Está en la página 1de 90

Escándalo

La cruz y la resurrección de Jesús

Donald A. Carson

Publicaciones Andamio
Alts Forns nº 68, Sót. 1º
08038 Barcelona
T. 93 432 25 23
editorial@publicacionesandamio.com
www.publicacionesandamio.com

Publicaciones Andamio es la sección editorial de los Grupos


Bíblicos Unidos de España (GBU)

Escándalo
© 2011 D. A. Carson

Scandalous: The Cross and Resurrection of Jesus


Copyright © 2010 by D. A. Carson
Published by Crossway Books
A publishing ministry of Good News Publishers
Wheaton, Illinois 60187, U.S.A.

This edition published by arrangement with Good News Publishers.


All rights reserved.

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial sin la autorización por escrito del editor.
All rights reserved. No part of this book may be reproduced in any form without written permission from editor.

Traducción: Gisela Muñoz


Diseño cubierta e interior: Stephanie Williams

Depósito Legal:
ISBN: 978-84-15189-15-2

© Publicaciones Andamio 2011


1a Edición Marzo 2011
Contenido
Prefacio
1 Las ironías de la Cruz (Mt. 27:27–51a)
El hombre de quien se mofan llamándole “rey”, es el Rey
El hombre despojado de poder es el Todopoderoso
El hombre que no puede salvarse a sí mismo salva a los demás
El hombre que clama desesperado confía en Dios
2 El centro de toda la Biblia (Ro. 3:21–26)
La ubicación del pasaje en Romanos
Lo que Pablo establece en Romanos 3:21–26
3 El extraño triunfo de un Cordero inmolado (Ap. 12)
Juan explica el momento de esta furia satánica
Juan identifica los motivos de esta furia satánica
Juan especifica cómo los cristianos vencen sobre esta furia satánica
4 Un milagro lleno de sorpresas (Jn. 11:1–53)
Jesús recibe un ruego desesperado y demuestra su amor mediante la tardanza
Jesús se enfrenta a una pérdida devastadora y consuela el luto dirigiendo la atención a sí
Jesús se enfrenta a la muerte implacable y manifiesta su soberanía sobre ella mediante
lágrimas e indignación
Jesús se enfrenta a la muerte moral y espiritual y otorga vida mediante su propia muerte (Jn.
11:45–53)
5 Dudando de la resurrección de Jesús (Jn. 20:24–31)
El grito de un escéptico decepcionado
La adoración de un escéptico asombrado
La función de un escéptico convertido
Índice General
Prefacio
Nada es más central en la Biblia que la muerte y resurrección de Jesús. La Biblia entera gira
alrededor de un fin de semana en Jerusalén hace unos dos mil años. Todo intento por entender
la Biblia sin pensar sobre cómo integrar la crucifixión y resurrección de Jesús fracasará, no será
más que un ejercicio de irrelevancia. Los mismos seguidores de Jesús no esperaban que le
crucificaran y definitivamente no esperaban que resucitara. Sin embargo, después de ocurridos
estos eventos, sus pensamientos y actitudes fueron transformados de tal manera que
entendieron que era inevitable que Jesús muriera en una cruz y dejara una tumba vacía. Desde
ese momento, sus vidas enteras cambiaron.
Por más que la Biblia insista en que estos eventos son históricos, no nos ofrece la libertad de
inventarnos el significado de estos sucesos tan sorprendentes. Si bien es necesario saber que
estos hechos ocurrieron, es igual de importante entender por qué ocurrieron.
Este librito es un humilde intento de resumir no meramente lo que sucedió, sino las
implicaciones de estos sucesos. Es decir, que mi intención es proveer una explicación
introductoria de la cruz y la resurrección, estudiando los escritos de algunos de los testigos más
antiguos de la muerte y resurrección de Jesús. Las palabras de esos testigos han sido preservadas
en la Biblia; los capítulos de este libro son explicaciones de cinco secciones de la Biblia que se
expresan sobre estas preguntas.
A través de los años he tenido la oportunidad de explorar muchas partes de la Biblia que
anuncian la muerte y resurrección de Jesús. En diciembre de 2008 di estas cinco ponencias en
una conferencia llamada Resurgence en Mars Hill (Seattle). Les agradezco a Mark Driscoll y al
equipo del Henry Center el que hayan organizado esta conferencia y, en particular, estoy
agradecido a Andy Naselli, quien corrigió este manuscrito e hizo la compilación de índices que
facilitan la versión escrita de estas charlas y la hace más útil.
D. A. Carson
Trinity Evangelical Divinity School
1

Las ironías de la Cruz


(Mt. 27:27–51a)
Los soldados del gobernador tomaron a Jesús y lo llevaron primero al pretorio, donde reunieron
alrededor de él a toda la compañía, lo desnudaron y le echaron sobre los hombros un manto
escarlata. Luego le pusieron sobre la cabeza una corona que habían tejido de espinos, y una caña
en su mano derecha. Y hacían burla de Jesús arrodillándose ante él y diciendo: “¡Salve, rey de los
judíos!”. También escupían sobre él, y quitándole la caña le golpeaban la cabeza. Por último,
después de haberse burlado de Jesús, le despojaron del manto, le pusieron de nuevo su propia
ropa y se lo llevaron para crucificarlo.
MATEO 27:27–31

Fue, en términos generales, un rey extraordinario. Unió a tribus dispares, construyó una nación
y estableció una dinastía. Este hombre valiente también desarrolló un formidable sistema de
defensa y, de esa manera, aseguró las fronteras de su país. Demostró ser un administrador hábil
y, en general, gobernó con justicia. Y como si todo esto fuera poco, fue dotado como poeta y
músico.
Sin embargo, hacia la mitad de su vida sedujo a su vecina, una mujer joven y guapa. Para
entender mejor la perversidad de este delito, es necesario recordar que, cuando se produjeron
los hechos, el marido de esta joven estaba fuera de su casa, luchando a favor de su rey, en el
frente de batalla. A raíz de este encuentro furtivo, la mujer quedó embarazada y así se lo informó
al rey. Éste, acostumbrado a poder resolver cualquier asunto, pensó que podía arreglar la
situación. Envió un mensajero al frente de batalla pidiéndole al comandante que mandara al
joven militar de vuelta a la capital para traerle personalmente un supuesto mensaje. El joven
vino, desde luego, pero no fue a su casa a acostarse con su mujer, pues pensó que, de cierta
forma, eso sería una afrenta a sus compañeros que permanecían en el campo de batalla. El joven
decidió dormir en el patio del palacio real, preparado para regresar a la guerra. El rey David,
sabiendo entonces que había de ser descubierto, envió en manos de este joven un mensaje
secreto a los comandantes del frente de batalla que contenía nada más y nada menos que su
propia sentencia de muerte. Los oficiales debían organizar una escaramuza y, mediante una
secreta señal, ordenar la retirada a todos los soldados excepto a este joven. Sucedió lo inevitable:
la unidad se retiró, el joven quedó solo en la refriega y murió. Poco tiempo después, el rey se
casó con la viuda embarazada. David pensó que había quedado impune de su pecado.
Dios envió al profeta Natán a confrontar al rey David. A pesar de ser un profeta fiel, Natán
decidió que debía acercarse al monarca con cierta cautela, así que comenzó con una alegoría. En
esencia, dijo: “Vuestra Majestad, me he enfrentado a un caso difícil en el campo. Hay dos
granjeros que son vecinos. Uno tiene muchísimo dinero: sus rebaños son cuantiosos. El otro es
un granjero que apenas subsiste y que sólo tiene una ovejita. De hecho, ya no le queda ni esa
oveja. Llegaron visitas a la casa del rico y éste, en vez de mostrar la esperada hospitalidad
matando uno de sus propios animales para preparar un banquete, fue y robó la única ovejita del
granjero pobre. ¿Qué debo hacer al respecto?”.
David, indignado, respondió: “¡Vive Jehová, que es digno de muerte el que tal hizo! Debe
pagar cuatro veces el valor de la cordera, por haber hecho semejante cosa y no mostrar
misericordia” (2 S. 12:5–6). David no se percató de la dolorosa ironía de su respuesta. Natán lo
sabía, desde luego, y el escritor del texto lo sabía, Dios lo sabía y los lectores lo sabemos, pero
David no fue capaz de detectar la terrible ironía de sus palabras hasta que Natán le dijo: “¡Tú eres
ese hombre!” (v. 7).
Todos sabemos lo que es la ironía. La ironía expresa una idea usando palabras que
normalmente significan lo contrario de lo que en realidad se está diciendo. A veces la ironía es
intencional: por supuesto, el que habla sabe que está usando la ironía. En otras ocasiones, como
en este ejemplo, no es así. David no tenía la menor idea de que sus palabras eran irónicas hasta
que se expuso su hipocresía. Él creía que sus palabras lo presentaban como un juez de principios
que toma decisiones judiciales justas y correctas pero, a la luz de su vida secreta, más bien se
expone como un hipócrita horrible. El verdadero sentido de las palabras, en este contexto más
amplio, es una condenación devastadora del propio David, quien piensa que, al utilizarlas, está
demostrando ser un hombre justo y un rey bueno.
La ironía en ocasiones es maliciosa y a veces es muy cómica. Sin embargo, todos sabemos que
la ironía tiene el potencial —particularmente dentro de la narrativa— de centrar la atención
sobre una situación particular. A menudo, es la ironía de la narración lo que le permite a los
oidores y lectores entender lo que realmente está sucediendo. La ironía provee una dimensión
de profundidad y color que, de otra manera, faltaría.
De los escritores del Nuevo Testamento, Mateo y Juan son los más dados a utilizar la ironía.
En el pasaje que tenemos delante, Mateo desarrolla los hechos que suceden mientras Jesús es
crucificado, y lo hace mediante la exposición de cuatro enormes ironías que le muestran al lector
atento lo que realmente está ocurriendo.
Permitidme recordaros el contexto. En este momento, Jesús ha estado en un escaparate
durante los dos o tres años de su ministerio público. Ahora, sin embargo, se ha ganado la
enemistad de las autoridades religiosas y políticas. Les sienta mal su popularidad, le temen a su
potencial poder político y sospechan de sus motivaciones. Se preguntan si el número creciente
de sus seguidores podría convertirse en una rebelión en contra de la superpotencia reinante de
la época: el poderoso Imperio romano. Y en un conflicto con Roma, sólo había un posible
resultado. Por lo tanto, era necesario aplastar a Jesús. Prepararon un juicio amañado contra Él,
lo declararon culpable de traición y lograron asegurar la sanción del gobernador romano para
ejecutar a Jesús mediante crucifixión. A ellos esto les pareció conveniente y oportuno para
conseguir sus objetivos religiosos y políticos.
Aquí, en el texto (Mt. 27:27), encontramos el relato inmediatamente después de declarada
la condena. En esa época, no había un largo período de espera antes de la ejecución de los
prisioneros. Una vez se emitía la sentencia de muerte, se llevaba al prisionero y se le ejecutaba
al cabo de varias horas o, como mucho, varios días. En el texto que vamos a estudiar, vemos que
los soldados están preparando a Jesús para una crucifixión inmediata. Mientras Mateo relata la
historia, aprendemos a reflexionar sobre cuatro profundas ironías de la cruz.
El hombre de quien se mofan llamándole “rey”, es el Rey (Mt. 27:27–31)
Por lo visto, ya habían azotado a Jesús mientras le interrogaban. Más tarde, inmediatamente
después de que se declarara la sentencia de crucifixión, repitieron los azotes (v. 26). Esto también
era parte del procedimiento; era costumbre azotar a los prisioneros antes de llevarlos a ser
crucificados. Sin embargo, lo que sucede desde el versículo 27 al 31 no era lo normal, sino más
bien un despliegue de humor negro. Los soldados del gobernador se juntaron, desnudaron a
Jesús y echaron sobre Él una especie de manto escarlata para hacerle parecer un personaje de la
realeza. Luego unieron algunas ramas de espinos de la vid —que tienen púas de 15 a 20 cm de
largo— y, formando una cruel corona de espinas, se la ajustaron en la cabeza. Le pusieron una
vara en la mano como si fuera un cetro. Se turnaban para inclinarse ante Él en reverencia fingida
y le golpeaban, gritando: “¡Salve, Rey de los judíos!”, para luego completar el espectáculo
escupiéndole la cara y azotándole, una y otra vez, con el cetro de mentira. Carcajadas
escandalosas y burlonas llenaron la habitación hasta que los soldados se cansaron de su juego.
Una vez terminaron de reírse de Él, haciéndolo pasar por rey de los judíos, le pusieron su propia
ropa y se lo llevaron para crucificarlo.
No obstante, Mateo sabe —así como lo saben sus lectores y el propio Dios— que Jesús en
efecto es el Rey de los judíos. Por si acaso se nos ha escapado este tema, Mateo nos lo recuerda
dos veces más en los siguientes versículos: sobre su cabeza en la cruz clavan el titulus, la
acusación en contra de Jesús: “ESTE ES JESÚS, REY DE LOS JUDÍOS” (v. 37). Los burladores siguen
rechazándolo como el rey de Israel en el versículo 42. Más importante aún, Mateo ha dejado su
tema muy claro a lo largo de su Evangelio.
Su primer versículo dice: “Esta es la genealogía de Jesucristo, Hijo de David, Hijo de Abraham”
(1:1). La siguiente genealogía se divide de manera algo artificial en tres grupos de catorce
generaciones, el segundo de los cuales (el central) cubre los años en los que la dinastía de David
reinó en Jerusalén. Incluso el número catorce es un código del nombre “David”. Todas las
promesas del Antiguo Testamento que anuncian la venida del rey davídico surgen de 2 Samuel 7,
ancladas en la vida de David, alrededor del año 1000 a. C. Casi trescientos años más tarde, el
profeta Isaías habló de uno que se sentaría sobre el trono de su padre David, alguien a quien,
además, se le llamaría “Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Is.
9:6). El capítulo inicial de Mateo recoge esta profecía del Antiguo Testamento. En el segundo
capítulo, los magos preguntan: “¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?” (2:2). Al
comenzar su ministerio público, Jesús habla constantemente acerca del reino: su naturaleza, su
nacimiento, su promesa y su consumación. En algunas de las llamadas “parábolas del reino”, las
historias que relata Jesús en ocasiones lo presentan a Él mismo como el Rey. El mismo tema surge
en el juicio ante Pilato. En el 27:11, Pilato el gobernador le preguntó a Jesús: “¿Eres tú el rey de
los judíos?”. “Tú lo dices”, le respondió Jesús en una aseveración firme pero un poco titubeante,
porque Jesús sabía muy bien que no era el tipo de rey que Pilato temía. Su reino no implica una
amenaza militar al César. El propio Pilato rápidamente discernió que aunque Jesús alegaba ser el
Rey de los judíos, no representaba una amenaza política inmediata, y procuró soltarlo. Sin
embargo, la confesión estaba ahí, y Jesús quedó condenado ante la acusación de traición, un
cargo que conllevaba la pena capital.
Y mientras los soldados se mofan de Jesús como si fuera el Rey de los judíos, Mateo sabe
claramente, así como sus lectores y Dios lo saben, que Jesús realmente es el rey de los judíos.
De hecho, si os fijáis bien podréis encontrar dos niveles de ironía. La burla de los soldados era
intencionalmente irónica.
Al exclamar “¡Salve, Rey de los judíos!” lo que querían decir era justamente lo contrario: Jesús
no es el rey, sino un patético criminal. Sin duda los soldados creían que su humor gozaba de una
ironía estupenda, pero Mateo ve una ironía más profunda. De hecho, cuando los soldados
denigran a Jesús considerándole un malhechor despreciable, las palabras que usan en efecto
dicen la verdad, lo contrario a lo que ellos quieren decir: Jesús, en realidad, es el Rey. Es ése el
propósito de este párrafo: el hombre de quien se mofaron, llamándole “rey”, resultó ser el
verdadero Rey (Mt. 27:27–31).
Los que conocen bien la Biblia saben perfectamente que Jesús es más que el Rey de los judíos;
es el Rey de todos, es Señor de todos. Mateo mismo lo deja muy claro en sus últimos versículos.
Ya resucitado, Jesús declaró que toda la autoridad en el Cielo y en la Tierra era suya (28:18); su
autoridad no es otra cosa que la autoridad del propio Dios. Él es Rey del universo. Es Rey de los
soldados que se burlaron de Él. Es Rey tuyo y mío. Y algún día, nos asegura Pablo, toda rodilla se
doblará y toda lengua confesará que Jesús es el Señor. El hombre de quien se burlan, llamándole
“rey”, es el verdadero Rey.
Debemos ir todavía más lejos en nuestro análisis. ¿Con qué concepto de reinado opera Jesús?
En el primer siglo, a nadie se le ocurriría la idea de una monarquía constitucional como la de Gran
Bretaña, en la que el monarca no tiene mucha autoridad verdadera aparte de la persuasión
moral. En el mundo antiguo, los reyes reinaban. Era la función de los reyes y la manera en que
operaban. De hecho, esa es la noción de reinado que imperó hasta hace poco tiempo. Luís XIV
no era un monarca constitucional en el sentido británico actual. Por tanto, ¿qué clase de rey es
Jesús en la mente de Mateo, si acabará muerto en una cruz? ¿Es un rey fracasado?
Una vez más, Mateo ya nos ha dado algunas pistas acerca de la realidad del reinado de Jesús.
Debemos observar el interesante intercambio en Mateo 20:20–28. La madre de los apóstoles
Santiago y Juan se acerca a Jesús, junto con sus dos hijos, a pedirle un favor. “¿Qué quieres?”, le
pregunta Él.
Ella le responde: “Ordena que en tu Reino estos dos hijos míos se sienten el uno a tu derecha
y el otro a tu izquierda” (v. 21). Evidentemente, ellos creían que Jesús se sentaría físicamente a
reinar de manera muy normal e histórica y que nombraría a sus apóstoles como ministros de su
gabinete. Ellos tenían la esperanza de obtener los dos puestos principales: tal vez Secretario de
Estado y Secretario de la Defensa. Jesús en esencia les dice que no tienen la menor idea de lo que
están pidiendo. Les pregunta: “¿Podéis beber del vaso que yo he de beber?”, refiriéndose, por
supuesto, al sufrimiento que le esperaba. Demasiado seguros de sí mismos y con una ignorancia
impresionante, responden: “Podemos” (v. 22). Casi podemos imaginarnos a Jesús sonriendo en
su interior pues, en un sentido, sí que iban a participar de su copa de sufrimiento. Uno de los dos
hermanos, Santiago, pasaría a ser el primer mártir apostólico y, el otro, moriría exiliado en
Patmos. Aun así, no le toca a Jesús conceder el derecho de sentarse a su izquierda o a su derecha:
el Padre se ha reservado ese privilegio exclusivo.
Cuando los otros diez apóstoles se enteraron de la solicitud de Santiago, Juan y su madre, se
pusieron furiosos, pero no por la arrogancia e impertinencia del pedido, sino porque ellos diez
no habían logrado pedirlo antes. Por esta razón, Jesús llamó a los doce y los juntó para darles una
de las más importantes revelaciones acerca de la naturaleza del Reino. Les dijo: “Sabéis que los
gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas
potestad. Pero entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros
será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el
Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por
muchos” (vv. 25–28). No debemos malinterpretar esta aseveración tan profunda. Jesús no quiso
decir que en ningún sentido ejercía autoridad. Evidentemente no es así y en los últimos versículos
del libro Mateo nos recuerda, como hemos visto, que Jesús reclamó para sí toda la autoridad en
el Cielo y en la Tierra.
Lo que más bien quiso decir fue: los reyes, gobernantes y presidentes de este mundo caído
ejercen su autoridad porque tienen una idea profunda de autopromoción, de querer ser el
primero, un instinto de supervivencia, incluso porque creen tener el derecho a ello. En contraste,
Jesús ejerce su autoridad de tal manera que procura el bien de sus súbditos y eso le lleva, en
última instancia, a la cruz. No vino a ser servido, como si eso fuera un fin en sí mismo; aun en su
misión soberana vino a servir, a dar su vida en rescate por muchos. Todo aquél que ejerza alguna
autoridad en cualquier nivel del Reino de Jesucristo debe servir de la misma manera: no con
exigencias implícitas de auto-realización, ni creyendo tener el derecho a reinar, ni con un deseo
de sentarse a la izquierda o a la derecha de Jesús, sino con una pasión por servir.
Era de esperarse, entonces, que Pilato no lograra entender a Jesús, quien alegó ser Rey, pero
no tenía ninguna de las pretensiones de los monarcas de este mundo. No debe sorprendernos
que, en los sucesivos trescientos años, los cristianos hablaran —con profunda ironía— sobre
Jesús reinando desde la cruz.
De manera que aquí encontramos la primera ironía en la presentación de Mateo de la
crucifixión de Jesús: el hombre de quien se mofaron, llamándole rey, resultó serlo.

