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Influjo cultural de la experiencia

mística carmelitana
SAVERIO CANNISTRÀ, OCD
(Florencia)

PREÁMBULO

Puntualización del tema

La amplitud y formulación más bien vaga del tema que se me


ha propuesto me obliga a una interpretación que lo precise y así me
haga posible algún desarrollo. En las notas que acompañan al pro-
grama del seminario está escrito que su intento es responder a la
siguiente pregunta: ¿Qué tiene que decir la mística carmelitano-
teresiana en el actual panorama histórico-cultural? ¿Cómo se coloca
esta experiencia en el actual areópago teológico y cultural? A la luz
de estas preguntas, en cuya base se percibe un interés eminente
pedagógico y pastoral, entendería mi contribución en estos térmi-
nos: ¿qué relevancia puede tener en el actual contexto cultural la
experiencia de Dios testimoniada por la tradición carmelitano-tere-
siana? Con esto expreso dos opciones: en primer lugar, me refiero
exclusivamente a la actualidad, y más precisamente al actual con-
texto europeo-occidental; en segundo lugar, no me detengo tanto en
el influjo que el Carmelo teresiano ejerció en el pasado en la cultura
y en la espiritualidad europea 1 cuanto adelanto hipótesis sobre po-
1
Sobre este aspecto, se puede ver, entre otras, la contribución de PACHO,
E., «La mistica carmelitana paradigma referenziale della mistica cristiana», en
AA. VV., Sentieri illuminati dallo Spirito. Atti del Congresso internazionale di

REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 66 (2007), 463-477


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tencialidades que se abren para el futuro, esto es, sobre la contribu-


ción que el Carmelo teresiano puede ofrecer a la comprensión y
expresión de sí del hombre del siglo XXI. En efecto, me parece
entender que el objetivo principal de este seminario es releer la
tradición mística carmelitano-teresiana de modo que surja su capa-
cidad de respuesta a los interrogantes del hombre de hoy. Este plan-
teamiento diferencia, por otra parte, al actual seminario del anterior
Congreso Internacional de 2003, cuyo objetivo era más bien el de
contribuir al esclarecimiento del concepto de mística afrontándolo
en perspectiva teórica, histórica y comparativa.

Cultura europea y mística carmelitana

Sería necesario, asimismo, otro preámbulo para identificar las


dos realidades puestas en comparación, esto es, el actual contexto
cultural europeo y la mística carmelitana. También en este caso se
trata de llevar a cabo alguna elección, de ponerse en una determi-
nada perspectiva, de la que escoger los fenómenos, sabiendo bien
que existen muchos otros ángulos posibles. Ciertamente existe un
fenómeno que se llama «hombre europeo del siglo XXI», aunque
sea una desesperada empresa definirlo enumerando una serie de sus
rasgos característicos, sea tanto a causa de la extrema complejidad
del fenómeno, como por su «liquidez» 2 —por usar un término hoy
de moda— esto es, por su resistencia a definirse de forma estable
y, como tal, vinculante.
A este hombre, que se caracteriza por su complejidad y proble-
mática, la experiencia cristiana no se le puede proponer como un
rígido aparato de dogmas y normas morales. Sería como verter
contenidos pesados en un contenedor extremadamente frágil o hasta
inconsistente. Antes de enunciar normas morales, es necesario re-
construir una experiencia moral; antes de presentar caminos espiri-
tuales, es necesario redescubrir un sujeto espiritual. Pero precisa-

mistica - Abbazia di Münsterschwarzach, Edizioni OCD, Roma, 2006, pp. 219-


242.
2
Me refiero obviamente a los escritos del sociólogo BAUMAN, Z., Vida
líquida, Modernidad líquida, Amor líquido.
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mente por esto a mí me parece bien que la experiencia mística


