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Mi gato

Hebe Uhart
Cuando toma yogurt se lame con él todo el cuerpo y
parece decirme: “Por fin me refresco”. Cuando le doy
pescado, me agradece pasándome su cola por mis
piernas y cuando la carne no le gusta, la rechaza con
una patadita que quiere decir: “Está incomible”. Tampo-
co toma agua vieja o con olor a hormiga accidentada
dentro del líquido: él mismo le pone el sello de invalida-
ción al agua tirándole un trocito de alimento para gato
a ese plato. Lame de una galletita el queso crema y yo
sé si quiere mucho o poco. Si quiere mucho, lame la
galletita cuidadosamente hasta el final, en pequeñas
parcelas exhaustivas. Dirá: “Aprovechemos ésta, que
quién sabe si hay más”.
Algunas veces se acerca a la comida, o a visitar a la
señora de al lado, no de manera mecánica o habitual,
sino como si se acordara de que olvidó algo. Eso se
nota porque cambia el ritmo de la marcha: va corriendo
y con decisión hacia sus objetivos.
Si lo miro fijo, desvía la mirada en el mejor estilo hu-
mano de hacerse el oso, también se hace el oso por-
que se asusta cuando me bordeo los ojos con las ma-
nos ahuecadas. De la pelota también se asusta porque
los piques tienen un destino incierto; debe pensar que
la pelota está loca. Le gusta jugar con aritos de plásti-
co; se los tiro y los busca, cuando los agarra los afirma
con la pata como diciendo: “Aquí está”. Prefiere unos
aros a otros y es sensible al interés que ponga yo en
ese juego: cuando el juego ha sido bueno y satisfacto-
rio, me devuelve el aro cerca de los pies, reforzando el
“aquí” con la pata. De esos aros el que más le gusta es
una especie de triángulo y yo tengo una teoría: percibe
mejor lo angular; de chico exploraba mucho las juntu-
ras de las paredes, en la zona del ángulo.
Si lo beso y lo acaricio cuando no tiene ganas, se sa-
cude como los chicos que se limpian los besos, pero
cuando le doy un beso muy sentido, no tiene más re-
medio que aceptarlo y no se resiste. Tiene absoluto
control sobre el efecto de sus uñas y dosifica sus ara-
ñazos: si está un poco molesto, las saca apenas, si la
molestia va in crescendo, no las saca todavía de plano,
lanza una advertencia: produce con ellas una sen-
sación un poco molesta, parecida a la del pinchazo de
la inyección que ponen para la anestesia general: un
calor entre picante y pinchante, como el pincho de una
tela caliente y rugosa. Es peligroso acercarle la cabeza
y dejar que roce el pelo porque tiende a investigar la
consistencia del cuero cabelludo, debe creer que ahí
hay un nido de tarántulas.
Cuando está muy generoso y a gusto —para él es lo
mismo— me permite jugar con la punta de la cola: me
da golpecitos a intervalos regulares sobre la palma de
la mano. Salvo que odia el viento, detesta la lluvia y se
aterroriza ante el granizo, en relación a lo que se le
puede o no hacer, no hay reglas fijas: se le puede tocar
la cola y los bigotes en ciertas circunstancias. No se lo
puede acariciar mientras graniza, porque como es un
animal, su terror es sagrado. Tal vez toda la inteligen-
cia humana no haya sido más que vencer el terror; to-
das las fórmulas de cortesía —qué tal, cómo le va—
sólo sean fórmulas para aventar el terror que nos pro-
duce otro ser humano. Pero a diferencia de nosotros,
que cuando aprendemos algo nuevo nos sentimos lle-
nos de estímulos y vitalidad, si él aprende un juego
nuevo más difícil, no lo repite: una vez aprendió un jue-
go difícil y huyó aterrorizado.
Huele y se regodea con el cuero y la lana de la cami-
seta que, como diría Platón, participan de la animali-
dad, y rechaza los simulacros de gato y perro de por-
celana. Cuando se rasca las uñas en la madera y en la
paja no es sólo por necesidad, es también un ritual. Lo
hace siempre que tardo mucho en volver y ahí querría
decir: “Gracias a Dios”. También se rasca las uñas
cuando paso de una actitud sedentaria a otra más mo-
vida: ahí indica el pasaje de un tiempo a otro. Cortarle
las uñas significa impedirle imaginar los tiempos. Sabe
entonces lo que es “aquí”, cuando afirma con la pata
los objetos, y sabe también “nosotros”. Cuando se va
la visita también se rasca las uñas en alguna parte co-
mo diciendo: “Por fin solos” o “Por fin un poco de tran-
quilidad”.
Yo invito a unos amigos que tienen nenas. Las nenas
juegan en el cerramiento de atrás. Mientras nosotros
hablamos del Mercosur, de que se compraron una
computadora o de que es inadmisible que alguien haga
esto o aquello, el gato se va a ver lo que hacen las ne-
nas: ellas cambian todo el lugar en dos minutos: llenan
la mesa de fichitas que caen, cambian de lugar las ma-
cetas para el juego de visitas y siempre establecen un
nuevo orden con los objetos. Yo voy al cerramiento lle-
na de satisfacción para investigar el nuevo orden y el
gato está exclusivamente cerca de ellas, lleno de fasci-
nación y terror, no pudiendo creer toda la osadía que
ve, como les pasaba a los espectadores de la tragedia
griega ante la transgresión del héroe.