El hombre despojado de poder es el Todopoderoso (Mt. 27:32–40)


Por limitaciones de tiempo no puedo comentar sobre todos los detalles sutiles del texto de
Mateo. Lo que resulta claro es que el evangelista presenta grandes evidencias que demuestran
la debilidad e impotencia de Jesús. En el mundo romano, la parte vertical de la cruz se solía dejar
sobre el suelo en el lugar de la crucifixión (por lo general, un lugar concurrido cerca de una vía
pública para que la mayor cantidad de personas pudiera presenciar la tortura y aumentar el
temor al poder romano). La sección horizontal la cargaba la víctima hasta el lugar de la ejecución.
Así, amarraban o clavaban al prisionero a esta sección de la cruz y luego la elevaban para
colgarla del poste vertical. Sin embargo, Jesús ya estaba tan débil que ni siquiera logró cargar
este pedazo de madera sobre su hombro hasta el monte de la crucifixión. De manera que los
soldados ejercieron su derecho legal de reclutar a otra persona que llevara a cabo la tarea y
obligaron a Simón de Cirene a llevar la cruz (v. 32). A las víctimas se les crucificaba desnudos; la
cruz pretendía ser no sólo un instrumento de dolor sino de vergüenza. Por lo tanto, los soldados
echaron suertes para determinar quién se ganaría la posesión de la ropa de Jesús (v. 35). Es difícil
imaginarse un retrato que exponga más deliberadamente la total debilidad de Jesús en ese
momento.
“Y [los soldados] se sentaron a vigilarlo” (v. 36). En épocas anteriores del Imperio romano, los
soldados solían crucificar a la persona y luego abandonaban el lugar para dejarla morir. En
algunas instancias, se supo que amigos de la víctima la habían bajado de la cruz, salvándole la
vida. De manera que ya para esta etapa de la historia romana, había una política imperial de
asignar soldados al lugar de las crucifixiones para que velaran hasta que ocurriera la muerte. Esto
es lo que leemos en el versículo 36: los soldados velan a Jesús. Éste no tiene esperanza alguna de
ser rescatado. Sufriendo enormemente, bajo una humillación insoportable, quebrantado de
cuerpo y de espíritu, sin otra posibilidad que la liberación de la muerte misma, Jesús quedó
colgado en esa vergonzosa y espantosa cruz, despojado de todo poder.
Entonces se nos narra la mofa que demuestra la importancia de esta enumeración de
evidencias acerca de la debilidad y falta de poder de Jesús. Se nos cuenta que algunos de los que
pasaban por ahí le lanzaban insultos, gritando: “Tú, que destruyes el templo y en tres días lo
reconstruyes, ¡sálvate a ti mismo! ¡Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz!” (vv. 39–40).
Para entender por qué Mateo informa sobre estas palabras, debemos recordar que ya había
surgido el tema de la destrucción del templo. Antes de este momento, durante el juicio de Jesús
delante del sumo sacerdote, las autoridades seguían luchando por conseguir testigos idóneos
que pudieran destruirle.
En Mateo 26:61 se nos cuenta que, al final, dos testigos aparecieron y le acusaron diciendo:
“Este hombre dijo: ‘Puedo destruir el templo de Dios y reconstruirlo en tres días’ ”. Esta
imputación era muy peligrosa. A los romanos les preocupaba que surgieran conflictos entre las
diferentes religiones, así que decretaron que la profanación de cualquier templo constituiría un
delito penado con la muerte. Si se demostraba que en las palabras de Jesús, acerca de la
destrucción del templo de Dios, existía una intención de hacerle daño a algún templo, habrían
logrado su propósito. Sin embargo, esa línea de pensamiento se deshizo en Mateo 26; en los
relatos paralelos descubrimos que los testigos no lograron ponerse de acuerdo. Eventualmente
se le condenó a Jesús por una acusación de traición y no por la intención de profanar un templo.
Eso sí, las palabras de Jesús alimentaron la diversión de los que se burlaban de Él, pues había
hablado, con naturalidad, sobre destruir y reconstruir el templo en tres días. ¿Qué clase de poder
haría falta para eso? Con la ayuda de la tecnología moderna, somos capaces de construir una
casa prefabricada en uno o dos días; podemos edificar un rascacielos en uno o dos años. En
términos históricos, sin embargo, esta velocidad es un adelanto muy reciente. Ningún arquitecto
de las grandes catedrales europeas pudo ver el resultado final de su obra, pues el proceso de
construcción era largo y sobrepasaba la expectativa de vida de las personas. Los constructores
del templo de Jerusalén se enfrentaron a unas limitaciones adicionales: no les era permitido
utilizar martillos de mamposteros cerca de los predios del templo. Debían medir y cortar cada
una de las enormes piedras en otro lugar y luego transportarlas mediante fuerza humana y
animal, sin ayuda de sistemas hidráulicos.
Sin embargo, Jesús tranquilamente comentó que podía destruir y reconstruir un templo en
tres días. ¿Cuánto poder tendría que tener para ello? ¿Qué clase de poder sobrenatural sería
necesario? No obstante, Jesús colgó de una cruz romana, completamente despojado de poder.
El dolor de la burla enciende este contraste amargo entre el poder que Jesús se atribuía y su
evidente debilidad actual. Una vez más, los que se burlaban de él disfrutaban de esa ironía: Jesús
alegaba tener muchísimo poder y, en este momento, todos eran testigos de su debilidad
absoluta.
A la luz de las afirmaciones de Jesús, le dicen “Sálvate a ti mismo”, lo cual por supuesto le
declaran de manera irónica, ya que están convencidos de que Él es totalmente incapaz de
ayudarse a sí mismo. Las pretensiones de Jesús se ven como ridículas o escandalosas y se
merecen la burla.
No obstante, los apóstoles sabían, los lectores de los Evangelios saben y Dios sabe que la
demostración del poder de Jesús se perfecciona precisamente en la debilidad de la cruz. Si leemos
el Evangelio de Juan —particularmente Juan 2— sabemos lo que Jesús realmente dijo sobre este
tema: “Destruid este templo y lo levantaré de nuevo en tres días” (2:19). Según Juan, los
enemigos de Jesús no tenían la menor idea de lo que Él había querido decir. De hecho, los propios
discípulos de Jesús no le entendieron en ese momento, pero según Juan, después de la
resurrección de Jesús los discípulos recordaron sus palabras. Creyeron en las Escrituras y en las
palabras que Jesús había pronunciado. Entendieron que Él se refería a su propio cuerpo (vv. 20–
22). El asunto es que bajo los términos del antiguo pacto, el templo era el gran lugar de reunión
entre un Dios santo y su pueblo pecaminoso. Era el lugar de los sacrificios, de la expiación por el
pecado. Sin embargo, después de la cruz, en la cual Jesús pagó por nuestros pecados mediante
su sacrificio, Jesús mismo se convierte en el gran lugar de encuentro entre el Dios santo y su
pueblo pecaminoso; se constituye en el templo, el punto de reunión entre Dios y su pueblo. No
es que Jesús en su encarnación sirva como el templo de Dios. Eso es un gran error. Jesús dijo:
“Destruid este templo, y lo levantaré de nuevo en tres días”. Es únicamente mediante la muerte
de Jesús —su destrucción— y su resurrección tres días después, que Él satisface nuestra
necesidad y nos reconcilia con Dios, convirtiéndose en el templo, el lugar supremo de encuentro
entre Dios y los pecadores. Si usamos el lenguaje paulino, no sólo predicamos a Cristo, sino a éste
crucificado.
He aquí la gloria, la paradoja, la ironía: una vez más, aquí encontramos dos niveles de ironía.
Los que se burlan de Él se creen graciosos e ingeniosos al mofarse de las pretensiones de
Jesús y reírse de su total debilidad después de haber alegado que podría destruir y reconstruir el
templo en tres días. Pero los apóstoles sabían, y los lectores saben y Dios sabe que hay una ironía
más profunda: precisamente al quedarse en la cruz con esa desgraciada limitación, Jesús se
constituye a sí mismo como templo y resucita con la plenitud de su poder. La única manera de
salvarse a sí mismo y salvar a su pueblo es quedarse colgado en esa atroz cruz, totalmente
despojado de poder. Las palabras que usan los observadores para insultarlo y humillarlo, en
realidad, describen el proceso que está acercando la salvación del Señor.
El hombre despojado de poder es el Todopoderoso.
Mateo ya había trabajado este principio en otras partes de su Evangelio. Según lo que relata
en su capítulo 16, en Cesarea de Filipos Jesús les preguntó a los discípulos quién creían ellos que
era Él. Simón Pedro le respondió: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (v. 16). No debemos
interpretar la confesión de Pedro con demasiada generosidad. Cuando nosotros decimos “Jesús
es el Cristo”, inevitablemente incluimos en nuestra confesión la esencia de la persona de Jesús,
su crucifixión y su resurrección, pues vivimos en la época posterior a estos grandes eventos. No
podemos pensar en Él sin pensar en su cruz y resurrección. Pero cuando Pedro le confiesa a Jesús:
“Tú eres el Cristo”, no abarca la crucifixión y la resurrección. Al decir “Cristo”, está pensando en
un Rey conquistador, victorioso, mesiánico y davídico. La evidencia se encuentra en los versículos
subsiguientes. Después de la confesión de Pedro, Jesús procede a hablar sobre su inminente
sufrimiento, muerte y resurrección (v. 21) y Pedro aún no tiene claro lo que Jesús está diciendo.
Los Mesías no mueren, ¡vencen! No son crucificados, ¡conquistan! De manera que Pedro se toma
el atrevimiento de reprender a Jesús: “¡De ninguna manera, Señor! —exclamó— ¡Esto no te
sucederá jamás!” (v. 22). Tan errónea es la comprensión de Pedro sobre el propósito de Jesús
como Mesías que se gana el inmortal regaño del Maestro: “¡Apártate de mí, Satanás! Quieres
hacerme tropezar; no piensas en las cosas de Dios sino en las de los hombres” (v. 23).
En esta coyuntura, Jesús universaliza el principio que está en juego: “Si alguien quiere ser mi
discípulo, tiene que negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirme. Porque el que quiera salvar su
vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la encontrará” (vv. 24–25). La expresión
“tomar su cruz” no es un modismo para referirse a una molestia insignificante, tal como una uña
encarnada, un dolor de muela o un pariente imprudente: “Todos tenemos una cruz que cargar”.
No; en el primer siglo, hubiera sido imposible interpretarlo de esa manera. En esa época y cultura
era impensable bromear acerca de la crucifixión; sería equivalente a bromear acerca de
Auschwitz hoy día. Tomar tu cruz no significa seguir adelante con valor a pesar de haber perdido
tu empleo o tu cónyuge. Significa que estás condenado a muerte; estás cargando la parte
horizontal de la cruz de camino al lugar de la crucifixión. Has abandonado toda esperanza de vida
en este mundo. Es ahí —y sólo ahí— que, según Jesús, estamos preparados para seguirle.
¿No es esto una enseñanza cristiana universal? Es en la muerte que vivimos; al negarnos a
nosotros mismos, nos encontramos; al dar, recibimos. Pablo comprende este mismo principio al
decir en 2 Corintios 12 que ha aprendido a regocijarse en su debilidad, porque cuando él es débil,
experimenta el poder de Dios.
Todo esto, por supuesto, primero se ejemplificó en el Señor Jesús. Experimentando
vergüenza, oprobio e impotencia, murió en gran agonía y dolor pero resucitó en poder para
convertirse en el templo levantado de Dios, el punto de encuentro viviente entre Dios y su
pueblo. Los que se burlaban de Él se reían de la ironía que percibían: Jesús verbalizó pretensiones
osadas de poder, alegando ser capaz de reconstruir el templo en tres días, pero muere sumido
en una debilidad abismal.
No obstante, nosotros podemos ver una ironía más profunda: esa misma ironía que
entretiene a los que se burlan es el camino de Jesús hacia el poder, el camino a la resurrección,
la vía a funcionar como el templo poderoso del Dios viviente. A pesar de que nuestra propia
muerte a nuestros intereses jamás opera con la misma importancia que la muerte de Jesús, el
mismo principio se nos aplica: al morir, vivimos; al negarnos a nosotros mismos, nos encontramos
a medida que tomamos nuestra cruz y seguimos a Jesús.
Aquí, entonces, encontramos la segunda ironía de la cruz que Mateo presenta: el hombre
totalmente despojado de poder es Todopoderoso.