carmelitano-teresiana ofrezca no pocos puntos de enganche al hom-
bre de hoy, con motivo de su misma génesis. En el siglo XVI la
reacción tridentina y post-tridentina a la insistencia sobre la fides
qua y sobre la importancia de la experiencia típica de la Reforma
protestante, corría el riesgo de aprisionar el catolicismo en un rígido
objetivismo dogmático y moral, en el que no había espacio alguno
para el sujeto. Teresa de Jesús y Juan de la Cruz desempeñaron la
función de contrapeso a semejante planteamiento, devolviendo su
valor a lo que sucede en la libre relación de Dios y del hombre. Mi
hipótesis es que también hoy es esto lo que el Carmelo ha de decir
a la cultura y al catolicismo de nuestro tiempo, con la diferencia de
que hoy el sujeto no está amenazado por un exceso de objetivismo,
sino a lo contrario por un exceso de subjetivismo, en el que el sujeto
mismo se fragmenta y llega a ser evanescente.
Expondré esta hipótesis articulándola en tres tesis, correspon-
dientes a los tres doctores carmelitas que tomo en consideración.
Las tres tesis pueden también componerse dialécticamente como un
proceso de tesis-antítesis-síntesis. Las enuncio para luego desarro-
llarlas brevemente:
1. Dios no es como te lo imaginas: es «humano» (Teresa de
Jesús).
2. El hombre no es como te lo imaginas: es «divino» (Juan
de la Cruz).
3. La relación entre Dios y el hombre no es como te la
imaginas (Teresa del Niño Jesús).

1. DIOS NO ES COMO TE LO IMAGINAS: ES «HUMANO»


(TERESA DE JESÚS)

Estamos hartos de declaraciones sobre la alteridad de Dios, sobre


su inaccesibilidad, inefabilidad y cosas semejantes. Dios como mis-
terio impenetrable e inalcanzable es un tópos de nuestra cultura
postcristiana. No se pueden negar buenas razones filosóficas a esta
presentación apofática de Dios, que tiene, entre otras cosas, el indis-
cutible mérito político de abrirse a la tolerancia religiosa. Y, sin
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embargo, un Dios así otro y distinto, no es un Dios con quien se


pueda hablar y de quien se pueda uno sentir amado. Puede ser una
simple proyección de lo finito en un infinito imaginario. El Dios
como se lo imagina el hombre es ciertamente el Otro, el Incondicio-
nado, lo que va más allá de toda delimitación, id quo maius cogitari
nequit. En la escuela de Wittgenstein lo místico es «aquello de lo
que no se puede hablar» y, por tanto, también «aquello de lo que se
debe callar», lo que se coloca fuera del mundo y, por tanto, fuera
del lenguaje.
Frente a esta pacífica convicción de nuestro universo cultural,
adquiere un relieve extraordinario la afirmación en sentido contrario
de Teresa de Jesús: Dios no está más allá de toda forma y de toda
determinación, ni uno se acerca más a Dios cuanto más se abando-
nen las imágenes y las representaciones mundanas. La experiencia
mística de Teresa expresa con fuerza que a Dios se le puede encon-
trar con un rostro humano, con un nombre, en una relación interper-
sonal, donde entre Dios y el hombre hay en común precisamente el
ser persona, el poderse tratarse recíprocamente de «tú» 3.
Son conocidos los importantes argumentos que Teresa aporta en
justificación de esta tesis suya. El primero es genuinamente evangé-
lico: Jesús mismo se presentó como la revelación del Padre; por
tanto, no tiene sentido pretender ir a Dios alejándose de la humani-
dad de Jesús, en la que Dios mismo está presente personalmente 4.
El segundo tiene que ver con la visión de la relación Dios-hombre;
no somos nosotros quienes vamos a Dios, sino que es Dios quien ha
venido a nosotros y viene continuamente: Pretender levantar el es-
píritu independientemente de Dios 5, esconde, según Teresa, un prin-
cipio de soberbia 6, que es impedimento a la auténtica experiencia de
Dios. Al hombre se le ha concedido más bien acoger las gracias de
Dios «tan ganoso de hacer mercedes» 7, y esto sucede tanto más
fácilmente cuanto más humilde se es: «Lo que yo he entendido es
que todo este cimiento de la oración va fundado en humildad, y que,
3
Cf. Vida 22; Moradas, 6M 7, 5-15.
4
Cf. Moradas, 6M 7, 6.
5
Cf. Vida 22, 9.
6
Cf. Vida 22, 5.
7
Meditaciones sobre los Cantares 6, 12.
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mientras más se abaja el alma en la oración, más las sube Dios. No


