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FREUD Y RORTY LA REDESCRIPCIÓN DE LA IDEA CLÁSICA DE


SUBJETIVIDAD

INVESTIGACIÓN

Dr. Adolfo Vásquez Rocca; Dr. Lluís Pla Vargas y Colaboradores UCM

1. Introducción

La modernidad inauguró con Descartes no sólo una nueva


perspectiva sobre la naturaleza, en la cual ésta aparecía despojada
de todas las cualidades con las que la había adornado el
aristotelismo tardío, sino también una nueva concepción de la
subjetividad, en la cual el yo quedaba reducido a mera res cogitans,
a mera ‘cosa pensante’. De manera obvia para Descartes y la
tradición que le seguirá, en la subjetividad no existen elementos no
conscientes. La crítica de esta idea clásica de subjetividad alcanza
en Freud un lugar no superado por ninguna filosofía de cuño
clásico. No obstante, puede hablarse mejor con Rorty no tanto de
una crítica como de una redescripción: el léxico que instaura Freud
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todavía resulta imprescindible en toda aproximación contemporánea


al fenómeno de la subjetividad si bien comienza a ser no tan
criticado sino, más bien, dejado a un lado. Es cierto que
encontramos en la moderna tradición filosófica fuertes críticas a
esta idea, por ejemplo en el caso paradigmático de Hume, pero lo
que en Hume aparecía como disolución de la unidad del yo en una
suma de percepciones acaba siendo reformulado por Freud como la
forma emergente, precaria y necesaria a efectos adaptativos, de
una instancia inconsciente anterior y más fundamental. El hecho de
que las ideas de Freud hayan llegado a convertirse en un verdadero
“apriori cultural” es lo que justificaría no sólo su adopción
simplificadora por la conciencia popular, sino también el hecho de
que hayan tenido repercusiones en el terreno filosófico del siglo XX
y, en particular, en autores como Michel Foucault y Richard Rorty.

Lo que nos proponemos ahora es, primero, recordar las ideas


fundamentales que otorgaron al psicoanálisis su dimensión
revolucionaria; segundo, examinar los presupuestos
epistemológicos de Freud con vistas a calibrar la profundidad de su
crítica de la idea clásica de subjetividad o su redescripción; en
tercer lugar, revisar el tratamiento de la subjetividad que Freud lleva
a cabo en tres obras conectadas: Más allá del principio del placer,
El yo y el ello, la cual expone la estructura definitiva de la
subjetividad conocida como ‘segunda tópica’ y Neurosis y psicosis;
por último, nos detendremos a comprobar la influencia de las ideas
de Freud acerca del yo en la obra de Richard Rorty teniendo
particularmente en cuenta su concepto de contingencia.
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2. Los fundamentos epistemológicos del preparadigma freudiano.


Antes de desarrollar su particular concepción del yo, tal y como
aparece en sus obras más maduras, deberían recordarse las tres
ideas fundamentales sobre las cuales descansa la importancia
revolucionaria de la teoría de Freud y que le supuso el ser
comparado con figuras como Copérnico, Darwin o Marx. Son las
siguientes:

1) La idea de que la conducta manifiesta (u observable) de los


individuos depende de causas latentes, las cuales son
inconscientes y, en su mayor parte, de naturaleza sexual.

2) La idea de que los hombres no pueden conocer el significado


exacto de muchas de sus acciones porque tal significado depende
de mecanismos inconscientes.

3) La idea de que la comprensión supuestamente científica del


desarrollo psicológico de los seres humanos y de su conducta se
halla vinculada a la aceptación de la sexualidad y la agresividad
como sus principales factores explicativos.