El hombre que no puede salvarse a sí mismo salva a los demás (Mt. 27:41–42)
La burla continúa en los versículos 41 y 42: “De la misma manera se burlaban de Él los jefes de
los sacerdotes, junto con los maestros de la ley y los ancianos. ‘Salvó a otros —decían—, ¡pero
no puede salvarse a sí mismo! ¡Y es el Rey de Israel! Que baje ahora de la cruz, y así creeremos
en Él’ ”.
¿Cómo definimos hoy día el verbo “salvar”? Si le preguntáramos al azar a una persona en las
calles de la ciudad lo que significa “salvar”, ¿cuál sería la respuesta?
Un notario podría decir que es firmar o poner las iniciales de uno al final de un documento
para que valga lo enmendado o añadido. El portero del equipo de fútbol salva el partido al evitar
que se anote un gol. Un corredor podría pensar en recorrer la distancia entre dos puntos o saltar
(“salvar”) una valla en su carrera. Si le preguntáramos a un historiador, podría pensar en hacer la
salva a la comida o bebida de los reyes.
Las personas que se mencionan en los versículos 41 y 42, desde luego, no se refieren a
ninguna de esas cosas. Lo que dicen es que Jesús aparentemente “salvó” a muchas otras personas
—sanó a los enfermos, echó fuera demonios, alimentó a los hambrientos, incluso resucitó
algunos muertos— pero ahora no era capaz de “salvarse” a sí mismo de la ejecución.
No debía ser muy buen Salvador, entonces. Por lo tanto, aun su aseveración formal de que
Jesús “salvó” a otros, la pronuncian con ironía en un contexto que le hace aparecer como incapaz.
Este supuesto Salvador resultó ser una desilusión y un fracaso y, una vez más, los allí presentes
disfrutaron de sus burlas ingeniosas.
Nuevamente, los que se burlan dicen más de lo que saben. Mateo sabía, los lectores sabemos
y Dios sabe que, en un sentido profundo, si Jesús ha de salvar a los demás, realmente no puede
salvarse a sí mismo.
Debemos empezar por ver la manera en que el propio Mateo introduce el verbo “salvar”. La
primera vez que aparece es en el primer capítulo del libro. Dios le dice a José que el bebé en el
vientre de su prometida ha sido engendrado por el Espíritu Santo. Además, le da instrucciones
adicionales: “Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de
sus pecados” (1:21). “Jesús” es la versión griega de “Josué”, que significa algo así como “YHVH
salva”. Al anunciar este significado de manera tan clara al principio de su Evangelio, Mateo les
informa a sus lectores sobre la misión de Jesús el Mesías, ya que reporta la razón por la cual Dios
mismo le puso nombre: Jesús vino a salvar a su pueblo de sus pecados.
Debemos leer todo el Evangelio de Mateo con este anuncio inicial en mente. Si en Mateo 2,
el niño Jesús de cierta manera recapitula el descenso de Israel a Egipto, es su manera de
identificarse con ellos porque vino a salvar a su pueblo de sus pecados. Si experimenta
tentaciones por parte de Satanás y vence sobre ellas, es porque debe mostrarse apartado del
pecado—por más tentado que esté— para poder salvar a su pueblo de sus pecados. Si en Mateo
5 al 7 —conocido como el Sermón del Monte— Jesús ofrece incomparables y articulados
preceptos del reino de los cielos y de cómo éste llena las expectativas del Antiguo Testamento
es, en cierta manera, porque la transformación de las vidas de los seres humanos pecaminosos
es parte de la misión de Jesús: Él vino a salvar a su pueblo de sus pecados, tanto de la práctica
pecaminosa como de la culpa.
Si en los capítulos 8 y 9 Mateo presenta una serie de milagros de sanidad y poder repletos de
símbolos, es porque revocar la enfermedad y destruir demonios son componentes inevitables de
salvar a su pueblo de sus pecados. Es por eso que Mateo 8:17 cita a Isaías 53:4: “Él cargó con
nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores”, porque su nombre es Jesús —“YHVH Salva”
y vino a salvar a su pueblo de sus pecados—. Si Mateo 10 habla acerca de una misión de
entrenamiento, es porque ésta forma parte de la preparación para la extensión del ministerio
terrenal de Jesús hacia el futuro, cuando se prediquen las buenas nuevas del evangelio del reino
a todo el mundo, porque Jesús vino a salvar a su pueblo de sus pecados. De esta manera podemos
analizar todos los capítulos del Evangelio de Mateo y aprender la misma lección una y otra vez:
Jesús vino a salvar a su pueblo de sus pecados.
Mateo sabía esto, los lectores lo sabemos y Dios lo sabe. Sabemos que Jesús estuvo colgado
en esa cruz maldita porque vino a salvar a su pueblo de sus pecados. Incluso las palabras de
institución de la última cena nos preparan para entender la importancia de la sangre de Jesús
vertida en la cruz: “Esto es mi sangre del pacto, que es derramada por muchos para el perdón de
pecados” (26:28). Para usar el lenguaje de Pedro, Jesús murió —el justo por los injustos— para
acercarnos a Dios; para usar las palabras del propio Jesús, vino a dar su vida en rescate por
muchos.
Cuando yo era niño tenía una imaginación muy retorcida, aún más retorcida, sospecho, que
ahora. A veces me gustaba leer una historia, detenerme en un punto crucial de la narración y
preguntarme cómo se desarrollaría si cambiaran ciertos puntos determinantes. Mi historia
bíblica favorita para hacer este ejercicio, un tanto dudoso, era la crucifixión de Jesús. Los que se
burlaban gritaban con ironía y sarcasmo: “Salvó a otros ¡pero no puede salvarse a sí mismo! ¡Y
es el Rey de Israel! Que baje ahora de la cruz, y así creeremos en Él”. En mi mente me imaginaba
a Jesús recobrando sus fuerzas y saltando de la cruz, sano y exigiendo su ropa.
¿Qué pasaría? ¿Cómo se desarrollaría la trama en ese caso? ¿Creerían en Él?
En un nivel, por supuesto que sí; ésta sería una demostración de poder extraordinaria y
convincente. Seguramente los que antes se burlaban habrían huido rápidamente de la escena.
Pero, en el sentido cristiano completo, ¿creerían en Él? ¡Por supuesto que no! Creer en Jesús, en
el sentido cristiano, significa confiar plenamente en Él como Aquél que cargó nuestro pecado en
su propio cuerpo en ese madero, como Aquél cuya vida, muerte y resurrección —ofrecida en
nuestro lugar— nos ha reconciliado con Dios. Si Jesús hubiera saltado de la cruz, los que estaban
allí observando no hubieran podido creer en Él en ese sentido, porque Él no se habría sacrificado
por nosotros, de manera que no habría nada en lo cual confiar, aparte de nuestra inútil y vacía
auto-justificación.
De repente, las palabras de burla adquieren un nuevo peso y significado. “Salvó a otros —
decían— pero no puede salvarse a sí mismo”. La ironía más profunda es que, en un sentido que
ellos no comprendían, estaban diciendo la verdad. Si Él se hubiera salvado a sí mismo, no hubiera
podido salvar a los demás; la única manera de salvar a otros era precisamente renunciando a
salvarse a sí mismo. En la ironía detrás de la ironía intencional de los que se burlaban, expresaron
una verdad que ellos mismos no vieron. El hombre que no puede salvarse a sí mismo salva a
otros.
Una de las razones por las cuales estaban tan ciegos es que ellos pensaban en términos de
restricciones meramente físicas. Cuando decían que “no puede salvarse a sí mismo”, querían
decir que los clavos lo sujetaban, los soldados evitaban un rescate y su debilidad e incapacidad
garantizaban su muerte. Para ellos, las palabras “no puede salvarse a sí mismo” expresaban una
imposibilidad física.
Pero aquellos que conocen a Jesús son plenamente conscientes de que ni los clavos ni los
soldados podían detener el camino de Emmanuel. La verdad es que Jesús no podía salvarse a sí
mismo, no por algún impedimento físico, sino por un imperativo moral. Vino a cumplir la voluntad
de su Padre y no iba a permitir que le desviaran de esta misión. Aquél que clamó con angustia en
el huerto de Getsemaní: “Hágase tu voluntad y no la mía” estaba comprometido con un mandato
moral de parte de su Padre celestial, tanto así que, al final, era impensable desobedecer. No
fueron los clavos lo que sujetaron a Jesús a esa horrible cruz; fue su decisión incondicional, por
amor a su Padre, de cumplir Su voluntad y, dentro de ese marco, fue su amor por los pecadores
como yo. Realmente, no podía salvarse a sí mismo.
Quizás parte de nuestra dificultad en comprender esta verdad se debe a que la noción del
imperativo moral se ha disipado mucho en el pensamiento occidental. ¿Habéis visto la película
Titanic que dirigió James Cameron? Este gran barco estaba lleno de las personas más adineradas
del mundo y, según la película, mientras se hundía el barco, los hombres ricos comenzaron a
pelear por los pocos e inadecuados botes salvavidas, dando empujones a las mujeres y los niños
en su deseo desesperado de sobrevivir. Los marineros británicos sacaron sus pistolas y dispararon
al aire gritando: “¡Fuera! ¡Fuera! ¡Las mujeres y los niños primero!”. En realidad, esto no sucedió
así. El testimonio unánime de los sobrevivientes afirma que los hombres se quedaron atrás,
animando a las mujeres y a los niños a subir a los botes salvavidas. John Jacob Astor —el hombre
más rico del mundo en su época, algo así como Bill Gates en nuestros tiempos— estuvo allí.
Arrastró a su esposa hasta uno de los botes, la montó y se retiró del lugar. Alguien le instó a que
se metiera en el bote con ella. Él rehusó hacerlo, pues había pocos botes y debían hacer subir
primero a las mujeres y a los niños. Se quedó en el barco y se ahogó. El filántropo Benjamin
Guggenheim estuvo presente. Viajaba con su amante pero, al percibir que probablemente no
sobreviviría, le dijo a uno de sus sirvientes: “Dile a mi esposa que Benjamin Guggenheim conoce
su deber” y se quedó en el barco y se ahogó. No hay un solo relato de algún hombre rico que
desplazara a las mujeres y los niños en su afán por sobrevivir.
Cuando se reseñó la película en el periódico New York Times, el crítico se preguntó por qué
el productor y el director de la película habían tergiversado tan descaradamente la historia en
este aspecto. Dijo que la escena, tal y como se había planteado, no hubiera sido posible.
¿Marineros británicos sacando pistolas? La mayoría de los policías británicos no llevan pistolas y
los marineros británicos definitivamente que tampoco. ¿Por qué, entonces, distorsionaron
intencionadamente la historia? Y luego el crítico respondió a su propia pregunta: si el productor
y el director hubieran mostrado la realidad, nadie les hubiera creído.
Rara vez he leído una acusación más condenatoria hacia el desarrollo de la cultura occidental
—particularmente la anglosajona— en el último siglo. Hace cien años, nuestra cultura preservaba
bastantes residuos de la virtud cristiana de sacrificarse a uno mismo por el bien de los demás, del
imperativo moral que busca el bien ajeno por encima del propio. De manera que tanto cristianos
como no creyentes entendían que era honroso —aunque común y corriente— elegir la muerte
por el bien de otros. Tan sólo un siglo más tarde dicha acción se ha vuelto tan inverosímil que ha
sido necesario tergiversar la historia.
Hemos llegado a una etapa en la que no se entiende fácilmente lo que es un imperativo moral,
interno y poderoso. No debe sorprendernos, entonces, que haya que explicar y justificar la
obligación moral bajo la cual operó Jesús.
Más aún, los cristianos de hoy día entenderán que el cristianismo bíblico y auténtico no se
trata nunca de normas ni reglas, de una liturgia pública ni de la moralidad privada. El cristianismo
bíblico conlleva la transformación de hombres y mujeres, personas que disfrutan de naturalezas
regeneradas por el poder del Espíritu de Dios. Queremos agradar a Dios, queremos ser santos,
queremos confesar que Jesús es el Señor. En fin, por la gracia asegurada en la cruz de Cristo,
nosotros mismos experimentamos algo de ese imperativo moral transformador: aprendemos a
odiar y a temerle a los pecados que antes amábamos, ansiamos la obediencia y la santidad que
antes detestábamos.
Tristemente, somos terriblemente inconsistentes en todo esto, pero hemos probado un poco
de los poderes de la era venidera, por lo cual sabemos cómo se siente tener un imperativo moral
transformador en nuestras vidas y anhelamos su perfección en el triunfo final de Cristo.
Es por esto que los cristianos nos regocijamos en esta doble ironía: el hombre que no puede
salvarse a sí mismo salva a los demás.

El hombre que clama desesperado confía en Dios (Mt. 27:43–51a)


Aun mofándose, los principales sacerdotes, maestros de la ley y los ancianos vociferan sus
burlas: “Él confía en Dios; pues que lo libre Dios ahora, si de veras lo quiere. ¿Acaso no dijo: ‘Yo
soy el Hijo de Dios’?” (v. 43). Una vez más, la intención de sus palabras es expresar un humor
sarcástico e irónico. Cuando dicen “Él confía en Dios”, lo que realmente quieren decir es que su
confianza no pudo haber sido verdadera ni válida porque ha sido abandonado por Dios. De otra
manera, ¿por qué estaría colgando de este horroroso instrumento de tortura?
Los otros prisioneros crucificados junto a Él se unieron al abuso (v. 44). Ciertamente, a
primera vista, el grito desconsolado de Jesús: “Elí, Elí, ¿lama sabactani?” (v. 46) casi justifica el
amargo escepticismo en cuanto a su confianza en Dios. Algunos comentaristas contemporáneos
afirman que estas palabras demuestran que, en este momento, Jesús efectivamente abandona
su confianza en Dios. La aplicación pastoral correspondiente, concluyen ellos, es que si el propio
Jesús sucumbió a la presión intensa, no debe sorprendernos que nosotros también nos
derrumbemos de vez en cuando. Si perdemos nuestra fe en Dios y abandonamos nuestra
confianza en Él, estos comentaristas dicen que no debemos ser tan duros con nosotros mismos,
puesto que aun el propio Jesús perdió su confianza en su Padre celestial.
Sin embargo, este tipo de lectura del pasaje —llamémosla la perspectiva del “Jesús
autocompasivo”— no tiene sentido dentro de su contexto. Primeramente, no encaja con lo que
hemos visto hasta ahora: el hecho de que, en estas escenas, las personas que se burlan de Jesús
se creen que están riéndose de Él con ironía ocurrente pero siempre hay una ironía más profunda.
De manera que aquí Mateo sabía, los lectores sabemos y Dios sabe que Jesús sí confía en Dios.
La profunda ironía del verso 43 es que los que se burlan, de nuevo, dicen más de lo que se dan
cuenta: Jesús sí que confía en su Padre celestial. Eso significa que no podemos leer su grito de
desolación e interpretarlo como evidencia de que no confía en su Padre.
Segundo, el grito desconsolado es, desde luego, una cita del Salmo 22:1, un salmo davídico.
Pero la realidad es que ese salmo está repleto de expresiones de confianza y fe en Dios. Si David
puede lanzar ese grito de angustia a la vez que demuestra su inquebrantable confianza en Dios,
¿por qué debe resultar impensable que el más grande de los hijos de David grite esa misma
desesperación a la vez que ejercita la misma confianza?
En tercer lugar, Jesús acaba de atravesar la agonía del Getsemaní. A pesar de su enorme
aversión a la inminente cruz, Jesús ora: “Padre mío, si no es posible evitar que yo beba este trago
amargo, hágase tu voluntad” (26:42). En otras palabras, no hay la más mínima evidencia de que
a Jesús le haya tomado la cruz por sorpresa. Él supo en todo momento que ésta era la voluntad
de su Padre y expresó su determinación a cumplir dicha voluntad.
Cuarto. Jesús ya ha dado evidencia de que comprende que su muerte es por el bien de los
demás, un rescate por los pecadores, un pago que efectúa la remisión de pecados. Verter su
propia sangre —es decir, un sacrificio sangriento— sella el nuevo pacto, un sacrificio pascual en
el cual muere el cordero y, por esa sustitución, el pueblo de Dios no muere.
Mateo ya había establecido estas categorías. Es necesario interpretar el grito desconsolado
de Jesús dentro de ese marco de referencia y no dentro del contexto de la psicología popular
contemporánea que tiende hacia la perspectiva del “Jesús autocompasivo”.
En quinto lugar, la narración describe detalladamente que se oscureció la Tierra y es esto lo
que precipitó el grito de angustia de Cristo. A la luz de todo lo que se ha explicado hasta ahora,
dicha oscuridad meramente representa la ausencia de Dios, el juicio de su ira —a pesar de que
todo este sacrificio es Su plan, indescriptible y maravilloso— en el momento en que el peso del
pecado y de la culpa se abalanza sobre Jesús, quien carga la pena solo. Nos encontramos
suspendidos, sin aliento, al borde del misterio de la Trinidad: el amor incomparable del Dios trino
se manifiesta en el sacrificio de la cruz, en la muerte penal sustitutiva del Hijo de Dios eterno y
encarnado, del Emmanuel: Dios con nosotros.
Sexto. En el preciso momento en que Jesús entrega su espíritu (v. 50), Mateo informa que:
“El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (v. 51a). Este dato no es meramente un
detalle interesante de destrucción, sino que el velo rasgado es una declaración teológica. Hasta
este momento, el velo indicaba que sólo el sumo sacerdote podía entrar a la presencia del Dios
santo y sólo una vez al año, en el Día de la Expiación. Y, según las estipulaciones del viejo pacto,
incluso el sumo sacerdote al pasar detrás de la cortina debía cargar la sangre de un toro y un
carnero, animales que habían sido sacrificados como una muerte sustitutiva para desviar la ira
de Dios y pagar por los pecados del sacerdote y del pueblo. Sin embargo, al rasgarse el velo del
templo, el camino hacia la presencia de Dios quedó abierto para todos, puesto que la sangre de
Jesucristo derramada constituyó la paga final y perfecta del pecado. Ya no necesitamos sacrificios
animales y sacerdotes que sirvan de mediadores; ya no necesitamos repetir un ritual. El pueblo
del nuevo pacto ha quedado librado de la ira de Dios de manera final y permanente. El velo
rasgado es un feliz testimonio del éxito de la obra crucial de Cristo, lo cual significa que se ha
desviado la ira de Dios. El grito de desolación debe ser interpretado como la medida de la angustia
de Jesús al cargar sobre sí todo el peso de la condenación divina de la que hemos sido liberados.
Séptimo, de la misma manera debemos ver el milagro de las resurrecciones temporeras que
se narran en los versículos 51 al 53 como el inicio de la muerte de la muerte; aquí se desarrolla
el pecado y todas sus consecuencias.
De manera que aquí encontramos la cuarta ironía: el hombre que grita en desesperación
confía en Dios.
William Cowper fue uno de los grandes compositores ingleses de himnos. Era un académico
brillante que escribía ensayos críticos muy distinguidos para sus estudiantes de Oxford y de
Cambridge, pero en su obra, latentemente cristiana, se unió a su amigo y pastor John Newton
para componer y publicar himnos muy profundos y poderosos. A muchos se les suele olvidar que
Cowper luchó durante toda su vida con depresiones clínicas profundas. En cuatro ocasiones se le
hospitalizó por largos períodos de tiempo en un manicomio. Cada vez que le daban de alta, una
amable mujer cristiana de la iglesia que pastoreaba John Newton cuidaba de él hasta que
recuperaba su salud. Cerca de un siglo después de la muerte de Cowper, la gran poetisa Elizabeth
Barrett Browning escribió un poema de tres páginas titulado “La Tumba de Cowper” (“Cowper’s
Grave”). Ella describe la influencia extraordinaria de la erudición de Cowper, su himnodia y su
piedad personal. Luego comienza a aludir a las horrendas noches oscuras de su alma. Finalmente
hace una poderosa referencia al grito de angustia que lanzó Jesús y escribe:
Un día el universo se estremeció con el grito del Emmanuel orfanado. Se elevó solitario, sin eco:
“¡Dios mío! ¡Estoy desamparado!”. Se elevó desde los labios del Santo en medio de su perdida
creación, Para que entre los perdidos, ningún hijo repita estas palabras de desolación.

¿Escuchas lo que la poetisa está diciendo? Jesús clamó con este grito de agonía: “¡Dios mío!
¡Estoy desamparado!” para que en toda la eternidad William Cowper no tuviera que hacerlo. En
sus depresiones, Cowper seguramente se sintió totalmente abandonado, pero el grito de Cristo
asegura que, por toda la eternidad, Cowper no tendrá que pronunciar ese mismo grito. Jesús
gritó: “¡Dios mío! ¡Estoy desamparado!” para que en toda la eternidad Don Carson no tuviera
que hacerlo. Atiende a las ironías de la cruz:
1 El hombre de quien se mofaron, llamándole rey: es el Rey.
2 El hombre despojado de poder: es Todopoderoso.
3 El hombre incapaz de salvarse a sí mismo: salva a los demás.
4 El hombre que grita desesperado: confía en Dios.
Aquel día infeliz los soldados se mofaron,
Risas escandalosas e irreverentes,
“Salve, Rey”, se burlaban mientras le escupían,
Golpizas brutales en un día de penumbras.
Su corona era de espinas, mas nació rey
-Resplandor santo bañado en pérdida sangrienta-
Los soldados ciegos a esta contundente verdad:
Jesús reinando desde una cruz condenada.

Debilidad atroz abruma al Dios-hombre maltratado,


Demasiado quebrantado para sostener la madera.
Los soldados lo desnudan y le entierran los clavos,
Lo observan mientras cuelga del cruel madero.
¡El propio templo de Dios derribado! ¡Ha sido destruido!
Los restos de la muerte yacen sobre piedra y tierra.
Pero el templo se levanta en el sabio plan de Dios:
Nuestro gran templo es el Hijo de Dios.

“He ahí Aquél que dijo que cuidaría de los demás,


Aquél que alegó venir a salvar a los perdidos.
¿Cómo podremos creer que salvará a otros
Si no puede bajarse de esa cruz sangrienta?
¡Sálvese a sí mismo! ¡Que baje ahora!”.
Burlas salvajes que deshonran al Rey.
Pero ahí mismo, colgado, precisamente
Cristo salva a otros como Rey de gracia.

Cubierto de oscuridad, enteramente rechazado


Clama: “¿Por qué me has desamparado?”.
Jesús soporta la ira de Dios, solo, abatido
Solloza las más amargas lágrimas en mi lugar.
Los escarnecedores gritan: “¡Ha perdido su confianza!
¡Lo ha vencido la hipocresía!”.
Mas con la firmeza de la fe, Jesús sabe que es menester
Cumplir la voluntad de Dios y tragarse a la muerte por mí.
2

El centro de toda la Biblia


(Ro. 3:21–26)
Pero ahora, sin la mediación de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, de la que dan
testimonio la ley y los profetas. Esta justicia de Dios llega, mediante la fe en Jesucristo, a todos
los que creen. De hecho, no hay distinción, pues todos han pecado y están privados de la gloria
de Dios, pero por su gracia son justificados gratuitamente mediante la redención que Cristo Jesús
efectuó. Dios lo ofreció como un sacrificio de expiación que se recibe por la fe en su sangre, para
así demostrar su justicia. Anteriormente, en su paciencia, Dios había pasado por alto los pecados;
pero en el tiempo presente ha ofrecido a Jesucristo para manifestar su justicia. De este modo Dios
es justo y, a la vez, el que justifica a los que tienen fe en Jesús.
ROMANOS 3:21–26

Hay secciones de la Biblia que son un tanto ligeras en el sentido de que no son demasiado
condensadas ni intensas. Fluyen fácilmente; se puede seguir bien la línea de pensamiento. A
menudo son textos narrativos. Por el contrario, hay partes que están cuidadosamente razonadas;
a veces son difíciles de entender y es fácil distraerse al leerlas de una sentada. Contienen tantos
términos teológicos que, a menos que uno conozca el pasaje muy bien, se puede leer las palabras
sin seguir lo que éstas dicen. Es mucho contenido expresado de manera muy concisa. Para captar
algo más allá de impresiones imprecisas, es necesario desmenuzar, frase por frase, estos pasajes.
Romanos 3:21–26 es uno de estos casos.
Después de leer un texto como éste, uno debe reducir la velocidad para comenzar a
analizarlo. Una vez uno lo ha desmenuzado con cuidado, hace falta leerlo de nuevo e
inmediatamente se ve cómo se unen todos sus elementos. De manera que si acabas de leer
Romanos 3:21–26 otra vez y aún sientes que no has captado su sentido, no te rindas. Al final de
este capítulo vas a poder ver cómo se conecta todo lo que dice Dios a través del apóstol Pablo en
este pasaje. Tal vez también podrás entender por qué Martín Lutero llamó a este pasaje “el punto
principal y el lugar central de la epístola de los Romanos y de la Biblia entera”.

