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Historia de las Ideas Filosóficas
Desde que hablamos de relaciones entre ciencia y filosofía, estamos vinculando dos
realidades y para saber si hay relaciones entre ambas, en qué consisten o puedan consistir, es
absolutamente imprescindible saber qué es lo que entendemos por filosofía y ciencia antes de
establecer cualquier relación. Es precisamente esta definición previa de los términos lo que ha
faltado en los dos últimos siglos, que son precisamente los siglos en los cuales se han planteado
con mayor agudeza estos problemas entre las relaciones entre ciencias positivas, experimentales y
el saber filosófico.
Les había dicho que el término ciencia, que es el que vamos a aclarar en primer lugar,
supone para poder definirlo, una idea suficientemente clara de lo que es conocimiento a secas, de
lo que es conocimiento verdadero, y de lo que es conocimiento cierto, preciso o exacto (veremos
que hay matices que no deben confundirse). Habíamos comenzado por tratar de aclarar el sentido
del conocimiento, qué es eso de conocer, en qué consiste el acto de conocer y habíamos visto que
no interesa por ahora el tratar de responder al problema del procedimiento o “mecanismo” del
conocimiento humano, sino que nos interesa saber en qué consiste ese acto de conocer. Quien
dice conocimiento dice actividad de la inteligencia, de la mente humana, así lo entendemos en
general, por más que haya quien diga que el conocimiento que llamamos intelectual tiene una
base material imprescindible, etc. (con una concepción materialista por ejemplo), pero de todos
modos antes de todo esto, tenemos que considerar qué entendemos por conocer.
Esto prueba que hay en nosotros, aunque sea a nivel (y esto es muy importante por otras
conclusiones que sacaremos de paso) del conocimiento sensible, de nuestro contacto sensible,
material con las cosas, hay algo en nosotros que no existía antes, que son esas impresiones
auditivas, táctiles, visuales que se dan en nosotros y son contenidas por aquello que los psicólogos
llaman “memoria” de modo tal que el hombre, aun por su mera sensibilidad incorpora parte del
mundo que le es exterior en su interior. Esa incorporación a nivel de conocimiento sensible es una
incorporación, aprehensión o captación física, material. Si uno destruye su capacidad táctil no
percibe nada al tacto; el leproso no percibe por su falta de sensibilidad, entonces se puede quemar
o lastimar, que no va a sentir nada en la medida en que ha perdido esa aptitud de su órgano
sensorial y el ciego de nacimiento no tiene aptitud para captar colores.
Pero hay otras formas de captación, la del ladrón de billeteras, que capta la billetera del
vecino en el colectivo, se apropia de ella, la aprehende eficazmente, la saca sin que el otro se dé
cuenta (si es buen punguista), capta ese bien ajeno y lo incorpora, pero no lo incorpora a su
interior, se apodera del dinero y lo usará, lo guardará, lo gastará, etc., pero nadie duda de que sea
un acto de captación o de aprehensión. Sin embargo, todos vemos de inmediato que la captación
física material de echar mano de un objeto, de apoderarse físicamente de un objeto material, que
es un sentido de captar, nada tiene que ver con la captación a que nos referimos con respecto al
acto de conocer.
Pero ese universo, en el acto de conocer, es un universo que se nos presenta como objeto.
El hombre capta, conoce cosas y nuestra experiencia interna, o lo que los psicólogos llaman
introspección, nos muestra cotidianamente que cuando captamos por vía de conocimiento, esos
objetos que nos rodean los hacemos nuestros, los incorporamos de algún modo a nosotros. Es
decir que así como la casa que veo la puedo reproducir por un juego de mi imaginación y mi
memoria, aún con los ojos cerrados puedo rever las mismas proporciones, los mismos colores, el
volumen, la disposición, etc., de un modo mucho más neto. El objeto que hemos captado, la
realidad que hemos conocido la podemos reproducir incesantemente en nuestro entendimiento o
en nuestra conciencia.
Esto nos dará la certeza de que lo tenemos dentro nuestro, de que hemos incorporado lo
que estaba allí como mero objeto tirado delante nuestro (eso es objeto en latín, objetum es lo que
está ahí, echado frente a uno), y que pasa de algún modo, sin dejar de ser ese mismo objeto, por el
acto mismo del conocer en esa apropiación del conocer, a formar parte de nosotros. Es evidente
que algo cambia en nosotros, cuando un amigo nos presenta a una persona, el conocimiento de
esa nueva realidad, de otro sujeto, si bien tiene sus matices peculiares, y puede haber afinidad o
no, puede despertar una serie de disposiciones de tipo afectivo, etc. Sin embargo, desde el punto
de vista del mero conocimiento, esa captación de una realidad nueva, que puede tener en el caso
de una persona, nombre y apellido concreto, algo modifica en nosotros, y ahora lo importante es
saber qué es lo que modifica, en qué medida nos modifica, pero evidentemente no somos lo
mismo que éramos cinco minutos antes de conocer a esa persona, es decir, ahora contamos en
nosotros con una experiencia, con un conocimiento más, que puede ser más o menos perfecto,
más o menos preciso, más o menos agradable o positivo, etc. En el acto de conocer, toda captación
de una realidad nueva incorporada de algún modo en nosotros, supone alguna modificación
cualitativa, en el sujeto que conoce.
Lo que me interesa aclarar ahora, para precisar más este concepto general del conocer es en qué
medida esa captación o aprehensión intencional que se dá en el acto del conocimiento, difiere de
otras operaciones humanas donde también se aprehende la realidad, y de un modo muy concreto.
En lo de intencional, hay que distinguir dos sentidos que no debemos confundir.
