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Mujeres recién bañadas

Literatura Mondadori
Mujeres recién bañadas

CARLOS ÁVILA

Caracas, 2008
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© Carlos Ávila
© De la presente edición, Random House Mondadori, 2008

Depósito legal: lf85620088003929


ISBN: 978-980-293-500-0

Diseño de colección y tapa: Jaime Cruz


Diseño interior: Claudia Mauro

Realización de tapa: Gustavo González

Compuesto en Ediplus producción, CA


Impreso en Editorial Melvin
Impreso en Venezuela (Printed in Venezuela)
Para los cómplices
de Carlos Horacio
Por eso, estimado señor,
ame su soledad y lleve sobre sí el dolor que le causa;
y que la expresión de su dolor tenga un hermoso sonido.
RILKE
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Los amigos son lo mejor de la poesía.


FRANCISCO URONDO

1.- Desperté y estaba llorando. Soñé que iba a


visitar a Juan Vaquero y a Leonor muchos años
después. Vivían en una casita de madera, en la
montaña; una casita hecha por ellos mismos. Qui-
se acercarme a darles una sorpresa. Me detuve
enfrente de la puerta de la casa, del lado de afuera,
pero podía ver lo que sucedía dentro. Así son los
sueños. Escuchaba a Leonor cantando Nowhere
Man sentada en un tronco y la veía dándole golpe-
citos a una mesa. Apenas sintió pasos afuera y vio
una sombra debajo de la puerta, cogió un cuchillo
y siguió con la canción y los golpecitos, como para
que me confiara y creyera que dentro nadie había
notado mi presencia. Me moví hacia una de las
ventanas y metí la cabeza. Leonor gritó como un
mono y, al ver que era yo, suspiró y dijo maldito.
Lo dijo con ganas. Lo dijo como queriendo decir
me llevé un susto del carajo, pensé que venían por
mí. Luego abrió la puerta y, como si no nos queda-
ra otra cosa que hacer, nos abrazamos. Estaba más
vieja, vestía una bata sucia y no llevaba zapatos.
Olía a incienso. Deshicimos el abrazo y debajo del
marco de la puerta había aparecido, cual fantasma,
Juan Vaquero. Venía del pueblo donde estaba su

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casa, un pueblo que podía ser Apartaderos. Vestía


jeans y una camisa roja arremangada. Llevaba unas
botas de montaña, marrones y desgastadas. Soñé
que sentí que hacía frío. Juan también estaba más
viejo, pero extrañamente tenía más cabello y pare-
cía sacado de las fotos de jovencito que me mostró
alguna vez. Sueño al fin. Tampoco con él pude
huir del abrazo. De un segundo a otro, entre la risa
y supongo que toda la agitación que siente cual-
quiera al ver a un par de amigos tantos años des-
pués, nos pusimos a llorar. Yo pensaba, o soñaba
que pensaba, que termina resultándonos una con-
trariedad conocer personas en los viajes y después
intentar olvidarlas; que lo que nos queda es aguan-
tar una presencia en la memoria. O que son tan
recurrentes los repasos que en la mente le damos
a los tiempos buenos, que el recuerdo toma forma,
se instala, y ya ahí no se desgasta. Se trata de un
lugar en la memoria. Un sitio en la cabeza, encima
de la nuca, debe ser, en el que habita lo perdura-
ble, lo que no se desvanece. El sitio donde se amon-
tona lo que provoca melancolía. En el peor de los
casos, donde se recoge el dolor. En el mejor, don-
de mora una alegría que nos hace llorar. En una
palabra, soñaba que pensaba que conocer gente
era una mierda porque siempre había que separar-
se de ellas y no nos quedaba sino una voz y un
rostro y una risa: resonancias que uno como un
pendejo anda escuchando en todos lados siempre.
Y por mucho que se diga que nos salva (y esto sé
que lo digo porque soy un llorón), la memoria nos
condena. Soy débil. Soy de los que viven rememo-
rando. Ustedes no se dan cuenta, pero hay un punto
en el que todo esto empieza a ser molesto, dijo

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Leonor. Y no se estaba burlando, ni estaba incó-


moda, ni su comentario era un reclamo porque yo
estuviese ahí abrazando a su esposo con aquel en-
tusiasmo. Todo lo contrario. Se refería a la poca
atención que le prestábamos, y a lo poco que nos
importaba demostrarnos lo que en ese sueño sen-
tíamos Vaquero y yo, o Vaquero, Leonor y yo; que
es exactamente lo poco que nos importa cuando
no estamos soñando. Entonces me desperté y, como
ya dije, estaba llorando.

2.- No pudo haber sido sino Mérida la ciudad


en la que nos conocimos. Él, su esposa Leo y su
gata Xiomara vivían como inquilinos en la casa
donde yo aterricé. Y digo «aterricé» porque no fue
sino el azar, o una eventualidad del diablo, lo que
me llevó hasta esa casa. Fíjense: es de noche y
estoy sentado en uno de los banquitos de la plaza
Las Heroínas. Llega un gordo descomunal con dos
piercings debajo de los labios que simulan los dien-
tes de un mamut y me pregunta si yo soy de allí.
Digo que no con la cabeza. El gordo dice que jue-
ga rugby y que la música que suena por los par-
lantes de la plaza la pone él. Digo sí con la cabeza,
como para no resultar odioso. El gordo pregunta si
no quiero escuchar algo en especial. Digo no con
la cabeza. El gordo dice que si tengo dónde dor-
mir. Le señalo con los labios la posada donde me
quedo. El gordo dice que me puedo quedar en su
casa, que hay dos habitaciones: una donde duer-
me él y otra donde vive una pareja. Hago un gesto
con los hombros y con la boca que significa cual-
quier cosa. El gordo dice algo que no escucho y
asume que yo me quiero mudar a su casa. Dos

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horas después me descubro desempacando mis


maletas en una habitación que desconozco. Estoy
instalado. Eso es todo.
Leo es una ex punk –por así decirlo– que se
largó temprano de casa. Su gata, una gata gris con
manchitas negras. Y Juan, un ex Krishna que aho-
ra se gana la vida leyendo la mano y el tarot. Ella
está bien dotada: tiene unas muy buenas tetas y un
culo bestial. Su cabello es negro pero lo tiene pin-
tado de morado y de rojo. Tiene dos piercings:
uno en la nariz y otro en el clítoris. El segundo se
lo hizo ella misma y me lo mostró un día en la
cocina. Él usa lentes redondos, como los de Lennon.
Es un flaco alto y calvo, y con eso creo que lo
digo todo. Él es lo más parecido a un lápiz. En
cuanto a la casa donde vivíamos, que queda en el
barrio Santa Anita Norte, puedo decir que tiene
una cocina como todas las casas (aunque sin ne-
vera), un baño que cagaba la gata siempre, y dos
cuartos: el mío, que no era tan mío y que me toca-
ba compartir con el mamut cuando se acercaba
por ahí, y el de al lado que era el cuarto de Juan y
Leo y la gata.
De mi habitación tendría que remarcar que era
un auténtico desastre. De la de ellos, en cambio,
podría decir que tenía, aparte de cuatro paredes
amarillas, una ventana cubierta con una cobija de
cuadros, un colchón, un escaparate con un espejo
en el medio que estaba forrado con fotografías, un
radio muy pequeño que sólo sintonizaba una emi-
sora, libros y cuadernos regados, una lata de leche
Canprolac donde se acumulaban monedas, una silla
y, colgando, un bombillo que se apagaba si, por
mala suerte, le daba uno con la cabeza. En pocas

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palabras: lo estrictamente necesario; o la miseria,


según como se mire.
Yo no tenía mucha idea de lo que estaba ha-
ciendo en Mérida. Caminaba siempre. Me desper-
taba en aquella casa, bajaba a la ciudad, desayu-
naba, y acababa conversando con la chica de la
librería de los libros usados que era una dulzura.
No recuerdo su nombre. Recuerdo que era una
dulzura y que me regaló un libro de Irvine Welsh.
Luego, al mediodía, ya no tenía nada que hacer. A
veces me daba por buscar El Aleph que Vila-Matas
ubica en la avenida 3 con calle 16; pero general-
mente me devolvía a la casa a almorzar. El proble-
ma, como siempre, es que yo no sé cocinar. Así
que compraba la comida y regresaba a la casa y
me encontraba a Juan Vaquero y a su esposa re-
cién levantándose y conversando en la cocina, y
les decía que cocinaran lo que yo había compra-
do, que así comíamos todos. El trato se convirtió
en costumbre y así fue que terminamos armando
lo que me gustaría llamar nuestra muy-enternece-
dora-familia. Comí tortas varias, comí carnes va-
rias, comí pastas varias.
Leo trabajaba en la barra de un local desde las
seis de la tarde hasta que cerrara. Los lunes y los
martes llegaba como a las once de la noche y nos
encontraba a Vaquero y a mí esperándola leyendo
poemas de los libros que Juan tenía. Los miércoles
y los jueves llegaba como a la una de la madruga-
da y nos encontraba cocinando. Lo encontraba a él
cocinando. Los viernes y los sábados llegaba a las
cuatro de la mañana, o a las cinco, esos eran los
días en los que Leonor nos encontraba tristes. La
madrugada nos daba para hablar del futuro, y yo

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decía dónde lo veía a él y él decía dónde me veía


a mí. Casi siempre, por joder, decíamos que íba-
mos a terminar en la habitación más oscura de la
casa de nuestras abuelas. Y que llegaban las tías y
los primos y, después de saludar, preguntaban ¿y
el loco? Entonces la abuela respondía con descui-
do: Por ahí anda… igualito.
Juan y yo nos reíamos, pero en un segundo,
como un reflejo ante la risa, nos poníamos tristes.
Él jodía también, como para disimular; decía que
teníamos cosas a nuestro favor y pasaba a enume-
rarlas, pero de eso ya no recuerdo nada. Yo no sé
lo que él pensaba, pero yo pensaba que nuestras
miradas hacia el futuro se convertían en realidad. Y
era ahí cuando llegaba Leo. Y los tres nos ponía-
mos a decir tonterías: él hablaba de una armonía
espiritual, yo intentaba hablar de la escritura, él tam-
bién lo intentaba, y nombraba a su familia y a Dios,
y yo decía el título de un libro y él me decía que ya
se lo había dicho. Entonces Leo lo abrazaba y lo
besaba a él y veía cómo a mí me daba cierta pena
y se acercaba y se me lanzaba encima y me abraza-
ba y me besaba a mí también; después se ponía a
recoger la cocina. Los domingos no trabajaba.
A veces, cuando Leo no estaba, Vaquero sacaba
sus cuadernos y se ponía a leerme sus cuentos y
sus poemas. Un día, seguramente un viernes o un
sábado, Juan sacó un cuaderno que yo nunca ha-
bía visto y me dijo que estaba escribiendo una
novela, que era yo la primera persona que iba a
leer algo de ella, que la había escrito solamente
entre las diez y las dos de cada noche. Pero antes
de empezar a leer le pregunté cómo se llamaba y
él dijo que se llamaba Esperando a Leonor.

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3.- Nos gustaba mucho acordarnos de los cuen-


tos que a uno le dan risa o decir versos de memo-
ria y adivinar el autor, pero lo que más disfrutába-
mos era escuchar El berretín de Olaieta.
Emilio Lenski fue un actor rosarino que estaba
enfermo de tango y que pasó los últimos cuatro
años de su vida dirigiendo y conduciendo uno de
los mejores programas que se han hecho dedica-
dos a este género. Vivió en Venezuela, y su pro-
grama, que hacía desde una radio comunitaria en
Argentina, llegaba a todas las radios comunitarias
de Latinoamérica. El programa se llamaba El berre-
tín de Olaieta. Lo que escuchábamos era una gra-
bación, claro, Lenski había muerto ya. Lo intere-
sante era que en el radio minúsculo que Juan
Vaquero tenía en su cuarto, la única emisora que
se escuchaba (una comunitaria) pasaba el progra-
ma los lunes, miércoles y viernes.
Era como un rito que a las doce en punto estu-
viésemos escuchando a don Emilio. Hablando de
los viejos referentes para formar a los nuevos refe-
rentes, le escuchábamos decir al viejo todas las
noches. Y lo oíamos hablar de Rodolfo Lemos y de
los rituales judíos. Una vez, incluso, lo escucha-
mos hablar de Roberto Arlt. Esta es Melenita de
Oro, decía con esa manera de llorar con la que
hablan los del sur.
Quien ha escuchado el programa sabe de lo
que estoy hablando; quien no, que salga a buscar
una grabación.
Fin de la publicidad.

4.- Luis Enrique Cerrada Molina, o Machera, como


se le conoce notoriamente, es uno de esos perso-

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najes que despierta el interés de todo el que va por


primera vez a los Andes. Se trata de un joven de
poco más de 25 años que robaba a los ricos para
darle a los pobres. Así de simple. Supe de él por
una amiga que, un año antes de conocer a Vaque-
ro, me llevó al cementerio a visitar el templo de un
tal Machera. Templo que, por cierto, no pude ver
durante esa visita porque llegamos justo cuando ya
cerraban. Sólo me enteré que era una especie de
santo al que en aquellas montañas se le tenía mu-
cha fe; sobre todo entre los jóvenes, en su mayoría
estudiantes, que se acercan a diario al nicho a dejar
alguna ofrenda por los favores concedidos.
Se cuenta, sólo por relatar una de las tantas anéc-
dotas, que una mañana de protestas estudiantiles
en Mérida, Machera secuestró un camión cargado
de pollos y se fue al barrio donde vivía a repartir-
los todos. Los que estuvieron ahí dicen que en to-
das las casas del barrio se almorzó pollo aquel me-
diodía, que Machera los tiraba congelados en cada
una de las puertas de cada una de las casas de la
zona, incluyendo las casas de la gente que él no
conocía ni trataba. Era como un bueno pero malo,
nos dijo, cuando le preguntamos por la tumba de
Machera, una señora que estaba cerrando el ce-
menterio el día que no pudimos entrar.
Una noche, conversando con Juan Vaquero en
su cuarto, él tirado en el colchón y yo sentado
frente al escaparate, nos pusimos a jugar a decir
los nombres de todos los personajes que apare-
cían en cada una de las fotos que tenía pegadas en
el espejo del mueble.
—Ése es Hemingway con Fidel –decía yo.
—El de arriba es Rilke –decía él.

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—El de la esquinita es Bob Dylan cuando esta-


ba carajito –decía yo.
—Este de aquí es Lupillo Rivera –decía él.
—La de al lado es Sue Lyon en Lolita –decía yo.
—Y la otra Odetta –decía él.
—La foto más grande es la de Marx –decía yo.
—El de la pequeña es John Coltrane –decía él.
—¿Y quién es el otro negro? –preguntaba yo.
—Fela Anikulapo Kuti –respondía Juan Vaquero.
Y agregaba después de suspirar:
—El de al lado de ése es Hanuta Marajá.
Entonces, como tratando de aclarar la expre-
sión de desconocimiento que yo tenía en la cara,
decía:
—Algún día te cuento su historia.
—¿Y ese que está fotocopiado quién es? –pre-
guntaba yo.
Entonces Juan Vaquero sonreía y cruzaba las
piernas y enlazaba los brazos por detrás de la ca-
beza, como si estuviera tomando sol al borde de
una piscina, y decía:
—Ése es Machera.
Y yo veía la copia: la reproducción de un archi-
vo policial que mostraba el rostro de un jovencito
moreno de nariz chata, ojos chinos, una pollina
peinada hacia un lado y, cargando con sus propias
manos a la altura del pecho, el número de identifi-
cación que sostienen todos los detenidos en la foto
de frente. Era, como dijo la viejita, la cara de un
hombre bueno, pero malo.
Esa noche Juan hizo que me asomara a la ven-
tana del cuarto y viera a una señora de pelo blanco
y ojos achinados que estaba sentada justo enfren-
te. Cuando le dije que ya la había visto me respon-

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dió que esa era la madre de Machera, que estába-


mos en Santa Anita Norte, el barrio donde vivió y
murió el santo, y que esa casa, la de enfrente, era
la casa donde Machera había pasado toda su vida.
Esa noche también me detalló otras anécdotas y
terminó contándome cómo fue que lo mataron.
Cuando acabó su relato salimos de la casa, con
Xiomara, y, tras dar un par de vueltas entre los
callejones del barrio, paramos en uno mediana-
mente alumbrado donde estaba construida, o me-
dio construida, una casita en honor, supongo, al
lugar exacto donde cayó el cuerpo sin vida de
Machera. Ahí nos quedamos unos minutos y termi-
namos dejándole un regalo al santo. En el camino
de vuelta yo sentí un escalofrío y le dije a Juan
Vaquero que yo no creía en esas cosas pero que
Machera me caía bien. Creo que también le dije
que era una buena persona y creo que él se empe-
zó a burlar de mí, pero de eso no estoy seguro
porque no me acuerdo mucho.
Esa misma noche, Leo hizo unas galletas de café.
Comimos y mientras fregaba dijo que para quitarse
de las manos el olor de la cebolla había que lavár-
selas sin frotárselas, poniendo la planta de la mano
en posición vertical bajo el chorro del agua y con
los dedos hacia la parte inferior del fregadero. Así
fluye el tufo, dijo. Luego, en el cuarto, Juan sacó
fotos y me mostró cuando vivió cuatro años en un
templo en República Dominicana, cuando tenía
cabello y 19 años, cuando amaba a una de las
mujeres que aparecía en muchas de las fotos, y
cuando conoció a Yatu y a Juan Bosh y a Miguel
James. También sacó un papel viejísimo que tenía
un texto escrito con tinta roja, y me dijo que lo

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leyera. Yo comencé a leerlo para mí y él dijo que


no, que lo leyera en voz alta para que Leo también
escuchara. Así que leí en voz alta un poema que
hablaba de una flor que se volvía arena sobre la
cual posaba una mujer insistentemente hermosa sus
pies. Entonces a Leo se le pusieron los ojos aguadi-
tos y él dijo que ese poema se lo había escrito su
papá a su mamá. Y como yo vi que estaban medio
afligidos les dije hasta mañana y me fui del cuarto.
Me dormí horas después imaginando los pollos
que rodaron congelados por toda Santa Anita y
preguntándome si en aquella casa donde yo dor-
mía se había comido pollo aquel festivo día en el
que Machera le sirvió de Robin Hood a la parroquia.

En la mañana Juan Vaquero me acompañó al


cementerio. El templo es una construcción en la
que dentro caben tres y hasta cinco o seis perso-
nas. Tiene forma de casa pequeña, parecida a las
que dibujamos cuando somos niños. Está cubierta
por baldosas azules como de baño y adornada por
dentro con cientos –o miles– de placas de fieles
creyentes de Machera. También hay flores, botellas
de aguardiente, tabacos a medio fumar, velas, dine-
ro amontonado, trofeos (entre los que destaca el de
la selección de fútbol de Mérida), títulos universita-
rios y de bachillerato, placas de rayos x, récipes y
fotografías dispersas por ahí. En el interior de la
capillita un señor rezaba en voz alta lo que parecía
una oración de cierre de jornada. Ya por hoy cum-
plimos nuestra misión, gritaba el señor salpicándo-
nos con el aguardiente que saltaba de su boca, ya
se acercaron tus estudiantes, tus jóvenes siempre
fieles, tus embarazadas, tus niños y tus viejos, Ma-

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chera. Hoy, Luis Enrique Cerrada Molina ha cum-


plido su misión… Misión cumplida, Machera.
A mí me dio un poco de miedo. Sin embargo,
antes de salir dejé una foto mía tipo carnet en uno
de los cuadritos que estaba en la tumba y compré,
o se robó Juan, una estampita donde la figura de
Machera, cuerpo completo, aparecía como levitan-
do. Luego me fui a visitar a una amiga maracucha
y Juan Vaquero se fue a leerle la mano a alguien; o
el Tarot, da igual.

5.- Los problemas siempre fueron por la gata.


Ellos, como inquilinos, eran impecables: pagaban
a tiempo, no hacían ruido. Pero la Xiomara maldita
se cagaba todas las mañanas en la regadera y el
mamut se molestaba cuando despertaba con in-
tenciones de bañarse y encontraba aquel desastre.
Y como Leo y Juan –eso sí– dormían hasta bastan-
te entrado el día, al mamut no le quedaba sino
esperar a que se despertaran para mandarlos a lim-
piar, o limpiarlo él mismo.
Al principio parecía tolerarlo, pero las cosas se
fueron poniendo cada vez más graves. El gordo ya
no esperaba que despertaran sino que iba y les
tocaba la puerta del cuarto con golpes fortísimos
hasta que Juan se levantaba y limpiaba lo que ha-
bía armado su gata en el baño. Incluso, más de
una vez, se atrevió a empujar con tanta fuerza la
puerta de sus inquilinos que logró abrirla desper-
tando a gritos a Juan y a Leo para que se levanta-
ran a limpiar. Yo era un testigo que estaba en el
medio de todo aquello. A mí también me levanta-
ban los gritos, o sino la gata escondiéndose debajo
de las cobijas.

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Una mañana Leo explotó –porque fue ella y no


Juan–, y el mamut recibió bien temprano las uñas
de Leo en la cara.
Recuerdo que soñaba que jugaba truco con unos
viejos a los que no se les veía el rostro cuando
empecé a escuchar los gritos. Como pude, entre la
resaca y lo desorientado que está cualquiera que
se despierta de pronto, me levanté y desde el mar-
co de la puerta del cuarto pude entrever aquella
salvajada: Leo desnuda y guindada cual monito del
cuello del mamut. Juan halándola como si ella fue-
se de goma. La gata chillando a mi lado. Y yo sin
entender si era que los gritos de Leo salían de al-
gún aparato de sonido o era que el juego con los
viejos del sueño se había vuelto una pesadilla.
A Vaquero y a su esposa los botaron de la casa,
claro, y empezó el calvario de buscar dónde mu-
darse. A Leo le vino la regla, comenzó a llorar por
todo y faltó al trabajo. Juan no le leyó el Tarot a
nadie. El dinero mermaba, y en un impulso de so-
lidaridad me fui con ellos a buscar un nuevo lugar
para instalarnos.
Esa tarde, para que se tranquilizaran, les dije que
pasáramos por la librería de la chica que era mi
amiga. Ahí revisamos los estantes un rato Juan y yo,
mientras Leo y la muchacha conversaban y se toma-
ban un café en la entrada del local. Juan se robó
una novela de Lautaro Ovalles. Ese mismo día, casi
de noche y después de varias llamadas, Juan había
conseguido dónde mudarnos. Hasta la chica de la
librería se vino a celebrar con nosotros. Termina-
mos tomando miche claro y ron en una casa vieja
que tenía una barra y como cuatro o cinco mesas en
una sala pequeña. Alguien habló de una viuda.