La ubicación del pasaje en Romanos


Hay que situar al pasaje dentro del marco de la carta a los Romanos. Este párrafo aparece
inmediatamente después de un bloque largo de material que va desde el 1:18 hasta el 3:20. El
punto central de ese bloque es demostrar, de manera bastante franca, que todos estamos
condenados. Romanos 1:18 comienza la sección: “Ciertamente, la ira de Dios viene revelándose
desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los seres humanos, que con su maldad
obstruyen la verdad”. Luego Pablo establece la evidencia de cómo es que obstruimos la verdad.
El apóstol afirma que negamos las señales del poder eterno de Dios que aparecen en la Creación
misma. Rehusamos reconocerle como Dios, abandonamos totalmente todo sentido de
dependencia y gratitud, descuidamos lo que trae gloria a Dios y acabamos corrompiendo
nuestros propios procesos mentales. Como dice Pablo, “se extraviaron en sus inútiles
razonamientos, y se les oscureció su insensato corazón” (1:21). Como colofón a todo ello, aun
distorsionamos nuestra propia sexualidad, nuestra masculinidad y feminidad, desviándonos
cómodamente hacia la infidelidad y la perversión. Pablo reitera que tanto judíos como gentiles
caen bajo la bien merecida maldición de Dios. Los judíos no han vivido conforme al estándar de
la gran revelación que hoy llamamos el Antiguo Testamento (el canon hebreo). Los gentiles no
han vivido conforme con lo que sí conocen, ya sea que ese conocimiento les haya llegado por su
propia constitución como seres humanos (porque, al fin y al cabo, todos hemos sido creados a
imagen de Dios) o que le haya sido impuesto por estructuras morales construidas socialmente.
En fin: nuestras conciencias son suficientes para condenarnos porque, independientemente de
la revelación que hayamos recibido—de la Biblia, de la naturaleza o de nuestra propia
constitución como seres humanos— no vivimos a la altura de lo que conocemos. Caemos bajo la
ira justa de Dios.
El argumento de Pablo en los versículos 1:18–3:20 choca fuertemente contra nuestra cultura.
Termina en el pasaje del 3:9–18 con una serie de citas del Antiguo Testamento diseñadas para
probar un punto: todos los seres humanos son pecadores. Es un pasaje aterrador y se enfoca en
una de las verdades más difíciles de comunicar hoy día:
No hay un solo justo, ni siquiera uno;
no hay nadie que entienda,
nadie que busque a Dios.
Todos se han descarriado,
a una se han corrompido.
No hay nadie que haga lo bueno;
¡no hay uno solo!
(Sal. 14:1–3; cfr. 53:1–3; Ec. 7:20).

Su garganta es un sepulcro abierto;


con su lengua profieren engaños
(Sal. 5:9).

¡Veneno de víbora hay en sus labios!


(Sal. 140:3).

Llena está su boca de maldiciones y de amargura


(Sal. 10:7).

Veloces son sus pies para ir a derramar sangre;


dejan ruina y miseria en sus caminos,
y no conocen la senda de la paz
(Is. 59:7–8).

No hay temor de Dios delante de sus ojos


(Sal. 36:1).

Cuando trabajo en la obra estudiantil hoy día, por lo general le hablo a analfabetos bíblicos. La
verdad más difícil de comunicarles no es la existencia de Dios, la Trinidad, la deidad de Cristo, la
expiación sustitutiva de Jesús ni su resurrección. Aunque piensen que estos conceptos son un
poco tontos, es probable que respondan: “Ah, conque eso es lo que creen los cristianos…”.
Pueden percibir cierta coherencia en estas nociones. No. La verdad más difícil de transmitirle a
esta generación es lo que la Biblia dice sobre el pecado.
La palabra “pecado” por lo general provoca que las personas se rían por lo bajo sin ningún
tipo de reparo. Es muy difícil hacer entender lo feo que es el pecado para Dios pues cuando hablo
de pecado, ya me estoy “entrometiendo”, no estoy hablando sobre un conjunto de ideas
externas que ciertas personas pueden o no creer; estoy hablando de una categoría que ellos
sienten que necesitan repudiar. En nuestra cultura hay muchas cosas que nos enseñan que
nosotros definimos nuestros propios pecados, ya sea individualmente o socialmente (por
ejemplo, pertenecemos a una comunidad particular que ha establecido su propio patrimonio de
bondades y maldades). Si una persona ajena entra para decir “Esto está mal” o “Esto es lo
correcto”, se percibe como una manipulación desde el exterior y les parece que esto no reconoce
el origen social de todas las construcciones del bien y el mal. A veces se indignan tanto con este
concepto del pecado que me es necesario dedicar mucho tiempo para hablar de esto.
Vivimos en una época en la que lo único malo es decir que alguien está mal. Uno de los
impactos de la epistemología posmoderna es que todos tenemos nuestros puntos de vista
independientes y vemos las cosas desde la perspectiva de nuestras pequeñas comunidades
interpretativas. Lo que constituye pecado para un grupo no lo es para otro. Sin embargo, la Biblia
no sólo insiste en que el pecado existe, sino que además afirma que lo ofensivo es principalmente
lo terriblemente detestable que es ante Dios —cómo le ofende—. Por lo tanto, Romanos 1:18
comienza por analizar al pecado, no desde una perspectiva social, sino observando la respuesta
de Dios hacia el mismo: “la ira de Dios viene revelándose desde el cielo contra toda impiedad e
injusticia de los seres humanos, que con su maldad obstruyen la verdad”. Luego el capítulo 2
demuestra que la religión por sí sola no ayuda y el capítulo 3 llega a la conclusión de que tanto
judíos como gentiles se encuentran bajo la ira. El clímax de todo esto es la enumeración de citas
que mencioné de los versículos 3:9–18. A pesar de que en nuestra cultura esto es muy difícil de
entender, necesito insistir con vehemencia en que a menos que entendamos esta postura, no
captaremos todo el sentido de nuestro pasaje (Ro. 3:21–26) porque no comprenderemos la
naturaleza del problema que se presenta.
Algunos tenemos una perspectiva del evangelio que nos muestra a Jesús como un mecánico
de automóviles: Jesús es muy buena persona; es muy, muy majo y cuando uno se “estropea”, Él
viene y te “arregla”.
Sin embargo, lo que Pablo presenta aquí es que la naturaleza de nuestro quebrantamiento
gira principalmente alrededor de nuestra ofensa a Dios. Es la ira de Dios la que se desata desde
el Cielo. Pablo ciertamente no niega que el pecado tenga muchos parámetros sociales; no está
pasando por alto el hecho real de que los pecadores pueden a la vez ser víctimas. Los que
infringen la ley a menudo han sido maltratados. El pecado es un asunto social. Al cometer un
pecado, afectamos a los demás. Por otro lado, si sólo nos vemos como víctimas, lo único que
necesitamos es un sanador o alguien que nos repare. Si todo el daño que provocamos es
únicamente horizontal, lo más que necesitamos es la transformación social. Por supuesto que la
Biblia puede presentar a Dios y su salvación con este tipo de categorías. Sin embargo, en la Biblia
la categoría más fundamental a la cual todos los escritores bíblicos recurren para presentar la
naturaleza del problema es nuestra ofensa hacia Dios. El resultado es, por ende, que lo más que
necesitamos para ser salvos, lo primero que debe suceder para que la situación cambie, es la
provisión de un medio por el cual podamos ser reconciliados con este Dios.
Como regla general, a menos que la gente se ponga de acuerdo en cuanto a cuál es el
problema, no podrán ponerse de acuerdo en cuanto a su solución. Si no logramos ponernos de
acuerdo sobre aquello de lo cual somos salvados, no podemos estar de acuerdo sobre lo que
significa la salvación. Por ejemplo, si decidimos que el problema fundamental del ser humano es
sencillamente nuestra ubicación, nuestro sentido de soledad en el universo, nuestros
sentimientos de insuficiencia o nuestros patéticos niveles de autoestima, vamos a redirigir al
evangelio para satisfacer esta necesidad que percibimos. “¿No te das cuenta que el evangelio te
puede proveer ese sentido de importancia que necesitas? Esto puede resolver tu problema de
autoestima”. “¿No reconoces que el problema fundamental del ser humano es la injusticia
económica? Las buenas nuevas son que Dios está a favor de la justicia. Predica este evangelio y
transformarás todas nuestras culturas”. Debo reiterar que la Biblia sí se pronuncia sobre la
manera en que debemos pensar acerca de nosotros mismos —asuntos que tratan sobre la
autoestima y que ciertamente está comprometida con la justicia—. No obstante, Pablo está
convencido de que la raíz del problema es nuestra rebelión contra Dios, nuestra fascinación con
la idolatría, la manera grotesca en que le quitamos a Dios su puesto como Dios.
Algunos podrían responder: “¿No has escuchado acerca de organizaciones maravillosas como
‘Médicos sin Fronteras’? ¿No crees en la noción de la gracia común? Hemos logrado tanto bien
en el mundo”. Pablo no niega nada de eso. Antes de ser cristiano, a Cornelio se le conocía como
un buen hombre, en términos relativos.
Sin embargo, Pablo afirma su postura en el sentido absoluto de medirnos conforme con los
estándares de Dios. Y lo interesante de esta larga lista de referencias es que todas provienen del
Antiguo Testamento. Pablo cita a la Biblia para resaltar que esto es lo que Dios ha dicho acerca
de la situación.
Aun cuando estamos haciendo el bien —no importa lo que hagamos— habitualmente lo
hacemos con independencia de Dios porque al final somos nuestros propios dioses. Estamos en
el centro del universo. Por tanto, acabamos por des-deificar a Dios para poder cantar como Frank
Sinatra: “A mi manera”. Este es el corazón mismo de toda idolatría. Todo lo malo que se ha colado
por los pasillos de la historia finalmente emerge a través de esa terrible y muy pregonada auto-
independencia. El problema fundamental es la idolatría universal de los seres humanos: “des-
endiosamos” a Dios.
Aun si entendemos que éste es el argumento de Pablo en Romanos 1:18–3:20, para muchos
de nosotros sigue siendo difícil identificarnos con la postura de Pablo cuando él provee su lista
de citas del Antiguo Testamento en los versículos 3:9–20. Nos parecen un poco exageradas, casi
como una negatividad grotesca. Después de todo, uno no anda por ahí diciendo: “Soy el centro
del universo”.
Por otro lado, si alguien te enseña una foto de tu clase graduanda del instituto o de la
universidad y te dice: “Esta es tu clase graduanda”, ¿cuál es el primer rostro que buscas, sólo para
asegurarte que está ahí?
O si tienes una discusión con alguien —una de estas peleas tenaces que se dan de mil en cien,
una riña de primera— y sales furioso, pensando en todas las cosas que pudiste haber dicho, que
debiste haber dicho, que hubieras dicho si se te hubieran ocurrido antes, y luego reconstruyes la
discusión en tu mente, ¿quién gana?
He perdido muchas discusiones en mi vida, pero jamás he perdido en una de esas
recreaciones mentales.
El problema es que si yo pienso que soy el centro del universo, es probable que tú también
lo pienses. Y, francamente, pedazo de imbécil, ¿cómo te atreves a enfrentarte contra mí? Lo que
sucede es que ahora, en vez de tener a Dios en el centro, cada ser humano —cada uno de los
portadores de la imagen de Dios— se cree que está en el centro. Encontramos nuestra identidad,
no como criaturas de Dios, sino a través de cualquier otra persona, institución, sistema de valores,
ritual —cualquier cosa, de manera que no podamos escuchar a Dios, que no se le permita hacer
sus reclamos como nuestro Creador y Juez—. Decimos: “A Dios, si es que existe, más le vale que
me sirva a mí porque de lo contrario, francamente, buscaré otro Dios”. Éste es el principio de la
idolatría.
Dices: “Estoy buscando a un Dios en quien pueda creer”. No obstante, esta postura es trágica
y necia, ¿no te parece? Pues presupone que el “Yo” es el criterio máximo, el dios primordial.
Seguramente, la verdadera pregunta es: “¿Qué clase de Dios existe?”. De otra manera,
sencillamente estás fabricando tu propio dios, y eso es idolatría.
Casi tan horrendo como esto es el hecho de que esta postura significa que ahora también
estoy en conflicto con todas esas otras personas que también quieren ser el centro del universo.
Y éste es el principio de la guerra, el odio, la violación y las verjas. Todo ello porque quiero poder
decir: “Yo seré dios”.
Para Dios, esto es profundamente y personalmente ofensivo. No sólo es trágico para nosotros
pues nos estamos auto-destruyendo, sino que es abominable y repugnante para Él. Lo degrada.
Es por eso que el Antiguo Testamento conecta la ira de Dios con la idolatría.
También es la razón por la cual el Nuevo Testamento habla de la codicia en términos de
idolatría. Si anhelas algo con suficiente fuerza, eso que quieres se convierte en tu dios. Es idolatría
porque significa que, en vez de desear a Dios, quieres la cosa, lo cual le destrona. Por eso es que
Jesús dijo que el primer mandamiento es amar a Dios con todo el corazón, el alma, la mente y las
fuerzas. Este es el mandamiento que quebrantamos cuando desobedecemos cualquier otro
mandamiento. Es por esta razón que cada vez que pecamos —cualquiera que sea el pecado— la
persona más ofendida es Dios.
Hace poco leí un escrito titulado “Escape from Nihilism” (“Escapar del Nihilismo”) de J.
Budziszewski (se pronuncia bu-yi-CHEF-squi). Antes de convertirse, Budziszewski completó un
doctorado en Ética, durante el cual argumentó convincentemente que los seres humanos
establecemos nuestras propias estructuras morales y, por ende, creamos las normas que definen
el bien y el mal. En esa época, era un filósofo de la religión, ateo, que enseñaba en la Universidad
de Texas. Después de abandonar su ateismo, reflexionó sobre este giro:
Ya he mencionado brevemente que, sin Dios, todas las cosas salen mal. Esto es cierto aun de las
cosas que Él nos ha dado, como por ejemplo, nuestra mente. Una de las cosas buenas que he
recibido es una mente fuerte, por encima del promedio. No hago esta observación para jactarme;
a los seres humanos se nos han dado diversos dones para servirle a Él de distintas maneras. El
problema es que una mente fuerte que ignora el llamado a servir a Dios tiene su propia manera
de dañarse. Cuando algunas personas huyen de Dios, roban y matan. Otros, al huir, usan mucha
droga y experimentan mucho con el sexo. Cuando yo huí de Dios, no hice nada de eso; mi manera
de huir fue embrutecerme. A los intelectuales les suele sorprender esto, pero hay formas de
imbecilidad que no se logran sin un alto nivel de inteligencia y educación. Dios las tiene en su
arsenal para quebrantar el orgullo testarudo y yo las descubrí todas. De esa manera fue que
terminé redactando una disertación doctoral para demostrar que nosotros mismos nos
inventamos la diferencia entre el bien y el mal y que no somos responsables por lo que hacemos.
Ahora recuerdo que incluso enseñé esas cosas a mis estudiantes. Eso sí que es pecado.
También era agonía. No os podéis imaginar lo que una persona tiene que hacerse a sí
mismo —bueno, si sois como yo, tal vez sí podéis— para seguir creyendo tales tonterías.
San Pablo dijo que el conocimiento de la ley de Dios está “escrito en nuestros corazones,
dando testimonio también nuestra conciencia”. Los pensadores de la ley natural lo
explican afirmando que dicho conocimiento constituye la estructura profunda de nuestra
mente, lo cual significa que mientras tengamos mente, no podemos no conocerla. Bueno,
pues si es así, yo estaba excepcionalmente decidido a no conocerla; por tanto tuve que
destruir mi mente. Resistí la tentación de creer en el bien con el mismo empeño con el
que algunos santos resisten la tentación de abandonar el bien. Por ejemplo, yo amaba a
mi esposa y a mis hijos, pero estaba resuelto a considerar este amor como una mera
preferencia subjetiva sin valor real u objetivo alguno. Pensad en cómo esto afectó mi
capacidad de amarlos. Al fin y al cabo, el amor es un compromiso de la voluntad con el
verdadero bien de otra persona, y ¿cómo puede uno comprometer la voluntad con el bien
de otra persona si niega la existencia del bien, niega la realidad de las personas y niega
que sus compromisos estén bajo su control?
Visualiza a un hombre que abre los paneles de control de su mente para arrancar
todos los componentes que tengan estampados la imagen de Dios. El problema es que
todos tienen grabada la imagen de Dios, de manera que el hombre no puede parar nunca.
No importa cuántos arranque, siguen habiendo más componentes por sacar. Yo era ese
hombre. Puesto que seguía arrancando más y más cosas, cada vez tenía menos sobre lo
cual pensar. Dado que tenía cada vez menos cosas en las cuales pensar, pensaba que me
estaba volviendo cada vez más centrado. Como creía cosas que me llenaban de temor,
pensaba que era más inteligente y más valiente que las personas que no creían lo mismo.
Creía ver un vacío en el corazón del universo que sus ojos necios no lograban ver. Pero el
necio era yo.
Luego describe cómo la gracia comenzó a llamarlo y recuenta los pasos hacia su fe en Dios. He
aquí un hombre que empieza a entender Romanos 1:18–3:20.
Tengo un amigo en Australia que suele trabajar en misiones universitarias y a veces predica
un mensaje titulado “Los Ateos Son Tontos y los Agnósticos Son Cobardes”. Ahora bien, no estoy
sugiriendo que todos escojamos un título así. Él es australiano y los australianos tienden a ser un
poco más directos que el resto de nosotros. No obstante, en cierto nivel, es fácil simpatizar con
lo que él está diciendo. Desde la perspectiva de Dios, es el necio quien ha dicho en su corazón:
“No hay Dios” (Sal. 14:1).
El asunto es que a menos que veamos lo perdidos que estamos los seres humanos en nuestra
rebelión contra Dios, es muy difícil encontrarle el sentido a lo que sigue.

Lo que Pablo establece en Romanos 3:21–26


En el pasaje que estamos estudiando, Pablo habla acerca de la solución: debemos ser justos
delante de Dios. La frase predominante en este párrafo es “la justicia de Dios”. Esta expresión,
que puede entenderse como “justicia” o como “justificación” aparece cuatro veces en estos seis
versículos. El verbo justificar aparece en dos ocasiones adicionales y el adjetivo justo aparece una
vez. Todo este pasaje habla sobre cómo ser considerado justo delante de este Dios santo, dado
que nuestra condición es tan miserable como se presenta en los primeros dos capítulos y medio.
Para llegar al corazón de la solución de Pablo, debemos reflexionar sobre los cuatro pasos que
éste establece en su argumento.

