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ITINERARIO DE DIOS

TEODICEA

Xabier Pikaza
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CONTENIDO

Prólogo

I. DIOS, EL DESPERTAR HUMANO

1. Teodicea, defensa de Dios


2. Cuando el hombre despierta, lo numinoso
3. Dos modelos: Madre, padre
4. Tres espacios: Mundo, intimidad, historia

II. A FAVOR Y EN CONTRA, ARGUMENTOS DE DIOS

5. Primer motor. Tomás de Aquino


6. Sumo pensamiento. San Anselmo
7. Postulado de la voluntad. Kant
8. Primer sentimiento. Schleiermacher
9. Espíritu absoluto. Hegel
10. Proyección humana, opio del pueblo. Feuerbach y Marx
11. Una etapa pasada de la historia. A. Comte
12. Ser hombre, encrucijada de Dios. Nietzsche y Freud

III. SER HOMBRE, PRUEBA DE DIOS

13. Prueba de humanidad: en él vivimos, nos movemos y somos


14. Prueba de amor: nos busca y le busquemos
15. Prueba de acción: premoción y concurso
16. Prueba de libertad: dependencia e independencia
17. Prueba de historia: esperanza y fuente de liberación
18. Prueba de comunicación: el camino de la palabra

IV. SER DIOS, PARADOJA DEL HOMBRE

19. Infinito y aseidad: nadie le conoce y es el más conocido


20. Naturaleza y cultura: nos concibe y le concebimos
21. Tierra y simiente: nos engendra y le engendramos
22. Tradición y revelación: nos dice y le decimos
23. Trascendencia e inmanencia: nos contiene y le contenemos
24. Conclusión, camino abierto. La idolatría económica
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PRÓLOGO

Sobre un mundo al parecer regido por leyes de violencia, con mucho mal e inmenso sufrimiento,
miles de hombres y mujeres gritan cada día: ¿Dónde estás, oh Dios? ¿Por qué nos has abandonado? (Sal 42;
Mc 15, 35). Muchas veces me han hecho, y yo me he hecho, esas preguntas y normalmente he confesado que
no puedo demostrar que Dios existe, porque él nos sobrepasa y porque es grande el mal que nos hacemos unos
a los otros, empeñando así nuestra visión de la verdad.
No puedo demostrar que existe y, sin embargo, estoy seguro de que está más cerca de mí que mi
propia vida. Nunca le he encontrado cara a cara y, sin embargo, sé que todo lo que pienso, lo que siento y lo
que hago es un milagro de su amor. Sé también que él es mi verdad más honda, el origen, el camino y la
esperanza de mi vida, pues en él vivimos, nos movemos y existimos, como iré mostrando en este libro en que
expongo las razones que me llevan a confesar su existencia, como fuente de gozo y apuesta a favor de la vida,
en un mundo de dolor y de violencia.

No cuento con ninguna razón milagrosa (extraordinaria), pero puedo ofrecer muchas razones más
humildes aunque quizá más importantes, pues mi vida de estudio y trabajo me ha puesto en un lugar
providencial para hablar de Dios. Yo me había preparado largos años en Exégesis de textos de la Biblia, y eso
quise enseñar en Salamanca, pero los rectores de la Universidad me ofrecieron el Tratado de Dios (1973), y
así tuve que dedicarme año tras año al estudio de Dios, para seguir enseñando esa materia con cierta dignidad,
por más de tres decenios (hasta el 2003).
Fui afortunado pues pude aprender muchas cosas sobre Dios en la Facultad de Teología de la Iglesia
de España, en contacto inmediato con cientos de alumnos y compañeros, llegando a tener cierta destreza en las
cuestiones que parecían más candentes, al menos en sentido académico. El mismo oficio me obligó a escribir
algunos libros de carácter docto para la docencia, pero no tuve ocasión de redactar una visión de conjunto con
los contenidos principales de la asignatura, centrada siempre en Dios, en clave de filosofía (Teodicea), pero
también de teología (Trinidad) y en perspectiva de vida interior (Espiritualidad).
Muchos años trabajé pues esos temas, pero no quise o no pude responder de una manera organizada y
con cierto detalle a la pregunta del salmista: «¿Dónde está tu Dios?». Sólo ahora, jubilado ya y sin el apremio
de la lección de cada día, he decidido elaborar el tema, recreando reflexiones y enseñanzas, con nuevas
palabras, maduradas por el tiempo, en cada uno de los campos de mi rumbo docente (Teodicea, Trinidad,
Espiritualidad), y así ofrezco mi trabajo por si hay otros que quieran retomar el camino y avanzar por este
Itinerario, para conocer mejor aquello que decimos cuando hablamos de Dios, para pensar y creer, para orar y
amar, aceptando y recreando, o matizando y rechazando esta visión que ofrezco de Dios y de su historia según
la religión cristiana.

‒ Este libro, titulado Teodicea, esto es, defensa de Dios, será el primero de un Itinerario, con temas y experiencias de mi
vida y de la vida y pensamiento de muchos que se han ocupado en otras perspectivas de este tema. Lo he compuesto y
redactado en una clave más filosófica, como un «tratado a lo divino», a partir de aportaciones y problemas que ha
planteado su ausencia y su presencia, en especial en los últimos siglos de la historia de occidente.
Empezaré evocando a Dios como aquel que se encuentra en la línea de salida de nuestro itinerario personal
(humano), para detenerme después y exponer los argumentos principales a favor o en contra de su existencia. En ese
contexto he querido mostrar que la mejor prueba (¡no demostración!) de Dios es la misma vida humana, vinculando así la
teodicea con la antropo-dicea (o defensa del hombre), pues nosotros, seres humanos, somos el problema de Dios, su
interrogación y su riqueza (y Dios es nuestro principio y misterio).

‒ El segundo libro se titulará Trinidad, e intentará mostrar la experiencia específicamente cristiana de Dios, tal como
aparece en la historia de la revelación (Biblia y tradiciones) y en la vida de la Iglesia, vinculando el Dios en sí (Trinidad
Inmanente) con el Dios liberador de la historia de la salvación (Trinidad económica). Más que teoría de libro ofreceré un
testimonio de fe, un comentario del Credo, en clave simbólica y de experiencia, vinculando a Dios Padre con Jesús, su
Hijo, en el Espíritu Santo, tal como confiesan los credos cristianos. En ese contexto, pienso que ese nuevo libro será una
respuesta a los problemas planteados por éste, pues la mejor Teodicea es la Trinidad cristiana, es decir la respuesta de
Dios que ha querido compartir su vida con los hombres.
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Éste será un libro de «descargo de conciencia» y testimonio, una aclaración que vengo preparando desde el año
1984, cuando interrumpí por vez primera la enseñanza académica, para precisar los rasgos principales de la Confesión de
Fe de la Iglesia, centrada en el misterio trinitario. No he resuelto los problemas planteados en torno al Dios-Trinidad,
pero puedo ofrecer una visión de conjunto de la confesión y vida de la Iglesia cuando afirma y confiesa que Dios es
Padre, es Hijo y es Espíritu Santo.

‒ El tercero se llamará Espiritualidad, pasando así, como es usual, de la norma de fe (lex credendi) a la praxis de
alabanza personal y comunitaria, desde el compromiso de la vida cristiana (lex orandi), retomando mis lecciones antiguas
de clase y mi nueva experiencia de inserción en la comunidad cristiana de la calle. En esa línea, insistiré en la relación
que existe entre celebración litúrgica y contemplación (meditación) personal, en un mundo donde se vinculan (han de
vincularse) de forma inseparable vivencia del misterio y praxis económica y social del evangelio.
En sentido extenso, éste último volumen ofrece una Pneumatología, pues tratará del Pneuma (Espíritu de
Cristo), que inhabita en los creyentes, pero he querido darle el título más general de Espiritualidad pues son muchos los
que sienten hoy recelo ante las iglesias establecidas (y las grandes religiones con sus posibles dogmas), pero buscan
apasionadamente la experiencia del Espíritu que para nosotros, los cristianos, está vinculado a Jesús y a su proyecto de
Reino. La «defensa» de Dios se identifica a sí con su misma realidad, es decir, con su presencia acogida y compartida en
la vida de los hombres.

Éstos son los temas de la trilogía que hoy inicio y que espero concluir en breve, pues tengo los temas
ya avanzados con el paso de los años. Verá el lector que he sido y soy creyente, pero no he querido exponer
mi confesión de fe en clave de militancia agresiva, con demostraciones impositivas del misterio, ni
combatiendo a sus posibles detractores. No he querido luchar contra nadie, sino mostrar la riqueza del
itinerario de Dios, dialogando con aquellos que me han acompañado y que lo harán, Dios mediante, los años
de vida que Dios quiera concederme todavía.
Escribo desde la comunidad de la Iglesia, sin más título ni aval que la experiencia del camino
realizado, con cientos de lecturas y muchos años de docencia, aunque me atrevo a presentarme como
«Maestro en Teología», título antiguo que agradezco a mis hermanos de la Orden de la Merced, con quienes
he querido seguir siendo (promoviendo) un camino de libertad, al servicio de aquellos que hoy como antaño
se encuentran excluidos por razones de fe y oprimidos por la lucha de la vida y la injusticia, en las nuevas
circunstancias de la historia.
Desde ese fondo he presentado a Dios como Buena Nueva de esperanza y principio de libertad en este
tiempo de riquezas sobrantes y de duro sufrimiento, que golpea especialmente a los pobres y expulsados de la
buena sociedad del «dios» dominador, que sigue siendo, hoy como antaño, la Mamona que combatió Jesús de
Nazaret. Más que un Dios enigma racional, me ha importado el Dios comprometido con los hombres, para
caminar y liberar, y así me atrevo a trazar su itinerario de una forma práctica, desde una perspectiva cristiana,
en diálogo y compromiso de fe gozosa al servicio del evangelio de la vida.

Este Itinerario puede recorrerse en dos sentidos. Por un lado analiza el camino de la mente (esto es,
del hombre) que busca a su Dios hasta alcanzarle, como expuso de manera espléndida San Buenaventura, en
su Itinerarium Mentis in Deum (Itinerario de la mente a Dios, 1259). Por otro lado intenta descubrir o, mejor
dicho, entreabrir algo el camino de Dios, que se acerca a la mente y a la vida de los hombres a lo largo de la
historia, y que lo hace de un modo especial, a través de Jesucristo, según la confesión cristiana, de la que
tratará el siguiente libro (sobre la Trinidad).
Muchos afirman que estamos en un momento oscuro, que los caminos de Dios se han cerrado y que ya
no transita por ellos casi nadie, sino sólo bandidos prepotentes, pues andamos agobiados y perplejos por
cuestiones de opresión y de dinero, como sucedía en el tiempo de los jueces liberadores de la Biblia, cuando
se hallaban cerrados los senderos del monte y del valle y casi nadie se atrevía a transitarlos (cf. Jue 5, 6). Pues
bien, a pesar de ello, con la experiencia de casi medio siglo de intenso servicio a la teología y a la vida
intelectual, dentro de una Iglesia que busca y quiere acoger la Palabra, pienso que estamos en una
circunstancia buena (muy buena) para hablar de Dios, y que la economía no se riñe con la teología, sino todo
lo contrario, como indicaré estudiando la relación que existe entre la Trinidad Inmanente (que es Dios en sí) y
la Trinidad Económica (que es Dios en la vida humana), mostrando los cambios que esa relación implica en la
historia del mundo.
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Tras un largo proceso de conquista del mundo y enriquecimiento injusto de algunos, en el centro de
una intensa crisis de identidad humana y de injusticia social, Dios se ha vuelto problemático, pues no parece
estar donde pensábamos que estaba, ni resolver en primera instancia nuestras dificultades de tipo físico o
mental, moral o material, de manera que todo sucede en un plano como si él nunca hubiera existido, o como si
hubiera querido marcharse de la vida de los hombres. Pero, en otro sentido, él se encuentra más cerca que
nunca (o, al menos, tan cerca como siempre), no sólo como interrogación, sino como llamada y fuente de
existencia (de experiencia y compromiso), como cantaba Débora, la profetisa del tiempo de los Jueces (Jue 5),
y como cantó luego María, la madre de Dios, al Dios que despliega el poder de su brazo para derribar a los
potentados y elevar a los oprimidos (Lc 1, 46-55); en esa línea quiero evocar su camino entre los hombres.
En una línea, hemos superado una visión literalista de Dios, y no tenemos que andar consultándole
todo, o pidiéndole permiso a cada paso, pues nos hemos hecho responsables de aquello que somos y hacemos,
tras haber conquistado (descubierto) una libertad que él mismo nos había prometido desde el principio de la
historia, como anunciaba el libro del Éxodo. Más aún, superado un tiempo en que algunos le habían
identificado con un tipo de poder impositivo, hemos podido descubrir el aspecto más personal y gratificante
de Dios, creador de libertad.
Por no haber conocido más que a un Dios opresor muchos piensan que su edificio está cayendo a
trozos, y parecen cada día menos los que se cobijan en sus muros. Pero, en otro sentido, somos muchos más
los que sentimos un deseo grande de buscarle y encontrarle, no por necesidad, sino por gozo y placer, es decir,
por libertad, conociendo lo que somos y sabiendo que él se expresa de una forma muy profunda en nuestra
propia vida. Ciertamente, ha caído un tipo de templo de Dios, es decir, un sistema teológico (como cayó el de
Jerusalén, el 70 d.C.), pero al quedar sin ese santuario podemos descubrir y construir mejor su auténtico
templo que es la vida de los hombres, dejando así que sea el mismo Dios quien nos construya a nosotros,
viniendo a nuestro encuentro.
Por otro lado, en otro tiempo teníamos quizá menos preguntas, y además había gente especializada en
respondernos, para que no anduviéramos siempre pensando y decidiendo lo que debía ser pensado («doctores
tiene la Santa Iglesia, que sabrán responderos», decía el Catecismo). Ahora, en cambio, somos todos los que
debemos plantearlas (las tenemos planteadas de antemano) y responder a ellas por nosotros mismos, en
comunidad eclesial (si somos cristianos) o en familia, y cada uno en particular, en un mundo donde la
pregunta y la revelación de Dios se encuentran nuevamente vinculadas a los problemas centrales de la vida
(amor y justicia, hambre y violencia…), como había sucedido desde el principio de la Biblia.
Debemos responder de un modo personal, no que sean otros quienes nos impongan su respuesta, quizá
al servicio de sus intereses. No queremos descubrir y expresar la presencia de Dios en los bordes, sino en la
misma entraña de la vida, allí donde se elevan las grandes cuestiones antiguas, que siguen siendo las
modernas: «Quién soy, de dónde vengo y qué he de hacer para ser feliz; cómo puedo amar y ser amado; en
qué puedo esperar, cómo podemos y debemos comportarnos, para no destruirnos destruyendo la vida sobre el
mundo».
El cauto lector habrá advertido que esas son las famosas preguntas de Kant, con quien deberé dialogar
con frecuencia en este libro: «¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me está permitido esperar? ¿Qué es
el hombre?» (Lógica, Introducción 3). Pero Kant las planteaba de una forma más racionalista, sin apenas
fijarse en las implicaciones y consecuencias históricas y sociales del tema, ni en su aspecto más existencial,
que para mí son esenciales. Pues bien, en ese contexto se sitúa la cuestión de Dios, que no es algo
añadido a lo que somos, sino expresión y sentido y tarea de nuestra existencia.
Ésa es nuestra tarea de Dios, que está llena de gozo, y no hay nada en la vida que pueda ofrecer más
alegría que preguntarnos por Él, sabiendo que se encuentra ya presente cuando le buscamos. Pero es al mismo
tiempo una tarea trabajosa, y en ella está en juego nuestra misma existencia de seres humanos sobre el mundo,
pues se trata de saber si optamos por la vida, y si tenemos razones vitales (no puramente conceptuales) para
seguir recorriendo nuestro itinerario.
Hasta ahora habíamos marchado sobre el mundo, por tensión vital y por costumbre, conforme al
mandato de la Biblia: «Creced, multiplicaos, dominad la tierra» (Gn 1, 28). Pero hemos crecido, nos hemos
multiplicado (¡algunos dicen que demasiado!) y hemos dado mil veces la vuelta al planeta, para dominarlo
(¡algunos dicen que para destruirlo!). Hemos cumplido la tarea que Dios nos puso en la Biblia, pero ahora
(año 2013) nos hallamos enfrentados ante un duro destino de vida y de riesgo de muerte, pues si no
aprendemos a vivir de otra manera (en gratuidad y amor mutuo) podemos terminar destruyéndonos todos,
sumidos por el agujero negó de la inhumanidad.
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Nos encontramos pues ante una encrucijada, que la misma Biblia había previsto al poner su letrero en
el camino: «Hoy pongo ante ti la vida y la muerte, el bien y el mal, escoge bien y vivirás, pues de lo contrario
acabarás cayendo en manos de tu misma muerte» (cf. Dt 30, 15-16). Así lo había ratificado la segunda página
del Libro, al plantar ante nosotros el árbol del conocimiento (para saber quiénes somos) y el árbol de la vida y
de la muerte (para optar por la vida o suicidarnos; cf. Gn 2).
Aquella no era una elección espiritualista (referida sólo al alma), sino una opción vital de la que
dependía y depende nuestra existencia. Sólo ahora sabemos lo que aquella elección significaba, pues nos
hallamos ante el riesgo de un gran suicidio individual y colectivo, de manera que, si no logramos asumir
nuestra tarea y realizar la buena opción, podemos acabar errando sin sentido, en un mundo sin luces ni señales
de futuro, para dejarnos morir o destruirnos unos a los otros en guerra sin fin, bajo el poder de una Bomba que
aniquila toda forma de existencia.
Vivir sin más (vivir por costumbre, dejarnos llevar) se ha vuelto insuficiente para mantenernos en la
tierra, tras haberla rodeado mil veces, para volver a encontrarnos otra vez y con riesgo más grande ante los
mismos problemas de ansiedad, deseo de poder y lucha a muerte de unos contra otros. Ha llegado el momento
de una decisión más honda, y sólo podremos tener un futuro y morar sobre el mundo si sabemos que la Vida
merece la pena, no sólo en un plano intelectual, sino también moral, personal y social. De esa forma hemos
vuelto, como por un rodeo, al tema de Dios, que se encuentra vinculado al sentido y tarea de la vida, en un
mundo donde muchos afirman que él se encuentra ausente.
En otro tiempo parecía que Él estaba siempre a mano, respondiendo de inmediato a nuestras voces.
Pues bien, ahora debemos resolver las cuestiones inmediatas por nosotros mismos, como un niño perdido en el
bosque, que no puede ya gritar para que venga un hada buena, y le saque del barro o barranco donde se ha
metido, pues nadie de fuera podrá responderle. Así, también nosotros, debemos resolver los temas inmediatos
de la vida por nosotros mismos, pero sabiendo que sigue pendiente la pregunta y tarea más honda, que somos
nosotros mismos.
En ese sentido, en el fondo de todo, seguimos preguntando por un Dios que, si existe, vendrá o, mejor
dicho, estará con nosotros de un modo distinto, no para resolver problemas secundarios, sino para que
podamos descubrir y asumir lo primario, siendo con gozo y esperanza lo que somos. De todas formas,
seguimos preguntando por un Dios que nunca se ha ido, pues el Dios verdadero ha estado siempre, como
impulso, sentido y presencia de nuestro camino en la vida, pues como sigue diciendo la Biblia, «en él vivimos,
nos movemos y existimos» (Hch 17, 27).

Siendo labor exigente (de vida y muerte, de supervivencia), esta tarea de pensar sobre Dios (y de dar
testimonio vital de su presencia) constituye, como he dicho, el gozo supremo de la vida. No hay felicidad
mayor que haber hallado a Dios (haberse dejado hallar por él), y así vivir y decirlo, compartiendo con otros el
camino. Ésta ha sido y sigue siendo mi experiencia más honda, mi labor cotidiana, y por eso me atrevo a
escribirla en este libro como viejo profesor y joven alumno de teología (teodicea), emocionado cada día ante
el hecho de existir en libertad y ante la responsabilidad de compartir la vida con aquellos que me la han
regalado y con aquellos con quienes la comparto.
Dios ha sido, por un lado, mi trabajo en la Universidad, y a él se lo agradezco, y con él a muchos
hombres y mujeres que lo hicieron posible, en mi Orden de la Merced y en la Universidad Pontificia de
Salamanca. Y Dios ha sido y sigue siendo, por otro (al mismo tiempo) mi pasión suprema, como experiencia
de gozo y libertad (con Mabel, mi mujer), de responsabilidad y de riesgo emocionado en una vida que sigo
descubriendo y trazando cada día, con la emoción de siempre, a pesar (en medio) de sus grandes sombras y
fracasos.
Al escribir este libro he debido moderar la pasión, dejando a un lado muchas experiencias (a pesar de
que he dicho y repito que nunca le he visto cara a cara), para que así mi palabra sobre Dios resulte más
comprensible en un plano intelectual, más abierta a todos los lectores. No he querido demostrar que existe, ni
discutir en el fondo su existencia, sino ofrecer el testimonio de su presencia, evocando con mis pobres voces
el fuego de su llamarada de pasión que impulsa y fundamenta la vida de los hombres en el mundo, aunque a
veces no lo percibamos, ahora que empieza una nueva etapa de descubrimiento interior (y comunitario),
después que hemos explorado todos los rincones posibles de la redonda tierra.
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‒ No necesitamos a Dios para resolver cuestiones materiales pues en un plano exterior las cosas ruedan y son sin
necesidad de dioses exteriores y nosotros, además, las manejamos por medio de una «empresa productora» que nos ha
llenado de inmensos bienes materiales, pero que ha corrido el riesgo de vaciarnos de alma. En ese nivel no podemos
hablar ni siquiera de un rumor de ángeles (pues no creemos en general en ellos, al menos de un modo objetivo). Somos la
primera generación de mundanos estrictamente dichos, hombres y mujeres sin necesidad de dioses y demonios antiguos,
pero con nuevos dioses-demonios que nosotros mismos hemos producido y que pueden destruirnos.
No necesitamos de Dios en un sentido material, no estamos satisfechos, ni hemos resuelto los problemas
principales de la convivencia, que ahora (año 2013) resultan más acuciantes que nunca. Hemos conquistado ya el planeta,
pero lo hemos convertirlo en mercancía, como un capital que se compra y vende. Producimos riquezas inmensas y, sin
embargo, seguimos muriendo (dejando que miles y millones perezcan de hambre), y no somos felices, no porque falten
cosas (habría para todos), sino porque la raíz de nuestra vida no es simplemente una cosa que podemos obtener.
Hemos resuelto muchísimos problemas externos y seguimos avanzando en el campo casi infinito de la ciencia,
para dominar de alguna forma el mundo. Hemos conseguido un capital económico inmenso, convirtiendo casi el mundo
en una empresa productora, al servicio de un mercado en el que todo se compra y se vende, y, sin embargo, seguimos
siendo una gran interrogación personal y social, y si no encontramos sentido a la vida podemos matarnos al fin, para ser
así una especie suicidada en la marcha de los grandes espacios cósmicos.

‒ Pero Dios es la fuente y camino de nuestro existencia y así quiero mostrarlo en este Itinerario. No está para arreglar
directamente desarreglos de la ciencia y de la economía capitalista, sino para alumbrar lo que somos, descubriendo así
nuestro misterio, que es el suyo, pero él nos permite subir de nivel, y ver las cosas en otra perspectiva para resolverlas.
En esa línea, este primer libro (Teodicea, defensa de Dios), quiere trazar el principio y fundamento de la marcha, para
situarse (situarnos) en la buena dirección, indicándonos así que somos más que aquello que sabemos, tenemos y
podemos.
Ciertamente, la ciencia enseña muchas cosas y ofrece abundancia de objetos de consumo (al menos a sus
beneficiarios…). Pero incluso aquellos que se sienten satisfechos a ese plano siguen descubriéndose vacíos en un nivel
más alto, sin respiración verdadera, mientras millones de personas sufren hambre de pan y de cosas materiales, en un
mundo que se ha vuelto muy pequeño, una fábrica de afanes, de envidias, contiendas y pesares. No hemos respondido a
los problemas de nuestra identidad, seguimos sin saber lo que somos, nada nos logra saciar, mientras seguimos vagando,
unos sobrados de abundancia y otros (muchos más) agobiados de necesidades y opresiones, enfrentados mutuamente,
como seres que pueden tener todo pero no se sacian con nada.
Es hora de pararse de nuevo ante el árbol del conocimiento del bien y del mal, vinculado con el árbol de la vida
(Gn 2), hora de pensar y decidirnos de nuevo ante la gran encrucijada de Moisés en el Deuteronomio: «Pongo ante
vosotros el bien y el mal, la vida y la muerte» (Dt 30). En esa situación he querido preguntar como digo por Dios y hablar
de su presencia, para descubrir que no es una simple ley (un aviso, una señal de tráfico vital), sino el impulso originario y
transcendente de la Vida, fuente y camino de nuestra existencia personal y social, Aquel que nos invita a trazar con él
una marcha apasionante, gozosa, de existencia.

Este Dios no ha sido inventado para resolver cuestiones marginales, o para cerrar pequeños agujeros
negros por donde perdemos energía, sino Camino y Vida, como dice el Evangelio (Jn 14, 6). No debemos
buscarle simplemente en las fronteras (aunque él nos espere igualmente en ellas), sino descubrirle (dejarnos
descubrir por él) en la misma raíz de nuestra vida, pues él viene y nos habla, abriendo en (con, para) nosotros
un horizonte y presencia de amor, con la alegría de ser (vivir) en gratuidad y (dar) compartir con los demás
nuestra existencia. Pero no adelantaré los temas. Quien quiera conocer la respuesta y testimonio de este libro
que recorra conmigo, sus cuatro partes y sus veinticuatro temas, divididos como sigue:

1) Empezaré hablando del hombre como viviente a quien Dios mismo despierta a la existencia personal y social, con su
aliento y su palabra (cf. Gn 1-2). Así quiero dejar que él se revele y muestre, en el mismo corazón de nuestra vida
humana, como presencia numinosa (fascinante, pavorosa), con la ayuda de los dos modelos principales que definen cada
nacimiento (madre y padre) y los tres espacios en los que se despliega su figura (mundo, interioridad e historia).

2) Expondré después los argumentos a favor o en contra de Dios, tal como han sido planteados (y apenas resueltos) en la
filosofía de occidente, lugar donde ha surgido la cuestión de la teodicea, como juicio que la historia eleva frente a Dios,
para absolverle o condenarle. Los hombres de la modernidad han querido juzgarle, tanteando sus razones, a favor y en
contra, ante el tribunal de la Razón, en un duro proceso de pasiones y mentiras, pero también de hondas verdades.

3) Acabada esta etapa de argumentos y sentencias, podemos detenernos y estudiar al ser humano, hombre y mujer, como
prueba de Dios. Al colocarse ante sí mismo, el hombre puede descubrirse abierto a Dios, viviendo con amor y libertad,
pero también puede negarle y suicidarse. La misma vida es según eso lugar de acogida o rechazo de Dios, en gozo
creador, o en protesta homicida. En ese contexto insistiré de un modo especial en la tarea de la libertad, entendida como
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prueba máxima de Dios, en un mundo que sigue estando en riesgo de dejarse esclavizar por poderes materiales y sistemas
económico-sociales que destruyen la vida de los hombres.

4) El libro acaba con una sección dedicada al estudio de las grandes paradojas que suscita Dios, a quien sólo podemos
conocer ensanchando el horizonte de nuestras razones y experiencias. Lo que muchos han tomado como antinomias
(Dios tiene que ser una cosa o la otra, esto o aquello) son más bien aspectos complementarios de su presencia (naturaleza
y cultura, inmanencia y trascendencia…). Así culminará este primer libro del Itinerario, dejando abierto el camino a la
posible fe religiosa (de la que tratara el próximo libro, de la Trinidad), desde una situación de intensa crisis económica,
como supo E. Kant, el mayor filósofo moderno. De esa forma, ese libro ha querido terminar de una manera abierta,
planteando temas que le sobrepasan y le llevan (nos llevan) al libro y tema de la Trinidad.

Quiero dedicar este trabajo a los alumnos de la Universidad Pontificia de Salamanca que, a lo largo de
decenios, han iluminado y discutido conmigo estos temas, y de un modo especial a los responsables de
Ediciones Sígueme de Salamanca, donde publiqué hace ya cuarenta años mi primer ensayo de teodicea,
titulado precisamente: Las Dimensiones de Dios (1973).
De un modo especial lo sigo ofreciendo, con la trilogía entera, a los hermanos de la Orden de la
Merced, mis hermanos y amigos, que quisieron hacerme Maestro en Teología, pues con ellos he querido
descubrir a Dios como libertad. Y de un modo aún más especial, como todo lo que escribo en los últimos diez
años, lo dedico a Mabel, por su testimonio constante de humanidad amorosa, abierta a Dios. Este trabajo, y
toda mi vida quiere ser, en fin, una ofrenda para Dios, a quien agradezco inmensamente su presencia
excitante, gozosa, afortunada, en el camino de mi vida, dentro de la Iglesia de los seguidores de Jesús.

San Morales
Primavera 2013
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I
Dios.
El despertar humano
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La primera parte de este libro evoca el despliegue (nacimiento) de Dios en la conciencia de la


humanidad iniciando así un itinerario lleno de experiencias y argumentos, de pruebas y preguntas. Consta de
cuatro capítulos que estudian ese nacimiento desde un punto de vista sociológico y psicológico, histórico y
filosófico, mostrando que la idea (experiencia) de Dios se encuentra vinculada al mismo despertar del hombre,
a su vida personal y a su conciencia: En Dios y por Dios hemos surgido, de forma que nos encontramos
insertos en un itinerario abierto, preciso, desbordado y exigente de existencia que debemos ratificar o
rechazar, como seguiré indicando, en los cuatro capítulos siguientes:

1. Teodicea, defensa de Dios. Éste es un tema introductorio, anterior al itinerario propiamente dicho, y empieza
mostrando tres formas de presencia de Dios, que evocaré desde un punto de vista cultural y sociológico y que nos sitúan
ante un Dios que es propio de los poetas, políticos y pensadores. En ese contexto he querido plantear el comienzo de la
teodicea, para añadir que a partir del siglo XVIII la cultura occidental ha criticado a Dios, o le ha negado de un modo
consecuente, de tal forma que algunos han sentido la necesidad de defenderle. Antes no era necesario, pues nadie le
acusaba o le negaba (en general), aunque algunas religiones y grupos hayan luchado entre sí a causa de dioses (o por
formas de entender y controlar al ser divino).

2. Cuando el hombre despierta, lo numinoso. Tras la introducción, he podido situarme ya al principio del camino, y
plantear el tema Dios en la raíz de la conciencia, allí donde los hombres y mujeres nacieron a la vida personal, asumiendo
el rumbo (carga y tarea) del camino de su vida, distinguiéndose del mundo, a partir de su conciencia. Ciertamente, no
nacemos conociendo a Dios (demostrando su existencia), pero surgimos (nos hacen surgir) a la vida en un horizonte
marcado por su presencia (o ausencia), pues él se alza ante y con nosotros de manera numinosa, allí donde se despierta (y
nos despierta) la voz de la conciencia.

3. Dos modelos: Madre, Padre. Ya en su mismo surgimiento, los hombres han sido troquelados por los signos principales
de aquellos que le engendran a la vida, definiendo su origen y sentido. Los niños no están hechos, ni se hacen a partir del
exterior, como si fueran utensilios o herramientas, sino que son engendrados a través de un proceso de surgimiento
personal interno, definido básicamente por sus engendradores (madre y padre), que no son simples progenitores
biológicos, sino que, en un sentido humano, trascienden ese plano y aparecen como signo de una presencia superior, que
puede tomar rasgos divinos. Los seres humanos pueden hablar de Dios porque nacen de un contacto personal con la
madre y con el padre, que marcan su experiencia y su conocimiento de la vida.

4. Tres espacios: Mundo, intimidad, historia. El signo de Dios, lo numinoso, vinculado a madre y padre, no surge y
aparece de un modo siempre idéntico, sino que se despliega en perspectivas distintas, trazando caminos que nos ponen
ante el mundo en su conjunto, pero que nos abren a la vez, y de un modo muy intenso, hacia la propia intimidad y hacia
la historia. Esta división de espacios se encuentra especialmente relacionada con el desarrollo del tiempo-eje (siglos VII-
IV a.C.), momento en que nacieron las visiones actuales de Dios, con las religiones modernas y las grandes experiencias
de lo humano, que han seguido influyendo hasta la actualidad.

Éstas son las primeras etapas de la Teodicea, que forma el primer libro de este Itinerario de Dios. No
todos las entenderán de igual manera, ni resaltarán los mismos rasgos, pero ellas nos permiten iniciar la
exploración del hombre, a quien presentaremos como navegante en el rumbo de Dios, en línea de felicidad.
No he sido yo quien ha trazado la ruta, otros lo han hecho primero, pero yo la he seguido por un largo tiempo
y puedo así ofrecer algunas orientaciones que me parecen importantes.
11

1
Teodicea,
defensa de dios

Este capítulo, de tipo introductorio, puede resultar difícil para lectores de menos oficio, de forma que
algunos podrán posponer su lectura para el fin del libro, para entenderlo así como un compendio de todo lo
anterior. Pero pienso que en el fondo su argumento es sencillo, pues traza como un mapa de caminos de lo que
vendrá, y así podrá leerse como introducción de lo que sigue. Estamos empezando el Itinerario y será bueno
un mapa que oriente, aunque sabiendo que sólo al fin, recorrido el camino, podrá entenderse bien como guía y
recuerdo de aquello que hemos recorrido subiendo a la Montaña de Dios.
Antes de trazar el mapa con el itinerario pueden y deben hacerse dos afirmaciones. a. A lo largo de
siglos, millones de hombres y mujeres han creído que Dios les juzgaría, como indica Hebreos 11, 6, al
presentar los dos artículos de fe, «que hay Dios, y que es remunerador (juez)», como repite el Credo de los
Apóstoles diciendo que Jesús, el Cristo de Dios, «vendrá al final a juzgar a vivos y muertos». b. Pues bien, a
partir de la Ilustración (siglo XVIII), ese convencimiento ha tendido a invertirse, de forma que muchos dijeron
que eran ellos quienes debían juzgar Dios, e incluso condenarle a un tipo de infierno o de olvido (borrando su
memoria), mientras otros respondían defendiéndole, como hizo G. Leibniz, en su teodicea1.
Los adversarios reprobaban a Dios, acusándole de producir los desastres naturales y las guerras,
añadiendo que un Dios bueno no podría permitirlas. En esa línea añadían que «no hay un mapa de Dios», pues
todos los que han querido encontrarle han terminado perdiendo el camino. Los defensores, en cambio,
destacaban su bondad, diciendo que este mundo, a pesar de sus limitaciones, es muy bueno, y que Dios lo ha
creado para manifestar su amor y extender su felicidad, aunque algunas cosas parezcan (o estén) estropeadas,
por finitud y/o por maldad humana (pecado); el mundo es según eso bueno, pero debe mejorarse, conforme a
la tarea que Dios ha dado a los hombres.
Lógicamente, en este contexto, la teodicea, justificación de Dios, deberá unirse a la defensa del mundo
y del valor (verdad, bondad, belleza) de la vida de los hombres. Por eso, aquellos que no encuentren sentido a
la vida, acusarán a su «autor», elaborando una teo-kritea (condena de Dios) en vez de una teodicea (defensa
de Dios). De un modo significativo, los argumentos pueden invertirse. Unos dicen que el mundo es bueno en
sí, y que por eso no hay necesidad de Dios; otros responden que esa misma bondad prueba que ha sido creado
por un Dios bueno. Unos sostienen que la vida es tan cruel que ningún Dios bueno puede haberla creado; otros
responden que sólo si hay Dios, y después cielo, se podrá soportar su crueldad2. Teniendo en cuenta esas

1
Parece que el primero en emplear de un modo consecuente esa palabra fue G. Leibniz (1646-1717), en Ensayos de
Teodicea, sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal (Essais de théodicée sur la bonté de Dieu,
la liberté de l'homme et l'origine du mal, 1710). Edición castellana: Compendio de la controversia de la teodicea, Madrid
2001. Cf. A. Pérez de Laborda, Leibniz y Newton. I-II: La discusión sobre la invención del cálculo infinitesimal. Física,
filosofía y teodicea, Salamanca 1977 y 1980.
2
Estos y otros argumentos se pueden invertir y retorcer, según las circunstancias, pues en el juicio influye no sólo la
voluntad y el pensamiento, sino también el sentimiento y sufrimiento de los hombres, la vida social y familiar, con la
política y la economía etc. Sea como fuere, le absuelvan o condenen (rechacen), muchos afirman que tienen motivos
suficientes para juzgar a Dios. Unos, más racionalistas, piensan que al hombre le basta su razón, de forma que Dios
resulta innecesario. Otros responden que para ser verdadera la razón humana ha de fundarse en Dios.
La misma Biblia parece dividida en este campo. (a) Unos, como san Pablo se niegan a enfrentarse a Dios:
«¡Hombre! ¿Quién eres tú para oponerte a Dios juzgándole? ¿Acaso dirá la creatura al creador por qué me has hecho así?
¿Acaso no tiene poder el alfarero para hacer del mismo barro (de la misma arcilla) diversos tipos de vasijas?» (Rom 9,
20-21cf. Is 29, 16; 45, 9; Sab 12, 12). El hombre no puede pedir cuentas a Dios, sino inclinarse ante él. (b) Pero otros
como Job se enfrentan: Desde su lecho de dolor, rechazado y condenado por la sociedad, Job pide a Dios que venga y se
defienda. La respuesta de Dios no queda clara, pero él asume como buena la cuestión de Job, frente al juicio falso de
aquellos que le piden que se someta sin más ante el misterio.
Como iremos viendo, la pregunta de la teodicea no es un tema de teoría, sino de vida: Interrogación formulada
desde el mismo sufrimiento, palabra que se eleva desde el estercolero de la historia, allí donde mueren los expulsados y
12

razones y contra-razones, quiero empezar recordando tres formas antiguas de teodicea, que trazan un tipo de
primer mapa de Dios. Quiero repetir que me sitúo ante un tema antiguo y que la terminología puede resultar
ya desfasada. Pero el tema y las primeras divisiones me parecen importantes:

1. Tres accesos a Dios, tres teodiceas

Se trata de saber de qué Dios hablamos cuando hablamos de Dios. Para responder a esa pregunta y
situar el tema, empezaré trazando un breve recorrido histórico por tres teodiceas (teologías) o juicios sobre
Dios, formuladas por un pensador romano (Terencio Varrón, 117-26 a. C), cuyas ideas fueron recogidas y
recreadas por San Agustín (354-430 d. C.):

La teología mítica tenía por dominio el mundo de los dioses, tal como se encuentra descrito por los poetas; la
teología política abarcaba la religión oficial del estado y sus instituciones y culto; la teología natural era el campo de
los filósofos, era la teoría de la naturaleza de lo divino tal como se revela en la naturaleza de la realidad. Sólo la
teología natural podía llamarse religión en su verdadero sentido, dado que una verdadera religión quería decir para
San Agustín una religión verdadera; la teología mítica de los petas representaba simplemente un mundo de bellas
pseudo-creencias...3.

Como buen romano, Varrón defendió la religión política, entendida como sacralización del Estado
(República), dejando las otras religiones (o teodiceas) como subordinadas. En contra de eso, San Agustín
quiso superar la religión política (del Estado) y la poética (de los mitos), para apoyarse en la visión física
(natural) de Dios, propia de los filósofos (especialmente Platón); en esa línea apoyó la simbiosis entre filosofía
y cristianismo, que habían iniciado otros Padres de la Iglesia (Justino, Clemente y Orígenes), marcando la
teología posterior cristiana.
Desde ese fondo, Agustín vincula a Dios con el orden cósmico, entendido como naturaleza (mundo y
pensamiento humano), pero añade que la verdadera religión es sólo el cristianismo. Yo por mi parte tomaré
como buenos los tres modelos, suponiendo así que Dios está ligado a la naturaleza (orden cósmico), a la
sociedad (orden político) y al espacio de la fantasía que se expresa en los mitos poéticos:

a. Primer espacio en el mapa de Dios es el mundo

En esa línea se sitúa la religión natural (cósmica), de forma que cuando decimos Dios estamos
pensando en su creador, y en el sentido profundo del mundo, en su inmensidad y misterio. De una forma
consecuente, las religiones cósmicas interpretan a Dios o a los dioses como signo (fuente) del orden natural,
de tal manera que el mismo mundo aparece como ser divino, en su unidad y multiplicidad.
Dios se identifica así con el orden y despliegue de la physis: Es arkhê o principio del que todo brota,
unidad fundante donde todo se vincula y adquiere su sentido. De manera consecuente, la teodicea aparece
como defensa de la racionalidad y del origen sagrado del cosmos (cosmo-dicea), y sirve para confesar la
prioridad sagrada del mundo del que nacemos y al que tornamos por la muerte: Pasan hombres y cosas, el
mundo permanece (tierra, cielo, espacios inferiores).
Al situarse en esta línea, la filosofía griega, iniciada por los físicos presocráticos (estudiosos de la
physis) y culminada con Aristóteles, los estoicos y los neoplatónicos posteriores (siglos II-V d. C.), ha seguido
avanzando en la línea de las religiones antiguas de la naturaleza, que divinizan las fuerzas del cosmos (cielo y
tierra, proceso de la vida). Esta visión ha marcado poderosamente el pensamiento y experiencia de la
modernidad, tal como aparece en B. Espinosa (1632-1677), que identificaba a Dios con la Naturaleza (Deus
sive Natura), y sigue influyendo, de un modo más o menos consecuente, en muchos científicos actuales, para
quienes sólo es Dios la Naturaleza, el Conjunto de la Realidad.
Pero ya en la antigüedad, al menos a partir del tiempo-eje o gran revolución de los siglos VII-IV a. C.
(cf. tema 4), el hombre sabía que él es más una simple partícula del cosmos sagrado (divino). Ciertamente, el

desterrados del sistema (como Job). Para un estudio de la temática que sigue en este capítulo, cf. obras citadas en 2ª parte
de la bibliografía, en especial las de C. Díaz, J. A. Estrada, J. S. Lucas y R. Rovira.
3
W. Jaeger, La teología de los primeros filósofos griegos, México, 1952, 8-9. San Agustín expone el tema en el De
civitate Dei VI. Para una visión general del tema, cf. A. Turrado, Dios en el hombre, Madrid 1971.
13

mundo tiene gran valor, pero no puede interpretarse como totalidad divina, pues nosotros, hombres, somos
independientes en (frente a) el mundo, que ya no es el todo del que formamos parte. Por eso la verdad de Dios,
no depende sólo del mundo, sino de la vida humana, entendida como interioridad y comunicación personal
(libertad). En esa línea, la frase de B. Espinoza (Deus sive natura), debe ser recordada y superada. Nuestro
más hondo problema no es ya entender el mundo, sino asumir y potenciar la libertad humana4.

b. Segundo espacio es la ciudad (vida social)

Así lo puso de relieve la religión romana, apelando así a la «religión política»: Dios garantiza el orden
imperial y ratifica el carácter sagrado del Estado. En esa línea se había elevado desde antiguo la piedad y
religión de Egipto y la función de los faraones, lo mismo que gran parte de los cultos de oriente, que
entendieron el poder social como divino, de manera que, al estilo de B. Espinoza, pudiera decirse: Deus, sive
potestas (Dios, la potestad sagrada). Esta función política de Dios tiene varios rasgos, pero en general ellos
pueden reducirse a dos: Sostiene y da poder a los imperios (desde el Faraón de Egipto hasta el César de
Roma); o se opone y condena a esos mismos imperios establecidos, a partir de una protesta moral, como
muestra la Biblia al concebirle como garante del derecho de los pobres y enfrentarle con el Faraón (Éxodo de
Egipto).
Estas dos visiones de Dios han definido la historia de Occidente: Una le presenta como sacralización
del poder (Egipto, Babilonia, Roma); otra como anti-poder. En general ha triunfado la primera, de manera que
la teodicea ha sido una krato-dicea, y Dios se ha entendido como defensor del orden establecido (de las
instituciones políticas, sociales y económicas).
En esa línea, incluso la misma la Sabiduría del Dios israelita (que había condenado al Faraón,
defendiendo y cantando la marcha de libertad de los hebreos: cf. Sab 10-19), acaba proclamando per me reges
regnant (por mí reinan los reyes: Prov 8, 15), con unas palabras que la tradición posterior ha utilizado con
frecuencia para sacralizar el poder de los monarcas (los nuevos faraones) que aparecen así como signo de Dios
y garantes del orden social.
En este contexto se decide una función importante de Dios (religión), como ha puesto de relieve Th.
Hobbes (1588-1679) que le relaciona (y casi identifica) con la razón de Estado, haciéndole garante del orden
social. En esa línea, la teodicea se convierte en una justificación sacral del poder, que según Hegel ha podido
vincular incluso con el estado prusiano. Pero Dios no está representado sólo por un tipo de poder establecido,
Faraón (Leviatán de Hobbes), sino también por un anti-poder, como han visto los hebreos de Moisés que han
rechazado y vencido al Faraón de Egipto5.

− Dios, poder establecido. Los imperios han concebido a Dios como garante del orden social, como si sólo a través del
Dios/Estado pudiera establecerse la paz sobre la tierra. En esta línea, la teodicea tiende a convertirse en adoración y
defensa del orden superior (muy a menudo injusto) del Estado.
Así apareció Dios en la visión política de los reinos helenistas y del imperio romano, lo mismo que en algunas
monarquías o estados absolutos de la modernidad. Ciertamente, no todos los casos son iguales, de forma que deben
distinguirse los varios tipos de poder que se han manifestado en los diversos tiempos y lugares; pero, en general, el Poder
Sagrado se ha impuesto de un modo opresor (apelando a Dios), como supo ya la apocalíptica judía (desde el libro de
Daniel cap. 2 y 13).

− Dios, poder liberador (Éxodo de Egipto). En contra de la perspectiva anterior, desde el punto de vista de los
oprimidos, Dios aparece como raíz e impulso de emancipación. No se expresa en el poder de un Estado que domina sobre
grupos e individuos, sino que tiende a superar esa función impositiva y revelarse a través del surgimiento de personas y
grupos vinculados desde su deseo de libertad, que se unen para vivir en comunión directa (no a través de maquinarias de
un poder separado de la vida).
Este Dios principio de comunión fraterna, que se expresa en fraternidades de iguales, y no como un poder de
imposición por encima de ellas, está en la raíz de la experiencia israelita y del mensaje de Reino de Jesús. Desde ese
fondo podremos formular, en la tercera parte de este libro (temas 16-18), una teodicea de la historia, entendida como
despliegue de libertad.

4
He desarrollado el tema en El Fenómeno Religioso, Madrid 1999.
5
Desde ese fondo se entiende la disputa de Marx, con su crítica del Dios establecido, defensor del poder de los
poderosos, como veremos en tema 10.
14

Esta segunda línea, que presenta a Dios como principio liberador, permite interpretar la historia como
itinerario de comunión y reconciliación. Dios no es garante de un orden eterno de la naturaleza, un mundo en
el que todo vuelve a ser lo mismo (como dirá Nietzsche), sino que abre para los hombres un futuro de libertad,
apareciendo así como impulsor (creador) de vida humana, esto es, de creatividad social. Frente al esquema
dual del platonismo (o de las religiones orientales) que contraponen lo de abajo y lo de arriba (mundo y cielo),
judíos y cristianos (y en algún sentido musulmanes) presentan a Dios como creador social de libertad.
Éste ha sido un elemento clave de la revelación de Dios en el judeo-cristianismo, aunque haya
quedado muchas veces olvidado por los pensadores posteriores, que le han puesto (se han puesto) al servicio
del poder establecido, divinizando a reyes e imperios como representantes de Dios. En esa segunda línea,
creer que Dios es (principio de) libertad significa apostar por una historia fraterna, fundada en la justicia y
dirigida a la reconciliación universal6.

c. Tercer espacio es la experiencia interior

En esta perspectiva, Dios aparece vinculado a la vida particular de los creyentes. Así lo han destacado
sobre todo los poetas y místicos de la tradición greco-romana. Éste ha sido también un lugar discutido, pues
tanto T. Varrón como San Agustín afirmaban que los poetas habían engañado con fábulas y mitos a los
hombres. En esa línea, significativamente, gran parte de los pensadores cristianos antiguos aceptaron la
religión natural (filosófica) de Grecia y acabaron recreando (aunque de un modo distinto) la política sacral de
Roma (en contra de la inspiración apocalíptica de Jesús y de sus evangelios), pero condenaron, al menos de
forma externa, los mitos religiosos del paganismo. Pero, como ha sabido san Agustín y saben todos los
maestros de vida interior, Dios habita en el «corazón» del hombre; éste es el lugar de su presencia, éste es el
signo más hondo de su revelación.
Esa experiencia interior, entendida como camino de Dios, puede tomarse de un modo más «místico» o
más racional, como seguiré indicando a lo largo de este libro y sobre todo en el tercer volumen de este
Itinerario (dedicado a la Espiritualidad). Pero en este momento he querido insistir en el aspecto más
«racional» del conocimiento. Avanzando en esa línea, el hombre ha tendido a situarse en un nivel de logos
(Grecia, Europa ilustrada), de forma que el discurso mítico ha ido perdiendo su evidencia y los nuevos
hombres «racionales» sólo aceptan las verdades pretendidamente demostradas por la filosófica y por la ciencia
(la política).
Sea como fuere, las líneas se cruzan y no es fácil trazar unos caminos nítidamente distintos. Teniendo
eso en cuenta, en un primer momento, podemos afirmar que las religiones de la naturaleza (expresadas de
forma mítico/pagana) han sido superadas, tras el tiempo-eje, por la nueva racionalidad de la búsqueda interior
(Oriente) y la creatividad histórica (Israel). Pero, dicho eso, debemos añadir, que la dimensión mítica resulta
inseparable de la religión y de la misma filosofía, como supo Platón y otros muchos pensadores (incluso los
gnósticos cristianos del siglo II y III d. C.), de manera que se puede hablar no sólo de una interioridad
racional, sino también (y sobre todo) de una interioridad supra-racional (como indicaré por ejemplo en tema 8,
al hablar de Schleiermacher).
En ese sentido, podemos añadir que una visión religiosa de la realidad ha de seguirse apoyando,
aunque quizá de formas nuevas, sobre bases de mito y poesía, es decir, de construcción simbólica de la
realidad, que sigue estando en la base de todo conocimiento, y que no ha sido ni puede ser superada por la
filosofía y la política (y la ciencia). El mito constituye un elemento esencial del encuentro del hombre con la
realidad, y nosotros, herederos de la revolución del tiempo-eje y de la Ilustración racionalista y científica,
debemos tenerlo bien en cuenta si nos queremos orientar en el camino7.

6
He desarrollado el tema en El Señor de los ejércitos. Historia y teología de la guerra, Madrid 1996, siguiendo
básicamente las investigaciones de N. K. Gottwald, The Tribes of Yahweh, London 1980.
7
He desarrollado una hermenéutica del mito en El Pensamiento de R. Bultmann, Terrasa 2014. Estas tres religiones o
líneas fundantes del «itinerario de Dios» (mítica, filosófica y política) han sido retomadas sistemáticamente por A. Comte
(cf. tema 11) e interpretadas como estadios progresivos del conocimiento (aunque colocando a la ciencia en el lugar que
antes tenía la política). Este libro irá mostrando la conexión entre esos tres o cuatro lugares de Dios (religión, filosofía,
ciencia y política), con su autonomía relativa y sus vinculaciones, situándose básicamente en el lugar de cruce (y
enriquecimiento) entre filosofía y religión.
15

2. Un juicio con varias sentencias

Recojo desde aquí algunas declaraciones del Gran Tribunal de la modernidad sobre Dios. Tanto
Varrón como Agustín se atrevieron a juzgar y condenar ciertas imágenes de Dios, pero lo hicieron para
justificar mejor la suya (vinculada al Dios político, físico y cristiano). Pues bien, una parte de los ilustrados
europeos (desde el siglo XVIII) radicalizarán ese argumento, proclamando que ninguna religión es buena,
pues no existe más verdad que la razón; suponen así que no puede trazarse ningún «mapa de Dios» (pues no
hay tal Dios), de manera que su itinerario carece de sentido. Pero otros les responden diciendo no sólo que hay
Dios sino que podemos trazar buenos caminos para encontrarle.
Sea como fuere, frente al Dios que antes parecía principio y verdad de todos los seres (físicos,
políticos o míticos) se eleva ahora la razón humana, capaz de enjuiciar y de juzgar a todas las formas posibles
de Dios: mítica, filosófica, política (aunque otros responden que la más alta función de la razón humana
consiste en dejarse iluminar por Dios). Con el pensamiento se eleva también la voluntad: Las cosas no
suceden porque las quiera un Dios externo, sino porque las han decidido los hombres, que aparecen así como
agentes, demiurgos, que fundan y construyen su historia (aunque otros responden que el mayor bien de la
voluntad está en dejarse amar por Dios).
Ciertamente, algunos hablan de Dios y le presentan como Gran Creador (obrero, arquitecto) de la
realidad, pero en el fondo ellos se toman a sí mismos como los únicos seres divinos, atreviéndose a juzgar al
Dios religioso (pero otros responden que Dios es por sí mismo, por encima del juicio de los hombres). Éste es
un tema clave de la Ilustración. Quizá en ningún otro momento de la historia se ha mostrado tan patente la
grandeza y miseria, la osadía y riesgo del ser humano, a quien Lucrecio (95-55 a.C.) concibió desde antiguo
como inventor deorum, ser que inventa dioses y que ahora aparece, en sentido radical, como iudex o juez de
esos mismos dioses (pero otros afirman que el hombre es más bien el «amado» de Dios o de los dioses, pues
puede dialogar con ellos, aprendiendo, recibiendo y celebrando la vida).

a. Cuatro respuestas negativas

Ese juicio forma el contexto y raíz de la teodicea que sigue siendo una tarea clave de la modernidad,
marcada por hombres que se han sentido capaces de dictar su sentencia sobre el mismo Dios, queriendo
penetrar en su secreto (o mentira) para así rechazarle o tenerle sometido como irán mostrando las reflexiones
de este libro. Los cargos contra Dios (no sobre dioses particulares, como en Varrón o Agustín) han sido
variadas, pero en general se le ha acusado de esclavizar a los hombres, haciéndoles dependientes (niños
perpetuos), que no les deja pensar, ni madurar como seres autónomos, dueños de sí mismos. Sólo negando a
Dios ellos podrían comprender la realidad, entenderse a sí mismos, volverse mayores, hacerse responsables.
Los argumentos del juicio resultan complejos, las respuestas diferentes y ninguna ha sido aceptada por
todos, como ha recordado el Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes, 19), indicando que algunas críticas de
Dios nacen de la misma incoherencia de los creyentes. Sea como fuere, los diversos juicios sobre Dios
representan un momento fuerte del despliegue de la conciencia humana en la modernidad. El hecho de juzgar
y de negar a Dios ha parecido a veces gozoso (liberador) y otras veces muy doloroso, pero ha sido y sigue
siendo importante para que hombres y mujeres valoren su identidad (su libertad) y descubran el sentido de su
vida, como seguiré mostrando en este libro.
Y en ese contexto empiezo presentando cuatro fallos que, en sentido general, puedo presentar como
«negativos», pues niegan la existencia de Dios o le rechazan o juzgan que su posible existencia es poco
significativa para los hombres. Estos son, en general, los veredictos más comunes en nuestro contexto, dentro
de una cultura que es heredera de Dios, pero que en parte se ha querido alzar contra lo divino8:

1. Dios ha muerto, su tiempo ha terminado. Éste es el veredicto de muchos, y en general no recae


sobre Dios en sí, sino sobre su influjo en la historia de los hombres. Antes lo divino existía y se mostraba en
todas partes; pero ahora su tiempo ha concluido. El mundo se encontraba poblado de luces de divinidad que
alumbraban la vida de los hombres, pero ahora se han ido apagando esas luces, de manera que el hombre ya

8
Entre los autores que han desarrollado éstos y otros argumentos, en la línea de eso que suele llamarse el
«nuevo ateísmo», cf. R. Dawkins, D. C. Dennett, Ch. Hitchens, M. Onfray, citados en bibliografía.
16

no tiene más claridad que la que puede ir consiguiendo por sí mismo, en un camino en el que nadie le dirige o
acompaña hacia su meta (si es que hay meta).
En perspectiva dialéctica, algunos piensan que esa muerte forma parte del proceso normal de la idea
(realidad), que avanza (y alcanza su verdad) oponiéndose a sí misma, haciendo que mueran sus rasgos
parciales, de forma que el Dios cristiano (Hijo) ha tenido que morir para que surja el Espíritu Santo. En esa
línea, los dioses paganos (Osiris o Tammuz, Perséfone o Quetzalcóatl) morían y nacían (renacían), en proceso
teogónico constante. Por otra parte, ciertas divinidades antiguas han dejado de influir y recordarse, pasando a
ser dioses muertos y ahora podría suceder algo semejante: la muerte de unos dioses será fuente de otros
nuevos.
Pero ahora nos hallamos ante un caso totalmente distinto: Ya no muere un dios, sino todos los dioses;
y no mueren para renacer (repitiendo cada año el mismo proceso), sino que según muchos ellos mueren y se
apagan para siempre. No habían vivido en sí, sino sólo en la conciencia de los hombres, de manera que cuando
esa conciencia se apaga ellos dejan de existir. Esta muerte de Dios puede entenderse en un sentido «histórico»
(entramos en una nueva era, en la que Dios parece no influir en la vida social de los hombres), pero ella puede
entenderse también en un sentido más hondo (como afirmación de auténtico ateísmo, pues Dios no ha existido
nunca)9.