Intencionalidad del acto de conocer y no modificación del objeto por el acto de conocer
Hay que distinguir la intencionalidad de que hablan los contemporáneos como una
propiedad del conocimiento humano, que es esta mera referencia a cosas, a objetos. Conocer es
conocer algo, ese “algo” que añadimos al conocer como actividad humana es el contenido
intencional. Conozco cosas, objetos, todo conocimiento es conocimiento de cosas, y ésto es en
cuanto al acto de conocer. Hay otro sentido, que es mucho más usual de intencionalidad o de
intención que es de orden práctico y que nada tiene que ver en este momento con lo que estamos
diciendo con respecto al conocimiento humano, y que se dá cuando decimos que fulano de tal
cometió tal acto intencionalmente, lo hizo porque quiso, se propuso hacerlo, o cuando decimos
que fulano de tal golpeó a una persona sin intención. Allí distinguimos una intención o una falta de
intención práctica, una decisión de hacer, o una no decisión de hacer algo que de hecho se hizo, y
la ley tiene en cuenta toda esa gama de intenciones prácticas cuando distingue un asesinato del
hecho que produce un ebrio que conduce un auto y elimina a un peatón, sin intención pero con
una culpa parcial, ya que si estaba en estado de ebriedad no podía conducir razonablemente,
entonces es responsable de su ebriedad y no lo es de un asesinato propiamente dicho, y la ley, el
juez y toda la administración judicial debe tener en cuenta toda esa complejidad de la vida
humana.
En esos casos que enumero, se dan intenciones prácticas, es otro sentido muy distinto al
del término intención, que etimológicamente significa “tender hacia”, in tendere, es tender hacia, o
tender dentro de, hacia adentro de algo. Pero hay una intención del conocimiento por la cual yo
tiendo al objeto para captar lo que el objeto es, mientras que la intención práctica, que afecta mi
voluntad, mis sentimientos, etc., es una intención de ir a las cosas para modificarlas, para hacer
algo con ellas, es una intención de acción, mientras que la intención que nos interesa ahora cuando
decimos que todo coocimiento humano es intencional, es simplemente como referencia a un
objeto, conocemos cosas. En el fondo Hüsserl y la fenomenología se oponían, por lo menos en
principio, al planteo idealista, que consideraba que el conocer era una cierta producción de la
realidad, es decir que conociendo se fabrica el objeto.
Lo que nos interesa ver ahora es en que difiere esa aprehensión propia del conocer, de
toda otra forma de aprehensión, puesto que hemos visto que hay otras tales como la aprehensión
del punguista de la billetera del vecino, estas mismas intenciones prácticas de quien obra con
decisión personal o carente de ella, etc.
Para aclarar el concepto podemos tomar como punto de referencia otra actividad
aprehensiva fundamental en el hombre que presenta una gran similitud con el acto de
conocimiento en un punto preciso y una gran discrepancia respecto de otro aspecto. Ese acto es el
de la nutrición: uno come, se alimenta, para alimentarse hay que captar cosas, no sólo captarlas
con la mano sino captarla interiormente, porque en el acto de nutrirse, el sujeto capta cosas, se
apropia de cosas y las interioriza. Un bife de lomo se incorpora a nuestra substancia, forma parte
de nuestro ser, y la cosa ya se complica un poco con el acto de conocer porque en este último,
aquella imagen o idea de otra persona que adquirimos por vía de conocimiento, la hacemos
nuestra por medio de la captación intelectual.
Sin embargo, hay una gran diferencia entre la asimilación digestiva y la asimilación propia
del conocimiento. Esta diferencia radica en que en el acto de conocer, para poder conocer, para
que el conocimiento sea posible, es absolutamente indispensable que antes y después de mi acto
de conocer el objeto siga siendo el mismo, mientras que para que la nutrición sea posible es
absolutamente imprescindible que el objeto deje de ser lo que era para transformarse en otra
realidad que de hecho es mi realidad de sujeto de nutrición. El bife de lomo es incorporable al ser
humano por medio de la ingestión, pero a condición de dejar de ser lo que era y transformarse en
parte de otro sujeto. Sin eso no hay nutrición, esa es la definición misma de la digestión, ese hacer
nuestro al objeto, comestiblemente, paga un precio concreto, que es el de dejar de ser lo que el
objeto era. En el acto del conocer para que haya conocimiento es imprescindible que la cosa no
deje de ser lo que era. Esto tiene mucho que ver con el planteo filosófico del idealismo, es decir, el
considerar si la cosa que está ahí mientras yo la veo, y que es tal cual yo la veo, dentro de media
hora, o cuando yo miro a otro lado, sigue siendo lo que yo percibí que era. El acto de conocer
supone la no modificación del objeto conocido, porque si el acto de conocer fuera en su
apreciación algo parecido a la asimilación nutritiva, ocurriría que a medida que el sujeto va
conociendo un objeto, éste se iría modificando progresivamente. Si el conocer implicara una
modificación del objeto conocido en cuanto conocido, llegaríamos a esta paradojal consecuencia
de que nadie conocería nunca nada por la sencilla razón de que si a medida que conozco una mesa
o un reloj, la mesa o el reloj van dejando de serlo aunque sea en parte, cuando yo agote o
perfeccione mi conocimiento de mesa o reloj, ya no queda nada de estos objetos y entonces yo
conozco algo que ya no existe.