1. Pablo establece la relación entre la justicia de Dios en Cristo y el pacto de la ley del Antiguo
Testamento (3:21)
“Pero ahora” es la introducción a algo nuevo en el argumento de Pablo. No es meramente una
transición lógica (“pero ahora, en este paso de la discusión…”). Pablo podría usar la frase “pero
ahora” de distintas maneras pero, en este contexto, la expresión significa: “Pero ahora, en este
momento del fluir de la historia redentora”. Algo nuevo ha sucedido.
¿Cuál es la naturaleza del cambio que Pablo aquí visualiza? En el pasado había otra cosa,
“pero ahora”, ¿qué hay?
Una teoría popular pero equivocada sostiene que en el Antiguo Testamento Dios era
particularmente iracundo, “pero ahora” en el Nuevo Testamento Dios es más amoroso y
misericordioso. Este argumento propone que, bajo el viejo pacto, Dios se revelaba mediante la
ira justa, manifestada incluso en hambrunas, plagas y guerras. Ahora, sin embargo, bajo los
términos del nuevo pacto establecido por la cruz, Dios presenta en el evangelio el lado más suave
de su carácter. Muchos cristianos creen que, en el Antiguo Testamento, Dios casi siempre está
de mal humor, mientras que en el Nuevo Testamento, Jesús les dice a sus seguidores que
ofrezcan la otra mejilla, y Él mismo va a la cruz en nuestro lugar. De manera que cuando Pablo
comienza su párrafo con la frase “pero ahora”, se está preparando para exponer un retrato de
Dios que es un tanto más dulce que lo que se ve en el Antiguo Testamento.
Por al menos tres razones, esta opinión es un grave error. Primeramente, aunque sí hay
mucho juicio en el Antiguo Testamento, esos mismos documentos afirman, con igual fervor, la
bondad, la generosidad, el amor y la gracia de Dios. Por ejemplo:
Misericordioso y clemente es Jehová;
lento para la ira y grande en misericordia.
No contenderá para siempre
ni para siempre guardará el enojo.
Como el padre se compadece de los hijos,
se compadece Jehová de los que lo temen,
porque él conoce nuestra condición;
se acuerda de que somos polvo.
(Sal. 103:8–9, 13–14)

Hay muchísimos pasajes de esta índole. Los salmistas constantemente alaban a Dios por su
misericordia, paciencia, temperancia y otros atributos parecidos. El Antiguo Testamento no
presenta a Dios como un bárbaro malhumorado e impaciente, loco por decir: “¡Zas! ¡Te pillé!”.
En segundo lugar, esta idea tampoco representa correctamente la imagen de la ira de Dios
en el Nuevo Testamento. No es que una vez llegamos al Nuevo Testamento de pronto
desaparecen las nubes. Ciertamente hay descripciones maravillosas de Dios y su amor, y Jesús sí
nos enseña a dar la otra mejilla. No obstante, casi todas las descripciones detalladas metafóricas
del infierno las hace Jesús; no es exactamente un Jesús dulce, dócil, sumiso y domesticado, como
a veces lo pintan. Antes de decir que el Dios del Nuevo Testamento se presenta exclusivamente
en términos de dulzura, bondad y luz, merece la pena recordar pasajes como Apocalipsis 14:17–
20:
Del templo que está en el cielo salió otro ángel, que también llevaba una hoz afilada. Del altar
salió otro ángel, que tenía autoridad sobre el fuego, y le gritó al que llevaba la hoz afilada: “Mete
tu hoz y corta los racimos del viñedo de la tierra, porque sus uvas ya están maduras”. El ángel
pasó la hoz sobre la tierra, recogió las uvas y las echó en el gran lagar de la ira de Dios. Las uvas
fueron exprimidas fuera de la ciudad, y del lagar salió sangre, la cual llegó hasta los frenos de los
caballos en una extensión de trescientos kilómetros.

Estas imágenes —porque eso es lo que son— surgen de las antiguas cubas de vino, unas tinajas
de piedra en las cuales se echaban las uvas maduras. Las sirvientas se quitaban las sandalias, se
levantaban sus faldas y pisaban las uvas para aplastarlas. En el fondo, las cubas tenían pequeños
agujeros con canales debajo, de manera que el jugo de uva salía exprimido de las uvas y se recogía
en botellas. En esta adaptación de esa imagen, se arrojan personas en el lagar de la ira de Dios y
éstas son pisoteadas y aplastadas hasta que su sangre fluye a una distancia de 300 kilómetros a
la altura de los frenos de un caballo. Ahora, dime tú si la imagen de Dios en el Nuevo Testamento
es más dulce, suave y tierna.
Sospecho que la razón por la cual pensamos así —aunque sea por un momento— es que, en
el Antiguo Testamento, las imágenes de la ira de Dios son temporales, expresadas
primordialmente en términos históricos. En el Nuevo Testamento las imágenes de la ira de Dios
se presentan primordialmente (aunque no exclusivamente) en términos finales, escatológicos y
apocalípticos. Y, como la mayoría de nosotros no cree en estos últimos, no nos dan miedo.
Nuestra cultura está tan orientada hacia el presente, que filtramos nuestras representaciones del
juicio final; el infierno no nos amedrenta. Le tememos mucho más a la guerra, a la vejez, a la
enfermedad y a la bancarrota. Nos da más miedo el juicio temporal que el juicio final. Pasamos
por alto las imágenes de juicio en el Nuevo Testamento y, como resultado, no nos molestan
mucho. Ahora bien, si se trata de plagas, pestilencias o guerras, entonces sí que nos aterramos.
Esto dice mucho acerca de nuestra perspectiva en esta vida presente.
El cambio del Antiguo Testamento al Nuevo Testamento no es uno de un Dios iracundo a un
Dios amoroso. Más bien, el Nuevo Testamento abarca ambos temas. En estos documentos, la
representación de la ira de Dios, así como la de su amor, aumenta en intensidad. La cruz
manifiesta espectacularmente el amor de Dios, pero también expone la ira de Dios contra el
pecado; subraya dramáticamente el hecho de que Dios lo condena.
Tercero. Esta perspectiva no tiene sentido a la luz del resto de Romanos 3:21. En resumen, el
argumento de Pablo en este versículo es el siguiente: en la historia de la redención, el pueblo de
Dios antes de la cruz estaba bajo el pacto de la ley de Moisés, “pero ahora” la justicia de Dios se
ha revelado aparte del pacto de la ley.
La frase preposicional “aparte de la ley” se puede traducir al menos de dos maneras. Puede
modificar a “la justicia de Dios” o a “se ha manifestado”:
1) “Pero ahora, se ha manifestado la justicia de Dios aparte de la ley”. Si se traduce de esta
manera, la justicia de Dios es lo que está aparte de la ley (es decir, sin cumplir la ley). Esta lectura
pierde la intención del pasaje.
2) “Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios…”. No es una justicia
diferente; más bien, la justicia de Dios “se ha manifestado” de manera diferente; es decir, aparte
de la ley del pacto. Desde Moisés en adelante, todas las demostraciones de la justicia de Dios en
el Antiguo Testamento están atadas a la estructura del pacto mosaico. Esa era la alianza bajo la
cual se encontraba el pueblo de Dios. “Pero ahora” hemos alcanzado el fin del pacto de la ley.
Pablo presenta un nuevo pacto, al cual Jeremías había apuntado seiscientos años antes de Cristo
(Jer. 31:31 y ss.). El Antiguo Testamento previó un rey-sacerdote de la orden de Melquisedec, no
sencillamente un sacerdote de la orden de Leví que estuviera atado al pacto mosaico (Sal. 110).
Ahora esta justicia de Dios ha llegado y la necesitamos para resolver el problema de los primeros
dos capítulos y medio, para lograr ser justos ante Dios. Esta demostración de la justicia de Dios
ha sido revelada aparte del pacto de la ley.
Sin embargo, antes de explicarnos cómo funciona esto en realidad, Pablo se apresura a insistir
que aunque esta justicia de Dios ha sido revelada aparte de la ley, no debemos pensar que la
justicia de Dios no está relacionada con el pacto de la ley o que el nuevo pacto está tan desligado
del Antiguo Testamento que, francamente, podemos desechar a este último. Pablo
inmediatamente añade otra frase: la justicia de la que nos habla es aquélla que fue “testificada
por la ley y por los profetas”. Pablo reitera que si uno lee correctamente el Antiguo Testamento,
descubrirá que estos escritos —bien interpretados— apuntan a, testifican de, adelantan y
profetizan sobre lo que ha culminado en Cristo. Sí, estamos bajo una nueva alianza, pero el viejo
pacto presagió lo que ahora existe. El nuevo pacto es el cumplimiento del antiguo pacto.
Leer el Antiguo Testamento de esta manera no debe representar ninguna sorpresa para los
cristianos. Al fin y al cabo, hacemos algo parecido cuando leemos el relato de la primera Pascua.
El ángel de la muerte pasó por la tierra de Egipto y todos los que se encontraban en hogares
protegidos por la sangre del cordero rociada sobre los postes y los dinteles de las puertas fueron
salvados de la ira, pues el ángel pasó de ellos. Pablo luego escribió: “Cristo, nuestro Cordero
pascual, ya ha sido sacrificado” (1 Co. 5:7). Por su muerte, hemos sido librados de la bien
merecida ira: Cristo fue sacrificado por nosotros y la ira ha “pasado” de nosotros. En fin, hay
buenas razones para pensar que las estructuras mismas del Antiguo Testamento anticipan algo.
Anuncian algo que va más allá de ellas mismas.
Otro ejemplo del Antiguo Testamento es Yom Kippur (el Día de la Expiación). La epístola a los
Hebreos desarrolla este concepto con gran detalle. En el Antiguo Testamento, el sacerdote
tomaba la sangre de un toro y de un carnero y entraba al Lugar Santísimo —la habitación más
sagrada del Tabernáculo, con forma de cubo— y rociaba la sangre de los animales sobre el arca
del pacto, tanto por sus pecados como por los del pueblo. No obstante, el sacrificio final, el pago
total por los pecados, no debe ser la sangre de un toro o un carnero. ¿Cómo podría este tipo de
sangre pagar por algo de manera total y final? El escritor de Hebreos organiza sus argumentos
para demostrar que dicha sangre apuntaba a la sangre del propio Cristo (ver especialmente He.
9–10).
Lo mismo sucede en el pasaje ante nosotros. Bajo las condiciones del viejo pacto era
imposible pensar en la justicia de Dios aparte de las muchas constricciones del pacto del Antiguo
Testamento. “Pero ahora” una justicia ha sido revelada aparte de ese pacto, aunque —como
insiste Pablo— la ley y los profetas testificaron de antemano sobre lo que Jesús estableció bajo
las condiciones del nuevo pacto. Pablo establece la revelación de la justicia de Dios en relación
con el Antiguo Testamento; sienta las bases para las buenas nuevas, ubicando sus raíces en las
páginas del Antiguo Testamento.

2) Pablo establece la disponibilidad de la justicia de Dios para todos los seres humanos, sin
distinción étnica, por medio de la fe como única condición (3:22–23)
El versículo 22 dice: “Esta justicia [es decir, la justicia descrita en el versículo 21] de Dios llega,
mediante la fe en Jesucristo, a todos los que creen”. En inglés, el sustantivo fe suena distinto al
verbo creer. Las dos palabras en español también provienen de raíces distintas. Sin embargo, en
griego ambas palabras comparten una misma raíz: pist- (fe es pistis y creer es pisteuø). Para
entender cómo ambas palabras suenan similar en griego, podemos leerlo así: “esta justicia de
Dios llega, mediante la confianza en Jesucristo, a todos los que confían”. Esta palabra funciona
como sustantivo (confianza) y como verbo (confiar). En una traducción como esta última, al igual
que en griego, la frase suena un poco repetitiva.
En parte por causa de esa repetición, algunos han entendido que la primera palabra, “fe”,
quiere decir lo que en otras ocasiones ha significado: no “fe” (o “confianza”), sino “fidelidad”. Lo
leen de esta manera: “La justicia de Dios llega, mediante la fidelidad [o confiabilidad] de
Jesucristo, a todos los que creen”. Esto elimina la repetición: la primera palabra se refiere a la
fidelidad de Jesús y la segunda a nuestra fe. Más aún, esta interpretación tiene sentido en
términos teológicos. Mantiene un énfasis en la fe (“a todos los que creen”) pero “llega mediante
la fidelidad de Jesucristo”. El Nuevo Testamento (especialmente el Evangelio de Juan y Hebreos)
ciertamente enfatiza la fidelidad de Jesús: obedece a su Padre; es fiel hasta el final; es fiel a la
causa que Dios le ha encomendado como Hijo. En fin, esta lectura alternativa tiene, en cierta
manera, un buen sentido teológico. Sin embargo, no es lo que realmente significa el texto. A
través de Romanos 3 y 4, Pablo regresa constantemente a la idea de la “fe” y, en cada uno de los
casos, se refiere a nuestra fe, no a la fidelidad de Jesús.
Esto nos presenta un interrogante: “¿Por qué se repite Pablo?”. Si este pasaje se refiere a
nuestra fe en Jesús, ¿por qué lo repite (“a todos los que creen”)? La respuesta se encuentra en la
pequeña palabra “todos”: “Esta justicia de Dios llega, mediante la fe en Jesucristo, a todos los
que creen. [Porque] de hecho, no hay distinción, pues todos han pecado y están privados de la
gloria de Dios”. El motivo de la repetición es enfatizar el término “todos”, el cual conecta este
párrafo con el 1:18–3:20: todos están bajo el peso del pecado, todos están condenados y todos
necesitan la justicia de Dios. Si lo volvemos a parafrasear, el texto dice: “Esta justicia de Dios llega
mediante la fe en Jesucristo a todos los que tienen fe. Pues no hay diferencia entre judío y gentil,
porque todos han pecado y están privados de la gloria de Dios”. Estar privados de la gloria de
Dios, privados de darle la gloria que Él se merece, es el centro de la idolatría que la Biblia entera
condena y todos somos culpables de ello, tal y como ha demostrado el apóstol en estos tres
capítulos.
En otras palabras, Pablo emplea dos capítulos y medio para demostrar que todos los seres
humanos pecan y que la única manera en que esta “justicia de Dios” que ahora ha aparecido
puede dirigirse a esta necesidad universal es si en principio está disponible para todos sin
distinción étnica: tanto judíos como gentiles. Tanto los judíos como los gentiles están condenados
y ambos son susceptibles de salvación. Esta justicia de Dios no sólo está disponible para los judíos
cuando éstos se someten a las restricciones del viejo pacto (la circuncisión, por ejemplo), sino
que llega a todos los que tienen fe. Está abierta en principio a todos los seres humanos sin
distinción étnica sino bajo la condición de la fe. Esto es una de las cosas que hacen nuevo este
pacto.
El antiguo pacto mosaico estaba circunscrito a un grupo étnico en particular: los israelitas. Si
alguien quería participar de las bendiciones de ese pacto, no bastaba con vivir en Israel. Para
convertirse en un israelita legal, tarde o temprano debía someterse a los términos del pacto. Las
bendiciones del pacto estaban mediadas a través de los términos de dicho pacto. Podríamos
parafrasear el versículo de la siguiente manera: “Pero ahora, una justicia de Dios ha llegado
aparte de ese pacto de ley, aunque éste testificó de aquélla. Y esta justicia de Dios llega, mediante
la confianza en Jesucristo, a todos los que confían en Jesucristo. Pues no hay diferencia entre
judíos y gentiles, porque todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios”. Es esto precisamente lo
que une este párrafo a los dos capítulos anteriores. La solución satisface la necesidad. No hay
aquí ni la más mínima señal de racismo. Todos somos culpables ante Dios y la cruz es nuestra
única esperanza.
Si somos cristianos, estamos acostumbrados a la extensión y el alcance de esta verdad, la
visión de la gracia de Dios que atraviesa todos los orígenes étnicos. Sin embargo, debemos volver
a maravillarnos ante esta realidad. Alrededor del trono en el día final, habrá muchos hombres y
mujeres de toda lengua, tribu, pueblo y nación: no solamente americanos blancos de clase media
(ver Ap. 4–5). Esta diversidad espectacular es algo que enfatiza de manera maravillosa la unidad.
Lee, por ejemplo, Efesios 2, en el cual se une a judíos y gentiles en una nueva humanidad en
Cristo Jesús porque hemos sido salvados únicamente por la gracia mediante la fe para producir
las buenas obras que Dios ha ordenado para nosotros desde la fundación del mundo.
Esto es parecido al final de Gálatas 3. En cuanto a nuestra posición ante Dios, si este evangelio
es verdad, en Cristo no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer. Éste es un
alcance increíble, porque esta justicia de Dios está abierta a todos los que tengan fe en Cristo,
pues todos están perdidos, han caído bajo la condenación del pecado y necesitan
desesperadamente el perdón que sólo Dios mismo provee.
Todas las personas, sin distinción, están condenadas y todas son susceptibles de salvación:
tanto judíos como gentiles, judíos y árabes, negros y blancos, occidentales y orientales, los del
Norte y los del Sur. Necesitamos considerar las implicaciones prácticas de esto. Por supuesto que
algunas iglesias están ubicadas en zonas en las que se nutren de un solo grupo étnico. En ese
caso, se puede demostrar la verdad de este pasaje al unirse a iglesias cuyos miembros provienen
de otros grupos étnicos. Intercambiar y compartir pastores o líderes durante una o dos semanas
podría demostrar que no sois meramente cristianos de tal o cual etnia sino que sois cristianos
cristianos. Pero si la iglesia se encuentra en un barrio con una población diversa, lo ideal sería
procurar demostrar la diversidad en la comunidad dentro de la congregación: crear una
comunidad de creyentes que son distintos unos de otros pero que, a pesar de ello, comparten
una increíble unidad en Cristo Jesús.
Sospecho que, si no fuera cristiano, no procuraría tanto a las personas que son distintas a mí.
Me gustan las personas que son como yo. Sin embargo, si este evangelio es importante para mí
y para ti, descubriremos que estamos conectados con personas muy raras de todas partes del
mundo. Parte de mi trabajo me lleva de país en país. He conocido a hermanos y hermanas en
Cristo de muchísimos trasfondos étnicos. Este evangelio —esta justicia de Dios— es para aquellos
que confían en Cristo, para todos los que confían en Cristo, por cuanto todos pecaron y están
privados de la gloria de Dios. Estos puntos en común deben trascender nuestros gustos
personales en cuanto a música, comida, vestimenta, nuestro nivel económico, sentido del humor,
intereses intelectuales, historias nacionales diversas y otros factores similares. Igualmente,
deben motivar nuestra evangelización. ¿No enseñó el propio Jesús, en el Sermón del Monte, que
cualquier pagano puede cultivar amistad con personas afines a Él, pero que se requiere la gracia
de Dios para trascender este tipo de limitaciones?