2. Ateísmo. Nunca ha existido alguien llamado Dios. En la línea anterior, esta postura da un paso en
adelante, afirmando no sólo que Dios ha muerto, sino que nunca ha existido. Así lo aseguran ya muchos que
dicen conocer la realidad de tal manera que se atreven a decidir que no existe un principio personal que
organice el cosmos y dirija la historia, desde el fondo de aquello que encontramos, pensamos o hacemos. Se
declaran capaces de resolver el problema de Dios y lo hacen con un veredicto negativo, interpretando su figura
como proyección social, psicológica, afectiva de los hombres.
Quizá podamos distinguir en esa línea algunos tipos de ateísmo, siguiendo el esquema de los dioses de
T. Varrón. El ateísmo cósmico sostiene que el mundo ha quedado desacralizado, desdivinizado; por eso, los
hombres deben recorrer la vida sin una referencia superior, sobre un mundo dirigido por el frío azar,
dominado por la necesidad. El ateísmo político afirma que la realidad social no está avalada en su existencia y
estructura por fuerzas o ideales religiosos, por dioses o demonios, sino que es campo de lucha y/o concordia
intra-mundana, que empieza y acaba en sí misma. El ateísmo antropológico (que podría situarse en la línea de
la religión mítica) sostiene que el hombre no se encuentra guiado y potenciado en su existencia (en sus
verdades y valores) por un Dios amigo o enemigo, sino que debe realizar su vida por sí mismo, sin otra luz ni
guía que su mente racional.
Todo este libro es un intento de dialogar con el ateísmo, no en forma polémica, sino constructiva, no
de rechazo sin más, sino afirmación de un camino abierto. En ese sentido, el ateísmo no es algo exterior al
teísmo, sino un momento interior del mismo teísmo, pues no se demuestra ni impone a la fuerza a sí mismo,
sino que deja a los hombres en un espacio y camino de libertad (cf. tema 17-18). Sólo allí donde el ateísmo es
posible se puede hablar verdaderamente del Dios personal, que ofrece a los hombres un camino en libertad10.

3. Antiteísmo, Dios ha sido malo. Hay personas que admiten algún tipo de existencia de un Dios
(¡alguien debe haber hecho todo esto!), pero le rechazan y combaten, pues piensan que es un diablo más que
un poder bueno, es destructor más que creador para los hombres. Ellos se juzgan mejores que ese Dios, a
quien toman como poder alienante, que les ha mantenido sometidos, dominados por milenios. Por eso es
necesario combatirle, como hizo Prometeo al enfrentarse contra Zeus. Ha llegado el momento en que los
hombres descubran su grandeza, se consideren mayores (autónomos, buenos) y rechacen con fuerza el poder

9
El mayor representante de esta propuesta (la muerte de Dios) ha sido Nietzsche (tema 12), pero en esa línea podría
situarse también la respuesta «positivista» de A. Comte (tema 11); de ellos trataré con cierta extensión en este libro.
Desde diversas perspectivas, varios pensadores y teólogos cristianos han hablado también de la muerte de Dios en el
pensamiento y en la vida de la actualidad, desde una línea de evangelio. Sobre la muerte de Dios en Cristo y su sentido
salvador hablaré en el próximo libro, dedicado a la Trinidad. Cf. V. Camps, Los teólogos de la muerte de Dios, Barcelona
1968. En particular J. Altizer, El evangelio del ateísmo cristiano, Barcelona 1972; H. Cox, La ciudad secular, Barcelona
1968; P. Van Buren, El significado secular del evangelio, Barcelona 1968; W. Hamilton, La nueva esencia del
cristianismo, Salamanca 1969; J. A. T. Robinson, Sincero para con Dios, Barcelona 1967; Exploración en el interior de
Dios, Barcelona 1967. De ellos trataré de un modo especial en el siguiente libro, sobre la Trinidad.
10
Visión general del tema en G. Girardi (ed.), El ateísmo contemporáneo I-IV, Madrid 1971/1973.
17

opresor de lo divino, para afirmar su independencia y su verdad humana, alcanzando así su mayoría de edad,
su verdadera liberación.
El ser humano ha recorrido un camino difícil, entre poderes y fuerzas que se oponen y le impiden
realizarse, y Dios ha sido por siglos su adversario: Le ha tenido dominado con palabras mentirosas, no le ha
permitido desplegarse. Por eso, la verdad del hombre (su valor y autonomía) ha de expresarse en forma de
protesta, de lucha contra aquello que ha significado Dios. En este contexto se puede hablar de antiteísmo y de
violencia reactiva, que puede culminar en un deseo de pura destrucción de Dios. De todas formas, puede haber
un antiteísmo con rasgos positivos: Algunos combaten a un tipo de Dios por amor al hombre y por deseo de
justicia, destruyendo quizá imágenes suyas deformadas. Sólo oponiéndose a un Dios falso, puede alumbrarnos
la luz verdadera de la vida, que es la nuestra, pues estamos llamados a vivir por nosotros mismos, sin poderes
externos que nos determinen.

4. Agnosticismo, no sabemos, no nos interesa. La postura más común en nuestro tiempo no es ninguna
de las anteriores, pues en general los que no aceptan a Dios no son ateos, ni antiteístas, sino más bien
agnósticos: No saben, no responden, quizá no les interesa. El tema Dios se ha vuelto demasiado «grande» para
ellos y no tienen tiempo ni espacio mental para ocuparse de ello. Son muchas las cuestiones de la tierra, los
problemas sin resolver, las dudas y las urgencias que no tiene sentido el ocuparse de Dios.
Entre los agnósticos podrían contarse de algún modo los deístas que, en oposición a los teístas,
afirman quizá que hay Dios, pero que no interviene de hecho en la historia de los hombres. En contra de lo
que decía Tales de Mileto (siglo VI a.C.) esté mundo se encuentra de hecho vacío de dioses, al menos por lo
que toca a las cuestiones importantes, de tipo económico, social o psicológico. Por eso es mejor prescindir de
la «hipótesis» Dios y actuar como si él no tuviera importancia o, mejor dicho, no nos interesara.
En esta perspectiva se suele afirmar que ha terminado el tiempo de los grandes relatos, centrados en la
acción de un Dios que dirige el mundo. No se puede hablar de ese Dios, ni puede trazarse un relato unitario de
lo que sucede en la historia. Sólo existen penúltimas, relatos parciales, y en ellos no se puede que sea
protagonista de todo.

De estas y otras visiones negativas de Dios iré hablando extensamente en lo que sigue, recordando
sólo que, en contra de los que aseguran que no importa ya Dios o que ha muerto (respuesta 4 y 1), el tema de
Dios (la cuestión religiosa) sigue importando mucho. Las «profecías» sobre la muerte de Dios y, en especial,
sobre desaparición del hecho religioso no se han cumplido. Ciertamente ha descendido un tipo de «práctica»
eclesial de la religión, de manera que en algún sentido se puede afirmar que las grandes iglesias se encuentras
en crisis. Pero Dios como tal no está en crisis, ni el hecho religioso, como recuerdan los sociólogos11.
Pues bien, en este contexto quiero recordar (como diré al final del libro) que el problema de Dios (de
la teodicea) no es al ateísmo, ni el agnosticismo, sino la idolatría, como ha puesto de relieve la experiencia
israelita y la primera tradición cristiana. Lo que de verdad amenaza al hombre no es negar que exista Dios o
guardar silencio, sino divinizar algo que no sea Dios, en plano material o social, económico o personal. Este
será el tema que estará latente a lo largo de todo el libro, pero que sólo saldrá a plena luz al final, como
introducción del siguiente libro, que tratará de la Trinidad12.

b. Cuatro respuestas positivas, en línea monoteísta

Son positivas aquellas respuestas que absuelven a Dios, o que confiesan que él es (existe) y que en sus
diversas formas, ha cumplido y cumple una función positiva en la historia de los hombres. Esas formas
pueden ser muy variadas conforme a la visión que se tenga de Dios y/o de los dioses, de manea que lo que
algunos juzguen positivo y bueno será para otros insuficiente, de manera que el problema de la existencia de
Dios resulta inseparable del tema y sentido de su esencia, tal como iremos destacando a lo largo de todo este

11
En esta línea me limito a remitir a la última obra de J. Elzo, Los cristianos ¿en la sacristía o tras la pancarta?,
Madrid 2013, donde se encontrará bibliografía sobre el tema.
12
Entre los estudios sobre la idolatría, en sentido bíblico y moderno, cf. J. L. Sicre, Los dioses olvidados, Madrid 1979;
F. Hinkelammert, Las armas ideológicas de la muerte, San José de Costa Rica 1977; H. Assmann, La idolatría del
mercado, San José de Costa Rica 1997.
18

libro. A pesar de ello, de una forma general quiere presentar aquí cuatro respuestas que son al menos
parcialmente positivas y que nos ayudarán a plantear mejor el tema.

1. Politeísmo. Lo divino se expresa en varias figuras: Los dioses son muchos, cambiantes, distintos;
ellos forman el entramado de sacralidad de nuestra vida, que no tiene uno, sino varios centros. De un modo
normal, el politeísmo se vincula al paganismo, es decir, a la divinización de las fuerzas de la naturaleza, a los
poderes de la vida, y muchos han pensado que es sólo un residuo del pasado. Sin embargo hallamos
actualmente, en ciertos contextos, un deseo de retorno (social o religioso) a un paganismo, que nos permita
superar las pretendidas opresiones (represiones) de la herencia judeocristiana y de las religiones que han
nacido tras el tiempo-eje, pues ellas habrían ido en contra de los poderes sagrados del cosmos.
En ese sentido se habla de una vuelta a la sacralidad salvaje en el sentido fuerte de la palabra: El poder
de la realidad se expresa en los múltiples poderes del cosmos y de la vida. La religión sería vuelta al cosmos.
Algunos retoman (o inventan) en esta perspectiva un ecologismo sagrado, que tiende a poner de relieve la
divinidad de la naturaleza y sus signos misteriosos (sol y luna, tierra y agua, estaciones del año etc.);
normalmente esa experiencia empalma con paganismos cósmicos precristianos y/o prebudistas, por citar dos
ejemplos. Otros buscan una Religiosidad light, una sacralización inmediata de la vida, descubriendo lo divino
en cada aspecto placentero de ella, sin fijarse más, sin buscar una razón última, porque el sentido está en el
disfrute exterior de cada instante, como sabían los enemigos de la Sabiduría judía (Sab 2).
Entendido así, el politeísmo puede ser olvido de la profundidad de Dios (cosa comprensible), pero
suele acabar siendo también un rechazo de la seriedad de la vida, es decir, de la exigencia de justicia, de
manera que en el fondo del carpe diem (aprovecha el momento) puede latir el deseo de aprovecharse de los
demás, como sigue poniendo de relieve Sab 2. En contra de ese riesgo podemos afirmar que la buena teodicea
(defensa de Dios) ha de hallarse vinculada a la antopo-dicea, defensa de los hombres, en línea de justicia (cf.
tema 18). De todas formas podemos y debemos recordar que el politeísmo puede tener también un rasgo
positivo, como descubrimiento y cultivo de un tipo de sacralidad cósmica que resulta en principio polivalente:
Vivimos en un entorno de poderes sagrados que nos cuesta unificar; podemos dejarlos por un momento así,
múltiples, plurales, como la misma vida.

2. Monismo. En un primer nivel, las cosas (y los hombres) se distinguen de Dios. Pero en su hondura
radical, en su verdad primera, el conjunto del mundo es divino: Todo es Uno, y ese Uno se hace Único
(monos), sin otros a su lado. En esta línea, la religión tiende a interpretarse como experiencia de participación
o integración en el Único Todo sagrado, superando los niveles secundarios de la vida, que encierran al hombre
en formas derivadas y/o fantasmales de experiencia. El monismo no es malo en sí, por lo que dice, sino por lo
que puede negar, afirmando que Dios no es sólo uno, sino único y excluyente, de manera que no han nada que
exista a su lado. De esa forma, el monismo suele vincularse al panteísmo.
Desde el momento en que Dios es Único (monos), podemos añadir que es Todo (pan), de manera que
se puede hablar de un Dios-Todo (es la totalidad de lo que existe). Esa experiencia de Dios resulta tan honda y
radical que no deja lugar para que existan otras realidades a su lado. De un modo normal, panteísmo y ateísmo
pueden relacionarse e incluso identificarse: Desde el momento en que Todo es Dios, algunos afirman que nada
es especialmente divino (no hay un Dios distinto del mundo o del hombre). Si todo es sagrado, nada resulta
particularmente sagrado, no hay un Dios personalmente divino, ni importen las personas humanas.
En esa línea, el panteísmo puede impedir no sólo la libertad, sino la alteridad de los hombres en la
historia: Siendo un elemento de la divinidad (un momento de su despliegue), los hombres carecerían de
autonomía; ellos tendrían su verdad y realidad en Dios, no existirían por sí mismos, no serían personas libres,
responsables de su realización en la historia, no podrían dialogar con Dios de manera autónoma. En contra de
ese riesgo de supresión de la libertad he querido elevar el argumento clave de este libro: La prueba decisiva de
Dios es la libertad humana (tema 16), el hecho de que Dios, siendo en sí ha querido existir fuera de sí,
haciéndose historia (tema 17). De todas formas, no podemos ni debemos olvidar la aportación al menos ideal
de los monismos que han querido y quieren poner de relieve la unidad sagrada de un cosmos en el que todo se
contiene13.

13
Del panteísmo se distingue el pan-en-teísmo, a cuyo juicio todo lo que existe en Dios, pero sin identificarse con él en un
sentido estricto. Esta visión, desarrollada por K. Ch. Krause (1781-1832), fue divulgada en España por J. Sanz del Río y
la Institución Libre de Enseñanza, y tuvo gran influjo en las instituciones académicas en el primer tercio del siglo XX.
Cf. J. López Morillas, El krausismo español. Perfil de una aventura intelectual, México 1956; A. Jiménez. El krausismo
19

3. Dualismo. Algunos movimientos filosófico-religiosos dividen a Dios en dos momentos, uno


positivo y otro negativo, uno bueno y otro malo, como muestra de manera especial la religión de los iranios
(zoroastrismo, mazdeísmo). En esa línea, han sido también dualistas algunos gnósticos paganos o cristianos
(judeocristianos) y en especial los maniqueos. Ellos han visto algo que es muy importante, la conflictividad de
la existencia humana (en libertad); pero han solucionado mal el problema, atribuyendo la lucha de la historia
al mismo Dios.
Conforme a su visión, existe un Dios bueno, pero no controla el conjunto de la realidad, sea porque a
su lado existe un principio adverso, sea porque el mal ha surgido del mismo Dios bueno, que se encuentra de
esa forma limitado. En esa línea, el mal puede tomarse como una sombra (dios perverso), que existía desde el
principio o que ha surgido por un fallo de la creación, dominando nuestro mundo en sus facetas exteriores
(vida social, economía, política etc.). Lógicamente, la historia aparece así como tiempo de batalla, pero no
sólo de los hombres, sino del mismo Dios, como campo de lucha entre dos principios, uno bueno y otro malo.
En el centro de ella se debaten los humanos, como seres llamados a padecer en su propia carne la guerra de
Dios, sin verdadera libertad.
Esta postura dualista parece explicar algunos aspectos de la vida (el sufrimiento humano, la dureza de
la historia…), pero incluye dos grandes peligros. a. Un riesgo de evasión: El dualismo gnóstico tiende a
volverse espiritualista, en el sentido negativo (evasivo) del término, pues para superar la opresión del dios
perverso debemos salir del mundo, abandonar la materia e integrarnos en la realidad del Dios bueno, a través
de un proceso ascético de purificación. b. Lucha sin fin. Si hay dos formas de Dios, nuestra vida será una gran
batalla, un combate el triunfo del bien sobre el mal, en clave de violencia, como parece haber supuesto
Nietzsche, al menos en algunos momentos de su vida. Seremos un momento de la gran lucha de Dios,
inmersos en una inmensa lucha de Dios, pero sin libertad.
La respuesta cristiana frente al dualismo no es la pura negación, sino una afirmación más alta, que
estudiaré en el próximo libro al tratar de la Trinidad. No es que frente al dualismo (habría dos dioses)
queramos alzar un triadismo o triteísmo (tres dioses), sino que debemos precisar mucho mejor el tema de la
transcendencia e inmanencia de Dios en la historia, la forma en que él existe en sí existiendo (expresándose)
en la historia de los hombre. En ese sentido, la mejor Teodicea o defensa de Dios será la Trinidad, es decir, la
afirmación de que Dios es vida interna (relación de amor y entrega mutua) y de que él ha entrado de verdad en
la historia de los hombres, asumiendo (elevando y transformando) el mismo sufrimiento. Así podemos afirmar
que el dualismo es un momento interior del mismo Dios, tal como es en sí, tal como se revela. Pero de ello
sólo podremos hablar, en clave cristiana, desde una perspectiva trinitaria, pues el tema de la teodicea, al ser
planteado en clave filosófica, queda abierto y sólo puede interpretarse y resolverse de verdad en clave
teológica, es decir, de fe (según el cristianismo)14.

4. Monoteísmo, un silencio elocuente, una palabra. Ésta es la respuesta que quiero exponer en las
páginas que siguen. No puedo demostrar científicamente que hay un solo Dios personal, que habla y se
introduce en la vida de los hombres porque quiere compartir la vida con ellos, pues él no se revela en el plano
de la ciencia, sino por la experiencia religiosa (y quizá en un tipo de filosofía). Pero el monoteísmo es, a mi
juicio, la respuesta que mejor responde a las preguntas y tareas de los hombres, y así quiero exponerla, a lo
largo de este libro, presentando algunos rasgos de la revelación religiosa de Dios, a través de un itinerario
histórico de reflexión y compromiso al servicio de la vida (en diálogo con la filosofía).
El monoteísmo sostiene que Dios se revela como principio creador, Realidad-Fuente de todo lo que
existe. En sentido estricto, su revelación ha sido transmitida por las religiones proféticas (judaísmo,
cristianismo, islam) que han descubierto y defendido su personalidad, diciendo que vive en sí mismo (en su
gran silencio), sin necesidad de revelarse, pero que lo ha hecho (se ha revelado) por amor generoso, a fin de
que el mundo (los hombres) puedan compartir su despliegue de vida. La revelación de Dios (que es voluntaria,
no impuesta) supone que él es persona, es decir, que existe en libertad, y que libremente ha creado a los
hombres, para que sean autónomos, por sí mismos. En esa línea he querido culminar el argumento de este

y la Institución Libre de Enseñanza, Madrid 1986; R. Orden Jiménez, El sistema de la filosofía de Krause, Madrid 1998.
En ese fondo pueden entenderse algunas reflexiones del tema 13.
14
He tratado del dualismo gnóstico y maniqueo en Hombre y Mujer en las Religiones, Estella 1987. Cf. también F.
García Bazán, Gnosis. La esencia del dualismo antiguo, Buenos Aires 1978. F. Bermejo, La Escisión imposible. Lectura
del Gnosticismo Valentiniano, Salamanca 1998; Ch. Puech, En torno a la Gnosis I-II, Madrid 1982.
20

libro (temas 17-18, 23-24): Ser hombre es ser persona en libertad, y sólo un Dios que es libre (y se manifiesta
porque quiere, no por imposición o fatalismo) puede fundar la existencia humana. En este contexto se
entienden, y han de plantearse, los tres rasgos principales del monoteísmo:

‒ Libertad frente a idolatría. Frente al politeísmo, que confunde a Dios con los muchos dioses y hace al hombre esclavo
de aquello que adora (idolatría) el monoteísmo afirma que Dios es uno y que no oprime ni somete al hombre, sino que
le libera para ser y realizarse en libertad. Tanto el Israel antiguo como el Islam moderno han reaccionado contra la
multiplicidad de figuras divinas que sacralizan de algún modo las fuerzas naturales y vitales. Cristianismo y judaísmo
asumen esa herencia: la divinidad no se escinde ni multiplica, no se rompe ni disgrega; sólo hay un Dios, un poder
sagrado que todo lo funda y dirige con su fuerza. Entendido así, el monoteísmo es la afirmación de la unidad
fundamental, divina, de todo lo que existe.
‒ Apertura frente a una clausura cósmica o social. En contra de un tipo de panteísmo que cierra al hombre en lo que
hay (en un todo auto-divinizado e idolátrico), los monoteístas añaden que Dios es trascendente. No se confunde con la
naturaleza, ni con la vida interior de los seres personales (con el alma, con la idea, con la vida...), sino que tiene su
grandeza y realidad en sí, como distinto de todo lo que existe, abriendo un espacio de vida siempre mayor para los
hombres. Por eso resulta imposible toda experiencia panteísta de inmersión en lo divino (al estilo oriental), todo
silencio impuesto, toda sumisión. Dios es garante y sentido de la apertura humana Sólo porque Dios existe y porque nos
desborda como trascendente (siendo mayor que todo lo que podemos hacer y pensar, imaginar o desear), tiene sentido
y puede realizarse libremente el ser humano.
‒ Personalidad frente al puro destino. Frente al deísmo (una visión filosófico-religiosa que concibe a Dios como una
especie de ser indiferente y desligado de la historia de los hombres), el Dios monoteísta es persona, alguien que piensa
y desea, un ser cuya presencia y acción experimentan con fuerza los creyentes, pues se introduce en su historia. Esto
significa que el ser humano (siendo personal) aparece especialmente vinculado a Dios, como imagen suya, en diálogo
con él. Como veré en el próximo libro (sobre la Trinidad), el problema de la personalidad de Dios se vincula, para los
cristianos, con su revelación en la historia, a través de (en) Jesucristo.

Pero ese desarrollo trinitario queda para el próximo libro. En las páginas que siguen he querido
exponer una visión monoteísta y personal de Dios. Se trata, como seguiré mostrando, de un Dios que se
encuentra más allá de nuestras razones, de manera que no podemos demostrar científicamente su existencia, ni
penetrar en su misterio, ni manipularle a fuerza de argumentos; pero él se comunica en forma de palabra y
vida, haciéndose presente en la existencia de los hombres, no por debajo de la ciencia (como algo irracional),
sino por encima, pues las realidades más altas no se imponen, sino que se acogen por amor y se transmiten por
testimonio creyente.
Así lo ha comprendido la tradición judía, celosa del silencio y de la separación de Dios, protestando
siempre contra toda idolatría, pues de lo que no se puede hablar es mejor guardar silencio (L. Wittgenstein,
aforismo final del Tractatus lógico-philosophicus, 1921). Pero, matizando ese aforismo y el silencio de cierta
tradición judía, debemos afirmar que ese Dios es Palabra (cf. tema 18), y fuente de todas las palabras, de
manera que podemos hablar con él (desde él), no sobre él (como si fuera un objeto), en gesto gozoso.
De Dios no podemos decir nada, es el gran silencio, y así debemos guardarnos de toda idolatría, es
decir, de confundirle con cosas, objetos o pensamientos que nos esclavizan (idolatría). Pero, al mismo tiempo,
él es palabra originaria y creadora, comunicándose a los hombres, para que ellos sean ser libres y puedan
realizarse de manera autónoma. Sólo desde ese fondo de silencio personal de Dios puede y debe evocarse su
revelación, vinculada al gozo de que la vida exista y se expanda, poderosa y fuerte, a pesar de su debilidad.
En ese contexto se sitúa el monoteísmo religioso, entendido como revelación de la Palabra que brota
del Silencio, no para romperlo, sino para enriquecerlo, de tal forma que los hombres y mujeres puedan
madurar como personas, compartiendo amor unos a otros y gozando la vida que es felicidad, pues para gozarla
nos hace Dios de tal manera que nosotros podamos hacernos y ser en libertad, porque Dios nos quiere y
porque nosotros lo (le, nos) queremos15.

15
En este contexto se entiende el silencio de Dios al que aluden las tradiciones de oriente de (y en especial del budismo),
que prefiere evitar las palabras enfrentadas de las tradiciones politeístas, que corren el riesgo de manejar a Dios. Pues
bien, siendo persona, Dios no puede ser manejado por nada ni nadie, no por falta de realidad, sino por exceso, pues es la
riqueza suma y sólo si él quiere puede manifestarse.
21

2
Cuando el hombre despierta.
Lo numinoso

De Dios se han ocupado y se ocupan, en claves distintas, religión y política, filosofía y arte, moral y
economía… Pero, como he venido diciendo, al menos veladamente, en el tema anterior, sólo podemos
escuchar su voz (acoger su revelación) porque él nos habla. Desde ese fondo he querido analizar la
experiencia originaria, la toma de conciencia de nuestra identidad en el momento en que, despertando a la
vida, descubrimos lo numinoso como silencio sagrado y presencia personal, en la raíz de nuestra experiencia
humana: Dios no es una cosa entre otras, sino hondura y sentido de todas, la dimensión más honda de nuestro
mismo ser humano.
El tema es complejo, como ha podido sentir quien haya seguido en el capítulo anterior, ante el primer
«borrador» del mapa de Dios, dispuesto a iniciar el itinerario. Por eso será bueno comenzar por lo más
sencillo, en el momento en que el hombre o mujer nacen a la vida, despiertan a la conciencia. Es evidente que
no empezamos conociendo a un «dios» concreto, como si al encontrarnos en la vida le halláramos a un lado o
delante de nosotros, como un ser distinto (un ente más alto o poderoso que los otros). No le escuchamos ni le
vemos en sentido externo, ni viene a saludarnos de esa forma, para darnos así la bienvenida, cuando salimos
del útero materno.
No le encontramos así, pero pre-sentimos su presencia como realidad de fondo de todo lo que existe, y
así lo indicaré al empezar hablando de lo numinoso. Lo primero que han visto nuestro ojos y han palpado
nuestras manos, lo primero que ha sentido nuestro cuerpo, no ha sido un Dios celeste y concreto (como han
pensado algunos investigadores)16, sino el aire y la luz que nos envuelve, con unas manos cercanas y
cuidadosas, un pecho fecundo de madre.
En ese sentido, Dios no es lo primero. No nacemos con un Dios ya formado, a la carta, pero nacemos
pudiendo buscarle y encontrarle, a diferencia de los animales (¡mi perro, despierto en otros planos!) que no
responden a lo que podemos llamar el «estímulo divino» de la realidad. Nacemos así pudiendo conocer a
Dios, y así lo advertimos de un modo sorprendente, como algo que hay (y que somos), sin razones ni causas,
en una línea que empezaré llamando numinosa (divina). Así lo indicaré, presentando primero sus notas y
valorando después su sentido, en la matriz de nuestra vida. Ésta será la primera página de mi Itinerario de
Dios, el punto de partida de mi «mapa divino»17.

1. Realidad primera, notas de lo numinoso

Lo numinoso no es una experiencia junto a otras, sino momento y raíz de todas ellas; no es una prueba
de Dios como persona, sino una expresión de lo divino, como elemento integrante de nuestro acceso a la

16
Así pensaba W. Schmidt (1868-1954), fundador de la Escuela de Religiones de Viena. A su juicio, en el principio de la
historia habrían existido pequeños grupos, de base monogámica y religión monoteísta, como algunos pigmeos del centro
de África, los andamanes de Malaca, los toalas de las islas Célebes y algunos aborígenes de Ceilán. Ellos serían la prueba
de que en la raíz de la cultura humana hubo un monoteísmo original, que provenía de una revelación divina, de manera
que, en contra del evolucionismo dominante de la actualidad, no se puede hablar de un paso del politeísmo al
monoteísmo, sino al contrario. Entre sus obras: Die Uroffenbarung als Anfang der Offenbarungen Gottes, en G. Esser
(ed.), Religion, Christentum, Kirche. Eine Apologetik für wissenschaftlich Gebildete, Kempten 1911, 479-632; Der
Ursprung der Gottesidee. Eine historisch-kritische und positive Studie I-II, Münster 1912/1926; Die Religionen der
Urvölker Asiens und Australiens, Münster 1931. Esta visión no ha logrado convencer a los investigadores.
17
Estudiaré el despertar de la conciencia religiosa a partir de R. Otto, con otros fenomenólogos de la religión, como M.
Eliade, Tratado de historia de las religiones. Morfología y dinámica de lo sagrado, Madrid, 1981; J. Martín Velasco,
Introducción a la fenomenología de la religión, Madrid, 1984; G. van der Leeuw, Fenomenología de la religión, México,
1964; G. Widengren, Fenomenología de la religión, Madrid, 1976.
22

realidad. En ese contexto ha querido analizar R. Otto (1869-1937)18 la revelación de lo sagrado (o numinoso),
en la base de la apertura del hombre a la realidad: En el momento en que despierta su conciencia, cuando
rompen su matriz cósmica y salen a la luz del mundo, los hombres no han ido encontrando cosas objetivas
(capaces de ser estudiadas por la ciencia), sino que se descubren inmersos en algo divino, sagrado.
Hombres y mujeres despiertan a su propia vida, como si les arrancaran del útero cósmico donde sigue
inmerso todo el resto de las cosas (con los animales), y se descubren a sí mismos en la realidad, sin saber
cómo (sin saberse a sí mismos) de forma misteriosa, sin que ellos puedan distinguir todavía en la realidad los
diversos objetos (o sujetos), pues todo aparece como numinoso, dotado de un poder que les admira, subyuga e
impulsa. Esta experiencia no es un sentimiento subjetivo (de dependencia o vinculación sagrada), ni resultado
de una argumentación filosófica o científica, sino que emerge en nuestra apertura a la realidad, como elemento
originario de nuestro encuentro con ella (en ella).

a. En la realidad: Admiración, misterio, majestad

No se puede hablar de dos realidades distintas: Por una parte lo divino y por otra las cosas externas, ni
se puede hablar de los hombres por un lado y del mundo por otro, pues la misma realidad (en la que estamos
inmersos) viene a desvelarse en su matriz como sagrada, inmersa en un halo numinoso, como seguiré
indicando: Nos acoge, pero al mismo tiempo nos separa de ella haciéndonos independientes; nos recibe, pero
al mismo tiempo nos impulsa a caminar, para que así seamos por nosotros mismos. Todo se halla unido en el
principio, y todo se va (nos va) separando, de forma que podemos distinguir dos rasgos:

– Hay realidad, en ella somos. Lo divino (numinoso) no es un simple sentimiento subjetivo, sino un aspecto de la misma
realidad en la que estamos inmersos, y de la que formamos parte. No es una cosa, ni un conjunto de cosas especiales,
separadas de las otras, sino una dimensión de todas ellas. Está fuera de nosotros, sale a nuestro encuentro y nos
sorprende; pero, al mismo tiempo, pertenece a nuestra misma vida, entendida como tarea de ser, fuera y dentro de
nosotros.
Despertando a la conciencia, poco a poco, nosotros, hombres y mujeres, ya no estamos sometidos a los impulsos
del entorno, del que no podríamos separarnos, sino que vamos descubriendo la realidad como distinta (poderosa), y nos
descubrimos a nosotros en (ante) ella, de forma que podemos reaccionar a su presencia.

– La realidad nos sorprende. Nuestra primera actitud y respuesta no ponernos encima y manejarla, utilizarla, sino
admirarnos, dejarnos influir por ella. No somos servidores de las cosas (como esclavos de un amo exterior), ni tampoco
nos sentimos obligados a dominarla, sino que nos admiramos ante su presencia, por el hecho de que exista, y existamos
nosotros despertando ante ella. Eso es lo sorprendente, lo admirable: Que la realidad vaya apareciendo ante nosotros, y
nosotros en (ante) ella, y que así podamos descubrirla (al descubrirnos a nosotros mismos en ella).
En sentido judeo-cristiano, los hombres se sienten creaturas ante el Creador (nos ha hecho un Dios más alto),
pero ésta es una interpretación posterior. En un primer momento no hay Creador ni creatura, sino realidad y admiración
humana.

Esta actitud originaria nos distingue de los animales, que no se sorprenden, ni admiran, sino que
simplemente son, instalados ante (en) la realidad, sin preguntarse por qué, ni cómo o para qué… Ellos están
naturalmente instalados en las cosas, en equilibrio con su entorno, a través de una adaptación natural,
instintiva, sin conocerse a sí mismos, ni saber que existe realidad. Es como si no vivieran ellos, como si la
Vida superior les «viviera», sin ellos saberlo.
Por eso, los animales no pueden admirarse, ni sentir lo numinoso, ni sentirse a sí mismos. Es como si
se deslizaran sobre un mundo plano, como si otra cosa (realidad) existiera en ellos, sin ellos saberlo ni saberse.
En cambio el hombre no sólo siente cosas, sino que las siente como «realidad» que está ante él, con su propia
textura, de manera que él mismo se va sintiendo y descubriendo ante ellas, reaccionando de manera progresiva
(inteligente), reconociéndose a sí mismo.

18
Estudioso de la Biblia, teólogo e historiador, profesor en las universidades de Breslau (1915) y Marburgo desde 1917.
Además de sus trabajos de especialidad sobre el Hijo del Hombre en la Biblia y en las religiones orientales y de su
estudio sobre religiones comparadas de oriente y occidente, escribió un pequeño libro titulado Das Heilige (1917; versión
cast. Lo santo, Madrid 1968), donde ofreció una visión básica del hecho religioso y de la toma de conciencia humana
(religiosa) de la vida.
23

Hombres y mujeres se descubren así admirados ante aquello (y en aquello) que ven y les adviene,
abiertos ante una realidad que les desborda, de manera que deben situarse ante ella, y responder de forma
activa, si quieren seguir existiendo. Es como si hubieran roto (superado) el molde de las cosas, saliendo de
alguna forma de ellas (sin haber salido…), de tal modo que las ven ya fuera de sí mismos, y ellos se ven ante
ellas, de un modo admirado, sorprendido. Ésta es la novedad de los hombres: Las cosas no son para ellos
simples estímulos (como para los animales), sino realidades con sentido que ellos mirar y ad-mirar, tocar y re-
tocar. Ellos las pueden «prender» y sor-prenderse, descubriendo que deben con-vivir con ellas a través de una
tarea de aprendizaje creador.
En un momento dado, dentro de una determinada tradición religiosa, ellos deberán interpretar esa
experiencia y podrán hacerlo diciendo que lo numinoso es un alma interior de las cosas, o un Dios, un espíritu,
un tipo de presencia espiritual (en línea monoteísta o politeísta, personal o supra-personal), o concluyendo que
no hay nada más que lo que hay, que lo numinoso ha sido una primera impresión infantil que ha de apagarse
con el paso de los años (cf. tema 11). Pero eso son interpretaciones posteriores, que iremos viendo en este
libro. En principio, es mejor quedarse con un nombre general, como es lo numinoso, sin llamarle todavía Dios,
precisando sus notas, como admiración, misterio, majestad, fascinación, terror.
En esa línea decimos que la realidad es numinosa (es decir, que está cargada de sentido y densidad),
que deriva del latín numen, que significa deidad protectora, pero también musa, inspiración sagrada. Eso
significa que la realidad nos sobreviene y admira, y no podemos relacionarnos con ella sin una iniciación, un
cuidado especial:

‒ Admiración. Los animales sienten estímulos ante cosas concreta, pero nunca admiración ante la Realidad como tal,
pues no la conocen ni saben que existe; las cosas le ofrecen signos de atracción, hambre, miedo concreto, nada más. Los
hombres, en cambio, descubren en el fondo de ellas una dimensión especial de realidad: La cosas están ahí, tienen su
propia entidad, y los hombres son (despiertan), situándose ante ellas, sintiéndose admirados, sorprendidos, enriquecidos.
Eso significa que ellos no discurren por la vida entre puros estímulos (como animales), sino ante la Realidad,
descubriendo que ella podría no existir y sin embargo existe…, podría desaparecer, y aparece. La Realidad así
descubierta tiene un carácter simbólico, es misteriosa, no se puede probar ni manejar, ni dominar, pero nos puede aterrar
y fascinar, al mismo tiempo.
En ese sentido, lo primero que el hombre siente ante las cosas es pavor (pues no sabe cómo le pueden
responder), pero fascinación, pues ellas le atraen de manera intensa. En esa línea, R. Otto añade que la realidad es
numinosa (sagrada), un misterio que nos arrebata con miedo y atracción irresistible (es tremendum et fascinans). En un
momento dado, por impulso de la misma evolución biológica (o por atracción de lo divino, si se puede utilizar este
lenguaje), el hombre ha salido del huevo cósmico (equilibrio inconsciente, naturaleza), asomándose a la realidad en
cuanto tal, y ha descubierto su poder, sintiendo su energía y sabiendo que él debe situarse ante ella y responder
(arriesgarse, aprender) para existir de un modo humano.
El hombre ya no puede limitarse simplemente a vivir, como hacen los animales: O sobre-vive, situándose en un
plano más alto de respuesta ante la realidad, o acaba siendo inviable como especie y muere. Diciéndolo de un modo
simbólico, el hombre podría haberse vuelto atrás, retornando al simple mundo, como los restantes animales, ajustados a
su medio. Pero ha mantenido su identidad, como viviente que ha salido del mundo, a pesar del terror que ello implica,
porque la fascinación del camino que se abre a su paso ha sido aún mayor.
De esa forma, el hombre se ha elevado, se ha liberado de la inmediatez del mundo y, se ha atrevido a vivir frente
a las cosas, conociéndolas como realidad, conociéndose a sí mismo, iniciando así la fuerte travesía de lo humano. El
animal está entre cosas, pero no lo sabe (porque no se sabe a sí mismo, ni conoce las cosas como tales); por eso, nada le
admira. El hombre, en cambio, conoce las cosas como realidad, aunque no puede penetrar plenamente en ella, pues son
para él misteriosas; por eso se admira… y si sigue viviendo es porque ha «sobre-vivido», se ha mantenido en la brecha en
vez de desistir, dejándose morir o suicidándose, como podría haber hecho (cf. tema 17).

‒ Misterio. Como he dicho, la realidad se alza ante el hombre, que puede conocerla y manejarla, pero ha de hacerlo con
gran cuidado (pues sabe que le desborda), y en ese sentido decimos que ella es misteriosa, es decir, tiene un elemento
místico (de misterio), algo que desborda todo lo que el hombre sabe. A diferencia de los animales que viven por impulso
vital y por instinto, los hombres necesitan una iniciación, un aprendizaje más alto para existir como tales en la realidad y
sobre-vivir (de lo contrario morirían, como he dicho).
Por eso, a fin de existir y sobre-vivir de un modo personal, cada hombre ha de ser un místico, un iniciado, pues
la Realidad (vista así, con mayúscula) se le muestra de forma misteriosa: No sabemos de dónde proviene, ni hacia dónde
nos dirige, pero descubrimos que existe y se nos manifiesta, suscitando en nosotros una gran emoción, un miedo distinto
de todos los miedos concretos. Por eso debemos tratarla de un modo especial, aprendiendo a relacionarnos con ella.
Lógicamente, lo numinoso no es una cosa entre cosas, sino una dimensión que se expresa en ellas (en unas más
que en otras), y que las transciende a todas, sin identificarse expresamente con ninguna (a no ser que hablemos ya en
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concreto de Dios o de dioses), suscitando admiración, sorpresa, miedo… y, al mismo tiempo, gratitud (y compañía). En
ese sentido debemos afirmar que al principio de la vida humana (en el mismo despertar de la conciencia, en la apertura a
la realidad) emerge un tipo de experiencia proto-religiosa, una actitud de respeto admirado ante la Realidad, pues sólo
así, con respeto, podemos relacionarnos con ella y sobre-vivir.
Es como si las cosas particulares se volvieran transparentes y nos pusieran en contacto (en y por encima de ellas)
con Aquel/Aquello que las sostiene y que nos fundamenta, admira y desborda, haciéndonos distintos de todo lo que
existe (al menos entre aquello que nosotros conocemos). En este contexto, la religión aparece como descubrimiento de la
Realidad que se va expresando en todo lo que vemos o sentimos, y de un modo especial en algunas cosas, personas y
formas de conducta: la religión es descubrir que la realidad es sagrada (existe en sí, poderosa) y que podemos
relacionarnos con ella, siendo de esa forma lo que somos.
En ese sentido, lo primero que conocen los hombres no son cosas aisladas, que pudieran separarse unas de otras
(un árbol, un río, una persona…), sino el halo numinoso del que emergen y en el que se sustentan, como realidades. Los
animales viven prendidos en cosas, impresiones, instintos… Los hombres, en cambio, se descubren inmersos en (ante) la
Realidad que le admira y suscita veneración, de forma que deben hacerse iniciados (místicos), para entenderla y
relacionarse con ella.
Nosotros, occidentales del tercer milenio, tras siglos de razonamiento intelectual y ciencia, tendemos a
detenernos en cosas concretas, objetos que están «a la mano», a nuestra disposición, materiales, que podemos manejar y
utilizar, en sentido objetivo. Pero en su origen no fue así: Lo primero que los hombres y mujeres conocieron (y conocen)
despertando a la conciencia no son «cosas» separadas, sino la realidad sagrada, es decir, lo numinoso, misterio, que no es
una cosa junto a otras, sino el halo o fondo sacral de cada una (y de todas ellas).

‒ Majestad. Lo numinoso es maiestas, del latín maius, grande (en sentido de dimensión, soberanía), no en sentido de
grandeza externa, sino de hondura cualitativa (es decir, de realidad). En esa línea, san Anselmo (cf. cap. 6) definirá a
Dios como id quo maius nihil cogitari potest..., es decir como aquello más grande que lo cual nada puede ser pensado, es
decir, como lo «supremo». Lo numinoso es majestad, no simplemente porque hace cosas más importantes, sino porque es
mayor, es «soberano». En esa línea se puede añadir que el rey es majestad, pero lo es de una forma ya muy derivada.
La majestad no es una nota que se añade desde fuera a lo numinoso, algo que pudiera tener o no tener, sino que
forma parte de su propia realidad. Es como si de pronto, al situarse ante las diferentes cosas, el hombre religioso no viera
en ellas simplemente lo que son en concreto, cerradas en sí mismas, sino que las estuviera contemplando y entendiendo
en su realidad original, en su grandeza suprema.
En este contexto podemos hablar de un desnivel (doble nivel) de la realidad. Por un lado, los hombres y mujeres
han visto y manejado cosas concretas (piedras y plantas, animales, comidas…); pero, al mismo tiempo, ellos descubren la
soberanía (majestad, grandeza) que las fundamenta y que se expresa en ellas, con poder que ellos no pueden manejar. La
realidad aparece así como un exceso de ser, una superabundancia o plenitud que nos desborda y que debemos interpretar
como ontológicamente superior. La Realidad es siempre más alta, o más grande (maius), de forma que todo lo restante se
descubre en su comparación como pequeño (minus), creatura, nada.
Los hombres no viven simplemente ante estímulos y cosas, como los animales, sino ante (y en) la Realidad que
ellos no pueden abarcar ni manejar, porque les desborda. R. Otto ha vinculado esa experiencia universal de grandeza (lo
divino es Majestad, el ser Supremo) con un sentimiento de creaturidad, que parece tener rasgos cristianos (protestantes):
Hombres y mujeres se descubren así, simbólicamente, no sólo pequeños (menores) ante el misterio, sino radicalmente
dependientes (creaturas).
Quizá puede discutirse el sentido de esa dependencia (en línea de creación), pero es evidente que el mismo
despliegue de la Realidad como Majestad suscita pavor, una sensación de pequeñez intensa: El hombre no puede
esconderse o resguardarse ante la Realidad, nada puede hacer para resolver la situación, sino descubrirse y admitirse
creatura, nada (o no-nada, como decían los místicos castellanos del siglo XVI).

b. De un modo activo: Energía, pavor, fascinación

Las notas anteriores eran de tipo más «entitativo», si es que puede utilizarse esta palabra. Lo
numinoso aparecía como realidad en la que somos. Las que ahora siguen son de tipo más «activo». Lo
numinoso no es sólo la hondura de aquello que somos, sino el principio y fuente de aquello que hacemos al
hacernos a nosotros mismos. En ese sentido le empezamos definiendo como la energía originaria, para
precisar después sus dos aspectos complementarios de pavor y de fascinación.

– Energía. Siendo majestuosa, la realidad se muestra, al mismo tiempo como energía (en latín potencia), es decir, como
fuerza para actuar (en el plano del hacer). Las cosas tienen energías parciales, limitadas, poderes que actúan en un
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determinado campo de realidad. Pero, al fondo de ellas, se expresa la Potencia original, ilimitada, energía de todas las
energías. Según eso, la Realidad no es sólo Realeza por su Majestad, sino también Poder Supemo, capacidad de acción, y
en esa línea ella no se define sólo por aquello que es (plano ontológico, más griego), sino por lo que hace como Potencia
suma (en un plano más moderno, en el que interesa más el Poder que el Ser).
Ciertamente, el hombre religioso sabe que las cosas actúan en un plano concreto, manejable, y que él puede
aprovecharse de ellas. Pero sabe también que al fondo de todas late un Poder más alto, supremo, capaz de hacer y
deshacer, de crear y destruir, de manera que su vida no se encuentra asegurada en cosa alguna, sino que depende del
poder (Energía) de la Realidad que él no puede manejar. Las restantes cosas están a su mano, unas junto a otras, sin que
ellas lo sepan. El hombre, en cambio, descubre en (al fondo de) todas el latido de la Realidad que actúa y se expresa
como Energía suprema, misteriosa (descubriéndose inmerso en ella).
Eso significa que el hombre no puede apoyarse en ninguna cosa concreta, pues hay algo más grande que todas
ellas, algo que él no puede manejar, pero que de algún modo conoce. Así descubre que las cosas del mundo no pueden
salvarle (darle salud cumplida, realizarle plenamente), cosa que sólo puede hacer la Energía suprema que está al fondo de
todas, y le causa admiración y pavor.
Ésta es la paradoja central del hecho religioso: Un hombre podría poseer todas las cosas (ganar el mundo entero)
y, sin embargo, carecer de seguridad, pues su seguridad proviene de un tipo de Energía más alta que él no puede manejar,
y que le produce un Pavor supremo (¡podría destruirle!), ofreciéndole, al mismo tiempo, la Confianza más alta (sólo ella
puede sostenerle).
Esa energía salvadora no se puede entender como una cosa junto a otras, sino como Poder Supremo, que está
dentro y fuera de ellas y que nosotros no podemos dominar, aunque participamos de ella. Eso significa que en el fondo no
podemos calcular y manejar nuestra existencia (como si fuéramos sus dueños), pues dependemos plenamente de la
Energía (numinosa) que se expresa y actúa en nuestra vida. Este descubrimiento (y desvelamiento) de lo sagrado como
energía imprevisiblemente activa, incontrolable, puede suscitar y suscita una ruptura y un pavor supremo en aquellos que
quieren asegurar su vida en las cosas que poseen, de una forma racional, científica, económica.
Pues bien, este mismo descubrimiento pavoroso resulta en otro aspecto muy gratificante, pues permite que los
hombres superen todos los restantes niveles de seguridad, confiando de esa forma en lo divino, que es lo único que puede
asegurar una existencia específicamente humana, como personas que somos (no como cosas). Ante esa Energía,
Voluntad poderosa, el hombre se descubre por un lado amenazado (puede ser destruido) y por otro totalmente seguro,
pues ella (esa Energía) puede manifestarse como Voluntad de amor, Poder creador de vida (y de esa forma entramos ya
en las religiones concretas, como formas de experiencia positiva de la Numinoso).

− Pavor. De las notas más internas de lo numinoso (es Majestad, Energía, Misterio) pasamos a sus efectos. En esa línea,
(como veremos en cap. 8) F. Schleiermacher dirá que el primer efecto de la presencia sagrada es un sentimiento de
dependencia (no somos por nosotros mismos, sino en aquel que nos sustenta). Pues bien, en contra de eso, R. Otto afirma
que el primer efecto y signo de lo Numinoso es el Pavor sagrado, entendido como Estremecimiento radical ante una
Realidad que nos desborda, como si estuviéramos ante una gran tormenta de fuego, de rayos y truenos, de olas inmensas
(cf. Ex 10: Los hebreos ante el Sinaí). La realidad es tremenda: Nos hace temblar (tremo), estremecernos.
No temblamos por miedos concretos, como los que nacen de objetos externos (oscuridad, aullido de una
fiera…), sino por Terror ante aquel (aquello) que nos desborda con su majestad y nos funda o destruye con su energía. La
vida está tejida de miedos concretos, pero todos resultan secundarios ante el pavor religioso, relacionado con la vida y la
muerte, el ser y la nada, pavor que no es un miedo concreto, no es inquietud por algunas cosas de la vida, un terror de
tipo psicológico, sino algo totalmente distinto: Al situarse ante lo numinoso, el hombre o mujer se trasciende, no hace pie
en el suelo, sale de sí mismo y se encuentra de pronto suspendido ante el misterio, que es Majestad y Energía, sabiendo
que no puede alcanzar el equilibrio por sí mismo.
En este contexto sitúan algunos (¿Heidegger, Ser y tiempo?) la angustia diciendo que ella desborda el nivel de
nuestra relación con las cosas, los miedos particulares, las seguridades (e inseguridades), situándonos ante aquello que es
del todo extraño y transcendente, en las fronteras de la Nada, allí donde cayendo en su vacío el hombre queda suspendido
en su absoluto desamparo. Pero, al mismo tiempo, en otro sentido podemos afirmar que este Pavor originario brota de la
revelación de Aquel (de Aquello) que es radicalmente distinto: No nos estremece el vacío, sino una plenitud más, la
Energía y Majestad suprema: Por encima y encima del vacío «somos», alguien/algo nos hace ser sobre la nada.
El animal no sabe de nadas ni absolutos, el hombre, en cambio, se sitúa ante el Absoluto, asomándose también
ante la Nada: Se sabe nada (no-nada, ni siquiera nada), pero se descubre, al mismo tiempo, todo (en el Todo). Por eso,
destruyendo las restantes seguridades, este pavor edifica al hombre sobre la nada (haciéndolo ser por pura gracia).
Superando el nivel de una divinidad domesticada, que parece estar ahí sencillamente para protegernos, emerge lo divino
como Realidad irreductiblemente distinta, gran torrente de vida que no podemos detener ni dominar, una tormenta en
medio de la cual no sólo sobre-vivimos, como los hebreos ante el Sinaí (Ex 19-20), sino que «somos» de manera
radicalmente humano, como han sabido los hindúes ante las manifestaciones tremendas de la divinidad oculta. Por eso,
en el momento de la revelación de Dios resulta normal el estremecimiento.
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– Fascinación. Siendo estremecedor por su Majestad y Energía, lo numinoso es fascinante por su Gracia, esto es, por su
fuerza creadora, en medio de la gran tormenta en la que, amenazados por la muerte, hemos sobre-vivido y persistimos en
la vida (en vez de morir o matarnos a nosotros mismos). No podemos decir cómo, pero hemos logrado mantenernos y
aguantar en el ojo dentro del gran huracán (cf. Gn 1, 1-2), como si Dios mismo fuera la tormenta originaria (o la
suscitara), dándonos vida en vez de matarnos en ella. De esa forma, lo numinoso los impulsa a la acción, al compromiso
activo para que podamos ser lo que somos.
En este contexto, el hombre confiesa de hecho que es bueno que la Realidad (el numen) le trascienda, pues su
Majestad es protectora y su Energía creadora, descubriendo así que su vida se funda precisamente en aquello que parecía
destruirle. Pues bien, en este lugar de ruptura frente al puro mundo (las cosas concretas), se encuentran y vinculan los
contrastes, en fuerte paradoja, de manera que lo numinoso viene a desvelarse, al mismo tiempo, como estremecimiento
de muerte y atracción suprema, como pavor fascinante. Esto es lo admirable: En el centro de la gran Tormenta/Realidad,
los hombres han optado por la vida, por la comunicación personal, por el futuro. Ellos participan de algún modo de la
gran energía que subyace en toda la realidad.
No es que sean dos cosas, sino dos momentos de lo mismo: Lo numinoso fascina en la medida en que aterra; y
aterra al mismo tiempo que fascina, y nos lanza al proceso de la vida, al encuentro con personas, que nos sorprenden y
fundamentan porque son siempre más de lo que podemos hacer y pensar. Más aún, fascinación y terror no son dos
momentos separados de una realidad, que a veces parece atrayente y otras veces estremecedora, sino aspectos de un
mismo misterio, son expresión de la misma energía en la que nos sabemos insertos de un modo que no es simplemente
pasivo, sino radicalmente activo, pues en el fondo ser es hacernos.
Lo divino fascina precisamente desde su más hondo estremecimiento, y estremece desde su fascinación de amor,
apareciendo ante nosotros como persona originaria. Quizá pudiéramos decir que el hombre sólo se deja atraer
irresistiblemente (en fascinación) por aquello que le aterra, pues le abre a la relación con otros seres humanos. El hombre
sólo está en sí estando fuera de sí, sólo se encuentra al perderse, en gesto que comenzaba siendo de admiración radical,
para convertirse al fin en fascinación activa.