Esto nos muestra que el conocimiento, como dice el filósofo Husserl es intencional, el
conocimiento es tan conocimiento de cosas reales que no puede afectar esas cosas por el simple
acto de conocerlas. Yo no agrego nada al objeto con mi acto de conocer por el simple hecho de
conocerlo. Esta no es una reflexión nada ingenua, por las enormes consecuencias que tiene. Las
primeras respuestas que demos a estos problemas condicionan enormemente las posibles
respuestas a muchos otros problemas particulares, de ahí que no sea nada inocente el que
concibamos la actividad del conocimiento humano como una actividad que no modifica la cosa a
medida que se la conoce. La alternativa es la siguiente: o yo conozco las cosas o no las conozco,
pero si las conozco es absolutamente indispensable que con mi acto de conocer no modifique el
objeto conocido. Si lo modifico, carezco de conocimiento.
Esto es algo particularmente difícil para el hombre del siglo XX, porque siendo ésta una era
de formidables progresos tecnológicos, el hombre se acostumbra a concebir la realidad o su
contacto con las cosas en términos de una utilización concreta posible, y aún la actividad científica
más desarrollada y perfecta sólo interesa a la inmensa mayoría de la gente en la medida en que
eso pueda lo antes posible ser utilizable y aplicable en nuestras propias generaciones. Es el caso de
la teoría de la relatividad en su versión restringida formulada por Albert Einstein en 1905. Esa
teoría que sólo inquietó a 20 o 25 físicos que en el mundo han sido allá por 1905, recién tuvo
importancia o vigencia a los ojos del mundo entero en 1945 a través del lamentable episodio de
Hiroshima y Nagasaki, porque allí se vio que la teoría, era no sólo verdadera, sino que “funcionaba”
y “explotaba fuerte”. Sólo entonces la gente dijo “qué genialidad”, ya que la contundencia del
efecto práctico tecnológico aparecía y suele aparecer ante los ojos nuestros como una prueba de la
verdad de un enunciado teórico que sólo importó a un reducido número de físicos, pero a la
opinión pública lo que la conmovió fue el resultado práctico. Solemos reaccionar así, cosa que es
natural en ciertas cosas, pero es bastante lamentable en ciertas otras, y una de las cosas
lamentables es pensar que la actividad del conocer alcanza o no alcanza un contenido de verdad
solamente en la medida de su directa o inmediata utilización o aplicación a las necesidades
concretas de la vida, porque con eso se deforma la actitud de respeto que el hombre, en su
actividad cognoscitiva debe tener naturalmente por las cosas. El acto de conocer supone, para ser
posible, un profundo y total respeto por la realidad dada. Lamento insistir en éstas cosas que son
superelementales, pero si lo hago es porque uno constata a través de los años que son pocos “los
locos” que las enuncian. Asimismo, de las respuestas que demos a éstas primeras preguntas,
depende en un grado enorme las respuestas que daremos a infinidad de problemas mas concretos,
incluso problemas de acción; problemas de conducta; problemas normativos en la ética, en el
derecho; problemas de organización de la vida social. Todo eso depende de éstas respuestas
básicas a los problemas eternos que el hombre se replantea de generación en generación y uno de
ellos es el eterno problema del conocer.
El idealismo filosófico se da a partir del filósofo francés Descartes, hasta el filósofo alemán
Kant, sobre el cual es importante volver a insistir ahora porque tiene una enorme importancia en la
filosofía del derecho. Un continuador de Kant es Hegel (Kant está definidamente en esa actitud
productiva de la razón, del conocimiento humano); para Hegel, la actividad del pensar (Hegel no
habla del conocer, sino que habla fundamentalmente del pensar, y éste matiz no es gratuito, tiene
su importancia, pero de todos modos hablaremos de pensar como un sinónimo de conocer), es un
pensar constructivo, de allí que se hable en los manuales de filosofía hegeliana o del idealismo
hegeliano como el idealismo absoluto, porque Hegel tuvo el mérito en pleno siglo XIX de
desarrollar ésta posición idealista en materia de conocimiento hasta sus últimas consecuencias.
Hegel dice respecto de esa relación sujeto-objeto en el acto de conocer, que no es tal
como la consideraba la filosofia griega, la filosofía de la antigüedad, incluso toda la filosofía
occidental hasta el Renacimiento, no es una actitud de ver las cosas tal cual las cosas son, sino que
para Hegel en el acto de conocer, el sujeto o la conciencia del sujeto crea el objeto, lo produce, lo
hace existir, así por ejemplo, si yo pienso “mesa” la mesa existe porque yo la pienso, y si pienso
“hombre” en vez de “mesa”, la mesa deja de existir porque ya no está mas en mi conciencia, sino
que lo que existe, por obra y gracia de mi conciencia (esto es lo importante) es “hombre”. Es decir
que el pensamiento que para la filosofía griega era un inmenso receptor de realidades dadas, que
existían con total independencia de la actividad subjetiva del conocer, se transforma en un sujeto
productor de realidades, no asimila lo que ya está antes e independientemente de mi
conocimiento (que es el planteo realista), sino que para el idealismo es la conciencia del sujeto, o
el hombre a secas, cuando conoce el que fabrica, produce las cosas.
Para una filosofía idealista ustedes no están allí donde se sientan, lo están sí para mí,
porque ustedes están en la medida en que yo los tengo presentes, no sólo como oyentes que me
escuchan sino como realidades a las cuales mi actividad intelectual se dirige en éste preciso
instante. Si yo en éste momento saliera del salón y ustedes permanecieran aquí, ustedes dejarían
de existir realmente, y lo mismo ocurriría conmigo en relación a ustedes, es decir yo existo para
ustedes en la medida en que ustedes me escuchan o en la medida en que van siguiendo lo que yo
voy desarrollando, o sea que hay una especie de diálogo de contenidos o actitudes intelectuales.
