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Los años treinta en la Argentina

La República Argentina, cuya prosperidad se había fundamentado en la exportación de cereales y carne y en una estrecha
vinculación con el mercado financiero internacional, se vio fuertemente afectada tanto por la caída de los precios internacionales
como por el cese del flujo de capitales extranjeros iniciado a fines de la década de 1920. Al igual que otros países del continente,
debió enfrentar la crisis por medio de recursos excepcionales, como el control de cambios o el proteccionismo. Asimismo, de
manera progresiva se desarrolló una industria sustitutiva de importaciones que fue modificando las estructuras productivas
nacionales.
En el ámbito político, el régimen democrático instalado en 1916 con las elecciones que llevaron a la presidencia a Hipólito Yrigoyen
se vio interrumpido en 1930 por el primer golpe militar exitoso en el siglo XX. A partir de ese momento se instaló un régimen en
el que la práctica sistemática del fraude electoral desgastó la legitimidad de la política y sirvió de justificación para el golpe militar
de 1943.

LA RECONSTRUCCIÓN CONSERVADORA

En 1928, Hipólito Yrogoyen volvió a la presidencia. Su triunfo electoral había sido aplastante, pese a que durante la campaña había
sufrido el ataque creciente de los conservadores y no había contado con el apoyo del presidente Marcelo T. de Alvear. El 57% de
los votantes le dio el triunfo a Yrigoyen sobre los grupos opositores que habían presentado las fórmulas Leopoldo Melo - Vicente
C. Gallo (el llamado “contubernio”, integrado por radicales antipersonalistas y conservadores) y Mario Bravo – Nicolás Repetto
(socialistas). El clima previo a los comicios ya mostraba rasgos novedosos: los sectores conservadores se mostraban dispuestos
a impedir el retorno de Yrigoyen, incluso violando las reglas del juego democrático; si no ganaban las elecciones, había que buscar
“otra” forma de acabar con un sistema que sólo servía para darle el poder a un demagogo. Los medios de prensa más influyentes
del país –La Nación, La Prensa y, en un tono más popular, Crítica- también se manifestaron con dureza en contra del “Peludo”,
como era apodado el caudillo radical.

El segundo gobierno de Yrigoyen: indicios de inestabilidad política

El segundo gobierno de Yrigoyen se vio atravesado por tensiones que afectaron su gestión. Una de las características del nuevo
gabinete fue la desaparición de los miembros de las familias tradicionales, reemplazados por abogados pertenecientes a la clase
media, circunstancia que agravó el sentimiento de temor en los conservadores.
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En un contexto de creciente cuestionamiento se manifestaron dos asuntos de importancia, uno de orden nacional y otro
proveniente del exterior.
El primero fue el proyecto de nacionalización del petróleo que el gobierno llevó adelante como una bandera “antiimperialista”
agitada por los radicales contra las grandes empresas del sector. Se trataba de crear un monopolio nacional de los recursos
petroleros que prohibiera a las compañías extranjeras la explotación del subsuelo. El proyecto de ley, aprobado por la Cámara de
Diputados, no fue sancionado por el Senado. El debate se extendió a la sociedad y la situación se complicó por una oferta del
gobierno soviético, dispuesto a proveer petróleo a precios por debajo de los niveles internacionales, a cambio de productos
agrícolas. Si bien luego del derrocamiento de Yrigoyen este tema no tuvo ninguna continuidad, el ofrecimiento soviético provocó
un efecto perturbador en ese momento, hasta el punto de que se hizo famosa la frase “el golpe tenía olor a petróleo”.

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El otro elemento fundamental fue la crisis mundial. Ya antes del crack de la Bolsa de Nueva York en octubre de 1929, en la
Argentina se hizo notar la caída de los precios internacionales de los productos agropecuarios. La disminución de los recursos
provenientes de la exportación contribuyó a generar perturbaciones económicas que agravaron la situación. A ello se sumó el
hecho de que la entrada de capitales externos, un componente fundamental de la balanza de pagos argentina, experimentó un
descenso brusco, resultado de las perturbaciones internacionales. A partir de estos elementos fue creándose un clima favorable
a quienes buscaban la interrupción del orden constitucional.

Un intento de generar consenso

Al no prosperar la aprobación en el Senado del proyecto de nacionalización del petróleo, Yrigoyen buscó acuerdos que pudieran
favorecer a los sectores propietarios, con quienes necesitaba componer relaciones. De este modo, invitó al país a una misión
comercial británica y firmó el Pacto D´Abernon, que favorecía el desarrollo de los ferrocarriles del Estado e intentaba una salida
para la producción agropecuaria, afectada por la contracción general del mercado internacional. Si bien este acuerdo no llegó a
ser aprobado por el Senado, Yrigoyen aparecía apoyando las ideas de las elites, en el sentido de fortalecer las relaciones con Gran
Bretaña y no con los Estados Unidos. Así, el gobierno intentaba unir a grupos sociales que tenían diferentes intereses: los
conservadores de la Sociedad Rural y los sectores populares, que se sintieron representados por su figura y por la defensa que
asumió de los recursos petroleros, enfrentando a los Estados Unidos.

El clima de golpe militar

En sectores de clase media se hacían cada vez más fuertes las ideas nacionalistas, anticomunistas y antisemitas y se formaron
diversos círculos para enfrentar a quienes alteraban el “orden”. La acción de estos grupos, que se venía manifestando desde el
gobierno de Alvear, creció y se transformó en intentos conspirativos contra Yrigoyen. Se dudaba entre una salida institucional o
una intervención militar, pero los militares sabían que el radicalismo había demostrado fortaleza en las urnas y no querían
arriesgarse nuevamente. La nueva derecha no solo estaba en contra del yrigoyenismo; en su cuestionamiento también se dirigía
al sistema de partidos, la representación parlamentaria, el liberalismo y la soberanía popular.
La crisis invadió el gobierno y el partido oficial. Los rumores de un presidente viejo y enfermo, incapacitado para hallar soluciones
a los problemas, crecieron día a día.
Finalmente, el 6 de septiembre de 1930, un grupo del ejército liderado por el general José Félix Uriburu inició el golpe militar,
obligó a renunciar a Yrigoyen y lo llevó detenido a la isla Martín García, donde estuvo confinado más de tres meses. Desde el golpe
de 1930, la política argentina tomó nuevos rumbos y los militares tuvieron un papel central.
Culminaba así una etapa de la vida política del país que se había iniciado cinco décadas antes. El radicalismo no había logrado
traducir institucionalmente el proceso de incorporación de los más vastos sectores a los beneficios de la sociedad y a la vida
política; no consiguió que las instituciones democráticas aparecieran ante la sociedad como un valor que debía ser defendido. No
pudo desprenderse de las antiguas prácticas y subordinó las nuevas costumbres a las antiguas.

El primer golpe de Estado

El derrocamiento de Yrigoyen fue el primero de los golpes militares de la Argentina en el siglo XX, y se llevó a cabo con una escasa
planificación y pocos efectivos. La mayoría de los que marcharon desde Campo de Mayo hacia la Casa de Gobierno eran cadetes
del Colegio Militar y oficiales de baja graduación, que solo encontraron una resistencia simbólica.
Los jefes del golpe estaban unidos por una profunda hostilidad hacia Yrigoyen, pero discrepaban en el tema crucial de qué hacer
luego de su caída. Había dos grupos bien definidos: los “nacionalistas”, encabezados por el general Uriburu, que asumió como
presidente del gobierno provisional, y los conservadores liberales, dirigidos por el general Agustín P. Justo. Los primeros se
proponían suprimir las elecciones y los partidos políticos, creando un sistema de tipo corporativo, en la línea del fascismo italiano;
reivindicaban la idea de una “nación católica”. Los liberales, en cambio, consideraban que su tarea era restaurar la Constitución y
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liberar a la sociedad de la “demagogia” yrigoyenista,


La inicial hegemonía de los partidarios de Uriburu tuvo corta vida. En abril de 1931, el gobierno convocó a elecciones en la provincia
de Buenos Aires, las que dieron el triunfo a los recién expulsados radicales yrigoyenistas, contra lo que esperaba Uriburu. Este
error del gobierno llevó inmediatamente al abandono de sus proyectos corporativistas y a la convocatoria de elecciones
generales, que se realizaron en noviembre de 1931. Los radicales fueron excluidos, y el general Justo, que había ganado la adhesión
de los principales grupos de poder, se impuso en comicios que no se destacaron por su transparencia.

La ilegitimidad del sistema político

Los años treinta inauguraron una época de fraude que posteriormente fue denominada “década infame”.
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Corrupción y fraude

Diversos episodios de corrupción que se hicieron públicos a los largo de la década –la prórroga de la concesión del servicio
eléctrico en Capital Federal, Buenos Aires y Rosario a la Compañía Hispano-Americana de Electricidad (CHADE); el negociado en
la compra de tierras de El Palomar destinadas al Colegio Militar, entre otros-, contribuyeron a hacer más profunda la falta de
legitimidad del sistema político.
Entre 1931 y 1935 la Unión Cívica Radical optó por no presentarse a elecciones. Retornó así al llamado “abstencionismo”, táctica
que había utilizado para enfrentar al “régimen” en la época del orden conservador.
En un sentido general, puede afirmarse que volvió al poder el amplio conjunto de grupos que lo habían controlado antes de 1916:
los exportadores de la pampa húmeda y la burguesía agraria de las provincias, con el respaldo del ejército. La Concordancia fue
el nombre de la coalición de partidos que gobernó en esos años, compuesta por los conservadores, los radicales antipersonalistas
y una escisión del socialismo, llamada Partido Socialista Independiente.
La corrupción en distintos niveles del gobierno y el fraude electoral restringieron la democracia durante el gobierno de Justo.
Asimismo, la violencia política se transformó en una práctica. La tortura y los maltratos en las cárceles hacia los presos políticos
se hicieron habituales; se aplicó la Ley de Residencia para expulsar a los militantes de izquierda (por ejemplo, a los comunistas
que participaron en la huelga de la construcción de 1937) y en la Policía se estableció la Sección Especial, dependencia encargada
de la persecución política e ideológica. También se utilizó la intervención a las provincias gobernadas por opositores como
mecanismo de control.

Diferentes interpretaciones

El carácter que asumió la vida política, económica y social durante los años 30 ha generado entre los historiadores un debate
conceptual acerca de la denominación de esta etapa como “restauración” o “reconstrucción oligárquica”. Los que adhieren al
concepto de restauración consideran que la oligarquía, identificada con los sectores terratenientes, derrocó al gobierno radical
con el propósito de retomar la dirección económica de la sociedad y restablecer el régimen que había dominado durante el
período histórico entre 1880 y 1916.
Otra perspectiva historiográfica –apoyada por Waldo Ansaldi, entre otros- sostiene que la burguesía agraria constituyó el sector
dominante de la economía argentina desde 1880 hasta 1945, aunque en este largo período se sucedieron diferentes modos de
dominación política. Según esta interpretación, el golpe de 1930 mostró la falta de legitimidad de un sistema de dominación, en
una situación en la cual la organización de la economía basada en la exportación de productos agropecuarios mostraba signos de
agotamiento. Si bien los sectores dominantes lograron superar la crisis económica impulsando cambios en la organización de la
economía argentina y también en el rol y las funciones del Estado, no pudieron resolver la crisis política y los desafíos planteados
por el régimen democrático. Esta perspectiva acentúa la idea de que los cambios que se habían desarrollado en la sociedad
argentina impidieron restaurar el régimen oligárquico tal como había existido durante el “orden conservador” previo a 1916.

Intentos de reforma: Ortiz en el gobierno

En período presidencial iniciado en 1938 con el triunfo de la fórmula integrada por Roberto M. Ortiz y Ramón S. Castillo se
caracterizó por situaciones contradictorias y una tensión creciente. En principio, la victoria electoral fue el resultado de un fraude
reconocido incluso por los vencedores: se trataba de impedir por todos los medios el triunfo de la Unión Cívica Radical, que había
levantado su abstencionismo en 1935. Ortiz, que provenía de las filas del radicalismo antipersonalista, tomó conciencia de la crisis
de legitimidad del régimen y se propuso modificar desde el poder las prácticas políticas. Esta postura, que se manifestó en
intervenciones federales a las provincias en las que se realizaron comicios fraudulentos –como Catamarca y Buenos Aires-, chocó
con los sectores más conservadores de la coalición gobernante, dispuestos a mantener la situación que se resumía en la expresión
“fraude patriótico”.
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Los intentos de reforma de Ortiz parecían orientarse hacia una recuperación democrática impulsada por los sectores más lúcidos
de los grupos gobernantes. Sin embargo, se frustraron como consecuencia de la enfermedad del presidente, que en julio de 1940
debió delegar sus funciones en el vicepresidente y más tarde, en junio de 1942, formalizó su renuncia por motivos de salud. Se
generó entonces una profunda crisis, debida a la existencia de proyectos opuestos respecto al futuro político del país, como
también a la posición argentina frente a la situación internacional, complicada como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial.

La reacción conservadora

El presidente Castillo retomó las prácticas políticas que habían caracterizado toda la década: clausuró el Concejo Deliberante de
la Ciudad de Buenos Aires, decretó el estado de sitio para evitar que los opositores efectuaran propaganda a favor de los aliados
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y tomó medidas que le valieron el apoyo de los sectores nacionalistas, como el impulso de la flota mercante nacional y la
recuperación para el Estado de las instalaciones del puerto de Rosario.
Ante el inicio de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno proclamó la neutralidad argentina. Esto respondía tanto a los intereses
de los grupos probritánicos, que podían continuar así abasteciendo al Reino Unido, como también a las simpatías en favor del Eje
que existían en las Fuerzas Armadas. La conformación de los grupos partidarios del Eje estuvo vinculada a la difusión de un
nacionalismo antiliberal y xenófobo que, desde la época de Uriburu, analizaba la historia y la política argentinas en términos de
una duradera relación de dependencia respecto del Imperio Británico. Una de las facetas del nacionalismo era la preocupación
por el desarrollo industrial a partir del objetivo de la defensa nacional y la independencia respecto de las potencias hegemónicas.

Nuevos actores políticos

La década de 1930 dio lugar a la irrupción de los militares y de la jerarquía eclesiástica como protagonistas frente a la crisis política
y económica.

Los militares

Las Fuerzas Armadas, conducidas por un cuerpo de oficiales de carrera, emergieron como un nuevo actor político en la sociedad
argentina.
La Constitución Nacional establecía que las funciones de esta institución eran la defensa del país frente a las agresiones
extranjeras y el sostén de las autoridades elegidas por el voto. En los años treinta, la elite militar controlaba el funcionamiento,
los destinos y los ascensos de sus integrantes. Precisamente, quienes estaban en la cúspide del poder eran funcionarios y
docentes de institutos como el Colegio Militar y los organismos superiores de instrucción, donde los oficiales recibían la formación
profesional. En estos institutos, a los militares se les inculcaba la idea de identificación de las Fuerzas Armadas con la existencia
de la Nación.
En el contexto de crisis de los años treinta, este sector concibió que la democracia había llevado a la anarquía y a la crisis de los
valores nacionales. El Ejército, por sus características –especialmente, su estructura jerárquica y disciplinada, su fuerte formación
profesional y técnica, y supuestamente desvinculado de la política partidaria-, era visto como la institución que debía restablecer
el orden.

La Iglesia Católica

Los sectores militares que estaban convencidos de que el Ejército representaba la defensa de los valores nacionales y de los
principios de la religión católica, encontraron en la Iglesia un interlocutor válido. Esta se constituyó como otro actor de creciente
presencia en la vida política y social argentina. En esa coyuntura consideró que el poder militar era la mejor solución para reparar
los efectos que consideraba perversos del capitalismo, la democracia liberal y el socialismo. La Iglesia Católica encontró un
momento favorable para su reconstrucción, rechazando toda acción estatal que fuera contra sus principios. Los puntos clave
fueron el mantenimiento de las disposiciones legales contrarias al divorcio y la lucha por la implantación de la enseñanza religiosa.
La acción Católica, creada en 1928, se constituyó en el verdadero grupo de presión a favor del clero, y difundió el antiliberalismo
y el nacionalismo. Esta agrupación participó de manera activa en la organización del Congreso Eucarístico de 1934. Este
acontecimiento, cuya concurrencia mostró una masiva adhesión a la fe católica, fue utilizado por el presidente Justo para obtener
apoyo a su gobierno, en momentos de clara crisis de legitimidad. Se inició así una etapa en la historia argentina signada por las
fluidas y estrechas relaciones entre Estado, Ejército e Iglesia.

LA CRISIS ECONÓMICA Y SUS RESPUESTAS

Las circunstancias políticas de los primeros años de la década de 1930 estuvieron influidas por el difícil acomodamiento económico
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a la crisis mundial, que afectó a la Argentina de manera significativa en su vinculación con el mundo exterior. La caída de los
precios de los productos de exportación no solo obligó a reducir las importaciones sino que afectó también la capacidad de
recaudación fiscal del gobierno, dado que los impuestos sobre el comercio internacional proveían la mayor parte de los recursos.

El campo en crisis

La crisis de los años treinta castigó particularmente al sector agrario argentino. No solo se redujo el crecimiento, sino que también
perdió importancia el valor de las exportaciones y bajó la tasa de inversión.

La crisis en perspectiva
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Una comparación con la crisis de 1890 permite encontrar diferencias muy notorias con la padecida a partir de 1930:
 En 1890, la cantidad de moneda en circulación se triplicó; en los años treinta, disminuyó.
 En 1890 los precios agropecuarios ascendieron; en los años treinta, descendieron en un promedio del 48%.
 La “crisis del progreso” de 1890 apareció ligada a factores monetarios y fiscales, sin afectar las fuentes productivas. En
1930 culminó la expansión, y se produjo una crisis del crecimiento “hacia afuera” basado en las exportaciones
agropecuarias.
 Por último, en 1890 los deudores rurales –por el alza en los precios de sus productos- aliviaron sus deudas; en los años
treinta, en cambio, la carga de las deudas resultó agobiante ante la caída de los precios agrícolas y ganaderos.

Las transformaciones del campo

Como consecuencia de la crisis, entre 1930 y 1945, se gestaron cambios en el sector rural, que se hicieron notar especialmente en
la zona maicera de la región pampeana.
Algunos de ellos fueron el despoblamiento del medio rural, la paulatina desaparición del pequeño productor y su gradual
urbanización, la ampliación de las unidades agrícolas y la consiguiente concentración de la producción en menor cantidad de
empresas.

Una creciente intervención estatal

Los estudios disponibles han estimado que, entre 1929 y 1932, el producto bruto interno (PBI) de la Argentina cayó el 13,7%. Ante
esta situación, el gobierno se vio obligado a adoptar medidas relacionadas con la coyuntura. Para frenar la pérdida del valor del
peso, se estableció la necesidad de contar con autorizaciones oficiales para importar (llamadas “permisos de importación”) y el
control sobre la entrada y la salida de divisas del país. Este “control de cambios”, además, se realizó estableciendo diferentes
valores de las monedas extranjeras respecto del peso (“tipos de cambios diferenciales”), de acuerdo con las mercaderías que se
importaban o se exportaban. Esto le permitía al gobierno limitar la importación de ciertos productos, al fijarles una cotización
más alta, lo que encarecía su precio dentro del país.

Otras manifestaciones de la creciente presencia estatal

La acción del Estado también se manifestó en la puesta en marcha de las llamadas “Juntas Reguladoras”, destinadas a defender
a sectores económicos en crisis, especialmente aquellos vinculados a la exportación. El caso de la Junta Nacional de Granos
permite entender el funcionamiento de estos organismos: compraba los cereales a los productores a precios considerados
rentables, y los vendía luego a los exportadores a precios de mercado, afrontando las posibles pérdidas. Entidades de este tipo
existieron también para las carnes, los vinos, el algodón, la industria lechera y la producción y comercialización de la yerba mate.
En 1935 se creó el Banco Central, para regular la cantidad de moneda en circulación y el crédito, adaptándolos a las necesidades
de la actividad económica.
También se implementó una política de obras públicas que, centrada sobre todo en la construcción de caminos, apuntaló el
desarrollo industrial. Uno de los entes oficiales creados en este ámbito fue la Dirección Nacional de Vialidad.
Esta creciente intervención estatal, sin embargo, se concebía como transitoria y su función solo era paliar efectos de la crisis.

El Pacto Roca-Runciman

El acontecimiento más significativo de la década en el terreno económico fue el acuerdo comercial de 1933 entre Gran Bretaña y
la argentina, conocido como el “pacto Roca-Runciman”.
El origen del acuerdo se vincula a la situación de crisis mundial. Gran Bretaña, en el marco de las restricciones experimentadas por
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el comercio internacional, estableció en 1932 un sistema que daba preferencia a las importaciones provenientes de países
miembros de la Commonwealth, que llevaba a reducir sus compras de carne a la Argentina. Al mismo tiempo, los ingleses
aspiraban a recuperar posiciones en un mercado en el que la presencia estadounidense estaba ganando terreno. En 1912, el 34%
de las importaciones argentinas provenía de Gran Bretaña y el 17% de los Estados Unidos; en 1929, los porcentajes eran,
respectivamente, del 19% y del 27%. Además, como consecuencia del control de cambios impuesto por el gobierno argentino, las
ganancias de las compañías británicas comenzaron a acumularse, sin posibilidad de ser remitidas a Gran Bretaña.
Frente a estos problemas, el gobierno de Justo envió a Londres una misión encabezada por el vicepresidente de la Nación, Julio
Argentino Roca (h). Las negociaciones con el ministro de Comercio británico, Walter Runciman, llevaron a la firma del acuerdo
que, desde entonces y hasta la actualidad, generó largas polémicas en la opinión pública y entre los historiadores y economistas.
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Las características del acuerdo

Los dos objetivos que se había planteado el gobierno argentino al firmar el acuerdo eran mantener las exportaciones de carne y
aumentar la participación de los productores locales en ese comercio, a fin de negociar en mejores términos con los frigoríficos.
La primera meta se alcanzó de manera razonable, al asegurar para las carnes argentinas una cuota garantizada en el mercado
británico. El segundo objetivo, en cambio, no se logró. Gran Bretaña se limitó a conceder una participación del 15% a los frigoríficos
nacionales, que tardó varios años en hacerse efectiva.
A cambio, los británicos obtuvieron medidas en favor de sus intereses: se garantizaba, a través del mecanismo de control de
cambios, la cantidad de divisas necesarias para hacer frente a los pagos corrientes destinados a Gran Bretaña, en un volumen
igual a las ventas de los productos argentinos; se asumía el compromiso de no reducir las tarifas ferroviarias, mantener libre de
aranceles el carbón y reducir las tarifas de otros productos británicos.
Las evaluaciones del “pacto Roca-Runciman” han sido variadas. Sin embargo, existe acuerdo mayoritario en considerar que la
posición de los negociadores fue débil, que el tratado privilegiaba los intereses de los sectores ganaderos y que las concesiones
argentinas a Gran Bretaña se cumplieron más que las británicas a los interese argentinos.

Los cuestionamientos al pacto

A mediados de 1935, el senador demócrata progresista Lisandro de la Torre denunció en el Congreso un negociado producto del
“pacto Roca-Runciman”, en el que incriminaba por fraude y evasión impositiva a los frigoríficos británicos anglo, Armour y Swift.
Las pruebas que comprometían a los ministros del presidente Justo –Federico Pinedo, de hacienda, y Luis Duhau, de Agricultura-
ponían en evidencia el trato preferencial que recibían estas empresas, que prácticamente no pagaban impuestos y que nunca
eran inspeccionadas, mientras que los pequeños y medianos frigoríficos nacionales eran controlados de manera sistemática. Las
denuncias demostraron las conexiones del gobierno con otros negociados. Las discusiones llegaron a tal punto que, en pleno
debate en el Senado Nacional, se desarrolló un acontecimiento trágico: el asesinato de Enzo Bordabehere. Ramón Valdez Cora,
colaborador del ministro Duhau, había intentado asesinar a Lisandro de la Torre pero terminó matando al amigo y compañero de
bancada del líder demócrata progresista.

LA REESTRUCTURACIÓN PRODUCTIVA

Uno de los cambios más importantes de este período es el crecimiento de la industria, resultado de las dificultades
experimentadas en el comercio exterior. Ante la caída del poder de compra de las exportaciones, se desarrolló una
industrialización sustitutiva de importaciones que se centró en la producción de bienes de consumo. En 1939 el sector industrial
había crecido el 39% respecto de los niveles de 1930, y representaba el 22,5% de la producción total, similar a la importancia de las
actividades agropecuarias.

La estrategia industrial

Este período no significó el comienzo de la industria en la Argentina; esta ya había adquirido cierta importancia abasteciendo al
mercado interno. A partir de esa base se hizo posible el proceso de industrialización sustitutiva de importaciones.
Desde la década de 1920 la industria había reanudado su crecimiento, aunque a un ritmo menor que en la etapa expansiva previa.
Por entonces, se produjeron cambios cualitativos que iniciaron una nueva fase industrializadora, que recién iba a detener su
consolidación a fines de la década de 1940. El tipo de producción fue cambiando su perfil. La industria alimenticia retrocedió
respecto de la textil y la metalúrgica, que se convirtieron en los sectores más dinámicos del desarrollo industrial de toda la etapa
1920-1948.
A partir de la década de 1930, la industria manufacturera pasó a ser el sector más expansivo de la economía, iniciando un avance
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que continuó hasta fines de los años setenta. La crisis de 1930 fue un momento de cambios relativos en el proceso de
industrialización argentino.
No obstante es posible establecer ciertas continuidades con el período anterior, que estuvieron dadas por el desempeño de la
actividad manufacturera. Las empresas y los sectores que ya aparecían como dinámicos en la etapa anterior se expandieron en
los años 30. Es el caso de la industria textil algodonera, que recuperaba el papel que alguna vez había tenido, aunque ahora para
producir tejidos e hilados. Otras ramas crecían por encima del promedio de la actividad, como los derivados del petróleo, los
vehículos y maquinarias y, con un menor impulso, la metalurgia.
Otro rasgo de continuidad entre los años vente y treinta fue la llegada de las empresas de origen estadounidense. Este
movimiento se dio, a partir de la crisis, tanto a través de compañías importadoras que comenzaron a producir en el país, como
por otras que inauguraron sus actividades en la Argentina ante la imposición del control de cambios y la elevación de los aranceles.
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Diversificación y expansión

Paralelamente, los sectores capitalistas agrarios locales comenzaron a diversificar sus inversiones con la finalidad de maximizar
sus ganancias. Igual estrategia desarrollaron los capitalistas extranjeros. De esta manera se conformaron grupos económicos que
crecieron en diferentes rubros, como el consorcio Bunge y Born, cuyas empresas abarcaban actividades tan diversas como el
comercio de cereales, molinos y producción de alimentos, textiles, química, pinturas y fabricación de envases de hojalata, entre
otras.
La expansión industrial se vio favorecida, entre otros motivos, por la estabilidad del salario real y la disponibilidad de mano de
obra que ofrecía la migración interna hacia las ciudades en las que se expandía la actividad manufacturera. Además, el Estado
tomó algunas medidas que favorecieron a la industria nacional, tales como beneficiosas licitaciones en los programas de obras
públicas –la construcción de caminos-, lo que generó un incentivo para la producción de otros bienes.
A partir de 1939, la guerra introdujo dificultades en el comercio exterior, en especial para la importación de productos elaborados.
Las potencias enfrentadas concentraban sus esfuerzos en la producción estratégica ligada al conflicto y no contaban con bienes
disponibles para exportar. Esto generó condiciones favorables para que en nuestro país continuara la industrialización sustitutiva
e incluso se produjeron exportaciones manufactureras hacia el mercado latinoamericano.

Los límites de la estrategia

La sustitución de importaciones, entre los años 1930 y 1945, tomó características diferentes de acuerdo con el sector. El textil
estaba mejor posicionado y por lo tanto pudo crecer; otros, debido a la falta de insumos y de maquinarias que debían importarse,
fueron menos eficientes. Por eso el período debe ser analizado con cuidado, teniendo en cuenta que la expansión mostraba sus
límites, relacionados, entre otros aspectos, con las características de las nuevas fábricas que mostraban un diseño tecnológico
rezagado y maquinarias obsoletas.

El Plan Pinedo

Resultado de la nueva situación fue el intento por parte del gobierno de impulsar el llamado “Plan Pinedo” en 1940. La importancia
de este plan reside en que fue el primer documento estatal elaborado para considerar la posibilidad de cambiar parcialmente el
rumbo económico del país. No se centraba exclusivamente en el sector primario y promovía la intervención del Estado en la
economía a través de medidas como la financiación de un mercado de largo plazo y una reforma financiera. También promovía la
industrialización exportadora y especializada en materias primas nacionales, un acercamiento a los Estados Unidos, e incentivaba
el intercambio con países vecinos, especialmente Brasil. El núcleo de estas propuestas era la diversificación de mercados externos,
y sobre todo, la posibilidad de establecer una mayor relación con Estados Unidos.
El plan fracasó en el trámite de su aprobación parlamentaria –fue rechazado por los radicales-, lo que mostró en gran medida la
ilegitimidad del régimen político. Lo que se cuestionaba con el rechazo de la oposición, era el sistema de dominación política y no
el plan industrialista.
La propuesta de Pinedo daba cuenta de la creciente hegemonía de las posiciones industrialistas, de las dificultades por las que
atravesaba el comercio internacional y de la necesidad de dinamizar la alicaída demanda interna. La acción estatal era vista como
la única alternativa, avanzando desde la intervención estatal en la economía hacia un mayor dirigismo. Pinedo proponía movilizar
los recursos financieros del país a través del Banco Central como ente de colaboración en el mercado de bonos de ahorro y para
promover la transferencia y movilización de los depósitos bancarios hacia las inversiones que se consideraban necesarias. Tanto
el general Agustín P. Justo como el radical Marcelo T. de Alvear no le dieron apoyo al gobierno, “modernizante” pero tardío, que
naufragó al no contar con el respaldo de una amplia alianza socio-política.

LAS NUEVAN TENSIONES SOCIALES Y POLÍTICAS


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¿Cuáles fueron las consecuencias sociales de la industrialización de este período? El impacto de la nueva realidad afectó de manera
significativa y de diversas formas al conjunto de la sociedad.
Un aspecto muy importante fue que se produjo un movimiento masivo de población desde el campo hacia las ciudades, y desde
el interior hacia los principales núcleos urbanos del litoral. Estas migraciones internas aumentaron la concentración urbana,
particularmente en los alrededores de la ciudad de Buenos Aires.
El crecimiento industrial significó un aumento sustantivo de la clase obrera. Esta situación modificó asimismo la actividad gremial
–hasta entonces controlada por anarquistas y socialistas-, si bien en un marco de bajo nivel de sindicalización: fue despuntando
de manera progresiva una actitud más orientada hacia la búsqueda de reivindicaciones inmediatas que al mantenimiento de
posiciones doctrinarias rígidas.
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La cuestión obrera

Las condiciones de vida del sector obrero no se modificaron de modo sustancial respecto de su situación histórica. Si bien es
cierto que a mediados de la década de 1930 el Estado tuvo cierta preocupación en materia de regulación social y por ello generó
mecanismos de negociación colectiva, no existió una política laboral específica y los sectores patronales impusieron sus
condiciones. Los salarios eran bajos, las condiciones de trabajo eran deficientes y existía un problema habitacional de dimensiones
importantes. En ese contexto, en la sociedad se gestaba un clima de descontento. El salario real de los obreros disminuyó un 19%
entre 1929 y 1931 y alcanzó su punto más bajo en 1934.
En líneas generales el costo de vida tendió a aumentar mientras que los salarios se mantuvieron o disminuyeron. Inicialmente,
durante la parte más dura de la crisis económica, algunos gremios –como los ferroviarios, por ejemplo- aceptaron la reducción de
sus sueldos para evitar mayores despidos por parte de las empresas. En los años siguientes, con el avance de la industrialización
sustitutiva, los trabajadores incorporaron de manera masiva como fuerza laboral lo hicieron el condiciones de inestabilidad y con
bajos salarios.

Los diferentes sectores del movimiento obrero

En 1930, dos tendencias obreras, los sindicalistas y los socialistas, habían creado la Confederación General del Trabajo (CGT), que
tenía una fuerte presencia de los gremios de trabajadores ferroviarios, tranviarios, municipales y de comercio. Durante sus
primeros cinco años de vida, coincidentes con el momento más difícil de la crisis económica, la CGT no tuvo un perfil combativo.
A partir de 1935 tuvieron lugar importantes cambios en el movimiento obrero. Comenzaron a producirse algunos conflictos
sindicales importantes, como la huelga general de los obreros de la construcción, gremio que estaba orientado por el Partido
Comunista y su Comité de Unidad Sindical Clasista, que inicialmente desarrollaba su actividad fuera de la CGT. Al mismo tiempo
se creaban nuevos sindicatos industriales (textiles, metalúrgicos, de la industria de la carne, entre otros). En ese marco, un grupo
de gremialistas socialistas expulsó a la dirección de la CGT, donde tenían peso los sindicalistas. Estos se separaron y formaron la
Unión Sindical Argentina (USA). Los comunistas se sumaron entonces a la CGT, que convocó a su Congreso Constituyente en 1936.
La CGT experimentó un gran crecimiento hasta 1943, aunque gran parte de los trabajadores no estaba integrada en ella y en su
interior los enfrentamientos entre socialistas y comunistas eran constantes. Recién cuando la Unión Soviética entró en la Segunda
Guerra Mundial ambos sectores exigieron al presidente Castillo la ruptura de las relaciones diplomáticas con Alemania, Italia y
Japón. Sin embargo, las disidencias entre los dirigentes terminaron por dividir a la CGT en 1943. Surgieron así la CGT N° 1,
encabezada por José Domenech, que nucleaba a ferroviarios, tranviarios y cerveceros, entre otros, y la CGT N° 2, encabezada por
José Pérez Leirós, que agrupaba a obreros de la construcción, gráficos, municipales, empleados de comercio, metalúrgicos,
madereros y conductores de locomotoras. Ambos sectores estaban dirigidos por afiliados del Partido Socialista.
La principal diferencia radicaba en que los integrantes de la CGT N° 2 aspiraban a que la Confederación tuviera una participación
más activa en las cuestiones de política nacional e internacional, en forma coordinada con los partidos políticos, mientras que la
CGT N° 1 sostenía una actitud de prescindencia política, limitándose a las reivindicaciones especialmente gremiales y a mantener
una buena relación con el gobierno, cualquiera que este fuera. Para junio de 1943, además de estas de estas dos centrales y la
USA, existían otros grupos de gremios autónomos de distinta fuerza y algunos núcleos anarquistas, estos últimos ya muy
debilitados. Para el fin de este período, el movimiento sindical estaba muy dividido y relativamente decaído.