Esta admiración marca el principio y tarea de la vida, el gran itinerario en el que los hombres podrían
haberse negado a sí mismos (suicidado) y, sin embargo, han optado por seguir adelante, iniciando una
aventura de la que nosotros hoy (año 2013) somos herederos. Aquí empieza de hecho el camino del Hombre
hacia lo divino, su marcha o despliegue hacia Dios (aunque todavía no deberíamos hablar de Dios).
El hombre se ha asomado ante la Realidad, sintiendo pavor y fascinación. Podría haberse vuelto atrás,
negarse a la nueva vida (rechazar la libertad), pero no lo ha hecho, sino que ha confiado, ha recibido el
encargo de ser y así sigue (seguimos), tanteando y buscando la Realidad, que vincularemos a Dios. En esta
perspectiva, lo divino (numinoso) no es una cosa junto a otras, sino una dimensión originaria de la realidad o,
quizá mejor, la misma Realidad de fondo en la que vivimos como humanos.

2. Valoración. Sentido de lo numinoso

Tras haber expuesto algunos rasgos de esta visión, quiero destacar también sus riesgos, para trazar
así mejor este itinerario. R. Otto ha querido superar el subjetivismo puro (todo sería imaginación del hombre)
y el racionalismo (todo podría explicarse con argumentaciones), situándonos en el origen de la experiencia,
allí donde la Realidad se expresa en una forma que podemos llamar proto-religiosa. Él dice que en la base de
las religiones y las filosofías, en la raíz de nuestra experiencia está el descubrimiento de lo numinoso, como
matriz o punto de partida de la existencia humana. Esta aportación sigue siendo importante para situar lo
divino en la raíz de lo que somos, pero debe matizarse con cuidado.
En un primer momento, la experiencia numinosa permanece muy indeterminada, y sólo se podrá
concretar más tarde, en líneas distintas, aunque siempre de manera paradójica, como unión de contrarios, pues
ella sigue siendo pavorosa y fascinante, siempre en un plano radicalmente simbólico, sin convertirse nunca en
objeto de conocimiento racional, puro argumento. No se trata, pues, de abandonar lo numinoso para situarse
ante otros plano de realidad (cf. tema 11), sino de mantener su carácter originario, su sorpresa original, su
simbolismo.
No dejamos lo numinoso para así pasar a las cosas concretas, bien conocidas, sino que en la raíz todo
lo que sabemos y suponemos demostrado sigue estando lo numinoso. Esta experiencia radical nos servirá de
referencia en todo lo que sigue. Por eso mismo será bueno precisarla mejor y destacar algunos riesgos que R.
Otto no ha resaltado quizá como debiera:
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–R. Otto supervalora lo tremendo. Otto ha insistido en el aspecto dual de la experiencia religiosa, pero ha puesto más de
relieve su aspecto pavoroso. Pues bien, sin negar el valor de ese elemento, juzgo que es preciso invertir la paradoja
sagrada, insistiendo más en la fascinación que en el terror (en el amor más que en el temor, en la salvación más que el
miedo a la condena), pues los hombres en conjunto (han) hemos optado por la vida, no nos hemos vuelto atrás, no nos
hemos negado o suicidado.
La Realidad no se define como algo que es neutralmente equidistante entre fascinación y terror, un Jano Bifronte
que abre por igual la puerta de la paz y de la guerra, sino que es en principio fascinante (más que pavorosa), y por eso
hemos vivido y queremos seguir viviendo. La religión no es tampoco un equilibrio entre distancia y cercanía sagrada,
sino que es, en principio, una experiencia y cultivo de la Cercanía originaria de la Vida; por eso hemos seguido viviendo.
En otras palabras, para decirlo en un lenguaje aproximado: Dios y el Diablo (el bien y el mal, la fascinación y el terror)
no son equivalentes.
Ciertamente, en torno a la Realidad (lo que llamaremos Dios) surge el miedo, como saben los mismos videntes
apocalípticos de la Biblia, pero el verdadero Dios de la Escritura cristiana (y judía) viene a desvelarse más allá del miedo
como gran Amigo, principio de Vida, fuente de Nacimiento, de manera que su primera palabra al mostrarse en la Biblia
es «al tira» (en hebreo: no temas). Sin una experiencia intensa de gozo, sin un desbordamiento de placer, en línea de
búsqueda más honda y esperanza, no habríamos podido vivir, ni podríamos sobrevivir ahora (sabiendo que podemos
suicidarnos, casi sin dolor alguno).
Pienso que Otto ha minusvalorado el aspecto vital y materno, lúdico y gozoso de nuestro despliegue en la
Realidad (y de nuestro encuentro con ella). Sólo una experiencia de gozo fundante, un deseo fuerte de vivir, nos ha
permitido sobre-vivir, venciendo el miedo, en medio de la gran tormenta, atravesando la gran tempestad o la calma
inquietante, con el tigre que llevamos dentro, como se recuerda en muchos mitos de la India.

– Exagera la negatividad. El milagro es que hayamos sobre-vivido, que nos hayamos sobre-puesto al gran riesgo de la
realidad, apostando por la Vida. En esa línea, pienso que R. Otto no ha valorado de forma suficiente el aspecto positivo
de lo sagrado/divino, porque carga la Biblia (y la religión en su conjunto) con esquemas de negatividad, insistiendo en la
visión del hombre como creatura pequeña y pecadora que debe humillarse bajo el polvo de la tierra ante el resplandor de
lo divino.
A mi juicio, esa postura es parcial y debe revisarse. La experiencia de Dios no nos sitúa en una equidistancia
entre lo negativo y lo positivo, entre el pecado y la gracia, sino que se entiende como descubrimiento sobreabundante de
gracia, un despliegue fuerte del aspecto positivo de la vida. Es cierto que en un plano el hombre es ser pasivo: Tiene que
escuchar y sorprenderse, permitiendo que el misterio de Dios le transfigure. Pero al mismo tiempo él es capaz de
responder activamente, en gesto religioso de creatividad personal y de encuentro dialogal.
En esa línea, la experiencia originaria desemboca y culmina en el amor abierto y creador: El ser humano y el
divino pueden encontrarse y comulgar, comunicarse y actuar (cf. tema 14-16). En esa línea, hombres y mujeres pueden
amarse, asumiendo un itinerario abierto al gozo más alto de una vida que no termina sin más en la muerte de cada
individuo, pues Dios es Vida sobre la muerte (los cristianos dicen que es resurrección). Camino de fuerte placer (gracia
suprema) y de comunión vital ha de ser la experiencia religiosa. Más que aprendizaje y melancolía de muerte, ella es
escuela y despliegue positivo y gozoso de existencia.

– R. Otto insiste también demasiado en lo irracional, destacando el carácter ciego del fenómeno religioso que, a su
juicio, se despliega allí donde, superando las fronteras del pensar y el hacer, el ser humano se deja transformar por lo
sagrado sin conocer su contenido (ni saberse a sí mismo). Ciertamente, la experiencia originaria no es puro pensamiento
ni puede entenderse en claves de simple ley (ética); pero ella no puede situarse tampoco en un nivel irracional, pues es
principio de toda racionalidad y de toda moral, como seguiremos viendo.
Más que irracional, esa experiencia en pre-racional, pues precede y funda todo entendimiento y todo juicio
moral. Más que racional es supra- y proto-racional, pues partiendo de ella se despliega toda racionalidad humana, como
un intento de entender y resolver su enigma. En sentido fuerte, se trata de una experiencia de fe: A pesar de todas las
dificultades, por impulso sacral que antecede a las razones y los juicios, el ser humano ha creído, es decir, ha aceptado el
riesgo de su realidad y ha vivido. Esa opción por la Vida en medio de la gran tormenta (un cosmos terrible y fascinante)
marca el proceso de la existencia humana, fundando así posibilidad de vivir de todos los que ahora seguimos apostando
por la vida, es decir, apostando en el fondo por Dios, como seguiremos viendo (cf. tema 17).

La experiencia religiosa nos sitúa en el lugar de la gran ruptura humana, ante el primer despliegue de
nuestra identidad (conciencia) específicamente personal, como seres «in-finitos», es decir, como una especie
de dioses creados, que rompen la limitación de las cosas (concretas, separadas unas de las otras), para situarse
ante la realidad que es numinosa de manera permanente. Ésa no es sólo una experiencia genérica, del conjunto
de la humanidad, sino que puede surgir y se repite en cada niño que nace y crece, pues de alguna manera en el
despliegue de cada individuo (onto-genia) se repite el proceso de la filo-genia (surgimiento del filum humana,
definido por la apertura a la realidad y por el pensamiento).
28

Este descubrimiento de la realidad como numinosa no es algo infantil, que sirve por un tiempo y se
deja posteriormente a un lado, sino que forma parte de todo conocimiento verdadero. En este contexto, a modo
de conclusión, podemos repetir y recoger las dos notas de ese surgimiento del hombre en lo numinoso,
destacando su aspecto de don y tarea, de regalo y experiencia (exigencia) de vida.

‒ Lo numinoso, un don. Por una parte, al abrirnos a la Realidad, nos situamos ante aquello que sobrepasa el nivel del
instinto y de los impulsos inmediatos de los animales, que están inmersos en las cosas, sin saberlo, ni saberse (sin
conocerse a sí mismo, sin conocer la realidad en cuanto tal). Pues bien, en contra de eso, la humanidad en su conjunto y
cada niño en particular despierta a la conciencia, en gesto pavoroso y fascinante, pero optando de hecho (por un tipo de fe
originaria) por el bien y la tarea de vida, en dimensión de trascendimiento, superando el pavor.
En un momento dado, el hombre podría negarse, renunciando a vivir, u optando por matar a todos los demás y
matarse en un momento dado. Ese riesgo ha estado y sigue estando ante nosotros, forma parte de nuestra misma realidad,
que se alza ante el gran precipicio del «pecado», que es el triunfo de la muerte (cf. Gen 2; Dt 30, 15). Pero en conjunto el
hombre no ha pecado, no se ha destruido. Ha optado por vivir, manteniéndose en vigilia de gozo y pasión, con una
admiración y un amor que es mayor que el odio ante lo numinoso de la Realidad.

‒ Una tarea, iniciación humana. Por otra parte, al sentirse y situarse fascinada ante lo numinoso, la humanidad en su
conjunto y cada niño en particular ha de recorrer un proceso de iniciación (educación personal), marcada por dos grandes
figuras simbólicas (madre, padre) y que debe recorrerse a través de tres caminos convergentes (mundo, interioridad,
historia), como indicaré en los dos temas siguientes. En esa línea, la apertura ya concreta a lo divino (numinoso) va
tomando formas y rasgos distintos a través de los «formadores» (engendradores) de la vida humana que son, ante todo,
los padres, a lo largo de unos años de educación creadora.
El niño no encuentra lo numinoso por sí mismo, sino porque se lo muestran los padres (sus iniciadores),
comenzando así un camino de vida fascinante, que está marcado por el eros y el thanatos, por el amor y la muerte, como
ha puesto de relieve S. Freud, pero sabiendo que el amor y la vida es más fuerte que la muerte. Así lo podré de relieve en
el próximo capítulo, al hablar del padre y de la madre, y así lo quiero destacar ya ahora. El mismo surgimiento a la
realidad (es decir a lo numinoso), con la toma de conciencia de sí mismo y de su capacidad de optar por la vida o por la
muerte, nos ha situado en un lugar especial de elección, abiertos por un lado a la gracia (al don de Dios que nos da la
vida), pero corriendo, al mismo tiempo, el riesgo de la muerte (podemos rechazar la vida, matándonos a nosotros mismos
o matar a los demás, cosas que van siempre unidas, como indicaré en cap. 16-17).

En este lugar de equilibrio activo y de creatividad, entre el don (todo lo hemos recibido) y la tarea de
la vida, abierta a la esperanza, ha venido a desvelarse al menos de una forma general la «figura» de Dios,
como expresión suprema de lo numinoso. Así lo han descubierto las tradiciones monoteístas, así pueden verlo
de un modo especial los cristianos, iniciando desde este principio el itinerario de Dios.
29

3
Primeras figuras:
Madre, padre

Sobre el fondo de lo numinoso emergen pronto y destacan imágenes y formas simbólicas (es decir,
intensamente reales), que van tomando prioridad, y las más significativas (primeros símbolos de Dios) son la
madre (más vinculada al origen) y el padre (más vinculado a la tarea de la vida humana). Ciertamente, hay
otras huellas de Dios (mundo en su totalidad, pensamiento). Pero, en el principio de su despliegue, el ser
humano despierta a la vida y la va configurando a partir de unos padres, que son quienes troquelan su
experiencia, con sus sensaciones y su conocimiento.
En ese contexto, el hombre se define de hecho como ser que nace de padre y madre, de quienes recibe
no sólo la vida biológica, sino también la vida «simbólica» en el sentido profundo de la palabras, en clave de
palabra y amor, de voluntad y sentimiento (prescindo por ahora de hermanos, amigos y compañeros).
Ciertamente, los hijos influyen en los padres, pero en un sentido más profundo son los padres los que crean a
los hijos, y así lo iré mostrando en las reflexiones que siguen.
En esa línea quiero destacar el hecho de que, en un momento dado de la evolución, los homínidos no
se han limitado ya a engendrar, en sentido biológico, propagando así la especie, sino que han comenzado a
crear nuevos seres humanos, en sentido personal, a través un largo proceso de iniciación y educación
simbólica. Pues bien, lógicamente, en ese contexto, la experiencia religiosa (y la apertura al símbolo divino) se
encuentra entrelazada con el mismo origen de la vida, desde la madre y el padre, como iré mostrando19.

1. Madre, primera imagen

En el principio de la vida se encuentra, en un sentido extenso, la madre, que acoge, educa y humaniza
a cada nuevo ser humano. No conocemos su figura a través de argumentos o demostraciones, pues ella
precede a todo pensamiento, de ella dependen todas las demostraciones posteriores, y a partir de nuestra
relación con ella conocemos el resto de las cosas.
En esa línea, el hombre se define en un primer momento como nacido de madre, en una perspectiva
que algunos han visto como simple prolongación de naturaleza. Pero la madre que educa (acoge, humaniza) al
niño no está ya en un plano puramente natural (como tierra, río o bosque, o como las madres de otros
animales), sino que es fuente y principio de cultura personal, y así acoge y educa a los hijos en amor y palabra,
como principio de revelación, vinculada a lo divino:

– Comienzo humano. La madre ofrece a los hijos su propia vida hecha símbolo activo (personal), y sólo así ellos pueden
acceder a la realidad, de manera que los hijos lo van comparando y entendiendo todo a partir de ella, a lo largo de un
intenso proceso de diferenciación, por el que toman sentido las restantes realidades. En principio, la madre es todo, como
una diosa en (de) la que va emergiendo y madurando el niño, como ser humano abierto a su propia realidad (a lo divino).
La madre le cuida, le da su cuerpo (pecho), le abre al sentimiento y la palabra… Ella es naturaleza originaria, pero de tipo
personal, con historia y cultura, de forma que los niños inician desde ella un camino de maduración, encuentro amoroso y
diferenciación simbólica, a través de la palabra.

– Imagen originaria. Los niños no tienen que hacer argumentos ni demostraciones para saber cómo es su madre, sino que
la entienden (la sienten) de un modo simbólico y vital, en la raíz de su experiencia, pues de ella dependen para comer y
limpiarse, y para descubrir e interpretar la realidad por el amor y la palabra. Sin la presencia personal, sin la educación
intensa y prolongada de la madre (o del que realiza su función) el niño es radicalmente inviable. Por eso, en un nivel de
fantasía infantil ella aparece como numinosa. No es un objeto entre otros, sino origen y referencia de todos los objetos,
signo de un mundo original del que nacemos y en que nos hacemos.

19
Para las reflexiones que siguen, cfr. J. M. Pohier, En el nombre del Padre, Salamanca 1976; A. Vergote, Psicología
religiosa, Madrid, 1973; P. Ricoeur, Le conflit des interprétations, Paris 1969.
30

Lógicamente, la madre será símbolo y objeto positivo de veneración para aquellos a quienes sustenta y
educa, pero, en un momento dado, ella puede suscitar un sentimiento de rechazo en algunos que la sienten
como figura dominante o dictatorial (como si les impidiera hacerse mayores e independizarse). En ese proceso
de maduración (y de posible ruptura) de los hijos, la madre debe transcender el nivel de naturaleza donde
podía moverse al principio (vida de la que procedemos y meta a la que vamos), para actuar y presentarse
después como persona concreta, con la que el hijo seguirá en profunda relación, pero ya en libertad, de
persona a persona20.
Los animales no tienen una madre personal, pues no necesitan recibir (aprender) amor y palabra
consciente (no viven en el nivel de lo simbólico). Los humanos, en cambio, la necesitan, pues sólo por ella
pueden nacer como personas (en familia y sociedad). No proceden sin más de la tierra, o de la potencia
generante (naturaleza), sino de otras personas, que les acogen y educan, les quieren y ofrecen espacio de amor
(una historia). En el principio del proceso de humanización se halla el paso de la engendradora a la madre. En
ese sentido, el despliegue cultural (personal) de la madre constituye uno de los elementos fundamentales de la
historia de la humanidad (quizá el más importante)21.
Esta función de la madre no se conoce por razonamiento, ni demostración científica, sino por
experiencia. En el principio, antes de todo argumento o prueba, la madre troquela (configura) la imaginación y
sentimiento de los hijos, siendo para ellos el primer conocimiento, la forma y símbolo más hondo de toda
realidad (de todo conocimiento posterior).
En ese sentido, ella es materia, como indica su nombre (madre/mater), pero materia humanizada, que
se transciende a sí misma, expresándose a través de la cultura (amor y palabra), que forman el momento clave
del nacimiento personal del ser humano. Lógicamente, ella ha venido mostrándose, al menos desde el
neolítico, como símbolo divino, en clave de engendramiento personal, de Vida que transmite vida humana (no
de simple biología, como puro genoma).

– Punto de partida. La madre es el primer signo de Dios, es figura de la fecundidad cósmica, de la naturaleza como
physis, de phyein, dar a luz y brotar. Por eso, muchos mitos conservan el recuerdo de un tiempo originario en que ella
aparecía como fuente y sentido universal de vida, no como persona concreta, separada de las otras, pues no había (no
aparecían con fuerza) otras personas a su lado. Ella era el todo sagrado, de manera que estábamos implantados en ella,
como árbol bueno en suelo fecundo.

– Crisis. Esa madre-diosa pudo acabar pareciendo amenazadora para los hijos que iban haciéndose mayores, y sentían
que ella les subyugaba, impidiendo que crecieran y se independizaran. Por eso ha sido normal que una cultura posterior
(de tipo patriarcal) haya rechazado su figura, optando por matarla simbólicamente, como muestra el mito de Marduk,
indicando (de un modo excesivo y violento) que los hijos sólo pueden alcanzar su madurez e independizarse rechazando
a un tipo de madre (superando su imagen de mujer dominadora).

‒ Recuperación. Recorrido ese camino, la madre debe aparecer con rasgos personales más intensos, vinculados con el
padre, con quien ella comparte el influjo sobre el hijo. Toda verdadera relación es por tanto tríadica, de forma que la
unión entre dos (madre e hijo) ha venido a estar «mediada» por un tercero (el padre). Eso significa que la mujer (y en
especial la madre) no puede interpretarse y definirse sólo desde sí misma (por su naturaleza), ni sólo en relación con otro
(el hijo o el marido), sino con ellos dos, de manera que el hijo sea mediador entre madre y padre, y el padre entre madre e
hijo. Únicamente en ese fondo se entiende la función religiosa de la madre22.

En sentido estricto, la madre primera no necesitaba un padre, y así podía presentarse con el niño en
brazos, como maternidad sagrada: Naturaleza dadora de vida, vientre en gestación, pechos fecundos. Ella es el
gozo de la vida que se difunde y expande, generosa, como don de sí, por amor, pero siempre en medio del
miedo de la muerte (sangre, riesgo del parto). Éste es el signo divino originario; allí desde este signo de la vida

20
La madre, vinculada al engendramiento, parece hallarse al principio de toda experiencia religiosa, como símbolo
original divino (Gran Madre), útero vital del que nacemos y al que retornamos por la muerte. En este contexto, la figura
del padre tiene menos importancia. Algunos investigadores suponen, a mi juicio sin razón, que esta visión numinosa de la
madre ha sido superada en nuestro tiempo, de manera que ella no ejerce ya un influjo directo en la imaginación y vida
posterior de los hombres. Pero esa visión resulta equivocada: No seríamos lo que somos si la madre no estuviera en
nuestro principio; no existe humanidad sin madre.
21
Cf. E. Neumann, Storia delle origini della coscienza, Roma 1978; La grande madre. Fenomenologia delle
configurazioni femminili dell'inconscio, Roma 1981.
22
He desarrollado el tema en Hombre y Mujer en las Religiones, Estella 1997.
31

se pierde o difumina, el hombre cae víctima de la pura ley o del fanatismo. Pero, a fin de culminar su tarea de
un modo personal, haciendo posible que el hijo se vuelva independiente, ella ha necesitado otra persona a su
lado (al padre, y después a los restantes hijos, los hermanos). Lógicamente, los cristianos han venerado a
María como madre de Jesús, pero la han relacionado siempre con Dios Padre (y con José, su esposo)23.

2. Padre, Dios principal

Normalmente, junto a la madre, los niños descubren al padre, que interviene también en el proceso de
maduración personal del ser humano, con rasgos complementarios, más vinculados en principio al
cumplimiento del deber. En ese aspecto, el despliegue del signo paterno (como numinoso) parece posterior al
de la madre y, aunque tiene elementos que vienen de la naturaleza, está más definido por rasgos de cultura.
Este despliegue del signo paterno es básico para el surgimiento del nuevo ser humano, pero ha corrido
el riesgo de volverse dominante e incluso dictatorial. En tiempo antiguo la madre tenía más importancia: ella
engendraba, definía la marcha de la vida, el varón parecía secundario. Pero las nuevas culturas patriarcales
han dado más importancia al padre, interpretado como verdadero creador:

– Presupuesto biológico, semen que engendra. Las culturas patriarcales, que han marcado la historia de oriente y
occidente (de China y la India, hasta Israel y Grecia, para expandirse por el cristianismo y el islam), partían de un
presupuesto que hoy sabemos falso: Pensaban que la mujer (a quien las generaciones anteriores concebían como
principio de generación) es sólo un receptáculo (ánfora, útero) del semen paterno; ella no da vida, se limita a tenerla por
un tiempo; ella no engendra, recibe en su seno el semen del varón, para madurarlo dentro y cuidarlo luego fuera, durante
la infancia. El varón sería forma, la mujer materia; el varón era portador de semilla, la mujer se limita a recibirla para que
se desarrolle; el varón crea vida, la mujer la cuida. Éste presupuesto resulta falso, y por eso debe superarse la cultura
patriarcalista consecuente.

– Expresión social, un mundo masculino. No sabemos si existió al principio un orden matriarcal de tipo político religioso.
Lo que ha existido y sigue existiendo, de algún modo, hasta el presente es un orden patriarcal donde la pretendida
prioridad seminal del varón (con su mayor fuerza muscular) ha hecho que surja una sociedad dominada por varones. Por
un lado, los varones dirigen y protegen a sus mujeres como su bien más preciado, pues ellas les proporcionan placer, y
acogen-cuidan a sus hijos, que ahora aparecen como «propiedad» de los padres. Por otro lado, cerrando en casa a las
mujeres, ellos pueden crear un mundo externo de violencia masculina, definido por la competencia y guerra.

– Ideología religiosa, dioses paternos. Suele llamarse ideología a un pensamiento creado para justificar una determinada
ventaja social o económica, propia de algunos que se elevan sobre los otros. Pues bien, parece que los grandes dioses
patriarcales (que han desembocado en un monoteísmo posterior) han surgido para justificar el poder y ventaja del varón,
entendido como dueño y gestor de la vida humana en su conjunto. La religión de la diosa engendradora podía anclarnos,
quizá, en el fantasma de una madre naturaleza dominadora; pero los dioses patriarcalistas nos han dejado en manos de
hombres violentos y guerreros, con el riesgo que ello implica.

Este paso de de la visión materna a la paterna (de la madre que acoge-alimenta al padre que organiza y
dirige) ha trastocado la forma de entender y sentir la vida, suscitando una jerarquía sexual y sagrada, de
manera que la misma realidad ha tendido a dividirse en dos polos: Uno masculino, otro femenino; uno activo,
otro receptivo. Frente a la Madre diosa viene a elevarse la figura del Padre, como signo de un Dios que parece
más alto, especialmente vinculado a leyes y tareas de la vida.
Desde una perspectiva humana, equilibrada, ambas funciones deberían vincularse, pues al principio no
encontramos sólo a una persona (madre o padre por aislado), sino a dos, pues sólo a partir de ellos puede
madurar el niño, como ser abierto al diálogo, en vinculación mutua. Ciertamente, a veces se ha dado ese
diálogo en igualdad y complementariedad entre varón y mujer (padre y madre). Pero en conjunto, la cultura
triunfadora ha seguido un camino patriarcal, con el hombre-padre como signo más alto de Dios, en una línea

23
Durante milenios, los hombres han supuesto que la madre es la única potencia vital (mujer-diosa, portadora del
esperma o semilla reproductora), añadiendo que el varón realiza una función secundaria, es un elemento marginal en el
proceso de la vida. Pero la biología y antropología saben que una visión puramente materna del ser humano es falsa. La
naturaleza y el despliegue personal exigen dos principios, madre y padre, mujer y varón, como iré mostrando. Por eso,
tampoco es cierta (y ha sido históricamente desafortunada) la visión inversa, que concibe al varón como único principio
activo de la generación humana.
32

que ha sido y sigue siendo problemática, pues ha suscitado una cultura de sometimiento, con un padre que se
siente amenazado y que, en compensación, somete a la mujer:

–Padre amenazado. Los padres-divinos han dominado la religión y la vida social desde el neolítico (al menos en las
culturas dominantes del eje euro-asiático). Pero de hecho, los varones patriarcas nunca han estado seguros de su poder,
pues han debido apelar a la violencia para imponerse. Frente a la diosa-madre, signo de la vida que engendra y cuida, el
dios-padre ha tomado con frecuencia rasgos violentos y fieros, como el rayo que se impone sobre el cielo, el guerrero que
mata para conquistar un territorio. Da la impresión de que el dios-padre (representado por los varones triunfadores) se ha
sentido amenazado, y ha debido recurrir a la violencia para imponer su dominio.

–Mujer sometida. En el estadio matriarcal, ella podía presentarse y actuar como portadora y garante de la vida, diosa de
bondad, procreadora. Ahora, al convertirse en auxiliar del padre, para la generación de los hijos, ella ha debido situarse
en un lugar subordinado dentro de la sociedad. Ciertamente, realiza una función necesaria, y recibe con frecuencias
rasgos fuertes de autoridad, pero en el fondo aparece como divinidad de segundo tipo, como la primera sierva al servicio
de los varones (y de los hijos)

– Una cultura de sometimiento. Como es lógico, al principio, todos los hijos (mujeres y varones) han ido creciendo en
manos de la madre, que les alimenta con su pecho. Pero ella ha debido realizar esa tarea al servicio de varones (padres e
hijos), de manera que, al llegar la pubertad, las hijas han seguido bajo la custodia de las madres, para repetir el cielo vital
y convertirse también ellas en madres, mientras los hijos se han independizado, para recibir una segunda formación
masculina, que les capacita para realizar sus deberes especiales de guerreros y padres divinos.

En este contexto, la figura rectora de la casa, entendida como unidad social y cultural, ha terminado
siendo el varón-padre, a quien suele llamarse patriarca, es decir, padre-principio (sobre mujer e hijos). Desde
ese fondo ha surgido, lógicamente, una ideología paterna de Dios, a quien se entiende en principio como
masculino. Es difícil estudiar esta imagen paterna de Dios de un modo equitativo, pues nosotros (hijos de una
cultura patriarcal) seguimos dominados por ella.
Sea como fuere, esa imagen ha estado y sigue estando marcada con rasgos conflictivos, como puso de
relieve S. Freud, al estudiar el complejo de Edipo (el padre separa al hijo de la madre, y el hijo se enfrenta con
el padre para así alcanzar una cota de poder). De forma lógica, en ese contexto religioso, para alcanzar su
madurez o independencia, imitando al padre sagrado del que depende, cada nuevo varón debe oponerse y
luchar contra ese dominio del padre. En la raíz de la cultura religiosa patriarcal habría, según eso, un germen
de violencia: Para desarrollar su vida, alcanzando así el puesto que le pertenece, cada hombre (varón) debería
«matar» al padre.
Es normal que al fin de un largo proceso cultural dirigido por varones (cf. cap. 10-12), los hombres en
general hayan pensado que es necesario asesinar al padre-Dios, a fin de ocupar así su puesto. Desde ese fondo
se entienden gran parte de las reflexiones que siguen, relacionadas con estos dos símbolos sagrados (madre y
padre), para transformarlos. Quizá se podría afirmar que el futuro de la religión depende de una renovación
del símbolo materno, vinculado en comunión de igualdad con el símbolo paterno, en perspectiva trinitaria.
Pero de ello tratará el próximo libro que se ocupa de la Trinidad cristiana. Antes debe seguir ocupándome del
símbolo materno.

3. Recuperar la imagen materna

Ésta es una tarea esencial en la historia religiosa, como ha mostrado C. G. Jung (1875-1961),
oponiéndose a siglos de predominio patriarcal, a través de una obra de gran densidad antropológica24. A su
juicio Dios aparece como naturaleza buena de la que procedemos y en la que estamos insertos, como madre
fecunda, portadora de vida y cultura.
Frente a la sospecha de aquellos que quieren invertir los grandes valores culturales (Marx, Nietzsche,
Freud, cf. temas 10-12), Jung afirma que debemos confiar en nuestro pasado, interpretando la historia como
desarrollo de unas potencialidades innatas en la naturaleza, de tipo positivo. Más que expresión de una lucha

24
Cf. P. Quiroga, G. Jung: vida, obra y psicoterapia, Bilbao 2003; A. Vázquez, Psicología de la personalidad en C. G.
Jung, Salamanca, 1981.
33

contra lo anterior, la cultura es un reflejo del selbst (sí mismo), como semilla humana que se expande y
despliega en la historia: como niño que surge de la madre naturaleza y vuelve luego a ella.
En esa línea, lo divino forma parte de unas estructuras mentales o arquetipos que se van expresando
en el proceso de maduración humana. Hombres y mujeres nacemos y crecemos como nace y madura una
planta: Todo estaba inscrito de manera germinal en la semilla, pero ella necesita tierra donde germinar. Así
nace y va creciendo por dentro la imagen de Dios en nuestra vida, y va expresándose a lo largo de la historia,
como resultado natural y como simbolización externa, de una energía psíquica primaria o selbst (una especie
sí mismo divino), que se va desplegando como Vida en nuestra vida.
En esta línea, Dios no es un invento arbitrario (ni expresión de un padre violento, que intenta dominar
a sus súbditos/hijos), sino reflejo y signo fuerte de un principio de energía en la que todo está incluido y de la
que todo brota: instintos interiores y fuerzas espirituales, símbolos y razones, luz y oscuridad, de un modo
originario, creador, gozoso.
Este Dios simbolizado por la madre no es un producto posterior y secundario de una mente que debe
inventar normas de moral o justicia para comportarse, sino un símbolo previo y muy hondo que viene dado
con el mismo despliegue de la vida: Es la expresión de la energía interior, signo de la Realidad que se
despliega en nuestra vida, expresión primigenia y simbólica del numen originario de la vida humana, como
gozo de dar, de expandirse y de gozar al hacerlo.
En ese fondo se entienden las aportaciones de algunos teólogos (H. Küng y Urs von Balthasar), que
ven a Dios como fuente de confianza radical, en línea materna. Ambos se apoyan sobre una misma base:
Superando la expresión racional cartesiana (pienso, luego existo), repetida y retraducida en mil variaciones,
ellos colocan como base de la vida humana una confianza (fe), fundada en la madre buena.

‒ Hans Küng (* 1928) ha discutido teóricamente la racionalidad cartesiana, la dialéctica de Hegel, las críticas de
Nietzsche, los juicios negativos de Freud y del marxismo, llegando a la conclusión de que el principio de la vida humana
es el signo de la madre. Desde ese fondo, como experiencia básica y premisa de las demostraciones posteriores, en contra
del rechazo de aquellos que absolutizan la sospecha, H. Küng apela a la confianza originaria, como presupuesto de todo
lo que hacemos y somos.
Esa fe o confianza radical en que nacemos (Grundvertrauen) se expresa en un signo concreto, previo a todo
pensamiento, en la relación del niño con la madre. El calor afectivo de la madre o de quien haga sus veces genera una
confianza (fe) que es principio de toda salud y fundamento de toda acción humana, antes del pienso cartesiano o del debo
kantiano. Se trata en el fondo de una confianza en Dios (Gottvertrauen), como experiencia de hallarse apoyado en el
sentido fundante de la realidad25.

‒ Hans Urs von Balthasar (1905-1988) se situaba ya en esa línea, y entendía la religión como experiencia de confianza
originaria, añadiendo que el amor de la madre es el signo más alto, la prueba más honda y segura de la existencia de
Dios. En contra del despliegue de la cultura dominante de la modernidad, von Balthasar apela al principio materno de la
vida, que es la prueba más honda de Dios. La forma y sentido originario de la realidad tiene rasgos de madre, de manera
que en vez de hablar de Dios deberíamos hablar de Diosa.
«El niño pequeño despierta a la conciencia al ser llamado por el amor de la madre. Ese amor es el bien supremo
y absolutamente suficiente, más allá del cual no se puede esperar a priori nada más alto, porque en este yo-tú se encierra
fundamentalmente (como en el paraíso) la plenitud de la realidad y todo cuanto se puede experimentar más tarde es tan
sólo derivación de aquel amor; precisamente por eso todo viene iluminado por el rayo de luz de este origen -yo y tú y
mundo- con una irradiación tan clara y pura que incluye en sí una apertura a Dios»26.

U. von Balthasar afirma que en el fondo de toda experiencia humana hay un amor originario, un don
vital materno, por el que nacemos a la vida humana, desde un fondo de Vida divina. El hombre empieza de
forma placentera, en el regazo de la madre, y todo lo que pasa después (tras el trauma de nacimiento, con una
vida marcada por rupturas y fuertes desengaños, durezas y anhelos no cumplidos) no logra hacernos olvidar
ese origen. Hemos perdido el paraíso y por eso lo buscamos, buscando a la madre:

25
H. Küng no quiere ni puede probar su afirmación en un nivel de ciencia, pero, interpelado por los enigmas de la
realidad, zarandeado por los ataques de la crítica, la angustia de la vida y la sospecha, él apela a la confianza radical,
materna, entendiéndola como signo de Dios, revelación religiosa originaria. De esa forma, tras haber empezado su libro
(¿Existe Dios?, Madrid 2004) dialogando con la crítica de la modernidad, ha terminado poniendo de relieve el valor de la
confianza primera, apelando al signo del niño que confía en su madre y aprende a ser querido.
26
Cf. H. U. Von Balthasar, El camino de acceso a la realidad de Dios, Mysterium Salutis II, I, Madrid 1969, 41-42
34

La madre llama y llega hasta el núcleo más íntimo del niño a través de un acto primero que despierta su
espíritu. Ese acontecimiento, aparentemente insuperable en su radicalidad, es superado, una vez más, por la
gracia. En efecto, el tú que aquí afecta al humano no es un alguien a quien se añade la peculiaridad de amar sino
que es Alguien que está constituido, en cuanto tal, por el amor27.

Dos momentos fundan, según eso, el sentido de la vida humana, entendida en forma histórica en una
línea que puede compararse al platonismo, pero en una línea mucho más profunda. Platón se situaba en el
plano de las ideas, queriendo fundar la existencia de un Dios ontológico. Von Balthasar, en cambio, se sitúa en
un nivel de historia concreta, vinculando a Dios con la experiencia originaria de la madre:

‒ El hombre de Platón bajaba del cielo, el de von Balthasar proviene de la madre, que así aparece como primero de los
signos humanos, el más hondo y permanente de sus conocimientos: De su amor nacemos, en su amor vivimos
resguardados, de forma que todas las restantes realidades llevan su signo y recuerdo. La madre introduce a los hombres
en la vida, despertando en ellos un ansia que sólo podrá colmarse en lo divino.
‒ Dios es la plenitud de aquello que la madre ha evocado y prometido. Sólo quien nace de su amor intenso puede
descubrir el más intenso amor de Dios y responderle. La madre es, por tanto, la primera teodicea: Símbolo y promesa de
Dios, primer conocimiento. Quien ha crecido en su amor podrá escuchar la voz definitiva de Dios Padre.

El hombre se sabe fundado en Dios (y le busca) porque ha nacido a partir de la experiencia originaria
de la madre que le alimenta y le promete vida cuando es niño. Dios aparece así como madre plena, actus purus
amoris, actividad originaria y absoluta de amor, que existe en sí y se muestra, llevando a plenitud aquello que
la madre de la tierra evoca y promete al dar vida y cuidarla (cf. tema 20). El hombre es, según eso, un exilado
y peregrino que ha salido de madre, y se hecho grande y ya no puede retornar a ella. Pero el recuerdo de esa
madre le sostiene, prometiéndole un amor todavía más excelso: el amor y presencia de Dios Madre que jamás
olvida o abandona a los nacen.
El hombre vive así del recuerdo materno (seno, pechos de amor) y lo sigue buscando, de forma que
sólo cuando lo encuentre y lo goce en plenitud habrá acabado su jornada, y se habrá cumplido la promesa de
su primera madre. Éste es el sentido más hondo de la teodicea del amor materno. El mundo que los varones
han creado es alienante, son falsas las promesas de la ciencia, equivocadas las sospechas de la filosofía; pero
existe un signo más profundo, arco iris de esperanza: La promesa divina de la madre.
En contra de un orden masculino, que es bueno pero puede acabar siendo opresor (pura ley),
asfixiando a sus hijos, U. von Balthasar apela a la ternura creadora de la madre, que aparece en el origen,
como punto de partida y apoyo de la vida. Todas las restantes realidades y razones pueden engañarnos, como
sabía Descartes, como Freud ha formulado. Sólo existe una seguridad, una certeza inquebrantable: Me ha
amado la madre y su amor es germen y promesa en el camino de la vida.
Sin esa experiencia original de madre, sin haber sido engendrado y madurado en amor, el hombre se
hallaría mudo y ciego, no podría evocar lo divino: «Para que el hombre pueda llegar a ser religioso es preciso
que tenga el sentimiento de estar insertado adecuadamente en la totalidad del ser. En ausencia de los valores
maternales el deseo humano llegaría a extinguirse»28.
Ciertamente, este principio es bueno, pues sin madre no hay vida para el hombre; más aún, este
principio ofrece al hombre la certeza del amor incondicional en que se funda y sostiene su vida, gozosamente,
como don, antes de toda imposición posterior. En ese sentido, la vida es un regalo, no una obligación. En ese
sentido, si vivimos es por gracia, como sabemos hoy bien al descubrir que podemos suicidarnos.
Pero, en contra de un posible exclusivismo materno, debemos añadir (en la línea ya esbozada), que la
aportación del padre es también fundamental para el desarrollo maduro del hijo y para la visión de Dios, como
ha puesto de relieve S. Freud y la tradición religiosa del judeo-cristianismo. Ciertamente, hay un peligro de
patriarcado (que puede llevar a la dictadura social o religiosa), pero sin padre no se puede hablar de una madre
personal, ni de un hijo que madure en línea de diálogo, ni de experiencia religiosa liberadora, como seguiré
indicando a lo largo de este libro (cf. temas 15-18).

27
Ibid 42
28
La vida humana sólo puede fundarse sobre un clima de confianza, a partir de una vivencia de acogida amorosa. Frente
al moralismo y ascesis de aquellos que identifican a Dios con algún tipo de represión resulta fundamental esta
experiencia de placer materno (humano). Cf. A. Vergote, Psicología religiosa, Madrid 1973, 210-212.
35

4
Tres espacios:
Mundo, interioridad, historia

A partir de lo numinoso y de los símbolos primordiales (madre y padre), podemos iniciar el itinerario
de Dios, recordando que (en contra de lo que piensan algunos partidarios de un tipo de monoteísmo celeste) en
el principio no encontramos un dios único del cielo, sino varias experiencias y figuras divinas, que se han ido
expresando en casi todas las religiones antiguas. En ese sentido podemos afirmar que, junto a la madre y el
padre, la primera experiencia de los numinoso se encuentra vinculada al mundo.
Sólo en un momento posterior, que se despliega básicamente en el tiempo eje (del siglo VII al IV a.C.)
se han desarrollado en diversos lugares de Eurasia (en China y, sobre todo, en la India) una serie de
movimientos religiosos, vinculados a la interioridad y al desarrollo de la justicia en la historia (sobre todo en
Israel). Desde ese momento se vinculan tres experiencias sagradas: inmersión cósmica (Dios del mundo, línea
más materna), apertura interior (Dios del alma) y despliegue histórico (Dios impulsor, en línea más paterna).
En el principio, pues, parece haber dominado una figura «cósmica» de Dios, que no se muestra sólo en
una, sino en varias figuras y experiencias numinosas, que se van desplegando y que quizá se complementan,
desde la perspectiva de la madre y/o del padre, como indicaré, al poner de relieve la unidad y diversidad
religiosa del cosmos con sus diversos dioses del cielo y de la tierra, de la naturaleza y de la vida. Partiendo de
esa base cósmica, que sigue ofreciendo el punto de partida para todo conocimiento religioso (con el padre y
con la madre y quizá también con los hermanos: familia, pueblo y tribu), he querido destacar la novedad del
tiempo-eje, con sus dos nuevas visiones de Dios (en línea de interioridad e historia)29.

1. Tiempo-eje, un momento clave

La etapa axial marca un gran cambio religioso y cultural que ha definido el despliegue posterior de
la humanidad, a partir de la cultura de unos grupos dominantes (chinos, indios, persas, judíos, griegos y
romanos…). En esta perspectiva no se puede hablar de un año cero (como el año del nacimiento de Jesús,
origen de nuestra cronología) o de un solo grupo central y dominante (judíos o griegos, cristianos o
musulmanes), sino de un tiempo más largo de gran mutación (entre el siglo VIII y III a.C.) y de varios grupos
culturales que han recorrido unos caminos convergentes de humanidad. No habría una cultura única (israelita),
sino varias, llamadas a relacionarse entre sí.
En un momento anterior, los hombres habían destacado el valor divino del mundo (cielo y tierra,
estaciones del año, vegetación), en sus varias formas, insistiendo en la sacralidad de la vida animal y sobre
todo humana (padre y madre, hermanos y pueblo). Pero a partir del tiempo-eje ellos han destacado sobre todo
el valor de la interioridad sagrada y la creatividad histórica, en dos líneas convergentes que han marcado y
siguen marcando la experiencia religiosa de la humanidad hasta el día de hoy. Antes, los hombres se hallaban
inmersos en la objetividad cósmica, signo de totalidad; después insisten en la subjetividad mental y en la
historia como ha destacado K. Jaspers (1883-1969):

Si hubiera un eje de la historia universal habría que encontrarlo empíricamente como un hecho que,
como tal, valiera para todos los humanos, incluso los cristianos. Ese eje estaría allí donde ha germinado lo que
desde entonces el hombre puede ser, allí donde ha surgido la fuerza fecunda más potente de transformación y
configuración del ser humano de tal manera que pudiera ser convincente, sin el apoyo de una determinada fe,
para el Occidente y Asia y en general para todos los humanos... Ese eje de la historia universal parece estar
situado hacia el año 500 antes de C., en el proceso espiritual acontecido entre los años 800 y 200. Allí está el

29
Algunos fenomenólogos, como G. van der Leeuw y N. Söderblom, tipificaban y distinguían las religiones a partir de la
actitud creyente, de manera que habría tantas figuras de Dios como experiencias sagradas. Concretando ese motivo, he
preferido tomar como punto de partida tres mediaciones simbólicas: mundo, intimidad y a creatividad histórica.
36

corte más profundo de la historia. Allí tiene su origen el humano con el que vivimos hasta hoy. A esta época la
llamaremos en abreviatura «tiempo eje».
La novedad de esta época estriba en que en los tres mundos (China, India y Grecia-Palestina) el
humano se eleva a la conciencia de la totalidad del Ser, de sí mismo y de sus límites. Siente la terribilidad del
mundo y la propia impotencia. Se formula preguntas radicales. Aspira desde el abismo a la liberación y
salvación y mientras cobra conciencia de sus límites se propone a sí mismo las finalidades más altas. Y, en fin,
llega a experimentar lo incondicionado, tanto en la profundidad del propio ser como en la claridad de la
transcendencia30.

Dejamos de lado otros aspectos y lugares del tiempo-eje y nos centramos en los hindúes y los
israelitas, cuyas transformaciones han tenido más influjo en la historia posterior. Unos y otros han afirmado
que no es el hombre el que gira en torno al Dios-cosmos, sino el cosmos el que gira en torno a Dios-hombre
(como formulará Kant en otra clave, al final del XVIII). Superada la clausura divina del cosmos, el hombre
puede seguir la ruta de la intimidad (Dios como hondura de lo humano) o de la historia (israelitas). El cosmos
ha dejado de ser dominante, y en su lugar han emergido dos signos: el infinito de la vida interior (hindúes,
budistas) y el futuro de la historia (israelitas).

La edad mítica, con su inmovilidad y evidencia, llegaba a su fin. La novedad de esta época estriba en
que en los tres mundos (China, India, Grecia-Palestina) el humano se eleva a la conciencia en la totalidad del
Ser, de sí mismo y de sus límites. Siente la terribilidad del mundo y la propia impotencia. Se formula preguntas
radicales. Aspira desde el abismo a la liberación y salvación y, mientras cobra conciencia de sus límites, se
propone a sí mismo las finalidades más altas. Y, en fin, llega a experimentar lo incondicionado, tanto en la
profundidad del propio ser como en la claridad de la transcendencia... En esta época se constituyen las categorías
fundamentales con las cuales todavía viven los humanos 31.

El hombre experimenta así su novedad, oponiéndose al mundo y descubriendo en sí mismo la fuerza


que le capacita para marcar la dirección de su destino. Antes vivía como encerrado en la totalidad cósmica:
atado a la naturaleza. Ahora se libera de ella y encuentra lo divino en el proceso de su misma vida humana, en
clave de introspección sagrada (entrar en lo divino) y creatividad histórico-social (colaborar con Dios en el
mundo, cf. tema 15).
Israelitas e hindúes (con otros pueblos y culturas) han realizado, prácticamente al mismo tiempo, las
dos grandes revoluciones de la humanidad moderna: Los hombres han superado la fijación cósmica,
descubriendo a Dios (lo numinoso) en el proceso de su misma realización o elevación humana. Dios no se
encuentra ya básicamente ligado a la naturaleza a la que el hombre debería someterse, sino que se despliega en
el proceso de la humana, que puede entenderse de dos formas: La cultura hindú ha insistido más en la
interioridad sacral, como lugar de presencia absoluta; Israel ha destacado la historia, como tarea de
humanización (mesianismo) y encuentro con Dios.

– Antes del tiempo eje, la religión, incluso en los grandes imperios (Egipto, México, Perú), introducía al hombre en el
ritmo hierofánico de la naturaleza, en un mundo sagrado en el que se inscriben vida y muerte, sufrimiento y gozo. En ese
contexto, por su participación ritual, el hombre se hallaba inmerso en el mismo surgimiento de la realidad, dentro de un
orden que todo lo incluía, en un ciclo de eterno retorno (todo se repite, repitiendo lo divino). Considerado en su
radicalidad, el mundo aparecía como casa donde el hombre hallaba su sentido: En sacralidad nací, de lo sagrado vivía, en
lo sagrado moría. Divino era su nacimiento, divina su muerte, lo mismo que el sufrimiento y alegría de la vida.

– Tras el tiempo eje, ese mundo, cerrado en sí mismo, viene a presentarse como lugar de condena, expresión de un Dios
caído, o lugar que los hombres han infectado a través de su pecado. Desde ese fondo han surgido dos líneas. (a) El
camino de la India se expresa básicamente en forma de renuncia: El hombre religioso debe transcender el ritmo cósmico
(las reencarnaciones), para acceder de esa manera a lo sagrado. (b) El camino israelita insiste en la historia: Superando el
eterno retorno de una vida que vuelve siempre a la muerte, venciendo la esclavitud de un tiempo en el que todo retorna,
los judíos han descubierto a Dios como principio de vida y esperanza de reconciliación 32.

30
Origen y meta de la historia, Madrid 1980, 19-20
31
Ibid, 20-21.
32
Algunos pensadores como M. Eliade (y Nietzsche) han sentido nostalgia por aquello que existía en la etapa anterior al
tiempo-eje (cf. tema 12). Admiten el avance racional y técnico de la humanidad (en el nivel de ciencia), pero añoran, en
plano religioso, la experiencia antigua, como si las nuevas religiones (hinduismo contemplativo y budismo; judaísmo,
cristianismo e islam) hubiera empobrecido al hombre, que debería volver a un tipo de sacralidad cósmica. En contra de
37

Frente a un mundo sagrado (que acaba oprimiendo al ser humano) se desvela tras el tiempo eje un
Dios de transcendencia al que podemos encontrar haciéndonos y siendo verdaderamente humanos, por vía de
interioridad o de historia33.

2. Tres espacios para Dios

La experiencia dominante de las religiones antiguas era la naturaleza. Tras el tiempo-eje, las
religiones nuevas tienden a independizar al hombre de la naturaleza, destacando dos dimensiones que definen
de un modo más preciso su existencia: La vida interior y la creatividad histórica. Antes, el ser humano
despertaba a su verdad (identidad) al enfrentarse con el mundo (incluso allí donde apelaba a los signos básicos
de la madre y del padre; cf. tema 3). Desde ahora se insiste más en el camino de la intimidad y de la historia,
de manera que podemos distinguir tres tipos de religiones:

– Religiones cósmicas, Dios del mundo. Siguen teniendo un sentido, incluso después del tiempo-eje, pues forman de
algún modo la matriz o la base simbólica de las restantes religiones. El misterio (lo numinoso) se expresa en el orden
cósmico, entendido como lugar de manifestación de Dios y realización del hombre. Las formas de la mediación sagrada
(=hierofánica) varían desde la piedra, roca o mar de algunas religiones antiguas hasta la totalidad del orden cósmico;
desde la armonía del mundo estelar hasta el proceso vital de plantas y/o animales y sobre todo de los hombres y mujeres
(con el padre y la madre); desde la belleza apolínea al remolino destructor de poderes que todo lo disuelven y aniquilan.
Varían sus rasgos, pero el cosmos aparece como todo numinoso (gozoso) para el hombre.
Estas religiones son antiguas en sentido histórico, y parece que han ido perdiendo lugar e importancia ante el
desarrollo de las nuevas visiones surgidas tras el tiempo-eje. En su forma tribal, vinculada con un tipo de agricultura
neolítica, ellas son, sin duda, residuales y serán pronto ahogadas por la marea de la historia. Sin embargo, su Dios de base
ha influido en muchos pensadores: En el Primer Motor de Aristóteles, que ha marcado la ontología de occidente, en la
Cinco Vías cosmológicas de Santo Tomás (cap. 5), en el sistema de B. Espinoza… Una experiencia de este tipo está
igualmente en el fondo de la ebriedad cósmica gozosa del renacimiento y en un tipo neo-paganismo (y ecologismo) que
se extiende en nuestro tiempo como protesta y experiencia de unión con el mundo. En ese sentido, la «religión del
cosmos» sigue estando viva en nuestro tiempo.

– Religiones de la interioridad, Dios del alma. Son de carácter sapiencial, místico, y buscan a Dios (lo sagrado) a través
de un proceso de purificación, profundidad y equilibrio interior. Ellas aparecieron en el helenismo tardío y en las visiones
gnósticas de la realidad, pero han triunfado básicamente en la India, como una forma de superar la esclavitud del tiempo
y la rueda de reencarnaciones. Para superar esa rueda cósmica (todo nace y muere) el creyente busca una apertura (una
salida) y la descubre en la experiencia de su vida interna, entendida como manifestación radical de lo sagrado.
En este contexto pasan a segundo plano la contemplación cósmica y la participación ritual en los ciclos de la
vida (que no logran superar la muerte), lo mismo que la veneración de las figuras de la madre y del padre. Los nuevos
creyentes sienten la necesidad de salir del mundo, para encontrar a Dios en su propia intimidad, por un esfuerzo de
meditación (descubrimiento del valor divino del alma). Aquí no se puede decir Deus sive natura (Dios, la naturaleza),
como decía B. Espinoza, sino Deus sive anima: Dios (Brahman) se identifica con Atmán, vida profunda del creyente. En
un sentido se podría decir que Dios es pensamiento radical del hombre como indica San Anselmo o primer sentimiento,
en la línea de Schleiermacher (cf. temas 6 y 8). Pero, hablando con más precisión, debemos añadir que no es pensamiento
ni sentimiento, sino hondura total del ser humano.

– Religiones de la historia, Dios creador. Ciertamente, admiten la presencia de Dios en el mundo y en la propia
interioridad, pero insisten más en su carácter personal (su trascendencia), descubriéndole como aquel que dialoga con los
hombres, abriendo para ellos un camino de vida. El lugar privilegiado de su acción y presencia es, según eso, la historia
de los hombres, en línea personal y social. El signo más hondo de Dios no es el mundo exterior, ni tampoco la
interioridad de los creyentes, sino su vida entera, entendida como proceso de creación personal y comunitaria, es decir,
como historia.

ellos, pienso que la aportación del tiempo eje ha de valorarse positivamente: Las religiones de la interioridad ofrecen al
alma perdida un camino de concentración, para superar la dispersión cósmica; las religiones de la historia vinculan la
salvación a la fe en un Dios personal y a la colaboración humana.
33
La sacralidad cósmica sigue teniendo un valor, pero ya no es posible un retorno al paganismo de la naturaleza. Por eso,
en contra de las nostalgias de un nuevo paraíso cósmico, parece que debemos aceptar la novedad del tiempo eje: de una
vez y para siempre, en la India e Israel (y de otra forma en Grecia), el ser humano ha descubierto su identidad y
diferencia humana, iniciando así un camino de realización arriesgada pero creadora.
38

En el principio de ese Dios se encuentra la experiencia de Israel que, superando la sacralidad previa del cosmos
(paganismo), ha descubierto la presencia y acción transcendente de Dios en la formación del pueblo, y en el compromiso
de los hombres a lo largo de la historia. Conforme a esta visión, elaborada por los profetas, Dios se define como voluntad
de amor, que ha creado el mundo y que dirige el camino de la humanidad (y en especial del pueblo israelita). Dios se
desvela así como persona allí donde los hombres, vinculándose mutuamente, responden a su voluntad, colaborando en la
creación de su historia, libremente.