me recuerdo haberme hecho merced muy señalada, de las que ade-
lante diré, que no sea deshecha de verme tan ruin» 8. Un tercer
motivo es de naturaleza antropológica: «Nosotros no somos ángeles,
sino tenemos cuerpo; querernos hacer ángeles estando en la tierra (y
tan en la tierra como yo estaba) es desatino» 9. Nuestra humanidad
corpórea, creada por Dios mismo, no puede ser obstáculo a la co-
munión con él. Dios ha venido a nuestra condición humana, como
lo prueba la historia de la salvación y la economía sacramental de
la Iglesia. Por tanto, es como hombres como debemos buscar a
Dios, sin rechazar nada de nuestra humanidad.
Sostengo que estos tres argumentos se mantienen como puntos
firmes de la experiencia de Dios testimoniada por el Carmelo teresia-
no y que a ellos hay que volver constantemente corrigiendo posibles
desvíos. Teresa se adentra en un filón anti-gnóstico, que recorre la
historia de la Iglesia desde Juan evangelista a Ireneo, a Francisco de
Asís, por poner sólo algún nombre. Dios ciertamente no es parte del
mundo, sino que es un modo de estar en el mundo y en la carne, que
permite percibir la cercanía de Dios. La oración teresiana puede ser
vista como el fenómeno en el que se hace visible esta modalidad de
estar-en-el-mundo. Lo que caracteriza la oración teresiana no es la
elevación a Dios por parte del hombre, sino al contrario, tomar con-
ciencia de la cercanía y de la amistad de Dios, «con quien sabemos
nos ama» 10. De cualquier modo ésa es la representación del anuncio
mismo de Jesús sobre la cercanía del Reino de Dios: Convertíos, es
decir, cambiad la dirección de la mirada y tomad conciencia de que
Dios está cerca de vosotros. Esto debería comportar la toma de dis-
tancia de toda forma de esoterismo en la relación con Dios, sea de
tipo religioso, carismático o filosófico. Dios no es así: Dios no está ni
muy lejano ni muy en alto, está cercano a ti, hasta el punto de que
puedes entrecruzar su mirada («mire que le mira» 11). Para nuestros
fines, adviértase que esa experiencia de Dios si, por un lado, se pre-
senta como muy humilde y ordinaria, desnuda de los elementos atrac-
8
Vida 22, 11
9
Vida 22, 10
10
Vida 8, 5.
11
Vida 13, 22
468 SAVERIO CANNISTRÀ, OCD

tivos que tanto atraen la sensibilidad religiosa de nuestro tiempo, por


otro constituye una fuerte llamada a la reconstrucción del yo. El ser
interpelado por Dios, en efecto, despierta al hombre a su propia sin-
gularidad y lo pone en pie como persona capaz de respuesta, como yo
«responsable».

2. EL HOMBRE NO ES COMO TE LO IMAGINAS: ES «DIVINO»


(JUAN DE LA CRUZ)

Nuestra cultura, que relega a Dios a la indefinibilidad e inefa-


bilidad, tiende, por el contrario, a reducir al hombre a un fenómeno
totalmente explicable y controlable. ¿Quién o qué es el hombre?
¿Cómo definirlo? Las posiciones oscilan entre una total inmersión
del hombre en la vida biológica (en el bíos), por lo que la antropo-
logía debería desarrollarse en la forma de una etología del animal
humano, y una radical sustracción suya de la esfera biológica, que
hace del hombre una máquina pensante hasta un cierto punto repro-
ducible artificialmente (o instalable en un hardware no humano).
Entre los dos extremos, hay, obviamente, una vasta gama de posi-
ciones intermedias. Esta reducción del hombre a su dimensión físi-
co-biológica o a su actividad pensante-calculadora conduce a ani-
quilar su dimensión de persona, en la que se unifican carne y
espíritu, cuerpo y mente, pero sobre todo a negar (o al menos a
perder de vista) su característica más importante: la libertad. Al
Dios incondicionado se contrapone un hombre totalmente condicio-
nado y determinado. La misma noción de libertad va progresiva-
mente empobreciéndose. Más que de libertad en singular, nuestra
cultura habla de libertad en plural. Libertad ha llegado a ser una
noción socio-política que tiene que ver con el ejercicio de los dere-
chos del ciudadano en una sociedad democrática. Pero ser libre
debería tener un significado más radical, capaz de colocar a la per-
sona humana en un horizonte distinto del de las realidades infrahu-
manas no libres.
La Biblia expresa esta diferencia entre el hombre y el mundo
diciendo que el hombre fue creado «a imagen y semejanza de Dios».
No es el caso de insistir aquí en las diferentes interpretaciones que
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el hebraísmo y el cristianismo han dado de estas palabras del Gé-