Los partidos políticos

Entre 1932 y 1935, los partidos Demócrata Progresista y Socialista constituyeron las voces opositoras en el Congreso Nacional. Su
acción se centró en la denuncia de casos de corrupción y en la presentación de proyectos de leyes sociales que, en general, no
fueron aprobados por la mayoría conservadora.
Por su parte, la Unión Cívica Radical en 1935 abandonó su abstencionismo y se incorporó a la contienda electoral bajo el liderazgo
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

de Marcelo T. de Alvear. Sus posiciones, caracterizadas por un creciente consenso con sectores de la coalición gobernante,
devinieron en conflictos en el interior del partido.
En 1935, un grupo de jóvenes radicales creó la agrupación Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA), que
pretendía recuperar las tradiciones populares e influir en el pensamiento político argentino para la realización nacional. En su
“Asamblea Constituyente” de junio de 1935, FORJA manifestaba: “Que el proceso histórico argentino en particular y
latinoamericano en general, revelan la existencia de una lucha permanente del pueblo en procura de su Soberanía Popular, para
la realización de los fines emancipadores de la Revolución Americana, contra las oligarquías como agentes de los imperialismos
en su penetración económica, política y cultural, que se oponen al total cumplimiento de los destinos de América”.
Este grupo, que se identificaba como heredero de Yrigoyen y cuestionaba el liderazgo de Alvear en el partido, propuso una
doctrina nacionalista y luchó por un pensamiento argentino e hispanoamericano sin influencias europeas. Así, sostuvo la tesis de
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la revolución hispanoamericana y argentina asentada en las masas populares, adoptando una posición antiimperialista frente a
Gran Bretaña y los Estados Unidos. Para 1940, este sector se apartó de la UCR y algunos de sus integrantes luego se unieron al
peronismo.
Asimismo, los cuestionamientos al sistema político, las posiciones en contra del imperialismo, las críticas a la dependencia
económica y la proclamación de los valores nacionales se instalaron tanto en grupos de derecha como de izquierda.

El golpe militar de 1943

En el terreno político, la Segunda Guerra Mundial contribuyó al deterioro del gobierno de Castillo. En los principales partidos
políticos, las opiniones se dividían entre quienes estaban a favor de romper relaciones con las potencias del Eje y quienes
sostenían la neutralidad mantenida por la Argentina. Los conflictos entre “neutralistas” y “proalidos”, entre nacionalistas y
liberales, se trasladaron al ámbito militar y terminaron convergiendo en una oposición generalizada a la continuidad de un
régimen que no brindaba ya seguridad alguna en materia de defensa, de política exterior e incluso en el control de una situación
interior cada vez más convulsionada por transformaciones que abrían interrogantes serios respecto del futuro. Para septiembre
de 1943 estaban programadas las elecciones presidenciales, en las cuales la Convergencia oficialista presentaba como candidato
a Robustiano Patrón Costas, genuino representante de un orden conservador agonizante. Las muertes producidas en ese año del
general Justo y de Alvear habían privado a las principales fuerzas opositoras de formar un frente sólido, y era evidente que el
candidato oficial se impondría a través de un nuevo fraude electoral. En esa situación, los militares dieron un nuevo golpe de
estado el 4 de junio de 1943.
En ese momento, las Fuerzas Armadas reunían un total de 92.000 hombres y absorbían el 27% del presupuesto nacional. El Ejército
recibía dos tercios de los 406 millones de pesos que componían el gasto militar y contaba con aproximadamente 67.000 hombres.
La Marina era mucho más pequeña, con una fuerza de 25.000 hombres y recibía el otro tercio del presupuesto militar. La mayoría
del personal estaba formada por conscriptos que cumplían el servicio militar obligatorio. La distribución geográfica de las fuerzas
jugaba un papel relevante en su rol político, ya que el Ejército mantenía unidades considerables en Buenos Aires y sus alrededores.

Los militares en el gobierno

El derrocamiento del presidente Castillo contó con el apoyo de los jefes militares de ambas Fuerzas Armadas. Inicialmente, fue
encabezado por el general Arturo Rawson, considerado “proaliado”, que fue desplazado antes de prestar juramento como
gobernante. Pedro Pablo Ramírez, ministro de Guerra de Castillo, fue nombrado presidente. Estos incidentes mostraron desde el
principio la divergencia de objetivos entre los protagonistas del golpe.
La coincidencia casi unánime acerca de que el orden impuesto por los conservadores en la década del treinta estaba agotado
generó expectativas en torno al nuevo gobierno y su promesa de recuperar las instituciones. Sin embargo, la mayor parte de la
dirigencia política pronto pasó a la oposición, al comprobar que se mantenía la neutralidad y se daban cargos en el gobierno a
figuras vinculadas al nacionalismo.
Dentro del gobierno tenía una influencia importante un núcleo de oficiales, reunidos en el secreto “Grupo Obra de Unificación”.
Conocido por sus siglas, GOU, originalmente estaba formado por doce oficiales del Ejército, la mayoría de ellos partidarios de las
potencias del Eje. Rebautizado luego del golpe como “Grupo de Oficiales Unidos” y con mayor cantidad de integrantes logró
colocar a sus miembros fundadores en puestos estratégicos. Así fue como el coronel Juan Domingo Perón, integrante del GOU,
se constituyó en el segundo hombre dentro del Ministerio de Guerra, que estaba en manos de un amigo personal, el general
Edelmiro Farrell. Además de su puesto como secretario de Guerra, Perón se hizo designar al frente del Departamento Nacional
de Trabajo, que luego elevó a la categoría de Secretaría de Trabajo y Previsión. Este cargo le permitió vincularse con líderes
sindicales y obtener su apoyo a cambio de decisiones favorables sobre cuestiones gremiales.

Las medidas de la “Revolución del 4 de junio”


Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

Las medidas adoptadas por la denominada “Revolución del 4 de junio” iban claramente en el sentido de restaurar un supuesto
orden perdido. Para ello aplicó cada vez con más fuerza una política de represión sobre los sindicatos, partidos políticos y
estudiantes universitarios. Además, se introdujo la enseñanza religiosa en las escuelas. La presencia con alguna significación de
nacionalistas y católicos en cargos de gobierno condujo a que se empezara a hablar de la fundación de un “nuevo orden social”,
que más allá de las sutilezas sonaba demasiado similar a las experiencias que habían desplegado los países del Eje.
Uno de los problemas más serios y de más graves consecuencias de cara al futuro lo constituyó el enfrentamiento con los Estados
Unidos. La actitud argentina frente a la guerra, iniciada ya durante el gobierno de Castillo, frustró la intención estadounidense de
forzar a los países latinoamericanos a participar en el conflicto y dio lugar a una tensión creciente. Para los dirigentes de los
Estados Unidos, acabar con los militares argentinos, a los que consideraban “fascistas”, se transformó en un objetivo importante.
La escalada del conflicto tuvo consecuencias en la política interna: se fue conformando una oposición amplia y heterogénea, que
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planteó el enfrentamiento en términos de “libertad” contra “dictadura” al asimilar los bandos de la guerra mundial a la situación
interna.
La guerra repercutió en el frente militar: la decisión del presidente Ramírez de abandonar la neutralidad condujo a su
desplazamiento. Fue reemplazado por quien parecía el hombre del GOU, Edelmiro Farrell, aunque era Perón quien iba adquiriendo
relevancia.

El ascenso de Juan Domingo Perón al poder

Desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, el coronel Perón desarrolló una política social, como parte de una estrategia de
búsqueda de apoyos civiles para el régimen militar. Los beneficios otorgados a algunos sindicatos –vacaciones pagas, pensiones,
compensaciones por accidentes laborales- acompañaron el surgimiento del rol del Estado como árbitro en los conflictos entre el
capital y el trabajo. Frente a sus colegas, Perón argumentaba a favor del desarrollo de una política social para enfrentar la amenaza
del comunismo: “Si nosotros no hacemos la revolución pacífica, el pueblo hará la revolución violenta”. Simultáneamente, el nuevo
hombre fuerte iba ascendiendo posiciones dentro del gobierno. El presidente Farrell lo nombró ministro de Guerra y, más tarde,
vicepresidente de la Nación, cargos que ejercía simultáneamente con el de Secretario de Trabajo. Sin embargo, Perón no contaba
con un apoyo generalizado dentro de las Fuerzas Armadas. Los sectores nacionalistas no estaban dispuestos a cederles el poder
a los partidos políticos, a quienes negaban legitimidad, pero también recelaban de un camarada que desde el gobierno estaba
gestando las condiciones para convertirse en candidato a la presidencia en una eventual salida constitucional.
Los opositores

Mientras tanto, la oposición avanzó en sus reclamos al compás de los éxitos aliados en la guerra. Integrada por la mayoría del
radicalismo, socialistas, comunistas, demócratas progresistas y los sectores conservadores liberales, contaba con el apoyo público
del embajador de los Estados Unidos, Spruille Braden. Sus reclamos de regreso al sistema constitucional se hicieron más intensos,
hasta exigir la entrega del poder a la Corte Suprema de Justicia para que ésta garantizara el llamado a elecciones. Una
multitudinaria “Marcha de la Constitución y de la Libertad” realizada en septiembre de 1945 terminó de concretar una amplia
alianza política. El gobierno perdió toda iniciativa: declaró la guerra al Eje cuando el conflicto ya finalizaba, y frente a la presión de
la opinión pública y de los militares que cuestionaban a Perón, forzó su renuncia a principios de octubre y lo envió preso a la isla
Martín García.

EL 17 DE OCTUBRE

Mientras que el gobierno debatía con la oposición qué hacer luego del desplazamiento de Perón, se produjo un acontecimiento
de enormes repercusiones: los partidarios del coronel se movilizaron y, el 17 de octubre, una multitud de trabajadores
provenientes del cinturón industrial del Gran Buenos Aires se reunió en la Plaza de Mayo reclamando la liberación de Perón. En
circunstancias dramáticas, se manifestaba el apoyo que la clase obrera otorgaba a quien desde el gobierno había contribuido a
mejorar su situación. El giro de los acontecimientos determinó que la oposición perdiera fuerza: Perón recuperó la libertad y los
militares que lo cuestionaban salieron de la escena. La presencia del coronel hablando a sus partidarios se transformó en la imagen
de una nueva realidad que emergía de manera inesperada para muchos.

Las elecciones de 1946

A los pocos días, el presidente Farrell anunció la realización de elecciones presidenciales en febrero de 1946. Los sectores
sindicales que apoyaban a Perón crearon el Partido Laborista para postular su candidatura, que también contó con el apoyo de
un grupo minoritario de la Unión Cívica Radical, que aportó el compañero de fórmula de Perón, Hortensio Quijano. Los opositores
al régimen militar conformaron la llamada Unión Democrática, amplio frente electoral perfilado ya antes de los sucesos del 17 de
octubre. Sus candidatos, José Tamborini y Enrique Mosca, provenían del sector alvearista del radicalismo, su programa era
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

socialmente avanzado, y su punto clave era la defensa de la democracia frente al totalitarismo. Durante la campaña insistieron en
denunciar a Perón como agente del nazismo, lo que dio lugar a una mayor polarización de los votantes. El apoyo que la Unión
Democrática recibía del ex embajador Spruille Braden, que ahora ocupaba un importante cargo en el Departamento de Estado
norteamericano, permitió a sus adversarios esgrimir el eslogan “Braden o Perón” para nuclear tras de sí a amplios sectores
resentidos por la injerencia de los Estados Unidos en las cuestiones internas de la Argentina.

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Los gobiernos de Perón

El peronismo ha marcado buena parte de la historia del país en las últimas seis décadas. Las condiciones para su aparición se
desarrollaron con las transformaciones producidas entre 1930 y 1943 en la Argentina. En el terreno económico, por la
industrialización sustitutiva de importaciones, acompañada de un creciente intervencionismo estatal, y en el ámbito político, por
la faltad e participación de gran parte de la ciudadanía en ese período. Los cambios sociales ocurridos en esos años, que
potenciaron el papel de la clase obrera industrial, sumados al impacto de la Segunda Guerra Mundial, dieron lugar al surgimiento
de la figura de Juan Domingo Perón, quien se convirtió en el líder de los trabajadores. Su triunfo en las elecciones de 1946 fue el
punto de partida de un sistema político que implicó la incorporación de las masas a la vida política y el despliegue de un proyecto
industrial basado en el mercado interno.
Los enfrentamientos que se produjeron en la sociedad argentina generaron una brecha -mucho más marcada en el terreno
cultural y social que en el ámbito de los intereses económicos-, que contribuyó a la inestabilidad política y culminó con el
derrocamiento de Perón en 1955 por obra de un golpe militar que tuvo el apoyo de parte de la sociedad civil. Sin embargo, la
llamada “Revolución Libertadora” no acabó en manera alguna con el peronismo.

EL TRIUNFO DEL PERONISMO

En las elecciones presidenciales del 24 de febrero de 1946, Juan Domingo Perón obtuvo el 54% de los sufragios, una ventaja de
300.000 votos. En las principales ciudades, el enfrentamiento se dio claramente en términos de clase: las clases medias y altas
frente a los trabajadores. Pero en el resto del país, las divisiones tuvieron más que ver con cuestiones locales, el apoyo de la Iglesia
o la decisión de caudillos conservadores de votar por Perón. Como bien se ha dicho: “Perón había ganado pero el peronismo
estaba todavía por construirse”.
Incluso antes de asumir la presidencia en junio de 1946, Perón promovió la unificación de los grupos y partidos que le habían dado
el triunfo –laboristas, radicales de la Junta Renovadora, nacionalistas, sectores conservadores- en un movimiento que luego sería
llamado justicialismo, con una doctrina común. A lo largo de toda su vida, perón se preocupó por mantener en sus manos un
liderazgo firme e incuestionable de su corriente política, por encima de las diferencias entre sus distintos sectores.

La construcción de la “doctrina”

La doctrina peronista se elaboró sobre la base de tres principios fundamentales: la justicia social, que se centraba en una
distribución más justa de la riqueza nacional; la independencia económica, tendiente a lograr una mayor autonomía con respecto
a los países desarrollados; y la soberanía política, plasmada en una actitud alternativa frente al conflicto de la Guerra Fría entre
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

los Estados Unidos y la Unión Soviética, la que más tarde se denominó “tercera posición”.
Con el tiempo se fue desarrollando la idea de que los distintos sectores de la sociedad debían organizarse corporativamente. Así
como los trabajadores tenían como organización central a la CGT, el gobierno peronista se propuso extender el ejemplo a otros
sectores. Intentó organizar a los empresarios en la Confederación General Económica (CGE) y buscó hacer lo propio con los
estudiantes universitarios y otras entidades profesionales. De esta manera, el Estado se vinculaba a los representantes de esas
corporaciones para alcanzar la idea de una “Comunidad Organizada”, nombre que justamente tiene uno de los escritos más
importantes firmados por Perdón.
Esta línea de pensamiento se basaba en la concepción de que el Estado establecía la armonía entre los distintos sectores sociales,
realizando el bien común. Encontraba su inspiración en modelos políticos muy difundidos, como el de Benito Mussolini en Italia
o el de Lázaro Cárdenas en México, y se enfrentaba con la concepción liberal del Estado, que reservaba para esta un papel mucho
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menor, limitado a asegurar el ejercicio de las libertades individuales. Los regímenes citados buscaban la primacía del Poder
Ejecutivo sobre las demás instituciones republicanas. El líder derivaba su legitimidad del plebiscito popular más que de los poderes
constitucionales.

La creación del consenso político

El Estado peronista buscaba el apoyo total de la población, lo que se dio en denominar la “peronización” de la sociedad. Este
objetivo iba de la mano de la tendencia a reducir a su mínima expresión a la oposición. Dentro de este esquema, el control del
gobierno se extendió, entre otros, a los medios de comunicación. Ejemplos de esta política fueron la adquisición de la mayoría de
las radios y la expropiación del diario opositor La Prensa, que fue entregado a la CGT para que se convirtiera en su órgano oficial.

El papel de la educación

Un elemento central en ese proceso fue la política educativa peronista. Desde el régimen militar de 1943, al frente de ella se
encontraban funcionarios nacionalistas, cuya orientación había generado distintos tipos de demandas. Además de los reclamos
provenientes del arco político opositor, el sistema educativo argentino vivía una crisis de crecimiento. El peronismo introdujo
cambios que se orientaron a la expansión de la matrícula en todos los niveles, la mejora de los salarios docentes, la construcción
y el equipamiento de numerosos edificios escolares. La enseñanza técnica recibió un impulso fundamental: se creó la Comisión
Nacional de Aprendizaje y Orientación Profesional; se organizaron escuelas-fábricas, escuelas de aprendizaje, escuelas de
capacitación obrera y de capacitación profesional femenina.
Esta política pudo llevarse a cabo con éxito debido a las medidas económicas que redistribuyeron el ingreso, al producir aumentos
de salarios y el mejoramiento del nivel de vida de los sectores obreros como también, al importante nivel de inversión en
educación que mantuvo el gobierno.
La ampliación del sistema educativo respondió no solo a las necesidades propias del modelo de desarrollo económico –el
crecimiento sostenido de la industrialización requería una mano de obra con ciertas calificaciones previas- sino también al sistema
político que construyó el peronismo. Este se basó en la politización controlada de nuevos sectores; por lo tanto, debían
desplegarse mecanismos no coercitivos que encauzaran la movilización dentro de los objetivos propuestos. De esta manera, la
educación era parte integrante de una política más amplia destinada a la generación del consenso.
Entre estos objetivos, en 1947 se convirtió en ley la enseñanza religiosa católica en las escuelas públicas de jurisdicción federal,
medida que ya había decretado el gobierno militar de 1943. Asimismo, se otorgaron subsidios estatales a los establecimientos de
enseñanza privados, medida que llevaba al mejoramiento de las condiciones laborales y económicas de los docentes de esas
instituciones. Se incorporaron nuevos contenidos en los programas de estudio y libros de texto, tendientes a inculcar la doctrina
peronista desde la escuela primaria. En las universidades también se aplicó esta política de control; algunas de ellas sufrieron la
intervención estatal y otras, el recambio de académicos por otros más afines al gobierno.
La centralización del sistema educativo se convirtió en condición indispensable para el logro de la democratización económica y
política, proceso paulatino cuyos hitos principales fueron el mantenimiento de la intervención del Consejo Nacional de Educación
y su posterior subordinación permanente bajo el control directo del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública (1947); la creación
de la Secretaría de Educación en 1948 y, en 1949, su transformación en Ministerio de Educación.

Otras formas para lograr adhesión

Frente a las resistencias que este proyecto generaba, el peronismo centró su estrategia educativa de masas en acciones
predominantemente paralelas a la actividad escolar tradicional. Entre ellas los cursos realizados por las unidades básicas y la
Fundación de Ayuda Social, la creación de escuelas sindicales, la organización de grandes actos de masas para asistir al discurso
coloquial del líder, la utilización de los medios de comunicación masivos y la difusión del deporte.
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

El disenso político

A través de la educación, los medios, el deporte y los actos públicos, la vida cotidiana mostró los signos del avance del régimen,
que evidenciaba cierto nivel de control sobre los ciudadanos. Las clases medias, que desde un principio se ubicaban
mayoritariamente en la “vereda de enfrente” del peronismo, reaccionaron a esa situación fortaleciendo su carácter opositor. El
intento de impulsar una democratización social desde el poder rápidamente fue considerado “demagógico” por estos sectores.
El disenso político quedó recluido al ámbito parlamentario, donde también se tomaron algunas medidas para acallar a la
oposición. La sanción de la Ley de Desacato, que permitía la expulsión de diputados incluidos en esa figura, y la alteración de las
normas de funcionamiento del Congreso apuntaban en esa dirección. El momento culminante de esta avanzada fue la reforma

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de la Constitución Nacional realizada en 1949. Entre sus medidas se introdujo la posibilidad de la reelección presidencial inmediata
y sin limitaciones.

La Constitución de 1949

A fines de 1948 se eligieron los convencionales constituyentes, quienes trabajaría en la reforma de la Constitución sancionada en
1853. Los principales cambios que se establecieron desde 1949 se vincularon con la incorporación de elementos claramente
asociados con el peronismo. Se incluyeron con rango constitucional los derechos sociales, se declaró la propiedad inalienable de
la Nación sobre los recursos naturales, la nacionalización de los servicios públicos y la regulación del comercio externo.
En otro orden, las reformas introducidas suprimieron el colegio electoral y se estableció la elección directa del presidente. Uno
de los aspectos más controvertidos fue la posibilidad de reelección inmediata y sin limitaciones de la máxima autoridad de la
Nación.

El voto femenino

Desde sus orígenes, el peronismo impulsó la movilización de las mujeres, los que suele explicarse a partir de la necesidad del
gobierno de ampliar sus bases de sustentación social. El sufragio femenino, sancionado por ley en 1947, completó la formación
de la ciudadanía política. A su vez, consolidó la inclusión de la mujer en las políticas del Estado, si bien durante la campaña electoral
de ese mismo año se esbozaron los principales rasgos de una identidad femenina –la de la “mujer peronista”- que proponía un
sistema de valores para orientar las actitudes y conductas de las mujeres.
La idea de ciudadanía se expandió, por la incorporación, junto con los derechos civiles y políticos, de los nuevos derechos sociales,
como el empleo, el salario digno, la salud o la vivienda.

LAS TRANSFORMACIONES SOCIALES

El peronismo no solo creó un apoyo basado en estrategias políticas; la inclusión social fue otro elemento clave para obtener su
legitimidad.

Las políticas sociales

Las políticas sociales del gobierno intentaron cumplir la deuda que el Estado tenía con los sectores originados desde los años
treinta con el proceso de industrialización.
El otorgamiento de los derechos sociales a los trabajadores fue sin dudas uno de los aspectos más relevantes. La legislación
aprobada, que respondía a los reclamos históricos del movimiento obrero, incluía: la ley que estableció la indemnización por el
despido sin causa; el establecimiento del seguro social y de las jubilaciones; el Estatuto del Peón, que procuró mejorar las
condiciones de vida y de trabajo de los trabajadores rurales; la creación de tribunales de Trabajo, para tratar los juicios
relacionados con cuestiones laborales; el otorgamiento de mejoras salariales; el establecimiento del “aguinaldo” o sueldo anual
complementario; el reconocimiento de las asociaciones profesionales, que significó el fortalecimiento de los sindicatos como
representantes de los intereses de los trabajadores.
Esta legislación estuvo acompañada por medidas que tendieron a una mayor centralización y control por parte del Estado. La
política sindical del gobierno se orientó a reconocer la personería gremial solo a una organización por sector de actividad y a la
Confederación General del Trabajo, como única central obrera. Para favorecer ese control, se otorgó a la CGT un amplio poder de
intervención sobre los sindicatos afiliados, que fue usado contra las expresiones opositoras.
La concepción social de ciudadanía adquirió rango constitucional en 1949 cuando se reformó la Constitución Nacional y los
derechos sociales pasaron a formar parte de la Ley Suprema del Estado.
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

La política sanitaria

La Dirección Nacional de la Salud Pública (creada en 1943) se convirtió en secretaría en 1946 y fue elevada a rango de ministerio
en 1949. La dirección de la estructura sanitaria nacional estuvo en manos del doctor Ramón Carrillo, quien transformó la salud de
la población en una cuestión del Estado. La medicina social, definida como eminentemente preventiva, se transformó en uno de
los pilares del peronismo. El Estado prestó una amplia gama de servicios de salud, que buscaban incidir permanentemente en el
medio social, económico y cultural, a fin de combatir sus males y problemas.
La política oficial tendió a cubrir los derechos de los sectores sindicalizados, pero una gran proporción de trabajadores no estaban
incorporados en las organizaciones gremiales. Por ejemplo, la mitad de los empleados del Estado no estaban afiliados a ningún
sindicato. Esto hacía que una parte importante de la población quedara fuera del sistema de asistencia y servicios sociales provisto
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por esas estructuras. Las políticas sociales implementadas por el peronismo, siguiendo la tradición de los gobiernos anteriores,
mantuvieron su carácter sectorial al atender las demandas de los grupos sindicalizados que tenían capacidad de presión sobre las
autoridades.

Eva Perón y la Fundación de Ayuda Social

El peronismo no puede ser cabalmente comprendido si se deja de lado la figura de Eva Perón. “Evita”, como la llamaban sus
seguidores, fue el canal de comunicación entre el gobierno y los sectores populares. En 1948, se creó la Fundación de Obra de
Ayuda Social María Eva Duarte de Perón, que en 1950 se convirtió en la Fundación Eva Perón. Su finalidad era obtener una base
de apoyo más amplia para el peronismo y la incorporación al sistema de sectores sociales, trabajadores o no, que estaban
excluidos de este. Así, esta institución, a través de la “ayuda social” a los sectores más necesitados, funcionó como el nexo que
permitía la inclusión de los elementos considerados los más débiles de la sociedad: los pobres, las mujeres, los niños y jóvenes,
los desempleados y subocupados.

Las tareas de la Fundación

La Fundación Eva Perón fue un complemento de la política de justicia social propiciada por el gobierno. Su ayuda se orientó a
apoyar a los sindicatos, a la creación de proveedurías y a la organización y financiamiento de planes de vivienda, pero la salud fue
su eje vertebrador.
La creación de hospitales policlínicos cumplió un papel importante en el logro del objetivo que se había propuesto el Estado en lo
que respecta a la medicina asistencial: asegurar una cama de hospital por cada cien habitantes. Otra medida adoptada en este
ámbito fue la puesta en marcha del Tren Sanitario Eva Perón, que recorrió las provincias del norte argentino, equipado con
elementos técnicos y con profesionales de la salud. También se creó la escuela de Enfermería, debido a la necesidad del Estado
peronista de perfeccionar y controlar el ejercicio de los profesionales de la salud.

LAS TRANSFORMACIONES ECONÓMICAS

Durante los gobiernos peronistas el Estado implementó estrategias de desarrollo económico para asegurar las políticas sociales
y ampliar las bases del consenso.

La opción por el mercado interno

La guerra 1939-1945 había producido restricciones al comercio internacional, que llevaron a una caída brusca de las importaciones.
En cambio, las exportaciones de carne y otros productos argentinos no disminuyeron en la misma proporción que las
importaciones, y se vieron favorecidas por el aumento de sus precios internacionales. De este modo se acumularon saldos
favorables de la balanza comercial. Para cuando finalizó la Segunda Guerra Mundial, esos excedentes de divisas estaban
depositados mayoritariamente en los bancos del principal cliente de la Argentina, Gran Bretaña, lo que creaba una situación
novedosa y difícil para el futuro. Si bien el país contaba con importantes fondos a su favor, su uso estaba bloqueado por el control
de cambios adoptado por el gobierno británico, que se mantuvo después de 1945 debido a los problemas de la reconstrucción
económica luego de la contienda.
La política económica del peronismo se centró en proseguir la industrialización sustitutiva iniciada en el período anterior,
fortaleciendo el mercado interno. Esta orientación, que en buena medida el mismo Perón justificaba con temores respecto de
una próxima “tercera guerra mundial”, se basó en dos pilares: la nacionalización de la economía controlada por parte del estado
y la búsqueda del pleno empleo elevando el nivel de vida de los trabajadores. La intervención estatal en la vida económica y social
fue planificada a través de los Planes Quinquenales. Si bien la referencia inmediata era la industrialización soviética, durante la
segunda posguerra en varios países capitalistas se elaboraron planes de desarrollo que, aunque de manera fundamentalmente
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

orientadora, reflejaban la importancia que en ese momento se le otorgaba al Estado en los asuntos económicos.
En esta época se puso en marcha en los países occidentales un sistema de solidaridad social que apuntaba a corregir las injusticias
del “capitalismo espontáneo”. Se consideraba al Estado como responsable del progreso social de la población, motivo por el cual
se lo llamó “Estado de bienestar” o “Estado benefactor”.

El Primer Plan Quinquenal

El Primer Plan Quinquenal, que abarcó los años 1947-1951, planteó como objetivo fundamental la transferencia de los recursos del
agro hacia la industria. Para tal fin se creó el Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio (IAPI). La función de este
organismo era monopolizar las exportaciones. El Estado compraba la producción agraria, pagando precios fijos. Luego, vendía
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esos productos a precios internacionales, que en general eran más altos. La diferencia obtenida se destinaba a otorgar créditos a
la industria. Además, algunos sectores se vieron beneficiados por la fijación de barreras aduaneras y por una política de subsidios
y créditos, como en el caso de la industria alimenticia.

La nacionalización de empresas

En Estado, en su nuevo rol interventor, actuó como inversor directo en determinadas ramas de la industria creando compañías
estatales o de capitales mixtos. Tales fueron los casos de las empresas Industrias Mecánicas del Estado (IME) que fabricaba
automotores; Sociedad Mixta Siderurgia Argentina (SOMISA) en el sector del acero; Fabricaciones Nacionales de Productos
Químicos; gas del Estado y Yacimientos Carboníferos Fiscales (YCF) en el rubro energético; Empresas de Líneas Marítimas
Argentinas (ELMA) y Flota Mercante Argentina (FAMA), dedicadas al transporte. Al mismo tiempo se daba más relevancia a
empresas estatales preexistentes, como en el caso de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF).
Otro elemento importante en la política económica del gobierno peronista fue la nacionalización de empresas. Ante todo se
dispuso el traspaso al estado del banco Central, que hasta entonces contaba con participación y dirección del sector privado.
Asimismo se adquirieron las empresas de servicios considerados esenciales, como los ferrocarriles y teléfonos.
El gobierno presentó estas medidas como una manera de asegurar en manos del Estado instrumentos que resultaban estratégicos
para la economía nacional, como las finanzas, los transportes y las comunicaciones.
Con respecto a la compra de los ferrocarriles, hay diversas interpretaciones históricas sobre su real significado. Para algunos
autores, representó un ejemplo claro del programa de independencia económica propiciado por el peronismo; para otros,
significó un éxito para los intereses británicos. Como vimos, durante la guerra se había acumulado en Londres una cantidad
apreciable de divisas por el excedente de la balanza comercial, que representaba una deuda que los británicos debían pagar a la
Argentina. La compra de ferrocarriles y otras empresas se realizó usando esos fondos que estaban bloqueados en Londres. A esto
se sumaba el hecho de que el estado de las empresas ferroviarias era muy malo, ya que se habían descapitalizado, las instalaciones
eran obsoletas y generaban una escasa rentabilidad. En definitiva, desprenderse de ellas no era un mal negocio para los británicos.

Las ramas del desarrollo industrial

En los dos primeros años del gobierno peronista, el modelo de crecimiento basado en el mercado interno tuvo resultados
positivos. Entre 1946 y 1948, la industria creció a un ritmo del 6,32% anual. Las tasas de crecimiento más elevadas fueron las textiles
(9,1%), máquinas y artefactos eléctricos (8,7%) y maquinarias (7,7%). Pero, a decir verdad, se produjeron cambios poco significativos
en la estructura industrial en relación con la década de 1930: la producción textil continuó su crecimiento, la de los alimentos
descendió y otras áreas que anteriormente aparecían en plena expansión crecieron poco.
Durante el período de vigencia del Primer Plan Quinquenal, el producto bruto interno aumentó considerablemente, permitiendo
una redistribución del ingreso entre los sectores populares. Estos experimentaron una evidente mejora en su nivel de vida,
reflejada en un mayor consumo de bienes durables (especialmente, electrodomésticos: heladeras, radios, etc.) y un acceso
significativo a bienes culturales antes limitados a las clases más acomodadas. Asimismo, adquirió vigor un sector empresarial
vinculado a la industria de bienes de consumo en expansión, que prosperó sobre todo por la posibilidad de disponer de un
mercado cerrado a la competencia exterior y en la cual la demanda estaba en plena expansión.

Los límites del modelo

Los años finales de la década de 1940 modificaron el panorama económico internacional. La recuperación de los países europeos
y la inundación de sus mercados con granos provenientes de América del Norte provocaron un serio declive en las exportaciones
argentinas. La Argentina tenía dificultades para colocar en Europa su producción agropecuaria a raíz de la política implementada
por el Plan Marshall de subsidiar las exportaciones estadounidenses. Debido a la tensa relación diplomática desde 1945, Estados
Unidos prohibió que los dólares aportados a Europa a través de ese plan de ayuda fueran utilizados para realizar compras en la
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

Argentina.

Al compás de América latina

Como en otros países latinoamericanos, se llegó a un punto en que se hicieron evidentes los límites del modelo económico
industrial basado en una economía que, básicamente, seguía apoyada en los ingresos derivados de la producción agropecuaria.
La opción de una industria exportadora no fue encarada de forma consecuente, al tiempo que se producía la llegada a la región
de los productos estadounidenses. El eje del modelo de industrialización peronista había sido una política de redistribución y esta
había llegado al límite con la recuperación de las economías europeas. La continuidad de esta situación de dependencia respecto
de las exportaciones de productos primarios y la necesidad de importaciones esenciales para conseguir con el proceso de
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industrialización (máquinas, repuestos, combustibles) condujeron a que el modelo entrara en crisis a partir del sector externo. A
esta situación contribuyeron las graves sequías sufridas en los años agrícolas 1949-1950 y 1950-1951.

El porqué de los límites

El estancamiento industrial de esta etapa, más que mostrar problemas de demanda en el mercado, indicaba los límites de la
sustitución basada principalmente en bienes de consumo y las dificultades para reorientar las actividades hacia nuevas ramas
dinámicas, como bienes intermedios y de capital. El desarrollo de los sectores rezagados se veía obstaculizado no solo por la
política del Estado, sino también por la complejidad tecnológica creciente de las ramas que buscaban sustituir, por su mayor
necesidad de inversiones de maquinarias y equipamientos y por la poca disponibilidad de materia prima local.
Para fines de los años cuarenta, la continuidad de la sustitución de importaciones en las ramas livianas se había agotado.
Asimismo, en un contexto en que la producción industrial se destinaba mayoritariamente al mercado interno, no se generaban
exportaciones que trajesen las divisas necesarias para cubrir los requerimientos de bienes importados. Al terminar la guerra, las
importaciones crecieron como consecuencia del alto nivel de compras, pero la caída de las exportaciones primarias y el
agotamiento de las reservas a partir de 1948 pusieron límite a las posibilidades de la industria de seguir creciendo por el mismo
rumbo.

Las alternativas

Frente a los problemas, el peronismo tenía dos alternativas. La primera era modificar la orientación favoreciendo las
exportaciones tradicionales y al mismo tiempo buscar mejoras en la productividad industrial. Este cambio conduciría a enfrentarse
con los sectores asalariados, que verían disminuir sus ingresos. La otra alternativa era continuar con la política redistributiva para
mantener el apoyo de los obreros, ampliando la brecha que separaba al gobierno de los sectores empresarios.
La crisis económica se reflejó en una creciente inflación, debida al estancamiento de la producción y los aumentos de los sueldos.
La respuesta del gobierno fue un plan de austeridad y estabilización lanzado en 1952, que incluía el congelamiento de los salarios
y de los precios.

El Segundo Plan Quinquenal

El Segundo Plan Quinquenal, aplicado a partir de 1953, implicó un decisivo cambio de rumbo. Sus principales objetivos eran
aumentar la producción agraria, reducir las importaciones, contener el gasto público, disminuir la intervención estatal en la
economía y establecer una apertura hacia los capitales extranjeros.