Las reflexiones que siguen asumirán aspectos de las dos visiones precedentes (sacralidad del cosmos
y de la interioridad), pero insistiendo más en el carácter histórico y personal de Dios, que está en el fondo del
despliegue de la vida humana, es decir, en el compromiso moral y en el sentido (presente y futuro) de la
historia, como podrá verse a partir del tema 7. Este Dios de quien me ocupo tiene, según eso, un origen
religioso (que yo entiendo sobre todo en la línea de la historia israelita), pero una vez descubierto puede y
debe exponerse de manera universal, como elemento importante de la cultura humana. Y con eso he de pasar a
la parte segunda del libro.
39

II
A favor y en contra.
Argumentos de Dios
40

A partir de las reflexiones anteriores, empezaré presentando cuatro itinerarios principales que se han
utilizado para demostrar la existencia de Dios, o abrir un camino para demostrarla, en la filosofía de
occidente: Argumento cosmológico (Tomás de Aquino), ontológico (San Anselmo), de la voluntad (Kant) y
del sentimiento (Schleiermacher). Tras ellos presento tres rasgos de la gran crisis de Dios que se ha dado en la
modernidad, destacando después la especulación de Hegel, el programa económico de Marx y el rechazo de
Comte, Nietzsche y Freud.
Verá el lector que dejo a un lado otros datos y experiencias (religiones antiguas, pensamiento griego,
filosofía del renacimiento y el barroco, racionalismo…), para centrarme en los caminos que acabo de indicar,
pues ellos han marcado no sólo el itinerario de la cultura de occidente (a partir de Europa), sino el del mundo
entero en los tres últimos siglos. Han sido también importantes otros rasgos de tipo económico, político y
científica, pero en el centro de la crisis cultural de la modernidad ha estado y sigue estando el itinerario de
Dios, como indicarán los próximos temas (que presento siguiendo la numeración anterior, pues quiero
destacar la implicación de los diversos momentos del itinerario):

5. Primer motor (Tomás de Aquino). El estudio del cosmos sigue siendo lugar clave para el conocimiento de Dios, a
pesar de la crítica de Kant (y de las reticencias de muchos científicos modernos), de manera que podemos decir: Dios,
misterio del mundo (como recuerda el título de un libro de E. Jüngel). Por eso he comenzado presentando las cinco vías
de Santo Tomás, que se apoyan en la ontología griega de Aristóteles y en la visión jerárquica de la realidad, formulada
por Platón. Pienso que ellas no demuestran la existencia de un Dios personal, pero continúan planteando su pregunta y
evocando de algún modo su presencia para millones de mujeres y hombres de nuestro tiempo; como verá el lector, en el
principio sigue estando el argumento o signo del cosmos.

6. Sumo pensamiento (San Anselmo). Sin dejar de ser motor del mundo, Dios aparece también como objeto y contenido
del pensamiento más hondo, de forma que su existencia puede y debe vincularse al despliegue y sentido de la
racionalidad humana, en una línea que quiso explorar San Anselmo. La tradición posterior ha estudiado de manera
apasionado el valor y las posibles limitaciones de este argumento, que ha solido llamarse ontológico, pues vincula el
pensamiento humano con el ser divino, de una forma que sigue causando admiración, y aún aparece como prueba para
muchos. Resulta difícil aceptarlo plenamente, pero es casi más difícil rechazarlo. Este argumento puede interpretarse en
el contexto de las religiones de la interioridad, como ha puesto de relieve la tradición de la India. Pero en San Anselmo
hallamos un rasgo intelectualista que definirá la religión y cultura posterior de occidente. Resulta claro que el
pensamiento humano está relacionado con Dios.

7. Postulado de la voluntad (Kant). La obra de Kant ha marcado un hito clave en el pensamiento de occidente, y en la
teología. Él parece haber refutado la posibilidad de demostrar la existencia de Dios a través de argumentos tomados del
mundo y del puro pensamiento (contra Tomás y Anselmo), pero ha propuesto un camino nuevo de razonamiento moral,
postulando con la voluntad la existencia de Dios como garante de la moralidad, juez final de las obras de los hombres. Ni
el mundo en sí, ni el pensamiento demuestran su existencia, pero Dios se despliega y revela, de un modo más hondo, para
muchos hombres y mujeres, en la forma de entender la conducta de los hombres. Este argumento puede situarse en el
contexto de la historia, entendida como signo de la maduración moral de la humanidad y tiene un gran valor, como
seguiremos viendo. Tampoco este argumento, que vincula a Dios con la ley del bien y el mal, ha convencido a todos los
que se plantean los temas filosóficos, aunque ha sido y sigue siendo básico para millones de personas.

8. Primer sentimiento (Schleiermacher). Más que con el mundo, el pensamiento y la acción humana, Dios se vincula, en
esta perspectiva, con el sentimiento originario. La identidad del hombre no es su razón, ni su voluntad, sino su forma de
sentirse vinculado al Absoluto. Dios aparece en esta línea como expresión de la primera y más alta toma de conciencia de
los hombres que, despertando a su vida personal, se descubren apoyados en (dependientes de) Aquel que les instaura y
sostiene gratuitamente en la vida. En esta línea, Dios no es la hondura del mundo, ni es pensamiento supremo de la
mente, ni principio de moralidad histórica, sino la expresión más radical del sentimiento: No pensamos a Dios, ni le
tomamos como principio de nuestra obligación, pero son muchos los que sienten su presencia.

9. Espíritu absoluto (Hegel). Retomando en clave histórico-dialéctica la visión de San Anselmo (y avanzando en la línea
de Kant), Hegel ha vinculado a Dios con el despliegue total de la idea, es decir, del pensamiento humano, entendido
como Espíritu Absoluto, que, por un lado nos desborda, pero, al mismo tiempo, nos arraiga y fundamenta. Antes que
pensar somos pensados, por un Dios (Razón absoluta) que aparece así como sujeto (y contenido) de la manifestación total
41

de la Realidad, entendida como proceso de expansión (salida) y de recuperación (retorno). Dios es todo, siendo oposición
y unión de los opuestos, y nada queda fuera de su dialéctica, es decir, de la historia de su despliegue. Esta visión, que ha
logrado vincular a Dios con los diversos rasgos de la Realidad sigue siendo filosóficamente significativa, aunque son
(somos) muchos los que no la compartimos.

10. Proyección humana, opio del pueblo (Feuerbach y Marx). Reformulando las ideas básicas de Hegel y situándolas en
un contexto genético (es decir, de surgimiento), Feuerbach interpreta a Dios como efecto de una proyección, pues somos
nosotros, los hombres, los que expresamos en él nuestra identidad. No somos creatura de Dios, sino al contrario: Dios
mismo es nuestra más alta creatura. Pues bien, traduciendo esas ideas en forma político-económica, Marx piensa que
hemos creado a Dios a causa de un desajuste social, para así justificar las injusticias de un sistema que oprime y destruye
a los más pobres. Por eso, a su juicio, el problema no es ya la existencia de Dios, sino la justicia humana; la solución no
está en un juicio o sanción final, que llegará cuando acabe todo, sino que ha darse ya, en la reconciliación histórica de la
humanidad, actualmente dividida y enfrentada a causa de la posesión (o no posesión) de bienes materiales. Cuando los
hombres vivan en transparencia y justicia no tendrán necesidad de un Dios más alto.

11. Una etapa pasada de la historia (Comte). Las visiones anteriores han destacado la relación entre Dios y el
conocimiento (y la praxis social vida), en la historia de occidente. Pues bien, organizando ese proceso, A. Comte. ha
querido trazar una historia de conjunto de Dios, y lo ha hecho en tres momentos, vinculados al despliegue humano. En el
principio (Edad Antigua) Dios fue tema y argumento de mitos infantiles. En el centro (Edad Media) los hombres
presentan a Dios como idea sentido central de todo lo que existe. Pero, culminada la historia, en la Edad Contemporánea,
con el triunfo del saber positivo (ciencia), desaparece la imagen de Dios. Pues bien, reinterpretando ese proceso he
querido trazar los niveles del conocimiento de Dios (ciencia, filosofía, religión), mostrando que no se excluyen sino que
se implican mutuamente.

12. Ser hombre, encrucijada de Dios (Nietzsche y Freud, problemática actual). Culminado ese largo despliegue
de argumentos a favor o en contra de Dios, desarrollaré al final la prueba de la vida, tal como ha sido formulada por los
dos grandes críticos de la religión en la modernidad. Nietzsche interpreta a Dios como expresión de una enfermedad del
hombre, que no acepta su humanidad y se vacía de mismo en lo divino. Por su parte, Freud le entiende como una ilusión
mentirosa. La crítica de esos dos autores nos llevará al mismo centro de la vida del hombre, entendido como encrucijada
de Dios, lugar donde se plantea de un modo radical su misterio. Y así se anuncia la tercera parte de este libro, dedicado al
hombre como prueba de Dios.
42

5
Primer Motor.
Tomás de Aquino

He comenzado presentando a Dios como numinoso, para detenerme en dos de sus figuras (madre,
padre) y en tres de sus espacios primordiales (mundo, intimidad, historia), desde una perspectiva de occidente.
Partiendo de esa base, dejo al fondo (sin desarrollar) la tradición teísta de la filosofía griega, para insistir en la
temática y crisis de la modernidad, desde la visión cósmica del Dios filosófico cristiano, tal como ha sido
desarrollada por Tomás de Aquino, en una línea básicamente ontológica, vinculada al ser del mundo más que
a la voluntad y vida de los hombres, como destacará la tradición más moderna, a partir de Kant (tema 7)34.
En esa línea empiezo presentando a Dios como principio cósmico, con rasgos que originalmente
podrían encontrarse cerca de un tipo de madre naturaleza, de la que provenimos (sin necesidad de que ella
tenga rasgos personales), y lo haré siguiendo a Tomás de Aquino que le ha visto como primer motor (causa y
sentido) del mundo (cosmos entero), en perspectiva claramente filosófica, aunque el despliegue de su prueba
tiene implicaciones científicas y consecuencias teológicas que deben precisarse. Desde ese fondo distingo y
vinculo los tres planos de nuestro conocimiento de Dios (ciencia, filosofía y fe religiosa), retomado aspectos
ya evocados en tema 1 (al hablar de las tres teodiceas)35.

1. Cinco vías, un itinerario

Judíos y cristianos aceptan, en un primer momento, la experiencia base de la sacralidad cósmica,


pero, avanzando en esa línea, han añadido que el mundo en sí no es Dios, sino sólo la primera y más alta de
sus creaturas (ya que Dios es creador). En un sentido, ellos toman la contemplación y conocimiento del
mundo como prueba o camino de Dios, partiendo de la Biblia (como supone el libreo de la Sabiduría y la carta
a los Romanos), y así han dialogado con el pensamiento griego. Pero no se quedan en un plano teórico, pues
para ellos la prueba clave de la existencia de Dios ha sido de tipo religioso, como indicaré a continuación.
Como representante de ese conocimiento cósmico quiero citar a Santo Tomas de Aquino, que ha
tomado el mundo como libro (sacramento) en el que Dios se manifiesta; así retoma la tradición anterior de la
teología cristiana (de tipo más platónico, pero la reelabora de un modo riguroso, desde un fondo aristotélico.
En esa línea se entienden sus cinco vías (Suma Teológica 1, 2)36.

1. La primera y más clara es el movimiento, el proceso de la realidad, que se mantiene en cambio permanente, a
partir de un motor inmóvil que es Dios. «Es innegable, y consta por el testimonio de los sentidos, que en el mundo hay
cosas que se mueven. Pues bien, todo lo que se mueve es movido por otro, ya que nada se mueve más que en cuanto está
en potencia respecto de aquello para lo que se mueve… Pero si lo que mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario
que lo mueva un tercero, y a éste, otro. Pero no se puede seguir indefinidamente… pues los motores intermedios no

34
De manera consecuente, los filósofos griegos, desde Tales de Mileto hasta Aristóteles (siglos VII-IV a. C.), han tendido
a divinizar el mundo, entendido no sólo como signo divino, sino de alguna forma, como Dios supremo. Ellos
descubrieron también otros principios divinos en el fondo de la vida, vinculados al pensamiento y a la moralidad, pero,
en general, tomaron al mundo como Dios supremo, en una línea que ha podido ser formulada al comienzo de la
modernidad por B. Espinoza, cuando afirmaba Deus, sive natura (Dios, es decir, la naturaleza).
35
Para una visión de conjunto, cf. G. Lafont, Estructuras y Métodos en la Suma Teológica de S. Tomás de Aquino,
Madrid 1966); M. Corbin, Le chemin de la théologie chez Thomas d'Aquin, Paris 1974; R. Garrigou-Lagrange, Dios, su
existencia y su naturaleza, Madrid 1976; R. Gilson, Elementos de filosofía cristiana, Madrid; A. González, Tratado de
Metafísica, Madrid 1961. Formulación actual en J. Soler, Dios y las cosmologías modernas, Madrid 2005.
36
Tomás de Aquino (1225-1274), religioso dominico, de origen napolitano. Estudió en París (1245) donde fue profesor
(1252), siendo después maestro de la Curia Papal (Orvieto y Viterbo). Volvió a París (1269) y sus doctrinas fueron
criticadas por los tradicionalistas (que le acusaron de diluir el cristianismo en un tipo de pensamiento racional o
filosófico). Defendió en contra de ellos la diferencia y vinculación entre filosofía y cristianismo. Edición on line de su
obra principal (Suma Teológica) en http://hjg.com.ar/sumat/a/c2.html.
43

mueven más que en virtud del movimiento que reciben del primero, lo mismo que un bastón nada mueve si no lo impulsa
la mano. Por consiguiente, es necesario llegar a un Primer Motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos
entienden por Dios».
Esta vía conserva una inquietante actualidad (algunos la han entendido a partir del Big Bang, o gran estallido del
principio de la realidad), y sigue teniendo gran fuerza probativa. Pero no convence a todos, pues el estallido original (o
primer movimiento) no es una certeza, sino una hipótesis (el universo podría existir como un proceso ondulatorio o
circular sin origen ni meta). Por otra parte, Dios no puede entenderse simplemente como principio físico, sino que ha de
verse a otro nivel (y así lo destaca el mismo Tomás, cuando sitúa al Motor Inmóvil en un plano trascendente). De todas
formas, aunque este argumento demostrara física o filosóficamente la existencia de un Primer Motor, el problema está en
saber si ese Motor tiene carácter personal (si es inteligencia amorosa, que cuida de los hombres y si podemos llamarle
Dios). Ésta es una vía muy valiosa, pero muchos que no la aceptan (y así la siguen discutiendo), tanto en un plano
científico (análisis de los datos físicos), como filosófico (razonamiento sobre el orden de las causas) y religioso (no les
parece fácil pasar del Motor cósmico a Dios personal).

2. La segunda es parecida, y destaca la causalidad eficiente, es decir, el hecho de que el mundo (como sabía
Aristóteles y como confirma la ciencia) es una cadena de cambios, donde unas cosas se encuentran vinculadas a otras de
un modo organizado, no arbitrario. «Hallamos que en este mundo de lo sensible hay un orden determinado entre las
causas eficientes; pero no hallamos que cosa alguna sea su propia causa, pues en tal caso habría de ser anterior a sí
misma, y esto es imposible. Ahora bien, tampoco se puede prolongar indefinidamente la serie de causas eficientes,
porque… si no existiese una que sea la primera, tampoco existiría la intermedia ni la última. Si, pues, se prolongase
indefinidamente la serie de causas eficientes, no habría causa eficiente primera y, por tanto, ni efecto último ni causa
eficiente intermedia, cosa falsa a todas luces. Por consiguiente, es necesario que exista una Causa Eficiente Primera, a la
que todos llaman Dios».
Esta vía suscita las mismas dificultades que la anterior, pero con una dificultad añadida: Supone que no hay sólo
movimiento sino causalidad estricta de unas realidades sobre otras. Ciertamente, hay causas, esto es, cosas que influyen
en otras, sobre todo en un plano mental (intencional), pero el sentido de ese influjo resulta complejo (hay tipos distintos
de causalidad: material y formal, física, moral, inmediata, mediata…), y es difícil afirmar (en plano físico y filosófico)
que todas ellas dependan de una que es primera causa incausada, y que ésta sea además personal (inteligente y buena),
como supone Santo Tomás al decir que eso es lo que todos llaman Dios. Da la impresión de que Santo Tomás está
introduciendo en su prueba una visión de Dios, que no deriva de su argumento (en un plano físico y filosófico), sino que
tiene un origen religioso (bíblico, cristiano), y sólo así puede hablar de una causa incausada. De todas maneras, esta vía
de causalidad (muy vinculada a la del movimiento) sigue siendo importante para el estudio cósmico de Dios,
relacionando ciencia, filosofía y religión.

3. La tercera se funda en la distinción entre lo contingente y lo necesario. Hay cosas que pudieran no haber
existido y que son, por tanto, contingentes (no explican el origen y sentido de este mundo), de forma que por encima de
ellas ha de haber una realidad que sea fundamento de todo lo que existe, es decir, necesaria. «Hallamos en la naturaleza
cosas que pueden existir o no existir, pues vemos seres que se producen y seres que se destruyen y, por tanto, hay
posibilidad de que existan y de que no existan... Por consiguiente, no todos los seres son posibles, o contingentes, sino
que entre ellos, forzosamente, ha de haber alguno que sea necesario. Pero el ser necesario o tiene la razón de su necesidad
en sí mismo o no la tiene. Si su necesidad depende de otro, como no es posible, según hemos visto al tratar de las causas
eficientes, aceptar una serie indefinida de cosas necesarias, es forzoso que exista algo que sea Necesario por sí mismo y
que no tenga fuera de sí la causa de su necesidad, sino que sea Causa de la Necesidad de los demás, a lo cual todos
llaman Dios».
Tampoco este argumento demuestra que haya un Dios en persona, pero se sitúa en un contexto filosófico muy
significativo, que no es del todo griego, ni moderno. (a) Conforme a la visión helenista, el mismo conjunto cósmico
(ideas, dioses, astros, mundo) puede interpretarse como un todo necesario, sin necesidad de Dios; lo que llamamos
contingencia sería sólo un aspecto de la realidad total, que simplemente existe, sin ser contingente ni necesaria. (b)
Tampoco en una perspectiva moderna resulta clara la división entre realidades contingentes y necesarias y resulta difícil
separar a una de otras, para demostrar así la existencia de un Dios necesario.
A pesar de ello, este argumento, tal como se viene formulando en toda la modernidad (desde G. W. Leibniz:
1646-1715), tiene mucha fuerza: Ciertamente, existen cosas «contingentes» (en sentido extenso), y debe explicarse su
existencia, y en esa línea se puede apelar a Dios. ¿Pero el hecho de que sean contingentes por aislado exige que lo sean
en conjunto? ¿Es evidente que deba haber un Dios necesario por encima de ellas? ¿No se podría afirmar que el Todo
Cósmico existe sin más (por sí mismo), sin necesidad de apelar un Dios externo? No todos están de acuerdo con la
propuesta de Santo Tomás (¡ha de haber un Dios Necesario, por encima de todo lo contingente!). Pero su argumento es
muy serio, aunque desborda (¡tiene que desbordar el nivel de la ciencia!). De todas formas, este argumento en sí mismo
no implica que Dios sea personal, ni distinto del mundo en cuanto tal, pues el cosmos en conjunto podría ser lo divino.
44

4. La cuarta vía destaca los grados de perfección de los seres, en una línea platónica, dentro del contexto más
aristotélico de Tomás de Aquino. Ella supone que la realidad ha de entenderse como una escala de perfecciones, de
manera que en su cumbre ha de existir lo más perfecto. Si no existiera un orden, y no hubiera en su fondo algo
«supremo», este mundo gradual (jerarquizado) perdería su sentido. «Vemos en los seres que unos son más o menos
buenos, verdaderos y nobles que otros, y lo mismo sucede con las diversas cualidades. Pero el más y el menos se
atribuyen a las cosas según su diversa proximidad a lo máximo, y por esto se dice lo más caliente de lo que más se
aproxima al máximo calor. Por tanto, ha de existir algo que sea verísimo, nobilísimo y óptimo, y por ello Ente o Ser
Supremo… Existe, por consiguiente, algo que es para todas las cosas Causa de su Ser, de su bondad y de todas sus
perfecciones, y a esto llamamos Dios».
Éste argumento es sorprendente, por su fuerza y su debilidad. Es fuerte, porque apela a una visión jerarquizada
del cosmos, con grados de perfección, como edificio bien estructurado, en una línea que es más platónica que bíblica o
moderna. Pero, al mismo tiempo, es muy débil, porque su manera de entender lo que es más y menos perfecto no
responde en principio a nuestra visión del mundo que no es ya piramidal en sentido cósmico (para nosotros lo más
perfecto es la libertad y la bondad humana), ni recoge la experiencia del evangelio (donde se dice que Dios se vincula a
los seres más imperfectos: pobres, pecadores, expulsados sociales).
Este argumento supone que el mundo es una escala presidida por Dios en lo más alto, de manera que podría irse
subiendo desde lo más bajo hasta aquello que es supremo. Pues bien, en contra de ese supuesto, muchos piensan que el
mundo no puede entenderse de un modo escalonado (cf. temas 19-24), sino como un todo donde los diversos elementos
se completan y vinculan, sin que se pueda hablar de jerarquías, pues el conjunto ha de verse más bien una relación
paradójica de opuestos.

5. La quinta vía evoca el gobierno del mundo, es decir, la armonía que preside el conjunto del cosmos.
Ciertamente, Tomás sabe que existen realidades imperfectas, tragedias y luchas y muerte. Pero, en conjunto, a su juicio,
el cosmos entero constituye una inmensa armonía, que debe estar guiada por Alguien, un compositor musical, un buen
arquitecto. «Vemos, en efecto, que cosas que carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin,
como se comprueba observando que siempre, o casi siempre, obran de la misma manera para conseguir lo que más les
conviene; por donde se comprende que no van a su fin obrando al acaso, sino intencionadamente. Ahora bien, lo que
carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige alguien que entienda y conozca, a la manera como el arquero
dirige la flecha. Luego existe un Ser Inteligente que dirige todas las cosas materiales a su fin, y a éste llamamos Dios».
También este argumento es poderoso, pero no logra convencer a todos. Santo Tomás supone que el mundo es
armonía inteligente (y además con una inteligencia externa que lo guía), un tema que la ciencia posterior ha estudiado
con mucha precisión, sin llegar a conclusiones convincentes. Muchos científicos y pensadores no ven tal armonía, ni
piensan que este mundo tiene finalidad clara, ni inteligencia de conjunto (ni interna ni externa), pues todo lo que existe es
azar y necesidad, sin que sepamos de dónde viene, ni hacia donde se dirige (quizá a un muerte cósmica).
La prueba de que existe un diseño inteligente y bueno no convence a todos, aunque es digna de ser discutida, y
muchos la siguen aceptando, aun en plano filosófico, pero nunca en términos puramente científicos, pues la ciencia no
puede sacar conclusiones de este tipo. Sea como fuere, el dios de la armonía cósmica no es el Dios personal de la
religión, vinculado a la libertad humana y al sentido de la historia (cf. temas 15-17)37.

Estas vías (y especialmente las últimas) vinculan varios elementos (datos de observación, reflexión
filosófica), y tienen mucho valor, pero no pueden tomarse como pruebas de ciencia, en el sentido moderno del
término. Ellas suponen que debe haber una concatenación de movimientos y causas (vías 1 y 2), un orden
ontológico, presidido por Alguien que existe necesariamente (no por azar, vía 3) y un esquema jerárquico bien
estructurado (con gradación de seres, vía 4), de manera que todo lo que vemos en el mundo forma una
armonía de movimientos y seres (vía 5).
Según eso, la realidad ha de entenderse como proceso y jerarquía (movimiento y escala de seres donde
lo más bajo sólo puede entenderse desde más alto: 1ª, 2ª y 4ª vía); más aún, el mundo forma, al mismo tiempo,
una unidad estructurada en la que cada parte actúa desde el todo (5ª vía), conforme a una visión «racional»
(ontológico) del conjunto de la realidad, donde la contingencia no puede explicarse a sí misma, sino que se
exige la existencia de un ser necesario (vía 3ª). Pero no todos se sienten (nos sentimos) satisfechos con esta
visión del cosmos, estructurado así, de forma ontológica.
En esta perspectiva, el Señor de la religión (esto es lo que todos llaman Dios) se identifica, en su base,
con el dios de la filosofía (y de un tipo de ciencia entendida de forma ontológica); es un Dios cósmico, fuente
de todo movimiento (vías 1 y 2), culmen de la jerarquía de los seres (vía 4) y principio de unidad de lo que
existe (vía 5), pues las cosas no han podido surgir por azar, sino que han de tener un sentido «necesario» (vía

37
Hay una bibliografía casi infinita sobre el tema. Entre las últimas obras que conozco quiero destacar la de L. Sequeiros,
El diseño chapucero, Madrid 2011.
45

3). Conforme a esta visión, la confianza en el mundo es confianza en Dios, de forma que la naturaleza es signo
y prueba divina.
Pero no todos aceptan (aceptamos) ya este esquema de la realidad (esta ontología), no sólo por
razones científicas, sino también porque ha cambiado nuestra experiencia filosófica, es decir, nuestra forma de
situarnos en el mundo. Sea como fuere, el Dios de la ciencia y de la filosofía ontológica de la Edad Media
(cuya existencia no puede probarse de un modo seguro) no es el Dios de la religión, un Dios de amor y pasión,
voluntad de vida, fuente de gozo y culto para los hombres38.

2. El mundo, signo y problema de Dios

Esta vías siguen siendo objeto de intensa discusión entre pensadores (teólogos, filósofos, científicos,
hombres y mujeres de la calle…), que quieren saber el sentido de este mundo y su posible relación con Dios.
Las respuestas han sido variadas e importantes y siguen teniendo un valor. Pero se deben matizar y completar,
porque el Dios de la Biblia y del pensamiento actual no se relaciona ya básicamente con el mundo, sino con la
libertad humana (cf. tema 16).

a. Una opción filosófica

Las pruebas de Santo Tomas se apoyan en observaciones generales, no en postulados o leyes


científicas en el sentido moderno. Por exigencia de su metodología y de sus objetivos, la ciencia actual no
puede demostrar ni rechazar la existencia de Dios, pues se sitúa en otro plano (cf. temas 7 y 11). Ciertamente,
damos gran importancia a la ciencia, pero sabemos que ella no agota todo el campo del conocimiento, y que
las cuestiones principales de la vida han de plantearse en un ámbito distinto, de poesía o teología, de filosofía
o experiencia personal.
Santo Tomás no era un científico, sino un creyente que quiere pensar (un filósofo), y en ese sentido
sus vías siguen siendo muy importantes, pues él quiere presentar a Dios como principio de inteligibilidad del
cosmos, razón de la realidad en su conjunto. En esa línea nos enseña algo que sigue siendo muy importante:
Asumiendo y superando un nivel de pura ciencia, los hombres no sólo se sitúan ante comportamientos
particulares y cosas aisladas, sino que quieren (queremos) conocerlas de un modo radical, y en relación con
Dios, que es su verdad y su vida originaria.
En ese contexto debemos añadir que las formas de entender la relación del mundo con Dios varían
según las circunstancias. El pensamiento griego tendía a identificar a Dios con el todo cósmico (desde un
fondo panteísta), de forma que lo que llamamos Dios sería la dimensión suprema o más honda de la realidad
(del mismo mundo). Santo Tomás, en cambio, partiendo de una experiencia bíblica, puede afirmar que Dios se
encuentra fuera (encima) del sistema cósmico. Su postura es coherente y debe entenderse desde una
perspectiva religiosa donde el pensamiento cósmico griego (ontología) ha sido recreado desde la aportación
bíblica (que define el carácter personal de Dios).

‒ En línea ontológica, Santo Tomás presenta a Dios como principio y causa de los procesos cósmicos, fuente jerárquica
de la realidad, inteligencia que dirige y unifica el conjunto del cosmos. Su visión de Dios es razonable, en línea de
búsqueda y comprensión del mundo, y debemos agradecerle su esfuerzo por mostrarlo; pero no puede demostrarla
científicamente, en el sentido moderno del término, pues la ciencia opera con otras pruebas de experiencia, en línea
hipotético-deductiva, sin conocer nunca la realidad en sí. Además, los datos que él aduce (movimientos, causalidad,
orden cósmico…) pueden interpretarse también de otra manera (afirmando que el mundo en sí es divino, sin necesidad de
un Dios trascendente). Las cinco vías marcan un camino de comprensión, pero no pueden tomarse como pruebas
científicas ni filosóficas de la existencia personal de un Dios trascendente, creador del mundo y capaz de actuar en la
historia (como afirma la Biblia, en un plano de revelación).

‒ Santo Tomas identifica el Dios del cosmos y el de la religión, y piensa que no necesita argumentar más sobre el tema,
pues pueden entenderle y aceptar su propuesta todos los hombres «racionales» (cristianos, judíos y musulmanes), con

38
El Dios de las dos últimas vías (de carácter más platónico) se identifica para Tomás con el Dios del movimiento real de
las dos primeras (más aristotélicas). Todas las vías se unen y vinculan en la 3ª (de la necesidad), que entiende a Dios
como experiencia de sentido y solidez (en línea ontológica).
46

quienes quiere dialogar. Pero esa identificación no es evidente en sí, pues implica un salto desde el orden cósmico (con
su racionalidad) al plano de la trascendencia personal de Dios (que se revela porque quiere no por movimiento o armonía
cósmica). Por otra parte, ese salto tampoco era claro en el entorno de Santo Tomás, de manera que él mismo empezó
siendo condenado por la Iglesia (por unir filosofía y revelación cristiana). Pero después fue admitido por el conjunto del
pensamiento cristiano de occidente, hasta que ha vuelto a ser criticado (cf. Kant y Comte, temas 7 y 11).

Ciertamente, Santo Tomás conocía la distinción que trazaron ya algunos discípulos de Averroes
(1126-1198), retomada en parte por B. Pascal (1623-1662), cuando separaban al Dios de los filósofos y sabios
del Dios de los Profetas (Abraham, Jesucristo, Mahoma), pero nunca pensó que esa separación fuera radical.
Supo que existen dos caminos y dos formas de conocer a Dios, pero sabía que no se excluyen, ni desembocan
en verdades separadas. La revelación de Dios en Cristo no va contra las vías físicas, sino que las incluye (o
puede suponerlas). El principio cósmico, del que hablaban los filósofos, y el Dios salvador de la religión
monoteísta no son realidades disociadas como suponían algunos averroístas, sino que pueden y deben
completarse.
Santo Tomás defiende en esa línea un esquema de identidad parcial y complementariedad entre
ciencia y religión, vinculando la verdad racional (filosófica) de Dios y la experiencia teológica o cristiana
(fundada en la revelación). En este contexto, la nota más significativa de su pensamiento es quizá la búsqueda
de analogías, es decir, de relaciones entre filosofía racional y fe religiosa, entre cristianismo y religiones, entre
el hombre y Dios (como muestra su Suma contra los gentiles). Su Dios no es simplemente el infinito, más allá
de todo razonamiento, sino el Ser en Sí, la esencia primera, el sentido de todos los seres, y por eso identifica al
el Señor de la revelación bíblica (y de las religiones) con el Primer Motor de la filosofía (cf. tema 19).
Entre ese Motor cósmico y el Señor divino de las religiones hay una vinculación profunda, pero
también hay hondas diferencias. En contra de una disociación religiosa, que puede acabar siendo
fundamentalista, Tomás de Aquino ha defendido la unidad de razón y religión: Dios y el mundo no son dos
cosas que puedan sumarse, pues están en planos diferentes. De esa forma realiza una profunda opción
filosófica, una apuesta a favor de la razón
Esa opción nos parece en principio válida, de forma que pensamos que la religión no puede desligarse
de ella, ni convertirse en algo puramente irracional. Pero añadimos que el mundo externo, analizado y
utilizado por la ciencia, no es ya prueba clara de un Dios trascendente y personal, de manera que la filosofía
no puede probar la existencia de Dios. Necesitamos otros signos y caminos, vinculados al don de la vida, al
amor y a la libertad (responsabilidad), en la línea de las religiones. En contra de todo espiritualismo
descarnado, el mundo es patencia de Dios; pero Dios es más que la sacralidad del cosmos, pues pertenece al
nivel fundante en el que se expresa el don de la vida, el gozo de ser, una experiencia de gratuidad39.

b. Una filosofía que se abre más allá de sí misma

El mundo es signo de Dios para el hombre, el único ser conocido que pregunta por su misterio. Los
otros vivientes (incluso animales) siguen inmersos en el gran sueño cósmico; el hombre, en cambio, despierta
y se eleva frente al mundo con su pensamiento (cf. Gn 2-3). Los seres pre-humanos duermen, pero los
hombres adquieren conciencia de sí, buscando de alguna forma a Dios. Siguen siendo mundo, pero, al mismo
tiempo, quieren conocer su sentido, algo que no puede ningún otro animal o máquina (computadora). En ese
contexto se plantea el misterio divino del cosmos, esto es, su hondura o dimensión sagrada. Sólo el carácter
específico del hombre hace que el mundo sea pregunta por Dios, desbordando el nivel de la ciencia40.

39
Muchos debates modernos sobre la existencia o no existencia de Dios desde el mundo parecen mal planteados. No se
trata de buscar un Dios «fuera», además del mundo, sino de penetrar en el sentido (misterio) de la realidad, como hizo
Santo Tomas, utilizando categorías de su tiempo (movimiento, causalidad, necesidad, gradación de los seres, orden…); él
no trata de demostrar «científicamente» sino de contemplar el mundo desde la fe. En ese sentido, sus argumentos valen
para los creyentes, pero no como demostraciones estrictas (de tipo científico), sino como vías, caminos de apertura.
Para un creyente como Santo Tomas, el mundo no es un caos de procesos enfrentados, ni una batalla demoníaca
de muerte, sino espacio para vivir sentir y pensar, sabiendo que en su fondo se expresa lo divino. Su vía cósmica es un
punto de referencia, no un argumento conclusivo. De todas formas, su visión de Dios queda a mi juicio más clara en
perspectiva de moralidad (cf. Suma Teológica I-IIae, cuestión 9 art. 6), cuando afirma que la acción humana está
impulsada y regida por Dios (en una línea que puede compararse a la de E. Kant; cf. tema 7 y 15).
40
Los animales siguen inmersos en un proceso cósmico de mutaciones y selección natural (evolución de las especies); el
47

‒ La ciencia en cuanto tal no puede preguntar por Dios. Lógicamente, muchos han querido relacionar, y siguen
buscando a Dios por ciencia: «Si descubrimos una teoría completa, con el tiempo habrá de ser, en sus líneas maestras,
comprensible para todos y no únicamente para unos pocos científicos. Entonces, todos, filósofos científicos y gente
corriente, seremos capaces de tomar parte en la discusión de por qué existe el universo y por qué existimos nosotros. Si
encontrásemos una respuesta a esto, sería el triunfo definitivo de la razón humana, porque entonces conoceríamos el
pensamiento de Dios» (S.W. Hawking)41.
Pues bien, ese planteamiento me parece equivocado, no sólo porque la ciencia no puede responder a la pregunta
del por qué, sino porque ni siquiera puede plantearla, pues ella sólo conoce procesos medibles (Descartes), leyes
hipotético-deductivas o formulaciones matemáticas. La pregunta por el sentido y por Dios va más allá de la ciencia, es
propia de la filosofía (o de la religión). La ciencia como tal no puede aceptar ni rechazar a Dios; pero es evidente que el
científico es un «hombre», y como ser humano (que piensa) puede y debe plantear la cuestión del sentido, que es en el
fondo la cuestión de Dios (pero que se sitúa ya en un plano filosófico).

‒ La filosofía debe preguntar y ha preguntado por Dios (asumiendo un tema que le viene de la religión), pero ella, en sí
misma, no tiene respuesta. Como supone Santo Tomás, el hombre puede y debe plantear el tema de Dios en un nivel de
filosofía, pero no resolverlo en ese plano, pues ella por sí sola es incapaz de encontrar el sentido de la realidad, como ha
mostrado Kant, diciendo que no hay más prueba de Dios que la «fe», entendida en forma de confianza radical (tema 7; cf.
tema 3), superando un nivel de pura racionalidad.
La filosofía puede y quizá debe plantear el tema de Dios, la pregunta por el sentido, como ha hecho Santo
Tomas y como ha seguido haciendo la historia posterior del pensamiento. Eso muestra que el hombre se desborda a sí
mismo, es capaz de abrir un camino que trasciende sus posibilidades puramente discursivas (argumentativas). Pero todas
las pretendidas demostraciones filosóficas terminan siendo al fin insuficientes, por más importantes y necesarias que
sean. Lo más que el filósofo puede (desde un punto de vista racional) es postular la existencia de Dios, pero sabiendo que
la respuesta (si la hubiere) debe darla el mismo Dios, si es que existe (cf. temas 21-22). Eso no es condenar a la filosofía,
diciendo que ella tiene que subordinarse a la religión, sino distinguir perspectivas y planos.

En esa línea, la tarea de la filosofía no es demostrar científicamente la existencia de Dios, sino


plantear bien la pregunta, recuperando, quizá de otro modo, las vías de Santo Tomás (y las pruebas que
seguiré presentando) como expresión del camino radical del hombre, que se abre más allá del mundo y de sí
mismo. Por otra parte, el mundo no es sólo armonía como suponen las vías de Santo Tomas, sino tarea y
riesgo como empieza sabiendo la Biblia (cf. Gn 2-3). En ese campo debemos afirmar, en contra de los
absolutismos de un lado y/o de otro, que ni la filosofía debe someterse a la religión, ni al contrario, pues son
actividades y experiencias autónomas que deben dialogar y fecundarse mutuamente, sin que una colonice o
destruya a la otra.
Ni la filosofía (o la ética) puede esclavizar a la religión, ni la religión a la filosofía, pues son como dos
«cumbres» de la vida, dos perspectivas supremas, cada una en su campo, y así pueden dialogar y ayudarse
(iluminarse) mutuamente. Si la filosofía quisiera «dominar» y absorber a la religión (negándole su identidad)
tendría que salir de sus límites, y no sólo destruiría a la religión, sino que se destruiría a sí misma. Y lo mismo
podemos decir de la religión; si quisiera negar a la razón se condenaría a sí misma al silencio y a la esterilidad,
en el nivel del pensamiento.
El mundo es lugar para el pensamiento (razón filosófica), pero al mismo tiempo es espacio de gozo y
de experiencia de trascendimiento (religión), en compromiso activo de creatividad, como pondré de relieve al
hablar de la libertad (tema 16), que es expresión y signo de trascendencia humana. Sólo la libertad del
hombre, como ser que forma parte del mundo, pero que está llamado a realizarse a sí mismo, puede entenderse
como «prueba», en el sentido de probación no de demostración.
En esa línea se vinculan y distinguen (y completan) las dos perspectivas, cada una en su campo: (1) La
buena razón (filosofía), queriendo pensarlo y razonarlo todo en su nivel, deja abierto el itinerario del hombre,
que ella no puede trazar, de un modo cerrado. En ese sentido, el mapa del pensamiento humano tiene zonas
que no pueden definirse de un modo puramente demostrativo y entre ellas está la zona de Dios. (2) Por su
parte, la buena religión ha de saberse vinculada al logos, es decir, al pensamiento del hombre que explica,

hombre, en cambio, tiene que buscar y crear su propio mundo humano. cf. C. Díaz, El hombre, animal no fijado, Madrid
2001. Los animales tienen sus respuestas programadas de antemano; el hombre, en cambio, ha tenido que descubrir y
desarrollar un segundo mundo, cultural o simbólico, para sobrevivir y mantenerse, cf. R. Penrose, La nueva mente del
emperador, Madrid 1991.
41
Historia del tiempo, Barcelona 1989, 223-224.
48

razona y comprende, pero en sentido abierto, desbordándose a sí mismo, pues el problema no es aquello que el
hombre puede saber, sino aquello que puede y debe ser.
En ese contexto se sitúa eso que podemos llamar la «osadía humana», en la línea del sapere aude
(atrévete a pensar), una frase de Horacio que Kant interpretó como base de su programa filosófico y moral
(Qué es la Ilustración, 1784). Pero el tema no es «atrévete a saber» en un plano intelectual teórico, sino
«confía en lo que eres y en lo que puedes», como ser humano, en solidaridad con los demás seres humanos.
En esa apuesta por el saber, que no es un conocimiento de teoría, sino una decisión de vida se sitúa la
experiencia de Dios, como puso de relieve Pascal, en su famosa «apuesta» (cf. tema 13)42.
Quizá pudiéramos decir que los hombres somos una «apuesta por Dios», y que Dios ha hecho una
«apuesta a favor de nosotros, los hombres», comprometiéndose por nosotros, al fundar nuestra vida sobre
cimientos de libertad, es decir, arriesgándose al crearnos. En esa línea, respondiendo a Dios (al impulso de su
vida), los hombres somos seres que nos hemos atrevido a pensar en Dios, a optar por él, en un mundo en el
que pudiéramos negarle. Pues bien, en el fondo de ese atrevimiento (optar por Dios) se sitúa el otro
atrevimiento más concreto que consiste en atrévete a vivir, en una línea que vengo formulando desde Dt 30,
15-16: Opta por la vida, optando por los hombres. En esa última línea, la fe en Dios se traduce a modo de
compromiso a favor de los hombres.
En esa línea podemos afirmar que el hombre ha sido y es un viviente que, al descubrirse a sí mismo,
ha tenido el atrevimiento de asumir su propia vida y de optar por ella, en un gesto fuerte y audaz de
afirmación, optando no sólo por sí mismo, en forma individual (egoísta), sino en forma social, a favor de la
vida de los demás. Esta opción, de la que trataré en cap. 13-18 constituye el centro de este libro, y es a mi
juicio la prueba máxima de Dios, que en sentido cristiano se podría formular diciendo que el amor de Dios
(recibir y cultivar el don de su vida) se expresa y concreta en el amor al prójimo, es decir, en la afirmación de
la vida concreta de la humanidad.
Ésta es la prueba de Dios, en el sentido radical de la palabra: Probar es experimentar la vida y optar
por ella, en concreto, de un modo arriesgado. Esta opción (que es razonable, pero que siempre implica cierto
riesgo de decisión) está en la base de todo lo que sigue, como muestra incluso la prueba de San Anselmo, de
la que seguiré tratando, antes de pasar a Kant, cuyo pensamiento marcará de alguna forma la trama de este
libro, pues Kant no «demostró» la existencia de Dios, sino que la postuló la existencia de Dios, optando por
él, es decir, por su justicia, en el contexto del imperativo categórico que consiste en asumir el valor de la
humanidad en su conjunto, a cuyo servicio ha de ponerse la vida de cada individuo, como seguiremos viendo
(cf. tema 7). En esa línea, en realidad, creer en Dios significa creer en los hombres, apostar por ellos, por la
humanidad concreta, como seguiré indicando.

42
Esta es la verdad de fondo permanente del Concilio Vaticano I (1870), cuando afirmó, por un lado, que nuestra mente
(nuestra realidad humana, en su conjunto) está abierta a Dios, para añadir, por otro, que no tenemos una intuición
inmediata de su esencia. Así lo han mostrado, desde distintas vertientes, C. Díaz, Preguntarse por Dios es razonable,
Madrid 1989 y H. Küng, ¿Existe Dios?, Madrid 1978, 22004. Así lo seguiremos indicando a lo largo de todo este libro, en
sintonía con el Vaticano I (releído desde el Vaticano II: 1962-1965). Cf. S. McFague, Modelos de Dios. Teología para una
era ecológica y nuclear, Santander 1994.
49

6
Sumo Pensamiento.
San Anselmo

Santo Tomás buscaba a Dios a través del orden y movimiento (causalidad…) del mundo, trazando
un camino que debe ser actualizado, como saben los científicos y filósofos, aunque en sí mismo no llegue a
demostrar la existencia de Dios. Pero a partir del tiempo-eje resultan más transitados los caminos de la
interioridad humana y de la historia (cf. tema 4). En línea de interioridad (pensamiento) avanza Anselmo de
Canterbury (1033-1109), a quien presento ahora, después de haber hablando de Santo Tomas (aunque
cronológicamente sea anterior), pues no toma como base el mundo, sino el mismo ser humano43.
Esta vía de San Anselmo puede vincularse al platonismo y a la gnosis, que han dado más valor al
mundo interior (pensamiento) que al mundo externo (materia corruptible), como San Agustín (354-430), que
quiso buscar a Dios dentro de sí, no en el mundo (naturaleza). De manera consecuente, como buen
agustiniano, Anselmo no ha buscado a Dios fuera, sino en su propio pensamiento, abriendo así un itinerario
divino, que puede discutirse pero que es muy valioso. En esa línea, creer en Dios significa en el fondo creer en
el valor del más alto pensamiento humano, optando así por la racionalidad radical de la vida.

1. Dios, el mayor pensamiento

Lo primero en este plano no es ya el mundo, sino el pensamiento, tal como se expresa en el hombre,
viviente que sabe (se sabe), pues piensa y «posee» un gran mundo de ideas. Es misterioso el hecho de que el
hombre piense, y más misterioso todavía que él pueda pensar sobre el contenido y verdad de sus ideas,
descubriendo que su pensamiento es expresión y signo de una realidad que le desborda, no un simple juego de
relaciones vacías como las que plantean y resuelven las máquinas modernas (computadoras). En ese contexto
se sitúa el hecho de que, al pensar y pensarse, el hombre encuentra en sí mismo la idea de un ser que le
desborda y fundamenta, confiando en ella y fundando así su pensamiento.

a. El hombre tiene la idea de un ser que le trasciende

El mismo Santo Tomás asume de algún modo esta prueba al suponer básicamente que Dios mismo
actúa, como impulso de vida en la acción moral del hombre, pues las cosas que hacemos no son indiferentes
(no todo da lo mismo), sino que están «reguladas» por un principio (impulso) bueno, que es la idea-moral (ley
de Dios) que se expresa en nuestra vida. Pues bien, en esa línea (que santo Tomás no desarrollará), San
Anselmo había observado que los pensamientos no se ordenan entre sí de forma arbitraria, como si todos
valieran lo mismo, sino que hay, por así decirlo, un «pensamiento madre», un tipo de idea más alta y distinta
(que es Dios), referencia primera, que existe en sí misma y capacita al hombre para ordenar todas las restantes
ideas y realidades, como dirá siglos más tarde Descartes. En esa línea, creer en Dios es optar por el valor de
una experiencia superior de transcendencia mental: Apostar por el orden y sentido de la razón humana que no

43
Anselmo, nacido en Aosta (actualmente Italia), ingresó en la abadía benedictina de Bec, Normandía (entonces bajo la
corona inglesa), donde realizó sus estudios, siendo nombrado arzobispo de Canterbury (1093). Fue un hombre de gran
clarividencia y uno de los pensadores más lúcidos de la historia de occidente. Obras en Patrología Latina 158-159.
Edición bilingüe en Obras completas I-II, Madrid 1952-1953). Cf. Karl Barth, Fides Quaerens Intellectum. Anselms
Beweis der Existenz Gottes im Zusammenhang seines theologischen Programms, Zürich 1931; J. Marías, San Anselmo y
el insensato, y otros estudios de filosofía, Madrid 1944; A. Schurr, Die Begründung der Philosophie durch Anselm. v. C.
Eine Erörterung des ontolog. Gottesbeweises, Stuttgart 1966; David Luscombe, Gillian R. Evans (eds.), Anselm. Aosta,
Bec and Canterbury, Sheffield 1996; M. Corbin, Saint Anselm, Paris 2004; Espérer pour tous. Études sur saint Anselme
de C., Paris 2006; G. E. M. Gasper, Anselm of C. and his theological Inheritance, Aldershot 2004.
50

se fundamenta y define a sí misma, sino que está fundada en una realidad más alta que se expresa y despliega
a sí misma en la razón44.
Más que el cosmos objetivo, con sus procesos y jerarquías, San Anselmo estudia el pensamiento,
entendido como lugar donde se expresa la Idea de Dios, que capacita al hombre para entender y organizar
humanamente (desde arriba) todo lo que existe. En contra del valor probativo de esa idea de Dios había
protestado ya en el fondo Lucrecio de Roma (99-55 a.C.) diciendo que los dioses tienen forma humana,
porque son invento de los hombres (y que tendrían forma vacuna si hubieran sido inventados por vacas). Pero
el caso es que las vacas no han inventado dioses, a diferencia de los hombres que lo han hecho, pues tienen un
pensamiento de Dios.
Ésta es la clave del argumento de Anselmo: El hombre encuentra en su mente la idea de un ser que le
trasciende, alguien a quien toma como realidad suprema, pues incluye en sí todas las perfecciones, de manera
que podemos definirle Id quo maius nihil cogitari potest (=Aquel más grande que el cual no puede pensarse
cosa alguna). Dios se muestra así, en el interior del hombre, como pensamiento originario, realidad
trascendente en la que se encuentran incluidas todas las restantes ideas y realidades.
Anselmo no empieza diciendo, como hará Descartes «pienso, luego existo» (yo), sino «Dios está en
mi pensamiento de tal forma que él debe existir, pues de lo contrario yo no existiría como ser pensante». Pues
bien, para san Anselmo, este Dios del pensamiento recibe los rasgos religioso de su entorno (está vinculado en
especial a la experiencia de judíos, cristianos y musulmanes), pero vale en general para todos los creyentes, es
decir, para las personas que descubren en el fondo de su vida el pensamiento de Dios y son capaces de confiar
en su valor (es decir, de apostar por lo que ella significa).
En esa línea, Anselmo añade que el hombre despierta (nace) a la vida con una idea más alta, que le
supera y le fundamenta gozosamente, permitiéndole organizar su pensamiento. Los aristotélicos decían (dirán)
que la mente del hombre es una tabula rasa, como un encerado o tablilla donde no hay nada escrito de
antemano. En esa línea, Tomás de Aquino afirmará que la idea de Dios ha sido creada por los mismos
hombres, a través de su reflexión sobre el mundo (o ha nacido por medio de una revelación religiosa
posterior). Pues bien, en contra de eso, desde un fondo que podría llamarse quizá más platónico, san Anselmo
supone que el pensamiento empieza a desarrollarse (poniéndose en marcha), desde el interior, a partir de la
idea de Dios que los hombres llevan dentro, pues ella es lo más grande que son (y que tienen) en sí mismos.
Esta visión de un a priori divino (que podría compararse con la gramática generativa que ha propuesto
Noah Chomsky, en pleno siglo XX), supone que la mente humana no surge como puro vacío, sino que ella
viene cargada con un tipo de visión (experiencia) superior, es decir, la idea de Dios, que habita en su mente y
la fecunda. San Anselmo supone que los hombres no nacen sólo con la capacidad gramatical de hablar (de
construir un lenguaje), sino con una capacidad semántica más honda, que les permite valorar y situar sus
conocimientos, a partir de la idea de Dios, llegando a la conclusión de que esa idea no ha podido ser creada
por ellos, sino que es signo y prueba de la existencia de un Dios que fundamenta su vida y pensamiento45.
Tomás decía que el hombre viene a este mundo sin saber nada, de manera que sus ideas provienen de
su propio discurso mental, pero luego, a partir de su propio proceso discursivo, llega a la conclusión de que
este mundo está fundado en un Primer Motor que lo mueve (causa) y organiza todo. Anselmo, en cambio,
sabe que la idea de Dios no ha podido ser creada por el hombre, pues que él no nace como tabla rasa (disco
duro totalmente vacío), sino que lleva inscritos gozosamente en su mente unos principios de pensamiento (un
soft ware o idea matriz de Dios).
El hombre no es un simple hueco, un disco vacío de computadora, que debe cargarse totalmente de
fuera, sino que viene dotado con una capacidad de pensar, que se despliega lógicamente a través de la
educación, pero que se encuentra troquelada por Dios, cuya idea preside y dirige la arquitectura de su
pensamiento. El hombre piensa así en su propio pensamiento, descubriendo entre sus ideas (al fondo de ellas)
la más alta (la de Dios), Ser Supremo.
Pues bien, reflexionando sobre su interior el hombre descubre que esa idea de Dios implica (contiene)
su existencia, pues ella actúa como principio regulador de todos sus restantes pensamientos, que son

44
Santo Tomás afirma (cf. Suma Teológica I-IIae, q.9, a.6) que Dios mueve con su voluntad la voluntad del hombre,
haciéndole así capaz de moverse a sí mismo. Por su parte, R. Descartes (1596-1650) dirá que Dios, pensamiento
originario, garantiza y sanciona el valor, verdad, claridad y distinción de nuestras ideas.
45
Noah Chomsky (*1928) ha mostrado que el hombre no puede aprender si no tiene en su mente un tipo de estructuras
generativas, capaces de organizar su pensamiento. Entre sus obras, The Logical Structure of Linguistic Theory, Chicago
1975; Estructuras sintácticas, Madrid, 1971; Aspectos de la teoría de la sintaxis, Madrid 1970.
51

derivados, de manera que pueden existir o no, pues son todos finitos, derivados. Por eso, en el principio de
todo está el pensamiento de Dios, que existe por sí mismo (porque es superior a nuestra vida), cumpliendo una
función esencial: Nos permite pensar todas las cosas, no de un modo arbitrario, unas al lado de otras, sino
organizándolas de un modo armónico46.

b. Una idea que se trasciende a sí misma

La idea de Dios no es una más, sino la más alta y primera (generadora de todas), y así, al pensar en
ella, los hombres descubrimos que en nosotros (como parte de nuestra realidad, que es pensamiento) hay algo
mayor de lo que somos, Aquel que nos desborda y fundamenta, haciéndonos ser. En esa experiencia (somos
más de lo que somos, llevamos dentro al que es más grande que nosotros, no por imposición, sino por
desbordamiento) se funda nuestra realidad.
Dios aparece de esa forma en nuestra vida, y no sólo en nuestra mente, como Aquel que supera el
nivel de los puros pensamientos (cosas que van y vienen), como Norma (referencia) de todo lo pensado. En
ese sentido se podría hablar de un a priori de Dios. Ciertamente, en un nivel, su idea se ha gestado en la
historia; pero en otro más hondo ella nos ha gestado a nosotros, haciendo posible que pensemos, que seamos.
Optar por el valor de esa idea implica en el fondo creer en Dios (creer en el valor de nuestro proyecto humano,
abierto de un modo trascendente a la verdad plena de la realidad).
¿De dónde nos viene esa idea primera? Anselmo y con él algunos filósofos mayores de Occidente
(Descartes, Leibniz, Hegel...), han afirmado que ella no puede ser una creación de nuestra mente, incapaz de
crear algo que le desborda. Por eso, si pensamos en Dios (si tenemos su idea y ella es la piedra clave de
nuestra arquitectura mental), Dios debe existir en realidad, como aquel que nos ha hecho capaces de pensar, al
inscribir en nuestra mente su propio pensamiento.
Eso significa que esa idea no nos viene de fuera (como un descubrimiento casual, una cosa más junto
a otras), ni proviene de nuestra actividad mental (como si nosotros la hubiéramos formado), sino que somos
nosotros mismos los que venimos de ella. Aquí radica la grandeza del hombre, un viviente capaz de pensar en
Dios (y de vivir según ese pensamiento) porque el mismo Dios le piensa (se piensa en él), haciéndole capaz de
ser y abrirse (como Dios, en Dios) a todas las restantes cosas, en gesto de confianza básica, es decir, de
fidelidad a su experiencia más honda (a su propia conciencia).
La mente humana es según eso un reflejo y presencia del ser más alto, como un espejo donde el Dios
trascendente (a quien llevamos dentro) va expresando su figura. No pensamos nosotros lo numinoso (cf. tema
2), sino que es lo numinoso lo que nos piensa. Sólo así, porque nacemos del pensamiento de Dios (que
tenemos en la mente), podemos razonar sobre el mundo y descubrir en su fondo al mismo Dios (como
indicaban, en un momento posterior, las vías de Santo Tomas).
Pensar en Dios es descubrir nuestra inmersión en lo Absoluto o, mejor dicho, la revelación de Dios en
nuestra vida, pues él no es una cosa que está fuera, un objeto que podemos tomar y dejar, sino Aquel que se
piensa de tal forma en nosotros que nosotros, los hombres, podemos descubrirle de algún modo al
descubrirnos, y pensarlo todo en él. En ese sentido, la prueba de Dios es una especie de apuesta por el valor y
sentido de la idea de Dios en la nuestra (una idea de la que nacemos y en la que somos):

El insensato (que niega la existencia de Dios) debe convenir en que tiene en su entendimiento la idea de
un ser por encima del cual no se puede imaginar ninguna otra cosa mayor, porque cuando oye enunciar este
pensamiento lo comprende y todo lo que se comprende está en la inteligencia. Y sin duda alguna esta realidad
por encima de la cual no se puede concebir nada mayor no existe sólo en la inteligencia; porque si así fuera se
podría al menos suponer que existe también en la realidad; y en ese caso habría algo mayor que nuestro
pensamiento... Existe, por consiguiente, de un modo cierto, un ser por encima del cual no se puede imaginar
nada, ni en el pensamiento ni en la realidad (Proslogion 11).