Pero en la medida en que ustedes piensen en cualquier otra cosa o persona yo dejo de existir.
Yo comprendo que en una primera formulación, la reacción inmediata, es decir, que esto
es “cosa de locos”. Hay un fundamento para ésta reacción que se basa en una repugnancia natural,
por eso veremos mas adelante cómo en el desarrollo del pensamiento filosófico se pudo llegar a
sacar con el correr de los siglos una conclusión tan extrema en materia de conocimiento como ésta
del idealismo hegeliano. Éste último tiene una importancia tan tremenda que uno la sospecha o la
comprueba cotidianamente sin saber cuál es el punto de partida. Cuando uno piensa que del
idealismo de Hegel, que les acabo de resumir en términos muy generales, sale el materialismo
marxista con todas sus implicancias teóricas y prácticas, ya lo “sueños” o las construcciones
hegelianas tienen importancia y vigencia histórica aún hoy en 1972 y en el plano de la organización
social, política, económica y cultural de nuestra vida cotidiana. Si les señalo ésto es simplemente
con el objeto de despertar en ustedes una actitud precisamente de índole filosófica en el sentido
de no reaccionar de buenas a primeras con el aire del ciudadano típico del siglo XX que en la era de
la tecnología piensa que lo que no se aplica, lo que no se cuenta y se mide no interesa, ya que sí
interesa aunque muchas de estas cosas ni se cuenten ni se midan en un principio, porque la
repercusión histórica que tienen, no necesariamente las grandes doctrinas de los filósofos, sino
también los grandes errores filosóficos, para las generaciones futuras son enormes, de ahí que
haya una enorme responsabilidad en el hecho de filosofar y difundir filosofía, porque uno sabe en
qué comienza y nunca sabe en qué puede terminar la cosa.
Este planteo aparentemente brutal, absurdo, anti-natural del idealismo hegeliano, sin
embargo tuvo y tiene repercusiones históricas muy considerables. Este idealismo consiste en
definir la actividad del conocimiento como lo que definimos hace un rato como asimilación
nutritiva, el sujeto en su actividad de nutrirse según dijimos, asimila el alimento pero lo destruye,
es decir, lo hace otra cosa, por así decirlo; fabrica de nuevo el objeto, en otros términos, ese sujeto
que se alimenta, recrea en sí mismo el alimento, lo hace ser otra cosa, lo hace carne de su carne y
hueso de su hueso. Pero lo importante estriba en la actitud del conocer, si yo conozco con esa
asimilación activa que destruye, deforma, modifica el objeto para incorporarlo, necesariamente me
adhiero a un planteo de tipo idealista. Si por el contrario comprendo que la actividad del conocer
supone un respeto total, una no modificación total del objeto por el simple hecho de ser conocido
por mí, esa es una actitud realista.
Antes de pasar a ese tema, resumo muy rápidamente lo que vimos sobre conocimiento. La
actividad de conocer es una asimilación, una captación de las cosas, captación intencional de
objetos, pero esa captación es de tal naturaleza que no modifica al objeto por el solo hecho de ser
conocido. Vean ustedes que de hecho lo mismo ocurre cuando vemos las cosas, cuando vemos la
puerta del fondo o la mesa, nuestras retinas se impresionan con esa sensación luminosa que se
traduce en un color determinado, pero por mi acto de ver, que es un acto sensible, material, de
ningún modo modifico la puerta o la mesa, si hay algo que se modifica de algún modo es mi órgano
de visión y no el objeto visto. Con mucha mayor razón ésto que ya es real a nivel del conocimiento
sensible se dá al nivel del conocimiento intelectual, donde yo no capto sensaciones, datos
sensibles del objeto a través de mis órganos sensoriales, sino que capto la esencia de las cosas, es
decir, lo que es “casa”, lo que es “puerta”, lo que es “hombre” cuando logro forjar en mí la idea, el
concepto o la esencia de la realidad captada.
En esa actividad del conocer hay una identificación entre sujeto y objeto, la cosa sigue
siendo lo que era, con independencia de mi acto de conocer, la casa es casa, la mesa es mesa, etc.
Hemos dicho que para conocer hay que respetar la cosa integralmente, no la puedo modificar pues
si la destruyo no la conozco. En ese conocimiento, en esa asimilación el sujeto intenta captar la
cosa tal cual la cosa es en sí misma de modo tal que hay como una identificación entre lo que la
cosa es y mi representación interior del objeto o cosa conocida. Hay una identidad no absoluta ya
que todas las cosas humanas tienen sus mayores o menores imperfecciones y nunca son
absolutamente perfectas, de ahí que mientras el hombre vive, puede conocer más y más cosas, y
las mismas cosas que conoció a los 3 años puede volver a conocerlas a los 90 años de un modo
más perfecto o más rico, pero siempre las mismas cosas, y los sabios más eminentes de todos los
tiempos son precisamente aquéllos que reconocen con más énfasis que nadie, que siempre caben
mayores posibilidades de conocer las cosas, de apropiárselas, de incorporarlas mentalmente de un
modo más perfecto, más completo, más profundo.
Hay que distinguir esta idea de la imperfección propia de nuestro conocer como de
cualquier otra actividad humana, de la imposibilidad de alcanzar por lo menos cierta verdad
respecto de las cosas; en otras palabras, una cosa es decir que no conozco nada perfectamente y
otra cosa es decir que no conozco nada de nada, o que no puedo alcanzar la menor verdad
respecto de ningún objeto. Yo puedo saber algo de algo, y de ninguna manera ese saber agota las
posibilidades del objeto, y el mejor ejemplo de esto es el de las relaciones humanas, las relaciones
de amistad, aún en nuestros mejores amigos, cuanto más íntimamente nos vinculamos, más
descubrimos que hay una especie de misterio ambulante en el otro y recíprocamente en nosotros
mismos. Uno mismo nunca termina de conocerse a fondo.