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Fue ese el día en que Vaquero me contó cómo


se iba a morir. Pero antes de contármelo se puso
a hablar de arquitectura y Leo también habló de
arquitectura y hasta la de la librería hizo su co-
mentario, y yo me di cuenta de que no sabía ab-
solutamente nada de arquitectura. Entonces Juan
se acercó y yo noté que estaba borracho; aunque
es muy posible que yo también estuviera borra-
cho. Pero lo cierto es que, en aquel momento,
advertí que él lo estaba, y que se acercó y me dijo
que tenía un gran negocio pero que primero me
iba a contar una historia. Y como si nada se puso
a hablar.
—Se llama Farero –dijo–, y dice así: Entró a su
lugar de trabajo. Abrió la puerta. Subió las escale-
ras. Apagó la luz. Se sentó en la cama y se durmió.
Cuando despertó, se asomó por la ventana y dijo:
¡Mierda, qué hice!
Los dos hicimos silencio.
—¿Qué te parece…?, ¿está bueno, no? –me pre-
guntó.
Yo me le quedé viendo como si no lo conociera
y él dijo que no importaba.
—Ahora cuéntame una de vaqueros –le dije.
Pero la que habló fue Leo. Ella pronunció un
nombre e hizo que Juan reaccionara y se pusiera a
recordar a una mujer rubia que había conocido en
Margarita.
—Desde que le leí la mano sabía que algo gran-
de me iba a pasar con esa catira –dijo–. Todo suce-
dió el día que se iba. Ella había dicho que le gusta-
ban los girasoles, y en la mañana, cuando su ferry
salía, yo me fui a buscar girasoles por toda la isla y
dejé a Leonor durmiendo en la pensión donde vi-

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víamos. Los encontré 20 minutos antes de que sa-


liera el ferry. Corrí. Cuando llegué no vi a la catira
por ningún lado. Le pedí al que revisaba los bole-
tos que por favor me dejara pasar un momentico,
que tenía que darle algo importante a alguien que
estaba dentro; y el señor, que tenía bigotes y una
gorrita de marinero, me miraba de arriba abajo, veía
los girasoles y me decía que no con la cabeza. Es
imposible, decía el maldito. Y yo me puse chiquiti-
co, Horacio, y le pedí que me dejara pasar, que era
importante, que era de vida o muerte. Entonces él
decía que sabía que yo estaba enamorado, que lo
sabía por las flores, pero que no podía hacer nada.
Y fue cuando me puse a cantar un mantra y en
menos de tres minutos el tipo me estaba diciendo
que pasara pero rápido. Corrí como loco. Subí unas
escaleras y llegué a una sala donde había mucha
gente pero donde no estaba la catira. Entonces bajé
las mismas escaleras y entré a otra sala donde ha-
bía una puerta grande que daba a la cubierta. Y ahí
estaba: en una silla de esas largas, estiradita, con
lentes de sol y con un libro en las manos. Lo-li-ta.
Me acerqué y ella miró mis piernas y alzó la vista,
se quitó los lentes y, como si estuviera viendo a un
elfo, dijo qué haces tú aquí. Y yo con esas flores en
la mano, compadrito. Y ella cierra el libro y se sien-
ta en la silla y se agarra la frente como diciendo
este tipo es un rolo de güevón. Y yo le doy los
girasoles y me volteo para irme y siento que el piso
se mueve, que las montañas se mueven y el mar
entero se mueve. Y claro que todo se movía, Hora-
cio, porque el ferry había arrancado.
Juan Vaquero se echó un trago de ron, hizo
«aaahhh» y dijo:

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—¿Qué te parece?
—Mierda –dije yo.
—Sí, mierda –dijo Vaquero–. Mierda la que me
echó encima Leonor cuando me devolví a Margarita.
Después pedimos la cuenta y por fin Vaquero
se puso a hablar de su negocio. Y fue cuando dijo
que pagaban por adelantado pero que se corría un
riesgo muy grande, que él se iba a meter en ese
rollo, que se trataba nada más de pasar a Holanda,
que ya lo había decidido y que sí.
—Así me voy a morir, hermano –dijo–. Hay que
intentarlo.
Yo hice un gesto con la cabeza y apoyé la espal-
da de la pared y vi a Leo y a la chica de la librería
besándose como si se amaran con locura y escuché
a Juan reír y decirles que no sean malucas, que no
fueran unas locas de mierda.

6.- Hace un par de días hablé con Juan Vaque-


ro. Dice que está bien y que Leo también está bien.
Dice que está en Rubio, que todos los días le lee el
Tarot a alguna gente y que tiene dinero. Dice que
para juntar la plata para el paseo a Táchira tuvie-
ron que posar desnudos varias veces para una cla-
se de dibujo en la Escuela de Artes de la ULA. Dice
que a Leo le salió un orzuelo y que está más flaca,
que se puso un tercer piercing en un pezón, en el
izquierdo, como debe ser. Dice que Leo dice que
me extraña. Dice que esperan vivir en un pueblo
que está más arriba de Mucuchíes y que tengo que
ir a visitarlos, que me desea suerte. Dice que cono-
ció a una chica que a mí me gustaría mucho, que
cuando nos veamos la conoceré, que me la tengo
que coger. Dice que con las monedas que amonto-

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naban en la lata contrataron a una puta en la 2 con


la que estuvieron la noche antes de irse de Mérida.
Y dice que le haga un favor, que anote una direc-
ción, que él va a viajar y que cuando reciba la
noticia de su desaparición física que vaya para allá
y pregunte por no sé quién que me va a dar una
caja. Dice que decida yo qué hacer con eso. Dice
que no me preocupe, que me quiere mucho, que
si todo sale bien –que lo duda– vamos a tener
mucho dinero. Dice que le alegra que haya soña-
do con ellos, pero que no despierte llorando, que
eso es muy feo, que después paso el día triste.
Dice que chao.

7.- Sueño a color: suena Big River de Johnny


Cash. Un paisaje de cinco de la tarde –a veces
anaranjado, a veces sepia– se distingue desde el
cielo. Veo, como una cámara que filma desde una
nube y desciende lento (pero no tan lento), la ima-
gen de un Plymouth Barracuda del 65’ color na-
ranja con una raya blanca en el medio y dos perso-
nas dentro. Distingo a Leo al volante, con unos
lentes de sol y el pelo revuelto. Tiene el cabello
negrísimo y en la mitad de la cabeza un mechón
amarillo claro, casi blanco. Cruella Deville, sueño
que pienso. La mitad de su brazo izquierdo se aso-
ma por la ventana. Lleva un cigarrillo en la mano
con la que conduce. Bella. Puede ser Thelma. Pue-
de ser cualquiera. Sonríe confiada, sabe su valentía.
En el asiento del copiloto, claro, Vaquero ríe con
una expresión franca. Está hasta la madre. Hasta el
ojo, como dicen en Mérida. En el medio de los dos
yace un sombrero de cowboy, como los de Gary
Cooper. Aquella cámara, que son los dos ojos de

27
  

mi sueño, se acerca, esta vez sí muy lento, a los dos


ojos de Juan Vaquero: dos metras de fuego cárde-
no en los que se refleja, como en un espejo negro,
un cielo estático y una carretera que se extiende
hasta el mismísimo infinito. Las nubes parecen co-
liflores. Big River suena más bajito. Despierto.

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    

Qué desgracia saber tu nombre


aunque ya no conozca tu rostro
mañana, los nombres no cambian y se
quedan fijos en la memoria cuando se
quedan, sin que nada ni nadie pueda
arrancarlos.
Mi cabeza está llena de nombres cuyos
rostros he olvidado o son sólo una
mancha flotando en un paisaje, una
calle, una casa, una edad o una
pantalla.
JAVIER MARÍAS

Los nombres que tenemos son sueños,


con quién estaré yo soñando si sueño
con tu nombre.
JOSÉ SARAMAGO

C uando le pregunté cómo quería llamar-


se me dijo un nombre que olvidé, por eso le puse
María Constanza. Era maracucha. Tenía los senos
pequeños aunque de medida justa: cabían perfec-
tos en mis manos. Era una suerte de guajira de piel
blanca, ni alta ni bajita, con dos ojos chinos y ne-
gros que parecían dos brochazos de petróleo es-
tampados con descuido en la arena de los Méda-
nos de Coro; aunque yo nunca he ido a los Médanos
de Coro, pero he visto las fotos y también me han
contado que la arena es blanquita. La conocí en
Mérida, claro, una noche en la que el novio la ha-
bía dejado sola y a ella no le quedó sino irse con-
migo a beber y a decir, siempre de diferentes ma-
neras, que la vida era una jodida mierda. Esa noche
se emborrachó, cantó, pagó la cuenta (todo en ese

29
    

orden), se montó en un taxi y gritó que ella era


capaz de irse sola. Nos vemos, lindo, eres un amor,
me dijo. Le ordenó al taxista que arrancara y la vi
perderse por el viaducto. Siempre cariñosa. Cuan-
do hablaba parecía de piedra. Cuando escuchaba,
en cambio, se movía de un lado a otro, como alte-
rada, y jamás le quitaba a uno la vista de encima.
Nos volvimos a ver. Estábamos en un local donde
el ruido y el humo y la gente no nos dejaban ha-
blar con la soltura de aquella vez. Aun así, un ami-
go que lee el tarot, y que estaba con nosotros, nos
dijo que sacaría tres cartas que iban a decir, o a
mostrar, o a dibujar lo que podía pasar entre María
Constanza y yo. Lo hizo para joder, lo sé. De un
saquito sacó las cartas. Olía a incienso. La primera
que salió fue la muerte. No se asusten, dijo mi
amigo, eso es transformación. Aunque no estoy
seguro que haya dicho eso. Usó un término seme-
jante, eso sí. Si no dijo transformación dijo evolu-
ción, o algo parecido. La segunda carta tenía un
bonito dibujo: una pareja abrazándose aparente-
mente felices con unos niños jugando a su alrede-
dor y, rodeándolos, un arco de copas de oro. Creo
que había un arcoiris y flores y árboles. Una cosa
medio sentimental pero al fin y al cabo bonita. Me
gustaba, pues. Mi amigo no dijo nada, sólo hizo un
gesto con los hombros y la cara al mismo tiempo
que significaba, o a mí me pareció que significaba:
todo es muy obvio, o: todo está dicho. En la últi-
ma, en la tercera, aparecía un hombre. Estaba car-
gando como seis o siete bastos. Parecía cansado.
Esto es la cosecha, dijo mi amigo, es lo que hace
falta. Pensé en la agricultura. Son las palabras, dijo
mi amigo. Esa noche María Constanza no se embo-

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    

rrachó pero sí me dijo que el tarot era una mierda.


Lo dijo como si no le importara, como si le diera
igual acostarse conmigo o seguir detrás del novio
despreocupado que tenía. Nos fuimos los tres, como
a la una de la mañana, a un café que quedaba a la
orilla de una calle por donde no pasaba nadie.
Desde donde nos sentamos –y me perdonan pero
era así– podía verse la lluvia cayendo como azúcar
en la carretera. Pedimos una pizza que comimos
sólo después de que mi amigo le leyera el tarot a
María Constanza, quien relacionó todas sus pre-
guntas con el novio que la abandonaba a diario y
al que ya ésta –me gustaba pensar– no ponía mu-
cha fe. Después de la pizza me invitó a ver pelícu-
las a su casa. La cita era para la tarde del día si-
guiente. Recuerdo que había llevado un libro y que
lo leía sentado en un parque al que le dicen Par-
que de los Poetas cuando María Constanza llegó.
Olía a champú y a crema y tenía el cabello moja-
do. Me imaginé su entrepierna y me imaginé que
le mordía los huesitos de la cadera, pero justo cuan-
do me imaginaba todo aquello ella dijo vamos y
entonces fuimos. Alquilamos cuatro películas: una
de Charlie Kaufman, una de Wong Kar - Wai, una
de un tipo ahí y otra de otro. Compramos una bo-
tella de vino tinto barata y compramos cigarros y
queso y chocolates. Su casa era la casa de su ma-
dre. La doña estaba en Maracaibo y, aparte de no-
sotros dos, no había nadie más en aquel lugar. Lo
primero que vi al entrar fue un poema de Ernesto
Cardenal empotrado en un cuadro gigante. Es de
mi papá, gritó María Constanza desde la cocina, él
se las da de comunista… no sé cuando va a madu-
rar. El apartamento era fresco y tenía un balcón

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    

muy grande que no daba sino a un estacionamien-


to horroroso. Una lástima. Vimos la primera de las
películas. El tema era la eutanasia. Era la historia
de un viejo que no se podía mover y que se quería
morir. A mí me pareció cursi y aburrida pero no
dije nada. A María Constanza le encantó y yo asen-
tí a cada comentario que hizo. Luego comimos
pedacitos de queso en el balcón y, mientras con-
versábamos, se hizo de noche. Comenzó a llover
de pronto. Abrimos la botella de vino. María Cons-
tanza puso Bright Eyes y dijo que era uno de sus
grupos favoritos. A mitad de la primera canción se
fue la luz. Ella buscó velas y estuvimos una hora
en el balcón con una tremenda lluvia fuera, en
total oscuridad, tomando vino, escuchando como
un balbuceo la lluvia en los árboles y alumbrados
apenas por un par de flamitas. El fuego lo hace
todo más fácil, le dije, pero ella hizo como si no
escuchara. Hablamos de Jarmusch y Abel Ferrara.
Me mostró las fotos de sus viajes a Alemania y a
Londres y a casi toda Europa, y me mostró una de
la que, por cierto, María Constanza se avergonza-
ba, donde su papá abrazaba a Alí Primera y éste
último la cargaba a ella. Luego llegó la luz. Se nos
acabó la botella de vino y tuvimos que destapar
una de vodka que era de su mamá y tomárnosla
también y, sólo después de acabada esta segunda
botella, ir al cuarto a ver otra película: la de Charlie
Kaufman. Me dormí durante los primeros quince
minutos. Cuando desperté María Constanza tam-
bién dormía. Procuré acomodarme en la cama y
me rendí hasta la mañana. Al día siguiente preparó
el almuerzo: una carne aderezada con mostaza y
vino La Sagrada Familia y una ensalada de toma-

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    

te, cebollas y lechuga. María Constanza dijo que el


olor de la cebolla desaparecía de las manos cor-
tando tomate. También dijo que mientras dormía
con ella soñó conmigo. Comimos, reposamos y me
fui. Esa noche volví con la excusa de ver las pelí-
culas que no habíamos visto. Me instalé otra vez
en silencio enfrente del poema de Ernesto Carde-
nal. Yo había llevado cervezas y marihuana. Fuma-
mos antes de intentar ver otra vez el film de Char-
lie Kaufman. Era tarde y volvimos a quedarnos
dormidos. Cuando desperté no había amanecido.
Fui al baño y en la poceta había restos de vómito.
Al volver al cuarto me fijé en dos libros: dos tomos
gruesísimos tirados al lado del televisor que –vale
decir– aún permanecía encendido. Uno indicaba
en el lomo: Hermanos Grimm-Cuentos Completos,
el otro decía solamente: Hans Christian Andersen.
Procuré acomodarme una vez más en la cama sin
despertar a María Constanza pero no fue posible.
Ella despertó y apagó y recogió todo y estuvimos
en silencio, boca arriba en la cama, bajo una mis-
ma oscuridad que no nos dejaba siquiera rozarnos.
Mi vista daba a la ventana. Recordé a mi amigo, el
del tarot, y recordé lo que nos dijo. Recordé la
tercera carta. La cosecha son las palabras. Fuera el
cielo estaba estrellado y me animé a hacerle una
pregunta a María Constanza que la hizo sentarse
de golpe en la cama y luego levantarse, ir al baño,
y volver con un cigarro encendido. O metí la pata
hasta el fondo, pensé, o ella está nerviosa y no
sabe qué contestarme. Junté las palabras en mi
cabeza, siguiendo los consejos de mi amigo el del
tarot y, apenas abría la boca, salían en el orden
justo y necesario. Amaneció mientras hablábamos.

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    

Esa mañana María Constanza durmió con la cabe-


za encima de mi pecho. No me pude mover en lo
quedaba de mañana. Despertamos cerca del me-
diodía y nos besamos. Le toqué un seno por de-
bajo de una camisita que llevaba y, un rato des-
pués –pero mucho rato después– ya me las había
arreglado para que María Constanza solamente tu-
viese puesta, como única prenda, una pantaleta.
Era azul, un azul muy claro, y tenía las ligas rojas.
Era una pantaleta grande como la que usa Scarlett
Johansson en la primera escena de Lost in Trasla-
tion. En el borde de la prenda estaba bordada una
frase en inglés que no entendí. Intenté correr con
la boca y con las manos hasta donde piensa uno
escapar en esos casos. Sentí un olor a fruta fresca
pero sintética. El olor de esas cremas de perfume
tropicaloso. Mi nariz encima de todo aquel cuer-
po. Mis dedos dentro suyo. De pronto, como si
explotara un globo en un cumpleaños y todos los
niños hicieran silencio, María Constanza dijo en
esta casa no habrá coito. Entonces no hubo. En la
tarde me comentó que mientras dormíamos había
vuelto a soñar conmigo. Sacó de debajo de la cama
una agenda que en la portada y en las hojas tenía
obras de pintores impresionistas que a María Cons-
tanza le servía de diario y donde escribía todo lo
que soñaba. Leí: «Soñé que me comí un pollo ente-
ro y que estaba divino.» Leí: «Soñé que instalaba un
aire acondicionado de bajo consumo en la casa de
mi tía, que era moderno y yo le ajustaba los boton-
citos. Entonces llamé al servicio de asistencia y, no
sé por qué, tuve que hablar en inglés. Un niño que
yo no conocía pero que era mi primo me arrebata-
ba el teléfono y comenzaba a hablar con un terri-

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    

ble acento.» Leí: «Soñé que vivía con un futbolista,


que él entraba a mi cuarto a revisar mi ropa y mis
cosas y yo le daba con un periódico por la cabeza,
loca de la rabia, y el futbolista decía que sabía que
yo estaba con otro hombre, que lo sabía por el
color de mi franela.» Leí: «Soñé que cenaba comida
thai.» Leí: «Soñé que una mujer gorda iba desnuda
gritando por la calle y, riendo como loca, con una
risa sin dientes, me llevaba de la mano hacia un
barranco. ¡Vomita!, gritaba la gorda sin abrir la boca.»
Leí: «Soñé que estaba en un centro de investigacio-
nes y que nos dedicábamos a un proyecto. A mi
grupo le tocaba recibir al depor y yo estaba emo-
cionadísima porque iba a conocer a Diego Tristán.»
Luego de leer el retrato de dos o tres sueños más,
me fui de esa casa y no volví más. Un día antes de
regresar a Caracas –donde vivo– llamé a María
Constanza. Quería despedirme de ella. Nos cita-
mos en la plaza Bolívar, entramos a la catedral y
después fuimos a comer besitos fríos en la plaza El
Llano. Los besitos fríos son una cucharada de are-
quipe y pedacitos de chocolate como congelados
envueltos en papel aluminio y cuestan nada más
200 Bs. Buenísimos. Esa tarde le dije que fuéramos
a visitar a mi amigo, el del tarot, a su casa. Lo
hicimos. Él estaba con una mujer que le sirve de
novia a él y a su esposa. Conversamos los cuatro
entre la yerba y un vino de mora que pretendía
llevarme a Caracas, pero que no sobrevivió a aquella
noche. En algún momento María Constanza fue al
baño. Cuando salió entré yo. En la poceta había
restos de vómito. La esposa de mi amigo llegó y
entre los cinco nos tomamos una segunda botella
encima de una cama gigante donde, más tarde, mi

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    

amigo, su esposa y la novia de los dos, hacían un


trío y gemían con escándalo. Yo los escuchaba
desde mi cama –una cama individual que estaba a
pocos metros de la suya– donde María Constanza
y yo hacíamos casi lo mismo que ellos. Esta vez sí
hubo coito. Antes de irse me dijo que cada vez
que dormíamos juntos soñaba conmigo. Ese día
volví a Caracas y no supe de María Constanza has-
ta una noche en la que recibí una llamada suya.
Estaba en mi ciudad y dijo que debíamos vernos.
Era viernes. Bebimos con amigos y terminamos en
mi casa la mañana del sábado. Ella me contaba el
sueño que había tenido. Estábamos tú y yo, me
decía María Constanza, en Margarita, en una mon-
taña, en la casa de mis abuelos. Todo parecía estar
pasando en el cine. Estábamos corriendo desnu-
dos por la parte de atrás de la casa, entre las matas,
en dirección a un granero que mis abuelitos tienen
allí. Mi abuela salía gritando como loca de algún
lugar y corría en dirección a nosotros. Yo te decía
que me siguieras, que no pararas, que debíamos
salvar nuestras vidas. Corríamos cada vez más fuerte
y más lejos, hasta que vimos a una mujer de pelo
negro sentada encima de un montón de paja, como
una estatua, cubierta con un polvo blanco. Mi abue-
la se acercaba a ella y la comenzaba a lavar y la
mujer reaccionaba y lloraba y decía que eso se lo
había hecho un brujo, y mi abuela decía que esa
era la mafia que la quería joder. Luego nos montá-
bamos en un carro y me llevabas a la casa de mi
mamá, en Mérida, y yo te decía que por favor te
quedaras conmigo toda la noche hasta que tu vue-
lo saliera. Ese sábado María Constanza también
durmió conmigo. Me desperté temprano el domin-

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    

go, primero que ella, y la miré dormir largo rato.


Recuerdo que pensé que soñaba… pensé que ella
soñaba. Le veía los cachetes y el pelo negrísimo.
China, le susurré para despertarla. Tenía el rostro
que tiene alguien que sueña con una ciudad que
es una pecera inmensa. En sus ojos cerrados podía
ver que en su sueño sentía a muchas personas morir,
que no veía sus cadáveres pero que las sentía muer-
tas. Es en los sueños donde, sin verla, se puede
sentir así a la muerte. Vi que María Constanza so-
ñaba que se ahogaba en la pecera inmensa y mo-
ría, pero después se daba cuenta de que el agua
era real en la medida en que ella creyera que era
real. Entonces se salvaba. Se asomaba sola a una
ventana y veía el agua subir. A lo lejos un lago se
desbordaba y arrasaba con todo. Todos habían
muerto. Ella era la única sobreviviente. Entonces
pensé que era yo el que estaba soñando y justo en
ese momento vi a María Constanza abrir los ojos
de golpe. Esa mañana estuvo en silencio. Esa ma-
ñana no dijo que había soñado conmigo. Esa ma-
ñana María Constanza no dijo nada. La acompañé
al metro, temprano. En la estación me dio un beso
y después la espalda. Pareció deshacerse entre la
gente. La vi como flotando sobre las escaleras me-
cánicas y la vi difuminarse poco a poco al tiempo
que, con ella, desaparecía todo. Si se me diera el
olvido, pensé. Si me lo dieras tú, tu olvido, cité
para mis adentros.

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38
 

Para el fantasma de Heidi


Para Samuel Rangel, otra vez desde
la amistad

H elio Vera, un dibujante al que todos


llaman Bonanza, era la única persona que, a fina-
les del año 2002, conseguía (o sabía cómo conse-
guir) heroína en Caracas. Yo andaba loco por un
poco y busqué la manera de localizarlo. Su teléfo-
no lo obtuve a través de John Quiñones, un amigo
que vive en el centro y que siempre está por los
alrededores de la iglesia San Pedro Apóstol, cerca
de la universidad, como si fuera un monje, un ver-
dadero beato; o, mucho peor, un cura.
—Hola, Bonanza, mi nombre es Hernán, quie-
ro conseguir hache –le dije apenas contestó el
teléfono.
—Yo no vendo, hermano –dijo con una voz
pausada después de unos segundos en silencio.
Me lo imaginé, no sé porqué, con los ojos ce-
rrados, acariciando, con los dedos de la mano li-
bre, el control del televisor. Me lo imaginé, insisto,
no sé porqué, sentado en un sofá descosido por
los lados, en una sala amarilla, en medio de chiri-
pas y latas de cervezas, cajas de Marlboro destro-
zadas y potes de arroz chino vacíos. Me lo imagi-
né, a fin de cuentas, ahogado en un desastre: un
cataclismo necesariamente suyo.

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 

—Sé que no vendes –le dije, y mi voz sonó


como nerviosa–, llamo porque también sé que sa-
bes quién vende.
—¿Cómo te llamas, bro? –preguntó Bonanza con
una calma que me intrigaba. Su voz era neutra.
Podría decir que era una voz indiferente, estoica,
como sin alma, pero se trataba de una voz neutra.
Repetí mi nombre.
—Te voy a dar el teléfono de Hilda, ella te con-
sigue lo que quieras –dijo Bonanza.
Anoté el número, le di las gracias y colgué.
Marqué el número de Hilda pero nadie contestó.

***
From: Helio Vera <lahachenoesmuda@hotmail.com>
Date: Thursday, December 19, 2002 7:09:46 PM
To: <thamara–rata@hotmail.com>
Subject: Hilda
Thamara, acabo de llegar de Maracaibo. Estoy
desesperado. Dejé abandonada a la maracucha
y a sus amigos en El Moján. He pensado en Hil-
da y tú eres la única persona que me puede
decir dónde encontrarla. Las he buscado burda.
No sé dónde están, sólo sé que están juntas.
Por favor, comunícate conmigo apenas leas esto.
Un abrazo.
Helio

***
Eran seis. Eran tres hombres y tres mujeres. Tres
parejitas. Inventaron irse a Isla de Toas unos días
después de haberse iniciado el paro. El país por
aquellos días era un hombre fumando de pie apo-
yado a la puerta de un carro en una carretera de-

40
 

sierta, de noche, esperando (sin una gota de luz)


el amanecer.
Isla de Toas está en pleno golfo, en la entrada
del Lago de Maracaibo, como quien dice. Se llega
en lancha o en helicóptero, pero nuestros seis ami-
gos iban en canoa, en una de las que sale cada 3
horas desde el muelle del terminal de El Moján. En
alguna de aquellas se fueron las tres parejas: cua-
tro de ellos enamorados hasta los huesos, ávidos
de una noche en la playa, una fogata y un polvo
en la playa. Llegaron al pueblo de Isla de Toas
cuando comenzaba a anochecer, tan juntos como
los dedos de una mano cerrada: una mano de seis
dedos. Caminaron cerca de dos horas sobre la are-
na, siempre bordeando la playa. Dejaron atrás al
pueblo y a la gente que allí vivía; dormirían lejos
de cualquier señal de vida. La brisa los golpeaba
de frente como alguien que empuja, desde el lado
contrario, una puerta que queremos abrir. El vien-
to, durante toda la caminata, aun con los seis bol-
sos repletos, fue un muro movedizo e invisible.
Lejos, atestiguando, flotaba pulcra la luna. Uno de
ellos se entretuvo con las estrellas y recordó cuan-
do su madre le prohibía contarlas. Por cada una
que cuentes te saldrá una peca, le advertía su mamá
como si las pecas fueran una enfermedad incurable.
Encontraron un espacio más o menos abierto
donde los hombres instalaron tres carpas y las
mujeres intentaron (en vano) encender una fogata.
El lugar era redondo y espacioso. El piso entero
era arena blanca. A los lados había palmeras y en-
frente, aunque sería poco decir, un mar inmenso.
Detrás del mínimo e improvisado campamento se
abría un paisaje íntegramente negro. Uno de ellos

41
 

utilizó para definir aquella soberbia oscuridad, la


conocida metáfora de la boca del lobo, pero otro
lo corrigió diciendo que aquellas tinieblas eran el
propio culo del animal. Después de lograr entre
todos el fuego, cocinaron y comieron y, mientras
reposaban fumando sentados ante el mar, planea-
ron el regreso al pueblo al día siguiente. Hicieron
chistes, dibujaron sobre la arena con sus pies, ha-
blaron del futuro, entristecieron, y uno de ellos,
uno de los hombres, poniéndose de pie, de frente
al «lado oscuro» y dándole la espalda a la playa, vio
cuatro luces amarillas que se movían detrás de sus
cinco amigos como cuatro bolas brillantes que pa-
recían flotar al ras de la tierra.

