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El hombre de mis sueños

Estaba aburrida, sentada en la sala de mi departamento; el acondicionador de aire


no funcionaba bien y el calor era sofocante, tampoco tenía ganas de salir y capear, las
altas temperaturas de la tarde en el centro comercial.

No ayudaba a mi incomodidad escuchar a mis vecinos retozando al otro lado de


la pared, con la imaginación tan vívida que tengo, y la sequía que estaba sufriendo
entonces, el bochorno aumentaba

Cuando tocaron a la puerta, fui a ver quién era, con ganas de desquitar mi
malhumor con quien quiera que estuviera molestando, abrí la puerta para dar un buen
rapapolvo a mi visitante.

Menos mal que tenía la boca abierta, de otro modo hubiera sido evidente mi
asombro, un hombre guapísimo estaba en mi puerta.

Le di una apreciativa mirada, los primeros botones del vaquero, que abrazaba sus
muslos con el cariño de una amante, estaban desabrochados, la camisa, abierta hasta la
cintura, dejaba ver un pecho ligeramente cubierto de vello y unos pectorales de ensueño,
así como el sólido paquete de seis de su abdomen. Los ojos claros que adornaban su
rostro, aumentando su atractivo, me miraban risueños, estudiándome igual que yo lo hacía
con él, desde el moño flojo y mal hecho de mis cabellos hasta mis pies descalzos.

Me sentí totalmente desastrada con mis pantaloncitos y la camiseta de yoga


mientras miraba a esa aparición, sin poderme decidir sobre si era un hombre o alguno de
esos dioses griegos que tuve que estudiar en la facultad.

—Hola, soy tu nuevo vecino, vivo en el departamento que está frente al tuyo, me
mudé hace unos días a la ciudad y no conozco a nadie. Cuando te vi entrando ayer me
dije: “Ahí está tu primera amiga”, así que ya me ves, vine a conocerte y te traje esto.

“Esto”, era la caja de bombones más cara del mercado, una marca que siempre
quise probar, pero su costo era prohibitivo para mi exiguo salario. Empecé a salivar,
bueno, si voy a ser completamente sincera, empecé a hacerlo cuando lo vi en el umbral.
Me hice a un costado para que entrara, después de dar una ojeada disimulada para
ver si no tenía la ropa interior colgando por ahí.

Como yo no bebo y. ¿les comenté que estaba pasando por una sequía?, rompí con
mi último novio más de seis meses atrás; traducción: en la nevera solamente tenía
refrescos y agua embotellada.

Más que un poco amoscada le ofrecí agua, y me sonrió encantado, más tarde me
enteré de que era abstemio. Intuyo que hay una historia detrás de esa decisión.

Nos entendimos enseguida, tanto así que desde esa tarde, nos sentábamos a charlar
de esto y aquello, nos sentíamos cómodos con el otro.

Como quien no quiere la cosa, un día me invitó a salir.

Quise que se sientiera orgulloso de llevarme del brazo, así que desempolvé el más
hermoso de mis vestidos, una impresionante minifalda dorada, sin espalda, que me dejaba
una figura de infarto; puse, especial atención en el maquillaje y el peinado.

Me llevó horas verme como yo quería, pero valió la pena porque, cuando abrí la
puerta, encontré a mi devastadoramente guapo vecino enfundado en un traje de tres
piezas, perfectamente afeitado y peinado. Era puro pecado.

Me di cuenta de que le gustó lo que vió porque la mirada apreciativa con que me
recorrió se tornó, de repente, hambrienta.

Sobra decir que al verle me sorprendí. Sentí que me mojaba, y esa mirada no hacía
nada más que aumentar mi excitación.

Cenamos en un exclusivo restaurante del centro. Ni siquiera recuerdo que pedí, ni


cuando lo comí, estaba tan caliente que lo único que podía saborear era el deseo que
sentía.

De allí fuimos a una disco de moda, cuando nos acercamos al portero nos dejó
pasar inmediatamente.

Quedé maravillada, no solo por lo expeditivo de nuestra entrada, sino también por
la elegancia y el lujo del local.
Fuimos directamente a la pista de baile. Él notó mi excitación y mientras nos
movíamos abrazados al compás de una sensual música, me apretó contra su erección, otro
chorro de mi crema resbaló preparando el camino para su penetración, tenía los labios de
mi sexo ya hinchados.

