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ABACK VILLEGAS PRADO

HEMBRA
LIBRO ERÓTICO

© ABACK VILLEGAS PRADO

CAMARÓN LECTOR
contacto@camaronlectoreditores.pe
+51 925282360

Dirección y producción editorial


Milton Zevallos Vergara
Valentin Valencia Cueva
Juan Carlos Gamarra Salazar

Primera edición: Mayo 2023


Tiraje
500 ejemplares
T

Impreso en:
GITISAC
Jirón Azángaro 1047
Cercado de Lima, Perú.
Se terminó de imprimir en mayo del 2023
No se permite la reproducción total o parcial de este texto ni el almacenamiento en un siste-
ma informático, ni la transmisión de cualquier forma o cualquier medio electrónico, mecáni-
co, fotográfico, registro u otros medios sin el permiso previo o por escrito del autor y del
editor.

Printed in Peru / Impreso en Perú

.
SIMIENTE

Unos minutos antes de comenzar la clase, la joven estu-


diante esperó al catedrático oculta debajo de su escritorio
de cedro. Nadie la vería allí escondida, encubierta en la
sombra del silencio. Como era su costumbre, el docente de
literatura saludó a los presentes, encendió el proyector, se
sentó frente al escritorio y comenzó con su exposición:
siempre pausada y fascinante. El timbre grave y envolvente
de su voz en ningún momento flaqueó cuando la mano
escondida de su alumna, se posó sobre su entrepierna.
Tampoco titubeó cuando los suaves y delgados dedos baja-
ron el cierre de su bragueta y extrajeron su miembro er-
guido y rígido. En el momento que ella envolvió completa-
mente toda su masculinidad entre su cálida boca, él apenas
hizo una pausa imperceptible para el auditorio. Ella en si-
lencio chupó como una dulce ternera de la teta de su ma-
dre, hasta hacerlo crecer al doble del tamaño. Su nariz y
mentón chocaban contra su vello pubiano. Él dio una clase
magistral durante una hora completa, mientras ella tam-
bién obraba magistralmente debajo del escritorio. Una ho-
ra completa mamó de aquel tronco voluminoso y firme: sin
pausa, sin prisa y sin cansancio. Por tercera vez empapó
sus prendas íntimas del placer que le provocaba tener
aquel pedazo de carne y de sabor característico entre sus
fauces. A veces sentía que se ahogaba, pero en ningún
momento se apartó de aquel mástil recto y colorado. Ape-
nas el timbre sonó, él dio por terminada la clase. Y simu-
lando una leve carraspera, descargó –bien al fondo de su
garganta– toda su simiente gris blanquecina. Ella no dejó
que se derramara ni una sola gota por entre sus comisuras.
Mientras él apagaba el proyector y se despedía de sus es-
tudiantes, la alumna satisfecha, volvía a subirle el cierre de
la bragueta. Presuroso y algo jadeante, él abandonó el sa-
lón sin siquiera mirar debajo de su escritorio de cedro. Ella
sintió en su boca el sabor cremoso del esperma, mezclado
con la indiferencia y lo salado de sus propias lágrimas.
PLACER

—Señora, disculpe. ¿Cómo se desencajó la ducha?

Lleva un rato observando la bañera y el desorden en el sue-


lo. Busca una solución al desastre. Ahora que lo veo bien,
se me hace guapo. Siempre me han excitado los gasfiteros.
Bueno, los obreros en general: Gasfiteros, albañiles, mecá-
nicos. El hombre cubierto de grasa, pintura, cemento; el
sudor de las axilas; las manos ásperas, fuertes, sucias. Es-
toy excitada. ¿Qué pasaría si me abriera la bata, separo las
piernas y me comienzo a tocar? ¿Se enfadaría? ¿Lo rechaza-
ría con un «Señora, ¡qué hace!»? ¿O miraría hasta que se le
pusiera dura, saldría de la ducha y se arrodillaría entre mis
piernas? ¿O, tal vez, me la metería con rudeza por la cintu-
ra, empotrando mi vientre contra el lavabo, lubricándome
con su líquido preeyaculatorio y metiéndomela hasta que
me temblaran las rodillas? Tantas posibilidades…
¿Qué cómo se desencajó la ducha? Intimando con mi
último amante, querido. Me masturbaba con el cabezal de
esa ducha que sostienes en la mano y él descorrió la corti-
na mirándome desnuda. Supo lo que quería. Se desnudó y
entró. Le acaricié su sexo y, cuando suplicó, lo guié a mi
parte más íntima. Copulamos. Por detrás y por delante,
mientras me aferraba con una mano a la ducha para man-
tener el equilibrio. El placer fue tan intenso, que jalé con
tanta fuerza que lo arranqué de la pared, y la bañera no
soportó nuestro peso y resbalamos. Caímos y nos golpea-
mos contra los bordes. ¿Ves este golpe morado en mi cade-
ra? Tenías que ver su espalda.