Con todo, el impacto revolucionario se produjo especialmente a


partir de la convergencia y la peculiar torsión que adquirieron en la
obra de Freud toda una serie de tradiciones científicas y filosóficas
que circulaban en el contexto cultural decimonónico sin haber sido
integradas por nadie en particular. Por ejemplo, la medicina que
hubo de aprender Freud estaba, a mediados del siglo XIX, en el
trance de especializarse sobre modelos biológicos y químicos con
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vistas a combatir las enfermedades y, entre éstas, también las


mentales. No obstante, tales modelos dejaban siempre fuera la
personalidad global del enfermo, la cual, en todo caso, era
considerada si el médico creía que era necesario humanitariamente
tenerla en cuenta. La obra de Freud representa, dentro de la
medicina, la recuperación de la visión global del enfermo y, dentro
de ella, de la dimensión psicológica. Sería Freud el que recorrería él
mismo el camino desde la bioquímica a la psicología recuperando
para la nueva medicina que se abría paso, y también para la
psicología, la personalidad del enfermo.

Por lo que respecta a la psicología, hay que mencionar que la obra


de Freud aparece en un contexto de crisis del wundtismo (a Wundt
se le considera el fundador de la psicología científica desde la
fundación de su laboratorio en Leipzig en 1879) y en contraste con
la escuela de la Gestalt y con el conductismo clásico de Watson.
Ahora bien, la obra de Freud no responde explícitamente a las
insuficiencias de estas posiciones ya que aparece claramente al
margen de los debates de los psicólogos experimentales de finales
del XIX.

Con todo, el psicoanálisis sí que tendrá en cuenta aspectos que


estas posiciones dan por supuestos o no examinan suficientemente:
en particular, ni Wundt ni Watson llegaron a preguntarse por el
encadenamiento biográfico, la dinámica o el significado inmanente
de las conductas (ya que sólo consideraban adecuado y científico el
estudio de la conducta observable), mientras que el psicoanálisis
encuentra en todos estos elementos un filón para la teorización; por
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otra parte, los teóricos de la Gestalt, concentrados en el análisis de


las estructuras de la percepción, no examinaron ni la génesis de los
contenidos psicológicos ni tampoco sus significados, mientras que
la teoría de Freud puede valorarse como la primera en ofrecer una
descripción del origen y el desarrollo de la personalidad así como
de la donación subjetiva de significados a los contenidos mentales
(incluso a aquellos que parecen más alejados de tal posibilidad: los
sueños). A pesar de que aquí trataremos de mostrar la crítica que
del psicoanálisis se desprende hacia la idea clásica de subjetividad,
no deja de resultar curioso que durante un buen número de años
ésta fuese la única propuesta teórica dentro de la psicología que
contemplara como digno de estudio al sujeto y su consciencia.

¿Sobre qué presupuestos epistemológicos se apoyó Freud para


proponer su teoría? De entrada, podemos afirmar que Freud
compartió el enfoque de su maestro, el fisiólogo Brücke, así como el
de Darwin y el de John Stuart Mill (a quien llegó a traducir al
alemán), por lo que respecta a cómo debía ser la ciencia. Este
enfoque combinaba el mecanicismo, el determinismo radical y una
fe absoluta en la observación empírica desprejuiciada. Como
sostiene Caparrós: “[...] Freud pretendió ser siempre, además de
médico y terapeuta, un científico nomotético –no idiográfico- que
aspiraba a la generalización, a la explicación y al hallazgo de
regularidades psicológicas.”

Su método clínico suponía el estudio exhaustivo de cada neurosis y,


en base a las observaciones realizadas, formular hipótesis
generales que se habían de verificar en nuevas observaciones. La
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curación de los pacientes se vinculaba a una interpretación,


generada a partir de las generalizaciones teóricas, del material que
aportaban los propios pacientes a través de la libre asociación. La
interpretación que se propone en cada caso dota de sentido a los
síntomas que hasta ahora permanecían opacos y los retrotrae a su
origen en la infancia y, particularmente, en algún trauma de índole
sexual. Alcanzar la consciencia de ese significado oculto hasta
ahora para el paciente significa no sólo su curación sino también la
recuperación de su identidad.

