita des-
de la otra punta de la iglesia para que me acerque
a ver la escultura y yo hago como si no lo escu-
cho. Veo una pared donde está dibujado un Cristo
vestido de blanco, detrás de él se levanta una ciu-
dad con árboles, edificios, carros y siluetas de per-
sonas, incluso distingo una Catedral. Usted está
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Veo a Inés entrar a la librería Nexos. Entro con el
desconocido. No es Inés, es una chica que en nada
se le parece. Me estoy volviendo loco, digo. Poco a
poco, poco a poco, contesta el chico moreno. Lue-
go coge un libro y lee en voz alta: «Si algo he apren-
dido es que nunca hay que salir de viaje con una
persona a la que no amamos.» Recuerdo a Otto y
por un momento lo extraño. Creo que en el fondo
extraño lo que fui, lo que era, la sensatez con la
que hacía las cosas, el orden. Mérida te vuelve otro.
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Esta es mi última tarde aquí. Espero a que salga
el autobús. El cielo está totalmente despejado, el
sol es un reflejo que apenas se percibe. El aire
contiene una mudez viscosa; si bien no hace calor.
Estoy en un parque infantil. Me acuno en un co-
lumpio. El desconocido está en el de al lado. Su-
pongo que hacemos un dúo gracioso. El chico ex-
tiende una mano y me acerca un papel, es su
dirección. Nos escribiremos cartas, me dice. Anoto
mi dirección también y se la doy. Estoy seguro de
que jamás nos escribiremos. Somos un par de pén-
dulos aletargados sin ninguna sorpresa. Unos ni-
ños corren alrededor. Adoro la teletransportación,
dice el chico moreno. La imagen que formamos se
espesa en mi memoria: el ocio ante la inocencia, o
ante la felicidad, que viene a ser más o menos lo
mismo, ¿no?
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