—¿Señora? ¡Señora! Disculpe. ¿Cómo se desencajó la


ducha?
Juego con el cinturón de la bata. Le sonrío y le susu-
rro coqueta:
—¿Realmente quieres saberlo?
FALO

Se masturba en la soledad de su habitación. Tiene los ojos


cerrados y se deja llevar por sus fantasías inconfesables. Ya
no es su mano, sino la de una mujer de dedos suaves y lar-
gos que lo besa, lo abraza, le susurra que lo quiere mien-
tras le acaricia con dulzura. Un trueno quiebra el silencio y
lo devuelve a la realidad. Las gotas campanean grises en el
espejo y en su mente: en los recuerdos y burlas en los ves-
tuarios; en las miradas irónicas en los urinarios públicos y
en la sonrisa de suficiencia de su amigo actor porno. Pre-
sumen, como si tener un pene grande fuera su mérito, co-
mo si él fuera el culpable de que el suyo no lo sea. Intenta
convencerse de que no es así, pero no es fácil encajar la
cara de decepción mal disimulada cuando la mano femeni-
na se hunde bajo su calzoncillo, cuando lo baja y constata
que está erecto, cuando chupa intentando que crezca unos
centímetros más. Ni las excusas, la huida rápida o, peor
aún, la compasión; el polvo por compromiso, como si él
fuera ese micro pene, como si no hubiera dado placer sufi-
ciente con su piel, sus labios, su lengua que excitaron, mi-
maron, chuparon hasta arrancar un orgasmo.
Intenta convencerse, sí, pero no puede evitar que le
invada la impotencia cuando, tras probar las cremas mila-
grosas, los aparatos extendedores, los ejercicios pélvicos y
la cinta métrica, reflejan los mismos centímetros. Y estira la
piel con rabia, fuerza la carne hasta que le duele y acaba
sofocando el llanto que se agolpa en su pecho mientras
grita en silencio a un dios inexistente. Lo han reducido a
una parte de sí mismo. Y la odia. Se odia.

Ha parado de llover. Un tímido rayo de sol se cuela entre


las nubes. Lo anima a levantarse y salir de la tormenta
mental que lo azota. Coincide con su vecina en las gradas
del departamento. Se saludan con timidez y caminan en
silencio. La observa con disimulo. Siempre le ha parecido
bonita, pero ¡para qué intentarlo! Ella también lo observa y
sus ojos coinciden. Otro rayo de luz que atraviesa las nu-
bes. Ella también odia los dedos masculinos que se hunden
en su sexo con el único propósito de excitarla lo suficiente
para penetrarla, como si solo fuera un agujero y no piel,
carne, alma. Y se masturba en la soledad de su habitación
con los ojos cerrados para dejarse llevar por sus fantasías
inconfesables. No es su mano, sino la de un hombre de
dedos suaves y largos que la besa, la abraza, le susurra que
la quiere mientras acaricia con dulzura y le da placer con su
piel, sus labios, su lengua que excita, mima, chupa hasta
arrancar un orgasmo.

La invita a cenar. Ella acepta.