Un segundo elemento a tener en cuenta es el determinismo (La


idea de que todo lo que existe, aunque sea irracional, tiene una
causa). Freud se lo debe sobre todo a Brücke, su profesor de
fisiología, y a la admisión de las ideas de Darwin. Freud aplicó el
determinismo al psiquismo y sin él no hubiera podido mostrar el
sentido inconsciente de los síntomas neuróticos, de los sueños y las
fantasías, de los actos fallidos, de la sexualidad infantil, etc...
También de Brücke y de Helmholtz tomó su fe monista, su
convencimiento de que todo fenómeno era reducible a fuerzas
físico-químicas de carácter inorgánico. Como Helmholtz, creía que
la naturaleza tenía una energía básica transformable en varias
modalidades (térmica, eléctrica, etc.), energía que era a la vez la
razón última de su dinamismo y de sus cambios. En este sentido,
Freud propone una energía mental (libido) cuyas fluencia, carga y
descarga en representaciones psíquicas diversas explicaría el
dinamismo y la evolución del psiquismo. Esta explicación de lo
psicológico a partir de la energía es lo que Freud llama economía
mental (o punto de vista económico). Con todo, trasluce de forma
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inequívoca el presupuesto de un modelo mecanicista orientando su


pensamiento.

A Darwin, Freud no sólo le debe parte de su determinismo, sino


también su visión genética. Para explicar (y hacer desaparecer) los
síntomas traumáticos del presente hay que retrotraerse hasta la
historia infantil del paciente, en la cual son elementos importantes el
complejo de Edipo y las pulsiones sexuales en sus fases biológicas
en conflicto con la represión ejercida por la cultura. Pero, por otra
parte, el punto de vista genético, que es esencial en biología, le
conduce a la formulación de un concepto básico: el de instinto
(Trieb). El instinto es la base de lo que Freud denomina explicación
dinámica de lo psicológico. Según Freud, los organismos están
originariamente en equilibrio o constancia; tal equilibrio queda roto
por la acción estimular externa o interna, que, de todas maneras, el
organismo –que obedece al principio de constancia (homeostasis)-
trata de recuperar. Toda carga estimular conlleva una tensión en el
organismo que éste debe resolver mediante una descarga que se
logra a través de la acción del instinto. Hasta 1920, Freud sólo
había admitido un solo instinto orientador: el del placer; a partir de
ahora, menciona a éste y a la ‘pulsión de muerte’ o ‘pulsión de
destrucción’.

El hecho de que Freud admitiera durante buena parte de su vida el


principio del placer como el instinto fundamental de la conducta
humana revela la incidencia que la tradición del hedonismo tiene en
su obra. El hedonismo, si bien en una versión matizada, está
presente en las ideas de John Stuart Mill, del cual Freud lo tomaría.
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Freud formula su hedonismo en términos energéticos,


reproduciendo el modelo mecánico que hemos mencionado. Freud
sostiene que todo estímulo desequilibrador es percibido
displacenteramente por el organismo, mientras que el placer es el
efecto psicológico que se sigue a la descarga derivada de la acción
del instinto (y que, como ya hemos dicho, pretendería restaurar el
viejo equilibrio).

3. La subjetividad en la primera y segunda tópicas

En el lenguaje de Freud, se conocen por ‘tópicas’ las clasificaciones


estructurales que describen el aparato psíquico en diversas
instancias o sistemas. Freud propuso dos: hasta 1923, consideraba
que el psiquismo se dividía en Consciente / Preconsciente /
Inconsciente; pero en El yo y el ello, publicado en 1923, mantiene
que las divisiones básicas se establecen entre el Yo, el Superyó y el
Ello.