Este argumento refleja una experiencia de inmersión del hombre en Dios (de Dios en el hombre), y ha
sido apasionadamente discutido. Consta de tres momentos. (1) Punto de partida (ver). Tenemos en la mente la
idea de Dios, el Ser más alto (realidad totalmente superior, que nos desborda), límite o frontera donde se
46
Uno de los autores que mejor han sabido valorar las posibilidades filosóficas y teológicas del argumento de San
Anselmo ha sido A. Gratry (1805-1972). Entre sus obras: Del conocimiento del alma, Buenos Aires, 1961. Sobre la
relación entre San Anselmo y Gratry, cf. J. Marías, La filosofía del P. Gratry, Madrid 1941.
52

sustenta nuestro pensamiento. (2) Razonamiento (juzgar). Este Dios (ser más alto) no puede hallarse sólo en
nuestra mente, pues en ese caso su idea no sería suprema (podríamos pensar algo más grande que ella), y
nuestra vida mental sería un vagabundeo errante, un círculo vicioso, sin encontrar principio o centro. (3)
Conclusión (apostar por, confiar). Ese ser supremo que pensamos en la mente debe existir en la realidad, pues
sólo así podemos seguir confiando en nuestro pensamiento; por eso, en el fondo, cuando creemos en Dios
estamos apostando por el valor de nuestro pensamiento, por su fundamento y sentido.

2. Itinerario discutido, interpretaciones

Este argumento expresa la confianza básica del hombre en su pensamiento. No demuestra que haya
Dios, pero hace algo anterior y más valioso: Analiza el origen y sentido de su idea en nuestra vida,
descubriendo que ella constituye la verdad más honda de aquello que somos. Esa «idea» de Dios no ha
brotado a través de raciocinios que pueden discutirse y rechazarse de un modo racionalista, sino que forma
parte de la misma raíz del pensamiento, apareciendo así como principio y garantía de la verdad del hombre, en
una línea que ha sido agudamente explorada por Descantes y la filosofía racionalista de Occidente, aunque
con una diferencia.

‒ Anselmo ha estudiado esa idea de Dios, fuente y motor del pensamiento, en una línea básicamente contemplativa, de
admiración y gozo, de agradecimiento y alabanza, de manera que el hombre puede optar por ella (creer) porque confía en
su valor, y en lo que ella implica en el desarrollo de la vida (al servicio del bien de todos los hombres).
‒ Descartes y muchos ilustrados posteriores han querido explicar esa idea de un modo racionalista, y así han terminado
desvirtuando su origen y sentido religioso; lógicamente han terminado negado su valor (o la han convertido en elemento
de un sistema racional, como hará Hegel).

El argumento de Anselmo vale (prueba) sólo en la medida que refleja una actitud de confianza básica
y gozosa en la vida, es decir, una opción vital: Dudar de la realidad (verdad) de esa idea de Dios (que es clave
de todo pensamiento) significaría negar la verdad del ser humano, su novedad pensante, su capacidad de
trascendencia, en valor de su relación con otros seres humanos, que comparten esa misma.
Si esa idea fuera sólo una ficción, los hombres no podrían confiar en su verdad humana como
vivientes que se trascienden a sí mismos y se gozan en la vida (al descubrirse fundados en lo trascendente,
acompañados los unos por los otros, pues todos tienen esa misma idea que les fundamenta). No es el hombre
el que ha creado la idea de Dios, sino al contrario: La Idea de Dios ha hecho posible el surgimiento del
hombre, como ser que, siendo entre las cosas (con otras ideas), está arraigado en Dios (fundado en su Idea)47.
Este argumento, que ha crecido en un suelo creyente (cristiano), ha sido aceptado por grandes
pensadores, de Buenaventura a Descartes y Hegel (en formas distintas como he dicho), pero ha sido rechazado
por otros, que quieren apoyarse en un tipo de razón positivista, que sólo concede valor a las cosas medibles,
demostradas por razonamiento. Aquellos que niegan el valor de este argumento se sitúan en la línea de Santo
Tomas (una escolástica de tipo aristotélico): A su juicio, los hombres no empiezan pensando en (desde) Dios,
sino desde el mundo, en el que nacen como tabla rasa, sin presupuesto superior alguno, de manera que esa
idea de Dios (anterior al discurso riguroso sobre el mundo) sería sólo una ficción mental48.
Esta crítica es seria, pero no resulta concluyente, pues, según Anselmo, la idea de Dios no es una entre
otras, sino aquella que nos permite confiar en el valor del mismo pensamiento (dando así sentido a todas
nuestras restantes ideas): Sólo a partir de su intuición básica, anterior a todo conocimiento concreto, podemos
entender y valorar el conjunto de nuestro pensamiento, eso que pudiéramos llamar el «mapa madre» de
nuestro itinerario humano.

47
San Anselmo y aquellos que han aceptado su argumento analizan la idea de Dios y descubren que ella es principio de
los restantes pensamientos y verdades. Sólo porque pensamos en Dios (o, mejor dicho, porque Dios se deja pensar en
nosotros) tiene sentido y verdad nuestro pensamiento. Si dejáramos de pensar en Dios, si el Ser supremo no existiera,
perdería sentido nuestra mente, no sabríamos orientarnos en el mundo de las ideas y verdades.
48
Así argumenta E. Kant (1724-1804), diciendo que no es igual pensar que existir. El pensamiento interior no garantiza
la existencia exterior de lo pensado. Nuestra idea de Dios puede haber sido creada por la mente (como ilusión o engaño,
creación o fantasía del propio pensamiento), sin que existe un Dios externo. Su reflexión sobre la distinción entre los cien
táleros reales y los cien táleros mentales está en la Crítica de la razón pura, en el apartado que dedica a la refutación de
la prueba ontológica.
53

Esa idea suprema de Dios nos permite definir y organizar todas las restantes ideas, pues ella organiza
como he dicho «el mapa de nuestra mente», es decir, nuestro itinerario. Teniendo eso en cuenta, la razón
última que emplea Kant para negar el valor probativo de ese argumento (cuando dice que no es lo mismo tener
la idea de cien táleros/dólares en la mente que tenerlos en el bolsillo) es poco seria, porque la idea y función
de Dios no puede compararse con la idea de un puñado de táleros, que no son más que una cosa concreta entre
otras, en un mundo en el que además todo tiende a verse en perspectiva mercantil (táleros para comprar y
vender cosas).
En esa línea de los cien táleros Kant convierte la idea de Dios en una idea sin más entre otras, en
contra de lo que ha dicho San Anselmo, para quien la idea de Dios no puede compararse a las demás, sino que
es origen, matriz y contenido de todas. Según eso, los que critican a San Anselmo han puesto a Dios en el
mismo nivel de las restantes cosas (en especial en el nivel del dinero), rompiendo así la distinción entre idea
fundante y realidades fundadas, entre pensamiento originario y cosas, en una línea que vale para las ciencias
positivas, pero que no puede aplicarse a la idea de aquello más grande que lo cual nada puede pensarse.
De todas formas (dejando a un lado la comparación poco afortunada de los táleros). Kant ha
concedido un gran valor a esta «prueba ontológica», entendida como signo de un orden mental (regulador) del
pensamiento humano. Anselmo supone que esa idea es la matriz de las restantes ideas, pensamiento subyace
en todos los pensamientos. Sus adversarios, en cambio, la entienden como una idea más, aunque pueden
valorarla de manera positiva o negativa:

‒ Interpretación positiva. Kant explica esa idea de Dios como ideal regulador, que sirve para organizar el pensamiento
humano, pero sólo en un plano racional, sin que ello implique que Dios exista en sí (fuera del hombre), pues sólo
podemos conocer la existencia real de las cosas si tenemos experiencia directa de ellas (cosa que no podemos decir de
Dios). Ciertamente, la idea de Dios ha sido y sigue siendo importante para el pensamiento (como ideal organizador de la
razón), pero eso no garantiza su existencia.
Como veremos, según Kant, la realidad de Dios ha de probarse en otra línea, desde las implicaciones de la
voluntad y de la acción humana (tema 7)49. En esa dirección avanzará Feuerbach (1804-1872) (Esencia del cristianismo),
afirmando que la idea de Dios es una buena proyección mental, pues ella permite que los hombres expresen su verdad
interna como seres capaces de amor, pero esa proyección no prueba que Dios exista en sí mismo (tema 8).

‒ Interpretación negativa. Marx retoma ese juicio de Feuerbach, pero añade que la idea de Dios no ha tenido una función
positiva (no ha servido de ayuda para expresar la verdad humana), sino que se ha utilizado para mantener a los hombres
engañados y oprimidos, permitiendo sobrevivir a los pobres (como un opio del pueblo); por eso es necesario abandonarla,
para que los hombres puedan descubrir lo que son y aceptarlo (aceptarse a sí mismos), transformando aquellas formas de
vida (economía) que han llevado al surgimiento de la idea de Dios.
En esa línea avanzan, desde otras perspectiva, Nietzsche y Freud (cf. temas 12), afirmando que la idea de un
Dios trascendente (y con rasgos de padre dominador o de ley impositiva) ha impedido que los hombres se conozcan y
acepten a sí mismos. Sólo superando y rechazando esa idea falsa descubrirán los hombres su identidad.

Ambas visiones (la positiva de Kant y la negativa de Marx) tienen cierto valor, aunque no han logrado
responder a la experiencia original de Anselmo. Nadie ha demostrado que la idea Dios sea un puro invento
humano (un ideal como dice Kant, una proyección como añade Feuerbach), nadie ha logrado explicar su
surgimiento. Las propuestas de Feuerbach y Marx, de Nietzsche y Freud no son suficientemente radicales. El
hecho de que el hombre tenga idea de Dios (un ser mayor que el cual nada puede pensarse) sigue siendo
inexplicable, y nos sitúa ante una opción supra-racional, ante la que podemos responder de un modo positivo
(optando por la existencia de Dios, con todo lo que ella implica) o negativo (rechazando el valor real de esa
idea).
Ciertamente, Marx, Nietzsche y Freud pueden afirmar que esa idea ha sido creada por el hombre, y quizá
tienen razón, en un nivel. Pero en otro nivel ellos quedan demasiado cortos: No explican por qué esa idea ha
surgido en los hombres, de forma que al rechazarla (al decir que es falsa y/o mentirosa) no están
disminuyendo a Dios, sino al mismo ser humano, a quien le niegan lo más importante, la capacidad de
trascenderse a sí mismos, pensando en Aquel que le supera.

49
Kant supone que para organizar su pensamiento, el hombre ha tenido que condensar su visión de la realidad en una
imagen (ideal) de Dios, pero añade que, tomada en sí misma, esa idea no basta para demostrar su existencia (cf. tema 7).
La idea de Dios es buena, necesaria, para que el hombre piense en un nivel dialéctico; pero la realidad de Dios sólo puede
conocerse o, mejor dicho, postularse a través de la razón práctica.
54

Dejando de fundar su pensamiento en Dios como límite (y presencia) trascendente, los hombres
corren el riesgo de mutilarse a sí mismos, convirtiéndose en simples seres racionales (Kant) o en esclavos de
sus deseos y necesidades económicas (Feuerbach y Marx). Lo malo no es que nieguen a Dios, sino que se
nieguen ellos mismos, limitando su grandeza, sus posibilidades, su capacidad de futuro. Ciertamente, tomado
como objeto (cosa limitada), en manos de sacerdotes y pensadores poco generosos, Dios ha podido parecer un
límite más que una apertura creadora para el hombre; pero, en su raíz, su pensamiento ha sido un elemento
clave en el despliegue de la experiencia humana, en plano cultural y social. En esa línea, el momento decisivo
de la prueba de Dios no es afirmar o negar su existencia, sino afirmar o negar la existencia y capacidad
creadora del hombre como ser capaz de un pensamiento que le trasciende.
Según eso, el argumento ontológico sigue abierto, no sólo desde una perspectiva de fe explícita (como
indicará K. Barth, cf. tema 22), sino en línea general de pensamiento, en perspectiva de aceptación gozosa del
don de la vida y del pensamiento. No es necesario aceptarlo sin más (¡no es un argumento científico!) pero
tampoco podemos rechazar por principio.
No es fácil aclarar por qué hemos creado (descubierto) la idea de Dios. Ciertamente, se podrá afirmar
(no demostrar) que ella ha sido un ideal engañoso y al final una mentira. Pero muchos seguimos sospechando
que esa «idea» de que aquel que nos trasciende y fundamenta es una revelación de Dios en la vida de los
hombres, si es que nos situamos con gozo agradecido ante nuestro pensamiento.
55

7
Postulado de la voluntad.
Kant

E. Kant (1724-1804)50, el filósofo más significativo de la modernidad, ha criticado tanto el argumento


cosmológico de Tomas de Aquino como el ontológico de Anselmo, pues, a su juicio, ni el mundo ni la razón
argumentativa pueden llevarnos a Dios, ya que, en esos dos niveles, sólo conocemos aquello que nosotros
mismos vamos proyectando (elaborando) con nuestra mente. Nuestras ideas (entre ella la de Dios) son
producto de la propia razón pensante; sólo la voluntad con su impulso moral logra sacarnos de nuestro interior
y ponernos ante un imperativo categórico, un tipo de ley moral con valor definitivo, que nos permite descubrir
el valor de la humanidad, para así postular, partiendo de ella, la existencia de Dios.
Desde ese fondo se entienden las tres secciones que siguen. Ellas nos permiten situar la discusión
sobre Dios en el centro de la modernidad, y así podrán servirnos de algún modo como referencia para el resto
del libro. (1) Estudiaré primero las dos grandes críticas de Kant (de la razón pura y de la razón práctica) pues
ellas trazan las bases de la reflexión posterior sobre el tema. (2) Presentaré a Dios como postulado de la
voluntad humana, para garantizar la sanción de la justicia al fin de la vida. (3) Vincularé a Dios con la
experiencia de lo sublime.
En el centro del argumento, Kant se eleva sobre sí mismo postulando a Dios: No demuestra su
existencia, pero piensa que debe apostar por ella, apostando en realidad por el valor del hombre, es decir,
por su libertad y su capacidad moral. Dios aparece en ese sentido como un «postulado de fe», como objeto
supremo de una opción creyente. Los hombres racionales (o, quizá mejor, razonables) no demuestran
científicamente que hay Dios, pero optan por él, «exigiendo» de algún modo que exista como sentido y
remedio de la historia de los hombres. Al final del libro (tema 24) volveré a presentar la visión de Kant, pero
de una perspectiva nueva, de tipo económico.

1. Punto de partida. Las dos primeras críticas

Estas crítica no tratan de temas objetivos (mundo, hombre en sí, Dios absoluto), sino de la manera en
que nosotros conocemos (razón pura) y actuamos (razón práctica). A través de ellas, Kant afirma que Dios ha
de situarse fuera del pensamiento puro y de la ciencia, pero añadiendo que su rechazo de los argumentos
tradicionales (cosmológico y ontológico) puede ayudarnos a situarle en su lugar adecuado, que es la voluntad
del hombre, su compromiso a favor de otros seres humanos.

a. Razón pura, no hay lugar para Dios

Apoyándose en una ontología griega, deseosa de conocer objetivamente la realidad, Santo Tomas
había vinculado a Dios con el mundo (naturaleza externa), en una línea que ha sido desarrollada por la
filosofía y la ciencia de occidente. San Anselmo, por su parte, le había relacionado con el pensamiento (idea)
primigenia de los hombres. Pues bien, Kant rechaza ambos tipos de conocimiento de Dios, analizando el
sentido de la ciencia y la razón, en la Crítica de la Razón pura (1781)51:

50
Edición escolar de su obra en W. Weischedel, Kants Werke I-VI, Darmstadt 1956-1964. On line:
http://www.ucm.es/info/kantesp/wweb.htm. Visión de conjunto de su teodicea en. A. Cortina, Dios en la filosofía
trascendental de Kant, Salamanca 1981; J. A. Estrada, Dios en las tradiciones filosóficas. 2. De la muerte de Dios a la
crisis del sujeto, Madrid, 1994; M. García Morente, La filosofía de Kant, Madrid, 1917; J. Gómez Caffarena, El teísmo
moral de Kant, Madrid 1983; E. Menéndez, La crítica kantiana de la sociedad y de la religión, Madrid 1979; V. Rovira,
Teología ética. Sobre la fundamentación y construcción de una teología racional según los principios del idealismo
trascendental de Kant, Madrid 1986; X. Zubiri, Cinco lecciones de filosofía, Madrid 1985. Desde una perspectiva
teológica, cf. K. Barth, La Théologie Protestante au XIX Siècle, Genève 1969; G. Essen (ed.), Kant und die Theologie,
Darmstadt 2005; Kants Lösung des Theodizeeproblems. Eine Rekonstruktion, Stuttgart 2009.
51
Aquí se sitúa el giro copernicano de Kant: No es el hombre el que gira en torno al mundo, sino el mundo el que gira en
56

‒ No hay «ciencia» de Dios. El mundo en sí resulta inaccesible al pensamiento (es un noumenon), de manera que no
podemos conocerlo en su verdad, sino tal como ha sido «conformado» por las leyes de nuestra sensibilidad y
entendimiento. Por eso, la ciencia, que utiliza ese tipo de razón cerrada en lo humano, sólo descubre aquello que la mente
proyecta en la realidad con la que viene a ponerse en contacto concreto, a través de los sentidos, sin alcanzar nunca las
cosas en sí mismas, como noumenon. Por eso, las vías de Santo Tomás no logran su objetivo, en un plano de ciencia. No
es que sean falsas, pero están fuera de lugar, no logran conectar con el fondo de la realidad, pues sólo conocen
representaciones puramente humanas de ella.
En nuestra situación (como seres del mundo), no podemos entrar en contacto con Dios, pues todo lo conocemos
a través de los sentidos), ni podemos fijar su realidad a través de la de ciencia, y aunque lo hiciéramos no le
conoceríamos, pues la ciencia no capta realidades, sino impresiones y formulaciones humanas, proyectadas sobre una
realidad en sí escondida. Todo lo que en ese nivel digamos es una proyección de nuestro pensamiento, conforme a los
principios del giro copernicano de la filosofía: No conocemos el mundo en sí (las cosas), sino aquellos que nosotros
vamos proyectando en ellas.
Esta formulación de Kant no ha sido aceptada por algunos científicos, que siguen pensando que podemos
conocer la realidad en sí, pero en general se ha impuesto en la cultura moderna: Lo que llamamos hoy ciencia, a partir de
Galileo y Newton, de Descartes y Leibniz, no quiere ni puede conocer las cosas como tales, sino sólo la forma en que los
hombres la captan y organizan (manejan) con métodos matemáticos. Eso significa que el conocimiento de Dios ha de
situarse en otro campo, fuera de las hipótesis y leyes de la ciencia.

‒ Dios, ideal regulador de la razón. Las ideas ontológicas (Dios, alma, mundo en sí) trascienden el plano de la ciencia y
del conocimiento objetivo, pero pueden servir como ideales reguladores (trascendentes) de nuestro pensamiento. No
podemos demostrar su realidad por los sentidos, ni demostrar su existencia por medio de unas leyes científicas; y, sin
embargo, ellas se alzan y despliegan como un a priori racional, es decir, como una referencia superior, que nos permite
situar y valorar aquello que conocemos desde un horizonte de trascendencia, en un contexto de valores absolutos, como
indica el argumento ontológico de San Anselmo.
Esas ideas superan aquello que puede saberse por la ciencia, de manera que ellas no tienen validez objetiva. Pero
los hombres las han formulado, y ese dato debe tener un sentido: No son imaginaciones inventadas a capricho, sino que
han surgido por necesidad racional, para organizar aquello que conocemos y para abrir la mente hacia aquello que
podríamos conocer, pero que nos desborda. Son como una especie de «mapa abierto», que nos ofrece una especie de
«itinerario superior de conocimiento». Eso significa que, además de las cosas conocidas por la experiencia inmediata y
por la ciencia, podemos tender hacia un conocimiento superior, de realidades mentales más altas (Dios, alma, mundo)
que de alguna forma presentimos, sin llegar a conocerlas.
En ese contexto, las ideas nos permiten sobrepasar el límite de aquello que sabemos, de manera que en algún
sentido conocemos más que aquello que estrictamente hablando conocemos, como si tuviéramos un «mapa abierto» hacia
aquello que nos trasciende. Así se entiende la idea de Dios, que es una expresión del ideal del conocimiento humano más
allá de lo estrictamente conocido. Eso significa que el hombre no puede conocer racionalmente a Dios, pero presiente de
algún modo su existencia, de manera que podemos afirmar que sabe más de lo que sabe.

Kant ha rechazado el argumento cosmológico porque la ciencia no puede probar la existencia de Dios
a través del estudio del mundo, ya que las leyes que Santo Tomás había tomado como punto de partida
(movimiento, causalidad, orden cósmico…) no son científicas en sentido estricto, y aunque lo fueran no
podrían probar la existencia objetiva de un Dios personal. Kant rechaza también el argumento ontológico de
San Anselmo, que tiene un valor en el plano del pensamiento puro (ideal), pero no sirve para demostrar (o
refutar) la existencia de Dios, pues no se puede pasar a través de argumentos el foso que se extiende desde la
idea de Dios a su realidad. Pero el mapa de sus posibles conocimientos sigue abierto52.
Kant se opone así a la posibilidad de un conocimiento cosmológico y ontológico de Dios, pero
añadiendo que podemos descubrir su realidad por fe, como justificación del valor de lo que hacemos. Estas
formulaciones de Kant plantearon y siguen planteando muchos problemas, pero han sido básicamente
aceptadas por la filosofía posterior: Dios no es objeto de conocimiento científico ni filosófico, en el nivel de la

torno a los hombres. Eso significa que el conocimiento de Dios no viene de fuera (del mundo exterior, como en las
religiones cósmicas y en las pruebas física de su existencia), sino que brota del interior del hombre.
52
Kant niega así el valor del conocimiento científico-ontológico de Dios, pero deja abierto el camino de la fe, pues a Dios
sólo podemos encontrarle de un modo más alto, a través del estudio de nuestra voluntad, pasando del plano ontológico
objetivo (de la filosofía clásica) al fiducial (de confianza y decisión creyente). No conocemos a Dios de un modo
abstracto, pero exigimos (postulamos) su existencia, como expresión de una protesta moral (el cumplimiento de la
justicia). Kant niega al Dios de los filósofos, pero puede aceptar el Dios de la fe.
57

razón; pero podemos buscarle y encontrarle (o rechazarle) en un plano personal de opción profunda (de
apuesta radical) y de compromiso moral.

b. Razón práctica, una moral «divina»


Kant había escrito la Crítica de la Razón Pura para consolidar filosóficamente los principios de la nueva física
de Newton (1642-1727), que había estudiado el movimiento del mundo sin necesidad de apelar a Dios, salvo
en algunas pequeñas correcciones del curso de los astros (que Kant no aceptó). Pero su problema y reto
fundamental no era la ciencia física, sino el conocimiento y justificación de la acción moral. Con ese fin
escribió la Crítica de la Razón Práctica (1787), para regular de forma permanente y universal la vida de la
sociedad, en un contexto donde las normas de conducta de las iglesias cristianas estaban perdiendo vigencia.
Más que asegurar el valor de la ciencia, Kant quería ofrecer un fundamento a la acción de los
hombres, pues si ellos no tuvieran razones para obrar (y para hacerlo con justicia, al servicio del conjunto de
la humanidad), la vida acabaría perdiendo su sentido (como seguiré indicando en tema 15). En ese contexto, él
afirmaba que nada es absolutamente bueno, excepto una buena voluntad, y ése debería ser por tanto el lugar de
la revelación de Dios: No el orden del mundo (Santo Tomás), ni el pensamiento supremo (San Anselmo), sino
la acción moral, cuyos motivos y sentido él quiso estudiar, desde una perspectiva puramente humana (sin
partir de Dios, pero apelando al fin a él), como garante de la moralidad.
Kant piensa, en esa línea, que sólo una buena voluntad es capaz de abrir unos caminos para postular la
existencia de Dios. Desde ese fondo, como base de toda acción moral, formuló el imperativo o mandato
originario, que impulsa y dirige (regula) esa acción, no por necesidad o placer, sino por deber:

Actúa de tal forma que la máxima de tu voluntad


pueda valer siempre, al mismo tiempo
como principio de una legislación universal (para todos los hombres) 53.

Ésta no es una ley impositiva, objetiva (ratificada por Dios, la Iglesia o el Estado), sino un imperativo
regulador, de tipo interior (actúa…), una especie de opción moral primaria, que se dirige, de un modo
individual, a cada persona, pero su formulación y cumplimiento se relaciona con todos los hombres (cuya
existencia garantiza). Este imperativo ha de valer siempre y al mismo tiempo, por encima de las diferencias
temporales y sociales, como norma universal, expresando y condensando así el bien de la naturaleza humana
(que es fuente y meta de todas las normas).
El fin de la moral así fundada es el bien del conjunto de la especie humana, como pide este
imperativo, que es categórico: brota de la razón en sí, no se halla sometido a hipótesis o condiciones
particulares, sino que nos sitúa en la verdad originaria. La meta a la que debe tener la acción humana no es un
ideal abstracto, ni el cumplimiento de un mandato religioso (agradar a Dios), sino el bien de la humanidad
concreta, que así aparece como revelación de lo absoluto. El valor primario no es Dios, sino la humanidad
(pero ella puede aparecer y aparece como signo del Dios verdadero).

‒ No somos hombres por ciencia o pensamiento, porque producimos o pensamos en general, sino porque podemos y
debemos actuar, conforme a un imperativo moral. La vida es acción, pues soy lo que hago, haciéndome a mí mismo, en
relación con los demás (la humanidad entera), y mi tarea no está definida por la naturaleza cósmica (mundo externo),
sino por mi propia voluntad, cuando descubre y toma como norma suprema el bien de la especie. La naturaleza
prehumana vive en nivel de inconsciencia, no puede recibir ningún imperativo. El hombre, en cambio, lo escucha y
puede acogerlo de un modo consciente, y cumplirlo.
El principio de nuestra vida no es una idea genérica, ni un sentimiento intimista, ni un amor sentimental, sino
una ley que nos interpela: Un imperativo. Antes de escucharlo no había ser humano, pues el hombre verdadero surge
cuando lo escucha y obedece. El verdadero nacimiento humano está ligado al descubrimiento (y cumplimiento) del
imperativo.
La primera palabra que el hombre escucha no es ¡Yo soy! (Yahvé de Israel), ni tampoco ¡Tú eres, yo te quiero!
(como Jesús, Mc 1, 11-13), ni siquiera ¡hay Dios! sino ¡Tú debes! De esa manera, el ser humano surge cuando acoge y
cumple ese mandato En el origen de su ser no está el mundo (como supone Santo Tomás), ni el pensamiento de Dios
(como en San Anselmo), sino una ley que dice: ¡Actúa rectamente! Dios aparecerá así al final como aquel que impone la
ley (imperativo) y sanciona (premia) su cumplimento.

53
Ésta es la ley fundamental de la razón práctica pura, formulada en Crítica de la razón pura, libro 1, capítulo I, & 7.
58

‒ Somos hombres por moral, porque actuamos al servicio de la especie humana, porque cumplimos el imperativo que
brota de la Razón que es fuente de humanidad (esto es, de Dios, al fondo de ella), no en un plano teórico, sino práctico.
El hombre alcanza su verdad y se libera (se despliega sobre el mundo pre-humano) allí donde recibe un mandato que le
llega del fondo divino de sí mismo, que define su propia identidad y le vincula a los seres humanos: ¡Obra de tal forma
que la máxima de tu voluntad concuerde con (pueda ser fuente de) la legislación universal! Mi vida y acción se vinculan,
según eso, a la Vida (bienestar y despliegue) de todos los seres humanos, y así debo mostrarlo en toda mi conducta.
La norma y principio de acción de cada individuo es, según eso, el bien universal, es decir, la pervivencia y
despliegue de la especie humana. Es como si la Fuente de vida (la realidad originaria) hubiera dejado su sello o su marca
en cada uno de nosotros, haciendo así que nuestra acción (fundada en el imperativo) sea signo y camino de Dios en la
historia. Solo es (se hace) humano quien modela y realiza su ser respondiendo a la voz del Imperativo que le llega de la
Razón divina (y le pone al servicio de la humanidad). Sólo es persona aquel que actúa conforme a un deber, no porque
piensa (razón pura), ni porque ama (razón sentimental), sino porque responde al Imperativo de su razón práctica54.

El hombre se define como aquel viviente que escucha y cumple el imperativo que le llega del Fondo
divino de su propia realidad, es decir, de la especie humana que se expresa en cada individuo, impulsándole a
obrar al servicio del conjunto de la humanidad, descubriendo así en el fondo de la vida a Dios, como garante
del sentido (recompensa) de la acción humana55.

2. Dios, postulado de la acción (garantía de felicidad)

El imperativo tiene valor por sí mismo, como mandato originario a favor del conjunto de la
humanidad, no porque ha sido revelado por un Dios externo (como la Ley judía del Sinaí), sino porque brota
de la razón humana, como opción de vida, es decir, como apuesta al servicio del conjunto de la humanidad.
Por eso, en un primer momento, para fundar ese imperativo, el hombre no tiene que apelar a Dios, pues le
basta la misma «ley humana» (en una línea que pudiéramos llamar de «judaísmo universal»), pero después lo
hace, tomándole como garante y juez de la acción moral.

a. Apelar a Dios, una apuesta moral

La exigencia de obrar bien vale por sí misma (pues la humanidad es el principio de todos los
principios), pero su cumplimiento implica (exige) una consecuencia de felicidad, la certeza de que el bien
realizado ha de tener su recompensa, conforme a una esperanza básica de la tradición judeo-cristiana (o de la
misma especie humana, que vincula el bien con la recompensa). En esa línea, la teodicea de Kant es una
antropo-dicea (una defensa o, quizá mejor, una apuesta por el hombre) y una nomo-dicea o defensa de la Ley,
pues ella (la Ley) ha de tener una sanción (recompensa), que ratifique su valor no sólo en el conjunto de la
humanidad, sino en cada uno de los individuos.
Pues bien, en ese contexto Kant postula la existencia de Dios, es decir, «apela a Dios» que ha de
actuar como juez que garantice la felicidad de los que han obrado bien, ratificando así el valor de la ley. En un
sentido, el bien obrar vale en sí mismo y su recompensa es el mismo hecho de haber obrado rectamente, sin
necesidad de reconocimiento social o premio posterior. Pero Kant añade que esa sanción inmanente no basta,
pues muchos que obran bien son infelices, de manera que la opción libre por la humanidad (la apuesta por el
hombre) implica un tipo de recompensa que supera las normas y fronteras actuales de la vida.
No hay en la vida una correlación entre cumplimiento moral y recompensa; por eso, apostando por la
vida, con las grandes tradiciones religiosas de la humanidad, Kant apela a Dios como recto juez, añadiendo
que debe existir un juicio tras la muerte, para que la ley cumplida tenga su recompensa. De esa forma, tras
54
Kant está cerca de aquello que Pablo presenta como ideal de un tipo de legalismo de los judíos que definen a Dios
como fuente y principio de su conducta (cf. 1 Cor 1). Pero hay una diferencia: Los judíos de san Pablo creen que la Ley
ha sido promulgada por Dios (y se aplica de un modo especial a su nación); Kant, en cambio, piensa que esa Ley brota de
la misma Razón humana y tiene un alcance universal (vincula a todos los hombres y mujeres), aunque en último término
apele a Dios, como garante de del valor y sentido escatológico de esa ley.
55
Los humanos se individualizan y socializan por sus obras. Sólo es humano el viviente que escucha la voz de su
Naturaleza racional, impulsándole a actuar de tal manera que su acción aparezca como ejemplo para todos, superando un
nivel de vida individualista o centrada en los placeres inmediatos de la vida.
59

haber defendido el imperativo por sí mismo, Kant supone al fin que el hombre (cumpliendo su deber, al
servicio de la especie humana) ha estado buscando de hecho la felicidad, es decir, un tipo de vida en la que
culmine y encuentre sentido lo que el hombre ha hecho, con premio para los justos y sanción para injustos.
Hasta ahora, Kant no había necesitado a Dios: Todo funcionaba sin él, no hacía falta su presencia para
que se conociera y pudiera cumplirse la ley. Pero en este momento, al situarse ante la culminación de la ley, él
siente la necesidad de Dios, y postula (¡exige!) su existencia, en un gesto de apuesta suprema por la vida. No
había necesitado a Dios para instaurar el Reino de la Razón (la buena acción), pero ahora le llama y reclama
su presencia como Juez que distinga el bien del mal y sancione (convalide) el cumplimiento de la ley56.
El problema es que el imperativo no recibe una sanción en este mundo, de forma que surge una gran
disonancia entre la conducta y la sanción (felicidad) de los hombres: Sólo algunos cumplen el imperativo de la
razón, mientras la mayoría siguen inmersos en una batalla de envidia y egoísmo, de violencia y muerte, sin
que en este mundo pueda distinguirse la suerte de unos y otros. Por eso, en virtud de su mismo principio ético,
Kant protesta contra este orden del mundo, apelando a Dios y a una vida posterior (tras la muerte) donde se
cumpla la sanción del imperativo, con premio para los justos (y algún tipo de castigo para los injustos).
Tras haber recorrido sin Dios el camino de la vida (guiado sólo por la razón), Kant tiene que acudir a
Dios, pero no como se acude a un relojero, para que corrija el desajuste físico de los astros (en un tipo de
astronomía de Newton), sino como juez imparcial y atento que sanciona al fin el rumbo moral de los hombres,
re-estableciendo la justicia, no sólo en general (para el conjunto de la humanidad), sino en concreto, para cada
uno de los hombres, entendidos como personas que tienen valor absoluto (infinito), en un sentido bíblico
(¡sólo la Biblia, que sepamos, ha reconocido el valor eterno, infinito, de cada ser humano)57.
Este Dios por el que Kant apuesta no es primer pensamiento (Anselmo), ni el sentido del mundo
externo (Santo Tomás), ni relojero cósmico (Newton), sino garante de la ley moral y juez que avala, potencia
y sanciona la acción de los hombres. Ciertamente, ese Dios final que garantiza el cumplimiento de la Ley (que
separa al fin a buenos y malos, estableciendo una republica celeste donde sólo existan buenos), es el mismo
que ha instituido el imperativo (¡actúa para bien de todos!). Pero Kant sólo le encuentra (postula) al final del
camino. No le ha necesitado a lo largo de la marcha; pero le llama al final (apela a su presencia, como deus ex
machina, un Dios de tramoya), para que arregle desde fuera, como en un teatro (a través de un milagro), los
desajustes surgidos entre el cumplimiento del imperativo y la felicidad de los hombres.

b. Carácter antrópico (moral) de la realidad

El Dios a quien «postula» Kant ha de avalar la coincidencia entre moralidad (bien obrar) y felicidad
(premio) para cada uno de los hombres, garantizando así el carácter moral (antrópico) del mismo mundo, cuya
realidad se centra en la vida y en la acción del hombre. Ciertamente, en un sentido, el hombre justo ha de
actuar por respeto a la ley (como si Dios no existiera), pero al fin tiene que apelar a Dios, pues, para ser
verdadera y poderosa, la ley debe tener una sanción, que sólo puede ser obra de un Dios que, siendo Juez final,
aparece ahora también como Causa de la Naturaleza, dando felicidad a los hombres a quienes él mismo ha
creado (porque ha creado todo lo que existe):

Por lo tanto, se postula también la existencia de una Causa de la naturaleza que sea distinta de toda
naturaleza, Causa que contenga el fundamento de esa relación, a saber, de la coincidencia exacta de la felicidad
con la moralidad... Por lo tanto, el bien supremo sólo es posible en el mundo si se acepta una Causa suprema de
la naturaleza que tenga una causalidad conforme a la intención moral. Ahora bien, un Ente capaz de actos según

56
Quizás pudiéramos comparar a Kant con Sísifo, el héroe mítico, condenado a subir la piedra de su vida al alto de la
gran montaña. Pero la acción de Sísifo, titán malvado, acaba siempre en el fracaso y la piedra rueda otra vez hasta el
hondo valle, de forma que no existe justicia, la vida es tragedia. Por el contrario, la acción del hombre de Kant está
abierta al bien de todos los humanos, al despliegue radical de lo divino, de manera que el fin no puede ser tragedia, sino
justicia y recompensa, descanso final de los que han actuado moralmente. Aquí hay una intuición específicamente
israelita (bíblica): El descubrimiento del carácter originario de la acción moral y del valor absoluto de cada persona, con
la protesta ética que se eleva contra el mal de la humanidad actual.
57
Los neokantianos del siglo XIX-XX han visto bien cuando han dicho que Kant es, en el fondo, un filósofo cristiano (en
contra de Santo Tomás y de los escolásticos en general, que seguirían dentro de un mundo filosófico pagano, griego). He
puesto de relieve el influjo cristiano de Kant en los neokantianos del entorno del primer Bultmann (sobre todo en
Marburgo, a principios del siglo XX) en El pensamiento de R. Bultmann, Terrasa 2014.
60

la representación de leyes es una inteligencia (ente racional), y la causalidad de tal ente... (es) una voluntad. Por
consiguiente, la Causa suprema de la naturaleza... es un ente que mediante entendimiento y voluntad es la Causa
(por consiguiente) el Autor de la naturaleza, es decir, Dios (Crítica de la razón práctica II, V)58.

En un primer momento, la ley funcionaba por sí misma, sin referencias superiores. Pero,
profundizando en el tema, la misma racionalidad moral exige que haya correspondencia entre el imperativo y
la felicidad de los hombres, y en ese contexto es necesario apostar por Dios, desde la misma razón. El orden
cósmico (al que apelaba Tomás) y el pensamiento (al que apelaba Anselmo) funcionan, según Kant, sin Dios,
pero si queremos ratificar el valor de la justicia, debemos reintroducir a Dios como garante de la moralidad,
especialmente al final de la vida de cada hombre, para que garantice la correspondencia entre cumplimiento de
la ley y la felicidad.
De esa forma, el mismo postulado moral (la acción humana ha de tener una sanción) nos permite
volver al reino del pensamiento (¡descubriendo que Anselmo tenía razón y que su visión de la Idea suprema de
Dios era buena!). Ese postulado nos obliga a volver al orden de la Naturaleza, afirmando así que el mismo
mundo debe tener un carácter antrópico (esto es, relacionado con el hombre), hallándose regido por un Dios
creador y juez final59. Un imperativo que mandara hacer el bien y permitiera que los justos fueran
desgraciados carece de sentido (contra la tragedia griega).
Para que el imperativo pueda mantenerse con justicia y para que la acción humana sea racional hace
falta una sanción escatológica y un juez que la garantice, y por eso hay que apostar por Dios. Cuando obedece
a su principio racional (es decir, al imperativo), el hombre tiene el derecho de esperar (exigir) una felicidad
que sobrepase la frontera de la muerte. En este mundo no existe correspondencia entre justicia y felicidad; por
eso debemos postular, en un nivel más alto, la existencia de un Juez que la garantice.
Sólo de esa forma, el imperativo moral nos permite llegar hasta la otra cara de la realidad (y de la
historia), aquella que no puede captarse por la ciencia ni por el puro pensamiento: Este Dios que regula la
acción moral de los hombres es el Dios universal que hallábamos (sin poder demostrar su existencia) en el
fondo del argumento cosmológico (Tomás) y ontológico (Anselmo). Eso significa que no conocemos la
verdad y realidad del hombre desde el mundo, sino al contrario: Sólo conocemos la realidad más honda del
mundo desde el hombre, a través de eso que podríamos llamar la «identidad antrópica» del universo, con su
fondo teológico. Todo lo que existe ha de entenderse desde la acción moral del hombre.
Los pensadores griegos (y los escolásticos latinos) habían elaborado sistemas morales donde los
hombres formaban parte del orden sagrado del cosmos, sometidos a la ley de la naturaleza externa, debiendo
actuar según sus esencia, dentro de un mundo (sistema objetivo) previamente definido. Por eso, el pecado era
error, iba en contra del equilibrio de la naturaleza, y la salvación debía ser un retorno al orden dado. Pues bien,
en contra de eso, asumiendo intuiciones de la tradición bíblica, Kant afirma que la voluntad de Dios no actúa
(primariamente) por medio de una ley objetiva de tipo cósmico (que no sabemos racionalmente si existe), sino
a través de la voluntad libre del hombre. Eso significa que nosotros mismos (los hombres) debemos encontrar
nuestra ley (hacernos ley), para comportarnos de forma humana y responsable (creadora), respondiendo así
(sin saberlo previamente) a la voluntad de Dios, cuya existencia postulamos para el fin de la vida.
En esa línea decimos que la ley moral descubre y expresa el sentido radical del universo. Los
pensadores cristianos antiguos (desde el Evangelio de Juan y la Carta a los Colosenses) afirmaban que el
mundo tiene un carácter cristológico, porque todas las cosas han sido creadas en Cristo (Logos de Dios). Pues
bien, en una línea convergente, Kant sostiene que el mundo tiene un sentido moral: Todas las cosas han
surgido y existen como entorno de la acción del hombre y de su sanción escatológica.
Los filósofos anteriores (griegos y escolásticos) pensaban que la realidad básica es de tipo físico-
ontológico (ser externo, mundo en sí) y que la moral consistía en ajustarnos a la realidad del mundo. Pues
bien, Kant ha invertido ese supuesto, afirmando que el hombre (su voluntad) es lo primero, y que el sentido

58
La naturaleza externa (mundo, plano de la ciencia) es indiferente a la moral, no es signo de Dios, que actúa en el fondo
de la naturaleza humana, como garante del orden moral, árbitro y juez de la conducta de los hombres. Quedan en silencio
otros posibles atributos suyos (amor, misterio, fascinación, gratuidad...); él aparece ya como responsable de la rectitud
moral de los seres humanos: ha impuesto la ley y vela por cumplirla.
59
Kant ha permanecido así en un plano formal sin concretar los elementos materiales de la acción del hombre, sin
evaluar las contradicciones económicas y sociales, raciales y nacionales de la historia. En ese aspecto su postura resulta
precrítica, pues no estudia los presupuestos y consecuencias de la acción, apelando sólo a un mundo futuro (a pesar de lo
que diré en tema 24). Habrá que esperar a Marx (1818-1883) para que la filosofía oficial estudie las mediaciones y
distorsiones históricas de la acción humana, partiendo del influjo de la economía.
61

de su acción (moral) importa más que el ser físico del mundo, de manera que no debemos obedecer a una
ley exterior, sino a nuestra misma ley interna.
Somos creadores de nuestro propio ser, conforme a la ley del imperativo, que debería garantizar la
felicidad de los justos. Pero el imperativo por sí mismo no lo hace (al menos en un sentido externo), y por eso
debemos apelar a Dios, que aparece así como supervisor final de la realidad, garante de la unión entre el
mundo moral (acción de los hombres) y la naturaleza cósmica. Eso significa que todas las cosas pueden y
deben entenderse desde ese «principio antrópico», es decir, desde esa visión del hombre. En ese sentido
podemos afirmar que todo ha surgido y existe por y para la acción moral humana, al servicio de la justicia. Por
eso, Kant postula, exige que haya Dios. Ésta es en el fondo una prueba de voluntad, una especie de gran
protesta (apuesta) ética: ¡Queremos que haya Dios y queremos obrar en consecuencia! Le necesitamos para
actuar en libertad, pues de lo contrario nuestra vida carecería de sentido (cf. tema 16)60.

3. Más allá de la moral. El Dios sublime

Las dos primeras críticas (de Razón Pura y la Práctica) siguen marcando el pensamiento de
occidente. Pero tras ellas escribió Kant la Crítica (del poder) del juicio (Urteilskraft, 1790), para fundamentar
la estética, y en ella expone la más alta experiencia del hombre, abriendo en el mapa de la realidad un camino
más alto para un posible espacio de conocimiento de Dios. Ésta es quizá su obra más importante, aunque
difícil de interpretar, pues quedó menos perfilada, y ha sido, que yo sepa, menos estudiada. Por eso quiero
precisarla desde una perspectiva de conocimiento de Dios.

‒ Belleza primera, gozo estético. La razón teórica formulaba leyes de ciencia, la práctica fundaba la acción según ley.
Pues bien, por encima de ellas, la razón estética revela (descubre) la belleza como «juicio supra-racional», abriendo un
camino que nos permite vislumbrar la dimensión más honda de la realidad (que según la Razón Pura resultaba
incognoscible). Más que seres de entendimiento que organiza el mundo (ciencia) y de voluntad auto-legisladora que
busca felicidad (moral), los hombres son seres de admiración y goce estético: Portadores de una belleza que ellos mismos
despliegan (y descubren) sobre el mundo por su imaginación.
La felicidad, que el imperativo postulaba tras la muerte, parece posible aquí y ahora, en línea estética.
Ciertamente, la belleza no es propia del objeto en sí, sino que está en la forma de mirarlo (como sabía la Crítica de la
Razón Pura); pero en ella se despliega y expresa algo que pertenece a la verdad más honda de los hombres y de la
realidad, en relación con Dios.

‒ Más allá de la frontera racional, lo sublime. La razón pura evocaba, por encima de su campo de influjo inmediato (es
decir, más allá de su mapa concreto), la existencia ideal de realidades superiores (Dios, alma, mundo) que eran en sí
indemostrables, aunque podían y debían ser «postuladas» por la razón práctica, para fundar así y justificar la acción
humana. Pues bien, ante unos fenómenos grandiosos (cielo estrellado, ley moral, mar, cierto tipo de tormentas...), que no
podemos encuadrar en una ley o demostrar por razones, nuestra imaginación proyecta (descubre) una belleza sublime,
que existe realmente, aunque no puede ser conceptualizada.
Esos fenómenos emergen en nuestra experiencia y así podemos evocarlos y admirarlos. Pero, al mismo tiempo,
la desbordan e implican (y suscitan) una ruptura de nivel, que nos sitúa cerca de lo numinoso (cf. cap. 2): Sentimos (=
sabemos) de algún modo más que aquello que sabemos en un plano científico o moral. El «exceso» de belleza abre un
nivel de realidad que nos sobrepasa, y así evoca un modo de ser (mundo, Dios) que excede lo que somos y sabemos en
plano racional, revelando, por encima de la ley, una realidad no discursiva, sublime, que no se puede demostrar, pero que
existe en gratuidad.

60
En esa línea se podría situar la visión de M. de Unamuno, en diálogo con teólogos neokantianos (W. Herrmann, A.
Harnack). Cf. M. J. Abella, Dios y la inmortalidad: el mundo religioso de Unamuno, Estella 1997; J. Sarasa, Problema
de Dios en Unamuno, Bilbao 1989; A. F. Turienzo, Unamuno, ansia de Dios y creación literaria, Madrid 1966; E.
Rivera, Unamuno y Dios, Madrid 1985. Dios pasa del campo del entendimiento (y del orden cósmico) al de la voluntad.
Por eso, aunque no podamos demostrar su existencia (o precisamente por eso) apelamos a él.
Si la vida terminara en su forma actual, y la buena acción quedaría sin premio o recompensa, la humanidad
carecería de sentido, no se podría hablar de ninguna orientación con sentido en la vida. Por eso, Kant apela a Dios,
postulando una vida futura y un juez que sancione la acción de los hombres. No demuestra que hay Dios, le llama, pide
que venga. Anselmo probaba la existencia de Dios de manera ontológica (con una opción de fondo a favor de la verdad
del pensamiento) y Tomas de manera física (apostando por el orden del mundo), sin que interviniera la acción humana.
Situándose en un plano de práctica concreta a favor de la humanidad, Kant supone que la acción moral del hombre exige
que haya Dios. No le conocemos, pero podemos apelar a él, para que se cumpla y sancione la justicia.
62

‒ Plenitud, unión por la belleza. En un primer nivel, la razón pura y práctica parecen oponerse: La ciencia nos cierra en
los fenómenos del mundo mientras que la moral postula un tipo de noúmeno (libertad humana, existencia de Dios).Pero
ambas tienen algo en común, pues se (nos) sitúan en un plano de legalidad o correspondencia lógica (postulada) entre
unos principios y unas consecuencias, de manera que a ese plano las cosas se demuestran por medio de argumentos
(aunque el argumento final de la razón práctica es un postulado, es decir, una opción ética, más que una demostración
propiamente dicha).
Pues bien, superando ese nivel de conocimiento y moralidad (en línea de ley), el hombre puede descubrir la
dimensión más alta de su vida en un plano de experiencia estética, vislumbrando (dejándose impresionar por) una
realidad superior y paradójica, de finalidad sin finalidad, por encima del mismo imperativo y de las leyes concretas, en
línea de sublimidad y belleza, en el entorno de lo numinoso. Más allá del pensamiento (ciencia) y de la acción (moral), el
hombre alcanza su verdad en la hermosura.

En ese fondo, Kant ha podido entre-abrir una puerta para Dios desde la experiencia estética, en línea
de sublimidad, de gozo cósmico y vital, más allá de toda racionalidad discursiva o puramente ética. Se trata de
un conocimiento que no se sitúa ya, por tanto, en el plano de la ciencia y de la técnica, ni del imperativo y de
las leyes de la voluntad (con su postulado final a favor de un juicio recto), sino en el nivel de la apertura
originaria, pre-racional, pre-nocional, a lo divino. En esa línea, Kant ha descubierto (o por lo menos ha
intuido) un extenso campo de realidad, que está al principio (antes) y al fin (más allá) de todo conocimiento,
en plano de gratuidad, de gozo originario.
Kant parece suponer que esa experiencia trascendente de la realidad como belleza (revelación divina)
es rara y sólo se expresa en ocasiones especiales (ante la tormenta o el mar, el cielo estrellado o con algún tipo
de emoción especial…). Pero, profundizando en su línea, podríamos añadir que algo semejante acontece (se
despliegue) en cualquier acontecimiento profundo, que tiene un elemento numinoso, como sucede en el amor
interhumano… Aquí es donde, a mi juicio, debería haber comenzado el argumento, como yo he propuesto en
este libro (cap. 2).
Cada uno de los hombres y mujeres (empezando por la madre, siguiendo por los amigos…) emerge
rodeado de un halo de sacralidad o belleza sublime. En ese contexto se puede hablar de un a priori sagrado de
la vida, como indicará Schleiermacher, superando el puro deber y el conocimiento puro, allí donde la vida se
expresa en forma de gratuidad y de gozo originario61.

61
En esta perspectiva se podría repensar la Crítica de la Razón Práctica en claves de gratuidad, superando una lectura
legal (imperativa) de sus normas legales. Sólo una experiencia de gracia, cercana a lo sublime (lo que vale por sí mismo y
no para otra cosa), puede situarnos ante el Dios divino, más allá de la naturaleza y de la ley moral. Kant nos sitúa así ante
el gozo de lo sublime, que parece superar las oposiciones anteriores de lo objetivo y subjetivo, lo personal y comunitario,
un gozo que se integra en una historia de comunicación, fundada en el descubrimiento y cultivo compartido de la belleza
y la vida del hombre en el mundo, cf. H. W. Cassirer, A Commentary on Kant’s Critique of Judgment, New York 1970.
63

8
Primer sentimiento.
Schleiermacher

La «idea» de Dios de San Anselmo incluía elementos de intuición, sentimiento y compromiso, sin
separar unos de otros. Pero Santo Tomás (y en especial Descartes), tendieron a entender esa idea en un plano
intelectual. Avanzando en esa línea, Kant centró el pensamiento puro en el plano de la ciencia, negándole toda
posibilidad de acceso real a Dios (dejándole en manos de la moral y/o de la estética). Pues bien, algunos de
sus lectores, como Schleiermacher, protestaron, diciendo que había un modo más profundo de encuentro
humano con la realidad, a través del sentimiento (en una línea que podía vincularse con la estética).
Profundizando en ese tema, debemos añadir que la inteligencia no es una facultad cerrada en las ideas
y los razonamientos, sino que tiene una base sensitiva o, quizá mejor, senciente (sentiente), afirmando así que
entendemos a través de los mismos sentidos que, al llegar al nivel humano, dejan de centrarse en estímulos, de
forma que pueden para abrirse (y abrirnos) a la realidad en cuanto tal, como he destacado al hablar de lo
numinoso (tema 2)62.
En ese contexto, avanzando en una línea que había sido menos explorado por la modernidad, se sitúa
la propuesta de Schleiermacher, que se resume en dos afirmaciones: El hombre es ante todo sentimiento, y en
la base de todo lo que siente está la afirmación de una dependencia originaria.

1. Sentimiento de absoluta dependencia

F. D. E. Schleiermacher (1768-1834)63 buscó a Dios más allá de moral y de la metafísica, en el lugar


donde se acoge y despliega la vivencia (intuición, sentimiento) del ser como infinito, no en clave de razón
(Anselmo), sino de conmoción o estremecimiento. Más que ser pensante y cumplidor de deberes, el hombre es
ser que siente, y se siente fundado en aquello que le transciende y fundamenta.
En la modernidad, el hombre ha logrado pensar con exactitud, al modo cartesiano, y ha organizado su
voluntad por deber, según normas sociales, reguladas por ley, pero no se ha fijado de un modo especial en el
sentimiento, que es experiencia radical de apertura a la realidad. Hemos avanzado en línea de ciencia y
organización social, pero no hemos desarrollado otros aspectos de experiencia vital y afectiva, de manera que
en ese nivel nos hallamos frecuentemente vacíos.
En ese contexto se sitúa la propuesta de Schleiermacher, que nos invita a penetrar en la raíz del
sentimiento, dejando que lo divino se exprese en nuestra vida. Antes de aquello que piensa y que hace, más
allá de sus ideas y sus obras, el hombre es sentimiento, experiencia de realidad que se abre (nos abre) al
Absoluto:

‒ El hombre no es objeto de ciencia, sino sujeto de sentimientos. Por eso, el tema de Dios no puede plantearse en un
plano conceptual: No pertenece al nivel del entendimiento, no sirve para adquirir poder sobre las cosas, ni puede
entenderse como justificación de un orden político o social. Todo lo que el pensamiento sabe se sitúa (empieza y termina)
en un plano racional. A Dios no podemos llegar con razones de ciencia, ni podemos comprender su realidad por
argumentos... Pero antes que los argumentos de la ciencia se despliega y extiende ante el hombre un ancho campo de

62
Sobre ese carácter sentiente de la inteligencia humana ha reflexionado X. Zubiri, Inteligencia Sentiente I-III, Madrid
1981-1983; Sobre el hombre, Madrid 1986; Sobre el sentimiento y la volición, Madrid 1992.
63
Filósofo y teólogo alemán de tradición pietista. Su teología se contiene en dos obras; una de juventud (Reden 1799;
versión castellana: Sobre la religión: discursos a sus menospreciadores cultivados, Madrid 1990), donde definía la
experiencia religiosa como intuición del universo, contacto inmediato y vivencial que nos vincula con la verdad
originaria, haciéndonos capaces de sentirla, y de vivir partiendo de ella; y otra de madurez (Der christliche Glaube 1821-
1822, versión cast.: Doctrina de la Fe cristiana, Salamanca 2013), que sitúa el fenómeno religioso más allá de la moral y
metafísica, en el lugar donde, superando los aspectos más externos de su vida, el hombre acoge y despliega la vivencia
(intuición, sentimiento) de su propio ser como infinito.
64

realidad, que se expresa como amor y sentimiento originario (admiración, gozo, energía…). En ese lugar emerge lo
divino.