***
Decía que llamé a Hilda el mismo día que Bo-
nanza me dio su teléfono y que nadie había con-
testado. Al final –como pasa con estas cosas a ve-
ces– todo fue cuestión de insistir un poco. No
paramos después del primer contacto. Nos vimos,
hicimos negocios, conocí a sus amigos y hasta tuve
un affaire con su hermana.
Cuando Hilda me presentó a Paqui ésta estaba
acompañada por un chico que supuse su novio,
un tal Ezequiel. Aunque la primera vez que estuvi-
mos juntos me dijo que jamás había tenido nada
con él, que todo era «simbólico», y al decírmelo, lo
recuerdo claramente, alzó las manos y movió los
dedos índice y medio con ese gesto que simboliza
que una expresión va entre comillas.
Paqui es la antítesis de lo que era su hermana.
Es linda; no es que su hermana no lo fuera, pero
–tendré que decirlo– Paqui es más linda. Eso sí,

42
 

nunca tan perspicaz como Hilda. Se diferenciaban


profundamente, hasta en la forma de vestir. Paqui,
por ejemplo, usa ropas de colores fuertes y huele
siempre a dulces. Lleva encima bufandas brillan-
tes, pulseritas, anillos de personajes de caricaturas;
nunca de ella se desprende ese irremediable olor a
chupeta. Saludarla es llenarse la cara de escarcha,
de estrellitas miniaturas fluorescentes. El olor a ca-
ramelo se siente adherido al cuerpo el resto del
día. Hilda, en cambio, era más sobria. Hilda era
otra cosa. Hilda se aislaba, se iba. Aunque algo
había que sí las relacionaba, una particularidad en
la que sí se parecían mucho: las dos eran abismal-
mente putas. Bueno, una lo fue, y la otra lo sigue
siendo. A mí me encanta.
Un buen día, el tal Ezequiel –que resultó ser un
tipo agradable y con el que trabé cierta amistad–
celebró en su casa una fiesta. Paqui me dijo esa
noche, a través de mensajes de texto –a pesar de
estar sentados en la misma sala y cada uno enfren-
te del otro–, que quería acostarse conmigo, que
me levantara (muy disimuladamente, claro) y la es-
perara en el estacionamiento, en su carro. Eso hice.
Nos metimos en el asiento de atrás y no pudimos
concretar nada porque yo no cargaba condones y
ella dijo yo sin condones no tiro, así mismo, mira
que tengo razones de sobra para andar paranoica:
es un riesgo. Y bueno…, me resigné. Pero eso fue
ese día nada más. Luego nos vimos muchas veces,
hicimos y deshicimos a muerte: en mi casa, de nuevo
en el carro, en los jardines de la universidad.
Tenía casi siete meses sin verla cuando murió
su hermana y nos volvimos a encontrar en el velo-
rio. Ella estaba con Ezequiel.

43
 

—Llámame, ahora mismo tengo unas ganas ho-


rribles de tirar contigo –me dijo en el oído cuando
nos despedimos. Y su hermana parecía reírse de
nosotros boca arriba en la urna.
Las mujeres son del diablo, me había dicho al-
guien alguna vez… y vine yo a recordarlo en aquel
momento.

***
From: Thamara Alfonso
<thamara–rata@hotmail.com>
Date: Saturday, December 21, 2002 3:45:25 PM
To: <lahachenoesmuda@hotmail.com>
Subject: Re: Hilda
Ya es tarde. Supongo que sabes lo que ha pasa-
do. Habrás estado en el velorio y en el entierro.
Estarás destrozado. Supongo que has pensado que
pudiste evitarlo. No tengo que decirte mucho.
Hilda desapareció, al igual que tú, a principios
de semana. Luego sólo supe lo que ya sabe todo
el mundo. No debiste nunca dejarla tan sola. No
debiste irte y, ahora que leo tu correo, no debis-
te arrepentirte tan tarde. Es una lástima, verda-
deramente.
En casa hay una carta para ti.
Un apretón de manos.
Thamara

***
Juan Vaquero y Leonor eran novios. Tommy y
Chía eran novios. A la otra pareja le gustaba salir a
divertirse y estaban ahí, siempre callados, como
muertos.
Cuando Tommy señaló las luces todos voltea-

44
 

ron y vieron lo mismo que él veía. Eran, efectiva-


mente, cuatro luces. Se movían, dos hacia un lado
y dos hacia otro, de izquierda a derecha y de dere-
cha a izquierda. Vigilan los cuatro ojos del lobo,
pensó una de las chicas. Vaquero dijo que podían
ser dos rústicos, pero Tommy, el único que medio
conocía la isla, dijo que no recordaba ninguna ca-
rretera por ese lado. Vaquero dijo que podían ser
contrabandistas, pero Tommy volvió a decir que
no recordaba ninguna carretera. Una de las dos
mujeres dijo que si había mar de ese otro lado
podían ser dos lanchas, dos barquitos. Tommy le
dijo bruta y después los seis se pusieron a mirar en
silencio las luces que no paraban de moverse. To-
dos sentados y con el dorso volteado hacia la ne-
gra inmensidad, excepto Tommy que estaba de pie
y de frente. Chía olvidó el asunto y se puso a pen-
sar en ballenas de colores y a mojarse los pies con
el agua que llegaba débil a agotarse en la orilla.
Tommy y Vaquero se miraban como preguntándo-
se el uno al otro qué decir. Y Leonor, en silencio,
se levantó, se metió en una de las carpas, y se
echó a llorar. Después las luces desaparecieron y
entre todo el grupo se generó –como quien dice–
una «atmósfera de tensión» que les resultó insopor-
table. Las tres parejas se internaron cada una en
sus carpas y nadie habló durante mucho tiempo.
Tommy fue el primero en salir. Estuvo largo rato
solo, sentado, mirando la playa y fumando. Enton-
ces salió Vaquero, que tenía fama de brujo porque
leía el Tarot y la mano, y le dijo a Tommy que
dentro del grupo estaba a punto de pasar algo feo.

***

45
 

—Sí, Bonanza, muerta –le dije.


Del otro lado de la bocina se escuchó un perro
ladrar.
—¡Cállate! –gritó Bonanza–. Pero, ¿cómo fue?
—Nadie sabe bien –le contesté–. Paqui le dijo a
Ezequiel que la encontraron el miércoles en la
mañana en un hotel en Chacao con una sobredo-
sis intravenosa, que estaba sola y que la caraja que
vivía con ella no aparece.
—Thamara… –dijo Bonanza y el perro volvió a
ladrar.
Después los dos hicimos silencio un rato y lue-
go Bonanza dijo que eso se sabía, que si no se
moría así la mataba el sida. Dije que sí y colgamos.
Ese día caminé desde La Castellana hasta la
Central. Todas las calles estaban vacías. Pensé en
Helio. Recordé cuando lo conocí y cuando conocí
a Ezequiel y a Hilda. Después me fui al velorio.
Ahí estaba Bonanza.
—Estás más flaco –le dije.
Él contestó que era la persona número siete que
agregaba ese comentario al saludo. Tenía cara de
haber estado llorando, aunque posiblemente esta-
ba drogado. Se lo comenté a Ezequiel y se puso a
contarme que una vez en su casa Bonanza lloró,
que lloraba porque estaba enfermo, porque creía
que estaba enfermo, o porque tenía un problema,
Ezequiel no lo recordaba bien. Después se puso a
decir que Bonanza era un irresponsable porque
aun conociendo el estado en el que estaba Hilda
se había ido con ella. También habló del destino y
de lo inevitable; o de la muerte, que viene a ser la
misma vaina.
La funeraria quedaba en El Rosal, enfrente de

46
 

un hotel con bar (el único que, por suerte, estaba


abierto). A mitad de cerveza –una Tecate, lo único
que conseguimos– Bonanza dijo que la muerte de
Hilda no podía haber sido tan simple, que él la
conocía bien y que ella había sido siempre una
mujer muy afanosa con esas cosas. Y usó esa pala-
bra: afanosa; lo recuerdo.
—Yo no creo que lo haya dejado pasar así tan
desapercibido –dijo después de un trago y de po-
ner la lata en la mesa.
—¿En qué te has convertido, poeta? –le pregun-
té con ganas de joder. Pero Bonanza no rió.
Me fijé en un almanaque que estaba guindado
justo encima de su cabeza: Viernes 20 de diciem-
bre de 2002. El calendario tenía impreso un San
Nicolás y una bandera de Venezuela.
—Es en serio, Hernán –me dijo–; alguna foto se
habrá tomado, algún video, alguna grabación.
Ezequiel llegó y dijo que nos íbamos. Pensé en
la veracidad de las cosas.
—Tengo miedo –me dijo Bonanza como un se-
creto cuando salíamos del bar–, tengo miedo de
que Hilda todavía viva en mí.
Yo hice como si no entendiera lo que él decía.

***
Querido Bonanza mío:
Escribo únicamente para ti.
Hace un par de días te fuiste, te vi desaparecer
como no lo habías hecho nunca. Supe, con el
sonido de la puerta al cerrarse, que no volvería-
mos a vernos. Supe que te irías a Maracaibo y
también supe que era para siempre. Estoy pro-
fundamente triste, debes imaginártelo. Te rogué.

47
 

Quise quedarme, quise que te quedaras, y tu de-


cisión fue siempre inquebrantable. Siempre la
misma. Basta de caprichos, dijiste, te vistes y te
vas a tu casa. Entonces te vestiste tú y saliste tú.
Saliste de la habitación, del edificio y de la ciu-
dad como quien sale del baño. Yo, en cambio,
nunca saldré de ti. Y eso es algo que, de alguna
forma, me satisface. Tu sangre es ahora la que
fue mía y de ella no te libras de ningún modo.
La sangre es para siempre, nené. Eso lo escogiste,
lo obtuviste gratis, lo aceptaste a pesar de saber-
lo. No te importó mi estado y eso me enamoró.
De igual forma sigo guardando la esperanza de
que por lo que dejé en ti nos podamos ver de
nuevo. Sólo que en mi antebrazo me adelanto
empujando esta aguja.
Te espero. Te espero siempre. Desde esta madru-
gada hasta el día en que el veneno que te dejaste
sembrar te coma todo.
Con amor, Hilda

***
Las runas son una especie de oráculo. Son pie-
dras –aunque no simples piedras– que tienen, de
cierta manera, la facultad de representar el futuro
o lo que alguno de nuestros actos pueda ocasio-
nar. Las runas son, como quien dice, un (simple)
sistema adivinatorio; uno más de tantos. Claro que
las runas no hablan solas, tiene que haber alguien
que las sepa leer y, de nuestros seis muchachos,
ese era Vaquero.
Tommy y Vaquero se separaron del grupo al-
gunos metros de las carpas y se instalaron donde
se sentían en soledad. El brujo sacó un saquito

48
 

minúsculo en el que tenía guardada las runas. Las


extrajo de la bolsita y, como si lanzara unos da-
dos, las echó en la arena. Las miró en silencio un
rato y después levantó la vista hacia Tommy. Sus
ojos –los de Vaquero– se veían morados, como
llenos de malas noticias: ojos de angustia y padeci-
miento. Dos ojos de susto, de desconfianza. ¿Qué
día es hoy?, le preguntó Vaquero a Tommy. Mar-
tes. No, dijo Vaquero, la fecha. Martes 17, señaló
Tommy; aunque ya es de madrugada, se puede
decir que ya es 18. Miércoles 18.
Se les dilató el silencio… y el mismo Tommy
preguntó asustado qué pasaba.
Una serpiente negra se acercó a los dos. Era
pequeña y parecía inofensiva. Uno de ellos dijo
que era una morrona, que era de la familia de las
lombrices o las macrolombrices y que no tenía ni
cabeza ni ojos ni boca.
Vaquero, con la ayuda de una varita, cogió a la
culebra –o a la lombriz– y la levantó llevándola
casi hasta la orilla. Tommy iba detrás. La echaron
en la arena y, como quien mira un enano, la vie-
ron menearse en un zigzag gelatinoso con direc-
ción a una de las carpas. Vaquero, de nuevo ayu-
dado con la misma vara, cogió a la morrona negra
sin cabeza y la llevó esta vez un poco más lejos,
pero la lombriz volvió a armar su camino hacia la
misma carpa. En esta tercera ocasión, Vaquero y
Tommy clavaron una vara sobre la culebrita. Una y
otra vez, como si apuñalaran al asesino de sus
madres. Cesaron cuando advirtieron que la morro-
na no se movía más. Estaban pálidos y respiraban
agitados, como si acabaran de trotar algunos kiló-
metros, como si acabaran de correrlos con dema-

49
 

siada prisa. Ninguno de los dos sudaba, pero no se


hubiese extrañado alguno si el otro se secaba de
pronto la frente con el dorso de su mano. Alguien
en este lugar se está muriendo, dijo Vaquero. En-
tonces del interior de la carpa de la pareja que no
hablaba, salió tosiendo Helio. Qué frío tan hijo de
puta, dijo frotándose las manos, mañana mismo
me voy. Después se quedó mirando el mar, como
si quisiera dibujarlo.

50
 :

E se tipo era arrechísimo. En serio. Lo pa-


rieron debajo de un árbol. Eso es lo que cuentan,
pues, tú a mí no me creas. La gente dice que él
nació debajo de una mata porque, en Guanta, don-
de vivía su madre, se había formado una balacera.
Dicen que a la señora no le dio chance de llegar a
su casa, y que lo tuvo que parir ahí mismo. Eran
pobrecitos. Yo no lo conocí, eso anótalo; y que
quede claro. No lo conocí pero todos los discípu-
los de mi Maestro también fueron discípulos de él,
y ellos siempre contaban esas cosas, que Jesús pasó
de Guanta a Caracas y de ahí a La Guaira… Yo no
sé si esto es verdad, pero supuestamente él y que
fue santero en Macuto; aunque pudo haber sido
en otro sitio. Lo cierto es que era en el estado Var-
gas, en un lugar que debe haber desaparecido con
la tragedia. Dicen que hizo teatro, que fue en una
obra donde conoció a una mujer enrollada con lo
hinduista, y que, así como te lo estoy contando, se
fue a la India con ella. ¿Qué te parece? Un año
después regresó la mujer, pero sola. Llegó dicien-
do que Jesús se había quedado en Hardwar con
los shivaístas. En unos días ya su madre lo estaba
dando por muerto. Y para que te imagines como

51
 :

fue la cosa, hizo hasta un velorio; sin cuerpo, cla-


ro. Después un amigo de la familia estuvo en la
India y se encontró al propio Jesús Bujanda. Lo
encontró pegado a un Shilom, que es una pipita
chiquita con forma de trompetica. Dice el amigo
que supuestamente Jesús le contó que había esta-
do haciendo austeridades a la orilla de un lago,
que se había quedado semanas en Padmasana, que
es lo mismo que decir flor de loto, y que llegó a un
punto en la meditación en que se había olvidado
de sí mismo. Le contó que, por la humedad, se le
había comenzado a podrir la piel, y que le dio
lepra blanca en la batata. Dijo que lo único que
quería era ver a Shiva… Dijo también el amigo de
Jesús que Jesús siempre se negó a volver. Que él le
rogó, todo el tiempo en vano, que regresara a Ve-
nezuela, pero nada. Y es en este momento, pon
atención, donde comienzan las cosas a complicar-
se con esta historia; porque lo que viene a conti-
nuación lo cuentan siempre de dos maneras. Hay
dos versiones. Por una parte, hay quien dice que
él solamente hizo austeridades durante veintiocho
días, sin comer, cantando Om Namah Shivaya. Todo
para ver a Shiva. Que lo hizo en un lugar sagrado,
lleno de moscas, y que lo único que se permitía
comer eran precisamente insectos abriendo de
cuando en cuando la boca. La gente que defiende
esta versión dice que Shiva se le apareció y que le
dijo que buscara a Prabhupada, que es, para los
Hare Krishna, como una suerte de Sumo Pontífice.
Pero, repito, eso lo dicen algunas personas. Hay
que creer bastante, coño, para decir eso. Yo sólo
estoy repitiendo lo que he escuchado, tú a mí no
me creas. La otra versión es la de la gente que no

52
 :

se complica la vida y dice que él despertó interna-


mente a otra realidad, llamémoslo así, y que sim-
plemente se vino a Venezuela a seguir… buscan-
do. Esas son las dos versiones. A mí me gusta más
la segunda. Lo cierto es que antes de venir él llamó
a su madre y le dijo que estaba vivo, que lo espe-
rara. Y para que tú veas, la señora fue a Maiquetía
a esperar el vuelo; y salió y salió gente del avión.
Pero para esa doña Jesús nunca apareció. Enton-
ces un hombre increíblemente flaco y de barba
larga se le paró enfrente a la señora y le dijo que
era su hijo. Y cuentan que esa mujer se echó a
llorar porque no lo reconoció ni un poquito. Des-
pués Jesús se fue a Los Ángeles y buscó, efectiva-
mente, a Prabhupada. Cuando éste lo vio, dicen
los discípulos que estuvieron ahí, se puso a reír de
alegría, como si hubiese estado esperándolo desde
hacía mucho tiempo. Le dio enseguida a Jesús el
Sannyasa, que es la orden de los renunciantes. Lo
nombra, por decirlo de alguna forma, un Cardenal.
Le cambia el nombre, claro, y Jesús Bujanda, des-
de ese momento, pasó a llamarse Svami. Lo nor-
mal es que antes de la Sannyasa se otorgue la pri-
mera iniciación y luego la segunda, donde te dan
el Cordón Brahmínico, pero a él se le otorgó San-
nyasa de una vez. ¿Por qué? Coño, no me hagas
esa pregunta y escucha. Él comienza a iniciar aquí
en Venezuela. Y Fíjate. Todos los años se hace un
maratón mundial: los devotos deben salir a vender
libros, a predicar, a distribuir las escrituras en todo
el mundo. El premio para el que venda más libros
consiste en un pasaje para estar un tiempo con
Prabhupada, el Papa. Para sorpresa de todos, ese
año gana un venezolano que era de ese templo y

53
 :

discípulo de Svami. Prabhupada, contento, manda


una carta y un anillo como regalo al venezolano
que ganó, que se llamaba, o se llama, Ernesto Sa-
nabria. Ernesto responde con otra carta donde le
dice a Prabhupada que no irá a Los Ángeles por-
que no piensa abandonar nunca sus servicios, por-
que eso es lo que le ha enseñado su maestro, que
es, como ya te dije, Svami, el hombre que nos inte-
resa. Esta carta deja muy impresionado al Sumo
Pontífice, claro. Lo deja muy conmovido porque
precisamente de ese fervor, de esa vocación, diga-
mos, es de la que se trata el oficio del devoto. Y
para que veas como son las cosas, chico, estas car-
tas terminaron desencadenando lo que fue la úni-
ca visita de Prabhupada a Venezuela. Eso fue, si no
me equivoco, en 1975. A Prabhupada lo recibió
Svami. Ilan le cantó. Se armó senda rumba, pues.
Prabhupada dijo, entre muchas otras cosas, que
Venezuela está cargada de lugares sagrados. Eso sí
lo recuerdo yo clarito: lo vi en un video. Creo que
es lo único de lo que puedo dar fe, de hecho. Sin
embargo, hermano, como todo se termina, dos años
después de esa visita Prabhupada abandonó el
cuerpo. Se murió. Pero antes de eso formó en Es-
tados Unidos un grupo compuesto por doce gu-
rús: algunos gringos, y el resto jóvenes de todo el
mundo; uno de ellos, el único venezolano, era Sva-
mi. Ese grupo fue como una sesión de ministros, si
lo quieres ver así. Pero lo que te quiero decir es
que antes de morirse, Prabhupada le pidió al gru-
po éste que fueran a la India, donde estaba su
hermano espiritual. Les pidió que fueran y que si-
guieran las palabras de su hermano, que desde el
momento de su muerte él los iba a guiar. Y a pesar

54
 :

de que siguieron sus órdenes y fueron, ninguno


alcanzó a realizar como-era-debido las instruccio-
nes de Prabhupada y, lamentablemente, termina-
ron regresando a Estados Unidos. Sólo se queda-
ron algunos pocos, entre ellos Svami. Él sí se quedó
y tomó iniciación. Y en este momento de la histo-
ria nuestro hombre vuelve a cambiar de nombre y
comienza a llamarse Marajá, el mismo de la foto
que estás viendo allá. Pero, escucha, que ahora
viene lo bueno. Todo este rollo que se arma con la
muerte de Prabhupada, esa medio división, ocasio-
nó que en menos de un año todos los gurús se
fueran cayendo: algunos se volvieron locos, literal-
mente, otros terminaron presos, acusados de pedo-
filia muchos, de consumo y tráfico con drogas otros.
Un caos. Kirtanananda, por ejemplo, el primero en
recibir la orden de Sannyasa de manos de Prabhu-
pada, fue uno de los que perdió la cordura. Su
Vyasasana, que es donde se sienta el gurú, la elevó
tres metros. Se puso unos bluyines y colocó dos
doberman a los lados. Hasta instaló una imagen de
Jesucristo en el altar. Se voló, compadrito. Eso fue
un desastre. La policía allanó templos, el FBI allanó
templos. Consiguieron armas en todos lados; dro-
gas, cadáveres. Se rayaron los Hare Krishna del pla-
neta, como quien dice. Pero Marajá se mantuvo
rebelde. Todos estaban en su contra. Los gringos
estaban en su contra, que era como decir todo el
mundo en su contra. Marajá fue en ese momento
como un Judas. Sin embargo, Marajá siguió en «la
lucha». Pero él no era de hierro. Lo parecía pero no
lo era. Así que con el pasar de los meses la carga
se le volvió insoportable y Marajá cayó en lo que a
mí me gusta llamar un «estado de separación»; como

55
 :

una cuerda que se desprende de un barco y quien


la sostiene naufraga. Él fue ese náufrago. Eso, en
el argot hinduista, se denomina Vipralambha. ¿Tú
viste una película que se llama Contacto? Te lo
pregunto porque en aquel entonces Marajá era
como el protagonista de esa película. Bueno, yo
me lo imagino así. Esa es una película con Melanie
Griffith. Se trata de una investigación extraterrestre
que realiza el gobierno de los Estados Unidos: a
Melanie Griffth la encierran en una bola inmensa
que está suspendida como a dos metros del piso y
le conectan una cámara que graba todo lo que su-
cede allí dentro. Supuestamente ella va a tener con-
tacto con otra raza. La sueltan dentro de la bola
ésta y un segundo después está en el suelo. Du-
rante este segundo Melanie Griffith tiene contacto
con seres de otro planeta. El caso es que se ponen,
entre todos los científicos, a revisar la grabación, y
sólo ven interferencia; pero no es un segundo de
interferencia, que fue lo que teóricamente duró el
experimento, sino ¡ocho horas de interferencia! Aho-
ra mismo no sé por qué te estoy contando la pelí-
cula y no recuerdo qué analogía iba a hacer con la
vida de Marajá, lo importante es que tienes que
verla. Y ahora que lo pienso bien, creo que no era
Melanie Griffith sino Jodie Foster, si no me equivo-
co. Lo cierto es que Marajá tuvo un momento de
expansión, fue como si hubiese traspasado a otro
espacio. Se fue aislando, se quedó sólo con un
grupito. Comenzó a predicar sin escrúpulos, de una
manera poco ortodoxa, si se quiere: se permitía
chistes en la prédica, fumaba de vez en cuando
delante de los devotos, jugaba con un revólver,
jugaba a que se suicidaba. Todo eso me lo han

56
 :

contado, y los mismos cuentos los he escuchado


de personas distintas, en momentos distintos. Y
todos coinciden. Todos lo cuentan como si lo estu-
viesen contando por primera vez… En fin. Marajá
quedó con muy poca gente a su lado y un buen
día decidió suicidarse. Se pegó un tiro en la cabeza
frente a dos de las mujeres que más quería. Y se
acabó. Fin. Se dice que no le consiguieron nunca
la bala. Se dice que no había orificio de salida en
el cráneo. Pudieron haberlo matado, claro que sí,
pero qué voy a saber yo. Un amigo me contó que
vio cuando bajaban su cadáver de una camioneta
hacia la morgue. Lo cogían por los pies, como si
un pescado gigante tuviese pies, como si una sire-
na tuviese pies. Como un perro. Lo arrastraban.
Sus pies en alto, cargados. Su espalda pegando
fuerte contra el suelo. ¡Plac! Después su cabeza
contra el suelo. ¡Plac! Lo arrastraban.