Les doy un ejemplo deliberadamente elegido, ya que la simplicidad de conocer una mesa,
que ya es una actividad muy compleja, no tiene nada que ver con la complejidad de conocer a otra
persona, que como realidad es infinitamente más compleja que la realidad de la mesa. Desde ya a
la mesa no la conozco totalmente, plenamente, pero esto no quiere decir que cuando yo hablo de
mesa digo disparates o me equivoco todo el tiempo, y esto es muy importante porque es un
sofisma muy actual y que como todo sofisma es muy burdo. Una cosa es decir que no podemos
conocer nada con absoluta perfección y otra cosa es decir que no podemos conocer nada de nada.
Esto último es lo que se llama el escepticismo absoluto, es decir, el afirmar que el hombre no
puede conocer absolutamente nada de ningún objeto, o sea que no puede alcanzar la verdad, y lo
primero que se dice en general para sostener este tipo de planteo es decir que uno nunca acaba de
conocer las cosas, pero lo que ocurre es que se pasa de un sentido a otro completamente distinto.
Si se sostiene que no se conoce nada de nada, en primer lugar lo que debe hacerse es callarse la
boca, pues si uno habla para explicar algo, ya está contradiciendo su total incapacidad de alcanzar
la verdad.
Sócrates no dudaba de todo, la duda total es una actitud muy poco frecuente en la antigüedad, y sí
es metódicamente frecuente a partir del siglo XVI con Descartes. La actitud de duda universal es
una actitud propia de la mente moderna, posterior al Renacimiento mismo, y surge
metódicamente con Descartes en el siglo XVI y culmina curiosamente con el idealismo absoluto de
Hegel en el siglo XIX.
Capítulo V:
El orden social
(moral social: derecho)
(APÉNDICE: ORDEN NATURAL Y PERSONA HUMANA)
La cultura moderna ha ido perdiendo gradualmene el sentido del orden a medida que la
filosofía se fue desvinculando de la realidad cotidiana para refugiarse en un juego mental, sin
contacto con las cosas concretas. Como consecuencia de este proceso histórico, el hombre fue
reemplazando los datos naturales de la experiencia con las construcciones de la razón y de la
imaginación.
Así han surgido en los últimos dos siglos diversas doctrinas, a veces opuestas entre sí, pero
cuyo común denominador consiste en la negación de un orden natural.
El materialismo positivista, el relativismo, el existencialismo, coinciden en negar la
regularidad, la constancia, la permanencia de la realidad y, en particular, la existencia de una
naturaleza humana y de un orden social natural que sirvan de fundamento a las normas morales y
a las relaciones sociales.
El materialismo positivista sostiene que todo el universo, tanto físico como humano, está
constituido por un único principio que es la materia. Afirma que la materia está en movimiento y
trata de justificar la variedad de seres de toda especie que existen en nuestro planeta, diciendo
que las diversas partículas materiales van cambiando de lugar, se asocian como consecuencia de
fuerzas mecánicas que se irían combinando por un azar gigantesco. El azar cósmico es erigido para
poder negar la existencia de Dios y su inteligencia ordenadora del mundo.
En todos estos apóstoles del cambio por el cambio mismo, el rechazo de la Naturaleza y su
orden procede de un mismo error fundamental. Participan de la falsa creencia de que hablar de
“esencia”, de “naturaleza”, de “orden”, implica caer en una postura rígida, inmóvil, totalmente
estática. Esto es totalmente gratuito, pues no hay conexión alguna entre ambas afirmaciones.
El problema real consiste en explicar el cambio, el movimiento. Para poder hacer debemos
reconocer que en toda transformación hay un elemento que varía y otro elemento que
permanece. Si así no fuera, no podríamos decir que un niño ha crecido, que una semilla ha
germinado en planta o que nosotros somos los mismos que nacimos alguna vez, hace 20, 30 o 70
años. Si nada permaneciera, tendríamos que admitir que el niño, la planta o nosotros mismos,
somos seres absolutamente diferentes de aquellos. Para que haya cambio debe haber algo que
cambió, es decir, un sujeto del cambio. De lo contrario, no habría cambio alguno.
La filosofía cristiana opone a estos errores una concepción muy distinta y conforme a la
experiencia. Más allá de cada cambio, hay realidades permanentes: la esencia o naturaleza de cada
cosa o ser. La evidencia del cambio no sólo no suprime esa naturaleza sino que la presupone
necesariamente. La experiencia cotidiana nos muestra que los perales dan siempre peras y no
manzanas ni nueces, y que los olmos no producen nunca peras. Por no sé qué deplorable
“estabilidad” las vacas siempre tienen terneros y no jirafas ni elefantes y, lo que es aún más
escandaloso, los terneros tienen siempre una cabeza, una cola y cuatro patas. Y cuando en alguna
ocasión aparece alguno con cinco patas o con dos cabezas, el buen sentido exclama
espontáneamente: “¡Qué barbaridad! Pobre animal, ¡qué defectuoso!”. Reacciones que no hacen
sino probar que no sólo hay naturalezas sino que existe un orden natural. La evidencia de este
orden universal, es lo que nos permite distinguir lo normal de lo patológico, al sano del enfermo, al
loco del cuerdo, al motor que funciona bien del que funciona mal, al buen padre del mal padre, a
la ley justa de la ley injusta.