‒ Dios no es un guardián y garante del imperativo. Sobre la razón pura, había construido Kant una moral fundada en la
exigencia del deber (imperativo), postulando al fin la existencia de Dios como juez de su cumplimiento. Ciertamente, esa
visión no era falsa (pues Dios tiene algo que ver con la moral), pero ella resulta al fin insuficiente, y además llega tarde:
Dios no se revela a través de un sistema de leyes, ni le necesitamos sólo al fin, como juez de nuestras obras, sino que está
al principio y en el centro de la vida, como sentimiento originario. La razón moral tendrá que resolver sus problemas por
sí misma, sin acudir a Dios cuando llegue la dificultad, pero Dios tiene otras funciones anteriores, que son, en realidad,
más importantes.

Más que ser que actúa y piensa, el hombre es un viviente abierto a lo divino, en un nivel de
sentimiento. Hacer y pensar son funciones posteriores, y vienen tras una experiencia anterior, que se puede
formular como sentimiento de realidad, es decir, de presencia superior, de lo divino. En el origen de su vida, el
hombre se descubre y se siente fundado en la realidad originaria; sólo en este contexto se puede hablar de
religión y Dios, superando la visión de aquellos que han querido resolver la vida por argumentos y transformar
el mundo por obras, como si el hombre fuera animal de pensamiento y praxis (cf. Pablo: 1 Cor 1, 18-25).
En ese principio ha situado Schleiermacher la intuición sagrada que se expresa en forma de
sentimiento originario. Lógicamente, él no puede ni quiere demostrar la existencia de Dios con razones, pues
en ese plano nada se demuestra, pero habla de Dios y presenta su sentido a través a través de la experiencia
personal y el testimonio del creyente64.
En su obra de juventud (Discursos), Schleiermacher definía la experiencia religiosa como intuición
del universo: Contacto inmediato y vivencia del Cosmos Sagrado (Dios). En su obra madura (La Fe
Cristiana), pudo desarrollar teológicamente esa experiencia, definiendo la religión como sentimiento que nos
hace conscientes de nuestra absoluta dependencia:

– Hay sentimientos derivados, secundarios, que vinculan al hombre con realidades del mundo o de la historia; emociones
de amor que le relacionan con personas especiales, vivencias de comunión o identificación social que le integran en un
determinado grupo, una cultura, un pueblo, impresiones de dolor y alegría, de gozo y plenitud, de miedo o de vacío ante
las cosas etc. Esos sentimientos trazan las líneas maestras de nuestra vida, con las actitudes que podemos tomar ante ella.

– Pero hay un sentimiento originario que precede a los citados y define al ser humano en su raíz, pues le vincula con la
Realidad en cuanto tal, y que puede definirse como primera toma de conciencia: No es un saber de cosas, ni un querer
concreto de opciones de conducta, sino un saberse creador. Antes de todo lo que puedo pensar o hacer, me descubro, me
siento, como un viviente que ha sido llamado a la vida, por una sensación original de vida.

El hombre es inteligencia sentiente, sentimiento de gozo y desbordamiento ante la vida. Cuando


despierta a la conciencia, él no se limita a sentir cosas concretas (frío, calor, hambre, peligro…), sino que se
descubre y se siente a sí mismo, en la Realidad, de tal manera que (recreando una terminología que Newton
aplicó al espacio) podríamos definirle como Sensorium Dei, lugar en el que Dios nos piensa y nos hace,
haciéndonos sentir, es decir, sentirle.
Este sentimiento originario tiene carácter numinoso (admirado, sorprendido; cf. cap. 1). No es una
idea que se pueda formular, ni resultado de algún razonamiento o decisión de la voluntad, sino un modo de
conocimiento anterior y superior en clave de presencia (alguien-algo se nos manifiesta) y de transcendimiento
(somos más de lo que hacemos o decimos).
En este contexto se sitúa la experiencia religiosa, sentimiento que nos sobreviene, no en momentos
concretos de ruptura mental (por algún tipo de éxtasis), sino en el mismo despliegue de la vida, como
revelación de la realidad que nos funda y sobrecoge, nos domina y libera al mismo tiempo, mostrándonos lo
que somos, en silencio interior y palabra inefable: Dios se muestra en nuestra vida, alienta en ella (se
transfigura en nosotros) y de ese modo nos define como humanos. Como rasgos primeros de ese sentimiento
ha señalado Schleiermacher éstos:

64
Sobre la filosofía racionalista y práctica de la modernidad, ha destacado Schleiermacher la experiencia y despliegue de
un sentimiento de admiración y gratuidad, de inmersión en el Ser y comunión profunda con el Todo.
65

–Consciencia. El sentimiento de Dios es supra-racional, pero no en un plano regresivo, de inconsciencia o vuelta al sueño
de la naturaleza, sino todo lo contrario: Nos hace conscientes de nuestra realidad como seres que nacemos de la Vida y
que somos porque nos hacen ser, y que pensamos pues nos piensan.
Éste es el principio de toda religión o, mejor dicho, de toda posible identidad humana: Lo propio del hombre
(antes que pensar y hacer), aquello que le distingue de los animales, es su toma de conciencia ante la Realidad. Pues bien,
esa toma de conciencia (ese descubrimiento de sí) constituye el primero de todos los sentimientos.

– Absoluta dependencia. Ese sentimiento original nos hacemos conscientes de nuestra identidad (esto es, independientes,
sujetos de nosotros mismos) sabiéndonos dependientes. Ésta es nuestra paradoja: No tenemos que hacernos a nosotros
mismos, ni crear nuestra existencia, pues nos han dado la vida y la hemos recibido, pero de tal manera que en ella somos,
pues ella (esa conciencia) es plenamente nuestra.
Hay dependencias limitadas y opresoras, contrarias a nuestra libertad, pues nos subordinan a otros (en línea
psicológica, económica, social…), y en contra de ellas debemos elevarnos. Pero esa dependencia absoluta nos hace
independientes, liberándonos de la nada o la inconsciencia en que vivíamos, para que nos realicemos plenamente como
humanos.

Sólo en este contexto podemos hablar de ese Dios de quien somos dependientes (nuestra existencia
mana del misterio, y de esa forma la acogemos y vivimos como gracia), pero de manera que podamos ser
independientes. Precisamente porque Dios nos hace, sin apoderarse (adueñarse) de nosotros podemos asumir y
realizar nuestra existencia. Sólo porque él nos encamina podemos caminar, en una vida que es la suya
haciéndose nuestra.
Ésta es para Schleiermacher la experiencia originaria, aquella que nos hace conscientes de vivir por
gracia. Dios (la Realidad) se nos muestra así como trascendente, siendo Vida interior de nuestra vida. Casi
podríamos añadir que Dios se hace Consciente en nuestra conciencia, capacitándonos para vivir, pero sin
apoderarse de nosotros, descubriéndonos lo que somos, seres que debemos realizarnos en amor y comunión
con él, pues sólo el amor nos permite ser lo que somos. De manera consecuente, creer en Dios (aceptarle en
nuestra vida) es vivir enamorados, en gesto de vinculación afectiva con la Realidad y en especial con su
principio divino, pero en plena independencia, en autonomía radical. Quien no sepa amar no sabrá quién es
Dios, no podrá creer en su misterio.

2. Un itinerario con riesgos

La ciencia conoce razonando y probando; la voluntad descubre su poder haciendo; pero el hombre
como tal sólo conoce sintiendo y asintiendo (creyendo), a través de una intuición básica que le vincula a
Dios. Según eso, vivir en plenitud significa saberse fundado en lo divino y vinculado a los demás seres
humanos (y al mundo), pues en Dios toda realidad es amor. De manera consecuente, al sentirnos en
radicalidad (aceptando lo que somos) descubrimos al Dios en quien vivimos, con-sintiendo en su presencia,
arraigados y fundados en el Absoluto de su amor.
En esa línea, el itinerario de Dios se identifica con nuestra experiencia existencial: Tomando
conciencia de la vida y descubriendo nuestra dependencia nos descubrimos independientes ante (y con Dios)
que es fuente de nuestro ser y vivir. Él nos sustenta, y en él nos sabemos sustentados, pudiendo confiar en
aquello (Aquel) que nos hace ser. No estamos arrojados y perdidos sobre el mundo, condenados a pensar sin
encontrar respuesta, sino arraigados en Dios.

‒ Ésta es una experiencia de trascendimiento (de auto-elevación), y ella nos hace conscientes de nuestra identidad
(autonomía). Despertando (emergiendo) de la masa inconsciente de la vida nos sentimos seres personales, sabedores de
nuestra identidad, en compañía (no condenados a vivir flotando en el vacío, sin base ni respuesta), vinculados a Dios
como persona.
Ésta es una experiencia de relación: No estamos solos, aislados, condenados a vivir eternamente sin sabernos,
sino sabiéndonos fundados en Dios. Según eso, el sentimiento religioso es experiencia de sentido y compañía, y de esa
forma el creyente se encuentra asegurado (apoyado en Dios) y valorado (pues Dios mismo le valora).

‒ Esta experiencia se expresa como itinerario de (en) amor, a partir de la madre que nos acogió de niños y nos fue
acogiendo mientras despertábamos a la vida, en un camino compartido, en el que influyen otros (padre, hermanos, varios
hombres y mujeres con los que convivimos; cf. tema 3). Dios aparece así como memoria y esperanza de amor, trazando
un camino de maduración personal en la vida, que no puede ser sustituido por ningún otro conocimiento o tarea.
66

Ése es un sentimiento que la modernidad (que ha enseñado al hombre muchas cosas, en plano de ciencia) ha
tendido a olvidar, cultivando otros aspectos menos importantes de la vida, como son la razón que piensa (y domina
pensando) y la voluntad que quiere y se impone. Por eso nos cuesta sentirnos amados y responder amando en Dios.

En este contexto ha destacado Schleiermacher las notas de Dios en la experiencia religiosa. No son
notas abstractas (bondad, eternidad, aseidad, auto-conocimiento), ni dogmas que podrían formularse de un
modo objetivo. Según eso, no conocemos a Dios en sí, sino al Dios que se expresa en nuestro despliegue
humano, apareciendo así como verdad y contenido de nuestro sentimiento de absoluta dependencia, de forma
que, con algo de exageración, podríamos decir que Dios es y se despliega (se muestra) en nuestro más hondo
sentimiento humano. Estas son sus notas:

– Elevación. Dios supera el plano de las cosas que hacemos y pensamos, expresándose como liberación interior: No soy
por lo que pienso y hago; no estoy condenado (ni obligado) a realizarme (salvarme), en esfuerzo incesante, siempre
incierto. Frente a teorías y morales, frente a los que intentan comprimir mi vida en unos moldes estrechos, me descubro
fundado y liberado (salvado) en el fondo de mí mismo por aquel que me transciende, como Vida de mi vida.

– Impotencia poderosa. Desde la libertad que Dios le ofrece, el hombre religioso mira a su interior y se descubre
radicalmente poderoso, al sentirse impotente: Cesan sus seguridades, quiebran sus defensas racionales o morales, y se ve
desnudo. Pues bien, esto que en una perspectiva racionalista sería angustioso constituye ahora su gozo y potencia
suprema: Es bueno para mí que otro me apoye, es placentero y gozoso que me ame, es conmovedor que se cuide de mí…
Siendo en Dios, soy Poderoso, pues todo su poder de realidad es mío.

– Gracia liberadora. Desde ese fondo de impotente y gozosa desnudez, descubro la presencia de aquel que me funda y
establece de un modo totalmente gratuito: Está ante mí y al fondo de mí mismo, sin razones, justificaciones ni urgencias
impositivas. Está sencillamente porque quiere y me quiere, como don gozoso, como aquel que me ofrece su Vida y me
sustenta cariñosamente en ella, de tal forma que yo pueda ser y trazar mi camino libremente, siendo autónomo, dueño de
mi vida.

El hombre religioso es consciente de su vinculación a Dios, no por sensiblería irracional, sino por
sentimiento radical, fuerte y claro, de arraigo en Aquel que es la raíz de su vida. Dios no es una idea, ni un
proyecto de la mente, ni arquitecto sabio (simplemente fuera de nosotros); no es tampoco instaurador o juez de
leyes moralistas, sino que él se desvela como aquel en quien estamos arraigados, en el centro de su Centro,
siendo así lo más pequeño (sólo en él existimos) y lo más grande: La vida de Dios es nuestra vida y así somos
en él infinitos. Saber que vivo en Otro que está fuera de mí (es trascendente), siendo más mío que yo mismo,
eso es creer en Dios.
Esta visión de Dios ha roto el esquema cerrado de la modernidad, que ha querido clausurar al ser
humano en lo que hace y lo que piensa. Ella resulta importante, al menos por contraste, pues presenta a Dios
como Realidad en la que despertamos a la vida. Más aún, ella nos dice, en clave confesional, que cada uno de
nosotros somos Cristo, es decir, presencia humana del Espíritu de Dios. Sin embargo, en otro sentido, ella
puede resultar insuficiente, por las razones que siguen:

–Subjetividad. Schleiermacher ha corrido el riesgo de absolutizar un tipo de inmanentismo, concibiendo la experiencia


como pura subjetividad, partiendo de las necesidades y deseos del sentimiento (pudiendo caer así en un tipo de
sentimentalismo). Por esa razón le han criticado muchos teólogos católicos y protestantes. En esa línea deben destacarse
otros aspectos de la experiencia original de Dios, pasando de un primer sentimiento difuso a la revelación histórica,
expresada a lo largo del tiempo. Pero, dicho eso, debemos añadir que su visión del Dios-Interno, que habita en nuestro
sentimiento de dependencia trascendente (vinculación a la Realidad en cuanto tal), constituye una aportación importante
en la teodicea.

–Endiosamiento. Schleiermacher puede terminar cayendo en un panteísmo del sentimiento, identificando a Dios con la
experiencia de totalidad interior del ser humano. Ciertamente, es importante su protesta contra la idolatría del
pensamiento y de la voluntad, mostrando que no son la instancia suprema de la vida humana. Pero eso no implica que se
deba absolutizar un tipo de sentimiento humano, concebido como único campo en que se expresa y realiza el absoluto.
Pienso que se debería destacar mejor la transcendencia de Dios al hablar de su presencia en nosotros (cf. tema 23).

– Pasividad. Para descubrir la identidad de Dios debemos superar la moral y la metafísica. Sin embargo, dicho eso, hay
que recuperar también los valores del hacer y el pensar (cf. tema 16). Allí donde la ética termina relegada, en un segundo
plano, se corre el riesgo de identificar la religión con un tipo de subjetividad intimista que no incide en la vida concreta
67

de los hombres (que pueden acabar quedando en manos de sus propias mociones inmediatas o de la violencia del
sistema). Refugiada en el sentimiento interior, sin confrontarse con la búsqueda política y científica, la religión termina
cerrando al hombre en un sentimentalismo subjetivo, fuera de los grandes problemas de la historia.

Ciertamente, la dependencia de la que habla Schleiermacher no puede interpretarse en lenguaje


psicológico, ni aplicarse en un plano social (sin el correctivo de la más fuerte independencia). Sin embargo,
resulta al menos paradójico que allí donde la modernidad ilustrada se ha empeñado en reconquistar la
autonomía del hombre en plano social (Marx), moral (Nietzsche) y psicológico (Freud), Schleiermacher y
otros, hayan resaltando la dependencia, quizá de un modo unilateral. Cuando el sentimiento de Dios se cierra a
ese nivel, sin aparecer como principio radical la libertad, corre el riesgo de ser mal interpretado (cf. tema 16).
La dependencia respecto de Dios es sin duda importante. Pero ella por sí sola no basta para interpretar
la experiencia religiosa y la identidad de Dios como aquel que hace a los hombres radicalmente libres, ante sí
mismos y ante los otros, en gesto radical de pasión y gozo por la vida.
68

9
Espíritu Absoluto.
Hegel

G. W. F Hegel (1770–1831)65 entendió la Realidad como despliegue dialéctico del Espíritu, que sale
de sí mismo y se divide, para reconciliarse después de un modo más alto. En esa línea, la Realidad se separa
para vincularse de nuevo, a través de un proceso que recoge y supera las contraposiciones anteriores, de
manera que ella en conjunto es divina, pero nada es en concreto Dios, a no ser el proceso total (y quizá la meta
donde vendría a recogerse ese proceso).
Todo es Dios y nada por aislado es Dios, pues no existe divinidad fuera del despliegue del Espíritu,
que se divide y cambia en los antagonismos de la historia, para encontrarse de nuevo e iniciar nuevos
procesos. Formulando así la existencia de la realidad, Hegel se opone al Dios cristiano (persona trascendente).
Pero, en otro sentido, él aparece como el más cristiano de los grandes filósofos, pues ha querido interpretar a
Dios desde unas claves evangélicas, centradas en la encarnación y muerte de Jesús y en la visión de la
Trinidad como oposición de relaciones. Desde ese fondo evocaré su visión de Dios, entendido como historia
del Espíritu, para criticarla después partiendo del sentido (sin-sentido) de la misma historia.

1. Dios Idea, historia del Espíritu

La Realidad es lo divino, es movimiento, lucha y reconciliación, Espíritu que existe en sí al negarse, y


que sólo se posee perdiéndose a sí mismo. Los lectores de Hegel, que han sido legión a lo largo del siglo XIX
y XX, han interpretado de formas distintas su sistema filosófico-teológico: Algunos han insistido en la
existencia de Dios (derecha hegeliana), otros han respondido que, siguiendo su esquema, no se puede hablar
de Dios en modo alguno (izquierda).
Izquierda y derecha hegeliana parten de un mismo presupuesto: El Espíritu (que puede interpretarse en
forma de Dios o de materia) es absoluto al volverse relativo, en una dialéctica que incluye el despliegue total
(racional) de la Realidad. En esa línea, Hegel es quizá el más idealista de todos los filósofos, siendo, al mismo
tiempo, muy realista, pues introduce la Realidad (lo divino) en todo el proceso de la historia con sus
contradicciones66.
Esta visión hegeliana de Dios (Absoluto) se inscribe dentro de la gran concentración que, partiendo de
Kant, realizó el idealismo alemán en torno al año 1800, queriendo pasar de las realidades a la Realidad, de las
libertades a la Libertad, de las revoluciones a la Revolución, de las historias a la Historia, y de los espíritus
(almas, ángeles, Dios) al Espíritu universal. Todo sale de sí retornando a Sí Mismo, en un proceso que
culmina, según Hegel, en su filosofía, donde se completa la historia del Espíritu, en sus tres momentos:

‒ Hay un Espíritu subjetivo, expresado en la conciencia o pensamiento de cada uno de los hombres, que se auto-conocen,
distinguiéndose así del mundo material extenso; éste es el momento individual de cada hombre, la expresión de su
conciencia.
‒ Hay un Espíritu objetivo, que se identifica con las instituciones inter-subjetivas, es decir, en las estructuras del
conocimiento y de la acción compartida por los hombres, empezando por el lenguaje y siguiendo por las instituciones
sociales.

65
Edición escolar, en G.W.F. Hegel, Werke in zwanzig Bänden, Frankfurt 1970. En castellano, hay diversas traducciones
en FCE (México) y en Alianza (Madrid). Sobre Hegel, cf. M. Álvarez, Experiencia y sistema. Introducción al
pensamiento de Hegel, Salamanca 1978; G. Lukács, El joven Hegel, Barcelona 1978; J. M. Ripalda: La nación dividida.
Raíces de un pensador burgués: G. W. G. Hegel, Madrid 1978; R. Valls, Del Yo al Nosotros, Barcelona 1971. Desde una
perspectiva cristiana, cf. E. Brito, La Christologie de Hegel, Paris 1982; P. Coda, Il Negativo e la Trinità. Ipotesi su
Hegel, Roma 1987; H, Küng, Encarnación de Dios, Barcelona 1970.
66
Cf. H. R. Kohlenberger, «Geist»: HistWörterbPhil 3 (1974) 169-180.
69

‒ Hay, finalmente un Espíritu absoluto que unifica e integra los anteriores, como Realidad Total, que se expresa saliendo
de sí y volviendo a sí, como muestran las grandes creaciones de la cultura (arte clásico, religión cristiana, filosofía
idealista), que superan la oposición entre sujeto y objeto67.

Entendida así, la historia es la revelación y despliegue del Espíritu absoluto que, en sentido extenso,
llamaremos Dios (con la derecha hegeliana). Los cristianos añaden que ese Dios se ha encarnado en Jesús y se
ha expandido como Espíritu Santo en la Iglesia. En principio, Hegel interpreta la encarnación y la efusión del
Espíritu como lugares o momentos simbólicos privilegiados del despliegue racional de Dios, y de esa forma
identifica creación y revelación, conocimiento racional de Dios y salvación cristiana.
En ese contexto él puede hablar del conflicto divino de la realidad, pensando que la armonía
interhumana, buscada por las religiones, se logrará sólo al final, cuando la razón retorne a sí misma, habiendo
superado las oposiciones actuales. Según eso, la lucha mutua forma parte de la misma historia humana (y en el
fondo de Dios): No brota de algún tipo de perversión irracional, sino de la esencia del Espíritu, que existe
enfrentándose a sí mismo, de manera que sólo en el enfrentamiento descubre y despliega su identidad68.
En este contexto, la guerra aparece como un momento del proceso divino de la razón, y en su interior
madura el hombre, superando la ideología ingenua de aquellos que hablan de paz mientras siguen imponiendo
su violencia. La verdadera paz sólo puede alcanzarse por medio de la lucha, no por negación, sino por
cumplimiento de sus oposiciones. La historia de la razón avanza así, como engendramiento doloroso, por
antagonismos, que van conduciéndolo todo hacia una síntesis y reconciliación más alta. Desde ese fondo ha
trazado Hegel una historia de las instituciones sociales (religión, derecho, estado...), para afirmar que todas
ellas culminan en su sistema (y en el Estado prusiano), retomando aspectos de la gnosis (siglo II-III d. C.), que
había interpretado a Dios como proceso de generación, oposición y superación de las oposiciones.

a. Historia, oposición de conciencias

La visión de Hegel se expresa en su teoría de la oposición de conciencias, que vincula el misterio de


Dios con la lucha entre los hombres. Los gnósticos habían expuesto el despliegue de Dios en claves míticas de
generaciones; Hegel lo entiende en clave de oposición de conciencias:

‒ Plano humano. Descartes tomaba al hombre como ser de pensamiento (=pienso, luego existo) y como sujeto frente a
los objetos, y Schleiermacher le veía como experiencia (conciencia) de absoluta dependencia; Hegel le entiende a partir
del choque de conciencias. Si sólo fuera conciencia de absoluto (Schleiermacher), si sólo se centrara en sus ideas o en las
cosas para dominarlas o gozarlas, el hombre viviría en un nivel inferior de realidad, fuera de sí mismo, pues una
conciencia sólo se conoce y realiza ante otras conciencia, un hombre sólo es hombre al enfrentarse con otros.

‒ También Dios. La esencia de Dios (es decir, lo divino de la humanidad) se despliega y existe como enfrentamiento de
sujetos, pues una conciencia sólo existe al oponerse a otras conciencias. No hay sujeto sin relación (oposición) de sujetos.
Los hombres se descubren a sí mismos (existen) allí donde, superando un nivel de exterioridad (oposición al mundo) y de
puro auto-conocimiento (pienso, me pienso), se reconocen y realizan unos en contra (a través) de los otros. Así sucede en
Dios, cuya esencia es de algún modo oposición de conciencias.

Los hombres existen en la medida en que se enfrentan entre sí, pues cada uno descubre y despliega su
verdad (esencia) en otro. Si otro no le reconoce (no le acepta o responde), un hombre no puede conocerse, y es
como si no existiera. Un hombre sólo es hombre desde (frente a) otros. De esa forma se expresa la esencia del
Espíritu (absoluto), que para encontrarse a sí mismo debe salir, dualizarse y enfrentarse al otro (a la otra forma
de sí mismo), haciéndose relativo.
De esa dualidad (y unidad) de conciencias de Dios hemos nacido, no para refugiarnos en un tipo de
ser absoluto quieto (quiescente) en sí mismo, como parece suponer Schleiermacher (en sentimiento de
dependencia), sino para enfrentarnos con otras conciencias, pues sólo así podemos descubrirnos a nosotros

67
La Realidad no es (no está quieta), sino que llega a ser, en un proceso de oposiciones que van superándose a sí mismas.
Cf. G. W. Hegel, Vorlesungen über die Philosophie der Religion, Frankfurt 1969, 193-194.
68
Cf. Hegel, Filosofía de la historia, Barcelona 1971, 348-349; Vorlesungen, 221-222. Cf. J. Splett, Die Trinitätslehre
Hegels, München 1965, 63 ss; F. Fulda, «Geist»: HistWörterbPhil 3 (1974) 194-197.
70

mismos, siendo divinos en la historia, es decir, en Dios, siendo independientes y libres. No podemos salir de la
historia para encontrar a Dios, sino adentrarnos en ella.

b. Ser yo fuera de mí

No puedo afirmar «yo soy yo y mi pensamiento» (mi inmersión en la idea de Dios, mi verdad más
alta: San Anselmo), ni «yo soy yo y el mundo externo» del que formo parte (como suponía Santo Tomas),
sino que «yo soy siendo (en) los otros»: Existo desde, con y para ellos, en proceso de enfrentamiento y
comunicación que me define y define la historia de Dios, que es generación, dualidad y superación de la
dualidad. En ese contexto quiero distinguir otra vez dos formas de relación: Una es de dominio (aquella que
me sitúa frente al mundo), otra es de reciprocidad (aquella que ha de darse entre seres humanos)69.

‒ Dominio. En un plano, el hombre es sujeto frente a objetos, espíritu que actúa sobre el mundo, convirtiendo las cosas en
bienes de consumo. En ese plano él actúa a través de su trabajo y de la técnica, convirtiendo las cosas en «utensilios» a la
mano. Éste es el campo de estudio de las ciencias naturales, por las que el hombre se despliega como dueño de la
realidad, imitando a un tipo de Dios creador, pero no al Dios cristiano, sino a un ser dominante, que actuaría como dueño
y señor de las cosas, pero sin corazón. Pues bien, en esa línea, el hombre sólo consigue descubrir una parte superficial de
su verdad, a través de un «espíritu de geometría» (Pascal), ocupado en medirlo y dominarlo todo.

‒ Reciprocidad. La verdad se expresa y realiza en un nivel de relaciones personales, como supone la Biblia cuando habla
de la relación de un hombre con otros seres humanos (Gn 2, 18-25). Un hombre sólo se conoce (despierta a la vida,
descubre quién es) cuando otros le engendran y aceptan, le nombran y re-conocen, de forma que así pueda descubrirse a
sí mismo en plano personal, de cuerpo y alma (por emplear ese lenguaje). Por eso, ser hombre es historia: Proceso
conflictivo y creador de vinculación interhumana, de surgimiento y lucha mutua, de ruptura y reconciliación, de muerte y
resurrección, es decir, comunidad activa y conflictiva esperanzada.

Las personas prueban su identidad al probarse y enfrentarse unas a otras. Una conciencia sólo puede
elevarse sobre la vida inconsciente (mundo pre-humano) y descubrirse a sí misma cuando entra en relación
con otras conciencias: Sólo soy «yo» porque me han nombrado, me han dicho que lo soy, me han pensado. No
existe identidad aislada. Quien se conociera sólo a sí mismo no se habría conocido. Pues bien, desde ese fondo
podemos afirmar que Dios sólo existe (=se conoce) en alteridad, enfrentamiento y reconciliación, es decir, al
engendrar desde sí mismo, al dividirse y superar la división.
Lógicamente, la primera relación (generación) entre conciencias desemboca en un enfrentamiento,
pues sin choque (conflicto) no hay conocimiento ni vida. En este contexto podemos hablar no sólo de un
pecado original humano (Gn 2-3), sino de una escisión del mismo ser de Dios. La humanidad no ha empezado
a existir por elevación (emergencia de alma) sobre la materia (evolución biológica), ni por caída de almas
celestes (línea gnóstica), sino por enfrentamiento histórico de dos auto-conciencias, en las que se expresa y
encarna la misma escisión y dualidad divina.
Para ser y aceptarse (valerse) a sí misma, cada conciencia necesita a la otra (que ella le valore), y así
las dos se enfrentan, chocan, se disputan el dominio, y finalmente se escinden y dividen, quedando disociadas
y de nuevo unidas, conforme a un modelo de amo y esclavo (uno arriba, otro abajo). La primera tarea
específica de los hombres no ha sido el trabajo material por conseguir bienes de consumo, sino la lucha por el
reconocimiento, que les ha dividido y les sigue dividiendo en amos-vencedores (que obligan a los otros a
reconocerles) y esclavos-vencidos (sometidos a sus amos).
Así ha surgido la escisión original, que se resuelve y expresa al principio de la historia de un modo
jerárquico, en formas patriarcales (varón sobre mujeres y niños), sacrales (sacerdotes sobre fieles), políticas,
económicas etc. Desde ese principio, amos o señores han justificado su dominio con argumentos racionales y
religiosos, afirmando que su hegemonía proviene de Dios o se funda en la naturaleza de la misma realidad, y
que los vencidos deben aceptar su condición, para bien común, dentro de un sistema o Todo jerárquico.

c. Un Dios dividido

69
Hegel, Fenomenología del Espíritu IV. Cf. A. Kojeve, La dialéctica del amo y del esclavo, Buenos Aires 1975; J.
Hyppolite, Génesis y estructura de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, Barcelona 1973.
71

Lógicamente, los vencedores han representado a Dios como jerarca, rey o sacerdote, que avala y
ratifica el orden desigual, mientras los vencidos en principio han debido dejarse dominar, de forma que su
misma derrota ha comenzado a presentarse como signo de Dios. La historia ha sido, según eso, división y
lucha de conciencias, y en ella se ha expresado la astucia de la idea de Dios (y de la historia humana): Para
reconocer sus potencialidades y realizarse en plenitud, el Espíritu ha debido desdoblarse en conciencias
enfrentadas, con victoria de unos y derrota de otros, y superar después el desdoblamiento, alcanzando la
unidad de Todo en todos. Cada parte recibe por tanto lo que merecía:

‒ Los triunfadores han arriesgado y vencido, y así pueden sentirse satisfechos, exigiendo el reconocimiento de los otros.
Pero en otro plano ellos resultan fracasados, pues los vencidos no les reconocen de un modo real y voluntario (personal),
sino obligados, por la fuerza. Los ganadores consiguen sumisión, pero no re-conocimiento; triunfan, pero no dialogan,
vencen pero no convencen. Ésta es su debilidad: Pueden dominar a los demás, pero acaban aislados, con miedo de que
los esclavos se rebelen y les quiten su poder. El temor es su situación más honda.

‒ Los perdedores no se han arriesgado, y así no han podido triunfar, y por eso se encuentran sometidos: No se bastan a sí
mismos, necesitan ser dominados para vivir. El sometimiento puede ser tan grande que algunos afirman incluso, que es
hermoso depender de los demás, divinizando así el mismo el sometimiento (como habría hecho Schleiermacher, cf. tema
8). Pero, en un momento dado, ellos pueden y deben despertar a la conciencia independiente, levantándose en contra de
los amos, para derrotarles y tomar su poder… o compartirlo con ellos (cf. tema 10)70.

De esa forma emerge el conflicto universal en el que Dios aparece como lucha, batalla de fondo de la
historia, llena de dolores, pero abierta a la reconciliación final. Por eso, los enfrentamientos y conflictos
resultan necesarios, pues encarnan el movimiento de la idea, pero en un momento posterior ellos pueden y
deben superarse, en virtud de ese mismo movimiento, conduciendo a la paz final del Dios, Todo en todos (cf.
1 Cor 15, 28; cf. Rom 8, 18-25).
Hegel justifica la división y la lucha actual como necesaria para que se alcance la reconciliación
futura. Pues bien, en ese contexto pueden alzarse las preguntas éticas de Kant (y de otros muchos): ¿Por qué a
unos les toca triunfar y a otros perder? ¿Qué sentido tiene el sacrificio de los vencidos y expulsados? ¿No
habrá que superar la ley de los antagonismos, para descubrir a Dios como libertad y gracia para todos? (cf.
temas 16-17).

2. Meta de la historia, las deficiencias de Hegel

Hegel piensa que en un momento dado, superando las oposiciones actuales, las conciencias pueden y
deben vincularse en igualdad: No habrá al fin vencedores ni vencidos, sino simplemente hombres y mujeres
en comunión, un nosotros de paz. De esa forma, una vez cumplida, podrá superarse la dialéctica de lucha, y
Dios será igualdad. Pero una paz sin guerra, una quietud sin dolor, antes de tiempo, sería imposición
ideológica, evasión espiritualista. La oposición de Dios (la lucha de conciencias) es necesaria para que llegue
la paz final. En esa línea ha entendido Hegel la historia del pasado, como tiempo de escisión y lucha entre
vencedores (que se imponen) y vencidos (esclavos).
Sobre esa división, con dominio de unos y sometimiento de otros, ha ido avanzando la historia hasta
principios del siglo XIX, momento en el que, según Hegel, se inicia la reconciliación, el cumplimiento del
destino, de manera que hombres y mujeres podrán reconocer su verdad común y reconocerse (aceptarse) sin
lucha ni opresión de unos sobre otros. Él ha elaborado así una teodicea de la historia en la que el Dios total
(entendido como Espíritu) se identifica con el despliegue de la Idea, entendida en forma ternaria (trinitaria),
como oposición y superación de oposiciones. El tiempo del Padre estaría vinculado a la visión del Dios
sublime, separado del mundo. El del Hijo se definiría por la escisión entre inmanencia y trascendencia. El
tiempo del Espíritu iniciaría la reconciliación.
Hegel quiso asumir y culminar de forma filosófica aquello que el cristianismo habría dicho
simbólicamente. Pensó de esa manera que su filosofía representaba la culminación de la historia y que su

70
Muchos cristianos hegelianos (filósofos e incluso teólogos) han proyectado esa batalla al interior de Dios bíblico,
interpretando la muerte de Jesús como expresión de un combate intra-divino: Dios Padre estaría enfrentado con su Hijo y
En contra de eso, quiero afirmar que Dios no es lucha de conciencias, sino gratuidad originaria, creadora, compartida.
72

pensamiento retomaba y recreaba, en forma perfecta, aquello que habían anunciado griegos y cristianos,
ratificando la historia del cristianismo como religión absoluta. No se apoya en el Primer Motor cósmico de
Aristóteles, ni en el Bien eterno de Platón, sino en el Espíritu Absoluto, que se identifica con el despliegue
conflictivo de la humanidad, asumiendo las contradicciones de la historia (la realidad entera), pues ellas
tienden hacia su reconciliación.
Por haber planteado de esa forma los temas de la vida, apelando a Jesús, y por la riqueza de sus
aplicaciones religiosas e históricas, políticas y filosóficas, Hegel ha sido y sigue siendo (con Kant) un punto
de referencia obligado de la teodicea de orientación cristiana. Pero su visión incluye riesgos que debo
destacar, para superarlos en el desarrollo posterior de este libro71:

‒ Todo es Racional, pero no en sentido racionalista ni o de oposición violenta. Ciertamente, Hegel acepta otros
momentos de la realidad, pero de tal forma ha destacado la razón dialéctica, avanzando por oposiciones, que ha tendido a
minusvalorar otros aspecto de la realidad. De esa forma ha mutilado al ser humano, minusvalorando el poder del
sentimiento y el amor (que él mismo había resaltado en sus escritos juveniles), de tal forma que acaba por negar la
experiencia de gratuidad.
Ciertamente, la razón es importante y avanza también (en parte) por oposiciones. Pero no todo en el hombre es
razón, ni toda razón es dialéctica de opuestos (en sentido violento). Hay otras dimensiones y valores de tipo social y
material, afectivo y religioso que Hegel no ha valorado. La historia incluye elementos de gratuidad y la sociedad tiene
rasgos de comunión creadora que han de tomarse en cuenta.

‒ Dios es Todo, pero no todo es Dios. Hegel identifica a Dios con la historia como idea, pero corre el riesgo de negar su
realidad concreta y de rechazar al Dios Persona (identificado con el despliegue racional de la humanidad). Habla de un
Viernes Santo especulativo (dolor intradivino), pero tiende a devaluar el Viernes Santo histórico de Jesús y de los
hombres que sufren, expulsados y negados, aplastados por las opresiones del sistema.
Según Hegel, Dios es Todo, pero, en contra de él debemos afirmar que no todas las cosas que suceden se
identifican con Dios (ni aún dialécticamente), pues el mundo es distinto de Dios y los hombres son libres (y pueden
«condenarse», rechazando a Dios). Hay Dios, pero su grandeza consiste en no ser Todo, en querer que exista también lo
Distinto (no como parte de un movimiento dialéctico), sino como realidad autónoma. Dios quiere que exista libertad, por
encima de una simple dialéctica de opuestos, de manera que él mismo aparece como fuente y principio de diálogo
personal72.

En el fondo, Hegel no admite verdadera alteridad, ni libertad real, y así acaba englobándolo todo en
su sistema, como si él mismo fuera de hecho un Cristo especulativo, un Mesías racional que comprende y
resuelve los problemas de los hombres, de manera que su filosofía podría tomarse como un evangelio de la
razón ilustrada, que habría desentrañado al fin los mecanismos del pensamiento y de la vida de los hombres.
Pero, en contra del mismo Hegel, el pensamiento ha seguido abierto, lo mismo que la vida de los hombres. En
esa línea podríamos decir que la palabra de Dios es más que la razón de Hegel.
Quizá el mayor problema de Hegel sea divinizar la violencia, que él entiende y acepta (¿promueve?)
como elemento del proceso de la realidad. Ciertamente, su esquema permite superar un tipo de evasión
platónica (huir del mundo, buscar la reconciliación arriba, en un Dios intemporal). Pero su esquema acaba
siendo peligroso, justificando de hecho la violencia histórica, entendida (históricamente) como signo y
presencia de Dios. Pues bien, en contra de eso, parece necesario superar la violencia histórica, sabiendo
además que no todas las violencias sólo iguales y que sólo acogiendo (redimiendo) a las víctimas podrá
alcanzarse la paz, que viene del amor y la libertad73.

71
Hegel interpreta su pensamiento (y el despliegue de la historia) como encarnación del pensamiento de Dios, tal como
ha venido a expresarse en la filosofía, que vendría a culminar y englobarse en su sistema, ya que a su juicio no podrá
surgir un nuevo y más alto pensamiento global, pues la idea divina (el absoluto) ha llegado a la meta y se expresa en su
pensamiento. Por otra parte, al menos por un tiempo, Hegel llegó a pensar que la historia universal culminaría en el
Estado de Prusia, donde a su entender se iniciaría la reconciliación final en línea política; de esa forma llegaría pronto la
unidad social y cultural de los hombres y los pueblos. Así quiso asumir (y superar) en su historia las historias parciales de
los pueblos y grupos del mundo, pero en perspectiva occidental. Al mismo tiempo, él se sintió especialmente vinculado al
Dios cristiano, de manera que presentó su filosofía como reflexión sobre la encarnación y la trinidad, como si todo fuera
un movimiento vital que se disocia (antítesis: Padre-Hijo), para superar la disociación (Espíritu), en dialéctica divina.
72
Sin duda, la antítesis es importante: Sin enfrentamiento (oppositio) no existe relación entre personas (como sabe la
teología trinitaria clásica); pero esa oposición no implica violencia, ni conduce a la negación de los opuestos. Es valioso
su esfuerzo trinitario, pero corre el riesgo de quedar diluido en una historia universal de la idea, vacía de evangelio.
73
Hegel no admite la no violencia activa de Jesús (¡poned la otra mejilla, no juzguéis!), ni su experiencia de perdón
73

‒ Hegel no acepta la libertad concreta de los hombres y mujeres. Ciertamente, habla de ella y dice que se condensa en el
despliegue absoluto de la Idea (y que la historia es despliegue de libertad). Pero de hecho, en sentido concreto, él no
puede reconocerla. Los procesos racionales, necesarios, le importan más que los individuos, de manera que en su
filosofía no cabe la gracia, es decir la superación de la necesidad como tal (sin la cual es imposible que haya libertad), y
todo acaba pareciendo un gran teatro, donde no somos autores, ni agentes, sino actores pasivos de un papel que nos traza
el Sistema.
Hegel termina pensando que como individuos nacemos y morimos, de forma que no podemos salvarnos (no
pervivimos como tales). En su esquema, al final, sólo el permanece y «se salva» el Todo; sobre los cadáveres de asesinos
y asesinados (igualados en el fondo) avanza y se despliega la Razón.

‒ No hay amor, sino sistema. Hegel identifica la verdad y el Todo, de manera que en su filosofía no cabe el Infinito (Dios
como tal), ni tienen valor los oprimidos o excluidos reales (a quienes Jesús quiere ofrecer amor y libertad concreta). Al
buscar la verdad en el Todo, y expresarla de manera político-religiosa, corre el riesgo de imponer «su verdad», de manera
que los individuos (opresores y oprimidos) carecen a su juicio de importancia y deben ser sacrificados ante el Dios de la
Razón universal.
Según Hegel, al final no hay libertad para los individuos, ni gracia sobre el pecado, ni creatividad amorosa de los
pobres (presencia de Dios para Jesús), sino un despliegue universal de razón (que Marx traducirá en una economía
comunista, y que el neo-capitalismo aplicará al mercado). El Dios-sistema ha ocupado el lugar del Dios Padre de Jesús.
El Sistema no tiene hijos reales (personas libres), pues lo llena todo. No funda ni crea realidad, la absorbe y de esa forma
lo domina todo.

El Dios de Hegel es pensamiento racional, no tiene corazón y por eso se desliza con indiferencia
frente a los perdedores reales, positivamente rechazados o marginados por una historia necesaria que planea
por encima de millones de cadáveres. Sin duda, él puede afirmar que los pobres son necesarios para la
reconciliación final de la realidad, pero sólo en forma sacrificial: la Idea avanza sobre sus cadáveres concretos,
y triunfa valiéndose de sus dolores. El Dios-sistema es un ídolo que necesita el sacrificio de millones de
personas (como veré al final de este libro, cap. 24).
El Dios de Hegel no ha entrado de un modo real en el mundo de los hombres reales, concretos, como
amor que se arriesga y muere con ellos, sino que sobrevuela, como totalidad racional sobre todos. Por eso, su
filosofía parece defender un tipo de dictadura total de un sistema en el que incluso Cristo (en su Viernes Santo
especulativo) muere por necesidad lógica, no por amor concreto. De esa forma, Hegel es incapaz de ofrecer
identidad y consuelo, comunión y esperanza a los hombres concretos, aunque algunos elementos de su
filosofía puede ser geniales.

(¡perdonad a los enemigos!). Desde aquí debe entenderse su visión del cristianismo.
74

10
Proyección humana, opio del pueblo.
Feuerbach y Marx

Hegel identificaba a Dios con el despliegue de la historia, pero su sistema no tomaba en serio la vida
concreta, el trabajo y sufrimiento real de las personas, ni el amor, ni la justicia económica concreta. Por eso,
fue necesario (y relativamente fácil) invertir y aplicar su pensamiento en clave antropológica y materialista:
En esa línea podemos destacar a dos autores significativos, que han reinterpretado su filosofía y han marcado
la historia posterior de la teodicea:

‒ Feuerbach habla de Dios, pero suprime su trascendencia y le identifica con el amor, es decir, con la humanidad que
recupera su esencia, y de esa forma le convierte en resultado de una proyección antropológica. No es Dios quien ha
creado a los hombres para el amor; son los hombres los que han creado a Dios, partiendo de sus propias carencias, y
proyectando en él aquel amor que ellos son y que no logran expresar plenamente en sus vidas; por eso, el día en que se
reconozcan plenamente humanos, capaces de amar y de vivir por sí mismos y lo hagan, no necesitarán atribuir a Dios sus
valores (y sus deficiencias), de forma que Dios será la misma humanidad.

‒ Marx avanza en esa línea, dando un paso decisivo en la historia posterior del pensamiento y de la vida social, pues
supone que la idea de Dios ha surgido por injusticia humana, como justificación del poder económico de algunos (los
opresores) y compensación ilusoria de otros (los oprimidos). Por eso, el tema de Dios no puede situarse en un nivel de
religión sentimental o pensamiento separado, sino que se debate y resuelve en la base «material» de su existencia.
Cuando los hombres superen la división (esclavitud) económica y vivan en igualdad (libertad creadora, reconciliados con
su especie) no tendrán necesidad de apelar a un Dios externo, ellos mismos serán lo divino.

1. Dios humanidad (L. Feuerbach)

Desde la izquierda hegeliana, L. Feuerbach (1804-1872) rechazó la existencia ontológica


(separada y personal) de Dios, e interpretó la religión de manera antropológica. En esa línea quiso recuperar
el valor (esencia) del cristianismo, que se identificaría con el amor interhumano, sin un Dios separado,
retomando elementos del pensamiento juvenil de Hegel y abriendo un camino que será seguido después, de
formas distintas, por muchos ateos posteriores, aunque algunos como K. Marx rechazaron su visión abstracta
de Dios/humanidad, y otros como F. Nietzsche criticaron al mismo Dios cristiano74.
Influido por D. F. Strauss (1809-1874), que había entendido los evangelios como relatos míticos
sobre el Dios-amor (Vida de Jesús, 1834-1836), Feuerbach formuló de manera sistemática aquello que Marx
ha definido como el avance teológico supremo de la modernidad (culminando el giro copernicano de Kant):
No es Dios quien ha creado al hombre a su imagen, sino que son los hombres los que han creado a su imagen
a los dioses, y en especial al Dios cristiano (en quien se condensa lo mejor de las religiones).
Impulsados por su pequeñez, y movidos por el dolor de la vida, los hombres han proyectado su
verdad en Dios, suponiendo que él vivía en sí mismo, como expresión de la humanidad perfecta. Pero ahora,
llegada la cumbre de los tiempos, ellos han podido descubrir su esencia divina y no necesitan proyectar sobre
Dios sus valores y carencias. Así se resume su obra clave, La Esencia del Cristianismo, publicada el 1841,
siete años después de la de Strauss.
Dios ha sido pues una proyección de los hombres, que han personificado en él su esencia superior,
como si él existiera en sí mismo. En esa línea, el Dios cristiano es un símbolo de la humanidad, una
condensación ideológica de la esencia del hombre, tal como se expresa en Jesucristo. Feuerbach quiso

74
Entre las obras de Feuerbach, cf. La esencia del cristianismo, Madrid 1998; Pensamientos sobre muerte e
inmortalidad, Madrid 1993; Tesis provisionales para la reforma de la filosofía, Barcelona 1976. Cf. G. Amengual,
Crítica de la religión y antropología en L. Feuerbach, Barcelona 1980; L. M. Arroyo Arrayás, Yo soy Lutero II. La
presencia de Lutero en la obra de Feuerbach, Salamanca 1991; M. Cabada Castro, El humanismo premarxista de
Ludwig Feuerbach, Madrid 1975; C. Fabro, Feuerbach: La esencia del cristianismo, Madrid 1977).
75

recuperar así (como pensador cristiano) la verdad humana de Dios que es amor. No rechazó su esencia, como
hará más tarde Nietzsche, sino su trascendencia (su diferencia personal), concibiéndole como ideal de la
humanidad. No negó su identidad cristiana, sino su separación ontológica. No hay Dios en sí, ni divinidad
especial de Jesucristo, pues Dios es la idea de la humanidad, y Cristo su expresión histórica (su encarnación).
A su juicio, Cristo y los primeros cristianos fueron antropólogos: Descubrieron que la entraña de la
vida es el amor del hombre hacia sí mismo, y dijeron que Dios se identifica con el bien de la especie (como
quiso Kant): No es una realidad externa, sino la misma esencia de la humanidad, proyectada fuera de sí por
una transferencia. Por eso, los cristianos actuales deben rechazar ya esa transferencia divina y recuperar los
valores que habían proyectado fuera de sí, para reinsertarlos en la propia especie, leyendo el evangelio de
forma antropológica. Dios no ha creado al hombre a su imagen; es el hombre quien ha proyectado en Dios su
humanidad:

El hombre atribuye a Dios sus cualidades y refleja en él sus deseos realizados. Así, enajenándose, da origen a
su divinidad. Pero, ¿por qué lo hace? El origen de esta enajenación se encuentra en el hombre mismo.
Aquello que el hombre necesita y desea, pero que no puede lograr inmediatamente, es lo que proyecta en
Dios… Los dioses no han sido inventados por los gobernantes o los sacerdotes, que se valen de ellos, sino
por los hombres que sufren.

Dios es la proyección de la especie humana idealizada, desde el dolor de los oprimidos. En tiempos
anteriores, los hombres debieron salir de sí mismos para descubrir su identidad, proyectando en Dios su
esencia (amor mutuo, reconciliación), despojándose así de su valor más grande. Pues bien, ahora no necesitan
dar ese rodeo, no tienen que descubrirse a sí mismos en Dios (despojándose de aquello que les pertenece),
sino que pueden conocerse y reconocer su verdad divina, por ellos mismos.
Éste ha sido, según Feuerbach, el giro concluyente del pensamiento moderno, que se expresa y
despliega allí donde el hombre reconoce la verdad divina de su humanidad, como había destacado Kant en la
Crítica de la Razón Práctica: En vez de obrar al servicio de Dios hay que hacerlo para bien de la humanidad,
es decir, de la esencia humana, entendida (en sentido cristiano) como amor, pues el hombre es Dios para el
hombre (homo homini deus), sin postular ya ningún Dios más alto.
Allí donde el hombre supere su situación de enfrentamiento actual y se relacione en amor consigo
mismo y con los otros, descubrirá que él mismo es divino y no apelará a un Señor externo, pues Dios no
existe de forma independiente, sino como trasferencia de la realidad más alta de la especie humana. Allí
donde los hombres, superada su etapa actual de proyección ideológica (teológica), descubran su verdad como
absoluta y se amen mutuamente, ellos sabrán que son divinos.
Ya no se dirá «Dios es Amor» (como 1 Jn 4, 7-8), sino «el hombre es amor», pues el Amor (lo
divino) no está fuera del hombre, no es una persona o entidad más alta, sino la misma hondura de la Realidad
humana, aquello que nos hace ser y que nosotros mismos hacemos, al realizarnos en plenitud, como especie
divina, pues el amor nace y se expresa en la relación mutua, entre el yo y el tú, de forma que el verdadero
nacimiento del hombres no es biológico sino social.
El hombre nace por (con) otros seres humanos, haciéndose consciente de sí mismo y
descubriéndose divino, pues existe si ama, y sin amor desaparece como humano. Los hombres han creído que
el amor es propiedad de un ser externo porque no se han conocido, ni han sabido que Dios es sólo una
proyección del amor humano. Los hombres no nacen del amor de Dios, sino del que se tienen unos a otros.
Por eso, lo que les redime y libera no es un Dios externo, sino el amor que ellos mismos se ofrecen y
comparten, un amor que llamamos divino porque es la plenitud del hombre. Dios no es amor, porque él no
existe en sí mismo como sujeto, pero el amor humano es Dios (=esencia absoluta)75.

2. Marx 1: Dios, opio del pueblo


75
El centro del evangelio es el amor a los demás, sin necesidad de un Dios objetivo, que exista en sí mismo, por encima,
y que regule así nuestra existencia. Según eso, Dios es un predicado humano: la nota más grande del mismo ser de amor
del hombre, entendido como centro y sentido del universo. Desde ese fondo ha criticado Feuerbach al cristianismo o,
mejor dicho, a los cristianos, a los que ha visto como poco coherentes con su religión, pues han idealizado un tipo de
amor, separándolo de su vida y llamándole dios, como si ese estuviera fuera de ellos. Así se han convertido en seres
dependientes, transformando la religión en principio y medio para el sometimiento. Cf. J. Delasalle y Tran Van Toàn,
Quand l’Amour éclipse Dieu. Rapport à autrui et transcendance, Paris 1984.
76

K. Marx (1818-1883)76 tomó como punto de partido la visión de Feuerbach, pero la reinterpretó de
forma económica, afirmando que el Dios de las religiones y el de la filosofía ha sido creado por la necesidad y
el desajuste de unos hombres que han querido justificar su injusticia social apelando al poder de Dios (o han
querido soportar su opresión con el «opio» de la ilusión divina). En esa línea, el problema no es que haya un
Dios abstracto (separado), sino que su idea haya servido para justificar las desigualdades y sufrimientos de la
historia. Lo que importa no es decir si hay o no hay Dios, sino descubrir y superar la opresión humana. Dios
en sí es una abstracción, el tema urgente es la injusticia (justificada por la idea de Dios).
A Marx no le preocupa la idea de Dios en sí (separada de los hombres), pues lo que él quiere resolver
son los problemas sociales, es decir, la opresión y la falta de justicia entre los hombres. Feuerbach era todavía
idealista, y así hablaba del amor en general, de forma abstracta, interpretando a Dios como un signo de la
especie humana y pensaba que cuando negáramos a Dios podríamos reconciliarnos con nosotros mismos.
Marx en cambio sabe que el problema real (material) es la división y opresión interhumana, el hecho de que
Dios haya sido expresión de injusticia, garante y protector de un orden social que a unos hace ricos, a otros
pobres; a unos nobles, a otros despreciables, no por fortuna, sino por injusticia humana. Por eso él piensa que
negando sólo a Dios, pero sin resolver la injusticia social de la historia, no habremos adelantado nada.
El objetivo no es sólo negar a Dios (como Feuerbach hizo), pensando que con eso se arreglan los
temas de fondo, sino ir mucho más allá y rechazar un orden social injusto (pues de ese orden social surge
Dios). En otro tiempo podíamos echarle la culpa y así consolarnos (como si nosotros fuéramos buenos), o
postular una compensación futura (como Kant en la Crítica de la Razón Práctica). Pero si Dios se identifica
con la humanidad no podemos echarle la culpa (¡el mal lo hemos hecho nosotros!), ni buscar compensaciones
fuera de nuestra misma historia: La justicia y felicidad deben lograrse en este mundo, y para ello debemos
transformar nuestras condiciones económicas, sociales y personales.
La afirmación de que Dios no existe (que él es la humanidad) es sólo un primer paso, pero ayuda,
pues ya no podemos echarle la culpa de nuestros problemas, ni apelar a sus justos designios para explicarlos,
ni pedirle una solución tras la muerte, sino que debemos pasar de la contemplación a la acción, resolviendo
nosotros los problemas de la historia. Lo que importa no es criticar a Dios, sino superar el des-orden
económico y social de la humanidad, que algunos, han querido mitigar y camuflar ideológicamente, echándole
la culpa a un Dios injusto (de señores y esclavos). La culpa no es de Dios, es de los hombres. Por eso, la
solución no podrá ser teológica, sino político-económica En esa línea, Marx propuso y proclamó una
revolución que desembocaría en el comunismo, abierto a todos los pueblos, a partir de los excluidos
(proletarios), protagonistas de la historia77.
Sabiendo ya que Dios es la humanidad, Marx afirma que debemos buscar la forma de cambiar la
injusticia de este mundo, a través de una protesta ética de tipo práctico (político-económico), aceptando la
opción de Kant a favor de la justicia, pero sin apelar a un juicio final, sino realizándola en la historia. No
puede ya ayudarnos un Dios exterior (posterior), pues no somos niños necesitados de padre, sino que nosotros
mismos debemos hacer lo que ha de hacerse, para que la humanidad se encuentre a sí misma.
No se trata pues de esperar a un Dios externo, sino de lograr que la humanidad sea justa y solidaria,
asumiendo el pensamiento latente de Kant (Dios es la especia humana) e invirtiendo la dialéctica de Hegel (y
de Feuerbach), a través de un programa de acción política, social y cultural. Eso significa que debemos
adelantarnos nosotros, los hombres, en el interior de la historia, iniciando un proceso de transformación social
que no se logra por conocimiento intelectual (como quería Feuerbach), sino a través de un proceso económico
de trabajo y producción, reparto y consumo de bienes materiales, que culminará en la transformación política
y cultural de la humanidad.