En Más allá del principio del placer, Freud se cuestiona la idea de


que el principio del placer sea la instancia rectora del curso de los
procesos anímicos. Si así fuese, “la mayor parte de nuestros
procesos psíquicos tendría que presentarse acompañada de placer
o conducir a él, lo cual queda enérgicamente contradicho por la
experiencia.” Un trastorno psicológico, que muestra variantes, le
conduce a este cuestionamiento: se trata de la obsesión de
repetición que aparece en los sueños de los enfermos de neurosis
traumática (los que hoy en día se consideran pacientes con
trastorno de stress postraumático) y en algunos juegos de los niños.
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Freud supone que la obsesión de repetición (que traslada al


paciente de forma recurrente en su sueño a una situación muy
desagradable que hubo de pasar, verbigracia, un accidente o la
muerte de un ser querido o, en el caso del niño, la larga ausencia
del padre) representa el intento de la psique por dominar
absolutamente el acontecimiento traumático y debe entenderse
como algo que se manifiesta “primariamente y con independencia
del principio del placer”.

Eso significa que Freud ha encontrado una primera excepción a uno


de sus principios generales más conocidos: el de que los sueños
representan la satisfacción imaginativa de deseos reprimidos. Ahora
bien, lo más importante es que Freud repara en este momento que
la obsesión de repetición manifiesta en los sujetos un instinto
diferente al que hasta entonces había considerado como
fundamental y único.

El instinto de conservación, que, a nivel de especie, se expresa en


la pulsión sexual o erótica, “se halla en curiosa contradicción con la
hipótesis de que la total vida instintiva sirve para llevar al ser
viviente hacia la muerte”. De manera que Freud se ve obligado a
admitir que, junto al instinto que busca el placer, existe otro instinto
contrario en el ser viviente, que le empuja hacia la muerte, una
especie de pulsión de muerte. Todo instinto es, según Freud, “una
tendencia propia de lo orgánico vivo a la reconstrucción de un
estado anterior, que lo animado tuvo que abandonar bajo el influjo
de fuerzas exteriores, perturbadoras”: eso significa que los instintos,
sexuales o destructivos, liberan la energía acumulada por la
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estimulación externa o interna para hacer retornar al organismo a


un estado de equilibrio.

¿En qué consistiría la redescripción freudiana en este punto? Si la


subjetividad está sujeta a estas fuerzas, las cuales operan desde el
inconsciente, entonces las dimensiones conscientes de la psique
quedan devaluadas a funciones laterales o de segundo orden.

Freud señala que “la conciencia no puede ser un carácter general


de los procesos anímicos, sino tan sólo una función especial de los
mismos”. Por tanto, la conciencia es la punta consciente y extraña
de un enorme iceberg de naturaleza inconsciente. Este carácter
superficial de la conciencia es demostrado por Freud a través de la
embriología: la conciencia, localizada en la corteza cerebral, habría
permanecido ligada a la percepción sensible –y al sentido ingenuo
de realidad que suele suministrar- y en parte ajena a la estimulación
interna procedente del inconsciente. La conciencia sería, pues, una
especie de isla absolutamente solitaria en medio de un océano
subjetivo inconsciente. Ahora bien, su carácter de instancia
intermedia entre la estimulación externa y la interna, del que Freud
sacará bastante partido en El yo y el ello, le abocan a una
existencia inestable, carente de la continuidad y firmeza que
tradicionalmente se habían asociado a la conciencia o yo. Esta
conclusión acaba siendo reforzada cuando Freud descubre, a
través del examen del desarrollo de la libido en el niño, que el yo es
“el verdadero y primitivo depósito de la libido, la cual parte luego de
él para llegar hasta el objeto”. Si ese desplazamiento no se llega a
producir, el yo deviene en fases ulteriores del desarrollo psicosexual
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el objeto anómalo del deseo, convirtiéndose en el origen y el centro


del trastorno narcisista.