El cambio de rumbo

En 1953, al agravarse la crisis, el gobierno peronista intentó modificar el rumbo promoviendo el avance hacia la sustitución de
bienes intermedios y de capital, al tiempo que se proponía atraer capitales extranjeros. Una ley de inversiones extranjeras
favoreció los emprendimientos para la fabricación de maquinaria y la producción de camiones y automóviles. Entre 1953 y 1955,
el 73% de las inversiones realizadas correspondían a los Estados Unidos. El 67% de estas inversiones se hallaba en el sector
automotor y el 16% en el químico. En 1954, Perón convocó a un Congreso de la Productividad, cuya finalidad era acordar los
sindicatos y empresarios la adopción de medidas para fortalecer la actividad industrial.
Sin embargo, las dificultades económicas no pudieron ser revertidas. El vuelco hacia posiciones que favorecían un aumento de la
productividad no sirvió para que el gobierno ganase el apoyo de los sectores empresariales. La mejora en las condiciones para el
sector agropecuario tampoco disipó el rechazo que el peronismo generaba entre los grandes productores del sector, mientras
que la caída de los precios agrícolas en el mercado mundial obstaculizó la acción del IAPI. La situación de la industria no era mucho
más mejor: los empresarios no habían realizado nuevas inversiones en tecnología, de manera que sus instalaciones se volvieron
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

ineficientes y obsoletas.
Por su parte, la apertura al capital extranjero generó diferencias dentro del mismo partido gobernante, ya que avanzaba sobre
una de las bases del pensamiento peronista.
En 1955, el gobierno firmó un precontrato con la empresa estadounidense California Standard Oil para la exploración y explotación
de petróleo en Santa Cruz. La medida, criticada por un sector del peronismo, contribuyó a debilitar al gobierno.

Un balance

Los logros de la política económica emprendida en 1953 fueron modestos. Se redujo la inflación y se equilibró la balanza de pagos,
pero no se apreciaron cambios más sustanciales en el agro y la industria. Ciertamente, el Segundo Plan Quinquenal marcaba un
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rumbo nuevo, cuyos lineamientos básicos anticiparon las políticas de los gobiernos que vinieron después de la caída del
peronismo. Su aplicación fue moderada, ya que tuvo en cuenta la necesidad de resguardar la situación de los sectores populares,
lo que resultaba poco compatible con la ortodoxia económica que la inspiraba. Ni se recurrió a la devaluación –el gran instrumento
con el que posteriormente se operaron sustanciales transferencias de ingresos entre sectores- ni se redujo el gasto público, que
en buena medida subsidiaba a los sectores asalariados. En este sentido, esta nueva política económica se mantenía dentro de la
tradición peronista.

El impacto en el sector industrial

A pesar de la debilidad de las tasas de crecimiento, la industria sufrió cambios en cuanto a su estructura sectorial. Se produjo un
retroceso en el rubro textil y el avance del metalmecánico y el químico. El censo industrial de 1954 reflejó la orientación hacia
actividades livianas, entre las que predominaban los derivados de materias primas agrarias (aceites, por ejemplo); pero en él
aparecieron por primera vez rubros como los de laminados de hierro y acero, cemento portland y heladeras eléctricas. A lo largo
de la década de 1950 se completó la sustitución de bienes durables de consumo.
Si se comparan las estadísticas industriales de 1947 y 1954, es posible notar que en ese período crecieron el número de
establecimientos de la industria metalmecánica (pasó de 23.020 a 48.215), la ocupación en el sector (de 258.196 a 420.207
personas) y su participación en la producción (del 14% al 21%). Estos niveles de crecimiento se debieron sobre todo a la apertura
de gran número de pequeños talleres dedicados a reparaciones o fabricación de repuestos, surgidos por el envejecimiento del
parque automotor y de la dotación de maquinarias y equipos, como también por las restricciones a las importaciones.
Un ejemplo de la voluntad de autarquía del peronismo fue la organización, en 1953, de las Industrias Aeronáuticas del Estado,
sobre la base de la Fábrica Miliar de Aviones. Esta medida cumplió un rol importante en los años posteriores al peronismo en lo
que respecta a la puesta en marcha de la industria automotriz y del tractor en la Argentina.

EL ESTADO PERONISTA Y EL MOVIMIENTO OBRERO

La relación del peronismo con el movimiento obrero sufrió transformaciones a lo largo de los años de gobierno. Si bien en un
principio es posible afirmar la armonía del vínculo, los cambios en la situación económica pusieron en tela de juicio el consenso.

La relación con los trabajadores

Uno de los pilares de la política peronista fue su relación con los obreros a través de los sindicatos. Como hemos visto, ya desde
su actuación al frente de la Secretaría de Trabajo, Perón promovió el reconocimiento de beneficios para los trabajadores:
extensión del régimen de jubilaciones, leyes sobre accidentes de trabajo, vacaciones pagas y aguinaldo. Como presidente amplió
esa política, con medidas sobre alquileres urbanos, la ampliación de los sistemas de salud y educación, la construcción de viviendas
y la reducción de precios del transporte. Todo ello derivó en un aumento de la capacidad adquisitiva de los trabajadores, que era
lo que se buscaba para aumentar el consumo.
La crisis económica llevó a la adopción de un nuevo rumbo que alteró en gran parte la política implementada hasta el momento
y que condujo al quiebre de la alianza gobernante. El congelamiento de los sueldos derivó en el inicio de un ciclo de huelgas y
movilizaciones obreras. La respuesta del gobierno fue el desplazamiento de las estructuras sindicales de los dirigentes gremiales
que apoyaron esas medidas de fuerza.
En los últimos años se ha producido un fuerte debate historiográfico acerca de tipo de vinculación entre la clase obrera y el
peronismo. Los distintos análisis comenzaron con un estudio sobre los cambios producidos en la composición de la clase obrera
a partir del proceso de industrialización iniciado en la década de 1930.

La interpretación tradicional: viejos y nuevos obreros


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La interpretación más tradicional es la del sociólogo Gino Germani, que plantea una diferencia fundamental entre “viejos” y
“nuevos” sectores obreros. Estos últimos, provenientes en mayor parte de las provincias del interior y de ámbitos rurales, tenían
escasa experiencia gremial. No se concebían a sí mismos como integrantes de una clase y en ellos prevalecía un acentuado
individualismo. Frente a estos sectores incorporados como asalariados a partir de la década de 1930, los “viejos” obreros eran en
su mayoría de origen europeo, tenían una alta conciencia de clase y anteriores prácticas sindicales. Según esta diferenciación, se
plantea que las nuevas masas obreras pudieron ser manipuladas a su gusto por el Estado, al no contar con experiencias previas
políticas ni sindicales. La aparición de un caudillo astuto que manipulaba a los sindicatos desde las estructuras del Estado habría
operado como organizador del movimiento obrero.

Otra visión: un movimiento unificado


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Esa interpretación fue cuestionada por nuevos enfoques que niegan la división del movimiento obrero en dos sectores. Por el
contrario, se plantea que su accionar fue homogéneo, sin que pueda hablarse de una ruptura entre antes y después del
peronismo. En esta línea, puede mencionarse la interpretación de Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero, que consideran que
el apoyo al peronismo provino de un movimiento obrero unificado, consciente de su posición de clase obrera marginada de la
redistribución de los ingresos. En el apoyo al estado peronista no participaron solamente los trabajadores recién ingresados en la
economía industrial sino que contaron con la presencia de los viejos dirigentes sindicales, que tuvieron mayor peso en la
formación de esa alianza de sectores.

Distintos aportes para la comprensión del problema

Un aporte fundamental para el análisis de la cuestión lo constituyen los trabajos de Juan Carlos Torre, quien aborda la relación
entre Perón y los sectores obreros antes del 17 de octubre de 1945. Torre señala la importancia de la iniciativa de Perón al convocar
a los dirigentes de la llamada “vieja guardia sindical” (de orientación socialista y sindicalista), formados en la difícil época de los
años treinta. Estos dirigentes se sumaron al proyecto de Perón, preocupados por su propia supervivencia: las mejoras ofrecidas
eran demasiado importantes como para rechazarlas, lo que les hubiera hecho perder el apoyo de los sectores que conducían.
Esta conformidad muestra un cambio en la actitud del Estado, no del movimiento obrero. Sin embargo, inicialmente no fue una
alineación completa y total tras el liderazgo peronista, situación que se consolidaría en el contexto político posterior.
Por su parte, el historiador inglés Daniel james afirma que tanto social como políticamente el peronismo logró el control de los
trabajadores. Si bien el conflicto de clases no fue abolido y no se produjo la armonía social que mostraba la propaganda oficial,
las relaciones entre capital y trabajo mejoraron. James propone varias razones para explicar el éxito de esta relación. Ante todo,
la clase trabajadora logró satisfacer aspiraciones materiales dentro de los parámetros ofrecidos por el Estado, a lo que se sumó
el prestigio personal de Perón. Es preciso tomar en cuenta la capacidad del Estado y su aparato cultural, político e ideológico para
promover e inculcar nociones de armonía e intereses comunes de las clases.

EL ESTADO PERONISTA Y LA IGLESIA

Un actor social que no se puede dejar de tener en cuenta para comprender la dinámica política de las décadas de 1940 y 1950 de
la Argentina es la Iglesia Católica. Los vínculos que estableció con ella el presidente Perón tuvieron un carácter ambiguo.

Relaciones de aparente armonía

La relación del peronismo con la Iglesia también ha concitado el interés de los historiadores, ya que cambió notoriamente entre
1945 y 1955. La Iglesia cumplió un papel muy importante en la legitimación del nacimiento del peronismo, pero diez años después
se alineó junto con a los opositores que llevaron a la caída del régimen.
El vínculo armónico con la Iglesia que caracterizó al primer gobierno peronista se centraba en la aplicación, por parte del Estado,
de las ideas del catolicismo: la noción de armonía social reemplazó a la de lucha de clases sostenida por la izquierda. La misma
Iglesia había llamado a votar por Perón en las elecciones de 1946, y el gobierno respondió con distintas medidas, como el
mantenimiento de la enseñanza religiosa en las escuelas. Esta coincidencia de intereses y la reivindicación de los ideales católicos
por parte del gobierno le aseguraron a este un apoyo de las instituciones y de la mayoría de los creyentes.
La llegada de Perón al gobierno fue percibida como el contexto propicio para lograr un “nuevo orden católico” (ni liberal, ni
comunista), sobre todo cuando el presidente apelaba en sus discursos a las encíclicas papales y empleaba términos y conceptos
similares a los del catolicismo social. Pero, cuando el peronismo pretendió encarnar a esa “nación católica”, considerándose a sí
mismo como su natural expresión política y estatal, se generaron contradicciones con la Iglesia.
Para la idea dominante en el justicialismo, no había dudas de que el gobierno de Perón estaba transformando en realidad los
ideales católicos. Desde esa perspectiva, a la Iglesia no le cabía otro papel más que el de colaborar en su obra, lo que significaba
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

exigirle un alineamiento político con el régimen.

El deterioro de un vínculo

La relación de armonía entre el justicialismo y la Iglesia comenzó a deteriorarse en el segundo gobierno de Perón, cuando el
Estado impulsó una mayor intervención en la sociedad y ocupó áreas que hasta el momento se encontraban en manos de
instituciones religiosas. De manera especial, la Fundación Eva Perón produjo la mayor resistencia por parte de la Iglesia, que la
veía como una competidora en el ámbito de la caridad social. También fueron rechazadas las iniciativas del gobierno para captar
el apoyo de los jóvenes (a través de la Unión de Estudiantes Secundarios) y las mujeres (mediante la creación del Partido Peronista
Femenino).
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Ante los creciente cuestionamientos, el gobierno promovió disposiciones legislativas que generaron la reacción eclesiástica, como
la aprobación del divorcio vincular que permitió disolver un matrimonio y volver a casarse, el fin de la discriminación entre hijos
nacidos dentro o fuera del matrimonio, la eliminación de la enseñanza religiosa en las escuelas y la suspensión de los aportes
estatales a los institutos de enseñanza privada religiosa.

El desenlace

A partir de 1954 se desencadenó el conflicto. El gobierno acusaba a la jerarquía eclesiástica y a instituciones vinculadas a la Iglesia
–como el recién creado Partido Demócrata Cristiano y la Acción Católica- de ser sus principales opositores y de incentivar
movilizaciones antigubernamentales aprovechando las festividades religiosas. El 12 de junio de 1955, con motivo de las fiestas de
Corpus Christi, la Iglesia organizó una concentración con más de 100.000 personas. Esto provocó la reacción de Perón, quien
expulsó del país al nuncio papal, monseñor Tato, y al canónigo, Monseñor Novoa. Al mismo tiempo, fueron detenidos varios
sacerdotes y las autoridades de la Acción Católica. Por su parte, el Episcopado argentino firmó una declaración en la cual
denunciaba que desde el gobierno se estaba realizando una persecución religiosa. El documento cuestionaba una serie de
medidas oficiales: la derogación de la enseñanza religiosa y la supresión de los organismos administrativos relacionados; la ley
sobre reuniones públicas, que incluía el requisito de pedir permiso previo también para las procesiones y congregaciones de
carácter religioso; la ley de divorcio; el decreto que restablecía la prostitución reglamentada; un proyecto de reforma
constitucional que preveía establecer la separación entre el Estado y la Iglesia.
De este modo quedaba formalizada la ruptura entre el peronismo y la Iglesia. A partir de entonces, importantes sectores católicos
se sumaron a las fuerzas opositoras que, desde junio hasta septiembre de 1955, avanzaron hacia el derrocamiento de Perón.

El porqué de la ruptura

Existen diversas interpretaciones sobre el giro producido en las relaciones entre el Estado peronista y la Iglesia. A pesar de sus
diferencias, todas coinciden en señalar el año 1949 como el punto de inflexión. Algunas han explicado el conflicto en función del
enfrentamiento entre un catolicismo peronista de naturaleza básicamente popular y un férreo conservadurismo de la jerarquía
eclesiástica. Otros autores parten de la heterogeneidad del movimiento peronista, que permitió la entrada de dirigentes
contrarios a la inspiración católica que prevaleció en el primer gobierno de Perón; según esta interpretación, el ingreso de
masones, comunistas y anticlericales habría llevado al enfrentamiento.
Análisis más recientes se centran en las medidas del gobierno, que buscaban la emancipación de los sectores populares mediante
una secularización de la doctrina católica.
Para esta interpretación, el peronismo habría anticipado los cambios que veinte años después convulsionarían al catolicismo, en
particular a través de las corrientes basadas en la llamada “opción por los pobres” y las críticas al carácter jerárquico de la Iglesia.

LA CAÍDA DE PERÓN

Desde su inicio, el peronismo fue generando discrepancias en distintos ámbitos de la sociedad argentina. La oposición política
comenzó a despertarse incentivada por la fuerte conflictividad social que expresaban los sindicalistas (que luchaban por
aumentos salariales) y los empresarios industriales (que querían volver al esquema proteccionista anterior). Otros sectores
influyentes de la sociedad, como el de la Iglesia, contribuyeron a profundizar la crisis del gobierno.

El conflicto cultural

El período peronista estuvo atravesado por un fuerte conflicto cultural, mucho más virulento que el estrictamente social que,
según sostenía el partido, enfrentaba a la “oligarquía” y al “pueblo”. Para el justicialismo, lo popular combinaba dos dimensiones:
la clase trabajadora y su integración en la sociedad. No propiciaba ideas clasistas que, en otras sociedades, se manifestaban en
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

una cultura propia de los trabajadores.


El peronismo no se apoyó en un modelo cultural distinto del establecido sino en una manera diferente y más amplia de apropiarse
de él, de participar de algo que juzgaba valioso y ajeno. En la perspectiva peronista, la “oligarquía” –fría y egoísta- era quien
pretendía restringir el acceso a esos bienes y excluir al “pueblo” –entendido como el pueblo que apoyaba al peronismo- del
ejercicio de los derechos. Un fuerte ataque discursivo hacia los sectores conservadores y liberales –presentados como la oposición
e identificados con la corrupción institucional de los años treinta- sirvió para contrastar la “Nueva Argentina Peronista” con la
etapa anterior.
Inversamente, desde la oposición, la resistencia a las prácticas políticas del peronismo se combinaba con la indignación ante la
manera en que se llevó adelante el proceso de democratización social.

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Para los sectores opositores, el peronismo significaba la invasión popular de los espacios que consideraban propios. Esta
sensación se combinaba con la ira ante la pérdida de la deferencia y el respeto, que juzgaban producto de las medidas
“demagógicas” del régimen. Su respuesta fue, junto con el ataque al gobierno, la ridiculización del recién llegado, tanto del nuevo
rico como del humilde habitante urbano, incapaz de manejar con destreza los instrumentos de la nueva cultura o de comprender
sus claves, y a menudo encandilado con sus manifestaciones más superficiales.

El derrocamiento

Ese conflicto cultural se fue agravando a medida que la situación económica y política del país experimentaba un sensible
deterioro.
A partir de 1953 se generó un creciente descontento, en el que fueron confluyendo los adversarios políticos del peronismo –
radicales, socialistas y comunistas, entre otros- junto a la Iglesia y sectores cada vez más numerosos de las Fuerzas Armadas. La
ruptura con el Episcopado marcó el punto más dramático. El 16 de junio de 1955, aviones de la Marina bombardearon la Plaza de
Mayo y la residencia presidencial en la ciudad de Buenos Aires, en un intento por matar a Perón. La acción fracasó pero formaba
parte de varias conspiraciones que estaban en marcha para derrocar al gobierno. Esa misma noche, partidarios peronistas
incendiaron la sede del arzobispado de Buenos Aires y varios templos.
Ante la gravedad de los hechos, Perón adoptó inicialmente una actitud conciliatoria, que no tuvo resultados. El 16 de septiembre,
una parte considerable de las Fuerzas Armadas iniciaba un nuevo levantamiento liderado por Isaac Rojas y Eduardo Lonardi, con
apoyo de grupos civiles. Perón renunció y se refugió en la embajada de Paraguay; país en el que iniciaría su largo exilio.
El 23 de septiembre de 1955, el general Lonardi asumió como presidente del nuevo gobierno de facto, que se denominó a sí mismo
“Revolución Libertadora”.

Diferentes interpretaciones sobre el Estado peronista

Definir el tipo de Estado que construyó el peronismo no es tarea sencilla: sus opositores y sus partidarios han debatido y aún
debaten acerca de su naturaleza. Un sector importante de quienes derrocaron a Perón denunciaba su régimen como “fascista”,
o en general, “totalitario”. Por su parte, los propios peronistas lo consideraban una absolutamente original, que no puede ser
interpretada a partir de los conceptos creados para analizar realidades políticas europeas. Estas polémicas se trasladaron a
trabajos que buscan caracterizar el fenómeno desde la sociología y la historia.
La interpretación clásica la elaboró Gino Germani en su trabajo Política y sociedad en una época de transición. De la sociedad
tradicional a la sociedad de masas (1962). Si bien Germani hace una comparación con el nazismo y fascismo, establece diferencias
fundamentales al considerar que el peronismo significó, en realidad, el proceso de modernización de la Argentina. La peculiaridad
derivaba de que esta transición de una sociedad tradicional a otra moderna, se derivó por una vía no democrática y autoritaria.
El análisis de Germani dio origen a numerosas variaciones. Entre ellas puede incluirse la obra de Torcuato Di Tella, Sociología de
los procesos políticos (1986), que enmarca el peronismo por dentro de los populismos latinoamericanos.
Un intento de elaborar una interpretación del peronismo desde la izquierda lo constituyó la obra de Jorge Abelardo Ramos, Perón,
historia de su triunfo y su derrota (1959). Ramos utilizó el concepto de “bonapartismo”, nombre dado al tipo de régimen que busca
conciliar de manera autoritaria distintos intereses sectoriales para unificar y fortalecer a una nación. Para Ramos, la historia
argentina se articula alrededor de una penetración del imperialismo, situación que adquiría rasgos muy significativos a partir de
la Segunda Guerra Mundial. En estas circunstancias, Perón se habría transformado en un líder “bonapartista” a partir de un
movimiento masivo y espontáneo, en el que tuvo destacada participación la clase obrera. En este enfoque, las limitaciones
ideológicas de ese movimiento fueron consecuencia de la situación dependiente del país y de la falta de educación de las masas.
Nuevos puntos de vista surgieron a partir del libro de Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero, Estudios sobre los orígenes del
peronismo (1971), y el de Juan Carlos Torre, Interpretando, una vez más, los orígenes del peronismo (1989) ya mencionados.
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

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La Argentina entre 1955 y 1976
En la Argentina, el período 1955-1976 se caracterizó por la inestabilidad política y económica. Los problemas que se presentaron
tras la caída del peronismo, lejos de ser resueltos, se agravaron hasta el punto de generar un enfrentamiento social en los años
setenta.
Durante una gran parte de esa época, Perón y su movimiento estuvieron proscriptos sin embargo, los intentos por anular o
disminuir su peso en la política argentina fracasaron. El peronismo conservó una fuerte adhesión de sus seguidores y, aun en el
exilio, Perón mantuvo una influencia considerable sobre los acontecimientos.
Entre 1955 y 1973, el país vivió una sucesión de gobiernos de facto y solo dos presidentes surgieron como producto de elecciones
en las que el justicialismo no pudo presentar candidaturas.
El regreso del peronismo al gobierno, a partir de 1973, no puso fin a la convulsionada política argentina que, para entonces,
mostraba un creciente clima de violencia y de desprestigio de las instituciones.
La inestabilidad política contribuyó a que la economía se viera sometida a fuertes fluctuaciones. La principal consecuencia de esta
situación fue un retraso sensible respecto de la mayor parte de los países del mundo.

LA REVOLUCIÓN LIBERTADORA

La caída de Perón no trajo el fin de las tensiones que habían dividido al país en los años previos. Luego de un breve intento por
apaciguar los ánimos, los sectores que más se oponían al peronismo llevaron adelante una política de revancha sobre sus
adversarios, lo que avisó los enfrentamientos.

La corta experiencia nacionalista

En septiembre de 1955, el general Eduardo Lonardi, jefe de quienes se habían levantado contra Perón en Córdoba, fue proclamado
presidente provisional de la Nación, y el contraalmirante Isaac Francisco Rojas ocupó el cargo de vicepresidente. La clase media
festejó en las calles de las principales ciudades la caída del “tirano”, y los partidos políticos opositores mostraron su satisfacción.
Parecía existir unanimidad entre quienes habían protagonizado la denominada Revolución Libertadora.
Pero rápidamente se percibieron diferencias entre los vencedores. Con Lonardi ocuparon algunos puestos de significación figuras
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

del nacionalismo que consideraban que el peronismo había impedido la penetración de la izquierda en la clase obrera, aunque lo
acusaban de corrupción y demagogia. En su discurso más conocido, el nuevo presidente anunció desde el balcón de la Casa de
Gobierno que no habrá “ni vencedores ni vencidos”.
Este rumbo no era compartido por muchos militantes ni por un amplio espectro de la sociedad civil. El clima de odio que se había
creado en los últimos años mostraba que para la mayoría de quienes apoyaban a la Revolución Libertadora era necesario terminar
con el peronismo.
Un acontecimiento menor –la decisión presidencial de desdoblar el Ministerio de Educación y Justicia, para aumentar la presencia
de los nacionalistas en el poder- desató un conflicto en las filas del gobierno, que terminó con la renuncia de Lonardi en noviembre
de 1955. Una reunión militar nombró presidente al general Pedro Eugenio Aramburu y confirmó a Rojas –representante de los
sectores más antiperonistas- como vicepresidente.
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Los antiperonistas en el poder

Ya con Aramburu en la presidencia, se dictaron unas “Directivas Básicas del Gobierno Revolucionario” que establecían como
objetivo fundamental “suprimir todos los vestigios de totalitarismo para restablecer el imperio de la moral, de la justicia, del
derecho, de la libertad y de la democracia”. Se puso en marcha entonces un proceso de “desperonización” que incluyó la
disolución del Partido Peronista, la prohibición del uso de los símbolos partidarios, la intervención de la CGT y el encarcelamiento
de numerosos dirigentes, cuya actuación y cuyo patrimonio fueron sometidos a la acción de juntas investigadoras. Por decreto-
ley se prohibió incluso nombrar a Perón, a Eva Perón y a su movimiento.
Se partía de la idea de que el peronismo era el resultado del accionar de un líder demagógico sustentado por un amplio aparato
de propaganda, por lo que su desaparición era el primer paso para que los afectados salieran del engaño al que habían sido
sometidos y se reintegraran gradualmente a la vida política, incorporándose a los partidos democráticos.
Este análisis de la realidad argentina iba acompañado de una reivindicación del pasado liberal del país, la llamada línea Mayo-
Caseros, que asimilaba las prácticas del peronismo con las de Juan Manuel de Rosas. Ese énfasis en la existencia de una Argentina
liberal implicaba el retorno de los grupos dirigentes que habían sido dejados de lado por el régimen peronista.
Sin embargo, el frente que había apoyado el derrocamiento de Perón era muy heterogéneo y las diferencias se fueron ampliando
a medida que la revolución perdía impulso. Además de los partidarios de erradicar el peronismo de la sociedad argentina y
defensores del liberalismo económico, existían quienes criticaban su autoritarismo pero compartían la política social y económica
del justicialismo. Entre estos cobraba peso la idea de integrar el peronismo detrás de un proyecto que apuntara hacia el fomento
de la industria pesada como clave para el despegue económico. Este debate fracturó al radicalismo. A fines de 1956, la UCR se
dividió en dos partidos: la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP), a cuyo frente estaba Ricardo Balbín, partidaria del reformismo
social y de la vigorización de la democracia, pero de oposición respecto del peronismo, y la Unión Cívica Radical Intransigente
(UCRI), liderada por Arturo Frondizi, que levantaba las banderas del desarrollo económico y de la incorporación del peronismo a
un proyecto nacional.

Una situación conflictiva

La proscripción del peronismo generaba una situación difícil de resolver, que se prolongaría hasta 1973. El hecho de que el
movimiento con mayor cantidad de adherentes estuviera marginado de la vida política impedía dirimir institucionalmente los
conflictos. Algunos analistas han definido esta situación como un “empate”: el peronismo no estaba en condiciones de acceder
al poder pero podía bloquear cualquier proyecto que se elaborara sin contar con su apoyo.
En la etapa de la Revolución Libertadora, los embates destinados a acabar con el peronismo tropezaron con una oposición en
buena medida clandestina. En esta militancia, conocida como la “resistencia”, se formó una nueva generación de dirigentes
políticos y, sobre todo, gremiales, que reemplazaron a la anterior conducción justicialista afectada por las proscripciones.
Ese nuevo sindicalismo, nucleado en las “62 Organizaciones”, pasó a conducir los principales gremios industriales y en 1957 frustró
el intento gubernamental de restablecer la CGT bajo el control de dirigentes antiperonistas. La “clase obrera organizada” fue
convirtiéndose así en la “columna vertebral” del movimiento peronista. Su objetivo inicial era el retorno de la justicia social, pero
el enfrentamiento con un gobierno que los reprimía con dureza contribuyó a la aparición de posturas más radicalizadas y el inicio
de la práctica de los paros generales para hacer oír sus reclamos.

La violencia política

Desde 1956, distintos grupos de adherentes al peronismo respondieron a la ilegalización de su movimiento y al encarcelamiento
de sus dirigentes con actos de sabotaje e incluso con algunas acciones terroristas, como la colocación de explosivos.
En junio de ese año se produjo un acontecimiento que tendría profunda repercusión. El general Juan José Valle encabezó un
frustrado alzamiento cívico-militar. El gobierno de Aramburu implantó entonces la ley marcial y ordenó la ejecución de Valle y
otros cinco militares. Asimismo, y sin juzgamiento, fueron fusilados más de 30 civiles, incluidas algunas personas que no tenían
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

vinculación con el intento de golpe.


La pena de muerte por motivos políticos –que no había sido aplicada en el país desde 1931- y las ejecuciones ilegales no
favorecieron la pacificación de una sociedad fuertemente escindida. La violencia política, considerada “legítima” por quienes la
practicaban, proseguía a lo largo de las décadas de 1960 y 1970.

La política económica

La política desplegada por la Revolución Libertadora no aplicó de manera rotunda las tendencias liberales que sustentaban
muchos de quienes derrocaron a Perón. La inestabilidad política determinó que la conducción económica, ejercida por cuatro
ministros en tres años, no pudiera ir más allá de cambios menores.
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Se produjo una fuerte devaluación devaluación del peso, medida destinada a beneficiar a los exportadores. Sin embargo, debido
a la caída de los precios agropecuarios en los mercados internacionales, la balanza comercial perjudicó a la Argentina en esos
años. Esa situación llevó a que el país perdiera reservas y aumentara su endeudamiento externo, una decisión importante de cara
al futuro. Luego de años de autonomía económica, la orientación liberal se percibió en la incorporación de la Argentina a
organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Sin embargo, los problemas generados
por el peronismo, que habían limitado la participación de la Argentina en el desarrollo económico occidental de la posguerra, no
fueron modificados en su totalidad.

Hacia una salida política restringida

Un objetivo de la Revolución Libertadora era reformar la Constitución Nacional, luego de abolir la vigente desde 1949. En 1957 el
gobierno convocó a una Convención para tal fin pero el proyecto fracasó. En la elección de constituyentes se impuso el voto el
blanco, promovido por el peronismo proscripto y pronto afloraron las diferencias entre los partidos políticos reconocidos
legalmente. Los convencionales de la UCRI se retiraron. Luego de aprobar el agregado del artículo 14 bis, que anunciaba una serie
de derechos sociales, la Convención dejó de sesionar por falta de quórum.
Se aceleró entonces el ritmo de la actividad política, con la convocatoria a elecciones generales, siempre con la proscripción del
peronismo. Era muy claro el apoyo del gobierno a las listas presentadas por la UCRP, cuyos dirigentes ocupaban importantes
ministerios y secretarías. De este modo, la candidatura de Ricardo Balbín a la presidencia aparecía como la continuidad de la
Revolución Libertadora. El otro candidato con posibilidades, Arturo Frondizi, se presentaba como una alternativa opositora e
inició gestiones para obtener el apoyo del peronismo. Las tratativas fueron realizadas por Rogelio Frigerio, asesor y representante
de Frondizi, que se reunió con Perón, en ese momento exiliado en Caracas, Venezuela. Fruto de esas conversaciones, el líder
justicialista instruyó a sus seguidores a votar por las listas de la UCRI. Por su parte, Frondizi se comprometía a acabar con la
legislación represiva contra el peronismo.

Las elecciones de 1958

Ese acuerdo, conocido como el pacto Perón-Frondizi, fue determinante para el resultado electoral. En la votación del 23 de febrero
de 1958, la orden de Perón fue cumplida mayoritariamente y el candidato presidencial de la UCRI obtuvo unos cuatro millones de
votos, contra dos millones y medio de Balbín y 800.000 en blanco.
El resultado despertó reticencias en los sectores más antiperonistas, especialmente en las Fuerzas Armadas. Pese a la
proscripción, el peronismo había definido las elecciones y demostraba así que era parte de la realidad política argentina. Esta
situación generó un sentimiento de intranquilidad en relación con el futuro de la democracia.
En cambio, el triunfo de Arturo Frondizi fue recibido favorablemente por un amplio espectro social y político. A los sectores que
adherían al peronismo, que vivían el éxito como propio, se sumaban empresarios nacionales, partes de la izquierda, la clase media
intelectual y algunos grupos católicos. Su propuesta de modernización del país coincidía en muchos aspectos con quienes
pensaban que existían problemas en la economía y la sociedad argentina y que estos debían ser encarados y resueltos por el
Estado.
Para los militares, la situación era difícil. Muchos oficiales consideraban que Frondizi había traicionado los objetivos de la
Revolución Libertadora al pactar con Perón. Hubo incluso propuestas de desconocer el resultado de las urnas. Finalmente, los
jefes castrenses acordaron realizar el traspaso del mando, pero resolvieron mantener una actitud vigilante y reservarse un poder
de veto respecto de las decisiones que adoptase el nuevo gobierno.

LA EXPERIENCIA DESARROLLISTA

La propuesta de Frondizi constaba de dos aspectos principales: en el terreno económico, el llamado “desarrollismo”, que buscaba
ampliar las bases de la producción nacional; en el campo político, la “integración” de distintos sectores en un proyecto que
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

aspiraba a superar los enfrentamientos entre peronismo y antiperonismo.

El desarrollismo

Frondizi y sus asesores partían de la definición de la Argentina como país “subdesarrollado”, debido a que no estaba en
condiciones de financiar su crecimiento con los resultados de su comercio exterior. Los grupos vinculados a la exportación
agroganadera dependían de Gran Bretaña para colocar sus productos, hecho agravado por el deterioro de los términos de
intercambio, que perjudicaba a los bienes del sector primario. Para superar el atraso del país, el desarrollismo consideraba
imprescindible impulsar una acelerada industrialización que debía centrarse en las llamadas actividades “de base”, destinadas a
la producción de energía (petróleo, combustibles, etc.), acero, química y petroquímica, y otros rubros como papel y fabricación
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de automotores. El sector agropecuario ocupaba un segundo plano, ligado al proceso de modernización industrial que permitiría,
por la producción de maquinaria y el empleo de las nuevas tecnologías, aumentar la eficiencia del campo.
Este diagnóstico era similar al que formulaban los integrantes de la Comisión Económica para América Latina (Cepal) de las
Naciones Unidas. La novedad del planteo de Frondizi consistía en que proponía superar el atraso mediante la libre empresa y los
aportes de capital y tecnología provenientes del extranjero. En palabras de Rogelio Frigerio, principal ideólogo desarrollista, “se
trataba de cerrar la puerta al artículo foráneo, para abrir de par en par la puerta a la fábrica que lo producirá aquí”. Era una
novedad frente a las corrientes de pensamiento liberales y al proteccionismo que había practicado el peronismo, pero no se
apartaba de la orientación centrada en el mercado interno.

La integración

Para realizar el proyecto desarrollista, Frondizi buscaba forjar una alianza social entre la burguesía industrial y la clase obrera, que
condujera a la reconciliación del país. Esta integración aspiraba a formar, como expresión política, un “Frente Nacional y Popular”,
encabezado por la UCRI –a la que se consideraba representante de la burguesía nacional- y apoyado por los trabajadores.
En este terreno, la propuesta de Frondizi y Frigerio era muy endeble. Suponer que los obreros –en su mayoría peronistas-
adherirían en forma masiva a este proyecto era excesivamente optimista y parecía desconocer el verdadero peso político de
Perón.