Sabe que espero visita porque acomodo las sillas,
pongo el mantel y las copas, doy vueltas, miro la hora,
y cuando la mesa está puesta se sienta arriba del man-
tel a esperar. A él no le importa si suena el teléfono,
pero si oye el portero eléctrico, se baja del mantel has-
ta la puerta para ver quién viene y saca la cabeza co-
mo una vecina chusma. Sabe también cuándo termina
la visita antes que yo: cuando se produce un silencio
en la conversación, en ese estarse despidiendo, en
ese “¿me quedo un ratito más o me voy?”, él ya está
despierto y sentado cerca de la puerta como despidien-
do.
Cuando vienen unas amigas para tomar sol, mien-
tras hablamos de la gente conocida: que si él, que si
ella, que si es maduro, que está verde, que si no era,
que se habrán separado, él da vueltas al sol junto a no-
sotras: toma sol y da vueltas para arriba y para abajo,
como un pollo que se está rostizando.
Mira a algunas personas con cara de pronóstico re-
servado: seguía muchísimo con la mirada a una chica
de la limpieza que era casi profesora de Historia y ex-
monja. A ella se le caían todas las cosas a cada rato,
se apartaba y cantaba bajito pero con una voz muy ra-
ra, estaba como ajena y aparte. El gato la seguía de
habitación en habitación observando todo lo que hacía,
con las patas y la cabeza bien afirmadas al suelo y con
el culo levantado. Quizá esperara algún hecho fasci-
nante y novedoso de ella o no lo dejaba tranquilo el
modo de ella de moverse por la casa. De repente, des-
pués del canto de la chica —inquietante, en verdad—
sentí un grito desgarrador y creí que ella estaba por
morirse o algo así —a esa chica le podía pasar cual-
quier cosa— y gritó porque sin que ella se diera cuen-
ta, el gato se le había subido al hombro, como si fuera
una lechuza. Porque él tiene relaciones distintas con
las personas: cuando viene Clara para hacer planillas,
las despliega a todas en el suelo para ver simultánea-
mente distintos datos. Él no se asusta por dos cosas:
Clara ostenta un dominio eficiente del espacio y coloca
las planillas en un movimiento rasante sobre el suelo,
no hace un revoleo al azar. Él se pone a prudente dis-
tancia para observar sus seguros movimientos y pare-
ce otro gato, un señorito tímido y educado; eso sí, sin
que ella se dé cuenta, le huele con prudencia los zapa-
tos. Cuando el gato era chico, vino un exnovio con el
que estábamos hablando amigablemente sobre la si-
tuación política, se le acercó rápida y decididamente,
como enfrentándolo y advirtiéndole, sin agresión, aun-
que se puso de frente a él, cara a cara. En esa adver-
tencia le quería decir: “El novio de ella ahora soy yo”.
Mi exnovio se rio del gesto y yo también: nadie hizo
ningún comentario porque se entendió todo.
El hombre debe ser para él un animal más grande
que lo alimenta, lo acompaña y lo abandona. Por eso
se pasa la vida estudiando mis hábitos: sabe por la bol-
sa si voy lejos, si voy cerca y yo sé por él cuándo estoy
desasosegada e insegura: doy vueltas por la casa, no
encuentro lo que busco, no sé si salir o quedarme.
Cuando doy muchas vueltas y él me ha seguido, final-
mente me da una patadita que quiere decir: “Terminá
con tanta vuelta que me ponés nervioso”. Y a la noche,
cuando me siento con un vaso de algo frente al televi-
sor, él puede salir tranquilo al balcón, desde donde
vuelve de tanto en tanto para controlar si todavía estoy
ahí. Si en el ínterin entra una persona que escapó a su
control —cosa rara— mira con cara de decir: “¿Cómo
sucede esto nuevo sin mi presencia?”.
Se pregunta por los arcanos, mejor dicho los investi-
ga: dentro del armario, la valija de los plomeros, la reji-
lla por donde corre el agua y mi valija de viaje. Mi valija
de viaje es arcano y fatum. ¿Qué hay más allá, qué
hay más arriba, qué hay más abajo? Destapa la rejilla
de la canaleta y mete la pata adentro. El ascensor es el
arcano mayor y es el infierno. El movimiento y el golpe
de las puertas producido por un gran viento previo a
las lluvias es para él el anuncio del fin del mundo. El fin
del mundo es el granizo y él no espera la salvación in-
ventando un mundo nuevo, pobre, la espera escondido
debajo de la cama.
Tiene un maullido distinto para cada cosa, pero uno
totalmente diferente para el extrañamiento metafísico:
es largo, quebrado y mientras mira a su alrededor con
cara de desconocimiento y asombro, como si fuera la
primera vez que observa todo: es una cara y una acti-
tud que me recuerda a los ejercicios de extrañamiento
que recomendaba Stanislavski a los actores para que
vieran a su alrededor con una mirada nueva.
Cuando el tiempo está bueno, la comida rica y yo es-
toy tranquila, contadas veces me hace una caricia muy
especial y rara: pasa muy suavemente su lengua por la
palma de mi mano, una caricia que nada tiene que ver
con los lengüetazos apurados habituales. Yo interpreto
que esa caricia quiere decir: “Gracias por existir” (abar-
ca su existencia y la mía) y es similar al agradecimien-
to que hacen los conductores de programas televisivos
a sus entrevistados famosos —pero también quiere de-
cir “esta casa es un cosmos”—. La intuición de la uni-
dad del cosmos que Schopenhauer atribuye al santo y
al genio, quienes han vencido las estratagemas de la
razón, él la tiene sin ninguna necesidad de ascetismo
ni de vencerse a sí mismo. La única diferencia está en
que si se le presentara un pajarito, abandonaría su in-
tuición cósmica y ese estado de beatitud para hacerlo
pelota desplumándolo en dos minutos.

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