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58
:          

Yo te revelo, Inés:
si el galeón de tu caparazón se mueve
a sotavento; si el cielo se incinera por
la velocidad de su caída; si llueve lava
sobre quemado; aun así, estarás a
salvo.
CORINA MICHELENA

1.- La escena es más o menos la siguiente: estoy


de pie debajo del marco de la puerta de la habita-
ción. Dentro del cuarto hay una única ventana y
está abierta. Hay una cama donde está un libro.
Hay una mujer desnuda sentada de espaldas: ella
es Inés. Está desnuda. Está completamente desnu-
da y está sentada en un taburete más o menos alto.
Acaba de bañarse. Tiene el cabello húmedo y pe-
gado a la espalda. Se marca, por la luz que entra
de frente a la ventana, la silueta de sus caderas y
de su cintura. Es una morenita de 18 años y mueve
los deditos de los pies sobre el estribo del asiento.
Lleva una flor de lis tatuada en un costado. Con la
mano derecha sostiene el arco, con la otra el con-
trabajo. Está de frente a la partitura. Tapa con un
hombro la mitad del papel. Desde donde estoy
solamente leo Mahler. También veo dos corcheas.
Inés pega el arco de las cuerdas y un sonido grue-
so y grave inunda la habitación. Todavía tiene go-
tas de agua en la piel. Huele a flores, o a jabón de
flores. Me acerco y pongo sobre sus hombros mis
dos manos. Ella no se detiene. Ella sigue tocando y
yo le aprieto un poco los hombros, como dándole
un masaje. Desde donde estoy ahora puedo leer la

59
:          

partitura entera. Puedo ver incluso los pezones


endurecidos de Inés, parecen de madera. Bajo mis
manos y los toco. Están fríos, los siento de piedra.
Aprieto muy suave los senos, como amasándolos,
pero apenas amasándolos. Inés para de tocar, sus-
pira y estira el cuello, alza la cara como quien ve al
techo. Parece que estuviera en una piscina e hicie-
ra un esfuerzo al respirar porque el agua le llega a
la nariz. Devuelvo mis manos a los hombros, y un
segundo después he dejado de tocarla. Cojo el li-
bro que está en la cama. Salgo de la habitación y
ya Inés ha empezado a tocar otra vez. Desde la
sala, mientras leo echado en un sofá que no es
mío, escucho las notas del contrabajo como si fue-
ran los rugidos de alguna bestia, acaso como los
gruñidos de un león.

2.- Tiene dieciocho años, he dicho, y es more-


na. Yo tengo más de veinticinco y esta no es mi
ciudad. Llevo dos semanas aquí y la última vivien-
do en su casa. Su madre no está. Su hermana no
está. Su padre no vive con ella. Es época de vaca-
ciones. Ella sale todas las mañanas, bien tempra-
no, a recibir un curso intensivo de Latín. Yo me
despierto cerca del mediodía a comerme el cereal
que compra su madre, supongo, y me siento a es-
perarla en su cama (donde duermo, con ella), y a
mirar por mucho rato el contrabajo que está aco-
modado en el suelo. Inés regresa después del me-
diodía. Cocinamos. Comemos. Intentamos ver al-
guna película pero siempre a mitad de film nos
hemos quedado dormidos. Hablamos poco.
En la nevera hay una nota que dice:
«Yo te bautizo, Inés: anémona y óbolo del poe-

60
:          

ma habitable que fue escrito en seis días y tachado


en uno.»
Debo admitir que durante esta semana he sido
feliz.

3.- En la plaza, mientras reposamos, los niñitos


en bicicleta nos atormentan. Helio se presenta solo.
Parece decir que es dibujante. Es rubio y alto y dura
un buen rato rogándonos, con una rara dificultad al
hablar, que le compremos (por favor) una cerveza.
Es como si no tuviera lengua y fuese al mismo tiem-
po gago. A diferencia de quien no para de hablar,
lo percibo enseguida, Helio no desperdicia voz al-
guna. Cada frase que pronuncia significa para él un
sacrificio enorme, un esfuerzo del cual parece que-
dar supremamente cansado. No tiene oportunidad
para perder palabras, para hacer incisos; cualquier
desviación en su discurso debe ser verdaderamente
trascendental. Helio es como alguien que está apren-
diendo un idioma nuevo y sólo dice lo que sabe y
lo que puede decir. Helio no-malgasta-lengua.
Al final nunca se sabe si su anómala dificultad
al expresarse se debe a alguna condición física o a
lo muy drogado que está. Lo cierto es que después
de balbucear frases sin sentido (para nosotros), saca
de un maletín donde guarda papeles, un rostro de
mujer en blanco y negro. Se lo da a Inés y dice
algo que no se entiende. Se ve dibujada la cara de
una joven de facciones indígenas, de perfil exacto.
Lleva collares, unos zarcillos largos hechos con plu-
mas, y tiene los ojos manchados por un brillo en-
tristecido, como si nada de lo que advierte existie-
ra. Helio dice, con su entrecortado español, que la
mujer del dibujo se llama Hilda, que ha soñado

61
:          

con su cara muchas veces, que lleva tiempo bus-


cándola y que cuando la encuentre se largará para
siempre de allí con ella.
—No la inventé –tartamudea.

4.- Comíamos helados y éramos pangola. Ella


quiso Ron con pasas y yo Toblerone. Nos sentamos
al lado de la pared de cristal de la heladería, desde
donde podíamos ver la calle entera. Hacía frío y
caía una lluvia muy suave. Se regaba el agua como
una pelusa por el piso. Era de noche y los reflejos
de los escasos bombillos alumbraban con un ana-
ranjado que hacía parecer a aquella calle un sue-
ño. Un sueño lento. Éramos los únicos en la hela-
dería, aparte de la andinita que nos atendió, una
chinita simpatiquísima. Parecíamos los únicos en
la ciudad, pero eso era nada más un espejismo. En
la heladería sonaba una versión en piano de Mad
World.
—¿Cuándo vas a hablar? –le dije a Inés.
Ella veía la calle como si, aún con los ojos abier-
tos, durmiera.
—Apuesto a que te hago reír –le dije.
Ella pestañeó en cámara lenta sin apartar la vis-
ta de la calle.
—¿Conoces el chiste de «no se meta el dedo»?
–le pregunté–. Es buenísimo, es el del colirio.
Pero ella como muerta.
—Aunque, pensándolo bien –le dije–, ése no
es tan bueno. Mejor es el del hombre que quería
ser un elefante rosado. ¿Lo conoces?
Ella, todavía sin mirarme, hizo un movimiento
con la cara. Un movimiento que interpreté como
un «no», pero que pudo haber sido «estoy en tran-

62
:          

ce», o «me duele la cabeza», o «no te soporto». Aun-


que a decir verdad, y tratándose de Inés, su gesto
podía fácilmente leerse como cualquier cosa. Lo
cierto es que me puse a contar el chiste y ella
nada que volteaba a verme. Y cuando terminé,
Inés me miró y sonrió como con lástima y se llevó
una cucharadita de helado a la boca. Y le vi los
labios finitos que tiene, que parecen dos virguli-
llas largas. Y vi cómo el labio de arriba se le llena-
ba de helado. Y vi cómo se lo quitaba pasándose
un poquito la lengua. Entonces le dije que me daba
por vencido, que si le pasaba algo que me lo dije-
ra, que mi problema con su silencio era que yo
terminaba escuchándolo todo. Pero ella siguió re-
ligiosamente callada, y cuando nos fuimos me dijo
que tenía frío y se pegó a mi cuerpo y caminó
todo el rato adherida a mí, debajo de aquella pe-
lusilla que era la lluvia; yo, por mi parte, seguía
imaginando que éramos los únicos habitantes de
la ciudad.
Si alguien nos hubiese visto desde la entrada de
la heladería, hubiese visto dos sombras desvane-
cerse entre la casi total oscuridad de la calle.

5.- Duermo. Estoy soñando el sueño que soñó


un amigo: un escritor mexicano, que también pue-
de ser español, e incluso de cualquier país de Lati-
noamérica, me dice que me va a tomar las medi-
das para hacerme un traje.
—¿Un traje? –le pregunto.
—Sí, un traje con el que vas a poder soportarlo
todo –contesta él.
Y de pronto siento un peso en la espalda (por-
que duermo boca abajo), y siento que me dan

63
:          

golpes, no tan fuertes, pero, como se sabe, cuan-


do uno está entre dormido y despierto los golpes
duelen muchas veces más su dolor normal. Y me
gritan desde muy lejos que me levante, que me
despierte, que no sea flojo. Y abro los ojos y sé
inmediatamente que es Inés que se me ha monta-
do encima y que intenta despertarme tan afectuo-
samente, de aquella manera tan personal y espe-
cial. Entonces le agarro con fuerza los brazos y la
inmovilizo. Pero ella me muerde y grita y no me
queda sino despertarme y darme un baño con Inés
y tomarla de las manos bajo la ducha y mirarle los
brazos y decirle que no se corte más, que cuando
se sienta mal que vea qué hace, pero que no se
haga daño en el cuerpo porque ya tiene las pier-
nas y la barriga y los brazos muy marcados. En-
tonces ella dice que no me preocupe, que hoy
está bien y que siente como si se hubiese metido
mucho perico. Y va y me abraza, y hasta brinca. Y
yo me salgo del baño, y ya casi estoy vestido, y
ella todavía en la ducha cantando a toda voz un
tema de Jolie Holland. Y lo canta muy bien por-
que sabe inglés y no se equivoca. Entonces sali-
mos a visitar a un amigo que en su casa nos cuen-
ta de un viaje que quiere hacer desde Caracas hasta
Rosario. Un viaje caminando que dura seis meses.
Pero Inés y yo no decimos nada. Y ya estamos de
vuelta en la casa. Y, apenas entramos, Inés se echa
a llorar como si se hubiese muerto su madre. Y
dura siete minutos llorando, contaditos exactos con
un reloj que hay en la cocina desde donde la miro,
esperando que se le pase. Entonces hago un jugo
y, cuando se le pasa, sollozando me dice que la
disculpe, que no lo puede controlar. Le digo que

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:          

tranquila, que si quiere jugo de mora. Ella se ríe


como si estuviese enferma, me echa una mirada
extraña, agarra el vaso y bebe.

6.- Una pregunta: ¿cuántas mujeres es Inés?

7.- Si no vas, no viniste, me dice. ¿Cómo es eso?


Que si no vas al Valle del Muerto y a la Laguna la
Tapada no puedes decir que viniste, responde.
Tomo lo necesario y nos vamos. Desayunamos
en el Mercado Principal; compramos frutas, agua,
y agarramos el transporte vía El Valle.
La camioneta nos deja en las propias faldas de
la montaña. Para llegar al Valle hay que subir a pie
unos 45 minutos. La primera pausa la hacemos en
una casa de piedra grandísima donde comemos
mandarinas y manzanas, y tomamos agua. Inés me
dice, con tono de acertijo, que frailejones es a pá-
ramo lo que cactus a esa ciudad. Después se ade-
lanta en la caminata, abandonándome. Pero sé que
lo hace intencionalmente, para que piense en lo
que acaba de decir. Así puedo, además, disfrutar
de la vista sin que nadie hable, sin ruido. Me sien-
to pleno. El frío y la neblina, a pesar de estar cerca
el mediodía, se acentúan. Las hojas de todos los
arbustos están cubiertas por un sereno delicado:
una escarcha fina a la que provocaba pasarle los
dedos. Húmedo el bosque se deja tocar.
Me detengo a mitad de camino. Pierdo a Inés
de vista. Me siento rodeado. Por un lado amarillo y
frailejón verde clarito. Por otro marrón y rojizo.
Montañas solamente. ¡Sube!, escucho que gritan.
Cada paso que doy me permite expandir mu-
cho más la vista. Subo y se extiende lejos mi pers-

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:          

pectiva, igual que una cámara que va enfocando


en subida la aparición de una raya exacta en el
horizonte, como si fuese subiendo una escalera.
Así nos verá el sol cuando sale y las espaldas de
las montañas lo van dejando mirar. Allí está Inés,
sonriendo. Veo sus pechos. Veo sus piernas y, de-
trás de ella, cerros repletos de flores doradas y abri-
llantadas con el resplandor del mediodía. Bienve-
nido, me dice. Tenías razón, le contesto mientras
me seco el sudor de la frente y me monto encima
de una piedra inmensa que indica que has llegado
al Valle del Muerto. Tenías razón, repito, si no ve-
nía, no había venido.
Nos comemos las últimas mandarinas. También
tomamos agua de un riachuelo.
Aquella que se ve allá abajo es la Tapada, dice
Inés señalando un lago verde, vamos. Queda un
durazno, le digo, ¿a quién se lo damos? Dicen que
en este valle los duraznos son de los duendes, cita.
Reímos.

8.- Teleférico. Dan ahora mismo las cuatro de la


tarde y hace un sol imponente, pero, como debe
saber quien ha venido a este lugar, no hace calor.
Desde aquí la ciudad se ve como si Dios hubiese
vomitado o escupido o tirado migas desde un pri-
mer piso; aunque la verdad es que la ciudad ape-
nas si se ve. Se ve una mancha, eso sí.
Son cuatro estaciones. Ella y yo nos estamos
demorando en la penúltima viendo unos pájaros
extrañísimos. Cuando nos damos cuenta ya es tar-
de: todo el grupo que va de subida se ha instalado
en uno de los transbordadores. Nos hemos queda-
do solos y sin mucha esperanza de subir hasta el

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:          

final. Negociamos pagarle algo extra al encargado


que, muy amablemente, nos deja montar en una
última cabina totalmente vacía. Así de fáciles son
las cosas a veces.
—Tardarán unos minutos en llegar a la estación
–dice el muchacho–, manténgase quietos.
Apenas la máquina se pone en movimiento co-
menzamos a besarnos. El frío hace que estemos
muy juntos y que se pierdan las manos de uno en
el cuerpo del otro. Ella lleva una falda larga y des-
ahogada que se sube hasta los muslos. Ella se monta
encima de mí. Estoy sentado de frente a la penúlti-
ma estación, mirando cómo, poco a poco, la va-
mos dejando atrás.
—Los picos están salpicados con Nevazúcar
–alcanzo a escuchar que dice.
Meto mis manos por debajo de la falda y le
siento las nalgas tibias. Siento que hace calor. Ella
roza su sexo con el mío. Yo busco con los dedos
un lugar, anhelado terreno. Ella gime y se estreme-
ce cada vez con más fuerza y yo noto, con cierto
temor, que se mueve la cabina de un lado a otro,
como un barco suspendido en el cielo. Ella des-
abrocha mi pantalón y toma mi sexo con sus dos
manos. Se sube la falda más arriba de la cintura.
Yo aparto la pantaleta un poco, lo necesario. Ella
se levanta apenas y se deja penetrar de golpe. Suelta
un gritico. El resto del recorrido es un arrebato.
Dos enfermos, facilitándose el uno al otro un pe-
cado. Ella, con una respiración entrecortada, dice
que ya puede ver la estación. Volteo y veo gente
moviéndose.
—Estamos cerca –dice como quien cuenta un
secreto.

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:          

Yo digo sí mirándole la cara y veo que cierra


los ojos. Entonces la aprieto fuerte y siento sus
uñas cosidas a mis hombros. Ella grita como si se
ahogara.
Me veo flotando dentro de una cabina del tele-
férico, con una mujer encima, padeciendo la ago-
nía de un orgasmo desde uno de los puntos más
altos del mundo. Se muere en el éxtasis, me ha
dicho alguien alguna vez y lo pienso ahora. Ella
me besa en la boca.

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   

V irgilio cumplirá cincuenta años. Desde


hace siete está separado de su esposa. Es ex comi-
sario. Lo despidieron hace seis meses con el mis-
mo cuento de la reducción de personal y la no
renovación del puesto por disposición del nuevo
Alcalde. Virgilio es lo que pudimos haber llamado
la excepción del comando: un agente bueno; aun-
que sólo decirlo roce el desatino. Vive en La Can-
delaria, en el mismo apartamento donde vivió con
su ex esposa y su hija. Un día llegó de cumplir una
jornada y encontró su casa vacía: apenas las hue-
llas de Milagros y las de su hija desvaneciéndose
entre los pocos muebles y cajas que, como un ras-
tro (o un pago), le dejaron. Ya no lleva bigotes y
ha bajado de peso. A diario desayuna en una pa-
nadería que está en la planta baja del edificio don-
de vive; allí lee la prensa. Va todo el día armado.
Dice que después de tantos años de servicio se le
hace inconcebible no llevar al menos un cortaúñas
consigo. Frecuenta, varias noches a la semana, una
tasca que se llama El Fracaso y que está en la es-
quina de la cuadra donde está su edificio. En ese
lugar se reúnen también viejos vecinos, decenas
de jubilados, desempleados y ex esposos alcohóli-

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   

cos. Abuelos gallegos y portugueses, algunos, que


no hacen más que jugar a las cartas o al dominó.
Mujeres dejadas iguales a fantasmas. Gente que vive
de sus pensiones, de hacer diligencias, de ir al banco
o a la embajada. Almas en el escepticismo que
buscan amistad. Su hija tiene once años, se llama
Mariana, le están saliendo las teticas y parece ser
todo un prospecto en el tenis.

Las clases son los miércoles. Milagros recoge a


Mariana en el colegio, almuerza con ella (cuando
puede) y, cerca de las dos de la tarde, la deja en
las canchas de la UCV. Virgilio llega a las cinco, se
arrincona en las gradas y piensa que quien anda
esperando algo está condenado a vivir en un cons-
tante desengaño. El sólo hecho de salir de donde
se está hundido, se dice, ya significa encontrarse
otra vez en el fondo; aunque lo cierto sea que lo
anterior no lo piense, o sí, pero no con orden, sino
como una mirada vaga, apenas contemplándolo,
como una pila de ideas en lo abstracto a las que
no consigue ponerles nombre ni jerarquía. En una
palabra, no entiende cómo lo piensa, pero está se-
guro de que lo sabe. Quien no espera se libra del
tormento, dice Virgilio en voz alta, y sus palabras
suenan como pronunciadas por otro, como si sur-
gieran desde un instrumento que reproduce soni-
dos recónditos.
Parece un tipo noble y sosegado, alguien que
no despierta sospecha. Si lo vieran. Pero también
tiene el aspecto de un aparecido que va de un
lado a otro: un ánima que cuadra a cuadra en La
Candelaria entra a los mismos baños de los mis-
mos bares donde todavía está humedecido el olor

70
   

del PTJ y del vigilante que acaban de meterse unos


pases para salir inmediatamente de allí a cumplir
con su trabajo. Un espanto pálido que al fondo y a
la derecha se masturba sobre el urinario y tropieza
a quien entra cuando él sale. Virgilio, casi con cin-
cuenta años, recuerda que es miércoles al tiempo
que se acerca, por ejemplo, al retrete de los chi-
nos. Recuerda que hay que buscar a Marianita, y
recuerda también que de un día a otro ha tenido
que parar la cuenta de los años que le faltan para
jubilarse. Piensa además en Milagros y en la voz
incisiva que con demasiada certeza le rompe a
gritos por dentro la cabeza diciéndole que su ex
mujer no va a volver nunca. Por ejemplo las putas,
piensa en una muda soledad.
—¿Y cuál soledad habla? –se descubre pregun-
tándole al espejo del baño.
Es miércoles, y al final de las clases de tenis se
va Virgilio con Mariana al cine o por unos helados;
o lo que la niña pida, porque –hay que decirlo– la
muchachita exige de pronto algún capricho y Vir-
gilio se mueve, pide prestado, llama donde sea o
sacrifica los vicios nada más por complacerla. Han
de soportar los padres la espina en el corazón que
resultan ser las hijas, ha dicho no sé quién.
Son las cinco y quince entonces y Virgilio está
religiosamente de pie en una esquina, fuera de la
cancha. Lleva la ropa sin planchar. Está parado y
no se mueve, tan quieto como un árbol al que se
le han caído todas las hojas. Recuerda el sexo: su
prima Sandra. Por primera vez los dos y cada uno
en el cuarto de los padres de ella, los tíos de él.
Dos minutos de coito y la madre de ella, la tía de
él, abría la puerta de la habitación, se quedaba

71
   

unos segundos en silencio debajo del marco y mi-


raba varias veces entrar y salir a su sobrino de su
hija, como sale y entra un dedo de una nariz. Pas-
mada la mujer murmuraba el nombre de la joven,
daba media vuelta y se largaba.
Luego los años y los ridículos en el plano sexual.
Luego Milagros y Mariana y una cierta armonía.
Luego el destrozo que terminó siendo todo aquel
matrimonio, toda aquella vida en pareja y normal.
Luego de nuevo Virgilio de pie en la esquina de la
cancha viendo a su hija regresar de entrenar, que
no viene sola sino con otra niña, que suda.

Mariana tiene una amiguita nueva. Lisa, se lla-


ma. Tiene doce años. A diferencia de Marianita,
que practica a veces con mono y a veces con short,
Lisa lo hace siempre con falda y, habrá que decir-
lo, tienen sus piernas mucho más contorno y sus
teticas más tamaño que las de la hija de Virgilio. La
relación entre las dos se ha intensificado tanto que
Mariana ya no quiere seguir yendo a los helados o
al cine con su padre sin la compañía de su amiga.
—Me aburro, papi –le dice Mariana a su pro-
genitor.
La madre de Lisa no tiene problemas con aque-
llo de que su hija se vaya siempre después del
tenis con su amiguita y el padre de ésta. Siempre y
cuando se cumpla la única condición de estar tem-
prano en casa.
En menos de un mes Virgilio sabe una cosa. Ya
no llega a las cinco y se detiene quince minutos a
pensar a un lado de la cancha, sino que se aparece
un par de horas antes, se sienta en las pequeñas
gradas y lleva siempre lentes oscuros. Así no se

72
   

nota hacia donde veo, piensa en voz alta pero na-


die lo escucha. Ve directo al culito de Lisa, ve direc-
to a sus piernas que por momentos son todavía
rectas y por momentos torneadas, a sus manos aga-
rradas con fuerza al cuerpo de la raqueta. En dos
ocasiones Virgilio está presente durante toda la prác-
tica, de principio a fin y con los lentes puestos.
Antes de la segunda de esas veces, Virgilio le pide a
Milagros su cámara digital con la excusa de hacerse
unas fotos con Mariana. Milagros no tiene ningún
problema en prestársela. Nadie tiene ningún pro-
blema con Virgilio. La madre de Lisa confía entera-
mente en él. El entrenador confía en él. Milagros, a
pesar de que ya no lo quiere, confía también.

Virgilio tiene una idea: ir el domingo al Ávila


con las niñas. Claro que la madre de Lisa acepta,
claro que Milagros también y claro que Virgilio lle-
va la cámara…, y el arma.
Son las siete de la mañana. Lisa tiene el cabello
aún mojado y huele a champú Johnson & Johnson.
Tiene puesta una licra que le acentúa las nalgas. A
Virgilio le gusta pensar que nadie antes las ha to-
cado. Hace frío y están los tres de pie justo en las
faldas del cerro. Lleva la niña que no es su hija una
franela blanca que le subraya los pezones, pare-
cen la punta de un creyón de cera. Virgilio, que
tiene tomado de la mano a Mariana, tiene un cona-
to de erección y dice subamos.
Están arriba. Mariana se va a jugar con la cáma-
ra: fotografía pajaritos y flores mientras su papá y
su amiga ven Caracas como si les resultara ajena
desde esa altura. Los dos detenidos frente a aquel
valle soberbio. Virgilio provoca un roce. Su mano

73
   

derecha sobre el hombro derecho de la niña. Su


mano izquierda extendida y señalando con el índi-
ce algún punto.
—Esa es la bola de Pepsi-Cola –dice.
—Sí –responde quieta la criatura.
Virgilio mueve su dedo gordo sobre el hombro
de la muchachita, le ve de reojo las pecas, respira
hondo sin abrir la boca y se le acelera el corazón.
La saliva tiene una consistencia diferente. Desliza
en silencio la mano hasta la cintura de la niña,
hasta las caderas. Lo decide. Está listo. Lisa lo mira,
va a decir algo pero Mariana los interrumpe ha-
ciéndolos voltear.
—¡Vengan a ver! –les grita desde lejos movien-
do las manos.