El simple contacto con las cosas nos muestra, pues, que lo natural existe en la intimidad de
cada ser. Esa naturaleza es la explicación de las operaciones y actos de cada ser. Porque la hormiga
es lo que es, puede caminar y almentarse y defenderse como lo hace; porque el hornero es como
es, puede construir su nido tal como lo hace; porque el hombre es como es naturalmente, puede
pensar, sentir, amar y trabajar “humanamente”.
Pero la ciencia nos aporta una confirmación asombrosa a la constatación no sólo de que
cada ser tiene una esencia o naturaleza sino de que esa naturaleza no es el fruto de un Azar ciego,
sino que posee un orden, una jerarquía, una armonía que se manifiesta en todos los seres y en
todos los fenómenos.
La simple observación nos muestra, en efecto, que hay leyes naturales que presiden los
fenómenos físicos y humanos. El hombre siempre se ha admirado de la regularidad de la marcha
de los planetas, de las innumerables constelaciones; siempre se asombró del ritmo de las
estaciones, de las mareas, de la generación de la vida. Pero el progreso científico actual, la física y
la química contemporáneas nos dicen que una simple molécula de proteína contiene 18
aminoácidos diferentes, dispuestos en un orden bien estructurado. Una sola molécula de albúmina
incluye decenas de miles de millones de átomos, agrupados ordenadamente en una estructura
disimétrica. Hoy sabemos que un ser vivo está constituido principalmente por moléculas de
proteínas que contienen entre 300 y 1000 aminoácidos. Las transformaciones químicas de las
células son catalizadas por enzimas, que a su vez poseen estructuras particulares. Un solo
organismo unicelular posee una multitud de proteínas a más de los lípidos, azúcares, vitaminas,
ácidos nucleicos. ¿Cómo explicar entonces a la luz de estas constataciones que la estructura íntima
de la materia en sus niveles es más elementales exige un ordenamiento tan perfecto, tan delicado,
tan constante, para poder producir el más simple de los seres vivos? Si a ello sumamos la
existencia no de uno sino de millones de millones de organismos monocelulares y la complejidad
pavorosa de los organismos más complejos, ¿cómo sostener que un Azar ciego preside tanta
maravilla? El moderno cálculo de probabilidades prueba la imposibilidad de una pura combinación
fortuita.
Desde la más remota antigüedad, los hombre han reconocido que la validez de ciertas
normas de conducta escapaban al arbitrio de los legisladores humanos y tenían un origen superior.
La Antígona de Sófocles, heroína del derecho natural, enuncia claramente esta creencia común a la
Antigüedad: hay leyes de origen divino, que deben ser respetadas por los gobernantes. Por su
parte Cicerón lo expresó claramente en el De Legibus: “En consecuencia, la ley verdader y primera,
dictada tanto para la imposición como para la defensa, es la recta razón del Dios supremo” (II, c.V,
11).
Los pueblos de la antigüedad, situados históricamente antes de la Encarnación de Cristo,
participaban, pues, de la convicción de que existe un orden natural emanado de Dios y que es
principio de regulación moral de los actos humanos.
Podemos decir que el derecho natural “es lo que se le debe al hombre en virtud de su
esencia”, esto es, por el simple hecho de ser hombre. El derecho natural incluye un conjunto de
principios o normas que todo hombre por ser tal puede considerar y exigir como suyo, como algo
que le es debido.
El Papa León XIII lo ha expresado claramente al decir: “Tal es la ley natural, primera entre
todas, la cual está escrita y grabada en la mente de cada uno de los hombres, por ser la misma
razón humana mandando obrar bien y prohibiendo pecar. Ero estos mandamientos de la razón
humana no pueden tener fuerza de ley sino por ser voz o intérprete de otra razón más alta a la que
deben estar sometidos nuestro entendimiento y nuestra libertad” (Enc. Libertas).
El derecho natural está integrado por todos aquellos principios que los hombres conocen
espontáneamente y con seguridad, aplicando su razón natural al conocimiento de su propio ser y
de los bienes que le son connaturales y necesarios.
¿Por qué llamamos a estas normas derecho “natural”? Por un doble motivo: 1) porque son
descubiertos naturalmente por nuestra razón, ya que la evidencia de su contenido se impone
espontáneamente a todos los hombres; 2) porque son derechos relativos a la esencia o naturaleza
del hombre. Así por ejemplo, el derecho a conservar la propia vida, a contraer matrimonio, a
educar a su hijos, a recibir una educación intelectual y moral, etc., son derechos esenciales a toda
persona. Basta una simple consideración de lo que es el ser humano y de los bienes que le son
necesarios para “vivir humanamente”, para que surja la evidencia de que todo individuo posee los
derechos antes mencionados.
Por otra parte, todo lo que no es esencial al hombre, queda incluido en el llamado derecho
positivo, que es aquél que dicta la autoridad competente. Mientras el derecho natural puede ser
deducido del propio ser del hombre las normas del derecho positivo no pueden ser deducidas de
la naturaleza humana y requieren una decisión de la autoridad política. Así, por ejemplo, el
derecho a la vida es algo “natural”, como vimos; pero la norma que me impone que debo conducir
mi automóvil por la derecha y no por la izquierda, es algo meramente impuesto por el legislador.
Podemos resumir las propiedades del derecho natural en tres notas básicas: universalidad,
inmutabilidad y cognoscibilidad.
La universalidad corresponde a la validez del derecho. El derecho natural obliga a todos los
hombres sin excepción. Es decir, que rige para todos los hombres y todos los tempos. Dado que
deriva directamente de la humana naturaleza, el derecho natural obliga a todos los hombres sin
excepción. Resultaría, por otra parte, contradictorio hablar de una ley natural que no rija para
todos los individuos que poseen la misma naturaleza.