MORBO

Siempre fuiste mi psicólogo preferido y lo sabes. Me


tienes a tus pies desde la primera vez que los vi en una fo-
to. Por aquel entonces yo aún no conocía mi fetichismo,
nunca había hablado de ello con nadie, ni siquiera me lo
había admitido a mí mismo. Aunque tú en todo momento
me trataste con extrema profesionalidad, siendo mi fiel
confidente, mis fantasías fueron por otro camino: el de la
pasión y la adoración hacia tus pies.
Todo empezó con Facebook. Allí te encontré sin sa-
ber que tus pies serían las pisadas que me llevarían por un
sendero hacia mi propio fetiche.
Mis primeras veces fueron contigo: la primera que
percibí que me sentía atraído por unos pies; la primera vez
que me atreví a confesarlo; y mi primera masturbación (no
es que no me hubiera masturbado nunca, por supuesto,
pero sí fue la primera en que lo hacía fantaseando con ese
fetiche). Imaginaba cómo sería sentir tus pies en mis ma-
nos: su suavidad al tocarlos, al besarlos, al chupar cada uno
de sus dedos, al hundir mi lengua en el arco de tus plan-
tas…
Recuerdo exactamente la imagen de tus pies con la
que me masturbé por primera vez: estabas en la playa, tus
lindos pies en la arena. Todo era nuevo para mí, pero sabía
que tenía más y más ganas de ver esas fotos. Me excitaban
tanto como cualquier fotografía erótica.
Fuiste la primera persona, y el único, con quien he
hablado de mi atracción por los pies, cuando ni siquiera yo
lo tenía claro. Tú me ayudaste a entenderlo, a aceptarlo, a
abrazar ese aspecto oculto de mí, algo que en un principio
me preocupaba, pero, sobre todo, me avergonzaba. Fui un
cobarde por mantenerlo en secreto y no querer admitirlo
durante tanto tiempo. Tú le diste la vuelta, lo convertiste en
un don, en el arte de admirar la belleza desde abajo, el pla-
cer de deleitarme en los detalles…
No sé si soy un fetichista de pies. Sinceramente no
necesito ponerle un nombre. Solo sé que mi erotismo ya no
es igual, mi onanismo ha adquirido una nueva dimensión.
Tal vez siempre estuvo ahí, aunque no quisiera verlo.
Sabes que te estaré eternamente agradecido por
haberme escuchado, por tu comprensión, por descubrirme
esta parte de mí tan especial.
Tus pies fueron los primeros, quizá los que he
deseado con más ansias. Ni siquiera soy capaz de imaginar
lo que haría con ellos, dónde estarían mis límites, hasta
dónde me llevarían.
De vez en cuando aún los miro en fotos, y me pierdo
entre cada línea, cada lunar y cada uno de tus dedos. Y es
que, sin duda, no puedo negarlo y lo sabes bien: me tienes
a tus pies.
SEDUCCIÓN