El teléfono suena cuando Virgilio repasa en su


computadora las fotos que ha tomado: las piernas
de Lisa, las tetas de Lisa, la falda subida de Lisa y el
pelo, su hija sonriendo con una raqueta en la mano,
un perro fuera de foco, la espalda sudada de Lisa
subiendo el Ávila, dos flores, un pájaro borroso. La
madre de Lisa está llamando para invitarlo ese mis-
mo día a comer a su casa, en agradecimiento por
lo bien que se ha portado con su hija, por el paseo
con las niñas y por lo mucho que se quieren ellas
dos. Claro que Virgilio acepta.

Todo va bien. Virgilio asiente al ofrecimiento


de un café. Conversa con la madre de Lisa largo
rato en la cocina. La mujer habla de su divorcio.
Habla de su ex esposo llamándolo güevón. Virgi-
lio piensa en Milagros. Su hija está con la otra niña
en algún lugar del apartamento. La comida aún no

74
   

está lista. La madre de Lisa le pide a Virgilio que


vaya a la panadería por unos dulces.
—Así tenemos el postre y no hay que moverse
después de la comida –le dice–. Llévate las llaves
y, si consigues, trae pie de limón.
Lo acompaña hasta la puerta. Le ofrece dinero
que Virgilio no acepta.
Ahora está solo en el pasillo, a la espera del
ascensor. Desde ahí Virgilio escucha a la madre de
Lisa gritar.
—¡Anda a bañarte, coño!
Virgilio pulsa PB. Las puertas se cierran.

Milhojas, pie de limón, chocolate. Virgilio tiene


una cajita en las manos. Abre con cierta familiari-
dad la puerta del apartamento. Cierra dándole una
patadita. Pasa por el recibo y escucha que lo lla-
man. Se detiene. Es la voz de Lisa. Mira hacia en-
frente y ve al final del pasillo a la madre de la niña
de espaldas poniendo tenedores junto a cuchillos
y moviendo los mantelitos en la mesa. Ve a su hija
sentada a un lado y mirando hacia una ventana.
Huele a condimentos.
—Señor Virgilio… –vuelve a escuchar–, aquí.
Sin moverse comprueba que nadie se ha perca-
tado de su llegada.
A su derecha está Lisa. La ve del cuello para
arriba. La niña está asomada a una pequeña venta-
na, como montada encima de algo. Lo llama con la
mano. Se está bañando y le pide a Virgilio, inmóvil
a mitad de camino, que por favor le dé uno de los
dulces antes de guardarlos en la nevera. Detrás de
la cabecita de la niña brota una regadera. Parece
lluvia, piensa Virgilio.

75
   

—No –le dice a la muchachita–, no puedo.


—Sí –dice Lisa, y lo dice con poder.
Entonces Virgilio da dos pasos en dirección a la
ventana y le explica a la niña que esos dulces son
para después de la comida. Ella lo tutea y se alza
más en la ventanita, mostrándole, como si no qui-
siera, los recién nacidos pechos. Lo mira a la cara,
tiene gotas de agua en la boca.
—Dame uno, anda –le dice.
Virgilio, nervioso, con la cajita en las manos, las
llaves y la saliva distinta, saca, como puede, una
barra de chocolate. La niña vuelve a decir que no,
que ella quiere pie de limón, que ella ha escucha-
do cuando su mamá se lo ha encargado. Entonces
Virgilio, como autómata, dice claro y pone la cajita
en el suelo y busca dentro el dulce. Se lo acerca
nervioso a la niña que todavía está encaramada en
la pequeña ventana, con la cara mojada y el pelo
pegado a los cachetes.
—No –dice la muchachita–, no me lo des por
aquí porque se va a mojar, abre la puerta y pasa.
Virgilio mira el pomo de la puerta y estira la
mano.

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  

No tengas hijos. Por amor de Dios,


no los tengas.
RAYMOND CARVER

Si no has llorado nunca y quieres


hacerlo, ten un hijo.
DAVID FOSTER WALLACE

A l buen Franco lo vuelvo a conocer hace


poco más de dos años: un no tan buen día decido
llamarlo.
—Veámonos –le pido por teléfono.
La cita es en un restaurante, un local con barra.
Ya son más de dos décadas sin saber de él; la ver-
dad, no sé a quién busco. En la mesa 1 almuerza
una familia de cuatro personas. En la mesa 2 una
pareja se toca las manos. En la mesa 3 no hay na-
die. En la mesa 4 un hombre corresponde a mi
mirada: Franco Agostini, mi padre, sentado menean-
do un trago con el dedo índice y mirándome con
cara de que me conoce de algún lado.
Desde ese día hasta hoy ha pasado apenas un
mes: cinco o seis semanas de la misma ausencia.
Ahora es navidad y recibo una invitación. Daré un
paseo con mi padre, un ex enfermero convertido
en abogado. Conoceré a mi familia, a la suya. Per-
sonas de las que no he sabido más que lo que un
video de Betamax me ha dicho. Una cinta donde

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  

aparecen mi hermana mayor, mi abuela (la madre


de Agostini), y un muchachito que era yo. El video
es en la playa y dura muy poco: dos niños juegan
en la arena. Las olas se desvanecen cerca. El cama-
rógrafo pronuncia unas palabras. Su voz, como he
podido comprobar, es la voz de mi padre. Habla
de la inocencia. Habla del mar. Luego una señora
entrada en años se incorpora en escena y me car-
ga. Dice cosas buenas de mí y la pantalla se pone
negra. Es el año 1983 y yo tengo tres años. Ahora
somos otros. Vamos a pasear desde Caracas. Seré
el copiloto. El destino es Yaracuy y partimos a co-
nocer a su familia, la mía: la del video.

***
Fluye la primera parte del viaje. Mi padre critica
al gobierno. Cita a sus profesores de la universi-
dad, habla de cifras, de leyes y códigos. Recuerda
sus años como militante de izquierda. Dice lo mu-
cho que le ha costado tener lo que tiene. Dice que
el comunismo es una mariquera, que le ha echado
mucha bola y que el presidente es una mierda;
vuelve a decir que le ha echado mucha bola y nos
desviamos del camino para almorzar.
Comemos pollo en una franquicia gringa que
está abandonada a la mitad de una carretera que
me recuerda mucho a las canciones de Willie Nel-
son. El resto del camino lo invierte en describirme
a la gente que voy a conocer. Va como preparán-
dome, o eso siento. Habla de la primera vez que se
casó y de la hija que tuvo. Cuando habla de Flor,
su primera esposa, dice que es una india a la que
quiso mucho, que un día decidió meterse a evan-
gélica y llevarse a su hija con ella. Cuando habla

78
  

de Antonella, mi hermana mayor, dice que no la


ve desde que su madre se la llevó, que sabe que
tiene dos hijos: uno de diez años y otro de cinco,
que está casada con un evangélico, que es bajita,
que por las fotos sabe que se parece a mí (aunque
yo soy bastante alto), y que le lleva de regalo una
bicicleta a cada nieto y a ella una computadora.
Me invita a ver la parte de atrás de la camioneta y,
efectivamente, veo cauchos, veo manubrios, veo
cajas con manzanitas que me recuerdan al año 1993
y a mis clases de computación en el liceo. Veo
también una impresora, o la caja de una impreso-
ra, y veo el camino extendido detrás del vidrio:
una carretera que parece un bastón de navidad
dibujado con rayitas blancas, una detrás de otra.
Cuando ya falta poco para llegar, paramos en
una cafetería donde, extrañamente, no se puede
fumar mientras se toma uno un café. La cantina
está justo al lado de un aviso que dice San Pablo,
un pueblo donde viví con mi madre y su segundo
esposo, el que me dio, como una propina, el ape-
llido. Comienza a oscurecer y dentro del local sue-
na un tema de Simón Díaz. El cielo es casi morado
y detrás de las montañas se distinguen unos deste-
llos de luz anaranjada. Estamos sentados a una mesa
muy pequeña, frente a frente: él me mira dándole
la espalda a la carretera y yo miro al piso. Mi padre
dice que está nervioso, escucho que sorbe el café
y zumba un umjú; dice que está seguro de que las
bicicletas le van a gustar a los muchachos y dice
algo de la sangre que no entiendo. Entonces alzo
la mirada y veo la carretera convertida en una lí-
nea exacta detrás de su cabeza: un carro que viene
del lado izquierdo a mucha velocidad se mete en

79
  

la oreja derecha de mi padre y sale por la oreja


izquierda en un segundo. Me río, él se ríe, y yo
pienso en tomarle una foto. Estoy a punto de de-
círselo pero él dice vámonos.

***
Lo primero que pensé al ver a Antonella fue
que mi padre tenía razón: ella se parecía a mí a
pesar de ser mucho más bajita que yo. Vivía en
una casa en las afueras de Yaracuy, a 20 minutos
de San Felipe. Aquella era la casa de una pareja de
evangélicos con dos hijos: una casa calurosa con
una sala pequeña donde armamos, entre mi padre,
el esposo de mi hermana (que parecía nervioso) y
yo, las dos bicicletas y la computadora. El ambien-
te era tenso. Había una biblioteca donde resalta-
ban cerca de siete ediciones distintas de La Biblia,
una de ellas ilustrada que tomé y revisé. Alguien
preguntó qué buscaba.
—Algún dibujo relacionado con El Cantar de
Los Cantares –contesté.
En un momento, el mayor de los hijos de An-
tonella, es decir, uno de mis sobrinos, había en-
contrado el capítulo que tenía los dibujitos y me
lo mostraba llamándome tío. A la puerta de la casa
(una puerta abierta como casi todas las de aquel
pueblo) se acercó una mujer de baja estatura. Lle-
vaba una falda oscura hasta los tobillos, el cabello
recogido en un moño detrás de la cabeza y una
Biblia bajo la axila. Asomó el rostro hacia la casa
y llamó a mi padre por su nombre, lo hizo con
confianza.
—Flor –contestó él abriendo mucho los ojos,
como asombrado.

80
  

Se besaron en la mejilla como dos vecinos y


ella, después de darme la mano al tiempo que me
miraba de arriba abajo, se perdió en la calle entre
unas luces de navidad que titilaban por toda la
cuadra. Mi padre dijo que había que cenar. Noté
en el rostro del buen Franco un gozo: el júbilo de
estar con los hijos, supuse.
Mi hermana, que conocía el pueblo, decidió a
cual restaurante ir.
—Es para que mi papá no se sienta incómodo
–me dijo como quien cuenta un chisme, con un
tono entre asustadizo y cómplice. Leí en su voz un
miedo menor, muy parecido al respeto, pero, sin
duda, pariente del miedo. No dije nada.
Al buen Franco pareció gustarle el restaurante,
aunque nadie estaba relajado: mi padre hacía que
bromeaba con el mesonero, mis sobrinos de nom-
bres bíblicos jodían a su mamá, que aparentemen-
te usaba su celular, y su esposo no se movía. Yo
los observaba y jugaba a pensar que eran todos
extranjeros. La cena tardó en ser servida. Mi padre
y yo tomamos vodkas de botellita que saben a li-
monada. Quise ser imprudente y le ofrecí vodka a
Antonella y a su esposo, y los dos me contestaron,
casi al mismo tiempo, que su religión no les per-
mitía tomar alcohol, o que sí les permitía, pero que
ellos no querían, que gracias, que muy amable.
En la sobremesa mi padre volvió a hablar mal
del gobierno, lo hacía casi gritando, como si fuera
un conferenciante y todos en el restaurante su pú-
blico. A mí me gustaba sonreír y mirarlo. También
habló de sus tarjetas de crédito, hizo cálculos y, a
toda voz, discutió (siempre solo) de números y de
cientos de miles. Fue él quien llevó la batuta du-

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  

rante toda la noche. Yo apenas pregunté, dirigién-


dome a mi hermana y su esposo, que quién era,
en la Biblia, Ismael. Ellos dijeron que era el hijo de
Abraham y de Sara. Dijeron que Sara no podía con-
cebir y que fue su esclava quien estuvo a cargo de
la gestación. Dijeron que la esclava prestó su vien-
tre y dijeron otras cosas pero yo ya no ponía aten-
ción porque pensaba en Moby Dick. No sé.
—Un bastardo –escuché decir a mi padre entre
dientes.
El esposo de mi hermana casi no habló, sólo
participó cuando mi padre dijo que las cosas eran
buenas o malas en la medida en que las creyéra-
mos de una u otra forma. Él arrugaba la cara, re-
cuerdo, y hablaba de Cristo y del bien y del mal, y
de su padre que no lo dejaba salir cuando era niño.
Hablaba del respeto y de la autoridad en la familia
y decía que a sus hijos los criaba como fue criado.
Los niños no se calmaron nunca, nadie consi-
guió tranquilizarlos.
Dejamos en su casa a mi hermana y al esposo y
mis sobrinos, en aquella casa acogedora y calurosa
que a mí me había gustado. Mi padre y yo nos
fuimos a un hotel en San Felipe que reservó desde
su celular en el camino. Era tarde. Él tenía cara de
contento. Yo tenía cara de cansado: lo noté por el
retrovisor.

***
El hotel era una casa inmensa y vieja que lleva-
ba el nombre de un río. La habitación tenía dos
camas. Ninguno de los dos se bañó. A pesar de ser
tarde mi padre propuso bajar a un café que estaba
al lado del hotel. Él bajó primero. Era un café có-

82
  

modo, con lámparas a media luz, decorado en


madera. El local estaba lleno de mujeres. Al fondo
se escuchaba la voz de Frank Sinatra. Sentados a
una barra bajita, una donde los pies no quedan
colgando, y frente a un espejo donde nos reflejá-
bamos los dos, mi padre contó la historia de «las
mujeres de su vida», así las llamó.
El café lo cerraron a la tercera vodka de botelli-
ta. Fuimos los últimos en irnos del local. En la ha-
bitación hablamos con las luces apagadas, boca
arriba y de cama a cama. Los temas que tocamos
no los recuerdo, lo que no olvidaré es la sensación
que tuve antes de quedarme dormido. Fue una
sacudida que me tranquilizó: la de sentir en mi
padre a un amigo. Uno que a veces cae mal por-
que habla mucho o porque sus comentarios inevi-
tablemente desembocan en lo vanidoso, pero ami-
go al fin. Y a los amigos uno los quiere bastante,
pues. Eso es lo que quiero decir.
Así terminó el primer día del viaje. No recuerdo
qué soñé.

***
Estoy en el Café Yocasta, en San Felipe, al lado
de un río y de un hotel. Me tienen aquí mientras
me pasan a un lugar mejor. Estoy en la barra. Es
diciembre, no es fin de semana, es lunes, o martes;
es tarde ya y estamos por cerrar pero el señor Jor-
ge, el jefe, dice que hay que esperar un poco por-
que todavía hay muchos clientes en las mesas. Lle-
ga un señor. Tiene canas y panza. Se sienta enfrente
de mí, en la barra baja, y pide un «vodka de bote-
llita». Lo veo a los ojos. Está viendo al vacío, como
si pensara en algo que pasó hace muchos años. Lo

83
  

sé porque cuando uno piensa en el pasado mira


hacia arriba o mira lejos, como este señor hace
ahora mismo. Pasan unos minutos y lo único que
sucede es que llega un joven alto con zarcillos en
la cara. Se sienta al lado del señor de panza. Ha-
blan de unos niños. Comentan lo bonito del local
y lo limpio que está, el brillo que tiene todo. Me
siento orgulloso. El muchacho mueve la cabeza a
todas partes y habla de las lámparas. El señor pide
una Smirnoff para el joven. También pide cigarri-
llos pero aquí no vendemos.
—Le ruego que me disculpe –dice alguien que
me da la espalda.
El muchacho saca una caja y le da uno al señor.
También, sin dejar de mirar a todas partes, prende
uno para él. Lo persiguen, pienso. El joven dice
que en este país las mujeres son una merma. El
semblante del señor no varía, pero el mío sí, su-
pongo, y quisiera reírme. Pareciera que no se dan
cuenta de nada; aunque el joven alza la vista.
Ahora hablan de mujeres. El muchacho escu-
cha atento.
—La primera fue Flor, la señora que viste en la
casa de tu hermana, la que se asomó a la puerta y
me saludó. Yo me enamoré de ella porque parecía
una india… Con Flor me casé y tuve a Antonella,
alquilamos una casita en Río Chico, y nos pusimos
a trabajar. Podíamos vivir. Compramos la casa que
habíamos alquilado, la niña empezó a crecer, la
inscribimos en el colegio y todo eso. Pero unas
vacaciones recibimos la visita de su madre, mi sue-
gra: una vieja insoportable. Esa señora estaba loca
por que nos metiéramos a evangélicos, y como yo
nunca cedí, la relación se volvió un desastre. La

84
  

vieja por un lado hablándole mal de mí a la hija y


yo hablándole mal de ella a mi esposa. Al final
logró lo que quería. Flor adoptó esa religión de
mierda donde apenas pueden vivir con libertad.
Se llevó a mi hija. Perdí el contacto con ellas y, por
supuesto, la relación se deterioró; el vínculo se fue
desgastando. Ahora estoy intentando retomar aque-
llo; porque así es que se alimenta el parentesco,
¿no? Hablando con los hijos, supongo.
Alguien a lo lejos pulsa play y suena Frank Si-
natra. Le sirven otra Smirnoff al viejo.
—A tu mamá la conocí en Río Chico –dice el
señor–. Yo trabajaba en el Hospital Central y ella
llegó a hacer unas pasantías allá. Yo era su jefe y
estaba a cargo de la labor de más de diez enferme-
ras. En las noches me tocaba supervisar cómo iban
las cosas en Pediatría, donde tu mamá estaba; y
bueno…, tú sabes, ella quedó embarazada. Yo es-
taba dispuesto a todo. Me había alejado de Flor y
estaba preparado para empezar algo nuevo. Pero
qué va… En tu familia, Carlos Horacio…
Aquí el señor se extiende en una lista de excu-
sas que él llamó siempre razones y que no tienen
ninguna relevancia en este relato ni en ningún lu-
gar del mundo. Pretextos, evasivas. Justificaciones
de hechos que ya no tienen ninguna justificación.
Palabras desprovistas de significado que instantá-
neamente el aire que soplaba del río arrastraba.
Pura paja.
—Así que rompimos relaciones –continuaba el
padre del joven–. Todavía nos veíamos, claro. Qui-
zá no lo recuerdes porque tendrías dos o tres años…
Es más, hay un video en el que apareces tú y tu
hermana en la playa con mi mamá, pero habrá que

85
  

buscarlo porque no tengo idea de dónde esté. Lo


cierto es que tu mamá se casó con este señor que
te reconoció como hijo suyo y cuando yo me ente-
ré me entró una arrechera terrible. Te llevaron a
vivir a San Pablo, y el resto tú lo sabes… Mi pro-
blema ahora es otro. No sé. Será ir remendando el
pasado. Ir recomponiendo lo que dejé pendiente.
Aunque te voy a confesar algo, hijo: a veces lo veo
todo como un espejismo.
El señor pide una tercera Smirnoff y le dan tam-
bién la cuenta. Ya casi se han ido todos los clien-
tes. Los compañeros recogen las mesas y las silli-
tas. Quedan solamente ellos dos ahí sentados frente
a mí. Alguien pulsa stop y el local queda en silen-
cio. Ahora discuten. El señor se extiende en una
perorata aburrida. Le explica al muchacho todos
los pasos legales que hay que hacer para lo del
cambio del apellido. Habla de una demanda en
contra de la madre del muchacho y de un papeleo
exagerado. Habla de una prueba de ADN. Da de-
talles. Saca balances de cientos de miles de bolíva-
res. Pienso en el Ministerio de Finanzas.
—Todos tus hijos son hembras menos yo –le
dice al señor el muchacho–, si no me cambio el
apellido vas a morir sin descendencia, con ellas no
trasciende.
El viejo se ríe con escándalo y en un segundo
su rostro cambia a una expresión totalmente seria.
Se toma un trago, entrega la cuenta con el dinero,
dice –sin mirarme– que se queden con el vuelto,
prende un cigarro, se acomoda en la sillita, cruza
una pierna y, con un tono penoso, como si en un
segundo fuese a tirarlo todo contra el piso, dice:
—Es verdad.

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  

Entonces bota el humo. Miro de nuevo a los


ojos del señor, y ahora mismo no me atrevo a decir
lo que veo. Nadie habla. Los veo salir del café. Los
veo detenerse en la entrada del hotel. Los veo sen-
tarse en la acera. No escucho lo que dicen pero
veo que gesticulan. Terminan sus Smirnoff y en-
tran. Eso es todo.

***
Mi padre despierta. Se ducha. Me despierta. Me
ducho. Salimos.
En el camino leo en voz alta un diálogo entre
un joven y su padre:
«–No pienso dejar pobres criaturas a las que
proteger en noches de lluvia con mi paraguas. No
pienso dejar criaturas, en una palabra.
—No te sientes capaz de asegurar la existencia
de una familia…
—Tú lo has dicho. Para una cosa así hay que
tener cualidades que reconozco en ti y que no me
gustan… Sería necesario convertirme en lo que tú
eres, o sea, traicionarme.»
Mi padre, extrañamente, guarda silencio.

***
Letrero en la puerta: FAMILIA AGOSTINI. La
abuela me recibe con un abrazo largo y, casi gri-
tando, dice que estoy grandísimo y que me recuer-
da de una vez que fuimos a la playa con mi herma-
na. Dice que ya voy a ver y se pierde en el interior
de la casa. Entonces aparece un hermano de mi
padre, se llama Mariano, es mi tío y le dicen Nené.
El hermano vago, me parece escucharle decir a mi
padre entre dientes. El Nené problemático. El Ne-

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  

necito que probó drogas en su juventud y abusó


del alcohol y se metió en problemas. El mismo del
que desconfían y al que la madre acepta todo. Ése
que es capaz de robar a un hermano y después
venir con la frente en alto al cumpleaños de la
abuela a tomarse y comerse lo que los demás han
comprado para festejar un año más en la vida de la
viejita. Generalmente el menor. El ovejonegroso, en
esta familia, que ahora también es mi familia, es
Mariano: El Nené. No sé porqué, pero de entrada
me cae bien este hombre.
—A ese lo saqué yo de la cárcel –dice mi padre
apenas Nené nos deja solos–. Tu tía Francesca tuvo
que pagar un montón de plata porque al niño no
se le ocurrió otra cosa que hacer un negocio con
unos carros robados.
El tío Nené toma café y fuma riéndose. Le dice
a mi padre que tiene un gran plan, que va a ven-
der esa casa en la que estamos para comprarle un
apartamento a mi abuela porque ella se siente muy
sola, que no se preocupe, que él va a encargarse
de todo, de los porcentajes que le tocan a cada
uno y eso. Mi padre arruga la cara, se aclara la
garganta y se extiende en lo que yo llamaría una
perorata aburrida. Cita códigos y apartados lega-
les, habla de cartas sucesorales, de porcentajes,
deberes y derechos. Entonces al Nené como que
se le quitan los ánimos y, para disimular el regaño,
se pone los lentes, saca la Gaceta Hípica y la estu-
dia en silencio.
Luego viene desde bien adentro mi abuela con
un álbum en el que hay una foto mía. Aparezco
sonriendo con el cabello a lo Cristóbal Colón. De-
trás de mí un arbolito.

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  

—Mírate –dice la abuela–, ¿te fijas que sí nos


conocíamos, hijo?
Todos miran la foto como si se asomaran ante
un herido de bala en la tierra y dicen que el tiem-
po pasa volando, que quién se lo iba a imaginar y
tal. Luego alguien voltea la fotografía y notamos
que detrás está escrita una dedicatoria. También
está fechada. Año 83. El mismo año del viaje a la
playa con mi hermana y del fulano video.
Justo en ese momento llega Enrico, otro tío. Éste
estudió, me parece escucharle decir a mi padre en-
tre dientes. Éste se cree dueño de la familia; no de
la casa, ni de la abuela, ni de sus hijos o del perro,
sino de la familia: una suerte de sucesor del padre
pero chimba. Apenas nos mira. No habla. Tiene
una expresión en la cara llena de celo y, según mi
padre, toma esa actitud porque meses antes le ha
pedido dinero prestado y como no le ha pagado ni
se ha reportado ni nada, entonces opta por poner
cara de culo y no hablarle. Pobre. La familia es un
grupo de personas que se odian entre sí y están
obligadas a vivir juntas, pienso, y pienso también
que eso lo ha dicho alguien que conozco, pero por
más que quiero no recuerdo quién; seguramente el
hermano de alguien, o mi mamá.