nesis. Juan de la Cruz las cita en un pasaje crucial del Cán-
tico espiritual (39, 4), en el que lleva a cumplimiento su visión
del hombre. La meta a la que el hombre puede llegar es la plena
participación de la vida divina. Se trata de una participación amo-
rosa. Para esto tiende a superar la diferencia infinita Dios-hombre
mediante una asimilación del hombre a Dios, que no suprime el
ser hombre, ni el ser persona. El hombre no se pierde en Dios,
aun estando en Dios. Lo cual hace de cualquier modo al hom-
bre partícipe de las relaciones trinitarias. En efecto, la única posi-
bilidad de distinción dentro de la naturaleza divina es la de las
relaciones entre las personas trinitarias. La persona humana en-
tra así a formar parte del dinamismo de amor entre las personas
trinitarias. Se diviniza, pero deberemos decir con más precisión
que se «trinitariza», en cuanto la transformación no sucede a
nivel de la naturaleza (naturaleza humana y naturaleza divina se
mantienen, en efecto, distintas), sino a nivel de la persona. El aspi-
rar del alma, según expresión de Juan de la Cruz 12, no es otra cosa
que el ingreso del alma en el círculo «pericorético» de la vida tri-
nitaria, en la que las personas viven una perfecta unidad, incluso en
la distinción, inhabitándose recíprocamente, Pero ¿cómo puede ser
capaz el hombre de esta elevación sublime? Juan encuentra en la
creación «a imagen y semejanza de Dios» la huella originaria de
este destino:
«Y no hay que tener por imposible que el alma pueda una
cosa tan alta, que el alma aspire en Dios, como Dios aspira en
ella, por modo participado. Porque, dado que Dios le haga
merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se
hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es
que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y
amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad jun-
tamente con ella como la misma Trinidad? Pero por modo
comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma;
12
«El alma, unida y transformada en Dios, aspira en Dios a Dios la misma
aspiración divina que Dios, estando ella en él transformada, aspira en sí mismo
a ella» (CB 39, 3)
470 SAVERIO CANNISTRÀ, OCD

porque esto es estar transformada en las tres personas en


potencia y sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma
a Dios; y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen
y semejanza» (Gn 1, 26-27) 13.