3) Pablo establece que la fuente de la justicia de Dios es la provisión misericordiosa de Cristo


Jesús como propiciación por nuestros pecados (3:24–25a)
Hay dos términos en estos versículos que requieren un poco de explicación:

REDENCIÓN

En nuestro mundo, la palabra redención se utiliza más bien en el ámbito religioso. En otras
palabras, no se suele hablar sobre la redención en la vida cotidiana, sino que sólo se habla entre
personas religiosas. No obstante, hasta tiempos recientes —y en algunos sectores, todavía es
así— el concepto de la redención se usaba frecuentemente con un sentido económico. Por
ejemplo, era posible redimir una hipoteca. Ya no se habla de “dinero de redención”, pero hace
cincuenta o sesenta años, cuando proliferaban las casas de empeño, sí se mencionaba bastante.
Si alguien necesitaba dinero en la época de la Gran Depresión, por ejemplo, podía empeñar un
reloj, vendiéndolo a la casa de empeño. Ellos se quedaban con el reloj sin venderlo durante tres
semanas o seis meses o algún otro período de tiempo acordado y, durante ese tiempo, uno podía
regresar para rescatar —o redimir— el objeto. Es decir, la persona podía pagar el dinero para
liberarlo (la cantidad por la cual se vendió más un porcentaje) y así lo recuperaba. Uno podía
redimir su reloj.
En el mundo antiguo, el lenguaje de redención era muy común. Por supuesto, lo encontramos
en las Escrituras (Dios redimió a Israel de la esclavitud, por ejemplo) pero además era lenguaje
económico común en el mundo grecorromano. Era una palabra que se escuchaba comúnmente
en las calles de cualquier ciudad imperial. Se usaba, por ejemplo, para la redención de los
esclavos. En el mundo antiguo, una persona podría convertirse en esclavo como resultado de una
derrota militar o porque bandas de merodeadores atacaban su territorio y capturaban a su
familia. Pero, en algunas ocasiones, uno podría verse esclavizado por circunstancias económicas.
No existían leyes de quiebras para proteger a los deudores. Imagínate por un momento que
hubieras tomado prestado un dinero para comenzar un negocio y luego lo hubieras perdido todo
durante un período de baja económica. ¿Qué alternativas tendrías? Podrías venderte a ti mismo
—e incluso a toda tu familia— como esclavo. No se podía hacer otra cosa, por lo cual en el mundo
antiguo, muchas personas se convirtieron en esclavos como resultado de una bancarrota.
Ahora bien, supongamos que tienes un primo acomodado que vive a unos 40 kilómetros (la
distancia de un día de viaje) y se entera que te has vendido como esclavo. Este primo no sólo es
adinerado, sino que además es muy amable. Así que decide comprar tu libertad y te redime. Viaja
durante un día al lugar en el que te has convertido en esclavo y hace un arreglo con tu dueño. La
ley proveía adecuadamente para estas transacciones. Por lo general, funcionaba de esta manera:
el redentor pagaba el precio del esclavo a algún templo pagano, añadiéndole una pequeña
partida para los sacerdotes del templo (esta cantidad era muy variable). Luego el templo pagaba
el precio al dueño del esclavo y se transfería la propiedad al dios de dicho templo. Por tanto, se
redimía al esclavo de la servidumbre a su dueño y se convertía en esclavo del dios. Claro está, si
alguien era esclavo de un dios pagano, en esencia significaba que era libre y podía hacer como
quisiera. Era, en cierto sentido, una ficción legal para poder decir que la persona no dejaba de
ser esclavo aunque, en términos humanos, la persona era libre porque se había pagado el precio.
El hombre quedaba redimido.
Pablo toma prestado este lenguaje para decir que los cristianos han sido redimidos de la
esclavitud al pecado pero, como resultado de esto, se han convertido en esclavos de Jesucristo
(ver Ro. 6). Muchas de nuestras traducciones dicen “siervo de Jesucristo” pero la palabra más
utilizada en este contexto es doulos, lo cual siempre se refiere a un esclavo. Somos esclavos de
Jesucristo. Hemos sido redimidos de la esclavitud al pecado. Alguien ha pagado el precio. Hoy día
hasta lo cantamos: hemos sido “redimidos por la sangre del Cordero”.
Somos justificados gratuitamente por la gracia, escribe Pablo, “mediante la redención que es
en Cristo Jesús” (3:24). El esclavo no puede comprar su propia libertad; sería contrario al
concepto de esclavitud. ¡No puede salvarse a sí mismo!
Ahora bien, ¿cómo funciona esto? Pablo aún no lo ha explicado. No es una redención literal
comprada con dinero y el precio no se le paga literalmente al pecado. ¿En qué sentido, entonces,
somos redimidos? ¿Qué nos ha liberado? ¿Cómo funciona? La respuesta: Dios presentó a Cristo
como propiciación.

PROPICIACIÓN

Las traducciones a veces dicen “propiciación”, otras veces “expiación” o “sacrificio de expiación”
e incluso “instrumento del perdón”. La mejor traducción es “propiciación”, pero, evidentemente,
hay que explicar el concepto. Por otro lado, todos estos términos requieren una explicación.
“Sacrificio de expiación” tampoco es demasiado obvio. De manera que si vamos a explicar todos
los términos disponibles, es mejor explicar el que resulta más fiel al original. En este caso, el mejor
es “propiciación”, pero ¿qué significa?
La pregunta es especialmente importante porque gran parte del argumento de Pablo en este
párrafo depende de este concepto. La propiciación es el acto mediante el cual alguien (en este
caso, Dios) se hace propicio, es decir, favorable.
En el paganismo antiguo, la propiciación funcionaba de la siguiente manera. Había muchos
dioses con diversas esferas de poder (el dios del mar, diosas y dioses de la fertilidad, el dios de la
palabra, de la guerra, etc.) y estos dioses solían ser un tanto caprichosos y de mal genio. A cada
persona le tocaba la tarea de lograr que los dioses le fueran propicios. Por ejemplo, si alguien
quería emprender un viaje en el mar, debía asegurarse de que Neptuno, el dios del mar, le fuera
favorable y para ello se le ofrecía un sacrificio propiciatorio con la esperanza de que le concediera
a la persona protección en su viaje. De manera que el objeto del sacrificio de propiciación es el
propio dios, y el propósito es hacerlo propicio.
La expiación, en contraste, busca cancelar el pecado. La expiación es el acto sacrificial
mediante el cual se cancela, se quita, se “expía” el pecado. El objeto de la expiación es el pecado.
Por otro lado, el objeto de la propiciación, como hemos visto, es Dios. La expiación se refiere a
cancelar el pecado y la propiciación se refiere a satisfacer o aplacar la ira de Dios. La palabra
específica utilizada en Romanos 3:25 se usa más comúnmente en el Antiguo Testamento para
referirse a un sacrificio de propiciación que aparta la ira de Dios.
En los años 30, C. H. Dodd, un profesor galés, escribió un ensayo que tuvo un impacto
perjudicial al nivel mundial. Hizo una profesión de fe durante el avivamiento galés de 1904–1905.
Ya, en esa década, se había convertido en un teólogo liberal (pero piadoso) en la Universidad de
Manchester en Inglaterra y luego dictó cursos de Nuevo Testamento en la Universidad de
Cambridge. En su influyente ensayo, argumentó que esta palabra en Romanos 3:25 no podía
significar “propiciación” porque, en el mundo pagano, los seres humanos le ofrecen sacrificios
propiciatorios a dioses caprichosos y malhumorados pero, de acuerdo con la Biblia, Dios ya es
propicio y amoroso. Si Dios ya se ha mostrado tan favorable hacia nosotros que nos ha dado a su
Hijo (cf. Jn. 3:16), ¿cómo podemos hablar del sacrificio del Hijo en la cruz como el acto que hace
a Dios propicio? Dios ya es favorable porque, de otra manera, no hubiera enviado a su Hijo.
¿Cómo podemos, entonces, entender que la muerte de Jesús en la cruz fue una propiciación?
¿Cuánto más propicio puede hacerse Dios, si ya nos dio algo tan valioso como su propio Hijo?
Dodd insistió en que la palabra en realidad quería decir “expiación” (cancelación del pecado)
y no “propiciación” porque a Dios no hay que hacerle ser más propicio a nosotros que lo que Él
ya es. El punto de vista de Dodd se hizo muy popular en el mundo occidental. Más adelante,
cuando él editó la traducción de la New English Bible (Nueva Biblia Inglesa), decidió usar la frase
“remedio para la corrupción” porque detestaba el término propiciación y tampoco le gustaba
mucho la palabra expiación. Cuando estaba en el comité que discutía la traducción de Romanos
3, alguien le oyó murmurar entre dientes “¡Qué chorrada!”. A la luz de esto, alguien le escribió
un poema jocoso:
Había una vez un profesor
De nombre muy raro: “Dodd”
Escribía su nombre
Con tres letras “D”
Cuando a “Dios” le basta con una.

Esta contestación no respondía a nada, pero es una manera muy inglesa de manejar una polémica
teológica. Ni siquiera se acerca al corazón del asunto, pero es ingenioso.
Eventualmente, alguien le señaló a Dodd que los primeros tres capítulos de Romanos están
guiados por lo dicho en 1:18, donde indica que, en cierto sentido, la ira de Dios sí está sobre
nosotros. Dodd negó que esto fuera verdadera ira, sino que más bien era una manera metafórica
de hablar sobre la inevitabilidad de las consecuencias morales: si haces cosas malas, te sucederán
cosas malas. Dodd negó que la ira de Dios fuera algo personal.
¡No sé si estamos leyendo la misma Biblia! Al leer las Escrituras, resulta evidente que la ira de
Dios es intensamente personal. “Yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso. Cuando los padres son
malvados y me odian, yo castigo a sus hijos hasta la tercera y cuarta generación” (Ex. 20:5). El
verdadero peligro del análisis de Dodd es pensar que Dios no ha invertido demasiado en todo
esto; que hay una especie de ley moral impersonal en el universo y Dios meramente preside a
distancia sobre los asuntos. Si uno hace algo malo, inevitablemente le sucederán cosas malas.
¡Cuidado con el karma! La tarea de Dios sería salvarnos el mal karma. ¡Pero ese no es el Dios de
la Biblia! Cada pecado que cometemos es algo más que una mera transgresión de un código
moral abstracto que nos hace sufrir las consecuencias del karma. El pecado en la Biblia es
primordialmente una ofensa a Dios. Por supuesto que el pecado necesita ser cancelado; esa es
la expiación. Pero es necesario satisfacer al Dios que ha sido ofendido; eso es la propiciación.
También es cierto que, en la Biblia, la expiación y la propiciación van de la mano: es difícil alcanzar
la una sin la otra. (Por esto es que algunas traducciones prefieren una frase global como
“sacrificio de expiación”.) Pero jamás debemos perder de vista el hecho de que Dios está
personalmente ofendido por nuestra rebelión anárquica y está judicialmente enojado con
nosotros.
Por ejemplo, David cometió adulterio y luego asesinato. Cuando el profeta Natán confrontó
a David, éste se arrepintió y luego se dirigió a Dios en un salmo en el que escribió: “Contra ti,
contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos” (Sal. 51:4). En un sentido, por
supuesto, eso era pura tontería, sólo chorradas. David ciertamente pecó en contra de Betsabé
(la sedujo y cometió adulterio con ella); pecó contra su esposo, Urías el Heteo (lo mandó a matar);
pecó contra el bebé en el vientre de Betsabé (el niño murió, pero aun si hubiera sobrevivido,
habría sido un bastardo, sin conocer jamás al hombre que fue esposo de su madre); pecó contra
los generales del ejército (los corrompió para matar a Urías); pecó contra su propia familia (los
traicionó); pecó contra el pueblo entero del pacto (traicionó a la nación puesto que era su
máximo dirigente). No hay nadie contra quien él no hubiera pecado, y ahora tiene el descaro de
decir: “Contra ti, contra ti solo he pecado y he hecho lo malo delante de tus ojos” (Sal. 51:4). Dan
ganas de decirle: “David, ¡sé un poco más realista!”. Sin embargo, en otro sentido, lo que dijo
David estuvo profundamente acertado. Precisamente, lo que hace del pecado algo tan terrible,
condenable, detestable y atroz no son sus ramificaciones sociales. Es que el pecado es, ante todo,
una ofensa al Dios santo y todopoderoso.
Por eso es que Jesús dijo que el primer mandamiento era amar a Dios con todo el corazón, el
alma, la mente y las fuerzas. Es el primer mandamiento porque es el que quebrantamos cada vez
que desobedecemos cualquiera de los demás. Siempre. Es horrible. Si mientes en tu declaración
del Impuesto sobre la Renta, la parte más ofendida es Dios. Si le eres infiel a tu pareja, la persona
más ofendida es Dios. Si eres racista, el más ofendido es Dios. Si fomentas la amargura, a quien
más ofendes es a Dios. Esto es lo que constituye el pecado y necesitamos reconciliarnos con este
Dios. Ciertamente, necesitamos también restaurar las relaciones horizontales, pero si has logrado
la restauración de otras relaciones pero no has recibido perdón de Dios, ¡no has logrado mucho!
En términos eternos, lo que necesitas es que Dios te mire favorablemente.
La Biblia presenta a Dios mirándonos con ira y con amor a la vez. Esto es lo que Dodd no logró
ver. Una analogía un tanto imperfecta es que los padres pueden estar enojados con sus hijos a la
vez que siguen amándolos. Dios nos mira con ira por causa de nuestro pecado y de su santidad.
Si no nos mirara con ira cuando su santidad ve nuestro pecado, su santidad no sería gran cosa.
“Bueno, puedes ser un Hitler y eliminar a millones de personas. Me trae sin cuidado. ¿A mí qué
me importa?”. ¿Sería ese un Dios amoroso? ¿No sería una contradicción frente a su santidad?
¿Sería amoroso de su parte decirle a los portadores de su imagen que lo han relativizado y le han
faltado el respeto: “Ay, no pasa nada. En realidad no me importa”? No, Dios nos mira con ira. La
ira de Dios es la confrontación inevitable entre Su santidad y nuestro pecado. Lo verdaderamente
impresionante es que Dios también —a la vez— nos mira con amor, no porque seamos adorables
y tiernos, sino porque Él es esa clase de Dios. “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios
envió a su Hijo” (Gá. 4:4) como propiciación por nuestros pecados.
Esto marca la principal diferencia entre la propiciación pagana y la cristiana. En la pagana, un
ser humano ofrece un sacrificio propiciatorio para provocar que el dios le sea propicio. En la
cristiana, Dios Padre envía a Jesús como propiciación para hacerse a sí mismo propicio; Dios es
tanto el sujeto como el objeto de la propiciación. Dios es quien provee el sacrificio precisamente
como medio para apartar su propia ira. El Padre es, por tanto, el propiciador y el propiciado, y el
Hijo es la propiciación.
¿Alguna vez has usado la siguiente ilustración para explicar el evangelio? Dios, en el
evangelio, solemos decir, es como un juez que tiene ante sí una persona culpable y pronuncia la
sentencia: ya sean cinco años de cárcel, una multa de 10.000 euros o cualquier otra cosa. Luego
el juez se baja de su banquillo, se quita su toga y toma el lugar del prisionero en la cárcel o firma
el cheque por el monto de la multa. Decimos: “De esto se trata el mensaje cristiano. Es una
sustitución”.
Yo mismo he usado ilustraciones parecidas a ésta. Pero ya no lo hago, porque he aprendido
que la ilustración en sí misma es engañosa. No está del todo mal, por supuesto. Sí explica algo de
la sustitución penal: otro toma mi lugar y carga con mi pena. Pero la ilustración es engañosa
porque uno de sus elementos está fundamentalmente torcido. En nuestro mundo no es fácil
alinearlo con la justicia. En los sistemas judiciales de Occidente, el juez se supone que sea un
árbitro neutral o un administrador de un sistema legal mayor que sí. La ofensa no es en contra
del juez. Si el juez fuera la víctima del crimen, en el juicio del acusado, tendría que recusarse del
caso porque no se supone que él sea la parte ofendida. Por eso decimos que los criminales han
cometido ofensas contra el Estado, contra la ley, contra la república o contra la Corona. No
hablamos de una ofensa al juez porque si la ofensa fuera contra el juez, éste debería inhibirse
para preservar un poco de neutralidad. Si en nuestro sistema, el juez pronunciara la sentencia y
luego bajara a tomar el lugar del reo, sería un error judicial. La persona culpable debe pagar. El
juez no tiene el derecho de evadir la ley de esa manera. Se supone que los jueces sean árbitros
independientes del sistema. La ofensa no es en contra de ellos.
Permíteme decirlo de otra manera. Supongamos (Dios no lo quiera) que has sido atacado,
golpeado bárbaramente por una pandilla de maleantes que te violaron y te dejaron medio
muerta, deshonrada, violada y con huesos rotos. Unos días más tarde, vengo a visitarte al hospital
y te digo: “¡Ánimo! He encontrado a tus atacantes y los he perdonado”. ¿Qué me dirías?
Probablemente sufrirías una recaída violenta en ese mismo momento. “¿Qué derecho tienes tú
de perdonarlos? ¡No fue a ti que violaron! ¡Tú no eres el que está tirado en una cama de
hospital!”. ¿No dirías algo así? Tendrías todo el derecho de hacerlo. Sólo la persona ofendida
puede perdonar a los autores del crimen. ¿Qué derecho tiene el juez de mostrarles misericordia
a estas personas atrozmente culpables? Sería una perversión de la justicia.
Sin embargo, con Dios es distinto. Él es el juez, pero siempre es la parte más ofendida. Y nunca
se recusa a sí mismo. Esto está bien porque tampoco se corrompe nunca. Su justicia permanece
totalmente perfecta. Nunca comete un error. Dios no está meramente administrando un sistema
moral que va por encima de Él. Cuando pecamos contra Dios, no estamos meramente pecando
contra la ley mientras Dios se convierte en un observador neutral. En este aspecto es que C. H.
Dodd se equivocó. ¡Dios es la parte más ofendida y es nuestro juez! Nos mira con ira, justamente
porque Él es santo y nos mira con amor porque así es su carácter. Y envía a su Hijo para que sea
la propiciación —el que aplaca la ira de Dios— por nuestros pecados.
Ahora bien, aun no hemos explicado bien cómo funciona esto.