***
Pollo, una yuca blandita y una ensalada de re-
pollo y zanahoria y maíz. Manzanita de litro y
medio. Guasacaca. Pan. Todo eso encima de la mesa
y los brazos de mis nuevos sobrinos y mi hermana
y mi padre y mi abuela y los míos mismos confun-
diéndose por encima de los platos y los cubiertos.
Pásame el refresco. Trae las servilletas. ¿Quieres un

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  

poco más de sal? Si quieres más, come, no te dé


pena. ¿Cómo me quedó la ensalada? Me vas a ano-
tar la receta. Siéntate derecho. Así no, hijo, el tene-
dor va en la otra mano. Cierra la boca cuando co-
mas, coño. Qué alegría que hayas venido, Horacio.
Aprovecha y trae las servilletas. No hables con la
boca llena. Aquí hay mayonesa. Dios bendiga esta
comida. ¿Quieres café?
Entonces estamos todos tranquilos, satisfechos,
reposando, y de pronto la abuela abre la boca y
dice que se siente sola, que la casa donde vive es
muy grande, que ella se sentiría mejor en un apar-
tamento. Y mi padre repica alzando la voz y dice
que esas son ideas de Nené que le quiere quitar su
dinero. Y mi abuela que ese es mi hijo, que no me
le digas ladrón. Y mi padre que Enrico es un abusa-
dor. Y mi abuela que respeta, que ese también es
tu hermano. Y mi hermana en silencio como para
no meter la pata. Y los niños montándose en las
bicicletas y acabaditos de comer, que si les da una
embolia hay que salir corriendo al médico. Y mi
padre que la culpa de tu soledad, mamá, la tienes
tú. Y mi abuela que qué bolas. Y yo de impertinen-
te, con un cuento chino, que el tamaño de la sole-
dad es proporcional a lo que tenemos enfrente, y
que si la casa de la abuela era de ese tamaño en-
tonces de ese tamaño era su tristeza, y que un hom-
bre en una montaña está más solo que uno en una
ciudad, y otro en una isla también porque el mar es
inmenso. Y todos que se callan y mi padre que me
mira como diciéndome deja tus mariqueras para
otro día que estamos peleando los Agostini y date
cuenta de cómo es la vaina. Y en medio de ese
alboroto yo me puse a pensar en lo absurdo de la

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  

sobremesa y en el ya gastado tema de la soledad.


Pero no tanto en la de mi abuela, ni en la mía mis-
ma, sino en una primera soledad, en una primera
abstracción. Entonces, claro, en estos casos se piensa
siempre que la soledad va a vagar con uno eterna-
mente, que es como un hermano siamés del que
no se puede uno deshacer (o una hermana). Y es
precisamente el deseo de desconocerla lo que nos
hace sentirla. Aceptar, en ese verbo pensaba. Que
si mi abuela se iba a vivir a un apartamento enton-
ces aquella soledad de la casa grande, la misma
casa que Nené quería vender, iba a hacer sus male-
tas también y se le iba a meter a la vieja de Agostini
en su apartamento nuevo. Que si la abuela se iba a
la playa se llevaba su soledad y yo la mía y mi
padre y mis sobrinos la de ellos. Pero eso no es
todo, porque existe también una segunda soledad,
pensaba en medio del griterío, una que, de alguna
manera, fortalece: la que nos hace ver las cosas
más claras. Una soledad con la que nos hundimos
y con la que tocamos fondo; una con la que se
descubre uno en algún punto profundo dando con
algo; y flotando boca abajo ensanchamos las ma-
nos, y con las palmas cogemos impulso de nuevo.
Entonces susurrando dije: también la soledad es te-
ner la certeza de que nadie nos extraña, saber que
no somos el recuerdo de nadie. Eso es todo. Y como
yo pensaba que estaba pensando, y como cuando
uno piensa nadie lo escucha, dije lo que dije una
vez más, pero en voz alta, y que para ver cómo
sonaba, y pasó que todos se callaron y me miraron
como si de pronto me hubiese comenzado a quitar
la ropa. Y yo me puse rojo de la pena y no se me
ocurrió otra cosa que echarme un trago de refresco

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  

y decir que la Manzanita Golden era el sabor de


mi infancia y que quería escribir un cuento que se
llamara «Por parte de papá». ¡Ja! Qué vergüenza.

***
Yaracuy se queda atrás. Mi padre y yo vamos
rumbo a Valencia. En el camino veo que todo el
estado está rodeado de verde.
—Yaracuy es verde –comento–, eso es quizá
todo lo que tengo que decir.
Mi padre me mira sonriendo.
Leo en voz alta:
«–Cristo y sus apóstoles eran solteros. Todos eran
solteros menos Judas, que tenía hijos, y fue preci-
samente la necesidad de darles de comer la que le
llevó a traicionar al Hijo de Dios.
—¿Y adónde quieres ir a parar, insensato?
—Lo que fundó el Hijo de Dios era una religión
pensada sólo para hijos sin ánimo alguno de des-
cendencia. Una religión pensada para y por solte-
ros. Una religión que, de no haber sido por el gran
traidor de Judas, postulaba un mundo baldío y la
desaparición del hombre de la faz de la tierra.»
Mi padre, extrañamente y una vez más, guarda
silencio.

***
Es de noche en Valencia. Damos vueltas en la
ciudad, aparentemente buscando una calle. Tengo
sueño. Estamos frente a un portón negro gigante.
Nos abre la tía Francesca. Sonríe. Detrás de ella
dos perros y detrás de los perros siluetas de gente.
Una casa inmensa. Por los pasillos conozco a mis
primos, a mis primas, al esposo de mi tía Frances-

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ca, que dice que él también es mi tío y que me da


la bienvenida a la familia. Un tipo simpático. Sir-
ven hallacas. A la mesa mi padre y yo. En un sillón
muy grande el esposo de mi tía, y junto a él Fran-
cesca, acariciándolo, sentada ahí, dispuesta. Se ven
felices. Se ven, si no enamorados, al menos listos
enteramente el uno con el otro. ¿Y qué es el amor
sino eso? Hablan de la familia. Hablan de aquella
familia. Las críticas van contra Mariano, también
contra Enrico. Mi abuela recibe lo suyo y otro par
de tías que no conozco. Incluso mi hermana. Bom-
bardeados todos. Francesca y su esposo asienten y
de vez en cuando completan algún comentario.
—Ya hablé mal de todo el mundo –dice mi pa-
dre con sarcasmo–. Ya critiqué bastante. Yo soy el
emperador del universo. Me voy.
Se levanta y dice adiós. Pero esto es sólo un
amague de despedida, porque justo ahora que nos
estamos dando las manos y nos decimos que ha
sido un placer habernos conocido (a pesar de no
haber cruzado ni media palabra), el esposo de mi
tía pregunta qué hago yo. Respondo y él me mira
directamente a los ojos, muy serio. Tengo ganas de
reírme. Después mi tía dice que somos muy solita-
rios y yo digo que sí, que nos aislamos, que cada
vez somos menos. Un-bicho-raro. Pero la verdad
es que yo no tengo idea de lo que estoy diciendo.
Entonces lo pienso, pero no lo pienso mucho y
cito a Kafka. Todos, de golpe, hacen silencio. En el
aire se lee: «¿Nos reímos?». «Muchacho gafo». «Las
drogas…».
Mi padre rompe bruscamente con todo aquello
y dice nos vamos.
Ya.

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  

***
El hotel esta vez no es una casa sino un edifi-
cio. Pulcro, con obras de arte en el Lobby (unas
obras horrendas, por cierto); una recepcionista muy
linda y adornos en todos lados: decoraciones navi-
deñas, espejos y brillo. La habitación es igual que
la del día anterior sólo que con el techo mucho
más bajo. Un par de camas y los dos, mi padre y
yo, boca arriba, leyendo. Yo Hijos sin hijos. Él una
novela de Oé que le he prestado. Apagamos cada
uno sus lamparitas y nos acomodamos para dor-
mir. En la oscuridad, quizá para no ver la cara que
pongo, mi padre, en un tono muy serio, dice:
—Tú eres todas mis frustraciones.
No contesto. Me asusta el hecho de que me lo
diga tan directamente.
Nos dormimos, y aquí, en este punto, justo cuan-
do el último de los dos se desconecta, termina el
segundo día de viaje.

***
Volver a la casa inmensa y desayunar con la tía
Francesca: cordero, queso, arepas, caraotas; café y
jugo de melón. Despedirse de aquella tía y despe-
dirse del esposo que descansa en el mismo sillón
en el que descansaba la noche anterior. Salir de allí
dos horas antes de estar en Caracas. Dormir parte
del camino. No recordar nada del recorrido de
vuelta. Llegar. Sacar con flojera mi maleta del ca-
rro. Recibir un abrazo de mi padre y escucharlo
decir llámame cuando llegues. Caminar en direc-
ción a un taxi que está detenido en una esquina.
Negociar con el taxista la carrera y montarme. Mi-
rar hacia donde está mi padre. Ver a un hombre de

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pie e inmóvil que me mira. Arrancar en el taxi y


quedarse viendo cómo ve que me alejo. Pensar
que está pensando en lo que dije en el bar del
hotel en Yaracuy, o en lo que él dijo la noche an-
terior en Valencia. No creerlo. Suponer que tiene
hambre. Olvidarse de llamarlo al llegar.

***
—Hay dos maneras de sentirse acompañado
cuando uno no tiene a nadie con quien conversar,
hijo –dice el taxista acariciándose el bigote–: la
primera es cogiendo una puta, la segunda es co-
giendo un taxi.
—Ah, fíjese –responde el joven bostezando.
—Eso lo digo yo que tengo 20 años manejando
este carro. ¿Y quiere que le diga una cosa, chamo?
Eso es lo que más disfruto de este oficio: conver-
sar, hablar con la gente…
—Qué maravilla.
—Es más…, le voy a decir algo, joven: hay ve-
ces que las personas se montan y no saben ni para
dónde van. Déle, señor, me dicen. Y empiezan a
hablar ellos solitos, como una terapia. Cuando se
cansan dicen pare, señor, y pagan y se bajan. ¿Qué
te parece?
—Locazo.
—Que si mi mujer me dejó, que si el hijo mío
es un mal agradecido… Yo le digo una vaina, hijo:
no se case. No tenga familia. Viva solo. So-lo…
Todas las familias son iguales. ¿No le parece, joven?
—Totalmente.
—Todas las familias son iguales, claro que sí.
Aunque eso es decir poco, decir algo sería decir:
todas las familias son la misma…

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—Métase por la parte de abajo, don.


—Bueno, mira tú… Mi familia, hijo, es una fa-
milia numerosa: trece hermanos. Ahí hay de todo…
Una vieja solitaria; una abuela que se quedó en
casa después de que el viejo falleció y que los hi-
jos más atrevidos visitan y dejan a su cuidado los
nietos y se comen la comida y se toman su café: la
comida del mercado que mantenemos quincenal-
mente dos o tres de los hijos. A veces dos nada
más. A veces uno sólo, chamín. Se lo estoy dicien-
do yo que he pasado por esa vaina, hijo. ¿No? Los
mismos hermanos que protestan cuando consiguen
hablando por teléfono en la casa de la abuela a
uno de los suyos. Ah, pues. Los mismos que discu-
ten con la anciana, con mucha razón a veces, cómo
no, achacándole la tolerancia que tiene con aque-
llos hijos vagos y abusadores. Y la vieja a veces
llora, hijo. La vieja siempre pide y se queja. Tú
porque eres todavía un chamo y no te das cuenta,
pero es jodido…
—Aquí a la izquierda.
—Hay que llevarla al médico porque es hipo-
condríaca, o estar pendiente de que no se caiga.
Que nunca se caiga. ¿Y quién se acuerda del abue-
lo? Todos pasan frente a la foto del viejo pero nin-
guno dice nada. Todos saben que cuando el viejo
se murió fue cuando todo se cagó. Y mis herma-
nos, los que nunca tienen, le quitan a la vieja. Y
los que no reparan en dar, a veces a duras penas
dan. Y esa pensión que no me alcanza para nada,
dice la abuelita, chico. Y el 31… ya tú vas a ver,
todos en la casa de la doña se reconcilian: los que
se deben se abrazan y se prometen un pago, los
que hablaron de la esposa del otro se dan la mano

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casi llorando y van y alzan a los sobrinos que no


tienen la culpa de nada pero que ya les tocará ser
familia ellos y lidiar…
—Todo el tiempo derecho.
—Los divorciados se sonríen. La ex nuera visi-
ta. Y la herencia hace olvidarse de la sangre; por-
que basta que haya una platica que cobrar. Ahí sí
los ves reunidos a todos. Como si fuera un velorio
pero alegre. Unen a hermanos la muerte y el dine-
ro. Y se odian mañana, hijo. De verdad. Hoy se
odian. Odiarse como buenos hermanos, como bue-
nos hijos y buenos padres, ése es el verdadero
mandamiento. Porque para odiarnos estamos he-
chos, carajo.
—Siempre.
—Son veinticinco.
—Gracias. Suerte.
—Igualmente, y que Dios me lo bendiga.
—Amén.

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98


T odas las enfermeras son putas, dijo mi


madre, que es enfermera. Después pasó a contar-
me la siguiente historia:
Yo trabajaba en la Maternidad, en Pediatría.
Tenía como diecinueve años; veinte, no sé. Estaba
recién salida de la Escuela de Enfermería. Era mi
primer trabajo. Hacía guardia un día sí y un día no.
Comenzaba a trabajar a las siete de la noche y salía
a las siete de la mañana. Nos turnábamos para
dormir: un grupo dormía de doce a tres de la ma-
ñana y otro de tres a seis. Yo trataba siempre de
dormir de tres a seis, pero eso era mentira porque
mi compañera de cuarto, que era Netza, Netza So-
telo, era insomne y hablaba mucho, hablaba de-
masiado, y yo apenas si podía conciliar el sueño
una media hora. Para nada, porque al rato ya esta-
ba Netza hablando otra vez y ya nadie podía dor-
mir más. Tú me preguntarás por qué no le decía
que necesitaba dormir, por qué no le pedía un
poquito de consideración; y es verdad, yo no lo
hacía, y no lo hacía por una sencilla razón, hijo:
me gustaba escucharla. Por Netza yo sentía como
una cierta… admiración. Es que ella era una de
esas personas que no contienen impulsos. Era un

99


animal. Yo, por ejemplo, y eso tú lo sabes, soy


incapaz de lanzarme a los brazos de nadie a decir-
le lo mucho que lo quiero. Me reprimo ese tipo de
cosas, pues. Pero Netza no, Netza lo decía todo.
Netza sentía y pasaba a la acción. Si un día me
provoca besar a alguien, decía, me acerco y lo hago,
son cosas que siento que debo hacer. Y yo le creía.
Le creía, porque, fíjate, una vez despertamos a dos
enfermeras a las tres de la mañana para que conti-
nuaran con la guardia, y una de ellas, Yané, se
levantó de golpe, con los senos al aire. Pues, a
Netza no se le ocurrió otra cosa que pegar las ma-
nos de las tetas de Yané, como si fueran dos chu-
pones. Los masajeó sonriendo frente a la cara pas-
mada de la otra enfermera y la mía, y después,
como si nada, despegó las manos de las tetas de
Yané y le dijo marica, las tienes duritas. Siempre
era así. Si le provocaba algo lo hacía. Soy libre,
decía cada vez que terminaba de echar un cuento.
Tú lo que estás es loca, pensaba yo entre dormida
y despierta. Y bueno, yo admiraba esa plenitud en
ella. Pero, como siempre, no todo es bello, y una
noche Netza me contó lo mucho que le frustraba
no poder tener un hijo. De todas las cosas en la
vida, me dijo, lo que más deseo es criar un niño.
Tú no te imaginas, Manuelita, tener un hijo es lo
único que no he podido lograr, y mira que lo he
intentado. Me he acostado con todos… ¿Quieres
saber la verdad? Yo ya no tiro por placer, ahora lo
hago siempre con la esperanza de quedar embara-
zada. Y mira que yo tiro, Mani, tiro como loca…
¿No te conté lo que me pasó con el doctor Suárez
en el cuartico? Entonces Netza se ponía a hablar
del doctor Suárez en el cuartico, y después del

100


doctor Gómez en la morgue, y del doctor Sánchez


y de Martínez el vigilante. Me contaba todo lo que
hacía con ellos y yo me reía y no podía dormirme.
Recuerdo que una noche cayó un aguacero fortísi-
mo y fue como si la lluvia la entristeciera. Ya es
demasiado, me dijo. He ido a todos los médicos, a
todos los brujos. He intentado todo durante los
días que estoy ovulando. He cumplido todas las
promesas, y nada. Un día me voy a robar un cara-
jito de estos, te lo juro. Y fue entonces cuando
llegó una época en la que Netza comenzó a faltar
al trabajo. Casi siempre estaba de reposo. Nadie
sabía nada de ella. De hecho, yo era la que más
sabía de ella, y no sabía nada. Yo era su única
amiga, como quien dice. Una tarde la llamé y la
encontré en su casa. Me dijo que estaba enferma,
que en quince días se reincorporaba. Luego se puso
a hablar de un bebé. Después me enteré que a
Netza la habían internado, que la habían imposibi-
litado para trabajar. Llamé a su casa y nadie con-
testó. Una mañana me la encontré tempranito en
uno de los pasillos del hospital. Estaba vestida con
el uniforme de siempre. Parecía contenta. Parecía
normal. Hola, Manita, me saludó y siguió arras-
trando una camilla hacia la dirección en la que yo
venía. No me dio tiempo ni para contestarle. No
reaccioné. Claro que me pareció raro que Netza
estuviese ahí después de todo lo que había escu-
chado que decían de ella, pero, la verdad, no hice
nada. Después de unos minutos, te lo juro, me la
volví a encontrar. Tenía un bebé en los brazos y
me dijo, volteando para los lados, en paranoia, que
por favor la ayudara, que solamente yo sabía lo
mucho que ella necesitaba a ese niño. Entonces le

101


pregunté qué tenía que hacer, y ella me dijo que


quedarme con el bebé en el Cuarto de Enfermeras,
que ella entraría en un rato a recogerlo y se iría,
que me lo agradecerá en el alma. Y yo le hice
caso, hijo, no sé por qué. Estaba aterrada, no te lo
voy a negar, pero con todo y eso cogí al muchachi-
to y me eché en el cuarto con él hasta que amane-
ció. Netza, por supuesto, nunca llegó. Así que me
quité el uniforme, dejé al niño entre las cobijas,
bien tapadito, y salí a buscarla. Fui piso por piso
en el hospital, de arriba a abajo. Y cuando llegué a
la Sala de Emergencias, en la Planta Baja, me en-
contré con aquel desastre: los vigilantes y otras
enfermeras contando que a Netza se la habían lle-
vado dos gorilas, que la cogieron de los brazos y
le gritaban que se calmara, que no la iban a ence-
rrar, que tranquila. Y ella y que lloraba y decía que
no se había robado nada. Eso era un caos, me dije-
ron. Entonces, mi niño, muy tranquilamente, subí
al Cuarto de Enfermeras y, como ya estaba vestida,
cargué al bebé y bajé. Salí del hospital como quien
sale de su casa. Pasé entre el alboroto –que aún
estaba medio prendido– y nadie me miró. Salí con
el niño en los brazos, hijo. Nunca se habló nada de
eso. Desde ese día te he criado como mi mucha-
chito pequeñito. De Netza no supe más.

102
  

E stán frente a la tumba-estatua de Pedro


María Parra. No. Uno de ellos está frente a la tum-
ba-estatua de Pedro María Parra. El de sombrero,
la chica de los estambres de colores y la tetona
están frente a la tumba-estatua de Tulio Febres
Cordero, justo delante de mí. Los cuatro ahí, de
pie, en el cementerio.
Allí donde he dicho están cuando el de som-
brero comienza a hablar de Los Auríes. Eso fue
hace como cinco años, dijo Vaquero mientras nos
poníamos a laberintear entre las tumbas: buscába-
mos la de Elsa de Guillén. Evaristo me llamó una
vez, dijo que me tenía que contar un sueño. Acor-
damos vernos en la calle de los cafés, en El Medi-
terráneo. Evaristo ya estaba cuando llegué. Parecía
ansioso. Sudaba. Yo pensé que era otra de sus lo-
curas. Él en esos tiempos tomaba Risperdal, y, tú
sabes, la gente que toma Risperdal… Pero bueno,
Evaristo estaba ahí y yo era su amigo. Dijo que
había tenido un sueño y yo debía escucharlo. Su-
daba. Sudaba y fumaba. Soñé que estaba en esta
misma calle, dijo Vaquero que le había dicho Eva-
risto, una mujer estaba sentada a una mesa de Sex-
to Senso, el local de enfrente. Me acerqué como

103
  

imantado y la mujer me recibió alegremente. Me


abrazó y me presentó a un hombre anormalmente
alto que me estrechó la mano. Y aquí viene lo raro
del sueño, dijo Evaristo, según Vaquero, traté de
separar mi mano de la mano del tipo ese, después
de unos segundos, como comúnmente se hace, pero
algo magnético me lo impidió. Fíjate, dijo susu-
rrando Evaristo y acercándose a la cara de Vaque-
ro, de nuestras manos apretadas empezó a salir
luz. Vi al hombre directamente a los ojos. Y el hom-
bre dijo: busca a Los Auríes. Recuerdo que me des-
perté y lo anoté. Te lo juro.
Para cuando el de sombrero ha contado lo an-
terior ya los cuatro están sentados y sin hablar en
una esquina del cementerio. No han encontrado el
nicho que buscaban. Las dos mujeres tejen senta-
das en flor de loto sobre una tumba forrada con
baldosas blancas. El de sombrero está de pie, tiene
en la mano una antología mínima de poemas de
Pound. Lo miro y lo escucho acostado boca abajo
sobre otra tumba: una de baldosas azul claro. Los
rodean arbustos mal cortados y mucha basura:
bolsas, botellas, papel de bolsa de panadería, res-
tos de cigarrillos de marihuana, desperdicio. Eva-
risto se medio obsesionó con el sueño, dice en
algún momento el de sombrero, rompiendo el si-
lencio. Estuvo semanas con la idea de Los Auríes,
tratando de saber qué era eso. No hacía más que
hablar del tema. Después se le fue pasando poco a
poco. En un par de meses, como era de esperarse,
parecía haberlo olvidado todo. Ni una palabra re-
lacionada con eso. Lo había engavetado. Los Au-
ríes y las manos imantadas y luminosas del hom-
bre altísimo moraban en un pretendido olvido. En

104
  

un par de meses, podría apostarlo, ya Evaristo era


Evaristo, que es lo mismo que decir: ya Evaristo,
que una vez creyó y por eso estuvo vivo, ha muer-
to de nuevo, y en la resurrección no cree.
Se han levantado de las tumbas. Caminan en
fila india en dirección al nicho de Machera: un santo:
el alma de un malandro al que la gente le tiene
confianza. La mujer de los hilos encabeza la hilera,
seguida de la morena tetona, seguida del joven de
sombrero, que habla aún de Evaristo y de Los Au-
ríes volteando cada dos palabras la cabeza, como
si el cuarto lo acosara. Una noche, se oye decir al
de sombrero al tiempo que tropieza, llegó Evaristo
como loco a mi casa, tocando la puerta durísimo y
gritando mi nombre. Tengo que contarte, herma-
no, dijo apenas aparté la puerta. No tienes idea de
lo que me acaba de pasar. Estaba en el café y llegó
un tipo a leerse las runas, decía el de sombrero
que le había dicho Evaristo respirando agitado.
Sucedió como siempre: pregunté su nombre y él
lo dijo, moví las runas, las eché y las leí. Él asentía
o arrugaba la cara según lo que yo iba diciendo. Le
dije que preguntara lo que quisiera. Lo de siempre,
pues. Lo raro pasó cuando terminamos la sesión y
él me estaba pagando. Mientras sacaba los billetes
de la cartera me preguntó si conocía a Los Auríes.
¿Qué te parece?
Enfrente de la capilla que es la tumba de Ma-
chera están agrupadas como cinco o seis mujeres.
Hay cuatro hombres y, casualmente, forman cua-
tro esquinas alrededor de las damas. Al pasar entre
ellas uno de los muchachos escucha que hablan
de un aborto. Entra el de sombrero y el otro. Las
mujeres se quedan fuera. Desde donde estoy pue-