Precisamente la referencia al dato de la criatura nos obliga a


interpretar este texto de un modo que resulte universalmente com-
prensible. Aquí la mística llega a ser iluminación del ser y del
sentido de la vida de cada hombre. Juan de la Cruz nos dice clara-
mente que no se trata de explicar cómo esta transformación tiene
lugar en el hombre. Sin embargo, podemos demostrar en Jesucristo,
en su persona y en su vida terrena, su cumplimiento (cf. CB 39, 5).
Lo que sucedió en él ahora se puede cumplir en cada hombre, y es
esto lo que Jesús pide en la oración sacerdotal de Juan 17, texto
—como es sabido— predilecto de Juan de la Cruz.
A mi parecer, un camino para una correcta actualización de esta
experiencia de Juan de la Cruz es la de interpretarla como revela-
ción de la libertad radical del hombre. Hay dos aspectos polares de
esta libertad. El primero es el señorío sobre sí mismo: el hombre es
el ser al que no se le ha asignado un puesto fijo en el mundo, sino
que él mismo es llamado a elegir una colocación pudiendo, en base
a sus elecciones, tanto subir muy alto, como descender muy bajo. El
hombre es en este sentido dueño de sí mismo, capaz de autodeter-
minación (lo que los Padres griegos llaman autoexousion 14). El ser
persona libre lleva consigo un señorío en su ser naturaleza condicio-
nada. En el polo opuesto se coloca, por el contrario, la radical
necesidad/deseo de la relación, y más precisamente de la relación
amorosa. Dicha necesidad tiene, para Juan de la Cruz, una única
posibilidad de pleno cumplimiento, en Jesucristo y, mediante él, en
la vida trinitaria. El hombre es imagen de Dios en estos dos aspec-
tos, porque es señor de sí mismo y capaz de plasmarse a partir de
sí mismo, pero también porque sigue siendo incompleto e «insensa-
to» sin la relación con Dios. Dios vive en sí mismo en la relación
entre las personas divinas, igualmente el hombre existe en sí mismo
en la relación con Dios. La necesidad que el hombre tiene de Dios,
13
Cántico espiritual 39, 4.
14
Cf. JUAN DAMASCENO, Exposición de la fe ortodoxa, II, 27.
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y más generalmente del otro, no constituye una limitación de su


libertad o señorío, sino lo contrario, la apertura de su libertad a
las otras de las que proviene y a las que se dirige. El hombre es libre
radicalmente porque no es contenible si no es en Dios. El cierre
del hombre en sí mismo (o autosuficiencia) representa, por el con-
trario, la pérdida de la libertad. En síntesis, la libertad del hombre
se da como capacidad paradójica de realizarse a sí mismo más allá
fuera de si, de satisfacer su propio deseo al entregarse a Dios. Por
eso, esta libertad se experimenta como negación de sí, anonada-
miento, noche, mientras que en realidad mira a la satisfacción del
deseo más radical del hombre (el que explica también el uso de una
simbología intensamente erótica). En el fondo, al hombre se le ha
comunicado el mismo deseo de Dios: ser una sola cosa encontrán-
dose en el otro.
La experiencia de Juan de la Cruz tiene una fuerte potencialidad
de anuncio. Al hombre de hoy eso le recuerda que puede relativizar
sus necesidades mundanas, mientras que no puede en modo alguno
minusvalorar la necesidad de relación con el otro, y que precisa-
mente en la progresiva apertura de sí al otro, en la preparación a
acogerlo y a amarlo, descubre en qué consiste su verdadera libertad.
De nuevo una vez más volvemos al Evangelio, en su llamada a la
libertad radical, porque de poco le sirve al hombre «ganar el mundo
entero si se pierde a sí mismo», y por otra parte el único modo para
salvarse a sí mismo y perderse en favor del otro (cf. Mc 8, 35-36).

3. LA RELACIÓN ENTRE DIOS Y EL HOMBRE NO ES COMO


TE LA IMAGINAS (TERESA DEL NIÑO JESÚS)

Es bastante fácil comprobar que en la sociedad occidental, con-


trariamente a las previsiones de los años sesenta, la necesidad reli-
giosa en modo alguno ha desaparecido y ni siquiera se ha debilita-
do. Pero ¿de qué religiosidad se trata? ¿Qué clase de relación llega
a instaurarse entre Dios y el mundo, entre Dios y el hombre? El
análisis de un fenómeno tan complejo no puede agotarse con breve-
dad. Un estudioso francés, Olivier Roy, ha observado que en nuestra
sociedad post-secular y globalizada van juntos «crisis de la religión
472 SAVERIO CANNISTRÀ, OCD