76
La bibliografía sobre Marx es inabarcable: Obra selecta, Madrid 2012; Textos básicos es K. Marx y F. Engels, Sobre la
religión, Salamanca 1974. Cf. J. Y. Calvez, El pensamiento de Marx, Madrid 1960; Evangelio de Jesús y praxis
marxista, Madrid 1977; X. Pikaza, Evangelio de Jesús y praxis marxista, Madrid 1977; W. Post, La crítica de la religión
en Marx, Barcelona 1972; A. Schmidt, El concepto de naturaleza en Marx, Madrid 1977; O. Todisco (ed.), Marx e la
Religione, Roma 1976.
77
Oponiéndose externamente al Dios de las iglesias, Marx ha recuperado un tema de fondo del teísmo judeo-cristiano: la
presencia de Dios en los pobres, el sentido «económico» de la encarnación (cf. tema 24). Su propuesta puede y debe
criticarse, como seguiré indicando, pero ella es, en algunos aspectos, más cristiana que la visión sacralizante de aquellos
que quieren sancionar desde Dios el orden clasista de la sociedad. Marx ha sido ciego antes valores y experiencias
religiosas, pero la teodicea cristiana (y judía) del futuro no puede olvidar su proyecto social.
77

‒ Realidad humana. El cristianismo interpretó la historia como obra de Dios, que culminaría en la redención
escatológica. Hegel la entendió como proceso racional de ruptura y reconciliación de conciencias. Marx la valora y
quiere cambiarla desde una perspectiva económica y social: El reconocimiento mutuo se expresa y realiza a través del
trabajo, producción y distribución de bienes de consumo, que en este momento son fuente de injusticia y conflicto, pero
que, al final, cuando llegue el tiempo de la comunicación transparente o comunismo, serán medio de comunicación
liberada. Sólo así alcanzarán los hombres su identidad, como seres reconciliados o divinos, sin Dios externo.

‒ Prioridad económica. La historia es proceso de producción y posesión de unos bienes de consumo, que no quedan
fuera del hombre (como el idealismo suponía), sino que pertenecen a la misma esencia humana, pues estamos encarnados
en una materia económica. En la base de la vida real está el trabajo y la posesión de bienes, y sobre ella se elevan las
relaciones sociales e intelectuales. Normalmente, la religión y la filosofía han ocultado ese dato (la importancia de las
relaciones económicas), centrándose en temas de tipo espiritual, mientras unos privilegiados mantenían el dominio real
sobre el mundo. Pero el tiempo de esa desviación ideológica del pensamiento y la injusticia social debe terminar, pues los
hombres sólo hallarán su verdad cuando alcancen la justicia económica78.

Según Marx, la dialéctica de las conciencias (el despliegue divino de la realidad) ha de interpretarse a
partir de la lucha de clases, que ha llevado al surgimiento del capitalismo, pero que, a través del mismo
proceso de la historia, desembocará en el comunismo79. Dios sancionaba antaño el orden existente,
apareciendo como proyección del poder de los triunfadores (que así justificaban su injusticia) y como
consuelo irreal para los oprimidos (que así podían soportarla mejor). Pero el tiempo de ese Dios ha terminado.
Ya no podemos apelar al Dios que ratifica la injusticia, ni al Dios opio del pueblo.
Por eso, lo que importa no es ya criticar a Dios, sino crear el comunismo, con lo que ello implica de
transformación real (cultural, social) de la humanidad, superando así la división de conciencias y la dictadura
de un Dios a quien se utiliza para oprimir a los pobres. La solución del «tema» Dios no está en negar su
existencia (cosa que podrá hacerse, pero que no es lo primario), sino en superar las «condiciones» que han
llevado a postularla80.

‒ Dios, división de conciencias. Marx interpreta la lucha hegeliana de conciencias en clave económica: El hombre nace a
la vida real al enfrentarse a otros hombres, pero de un modo concreto, a través de su propia acción humana, que lleva al
dominio del mundo y a la posesión de bienes de consumo. En la base de la vida está la economía, la toma de conciencia
de la propia identidad, por el trabajo y la posesión de bienes, que ha llevado al surgimiento de clases sociales enfrentadas.
Unos (ricos, nobles, capitalistas…) se han impuesto sobre los otros (pobres, plebeyos, proletarios…), que han
debido vender su trabajo (y en el fondo venderse a sí mismos). Lo que debía haber sido comunión social, se ha vuelto
enfrentamiento, sancionado (aprobado y justificado) por la misma religión, es decir, por la idea de un Dios que avala el
orden (o mejor, el desorden) existente81.

‒ Protector de ricos, droga de pobres. El mundo real (historia de la humanidad) no es signo de una Providencia buena
(cristianismo), ni expresión de un imperativo moral (Kant), ni simple lucha entre conciencias, en un plano ideal (Hegel),
sino efecto y reflejo de un conflicto económico entre vencedores-capitalistas y proletarios-vencidos. Marx supuso que ese
conflicto estaba desembocando en su tiempo en una Guerra Última entre el capitalismo mundial y el proletariado, con la
instauración posterior del comunismo.
En otros tiempos las divisiones sociales parecían menores (y se pensaba que eran inmutables). Ahora (a
mediados del siglo XIX) ellas resultan insoportables, pero pueden y deben superarse. Los proletarios descubren que llega
la guerra final de la historia, que no se dará ya entre pueblos y estados, sino entre capitalistas (defensores de un Dios de
opresión) y proletarios, que ya no creen más en una religión que ha sido para ellos un opio o droga, pues justificaba su
pobreza.

Por eso, la única solución es la lucha final, con la victoria de los proletarios sobre los capitalistas y la
implantación de una humanidad reconciliada, sin que entonces sea necesario Dios (ni el de los vencedores, ni
78
Así lo ha resaltado M. Henry, Yo soy la Verdad, Salamanca 2001, 280-285; Marx. Une Philosophie de la réalité. Une
Philosophie de l'économie I-II, 1976 Paris.
79
Asumiendo el modelo histórico de Hegel, Marx supone que la misma oposición dialéctica resolverá el problema: La
lucha entre señores y esclavos, burgueses y proletarios, será tan fuerte que no habrá más salida que la destrucción o
inversión del sistema, la negación de la negación, con el triunfo del proletariado y el surgimiento de una sociedad
comunista. K. Marx y F. Engels, El manifiesto comunista, Madrid 1977, 23.
80
Hay que pasar de la teoría de Kant y Hegel a la transformación económica. En último término, el motor de la realidad
social no son las ideas, sino las transformaciones económicas.
81
K. Marx, «Carta a J. Weydemeyer», en K. Marx y F. Engels, Correspondencia, Buenos Aires, 1972, 56-57.
78

el de los vencidos). Marx radicaliza así la lucha de conciencias de Hegel, interpretándola de un modo
económico, para afirmar que esa lucha no es una simple fatalidad eterna (siempre repetida), sino que ha de ser
asumida por los hombres que desean la justicia (el comunismo) y que desemboca en la superación de la misma
lucha, con la victoria final de los proletarios, que negarán la negación (la oposición anterior), para instaurar un
Reino universal de concordia, sin dioses ni capitalistas.
La historia, que hasta entonces había conducido a la división y lucha de clases, se invertirá al final,
conduciendo primero a la victoria de los oprimidos (con la dictadura del proletariado) y después a la abolición
de clases, de manera que los hombres podrán volverse al fin transparentes, sin Dios de ricos (para justificar su
dominio sobre los pobres) ni Dios de pobres (que no necesitarán opio-droga para vivir).

3. Marx 2. Pero no ha llegado la reconciliación

Marx interpreta la historia a partir de la promesa judeocristiana del Reino de Dios y de la utopía
racional de la Ilustración: Está convencido del carácter absoluto, sagrado, de la humanidad, que podrá
reconciliarse consigo misma, culminando así el camino de la historia, como habían pensado los profetas de
Israel, pero sin intervención de un Dios exterior, sino a través de un cambio histórico, en perspectiva
económica.

a. Dios, un tema histórico

Como he venido destacando, a juicio de Marx, el surgimiento de la idea de Dios y su superación ha de


verse en una perspectiva histórica. Con un tipo de historia ha nacido Dios, con un cambio de la historia
desaparecerá. Eso significa que Dios (y la teodicea) es un problema histórico, que se funda en las
contradicciones humanas, que son más económicas que morales, más sociales que teológicas. Pues bien, en
esa línea, él cree que ha llegado el momento de la gran inversión (revolución) que llevará a la plenitud de ser
humano, sin necesidad de un Dios exterior, por impulso necesario de la misma dinámica de la economía:

‒ La historia ha estado dominada siempre por los opresores, y de un modo especial, en los siglos XVIII-XIX, por el
capitalismo, clase opresora pero creativa, que ha perfeccionado los medios de producción, ha creado la industria y ha
convertido el mundo en un solo mercado de distribución y consumo de bienes materiales, transformando el dinero en
mediación universal, como un Dios de la historia. Por vez primera, todos los hombres y mujeres están unidos bajo una
misma economía, que es global pero injusta, al servicio de unos privilegiados. Pues bien, los proletarios, que son la
inmensa mayoría, se levantarán contra esa opresión y vencerán.

‒ La clase proletaria tomará el poder globalizado y lo pondrá al servicio de todos los seres humanos. Será necesaria una
breve dictadura de la mayoría oprimida, para destruir el capitalismo y convertir el mercado anterior de opresión e
imposición clasista en experiencia gozosa de producción y distribución de bienes (vida). Ciertamente, ese cambio exigirá
violencia, pero será violencia sanadora, al servicio de la pacificación futura. Así se expresará la astucia de la materia (la
razón) universal, superando la injusticia previa, y triunfará para siempre el interés único de la humanidad reconciliada, de
manera que el hombre será Dios para el hombre.

De esa forma, los dos dioses se volverán innecesarios: El Dios opresor de los ricos (ya no podrá
justificar ninguna injusticia); y el Dios consolador (opio) perderá su función, pues los pobres no necesitarán
ninguna ideología de consuelo, ninguna droga religiosa para sobrevivir, sino que se liberarán a sí mismos.
Dios será entonces la misma Realidad (la sociedad humana), sin necesidad de ningún Señor separado, ninguna
ilusión más alta (o más baja) para mantener en vida a los hombres, justificando la opresión. Surgirá así la
humanidad sin proyecciones mentirosas (sin instancias sacrales, ni jerarquías sociales) que impidan el
encuentro inmediato y gratuito entre los hombres.
Tras la vieja sociedad de ocultamiento y lucha, engaño y opresión, los hombres podrán liberarse, y el
libre desarrollo de cada uno estará unido al libre y gozoso (igualitario) desarrollo y goce de todos. Dios será la
misma vida humana, es decir, no habrá necesidad de Dios alguno. Las clases sociales desaparecerán, cesará la
guerra y los hombres organizarán en común la producción y consumo de bienes, de manera que el Estado irá
al lugar que le corresponde, al museo de antigüedades, junto a la rueca y el hacha de bronce, y el hombre será
79

al fin un ser de gratuidad y gozo, creador de sí mismo, en equilibrio con la naturaleza, sin más Dios que la
humanidad, encontrándose al fin a sí mismo y descubriendo su sentido, después de haber estado perdida por
siglos y siglos82.
Los marxistas suponen que Marx fue el primero en formular las leyes históricas (en clave económica),
en la línea de Euclides que había descubierto las leyes geométricas y Newton las físicas. Sin duda, él ha
ofrecido aportaciones valiosas, destacando la importancia de la economía, y realizando unos análisis finos
sobre la divinización (fetichismo) del capital y sobre la idolatría del mercado, entendido como iglesia
universal, donde se vende y compra todo; de esa manera nos ha dicho aquello que no es Dios, nos ha mostrado
al anti-dios real de la economía capitalista.
Las soluciones de Marx pueden y deben discutirse, pero él ha ofrecido diagnósticos certeros de la
situación económica y ha trazado caminos para hablar de Dios, de un modo real, desde el interior de la
problemática social y personal del hombre. Por él sabemos que Dios se encuentra vinculado no sólo con el
mundo y la verdad del pensamiento (Tomás y Anselmo), sino también con la economía, es decir, con la
relación concreta entre los hombres, como había dicho Jesús de Nazaret, al vincular Amor a Dios (en línea de
intimidad) y Amor a los hombres (en clave de justicia social). De esa forma ha situado al posible Dios en el
mapa real de la historia humana.
En esa línea, Marx ha insistido en algo que, en sentido pre-filosófico, sabían los antiguos judíos, igual
que los cristianos, cuando expresaban su fe en Dios (religión) en claves económicas de reconciliación social y
de pan compartido (eucaristía), uniendo amor a Dios y amor al prójimo. Más aún, la problemática de Marx en
torno a Dios ha estado más cerca del cristianismo que las formulaciones abstractas de muchas teodiceas
anteriores, que parecían haber separado a Dios de la injusticia humana.
Sin duda, su propuesta tiene grandes lagunas, pero debemos recordar que el Dios de las tradiciones de
occidente había elevado y sacralizado de hecho, de un modo idealista, los intereses de un grupo socio-político
opresor a costa de otros, y que un tipo de sociedad teísta (que se decía cristiana) había sacralizado luchas
religiosas y opresiones sociales tan fuertes que los pobres necesitaron el consuelo de un Dios ilusorio para
sobrevivir. En ese contexto, Marx ha introducido el tema de Dios en la realidad concreta de la historia y de la
economía, abriendo espacios nuevos para el itinerario de la teodicea, que he querido trazar en este libro83.

b. Pero la historia sigue, y Dios no ha muerto

Desde ese fondo, el análisis de Kant contribuye al mejor conocimiento de Dios, pues sólo podemos
hablar de él rectamente allí donde le situamos en el centro de la vida real, superando un espiritualismo dualista
(que le separaba de la economía). A pesar de ello, Marx no ha resuelto los problemas básicos de la historia, ni
las contradicciones de un sistema que termina esclavizando a los hombres. Ciertamente, para completar el giro
moderno de la teodicea (Kant, Schleiermacher, Hegel, Feuerbach), debemos recordar su aportación; pero el
comunismo histórico que ha surgido con la aplicación política de su programa ha fracasado por tres causas:

‒ Hipertrofia económica. Lo que debía haber sido una corrección del idealismo hegeliano y del dualismo platónico ha
desembocado en una inversión y reducción materialista de la economía. Ciertamente, Marx tiene razón al afirmar que el
hombre y su historia son más que dialéctica racional y lucha de conciencias (Hegel). Pero no la tiene al absolutizar el
factor económico, olvidando otros aspectos del desarrollo personal (afectivo) del hombre y de su identidad social,
vinculados a la libertad en el amor y al desarrollo cultural y afectivo, en línea de gozo y esperanza. Dios está sin duda
vinculado con la economía, pero no es sólo economía, en un sentido mercantil y monetario.

‒ Rechazo religioso. Marx ha interpretado la experiencia religiosa como ideología al servicio de los opresores (que se
aprovechan de ella para imponer su mando) y como principio de evasión para los oprimidos (como droga que les permite
sobrevivir en tiempos y circunstancias de dolor). De esa forma ha rechazado en realidad al mismo Dios. Más aún, al
rechazar toda experiencia religiosa, él ha mutilado al hombre, recortando y/o negando no sólo su dimensión sacral (lo
numinoso), sino otros valores culturales y afectivos, de libertad y gracia, de reconocimiento personal y de utopía, en línea
de admiración y de gozo originario de la vida como regalo de amor. Marx no ha profundizado lo suficiente en la visión
de Dios para descubrir su sentido radical y para recrear su presencia en la vida de los hombres.

82
F. Engels, El origen de la familia, propiedad privada y estado, Madrid, 1970, 45-47, 217.
83
Bibliografía y algunos textos básicos sobre el tema en J. J. Sánchez y O. Uña, La Sociología. Textos fundamentales,
Madrid 1996, 421-444; 511-540.
80

‒ Violencia. Marx supone que el hombre ha surgido a la vida con violencia (en dinámica de lucha) y que sólo una nueva
violencia podrá superar la anterior. En esa línea defiende la necesidad de una revolución económica (humana), con una
etapa de dictadura del proletariado, para que los hombres alcancen su reconciliación. Ese esquema es incompleto y
funesto: No todo ha sido ni es violencia (opresión social) en la historia humana (como he destacado en los primeros
capítulos de este libro), y además una violencia no se supera con otra. La justicia verdaderamente comunista no se
alcanza a través de una dictadura, ni se supera una negación con otras negaciones (en línea de talión), sino a través de una
experiencia de gratuidad y de creación intensa, gozosa, de la vida; sin una experiencia radical de trascendencia es
imposible lograr aquello que Marx ha pretendido.

Marx quiso liberar a los pobres y expulsados (proletarios), oprimidos bajo sistema capitalista, y su
programa filosófico-social tiene un momento positivo, pero corre el riesgo de olvidar a las personas reales a
las que en el fondo él quería ayudar con su revolución, y así acaba siendo violento e ingenuo, pues cree que el
hombre sólo puede reconciliarse y alcanzar su identidad por una transformación económica impuesta de algún
modo desde fuera, por obra de una «vanguardia» revolucionaria (y en concreto por un partido político y al fin
por un Estado, a través de la toma de poder). En ese contexto, da la impresión de que en realidad (al final de
todo) le importan menos los pobres reales (enfermos y leprosos, huérfanos y viudas, cojos, mancos, ciegos de
la historia de Jesús) que el cambio del sistema, que a su juicio será obra de un tipo de obreros unidos, a través
de una imposición e inversión económica.
Ciertamente, el proyecto marxista es portador de una esperanza mesiánica, vinculada en otro tiempo a
Dios. Pero las mediaciones políticas y económicas de sus propuestas han resultado históricamente simplistas
y, al fin, equivocadas, pues la transformación no se logra sólo con medios económicos, y menos a través de la
violencia, pues le falta algo que resulta esencial para el Dios cristiano, que es la alegría y el gozo creador, con
la certeza de que dar la vida significa recuperarla, en línea de esperanza (resurrección).
Sin duda, en el plano económico pueden y deben introducirse cambios radicales, en una línea que
puede vincularse a la de Marx. Pero, en sí mismos, ellos son insuficientes, si no desembocan en
transformaciones más profundas, en un nivel de libertad personal y gratuidad, de fidelidad al pasado y de
apertura trascendente al misterio de la vida, es decir, de gozo y de amor concreto, tanto en un plano de
enamoramiento y amistad como de servicio a los pobres. Es ahí donde se sitúa la experiencia y tarea del Dios
cristiano.
Para cambiar el sistema hay que recrear al ser humano, y eso no se logra sólo por una revolución
social, pues un cambio económico impuesto por la fuerza es dictadura y causa de nuevas dictaduras. El error
de Marx no ha sido criticar el capital, ni insistir en la economía, buscando la reconciliación final, sino cerrar al
hombre en un estuche o sistema económico, buscando unos cambios que se dicen revolucionarios, pero que
han estado dirigidos de hecho por un aparato social (partido, estado), en un mundo dominada por intereses y
egoísmos. La transformación de la infraestructura resulta insuficiente, es necesario un cambio más profundo
de la vida humana, de eso que suele llamarse el mundo de la vida, en la línea de Dios, como seguiré indicando
al fin de este libro (tema 24).
81

11
Una etapa pasada de la historia.
A. Comte

El primer gran sistema social ateo de occidente fue quizá el de K. Marx, quien reinterpretó la teodicea
desde el trasfondo del despliegue económico de la modernidad, que al desarrollarse de forma consecuente
habría mostrado el carácter ilusorio de la religión, que utiliza a Dios para justificar el dominio de los ricos y la
opresión de los pobres. Marx pensó que cuando ese dominio y opresión del hombre sobre el hombre acabe
todos podrán reconciliarse entre sí, sin necesidad de proyectar en Dios su injusticia o sufrimiento. No habrá
necesidad de criticarle teológicamente, pues el mismo cambio social mostrará que el tiempo de la religión ha
pasado, enseñando a los hombres que ellos mismos son Dios, unos para otros.
Sin duda, la religión tiene un aspecto económico y político, pero su presencia (o su vacío) se expresa
también en otros planos, como indicaré evocando a los maestros de la sospecha (Nietzsche y Freud). Un
esquema de fondo semejante está influyendo en multitud de proyectos y visiones, quizá más ingenuas, como
la de A. Comte, que se ha popularizado entre el siglo XIX y XX, y puede servirnos de trasfondo y referencia
para situar el tema Dios en los tres momentos sucesivos de la historia, que serían religión, filosofía y ciencia.
Su visión me servirá, en primer lugar, para situar a Dios en un contexto de pretendida evolución cultural,
como un elemento de la pre-historia humana. Después trazaré un modelo distinto de convergencia y de posible
influjo entre la filosofía y la religión, entre Dios y la razón, superando el esquema de Comte.

1. Dios, una prehistoria superada

Algunos habían divinizado a la humanidad, como naturaleza racional (Kant) o meta de la historia (de
Hegel a Marx), pero sólo A. Comte (1798-1857) ha popularizado de manera consecuente el ateísmo como
superación de una pretendida «prehistoria», identificando al Dios de las religiones y del cristianismo con el
pasado mítico de la humanidad, para fundar después una religión centrada en el carácter mesiánico de la
ciencia, al servicio de la nueva humanidad divina, es decir, de la historia ya culminada. Más que ante una
crítica (en el sentido de Marx y posteriormente de Nietzsche), estamos ante una sustitución crédula e incluso
simplista del Dios cristiano (que sería pre-histórico) por el Dios verdadero, que se identificaría con la
humanidad nueva, potenciada por la ciencia84.

a. Las tres etapas de la historia

El esquema es ingenuo y bien conocido. La novedad de Comte está en su forma de simplificar los
datos, y en el hecho de que ya no mira a la humanidad en forma general e intemporal (como Feuerbach), ni
económico-política (como Marx), sino como un proceso de maduración divina científica, en clave casi
religiosa. En un sentido, su postura podría compararse a la de Marx, pero sin profundidad ética, ni necesidad
de revolución económica, ni esperanza utópica. A su juicio, la crítica de Dios no estaría ligada a la superación
de la injusticia económica, sino al despliegue de la ciencia, que así aparece como instancia mesiánica
suprema.
A Comte no le importa la revolución dolorosa (y liberadora) del proletariado, sino el despliegue
implacable de la ciencia, de la que el hombre sería, al mismo tiempo, creador y servidor (pues el mismo que
hace la ciencia queda al fin al servicio de ella). Desde su nuevo contexto, Comte ha retomado las tres

84
Entre las obras de A. Comte: Discurso sobre el espíritu positivo, Buenos Aires 1973; Catecismo positivista, Madrid
1982; Curso de filosofía positiva, Madrid 1977. Comte pensaba que la ciencia es neutral, pero hoy sabemos que ella está
llena de presupuestos u opciones de tipo pre- o post-científico al servicio de los poderes establecidos de la sociedad
clasista o capitalista.
82

teodiceas de T. Varrón (cf. tema 1), interpretándolas de forma histórica progresiva, como si el hombre fuera
un viviente que camina en busca de su destino, hasta encontrarse a sí mismo en la ciencia. El Dios de las
religiones pertenece, según eso, a la prehistoria mítica, que ha sido ya superada. Estamos entrando en la
tercera etapa, con el descubrimiento del Dios racional, que no es un Dios externo sino la misma humanidad
científica:

‒ Religión mítica. En su infancia, los hombres imaginaron que la existencia y los cambios del mundo eran efecto de
poderes sobrenaturales, de almas o seres divinos que ellos podían conocer y/o controlar por métodos sacrales, de oración
o magia. Los hombres quedaban de esa forma sometidos a poderes externos, que justificaban la violencia y el dominio de
unos sobre otros, desconociendo (y negando) su propia identidad y su igualdad divina. Ésta sería la etapa de la religión de
los poetas, conforme al esquema de Varrón, es decir, de los hombres antiguos, perdidos en sus fantasías sagradas. Pues
bien, este Dios de la religión mítica pertenece al pasado, es decir, a la pre-historia de una humanidad que está siendo
felizmente superada.

‒ Religión físico-filosófica. En su juventud racional, los hombres pensaron que había un solo Ser divino, entendido como
fuerza superior (Brahma o Tao, Nirvana o Elohim) que definía la marcha del mundo y marcaba el destino de los
hombres. En esa línea se situó la religión de los físicos griegos, que divinizaron la naturaleza (según T. Varrón) y en ella
avanzaron los pensadores ilustrados (filósofos de la Edad Moderna) que propusieron nuevos dioses de tipo racional
(como pueden ser el mundo, el ser y las ideas…). Ellos crearon así unas condiciones nuevas de igualdad social (válidas
para todos), pero siguieron sometidos al dictado de poderes ontológicos sin base real, a dioses exteriores sin poder
transformador (como el Dios cristiano). Ésta ha sido la etapa de los filósofos (y de los teólogos de tipo filosófico), que
identifican la realidad con su propio pensamiento, tomando así su «idea» o logos como Dios.

‒ Religión científica. Finalmente, en la madurez que ya ha llegado (siglo XIX), los hombres han descubierto
científicamente que no hay más valor divino que la Humanidad, ni más religión que la ciencia, que así aparece como
revelación final suprema (verdadera) de la esencia humana, es decir, como único medio de reconciliación del hombre con
su propia verdad (auténtico mesías). Ya no es necesaria una revolución económica, ni una dictadura del proletariado,
como postulaba Marx, pues bastará la ciencia para solucionar los problemas anteriores.

La ciencia resolverá pues todos los problemas y reconciliará a los hombres consigo mismos, a toda la
humanidad (sustituyendo así a lo que T. Varrón llamaba la religión política o del buen Estado); no habrá
evasión mítica ni filosófica, no serán necesarios los dioses de poetas y pensadores (ni los dioses de las
religiones, ya pasadas). A través de la ciencia, los hombres se harán dueños de su propia realidad, dioses de sí
mismos, en un mundo que avanza en línea de un conocimiento liberador que parece resolverlo todo, pero que
priva al hombre de su drama más hondo, de su libertad amorosa.

b. Ciencia, mesías de Dios

Esta visión de Comte supone que no hay más Dios que el progreso de la humanidad, ni más mesías
que la ciencia; ella se ha popularizado en occidente, donde muchos no creen en dioses, ni aceptan tradiciones
reveladas, ni valoran la filosofía, sino sólo aquello que parece demostrado por la ciencia. Los dioses de las
religiones y de la filosofía han fracasado (mostrándose falsos), de manera que sobre el campo de batalla de la
historia no queda más dios que la misma humanidad, dirigida por la ciencia.
Los nuevos ilustrados de la ciencia, que es progreso y culto verdadero, suponen así que, tras la oscura
magia religiosa y la engañosa filosofía (con sus dioses pre-históricos), ha brillado al fin la verdad positiva de
la ciencia, con la nueva historia de la humanidad. La Pre-historia mítica ha finalizado; la Edad Media
filosófica ha cumplido su función: La Historia verdadera empieza (culmina) con el descubrimiento y
despliegue de los poderes positivos de la técnica, que Comte ha cantado y venerado, como fundador de una
religión universal de la humanidad, Sumo Sacerdote de la ciencia.
Ha caído el Dios de las religiones, pues era mágico y no resolvía los problemas reales de los
hombres, y en su puesto se ha elevado la ciencia, señora divina del universo; ella permitirá que los hombres
habiten reconciliados e iguales sobre un mundo de riquezas, de manera que ellos puedan organizar por fin su
vida de un modo racional y positivo, sin evasiones místicas. Ha caído la razón filosófica: No son necesarias
más teorías sobre el desarrollo total del pensamiento o sobre problemas de tipo ontológico (que son pseudo-
problemas, planteamientos falsos de la vida). Con la ciencia positiva y la abundancia de sus bienes
83

materiales, los hombres alcanzarán la verdad y podrán relacionarse con justicia, sin otras necesidades de tipo
espiritual, de manera armónica, en el mundo.
De esa forma, dominando los recursos de la tierra, abiertos por la técnica al disfrute de sus bienes, los
hombres quedarán al fin reconciliados, divinizándose a sí mismos, sin proyecciones exteriores (sin atribuir su
grandeza a dioses); habrán alcanzado su meta, no sentirán más miedos ni terrores, y su vida se hallará por
siempre iluminada por el gozo de la realidad que ellos dirigen y disfrutan por medio la ciencia, que les
ofrecerá formas cada vez más altas de conocimiento del mundo y de gozo de la vida. Acabarán las penurias y
guerras por la supervivencia, y la humanidad reconciliada acabará siendo feliz, sin echar en falta nada.
Comte ha querido elevarse así como promotor de una religión científica, fundador y pontífice de una
Iglesia positiva, bien organizada (siguiendo el modelo externo de un tipo de catolicismo), pero sin más
dogmas que el bien divino de la humanidad, sin más mesianismos ni tareas que las que marcará la ciencia,
rechazando la superstición de las religiones míticas y de la ontología filosófica. No habrá revoluciones
violentas, ni cambios drásticos. Nadie añorará otras cosas, ni buscará ya dioses religiosos o metafísicos. Todo
será un avance progresivo en el camino de la ciencia, en la línea de estos dos grandes dogmas simbólicos:

− Dogma 1º: La Humanidad es Dios. Así lo habían supuesto los ilustrados de la Revolución Francesa que entronizaron a
la Dama Razón en el altar de Notre-Dame de París, ofreciendo una versión secular de la Encarnación de Dios en Cristo,
es decir, en la Humanidad. Éste es en el fondo el principio básico del pensamiento ilustrado del siglo XIX. Dios se ha
encarnado de tal forma en el hombre que ya sólo el hombre es divino.

− Dogma 2º: La ciencia es Mesías de Dios. Evocando la confesión de fe musulmana, podríamos decir: «No hay más
Dios que la humanidad, y la ciencia (no Mahoma) es su profeta». Frente a los cultos particulares del pasado se eleva así
la religión científica universal de la humanidad futura, reconciliada consigo misma. Como representante de ella, Comte
se proclamó Pontífice Supremo, servidor de la Humanidad divina y de la ciencia.

Comte convirtió la ciencia en culto de Dios, y fundó en ella la iglesia de la nueva humanidad,
convirtiéndose en Papa Positivo de la Comunidad Científica. Con ese fin tomó de la Iglesia católica un
elemento menor (su estructura ceremonial), rechazando lo que era más valioso (trascendencia y encarnación
de Dios, gratuidad y comunión personal, servicio a los pobres), y quiso crear un nuevo tipo de sociedad
sagrada, presidida por científicos, no por ministros religiosos y políticos (papas y emperadores, caudillos
militares y presidentes de repúblicas).
Tuvo parte de razón al afirmar que la ciencia era el nuevo poder, signo y mesías de la humanidad
divina, y no estuvo solo: Muchos han pensado que no existe más Dios que la humanidad, ni más poder real
que la ciencia. Pero el problema de fondo no está en aplicar a la ciencia unas nuevas ceremonias, ni siquiera
en la visión de Dios como realidad separada, sino en ver si la Ciencia es capaz de responder a los problemas
humanos, ofreciendo espacios y caminos de convivencia para todos (en especial oprimidos y pobres, a cuyo
servicio quiso hacer su revolución K. Marx)85.
Nadie discute el valor de la ciencia, ni su aportación a la vida. Pero se trata de saber si ella responde a
todos los problemas de la humanidad, o si existe un nivel de experiencia y de realidad al que no puede llegarse
por la ciencia. Por otra parte, el problema está en saber si la ciencia se pone al servicio de la justicia, y si
consigue reconciliar a unos hombres con otros, creando la nueva humanidad reconciliada o si ella acaba
siendo servidora de un sistema de opresión. Lógicamente, tras la propuesta de Comte han seguido abiertos los
grandes problemas de K. Marx, y otros que seguiremos viendo, con F. Nietzsche y S. Freud86.

2. Intermedio. ¿Ha terminado la historia de Dios?

85
El tema ha sido agudamente expuesto por H. de Lubac, El Drama del humanismo ateo, Madrid 1967.
86
Comte no ha resuelto los problemas que había planteado Kant, ni ha respondido a las cuestiones de la lucha entre
conciencias (Hegel), ni a la explotación del hombre por el hombre (Marx). Ciertamente, la ciencia ha creado una red
global de comunicaciones, pero las injusticias continúan y aún crecen (y crece un tipo soledad y división interna de los
hombres). El tema de nuestro tiempo (siglo XXI), cuando se ha dado ya un desarrollo científico que Comte no habría
sospechado, no es tanto la división de amo-esclavo (Hegel), ni la opresión de de los proletarios (Marx), sino la falta de
sentido de la vida y el aumento de los oprimidos excluidos dentro de un sistema universal, dominado por el neo-
liberalismo del mercado.
84

Comte suponía que una vez que se extendiera a todo el mundo el culto de la Humanidad Positiva, con
la Ciencia como Mesías salvador, la historia antigua habría terminado, comenzaría la nueva humanidad
divina. Pues bien, son pocos los pensadores que hoy recuerdan su aportación filosófica, pero muchos los que,
de un modo o de otro (quizá sin citarle ni conocerle expresamente), siguen utilizando su esquema de
desarrollo histórico y social de la humanidad, especialmente tras la caída del bloque marxista soviético, que
seguía vinculando la instauración del ateísmo con una revolución político-económica (1989-1990).
Fracasado aquel tipo de ateísmo, parece que sólo existe ya el modelo científico-económico del neo-
liberalismo, con el capital como Dios y la ciencia-empresa-mercado como Mesías. Se podría decir que Comte
ha derrotado a Marx para siempre. En ese contexto, adelantando unos motivos que retomaré en tema 24,
quiero evocar la obra de un ensayista y agente político norteamericano de origen japonés (F. Fukuyama:
*1952)87 que ha popularizado una versión «light» de Comte, con elementos de Hegel, afirmando que la
conciencia humana se ha encontrado al fin a sí misma, sin necesidad de un Dios mítico, ni de una filosofía
ontológica, ni de más esperanza, pues el futuro ha llegado ya y la historia ha terminado, cumpliéndose así lo
que Hegel había anunciado (el despliegue total de la idea, el descubrimiento pleno del sujeto, reconciliado ya
consigo mismo). Se trataría del futuro ya presente del Dios capital y de la ciencia, su Mesías, evidentemente
un futuro en manos de los dueños del mercado mundial.
Fukuyama supone que se ha cumplido el tiempo, ha llegado la etapa final positiva de la humanidad, el
reino de la ciencia neo-liberal (vinculada al capitalismo), de manera que sólo quedan por resolver algunos
conflictos periféricos (interpretados por el sistema dominante como terrorismo), con los desajustes normales
(necesarios) de un mercado que se regula a sí mismo, siempre al servicio del sistema. Por fin, los hombres han
descubierto su esencia y ha llegado la meta de la historia, como anunciaba un tipo de Ilustración optimista (la
nueva humanidad del neo-capitalismo); se ha superado la lucha de conciencias (Hegel), no existen amos ni
esclavos, sino sólo intereses comerciales; se ha cumplido el deseo de Marx, pero no a través de la victoria del
proletariado, sino por el desarrollo de la ciencia y por la libertad del mercado, entendido como único Dios,
pues el Dios de la historia ha terminado para siempre.
Pues bien, en contra de esa visión (y del esquema de Comte), la meta de la historia no ha llegado: El
sujeto humano no ha logrado encontrarse a sí mismo, la ciencia no ha conseguido que los hombres sean más
felices, ni más justos, ni definitivamente humanos; el neo-capitalismo liberal, que reflejaría el tipo de vida que
propone la ciencia, no ha cumplido sus promesas de felicidad, y los grandes problemas continúan y, en parte,
han aumentado, en clave de injusticia.
Ha triunfado (está triunfando) un tipo de ciencia, pero la injusticia no sólo no ha cesado, sino que ha
crecido, de forma que cientos de millones de personas mueren en «ara de los sacrificios» del sistema, que se
alimenta del hambre y de la sangre (exclusión) de los pobres. Sigue habiendo dolor, hay sufrimiento e
injusticia sobre el mundo. Ciertamente, crece el bienestar de algunos, pero aumenta la opresión de gran parte
de los hombres, que viven y mueren oprimidos bajo hambre, mientras nos amenaza el terrorismo de los
privilegiados, que imponen por la fuerza sus intereses, y el terrorismo de los inadaptados, que reaccionan con
violencia a la imposición de los poderes establecidos. No es fácil hablar de Dios en ese contexto. Por eso es
bueno que recordemos dos afirmaciones básicas:

‒ La ciencia no es divina (en el sentido positiva del término), ni es neutral, sino que puede ponerse y se ha puesto al
servicio del capitalismo dominante (o de un tipo de poderes inhumanos). Ciertamente, tiene valores (en un plano nos
libera), pero ha estado y sigue estando controlada por los señores del sistema. Por eso, si las cosas culminaran en la forma
actual, acabaría imponiéndose el triunfo de algunos y la opresión de la gran mayoría, en contra del Dios cristiano y de la
verdadera Ilustración. Como sabe Gn 2, el árbol del conocimiento por sí mismo no lleva a la vida, sino que puede llevar
(y está llevando en parte) a la muerte. Siempre se ha sabido que existe un conocimiento demoníaco, al servicio de la
opresión, y así podemos caer en manos de un demonio de mucho conocimiento, pero que lo utiliza para poseer y
dominar, para matar.

‒ Un tipo de democracia liberal capitalista tampoco es neutral, sino que se ha puesto al servicio de aquellos que poseen
y/o dirigen los medios de producción (y también lo producido), los cauces de la comunicación y lo comunicado. Sin una
revolución realizada por amor a la libertad, al servicio de los pobres, en gratuidad, no se puede hablar de meta positiva
(divina) de la historia. El sueño de la religión del progreso y del Dios de la ciencia que anunciaba A. Comte y que ha
querido ratificar F. Fukuyama parece triunfar en un sentido (tenemos más ciencia, más productos de consumo), pero en
otro ha fracasado (está corriendo el riesgo de destruir la vida).

87
Cf. El fin de la historia y el último hombre, Barcelona 1992.
85

De todas maneras, en el fondo de este fracaso ha venido a revelarse una verdad, que es gozosa e
inquietante: La visión de Dios ha salido del espacio de las grandes teorías ontológicas, para situarse en el
campo de la vida concreta, cosa que quería ya la Biblia (pero que quizá muchos cristianos habían olvidado),
obligándonos a situar mejor su preguntas y tareas. Ésta es la lección que recibimos del intento fracasado de un
tipo de proyecto de los grandes ilustrados (que han ido de Kant a Comte).
Muchos de ellos han prescindido de Dios, pero no han resueltos los problemas centrales de la vida, y
así, en medio de la gran tarea de «ser» (pongo ante ti la vida y la muerte: Dt 30, 15) debemos seguir
preguntando por Dios, es decir, por el sentido de nuestra existencia. El tema Dios no es un pequeño juego de
salón, charla de sobremesa, sino tema clave de nuestra posibilidad de vida humana. No ha terminado la
historia y su Dios, sino todo lo contrario. En esa línea, afirmar que hay Dios significa comprometerse de un
modo realista y esperanzado al servicio de la vida.

3. Espacios para Dios: Ciencia, metafísica y religión

Los momentos de la historia de Comte (religión, ontología, ciencia) no son progresivos ni


excluyentes, sino que se dan al mismo tiempo, aunque (según las etapas) haya predominio de un elemento
sobre otros. Así lo mostraré en unas reflexiones de tipo genérico, que sirven para situar el tema de Dios en los
tres espacios indicados, pero en orden inverso (ciencia, metafísica, religión), retomando lo que he dicho en
cap. 1 al presentar las tres «religiones» de T. Varrón.

a. Nivel científico, no hay conocimiento real de Dios

Siempre ha existido un tipo de ciencia, es decir, un conocimiento práctico, vinculado a la técnica, pues
el hombre es «faber», ser que conocer y fabrica, aunque en un principio parecía inseparable de la filosofía y de
la religión. En ese sentido, los antiguos «físicos» de Grecia (Tales, Parménides…) eran auténticos filósofos (y
teólogos), lo mismo que los grandes científicos medievales. En ese sentido, entendida de un modo ontológico
y religioso, la ciencia era un espacio de encuentro con Dios. Pues bien, a partir de la Edad Moderna, con los
métodos de medición matemática, fijados tras Galileo y Descartes, la ciencia «positiva» ha renunciado al
conocimiento filosófico y religioso, como he puesto de relieve al tratar de Kant (tema 7).
No es que la ciencia fracase cuando intenta conocer a Dios, es que ella no quiere ni puede ni puede
conocer a Dios en su plano «positivo», pues se sitúa en un nivel distinto de observancia de datos y de
medición, de hipótesis y pruebas. En la actualidad (siglo XXI), el escándalo no es que la ciencia hipotético-
deductiva (la que existe) sea incapaz de probar la existencia de Dios, sino que siga habiendo personas que le
acusan por no hacerlo, o que quieren que lo haga, sacando en caso contrario la conclusión de que no existe
Dios, pues la ciencia ha sido incapaz de encontrarlo (siguiendo en busca de un Dios en el nivel científico).
Quien se sitúe en ese plano no sabe quién es Dios, ni conoce las posibilidades y limitaciones de la ciencia
(sólo es científico aquello que puede ser refutado o «falsado»).
Las aportaciones de la ciencia se sitúan en un plano muy importante para el conocimiento de una
dimensión de la realidad, y tienen muchas consecuencias prácticas, pero no responden a los problemas
radicales de la filosofía ni de la religión que buscan el sentido de la vida. Por eso, aquellos que como Comte (o
Fukuyama) han querido pedirle a la ciencia que resuelva los problemas reales del hombre se confunden de
nivel y olvidan al hombre real. Ciertamente, muchos signos de Dios han estado y siguen estando relacionados
con la ciencia, tanto en los relatos de la creación bíblica (que fueron todavía objeto de disputa en tiempos de
Galileo, siglo XVII), como en el aspecto psicológico de la experiencia religiosa (influjo físico de Dios en la
mente humana, apariciones diabólicas, fenómenos físicos del misticismo, sanaciones…). Pero en su raíz la
ciencia no trata de nada que pueda entenderse como Dios.
Sin suda, hay momentos en que los niveles de la ciencia y la religión parecen cruzarse (y fecundarse).
Pero, en un sentido estricto, esos niveles han de mantenerse separados, siempre que la ciencia se tome en su
sentido estricto (hipotético-deductivo, positivo, práctico) y la religión se sitúa en su nivel de conocimiento y
experiencia. En su espacio propio, la religión no va contra de la ciencia, pero tampoco puede confundirse con
ella. La existencia de Dios no se demuestra con argumentos científicos (como he mostrado al exponer las vías
de Santo Tomás: Tema 5), pero tampoco la ciencia puede demostrar que no existe Dios.
86

Pues bien, dicho todo eso, debemos añadir que la ciencia tampoco existe en un estado puro, a no ser
en ecuaciones o formulaciones puramente matemáticas, pues los científicos no son solamente científicos, sino
también personas, con presupuestos y preguntas humanas, que son radicalmente importante para la vida
personal y social, y que van más allá del nivel de la pura ciencia. Por eso es normal que muchos científicos
hayan proyectado y proyecten sus presupuestos religiosos o anti-religiosos en cuestiones significativas, como
ha podido suceder en la hipótesis del big-bang (o gran estallido inicial).
En principio, el big-bang es sólo un símbolo científico que podría aplicarse a un posible «cambio» en
la materia más antigua que quizá conocemos. Pero algunos creyentes han podido proyectar en ese cambio,
desde otro plano (nunca en un nivel de ciencia), una intervención de Dios, en la línea del primer movimiento
de Santo Tomás. Esa proyección es buena, y quizá necesaria, pero no se sitúa ya en un plano científico, sino
meta-científico, o (quizá mejor) meta-físico. En su nivel, la ciencia plantea y soluciona sus «cosas» en clave
positiva, sin posibilidad de apelar a «saltos» de tipo filosófico o religioso. Pero ella deja abiertos muchos
temas fundamentales para la reflexión filosófica o la veneración religiosa.
Filósofos y religiosos no pueden nunca «tapar agujeros» en el mapa abierto de la ciencia, pero pueden
y deben situar los temas de fondo en otro plano de reflexión o admiración creyente. Eso sucede no sólo ante
un posible big-bang (gran salto), sino en otros muchos casos, que pueden ser muy técnicos, para especialistas
(como el «bosón» de P. Higgs, en el origen de la vida…), o que son muy inmediatos, propios de la experiencia
de cada día: La ciencia deja abierto el tema del sentido de cada nacimiento humano, con la proyección de la
mente al infinito. Ella deja también abierto el tema de la moralidad, la pregunta por la vida y la muerte, la
clave del amor… Ante los temas de la ciencia (pero sobre todo en el plano de la vida real) el creyente puede
«vislumbrar» (acoger y/o proyectar religiosamente) una presencia de Dios; pero al hacerlo actúa como ser
humano, no como puro científico88.

b. Nivel filosófico, pregunta por Dios

La ciencia nos sitúa en un plano de conocimiento instrumental, que nosotros mismos articulamos y
manejamos, de un modo preciso (a través de hipótesis, formulaciones matemáticas y aplicaciones técnicas), y
en su nivel no caben las preguntas trascendentes (¿qué somos, de dónde venimos y a dónde vamos? ¿qué
podemos saber y esperar, qué debemos hacer?). Pero en otro plano, en la raíz de la existencia humana, se
siguen planteando esas preguntas de tipo filosófico/religioso, vinculadas con aquello que he llamado al
principio de este libro lo «numinoso» (tema 2). En ese fondo descubrimos (salen a nuestro encuentro) los
signos primordiales del nacimiento humano (padre, madre), con los espacios de apertura de nuestro
conocimiento y de nuestra acción (en el mundo, en la intimidad personal y la historia), como he seguido
destacando (temas 3-4).
El conocimiento de la ciencia, al modo antiguo o moderno, ha sido y sigue siendo necesario, pues
permite que el hombre organice su mundo y se extienda y sobreviva, una vez que ha roto (superado) el nivel
del ajuste instintivo con la realidad. Sin un tipo de ciencia y técnica, es decir, sin fabricación y empleo de
instrumentos, el hombre actual ya no podría existir. Por eso decimos que en un plano él se define como
«faber» (constructor, trabajador), y en el fondo como creador de sí mismo.
En ese último plano (allí donde el hombre se vuelve creador de sí mismo) la ciencia no es ya el único,
ni el mayor conocimiento, pues ella ha estado siempre vinculada con la admiración y el descubrimiento del
sentido de la vida, es decir, con un tipo de sabiduría, que desemboca en la filosofía (y en otra línea con la
religión). La ciencia no piensa, no tiene que hacerlo; pero el hombre concreto, para hacer ciencia (para ser
faber-fabricante), debe pensar, situándose ante el límite de sí mismo, allí donde la realidad se desborda y
aparecen en los tres campos clásicos de la ontología (mundo, alma y Dios).
En otras palabras, para actuar como científico, el hombre tiene que ser al mismo tiempo (antes) un
sabio y en sentido más técnico un filósofo (amante de la sabiduría): Alguien que se interroga y piensa sobre el
sentido de la realidad. El hombre pregunta y piensa sobre sí mismo (quién soy), sobre el mundo (dónde vivo)
y sobre el posible origen y sentido de todo (quién es Dios). Esas tres preguntas están en el principio del
despliegue de lo numinoso (cf. tema 1), tal como se ha expresado después en el estudio de la onto-logía, es

88
La bibliografía sobre la relación entre ciencia y Dios (ciencia y religión) aumenta cada día, de forma que es imposible
ni un breve resumen de ella. Entre los portales informáticos que ofrecen mejor aproximación al tema, cf.
http://www.tendencias21.net/TENDENCIAS-DE-LAS-RELIGIONES_r18.html
87

decir, de la realidad de las cosas y no sólo de su comportamiento, en los tres campos (cosmo-logía, psico-logía
filosófica y teo-logía).
En este plano se sitúa la filosofía, entendida por algunos como «teología natural», es decir, el intento
de conocer o al menos buscar a Dios, tal como lo han visto aquellos que se han creído capaces penetrar
filosóficamente en las realidades supremas, vinculando de alguna forma la ontología de los filósofos griegos
(cf. tema 1) y la revelación judeo-cristiana (de la que tratará el próximo libro de este «itinerario»). En esa línea
avanzaba Tomás de Aquino al afirmar que, a través del estudio del mundo, conocemos la existencia de un
primer motor, causa primera, supremo ordenador… que se identifica con el Dios de la religión judeo-cristiana
(cf. tema 5).
Pues bien, ese modelo de onto-teología, es decir, de visión filosófica de Dios ha perdido para nosotros
gran parte de su carácter probativo, aunque no su importancia, como he puesto de relieve al ocuparme de Kant
(tema 7). Ciertamente, la filosofía ha debido plantear los problemas del origen y sentido, del por qué y del
para qué, analizando las razones de la voluntad y la visión del sentimiento, y en esa línea ha tenido que
ocuparse de Dios, y lo ha hecho de un modo muy digno, a lo largo de gran parte de la tradición cristiana de
occidente (desde los Padres de la Iglesia, en el siglo IV hasta Hegel y Heidegger, en los siglos XIX-XX. Pero,
estrictamente hablando, por sí misma, ella no ha logrado (ni logrará) demostrar la existencia de un Dios
personal (tal como se revela y aparece en las religiones), aunque ha podido ofrecer y ha ofrecido buenos
argumentos sobre el funcionamiento del cosmos.
En ese contexto, son muchos los que (con M. Heidegger) afirman que el tiempo de la onto-teología ha
terminado, añadiendo que ella plantea el tema de Dios, pero no puede resolverlo. La filosofía se sitúa, por
tanto, en el límite de la búsqueda del sentido de la realidad o, mejor dicho, en el lugar donde emergen y se
plantean las grandes preguntas (sobre mundo, alma y Dios), como iré indicando en las partes siguientes de
este libro, que quieren ser filosóficas o, mejor dicho, antropológicas, pero abiertas a la religión.
Me sitúo, pues, en un campo filosófico, es decir, de búsqueda humana del sentido de la realidad, de
interrogación admirada y de pregunta. Pero no quiero ni puede responder en ese plano a las cuestiones
planteadas. Mostraré así que el tema de Dios es fundamental (quizá el más importante de todos los temas),
pero que no se puede resolver filosóficamente.
Ciertamente, la filosofía deja abierta la pregunta por Dios (y en otro plano la pregunta por el «ser»),
sin poder dar una respuesta definitiva. Desde ese fondo pudiéramos decir que ella «sabe más de lo que sabe»,
abriéndose a un nivel más, pues los problemas de un plano de realidad sólo en un plano superior (que en este
caso sería el de la revelación de Dios) pueden resolverse. Ampliando esa experiencia, podemos afirmar que el
hombre sabe (en forma de pregunta) más de lo que puede responder y resolver por sí mismo (es decir, más de
lo que conoce como respuesta); y así podemos situar mejor la pregunta ontológica de la vida humana, una
pregunta necesaria, pero que no tiene respuesta en su nivel, como seguiré indicando.
Quiero insistir en eso, que muchos investigadores saben: A menudo, las preguntas que se plantean en
un plano sólo tienen solución en un plano más alto, subiendo de nivel. En esa línea, mi discurso irá centrado
en la visión del hombre como imagen de Dios (es decir, como viviente capaz de plantearse por sí mismo la
pregunta por el mundo y por Dios, como sabía Kant), pero añadiendo que la filosofía (que es una reflexión a
nivel de humanidad) no puede ofrecer una respuesta definitiva, aunque puede y debe abrirse a ella (cf. temas
20-21).La filosofía nos sitúa ante la problemática del sentido de la vida y de la plenitud de amor (la identidad
del hombre), pero ella no puede responder en su nivel a esas preguntas, a no ser que nos ponga (deje que nos
pongamos) en un nivel más alto, es decir, a no ser que Dios mismo (Dios, el Ser con mayúscula) nos salga al
encuentro y nos hable, si él quiere.
Eso significa que nuestro «mapa filosófico» de Dios se convierte en un mapa interactivo, que puede (y
debe) recorrerse de dos direcciones. (a) En un plano filosófico el hombre aparece como una pregunta abierta
hacia el sentido de sí mismo y de Dios en el mundo; nosotros mismos trazamos el mapa y buscamos el
camino. (b) Pero en otro plano ya no podemos seguir caminando, pues nuestro ser culmina en forma de
pregunta, de manera que debemos mantenernos a la escucha, para acoger la respuesta de Dios, desbordando el
nivel de la filosofía (temas 22-23), en gozo y amor, en agradecimiento y entrega de la vida, siguiendo la
dirección que Dios mismo nos marque89.

89
La bibliografía sobre cuestión (pregunta filosófica por Dios, respuesta religiosa) resulta inabarcable. De esa cuestión
tratan muchos de los libros que ofrezco en la bibliografía, en especial los de Dumery y Estrada, Gesché y Pannenberg.
Me ocupé del tema hace tiempo, centrándome en la problemática de la teología dialéctica en Exégesis y Filosofía.
Bultmann y Cullmann, Madrid 1971.
88

c. Nivel religioso, experiencia creyente

Este libro se sitúa pues en el lugar de cruce y encuentro de esos dos caminos dentro del «mapa activo
de Dios»: El camino de la filosofía (la pregunta que nosotros mismos formulamos) y el camino de la religión
(presencia de Dios que se manifiesta en nuestra vida, en gesto de iluminación y amor gratuito), abriendo en
nuestro itinerario caminos que antes no habíamos sabido. Esas dos direcciones se encuentran vinculadas y son,
de alguna forma, inseparables, de manera que se pueden transitar en una u otra dirección.
En un sentido pasamos del itinerario de la filosofía (pregunta) al de la religión (respuesta que abre
nuevas preguntas y caminos, en clave de gratuidad gozosa), como si fuéramos primero seres pensantes
(filósofos) y en un segundo momentos seres religiosos. Pero en otro sentido, quizá más profundo (en una línea
planteada de manera clásica por San Anselmo: tema 6), hemos venido y venimos de la religión a la filosofía:
No es que la religión derive de la filosofía, sino al contrario: La filosofía ha nacido (y sigue naciendo, en su
identidad más profunda) a partir de unas experiencias de tipo religioso, que serían las primeras. Según eso,
deberíamos estudiar primero la religión (experiencia) y después la filosofía (comprensión de esa experiencia).
De todas formas, no es fácil fijar una prioridad (dejemos ahora a un lado el tema de la ciencia) y
decidir si lo primero es la filosofía (con la moral) y después la religión (con el culto), o si es al contrario. Los
más racionalistas tenderán a decir que la religión es un apéndice «particular» de la filosofía. Por el contrario,
los más sobrenaturalistas dirán que la filosofía no es más que una «secularización» provisional de la religión.
Sin buscar un fácil concordismo, creo que las dos posturas tienen su valor, y que no se puede absolutizar
ninguno de los dos sentidos, pues desde el principio de la vida existen pensamiento y religión, quizá como
elementos de una misma sabiduría más alta.