105
  

do ver a un joven tratar de encender un velón


amarillo y a tres más rezando o encendiendo velas
también, agachados todos ante la sepultura. Leo
algunas de las inscripciones de las placas que ador-
nan la capillita, que son bastantes, y me fijo que en
algunas el apellido del santo está escrito con S y en
otras con C. ¿Cuál es la manera correcta de escribir
el apellido de Machera?, pregunta uno de los jóve-
nes como leyéndome los pensamientos, como si
fuera yo. Da igual, dice uno de los cuatro hombres
que hacen esquina escupiendo chimó, da lo mis-
mo… lo importante es la fe. Después dice la forma
correcta pero ahora mismo nadie la recuerda. El
joven del velón amarillo sale de la capilla y dice a
las mujeres que su cerilla no prende, lo dice en un
tono que leo de miedo. Una de ellas lo mira, pare-
ce estar estudiándolo, le dice pórtate bien. El de
sombrero sale del altar. Le abren paso. Cuando el
otro, el cuarto, quiere seguirlo, lo frena un golpe
fortísimo en la cabeza. Sólo una de las mujeres
que está fuera lo nota. Se ha golpeado con el bor-
de de la reja de la entrada, justo encima del crá-
neo, en el propio centro. Durante todo el recorri-
do hasta la salida del cementerio al cuarto le parece
que el piso tiembla. Las tumbas tiemblan. Las pala-
bras del que habla caminando a su lado también.
Cuando le comenta al de sombrero lo que siente,
éste le dice que no se preocupe, que es de espe-
rarse, que Machera no puede saludarlo de otra for-
ma. No es posible un Machera dándote la mano o
palmaditas de compadre en la espalda, aguanta tu
cachazo, le dice, resiste. Le dice eso y luego habla
otra vez de Evaristo. Dice que el hombre al que
Evaristo le había leído las runas le dio la dirección

106
  

de una finca en San Cristóbal donde vive una fami-


lia que tiene contacto con Los Auríes. Así tal cual.
Pero, a fin de cuentas, dice una de las mujeres
dirigiéndose al de sombrero, ¿quiénes son Los Au-
ríes? Son una especie que vive en Las Pléyades,
contesta el cowboy.
Ya habíamos salido del cementerio. Leonor e
Inés caminaban adelante. Vaquero se detuvo fren-
te a un anuncio pegado en la puerta de una casa y
yo lo imité. El anuncio decía en mayúsculas: «ESTA
VIVIENDA HA SIDO CLAUSURADA. LOS VECI-
NOS DE LA AVENIDA 8, CALLE 22, DE LA CIU-
DAD DE MÉRIDA, HAN FIRMADO DE ACUERDO
CON EL CIERRE DE ESTE INMUEBLE». Nos mira-
mos a la cara y, como si lo hubiésemos dicho, nos
acercamos a la única ventana de la vivienda a ver
de qué se trataba. Yo no sé qué vio Vaquero. Pero
yo vi la consumación de una casa: vi una habita-
ción negra, tapizada con el hollín y el sucio. Vi un
colchón enteramente achicharrado y doblado en
el suelo. Latas quemadas, un zapato, restos de co-
mida podrida. Jeringas, tubos, moscas. Vi la entra-
da a otra habitación, y dentro de ella una especie
de parrilla chamuscada con una lata grande enci-
ma. Olía a hueso quemado. Vaquero y yo, sin mi-
rarnos ni decir nada, comenzamos a caminar en
dirección a las muchachas, que se habían adelan-
tado casi una cuadra. Qué asco, dijo Vaquero. Sí-
gueme contando lo de Los Auríes, dije yo. Bueno,
dijo, Evaristo se fue a San Cristóbal, se fue a La
Nave, así se llama la hacienda de esa gente. Se fue
un fin de semana. Yo lo vi el lunes siguiente y
apenas lo vi supe que algo trascendental le había
pasado. Me abrazó largo rato, recuerdo, y, todavía

107
  

abrazándome, me dijo estamos salvados, herma-


no. Luego pasó a contarme cosas muy extrañas.
Me contó que quien lo recibió en La Nave fue la
misma mujer con la que, meses antes, había soña-
do. Que se llamaba Lilith y que era, como quien
dice, la jefa de la hacienda. Una suerte de Doña
Bárbara mística y frita, dijo. Pero lo más raro fue lo
que trajo. Evaristo dijo que me había traído un re-
galo y me acercó con la mano una fruta. Come, te
lo han enviado, me dijo como una orden. Enton-
ces yo cogí la fruta y la miré. Era violeta. Tenía
aspecto de ciruela, pero mucho más grande que
las ciruelas silvestres. Le hundí los pulgares justo
en el centro, donde se asomaba una rama, y la
abrí. Se dejó la fruta partir blandita. Por dentro
parecía una guayaba. Me metí entera en la boca
una de las mitades, sabía a parchita y a patilla al
mismo tiempo.
Las muchachas siguen lejos. Uno de los chicos
lleva ahora su sombrero en la mano, tiene aún en
la otra el poemario de Pound. En el borde de la
ventana de una casa hay un frasco vacío de jarabe.
Más adelante, en el vidrio trasero de un carro, los
jóvenes ven un dibujo hecho con cera para pulir.
Es un hongo. Alguno de los dos dice algo, pero no
se entiende. Después el del sombrero continúa con
su relato. Luego de todo lo que Evaristo hizo allá,
dice, y todo lo que me contó, tenía que ir. La cu-
riosidad me obligaba a conocer la hacienda. Y fui.
Y te digo una cosa, Carlos Horacio, yo no sé si lo
que vi es verdad, pero yo lo vi. A mí también me
recibió Lilith. Y sí, la descripción que había hecho
Evaristo de la mujer de su sueño calzaba exacta
con esta mujer. Me recibió con mucho cariño, te lo

108
  

digo. Es una mujer muy hospitalaria, muy genero-


sa. Primero me dio café, hablamos de cómo me
había ido en el viaje, me preguntó si fue difícil
encontrar la hacienda y eso. Nos relajamos, y des-
pués me mostró la finca. Me llevó primero a un
lugar que ella llamaba Las Piedras. Un sitio silen-
cioso por el que pasaba un riachuelo. Si uno escu-
chaba con atención dejaba de oír el agua y termi-
naba sintiendo una especie de vibración que
parecía salir desde el fondo de la tierra. De hecho,
si cogías una de las piedras y la acercabas a tu
oreja la vibración se hacía más fuerte, pero todo
esto podían ser sólo cosas mías, no me creas. El
agua no sé de dónde venía, sólo sé que se metía
entre las miles de piedras que estaban aparente-
mente desordenadas por ahí. Y digo aparentemente
desordenadas porque, por más que Lilith se esfor-
zó en explicármelo, yo no les encontré sentido
alguno. Pero, hermano, lo que más me llamó la
atención de ese lugar fueron las flores. Eran casi
todas entre anaranjadas y azules. Tenían cierta elec-
tricidad. Eran unas flores increíbles. Luego Lilith
me sacó de Las Piedras y me llevó a El Puerto. Y
en ese terreno, tengo que decirlo, sentí escalofríos.
Sentí miedo. Era un espacio de grama como de
veinte metros. En el área había tres marcas: tres
triángulos exactos, cada uno del tamaño de mis
manos. Los tres triángulos eran, a su vez, los vérti-
ces de otro triángulo más grande. En cada punta,
es decir, en cada triangulito, se podía ver como
una marca. Se veía el terreno en ese espacio como
quemado, pero no estaba muerta la hierba. La gra-
ma que crecía dentro de estos tres triángulos no
era igual al resto de la grama, eso sí. Esta grama de

109
  

la que hablo era casi morada, con la luz parecía


nacarada, incluso transparentosa. Pero crecía ahí,
se notaba que la grama estaba viva. Y no era que
le habían echado pintura, o spray. Era que crecía
así. Yo lo vi, te lo juro, coño.
El joven que ha venido hablando se pone el
sombrero de nuevo y grita hacia adelante, hacia
donde están las mujeres. El otro lo mira y ríen.
Luego corren detrás de ellas y yo los pierdo de
vista.

110
  

Para la flor de mi vejez


Para Herye y Ángel
Para Teo, Omar y Víctor, en un viaje
que, lastimosamente, no tuvo otro
sentido que acabarse

1
—Todos los días –le miento a Otto luego de que
me pregunta cuál es el nombre de mi diario: uno
que pienso ir escribiendo durante el viaje.
—Me gusta –responde presumido, como hace
cada observación, al tiempo que le pasa los dedos
por el cabello a Malú, su novia, que (distraída) asien-
te con aquel gesto pesado, propio en quien acaba
de fumar marihuana: esa risita, esa mueca tonta y
lánguida que se parece mucho a una sonrisa.
Me aclaro los ojos –porque cada vez que fumo
se me nubla la vista– y me dirijo al autobús. Per-
manezco solo con mi nunca explicado mal humor:
les doy oportunidad a los palomos de que se des-
pidan y evito ser testigo de toda esa pegajosa y
recíproca ternura de recién enamorado que resulta
siempre tan exagerada e incómoda; sobre todo
cuando uno es el tercero y anda dos veces solo.
Yuma Expresos, dice con letras grandes a un
lado de la puerta en el autobús. Busco mi puesto,
el 27. Me siento y espero. Desde la ventana puedo
verlos: Otto y Malú abrazándose entre un lagrimeo
baboso y simple que me da cierta grima; digna
escenita de marinero en puerto. Luego Otto se

111
  

monta. Ella me hace chao con la mano y a él le


lanza besos. Han quedado en encontrarse dentro
de una semana. Entonces arrancamos, supongo.
El traslado ha de durar 12 horas. Aguanto du-
rante todo el recorrido la misma arenga molestosa
que Otto ha venido predicando a lo largo de estos
tres meses que vengo conociéndolo: alocuciones
enfermizas que basa siempre en las mismas refe-
rencias: las 4 películas que ha visto y los 3 libros y
medio que –como buen estudiante de Letras– se
ha leído. Atiendo a todos y cada uno de aquellos
razonamientos. Tengo en cuenta todas sus contra-
dicciones. Observo con cuidado una teoría gramá-
tico-etimológica que Otto esboza acerca de un frag-
mento de un poema de Benedetti que Malú le ha
dado escrito y que, según él, habla de «la superio-
ridad del hombre en cuanto al deseo y el morbo
en las relaciones a corto plazo». Me entero –ade-
más– que el Lazarillo de Tormes fue escrito por un
tal Morgué; y no puedo, por más que lo intento,
conciliar una media hora de sueño. Todo esto sin
hacer mención a una película de mierda que pro-
yectan y al frío insoportable del aire acondiciona-
do que los malditos conductores parecen elevar
con toda intención.
Estoy amargado.
Relájate, me digo. Repito Om en mi cabeza
muchas veces y muy largo y repaso la idea de apa-
ciguarme en una ciudad que no es la mía. Arrinco-
no todo infortunio posible. Me hago el sordo y el
dormido y espero sereno mi encuentro con el ocio
y el supuesto reposo.
Está amaneciendo.
Voy a conocer la ciudad; aunque no sé por qué

112
  

he venido con Otto. O sí sé: él también va a cono-


cer la ciudad y a pasar una temporada con su no-
via, que, como ya dije, llega en unos días; coincidi-
mos y ahora somos compañeros de viaje. ¿Qué tal?
Una rolo de cagada, ¿no? Bueno, también voy a
visitar a Inés, una amiga a la que no veo desde
hace mucho. Ella ha dicho que cuando distinga los
primeros cactus a los lados de la carretera estaré
llegando a Mérida. También ha dicho que el paisa-
je se convierte de pronto en una fiesta. Ha dicho
que los cactus, poco a poco, se van multiplicando.
Pero, ahora me doy cuenta, Inés es una mentirosa,
porque desde que comienza a salir el sol estoy
pendiente de capturar un cactus y no consigo ver
nada. Veo montañas sobre las montañas, unas más
marrones y feas que las otras. Vacías. Adornadas
de árboles secos y flacos: árboles enfermos e indi-
ferentes. Montañas desatendidas y carbonizadas,
sin afecto. Y perdidos, por allá, en una planicie
inmensa, apenas un par de cactus oscurecidos sa-
ludan entre tanto árbol desapacible: cada uno más
sombrío que el otro. No me jodas, Inés.
Volteo a mi lado y miro a Otto dormir con la
boca abierta. Intento despertarlo para mostrarle lo
que hay detrás de la ventana pero él dice algo que
no entiendo, se limpia un hilo de saliva que le cuel-
ga desde la boca, se da vuelta y sigue durmiendo.

2
Hace poco más de dos años escuché decir a
Enrique Vila-Matas que uno de sus escritores favo-
ritos es Kafka, y que a su vez los escritores favori-
tos de Kafka son también sus escritores favoritos.
Una ajena reflexión, ésa, que me hace pensar en

113
  

que podría estar pasándome precisamente lo mis-


mo con el propio Vila-Matas: si me entero del nom-
bre de algún escritor que no conozco, o que co-
nozco poco, y que Vila-Matas admira, también me
convierto, inmediatamente, en su seguidor. Así es
como comienzo a tomarle cariño a Hemingway,
del que me interesa, sobre todo, su estadía en Cuba.

Son las nueve de la mañana. Por fin estamos en


Mérida. Otto y yo llevamos un peso considerable
sobre la espalda y nos disponemos a encontrar po-
sada. Sé de entrada que la cosa no va a ser fácil. Mi
querido compañero, como advirtiéndome, ha enu-
merado con antelación sus necesidades en cuanto
al hospedaje: buen precio, baño dentro de la habi-
tación –con agua caliente, preferiblemente–, liber-
tad en cuanto a las horas de llegada y televisión
por cable; esta última exigencia se debe a lo muy
entusiasmado que anda Otto con un nuevo pro-
grama de biografías de artistas-pop-actuales que
dan por MTV.
Es de esperarse que las posadas no van a reunir
todas las condiciones que Otto exige, y las que sí,
resultarán excesivamente caras para el presupues-
to estudiantil con el que contamos. Sin embargo,
aquí estamos, intentándolo todo en vano. Recorre-
mos una y otra vez el centro de Mérida. Hago un
profundo esfuerzo para no hartarme: me repito que
nada puede ser peor que el recorrido que acaba
de terminar. Andamos todo lo que va de mañana
en busca de una posada que se medio adecue a lo
que Otto quiere. De pronto, punteando casi el
mediodía, en una de estas calles incómodas del
centro, donde las aceras están hechas para que

114
  

camine una sola persona, aparece, diagonal a la


esquina donde jadeamos derrotados, una posada
con un nombre que me recuerda a Vila-Matas, pero
antes a Hemingway, y que se llama El Floridita.
Así que digo con un tono disfrazado de autoridad
–más por cansancio y superstición que por otra
cosa– que ésa tiene que ser.
—Quedémonos aquí.
Otto no está muy de acuerdo con la idea por-
que la fachada de la posada le parece «simple». El-
coño-de-su-puta-y-jedionda-madre, pienso. Pero no
digo nada. Hago como que me hago el loco y cie-
rro el trato lo más rápido posible con los dueños
de El Floridita: el señor Abelardo y la señora Feli-
sa, un matrimonio de viejos cubanos que cada vez
que hablan parece que estuvieran a punto de po-
nerse a chillar. Logro conseguir por un precio bají-
simo una habitación con dos camas, baño con agua
caliente dentro del cuarto y entrada a cualquier
hora. Sólo me falta apoderarme de la televisión
por cable; aunque después de todo lo que mi que-
rido Otto me ha hecho soportar, privarlo de unos
cuantos días de MTV y de sus rubias-pop-actuales
me hace sentir profundamente feliz.

3
Aquí no hay nada. Es falso lo de la cordura que
se proyecta hacia uno apenas se llega a estas mon-
tañas. Es mentira lo del letargo del que todo el
mundo habla. Mentira. Mentira. Mentira. No hay
parsimonia. No hay calma. Nada me da risa. Estoy
harto. Todo se maneja con otra velocidad, con otro
ritmo. Quiero que llegue Malú y se lleve a Otto
para siempre. Cierro los ojos e imagino que des-

115
  

canso de su vida inoportuna. Me veo en paz cami-


nando por las estrechas «aceras de una persona».
La ciudad es distinta en este sueño. Siento ganas
de hacer cosas. Abro los ojos y digo maldita sea.
Desde que llegué quiero irme.

4
Han pasado tres días. Estoy irascible. Inés no
aparece. Hoy, mientras leo echado boca abajo en
la cama, Otto me interrumpe echado boca arriba
desde la suya.
—Carlos –me dice.
—Creí que estabas durmiendo –contesto.
—Estoy pensando algo –comenta.
Cierro el libro, me froto los ojos con los dedos
y espero que hable.
—¿Sabes qué? –dice Otto empleando la misma
modulación que tienen las preguntas que él hace.
—Dime –le digo.
—Para mí ningún libro está escrito –contesta–;
es como una película que sólo existe cuando el
público la va a ver.
Callo y espero que afiance su «nueva teoría»,
pero hasta allí llega su disertación. Entonces me
acomodo en el colchón y le digo que no entiendo
bien lo que quiere decir pero que después de que
lea hablamos.
Luego comienzo otra vez con la lectura.
—¿Tú crees que aquí vendan desayunos? –inte-
rrumpe Otto de nuevo.
—Pregúntale al cubano –digo sin levantar los
ojos de la novela.
Veo de reojo que Otto se estira en su cama. Veo
que bosteza al tiempo que dice:

116
  

—Quiero desayunar pizca.


Hago silencio. Otto hace silencio.
—Carlos –interrumpe Otto una tercera vez.
—¿Qué? –respondo alargando la vocal.
—¿Por qué traes un libro a Mérida? –dice.
Lo ignoro. Otto continúa:
—Yo soy de los que piensan que los libros tie-
nen su lugar, y éste no es un lugar para los libros.
Luego acerca la vista a la portada y comenta:
—Menos una novela policial.
Cierro el texto delicadamente y, aún acostado y
con los ojos cerrados, le propongo que vaya a com-
prar el desayuno.
—Yo invito –le digo.
Otto va por la comida. La habitación queda en
silencio y leo y hasta me da chance de adormecer-
me un poco. Después reviso el correo en la única
computadora que hay en el lugar, y descubro un
mail de Flora donde me dice que está con Hache y
El Pollo en Mérida. Me pide que nos veamos.
La vida es bella.

5
Ahora mismo estoy en la posada. Otto ha desa-
parecido misteriosamente. He pasado la noche con
mis amigos y al llegar aquí esta mañana no lo he
encontrado. No veo su equipaje por ningún lado.
He venido con Flora: una mujer rara (no encuen-
tro otro apelativo). Es flaca, además atrayente. Es
actriz. Es altamente histriónica. Ha venido a Méri-
da a pasar unas semanas antes de irse a vivir a
Florencia. Ha venido con Hache y El Pollo, que
son el sosiego: una pareja de esposos artesanos.
Ella de piel blanca y brillante, con lunares en la

117
  

cara, gruesa y culona. Él moreno, de pelo largo y


con trenzas, de semblante serio. Mis compadres.
Viven en Caracas, aunque él ha vivido aquí por
años, y hace un par de días llegaron ansiosos por
venderles a los turistas lo que trajeron: collares con
motivos en vidrio, pipas de arcilla y todo eso.
Ahora mismo estoy sentado sobre el lavamanos
con el brazo extendido a una ventana: intento que
el aire se lleve el humo. Flora acaba de bañarse.
Desde aquí puedo verla. La escucho cantar. No…,
no canta. Susurra la melodía de Corrina, Corrina
(¿O es la de To Ramona?). Flora está loca y es fla-
ca, ya lo he dicho. Tiene cara de india y está senta-
da sobre la cama, de perfil. Lleva puesto un vesti-
do blanco con unas margaritas mínimas estampadas
y no lleva sostenes. Se le marcan los huesos en los
hombros. Voltea y me sonríe. Fuera hace sol, y hay
un sopor denso en la habitación: el vaho que una
persona deja al salir de la ducha, como si el aire
que sentimos denso y tibio estuviese enjabonado.
Nada más la voz de Flora en el cuarto, su siseo. Se
está quitando la toalla que lleva enrollada en la
cabeza. El cabello le cae mojado a la altura del
cuello. Con los dedos se revuelve el pelo. Huele a
hierbas y a champú. Se pone de pie y acerca la
cara al único espejo que hay en la habitación.
—Pareces una muerta, chica –se dice.
Tocan la puerta. Flora me da la espalda y desa-
parece. Escucho que abre. Escucho las voces de
mis amigos. Nos buscan.
—¡Carlos Horacio! –dice Hache desde afuera
apenas me ve–. Mira –me muestra unos billetes–:
hicimos unos dólares.
Estamos abrazados.

118
  

Los tendré cerca, y ellos a mí.

6
Llamada de Otto: llegó Malú. Soy libre. Desde
este momento en esta historia haré todo lo posible
para que no aparezcan sus rastros. Ahora mismo
deben estar en La Montaña de los Sueños. Estoy
feliz porque sé que Otto, sin mí y con Malú, es feliz.
También hablé con Inés. Me contó que había
soñado conmigo. Tú no me conoces, idiota, le dije.
Me colgó.
Aún se puede estar irascible.

7
Hache y El Pollo deciden pasar la noche en La
Poderosa, una montaña donde él tiene una casa.
Les toca subir a los cuatro.
—Allá arriba no hay ni agua –dice El Pollo mi-
rándolos a todos–, son dos horas subiendo la mon-
taña. No quiero lloraderas.
La advertencia va dirigida a la propia Hache,
pero generaliza, supone Flora, para que no suene
tan amenazante. Hacen un mini mercado, se abas-
tecen y parten. Entonces pasa algo terriblemente
cruel: Flora se antoja de adoptar un gato que está
tirado sobre unas bolsas de basura en pleno centro.
Un gato pequeñísimo, hediondo y gris que apenas
abre los ojos. Insiste en que ella se hará cargo del
pobre animal, dice que lo bañará y que lo alimen-
tará cuando lleguen a La Poderosa. Los convence.
Hacen una ceremonia de bautizo con agua mineral
a mitad de una acera angosta y lo llaman Max, en
honor a un ex novio de Flora que, según ella mis-
ma, tiene un raro parecido con el gatico. Todo

119
  

marcha bien. Fuman en la parada de las camione-


tas que van a la montaña, en un lugar solitario.
Según El Pollo, la marihuana los ayudará a enfren-
tar las dos horas de subida que los esperan.
—Hará menos atormentado, y más feliz, el ca-
mino –dice.
En minutos las cosas adquieren una consisten-
cia distinta: Hache y Flora, sentadas en la acera,
elaboran una «teoría» que intenta explicar la pesa-
dez con la que la gente se mueve en Mérida; El
Pollo sonríe sin motivo aparente mientras acaricia
a Max, y Carlos trata de inventar un palíndromo
con su apellido. La discusión de las muchachas
trasciende. Una de ellas asegura que los andinos
no sólo son lentos, sino también inocentes y flojos.
El Pollo, que vivió cerca de cinco años en la mon-
taña, se ofende y, con la serenidad que hermana al
marihuanero, toma la palabra:
—No es flojera, chicas, aquí el ritmo es otro
–dice.
—Eso lo sabemos –responde Hache–, no te con-
fundas. Lo que yo digo es que nadie hace nada
por hacer algo.
El Pollo se pone de pie y deja a Max en el
suelo. Dejo de escuchar la discusión y comienzo a
mirar cómo el gato, torpe y adormecido, cruza la
calle. Los demás empiezan a gritarse entre sí. Max,
siempre lánguido, pasa justo por el medio de la
carretera. Todos los pensamientos que puedo te-
ner en este momento, acaban siendo sólo eso.
Quiero decirle al Pollo que el gato peligra pero
no puedo: convertir lo que pienso en acción re-
sulta una empresa irrealizable. Solamente delibe-
ro, o eso creo.

120
  

Una camioneta, posiblemente la que nos lleva-


rá a La Poderosa, aparece al final de la calle. Nin-
guno lo nota. La camioneta se acerca con relativa
diligencia. La criatura, como dándose cuenta del
peligro que corre, comienza a devolverse. Con
apuro, el pobre gato esquiva los cauchos delante-
ros, pero la suerte no lo acompaña con los de atrás.
Un maullido agonizante seguido de un traqueteo
brusco y seco para la discusión de los muchachos.
Siento ganas de reír, y lo hago.

Lo primero, al llegar a La Poderosa y antes de


empezar a subir, es atravesar un río más o menos
ancho que corre entre la carretera y el pie de la
montaña.
—Hay que quitarse los zapatos –dice alguien–
y recogerse la bota del pantalón.
Entonces emprenden la subida.
Los diez primeros minutos son silenciosos. Ape-
nas se escucha la respiración entrecortada de Ha-
che. Media hora después el equipaje pesa el doble
y el sudor pica. Hacen una primera parada en un
descanso de tierra roja en el que pueden respirar y
beber un poco de agua. Nadie habla.
Se incorporan y empiezan a subir de nuevo.
El sol empieza a esconderse y unos mosquitos
que parecen agujas negras comienzan a salir de los
árboles. Tienen que detenerse y cubrirse todo el
cuerpo con trapos, menos los ojos. La casa no apa-
rece. Hache comienza a llorar y El Pollo decide
aliviarle la carga. Ya llevan mucho más de una hora
de camino. Flora se cae, maldice y se levanta; y
repite lo anterior seis veces durante la subida. De
pronto, y como si la hubiesen puesto ahí unos fan-

121
  

tasmas, delante del grupo aparece una casa vieja.