y nacimiento de la religiosidad» 15. El renacimiento de actitudes re-


ligiosas no quita el dato de hecho macroscópico de que la cultura
occidental ya se ha hecho laica del todo y secularizada. La escisión
obrada entre cultura y religión hace que el retorno a la religiosidad
suceda de un modo nuevo, distinto de la tradicional pertenencia a la
institución religiosa propia de una determinada cultura. Justamente
observa O. Roy:
«Las comunidades religiosas contemporáneas ya no son
expresión de una cultura o de una sociedad. Son estructuras
construidas sobre una base individual y voluntaria. Hoy todas
las religiones se manifiestan como minorías, también cuando
son de hecho mayorías. En los EE.UU. el 80% de los ameri-
canos se define creyente practicante. Al mismo tiempo, todos
los predicadores se lamentan, tanto si son protestantes, cató-
licos o musulmanes siempre de lo mismo: “Vivimos en una
sociedad atea, materialista, pornográfica”. O ésta es una con-
tradicción, o los sacerdotes tienen razón. Y, en mi opinión,
tienen razón. De hecho, las sociedades hoy no son más reli-
giosas, ni siquiera cuando los creyentes representan la mayo-
ría en su interior. La sociedad hoy se basa sobre otras formas
de representación cultural, sobre otras modalidades de consu-
mo, normas, valores, formas económicas, etc. Así la pregunta:
“¿Qué es la religión?”, se transforma hoy en una pregunta
relativa a la comunidad religiosa. Sin embargo, como hemos
visto, esta comunidad religiosa no posee ya un fundamento
cultural y pierde igualmente de modo progresivo su propia
base territorial. En consecuencia, hoy vivimos una fase de
formación de comunidades “imaginarias”».

A mí me parece que hoy estamos asistiendo a un fenómeno


inquietante: la plasmación de un «reino» religioso que asume con-
tornos definidos y consistencia tangible, constituyéndose como al-

15
ROY, O., «Crisi della religione, rinascita della religiositá», en K. MICHAL-
SKI-N. ZU FÜRSTENBERG (edd.), Europa laica e puzzle religioso. Dieci risposte su
quel che tiene insieme l’Unione, Libri di Reset/Marsilio, Venezia, 2005 (el
artículo se puede consultar también en el sitio web: www.eurozine.com).
INFLUJO CULTURAL DE LA EXPERIENCIA MÍSTICA CARMELITANA 473

ternativa al mundo real, al mundo de todos. Es diferente al reino de


Dios escatológico, y es también distinto al mundo histórico, a la
sociedad y a la cultura, en las que las instituciones religiosas tradi-
cionalmente se insertaban. Es literalmente una «u-topía» y una «u-
cronía». Un no-lugar y no-tiempo, a los que se remite la sensatez y
la solidez de una realidad insosteniblemente ligera. En el origen de
esta dinámica está la pérdida de valor del mundo, que —privado de
su «encanto»— refleja sólo la imagen del hombre que lo indaga
científicamente y explora tecnológicamente. En una situación de
hecho «nihilista» las alternativas son dos: o se afronta la tarea de
devolver sentido al mundo en el que vivimos, buscando asimilar su
complejidad y repensar en ella la fe en Dios, o se busca la evasión
en «otro» mundo, pero en realidad producto de las dinámicas histó-
ricas de las que se querría escapar.
Es interesante observar la congruencia entre la edificación de
este mundo religioso y la lógica sacrificial 16. El sacrificio de sí (del
entendimiento, de dimensiones vitales de la existencia, de la liber-
tad y también de la vida física) alimenta, da vida, hace concreta y
da visibilidad a la construcción religiosa. La utopía religiosa ad-
quiere forma en la carne religiosa de los adeptos, cuyo sacrificio
resulta de esta forma esencial a la supervivencia del edificio. El
empeño de diferenciación del mundo y de sus costumbres, de su
mentalidad como de su lenguaje, y la obediencia a una rígida nor-
mativa doctrinal, moral, cultual adquieren una importancia determi-
nante tanto como regla de vida, tanto como criterio de juicio. El
sacrificio, que, sustrayendo al hombre del mundo, lo «santifica», se
presenta así como la afirmación de un apocalíptico fiat religio et
pereat mundus.
Teresa del Niño Jesús, con su experiencia mística, pasó por esta
problemática, en su tiempo apenas emergente, y le dio una respuesta
que, hoy más que nunca, demuestra su autenticidad cristiana y va-
lidez histórica. Teresa vive en un período en el que las tradicionales
relaciones entre fe y cultura y entre Iglesia y mundo presentan ya