En El yo y el ello, Freud continúa la socavación de la idea clásica de


subjetividad a partir de la interpretación supuestamente unívoca de
los datos empíricos aportados por la observación de sus pacientes.
Así, por ejemplo, Freud señala al comenzar su estudio que “la
conciencia es un estado eminentemente transitorio. Una
representación consciente en un momento dado no lo es ya en el
inmediatamente ulterior, aunque pueda volver a serlo bajo
condiciones fácilmente dadas”.

La consciencia es mostrada como una especie de Guadiana mental


que tan pronto aparece como desaparece, manteniéndose su
contenido latente en estos intervalos; con esta imagen, Freud se
contrapone al supuesto tradicional según el cual la consciencia
sería aquel estado mental permanente que, en virtud de esa misma
permanencia, garantiza la continuidad de la identidad personal. En
continuidad con su obra anterior, Freud distingue contenidos
latentes, capaces de acceder a la consciencia y al lenguaje, de
otros cuya efectiva represión les impide revelarse nunca como
conscientes: se trata, de hecho, de la distinción entre preconsciente
e inconsciente tal y como la estipula su primera tópica.

En este orden de cosas, dice: “la verdadera diferencia entre una


representación inconsciente y una representación preconsciente (un
pensamiento) consiste en que el material de la primera permanece
oculto, mientras que la segunda se muestra enlazada con
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representaciones verbales.” Lo cual significa que ni el pensamiento


ni su expresión lingüística pueden ser calificados como claros y
transparentes para el propio sujeto que piensa o habla.
Ahora bien, lo decisivo en El yo y el ello no sólo es el surgimiento de
la llamada segunda tópica -Freud sustituye el esquema
‘inconsciente / preconsciente / consciente’ por el de ‘ello / yo /
superyó’-, sino, sobre todo, el hecho de que Freud establece una
jerarquización de las instancias de la subjetividad atribuyendo a la
dimensión inconsciente el papel principal y genético de las otras dos
instancias. Por esa razón, dice:

“Un individuo es ahora, para nosotros, un ello psíquico desconocido


e inconsciente, en cuya superficie aparece el yo, que se ha
desarrollado partiendo del sistema P [Percepción], su nódulo. El yo
no vuelve por completo al ello, sino que se limita a ocupar una parte
de su superficie, esto es, la constituida por el sistema P., y tampoco
se halla precisamente separada de él, pues confluye con él en su
parte inferior.”

Es más, el yo es una parte del ello modificada por la influencia del


mundo exterior a través del sistema perceptivo. Por otra parte, junto
al ello y el yo, Freud introduce, como última instancia explicativa de
determinados procesos psíquicos, al superyó. El superyó es, por
decirlo de algún modo, la costra psíquica generada a partir de la
primera y más importante identificación del individuo (la que tiene
lugar con el padre) y que acumula los ideales morales y religiosos
del individuo así como los productos de haber convertido en tales
ideales las tendencias filogenéticas más arcaicas de los individuos.
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Freud, al igual que Darwin, el cual, en la obra La descendencia del


hombre (1871), afirmaba que podemos encontrar indicios en los
animales superiores de los sentidos moral, social y religioso
supuestamente característicos de los seres humanos, no coloca el
desarrollo evolutivo humano en un lugar especial y diferente del
desarrollo animal. La peculiaridad del superyó, en todo caso, se
encuentra en ser el heredero cristalizado psíquicamente del
complejo de Edipo y, por consiguiente, en expresar al ello reprimido
en forma de normas morales que derivan del carácter del padre qua
padre. Si con la idea de que el pensamiento y el lenguaje
incorporan elementos inconscientes latentes, Freud ha desbancado
toda pretensión epistemológica seria a tales facultades, con la
introducción del superyó, despoja a la ética de cualquier posibilidad
de una expresión racional, objetiva e imparcial de sus preceptos. De
este modo, el universo moral (lo que se relaciona con la culpa, la
angustia, los dilemas, etc...) se convierte en el más personal e
idiosincrásico de los asuntos.