En la nota anterior hemos explicado el concepto del llamado Derecho Natural, señalando
que el calificativo de “natural” significa la esencia del hombre, en cuanto fundamenta un modo de
obrar propio y obligatorio para todo individuo, por el solo hecho de ser hombre. Corresponde
ahora determinar cómo captamos su existencia y cuáles son los principios o normas que contiene.
El ser humano es por esencia racional y libre. Su inteligencia es apta para conocer la
verdad y formular juicios rectos, tanto en el plano de la teoría como en el plano de la acción. De no
ser así la vida humana sería algo imposible, como sabemos por experiencia. En el ejercicio de
nuestra razón, descubrimos espontáneamente y con certeza que poseemos ciertas tendencias
naturales fundamentales, que brotan de nuestro ser; por ejemplo, que tendemos a conservar
nuestra vida y a protegerla de todo riego, a usar los bienes materiales, a vivir en sociedad, a formar
una familia, etc.
Sabemos igualmente con certeza que el respeto de tales inclinaciones naturales resulta
indispensable para alcanzar nuestra felicidad o perfección personal. En otras palabras, sólo cuando
los hombres observan en la práctica ese orden natrual y son fieles a sí mismos, logran vivir
“humanamente”, esto es, dignamente y en plenitud. Lo mismo vale para las sociedades humanas,
según que respeten o no las exigencias de este orden esencial humano.
Por otra parte, todos reconocemos espontáneamente que no todo derecho tiene como
único origen la ley positiva o los usos sociales. La experiencia de la injusticia de ciertas leyes o
convenios, sólo es posible en la afirmación de derechos superiores, de otro origen: “Aún la más
profunda o más sutil ciencia del derecho no podría utilizar otro criterio para distinguir las leyes
injustas de las justas, el simple derecho legal del derecho verdadero, que aquél que se percibe ya
con la sola luz de la razón por la naturaleza de las cosas y del hombre mismo, aquél de la ley escrita
por el Creador en el corazón del hombre y expresamente confirmada por la Revelación” (Pío XII,
13-11-49).
El ser humano posee tres inclinaciones esenciales. En primer lugar, y como todos los
demás seres, tiende a la conservación de su existencia. En segundo lugar y como todos los seres
vivos, tiende a la propagación de la vida humana, es decir, a la conservación de la especie. Por
último, como ser racional que es, tiende a su perfección humana, intelectual y moral, social y
religiosa.
Estos tres niveles de las tendencias naturales originan los dversos derechos esenciales de
la persona humana, agrupados en tres órdenes correspondientes. Al primero corresponden el
derecho a la vida, a la integridad corporal, al cuidado de la salud, a la disposición de los bienes
materiales, a la propiedad privada, etc. En igual sentido a este primer orden se vincula la
condenación del homicidio, de la tortura, del aborto, del suicidio, del robo, etc.
Debe señalarse que todo el orden de las normas morales depende de un primer principio
ético, evidente por sí mismo: “Hay que hacer el bien y evitar el mal”. De este principio dependen
los tres órdenes de derechos antes mencionados, pues cada uno de ellos no es sino la aplicación o
concreción de la noción de bien a un aspecto particular de la vida humana. Este principio no
admite ninguna excepción y excluye toda posibilidad de error.
Por otra parte, el conocimiento que poseemos de los derechos naturales no es igual para
todos ellos, ya que unos derivan a manera de conclusiones de los más fundamentales. Estos
últimos reciben la denominación de “preceptos prmarios”, mientras que los de ellos derivados son
“preceptos secundarios”. El derecho a la vida, por ejemplo, implica como consecuencia el derecho
a la libre disposición de los bienes materiales, pues estos son indispensables para la conservación
de la existencia; a su vez la libre disposición de los bienes implica el derecho a la propiedad
privada. Santo Tomás califica a este último de “derecho secundario” pues presupone otros
anteriores y aún más fundamentales.
Esta distinción tiene importancia, pues los principios secundarios no son necesariamente
conocidos por todos los individuos con evidencia, pues suponen cierto discurso de la razón. Cuanto
más se alejan de los preceptos prmarios, tanto mayor es el peligro de error. Pero lo dicho no
implica que pierdan su carácter de “naturales” o esenciales.
1. El que un individuo sepa cómo debe actuar moralmente según el orden natural, no
garantiza en absoluto que cada uno de sus actos sean rectos.
2. Hay situaciones muy complejas en las cuales no resulta fácil discernir cuál es el
comportamiento ético más adecuado. En tales casos son frecuentes los errores.
3. Los pueblos primitivos no alcanzaron un conocimiento suficientemente claro de algunos
principios naturales, por la hostilidad del medio o un desarrollo intelectual muy
rudimentario. Por ejemplo, los onas no contaban sino hasta dos, ¿cómo podrían descubrir
ciertas normas?
4. La fuerza de las costumbres, las tradiciones ficticias, la difusión de doctrinas erróneas
hacen peligrar la rectitud de mucha gente. El erotismo actual pone a prueba al hombre
contemporáneo en materia de aborto, de divorcio, de relaciones prematrimoniales, etc.,
con el consiguiente peligro de oscurecer su conciencia moral, aún en aspectos básicos.