Los reciben un gato y tres perros Mucuchíes. Todos
ignoran al gato. La casa está vacía. No hay llaves.
—Virgilio no ha llegado –dice El Pollo refirién-
dose a su inquilino.
Los chicos han decidido calmarse y esperar echa-
dos sobre un descampado, mirando el paisaje. Lan-
zan sobre la grama sus bolsos y caen redondos
encima de ellos. Descansan. Humean. Hache y Flora
reanudan su discusión, El Pollo sonríe y acaricia a
uno de los perros. Anochece. Alguien, con la res-
piración entrecortada, pronuncia dos palíndromos.
—Cuando fumo no pienso desde acá desde la
frente, pienso desde acá, casi desde la nuca –dice
una voz masculina.
—Eso es por la flor –contesta una de las chicas.
—¿Qué flor?
—La que se le abre a todo el mundo cuando
fuma. Se abre justo ahí donde tú dijiste: casi en la
nuca. ¿No sientes cómo se expande?
—Sí, como debajo del agua.
—La flor te hace pensar en cosas exactas.
—¿A qué te refieres cuando dices «cosas exactas»?
—Me refiero a la lucidez.
—¿Te refieres a decir cosas con extraordinaria-
lucidez?
—¿A qué te refieres cuando dices decir cosas
con extraordinaria-lucidez?
—A la voces femeninas.
—Claro, es que las mujeres siempre tienen la
flor abierta.

Los ladridos anuncian la llegada de Virgilio, un


viejo con las manos sucias que, según El Pollo, fue

122
  

a dar a aquel sitio huyendo del lugar común que


es romper con el pasado. Un hombre que ha apren-
dido a conocer el páramo en su soledad; en la
soledad de esta casa, que son cuatro paredes (tal
cual), donde sólo vive él. Aquí donde no hay sino
rayados unos dibujos en las paredes: hadas, hon-
gos, escuchar el silencio y las cosas de siempre.
Trabajará Virgilio, piensa uno. Dormirá en uno
de estos rincones y beberá miche, como hace aho-
ra mismo, con esa radio encendida todo el tiempo;
moviéndose como si bailara mientras los demás
cocinan y recordando en voz alta que antes ha
vivido en Porlamar, Calabozo, El Tigre y La Cande-
laria. Cuando muera nadie vendrá a acordarse. Sin
embargo, Virgilio resulta inolvidable.
Los chicos preparan la cena. Las chicas acomo-
dan el lugar donde van a dormir. Todos comen
con ansiedad, con hambre. Todos se sacian y el
alimento acaba con la tensión.
Una alfombra de grama rodea la casa. Sobre
ella se arrojan, boca arriba. La luna redonda y blanca
prende la montaña clara. Los picos enfrente se re-
velan quietos. El frío justo en la mano de un ánima
roza sus caras. Ninguno huye de las lágrimas mu-
das. Nadie deja de abrigar el sereno calmoso de
esta noche. Es aquí esa otra parte donde está la
vida. Es aquí la parsimonia.

8
El sol de esa mañana pegó fuerte. Desde afuera
Virgilio nos llamó gritando. Salimos aún dormidos
y asustados por el escándalo y tanta prisa: los pe-
rros habían desenterrado un revólver viejo y oxi-
dado. La noticia no pareció alarmar a nadie, ex-

123
  

cepto a mí. A mitad de desayuno, me hice el curio-


so y pregunté quién había sido el antiguo dueño
de la casa. Un tal Malaquías, respondió El Pollo.
Malaquías, repetí, qué nombre tan raro.

9
Desde ahora y para siempre se tendrá que ha-
cer cargo de su hermana y de su hermano, cuenta
Virgilio que en pleno velorio le dice a Malaquías
su abuelo, pero miente. Todos sabemos que Virgi-
lio está inventando lo que dice. Malaquías apenas
tiene 15 años, y a esa edad uno todavía no entien-
de cosas. Sabe que no será responsable de nadie,
que se convertirá en un maldito inmediatamente
después de enterrar a la mamá. Listo.
Su hermana Rosa, dice Virgilio, la del medio,
descubre que sangra una vez al mes y se pone a
tirar como loca con media montaña. A los trece ya
está preñada. Cuando Malaquías se entera, le da
una tunda que la deja inconsciente dos días; al
tercero, Rosita se para con unos dolores en el vien-
tre y, como puede, se lava la cara y baja a Mérida.
Más nunca se le ve por La Poderosa.
Alí, el hermanito mudo, el más pequeño, ha
aprendido –viendo a su madre– a hacer croquetas
de apio. Todas las tardes están ya listas casi cien
croquetas. Alí baja cada día a venderlas procuran-
do salir de todas; así evita que Malaquías lo insulte
y lo deje sin cena. Llega muerto cada noche y, sin
protestar, le da todo el dinero de la venta a su
hermano mayor que, a esa hora, desaparece cues-
ta abajo a gastárselo en putas y piedra.
Malaquías descubre los hongos desde mucha-
cho. Cuando pasa días sin bajar es porque ha tra-

124
  

gado y se queda deslumbrado en la parte de atrás


de la casa. Allí puede pasar horas respirando con
los árboles: sintiendo cómo el pecho se le abre en
cuatro partes cada vez que toma aire, y cómo se le
cierra en cuatro más cada vez que lo bota. Disfruta
ver el cielo. Me dice que la luna se le mete por la
frente y, como un vidrio al que le pega la luz, con-
sigue ver un pocote de colores que salen de su
cabeza. Según él, a veces puede distinguir el color
de lo que tiene en la mente.
Una tarde, un viejo campesino, vecino de la
casa, le ofrece un revólver antiguo por un precio
muy bajo. El viejo sólo quiere unos cuantos reales
para tomar miche y mascar chimó. Malaquías tiene
el dinero y se lo compra. Guarda el revólver por
semanas en el interior de una gaveta, hasta el día
en que lo saca para matar a Alí, que llega de ven-
der croquetas y al que Malaquías confunde con
Trentis, un duende que si pisas ya no dejas Mérida
jamás, como dicen aquí en el páramo.
Al principio somos amigos, me dice Malaquías
hablando de Trentis, dice Virgilio, yo trago cham-
pis y él aparece para mostrarme dónde puedo con-
seguir más; pero después él se pone a jugar a que
es mi papá, y a mí no me gusta esa vaina. Yo-no-
soy-hijo-de-ese-duende-marico… Dígame usted, ¿yo
me parezco a ese enano pinga?
Una noche Malaquías ve embelesado un bom-
billo desde hace horas. Trentis, como un apareci-
do, empieza a incomodarlo. Yo soy su padre, es-
cucha que le dicen una y otra vez con un timbre
de vieja. Yo soy su papá y usted es mi bebé…,
chilla la voz del duende. Usted es mi hijo.
Malaquías entra a la casa sin cerrar la puerta y

125
  

se mete bajo las sábanas. Unos pasos se acercan al


portal. Malaquías saca el revólver de la gaveta y
dispara a la figura que se ha asomado a la puerta.
El corazón de Alí se desintegra. Nadie lo sabe ja-
más, excepto yo, miente Virgilio. Malaquías nunca
me dice qué hace con el cuerpo; lo que sí me
muestra una noche es el lugar donde ha enterrado
el revólver.
Nunca un hijo de Trentis fue tan desalmado.

10
«Si quieres ser feliz como me dices, no poetices,
Horacio, no poetices». Lo anterior lo lee él, y lo lee
echado en el mismo lugar donde ayer reposó la
cena con los demás: un espacio que –ahora se da
cuenta– es como un montículo. Cercado por una
docena de cúspides en una ofensiva silenciosa, cie-
rra el libro para no abrirlo más. Recuerda la sen-
tencia que ha leído y, como hojas de plátano se-
cas, sus pensamientos van cayendo uno encima
del otro. Siente progresivamente a sus sentidos des-
calibrarse. Empieza a creer que miles de hormigas
le caminan por la cabeza, por dentro de la cabeza.
Su mente no para de especular incoherencias. Se
ve ocupado, se cansa. Piensa en el aro violeta que
rodea en el tallo a los hongos. Un hueco insonda-
ble, al que El Pollo llama «mala tripa», se le abre a
mitad de pecho.
—¿Ves todo blanco? –escucha que le dicen des-
de una corneta que tiene metida en el cerebro.
—Sí, blanco con rayas verdes –le dice al aire.
—¿Todo blanco con rayas verdes o todo verde
con rayas blancas?
—Es lo mismo.

126
  

—No es lo mismo, animal. Es como una tela:


siempre es blanca antes.
—Todas las cosas son blancas antes. El blanco
es el principio, es nada. El blanco es el color del
fondo de las cosas.
—¿De allí vendrá la expresión «diste en el blanco»?
—¿Eso no tiene que ver con los dardos?
—…
—Quisiera grabar esto para después escribirlo.
Me hastía estar falto de imaginación.
—Falto de memoria, querrás decir.
—Exacto, acabas de dar en el blanco.
Le ruega a Flora, la única que tiene intenciones
de bajar a Mérida ese día, que se vayan ya. Ella
ahora no quiere escucharlo. La convence. Le cues-
ta, pero la chica en algún momento se digna a
bajar. Lo hacen. En el camino hay vacas que son-
ríen. Llovizna y se mojan. Ella toma un autobús vía
San Rafael de Mucuchíes y él, sin mucha fe, coge
una cola en la parte trasera de una pick-up que lo
deja prácticamente tirado en un pueblo fantasma
que se llama Tabay. No puede tener certeza de
que lo que vive esté pasando. Cae la noche y llue-
ve fuerte. Todos los días llueve en Mérida, piensa.
Llega inquieto a pleno centro de la ciudad, de no-
che. Son las nueve, él creyó que eran las tres. Tie-
ne poco dinero y hambre.
—Escritas palabras infinitas hay –dice quien lo
sigue.
—¿Eso es de Garcilaso? –pregunta sin voltear.
—Hay escritas infinitas palabras.
—Eso sí es de Garcilaso.
—La forma sintáctica que le da a la oración es
buena. Se siente algo mitológico que brota, algo

127
  

así como ancestral, como de un inconsciente co-


lectivo. Es raro, pero de belleza nueva.
—Te escuchaste con eco –piensa, pero se oye.
—Me gusta esa palabra. Eco. Se siente en ella
una reminiscencia de la modernidad: la desolación
de nuestro siglo XX.
—¿?
—Repetición del sonido, según los crucigra-
mistas.
—No entiendo nada de lo que veo.
—Esa pequeña frase de sintaxis tonta y elemental
me remite a aquellos simpáticos y burdos anun-
cios pegados en los vidrios de las unidades de trans-
porte público. Recuerdo, en particular, aquel que
dice: «Que Dios te dé el doble de lo que me deseas
a mí». Entonces, nuestra infalible percepción de
doble sentido nos hace tomar una postura de ti-
rantez hacia el chofer de la unidad, porque nos
desea lo que nosotros le deseamos. Y además, dos
veces. Es absurdo, pero nunca nos tomamos la li-
cencia de la buena voluntad, o de la fraternidad.
Aquello de «Igualdad, fraternidad y libertad» no va
con nosotros. Somos desconfiados. Somos retre-
cheros. Estamos a la defensiva. Como el hombre
primordial cuando engañó al padre Zeus en aquel
famoso banquete. A partir de allí, dioses y hom-
bres ya no conviven.
—Tengo la sensación de que no estás en lo
correcto, pero no recuerdo de qué estábamos ha-
blando.
Alguien, o él mismo, grita con pánico; es como
si en un impulso por el grito todo lo que está a su
alrededor se detuviera. Todos los animales y todos
los carros. Todo lo que aquella noche se mueve

128
  

por el centro de Mérida se paraliza. A mitad de


este silencio unos ojos miran dentro de su boca. A
toda velocidad y en espiral bajan por el interior de
su cuello, descienden por todo su cuerpo, entre su
corazón y sus huesos. Filman, como en el cine, un
millón de colores y de recuerdos de colores atra-
vesados por serpientes y máquinas que trabajan
en silencio.
—Carlos Horacio, dime tu nombre. Dime tu
nombre, Carlos Horacio.

11
Posada El Floridita. Estoy sentado sobre el la-
vamanos, con el brazo extendido a una ventana,
intentando que el aire se lleve el humo. Estoy solo.
Hoy Flora parte a Caracas y de ahí a otro sitio que
no recuerdo. La habitación parece una foto. Flota.
Pudiéramos volver a esta ciudad mañana y encon-
trarla igual. Es un disco y está suspendido. No se
mueve ni envejece. Me duele la cabeza. No se ha-
llan aquí aparatos para medir el tiempo. Esto es
siempre-lo-mismo: la idéntica esfera que descansa
perezosa en el aire sin moverse jamás, sin hacerle
caso a nadie. Un montón de lomas que se han
quedado selladas en el tiempo, hundidas y forja-
das en algún material inviolable. Mérida tiene las
mismas letras que mierda. Mérida como una gran
novela. Me duele la cabeza. Cada vez otra ciudad y
otra mujer, transformándose en el viento. Un esta-
do inanimado, estacionario. Mérida un poco más
allá de los caminos. Rodeada de verde, de marrón
y montaña. Arriba, donde los chinos de cachetes
rojos viven: los hijos de los arrieros y los frailejo-
nes, los nietos del fuego de Comala. Allá en el pico

129
  

en el que vegeta la parsimonia y la templanza. Le-


jos del barullo ciudadano. En aquel lugar, en la
propia cresta de la catedral del mundo, descansa
Mérida: húmeda y quieta, fresca, como los árboles
recién llovidos, como una mujer que recién sale de
la ducha, con el pelo y la entrepierna mojada: olien-
do a Dios; a mata.

12
Ya ni los elefantes se acuerdan de mí.

13
El Pollo está preso. La noche de la despedida
de Flora, mientras le deseo buena suerte entre es-
trujones y llorantinas, El Pollo le compra marihua-
na a unos policías en la 2. Compra casi medio kilo.
Los policías se largan. Minutos después, mientras
El Pollo espera el transporte que lo llevará hasta el
lugar donde Hache lo espera, un convoy de la Guar-
dia Nacional lo detiene. El Pollo está encerrado en
el comando Core Dos desde donde consigue avi-
sarle a Hache, que a su vez llama a Sandy para
pedirle ayuda. ¿Quién coño es Sandy? Sandy es la
hermana de Hache, tiene años viviendo en los
Andes y hace un par de meses que está en Mérida
trabajando con Cine del Oeste en el rodaje de una
película que se llama Tu mamá. La producción
está a cargo de Soledad Montoya, y Sandy es uno
de los tantos que hacen mandados dentro de la
productora; o, como ella dice, es Asistente de Pro-
ducción. De todo esto me entero hoy por boca del
propio Sandy cuando, cruzando una calle –ella en
un sentido y yo en otro–, nos encontramos. Sandy
está acompañada por un chico moreno, de pelo

130
  

enrollado y de facciones duras que me recuerda a


Alexander Nelcha; aunque éste vendría a ser una
versión reducida del basquetero.
A diferencia de los otros merideños que he co-
nocido, el desconocido moreno es verdaderamente
escandaloso: no conoce la voz baja. Además, jamás
habla despacio y nunca está tranquilo. Sin embar-
go, percibo en él a un tipo llano, sencillo dentro de
todo, poseedor de la supuesta ingenuidad del pro-
vinciano, esa simpleza: la inocencia de quien no
vive en Caracas, como dicen. Una candidez, por
cierto, que advierto violada por Sandy; violada con
fuerza, como si se tratara de un candado al que él
le ha caído repetidas veces a martillazos. En fin. Es
la propia Sandy la que me pone al tanto de lo que
ha pasado con El Pollo, y es aquí cuando entiendo
la ausencia de Hache y su esposo la noche anterior
en la despedida de nuestra Flora.
Las cosas suceden así: El Pollo es detenido. El
Pollo logra comunicarse con Hache. Hache llama a
Sandy pidiéndole auxilio. Sandy, gracias a unas gra-
baciones que ha hecho con Cine del Oeste en una
penitenciaría de Mérida y a las buenas relaciones
que conserva con dos de los presos que ahí resi-
den, se comunica directamente con el interior del
calabozo al que va ser trasladado El Pollo y consi-
gue hablar con El Español, uno de los reclusos. Le
dice que un primo va a llegar pronto, le da los
datos y las características de nuestro amigo. El Es-
pañol le promete que, mientras su primo esté ahí,
él mismo se encargará de que nada malo le pase.
Le dice que no se preocupe y que mueva a su
gente lo más rápido posible para sacar a su primo
de ese lugar. Sandy llama a el chico moreno en el

131
  

acto. El chico moreno habla con un abogado: un


ex periquero que acude a unas terapias a las que
él mismo asiste. El abogado pide una elevada can-
tidad de dinero. El chico moreno pide rebaja. El
abogado hace rebaja. El chico moreno y Sandy de-
positan la plata. El Pollo sale, pero antes firma una
caución que lo compromete a no dejar Mérida en
los próximos 6 meses y a visitar, dos veces por
semana, un centro en Tabay donde tratan a droga-
dictos, alcohólicos y a gente con peos mentales.
Todo esto me lo cuenta a mitad de calle el propio
Sandy mientras me muestra dos notas de prensa
que aparecen en dos de los periódicos que circu-
lan a diario en Mérida. Una de ellas relata el arres-
to de El Pollo de esta forma:

Detenido joven por posesión de droga en


barrio Pueblo Nuevo. Alonso Inciarte (26) fue de-
tenido por efectivos de la Guardia Nacional, luego
de una persecución por el centro de la ciudad de
Mérida. La captura se llevó a cabo durante el ope-
rativo Limpiemos de lacras nuestro páramo que se
efectúa en conjunto con la Policía de Mérida.
Para el momento de la detención el delincuente
se trasladaba en un vehículo presuntamente roba-
do, marca Malibú, color rojo, placas MBS-610, año
86. Se le confiscó un arma de fuego calibre 22, que
portaba de manera ilegal, así como también 1 kilo-
gramo de marihuana.
La captura de Inciarte queda enmarcada den-
tro de los recientes logros de la gestión del goberna-
dor Dávila, quien con su eficiente trabajo le ga-
rantiza al pueblo merideño un nuevo clima de
seguridad, en aras del bienestar de sus habitantes.

132
  

La segunda nota va acompañada de una foto


de El Pollo sin camisa, esposado y con la cabeza
envuelta en un trapo que solo deja ver sus ojos. La
foto es en blanco y negro y a mí me causa mucha
risa. Sandy dice que Hache está vencida, que está
desanimada, pero que no piensa volver a la capital
y dejar a El Pollo sin nada en esta ciudad. Mérida
no se acaba nunca, nos gritan desde un carro que
casi nos atropella, y es como si nos gritara el mis-
mísimo demonio desde una poltrona en el infierno.

14
Estoy en la plaza Bolívar mirando hacia el cie-
lo. Escucho un helicóptero pero no lo logro ver.
Siento de pronto un fuerte golpe en la cabeza: al-
guien me ha pegado con la mano abierta. Oigo en
un grito mi nombre. Es el desconocido moreno, el
amigo de Sandy. Me dice que lo acompañe a la
Catedral, que quiere mostrarme una escultura de
Manuel de la Fuente.
—¡Es un Cristo hecho de gentecita! –grita emo-
cionado apenas entramos.
Un ánimo anormal me asalta desde la entrada.
Veo un vitral arriba: se trata de un escudo amarillo
y azul, doce espadas dibujadas que parecen de
oro. Unas columnas altísimas se levantan de lado
y lado. Miro a al desconocido correr y adelantarse.
Examino las paredes. El desconocido me grita des-
de la otra punta de la iglesia para que me acerque
a ver la escultura y yo hago como si no lo escu-
cho. Veo una pared donde está dibujado un Cristo
vestido de blanco, detrás de él se levanta una ciu-
dad con árboles, edificios, carros y siluetas de per-
sonas, incluso distingo una Catedral. Usted está

133
  

aquí, pienso. Veo los restos de San Clemente Már-


tir. «Donados por el Papa PÍO VI al 2do Arzobispo
de Mérida, Monseñor Cándido Torrijos, en 1794».
¡Putas! El desconocido moreno viene a buscarme
desde el otro lado de la iglesia con un gesto mo-
lesto. A mi derecha las columnas se alargan por
un pasillo dándole a la iglesia una forma espec-
tral. La luz entra por encima de los arcos que for-
man las columnas. Es perfecto. El desconocido me
golpea en un hombro y me dice que lo acompa-
ñe, que aún no he visto nada. Estoy mareado. Es-
toy frente a la obra de Manuel de la Fuente. Miro
hacia arriba y distingo una cúpula inmensa con un
círculo abierto por donde entra el reflejo del sol.
Un octógono con ventanas a cada lado: azul claro,
amarillo y blanco.
—¡Mira el Cristo! –dice el chico moreno.
Yo sólo miro hacia arriba, como si alguien se-
ñalara el paso de un avión. Después veo el fulano
Cristo y, en un gesto que advierto inédito, el des-
conocido dice que sabe por qué Mérida es así.
—¿Así cómo? –pregunto.
—Así, pues… Así.
Entonces el chico, de pronto abstraído, se ex-
tiende en un relato que de entrada me intriga y me
perturba. El relato de una secta llamada Los hijos
de la Luna Negra, y que, según él, a mediados de
los ochenta llevaron a cabo un rito en el páramo.
—La secta estaba formada solamente por ellos
tres –dice–. Siempre fue así. Sólo ellos tres. Ella era
la jefa. Los dominaba, los dirigía y los volvió locos
a los dos. Porque estaban enamorados, claro. Y
por eso fue que decidieron hacer eso. Lo hicieron
el domingo 22 de junio de 1986. Escogieron ese

134
  

día por la luna llena. Se fueron al páramo, se sepa-


raron, y a la misma hora, en tres puntos distintos
que desde el cielo formaban los vértices de un trián-
gulo gigante e invisible que rodeaba toda Mérida,
se colgaron. Los tres al mismo tiempo. Como con-
tando uno, dos y tres. Se ahorcaron. Se suicidaron
y entonces sobre esta ciudad cayó una maldición.
Una doña que lleva de la mano a una niña se
nos queda mirando. La iglesia de pronto me resul-
ta sofocante. Nos vamos. Al salir, el chico moreno
dice que todo lo que me ha dicho es broma, que la
culpa de todo la tiene el reloj de la Catedral, y lo
dice señalándolo. Entonces volteo y me doy cuen-
ta que el reloj marca las 5:40.
—Lleva años detenido en ese tiempo –dice.
Siento que dejamos algo dentro de aquella Ca-
tedral, pero no digo nada. Camino sin dejar de ver
la fachada. Los desagües están encima de las ven-
tanas. Son pájaros de acero que me gusta confun-
dir con gárgolas. De sus bocas brota agua sucia.
Parecieran estar escupiendo en la calle, o riéndose
de nosotros.

15
Veo a Inés entrar a la librería Nexos. Entro con el
desconocido. No es Inés, es una chica que en nada
se le parece. Me estoy volviendo loco, digo. Poco a
poco, poco a poco, contesta el chico moreno. Lue-
go coge un libro y lee en voz alta: «Si algo he apren-
dido es que nunca hay que salir de viaje con una
persona a la que no amamos.» Recuerdo a Otto y
por un momento lo extraño. Creo que en el fondo
extraño lo que fui, lo que era, la sensatez con la
que hacía las cosas, el orden. Mérida te vuelve otro.

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  

16
Esta es mi última tarde aquí. Espero a que salga
el autobús. El cielo está totalmente despejado, el
sol es un reflejo que apenas se percibe. El aire
contiene una mudez viscosa; si bien no hace calor.
Estoy en un parque infantil. Me acuno en un co-
lumpio. El desconocido está en el de al lado. Su-
pongo que hacemos un dúo gracioso. El chico ex-
tiende una mano y me acerca un papel, es su
dirección. Nos escribiremos cartas, me dice. Anoto
mi dirección también y se la doy. Estoy seguro de
que jamás nos escribiremos. Somos un par de pén-
dulos aletargados sin ninguna sorpresa. Unos ni-
ños corren alrededor. Adoro la teletransportación,
dice el chico moreno. La imagen que formamos se
espesa en mi memoria: el ocio ante la inocencia, o
ante la felicidad, que viene a ser más o menos lo
mismo, ¿no?

2004

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

   ................................................................................... 


     ........................................................... 
  ............................................................................... 
 : ........................................................................................ 
:           ................. 
    ........................................................................... 
   ....................................................................... 
 ................................................................................................... 
   ............................................................................. 
   ..................................................................................... 

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