Por consiguiente, la subjetividad se manifiesta como un mecanismo


de emergencia y represión alternativa de la libido dentro del cual el
yo –o la consciencia- está siempre a punto de naufragar entre las
exigencias placenteras o destructivas y el sentimiento de culpa o la
angustia generados por el superyó. Como de modo bastante gráfico
expresa Freud: “[...] se rebela inútilmente el yo contra las exigencias
del ello asesino y contra los reproches de la consciencia moral
punitiva. [...] el ello es totalmente amoral; el yo se esfuerza por ser
moral, y el superyó puede ser hipermoral y hacerse tan cruel
entonces como el ello.” Pero esta imagen del mecanismo de la
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subjetividad ahora tiene los rasgos fundamentales de la precariedad


y la dependencia. El sujeto ya no es otra cosa que este conflicto –
de hecho, en la perspectiva evolutiva de la teoría psicoanalítica, se
hace propiamente sujeto resolviendo en cada etapa de su desarrollo
los requisitos en pugna de las diversas instancias psíquicas; pero el
magma instintivo del que surge, y del que son cristalizaciones el yo
y su ideal, el superyó, ya no permite valorarlo al modo cartesiano o
kantiano.

La idea de un sujeto autónomo, emplazado en un supuesto lugar


neutral, desde el cual juzga la corrección de las afirmaciones
epistemológicas o éticas aparece destruida por aquello que esta
idealización se proponía precisamente superar: la naturalidad o, en
términos más concretos, la ambivalencia del cuerpo. Y es a formas
diversas de esa naturalidad a las que el yo –siempre a punto de
zozobrar- finalmente ha de acabar sirviendo. Por esa razón, Freud
habla, en el capítulo final de El yo y el ello, de las tres servidumbres
del yo:

“Mas, por otra parte, se nos muestra el yo como una pobre cosa
sometida a tres distintas servidumbres y amenazada por tres
diversos peligros, emanados, respectivamente, del mundo exterior,
de la libido del yo y del rigor del superyó. [...] En calidad de instancia
fronteriza quiere el yo constituirse en mediador entre el mundo
exterior y el ello, intentando adoptar el ello al mundo exterior y
alcanzar en éste los deseos del ello por medio de su actividad
muscular.”
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Los peligros que se ciernen sobre el yo y a los que se refiere Freud


suponen siempre la caída en una forma de psicopatología
específica. En otro texto de 1924, Neurosis y psicosis, Freud
dictamina que todas las enfermedades mentales de importancia
pueden describirse como una descompensación en este esquema
de la segunda tópica: “La neurosis sería el resultado de un conflicto
entre el yo y su ello y, en cambio, la psicosis, el desenlace análogo
de tal perturbación de las relaciones entre el yo y el mundo
exterior.” No obstante, como puede verse, Freud no establece una
diferencia cualitativa entre las personas sanas y las enfermas: todas
comparten la misma estructura tópica; lo que en todo caso marca la
frontera entre la salud y la enfermedad mental es la manera peculiar
en la que cada cual resuelve los conflictos generados por los
desplazamientos de la libido en cada fase de desarrollo
psicosexual. En este sentido, es la plasticidad que tiene el yo para
deformarse o incluso escindirse lo que alivia la represión aunque
sea a costa de la locura. En el mismo texto, Freud señala: “[...] el yo
podrá evitar cualquier desenlace perjudicial en cualquier sentido,
deformándose espontáneamente, tolerando daños en su unidad o
incluso disociándose en algún caso. De este modo, las
inconsecuencias y chifladuras de los hombres resultarían análogas
a sus perversiones sexuales en el sentido de ahorrarles
represiones.” En este sentido, Freud parece estar sugiriendo que
las tendencias psicopáticas corren paralelas al proceso represivo,
como precipicios que se abren a ambos lados del desarrollo cultural
al que los hombres están históricamente abocados. Naturalmente,
sin represión no hay cultura, no hay posibilidad de civilización; pero
la represión es también el semillero de la enajenación.
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4. El yo contingente de Rorty