16
Sobre la lógica sacrificial, contrapuesta a la lógica evangélica de la mi-
sericordia, cf. MANCINI, R., «Dal sacrificio alla misericordia: la parola inaudita
di Gesú», en Parola Spirito e Vita, 54 (julio-diciembre 2006), pp. 239-257.
474 SAVERIO CANNISTRÀ, OCD

las señales de la crisis que experimentamos aún hoy, a pesar del


nuevo planteamiento introducido por el Vaticano II. Puede parecer
raro que una monja de clausura muy joven, habitante de una peque-
ña ciudad de provincia, pueda con tanta agudeza y dramaticidad
colocarse en el corazón del problema y hasta indicar una vía de
salida. Es precisamente el caso de decir que «Dios ha elegido lo que
en el mundo es débil y necio» para manifestar su sabiduría y su
fuerza (cf. 1Cor 1, 27-28). Por eso no tendría dudas en definir como
«mística» la sabiduría de Teresa del Niño Jesús, pero sobre todo en
definirla como «profética», porque en ella se expresa una interpre-
tación de la historia a la luz de la palabra y de la presencia de Dios
profundamente interiorizada.
Es significativa la insistencia de Teresa en su necesidad de
«verdad» hasta los últimos instantes, cuando repensando en toda su
vida, exclama: «Sí, me parece que siempre he buscado la verdad» 17.
Esta búsqueda fue para ella particularmente costosa, pero tam-
bién necesaria, porque los discursos que escuchaba, la atmósfera
espiritual que la rodeaba, las prácticas de piedad que la enseña-
ban, le provocaban una incomodidad interior, una inquietud que
generaba un continuo preguntarse. Es un estribillo de sus escritos:
pensaba, me preguntaba, he entendido, etc. Parece casi que la
contemplación para ella se ejerciese en este laboreo interior, en
afrontar una serie de cuestiones sin resolver, en cuya base está, a mi
parecer, la cuestión madre, la de la relación entre fe y cultura, o
entre verdad de la fe y verdad cultural. Teresa descubrió —por
enésima vez en la historia de la Iglesia, pero lo importante es que
lo haya descubierto precisamente para nuestro tiempo— que la
verdad del cristianismo está toda en la apertura a la relación con
Dios en Jesucristo, una relación hecha por un lado «de amor y
misericordia» y por otro de «confianza y esperanza». En la expe-
riencia confiada y esperanzada de este amor se sostiene o cae la
identidad cristiana. Por tanto, no se puede cambiar ni con una ver-
dad teórica ni con una ley moral. Al contrario, esta experiencia llega
a convertirse en el criterio sobre la base con la cual hay que juzgar

17
Últimas Conversaciones, 30 de septiembre (THÉRÈSE DE LISIEUX, Oeuvres
complètes –Derniers entretiens, Cerf-DDB, 1992).
INFLUJO CULTURAL DE LA EXPERIENCIA MÍSTICA CARMELITANA 475

toda otra verdad y norma, que pretendiese la calificación de cristia-


na. Una simplificación evangélica semejante, actúa proféticamente
en una doble dirección: por un lado, libra la verdad de la fe de una
serie de vínculos que la condicionan culturalmente; por el otro, se
abre al encuentro con cualquier hombre de cualquier cultura y pro-
cedencia.
Esto obviamente no sucede sin un dramático conflicto interior.
Teresa ya no encuentra a Dios donde todos le dicen que debería
encontrarlo, porque ya no lo encuentra en una forma «religiosa».
Teresa experimentó la ausencia de Dios, su invisibilidad, la angustia
de mirar el mundo y no encontrar en él ninguna referencia a Dios.
Ésta se le ofrece como una verdad durísima que aceptar, pero tam-
bién ni evitable, ni disfrazable fingiendo retornos al pasado. El
mundo ha cambiado: ya no se le puede mirar con los ojos de un
tiempo. Inútil esforzarse por encontrar un puesto a Dios en el mun-
do, que ya es dominio de hombre. No es el hombre el que puede
edificar una morada a Dios, es más bien Dios quien hace que el
mundo sea una morada en la que pueda vivir el hombre. Una com-
paración con la visión de D, Bonhöffer de un cristianismo no reli-
gioso sería muy interesante 18. Dios se deja excluir del mundo, por
lo que el mundo es perfectamente pensable etsi Deus non daretur,
pero al mismo tiempo Dios se coloca no en el mas allá, sino en lo
profundo del lado de acá de este mundo. «Dios está en el mas allá,
en el centro de nuestra vida» 19.
En las Últimas Conversaciones se refiere una reflexión de Te-
resa, que me parece reveladora de su actitud:
«Estaba ella mirando el cielo por la ventana de la enfer-
mería, y sor María del Sagrado Corazón le dijo: “¡Con qué
amor está mirando el cielo!”. En aquel momento estaba ella
muy fatigada y no respondió más que con una sonrisa. Más
tarde, me confió lo que había pensado:
18
No es ésta la perspectiva del estudio de DESTREMPES, S., Thérèse de
Lisieux et Dietrich Bonhoeffer: kénose et alterité, Mediaspaul – Cerf, Montréal-
Paris, 2002, que, por el contrario, se concentra en la cuestión de la justificación
por la fe.
19
BONHÖFFER, D., Resistenza e resa, Paoline, Cinisello Balsamo, 1988,
p. 351.
476 SAVERIO CANNISTRÀ, OCD