Acuerdos y conflictos

La necesidad de afirmar su autoridad en un escenario inestable llevó a que en sus primeros meses de gobierno Frondizi desplegara
una notable actividad. En cumplimiento de lo acordado con Perón, se aprobó una ley de amnistía y se derogaron las
inhabilitaciones que sufrían los dirigentes gremiales; se anuló el decreto-ley que prohibía el uso de los símbolos peronistas y se
concedió un aumento salarial del 60%. La Ley de Asociaciones Profesionales restableció el sindicato único por rama y por industria.
Este conjunto de medidas era satisfactorio para el peronismo, pero generaba recelos entre los militares y los antiperonistas.
Frandizi comenzó a ser visto como un político inescrupuloso, y a ello contribuyó el hecho de que impulsara una ley de enseñanza
superior que autorizaba el funcionamiento de las universidades privadas, incluidas las religiosas. La medida iba en contra de la
tradición laica que venía desde la Reforma Universitaria de 1918 y provocó protestas estudiantiles y de sectores de cultura.
A fines de 1958 fue promulgada una ley de promoción de las inversiones extranjeras que si bien estaba en sintonía con decisiones
ya tomadas por perón en las últimas etapas de su gobierno, no se compadecía con los sentimientos y las posturas de los
nacionalistas. Esta política de apertura al capital externo fue acompañada de la llamada “batalla del petróleo”, destinada a
alcanzar el autoabastecimiento de hidrocarburos. Para ello se procedió a nacionalizar las reservas y a negociar con empresas
extranjeras la extracción del petróleo, que luego entregarían a Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF).
La firma de los contratos petroleros instaló una áspera polémica en la sociedad argentina: los cuestionamientos que se hacían al
gobierno eran de variado tipo. Por una parte, estaban quienes tildaban a la política implementada de “antinacional”, al afirmar
que la empresa YPF por sí misma podía alcanzar esa meta. Además, la oposición denunciaba que los contratos contenían cláusulas
nocivas para la soberanía nacional y que no habían sido realizados mediante licitación pública, lo que hacía posible la existencia
de hechos de corrupción.
El gremio de los trabajadores petroleros se opuso a los contratos, y esto contribuyó a enrarecer la relación entre el peronismo y
el gobierno. Las movilizaciones y huelgas se hicieron frecuentes, en especial cuando el gobierno, a fines de 1958, anunció un duro
plan de ajuste para reducir el sector público. Entre otras medidas, el plan incluía la privatización del frigorífico Lisandro de la Torre,
decisión que a comienzos de 1959 dio lugar a un paro general duramente reprimido. En los meses siguientes, huelgas como la de
los bancarios, metalúrgicos y textiles llevaron a que se alcanzara un récord en la cantidad de horas laborales perdidas, que
quintuplicaron las del año anterior.
En junio de 1959, con las relaciones ya totalmente deterioradas, Perón denunció que Frondizi había traicionado el pacto electoral.
El gobierno endureció su posición ante las protestas; este hecho culminó con el establecimiento del estado de sitio y la
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

implementación a principios de 1960 del Plan de Conmoción Interna del Estado (CONINTES), que autorizaba la intervención del
ejército en aspectos vinculados a la seguridad interior.

Gremialismo y peronismo

A comienzos de 1960, el gobierno había logrado contener los conflictos gremiales iniciados el año anterior. Este resultado tuvo
profundas repercusiones sobre la evolución del poder sindical. Mientras la mayor parte de los activistas de la “resistencia” fue
ganada por el desánimo ante las derrotas sufridas, el frente de los sindicatos se consolidaron los dirigentes más proclives a la
negociación con las autoridades y los empresarios. El representante más destacado de esta conducción gremial fue el líder de los
metalúrgicos Augusto Timoteo Vandor. Por lo general, estos dirigentes usaban un discurso muy duro hacia el gobierno, cuyo
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objetivo era obligarlo a negociar para luego buscar fórmulas de acuerdo más favorables para el sector sindical. Por su parte, el
gobierno de Frandizi ofreció oportunidades para que el sindicalismo incrementara su poder. No solo impulsó las negociaciones
laborales colectivas sino que adoptó medidas tendientes a concretar la devolución de la CGT.
A la relevancia que tenían los sindicatos por su función específica de representantes de los trabajadores, se sumaba un factor
político de gran importancia. La proscripción del justicialismo dejaba a las organizaciones gremiales como la principal expresión
pública del peronismo. Sus dirigentes –y particularmente, Vandor- comenzaron a operar en la política y a ejercer una gran
influencia. El peso que adquirió el movimiento sindical dio lugar a que surgieran tendencias que tomaban distancia de Perón y de
las directivas que enviaba desde su exilio. De manera similar, algunos políticos organizaron partidos “neoperonistas” que
intentaban capitalizar en su favor el voto justicialista.

La desconfianza de los militares

Al mismo tiempo, Frondizi trataba de resolver las presiones que provenían de las Fuerzas Armadas, que controlaban de manera
estrecha su gestión.
La actitud de los militares estaba vinculada a la desconfianza que generaba la figura del presidente y se veía potenciada por las
reacciones que el triunfo de la Revolución Cubana produjo en el ámbito castrense y en los sectores más conservadores de la
sociedad. En el escenario internacional de la Guerra Fría, el éxito de Fidel Castro exacerbó el anticomunismo y el antiperonismo
entre muchos oficiales que adherían a posiciones liberales. Para ellos, tanto el marxismo como el justicialismo eran expresiones
totalitarias a las que era necesario contener y erradicar. A partir de estas ideas, les resultaba sospechoso un político como Arturo
Frondizi, que había pactado con el “tirano prófugo” y que en su juventud había estado cercano a sectores de izquierda.
Esta desconfianza condicionó la política del gobierno de Frodizi. Durante su mandato se produjeron más de treinta planteos
militares, que mostraban la voluntad de los hombres de armas de llevar hasta las últimas instancias el control sobre el presidente.

La política económica del gobierno

Los aumentos salariales y el impulso al crecimiento de los primeros meses de la gestión económica llevaron a un importante
aumento de la inflación. Pese a los controles establecidos sobre la importación, la balanza comercial fue deficitaria en 1958 y
cayeron las reservas. Esta situación y las dificultades políticas llevaron al presidente a acercarse a las posiciones liberales, distantes
de su programa original. A fines de 1958, como hemos mencionado, se adoptó un programa de ajuste de los gastos del Estado. Al
mismo tiempo, la nueva orientación permitía que el dólar se cotizara de acuerdo con la oferta y la demanda, aunque con controles
del Banco Central.
Las consecuencias del ajuste fueron durísimas en una primera etapa; la caída de la actividad económica redujo la recaudación
impositiva y la inflación disminuyó su valor real, por lo que el déficit fiscal aumentó. En junio de 1959, Frondizi designó como
ministro de Economía a Álvaro Alsogaray, que era apoyado por sectores militares y defendía a ultranza las ideas liberales.
La gestión de Alsogaray tenía por objetivo principal reducir el déficit fiscal achicando los gastos del Estado. De esta forma,
disminuyeron la inflación y el porcentaje de devaluación del peso. La inversión exterior empezó a dar sus frutos y se produjo una
importante recuperación económica. Los años 1960 y 1961 fueron de alto nivel de crecimiento, mientras que la inflación pasaba
del 133% en 1959 al 16% al año siguiente, y al 8% en 1961.
Esta situación favorable puso en evidencia las posibilidades y los límites de la estrategia desarrollista. La “batalla del petróleo”
tuvo como primer resultado el incremento acelerado de la producción. También hubo un notable crecimiento de las inversiones
en la siderurgia, la petroquímica y la producción cemento, el sector que mostró un mayor dinamismo fue la industria automotriz,
que recibió la mayor parte de la inversión extranjera, atraída tanto por las ventajas impositivas como por la convicción de que
había una gran demanda insatisfecha. Se instalaron 10 nuevas fábricas y la producción casi cuadriplicó casi en tres años. Sin
embargo, la actividad se realizaba con elevados costos y limitada cantidad. La falta de importaciones garantizaba un mercado
seguro, por lo que la eficiencia no fue un elemento tenido en cuenta; el resultado fueron productos que no estaban en condiciones
de ser exportados.
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

Una vez desplegado el modelo desarrollista, se percibieron sus dificultades: la industria en plena expansión demandaba
importaciones de maquinarias y repuestos, pero no mostraba de manera sensible las exportaciones ya que la producción
industrial se destinaba al mercado interno. De esta forma, la balanza comercial dependía de las exportaciones agrarias,
justamente un sector postergado dentro de la propuesta de Frondizi. Estos problemas emergieron cuando se detuvo la entrada
de capitales del exterior. A comienzos de 1962 empezaron a notarse signos de crisis.

Se agrava la crisis

La bonanza económica de 1960 y 1961 no resolvió los problemas políticos del presidente. Los planteos militares continuaron, y
dos decisiones, una de política interna y otra relacionada con la política exterior, contribuyeron a aumentar la tensión. La primera
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fue el alejamiento de Alsogaray, si bien fue reemplazado por otro economista liberal, Roberto Alemann. Mucho más conflictiva
fue la actitud adoptada respecto del gobierno cubano. Frondizi tuvo una reunión con Ernesto “Che” Guevara en Buenos aires y la
delegación argentina se abstuvo en la votación de la Conferencia de Cancilleres de Punta del Este, que decidió expulsar a Cuba de
la OEA. La presión militar fue tan intensa, que un mes después el gobierno rompió relaciones con Cuba.

ELECCIONES Y UN NUEVO GOLPE MILITAR

Entre fines de 1961 y comienzos de 1962 debían realizarse elecciones para renovar diputados nacionales y nombrar gobernadores
de la mayoría de las provincias. Frondizi permitió que se presentaran listas abiertamente identificadas con el peronismo,
convencido de que lograría vencerlas. Las elecciones de Santa Fe, en diciembre de 1961, parecieron darle la razón, ya que venció
el oficialismo.
Para los comicios de marzo de 1962, cuando debía votarse en la mayoría de las provincias, la campaña estuvo caracterizada por la
agresividad de los peronistas y por la política implementada por el ministro del Interior, Alfredo Vítolo, que buscaba mostrar al
gobierno como garante del orden. Las fórmulas justicialistas triunfaron en nueve provincias, incluida la de Buenos Aires. La UCRP
ganó en Córdoba, el Partido Demócrata en Mendoza y el gobierno lo hizo en Capital Federal, Corrientes, Entre Ríos, La Pampa y
Santa Cruz; en la suma total de votos, el peronismo se impuso con el 32%.
Presionado por los sectores militares, Frondizi anuló las elecciones en las que había triunfado el peronismo. Sin embargo, pocos
días después, los jefes de las Fuerzas Armadas le exigieron la renuncia y, ante su negativa, procedieron a detenerlo y recluirlo en
la isla Martín García.
Este nuevo golpe militar mostraba la existencia de un poder situado por encima de las instituciones democráticas, en condiciones
de atribuirse una tarea de “vigilancia” sobre las autoridades. Para ello, las Fuerzas Armadas contaban con el apoyo de sectores
políticos que veían en la presencia del peronismo un elemento perturbador en la escena política argentina.

La crisis militar

Los militares que derrocaron a Frondizi no constituían un grupo homogéneo. Las divisiones existentes en las Fuerzas Armadas
llevaron a que el presidente provisional del Senado, José María Guido, jurara ante la Corte Suprema de Justicia, que rápidamente
lo reconoció como nuevo gobernante. En un principio, el Congreso siguió en funciones pero sus tareas estaban sujetas a las
decisiones de los militares. Gran parte de la sociedad vivió con indiferencia estos hechos, sin percibir el grave daño producido a
las instituciones.
El gobierno de Guido era sumamente débil y su gestión se desarrolló en el momento en que se hacía evidente una grave crisis
económica. El déficit de la balanza comercial, la detención del ingreso de capitales extranjeros y la imposibilidad de pagar los
préstamos contraídos con el exterior provocaron una brusca caída de la actividad económica, que peligrosamente se combinaba
con un aumento de la inflación como resultado de la desvalorización de la moneda argentina.
Pero los principales problemas que debió enfrentar Guido fueron producto de las crecientes tensiones dentro de las Fuerzas
Armadas sobre la futura salida institucional para el país.

“Azules” y “colorados”

Tras la caída de Frondizi, los grupos antiperonistas más duros de las Fuerzas Armadas controlaban el gobierno. Su proyecto
contemplaba la imposición de una democracia “restringida”, sometida a la vigilancia de los jefes militares, o incluso la posibilidad
de una dictadura directa. Frente a ellos se organizó una fracción inicialmente llamada “legalista”, cuyo objetivo era realizar un
nuevo llamado a elecciones. En septiembre de 1962, los oficiales legalistas, principalmente vinculados al arma de caballería del
Ejército, se sublevaron en Campo de Mayo. Los encabezaba el general Juan Carlos Onganía. De acuerdo con los distintivos usados
en los entrenamientos de combate, este sector adoptó la denominación de “azules”, por lo que sus adversarios inmediatamente
fueron apodados “colorados”. La Fuerza Aérea se sumó a los “azules” y se produjeron enfrentamientos entre ambos bandos. El
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

país parecía estar a las puertas de una guerra civil.


Desde Campo de Mayo, los sublevados hicieron sucesivos llamamientos al gobierno y a la población. El más difundido de estos
fue el Comunicado N° 150, redactado por el abogado Mariano Grondona y por el coronel Julio Aguirre. En él, los “azules”
reclamaban “la realización de elecciones mediante un régimen que asegure a todos los sectores la participación en la vida
nacional”.
Tras dos días de escaramuzas, los “azules” triunfaron y se produjeron importantes modificaciones en la cúpula militar. El gobierno
se comprometió a convocar a elecciones libres para los primeros meses de 1963. Sin embargo, seguía pendiente el problema de
si el peronismo sería autorizado a participar en ellas o no.

El fracaso del Frente Nacional y Popular


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A pesar de que Frondizi estaba preso, su política integracionista se mantuvo como vía para resolver los desencuentros de la
sociedad argentina. Para los “azules” se trataba de forjar un frente en el que, además de obreros y empresarios industriales,
participaran las Fuerzas Armadas.
Negociadores civiles y militares se abocaron a construir ese Frente Nacional y Popular. No era una tarea sencilla, ya que implicaba
conciliar los intereses de sindicalistas, empresarios, políticos y militares, alrededor de un programa mínimo y de un candidato
presidencial.
Luego del reconocimiento oficial de un partido neoperonista, la Unión Popular, parecía que se marchaba en la dirección indicada.
Sin embargo, persistían los desacuerdos entre los militares. Un grupo de oficiales retirados del Ejército y la casi totalidad de la
armada se opusieron a la legalización del justicialismo. A principios de abril de 1963, distintas unidades de la Armada se sublevaron
y enfrentaron al Ejército. Los combates dejaron como saldo una quincena de muertos y la rendición de los marinos “colorados”.
Sin embargo, los jefes “azules” del ejército dieron marcha atrás en su proyecto original para evitar nuevos choques.
De este modo, los intentos de avanzar en la conformación de un Frente fracasaron. Los militares ya no estaban dispuestos a
aceptar la presencia peronista y no hubo forma de acordar una fórmula satisfactoria. La que finalmente se formó, integrada por
el dirigente conservador Vicente Solano Lima y el desarrollista Carlos Sylvestre Begnis, no contó con un apoyo generalizado y el
gobierno terminó vetando las candidaturas frentistas.
Desde Madrid, Perón dio la orden de votar en blanco. Las elecciones, finalmente realizadas el 7 de julio de 1963, se celebraron en
condiciones que no aseguraban la estabilidad política.

Los liberales en el control de la economía

Con el derrocamiento de Frondizi, la gestión económica se apartó de los lineamientos desarrollistas. Los cinco ministros que se
sucedieron durante el gobierno de Guido eran de clara extracción liberal y reintrodujeron herramientas ortodoxas, basadas en la
búsqueda de equilibrio presupuestario y en la cotización del peso de acuerdo con la oferta y la demanda.
En un escenario político tan complicado como el que se ha descripto, los problemas estaban centrados una vez más en el frente
exterior: a la reparación del déficit comercial y la disminución del ingreso de capitales se sumaron las presiones sobre el valor del
peso, que obligaron al Banco Central a gastar divisas para sostener su cotización. El ministro Federico Pinedo, quien tuvo pocos
días de gestión, liberó el tipo de cambio, lo que produjo una depreciación del peso de más del 50% y la inflación. Luego se contuvo
el déficit público y se limitó la emisión monetaria. Los resultados fueron una fuerte disminución de la actividad económica, la
persistencia de la inflación y las dificultades para lograr el equilibrio fiscal, circunstancia que llevó a medidas excepcionales como
la congelación de los sueldos estatales.
Las consecuencias de la política adoptada pueden resumirse en la evolución de algunas variables: la producción industrial cayó;
el producto bruto interno disminuyó. Por su parte, la desocupación creció de manera significativa.

EL GOBIERNO RADICAL

La votación de julio de 1963 mostró una importante fragmentación del electorado. El triunfo correspondió al médico cordobés
Arturo Illia, candidato de la Unión Cívica Radical del Pueblo, quien obtuvo el 25,8% del total de sufragios. Los votos en blanco,
propugnados por el peronismo y sus aliados del frustrado frente, alcanzaron el 19,2%.
El nuevo presidente era una persona honesta y de principios. Si bien su legitimidad de origen era dudosa, dada la proscripción del
peronismo, en principio no existían fuerzas políticas dispuestas a desconocer de manera abierta su elección.
Sin embargo, había circunstancias que preocupaban. De acuerdo con su tradición, el radicalismo del pueblo formó un gabinete
con figuras de su propio partido, cuando se requerían acuerdos políticos más amplios. Por otra parte, la relación con el
justicialismo se iba a tornar conflictiva como resultado del accionar gubernamental, orientado hacia la búsqueda de alternativas
al control hegemónico sobre los sindicatos y la CGT que ostentaban los dirigentes gremiales peronistas. Asimismo, la UCRP había
apoyado a los derrotados “colorados” en los recientes conflictos militares, lo que exigía una actitud cuidadosa en el ámbito
castrense, en el que no contaba con aliados.
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

Finalmente, el escaso entusiasmo por las instituciones democráticas que en esos años, por diferentes razones, mostraba buena
parte de la ciudadanía, incluidos los representantes de la Iglesia, Las Fuerzas Armadas, los sindicatos, las organizaciones
empresariales y los medios de comunicación. En la mayoría de los dirigentes primaba el reclamo por la eficacia en la gestión y se
ponía en segundo plano la vigencia del régimen constitucional.

La presidencia de Arturo Illia

La primera decisión de importancia adoptada por el gobierno de Illia fue la anulación de los contratos petroleros firmados durante
la gestión de Frondizi, promesa realizada en la campaña electoral. Hubo presiones por parte de Estados Unidos, pero las
convicciones del presidente en este tema hicieron que no tuvieran éxito, aunque generaron un clima desfavorable en el exterior.
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Una economía en recuperación

El gobierno de Illia abandonó los grandes objetivos de la política económica desarrollista e intentó recuperar la actividad
económica en el corto plazo. Para ello, el ministro de Economía, Eugenio Blanco, acudió a medidas de tipo keynesiano: expansión
del gasto público y del crédito, y estímulo de la actividad económica por vía de la emisión monetaria. El establecimiento del salario
mínimo, vital y móvil, la implementación de controles sobre los precios de la canasta familiar y el congelamiento de las tarifas
públicas buscaban aumentar el consumo de la población. Para evitar el déficit de la balanza comercial, el gobierno volvió a
establecer un régimen de control de cambios, con pequeñas devaluaciones periódicas que acompañaban el ritmo de aumento de
los precios. Los resultados globales de la economía durante este período fueron positivos: el producto bruto interno creció y hubo
un aumento importante de las exportaciones.

Tensiones con los militares

En el terreno político, la situación del presidente Illia fue muy difícil. Las relaciones con los militares se fueron deteriorando, ya
que dentro del radicalismo había corrientes que no aceptaban que los jefes de las Fuerzas Armadas intentaran controlar las
acciones del gobierno. Por su parte, los uniformados defensores de la ejecutividad, acusaban a los funcionarios de excesiva
lentitud en la toma de decisiones.
En el ámbito castrense estaba adquiriendo fuerza una concepción que ponía énfasis en la preservación de los valores de la
civilización occidental y cristiana. La expresión más clara de esta orientación fue el discurso pronunciado en agosto de 1964 por
el general Juan Carlos Onganía, comandante en jefe del Ejército, durante la Quinta Conferencia de los Ejércitos Americanos
realizada en los Estados Unidos. Si bien Onganía insistía en el carácter apolítico de las Fuerzas Armadas, subordinadas a la
autoridad legítima, al mismo tiempo afirmaba que la obediencia debida cesaba si se producía un desborde de autoridad “al
amparo de ideologías exóticas”.
El peso de la figura de Onganía, potenciado por los medios de comunicación, contribuyó a agudizar la tensión. A fines de 1965, un
conflicto interno dentro del Ejército le dio la oportunidad de obtener la renuncia del líder “azul”. Sin embargo, el retiro de Onganía
no fortaleció la posición del presidente Illia y dio a los militares una bandera y un candidato para encabezar un golpe de Estado.

La difícil relación con el peronismo

Junto a las tensiones con los militares, la relación con el peronismo preocupaba al gobierno de Illia. El liderazgo de Perón no se
encontraba en su mejor momento, y los radicales pensaban usufructuar esa situación desarrollando una política de alianzas que
les permitiera vencer al justicialismo en elecciones abiertas y sin proscripciones. Pero no contaban con el poder del sindicalismo.
El gobierno intentó romper el monopolio peronista en la CGT y esto, sumado al descontento existente entre los trabajadores
como consecuencia de dos duros años de recesión, llevó a un amplio “Plan de Lucha” que incluía la ocupación de fábricas y lugares
de trabajo. La protesta fue contundente y significó el punto más alto en la carrera política de Augusto Vandor.
La acción de este dirigente se insertaba en una estrategia más ambiciosa: la de presionar simultáneamente al gobierno y a Perón,
impulsando el regreso del expresidente. A los radicales, el posible retorno del líder justicialista al país los colocaba en una posición
muy difícil. Si el gobierno impedía ese viaje, contradecía sus intenciones legalistas y quedaba abiertamente enfrentado al
peronismo. Pero si le permitía volver, perdía el favor de los antiperonistas y desafiaba a los militares. Por su parte, si Perón se
negaba a regresar o no podía hacerlo por las circunstancias, su liderazgo se debilitaría aún más. De este modo, Vandor abría el
camino a un “peronismo sin Perón”, en el que los dirigentes locales podrían actuar libremente, sin depender de las directivas del
líder exiliado.
Finalmente, Perón tomó un avión de línea el 2 de diciembre de 1964 con destino a Buenos Aires, pero en la escala en Río de Janeiro,
el gobierno brasileño lo declaró persona no grata y debió retornar a Madrid. Los enfrentamientos dentro del justicialismo
continuaron, pero el liderazgo de Perón se mantuvo incólume, aunque en una dura puja con Vandor y los dirigentes que lo
apoyaban.
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

En las elecciones legislativas de marzo de 1965, la orden de Perón de votar por la Unión Popular dio lugar a un triunfo parcial del
peronismo, que le impidió al gobierno seguir disponiendo de la mayoría parlamentaria. Ante la continuidad del liderazgo de Perón
entre los trabajadores, los gremialistas optaron por apoyar el golpe de Estado que venían preparando los militares.

La caída de Illia

Un factor fundamental en el proceso que condujo a la caída del presidente Illia fue la campaña contra la supuesta ineficiencia de
su gobierno, lanzada desde distintos sectores políticos y sociales. Publicaciones como Primera Plana y Confirmado, atractivas y
modernas revistas de información, se ocuparon de manera amplia de destacar los defectos de los partidos políticos y, en
particular, de la UCRP. El enfrentamiento entre lo antiguo –encarnado por la democracia- y lo moderno –la eficiencia de los
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militares- se transformó en un discurso repetido hasta el cansancio, de forma que el acceso a la modernidad económica solo podía
alcanzarse a través de un autoritarismo cuya legitimidad residía en su supuesta capacidad para producir un cambio de estructuras
que sacara al país del atraso. El general Onganía era presentado como la figura que estaba en condiciones de concretar ese cambio
de rumbo.
Finalmente, el 28 de junio de 1966, los comandantes de las Fuerzas Armadas formaron una Junta que anunció el inicio de lo que
se llamó la “Revolución Argentina” y la destitución del presidente Illia. Al día siguiente, esa Junta entregó el gobierno al general
Onganía, luego de clausurar el Congreso, destituir a los integrantes de la Corte Suprema de Justicia y disponer la intervención de
todos los poderes públicos de las provincias.

LA REVOLUCIÓN ARGENTINA

El gobierno de la “Revolución Argentina” no fue un golpe militar más: inauguró una nueva etapa en la que las Fuerzas Armadas
se proponían dirigir una transformación del país. Los hombres de armas partían del supuesto de que la República Argentina estaba
en decadencia y que la solución no pasaba por la democracia y los partidos sino por la administración autoritaria de una
tecnocracia eficiente, alejada de las pujas inútiles que caracterizaban a la política tradicional.
Lo llamativo es que, por razones diferentes, distintos sectores empresariales, sindicales y políticos, en una amplia gama que iba
desde el liberalismo hasta el peronismo, inicialmente convergieron para apoyar ese proyecto, que ponía fin a la experiencia
democrática –aunque restringida- del gobierno de Illia. En esos años, la democracia “formal” estaba desprestigiada y los
partidarios de una autoridad fuerte encontraron en Onganía a un militar al que consideraban en condiciones de resolver los
problemas del país.

Onganía en el gobierno

El general Onganía era un hombre acostumbrado a mandar, duro y autoritario. Algunos lo veían como el caudillo que la nación
necesitaba en ese momento; para otros, su imagen de eficacia era la que deseaban para quien ejerciera el Poder Ejecutivo;
finalmente, estaban quienes pensaban que un militar sin vinculaciones partidarias era la figura ideal para producir una “revolución
nacional”.
Las concepciones ideológicas del nuevo presidente eran una combinación de rasgos tradicionales y modernos: era un nacionalista
católico, conservador y anticomunista. En su visión, las Fuerzas Armadas no tenían que participar de las tareas de gobierno; los
comandantes que le habían entregado el poder debían obedecerle.
Por otra parte, su nacionalismo era particular: no recelaba del capital extranjero y la competencia externa para impulsar la
“eficiencia”, y consideraba que las cuestiones económicas debían resolverse de acuerdo con los principios de la economía de
mercado. Su ideal político era una sociedad ordenada, jerárquica y disciplinada, gobernada por una autoridad de pulso firme.

Una sociedad militarizada

Los primeros días del nuevo gobierno estuvieron caracterizados por la indefinición, pero rápidamente quedó claro que Onganía
buscaba respaldarse en las Fuerzas Armadas, la Iglesia y sectores sindicales, a los que había que agregar la presencia de hombres
de negocios de formación católica y otros de tendencia liberal. El anticomunismo era el principal factor unificador.
La primera medida importante fue la intervención de las universidades nacionales, dispuesta a fines de julio. Estudiantes y
profesores resistieron en fin de la autonomía de las casas de estudio, de las que fueron desalojados por la policía. El hecho,
conocido como “la noche de los bastones largos”, significó el comienzo de un largo período de decadencia de la enseñanza
superior. El éxodo de científicos y profesionales se convirtió en la respuesta del ámbito académico a la política del gobierno.
El control autoritario sobre la sociedad comenzó a manifestarse en diferentes ámbitos. El gobierno exigió una actitud
“responsable” a los medios de prensa, lo que se tradujo poco después en la clausura de varias publicaciones.
En los últimos meses de 1966, el gobierno adoptó medidas que buscaban reestructurar sectores considerados ineficientes. El
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

cierre de numerosos ingenios azucareros en Tucumán, el cambio del régimen laboral de los trabajadores portuarios y el anuncio
de medidas de racionalización de los ferrocarriles generaron los primero conflictos gremiales, con huelgas y protestas. El Plan de
Lucha lanzado por la CGT en diciembre de 1966 fue respondido con la declaración de “disturbio ilegal del orden público” y la
intervención a numerosas organizaciones sindicales.

Los “tres tiempos”

Los funcionarios del gobierno de Onganía insistían en la necesidad de producir un “cambio de estructuras” del país, lo que
implicaba una modernización del aparato productivo que revirtiera el estancamiento del pasado inmediato. Ese diagnóstico
incluía la idea de que la legislación social establecida durante años del peronismo era incompatible con un país no desarrollado.
29
Por lo tanto, el despliegue de la estrategia industrializadora exigía un férreo control social y político, de debía realizarse en tres
grandes etapas o “tiempos”. Una vez que se hubiera consumado la gran transformación productiva (el “tiempo económico”, en
la terminología usada en los ámbitos oficiales), se inauguraría el “tiempo social” y, finalmente el “tiempo político”, al cabo del
cual los problemas que perturbaban a la Argentina habrían desaparecido, superados por la modernización económica y social.
De esta manera se delineaba un proyecto de larga duración, sin plazos precisos. La transformación desde arriba se ponía en
marcha creyendo que era posible erradicar la política durante un tiempo indeterminado, reemplazada por una tecnocracia
eficiente. Basado en ese supuesto, el gobierno declaró disueltos a todos los partidos políticos y proscribió su actividad, medida
que no tenía antecedentes en nuestra historia.
El proyecto principal de la “Revolución Argentina” se puso en ejecución a fines de 1966, cuando asumió como ministro de
Economía Adalberto Krieger Vasena, hombre de prestigio entre los sectores empresariales y bien conocido en los ambientes
financieros internacionales. Su gestión marcó el comienzo del llamado “tiempo económico”.

La política económica de Krieger Vasena

Con la designación de Krieger Vasena se definió la estrategia y se puso en marcha un plan cuyo objetivo era establecer una política
de precios e ingresos. Las principales medidas adoptadas fueron:
 Una devaluación del 40%. Para limitar el impacto inflacionario de la desvalorización del peso se establecieron impuestos
a la exportación y al mismo tiempo se redujeron los aranceles a la importación.
 Para reforzar la política antiinflacionaria se congelaron los salarios luego de un último aumento, y se establecieron
acuerdos con las grandes empresas para que no incrementaran los precios.
 Se introdujeron incentivos fiscales a las exportaciones industriales, mediante el reintegro de impuestos.
 Se aumentaron las tarifas de los servicios públicos.
Asimismo, se firmó un acuerdo stand by con el Fondo Monetario Internacional y se crearon condiciones favorables para el ingreso
de capitales extranjeros, considerados vitales para la modernización del aparato productivo.
Los resultados fueron positivos en dos aspectos significativos: luego de reacomodamientos generados por el plan de ajuste, la
inflación se redujo a menos de dos dígitos en 1968 y 1969 y el producto bruto interno creció de manera persistente a partir de
1967. Las grandes empresas privadas y estatales eran las beneficiarios de un proceso que, aunque impulsado por liberales,
otorgaba al Estado un papel fundamental en el impulso a las actividades de los sectores más eficientes.

Los cuestionamientos

Sin embargo, había una amplia y variada disconformidad respecto de otros aspectos de la situación económica. La penetración
del capital extranjero en varias actividades hacía sentir a los nacionalistas que el país ingresaba en una etapa de dependencia de
negativas consecuencias. Además, el modelo no incluía a los sectores rurales afectados por las retenciones a las exportaciones
ni a los empresarios internacionales de nivel medio, perjudicados por una política que favorecía a las grandes compañías.
La política represiva del gobierno produjo reacciones de los trabajadores, que cuestionaron el control de los gremialistas
dispuestos a llegar a acuerdos con el gobierno. En 1968, el sindicalismo se dividió y surgió la llamada CGT de los argentinos liderada
por el dirigente gráfico Raimundo Ongaro, de orientación abiertamente opositora. Los sectores de clase media también
mostraban un rechazo creciente hacia una dictadura que les hacía “marcar el paso”. En especial, los estudiantes y jóvenes vivieron
una radicalización acelerada, al compás de acontecimientos internacionales como el Mayo Francés.

El “Cordobazo”

A comienzos de 1969, una protesta generalizada de los estudiantes universitarios en diversas ciudades del interior dio lugar a una
represión que culminó con la muerte de in estudiante de Corrientes, a lo que siguieron dos víctimas del accionar policial en la
ciudad de Rosario. A su vez, en Córdoba, las protestas obrera y estudiantil convergieron en una manifestación. La dura represión
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

policial llevó a un alzamiento masivo, conocido como el “Cordobazo”. Los manifestantes controlaron durante varias horas el
centro de la ciudad. Los enfrentamientos dejaron un saldo de más de veinte muertos, y la situación solo se normalizó cuando se
produjo la intervención del Ejército.
El gobierno sostuvo que se trataba de un complot subversivo, pero lo cierto es que tras las planificadas acciones iniciales –el
abandono de las tareas, la movilización hacia el centro de la ciudad, el acto masivo frente al edificio de la CGT- los dirigentes fueron
desbordados por una multitud que expresó de manera violenta su disconformidad.

Protestas y violencia política

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A partir del “Cordobazo”, las movilizaciones se convirtieron en un hecho cotidiano que expresaba la voluntad de cambio de
sectores significativos de la sociedad. Aunque estos no siempre coincidían en sus objetivos, manifestaban un violento rechazo al
autoritarismo de la “Revolución Argentina”. Parecía que los largos años de crisis habían acabado con la paciencia de muchos, y
los caminos para superar la situación no se agotaban con la vuelta de la democracia. Por distintas vías, los jóvenes, aunque no
solo ellos- buscaron algunas alternativas. Esta realidad nacional se insertaba en un escenario más amplio, el de los movimientos
de protesta cuya manifestación más conocida fue el “Mayo francés” de 1968.
La violencia se instaló entonces como una opción que muchos consideraban válida para producir cambios radicales. Luego de
algunos intentos minoritarios protagonizados por grupos guerrilleros a lo largo de la década de 1960, durante el gobierno de
Onganía la lucha armada fue adoptada por distintos grupos políticos, como la organización Montoneros –creada por jóvenes
católicos que adhirieron al peronismo- y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), de orientación marxista. La “violencia de
abajo” fue justificada por la “violencia de arriba”; argumento utilizado por marxistas como por católicos, estos últimos
fuertemente influidos por las tendencias que surgieron luego del Concilio Vaticano II. El peronismo apareció entonces como una
alternativa, en la medida en que muchos consideraban que la situación del país se había deteriorado desde su caída en 1955.

Cambios en el gobierno nacional

La primera consecuencia del “Cordobazo” fue la decisión de cambiar de gabinete. Krieger Vasena fue reemplazado por José María
Dagnino Pastore y el ministro del Interior, Guillermo Borda, por el general Francisco Imaz. Onganía realizó algunas promesas en
el terreno social, pero ya su prestigio estaba dañado de manera irreparable. Los cuestionamientos se manifestaban también en
el ámbito militar, y con la salida de Krieger Vasena el gobierno perdió el apoyo de algunos sectores económicos.
La búsqueda de una salida política comenzó a preocupar a políticos y militares. Figuras como la del expresidente Aramburu eran
mencionadas como posibles alternativas de transición hacia una normalización democrática.
El aislamiento de Onganía fue creciente. A mediados de 1970, la cúpula militar resolvió destituirlo y esta decisión tuvo mucha
incidencia en el secuestro y posterior asesinato del general Aramburu, acontecimiento con el que hizo su irrupción pública la
organización Montoneros. Las sospechas iniciales respecto de una vinculación entre ese grupo, hasta entonces desconocido, y
funcionarios de Onganía se diluyeron a medida que Montoneros desplegó una creciente actividad, pero en junio de 1970
contribuyeron al recambio del gobierno.