Richard Rorty comienza su obra Contingencia, ironía y solidaridad


recordando que la historia intelectual de Occidente dio un brusco
giro con la Revolución Francesa y, en particular, con el hecho de
que los hombres pudieron entender por vez primera como algo
plausible entonces que la verdad es algo que se construye en lugar
de ser algo que se halla. La idea de que todo lo que los hombres
hacen en el terreno teórico y en el práctico está sometido a las
contingencias de ese hacer, de ese construir, es lo que determina
que pueda hablarse de una filosofía de la contingencia, cuyas
manifestaciones se observan en el lenguaje, en las comunidades
humanas organizadas políticamente y en la subjetividad. Para
Rorty, todos los pensadores interesantes del siglo XX han sido
aquellos que, cabalgando sobre esta idea –la de que la verdad se
construye, no se halla-, han hecho todo lo posible por redescribir las
viejas cuestiones filosóficas en términos tales que su tratamiento
actual aparezca ya como considerablemente obsoleto. En ese
sentido, la figura de su ironista liberal entronca con los autores
interesantes en los que piensa: Nietzsche, Freud, Proust, Nabokov,
Foucault, etc. porque éstos son “personas que reconocen la
contingencia de sus creencias y de sus deseos más fundamentales:
personas lo bastante historicistas y nominalistas para haber
abandonado la idea de que esas creencias y esos deseos
fundamentales remiten a algo que está más allá del tiempo y del
azar.”
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En el caso particular de Freud, según Rorty, nos encontramos con


un pensador que desdiviniza al yo mediante una explicación en la
que hace remontar a la consciencia a sus orígenes, situados en las
contingencias de su educación. Tanto es así que Rorty no puede
evitar citar aquel pasaje tan conocido del psicólogo vienés en el que
afirma que el objetivo de su obra es “tratar al azar como digno de
determinar nuestro destino” . Pero Rorty, además de subrayarle
esta faceta de valedor anticipado de una filosofía de la contingencia,
también encuentra en Freud a un autor cuya gran influencia en la
cultura popular ha servido, entre otras cosas, para hacer visible y
aceptable la idea nietzscheana de la verdad como “un ejército móvil
de metáforas”. ¿Por qué? Pues porque Freud “Ve toda vida como
un intento de revestirse de sus propias metáforas.” Las
explicaciones psicoanalíticas de los sueños o de las fantasías
tienen por objeto decirle al propio soñador o fantaseador el sentido
secreto de su propia existencia. Un sentido, por otra parte, que no
puede expresarse con el lenguaje de la filosofía o de la ciencia más
rigurosa, sino sólo con el lenguaje de la poesía o la metáfora. Esta
reivindicación de un léxico literario, a pesar de que Freud buscara
descifrarlo mediante el léxico de la ciencia positivista, representa un
punto de contacto directo con Nietzsche, que también propone al
poeta vigoroso como modelo dionisíaco a la altura de la época.
Freud, por otro lado, al vincular las características contingentes de
la personalidad –patológicas o no- de los individuos con su afán por
construir sistemas filosóficos o por expresar una exquisita piedad
religiosa, “echa abajo las distinciones tradicionales entre lo más
elevado y lo más bajo, lo esencial y lo accidental, lo central y lo
periférico” .
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Por lo que respecta a la subjetividad, la obra de Freud “nos ayuda a