Fue una completa tortura estar en la disco: roces subrepticios, caricias mal
disimuladas, la voz ronca con que me susurraba al oído y la deliciosa fricción de nuestros
cuerpos al movernos, tenían a mis pezones convertidos en duras y sensibles piedrecitas,
y a mi sexo empapado. Ambos estábamos calientes. Yo estaba tan encendida que me
sentía morir de ganas. Por su expresión noté que él no estaba mejor que yo

No tardamos mucho en abandonar la disco. Teníamos la urgente necesidad de


estar solos, de preferencia, en una cómoda cama. Cuando sentí su mano, ligeramente
callosa, acariciando mi muslo desnudo, la cama dejó de ser prioridad; un momento
después, ya lo necesitaba tanto dentro de mí, que estuve a punto de trepar sobre su regazo
mientras conducía, lo que me retuvo fue el apreció que le tengo a mi vida, el tránsito
estaba muy pesado como para distraer su atención. Me prometí un delicioso desquite
cuando llegáramos a nuestro destino.

Con tácito acuerdo, nos metimos rápidamente a mi apartamento. Antes de siquiera


cerrar completamente la puerta, ya estábamos el uno en brazos de otro. Con una disculpa
murmurada, me aplastó contra la pared y, mientras me besaba, me arrancó la ropa interior,
abrió el cierre de su pantalón y, ¡la gloria!, me penetró de un solo empellón hasta que sentí
sus testículos pegados a mi vulva.

Después de dos o tres movimientos de sus caderas, grité, presa del más puro
éxtasis, mientras sentía su pene sacudirse en el orgasmo y oía su rugido de placer, que
reverberó en todo mi cuerpo, prolongando el mío.

No sé en qué momento se puso el condón, pero cuando salió, todavía


completamente erecto, pude ver el depósito lleno de semen.

Asombrada por mi inconsciencia, puesto que nunca antes estuve tan ida como para
no exigir a mi pareja que use preservativos, únicamente atiné a agradecerle el detalle.

Dio una ojeada incrédula a su pene, él tampoco se percató del momento que se
puso la funda.
Una mirada rápida al otro resultó en el encuentro sorprendido de nuestros ojos.
Nos reímos un poco avergonzados de nuestro comportamiento infantil. Ahora que el
borde afilado del deseo se aplacó, nuestro bochorno creció al ver que no transcurrieron
tres horas para dar el salto amigos a amantes. A ninguno de los dos se le pasó por la cabeza
esa posibilidad, pero ahora, mirando en retrospectiva, llegó, como una luz brillante, la
certeza de que recorríamos a pasos agigantados la distancia de la amistad al amor.

Nos miramos detenidamente, de hito en hito y la pasión, que no se extinguió del


todo, volvió a rugir con mayor intensidad en nuestros cuerpos. Nos besamos en el centro
de la sala de estar, besándonos, nos dirigimos a mi cuarto y besándonos, nos arrancamos
la ropa que quedó desperdigada en el suelo trazando la ruta desde donde el fuego
recrudeció.

Reuní como pude la conciencia suficiente para decirle que estaba limpia y tomaba
la píldora, él contestó que también estaba sano. La necesidad creció ante la certeza de que
esta vez sería piel contra piel.

Me arrojó a la cama y se cernió sobre mí, un tanto amenazante, sentí un poco de


inquietud, aunque como amigos tenía plena confianza en él, me dio miedo verlo tan
apasionado. Un temor totalmente fundamentado, por cierto, ya que me sometió a una
tortura exquisita durante toda la noche.

Recorrió mi rostro con suaves besos: mi frente, mis cejas, mis ojos, mis mejillas,
mis labios, mi barbilla, no quedó un solo centímetro que escapara de esos labios
exploradores.

Bajó por mi cuello hasta mis senos que, plenos e hinchados, rogaban por sus
atenciones: los besó, amasó, se amamantó de ellos con fruición, mordisqueó mis pezones
lanzando esquirlas de placer directamente a mi centro, ya estaba desesperada por tenerlo
dentro y así se lo hice saber, primero con gestos, después con movimientos y por último,
con ruegos desesperados.

Él solo sonrió

—Ten paciencia, ahora voy a disfrutar de todo lo que me perdí antes

— ¡No!, ¡Adentro, a-ho-ra!—.


Pude sentir más que ver su sonrisa en la piel mientras bajaba por mi cuerpo
estremecido de deseo. Sus manos me recorrían inquietas como si quisiera memorizarme,
le seguían de cerca sus labios, me acarició, besó y lamió entera, enloqueciéndome cada
vez más.