‒ En un plano, pienso que la filosofía por sí misma no puede resolver el tema de Dios. Eso significa que sólo se puede
tratar verdaderamente de Dios (de un modo positivo) en una perspectiva religiosa, como expondré de manera sistemática
en el siguiente libro (que trata del Dios cristiano), pues el Dios posible de la filosofía es un principio racional, nunca es
persona a (en) la que se pueda amar en gozo radical, emocionado.
‒ Pero, en otro plano, la misma filosofía nos sitúa ante los límites de la revelación de Dios (superando la clausura de la
ciencia), es decir, en el lugar de eso que algunos teólogos han llamado praeambula fidei, presupuestos de la fe; y en ese
sentido sólo se puede hablar de la religión y de Dios en un contexto abierto a la pregunta filosófica.

La filosofía avanza por la vía que va del hombre a Dios, mientras que la revelación religiosa nos pone
en la vía que viene de Dios a los hombres, para que así podamos caminar por ella (en Dios y con Dios). De
todas formas, no se pueden distinguir plenamente las dos direcciones, pues la filosofía se abre de algún modo
hacia el espacio de lo religioso, y la religión tiene que volver siempre al plano de las grandes preguntas
filosóficas.
Concluyendo por ahora, provisionalmente, este tema, debo recordar que la religión no viene después
de la filosofía (y de la ciencia), como si el hombre empezará siendo un ser práctico, luego pensante y al fin
religioso, sino que los tres planos se dan al mismo tiempo y, que, en un aspecto, la primera ha sido y sigue
siendo quizá la pregunta religiosa, como he mostrado en tema 2, al tratar de lo numinoso, y como admite el
mismo Comte al afirmar que la infancia del hombre se sitúa en un contexto mítico (es decir, radicalmente
religioso).
En ese aspecto, podríamos decir que la ciencia vendría al final. Primero está la admiración ante la
Realidad, la sorpresa agradecida (y temerosa) ante el misterio que se manifiesta, poderoso, activo, en cada una
de las cosas, de manera que en el origen del hombre está la fe, es decir, la aceptación de la Realidad (del don
de la vida, madre y padre); sólo porque creemos (porque aceptamos la vida y nos comprometemos por ella)
podemos vivir y pensar. De esa admiración brota el pensamiento, las grandes preguntas de la sabiduría (que
pueden desarrollarse también en un nivel filosófico)… y sólo en un tercer momento se puede hablar de una
acción práctica, vinculada a lo que llamamos ciencia.
Estrictamente hablando, no se conoce «para creer» (lo cual es cierto, en un sentido derivado), sino que
«se cree para conocer». En el principio está la fe, como hemos visto al tratar no sólo de lo numinoso (tema 2),
sino también de la experiencia primera de la vida, vinculada a los padres (tema 3). El aprendizaje de la vida es
un gran «acto de fe», un gesto de confianza radical ante la realidad que se nos manifiesta y que nos ofrece su
89

espacio de vida. En ese fondo se sitúa, como seguiré indicando, la opción por Dios, es decir, la apuesta por la
vida humana (la propia, la ajena), que está en el fondo de la teodicea.
Pero de esto tendré que seguir hablando (sin encontrar quizá una respuesta definitiva) en las siguientes
partes de este libro, y en los dos libros siguientes de la trilogía (Trinidad y Espiritualidad). Por ahora me basta
con saber que el hombre es, al mismo tiempo, científico, filósofo y «creyente», en un sentido extenso. Y me
basta con añadir que filosofía y religión son quizá como las dos manos de un saber profundo que nos arraiga y
sobrepasa90.

90
Posiblemente no hay un antes y un después en esos tres momentos, en sentido cronológico, sino que todo estalla (se
abre y se despliega) al mismo tiempo. La ciencia se encuentra más cerca de los animales, que pueden desarrollar un tipo
de conocimiento incipiente (no reflexivo) relacionado con los medios y los fines, como pueden hacer de alguna forma las
computadoras. Pero la ciencia, organizada de un modo sistemático, sólo ha sido posible allí donde ha surgido el
pensamiento reflexivo, las cuestiones del cómo y para qué, en un fondo religioso (o filosófico).
A lo largo del tiempo, la filosofía ha podido separarse de la religión, y la ciencia se ha independizado de la
filosofía (y de la religión), de manera que podemos decir que nos hallamos ante planos o niveles distintos de
conocimiento; pero en principio (en su base más profunda) los tres se encuentran vinculados, en especial la religión y la
filosofía. Sólo porque el hombre tiene un fondo religioso ha podido y puede ser pensante; y sólo porque es un ser
pensante (filósofo) puede hacerse científico.
90

12
Ser hombre, encrucijada de Dios.
Nietzsche y Freud

Se les suele llamar pensadores de la sospecha y son quizá los que más han influido (con Marx) en la
cultura occidental del siglo XX, mostrando que el tema de Dios se vincula no sólo a las cumbres más altas del
pensamiento, sino a las sombras de la vida. Ciertamente, ellos suponen que Dios ha sido una proyección
humana, y que ha servido para justificar injusticias sociales y opresiones (como decían Feuerbach y Marx,
tema 10), pero avanzando en esa línea han propuesto un programa de vida sin Dios, superando la crítica
general de Comte (tema 11), que habría sido demasiado ingenua.
Marx había situado el tema en un plano económico, que es importante, pero había dejado en el olvido
otros aspectos mucho más profundos de la vida. Por otra parte, la visión de Dios no se supera con un simple
avance científico (como supone Comte), porque él se sitúa en el plano mucho más profundo del conocimiento
de la vida y de la misma vida humana, vinculada al deseo de vivir y al sentido o falta de sentido como han
puesto de relieve Nietzsche y Freud, pensadores muy distintos, pero complementarios, que marcan el los
límites y la trayectoria de la teodicea actual.
Estamos, como dice el título, en una encrucijada de Dios, ante los dos caminos que evocaba Dt 30, 15
(¡pongo ante la ti la vida y la muerte…!), que el mensaje cristiano ha situado ante la Cruz de Jesús, donde esos
caminos han venido a encontrarse y separarse de un modo radical. El tema de Dios (existe o no existe) no es
un asunto de teoría, objeto de una charla de café, sino que está vinculado a la misma opción y sentido de la
vida humana. Como vengo diciendo, creer en Dios es objeto de una opción y decisión, una apuesta radical,
que se encuentra vinculada a la experiencia más honda de la propia vida y de la vida ajena. En esa línea, tras
hacernos pasar por Kant, esa opción (a favor o en contra de Dios) esa opción puede iluminarse teóricamente
en nuestro tiempo a partir a los dos pensadores más radicales y significativos de los siglos XIX y XX
(Nietzsche y Freud). Ellos nos pondrán ante la gran encrucijada.

1. Nietzsche: Voluntad de poder, primacía de la vida

Según F. Nietzsche (1844-1900), el tema de Dios no se sitúa en el plano de la ciencia, ni de la


filosofía en general, sino en el de la vida. Su pensamiento, expuesto de forma paradójica y apasionada, ha
dominado gran parte de la filosofía del siglo XX. A su juicio, los filósofos anteriores rechazaban un aspecto de
Dios, pero en el fondo seguían siendo cristianos disfrazados (¡hijos de pastores protestantes!), y no habían
hecho en realidad otra cosa que atribuir a la humanidad rasgos y aspectos del Dios cristiano. Nietzsche, en
cambio, ha querido llegar hasta el final en la oposición: No niega a Dios para divinizar a la humanidad, en una
línea que deriva del cristianismo, sino que intenta rechazar (a mi juicio sin lograrlo) la herencia del Dios
cristiano, poniendo en su lugar la voluntad humana, como poder originario.
En contra de un Dios cristiano, que en el fondo no sería más que platonismo para el pueblo (negación
de la vida), Nietzsche ha divinizado una voluntad de poder que ya no está al servicio de algo externo, sino de
sí misma, como intento de ser, de afirmarse, de manera paradójica y apasionada en la vida. El hombre es la
realidad definitiva, no como idea (pensamiento separado), ni como humanidad general, sino como voluntad de
afirmarse y de ser (de poder). En esa línea, su ateísmo es, en realidad, un anti-teismo (una lucha contra el Dios
de la tradición greco-cristiana)91.

91
Las obras básicas de Nietzsche han sido traducidas y editada en castellano por diversas editoriales. Entre la inmensa
bibliografía sobre su pensamiento, cf. R. Ávila, El desafío del nihilismo. La reflexión metafísica como piedad del pensar
Madrid 2005; E. Fink, La filosofía de Nietzsche, Madrid 1969; G. Goedert, Nietzsche critique des valeurs chrétiennes,
Paris 1977; J. Hernández-Pacheco, F. Nietzsche. Estudio sobre vida y trascendencia, Barcelona 1990; W. Kaufmann,
Nietzsche: Philosopher, Psychologist, Antichrist, Princeton 1974; J. L. Vermal, La crítica de la metafísica en Nietzsche,
Barcelona 1987; R. Welte, El Ateísmo de Nietzsche y el Cristianismo, Madrid 1962.
91

a. Ha muerto Dios ¡Viva la vida!

Ciertamente, los dioses antiguos morían, pero F. Nietzsche no anunció la muerte de uno más, sino la
del Dios de la modernidad (helenista, cristiano), el Señor de las grandes iglesias y de la filosofía de la
modernidad (de Kant y Hegel, de Marx y Comte). No buscó una transformación de Dios, identificado al fin
con la humanidad, sino la destrucción de su figura, idealizada de forma platónica, como enemiga de la vida.
Al anunciar la defunción de ese Dios, Nietzsche quiso superar el dualismo de la filosofía y de la religión
occidental, que habría estado dominada por una idea trascendente (platónica), para encontrar, más allá de la
razón, las raíces pre- y pos-modernas de la realidad humana:

‒ No hay más Dios que la vida, que vale en sí misma, sin fundarse en ideales o principios superiores, como proceso de
eterno auto-surgimiento, siempre idéntica en los cambios (sin la caída, conflicto y recuperación que postulaban Hegel y
Marx, sin pecado original cristiano); una vida que no tiene ningún fin fuera de sí, sino que existe en su pura afirmación,
en lo que es, como poder real, sin ponerse al servicio de otra cosa, ni de un Dios más alto, ni de un futuro redentor que
resolvería como por magia los problemas aquí no resueltos. En esa línea, Nietzsche ha querido decir ante todo que un
Dios que se opusiera a la vida del hombre no es divino.

‒ La Vida-Dios es oposición y afirmación constante, no se puede idealizar, no podemos escaparnos de ella. Todo intento
de negar los elementos conflictivos del momento actual, buscando un futuro de reconciliación, como quisieron Kant y
Hegel, Comte y Marx carece de sentido. La vida ha de aceptarse en su realidad concreta, en su contradicción, pues así se
afirma como voluntad de poder, sin barreras ni evasiones ideales, fuera de sí misma. No se funda en normas previas, ni
busca metas exteriores, sino que es un tipo de lucha en la que triunfan los más fuertes, no por evolución biológica, sino
por voluntad de ser (poder).

‒ Vida auto-creadora. En el proceso de la vida, que es eterno retorno de lo mismo, triunfan los más fuertes, no para
evadirse del conflicto (en un plano superior o de futuro), sino para mantenerse en su interior, y de esa forma actualizarlo.
En esa línea podemos hablar de una identidad aristocrática de la vida, pero sin atribuirle un sentido finalista ni
teleológico. Ella no busca nada fuera de sí misma, ni tiene meta alguna, sino simplemente la de «ser», que pervivan y se
impongan los más fuentes, superiores; ése es el destino, la verdad del hombre.

A la espontaneidad contradictoria y creadora de la Vida, simbolizado por el Dios griego Dionisio,


contrapone Nietzsche la negatividad del Espíritu o Dios cristiano (platónico), que encierra a sus devotos en la
cárcel de una impotencia resentida. La reconciliación de Hegel sería una evasión idealista. Por su parte, el
deseo marxista de triunfo de los proletarios nacería del rencor de los débiles y llevaría a la nivelación de todos,
es decir, al rechazo de la voluntad de poder. Finalmente, la sacralización y nivelación «democrática» de la
ciencia que propone Comte no es más que un refugio de los débiles. En contra de esas evasiones, se debe
resaltarse el carácter absoluto de la Vida: Eterna creadora de sí misma, en lucha y victoria incesante de los
más fuertes.
Nietzsche afirma así que la vida es riesgo, y que sólo asumiéndolo podemos ser fieles a nuestro
destino. Los individuos o pueblos que no son capaces de aceptar el riesgo, por impotencia o falta de
creatividad, buscan evasiones, inventan dioses o se convierten en espíritus enfermizos. En ese contexto, él
añade que estamos (segunda mitad del siglo XIX) en una etapa nueva de la historia, y que su noticia más
honda es que el Dios moral y trascendente (que se imponía sobre los hombres) ha muerto, de manera que
podemos y debemos afirmar ahora la divinidad de la vida, es decir, del hombre como tal, sin adjetivos ni
justificaciones.
El Dios del más allá era un refugio inventado y cobarde de gentes que no tenían valor para aceptar la
Vida, fuerte y cambiante. Las religiones dominantes (budismo, cristianismo, un tipo de hinduismo) eran
platónicas, ratificaban un dualismo antimundano; pero ese Dios ha muerto, y ahora podemos celebrar la vida,
es decir, afirmar lo que somos.
Con Dios ha muerto un tipo de alma espectral (espiritualista), separada de la existencia real, con su
conflicto y riqueza, y así podemos descubrir ya que el ser humano es divino en su vida concreta, pues el alma
espiritual es un invento de impotentes. Con el Dios moral del alma, ha muerto también la moral de las
prohibiciones, la que impide al hombre ser humano. El juicio final (moral) que judíos y cristianos anunciaban
para después de este tiempo (como admitía piadosamente Kant) brota del resentimiento de aquellos que
92

desean la venganza (condena de los otros) tras la historia. No hay un Dios exterior, nosotros mismos debemos
trazar la tarea de «ser» sobre el mundo.
En contra de la esclavitud de un posible Espíritu sin vida, Nietzsche ha elevado su apuesta por una
Vida «liberada» del espíritu, invirtiendo y re-formulando una palabra del evangelio (cf. Mc 14, 38 par): «El
espíritu es lo débil, la carne-vida es fuerte». Por eso, allí donde la Vida se despliega en plenitud emerge y se
desvela el superhombre, verdadero ser humano. De esa forma ha rechazado la evasión hacia el futuro (que
sería negación del presente), defendiendo el valor eterno de aquello que ahora existe.
Por una parte todo parece que apunta hacia un futuro, hacia aquello aún no surgido, el super-hombre;
por otro lado, no hay futuro, no se puede hablar de avance, ni tampoco de algo nuevo, pues las cosas vuelven
siempre y permanecen en su eterno retorno, aunque en otro tiempo muchos no querían saberlo como ahora lo
sabe y dice Nietzsche, invirtiendo así el campo de las religiones nacidas tras el tiempo-eje (cf. tema 4), tanto
las de oriente (más centradas en la interioridad), como las de occidente (más centradas en la historia). En
contra de esas religiones, rechazando el carácter «sagrado» de la interioridad y de la historia, Nietzsche
apuesta de nuevo por el eterno retorno de la vida, entendida como voluntad de poder92.

b. Nada más y nada menos que la Vida.

El hombre hegeliano (y marxista) necesitaba el reconocimiento de los demás porque era débil:
Postulaba una vida final reconciliada (sin conflicto o riesgo, sin autoafirmación ni valentía) porque no
aceptaba su situación actual: Sacrificaba su presente en aras de un futuro imaginado. Por el contrario, los
triunfadores nietzscheanos no necesitan ese reconocimiento, pues se bastan a sí mismos, valorando lo que
tienen, de manera aristocrática, como héroes, superhombres, que se vincularán por afinidad profunda, por
instinto, no por aplauso ajeno. Ellos, los adelantados del presente eterno, sin piedad ni amor, serán medida de
todo lo que existe.
Esta visión y proyecto de Nietzsche incluye rasgos valiosos, pues Jesús también destacaba el presente
como revelación de Dios, y quería superar el resentimiento de los derrotados de la historia. Pero, en contra de
eso, el mismo Jesús rechazaba el orgullo de los prepotentes, y ponía de relieve la importancia de los
impotentes, derrotados y vencidos, la ternura compasiva, el diálogo enamorado, la gracia del perdón, la
creatividad amorosa, no como expresión de resentimiento, sino como gesto creador de vida.
Ciertamente, muchos cristianos han podido ahogar la vida, acentuando un victimismo y deseo de
revancha legalista, en el peor sentido de la palabra. En esa línea podríamos decir que al destacar la
espontaneidad de la vida, más allá de los juicios de valor (bien y mal), Nietzsche retoma aspectos propios del
cristianismo. Pero muchos rasgos de su filosofía son anticristianos:

‒ Poder vital más que voluntad de amor. Nietzsche entiende el ser originario como voluntad de vida, despliegue
poderoso de energía, con elementos que recuerdan al conatus (voluntad original, deseo de auto-conservarse) de B.
Espinoza (1622-1677) y al Bien efusivo de algunos neoplatónicos. De esa manera, negando un tipo de Dios «escuálido y

92
La ilusión del avance espiritual de la historia cesará, superada por la voluntad de poder, cuando los hombres acepten lo
que son, sin evadirse de ello (es decir, de sí mismos). El odio de clases y el deseo de una nivelación o reconciliación
desde abajo (comunismo) terminará también, porque es obra de unos resentidos, incapaces de sumarse al carro triunfante
de la vida, y aceptar el triunfo real de los poderosos. Así, tras la ruina de estas formas parciales, divididas, domadas, de
vida moderna, podremos celebrar la aurora de la humanidad eterna, el triunfo aristocrático de las virtudes nobles, las
razas fuertes, sanas, poderosas, que asumen y dirigen el presente sin fin de la lucha que es la vida. Frente a la pre-historia
enfermiza del pasado (dominado por resentidos), sitúa Nietzsche la post-historia de la voluntad de poder que triunfa,
asumiendo su destino, divinizando su violencia creadora.
Por encima del hombre actual, que esta disminuido, que es incapaz de existir en plenitud, se elevará un ser
humano superior, dueño de sí mismo, triunfador sobre el destino. En este momento, el hombre está domesticado,
domado, en una cárcel de ley y moralismo, construida por el resentimiento de los débiles. Esa situación cesará y los
triunfadores serán lo que debían haber sido: Super-hombres, lo divino. Ese Super-hombre, hijo de la voluntad de poder,
no nacerá de un Dios exterior (creador), pues él mismo es divino, eterno retorno de Vida, que no viene después porque es
siempre, idéntica a sí misma.
No hay para Nietzsche una esencia más allá (platonismo) o después (judeo-cristianismo), sino esta Voluntad de
Poder que permanece. No pueden trazarse ideales exteriores, ni sacrificar el presente a un futuro que aún no existe, pues
todo existe ya en presente, en conflicto permanente. Nietzsche nos sitúa así cerca de Heráclito, que divinizaba la guerra
sin fin, como poder de una realidad en la que todo nace, muere y permanece.
93

moralizante», él recupera elementos de la tradición judeo-cristiana. Pero en esa línea interpreta la Realidad como
Voluntad o Deseo de Poder, que tiende a expresarse de forma violenta, con triunfo de los fuertes y desprecio de los
débiles.
Avanzando más allá de Nietzsche, los cristianos entienden a Dios como Voluntad de Amor, que es poderoso
precisamente por no ser impositivo, que es creador por no ser violento, que es Amor que se da, de un modo personal y
apasionado, en gratuidad y perdón, arriesgándose al hacerlo, como regalo que generosamente se ofrece y recibe, se regala
y acepta, se asume y comparte, en gozo y esperanza. El Dios de Jesús es el Poder originario del amor que se encarna y
enamora en la debilidad más honda, hasta dar la vida a favor de aquellos a quienes ama (todos los hombres) de forma
apasionada, esperanzada, muriendo incluso por ellos, porque espera la Vida. A la voluntad de poder de Nietzsche le falta
libertad personal, gratuidad enamorada, esperanza y gozo para los más pobres; le falta vida real.

‒ Más allá del bien y el mal, superación del juicio. Jesús dice «no juzguéis» (Mt 7, 1) y ofrece perdón por encima de la
ley. Desgraciadamente, una parte de la teología posterior ha moralizado al Dios cristiano, en un sentido estrecho,
haciéndole garante o responsable de comportamientos y juicios a veces mezquinos. Kant había situado este motivo en el
centro de su teodicea, definiendo la existencia y la función de Dios como protesta ética, en línea de apuesta por la
justicia. Pues bien, Nietzsche ha liberado a Dios de todo corsé moralizante, para situar la Voluntad de Poder «por encima
del bien y del mal», más allá de la venganza legal y del resentimiento.
Su actitud tiene un elemento bueno, pero es también unilateral, pues corre el riesgo de acabar dejando al hombre
en manos de la violencia o la fortuna ciega, de la pura lucha y la supremacía de los que se sienten superiores, sin
capacidad de protesta creadora. Ciertamente, Nietzsche nos invita a superar un tipo de posible evasión kantiana, de
ilusión hegeliana y de imposición marxista o capitalista, pero corre el riesgo de sustituir al Dios de la gracia amorosa,
abierta a todos, desde los más pobres, por la voluntad de poder de los prepotentes.

Nietzsche ha proclamado y sigue proclamando una palabra esencial de la modernidad y casi todos
nosotros (en un plano de filosofía, en este siglo XXI) somos, de alguna forma, herederos de su propuesta. Por
él sabemos que Dios puede convertirse en fuente de ideología, y que un tipo de Ilustración filosófica no
responde a todos los problemas de la vida.
Su postura contiene elementos positivos pero, cerrada en sí, resulta peligrosa, pues va en contra de la
transparencia creadora del amor cristiano que se da y comparte en gratuidad, en gozo enamorado, desde la
misma debilidad del mundo. Nietzsche no conoce el enamoramiento (del que hablaré en tema 14) y de esa
forma corre el riesgo de rechazar la intimidad del amor, ignorando, al mismo tiempo, a los más pobres y
rechazando la afirmación personal y amorosa de aquellos que regalan la vida y así la recuperan, siendo
poderosos en su debilidad.
Nietzsche quiso combatir a un Dios enfermo, parásito de la vida. Pero él mismo acabó poniéndose al
servicio de una voluntad de poder aún más enferma, de un destino ciego, dominado en el fondo por la
violencia. No quiso o no supo descubrir el poder más alto del amor personal, que se expresa y expande desde
la debilidad, y así murió a la razón precisamente, cuando contraponía a Dionisio (espontaneidad ciega de la
vida) con el Crucificado (regalo personal de amor hasta la muerte). Su anti-teodicea fue el objeto clave de su
autobiográfica más que una teoría abstracta; fue una afirmación de su voluntad de poder, por encima del Dios
que a su juicio era refugio de los débiles.

2. Freud: Hemos matado al Dios Padre ¿cómo viviremos?

Comte y Nietzsche llenaban el hueco de Dios con ciencia o voluntad de poder. S. Freud (1856-1939)
lo deja vacío, pues nada hay que pueda ocupar su lugar. Comte y Nietzsche desembocaban en lo que la Biblia
ha llamado idolatría (construyen ídolos en lugar de Dios). Freud, en cambio, deja a Dios, pero (como buen
judío) no adora en su lugar a ningún otro Señor, ofreciendo así el más duro testimonio de una modernidad
vacía de sí misma, de manera que a su juicio el hombre acaba siendo un ser frustrado, una voluntad de placer
que no logra instaurarse ni mantenerse a sí misma93.

93
Sobre las reflexiones que siguen, además de S. Freud, Obras completas, Madrid 1974/75, cf. C. G. Jung, Respuesta a
Job, México 1964; J. M. Pohier, En el nombre del Padre, Salamanca 1976; P. Ricoeur, Finitud y culpabilidad, Madrid
1969; Le conflit des interprétations, Paris 1969; A. Vázquez, Freud y Jung. Dos modelos antropológicos, Salamanca
1981; A. Vergote, Psicología religiosa, Madrid 1983.
94

a. Voluntad de placer

Freud asume la crítica de Feuerbach, y en especial la de Comte, aceptando un desarrollo de la


humanidad que culmina en el estadio positivo de la ciencia. Pero él no puede divinizar a la ciencia, ni siquiera
a la humanidad, y tampoco cree en la reconciliación económica de Marx, ni en la voluntad de poder de
Nietzsche. A su juicio, al final de los caminos sólo hay una palabra: Ilusión.
Dios ha sido una ilusión sin contenido, de forma que ha muerto y nadie, ninguna cosa, puede ocupar
su lugar, ni la humanidad, ni la voluntad de poder, ni la ciencia. El hombre queda así sin Dios, en pura finitud
sin infinito, en relatividad sin absoluto, sin más tarea que procurar ser un poco feliz (nunca lo será de todo),
sin más ideales que un poco de amor y trabajo, sabiendo que estamos inmersos como breves vivientes en el
eterno desarrollo de la muerte.

‒ Una vida fuera de Dios. El hombre es para Freud voluntad de placer, viviente erótico al que le hubiera gustado
permanecer para siempre en el seno de la madre, acunado y resguardado eternamente (sin haber nacido). Pero la vida le
ha expulsado de ese seno y le ha colocado frente al padre, principio de realidad, con el que choca y al que debe responder
para hacerse persona. Quizá fuera mejor no haber nacido, no haber cruzado el umbral de la conciencia, pero la misma
vida nos ha expulsado del seno de la madre, para que seamos, nos hagamos, debiendo enfrentarnos con el padre, esto es,
con un poder anterior a nosotros, que ha organizado ya esta mundo real y que lo sigue organizando, de manera que nos
impide alcanzar lo que queremos (volver al seno a la madre o refugiarnos en el océano de vida de una divinidad que nos
engloba y pacifica sin tener que responder ante ella ni ante nosotros mismos).
Eso significa que debemos renunciar a nuestro deseo de totalidad, para vivir en el espacio concreto de los
pequeños trabajos y afectos de la vida real. Parecemos hechos para el Todo, pero tenemos que aceptar nuestra limitación,
creciendo sometidos a un padre que marca nuestros límites y traza nuestras posibilidades, despidiéndonos para siempre
de la ilusión religiosa que nos había mantenido engañados.

‒ Limitados por la muerte. Somos deseo ilusionado de infinito (amor total, seno materno), pero al salir de esa ilusión
(útero gestante de madre, a la que no podemos volver) nos descubrimos limitados por la muerte, en un contexto real de
lucha con el padre y de violencia (enfrentamiento con los otros). De esa forma, junto al «eros sin fin» (deseo de madre)
descubrimos la realidad concreta de nuestra limitación, debiendo aceptar la vida y realizarnos en un contexto conflictivo,
amenazados por la muerte y regulados por normas concretas que nos limitan, pero nos capacitan para realizarnos (amar y
trabajar) en fragilidad constante, sabiendo que al fin todo acaba con la muerte (thanatos).
Amor y muerte (eros y thanatos) no son cosas separadas (dios bueno, dios malo), sino caras complementarias de
la misma realidad: Para conseguir lo deseado, debemos salir de madre, entrando en un mundo limitado y organizado por
Padre, en la vida real, sin evasiones mentirosas, sin ilusiones falsas, sabiendo que no existe en nuestra vida lugar para
Dios, ni vida tras la muerte.

Marx afirmaba que los hombres habían creado a los dioses para justificar su dominio o soportar su
dolor. Freud ha pensado, en cambio, que la religión, con el símbolo Dios en clave masculina, tiene raíces más
hondas, y para descubrirlas vuelve a situarnos, de algún modo, sobre el plano de la lucha de conciencias
(Hegel), pero indicando que esas conciencia no se oponen como dos hombres iguales (Caín y Abel), luchando
por el dominio del mundo, sino como un padre superior y unos hijos (hermanos) hasta entonces sometidos al
padre, de un modo real (por posesión de bienes, por mando, por dominio sobre las mujeres).
Ciertamente, Freud admite en el principio el signo de la madre (religión oceánica, inmersión en lo
divino), pero añade que ese fondo ha de ser superado, pues al hacernos mayores no existe ya madre que pueda
protegernos (en contra de lo que habíamos visto en cap 3). De esa forma insiste en la importancia del padre
(principio de realidad, que nos permite vivir según ley, sin ilusiones, ni evasiones).
De un modo consecuente, conforme a su mito (que es más griego que judío) en el principio de la
historia de la vida no encontramos dos hombres contrincantes, iguales en su oposición, sino un padre superior
(poder) y unos hijos sometidos. Hemos salido de la madre (divinidad cósmica), y para realizarnos como
humanos, descubriendo así nuestra identidad, debemos enfrentarnos con la imagen (signo) de un padre
superior que nos domina, debiendo rechazarle y conquistar así nuestra humanidad, es decir, nuestra
independencia, que termina siempre en la muerte.
El padre y los hijos no luchan por un reconocimiento más o menos abstracto (genérico), sino
básicamente por deseo sexual, encarnado en la posesión de las mujeres, y por dominio social, que se expresa
en los hijos. Despertando a la vida, los hombres buscan sexo y poder, como los ángeles del mito de Israel (cf.
Gn 6 y las tradiciones apócrifas de Henoc). Los hombres luchan entre sí, pero deben inventar una ley para
vivir, sabiendo que al fin mueren.
95

Así lo cuenta el mito. Los hombres (un grupo de hermanos) estaban sometidos a una ley casi animal,
que podría definirse en términos biológicos. Sobre ellos se imponía una Vida más fuerte, animalesca,
inconsciente y dominadora, sin más código que su propia prepotencia, un tipo de padre cósmico-vital sagrado.
Pues bien, para realizarse y vivir por sí mismos (con cierta independencia), saliendo del inconsciente divino de
la madre, esos hombres nuevos (hijos-/hermanos) han debido enfrentarse al poder simbolizado por el padre
cósmico-biológico.
Eso significa que para desarrollar su propia voluntad (como quería Nietzsche), los hombres nuevos
tuvieron que rechazar la voluntad dominadora del padre-dios, matándole y aprendiendo a vivir de esa manera
por sí mismos. Pues bien, tras matar al padre (voluntad soberana, poder de la vida que se imponía sobre
todos), y para superar el riesgo de matarse entre sí (unos contra otros) ellos deben aprender a convivir sin
matarse, limitando y organizando su deseo de amor y poder absoluto, que antes eran del padre, para vivir así
sin dominio radical de unos sobre otros.
Según Freud, el hombre quiere placer (y también poder). Ciertamente, el querría ser como el «padre»
al que ha matado, pero no puede serlo, pues los hombres son ya varios (muchos) y si quieren mantenerse
tienen que aprender a convivir, renunciando al deseo de poder-placer, desarrollando así un modo de vida que
sea viable (¡y limitada!) sobre el mundo. Freud retoma así varios motivos de Nietzsche, pero sabiendo que el
hombre no puede desarrollarlos de un modo individual, si quiere sobrevivir, sino que debe «limitarse» a sí
mismo, por ley (prohibición del homicidio y del incesto).
En contra de esa visión (que es en el fondo castradora), la experiencia del Dios judío y cristiano es
impulso de amor y de bienaventuranza, es decir, de placer y de convivencia, en una vida que se encuentra
abierta a la Vida de Dios, que no es una «madre» protectora infantil, sino el Poder fundante de la realidad94.

b. Vivir sin padre.

Para posibilitar y sancionar su vida sin padre (tal como se expresa en las dos prohibiciones básicas: no
matarás, no adulterarás), estos hombres asesinos han tenido que imaginar (es decir, inventar) la figura de un
Dios simbólico que recoge en un plano superior, de fantasía sagrada, los rasgos del padre al que antes habían
asesinado y que les permite vivir sin matarse entre sí, pero sólo a través de una ley que se impone de un modo
fuerte sobre todos. Ese Dios ha sido un invento de la astucia humana, que busca así una forma de mantener la
vida (esto es, de impedir que unos y otros acaben matándose).
Los hombres habían sido animales, vivientes animados, pero salieron del cobijo de la naturaleza
divina, teniendo que matar al padre impositivo para ser independientes. Pues bien, entonces, para crecer como
humanos, vinculados entre sí, sin matarse unos a otros, tuvieron que inventar un padre superior, instaurando
de esa forma una vida de sometimiento religioso (limitando sus deseos sexuales, ajustando sus aspiraciones).
En este período de primera gestación y crecimiento, ellos necesitaron a Dios, imaginándole como
padre sagrado, con rasgos totémicas (vinculadas en general a poderes animales), garante del poder y de la vida
del grupo, en forma casi biológica (expresada en la prohibición del homicidio y del incesto). Sólo en un
momento posterior, a partir de la gran revolución monoteísta de Moisés en Israel, ellos han dado a Dios
formas trascendentes, de tipo personal, suponiendo que él se revela y que así sanciona desde arriba (en el
Sinaí) las leyes morales.
De esta forma ha superado Freud los planteamientos de Marx y de Nietzsche, situando a Dios,
certeramente, en el lugar donde emergen las primeras relaciones personales, como figura superior que impide
que los hombres se maten entre sí, unos a otros. La imagen de Dios ha cumplido por tanto una función
catártica y esencial en el despliegue de la vida, en el camino que va de la naturaleza a la cultura, de la
dependencia biológica a la relación personal, expresada en unas leyes sociales.
Ciertamente, según Freud, la figura de Dios-Padre es una ilusión, pero nos ha permitido nacer y crecer
de forma cultural, sin matarnos unos a los otros. Sólo ahora, en la modernidad (siglo XX), una vez que Dios
ha cumplido su función de Padre-Nodriza, podemos y debemos desechar su figura, sabiendo que debemos

94
Según Freud, el hombre (entendido aquí como varón) no es ya solo voluntad de poder como quería Nietzsche, sino
también (y sobre todo) voluntad de placer, pero limitada por las otras voluntades de placer, en un mundo amenazado por
la ilusión (evadirnos de la realidad) y por la violencia (lucha mutua). No podemos buscar grandes soluciones que no las
hay, sino limitarnos a vivir en medio de otras vidas limitadas, ajustando de algún modo nuestro deseo (poseer a todas las
mujeres, dominar sobre el mundo, mientras somos jóvenes), sin matarnos unos a los otros.
96

vivir ya solos, como adultos, sin padre ni madre, en un mundo de libertad, pero muy amenazado, entre el
deseo y la muerte.
Hemos nacido a la vida con la ayuda de ese símbolo (Dios: padre sagrado), que nos ha dominado
como un domador, y hemos creado con su ayuda unos mundos culturales fuertes, pero ambivalentes. Pues
bien, ahora que la historia de ese Dios ha terminado (y sin nadie que venga a responder y sostenernos con su
ley sobre la vida), acabada la ilusión teológica, podemos contar lo que ha pasado, destacando sus tres
momentos:

‒ El Dios Padre Primero era una expresión del poder violento de la naturaleza que debimos matar para ser quienes
somos. Lo que en Nietzsche era una afirmación cultural tardía (los hombres de la modernidad hemos negado a Dios,
vivimos ya sin él) es para Freud un punto de partida del proyecto de la modernidad: Los hombres han matado desde
antiguo a ese Padre-Dios-Naturaleza, han salido de la matriz materna del mundo, se han aventurado a vivir por sí
mismos, independientes del cosmos externo. De hecho, la misma cultura en cuanto tal ha sido atea (como en el fondo
suponía A. Comte).

‒ El Dios Padre segundo ha sido un signo cultural de sometimiento. Los hombres habían matado al Dios-Padre-
Naturaleza, pero no podían confesarse su «crimen»: Eran incapaces de mirar cara a cara a la verdad, para hacerse
realmente independientes. Por eso tuvieron que inventar al Padre-Dios-Persona (el Dios de Moisés), que les impusiera
unas leyes de vida (como se muestra en los mandamientos del Sinaí, para el judaísmo). Con ese Dios les ha ido bastante
bien, a lo largo de siglos y siglos, pero en línea de sometimiento y de mentira de fondo. Todo lo que en esa línea hemos
pensado y creído ha sido un engaño.

‒ Tercer momento, cultura sin padre. Ahora (siglo XX), cumplido un ciclo cultural, apagadas las fuentes de revelación
de la Biblia, los hombres de occidente, herederos de las tradiciones judías y griegas, han de vivir ya sin Dios sobre la
tierra, creando por si mismos sus leyes, impulsados por el eros y por el deseo de muerte. Éste es el reto primordial de
nuestro tiempo: Saber que no existe un padre Dios natural, ni un padre Dios cultural, y atrevernos a vivir de esa manera,
como únicos responsables de nosotros mismos, sin matar ni oprimir a los demás, sin suicidarnos (a pesar de la violencia
que llevamos dentro).

De manera consecuente, Freud ha sacado a Dios del campo ontológico y racional de las teodiceas
medievales y barrocas y le ha separado también de la moralidad de Kant, para situarle en un espacio de la vida
concreta, simbolizada por las relaciones familiares, que definen el valor y la debilidad humana. En contra de
los partidarios de un tipo de experiencia oceánica, que entienden al hombre como ser que nace al interior de
una totalidad divina de rasgos maternos (cf. tema. 3), Freud ha supuesto que el hombre real nace en este
mundo a la intemperie, sin protección ni arraigo alguno.
El hombre no viene de un Dios, no puede contar con un tipo de protección superior, sino que debe
protegerse a sí mismo para sobrevivir, dentro de un mundo limitado, dominado por la muerte. No se encuentra
arraigado en un orden superior divino, ni nace en un cosmos sagrado de vida, sino en puro desierto, teniendo
que hacerse a sí mismo, a través de un conflicto de poderes y deseos. El mismo Nietzsche seguía pensando
que este mundo (eterno retorno de la vida) era lugar habitable, experiencia de lucha creadora. En contra de
eso, Freud supone que, apagada la ilusión de Dios, la vida del hombre en el mundo no tiene ya sentido.
Como judío, heredero de una larga historia de opresiones, Freud sabe que la historia real de los
hombres es esclavitud, exilio o cautiverio, sin ya (siglo XX) sub posibilidad de redención, sin éxodo alguno:
No hay un Dios que nos pueda sacar de Egipto (ni del riesgo del nazismo), no hay un Padre que resucite a
Jesús asesinado de la muerte. Por eso, los hombres han de organizarse a sí mismos lo mejor que puedan, sin
evasiones ni ilusiones, en un mundo que es básicamente inhóspito.
No pueden llamar en su ayuda a un Moisés que le libere de la esclavitud antigua o nueva, ni a un
Cristo que les reconcilie con el Padre (con la vida que triunfa de la muerte). Por eso, deben reconocer que se
hallan solos, sin nadie que les trace un camino de amor y de encuentro mutuo sin opresiones, venganzas ni
angustias. Están solos, sin nadie que pueda consolarles, sin un mapa que les diga dónde están, sin un posible
itinerario para liberarse
Por haber llegado hasta ese límite y haber analizado los mecanismos del deseo y las frustraciones de
una ley que es incapaz de superar la muerte, Freud ha sido un testigo máximo de la modernidad sin Dios. No
podemos criticarle en forma filosófica, pues su discurso se sitúa en el plano de las experiencias culturales y
vitales. Pero podemos y debemos indicar sus limitaciones, abriendo a partir de él un camino que seguiremos
recorriendo en el resto de este libro.
97

Los animales vivían, sin saberlo, en un equilibrio dominado por un tipo de «ley de padre», que es la
misma vida cósmica. Freud ha supuesto que, superando ese nivel y buscando un placer ilimitado, los hombres
(=varones) han iniciado un camino de violencia y muerte que no pueden superar de un modo para liberarse,
pues no existe liberación posible. En el fondo, a su juicio, la vida humana ha sido (y sigue siendo) un hermoso
experimento fracasado, porque el Padre es una ilusión, el Dios del placer puro acaba siendo un Dios
imposible. No tenemos más remedio que aceptarlo, buscando una forma de vida que sea la más placentera
posible, dentro de una limitación, vivir sin ilusiones ni evasiones, de un modo realista, aún a sabiendas de que
ello es muy difícil, casi imposible, pues no tenemos «redención»
Pues bien, en contra de eso, los cristianos (teístas) afirman que Dios (que es el Padre/Madre del que
provenimos: cf. cap. 3) no ha muerto, sino que es principio de nuestra aventura humana, y que el placer más
hondo es posible, en el camino de la vida y en la muerte, como bienaventuranza y deseo (experiencia) de
resurrección, en medio de la misma limitación del mundo y del riesgo de la muerte (como la muerte sufrida
por Jesús). Por otra parte, en la vida de los hombres existe un deseo y placer mucho más hondo, vinculado no
sólo al don del padre, sino también (al mismo tiempo) al recuerdo de la madre y, sobre todo, a la experiencia y
búsqueda de una vida compartida; en ese sentido, en medio de sus limitaciones, los hombre pueden y deben
buscar el Reino de Dios, entendido en forma de perdón y gratuidad.
En contra del «mito» de Edipo, que Freud ha desarrollado, los cristianos afirman que este mundo no
es una tragedia donde el hombre vive condenado a enfrentarse con su «padre» o a limitarse a sí mismo de un
modo estoico, sino que el hombre ha nacido y vive en un mundo «bendecido por la vida», para desarrollar
gozosamente su proyecto personal, en gesto de amor y comunión, en placer y esperanza. En contra del «mito
freudiano», en el origen de la vida humana no se encuentra sin más la violencia del padre opresor o de los
hijos asesinos, movidos por el eros (bajo la maldición del parricidio y del deseo del incesto), sino el deseo
bueno, el gozo que se va expresando en la experiencia israelita, cuando habla del Dios creador que mira y
descubre que las cosas y en especial los hombres son «tob», buenos, hermosos, muy buenos (Gn 1).
Ciertamente, en el despliegue de la vida del hombre han entrado otros problemas (vinculados al deseo
envidioso y a la muerte, cf. Gn 2-4), pero la historia de la vida ha sido básicamente buena, signo de la
bendición de Dios, y, por su parte, los hombres siguen siendo muy valiosos, muy buenos, creados para el
gozo. Así lo ha descubierto y expresado Jesús de Nazaret al centrar su mensaje de Dios en la palabra más alta
de las bienaventuranzas (Lc 6, 20-22)95.

3. Dios, encrucijada y decisión en el camino

Al final de esta segunda parte quiero recoger el recorrido anterior del libro, para anunciar y situar
de alguna forma (desde el momento actual, a comienzos del siglo XXI) el camino pendiente en sus dos
próximas partes. Los argumentos principales contra la existencia e identidad de Dios siguen siendo los que he
venido destacado, desde Feuerbach a Freud, pasando por Comte y por Nietzsche. Ninguno de los críticos
modernos, de fines del XX y principios del XXI ha dicho, a mi juicio, nada que sea especialmente novedoso
en ese campo, a pesar de la gran propaganda mediática promovida en los últimos decenios por gentes que
parecen empeñadas en un tipo de cruzada-antiteísta, como si la fe en Dios (y el Dios de las religiones) fuera
principio de casi todos los males de la historia, como si los hombres y mujeres, en sí mismos, liberados al fin
de Dios pudiera ser ya definitivamente felices.
Desde ese fondo se han planteado y se siguen planteando los argumentos principales a favor y en
contra Dios, en línea ontológica y moral, vital y económica, que expongo brevemente recogiendo los motivos
principales de los temas anteriores. Nos hallamos sin duda ante una encrucijada de vida y muerte, donde la
opción por el camino de Dios se traduce en forma de opción por la vida humana, pero no de un modo general
(de pensamiento puro), sino de decisión concreta:

‒ En perspectiva cósmica (en un plano de ciencia y filosofía) estamos allí donde nos dejó Santo Tomás de Aquino en el
siglo XIII (tema 5). El origen y despliegue del mundo sigue siendo un tema abierto, y los científicos no acaban de
ponerse de acuerdo sobre su sentido. Muchos afirman que hay una unidad y un plan inteligente en el despliegue de la

95
Este es el tema de mi libro Antropología Bíblica, Salamanca 22005. Cf. M. Navarro, Barro y Aliento. Exégesis y
antropología teológica de Gen 2-3, Madrid 1993. En esta perspectiva se sitúan, a mi juicio, las visione más negativas de
J. A. Estrada, La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios, Madrid 1997.
98

materia, añadiendo incluso que al principio de todos los procesos (en un tipo de problemático big-bang) puede verse la
mano (influjo) de una mente que dirige los movimientos del cosmos. Pero no todos están de acuerdo en ellos.
Por otra parte, los procesos cósmicos resultan altamente brutales y ciegos y la evolución de la vida es demasiado
violenta como para postular en su fondo un orden bueno, propio de un Dios moral interesado por los hombres. Ni unos ni
otros han logrado convencer a todos, de forma que en un plano cósmico debemos dejar el tema abierto.
Los argumentos cósmicos de la existencia de Dios siguen valiendo, pero sólo para aquellos que conocen ya de
alguna forma a Dios desde otras perspectivas religiosas y/o vitales, para decir al fin con Santo Tomas: ¡Esto es lo que
todos llaman Dios! Nadie ha podido demostrar por razones de ciencia o de filosofía pura que hay un Dios personal, pero
nadie ha podido tampoco refutarlo y demostrar que Dios no puede existir. Es más, una vez que se cree en Dios, el mundo
entero puede empezar a verse de otra forma, como signo de amor, espacio de presencia del Principio de la Vida. No es ya
el mundo el que nos lleva a Dios, sino que es Dios el que nos permite conocer y valorar (disfrutar) el mundo, en sí mismo
(no simplemente por Dios), como expresión y principio de gozo que desborda todo aquello que podemos pensar y hacer.

‒ En perspectiva ontológica o, quizá mejor «pensante» (en un plano filosófico o de análisis mental) nos mantenemos allí
nos dejó San Anselmo en el siglo XII: El pensamiento humano sigue siendo un camino abierto a Dios (tema 6), pero la
respuesta y solución no puede imponerse en clave de filosofía, porque ya no hay una sino varias filosofías, diversos tipos
de lenguaje que pueden aplicarse al conjunto de la Realidad y a Dios. Sin duda, el hecho de que los hombres hayan
creado y mantenido una idea de Dios sigue siendo sorprendente.
Ciertamente, nadie ha demostrado de modo indudable que haya Dios por el hecho de que nosotros lo pensemos,
y además se han dado y pueden darse diversas «razones» de tipo genético para explicar el origen de ese pensamiento
(aunque ninguna convenza del todo). Pero nadie ha demostrado tampoco lo contrario: Que Dios es una pura ficción de la
mente, como han dicho una y otra vez los adversarios al argumento de San Anselmo. Nadie ha explicado por qué y cómo
somos seres pensantes, con una conciencia real de nuestra identidad, frente al mundo (éste ha sido el motivo centras del
tema y 9).
Quedan pendientes demasiadas cosas, preguntas a las que no sabemos responder, problemas que siguen
inquietando. En esa línea he dicho que, por sí misma, la idea divina no demuestra la existencia de un Dios personal, y que
sólo aquellos que conocen a Dios por otras experiencias o caminos podrán reconocer la verdad y el valor de esa idea.
Pues bien, dicho eso, debemos añadir que el Dios de la fe da que pensar, como supone el argumento de san Anselmo, que
habla de la fides quaerens intellectum, es decir, de la fe/religión que se muestra y despliega como principio de más hondo
conocimiento.
No es que los creyentes tengan que prescindir de la filosofía y de la ciencia, sino todo lo contrario: Los
auténticos creyentes pueden y deben estudiar la realidad con más hondura, con admiración y gratuidad. En esa línea, Dios
sigue vinculado a la realidad «ontológica» del hombre como ser que piensa (ser de logos), y su mismo pensamiento
aparece de algún modo como hermenéutica de Dios.

‒ En perspectiva moral el tema continúa igualmente abierto (en clave filosófica, es decir, antropológica). Son muchos los
que siguen admitiendo el argumento de Kant, pues les parece que sólo un Dios implicado en la vida de los hombres (y
que les premia al fin), ha podido fundar para ellos unos mandamientos, esto es, un tipo de conducta que les permita
convivir en paz sobre la tierra (cf. tema 7). Más aún, la misma indignación ética ante la injusticia de la vida (sufrimiento
de los inocentes) exige que apelemos a Dios, que postulemos su existencia, como seguía suponiendo Kant, apostando así
a favor de la vida de todos los hombres. Pero sus razones no han logrado convencer a todos, pues existen en el mundo
diversos criterios morales, y no todos creen que es bueno apelar a un tipo de sanción futura. Sea como fuere, el tema no
ha podido (ni podrá) solucionarse de un modo definitivo, en perspectiva filosófica.
Es muy posible que la moral no provenga de una voluntad previa de Dios, sino que haya sido creada por los
hombres, de formas diversas, sin más fin que la supervivencia de la especie (o de los más fuertes), al menos por un
tiempo; pero después nadie ni nada nos asegura sin más que merezca que la especie humana perdure y «resucite» de
algún modo sobre el mundo, de manera que en último término acaba siendo problemático mantener sin más el argumento
del bien de la especie humana para postular la existencia de Dios, como quiso Kant.
Pero el hecho de que los hombres hayan creado una moral abierta al conjunto de la humanidad, y de que sientan
la urgencia de recrearla de un modo especial en nuestro (siglo XXI), en línea de justicia y gratuidad (como opción por la
vida, en gratuidad, cf. temas 16-17), sigue abriendo la cuestión de Dios, de un modo más urgente que antaño (como
seguiré indicando). Más aún, la experiencia de un Dios que es amor expansivo (regalado) es principio y fuente de una
moral hecha de amor y de gozo, de entrega de la vida y de responsabilidad al servicio de los pobres, en un contexto de
esperanza, es decir, de resurrección.
No queremos «probar» así la existencia de Dios desde el imperativo (como quería Kant), sino que planteamos el
sentido del imperativo desde una experiencia básica la gratuidad de Dios y de su presencia en la vida de los hombres. No
se trata sólo de que podamos decir que «hay Dios porque los hombres son valiosos», sino de que los hombres son
valiosos porque existe que se revela en ellos (cf. temas 14, 18).
99

‒ La perspectiva vital se ha vuelto decisiva, como han puesto de relieve Nietzsche y Freud. La cuestión de fondo no es la
ciencia (en contra de Comte), ni una moral abierta al conjunto de lo humano (Kant), ni un posible sentimiento radical de
dependencia (Schleiermacher), sino que los hombres vivan, y que lo hagan de forma generosa, con abundancia, de
manera que pueda y deba vincularse la existencia de Dios con la existencia y futuro de la humanidad (cf. Jn 10, 10).
En esa línea, el lugar clave de la cuestión de Dios es y el sentido y despliegue de la humanidad concreta, es
decir, la opción por la vida propia y de un modo especial por la ajena; en ese sentido, optar por Dios (apostar por su
existencia) es apostar por la vida, en contra de la muerte (cf. tema 19). Desde ese fondo, todo lo anterior nos lleva a
plantear un argumento (una prueba) de tipo antropológico: Creer en Dios es crear en el valor sagrado (definitivo) de la
vida humana, superando no sólo el homicidio (la destrucción de la especie), sino de un modo especial el homicidio (la
destrucción de los demás) Es precisamente aquí donde se plantea la experiencia y búsqueda de Dios, como seguiremos
indicando en los capítulos siguientes.
Dirán algunos que la vida no puede ser una prueba fuerte de Dios, pues los argumentos fuertes pertenecerían a la
física, al estudio del principio y movimiento del cosmos, como quiso Santo Tomás, y al análisis de las ideas de la mente,
como quiso San Anselmo (cf. temas 5-6). Pero debemos responder que, siendo importante el mundo, el hombre concreto
es todavía mucho más importante, pero no el hombre como idea, sino como realidad real, dentro de la misma historia, de
manera que esa historia sea signo y lugar (prueba básica) de Dios, y así podamos hablar de una hermenéutica teísta de la
historia (que sería la propia de Israel) y de una hermenéutica histórica de Dios, que sería también propia de Israel,
aunque ha sido más desarrollada por los cristianos.
En este contexto, a fin de cuentas, la prueba o camino que nos permite conocer a Dios es el mismo despliegue de
la historia, es decir, la opción por la vida como don y tarea, como gozo y responsabilidad, de manera que la «apuesta por
Dios», planteada en su tiempo por Pascal (cf. tema 17), se identifica en el fondo con la apuesta por la existencia y futuro
de la humanidad concreta. Ciertamente, en un sentido, vamos de la vida a Dios. Pero en otro sentido, la fe en Dios nos
permite descubrir y valorar el misterio de la vida, como don, gracia y tarea, abierta a todos los seres humanos.

‒ La perspectiva económica resulta también fundamental, como he mostrado al ocuparme de Marx (tema 10), pero no en
un plano simplemente monetario (como hacen algunas lecturas del marxismo), sino en una perspectiva más honda, que se
relaciona con el conjunto de la vida personal y social. La experiencia de Dios se encuentra vinculada con aquello que el
hombre hace, con la vida que construye, con la sociedad que va formando, con los valores fundamentales que él va
creando, como indica bien la tradición israelita. En ese sentido, la teología cristiana ha puesto de relieve la relación entre
la inmanencia de Dios (el ser divino en sí mismo) y su eco-nomía, es decir, su presencia en el oikos, que es la casa de los
hombres, su despliegue en la historia (como señalaré de un modo especial al concluir este libro, en tema 24).
La economía de Dios será al fin la palabra clave de la teodicea, en la línea de la tentación de Jesús (Mt 4, 4) y de
su palabra de juicio (Mt 25, 31-46). Por una parte, el hombre no sólo vive de pan, sino de toda palabra que brota de la
boca de Dios; el hombre es libertad, experiencia de comunicación, gracia, gozo y tarea de la vida, en amor a los demás.
Pero, al mismo tiempo, el juicio de la historia lo proclamará el Señor, Hijo de Dios (que se presenta a sí mismo como
Hijo del Hombre, representante de los hombre), diciendo, en nombre de todos los seres humanos «tuve hambre y me
disteis, o no me disteis de comer…». Los hombres sabemos de Dios aquello que Dios mismo manifiesta en nuestra
historia, a lo largo de la vida como experiencia de amor, palabra y pan compartida, como seguiré indicando las dos partes
siguientes de este libro96.

Éstos son algunos de los interrogantes y caminos que se abren en esta encrucijada de Dios que es la
existencia humana dentro de la historia. De ellos queremos seguir hablando en las dos partes siguientes de
este libro, especialmente en la que tercera: El mismo ser del hombre es «prueba» de Dios (pues como dice
Gn 1, 26-27) Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Desde la semejanza que es el hombre podemos ir
a Dios, que es su origen y sentido.

96
En esta perspectiva, en una u otra línea, a favor o en contra de la prueba de Dios avanzan varios de los libros citados en
la bibliografía, de Dawkins a Estrada, de Flew a Hill, de Jüngel a Rovira. Cf. también B. Russell, Debate sobre la
existencia de Dios, Kirk, Oviedo 2012. Sobre los llamados cuatro jinetes del ateísmo (D. C. Dennett, Ch. Hitchens, S.
Harris y R. Dawkins), cf. http://www.tendencias21.net/Los-cuatro-jinetes-del-ateismo-muestran-sus-dudas-y-
razones_a6288.html)

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