considerar seriamente la posibilidad de que no haya una facultad
central, un yo central, llamado ‘razón’, y, por tanto, a tomar en serio
el perspectivismo y el pragmatismo nietzscheano.” Este rechazo de
la subjetividad clásica o, por mejor decir, esta redescripción de la
subjetividad por parte de Freud representa también para Rorty un
modo de orillar todos los intentos originados en Platón de unificar lo
público y lo privado, las partes del Estado y las del alma, la justicia
social y la autorrealización personal. En suma, es un modo de
decirnos que la conflictividad idiosincrásica interna a la subjetividad
de cada cual nos imposibilita para toda comprensión totalizante,
universal y definitiva de lo que es el hombre y de lo que éste puede
hacer individual y colectivamente. No obstante, para Rorty, incluso
en la metodología podemos detectar la actualidad de Freud, porque
éste no sigue los caminos trillados de la crítica filosófica al uso sino
la nueva manera de una filosofía de la contingencia, que consiste,
no en proponer argumentos con los que destruir las viejas
perspectivas, sino nuevas metáforas con el propósito de hacer ver
la escasa o nula expresividad de las antiguas:

“Pero –y ése es el punto decisivo- [Freud] no lo hace a la tradicional


manera filosófica, reduccionista. No nos dice que el arte es en
realidad sublimación, o la construcción de sistemas filosóficos
meramente paranoia, o la religión meramente el confuso recuerdo
del padre feroz. No nos dice que la vida humana sea meramente
una continua recanalización de energía libidinal. No está interesado
en invocar una distinción entre la realidad y la apariencia diciendo
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que una cosa es ‘meramente’ o ‘realmente’ algo muy diferente.


Únicamente se propone darnos una nueva redescripción de las
cosas para que las coloquemos al lado de las otras, un léxico más,
otro conjunto de metáforas que él cree que tienen la posibilidad de
ser utilizadas y por tanto literalizadas.”

La aportación de Freud, pues, consistiría en haber hecho atractiva


para muchas personas una nueva redescripción de la subjetividad,
y ello, siendo mucho más consciente que los pensadores anteriores
acerca de su carácter provisional, metafórico e histórico. Rorty nos
sugiere que el hecho de que hoy no podamos evitar las referencias
a Freud al hablar del hombre sólo puede significar su próxima e
inevitable obsolescencia histórica. Lo que una voluntad (o un
conjunto de voluntades) quiso expresar habrá de ser desplazado
por lo que otra voluntad (o conjunto de voluntades) quiera expresar
un día. Eso es lo que significa tener en cuenta a la historia y haber
tomado en serio el dictum de Nietzsche acerca de la muerte de
Dios. Freud no ha hallado la verdad acerca del hombre, sino que ha
expresado un conjunto de metáforas acerca del mismo que ha
tenido el arraigo suficiente como para ser considerado un “apriori
cultural”. Provisto de las armas de la ciencia, pero con el pathos del
poeta vigoroso romántico, Freud dijo “así lo quise” respecto al
hombre y no “así es”. En este esfuerzo creativo reside el valor de su
obra; un valor –por expresarnos en el (según Rorty) anticuado
lenguaje de la Ilustración- relativo.

Bibliografía
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CAPARRÓS, A.: Los paradigmas en psicología, Horsori, Barcelona,


1980, (capítulo 3).
DESPRATS-PÉQUIGNOT, C.: El psicoanálisis, Alianza, Madrid,
1997, (capítulos 1 y 5).
FREUD, S.: Psicología de las masas, Alianza, Madrid, 1987.
________: El yo y el ello, Alianza, Madrid, 1977.
________: Tres ensayos sobre teoría sexual, Alianza, Madrid, 1987.
________: La interpretación de los sueños, Planeta-Agostini,
Barcelona, 1992.
LEAHEY, T.: Historia de la psicología, Debate, Madrid, 1991,
(capítulo 8).
MARTÍ, E.: Psicología evolutiva, Anthropos, Barcelona, 1991,
(capítulo 4).
RORTY, R.: Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona,
1991, (capítulo 2).

Dr. Adolfo Vásquez Rocca; Dr. Lluís Pla Vargas y Colaboradores UCM

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