¡Ah, ella cree que yo miro el firmamento pensando en el


auténtico cielo! Pero no, todo es sencillamente porque admiro
el cielo material; el otro cada vez está más cerrado para mí.
Inmediatamente después, me dije con una gran dulzura: ¡Oh,
sí!, es cierto que miro el cielo por amor, es por amor a Dios,
pues todo lo que hago, los movimientos, las miradas, todo,
desde mi ofrenda, es por amor» 20.

Todos los elementos del drama espiritual de la modernidad es-


tán presentes en el minimalismo de esta pequeña escena monásti-
ca. El cielo ya no es Cielo, ha perdido su capacidad simbólica de
remitir a la alteridad de Dios. Teresa lo mira con ojos «desencan-
tados» y, si embargo, con amor. El amor se dirige a una reali-
dad terrena, la fe de Teresa es «la fe que ama la tierra», para usar
una expresión de K. Rahner. Teresa hace referencia a su acto de
ofrenda al amor misericordioso, que constituye un punto de cam-
bio en su itinerario espiritual. Utilizando el modelo característico
de la espiritualidad sacrificial, Teresa lo transforma radicalmente,
cambiándolo en su contrario. Lo que Teresa ofrece a Dios es a sí
misma como recipiente vacío, que pide ser llenado por «los raudales
de ternura infinita encerrados» en Dios. El movimiento es descen-
dente, no ascendente. El vacío, la nada que Teresa experimenta en
sí y a su alrededor cambia de sentido: de desierto desesperante y
sofocante de modo imprevisto y abiertamente se convierte en aco-
gida del amor que Dios quiere derramar en el hombre. Así se puede
volver a vivir, renovando en cada instante esta invocación, esta
ofrenda del corazón vacío para dejar que se llene de la misericordia
de Dios.

4. CONCLUSIÓN

Soy conciente de haber aludido solamente a cuestiones muy


importantes, que cada una pediría una prolongada y profunda re-
flexión. Espero que el recorrido esbozado pueda servir para suscitar
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Últimas Conversaciones, l.c., 8 de agosto.
INFLUJO CULTURAL DE LA EXPERIENCIA MÍSTICA CARMELITANA 477

un debate, del que espero valiosos comentarios, aportaciones y co-


rrecciones.
Querría concluir con una sencilla observación de carácter gene-
ral. Lo que puede influir en la cultura de cada generación es sólo el
Evangelio, la Palabra de Dios, que es el mismo «ayer, hoy y siem-
pre». La experiencia mística carmelitana, como cualquier otra expe-
riencia y carisma en la Iglesia, en tanto es auténticamente mística,
en cuanto es experiencia renovada del Evangelio. Por tanto, estoy
firmemente convencido de que una eficaz actualización de nuestra
herencia espiritual es posible sólo a través de una relectura capaz de
reconducirla a la verdad evangélica originaria, de la que se deriva
y a la que continuamente remite.

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