Coloqué la montura del foco y comencé a enroscar


el cierre inferior bajo la atenta mirada de Diana. La observé
de reojo desde lo alto de la escalera.
—Entonces… ¿me has llamado porque no sabes
cambiar un foco?
Se le ruborizaron las mejillas ligeramente y yo son-
reí, divertida por la situación. Era domingo y anochecía,
pero al recibir el mensaje de Diana para que la ayudara, me
pareció la oportunidad perfecta para pasar algo de tiempo
con ella. Además, podría hacer esa instalación con los ojos
cerrados.
—Más bien no sé cambiar toda una lámpara…
Podía sentir la vergüenza en su voz. A pesar de que
Diana y yo no teníamos nada en común, nos llevamos bien
desde el primer día. Ella vivía en uno de los pisos del edifi-
cio en el que trabajo como responsable de mantenimiento.
Al inicio intercambiamos alguna mirada ambigua, hasta que
un día rompí el hielo y nos presentamos. Desde entonces,
charlábamos siempre que ella esperaba a que el ascensor
llegara al último piso.
—No te preocupes —la tranquilicé. Lo último que
quería era hacerla sentir incómoda.
La observé desde arriba de nuevo. A pesar de lo fu-
gaz que fue mi mirada, me di cuenta de que vestía más in-
formal que de costumbre. Había cambiado el traje entalla-
do azul marino de secretaria por unos leggings que deli-
neaban perfectamente su trasero.
—Bueno, ya está.
Acto seguido, bajé y pulsé el interruptor del salón,
pero no se encendió. Ambas nos miramos durante unos
segundos y reímos. Su risa sonaba suave pero contenida,
como si no acostumbrara a hacerlo a menudo.
—A lo mejor es un cortocircuito. No sé por qué no
funciona, pero lo arreglaré —aseguré, antes de volver a
subirme a la escalera.
—Espera, descansa un poco —Diana tiró de la parte
trasera de mi overol azul que utilizaba para trabajar—. To-
tal, ya está anocheciendo.
Miré por la ventana del departamento. Había más
oscuridad que luz, pero me bastó para entrever el gesto de
Diana invitándome a sentarme con ella en el sofá. Tomé
asiento. De pronto, ella y yo estábamos demasiado cerca,
tanto que podía sentir el calor que desprendía su pierna en
contacto con la mía. Era agradable. Fui capaz de percibir un
aroma agradable que provenía de su pelo. Me pareció in-
tenso y fascinante, igual que ella. Hubo un silencio que se
había instalado entre nosotras.
Cuando noté su mano buscando la mía, me quedé
inmóvil, sin saber cómo interpretar el gesto. En cuanto dio
con ella, acarició el dorso y subió lentamente por mi brazo,
como si lo necesitara para guiarse por mi anatomía. Mi
respiración se acopló a los latidos frenéticos. Cuando llegó
a mi boca, deslizó el pulgar por mis labios y se removió. En
la oscuridad más absoluta, me atrajo hacia sí y me besó.
La correspondí enseguida. Sabía a algo dulce que no
supe identificar. Ni en mil años hubiera imaginado que
Diana sentía algún tipo de atracción por mí y, mucho me-
nos, que era de las que da el primer paso. Cuando la sor-
presa me dio una tregua, aproveché que ella había bajado
la guardia para besarla. Hubo un vaivén en las caderas de
Diana, al que se sumaba un pequeño suspiro cada vez que
se rozaba contra mí. Gruñí contra sus labios antes de llevar
la mano bajo su polera. Su piel se erizó, y ese hecho me
recordó dónde me encontraba y qué estaba sucediendo.
Esquivé el top elástico y tomé uno de sus senos. Jugueteé
con su pezón hasta que se endureció por completo y luego
hice lo mismo con el otro. Ahora sus embestidas eran más
rápidas y su respiración se agitaba por momentos.
Sin pensarlo, bajé la mano hasta sus leggings. Ella
clavó las uñas en mi espalda y susurró:
—Tócame, por favor…
Aquella orden inequívoca despertó mi instinto más
primitivo. De un movimiento rápido, me colé bajo sus bra-
gas y deslicé los dedos por sus pliegues hasta que di con su
entrada. Gemí al descubrirla tan excitada. Llevé su hume-
dad a su clítoris y lo masajeé muy despacio. Había deseado
tanto sentirla así que me costó regular la velocidad.
Pronto, los suspiros de Diana mutaron a jadeos. En-
terré mi rostro en su cuello y lo lamí, arrancándole un grito
que no parecía suyo. Degusté el aroma que había notado
unos minutos antes. Parecía parte de ella. Incrementé la
presión en su centro y la forma constante en la que gimió
me reveló que estaba tan cerca de terminar como yo de
perder el control. El deseo crecía en mi interior y solo había
un modo de aliviarlo.
—Espera —Mi voz sonaba ronca.
Me acomodé mejor sobre Diana, de forma que una
de sus piernas quedó entre las mías. En aquella nueva po-
sición mi mano tenía más libertad para moverse y mi sexo
se rozaba contra ella. Aquel cambio de postura nos impulsó
al orgasmo: ella acompañó mi mano hasta que se penetró
con mis dedos mientras se corría y yo lo hice poco después.
Sentí cómo su cuerpo se contraía debajo del mío y fui cons-
ciente, al fin, de lo que estaba ocurriendo. Mi clímax arrasó
cada rincón de mi cuerpo y ahogué el último gemido.
Tener los ojos abiertos o cerrados era lo mismo. De
nuevo, un silencio ensordecedor entre nosotras. Sin em-
bargo, se oían nuestras respiraciones incontroladas, un
coche que aceleraba en la calle, la vecina de arriba arras-
trando una silla. Y luego, su voz.
—No es un cortocircuito —los labios de Clara se mo-
vieron contra la piel de mi esternón, me hacía cosquillas.
—¿Qué?
—Que no es un cortocircuito —repitió, y luego su
voz se volvió un ronroneo al confesar—: Había bajado los
plomos para que te quedaras un poco más.
CONFESIÓN