El breve gobierno de Levingston

El 8 de junio de 1970, la Junta de Comandantes, presidida por el general Alejandro Agustín Lanusse, separó a Onganía de su cargo.
Tras una semana de tratativas, los jefes militares designaron presidente al general Roberto Marcelo Levingston, cuya autoridad
estaba limitada. El nuevo gobernante debía consultar a la Junta para las cuestiones de importancia; además, los ministros ya
habían sido designados, incluido el de Economía, Carlos Moyano Llerena. La inestabilidad se acentuó; la inflación retomó su ritmo
ascendente y el gobierno se vio obligado a conceder aumentos generales de salarios.
A estos problemas se agregó el hecho de que Levingston tenía sus propias ideas respecto del rumbo que debía seguir. Si bien no
descartaba el retorno a la democracia, su propuesta se centraba en una profundización de la “Revolución Argentina” con medidas
económicas de tipo nacionalista. La designación al frente de la cartera de Economía de Aldo Ferrer, un profesional cercano al
desarrollismo, mostraba un cambio respecto de la anterior orientación. Las disposiciones que privilegiaban la compra de bienes
de producción nacional por parte del Estado (conocidas por el lema “Compre Argentino”) iban en ese sentido.
Sin embargo, Levingston no contaba con apoyos. Los grupos empresarios y los jefes militares se oponían a las medidas
económicas. Para gran parte de la ciudadanía, su proyecto significaba prolongar el régimen militar, al que consideraba agotado,
y un intento por darle continuidad mediante una salida electoral condicionada. Cuando Levingston intentó formar un partido
simpatizante, pocos políticos respondieron a su llamado. Por el contrario, en noviembre de 1970 radicales, peronistas y dirigentes
de otras agrupaciones conformaron “La Hora del Pueblo”, una mesa de consulta y acuerdo para encarar de manera conjunta la
salida institucional. Su creación suponía no solo un distanciamiento respecto de los militares sino también la posibilidad de superar
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

las diferencias históricas entre los dos partidos del país. El manifiesto fundacional se limitaba a reclamar un gobierno elegido
democráticamente, sin proscripciones y con respeto a las minorías, pero era un gesto político importante en ese momento.
Una nueva protesta masiva en Córdoba, conocida como el “Viborazo”, aceleró el desplazamiento de Levingston en marzo de
1971. El general Lanusse, comandante en jefe del Ejército, se hizo cargo de la presidencia, inaugurando la etapa final de la
“Revolución Argentina”.

El “Gran Acuerdo Nacional”

Los jefes de las Fuerzas Armadas comprendían que ya no era tiempo de proseguir con el régimen militar y buscaron una transición
ordenada hacia nuevas elecciones.
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Lanusse inició entonces la búsqueda de un “Gran Acuerdo Nacional” con las diversas fuerzas políticas y sociales. Trataba de hallar
la mejor salida para las Fuerzas Armadas en un momento en que la inestable situación económica y la violencia creciente –asaltos,
secuestros, ataques a unidades militares, ocupación de fábricas- anunciaban la proximidad de un desenlace en que los
enfrentamientos sociales se iban a resolver mediante el uso de la fuerza.
Las expectativas de Lanusse consistían en lograr un acuerdo que aislase a los grupos guerrilleros, mediante una apertura en la
que los partidos reanudaran su actividad.
También esperaba lograr que Perón renunciara a su postulación presidencial y que los militares fueran los protagonistas de esa
salida, de ser posible con el propio Lanusse como candidato acordado por las principales fuerzas políticas. Para implementar estos
planes nombró ministro del Interior a un radical, Arturo Mor Roig, y también inició conversaciones con Perón a través de un
enviado. Estas negociaciones incluyeron el fin de las causas penales que impedían que el líder justicialista volviera al país y la
devolución del cuerpo de Eva Perón, que había sido enterrado en secreto en un cementerio de Italia.
Progresivamente, el “Gran Acuerdo Nacional” se transformó en una puja casi personal entre Lanusse y Perón. El líder exiliado
desarrolló una política que iba desde la moderación, buscando fórmulas de consenso con otros partidos, hasta el aliento a las
agrupaciones armadas peronistas (las llamadas “formaciones especiales”, como Montoneros). Mientras tanto, el gobierno perdía
credibilidad con rapidez. En agosto de 1972, fueron ejecutados 16 guerrilleros presos en Trelew, como represalia por la fuga del
penal de Rawson que ellos y otros compañeros habían protagonizado unos días antes. Este hecho generó el rechazo de diversos
sectores de la sociedad.
Durante los años 1972 y 1973 se incrementó la militancia de los sectores juveniles, muchos de los cuales ingresaron en el
peronismo. Entre ellos, una importante proporción se sumó a la llamada “Tendencia Revolucionaria”, orientada por Montoneros
y opuesta a la dirigencia sindical tradicional, acusada de formar una “burocracia” que traicionaba los intereses de los trabajadores.
Tras muchas negociaciones con la “Hora del Pueblo” y otros sectores políticos, finalmente el gobierno convocó a elecciones
generales. Lanusse logró imponer una clásusula que prohibía la candidatura de Perón, pero al costo de autoexcluirse. En
noviembre de 1972, terminó el exilio de Perón, quien visitó la Argentina por cuatro semanas para reunirse con dirigentes de su
movimiento y de otras fuerzas.

El triunfo del Frejuli

Las negociaciones que Perón llevó adelante con las demás fuerzas políticas dieron lugar a que muchos pensaran que su figura era
decisiva para sacar al país de la conmoción social en la que se encontraba. Además, Perón convocó a una “Asamblea de Unión
Nacional”, con lo que le arrebató a Lanusse la iniciativa política; las elecciones aparecieron como una demanda de la sociedad y
no como una concesión de los militares.
Si bien aceptó de manera implícita la cláusula que proscribía su postulación, Perón nombró candidato a Héctor J. Cámpora,
tomando distancia de los sindicalistas. La probada lealtad del veterano dirigente se combinaba también con un acercamiento a
las posiciones de la juventud.
La fórmula del Frente Justicialista de Liberación (Frejuli) –Héctor Cámpora-Vicente Solano Lima- tuvo varios adversarios: la Unión
Cívica Radical presentó la fórmula Ricardo Balbín-Eduardo Gamond; la Alianza Popular Revolucionaria –de izquierda moderada-
postuló a Oscar Alende-Horacio Sueldo y una confederación de partidos provinciales presentó a Francisco Manrique –ex ministro
de Bienestar Social del gobierno militar.
La campaña electoral estuvo caracterizada por una notable participación de la Juventud Peronista y se planteó en términos de
una oposición frontal con los militares. Su principal consigna era “Cámpora al gobierno, Perón al poder” y le atribuían al líder
justicialista una orientación revolucionaria que este no desautorizó, si bien insistía en la necesidad de alcanzar la unidad nacional.
Las nuevas leyes electorales –representación proporcional y ballotage- parecían favorecer a las principales fórmulas no
peronistas, ya que obligaban a una segunda elección entre las candidaturas más votadas si ninguna superaba la mitad más uno
de los sufragios o si no había más de diez puntos de diferencia entre los dos más votados. Sin embargo, el Frejuli logró el 49,5%
de los votos. La Unión Cívica Radical, segunda en la elección, solo obtuvo el 21% y decidió reconocer el triunfo justicialista.
Luego de 18 años de proscripciones, el peronismo volvía a gobernar. Pero lo hacía en circunstancias muy particulares: la
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

movilización de la juventud y la actuación de las organizaciones armadas eran elementos que generaban inquietud respecto del
futuro, a lo que se sumaba el interrogante sobre la actitud que adoptaría Perón.

EL TERCER PERÍODO PERONISTA

El 23 de mayo de 1973 fue una jornada de festejos para muchos, pero también de temor y aprensión para otros. Una multitud
entusiasmada se reunió en Plaza de Mayo para saludar a los nuevos gobernantes y despedir con estribillos burlones a los militares.
En su discurso inaugural, el presidente Cámpora afirmó: “La sangre que fue derramada, los agravios que se hicieron a la carne y
al espíritu, el escarnio de que fueron objeto los justos, no serán negociados”. Esa misma noche, el presidente firmó un indulto
masivo para los militares detenidos, que abrió el camino a una amplia ley de amnistía votada por el Congreso. En la cárcel de Villa
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Devoto, rodeada por manifestantes, se produjo la salida de los presos políticos antes de que esas medidas estuvieran publicadas
oficialmente, sin que los guardias intentaran impedirlo.

El gobierno de Cámpora

En los primeros días de la democracia recuperada, los acontecimientos se sucedieron de manera vertiginosa. La candidatura de
Cámpora había marginado a los sectores sindicales del movimiento justicialista; la Juventud Peronista, cada vez más vinculada a
la organización Montoneros, fue la protagonista del período previo a las elecciones y tuvo incidencia en la formación del nuevo
gabinete. Este finalmente representó las diferentes corrientes del peronismo: incluía dos representantes de la Juventud, tres
peronistas “históricos”, un sindicalista y a José López Rega, secretario privado de Perón, al frente de la cartera de Bienestar Social.
Rodolfo Puiggrós, un excomunista, fue designado rector de la Universidad de Buenos Aires.
Las contradicciones dentro del peronismo se manifestaron rápidamente. Por una parte, si bien la organización Montoneros
declaró una tregua, sus numerosos seguidores y adherentes, especialmente juveniles, continuaron con actividades como la
ocupación de fábricas, universidades, colegios y oficinas públicas, creando una sensación de vacío de autoridad. Su actitud
respondía al criterio de que debían ocuparse todos los espacios de poder posibles, para asegurar el proceso revolucionario que
consideraban debía realizar el peronismo. Sin embargo, cuando el delegado de la Juventud, Rodolfo Galimberti, llamó en un acto
a la formación de “milicias populares”, el general Perón lo convocó a Madrid y lo destituyó. Por su parte, los sectores sindicales y
más tradicionales del justicialismo se organizaron para terminar con lo que denunciaban como una “infiltración marxista” dentro
de su movimiento.
El 20 de junio de 1973 se concretó el retorno definitivo de Perón a la Argentina. Mientras una multitud esperaba su llegada en las
inmediaciones del aeropuerto de Ezeiza, se produjo un enfrentamiento armado entre sectores de la izquierda y la derecha
peronista que dejó un número nunca determinado de víctimas. Pocos días más tarde, Cámpora y Solano Lima renunciaron a sus
cargos; en septiembre se realizaron nuevas elecciones y la fórmula integrada por Perón y su esposa, María Estela Martínez de
Perón –popularmente conocida por el sobrenombre de Isabel- se impuso con el 62% de los votos.

El Pacto Social

Desde la asunción de Cámpora, el peronismo se planteó como objetivo primordial el lograr un acuerdo de precios y salarios entre
trabajadores y empresarios destinado a frenar el deterioro de la situación. El ministro de Economía, José Gelbard, dirigente de la
Confederación General Económica (CGE) –la institución que nucleaba a los empresarios nacionales de nivel medio- fue uno de los
impulsores de ese “Pacto Social” que establecía una política de ingresos destinada a frenar la inflación, que se había
descontrolado durante el último período de gobierno militar. Para hacer posible este acuerdo, los sindicalistas debieron resignar
su poder de negociación, comprometiéndose a no realizar medidas de fuerza ni reclamos. En cambio, los empresarios
conservaron una buena parte del control que normalmente ejercían sobre la economía.
La firma del Pacto Social a los pocos días de la asunción del gobierno puso a los sectores de la izquierda peronista ante hechos
consumados: el justicialismo repetía su estrategia de conciliación entre el capital y el trabajo y no dejaba espacio para otras
alternativas. Para no quedar marginados del movimiento, esos sectores plantearon que la política económica iniciada por Gelbard
constituía una primera etapa destinada a desarrollar el capitalismo de origen nacional.
Mientras tanto, Perón señalaba que la principal tarea del gobierno debía ser la reconstrucción del país, tanto en lo económico
como en lo político. Para ello, junto a la implementación del Pacto Social, buscó un acuerdo con la Unión Cívica Radical, lo que
representaba una novedad dentro de las prácticas del peronismo.
Asimismo, intentó aprovechar la derrota de los militares para crear las condiciones que aseguraran la prescindencia de las Fuerzas
Armadas y su subordinación al poder político.
Sin embargo, esta estrategia no tuvo posibilidades de éxito; los enfrentamientos de Ezeiza mostraron hasta qué punto el
peronismo estaba dividido.
El retorno de Perón fue visto por los sectores moderados de la sociedad como la posibilidad de restaurar la autoridad estatal. De
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

allí que consideraran un hecho auspicioso la renuncia de Cámpora, pese a que esta se había producido por presión de la derecha
peronista, embarcada en una política de desplazamiento de la “Tendencia Revolucionaria”.

La tercera presidencia de Perón

Tras la renuncia de Cámpora, se desencadenó la ofensiva de los sectores tradicionales del peronismo. Los sindicalistas de la CGT
recuperaron su posición y la designación de Isabel para completar la fórmula encabezada por su marido fue considerada un triunfo
de quienes reclamaban la “purificación ideológica” del movimiento, frente al intento de la Juventud Peronista de colocar al mismo
Cámpora como vicepresidente.

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El aplastante triunfo de Perón en las elecciones de septiembre se vio ensombrecido por el secretario general de la CGT José
Ignacio Rucci, dos días después de los comicios. Era evidente que sectores de la izquierda peronista estaban dispuestos a
presionar a su líder por cualquier medio.

Crecen las tensiones

Perón se propuso poner fin a los problemas dentro de su partido y volcó su confianza hacia los peronistas tradicionales. En
general, conservó el gabinete de Cámpora, con la notoria exclusión de los ministros del Interior y Relaciones Exteriores,
identificados con la “Tendencia Revolucionaria”. También se relevó a Puiggrós de su cargo en la Universidad de Buenos Aires, con
lo que se ampliaron las distancias respecto de los Montoneros y la Juventud Peronista.
El ERP, que había dado una tregua al gobierno de Cámpora, retomó las acciones armadas, con ataques a unidades militares como
el realizado en enero de 1974 contra el cuartel de la ciudad de Azul.
El gobierno respondió con un endurecimiento de su actitud, que incluyó una reforma del Código Penal para agravar las penas para
delitos ligados a la violencia política. Los diputados de la Juventud Peronista que no estaban dispuestos a aprobar ese proyecto
debieron renunciar a sus bancas en el Congreso, en lo que fue la primera ruptura abierta con el gobierno.
Una de las novedades que se presentaron en ese momento fue la aparición de grupos parapoliciales organizados por el ministro
López Rega. Identificados con la sigla AAA (Alianza Anticomunista Argentina, también conocida como la “Triple A”), se dedicaron
a amenazar y asesinar políticos, intelectuales y sindicalistas.
Todos los funcionarios que habían mostrado disposición favorable con la izquierda peronista fueron destituidos de sus cargos,
mientras los sindicalistas se convertían en el principal apoyo del gobierno. El Congreso aprobó una nueva Ley de asociaciones
Profesionales que les otorgaba el monopolio de la representación de los trabajadores.
Pero el curso de la economía no facilitaba la gestión del viejo líder. El Pacto Social había sido un recurso coyuntural, pese a las
intenciones de convertirlo en fundamento de la política gubernamental. La inflación rápidamente superó las previsiones y
resurgieron los conflictos y reclamos gremiales. El gobierno convocó a una negociación colectiva (conocida como “Gran
Paritaria”) entre los sindicatos y los empresarios, pero ante la falta de acuerdo entre ambos sectores, se vio obligado a decidir los
aumentos salariales por decreto.

La muerte de Perón

La tensión entre el líder y la izquierda de su movimiento llegó a su punto más alto en el acto del 1° de mayo de 1974. Los grupos
de la “Tendencia Revolucionaria” ocuparon una parte importante de la Plaza de Mayo, con el objeto de mostrarle a Perón su
capacidad de movilización. Suponían que esa presencia conduciría a que el presidente se liberara de sectores de derecha que,
según afirmaban dirigentes de la Juventud Peronista, lo rodeaban y le impedían tomar contacto con la realidad. El encuentro tuvo
un desarrollo dramático: ante los estribillos hostiles a funcionarios y sindicalistas, Perón los acusó de “estúpidos”, “imberbes” y
“mercenarios al servicio del extranjero”. Las columnas juveniles optaron por retirarse, dejando un hueco en la plaza.
En los meses siguientes, la situación económica y política se deterioró. En junio, en el que resultó el último discurso de Perón el
presidente atacó por igual a la izquierda y a la derecha, dentro y fuera de su movimiento, y reclamó la unidad del pueblo para
acompañar la gestión del gobierno. No había tiempo para mucho más: la salud de Perón estaba seriamente resentida, y el 1° de
julio falleció, víctima de un ataque cardíaco. La muerte del líder dejó al país en una situación extremamente complicada. Pese a
que en el sepelio el dirigente de la UCR Ricardo Balbín despidió al presidente fallecido con palabras que llamabas a la reconciliación
nacional, las fuerzas enfrentadas ya no tenían posibilidad de ser controladas.
En su último discurso Perón había designado al “pueblo” como su único heredero, pero nadie de su entorno tenía la capacidad
para continuar el rumbo trazado por el líder. Los sectores peronistas de derecha se prepararon para fortalecer su control del
gobierno y del Estado. Montoneros, por su parte, profundizó su militarización, abriendo una brecha con las bases a las que decía
representar.
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El gobierno de Isabel

María Estela Martínez de Perón llegó a la presidencia sin condiciones de liderazgo, pese a que su marido, en varias ocasiones
sostuvo que la estaba preparando para la política. Su figura fue opacada por la de José López Rega, el ministro de Bienestar Social,
que ejercía una fuerte influencia sobre la presidenta.
La gestión de Isabel y López Rega agravó una situación que ya era complicada. Al tiempo que apuntaban a terminar con la
izquierda, buscaron que el sindicalismo se subordinara a sus directivas.
En medio de esos conflictos, a pocos meses de la muerte de Perón se produjo la renuncia de José Gelbard, el ministro que por su
presencia en el empresariado nacional constituía la garantía del Pacto Social. La llegada de Alfredo Gómez Morales, un peronista
histórico, al frente de la cartera de Economía, no aportó soluciones nuevas.
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Mientras crecía la inflación y se producía el desabastecimiento de productos de consumo esenciales, el gobierno libraba su
combate particular con el sindicalismo. La falta de acuerdo en las discusiones de los convenios colectivos, que se iniciaron en los
primeros meses de 1975, aceleró la renuncia de Gómez Morales. El gobierno empezó entonces a desplazar a los hombres de la
CGT de la estructura de poder, al tiempo que buscaba el apoyo de las grandes empresas y de los militares.
El punto de partida de esta estrategia fue la designación de Celestino Rodrigo como ministro de Economía, quien a mediados de
1975 puso en marcha un plan de ajuste que llevó al enfrentamiento entre los sindicatos y al gobierno a su punto más difícil.

La violencia creciente

Mientras crecía la represión ilegal desarrollada por la “Triple A”, la dirección de Montoneros decidió que su organización pasara
a la clandestinidad y reiniciara acciones armadas. Por su parte, el ERP continuó los ataques a unidades militares e instaló un foco
guerrillero rural en la provincia de Tucumán. Ambas agrupaciones, a pesar de sus diferencias, coincidieron en una estrategia que
subordinaba el accionar político al militar. En un escenario caracterizado por la disminución de las posibilidades de actuación legal,
la creciente violencia política llevó a que las Fuerzas Armadas recuperaran protagonismo, al presentarse como defensores de la
Patria frente a los embates del “marxismo internacional”. Dos decretos del gobierno dictados en 1975 ordenaron la participación
militar para enfrentar a los grupos guerrilleros. El primero estableció el llamado “Operativo Independencia”, destinado a
“neutralizar y/o aniquilar el accionar subversivo” en Tucumán. Poco después, la intervención militar para combatir a la guerrilla
se extendió a todo el país.
En la visión de Montoneros, un golpe de Estado perpetrado por los militares para derrocar al gobierno de Isabel “formaba parte
de la lucha interna del movimiento peronista”, y apostaron de manera decidida a esta opción como un escenario favorable a su
organización. El ERP, por su parte, intentó una operación de envergadura en diciembre de 1975, atacando el Batallón 601 de
Arsenales, en la localidad bonaerense de Monte Chingolo. Pese a que el ataque resultó un rotundo fracaso, el ERP no modificó su
estrategia. Sus dirigentes creían que la toma del poder por parte de los militares abría posibilidades para que se produjera un
alzamiento popular victorioso.
Pero en el ámbito militar se pensaba de otra manera. Durante las acciones contra la guerrilla de Tucumán se crearon los primeros
centros clandestinos de detención, adiestrando a militares de las tres fuerzas para la “guerra antisubversiva” que se estaba
poniendo en marcha.

La economía en tiempos difíciles

A principios de 1973, la economía argentina estaba afectada por un serio desborde inflacionario, fruto de la primacía otorgada por
el gobierno de Lanusse a las cuestiones políticas, que limitaron la gestión de los ministros a las medidas puramente coyunturales.
Pero esta situación adversa estaba acompañada de un razonable nivel de actividad y una coyuntura internacional favorable para
los precios de los productos que el país exportaba. La llegada del peronismo significó el retorno de algunos rasgos tradicionales
de su política económica, desde el nacionalismo hasta la preocupación por la distribución del ingreso. Pero la situación no era la
misma desde 1946, por lo que se vio obligado a buscar soluciones nuevas.
Por una parte, el Pacto Social estableció un esquema de precios y salarios inamovibles, al que se intentó dar permanencia
suspendiendo las convenciones colectivas de trabajo. A su vez, el esquema se completaba con un tipo de cambio fijo. El impacto
inicial fue positivo para bajar la inflación, lo que se verificó a fines de 1973. Esto era sobre todo el resultado de las expectativas
favorables de la sociedad, ya que la emisión monetaria siguió siendo importante.
Además, el gobierno firmó acuerdos con varios países del área socialista y de Oriente medio, que permitieron aprovechar la
situación favorable diversificando los mercados para los productos argentinos.
No obstante, la situación era inestable ya que, tanto para los sindicalistas como para los empresarios, el Pacto Social era una salida
momentánea y los problemas estructurales persistían. Las tensiones sobre los precios se hicieron sentir y apareció el mercado
“negro” de algunos productos. Luego de la muerte de Perón, se hizo notar también en el campo económico la ausencia de un
moderador entre poderes enfrentados, que no creían que el Pacto Social pudiera tener continuidad. A partir de la segunda mitad
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

de 1974, la situación se descontroló. Si bien el nivel de actividad se mantuvo alto hasta fines de año, la inflación retornó con fuerza,
mientras la situación económica internacional dejaba de ser favorable.

El “Rodrigazo”

Con la asunción de Celestino Rodrigo como ministro de Economía, se aplicó un plan de ajuste que incluía una devaluación del
100%, acompañada de un aumento similar de las tarifas y una amplia liberación de precios. Las medidas dejaban descolocados a
los sindicalistas, que acababan de negociar un aumento de salarios del 38%. Inicialmente, los dirigentes gremiales intentaron
negociar, pero la dureza del gobierno y la reacción de los trabajadores llevaron a un paro general de 48 horas que paralizó el país.

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Estos hechos, conocidos como el “Rodrigazo”, mostraban cambios impensados hasta poco antes. El plan de ajuste del ministro
Rodrigo era el primero de corte liberal “ortodoxo” intentando un gobierno peronista, lo que anunciaba el fin de la orientación
económica que privilegiaba la sustitución de importaciones y otorgaba un amplio papel al Estado. La reacción de los trabajadores
y sus dirigentes, por su parte, era la primera medida de fuerza tomada abiertamente contra un gobierno justicialista.
El resultado inmediato de este choque fue la renuncia de Rodrigo y de López Rega. A partir de ese momento, la situación de Isabel
quedó sellada. Los conflictos en el interior del partido gobernante incluyeron la discusión acerca de la necesidad de desplazarla o
no del poder.

Hacia el golpe de Estado

Tras la renuncia de Rodrigo y hasta marzo de 1976, se sucedieron tres ministros de Economía: Pedro Bonanni, Antonio Cafiero y
Emilio Mondelli. Ninguno de ellos dispuso de espacio político suficiente para intentar algo más que retoques parciales,
condicionados por una apuesta clara de los sectores económicos más fuertes en contra del gobierno.
Mientras la economía se derrumbaba, los grandes empresarios recurrían a lock-outs, interrumpían el envío de ganado a los
mercados de hacienda o realizaban otras medidas similares, al tiempo que se aceleraba la huida de capitales del país. En marzo
de 1976, por primera vez en la historia argentina, la inflación mensual superó la marca del 50%. La situación, sin duda, era
extremadamente grave, pero para muchos era difícil imaginar hasta qué punto se estaba dando fin a una etapa de la vida
argentina, también en el ámbito económico.
Las principales preocupaciones eran políticas. Los militares se arrimaban a poder esperando que el desastre hiciera que parte de
la ciudadanía aceptara una nueva intervención como inevitable.
Entretanto, el peronismo se mostraba incapaz de superar sus querellas internas y elaborar una salida. Pese a que se anunciaron
elecciones adelantadas para octubre de 1976, hubo una lamentable combinación de incapacidad y desaliento en la casi totalidad
de los dirigentes, que impidió evitar el vacío de poder que ellos mismos habían contribuido a crear. Tampoco el resto de los
partidos políticos, testigos de enfrentamientos a los que eran ciertamente ajenos, estuvo a la altura de la situación. A vu vez, los
partidarios de la violencia abrazaron la idea de que “la agudización de la contradicciones” iba a conducir a que su estrategia
contara con apoyos masivos, lo que mostraba su profundo desconocimiento de la realidad.
En diciembre de 1975, un sector de la Fuerza Aérea, encabezado por el brigadier Orlando Cappelini, se rebeló contra el gobierno.
El intento de golpe fracasó al no contar con el apoyo del conjunto de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, la falta de castigo a los
rebeldes y las declaraciones de los altos mandos en esos días –coincidentes don el ataque del ERP en Monte Chingolo- mostraban
que los militares estaban esperando el momento oportuno para “legitimar” su asunción del poder y presentarse como la salida
inevitable para restablecer el orden. Ese momento llegaría el 24 de marzo de 1976.

Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

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La Argentina entre 1976 y 1983
Desde los años treinta, en la Argentina se produjeron diversos golpes de Estado encabezados por militares. Todos ellos se habían
propuesto reordenar el país y para ello habían recurrido a mecanismos autoritarios, avasallando las instituciones constitucionales
y los derechos ciudadanos. Sin embargo, lo acontecido con la dictadura instaurada en 1976 no registraba antecedentes en cuanto
a la profundidad de las transformaciones que planteaba y el tipo de represión que implementó para imponerlas.
Con el derrocamiento del gobierno de María Estela Martínez de Perón, el 24 de marzo de 1976, las Fuerzas Armadas asumieron el
poder y anunciaron el inicio de un “Proceso de Reorganización Nacional” que buscaba reestructurar toda la vida argentina, en
una producción, las relaciones sociales, la educación, la cultura y el sistema institucional. Sus políticas afectaron a una sociedad
que se encontraba debilitada y desarticulada frente al poder del sector castrense.
Los militares iniciaron la dictadura más sangrienta de la historia argentina con el objetivo de dar fin a una época que para ellos era
intolerable. No solo se proponían reemplazar a un gobierno, sino terminar con una sociedad a la que consideraban sumida en el
caos.

EL “PROCESO DE REORGANIZACIÓN NACIONAL”

El clima de violencia y represión se había desarrollado en gran escala durante la presidencia de Isabel Perón. Desde fines de 1975
fueron madurando los conflictos y los consensos que dieron inicio a una nueva etapa. Muchos justificaron el golpe que se
preparaba en la intención de dar fin a “la inmoralidad y a la corrupción […] la especulación política, económica e ideológica” que
afectaba al gobierno, según palabras pronunciadas en la Navidad de 1975 por el comandante del Ejército, Jorge Rafael Videla.
El 24 de marzo de 1976, una Junta de Comandantes en Jefe presidida por el general Videla e integrada además por el almirante
Emilio Eduardo Massera y el brigadier Orlando Agosti se hizo cargo del poder, tras arrestar a la presidenta. El Congreso de la
Nación, la Casa Rosada, las radios y emisoras de televisión, los principales sindicatos y establecimientos industriales fueron
tomados por los militares. Los comunicados de la Junta anunciaron a la población que asumían esa responsabilidad para llevar
adelante un “Proceso de Reorganización Nacional”.

Los objetivos del “Proceso”


Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

Los objetivos básicos anunciados eran generalidades acerca de la restitución del orden, la reorganización de las instituciones y la
creación de las condiciones para una “auténtica democracia”. Los comunicados militares apelaban a principios tales como la
tradición nacional, la dignidad de ser argentino, la seguridad nacional, la erradicación de la subversión y la inserción internacional
del país en “el mundo occidental y cristiano”.
Con alegatos en favor de la “unión nacional”, la Junta dispuso la suspensión de todas las actividades políticas partidarias, con lo
que buscaba un acatamiento a la acción del gobierno y, a largo plazo, convertir la despolitización en un rasgo permanente del
nuevo orden social.

Los apoyos civiles

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El golpe contaba con un importante consenso en distintos sectores de la sociedad. El régimen tuvo todo el apoyo explícito de
organizaciones empresariales del campo, la industria, la actividad financiera y el comercio; también de algunos políticos, de los
grandes medios de prensa, de la Conferencia Episcopal Argentina y de personalidades de la ciencia y la cultura. Todos ellos
compartían el criterio de que la situación del país era caótica y que se imponía el ejercicio del poder por las Fuerzas Armadas.
Sin embargo, no todos los sectores tuvieron la misma disposición para colaborar con el nuevo gobierno. Los unía el temor frente
a la generalización de la violencia, la desaparición del orden público, el disgusto frente al desempeño de los partidos políticos y
las organizaciones sociales, mucho más que una entusiasta adhesión a la supuesta “misión salvadora” de los militares o la
instauración de un prolongado régimen dictatorial.

Los sospechosos

Para los nuevos gobernantes, la sociedad en su conjunto era sospechosa de haber contribuido, por acción o por omisión, a lo que
calificaban de “caos” y “decadencia” del país. Incluso consideraban que había “corruptos” y “subversivos” dentro de los sectores
que acompañaron inicialmente la instauración del “Proceso”, en la medida en que su apoyo no fuese activo y sin reservas.
De este modo, la definición del enemigo que venía a combatir la dictadura era muy difusa y abarcaba a gran parte de la población.
Si bien la mira estaba enfocada ante todo en los militares políticos, gremiales y estudiantiles de izquierda, la persecución política
se extendía sobre los funcionarios del anterior gobierno, empresarios y sindicalistas que hubieran tenido vinculaciones con este;
sacerdotes y religiosos que no transmitieran los valores considerados válidos por lo militares; políticos y periodistas que no
adhirieran públicamente a lo actuado por el “Proceso”, entre muchos otros. En particular, tres grupos sociales eran considerados
muy sospechosos por el régimen: los trabajadores asalariados, los jóvenes y los artistas e intelectuales. Sobre estos tres sectores
la represión de la dictadura fue más intensa.

El terrorismo de Estado

Durante los primeros meses, la atención del gobierno estuvo centrada en dos frentes que los militares que los militares
consideraban decisivos: la llamada “lucha antisubversiva” y las reformas económicas.
En los meses previos al golpe, el terrorismo de derecha, apoyado y financiado por sectores del gobierno peronista, cargó con la
“tarea más dura” no solo en lo que respecta al ejercicio de la violencia, sino también en el terreno político y propagandístico. La
Triple A y otros grupos colaboraron activamente en la escalada de violencia y en la desarticulación de las expresiones políticas y
sindicales de la izquierda. Ante la pasividad de las autoridades, y producto de la impunidad de la que gozaron estas organizaciones,
se publicaron periódicamente las listas de las personas que si no abandonaban el país serían asesinadas.
Militares retirados y en actividad, oficiales de la policía, empleados de sindicatos y militantes de la extrema derecha peronista y
nacionalista integraban las agrupaciones encargadas de la represión. Para ello contaban con el apoyo logístico, entre otros, de
estructuras nacionales y provinciales de la policía, del Ministerio de Bienestar Social, de la Secretaría de Informaciones del Estado
y de gobernadores de provincias. Con el golpe de 1976, sus miembros fueron incorporados a grupos de represión clandestina de
la dictadura, ya que se consideraba que habían contribuido lo suficiente al plan de la Junta militar.

La aplicación de la Doctrina de la Seguridad Nacional

De este modo, tanto en lo estratégico como en lo ideológico, existió una continuidad entre la Triple A y el plan de la Junta militar.
Ambos involucraron a todo el sistema de defensa y seguridad estatal en la formación de un aparato de represión secreto que era
el encargado de perfeccionar lo que las “bandas paramilitares” habían hecho en el período anterior. Este plan estaba inspirado
en la “Doctrina de la Seguridad Nacional”, que se había convertido en el núcleo del pensamiento de los militares. No solo el
“peligro de la amenaza comunista” o el haber sido blanco de los ataques guerrilleros explican la consistencia que estas ideas
adquirieron como fundamento del terrorismo de Estado. Respondía sobre todo a una profunda convicción, que se fue
conformando desde muchos años antes y que identificó a un enemigo con muchas caras, que actuaba en varios terrenos y con
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

formas diferentes de organización: la “subversión”.

¿Quién era el “subversivo”?

Para los militares, el “enemigo” actuaba dentro de las fronteras del país y podía tener o no vinculaciones ideológicas, políticas o
financieras con regímenes como los de la Unión Soviética, Cuba o China. Actuaba no solamente en política sino también en la
educación, la cultura, el trabajo, la religión. Su condición de “subversivo” no tenía que ver solamente con una práctica de lucha
armada ni con una estrategia revolucionaria de toma del poder. Se extendía más allá, y sobre todo se relacionaba con ideologías
de izquierda en general, pero también con formas de pensar consideradas contrarias al “orden”, lo que incluía desde el
cristianismo tercermundista al ateísmo y desde modelos científicos como la matemática de conjuntos hasta el psicoanálisis.
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Si bien los datos de pertenencia eran importantes para identificar al “enemigo”, era suficiente que se actuara en favor del cambio
social o en contra del orden establecido para formar parte delos “grupos peligrosos que propagaban el virus subversivo” en la
sociedad, y por lo tanto eran considerados enemigos de la Patria, tal como la entendían los militares- en un reportaje aparecido
en la revista Gente, en abril de 1976, el general Videla llegó a afirmar que subversión “es también pelea entre hijos y padres, entre
padres y abuelos. No es solamente matar militares. Es también todo tipo de enfrentamiento social”.

Los métodos represivos de la dictadura

Secuestros y “desapariciones forzadas de personas” fueron utilizados de manera sistemática y extendida por el “Proceso”, lo
que la distinguió no solo de anteriores regímenes autoritarios sino también de otras experiencias de países vecinos. Uruguay,
Brasil y Chile no desconocían el método de “desapariciones”, pero no lo utilizaron con la intensidad que se hizo en Argentina.
Su modo de operar consistía en detener, torturar y asesinar a la mayor cantidad posible de sospechosos, sin darles derecho alguno
de defensa y sin asumir públicamente las violaciones a los derechos humanos que se cometían. De acuerdo con los cursos de
“lucha antisubversiva” que habían recibido de militares franceses y estadounidenses, los responsables del “Proceso”
consideraban que este terrorismo de Estado era la manera más eficaz de aniquilar al “enemigo”. La acción clandestina de las
fuerzas represivas extendía las sospechas a un amplio sector de la sociedad, lo que buscaba llevarlo al aislamiento y a la inacción
por el terror. El temor a la represalia se convirtió en un arma eficaz de disuasión ante posibles protestas, mientras que la dimensión
de la matanza se mantenía fuera del conocimiento de la sociedad y de los alcances de la legalidad. Se evitaba el conocimiento del
acto mismo de la represión, y al mismo tiempo se buscaba evitar el posible juicio condenatorio, poniendo a los represores fuera
del alcance de las denuncias.
Sin embargo, la inmovilidad producida por el terrorismo de Estado no resultó tan extendida como se suponía. Por el contrario, al
no encontrar a la persona por la que averiguaban, muchos de los familiares de desaparecidos y secuestrados reaccionaron sin
tener en cuenta el riesgo y emprendieron una intensa búsqueda. Así fue como muchos de ellos también corrieron la misma suerte.