Terminó su exploración, y suspiré de alivio creyendo, ilusa de mí, que la tortura


sensual había terminado. Lo hizo, solamente para volver a empezar, de nuevo sus manos,
su boca, su lengua y sus dientes me llevaron aún más alto, hasta que, en un momento de
piedad, acarició mi vulva, ligeramente primero, apenas rozando mi monte, para volverse
cada vez más profundo, ya no se contentó con caricias superficiales

Arrancó un gemido desesperado de mis labios al introducir un dedo en mi canal,


luego otro y empezó un mete-saca lento y sensual mientras con el pulgar acariciaba mi
clítoris hinchado.

Sentí el orgasmo a punto de llegar, todos mis músculos en tensión, mi piel


sudorosa, todo indicaba un demoledor clímax, que no llegó, dejándome frustrada, agitada
y maldiciéndolo.

Él solo sonrió y comenzó todo de nuevo, con una variante: en vez de sus manos,
fueron sus labios, dientes y lengua los que atormentaron mi sexo: se acomodó entre mis
piernas, las abrió hasta lo impensable para acomodar sus hombros y evitar que abandonara
esa postura, para mantenerme fija en el colchón, sus manazas apretaban, suavemente mi
vientre, mientras él se daba un festín con mi carne y mis jugos.

A mis gemidos de placer respondía con los suyos, el meneo inconsciente de mis
caderas era acompañado, como si de un baile se tratara, con el movimiento ondulante de
su espalda, pero, ni siquiera así me penetró.

Me sujetó con más firmeza a la cama, mientras me enloquecía lamiendo mi vulva,


mordisqueando y chupando mi botoncito de placer, hasta hacerme explotar al meter su
lengua juguetona en mi vagina. Lamió y sorbió todo mi orgasmo como si fuera el mejor
de los manjares, luego trepó por mi cuerpo hasta quedar alineado con mi entrada y
comenzó a penetrarme centímetro a atormentador centímetro, hasta descansar en lo más
profundo de mi interior, hasta donde nunca había sido alcanzada.
La lenta ondulación de sus caderas amenazaba con volverme loca mientras el
placer aumentaba segundo a segundo, minuto a minuto, la tensión de mi cuerpo iba en
aumento constante, el sudor perlaba mi piel, me sentía en llamas.

Mi único consuelo fue notar que él no estaba en mejores condiciones: se veía


igualmente tenso, con un rictus de absoluta concentración en el rostro y empapado por el
esfuerzo de contenerse, el cuerpo recorrido por cientos de gotas de sudor.

Sus movimientos aumentaron en ritmo y fuerza, mis caderas no se podían estar


quietas, aunque mi vida dependiera de ello, y luego, tal como ocurriera en la sala, un
agónico placer me sacudió y un grito acompaño mi brutal clímax. Al mismo tiempo, sentí
que se sacudía dentro de mí, pero lo que nunca antes sentí fueron los chorros de su semen
inundando mi interior.

Tampoco pudo mantenerse en silencio: un grito ronco de placer supremo


acompaño su orgasmo. Se derrumbó sobre mí, exhausto, murmurando palabras de
consuelo y asombrada maravilla.

Cuando los coletazos finales de nuestra liberación remitieron, salió lentamente,


muy lentamente, encendiendo de nuevo la aún no extinta llama del deseo. Me contemplo
pensativo con esos ojos claros y con una misteriosa sonrisa en el rostro, estaba tan
asombrado como yo.

—Nunca, nunca me sentí así, — dijo él, - es la primera vez que el mundo todo se
sacude, la primera vez que pierdo el control tan completamente hasta el punto de no saber
dónde estoy …

—No eres solamente tú, yo también estoy estremecida.

Nos miramos en silencio un momento y, nuevamente, las llamaradas de la pasión


nos reclamaron. Esa noche no dormimos.

Exhaustos, nos arrastramos fuera de la cama y, como ya se hacía tarde para ir al


trabajo, decidimos tomar una ducha juntos, pero no contamos con que nuestros cuerpos
nos exigieran un nuevo encuentro, así que salimos de la casa con media hora de atraso.
Escuché que alguien tocaba a la puerta, y me encontré sola, en el mismo sofá
donde estuve, busqué mi reloj y me encontré con que eran las dos de la tarde del domingo,
dormí más de diez horas de un tirón.

Me sentí vacía, con un terrible dolor en el corazón, me enamoré de mi vecino


imaginario, el hombre de mis sueños.

Es curioso como aparentemente pasaron días, cuando en realidad estuve dormida


horas.

Escuché nuevamente los golpes, malhumorada, todavía en pantaloncitos y mi


camiseta de yoga, fui a abrir la puerta, y se me cayó la mandíbul: ahí parado frente a mi
puerta estaba el hombre de mis sueños

Liliana Elizabeth del Puerto de Caballero

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