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Cuento “El encuentro”


Autor Silvina Ocampo (Argentina)

Extraído del libro “Cuentos completos II” de Silvina Ocampo


Hacía calor. ¿Quién olvida ese detalle de la temperatura en una experiencia importante de
la vida?.
Era en la calle Juncal donde me estaban esperando, no muy lejos de la iglesia del Socorro.
Tenía que subir al último piso. Oprimí el botón para llamar el ascensor. No había nadie, pero
muy pronto alguien llegó. No podría decir de qué color era su traje, ni sus ojos que cambiaban
al menor movimiento de la luz como si un secreto entendimiento los uniera. Podría haber un
color más allá de lo humano en el fondo de la mirada, no en el iris, sino en la mirada. Parecía
que el ascensor no llegaba nunca, pero, cuando llegó, parecía que llegaba demasiado pronto.
Entramos casi al mismo tiempo, de modo que rocé su antebrazo con mi hombro y mi pie
izquierdo con su pie derecho.
Dijimos casi al mismo tiempo:
—¿A qué piso va?.
—Al octavo.
Saqué un papelito de mi bolsillo para consultar la dirección donde estaba anotado el piso
correspondiente. Quise encender la luz para leer el papelito. Andaba o andaba apenas, lo
poquito de luz que quedaba iba disminuyendo con el movimiento del ascensor, hasta que
quedó parado.
Me reí al decir:
—Qué horror. Un corte de luz. ¿Le da miedo?.
—Es claro —gritó. Encendió el encendedor para mirarme y no para buscar, como él decía, el
número del piso en que estábamos detenidos y que a veces está marcado en la pared,
cuando se ve la pared.
—Pensemos que es nuestra casa. ¿Qué haría usted a esta hora en su casa?.
—Me recostaría con un libro.
—¿Por qué no lo hace?.
—No tengo libro ni lugar. ¿Me considera una enana para que este sitio me sirva de cama?.
—Me parece que es de un tamaño ideal.
Me quité el abrigo y lo coloqué como almohada en el suelo. Me acosté.
—Tiene razón —le dije—. Uno puede acostarse aquí. No es tan chico el lugar como creía. ¿Y
usted qué piensa hacer?.
—Acostarme a su lado, naturalmente. No pretenda que me pase la noche de pie a su lado,
como un sereno o un guardián de plaza. Estoy cansado, créame. ¿Pero quedaremos toda la
noche encerrados aquí?. Yo me muero. Generalmente los cortes se prolongan toda la noche,
si suceden a estas horas, porque no hay lugar donde se pueda hacer reclamos. Las oficinas
cierran. Es natural, los teléfonos no comunican. ¿Puedo acostarme a su lado?.
—¿Y por qué no va a poder? No soy convencional hasta ese punto.
—A nadie diré que me acosté, puede estar segura. Ni conozco su nombre. Está claro que me
lo dirá. Si miro sus pies, soy capaz de enamorarme. Los pies son lo más sincero que
tenemos. Están tan escondidos, tan olvidados, a veces.
—Tengo las medias puestas.
—Ni me di cuenta. El color de las medias, tan igual a la piel, revela su coquetería.
—No me gusta esa palabra. Los únicos coquetos son los hombres.
—¿Usted es casada?.
—¿Qué le importa?.
—Me importa relativamente, pero parece conocer profundamente a los hombres.
—¿En qué?.
—En la familiaridad con que estuvo dispuesta a acostarse a mi lado. Una mujer que no es
casada no aceptaría mi proposición. Por lo menos se resistiría.
—¿En qué época vive usted?.
—En la nuestra.
—No lo parece o, por lo menos, no ha vivido entre gente civilizada o animales domesticados.
—Soy un animal domesticado. Este ascensor me parece una jaula. Permite la naturalidad de
cualquier acto.
—¿Por ejemplo?.
—El acto sexual, sin mayores alternativas. Acostémonos, de este modo, mañana estaremos
listos para cualquier otro trabajo.
—¿Esto es un trabajo para usted?.
—Es muy posible. Todo es un trabajo. Así me enseñaron desde que nací. Ahora me acuerdo
de tantos trabajas inútiles que hice.
—¿Para qué? Hay veces en que uno cumple con un deber sin proponérselo.
—Se equivoca. Usted es una mujer petulante.
—¿Cómo lo sabe?.
—Estoy mirando su mano. Se dedica a la quiromancia.
—Claro que sí. ¿Quién no adivina el carácter por las manos?.
—Yo. Yo adivino por la boca, por el pelo, por la voz.
—Está bien. Pero ya verá que es mejor guiarse por las manos, en la noche.
—La noche. Es tan larga la noche.
—Es cierto. Además, quien nos dice que no durará toda la vida esta situación.
—Todo es posible. Yo siempre lo he pensado, depende de un hilito para que algo cambie o
sea lo mismo. Bueno, me acostaré si me lo permite.
—No es mi cama. No tenga esos protocolos simplemente para acostarse.
—No sabe usted si es simplemente por acostarme que tengo tantas amabilidades con usted.
Mis intenciones podrían ser muy distintas.
—¿Le molesta mi abrigo o quiere cubrirse con él?.
—Todavía no tengo frío.
—Yo tampoco, ni en los pies.
—Tiene los pies desnudos. Me da frío. Duérmase.
—Sí, me duermo.
—Le contaré todo lo que me sucedió.
—Cuénteme. Lo escucho. Pondré mi cabeza sobre su hombro.
—Yo pondré mis manos sobre sus pies.
—Por favor. Prefiero sobre mi corazón. No tengo tictac. Tengo un corazón de cuarzo.
—¿Está segura?.
—Segurísima.
—Un reloj sin tictac me espanta.
—Hay que acostumbrarse a todo.
—A todo se acostumbra uno.
—Voy a desvestirme para no arrugarme el vestido.
—¿Quiere que la ayude?.
—De ninguna manera. Es muy simple. La falda no importa. Me acostaré con facilidad,
aunque este reducto es muy incómodo, por lo estrecho.
—¿Qué le molesta?.
—Una persona que me mira mientras me desvisto. Es muy absurdo, pero es verdad, me
molesta.
—No sé de qué hablarle, ayúdeme.
—No podemos quedar en silencio.
—Claro que no, pero para algo son las palabras. Es absurdo.
FIN

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