4) Pablo establece que la justicia de Dios se demuestra a través de la Cruz de Cristo (3:25b–26)
Dios no presentó a Cristo como propiciación principalmente para salvarnos ni para demostrar su
amor. Más bien lo hizo “para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su
paciencia, los pecados pasados” (v. 25). “Los pecados pasados” no son los pecados que
cometimos antes de ser cristianos, sino los pecados cometidos por los seres humanos antes de
la muerte de Cristo en la cruz (por esta razón aparece el “pero ahora” del versículo 3:21). No
había habido un castigo final para pagar por esos pecados. No fue hasta la cruz que se impartió
finalmente la justicia, tal y como lo explica el versículo 26: Dios lo hizo “con la mira de manifestar
en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús”.
La cruz no es sólo una demostración del amor de Dios; es una demostración de su justicia.
La manera en que Jesús propicia a su Padre es parte del plan sabio de Dios. Toda la justicia
de Dios se efectúa en Cristo, quien toma nuestra maldición y nuestra pena sobre su propio cuerpo
en el madero. Por eso es que los cristianos hablan de satisfacer la ira de Dios. Esta frase no
significa que Dios está en el Cielo con una sonrisa arrogante pensando: “Esto sí que me satisface”.
Significa que las exigencias de su santidad se cumplen en el sacrificio de su propio Hijo. Su justicia
se satisface en el sacrificio propiciatorio de Jesús, de manera que todos puedan ver que el pecado
se merece el castigo que Él mismo ha impuesto y que dicho castigo se infligió. Esto vindica a Dios
para que Él mismo se vea como justo, así como el que justifica a los impíos (cf. Ro. 4:5). La
justificación es, ante todo, la vindicación de Dios. Dios preserva su justicia a la vez que justifica a
los impíos. Éste es el corazón del evangelio.
Con todo el respeto a aquellos que insisten en que la sustitución penal es sólo una de muchas
metáforas del evangelio, la propiciación es lo que une a todas las demás instancias en las que la
Biblia habla sobre la cruz. Hay dos razones para esto:
1) Todas las otras maneras en que la Biblia habla sobre la cruz se relacionan con ésta. Por
ejemplo, la cruz nos reconcilia con Dios. ¿Por qué, entonces, necesitamos reconciliarnos con
Dios? Porque estamos separados de Él por causa de nuestro pecado. Pero dicha enajenación, ¿no
surge acaso de la justicia de Dios, que no aprueba nuestro pecado? ¿Qué es, entonces, lo que
nos aleja de Dios? Nuestro pecado. Resolver nuestro problema de pecado nos reconcilia con Dios.
Y la propiciación hace a Dios propicio a nosotros, a pesar de nuestro pecado. Una vez más, el
nuevo nacimiento es crucial; necesitamos una naturaleza nueva mediante la obra
transformadora del Espíritu. La salvación es más que ser perdonados. Por otro lado, ¿nos da Dios
una nueva naturaleza sin referirse a todo el pecado, la fealdad y la rebelión que cometimos en el
pasado? ¿O es que el poder de la nueva naturaleza está ligado a nuestra reconciliación con Dios
por medio del sacrificio de Cristo? Por esto es que el don del Espíritu en el Evangelio de Juan
aparece como si fluyera de la cruz. Es el don que surge del triunfo de Cristo en la cruz. Está
condicionado por la cruz.
Pero es más que eso.
2) Esta manera de ver la cruz es central al evangelio porque está entretejida en la narrativa
completa de la Biblia. La primera vez que el ser humano pecó contra Dios, éste respondió con
una palabra de muerte (cf. la repetición de “fulano vivió tantos años y murió” en Gn. 5). A través
de toda la trama de la Biblia, Dios responde al pecado con juicio porque se ha visto
profundamente ofendido (el diluvio, por ejemplo). El pecado que más suscita la ira de Dios es la
idolatría, robarle a Dios su puesto como Dios. “El Señor tu Dios es un Dios celoso” porque sólo Él
es Dios. La idolatría es vertical; los pecados sociales son horizontales. Todos los males sociales
existen primordialmente porque los seres humanos le han quitado a Dios el lugar que le
pertenece. A veces, en nuestros esfuerzos por comunicar la esencia del cristianismo nos
enfocamos en la estructura social del pecado para demostrar que el cristianismo es relevante
socialmente, pero de esa manera perdemos de vista la verdadera naturaleza del pecado. Aunque
todas las manifestaciones sociales del pecado son terriblemente atroces y hay que lidiar con ellas
en su contexto, es necesario ubicarlas dentro del marco mayor de la idolatría. Es por esto que
cuando Pablo le predicó a una multitud pagana en Hechos 17, se refirió al problema como uno
de idolatría: cualquier cosa que destrone a Dios, que ponga al ser humano en el centro,
desplazando a Dios de ese lugar. En resumen, el drama desarrollado por la narrativa bíblica tiene
como centro de su trama la necesidad de reconciliarse con Dios. Y esto necesariamente nos lleva
a la expiación del pecado y la propiciación de Dios.
Dios presenta a Cristo como sacrificio propiciatorio en un acto que no es un caso de “maltrato
infantil cósmico” en el que Dios abusa de su hijo. Tan solo dos capítulos después, en Romanos
5:6–8 leemos: “A la verdad, como éramos incapaces de salvarnos, en el tiempo señalado Cristo
murió por los malvados. Difícilmente habrá quien muera por un justo, aunque tal vez haya quien
se atreva a morir por una persona buena. Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en
que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros”. Dios demuestra su amor en
que Cristo murió por nosotros. No debemos pensar que Dios está en contra de nosotros mientras
que Cristo está a favor nuestro, como si el Padre y el Hijo estuvieran en bandos opuestos y el
Padre se desquitara con su Hijo. Dios demuestra su amor al enviar a Cristo. Esto está entretejido
con la naturaleza misma y el misterio de la encarnación y de la Trinidad. Éste es el plan del Dios
trino. Al Padre le duele perder a su Hijo pero lo hace porque nos ama. Y el Hijo demuestra su
amor por nosotros al obedecer y someterse al plan maravilloso de su Padre. De esta manera, el
plan del Dios trino funciona dado que la justicia de Dios se mantiene y se protege en virtud de
que Cristo cargó nuestros pecados y los estándares justos de Dios se conservan a pesar de que
nosotros quedamos libres y perdonados. Dios demuestra su justicia en la cruz.
¿Quieres ver la mejor evidencia del amor de Dios? Mira la cruz. ¿Quieres ver la mejor
evidencia de la justicia de Dios? Mira la cruz. Es el lugar en el que se encuentran la ira y la
misericordia. La santidad y la paz se besan. El punto culminante de la historia de redención es la
cruz.
Puesto que Dios está ofendido por nuestro pecado y nos mira con la ira del juicio y, a la vez,
este mismo Dios nos ama igualmente, este tipo de pasaje se enfrenta poderosamente con el
problema y provee el remedio. Dios en el tiempo adecuado envió a su propio Hijo. En este
sacrificio crucial, Dios toma la iniciativa para castigar el pecado a la vez que perdona a los
pecadores. Nunca se habían castigado los pecados de manera final; ahora el castigo está
consumado en la persona del Hijo. Y Dios es tanto el justo como el que justifica a los impíos. Esto
se recibe por fe.
Y tú, ¿crees? ¿O te encuentras entre los millones que comienzan a ver de qué se trata la cruz
y descartan el relato entero porque les parece un escándalo? ¿Un Dios que vive, muere y vive de
nuevo? ¿Un Dios que nos mira con ira pero nos ama igualmente? ¿Una cruz en la cual Dios envía
y a la vez recibe el castigo? ¡Un escándalo!
¿Qué harás cuando te toque rendirle cuentas a Él en el día final? ¿Le dirás que leíste este
capítulo o escuchaste este mensaje y seguiste de largo?

Conclusión
Todo lo que conocemos, agradecemos y amamos de Dios en la experiencia cristiana —tanto en
esta vida como en la venidera— surge de esta cruz sangrienta.
¿Tenemos el don del Espíritu? Lo aseguró Cristo en la cruz.
¿Disfrutamos de la comunión de los santos? La aseguró Cristo en la cruz.
¿Recibimos consuelo en la vida y en la muerte? Lo aseguró Cristo en la cruz.
¿Nos cuida Dios con fidelidad, providencia y gracia? Lo aseguró Cristo en la cruz.
¿Tenemos esperanza de un cielo venidero? La aseguró Cristo en la cruz.
¿Esperamos cuerpos resucitados en el día final? Los aseguró Cristo en la cruz.
¿Existe un cielo nuevo y una tierra nueva, un hogar de justicia? Lo aseguró Cristo en la cruz.
¿Gozamos de una nueva identidad —de manera que ya no tenemos que vernos como
fracasos, desastres morales o decepciones a nuestros padres, sino como seres humanos
profundamente amados, comprados por sangre, redimidos por Cristo y declarados justos por el
propio Dios— debido al hecho de que Dios mismo presentó a su Hijo Jesús como propiciación por
nuestros pecados? Todo esto lo aseguró Cristo en la cruz y se lo concedió a todos los que creen
en Él.
Muchos himnos —antiguos y contemporáneos— han recogido estos temas y los han
interpretado de manera muy poderosa. William Rees (1802–1883) escribió Here is Love, Vast as
the Ocean (He Aquí el Amor, Vasto Como el Océano):
En el monte de la crucifixión, se abrieron fuentes profundas y anchas.
Por la compuerta de Tu misericordia fluyó una vasta ola de gracia.
He aquí el amor como río poderoso derramado incesante desde lo alto.
Paz celestial y justicia perfecta a un mundo culpable en amor besaron.

Los temas de la ira de Dios, su paciencia y amor inundan las Escrituras y culminan en la cruz. Otro
himno parecido lo escribió Stuart Townend en 1995, How Deep the Father’s Love for Us (Cuán
Profundo el Amor del Padre por Nosotros):
Mirad al Hombre sobre la cruz,
Sobre su hombro, mi pecado.
Oigo mi voz de burla, avergonzado,
Gritando insultos entre la multitud.
Fue mi pecado que lo sostuvo allí
Hasta todo haber logrado.
Su último hálito me ha dado vida
Y sé que está acabado.

En todas nuestras discusiones teológicas, en los debates sobre uso del Antiguo Testamento
dentro del Nuevo Testamento, en la definición precisa de la inerrancia y en todos los demás
temas que debemos tratar, no podemos perder el corazón de todo el asunto: “Dios estaba en
Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Co. 5:19).
Dilema terrible: ¿cómo puede la verdad afirmar
Que Dios es amor, sin ser avergonzada por el odio
Y voluntades cautivas y muerte amarga —la carga
De la maldición merecida, el desastre de los rebeldes?
¡La Cruz! ¡La Cruz! El punto de encuentro sagrado,
Donde, sin conocer claudicación ni pérdida
El amor de Dios y su santidad, en gracia aplastante,
Deshacen el gran dilema. ¡La Cruz! ¡La Cruz!
Este Dios santo y amoroso, cuyo hijo querido muere,
Es el justo y es el que justifica.
3

El extraño triunfo de un Cordero inmolado


(Ap. 12)
Entonces oí una gran voz en el cielo, que decía:
“Ahora ha venido la salvación,
el poder y el reino de nuestro Dios
y la autoridad de su Cristo,
porque ha sido expulsado el acusador
de nuestros hermanos,
el que los acusaba
delante de nuestro Dios día y noche.
Ellos lo han vencido
por medio de la sangre del Cordero
y de la palabra del testimonio de ellos,
que menospreciaron sus vidas
hasta la muerte.
Por lo cual alegraos, cielos,
y los que moráis en ellos.
¡Ay de los moradores de la tierra y del mar!,
porque el diablo
ha descendido a vosotros con gran ira,
sabiendo que tiene poco tiempo”.
APOCALIPSIS 12:10–12

Un día, cuando mi hijo tenía tres años, le pregunté: “Nicolás, ¿de dónde sacaste esos grandes y
maravillosos ojos azules?”. Me respondió con toda la certeza de un niño de tres años: “De Dios”.
Por supuesto que tenía razón. Hoy día es un militar muy guapo de 1,88 metros. Si le preguntara
hoy de dónde sacó esos grandes y maravillosos ojos azules, tal vez me responda de la misma
manera, pero posiblemente me diría: “Los tengo porque tanto tú como mamá, aunque no tienen
ojos azules, deben haber portado el gen recesivo y ambos se combinaron para formar mi ADN”.
¿Cuál de las respuestas es más cierta?
Ambas son igualmente ciertas.
¿Cuál de las respuestas es más fundamental o esencial?
Una segunda pregunta: ¿Qué provocó la derrota desastrosa de Jerusalén y Judá en el 587 a.
C.?
Uno podría mencionar muchos factores: el surgimiento de la superpotencia babilónica; la
codicia del rey Nabucodonosor; la caída y deterioro de la dinastía davídica; el orgullo trágico; la
arrogancia y altivez; la estupidez ciega del rey Ezequías que reinó unas generaciones antes, por
la cual expuso las riquezas del reino a los emisarios de Babilonia; la estupidez criminal de
Sedequías a pesar de las advertencias de Jeremías; los pecados del pueblo que provocaron el
juicio de Dios.
O uno podría sencillamente decir que Dios lo hizo.
¿Cuál de las respuestas es más cierta? Ambas lo son, igualmente.
¿Cuál es más fundamental o esencial?
Una tercera pregunta: ¿Qué hizo sufrir a Job? Una vez más podríamos aducir muchas
respuestas: los sabeos, los caldeos y sus pandillas de maleantes; los elementos naturales como
el viento que destrozó la casa y mató a los diez hijos de Job; el duelo; las enfermedades que
sufrió, las cuales le hicieron rascarse con tiestos y sentarse entre cenizas; una esposa quejicosa;
el falso consuelo de amigos insensibles y teológicamente perversos.
O podríamos decir que fue Satanás. Incluso podríamos decir que Dios lo hizo, porque Satanás
no dio un solo paso que Dios no hubiera permitido.
¿Cuál de las respuestas es más cierta?
Todas son igualmente ciertas.
¿Cuál es más fundamental o esencial?
Una última pregunta: ¿Qué ha provocado los peores sufrimientos de la iglesia en las últimas
décadas? Por supuesto que las respuestas serán muy variadas dependiendo de la localización. En
la China, por ejemplo, el totalitarismo marxista de rostro chino resurge de vez en cuando
trayendo consigo la represión regional de los cristianos. Éste ciertamente ha sido un factor
importante en la presión que la iglesia siente allí, al menos fuera de las zonas económicas
especiales. Por otro lado, en muchas zonas del África subsahariana, la iglesia ha participado del
tribalismo y sus innumerables guerras, en ocasiones sufriendo tragedias muy sangrientas. Esto
es el residuo que queda del período colonial en el cual se creaban fronteras a conveniencia de
los antiguos poderes coloniales sin respetar las afinidades tribales. La incapacidad de estos países
de moverse hacia un gobierno estable que no quede derrocado en un par de años en manos de
otro movimiento tribal o de un golpe militar señala la ausencia de fuertes tradiciones legales y
constitucionales, sin mencionar la falta de un liderato entrenado.
La veloz urbanización de muchas poblaciones y el crecimiento de la educación terciaria en
muchos países africanos también han aumentado los desafíos de la iglesia. En contextos urbanos
del África central, hay un refrán popular que dice: “El banco es más alto que el púlpito”. En otras
palabras, en las zonas urbanas hay una nueva generación de jóvenes africanos bien capacitados
y con educación universitaria mientras que la mayoría de los pastores sólo cuentan con educación
primaria —y, en ocasiones, secundaria— y un poco de estudios teológicos. Y eso que aún no he
mencionado la presión del SIDA: más de doce millones de africanos están contagiados con el VIH.
En algunas aldeas de Uganda y Tanzania, poblaciones enteras entre las edades de quince a
sesenta y cinco años se han diezmado por este virus. Le llaman la enfermedad del flaco. Hace
poco estuve en Soweto, Sudáfrica, donde los pastores están acostumbrados a oficiar siete u ocho
funerales de víctimas del SIDA cada semana. Podríamos mencionar la sequía en el Sahel. De
especial importancia es la creciente tensión con el Islam militante en las naciones fronterizas
como Sudán, Nigeria y Eritrea. En fin, los cristianos en África, aunque numerosos, son débiles en
liderazgo, capacitación y visión para el futuro.
¿Y qué diremos del Occidente? Aquí la iglesia se enfrenta a otra serie de desafíos. Aquí
tenemos, a pesar de la recesión, prosperidad material a la par de una pobreza asombrosa y atroz
en algunas zonas del país. El ritmo tan rápido de vida suele empujar lo importante hacia la
periferia: lo urgente desplaza a lo importante, lo digital reemplaza a lo personal. Los medios
masivos de comunicación afectan nuestros pensamientos, nos guste o no, dejándonos
entretenidos, excitados o —irónicamente, aburridos mientras la publicidad dicta nuestra
identidad en muchísimas cosas, ninguna de ellas con pertinencia eterna. Las presiones de la
secularización nos permiten ser religiosos siempre y cuando nuestra religión no importe mucho:
incluso la fe cristiana se confina al ámbito de lo privado. Es difícil creer que hace tan solo unos
ciento veinte años (a finales de 1800), los medios enviaban por telegrama los sermones
dominicales de Charles Spurgeon a Nueva York y éstos se publicaban en el ejemplar de los lunes
del New York Times. La gente quería leer el sermón completo de Spurgeon en su periódico los
lunes por la mañana mientras tomaban el desayuno.
¿Podrías imaginarte eso hoy día? Aun en el ámbito de la lectura, los cambios son dramáticos.
En esa época había literalmente cientos de editoriales pequeñas que publicaban libros de poesía.
Difícil de creer, ¿no? Las personas solían sentarse a leer poemas de la misma manera en que hoy
día se sientan a ver televisión. Hoy día, el discurso nacional habla de economía, política, deportes,
asuntos internacionales que nos interesan y estrellas mediáticas que sólo son poderosas por su
fama. No obstante, el discurso nacional rara vez habla sobre la verdad, la integridad o Dios; y si
toca el tema de Dios, en realidad no se refiere a Él, sino a las respuestas de algunos ante aquellos
que hablan acerca de Dios.
Hace ciento cincuenta años, nadie podía discutir tema alguno al nivel nacional sin levantar
interrogantes sobre la providencia y los procesos de Dios en la historia. Hoy día, la mera mención
del tema de la providencia hace que tilden a uno de anticuado y un poco irrelevante. Muchos en
nuestra sociedad han aprendido que, en el ámbito religioso, la única opinión que está mal es la
que sostiene que todas las demás opiniones están mal. La única herejía es afirmar que existen las
herejías. Si unimos estas tendencias sociales con la indiferencia moral y teológica y la falta de
oración de nuestras iglesias, es fácil detectar un malestar generalizado. Y la iglesia está sufriendo
por ello.
Ahora bien, ¿te has fijado en las categorías que hemos usado en esta discusión sobre los
males de la iglesia occidental? Todos son sociológicos, históricos, ocasionales, demográficos,
económicos, psicológicos o médicos. Todos están relacionados con el desempeño o las
circunstancias. No se habla del diablo ni de Dios.
Ciertamente no estoy sugiriendo que no hay nada que aprender del análisis sociológico o
demográfico. Tal análisis es útil, no sólo para los misioneros que van a otra cultura a aprender el
idioma, costumbres y valores de otro pueblo (sus hábitos, prejuicios, sentido de humor, etc.) sino
que además nos ayuda a entender nuestra propia cultura y sus cambios vertiginosos. Además de
categorías como baby-boomers y baby-busters, Generación X y Generación Y, la mayoría de
nuestras ciudades albergan un sinnúmero de grupos étnicos, movimientos, estratos económicos
y otros tipos de clasificación. Es útil saber lo que piensan los universitarios antes de salir a
evangelizarlos. Hacer y responder a este tipo de preguntas resulta un ejercicio verdaderamente
práctico.
Pero si todos nuestros análisis se limitan exclusivamente a este tipo de categorías, el gran
peligro es que todas nuestras soluciones también se limiten a dichas categorías. Nuestras
respuestas serán superficialmente sociológicas porque no indagamos lo suficiente como para
alcanzar analizar la tensión cósmica entre Dios y el diablo. Así, francamente, actuamos como si
no necesitáramos a Dios en realidad. Él podría irse y no lo echaríamos de menos. Tenemos todo
bajo control; nuestros análisis son cuantificables.
En el capítulo que tenemos delante (Ap. 12), Juan nos provee, con un vistazo, de la
problemática de la iglesia desde la perspectiva de Dios. El género literario que utiliza es el
apocalíptico, el cual a veces nos parece extraño porque ya no se emplea. No obstante, era un
género bastante común entre los círculos judíos y cristianos entre los años 300 a. C. y 300 d. C.,
aproximadamente, y existía aun antes de ese entonces. La literatura apocalíptica usa una serie
de símbolos coloridos y metáforas para analizar las situaciones humanas desde la perspectiva
celestial. Si entiendo bien el pasaje que estamos estudiando, aquí Dios nos da un análisis más
profundo de las dificultades y sufrimientos de la iglesia y luego nos enseña cómo ser fieles.
Los capítulos 12 al 14 marcan una división importante en el Apocalipsis. Estos capítulos
constituyen una pausa mayor antes de la revelación final de la ira de Dios en las siete plagas de
Apocalipsis 16.
Juan subraya en estos capítulos la raíz de la hostilidad y el sufrimiento que recaen sobre la
iglesia. Esta causa subyacente es la misma furia de Satanás en contra de la iglesia. Según Juan, si
uno no tiene una categoría para la ira de Satanás, no podrá entender profundamente lo que
sucede en el cristianismo contemporáneo.