Prometí no volver a escribirte, pero al final aquí me


tienes, una vez más frente a la pantalla, porque sigo sin
saber cómo expresar todo esto cara a cara. No solo es una
cuestión de timidez o de falta de valentía. La verdad es que
necesito escribir porque entre silencios, disimulos y en-
cuentros furtivos, tengo la sensación de que hay más secre-
tos que verdades entre nosotros. Y es absurdo. Se supone
que nuestra historia debería ser un secreto para los demás,
pero cada día soy más consciente de que es un misterio.
Sé que vas a decirme que le doy muchas vueltas a
las cosas. Que esto es algo que surgió sin más y que, como
tú dices, se terminará de la misma forma. Sé que tú no
buscas respuestas, que vives el presente, pero, aunque lo
intento, para mí eso es imposible. Nunca había sentido una
atracción como la que siento contigo. No sé si eres cons-
ciente de lo que has provocado en mí. Tampoco sé si te
interesa saberlo, pero yo necesito decírtelo.
Sí, claro que cuando he estado con mujeres me he
excitado y he hecho el amor con ganas. Solo que no había
pensado que el sexo podía ser más. Creo que por eso me
es imposible alejarme de ti. Porque tu sola presencia altera
mi mundo. Tenerte enfrente y no poder besarte es una pe-
sadilla. Sonreír delante de todos, de los amigos de siempre
y fingir que aún mantengo el control de mi cuerpo, que se
siente atraído como un imán hacia el tuyo, es un esfuerzo
maratoniano.
Reconozco el olor de tu perfume cuando me cruzo
con desconocidos en la calle, y solo con el aroma de tu re-
cuerdo, ya me estremezco. Revivo el sabor de tus besos
cuando beso a mi esposa, para que, al cerrar los ojos, sea
capaz de sentir con ella, lo que ya sé que solo puedo expe-
rimentar contigo. Me masturbo en cuanto me quedo solo
en casa. Con la imagen de tu rostro en mi miembro, entre
mis piernas. La de tu torso contorsionándose de placer
cuando te la entierro. Tu cara de orgasmo cuando saboreo
tu trasero, mientras te muerdes la boca evitando gritar,
para que nadie sospeche lo que hacemos dentro del baño,
mientras nos esperan fuera. El cosquilleo que siento con
esas imágenes ya es mayor que el que me han provocado
mis exnovias.
Y debería disfrutarlo, pero el placer que siento es
tan grande como la culpabilidad que llega después de cada
orgasmo. La sensación de vivir una mentira. De mentir a
todos. De mentirme a mí mismo.
Sé que tú no buscas nada serio. Que nunca has que-
rido ni complicar tu vida ni la mía. Que para ti esto solo es
una simple atracción sexual. Un desfogue ocasional. Para ti,
lo sé, el hecho de que sea prohibido solo es un afrodisiaco
más. Quizá a mí me excita la forma que tienes de sonreír.
Pero a ti lo que te excita es saber que estoy prohibido. Sa-
ber que soy la pareja de quien soy. Te encanta mi insisten-
cia en resistirme y lo fácil que caigo al final, rendido a tus
encantos.
Por eso a veces me planteo que estoy confundiendo
sentimientos. ¿El amor y el sexo no están tan unidos como
creía? Puede que tengas razón y que crea que me he ena-
morado de ti porque nunca he concebido disfrutar tanto
del sexo con alguien si no había amor de por medio. A lo
mejor no he descubierto mi verdadera sexualidad ni nada
por el estilo. Solo he descubierto, a mi edad, la esencia del
sexo. Desear un cuerpo desde la primera impresión y que
me dé igual el resto. Un proceso que para mí siempre había
sido a la inversa, cuando me dejaba querer y luego dejaba
que el cariño avivase las ganas de intimidad.
He enfocado esto en el hecho de que seamos dos
hombres y cada vez entiendo que simplemente somos dos
personas. Tú nunca te has definido ni me has pedido que
me defina. Si vivimos el presente, resulta absurdo empe-
ñarse en etiquetar el pasado o el futuro.
Sé todo esto y, aun así, no me parecen argumentos
suficientes. Porque pese a toda la lógica, me siguen sonan-
do a excusas. Me sigue sonando a miedo de dar un paso en
falso, cuando en realidad estoy deseando darlo. Y me he
cansado de este monólogo incesante conmigo mismo.
Sé que nunca vas a dejarme decírtelo a la cara, que
no quieres poner las cartas sobre la mesa. Pero no vas a
poder evitar leer este mensaje y tener que darme, sea la
que sea, una respuesta.
Camaná, mayo 2023

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