A diferencia de los animales, el hombre posee por esencia una naturaleza racional. El
conocimiento humano trasciende las limitaciones de la sensibilidad y capta, en el seno de cada
realidad, su constitución esencial, lo que cada cosa es. Sabemos por experiencias que alcanzamos,
a partir de los datos individuales sensibles, ideas o conceptos universales, susceptibles de ser
aplicados a muchos individuos. Cuando, por ejemplo, decimos: “hombre”, “silla”, “árbol”, etc., tales
conceptos son aplicables a muchos objetos individuales, que no han sido percibidos por nuestros
sentidos.
La universalidad propia de nuestro conocimiento intelectual explica la espiritualidad de
nuestra alma, pues la actividad racional es independiente de todo órgano corporal. Tal
independencia asegura al alma humana su incorruptibilidad, pese a formar un cuerpo susceptible
de destrucción. A su vez, si el alma humana no se destruye al morir el hombre subsiste aún
separada del cuerpo; en otras palabras, es inmortal. Tales afirmaciones, ya formuladas por
Aristóteles en su tratado Del Alma, han sido constantemente reafirmadas por la filosofía a lo largo
de toda su historia.
Persona y libertad
La libertad humana tiene por raíz a la inteligencia. Al poder conocer mediante la razón una
infinidad de cosas, la voluntad puede tender a un sinnúmero de objetos, para el logro de su bien o
plenitud. Pero como ninguna cosa particular puede significar toda la felicidad del ser humano, éste
permanece libre frente a todos los bienes particulares que conoce; por lo tanto, puede elegir entre
ellos, los más convenientes para alcanzar su perfección o plenitud personal. Sólo Dios contemplado
“cara a cara” en la visión beatífica puede colmar el anhelo de perfección de la persona. Respecto
de todos los bienes creados, el hombre es libre.
Las cosas existentes son para el sujeto otros tantos medios para su propia realización. El
elegir entre ellas, el hombre “se elige a sí mismo”, decidiendo su destino. Claro está que esa
libertad no es absoluta, como predicó erróneamente el liberalismo; la libertad humana está
condicionada por múltiples factores (herencia, temperamento, educación, medio social). Al decidir
del sentido de su vida, el sujeto debe obrar según su razon, en función de los medios más aptos
que su inteligencia capta. En consecuencia, ninguna persona es “libre de hacer lo que se le ocurra”,
pues su libertad esta regulada por bienes y normas objetivas, que su razón descubre.
Persona y responsabilidad
La dignidad personal
Podemos comprender ahora en qué consiste la dignidad de la persona. Digno es lo que
tiene valor en sí mismo y por sí mismo. “El hombre logra esta dignidad (humana) cuando, liberado
totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se
procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes” (Gaudium et Spes, n. 17)
Esta concepción de la dignidad personal que hace al hombre de algo “sagrado” tiene tres
consecuencias fundamentales respecto del orden social. La primera es que la sociedad política se
ordena a la perfección de las personas: “la ciudad existe para el hombre, no el hombre para la
ciudad” (Pio XI, Divini redemptoris). La segunda consiste en que la condición de persona, hace al
hombre sujeto de derechos: “en toda convivencia bien organizada y fecunda hay que colocar como
fundamento el principio de que todo ser humano es persona, es decir una naturaleza dotada de
inteligencia y de voluntad libre y que por lo tanto de esa misma naturaleza nacen directamente al
mismo tiempo derechos y deberes que, al ser universales e inviolables, son también
absolutamente inalienables” (Juan XXIII, Pacem in Terris, n. 6)
Por último toda recta concepción del bien común político requiere concebir al hombre
como agente activo de la vida social: “el hombre en cuanto tal, lejos de ser tenido como objeto y
elemento pasivo, debe por el contrario ser considerado como sujeto, fundamento y fin de la vida
social” (Pio XII, Alocución del 24-12-44)
No podríamos terminar esta nota sin recordar que la última raíz de la dignidad humana
reside en su carácter de imago Dei, imagen de Dios, llamado por El a participar eternamente de la
plenitud de su gloria: “la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre
a la unión con Dios” (Gaudium et Spes, n.19)
Una vez analizado el concepto de persona humana y de la dignidad que les es propia,
corresponde considerar cúales son los derechos fundamentales de toda persona, a la luz de esta
afirmación importantísima: “la persona es y debe ser el principio, el sujeto y el fin de todas las
instituciones” (Gaudium et Spes, n. 25)
Los derechos humanos se identifican con las prescripciones del derecho natural. Un
derecho humano es aquel que todo hombre tiene en virtud de su naturaleza, debiendo, por tanto,
ser respetado por todos los hombres. Los derechos humanos fundamentales o esenciales son
aquellos que sirven de base y fundamento a los demás.
Sus propiedades principales son las siguientes: 1) tienen un valor absoluto rigiendo
siempre y en todo lugar sin limitación alguna; 2) son innegables, por ser de la esencia de la
persona, deben ser respetados por todos; 3) son irrenunciables, pues ninguna persona puede
abdicar de ellos voluntariamente; 4) son imperativos, pues obligan en conciencia aún cuando la
autoridad civil no los sancione expresamente; 5) son evidentes, razón por la cual no requieren
promulgación expresa.
Ya los teólogos españoles del siglo XVI profundizaron la elaboración de los derechos
esenciales de la persona humana. En 1948, las Naciones Unidas promulgaron una declaración de
los principales derechos. Esta declaración si bien contiene formulaciones discutibles en algunos
aspectos, constituye un paso importante en el reconocimiento de los eternos principios del
derecho natural.
Podemos formular una síntesis de los principales derechos del hombre sin pretender dar
un listado exhaustivo de los mismos. Los principales son:
Por su parte, la autoridad política tiene el deber de “tutelar el intangible campo de los
derechos de la persona humana y facilitar el cumplimiento de los deberes” (Pacem in Terris, n.44).