El “botín de guerra”

Los “grupos de tareas” formados por miembros de las Fuerzas Armadas y de seguridad multiplicaron su acción ilegal. Los
detenidos eran trasladados a centros clandestinos de detención, donde eran torturados y algunos ejecutados. Hoy se recuerdan
los nombres de “Pozo de Banfield”, “El Olimpo”, “La Perla”, entre otros. Muchos de ellos funcionaban en instalaciones militares,
como los de campo de Mayo y la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA).
Un componente habitual de los secuestros era el robo de las pertenencias de las víctimas. Para ello, la represión ilegal contaba
con una infraestructura para falsificar títulos propiedad y vender esos bienes. Esto permitía a los integrantes de los “grupos de
tareas” financiar algunas de sus actividades o enriquecerse a costa de sus víctimas.
El exponente máximo de esta dinámica lo constituyó el siniestro procedimiento de apropiación de niños secuestrados y nacidos
en cautiverio como consecuencia de la persecución política a sus padres.
Formaron parte del “botín de guerra”, y si bien algunos sufrieron la misma suerte de sus padres, otros fueron apropiados por los
secuestradores y entregados en adopción, en la mayoría de los casos a familias de militares o de los mismos “grupos de tareas”.

La resistencia social cultural

Distintos sectores de la sociedad aceptaron lo que era moralmente inaceptable: los métodos ilegales de represión. Dos frases
repetidas en la época –“por algo será” y “en algo andaría”- convertían en culpables a las víctimas de las desapariciones y
asesinatos, al suponer que el terrorismo de Estado llevado adelante por los militares se justificaba por la necesidad de poner
“orden” en la sociedad. Todo esto fue posible por el secreto, por el desconocimiento de las formas de represión.
Hubo quienes encontraron la forma de enfrentar el régimen, poniendo en evidencia un punto débil de su discurso represivo. A
partir de 1977, un grupo de madres de desaparecidos empezaron a reclamar la reaparición con vida de sus hijos, apelando quizás
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

al único sentimiento que no podía ser descalificado por el monolítico discurso de la dictadura: el del amor materno.
Comenzaron, entonces, a marchar con pañuelos blancos en sus cabezas alrededor de la Pirámide situada en Plaza de Mayo de
Buenos Aires. Así surgieron las Madres de Plaza de Mayo, centro de los reclamos por los desaparecidos en la Argentina. Otros
organismos defensores de los derechos humanos –Liga Argentina por los Derechos del Hombre, asamblea Permanente por los
Derechos Humanos, Familiares de Detenidos-Desaparecidos, Centro de Estudios Legales y Sociales, entre otros- denunciaron la
situación y presentaron reclamos. Un poco más adelante, las Abuelas de Plaza de Mayo comenzaron a luchar por localizar y
restituir a sus legítimas familias a niños secuestrados y desaparecidos.
También hubo expresiones de resistencia en sectores asalariados, que fueron duramente reprimidas. En 1976, la huelga del gremio
de Luz y Fuerza fue quebrada luego del secuestro y desaparición de su secretario general, Oscar Smith.

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En muchas fábricas, comisiones gremiales enteras fueron secuestradas y asesinadas. Sin embargo, en 1979 un sector sindical
liderado por Saúl Ubaldini, convocó a un paro general contra el gobierno. Aunque su repercusión se limitó a algunos
establecimientos industriales del Gran Buenos Aires, fue la primera medida de protesta general organizada contra el “Proceso”.
Otro espacio de resistencia frente a la represión fue cultural. En distintas ciudades, grupos de intelectuales y jóvenes editaron
revistas literarias y alternativas que mantuvieron una producción crítica. Ese mismo carácter disidente adquirieron los festivales
de rock nacional, que agruparon a jóvenes, especialmente después de 1982, cuando comenzó a reducirse el impulso represivo.

El Mundial 78

En su afán por perpetuarse, los militares se abocaron a la organización y conquista del Campeonato Mundial de Fútbol de 1978.
Para ello invirtieron más de 500 millones de dólares en infraestructura: construcción de estadios, rutas, aeropuertos,
modernización de las comunicaciones. Durante el mes de junio se vivió una euforia bastante generalizada y el régimen tuvo su
momento de gloria. Al mismo tiempo, en Europa se denunciaban las violaciones a los derechos humanos y hasta se llegó a
proponer un “boicot a la Copa del Mundo entre campos de concentración”.
Todo se confundía y se mezclaba. La muerte, la euforia y tanta crueldad fueron el espejo de la época que convirtió al Mundial 78
en la entendible fiesta de muchos, pero jamás de todos, como pretendieron los militares.

El conflicto con Chile

En mayo de 1977 se conoció la propuesta británica sobre el largo conflicto que la Argentina y Chile mantenían por las islas Picton,
Lennox y Nueva, del Canal de Beagle. La decisión favorecía a Chile y finalmente el gobierno argentino, en enero de 1978, declaró
que las rechazaba. Si bien los presidentes de ambas dictaduras, Pinochet y Videla, firmaron acuerdos para buscar otra negociación,
en ambos países comenzaron movimientos de tropas. Para fines de ese año, el enfrentamiento armado parecía inminente.
En esas circunstancias, la Iglesia medió para evitar la guerra. En diciembre de 1978 llegó al país el cardenal Antonio Samoré, quien
logró descomprimir la situación. La propuesta del nuevo laudo no satisfizo al gobierno militar argentino, ya que reiteraba el
reconocimiento de la soberanía chilena sobre las islas en disputa. Sin embargo, no fue rechazada de manera abierta.

Primeros síntomas de debilidad

El 31 de julio de 1978, Videla dejó el cargo de comandante en jefe del Ejército, para proseguir sólo como presidente. Su
reemplazante en la Junta fue el general Roberto Viola. Al año siguiente comenzaron a aparecer algunos signos de agotamiento
del régimen, sobre todo a partir de las dificultares económicas. Los conflictos internos en la Junta de Comandantes dominaron la
escena. Massera tenía un proyecto político propio, de corte populista, y tuvo discusiones con Videla. También estableció alianzas
con diferentes sectores para lograr su objetivo de llegar a la presidencia. En el Ejército, Viola sufrió presiones que revelaban
tensiones entre los sectores que querían perpetuar un régimen dictatorial y los partidarios de una salida política electoral.
Por su parte, las presiones externas por las violaciones a los derechos humanos se hacían cada vez más fuertes. Cuando el escultor
argentino Adolfo Pérez Esquivel, integrante del Servicio de Paz y Justicia (SERPAJ) ganó el premio Nobel de la Paz en 1980, las
organizaciones de derechos humanos aprovecharon para hacer sentir más fuerte sus voces.
En ese contexto, el general Viola asumió como presidente en marzo de 1981. Sin consenso entre sus pares y en momentos en que
resurgía la actividad política, intentó una tibia apertura, pero encontró oposición en la Armada y en el Ejército. Prácticamente sin
apoyos, en diciembre del mismo año en que asumió, Viola fue desplazado del cargo. La Junta designó en su lugar a Leopoldo
Fortunato Galtieri, quien retomó el esquema de la primera parte del gobierno de Videla y concentró en su persona los cargos de
presidente y comandante en jefe del Ejército.

LA POLÍTICA ECONÓMICA DE LA DICTADURA MILITAR


Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

El rumbo económico adoptado por los gobiernos del “Proceso” implicó una ruptura con la orientación que había caracterizado el
desarrollo argentino desde la década de 1940. Sus efectos fueron devastadores, sobre todo en el terreno industrial.

La gestión de Martínez de Hoz

Al producirse el golpe militar, las variables económicas estaban fuera de control. A ello había contribuido la errática política del
gobierno pero también la actitud de los grupos económicos más poderosos en contra de la gestión de Estela Martínez de Perón.
A partir de marzo de 1976 se definió otra orientación. José Alfredo Martínez de Hoz, un economista proveniente de los grupos
liberales de democracia cristiana, con actuación pública durante la Revolución Libertadora y el gobierno de José María Guido, fue

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designado ministro de Economía. Sus vinculaciones internacionales fueron importantes para que los militares se decidieran por
su persona, ya que era imprescindible afrontar los problemas inmediatos de factor externo.
Además, el diagnóstico global realizado por Martínez de Hoz se complementaba con el de las Fuerzas Armadas. Según ese análisis,
a partir de los años cuarenta, la Argentina había cerrado su economía, lo que condujo a una industrialización artificial cuyas
consecuencias fueron el surgimiento de una clase obrera y un sindicalismo conflictivos. Por lo tanto, había que “retomar el
“rumbo extraviado”, lo que significaba volver a los principios liberales que habían contribuido a la prosperidad del país desde
fines del siglo XIX.

Apertura y dólar barato

En su discurso del 2 de abril de 1976, el ministro planteó tres objetivos: la estabilidad de precios, el crecimiento económico y una
distribución “razonable” del ingreso. La frase más recordada de ese discurso fue su insistencia en sostener que había que pasar
de una “economía de especulación a una economía de producción”.
Sin embargo, durante los casi cinco años que se mantuvo en el cargo, sus decisiones se orientaron en un sentido muy diferente.
La combinación de medidas tendientes a la apertura de la economía y la lucha contra la inflación condujeron a que el crecimiento
económico no fuera objeto de atención preferente. En cambio, se hizo mucho más relevante el papel del sector financiero.
Los resultados de la gestión de Martínez de Hoz muestran que, entre 1975 y 1980, el producto bruto interno apenas creció a una
tasa anual inferior al 2%, mientras que el producto bruto per cápita prácticamente no aumentó. Sin embargo, estas cifras no
alcanzan para describir el impacto de la política implementada.
El 20 de diciembre de 1979 se anunció un programa de devaluación del peso (la llamada “tablita cambiaria”) y se redujeron de
manera drástica los aranceles sobre los productos importados. La finalidad declarada de ambas medidas era bajar los niveles de
inflación, que se mantenían altos. La idea era que si, por ejemplo, la “tablita” preveía un incremento anual del 60% del valor del
dólar, el aumento de los precios de los bienes nacionales que se comerciaban en el mercado internacional no debería superar ese
porcentaje. En la práctica, los resultados fueron muy diferentes a los esperados: la inflación no bajó y entonces el valor del dólar
se “atrasó” con respecto al peso, quedó sobrevaluado. Esta situación facilitó la entrada de productos extranjeros, que resultaban
mucho más baratos que los nacionales. De esta forma, la apertura de la economía argentina a la competencia mundial arrasó con
sectores enteros de la industria local.

“Plata dulce”, “bicicleta” y deuda externa

Martínez de Hoz también se propuso atraer capitales externos al país. Esta “apertura financiera” se basó en el ofrecimiento de
tasas de interés que superaban ampliamente a las vigentes en el mercado mundial. Sumada a la sobrevaluación del peso originada
por la vigencia de la “tablita”, esta política permitía a los inversores especulativos obtener grandes beneficios. Las diferencias de
tasas entre la Argentina y los mercados internacionales y el atraso cambiario eran tan grandes, que los especuladores podían
lograr en dos meses el mismo rendimiento por sus depósitos que en todo un año en otras plazas financieras como Nueva York o
Londres. Este fenómeno que fue bautizado como “plata dulce” por la facilidad con que se acumulaban ganancias, requería que
permanentemente circulase el dinero, a través de depósitos y préstamos, para mantener altas tasas de interés. Por este motivo,
este mecanismo se comparó con el de una bicicleta que, si se detenía, haría caer al que estuviese encima.
La apertura financiera fue un elemento decisivo en el crecimiento del endeudamiento externo. Las altísimas tasas de interés
ofrecidas en la Argentina llevaron a que muchas empresas nacionales y extranjeras contrajeran deudas en el exterior para hacerse
de fondos, con los cuales realizaban operaciones de gran rentabilidad en el mercado local. Así se fue incrementando la deuda
externa privada que el Estado asumió como propia luego de la gran devaluación de 1982, agregándola a su propia deuda.
La política de Martínez de Hoz consolidó el poder de un núcleo reducido de grupos económicos de capital nacional y extranjero,
que abarcaban actividades industriales, comerciales y financieras. En su mayoría se trataba de compañías que ya tenían o que
desarrollaron en esos años una gran vinculación con los mercados internacionales y que, gracias a la especulación financiera,
obtuvieron grandes ganancias y lograron fortalecer el control del mercado local. Esta mayor concentración económica les
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

permitiría, incluso después del fin del “Proceso”, limitar la capacidad de decisión de los gobiernos.

El derrumbe del plan económico

Los últimos meses de la gestión de Martínez de Hoz fueron muy difíciles. En marzo de 1980 se produjo la liquidación de uno de
los principales bancos privados, tras distintas maniobras que dejaban claro que no estaba en condiciones de devolver a los
ahorristas el dinero que habían depositado. Este fue el punto de partida para una creciente desconfianza hacia el sistema
financiero y respecto del futuro económico. Los capitales que habían ingresado en el país para beneficiarse con la “plata dulce”
empezaron a salir; en muchos casos lo hicieron sin declararlo ante el Banco Central, por lo que constituyó una fuga de capitales,
que entre los efectos, hizo que esos fondos siguieran registrados como deuda externa impaga.
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Para evitar una caída del sistema financiero, el gobierno incrementó la deuda del Estado, mediante préstamos avalados por las
empresas públicas. De este modo buscaba aumentar las divisas para mostrar solvencia y recuperar la confianza de los
depositantes que se estaban llevando el dinero al exterior.
Con el reemplazo de Videla por Viola en la presidencia, el Ministerio de Economía fue encomendado a Lorenzo Sigaut, quien había
criticado la “tablita cambiaria”. La salida de Martínez de Hoz fue el punto de partida para el derrumbe del plan económico, sin
que se adoptara una política coherente en su reemplazo. La herencia que dejó –enorme atraso cambiario, fuga de capitales, deuda
externa, alta inflación, recesión productiva- era imposible de afrontar. Además, el desprestigio político de los militares estaba en
rápido aumento.
A lo largo del período 1981-1983, el producto bruto interno cayó el 10%. En ese mismo lapso se sucedieron cuatro ministros de
Economía: Sigaut, Roberto Alemann, José María Domingo Pastore y Jorge Wehbe.
Sigaut abandonó la “tablita”, con lo que el dólar se disparó a pesar de la famosa frase del ministro: “El que apuesta al dólar
pierde”. El país comenzó a tomar conciencia de las dimensiones de su deuda externa, agravada por el aumento de las tasas de
interés internacionales, que incrementaron su monto total.
Con la asunción de Galtieri como presidente, Roberto Alemann se hizo cargo del Ministerio de Economía. Su intento de impulsar
reformas basadas en el achicamiento del Estado y la apertura económica se vio frustrada por el estallido de la guerra de las
Malvinas. Por otra parte, la sociedad se había vuelto en contra de cualquier intento de profundizar esas medidas.
Desde mediados de 1982, la situación se hizo insostenible: altísima inflación, incremento de la deuda externa como consecuencia
de la financiación del déficit por la vía del crédito y la recesión. Además, durante la presidencia de Reynaldo Bignone, el ministro
Dagnino Pastores y el presidente del Banco Central, Domingo Felipe caballo, tomaron una medida que tendría largas
consecuencias: la estatización de la deuda externa privada.

La deuda privada se vuelve pública

La acelerada devaluación del peso a partir del fin de la “tablita cambiaria” afectó seriamente a las empresas y los bancos que
habían contraído deudas en dólares con el exterior. La situación se agravó a partir de la guerra de Malvinas, por la limitación para
realizar pagos fuera del país, lo que generó fuertes presiones de esos sectores. Para compensarlos, el gobierno dispuso que el
estado asumiera esas deudas a través de diferentes mecanismos. De esta manera, el peso de ese endeudamiento se volcó sobre
el conjunto de la sociedad y la economía argentina quedó sometida a un fuerte acondicionamiento exterior.

EL FINAL DEL “PROCESO”

La política económica del ministro Alemann había profundizado la recesión y con ella se hizo sentir la protesta de sindicatos,
empresarios e incluso sectores del propio gobierno. Al mismo tiempo, el gobierno de Galtieri declaraba: “Las urnas están bien
guardadas”, en alusión a que no habría una salida electoral por mucho tiempo. Para entonces, dirigentes justicialistas, radicales,
intransigentes, desarrollistas y democristianos habían comenzado a nuclearse en una “Multipartidaria” e hicieron sentir su
disconformidad.

La Multipartidaria y la CGT Brasil

Galtieri pretendía crear una fuerza que diera continuidad política al “Proceso”, pero su audiencia era minoritaria. El 20 de enero
de 1982, la Multipartidaria dio a conocer un documento en el que criticaba al gobierno en estos términos: “El pueblo exige respeto
y solo recibe agresiones. El pueblo pretende justicia y recoge indiferencia, reclama libertad y solo soporta amenazas. La
Multipartidaria acompañará al pueblo hasta que el logro definitivo de la vigencia del derecho y se constituye en custodia de una
Nación que no puede negociarse. Tenemos derecho a resistir. Nos ponemos en marcha en defensa de nuestro patrimonio
histórico. El gobierno debe rectificarse o la República acentuará su decadencia”.
Por su parte, un sector del gremialismo –conocido con el nombre de “CGT Brasil”, por la calle donde se ubicaba el local en que
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realizaba sus reuniones- convocó a una marcha en Plaza de Mayo para el 30 de marzo de 1982, para expresar su rechazo al
gobierno militar. En varias ciudades del interior del país hubo movilizaciones de repudio contra la dictadura.
El gobierno prohibió esas marchas, que concluyeron en enfrentamientos entre los manifestantes y las fuerzas de represión, con
un saldo de más de mil detenidos, tres muertos y numerosos heridos. Saúl Ubaldini y otros líderes sindicales fueron encarcelados.

La guerra de Malvinas

En ese contexto de desprestigio, el gobierno decidió un operativo militar para recuperar las Islas Malvinas como una estrategia
para adquirir consenso en la sociedad. Los reclamos de soberanía sobre las Malvinas contaban con apoyo unánime en la sociedad

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argentina. Para los militares, la recuperación de las islas constituía una forma de unificar a las Fuerzas Armadas en el logro de un
objetivo común y adquirir así legitimidad ante la ciudadanía.
Esta maniobra se enmarcaba en una tendencia belicista, arraigada en una veta del nacionalismo argentino, que no se había
materializado en ocasión del conflicto con Chile por el Canal de Beagle, pero que estaba dispuesta a apoyar la empresa de
Malvinas.

Una reivindicación histórica

El reclamo por la recuperación de las Malvinas venía desde 1833. Ese año, un barco británico había ocupado por la fuerza las
instalaciones argentinas en las islas y desalojado a sus habitantes. Sucesivamente, los gobiernos argentinos habían exigido el fin
de esa situación y desde 1965 las Naciones Unidas habían señalado que los dos países debían negociar el diferendo, en el marco
de las políticas de descolonización. Pese a esa recomendación internacional, los gobiernos del Reino Unido no habían avanzado
en la consideración de los reclamos argentinos.
Desde fines de 1981, el gobierno conservador británico de Margaret Thatcher comenzó a desarrollar acciones hostiles hacia la
Argentina en la zona del Atlántico Sur. En marzo de 1982, la presencia de trabajadores argentinos en el desmantelamiento de
viejas instalaciones balleneras en la isla San Pedro, en las Georgias del Sur, fue usada para generar una serie de incidentes que
aumentaron la tensión.
Finalmente, el 2 de abril de 1982, tropas argentinas comandadas por Mario benjamín Menéndez desembarcaron en Puerto
Stanley, que fue rebautizado Puerto Argentino, y ocuparon las islas. El general Menéndez fue designado gobernador militar.
Para la ciudadanía argentina la acción bélica fue una sorpresa, aunque diferentes sectores de los militares la habían proyectado
desde hacía bastante tiempo. El comunicado de la Junta militar informaba: “Hoy, la República, por intermedio de sus Fuerzas
Armadas, mediante la concreción exitosa de una operación conjunta, ha recuperado las islas Malvinas y Sándwich del Sur para el
patrimonio nacional. Se ha asegurado, de esta manera, el ejercicio de la soberanía argentina sobre todo el territorio de las
mencionadas islas y los espacios marítimo y aéreo correspondientes. Quiera el país todo comprender el profundo e inequívoco
sentido nacional de esta decisión, para que la responsabilidad y el esfuerzo colectivo acompañen esta empresa…” el discurso de
la reivindicación histórica argentina agolpó a una multitud en la Plaza de Mayo. Galtieri, desde uno de los balcones de la Casa
Rosada, apeló al pueblo argentino para sumarse a la causa nacional.

El fracaso de la diplomacia

Durante ese mes, el ministro de Relaciones Exteriores, Nicanor Costa Méndez, realizó gestiones diplomáticas. El gobierno creía
que era posible un arreglo pacífico con Gran Bretaña, pese a las evidencias de que el gobierno de Thatcher no estaba dispuesto a
negociar. Más aún, las Naciones Unidas consideraron que la acción militar argentina constituía una agresión. Una disposición de
su Consejo de Seguridad obligaba al cese de las hostilidades y el retiro de las tropas. El gobierno estadounidense apoyó al
británico, lo que fortaleció la posición de Margaret Thatcher, cuyo prestigio antes del conflicto venía en descenso.
De esta forma, la mala apreciación de la Junta militar quedaba en evidencia: había estimado que contaría con el apoyo de los
Estados Unidos y la indiferencia británica. En cambio, la mayoría de los países de América latina brindaron su respaldo a la
Argentina de manera solidaria en lo declarativo, pero con poco peso militar.
Por otra parte, el gobierno argentino sintió el aislamiento, fundado en la condena internacional a las violaciones de los derechos
humanos cometidas por la dictadura. En última instancia, muchos países consideraron que si esta aventura bélica resultaba
triunfante significaría convalidar las políticas llevadas a cabo por el “Proceso”.

Los combates

El 1° de mayo de 1982, fuerzas británicas atacaron Puerto Argentino e intentaron un desembarco que fue rechazado. Al día
siguiente, el submarino Conqueror hundió al crucero argentino General Belgrano en aguas cercanas a Tierra del Fuego. La guerra
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

había comenzado. Para fines de ese mes, los británicos habían establecido su fuerza de tareas en las islas e iniciaron su avance
contra posiciones argentinas. Los comunicados de la Junta buscaban mostrar a la ciudadanía las “victorias argentinas”, pero las
acciones arriesgadas de aviones de la Fuerza Aérea y la Armada no podían disimular la mala coordinación entre las tres armas ni
el deficiente planteo defensivo del general Menéndez en las islas.
El 12 de junio, el papa Juan Pablo II inició una visita a la Argentina, en un clima anticipatorio del desenlace, para orar por la paz y
preparar los ánimos ante la inminente derrota. Antes de que finalizara su estadía, comenzó el ataque final a Puerto Argentino. La
rendición se produjo el 14 de junio. El conflicto duró 74 días y dejó más de 700 muertos y desaparecidos –la mayoría de ellos como
resultado del hundimiento del General Belgrano- y casi 3.000 heridos.

La apertura democrática
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La derrota de Malvinas aceleró el fin de la dictadura, cuya crisis estaba planteada desde el descalabro financiero de 1981. El signo
más notorio de que se imponía la retirada de los militares era el desprestigio generalizado del régimen. A los sectores que habían
comenzado a expresar su oposición antes de la guerra de Malvinas ahora se sumaban el desencanto y el enojo de quienes habían
apoyado la recuperación de la soberanía argentina de las islas. A medida que se conocían las condiciones en que muchos soldados
conscriptos debieron combatir (mal armados, con poco abrigo y escasos víveres, sometidos a malos tratos pos sus superiores)
crecían las muestras de rechazo a las Fuerzas Armadas.
En esa situación se desencadenaron las tensiones que se venían incubando entre los mismos militares. Tras deponer a Galtieri, la
Junta dejó de reunirse, mostrando la fractura existente entre las tres Fuerzas Armadas. Asimismo, comenzaron a expresarse
descontentos internos por la conducción del reciente conflicto, que separaban a los niveles medios de la oficialidad de sus jefes y
mandos superiores.
De hecho, el Ejército se hizo cargo de la situación y designó al general Bignone como sucesor de Galtieri en la presidencia. Sin
embargo, la pérdida de apoyo del régimen era de tal magnitud que, antes de asumir el cargo, Bignone se reunió en público con
los representantes de la Multipartidaria y otras fuerzas políticas para recabar un mínimo reconocimiento de su gobierno. Los
líderes partidarios dieron ese consenso, aunque limitado a la realización de elecciones sobre la base de la Constitución Nacional.

El último gobierno de facto

La tarea del nuevo presidente era acelerar la salida electoral para calmar los reclamos de las diferentes fuerzas políticas y sociales.
Sin embargo, los militares en retirada intentaron imponer un acuerdo para garantizar que no se investigaran los actos de
corrupción y enriquecimiento ilícito de distintos funcionarios ni las responsabilidades por las violaciones de los DDHH.
El tema preocupaba seriamente a los sectores castrenses. En 1982 y 1983, con los militares aún en el poder, distintos jueces
comenzaron a dar curso a denuncias por asesinatos, secuestros y desapariciones ocurridos en los años previos. El almirante
Massera, por ejemplo, fue detenido como sospechoso de haber ordenado el asesinato de un empresario, mientras que el teniente
Astiz fue procesado por el secuestro de diversas personas desaparecidas. Los medios de comunicación, tras años de silencio,
daban cabida a las informaciones sobre la represión ilegal, los campos clandestinos de detención y la labor de organismos
defensores de los DDHH. Las Madres de Plaza de Mayo, consideradas “locas” por una parte de la población hasta hacía muy poco,
comenzaban a ser reconocidas como un símbolo del coraje ciudadano.
Las aspiraciones militares se incluyeron en una propuesta presentada en noviembre de 1982. Se trataba de una norma que
amnistiaba los crímenes políticos ocurridos en los últimos años. Esta ley, considerada de “autoamnistía” por todos los sectores
políticos, pretendía clausurar el debate sobre los desaparecidos, con la afirmación de que no había sobrevivientes y de que todos
los muertos habían caído combatiendo.
El rechazo de la opinión pública fue casi unánime. Poco antes de las elecciones, las Fuerzas Armadas dictaron la ley de
autoamnistía, aunque lo hicieron sin ningún apoyo social.

El camino a las elecciones

Entretanto, las expresiones de repudio a la continuidad de la dictadura se generalizaban. Protestas de vecinos contra el aumento
de impuestos municipales, manifestaciones en reclamo por los desaparecidos y por la libertad de los presos políticos, conflictos
gremiales por razones laborales y para exigir el fin de la intervención a los sindicatos, reclamos universitarios por la legalización
de los centros y federaciones estudiantiles, se sucedían cotidianamente, la relativa tolerancia oficial hacia las actividades políticas
que había comenzado durante la guerra de Malvinas se convirtió en una legalidad de hecho de los partidos antes de que
formalmente se dejaran sin efecto las normas prescriptivas del “Proceso”.
Sin embargo, en un intento por comprometer a los principales dirigentes en la aprobación de la ley de autoamnistía, el gobierno
de Bignone demoraba la fijación de un calendario electoral. Finalmente, convocada por la Multipartidaria y con el apoyo de
amplios sectores políticos y sociales, en diciembre de 1982 se realizó una manifestación en la ciudad de Buenos aires en reclamo
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

del retorno a la democracia. La asistencia fue multitudinaria y pese a que la represión cobró una nueva víctima fatal, la suerte del
“Proceso” estaba echada. Casi de inmediato, el gobierno fijó la fecha de elecciones para octubre de 1983 y formalmente legalizó
las actividades políticas.
La respuesta de la ciudadanía fue masiva. Millones de personas se afiliaron a los distintos partidos y superaron así las limitaciones
para su reconocimiento legal. Miles de personas de todas las edades participaron activamente en las campañas de afiliación, de
reorganización de los partidos y con vistas a las elecciones generales. A medida que su fecha se acercaba, la presencia en los actos
y reuniones proselitistas iba en aumento. Era evidente que, tras más de siete años de régimen dictatorial, una inmensa mayoría
de los argentinos buscaba el fin del “Proceso” y el establecimiento de instituciones democráticas.

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Los años de democracia

Desde diciembre de 1983, la Argentina conoció una continuidad institucional que no tenía antecedentes desde la etapa histórica
anterior a 1930. Si bien se produjeron rebeliones militares, la caída de su gobierno y situaciones de inestabilidad, las dos últimas
décadas se caracterizan por la vigencia de las instituciones constitucionales, a diferencia de lo ocurrido en los anteriores períodos.
El restablecimiento de la democracia trajo grandes expectativas, no siempre cumplidas. Las dificultades económicas que se fueron
acumulando desembocaron, durante la década de 1990, en una profunda transformación a partir de políticas de corte neoliberal
que redujeron el papel del Estado e introdujeron al país en el proceso de globalización que comenzó a desarrollarse en esos años.
Como resultado de esa orientación se produjo un crecimiento económico inicialmente importante pero que se detuvo luego de
cinco años. Los capitales externos que ingresaron durante el período de auge de retiraron a fines de la década de 1990, dejando
al país en una situación muy comprometida. A ello se sumó la fragmentación social que se manifestó en una mayor concentración
económica y el aumento de la pobreza, la desocupación y la marginalidad.

LA DEMOCRACIA RESTABLECIDA

Durante el final de la dictadura del “Proceso”, diferentes actores sociales tomaron protagonismo en la Argentina. Movilizaciones,
reclamos, nuevas formas de organización que ponían en primer plano la solidaridad y una actividad cultural importante daban
cuenta de que la sociedad recuperaba su vitalidad.
Así, la democracia se presentó como una gran esperanza, como la llave que haría posible superar los desencuentros de épocas
pasadas. Levantada la proscripción, los partidos políticos incorporaron afiliados de manera masiva. Esto produjo una renovación
en sus cuadros e hizo que en muchos casos los viejos dirigentes dieran un paso al costado y aceptaran los nuevos temas y las
nuevas formas de discutirlos que se planteaban.
Tanto el peronismo como el radicalismo se reorganizaron. Los viejos caudillos fueron incorporados a las nuevas estructuras y
algunos de ellos mantuvieron sus espacios de poder.

Las elecciones de 1983

Los partidos eligieron a sus candidatos en medio de un gran fervor ciudadano por participar en la recuperación de las instituciones
constitucionales.
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

En el Partido Justicialista la fórmula presidencial fue integrada por Ítalo Luder y Deolindo Bittel. Luder había ejercido de manera
provisoria la presidencia de la Nación en 1975, durante una licencia de Isabel Perón, y ambos candidatos aparecían como figuras
moderadas que intentaban expresar las diferentes tendencias que convivían en el peronismo. En la Unión Cívica Radical (UCR),
las elecciones internas dieron el triunfo al sector renovador dirigido por Raúl Alfonsín, que desplazó a la dirigencia tradicional
balbinista. Alfonsín se presentó como el candidato que proponía la modernización de la sociedad y del Estado, la vigencia de la
democracia y la reivindicación de la ética en la política.
Si bien radicales y peronistas concentraron de manera mayoritaria la adhesión ciudadana, tanto a la derecha como a la izquierda
hubo espacio para otras agrupaciones. Álvaro Alsogaray formó la Unión del Centro Democrático (UCEDÉ) para captar el voto de
quienes apoyaban el liberalismo económico, y Oscar Alende, con el Partido Intransigente, presentó una alternativa de

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centroizquierda. La izquierda, que también logró cumplir los requisitos electorales, concurrió dividida en las listas del Partido
Comunista, el Movimiento del Socialismo, el Partido Obrero y el Partido de los Trabajadores y el Pueblo.
Durante la campaña, Alfonsín captó el sentimiento de la sociedad invocando la Constitución Nacional y prometiendo que las
violaciones de los derechos humanos serían tratadas por la Justicia. También denunció la existencia de un pacto entre algunos
sindicalistas peronistas y los jefes militares para no revisar el pasado reciente. Luder, por su parte, intentó despegarse del viejo
estilo del peronismo; pero a medida que avanzaba la campaña y se notaba el crecimiento del apoyo a Alfonsín, el justicialismo
volvió al tono de la confrontación.
Los actos de cierre de campaña fueron multitudinarios. El Preámbulo de la Constitución Nacional, recitado a coro por miles de
personas que apoyaban a Alfonsín, contrastó con la quema de un féretro y una corona fúnebre con las siglas UCR durante un acto
justicialista. El choque entre ambas imágenes, transmitidas por la televisión, definió a muchos votantes todavía indecisos. De este
modo, en las elecciones del 30 de octubre de 1983, la UCR logró por primera vez imponerse sobre un candidato justicialista en
elecciones libres. Alfonsín ganó con el 51,7% de los votos sobre el 40,1% de Luder.

El gobierno de Raúl Alfonsín

Desde que asumió el gobierno, Alfonsín constituyó un fuerte liderazgo hacia el interior de su partido, capitalizando los resultados
de las elecciones y el consenso en la sociedad. En la primera parte del gobierno, el acento estuvo puesto en la democratización y
la lucha contra el autoritarismo. Después de que el radicalismo ganara en 1985 las elecciones para renovar parcialmente las
Cámaras legislativas, el discurso se orientó más hacia temas como el pacto democrático y la modernización del Estado.
Su gobierno estuvo signado por la cuestión militar. Tanto el juicio iniciado a los excomandantes como la política en derechos
humanos y, en relación con esto, los diversos levantamientos que debió afrontar, marcaron sus años de gobierno de manera
indeleble.

El proyecto de renovación sindical

En el marco de la democratización de la sociedad, el presidente Alfonsín envió al Congreso un proyecto de ley de reordenamiento
sindical. Entre otros aspectos, establecía el control de las elecciones gremiales por parte del Estado y la participación de las
minorías como una manera de desarticular el peso del peronismo en las organizaciones sindicales. Este proyecto –conocido como
“Ley Mucci”, por el ministro de Trabajo de Alfonsín, Antonio Mucci- fue apoyado por varios grupos gremiales entre los que se
contaban algunos peronistas históricos como el dirigente textil Andrés Framini. La falta de representatividad del radicalismo entre
los trabajadores y la metodología intervencionista del gobierno hicieron fracasar el proyecto. Tras ser aprobado por la Cámara de
Diputados en febrero de 1984, un mes después fue rechazado por el Senado –con mayoría peronista-, en lo que constituyó la
primera derrota política del gobierno. Mucci renunció a su cargo y fue reemplazado por Juan Manuel Casella, cuya gestión estuvo
pensada para un tiempo corto, y en su lugar asumió Hugo Barrionuevo.

El juicio a las Juntas

Apenas asumió, Alfonsín mostró su voluntad de resolver los problemas que habían conmovido a la sociedad durante la dictadura
militar. Para ello, decidió someter a una consulta popular el acuerdo de paz firmado con Chile por el conflicto del canal Beagle. La
respuesta favorable de la ciudadanía avaló su aprobación por el Poder Legislativo.
Pero tuvo aún mayor repercusión la decisión de enjuiciar a los jefes militares que habían integrado las Juntas que encabezaron el
régimen entre 1976 y 1983 –inicialmente, a través del Tribunal Superior de las Fuerzas Armadas-, y a los dirigentes de las
agrupaciones Montoneros y ERP. Al mismo tiempo, se creó una Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP),
integradas por figuras destacadas del ámbito intelectual y presidida por el escritor Ernesto Sabato. El objetivo era reunir denuncias
y pruebas sobre las desapariciones, torturas y otras violaciones de los derechos humanos. El informe final de la CONADEP,
publicado con el título de Nunca más, fue entregado al presidente Alfonsín el 20 de septiembre de 1984. El documento registraba
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

la denuncia de 8.960 desaparecidos forzosos durante la dictadura, mientras que Amnistía Internacional estimó que las víctimas
superaban las 16.000 personas y organizaciones como Madres de Plaza de Mayo hablaron de 30.000 muertos y desaparecidos.
Luego de que la justicia militar descartara el juicio a los miembros de las Juntas, la causa pasó a manos de la Cámara Federal. En
diciembre de 1985 se conoció la sentencia, que condenaba a los tenientes generales y expresidentes Jorge Rafael Videla y Roberto
Eduardo Viola, al brigadier general Orlando Ramón Agosti y a los almirantes Emilio Eduardo Massera y Armando Lambruschini por
los delitos de homicidio, privación ilegítima de la libertad y aplicación de tormentos a los detenidos en múltiples casos. El alegato
final de los fiscales, que el tribunal aceptó, señalaba que la represión ilegal durante la dictadura había consistido en un plan
sistemático de exterminio de opositores, en violación a las normas constitucionales e internacionales, e incluso de la misma
legislación dictada por el “Proceso de Reorganización nacional”.

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Luego de la condena a los comandantes militares, el gobierno buscó limitar la prosecución de otros juicios relacionados con la
violación de derechos humanos durante el “Proceso”. A fines de 1986, el Congreso aprobó una ley conocida como de “Punto
Final”, que establecía un plazo de 60 días para la prescripción de las causas penales por ese motivo. La ley produjo el rechazo
tanto de las organizaciones de derechos humanos como del sector militar; pese a la intención de limitar el problema, en ese lapso
se abrieron 300 nuevos juicios. Comenzaba de esta manera una serie de dificultades que pusieron en juego la institucionalidad
democrática.

Los levantamientos militares

Desde comienzos de 1987, varios militares citados para declarar en las causas por secuestros, torturas y desapariciones se negaron
a presentarse ante los tribunales que los habían convocado. La tensión fue en aumento hasta que en la Semana Santa de ese año,
un grupo de oficiales se amotinaron en Campo de Mayo para reclamar el fin de esos juicios. El levantamiento, dirigido por el
teniente coronel Aldo Rico, fue conocido como el de los “carapintadas”, ya que por sus protagonistas usaron el enmascaramiento
de combate que incluía el uso de camuflaje en el rostro.
El hecho conmovió al país e hizo temer la posibilidad de un golpe de Estado. Ante esa perspectiva, la sociedad respondió de
manera contundente. Los medios de comunicación, todos los partidos políticos y representantes de distintos sectores sociales se
expresaron en favor de la vigencia de la Constitución. Entretanto, de manera multitudinaria, la ciudadanía llenaba plazas y paseos
públicos en defensa de las instituciones, a lo largo de tres días de gran tensión.
Finalmente, el domingo de Pascuas, el Presidente en persona tuvo que ir hasta Campo de Mayo y negociar con los sublevados
para que depusieran su actitud. A su regreso a la Casa de Gobierno, Alfonsín se dirigió a la multitud reunida en Plaza de Mayo para
anunciar el fin del conflicto, y tras afirmar: “La casa está en orden” y con un saludo de “Felices Pascuas”, invitó a la
desconcentración. Sin embargo, en los días siguientes muchos vivieron una sensación amarga. Producto del acuerdo alcanzado
con los sublevados, el gobierno envió al Congreso un proyecto de ley, conocido como de “Obediencia Debida”, que fue aprobado
rápidamente. Por esta norma solo se admitía el procesamiento de quienes habían impartido órdenes y habían contado con
capacidad operativa para ejecutarlas, salvo en los casos de sustracción y ocultación de menores. Muchas causas se cerraron por
la aplicación de esta ley, considerada una muestra de debilidad del gobierno para enfrentar las presiones militares.
En ese contexto se produjeron nuevos levantamientos. En 1988, Aldo Rico volvió a sublevarse y meses más tarde lo hizo el coronel
Mohamed Alí Seineldín. En todos los casos, la intención fue conseguir una amplia amnistía para los militares. Ambos movimientos
“carapintadas” fueron derrotados, pero con resultados inciertos. Ni la sociedad civil ni el sector castrense quedaron conformes.
Las leyes de “Punto Final” y de “Obediencia Debida”, aparecían como una concesión al poder militar. Para una parte de la
ciudadanía, esas normas mostraban una seria limitación al ejercicio de las instituciones democráticas y defraudaban las
expectativas que había depositado en ellas.

La renovación del justicialismo

El resultado electoral de 1983 produjo crisis y realineamientos dentro del justicialismo. Si bien había sido derrotado en la elección
presidencial, el peronismo había ganado las gobernaciones de muchas provincias y obtuvo una mayoría en el Senado de la Nación.
Desde esas posiciones, un sector de la dirigencia justicialista se opuso al gobierno de Alfonsín. En ese marco, rechazó un acuerdo
de paz con Chile para terminar el conflicto por el canal Beagle, pero fue derrotado por el plebiscito realizado en 1984.
Frente a esos dirigentes, considerados los “mariscales de la derrota”, se fue organizando la llamada “renovación peronista”,
dispuesta a actuar como interlocutor del gobierno en la transición democrática. Los renovadores apostaban a la recuperación de
la política y al pluralismo partidario, mostrando un perfil modernizado. Entre sus dirigentes se destacaban Antonio Cafiero, Carlos
Saúl Menem y Eduardo Duhalde. En abril de 1988, Antonio Cafiero manifestaba: “Hay un mínimo de coincidencias básicas que los
argentinos tenemos que aceptar como inamovibles”; estas incluían el respeto a la Constitución Nacional, el pluralismo político y
la convivencia democrática. En otras palabras, los renovadores buscaban institucionalizar el peronismo como un partido
democratizado, dejando atrás sus características de movimiento. Este proceso suponía marginar de la conducción del justicialismo
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

a los sectores más tradicionales y a la dirigencia sindical. Por primera vez, el sector político tomaba la conducción del justicialismo.

La economía durante el gobierno de Alfonsín

La herencia recibida por el gobierno de Alfonsín era muy pesada: el año 1983 concluyó con una inflación de aproximadamente el
350% anual; la deuda externa superaba los 43.000 millones de dólares y el déficit fiscal estaba en el orden del 9,45% del PBI.
Sin embargo, la recuperación de la democracia generaba un clima de optimismo; la expresión de Alfonsín “con la democracia se
come, se educa y se cura”, un eslogan de campaña, tuvo un efecto positivo sobre la ciudadanía. Pero en realidad era mucho más
determinante que las expectativas. La falta de comprensión inicial de las dimensiones de las dificultades determinó que las

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políticas aplicadas por el nuevo ministro de Economía, Bernardo Grinspun, no resolvieran ninguno de los problemas existentes.
Por su parte, los intentos de buscar soluciones políticas al tema de la deuda externa terminaron en un fracaso.

Del Plan Austral al Plan Primavera

A principios de 1985, la situación estaba fuera de control: la inflación en el primer año de democracia superó el 600% y el
crecimiento económico apenas llegó al 1%. Alfonsín decidió reemplazar a Grinspun por Juan Vital Sourrouille, y al poco tiempo
anunció el establecimiento de una “economía de guerra”.
En junio de 1985, el gobierno anunció el Plan Austral, un intento de estabilizar la economía. Se creó una nueva moneda (el austral)
y se dispuso un congelamiento de precios. El gobierno se comprometí a no emitir moneda para financiar los desequilibrios
presupuestarios, todo con el fin de frenar la inflación. Durante los primeros meses de su aplicación, el Plan Austral tuvo un impacto
positivo. La inflación se redujo de manera drástica, se produjo un aumento de los salarios reales y reapareció el crédito para
consumo. A pesar de estos prometedores comienzos, los beneficios del Plan no pudieron sostenerse en el tiempo. Los
desequilibrios de la economía fueron reapareciendo paulatinamente, al tiempo que se debilitaba la situación política del partido
gobernante. La inflación reapareció con ímpetu y las especulaciones con el dólar también.
El último intento de las autoridades para estabilizar la situación se produjo a mediados de 1988, cuando ya había perdido las
elecciones parlamentarias de ese año. Se denominó Plan Primavera y tenía como objetivo frenar el aumento de precios por medio
de un acuerdo con las empresas líderes y la promesa de programar los aumentos del dólar, en lo que parecía una reedición de la
“tablita cambiaria” de Martínez de Hoz. Cuando los operadores financieros percibieron que la inflación no se frenaba y la
cotización en la divisa norteamericana se atrasaba, a fines de 1988 iniciaron las presiones contra el valor del austral.

El fin del gobierno radical

En esa situación, el gobierno no pudo mantener el tipo de cambio. El dólar aumentó su valor el 193% en abril de 1989 y el 111% en
mayo. El FMI y el Banco Mundial no respaldaron al gobierno. La economía entró en descontrol. Entretanto, los dirigentes
sindicales peronistas recurrían insistentemente a las huelgas generales, luchando por reconquistar sus derechos.
El peronismo renovador estableció algunos acuerdos mínimos con el gobierno radical, pero esta actitud lo perjudicó en el interior
del justicialismo. En las elecciones internas para elegir candidato a presidente, Antonio Cafiero perdió ante un rival que también
pertenecía a las filas renovadoras pero que cultivaba un estilo político más tradicional: el gobernador de La Rioja, Carlos Menem,
que reunió a su alrededor a diferentes sectores peronistas.
En las elecciones presidenciales del 14 de mayo de 1989, el Partido Justicialista obtuvo un rotundo triunfo. Menem debía asumir
en diciembre pero los acontecimientos aceleraron los tiempos.
A las expectativas inflacionarias se sumaba la desconfianza que generaba victoria justicialista. La hiperinflación finalmente llegó:
en julio, el aumento de precios alcanzó el nivel récord del 200% mensual. Sus efectos fueron dramáticos: saqueos a
supermercados, asaltos y una dura represión mostraban que el gobierno de Alfonsín no estaba en condiciones de controlar la
situación. El traspaso del mando se produjo seis meses antes de la fecha establecida. El 8 de julio de 1989, Carlos Saúl Menem
asumió la presidencia.

LOS GOBIERNOS DE MENEM

La fórmula presidencial Carlos Menem-Eduardo Duhalde se impuso en casi todos los distritos, con sobrada mayoría en el Colegio
Electoral. La fórmula radical –integrada por Eduardo Angeloz y Juan Manuel Casella- obtuvo el 37% de los votos. Quedó entonces
en evidencia que algunos sectores que en 1983 acompañaron al radicalismo, en esta oportunidad apoyaron al peronismo.
Cuando Alfonsín transmitió el mando a Carlos Menem, se produjo un hecho que no se daba desde 1928: el traspaso de un
presidente constitucional a otro. La democracia se consolidaba, si bien los resultados económicos y sociales no eran los esperados
por muchos argentinos. Con una crisis económica importante, la prolongación de la hiperinflación, la apuesta desesperada al
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

dólar, represión y violencia social, el nuevo gobierno tuvo como principal misión recuperar el poder para resolver los graves
problemas planteados.

Un cambio de rumbo

Menem había ganado las elecciones con un discurso populista, que prometía la “revolución productiva” y un “salariazo”.
Sin embargo, durante la campaña había tejido en privado alianzas que lo alejaban del peronismo histórico y lo llevaban a plantear
un modelo económico orientado hacia el liberalismo. Muchos de los funcionarios designados provenían de esta tendencia.
En un giro sin precedentes en el justicialismo, Menem anunció la necesidad de una “cirugía mayor sin anestesia”, se declaró a
favor de la “economía popular de mercado”, renegó del estatismo y exaltó la “apertura” al proclamar la necesidad de “privatizar”.
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Al mismo tiempo se burlaba de quienes “se quedaron en el 45”, en alusión a los orígenes peronistas. Si bien sus antecedentes no
generaban confianza dio gestos de su convicción para aplicar las reformas, más allá de las presiones sectoriales.
También las relaciones internacionales tomaron un cauce diferente. Se afianzaron los lazos con los Estados Unidos y otros países
del mundo occidental; se reanudaron las relaciones diplomáticas con Gran Bretaña, se postergó la discusión de la soberanía sobre
las islas Malvinas y se priorizaron los aspectos económicos.
Respecto de la política de derechos humanos, una de las primeras medidas que tomó fue el decreto que dispuso el indulto a los
jefes militares condenados por violaciones a los derechos humanos. Justificó esta decisión en la idea de reconciliar a la sociedad
argentina. Sin embargo, en septiembre de 1990, una masiva manifestación, de la que participaron más de 70.000 personas en
Buenos Aires y varios miles en ciudades del interior, expresó el rechazo a esta medida.

La reelección

En 1993, Menem y Alfonsín firmaron el llamado “Pacto de Olivos”. A través de este acuerdo se allanó el camino para convocar a
una Convención para reformar la Constitución Nacional. El acuerdo alcanzado incluía, junto con la posibilidad de la reelección
presidencial, la reforma de una serie de aspectos destinados a mejorar el funcionamiento de las instituciones de la República.
Entre ellos, se destacan la creación del Consejo de la Magistratura y la designación popular del jefe de gobierno de la Ciudad de
Buenos Aires. La reforma se sancionó en 1994 en Santa Fe y el Presidente logró su objetivo de ser reelegido por un período más,
que se extendió hasta 1999.
La fórmula justicialista –que, junto a Menem, integraba Carlos Ruckauf como vicepresidente- venció al Frente del País Solidario
(FREPASO) que postulaba a Octavio Bordón y Carlos Chacho Álvarez. El radicalismo realizó una de las peores elecciones de sus
historias y quedó en tercer lugar.

La segunda presidencia de Menem

El escenario de la segunda mitad de los años noventa estuvo caracterizado por la recesión, los ajustes y, en consecuencia, el
endeudamiento creciente del país y la desocupación. La desesperación de los sectores más pobres hizo que se buscaran nuevas
formas de protesta. En este marco, los cortes de ruta fueron la expresión del descontento.
Los casos de corrupción en el entorno del Presidente fueron denunciados por la oposición, que tomaba un creciente
protagonismo. La llamada “fiesta menemista” sirvió para cuestionar a un gobierno que se derrumbaba.
Progresivamente, Menem fue perdiendo el liderazgo tanto dentro de su partido como en la sociedad.
En las elecciones parlamentarias de 1997, un frente encabezado por el radicalismo y el Frepaso –la Alianza por la Justicia, el Trabajo
y la Educación- acabó con la hegemonía justicialista y se alzó con el triunfo. Al mismo tiempo se consolidó la principal alternativa
electoral para 1999. Su discurso se centró en los temas que más preocupaban: desocupación, desigualdad, corrupción.
Luego de diez años de gobierno menemista, sus hombres y sus métodos políticos se agotaron. En octubre de 1999, la fórmula de
la Alianza derrotó a los justicialistas Eduardo Duhalde y Ramón Palito Ortega, quienes se quejaron del escaso apoyo que les dio el
presidente Menem. Fernando de la Rúa se convirtió en el nuevo presidente de los argentinos.

La gestión económica del menemismo

Con la llegada de Menem al gobierno en 1989 se consolidó el cambio en la orientación de la política económica que había
comenzado durante el “Proceso de Reorganización Nacional”.
Contra lo que hacían suponer las expectativas, el representante de un partido tradicionalmente opuesto al liberalismo económico
pasó a ser el decidido impulsor de un programa de reformas estructurales que apuntaban justamente en la dirección que señalaba
la ortodoxia liberal.
Al asumir el gobierno, el clima generado por la hiperinflación planteaba enormes riesgos pero, al mismo tiempo, le ofrecía al
presidente una oportunidad. La situación exigía tomar medidas urgentes para corregir el rumbo, lo que justificaba ante amplios
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

sectores de la sociedad el uso de mecanismos extraordinarios en la toma de decisiones, como los “decretos de necesidad y
urgencia”. De este modo, Menem tenía la posibilidad de concentrar el poder para aplicar las medidas que consideraba adecuadas.

Las primeras medidas

El gobierno de Menem aprovechó esa situación para llevar adelante su política de reestructuración económica. Un interrogante
habitual es por qué la sociedad (y la militancia peronista en particular) aceptó unas reformas que la afectaban negativamente y
que no estaban incluidas en las propuestas electorales de 1989. La respuesta reside en que la hiperinflación desbordó todo lo
imaginable y llevó a buscar soluciones inmediatas. Luego de décadas de crisis y de democracia recuperada para dar respuestas a
las expectativas económicas, la sociedad estaba dispuesta a aceptar cambios drásticos si estos, por alguna razón, eran vistos
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como una alternativa viable frente a la dramática situación. En consecuencia, la combinación entre una sociedad escéptica y la
subestimación de los mecanismos formales de la democracia facilitó la rápida implementación del programa de reformas.
Las decisiones iniciales del Presidente mostraron que estaba dispuesto a buscar alianzas con los sectores tradicionales del poder
económico. En el primer gabinete, el ministro de Economía fue el ejecutivo de una de las principales empresas del país (Bunge y
Born). Álvaro Alsogaray y su hija María Julia, figuras emblemáticas del liberalismo económico, fueron asesores y funcionarios de
primer nivel.
Durante el primer año y medio de gestión económica, los logros en materia de contener el alza de precios fueron escasos. Hubo
un nuevo episodio hiperinflacionario en el verano 1989-1990, pero se empezó a marcar el rumbo al aprobarse la ley de reforma
del Estado, que creaba el marco para la privatización de las empresas públicas. Incluso se llevaron a cabo las primeras
privatizaciones en un escenario atravesado por las sospechas de corrupción.

La convertibilidad

En los primeros meses de 1991, la inestabilidad ya casi crónica llevó a que Menem colocara en el ministerio de Economía a Domingo
Felipe Cavallo, hasta ese momento a cargo de la cartera de Relaciones Exteriores. Con el nuevo ministro, una figura de alto perfil,
se llevó a cabo una arriesgada apuesta de estabilidad destinada a acabar con la inflación. La llamada Ley de Convertibilidad,
sancionada en abril de 1991, creaba una moneda –el actual peso- y establecía un tipo de cambio fijo (1 peso por 1 dólar). Al mismo
tiempo, obligaba al Banco Central a emitir moneda solo a partir de reservas disponibles. Así, el Estado perdía toda capacidad para
desarrollar una política monetaria autónoma y debía buscar financiación para cubrir cualquier déficit presupuestario.
Los resultados de la aplicación de la convertibilidad fueron exitosos en su contenido específico, es decir, acabar con la inflación.
Hacia 1993, los pecios al consumidor crecieron sólo el 7% y luego los índices descendieron. La reactivación económica fue también
significativa, impulsada por la reaparición del crédito a tasas accesibles y por el aumento inicial de los salarios reales como
consecuencia de la desaparición de la inflación, que mes a mes deterioraba los ingresos de los trabajadores. La reforma tributaria
aumentó la recaudación del Estado. Estos recursos, sumados a los provenientes de las privatizaciones y a los importantes ingresos
de capitales del exterior –un factor de máxima importancia- permitieron reducir en gran medida el déficit público. La apertura
económica afectó negativamente a algunos sectores de la producción, pero sus quejas eran acalladas por quienes resultaban
favorecidos por la coyuntura. Se experimentó un incremento en las exportaciones, apoyado en la explotación de recursos
naturales. A los tradicionales productos agropecuarios se sumaron las actividades extractivas, sobre todo de hidrocarburos. Esta
etapa de crecimiento perduró hasta 1994.

Los límites del modelo

El ambiente de euforia, que el gobierno se preocupaba por destacar, tenía sin embargo sus sombras. El aumento de las
importaciones y las dificultades de muchos sectores para exportar, debidas a la sobrevaluación del peso, generaban un déficit de
la balanza comercial. Esto, sumado al pago de los intereses de la deuda externa, provocaba na continua salida de divisas. Para
cubrirla era necesario que siguieran ingresando capitales del exterior. Mientras en el mercado internacional existieran fondos
disponibles y dispuestos a venir a la Argentina a tasas de interés razonables, la situación no era preocupante. Pero esta posibilidad
dependía de circunstancias que no estaban pajo el control del gobierno, sino de la situación financiera mundial y de la confianza
externa en la Argentina.
Por otra parte, la estabilidad de precios había favorecido inicialmente a los sectores asalariados. Pero la apertura económica y la
desregulación fueron acompañadas de una mayor concentración del ingreso. Según los datos suministrados por el Banco
Mundial, entre 1990 y 1995 la participación en el ingreso nacional del 30% más pobre de la población disminuyó del 9,6% al 8,3%,
mientras que la del 10% más rico aumentó del 35,3% al 37,3%. La creciente desigualdad afectaba sobre todo a los sectores que,
como resultado de las políticas de apertura a las importaciones y de reestructuración del Estado, perdieron sus empleos en ese
período. Los cierres de fábricas y la reducción del personal de las empresas públicas que fueron privatizadas contribuyeron a un
brusco crecimiento de la desocupación.
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

Las privatizaciones

En la década de 1980 existían entre 900 y 1.000 empresas que, de manera total o parcial, eran propiedad del Estado nacional. De
ellas, 14 (entre las cuales se encontraban YPF, Segba, Entel, Gas del Estado y Aerolíneas Argentinas) representaban alrededor del
70% de la actividad económica de las empresas públicas. Su actividad era de enorme importancia pero su gestión generaba muchas
críticas. Mostraban una pobre calidad de servicios, sus inversiones tenían un bajo rendimiento y su endeudamiento crecía de
manera continua. Además, una parte significativa del déficit público estaba ligada a su funcionamiento, ya que trabajaban con
precios bajos fijados por el gobierno, lo cual conducía a pérdidas que debían cubrirse con fondos provistos por el Tesoro nacional.

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Desde los años setenta, la opinión pública estaba siendo progresivamente ganada por la idea de que era necesario un cambio en
las empresas públicas. En buena medida, esto era también reflejo de los cuestionamientos mundiales hacia el papel del Estado
por parte del pensamiento neoliberal.
Luego de un fracasado intento del gobierno de Alfonsín, que contó con una cerrada oposición del justicialismo, el presidente
Menem impulsó un proceso masivo de privatizaciones. Este cumplió la doble función de reafirmar el rumbo liberal de la gestión y
de obtener recursos para reducir el peso de la deuda externa. Esta orientación encajaba perfectamente dentro de las
recomendaciones del Consenso de Washington y de los organismos financieros internacionales.
Durante las privatizaciones hubo mucha preocupación por cumplir los plazos establecidos, para brindar una imagen de eficiencia.
En cambio, se tuvo muy poco cuidado con los procedimientos, por lo que desde el primer momento existieron denuncias sobre
hechos de corrupción que involucraron a funcionarios de alto nivel.
Durante el gobierno de Menem pasaron a manos privadas las empresas de telefonía, gas, electricidad, ferrocarriles, subterráneos
y aeronavegación; hoteles, fábricas militares, elevadores de granos y actividades portuarias, entre otras. El proceso privatizador
culminó con la reestructuración de YPF, que afectó a la principal empresa pública del país. Los beneficiarios fueron empresas
nacionales y extranjeras, cuyas vinculaciones con el poder aparecieron sospechosamente cercanas. Además, la inexistencia de
previsiones en materia de regulación y control determinó que los monopolios privados que se constituyeron en muchos sectores
terminaron brindando un servicio caro y en ocasiones de baja calidad para los usuarios.

La crisis del modelo

Como se ha dicho, a fines de 1994 se produjo el llamado “efecto Tequila” como resultado de la crisis mexicana. Los capitales que
se habían dirigido hacia países de América latina, Europa oriental y Asia se retiraron apresuradamente, lo que mostraba uno de
los rasgos de la globalización: los fondos financieros se mueven de manera casi instantánea y, cuando surgen problemas,
abandonan los mercados.
Las dificultades de una economía abierta como la que se estaba conformando en la Argentina se manifestaron por primera vez
en esta ocasión. Por la huida de capitales, entre diciembre de 1994 y marzo de 1995, el Banco Central perdió la cuarta parte de sus
divisas y esto puso en serio riesgo la convertibilidad del peso y su equiparación con el valor del dólar. Para hacerse de fondos, el
gobierno tomó medidas de austeridad y firmó un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Sin embargo, la actividad
económica se derrumbó: el producto bruto interno cayó el 4,5% y la desocupación alcanzó el récord histórico del 19%. El problema
se agravaba porque tanto los empresarios como sectores de la clase media estaban endeudados en dólares, gracias a la paridad
“1 a 1”. En esa situación se llegó a las elecciones de mayo de 1995. Menem logró su reelección presentándose a la sociedad como
el garante de la convertibilidad y de que el tipo de cambio no se modificaría.
En la segunda presidencia de Menem, Cavallo fue reemplazado como ministro de Economía por Roque Fernández, que continuó
la misma orientación. La economía superó el trance y experimentó un cierto crecimiento, pero subsistieron y se agravaron tres
serios problemas: la alta desocupación, la dependencia de la entrada de capitales externos para mantener la convertibilidad y el
creciente gasto público.
El golpe decisivo a la política económica desarrollada durante los años noventa provino del exterior: la crisis en Brasil entre fines
de 1998 y principios de 1999 llevó a que ese país devaluara la moneda, el real. Esto generó una nueva crisis financiera con
repercusiones internacionales, en la cual la Argentina se vio fuertemente involucrada por tratarse del principal socio del Mercosur.
La devaluación del real encarecía los productos argentinos respecto de los brasileños, lo que perjudicó las exportaciones.
Se inició así un proceso de estancamiento de la economía argentina, expresado en una persistente recesión. La caída de la
producción generó más desempleo, por la menor actividad, e incluso, el cierre de fábricas. Al mismo tiempo, la baja actividad
económica significaba menor recaudación impositiva, lo que volvía más pesado el gasto público y agravaba el endeudamiento
externo del país. El incremento de impuestos, en esas condiciones, solo llevaba a generar mayor recesión y de esa forma se repetía
el círculo vicioso que impedía salir de la crisis.
Quedaban expuestas de este modo las limitaciones de un modelo económico basado en la liberalización a ultranza, al que las
instituciones financieras internacionales habían apoyado como ejemplo del rumbo que debían seguir los países en la nueva
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

economía globalizada.

El Mercosur

La globalización ha creado las condiciones para que surja una nueva territorialidad, más amplia que las naciones: el Estado regional
o supranacional. El ejemplo más claro de este tipo de comunidad es la Unión Europea, que cuenta con instituciones no solo
económicas sino también políticas y administrativas. Si bien este proceso no significa la desaparición de los Estados nacionales,
implica la conformación de bloques que se van integrando paulatinamente en espacios económicos y políticos más amplios.
América latina no ha escapado a esta tendencia, y la conformación del Mercosur ha sido su manifestación más relevante.

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Tras varias décadas de competencia económica y diplomática por su rol en el continente, durante los años ochenta se fue
produciendo un acercamiento entre Brasil y la Argentina. Su primera manifestación fue el acuerdo firmado en 1985 por los
presidentes Alfonsín y Sarney, por el que se creaba una comisión para estudiar las posibilidades de cooperación e integración
entre ambos países. El ejemplo que tenían en mente era el desarrollado en Europa occidental desde la década de 1950, que
culminó con la creación de la Unión Europea.
El curso de esos estudios llevó a la incorporación de Uruguay y Paraguay, para conformar un espacio económico común entre los
cuatro países. Este proceso implicaba la armonización de sus políticas económicas y el progresivo desmantelamiento de las
barreras arancelarias dentro del bloque. La idea central que orientó su creación fue la necesidad de conformar un frente unido
regional ante los desafíos impuestos por la globalización.
El 1° de enero de 1995 quedó formalmente constituido el Mercosur. Pero ya en los diez años anteriores el comercio entre los países
que lo conformaban se multiplicó seis veces. Este creciente intercambio fue acompañado por importantes inversiones que
vincularon a los sectores productivos.
Durante los primeros años de vigencia, la Argentina tuvo una balanza comercial positiva con sus socios. A ello contribuyeron las
exportaciones de combustibles, cereales y automotores. Los principales beneficiarios fueron grandes empresas nacionales y
filiales de grupos transnacionales. Sin embargo, hubo espacio también para las pequeñas y medianas empresas.
La devaluación del real en 1999, dio lugar a cuestionamientos importantes por parte de diferentes sectores productivos
argentinos. Incluso se puso en tela de juicio la conveniencia de proseguir en el Mercosur. Pero a la vista de la evolución del
comercio mundial, resulta claro que las distintas formas de integración regional constituyen los caminos más adecuados para la
inserción de los países que no se encuentran en la vanguardia del desarrollo económico.

Las reformas del Estado

Desde fines de la década de 1980 y durante toda la siguiente, la mayoría de los países del mundo se embarcaron en programas de
reformas del Estado. Su rasgo principal fue la reducción de la administración pública a través de políticas de desregulación,
descentralización, privatización, tercerización y disminución de los planteles de personal. El Banco Mundial denominó a este
conjunto de medidas “reformas de primera generación”. Preveía una “segunda generación” de cambios que debía mejorar el
funcionamiento de las instituciones públicas luego de su achicamiento.
En este contexto, durante las presidencias de Carlos Menem, la Argentina inició un proceso de reformas para reducir el tamaño y
las funciones del sector público. El Estado nacional renunció a seguir desempeñando el rol de prestador directo de bienes y
servicios, que fueron privatizados. Con excepción de la enseñanza superior, se desprendió de todos los demás servicios
educativos, que transfirió a las provincias junto con los de salud. Eliminó un gran número de organismos y unidades a cargo de
funciones reguladoras de la actividad económica. Más de 100.000 empleados dejaron de pertenecer al sector público, en muchos
casos incentivados por generosos retiros voluntarios y jubilaciones anticipadas.
Este proceso, que se ha considerado de desmantelamiento del Estado, fue acompañado de la transferencia de sus funciones
hacia el mercado, a las provincias y los municipios, a las ONG o las redes sociales solidarias.
El Estado nacional conservó las funciones vinculadas a la representación externa, la seguridad, la justicia, la defensa, algunas
actividades culturales, el financiamiento de parte de la asistencia social, la hacienda pública y la auditoría general.
En relación con su población y el producto bruto interno, estas reformas transformaron al Estado nacional argentino en uno de
los más pequeños del mundo.

El Estado subsidiario

Estas reformas significaban el fin del Estado de bienestar y su reemplazo por el llamado “Estado subsidiario”. Este concepto,
propio del neoliberalismo, significa que el sector público sólo debe actuar en las funciones que no cubre el mercado. Es decir, las
políticas públicas son concebidas como “residuales” o “subsidiarias” respecto de las funciones de las que se ocupan las empresas
y la actividad privada.
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

Si bien, como hemos señalado, este cambio se había iniciado en la Argentina a partir de 1976, su concreción llegó en la década de
1990 y tuvo graves consecuencias en la situación social.

LA SOCIEDAD ARGENTINA EN LOS NOVENTA

La perduración del modelo instaurado en 1976 y su acentuación desde 1991 condujeron a un creciente proceso de exclusión social
y padecimiento humano. La apertura económica y las reformas del Estado se combinaron para que, junto con el aumento de la
desocupación y de la actividad económica informal, se deterioraran las condiciones de trabajo de quienes conservaban su empleo.
Al mismo tiempo, sobre todo a partir de la recesión de fines de la década, se debilitó la clase media, mientras crecía la

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concentración de la riqueza y aumentaban las distancias entre ricos y pobres. Esta fragmentación de la sociedad y la exclusión de
grandes sectores de la población caracterizaron los nuevos problemas sociales de la Argentina.

Corrupción e impunidad

Después de la reelección de Menem, la situación del país cambió. La corrupción avanzó y se sucedieron varios escándalos.
Uno de ellos fue la explosión de la Fábrica Militar de Río Tercero, que dejó siete muertos, cientos de heridos y graves daños en la
ciudad. Este caso estaría relacionado con la venta clandestina de armas a Ecuador durante su enfrentamiento militar con Perú, a
pesar de que la Argentina era uno de los garantes de la paz entre ambos países.
Apenas Menem se hizo cargo de su segundo mandato, el ministro de Economía, Domingo Cavallo, denunció la existencia de
“mafias” ligadas a funcionarios del gobierno y mencionó al empresario Alfredo Yabrán como jefe de ellas. Sus declaraciones
causaron malestar y terminaron llevando a la renuncia de Cavallo. El nombre de ese empresario se asoció al crimen del fotógrafo
de la revista Noticias, José Luis Cabezas. Este hecho, sucedido en el verano de 1996 en Pinamar, provocó una gran conmoción. La
investigación judicial dejó al descubierto la complicidad entre delincuentes y miembros de la Policía Bonaerense.
Los asesinatos de María Soledad Morales y del soldado Omar Carrasco revelaron que la impunidad hacía estragos en la sociedad
argentina. Estos episodios motivaron expresiones públicas de movilización. En el “caso María Soledad”, toda la provincia de
Catamarca reclamó el castigo por un crimen que involucraba al gobierno local; en el “caso Carrasco”, el homicidio de un conscripto
terminó con el servicio militar obligatorio.
El atentado terrorista contra la Asociación de Mutuales Israelitas Argentinas (AMIA), el 18 de julio de 1994, al igual que el sufrido
anteriormente por la Embajada de Israel, no tuvieron respuestas por parte del gobierno. De manera permanente, los familiares
de las víctimas y la comunidad judía han reclamado que se esclarezcan los hechos, en los que se ha sospechado la implicación de
miembros de las fuerzas de seguridad de la provincia de Buenos Aires.
En todos esos casos, los medios de comunicación desempeñaron una importante función social y un papel fundamental como
canal de denuncia pública y de presión.

La precarización laboral

Las políticas económicas produjeron un aumento de la desocupación y una creciente desintegración social. Al decaer el empleo,
diferentes grupos sociales no pudieron ingresar en el sistema productivo y quedaron marginados de la red de protección social.
En 1998, más de cuatro millones de personas tenían problemas laborales. El empleo se había transformado en un bien escaso y,
en consecuencia, aparecieron nuevas modalidades de trabajo: temporal, discontinuo, a tiempo parcial, autoempleo, irregular y
clandestino. La precariedad reemplazó a la estabilidad como régimen de organización del trabajo. Esto llevó a que disminuyeran
las actividades reivindicatorias y la cohesión entre los asalariados.

La vulnerabilidad social

A partir de los años noventa la pobreza adquirió nuevas dimensiones. Se amplió la pobreza estructural, es decir, la de aquellos
sectores que no logran cubrir sus necesidades básicas y al mismo tiempo aparecieron los “nuevos pobres”, que corresponden a
los sectores medios que cubren sus necesidades pero cuyos ingresos están por debajo de la línea de pobreza. A diferencia de los
pobres estructurales, estos sectores pauperizados tenían acceso a la vivienda digna, los servicios públicos y un aceptable nivel
educativo, pero la caída de sus ingresos los obligó a una redefinición de sus pautas culturales.
El conjunto de los sectores populares y estos nuevos pobres vieron erosionada su condición de ciudadanos. Los derechos que el
Estado de bienestar había garantizado se diluyeron y los reclamos no tardaron en aparecer.

Las resistencias al modelo


Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

A principios de los 90, los cuestionamientos a las consecuencias del modelo económico, político y cultural provinieron de grupos
y organizaciones que se vieron perjudicados de manera directa por las reformas y se movilizaron para defender sus intereses.
Si bien estos primeros reclamos adquirieron carácter puntual tuvieron un impacto nacional por la repercusión que les dieron los
medios de comunicación.
El gobierno los consideró el costo propio de las reformas y minimizó su relevancia, ya que se trataba de expresiones puntuales.
Al mismo tiempo, consideró que se atenuarían con la profundización de las reformas.
A mediados de la década de 1990, la protesta social adquirió otro carácter. La proliferación de críticas generó nuevos movimientos
sociales que en muchos casos se articulaban entre sí y con movimientos ya existentes, como las organizaciones de derechos
humanos. El común denominador era la réplica a las promesas incumplidas.

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Algunos de ellos buscaban alternativas de subsistencia, como el trueque o las empresas recuperadas por los trabajadores, que
proponían nuevas modalidades de economía social. Otros se basaban en el reclamo de fuentes de trabajo, como las
organizaciones de trabajadores desocupados, que comenzaron a realizar cortes de rutas y calles mediante fogones y piquetes.
Finalmente, otros exigían el esclarecimiento de crímenes que se consideraban vinculados a acciones represivas ilegales (el “gatillo
fácil”) o con hechos de corrupción.
Las distintas actitudes con respecto a las políticas oficiales produjeron realineamientos de las dirigencias sindicales. La CGT se
dividió en dos, y varios gremios –principalmente, de empleados públicos- crearon una tercera organización de alcance nacional,
la Central de Trabajadores Argentinos (CTA). Una particularidad de esta última consistió en que admitió la afiliación individual de
asalariados –las demás centrales solo reconocen como miembros a los sindicatos y las federaciones- y la de entidades de
desocupados.

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De la Alianza al gobierno de Kirchner

En la Argentina, el tránsito entre los siglos XX y XXI vio la emergencia de una crisis social y económica inédita, que se manifestó
de manera especial en el ámbito político e institucional en diciembre de 2001, durante los acontecimientos que llevaron a la caída
del gobierno de Fernando de la Rúa.
En ese momento convergieron factores de distinta índole para poner al descubierto los rasgos que perfilaron el desarrollo de la
sociedad argentina desde mediados de la década de 1970. La concentración del ingreso en manos de una minoría, al deterioro y
la reducción de la clase media golpeada de manera persistente, pero sobre todo el crecimiento de la miseria extrema en un país
con capacidad para proveer de alimentos a más de 200 millones de personas, son todos elementos que contribuyen a explicar los
sucesos que ocuparon durante varios días la primera plana de los principales diarios del mundo. Las imágenes de la revuelta social,
el hambre, la inestabilidad política que mostraba la sucesión de presidentes provisionales y los “cacerolazos” de la clase media
que reclamaba sus ahorros retenidos en los bancos, fueron aspectos que exhibieron las dimensiones de una grave crisis.
La Argentina del presente parece haber superado algunos problemas de ese momento dramático; el futuro dirá hasta dónde lo
ha logrado.

EL GOBIERNO DE LA ALIANZA

Las elecciones celebradas el 24 de octubre de 1999 dieron el triunfo a la Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación. Su fórmula
presidencial, integrada por Fernando de la Rúa y Carlos “Chacho” Álvarez, se impuso a la del Partido Justicialista, cuyos candidatos
eran Eduardo Duhalde y Ramón “Palito” Ortega. No fue una victoria amplia; la agrupación vencedora no contaba con mayoría
propia en el Congreso y perdió las elecciones de gobernadores en la mayoría de las provincias. Pero el triunfo opositor mostraba
la voluntad de cambio de una sociedad que aparecía, finalmente, repudiando al partido que había impulsado una serie de
transformaciones estructurales, con consecuencias muy dramáticas en el terreno social.
Al malestar por la situación económica se sumaba un creciente rechazo de la figura del presidente Menem y su entorno, si bien el
candidato peronista había tomado distancia respecto del gobierno durante la campaña. Muchos analistas afirmaron que el único
derrotado en las elecciones fue Duhalde ya que, incluso en la provincia de Buenos Aires, la candidata de la Alianza a la gobernación,
Graciela Fernández Meijide, fue superada por el ex vicepresidente de Menem, Carlos Ruckauf.
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

El proyecto y las dificultades de la Alianza

La creación de la Alianza había sido el resultado de los acuerdos celebrados en 1997 entre el Frente del País Solidario (FREPASO)
y la Unión Cívica Radical. Se trataba de un acercamiento entre una agrupación de centroizquierda de formación reciente, con una
significativa presencia electoral en la Ciudad de Buenos Aires, y el tradicional partido de las clases medias, fuertemente golpeado
por la debacle sufrida en las elecciones presidenciales de 1995. El acuerdo programático entre estas fuerzas políticas condujo a
una moderación de las posturas del Frepaso, destinadas a captar la adhesión de sectores amplios de la sociedad, unificados por
la oposición al menemismo. De allí que, por ejemplo, se estableciera el compromiso de mantener la vigencia de la convertibilidad
y el sistema de cambio fijo que establecía una relación 1 a 1 entre el peso y el dólar, una cuestión que estaba en el centro de las
preocupaciones generales.
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Al no cuestionar la convertibilidad, la estrategia opositora de la Alianza se enfocaba en el tema de la corrupción. También hacía
alusiones a la desocupación y a la calidad de la educación, pero el disenso entre los partidos aliados impidió que se tomaran
posiciones precisas.
La Alianza dejó para después de las elecciones muchas definiciones necesarias como, por ejemplo, qué orientaciones económicas
impulsaría para salir de la recesión. Esto llevó a que la transición entre el triunfo de octubre y la asunción del gobierno en diciembre
de 1999 fuese errática y lenta. El presidente electo demoraba la toma de decisiones, un rasgo que luego se fue agravando hasta
constituir un serio problema político.

Una situación difícil

El país atravesaba una situación muy difícil. La crisis brasileña de fines de 1998 y principios de 1999 se había hecho sentir con
fuerza. La caída de las exportaciones hacia el principal socio del Mercosur agravó la recesión que ya venía insinuándose.
Por su parte, el endeudamiento externo había trepado hasta más de 120.000 millones de dólares. En 1999, el déficit del Estado
nacional llegó a los 7.000 millones de dólares, a los que había que agregar otros 3.000 millones de las provincias. Las dimensiones
de la “herencia recibida” eran mucho más graves que lo previsto, circunstancia que no fue lo suficientemente destacada por la
nueva administración.
Además, desde la crisis mexicana de 1994, el dólar había aumentado su valor respecto de la mayoría de las monedas
latinoamericanas. El peso, atado a la divisa estadounidense por la convertibilidad, había acompañado esa valorización, lo que
encareció las exportaciones argentinas, que de esa forma perdieron competitividad. Finalmente, había cambiado la situación
financiera mundial. La crisis de México, Asia y Rusia habían vuelto más exigentes a las entidades de crédito y los préstamos se
tornaron cada vez más caros. Por su parte, ya durante el segundo gobierno de Menem, la Argentina no había cumplido las
condiciones establecidas en los créditos tomados, que incluían ajustes en el déficit de las provincias y del sistema previsional
estatal. Estos incumplimientos y la situación general de la economía argentina hicieron aumentar el llamado “riesgo país”, una
tasa adicional de intereses que los inversores internacionales exigen para colocar dinero en los mercados que consideran en
dificultades.
Ante la gravedad de la situación, el nuevo equipo económico encabezado por el radical José Luis Machinea adoptó una política
de ajuste destinada a reducir el déficit fiscal, mediante un aumento de impuestos y una disminución del gasto público. De esta
forma se buscaba, además, mantener la confianza de los inversores financieros para renegociar la deuda y, de ser posible, obtener
nuevos préstamos.
Este ajuste creó en la opinión pública la idea de que la gestión económica continuaba los lineamientos del menemismo. Los índices
de popularidad del nuevo gobierno cayeron rápidamente y el malestar generó un pesimismo que afectó a los más variados
sectores sociales.

La política de ajuste

El impacto negativo del ajuste no se limitó al estado de ánimo de la población. El ministro Machinea pensaba que una brusca
reducción del déficit fiscal llevaría a disminuir las tasas de interés, lo que a su vez permitiría comenzar a revertir la recesión. Sin
embargo, el presidente De la Rúa impuso que el ajuste se aplicara de manera gradual. De este modo, el efecto de las nuevas
medidas sobre las cuentas fiscales fue mucho menor y las consecuencias resultaron contrarias a las esperadas: el aumento de los
impuestos frenó aún más el consumo, con lo que se reforzó la recesión.
Como el estancamiento persistía y las previsiones en materia de déficit fiscal seguían aumentando, en mayo del año 2000 se
dispusieron medidas más duras: reducción de los sueldos de los empleados públicos superiores a los 1.000 pesos mensuales,
fusión y supresión de organismos del Estado y control del gasto de las provincias.
Por otra parte, el Congreso aprobó un proyecto de ley presentado por el gobierno, que establecía una “flexibilización laboral”
que afectaba a todos los trabajadores. También se propuso una “reforma política” para bajar los gastos de las legislaturas y
concejos deliberantes de todo el país, que nunca fue concretada.
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

Entretanto, la situación social se deterioraba día a día. Desligados de todo compromiso con el gobierno, los dirigentes sindicales
reaccionaron frente a una realidad que se evidenciaba, entre otros aspectos, por el incremento de los índices de pobreza e
indigencia. Las demandas planteadas en la calle por desocupados, sindicatos estatales y poblaciones del interior mostraban que
la protesta no era el resultado de maniobras desestabilizadoras sino la expresión de una creciente disconformidad.

La renuncia del vicepresidente

A esta situación se sumó una crisis política que tuvo efectos devastadores. El vicepresidente Álvarez se hizo eco de una denuncia
periodística publicada en junio de 2000 en la que afirmaba que la tramitación de la ley de reforma laboral había sido acompañada
del pago de sobornos a varios senadores. Álvarez se mostró dispuesto a seguir la investigación hasta las últimas instancias,
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mientras que el presidente De la Rúa desestimó las acusaciones y optó por acotar el escándalo, derivando las actuaciones al
ámbito judicial. Estas diferencias llevaron finalmente a la renuncia del vicepresidente el 5 de octubre de 2000, luego de que De la
Rúa produjera algunos cambios en el gobierno, que incluían la salida del jefe de Gabinete y del ministro de Justicia y el respaldo a
otros funcionarios y asesores que eran objeto de crecientes críticas.
Esta crisis en el gobierno de la Alianza ha tenido diversas interpretaciones, algunas favorables a uno u otro protagonista del
enfrentamiento, otras negativas para ambos. Para el conjunto de la sociedad, el hecho contribuyó al desprestigio de la coalición
que había llegado al gobierno con la promesa de sanear la actividad política. El escándalo de los sobornos en el Senado la mostraba
reproduciendo los mismos vicios que había cuestionado durante la campaña electoral. Esto contribuyó también al descrédito de
la política partidaria en institucional en general.
A partir de la salida de Álvarez, la vida política se enrareció como consecuencia de los enfrentamientos y las renuncias que se
verificaron dentro de la Alianza. Las disputas parecían señalar que el único factor de unidad entre los miembros de la coalición
gobernante había sido su oposición al justicialismo. Por otra parte, el creciente aislamiento del Presidente fue generando el
rechazo hacia su figura de parte de la ciudadanía.

El retorno de Cavallo

Mes tras mes, la actividad económica seguía cayendo, al tiempo que aumentaban las dificultades para afrontar los problemas de
la deuda externa. En marzo de 2001, Machinea renunció y el gobierno anunció que el nuevo ministro de Economía sería Ricardo
López Murphy, un economista liberal pero afiliado a la UCR, altamente valorado por los sectores financieros. Su programa incluía
una fuerte reducción del gasto público a través de recortes que afectaban a la educación y a la salud y que preveían una
disminución de los empleados estatales. Este nombramiento produjo un amplio rechazo entre los sectores políticos y sociales. En
esa situación, De la Rúa tomó una medida que era inimaginable: convocó a Domingo Felipe Cavallo –gestor privilegiado de la
política desarrollada por Carlos Menem en su primera presidencia- para hacerse cargo de la conducción económica. Solo habían
pasado dos semanas de la designación de López Murphy, que incluso no había llegado a hacerse cargo de esas funciones. Esta
manera de enfrentar la crisis contribuyó a desprestigiar aún más al gobierno, que parecía haber perdido el rumbo.
El retorno de caballo tenía como objetivo central brindar señales positivas a las instituciones y bancos internacionales sobre la
política que seguiría la Argentina de ahí en adelante. Sin embargo, la situación era de extrema gravedad y resultaba difícil que la
sola presencia de un economista en particular bastara para recuperar esa confianza. La persistente recesión y la falta de entrada
de capitales del exterior hacían imposible sostener el modelo de apertura económica y la convertibilidad por mucho más tiempo.
La continuidad de la convertibilidad exigía aumentar el endeudamiento del país. Primero con Machinea y luego con Cavallo, el
gobierno emprendió dos grandes renegociaciones de la deuda externa, con el auspicio del Fondo Monetario Internacional. Pero
ni el llamado “blindaje financiero” acordado para garantizar los pagos, ni el denominado “megacanje”, que prorrogó los
vencimientos más acuciantes, sirvieron para aliviar de manera eficaz el peso de esa deuda.
A lo largo del año 2001, Cavallo intentó diversas medidas para revertir la situación. Se disminuyeron los aportes patronales
destinados a la seguridad social para mejorar la competitividad y volvieron a bajarse los sueldos de los empleados públicos y las
jubilaciones en el 13%, en la búsqueda de alcanzar el ambicionado “déficit cero”. Además los bancos locales y las administradoras
de fondos de jubilaciones y pensiones (AFIP) le prestaron fondos al gobierno, mediante la compra de títulos de deuda pública.
Pero desde mediados de año comenzó una fuerte salida de capitales del país. Los grandes inversores, y después también
ahorristas más modestos, empezaron a retirar sus depósitos de los bancos y a comprar dólares para protegerse de una temida
devaluación. El miedo al fin de la convertibilidad llevó a que la situación se hiciera insostenible.

Las elecciones legislativas

Mientras la coalición gobernante se deshacía y el Partido Justicialista trataba de capitalizar la situación en su beneficio, el malestar
de la sociedad era cada vez más notable y difundido. El 14 de octubre de 2001 se realizaron las elecciones para la renovación parcial
de las cámaras legislativas. Los comicios constituyeron un gran fracaso para el gobierno; aunque en menor medida, también el
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peronismo perdió votos. El fenómeno más llamativo fue la disminución de la cantidad de votantes y el aumento de los votos en
blanco e impugnados, que alcanzaron cifras inéditas. Muchos ciudadanos expresaban de ese modo su rechazo a la situación y a
las actitudes de los dirigentes políticos.
La tremenda crisis social había generalizado las protestas y extendido el movimiento piquetero. Con ella se combinaban de
manera explosiva la disconformidad de las clases medias, la desesperación de los carenciados, el oportunismo de algunos políticos
justicialistas dispuestos a acelerar la desestabilización del gobierno y las expectativas de sectores de la izquierda que creían
llegada la hora de impulsar un desenlace revolucionario.

La crisis de diciembre de 2001

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A principios de diciembre de 2001, ante la compra masiva de dólares y la salida de capitales del país, el ministro Cavallo tomó una
decisión excepcional: limitar el retiro de dinero de las cuestas bancarias y de los depósitos de plazo fijo. Esta medida, a la que se
llamó “corralito”, intentaba frenar la corrida financiera que debilitaba al peso. Su resultado fue un verdadero caos. Los sectores
de clase media que aún tenían dinero depositado en el sistema financiero y los asalariados, que se veían impedidos de retirar
libremente sus sueldos, eran los más perjudicados. La tensión fue en aumento.
El jueves 13 de diciembre, con el “corralito” en pleno funcionamiento, se concretó el séptimo paro general en contra del gobierno.
Esta huelga contó con un importante apoyo en todos los sectores de la sociedad y, pese a no estar previsto, se realizaron
movilizaciones en varias ciudades del interior. En ellas se unían empleados estatales que reclamaban el pago de sueldos atrasados
y desocupados que exigían trabajo y alimentos.
Al día siguiente se produjeron los primeros saqueos de supermercados en Mendoza y Rosario, punto de partida para una serie de
acontecimientos similares en otros lugares del país. El comienzo de los saqueos en el Gran Buenos Aires disparó la alarma de los
medios de comunicación y también dio lugar a que se hablara de operativos planeados por intendentes peronistas del Conurbano.

Dos días cruciales

El caos e incertidumbre se intensificaron el 19 y 20 de diciembre. El miércoles 19, hubo saqueos incluso en algunas zonas de la
Ciudad de Buenos Aires –Constitución, Villa Lugano-, que afectaron tanto a las cadenas de supermercados como a los modestos
negocios de barrio. El gobernador de la provincia, Carlos Ruckauf, llegó a pedirle al ministro de Defensa la intervención militar.
Hacia fin del día, las autoridades habían superadas por la gravedad de los acontecimientos.
Cuando llegó la noche, las tensiones económicas, sociales y políticas se unificaron y provocaron una crisis institucional. El
presidente De la Rúa pronunció un discurso por televisión en el que anunciaba la instauración del estado de sitio. Era lo que
reclamaban los sectores conservadores, que se expresaban en diarios como La Nación, y las embajadas que presionaban para
proteger las empresas de su país.
La respuesta fue inédita: la mayor parte de los barrios de la capital se vieron sacudidos por ruidosos “cacerolazos” y por marchas
protagonizadas por familias, que confluyeron hacia la Plaza de Mayo y el Congreso. Apenas pasada la medianoche se dio a conocer
la renuncia de Cavallo y casi inmediatamente se procedió a reprimir a los manifestantes.
Desde la mañana del jueves 20, manifestantes de organizaciones políticas y sociales –partidos de izquierda, movimientos
piqueteros y grupos juveniles sin posicionamiento político- se concentraron en la Plaza de Mayo y sus alrededores. Se entablaron
enfrentamientos con la Policía Federal que se prolongaron durante varias horas. El saldo fue de ocho muertos y más de 90 heridos
de bala, sólo en la Ciudad de Buenos Aires.

La caída de De la Rúa

En medio de esa caótica situación, el Presidente intentó acordar con el justicialismo el establecimiento de un gobierno de
coalición. La convocatoria fracasó y De la Rúa renunció en la noche del jueves 20 de diciembre. Mientras continuaban los
enfrentamientos en el centro de la capital, el ex mandatario se marchó de la Casa Rosada en helicóptero, casi en secreto. Poco
antes, las centrales sindicales habían convocado a un paro general por tiempo indeterminado.
En muchas zonas del Gran Buenos Aires se extendió el pánico. A los saqueos de comercios se agregaron los rumores de ataques
a viviendas particulares, que no se concretaron. Ante la pasividad de la policía, se produjeron enfrentamientos entre
“saqueadores” y “vecinos”; estos últimos fueron invitados a armarse por las mismas fuerzas de seguridad. Esto dio pie para que
se produjeran muchas víctimas como consecuencia del accionar de quienes buscaban defenderse por cuenta propia.
Después de dos días, los medios periodísticos informaron sobre 28 muertos, mientras que algunos organismos defensores de los
derechos humanos estimaron esa cifra en 35. La mayoría de ellos murieron en la Ciudad de Buenos Aires y la provincia de Santa
Fe; pero también hubo víctimas en Río Negro, Córdoba, Corrientes, Neuquén y Tucumán.
Pese a lo dramático de la situación que había llevado a la caída del gobierno de la Alianza, un dato significativo fue que en ningún
momento estuvo planteada la posibilidad de un golpe militar. Pese a la inestabilidad, no se preveía una salida que no pasase por
Saborido: Historia argentina y latinoamericana 2

las vías institucionales establecidas.

Semanas de inestabilidad

A partir de la renuncia del presidente De la Rúa, durante varias semanas existieron dos escenarios diferentes en el país: la vida
política “oficial”, expresada por los dirigentes partidarios, en particular, los justicialistas; y “la calle”, representada por grupos de
vecinos que se reunieron en asambleas barriales para proponer y reclamar soluciones. Ambos se disputaban la primera página de
los diarios y los titulares de los informativos de televisión y radio. No se trataba de una separación marcada: los actores de la calle
irrumpieron y presionaron como nunca sobre los actores políticos tradicionales, limitando y condicionando su accionar.

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El viernes 21, el senador justicialista Ramón Puerta, presidente provisional del Senado, se hizo cargo del Poder Ejecutivo. De
acuerdo con la legislación vigente, se reunió la Asamblea Legislativa –formada conjuntamente por senadores y diputados- para
designar al presidente provisional. Por escaso margen, el domingo 23 de diciembre fue nombrado el gobernador de San Luis,
Adolfo Rodríguez Saá. Al mismo tiempo, se convocaba a elecciones presidenciales para el 3 de marzo.
Sin embargo, la gestión de Rodríguez Saá sólo duró siete días. En ese breve plazo tuvo gestos espectaculares: proclamó el default
de la deuda externa, ante el entusiasmo de los legisladores; sostuvo que no habría devaluación; anunció un ambicioso plan de
obras públicas destinado a crear un millón de puestos de trabajo; recibió en la Casa Rosada a piqueteros y dirigentes sindicales, a
las Madres de Plaza de Mayo y al embajador de los Estados Unidos.
Entretanto, la crispación de la sociedad urbana iba en aumento: “cacerolazos” y manifestaciones vecinales se sucedían para
reclamar la devolución de los depósitos confiscados por el “corralito” o protestar por la reciente represión policial.
Los reclamos de las clases medias se hicieron sentir sobre quienes actuaban en el escenario de la política oficial, sumándose al
accionar de sectores de la banca y de directivos de las empresas privatizadas, que querían evitar una devaluación.
En esta situación, la mayor parte del justicialismo se opuso a Rodríguez Saá y forzó su renuncia, la que se efectivizó el domingo
30. Eduardo Camaño, presidente de la Cámara de Diputados, se hizo cargo del Poder Ejecutivo para reunir a la nueva Asamblea
Legislativa.
El martes 1° de enero de 2002 fue un comienzo de año atípico. Ese día, la Asamblea Legislativa tomó dos decisiones importantes:
eligió nuevo presidente provisional a Eduardo Duhalde, senador nacional y principal dirigente justicialista bonaerense, y anuló el
llamado a elecciones. La propuesta del nuevo presidente coincidía con la de algunos sectores caracterizados de la sociedad, como
la Iglesia y con las expectativas de instituciones como el Fondo Monetario Internacional o los gobiernos de Estados Unidos y
España. Se trataba de impulsar un gobierno de emergencia destinado a restaurar el orden público y afrontar la crisis de la
convertibilidad.

EL GOBIERNO DE DUHALDE

En su primer discurso como presidente, Duhalde anunció enfáticamente que quien había depositado dólares en los bancos,
cobraría dólares. Con ello señalaba que las medidas que iba a implementar no afectarían a los ahorristas. Sin embargo, el sistema
financiero argentino no contaba con los dólares necesarios para devolver esos fondos. A la salida de capitales de los meses previos
y las dificultades para cobrar los préstamos que se habían otorgado a los particulares, se sumaba el hecho de que una parte
importante del dinero, debido a las medidas adoptadas por Cavallo, estaba en bonos de deuda pública que el Estado no podía
pagar.

La “pesificación asimétrica”

Todos los sectores presionaban al gobierno para que tomara medidas en si favor. Finalmente, a principios de febrero, el nuevo
ministro de Economía, Jorge Remes Lenicov, puso en marcha el fin de la convertibilidad. Se dispuso lo que se conoció con el
nombre de “pesificación asimétrica”: las deudas y los depósitos en dólares debían convertirse en pesos, aunque no lo harían de
la misma manera. Para las deudas, se mantenía la relación de 1 a 1, mientras que los depósitos se devolverían a razón de 1,40 pesos
por cada dólar. Esta devolución se haría a lo largo de varios años, ya que el “corralito” se iría liberando gradualmente. De ahí en
más, el dólar se cotizaría libremente, aunque el Banco Central tomaría medidas de control.
Ese trato diferente o “asimétrico” favorecía a los deudores privados y al Estado. En cambio los ahorristas se veían perjudicados,
ya que el dólar inmediatamente subió su cotización muy por encima de los 1,40 pesos, y además recibirían su dinero en plazos
muy largos. Por ejemplo, si una persona tenía sus ahorros colocados en un depósito a plazo fijo de 10.000 dólares, por la
“pesificación” se convirtieron en 14.000 pesos. En ese momento, el dólar llegó a cotizarse a más de 4 pesos, con lo que este
ahorrista estaba perdiendo más de 26.000 pesos. Pero, además, la devolución de sus ahorros quedaba reprogramada en cuotas
que llevaban a varios años la posibilidad de contar con su dinero. Si bien esta reprogramación tuvo luego modificaciones, los
ahorristas terminaron perdiendo entre el 40% y el 60% del valor de sus depósitos. En cambio, quien estaba endeudado en 10.000
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dólares solo debía pagar 10.000 pesos y no los 40.000 o más que hubieran resultado de mantenerse su valor en la moneda
estadounidense.
Los bancos se consideraron perjudicados por esta situación –ya que obtendrían menos dinero por los préstamos que habían
otorgado- y obtuvieron del gobierno una compensación, mediante bonos del Estado que pasaron a aumentar la deuda pública.

La tensión social

Los meses siguientes fueron de una enorme tensión social. La actividad económica continuaba un acelerado derrumbe, con
despidos y suspensiones masivas. Las protestas se manifestaron en todos los sectores de la sociedad. Los ahorristas, víctimas del
“corralito” y ahora perjudicados por su pesificación, reclamaban la devolución de sus depósitos en dólares con protestas diarias
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en los bancos. Los piqueteros cortaban calles y rutas para exigir trabajo y medidas inmediatas contra el hambre. Todos ellos, al
igual que los vecinos que se reunían en asambleas barriales, expresaban su enojo contra los dirigentes políticos con una frase
contundente: “Que se vayan todos”. En ese momento se generalizó la presencia de los cartoneros en los grandes centros urbanos
del país.
En algunas provincias, en su mayoría quebradas, se emitieron bonos con los que pagaban los sueldos estatales. El gobierno,
mientras tanto, implementó planes de ayuda de emergencia destinados a cubrir las necesidades mínimas de un amplio espectro
de la población.
Los integrantes de la Corte Suprema de Justicia, sumamente cuestionados por su actuación durante los gobiernos de Menem,
dieron a entender que declararían inconstitucional el “corralito”; esta decisión obligaría a la devolución inmediata de los depósitos
bancarios, lo que en esas circunstancias solo contribuiría a agravar una realidad ya de por sí dramática. El gobierno respondió con
una medida inusual: paralizó todos los procesos que se estaban tramitando en los juzgados sobre este tema, e impulsó el juicio
político a los integrantes de la Corte. Entretanto, la cotización del dólar superaba los 4 pesos y algunos analistas vaticinaban que
alcanzaría los 10 a fin de año; la hiperinflación parecía estar en el horizonte inmediato.
La tensión social alcanzó su punto máximo a fines de junio de 2002. Una protesta de trabajadores desocupados en el Puente
Pueyrredón, en la ciudad bonaerense de Avellaneda, fue duramente reprimida. En la desbandada, dos militantes piqueteros, Darío
Santillán y Maximiliano Kosteki, fueron perseguidos y asesinados por policías, entre ellos, el jefe del operativo de seguridad. El
hecho, puesto en evidencia por fotos y filmaciones periodísticas, generó indignación y condujo al gobierno a llamar a elecciones
presidenciales para el 30 de marzo de 2003.

La recuperación

Casi desde su asunción, el gobierno de Duhalde inició negociaciones con el Fondo Monetario Internacional para salir del default.
La institución, que durante la época de Menem había considerado a la Argentina como “un modelo para imitar”, ahora se
mostraba muy intransigente con el país. La larga serie de exigencias para llegar a un acuerdo aumentaba a medida que avanzaban
las rondas de reuniones con los funcionarios argentinos. Hasta la fecha, pese a que hubo avances y consensos parciales, no se ha
alcanzado un acuerdo definitivo con el Fondo Monetario Internacional.
En abril de 2002, Remes Lenicov renunció y fue reemplazado como ministro de Economía por Roberto Lavagna. El nuevo equipo
económico se propuso iniciar también una renegociación de la deuda externa con los acreedores privados.
Entretanto, en el segundo semestre de ese año comenzaron a notarse síntomas de recuperación. Con el dólar en un valor que
respondía más a la realidad del mercado y las posibilidades de importar trabadas por la falta de divisas, las actividades vinculadas
con el mercado interno desarrollaron una leve sustitución de importaciones. Además, los precios internacionales de los productos
exportables, especialmente la soja y el petróleo, empezaron a experimentar un aumento significativo. Sin embargo, se trataba
de síntomas todavía débiles, que no mejoraban la situación de la mayoría de los argentinos que habían padecido un terrible
deterioro social durante la mayor crisis que sufrió el país en su historia.

LAS ELECCIONES DE 2003

Mientras sectores de la sociedad seguían insistiendo en sus reclamos de que “se vayan todos”, los políticos se preparaban para
las elecciones. Su fecha definitiva se estableció para el 27 de abril de 2003 y, en caso de que ningún candidato obtuviera la mayoría
necesaria, la eventual segunda vuelta se realizaría el 18 de mayo. Luego del fracaso de la Alianza, la fuerza con mayores
probabilidades de triunfo era el peronismo que, sin embargo, aparecía dividido.
Las controversias en el Partido Justicialista llegaron a tal punto que no hubo elecciones internas para nombrar a sus candidatos.
Finalmente se presentaron tres fórmulas presidenciales de origen peronista: el Frente para la Victoria, que llevaba como
candidatos a Néstor Kirchner, gobernador de Santa Cruz, y Daniel Scioli, ministro de Turismo de Duhalde; el Frente por la Lealtad,
encabezado por el ex presidente Menem y el gobernador de Salta, Julio Romero, y el Movimiento Nacional y Popular, con la
fórmula integrada por el gobernador de San Luis, Adolfo Rodríguez Saá y el ex dirigente radical Melchor Posse.
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Frente a estas tres candidaturas del mismo origen se presentaba la Alianza por la Renovación Institucional (ARI) –que luego
cambió su nombre por Argentinos por una República de Iguales-, una agrupación que postulaba a la ex dirigente radical Elisa
Carrió, y Recrear, frente encabezado por el ex ministro Ricardo López Murphy. La UCR, fuertemente desprestigiada ante la
ciudadanía, presentó como candidato a Leopoldo Moreau. El descontento de la ciudadanía con los partidos en general y la división
del justicialismo en tres listas volvían imprevisibles los resultados.
Finalmente, los comicios de abril ubicaron en primer término a la fórmula Menem-Romero, con el 23, 9% de los votos, seguida por
Kirchner-Scioli, que obtuvo el 21, 9%. Ambas listas debían enfrentarse en la segunda vuelta y los candidatos se lanzaron a buscar
apoyo adicional para imponerse. En poco tiempo, las encuestas de opinión mostraron que Menem no lograba aumentar su caudal
electoral y le auguraban una derrota rotunda, con no menos del 65% de los votantes dispuestos en favor de Kirchner. Ante esa
evidencia, el ex presidente anunció el retiro de su fórmula.
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Fue así que Néstor Kirchner accedió a la primera magistratura de la Nación.
Kirchner era poco conocido en el panorama político nacional. Perteneciente a la generación que en los años setenta había
adherido al peronismo, tras el retorno de la democracia fue creciendo como dirigente provincial del justicialismo en Santa Cruz
hasta alcanzar la gobernación. Su oposición a Menem había sido moderada hasta los últimos tiempos, por lo que no aparecía
como un referente destacado para los sectores más enfrentados con el ex presidente.
Sin embargo, en la caótica situación del año 2002, con la sociedad al borde de la desilusión y con la expresa voluntad del presidente
Duhalde de cerrar todos los caminos al posible retorno de Carlos Menem, la figura de Kirchner ganó apoyos en el justicialismo,
ante el poco arraigo popular de otros posibles candidatos. Los dirigentes allegados a Duhalde en la provincia de Buenos aires se
pusieron al servicio de su candidatura, que fue presentada como una expresión de voluntad de cambio en la sociedad, ya que no
era un hombre asociado a la vieja política partidaria.

El gobierno de Kirchner

Kirchner asumió la presidencia el 25 de mayo de 2003, y sus primeros gestos en el cargo dieron lugar a que se hablara de un “estilo
K”. Ya en la ceremonia de asunción, buscó acercarse al público sin intermediarios. Asimismo, dio muestras de inusitada energía al
remover la cúpula del Ejército y al impulsar la renovación de los integrantes de la Corte Suprema de Justicia.
En la política económica, la permanencia del ministro Lavagna mostró cierta continuidad con la gestión de Duhalde,
particularmente en lo referido a las negociaciones por la deuda externa. Estas llevaron finalmente a un canje de bonos, aprobado
por una importante mayoría de los acreedores. Si bien se logró una quita significativa en el capital adeudado, este sigue
representando un peso considerable sobre las cuentas públicas. La situación de los mercados internacionales siguió favoreciendo
a la Argentina, lo que permitió que las exportaciones aumentaran, al mismo tiempo que el producto bruto interno mostraba
índices de crecimiento sostenidos, del orden del 8% anual. Sobre esa base, el Estado logró recuperar la recaudación impositiva –a
través de las retenciones a las exportaciones y la mayor actividad económica- y, con una administración prudente, obtuvo un
inusitado superávit fiscal que aumentó las reservas del Tesoro Nacional.
En el plano político, Kirchner inició la construcción de su propio liderazgo, tomando distancia respecto de la influencia de Duhalde.
Para afianzar su popularidad, el presidente ha contado con varios elementos favorables. Además de la mejora de la situación
económica que hemos mencionado, su discurso sintonizó con el de sectores progresistas cuyas expectativas de cambio se habían
frustrado en los años setenta.
Los problemas de la Argentina siguen siendo muy serios. Persiste la situación de pobreza; áreas como la salud y la educación
siguen mostrando deficiencias; pese a la recuperación económica, la desocupación continúa siendo muy alta y los ingresos de
muchos trabajadores se mantienen en niveles bajos.
No obstante, una gran parte de la sociedad percibe en las políticas de gobierno una acción destinada a modificar el rumbo
económico seguido en la década de 1990.

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