Juan explica el momento de esta furia satánica (Ap. 12:1–9)


En la visión de Juan, la escena abre con una gran y maravillosa señal en el cielo. Aquí, como en
otras partes del libro de Apocalipsis y en algunas ocasiones del Antiguo Testamento, la palabra
“señal” se refiere a un gran espectáculo que, de alguna manera, apunta a la consumación. El
contenido de esta señal o espectáculo es una mujer, y ¡qué mujer! Es “una mujer revestida del
sol, con la luna debajo de sus pies y con una corona de doce estrellas en la cabeza” (v. 1).
¿Quién es ella? A través de la historia de la iglesia, algunos han dicho que es María porque da
a luz a “un hijo varón que gobernará a todas las naciones con puño de hierro” (v. 5). Este hijo en
el versículo 5 claramente se refiere a Jesús. Pero la idea de que la mujer sea María se refuta más
adelante en el versículo 17 (en la literatura apocalíptica, frecuentemente se introduce un símbolo
y luego se explica): “Entonces el dragón se enfureció contra la mujer, y se fue a hacer guerra
contra el resto de sus descendientes, los cuales obedecen los mandamientos de Dios y se
mantienen fieles al testimonio de Jesús”. Aquí la mujer no puede ser María. Esta mujer es la
comunidad mesiánica entera, ya sea bajo el antiguo pacto o bajo el nuevo. Al igual que bajo el
viejo pacto se representaba a Israel como la madre del pueblo de Dios (por ejemplo, Is. 54:1,
“canta, oh estéril…” se dirige a Zion = Jerusalén), ahora bajo el nuevo pacto, la Jerusalén celestial
es nuestra madre: “la Jerusalén de arriba, la cual es madre de todos nosotros, es libre” (Gá. 4:26).
El Mesías nace de esta madre, de esta mujer, de esta comunidad mesiánica. La comunidad
mesiánica da a luz a este hijo y luego aquélla permanece. Los hijos de la comunidad mesiánica
son perseguidos en Apocalipsis 12:17 y, después de la cruz, los hijos de esta comunidad son los
cristianos.
La mujer está “revestida de sol” (v. 1); está completamente radiante. Sus pies sobre la luna
sugieren dominio. Las “doce estrellas en la cabeza” probablemente evocan tanto las doce tribus
del viejo pacto como los doce apóstoles de la nueva alianza, representando la plenitud del pueblo
de Dios. (Jesús enlaza a estos dos grupos de doce en Mateo 19.)
Pero lo importante para el drama es que está embarazada: “Estaba encinta y gritaba por los
dolores y angustias del parto” (v. 2). Descripciones como ésta generaron la expresión: “los
dolores de parto del Mesías”. Esta frase no se refiere a los dolores que el propio Mesías sufrió,
sino a los dolores de la comunidad mesiánica mientras éste nacía. Estas opiniones están basadas
en imágenes y realidades del Antiguo Testamento. Por ejemplo, Isaías 26:17:
Como la mujer encinta, al acercarse el momento de dar a luz,
se retuerce y grita en sus dolores de parto,
así éramos nosotros delante de ti, oh Señor.

Así, antes de la llegada del Mesías, se entendía que el pueblo de Dios (la mujer de Ap. 12)
atravesaría los dolores de parto del Mesías. Ella está de parto, esperando la llegada del Mesías.
La antigua comunidad del pacto da a luz al Mesías y dicha comunidad continúa una vez el
Mesías ha nacido; la antigua comunidad permanece conectada con la nueva (Ap. 12:17). De
manera que lo que encontramos en estos primeros versículos es el verdadero Israel, la
comunidad mesiánica, en agonía de sufrimiento y de espera mientras el Mesías nace. Ésta es la
primera señal o espectáculo.
El segundo espectáculo es un enorme dragón rojo (v. 3). Si albergábamos duda sobre la
identidad del dragón rojo, el versículo 9 lo identifica como “aquella serpiente antigua que se
llama Diablo y Satanás, y que engaña al mundo entero”. El dragón, el leviatán y el monstruo de
las profundidades eran símbolos comunes que representaban todo lo que se opone a Dios, en
ocasiones el propio diablo. A veces estas criaturas se manifiestan como entidades históricas. De
manera que al dragón —o Satanás— se le asocia con Egipto en el éxodo (Sal. 74), en otro lugar
con Asiria y Babilonia (Is. 27), con el Faraón (Ez. 29) e incluso con Pedro (Mt. 16 y sus textos
paralelos). Recordamos el contexto de este último incidente. Jesús pregunta: “¿Quién dice la
gente que es el Hijo del Hombre?” (Mt. 16:13). Pedro, guiado por Dios mismo, responde: “Tú eres
el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (v. 16). Jesús le contesta: “Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás,
porque eso no te lo reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en el cielo” (v. 17). Y desde ese
punto, habla más claro sobre su inminente muerte y resurrección.
Pero esto es demasiado para Pedro. Bajo su perspectiva, un Mesías crucificado es un
contrasentido. Habiendo acumulado puntos con el Maestro, intenta ganarse otro elogio y le dice:
“¡De ninguna manera, Señor! ¡Esto no te sucederá jamás!” (v. 22). A Pedro le parecía inconcebible
que el Mesías tuviera que morir, pero Jesús dio media vuelta y exclamó: “¡Aléjate de mí,
Satanás!” (v. 23). Jesús, en realidad, no está diciendo que la mente de Pedro se ha apagado y que
Satanás se ha apoderado de él (es decir, que está endemoniado). Más bien, Pedro habló lo que
Pedro creía; emitió un juicio según su análisis. Fue aportación suya e insensatez suya. Pero el
juicio de Pedro es diabólico y equivocado toda vez que no comprende que el Mesías es también
el siervo sufriente. Por lo tanto, la voz detrás de la voz de Pedro es la de Satanás. Refleja la obra
satánica de cegar, engañar y destruir. El juicio de Pedro es fundamentalmente falso cuando debió
haber sido correcto. Fue la obra de Satanás, como lo fue detrás del Faraón, de Egipto, de Asiria,
de Babilonia y de muchísimas formas hoy día.
Satanás es un “dragón rojo” (Ap. 12:3), seguramente símbolo de la muerte por sus instintos
asesinos, tal y como dijo Jesús: “Desde el principio éste ha sido un asesino” (Jn. 8:44). La raza
humana entera murió por la obra de Satanás.
El dragón tiene “siete cabezas” (Ap. 12:3). El Apocalipsis suele tener metáforas mixtas: siete
cabezas, diez cuernos, siete coronas. Por lo visto, ¡los diez cuernos no están distribuidos
uniformemente sobre las cabezas! No debemos tomar esto literalmente. Como las varias cabezas
del Leviatán en el Salmo 74:14, las “siete cabezas” se refieren a la universalidad de su poder;
engaña al mundo entero” (Ap. 12:9).
Los cuernos suelen representar a reyes o reinos: poder asombroso y autoridad real. Esto nos
recuerda a la cuarta bestia de Daniel 7.
Las coronas en su cabeza no son de victoria sino de una autoridad usurpada y arrebatada a
Aquél que, por derecho legítimo, “gobernará a todas las naciones con puño de hierro” (Ap. 12:5),
el Rey de reyes y Señor de señores.
La cola del dragón, según el pasaje, “arrastró la tercera parte de las estrellas del cielo y las
arrojó sobre la tierra” (v. 4). Este no es un ejemplo de la cosmología antigua, terriblemente
equivocada, que demuestra que los autores bíblicos eran completamente ignorantes de los datos
científicos. Más bien, es parte de una metáfora apocalíptica derivada de la poesía hebrea, en la
cual toda la naturaleza se ve involucrada en todo. Cuando las cosas van bien, los montes danzan
y los árboles dan palmadas. Cuando las cosas van mal, las estrellas caen del firmamento y la
naturaleza cae en desorden. Aquí sucede eso exactamente. Satanás está a punto de intentar algo
que es totalmente catastrófico, así que se sacude su cola y una tercera parte del universo se
colapsa. El lenguaje surge de Daniel 8:9–10.
¿Qué intenta Satanás? La escena es grotesca. El dragón está delante de la mujer. Ella está
acostada, de parto. Sus pies están levantados, retorciéndose del dolor mientras ella puja para
parir, y el asqueroso dragón está esperando que salga el bebé por el canal del parto para agarrarlo
y devorarlo (12:4). La escena se supone que sea grotesca: refleja la implacable ira de Satanás
contra la llegada del Mesías.
¿Sabemos cómo se cumplió esto en términos históricos? La primera masacre en la época de
Jesús ocurrió en la pequeña aldea de Belén —la matanza de los inocentes cuando Herodes
intentó deshacerse de la amenaza a su trono que representaba el niño—. Dios se lo advirtió a
José en un sueño y éste huyó a Egipto para salvar a Jesús. Herodes, en su furia, “mandó matar a
todos los niños menores de dos años que había en Belén y en todos sus alrededores” (Mt. 2:16).
Satanás luego manifiesta su furia contra Jesús en la tentación, de la misma manera en que
demuestra su ira contra la iglesia en cada tentación que ésta sufre. La furia de Satanás se
manifestó cuando un grupo de personas intentaron arrojar a Jesús por un precipicio y cuando
otros tomaron piedras para apedrearle. Satanás persigue a Jesús para destruirlo y está dispuesto
a usar cualquier medio a su alcance. Detrás de todos estos intentos de acabar con Jesús esta el
dragón rojo, y detrás del dragón rojo está Dios mismo, cumpliendo sus propósitos aun en la
muerte de su Hijo para efectuar nuestra redención.
Pero el texto aquí no habla sobre el triunfo de Jesús, no porque a este libro no le interese,
sino porque el triunfo de Jesús ya había sido introducido, de manera espectacular, en Apocalipsis
4–5. La gran visión de estos capítulos 4 y 5 controla al libro entero. Ahí descubrimos que Cristo,
este niño varón, es el único digno de abrir el rollo que Dios tiene en su mano derecha para cumplir
todos los propósitos de Dios en cuanto al juicio y a la bendición.
Él es el León y el Cordero, el rey poderoso y el sacrificio sangriento, el heredero del trono de
David y, sin embargo, el que aparece del trono de Dios. Mediante su lucha llegó la redención a
hombres y mujeres de toda lengua, tribu, pueblo y nación. Millones se congregan alrededor del
que está sentado en el trono y del Cordero y cantan un nuevo cántico de alabanza, gratitud y
adoración.
Pero aquí, en Apocalipsis 12, nos movemos del nacimiento de Jesús a su ascensión; pasamos
por su vida entera, ministerio, muerte, resurrección y ascensión en dos líneas: Él “gobernará a
todas las naciones con puño de hierro” y “fue arrebatado y llevado hasta Dios, que está en su
trono” (v. 5). El niño varón, Jesús, nació y fue arrebatado hacia el cielo. En otras palabras, este
pasaje no se enfoca en el triunfo de Cristo —esto se presupone— sino en lo que le sucede a la
mujer y a sus hijos, los que fueron dejados. Y esos somos nosotros: la comunidad mesiánica, el
pueblo de Dios, la iglesia que Jesucristo compró con sangre. Después de la cruz, se les describe
como aquéllos que “obedecen los mandamientos de Dios y se mantienen fieles al testimonio de
Jesús” (v. 17). El pasaje se concentra en la mujer (la comunidad mesiánica).
La mujer huye al desierto por 1.260 días (v. 6). Aquí vemos dos elementos de gran
importancia: el desierto y los 1.260 días.
1) La importancia del desierto. La comunidad mesiánica (la iglesia) huye al desierto. ¿Qué
hubiera entendido un lector cristiano del primer siglo al leer esto?
El desierto es el lugar por el cual pasó la comunidad mesiánica del antiguo pacto de camino a
la Tierra Prometida. Como tal, fue un tiempo de prueba, dificultad, tentación y juicio. Aún no
habían llegado a la Tierra Prometida. Era el desierto, pero a la vez, era el lugar en el cual Dios
había provisto milagrosamente para su pueblo, de manera que, más adelante, los profetas lo
veían como un tiempo de intimidad amorosa, de cortejo y conquista.
Allí Dios obró milagros maravillosos: agua de una piedra, la provisión del maná y las
codornices y la conservación de sus zapatos. Dios les enseñó grandes lecciones a través de sus
palabras reveladas y de los milagros espectaculares. Por la fidelidad de Dios a su comunidad del
pacto mientras atravesaban el desierto de camino a la Tierra Prometida, los profetas más
adelante utilizaron la misma terminología. Por lo tanto, en Oseas 2, cuando el pueblo de Dios
vuelve a traicionarle y a cometer adulterio espiritual, Dios dice: “Por eso, ahora voy a seducirla:
me la llevaré al desierto y le hablaré con ternura” (Os. 2:14). El desierto no sólo fue un lugar de
prueba y tentación; también fue el lugar al que Dios llevó a su pueblo con la ternura y el cariño
seductor de un amante. Dios conquista el corazón de su pueblo, los atesora, los atrae hacia sí, los
salva, los protege hasta la consumación y los prepara para la entrada a la Tierra Prometida.
Esto es lo que sucede aquí en el versículo 6 y un poco más adelante en el capítulo. La mujer
huye al desierto para escaparse de Satanás. El desierto no es para nada acogedor, pero Dios lo
prepara para la mujer. Dios vuelve a alimentar a su propio pueblo en el desierto, preparándolos
para la consumación (la Tierra Prometida final). Es igual en la experiencia de la iglesia hoy día:
puede que tengamos que atravesar dificultades terribles, pero éstas van acompañadas de la
gracia sublime y seductora de Dios.
2) La importancia de los 1.260 días. ¿Qué significa la frase “1.260 días”? Han surgido varias
interpretaciones que, a su vez, han dado paso a innumerables especulaciones y aseveraciones
dogmáticas sobre este tema.
Un buen punto de partida es reconocer que muchas culturas tienen en su historia un período
de tiempo específico que está cargado de un valor simbólico. Soy canadiense de nacimiento, pero
he vivido en los Estados Unidos durante las últimas tres décadas. Mis hijos nacieron aquí y
asistieron a escuelas estadounidenses. Aun yo, como extranjero, sé que la gran mayoría de los
americanos inmediatamente reconocería el número: “fourscore and seven years” (cuatro
veintenas y siete años).
Ya sean del Norte o del Sur, todos saben cuándo y dónde se profirieron esas palabras. Surgen
de la primera oración del discurso más notable de la historia de los Estados Unidos: “Hace cuatro
veintenas y siete años nuestros padres hicieron nacer, en este continente, una nueva nación,
concebida en la libertad y dedicada a la proposición de que todos los hombres son creados como
iguales”. En otras palabras, el discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln ha quedado grabado
en la psique de los alumnos estadounidenses, sin importar si son blancos, negros, asiáticos o
latinoamericanos. Es parte de la herencia norteamericana y está ligado inseparablemente a la
Guerra Civil y sus implicaciones. Es parte de la mitología americana.
De manera similar, en Israel se le atribuía un poder mítico al período de tiempo de tres años
y medio. Dos siglos antes de Cristo ocurrió uno de los episodios más espeluznantes de la historia
judía, un evento profetizado por Daniel. En el libro de Apocalipsis, este período de tiempo se
presenta mediante cuatro expresiones sinónimas: “cuarenta y dos meses” (basándose en el mes
ideal de treinta días), “mil doscientos sesenta días”, “tres años y medio” y “un tiempo [es decir,
un año], y tiempos [dos años], y la mitad de un tiempo [medio año]”; ver 11:2–3; 12:6, 14; 13:5.
Se refieren a lo mismo y comparten la misma importancia. Para los lectores judíos y cristianos
del primer siglo, este período de sufrimiento terrible inmediatamente les recuerda el atroz
reinado de Antíoco IV Epífanes.
Con un poco de historia podemos entender por qué fue una figura tan importante. Después
de que el pueblo de Dios comenzara a regresar a la Tierra Prometida (después del exilio),
eventualmente el antiguo Imperio persa comenzó a deshacerse, derrotado por los griegos.
Luego, el Imperio griego también se derrumbó. Se dividió en cuatro partes, cada una de ellas
gobernada por uno de los generales principales de Alejandro Magno. Uno de estos generales
comenzó la dinastía ptolemaica en Egipto y otro inició la dinastía seléucida en Siria.
La pequeña Israel quedó aplastada entre estas dos potencias en conflicto y se vio obligada a
tratar de ganarse el favor de ambos lados, luchando por apoyar al bando que pareciera estar
adquiriendo más poder. Sin embargo, durante este período, Israel nunca fue independiente. Fue
tierra de nadie durante varias décadas de luchas recurrentes, crudas y sangrientas.
Para el 167 a. C. los seléucidas en Siria, al Norte, finalmente ganaron el control sobre Israel.
El rey seléucida fue Antíoco IV Epífanes, un hombre cruel y sanguinario. Estaba decidido a
aplastar todo tipo de adoración judía, imponerle el paganismo a Israel y establecer religiones
helenísticas. Transportó a sus ejércitos a Jerusalén. Sacrificó cerdos en el nuevo templo de
Jerusalén. Prohibió, con pena de muerte, los ritos judíos como la circuncisión o el Sábado, poseer
o leer las Escrituras y el oficio de sacerdote.
Así comenzó la masacre. Los emisarios de Antíoco IV Epífanes asesinaron a muchas personas,
entre ellos, muchos sacerdotes. Al cabo de un tiempo, las tropas alcanzaron una pequeña aldea
en los montes de Judea y se encontraron con un sacerdote anciano llamado Matatías. Cuando
uno de los emisarios se acercó a él, Matatías lo mató. El viejo sacerdote tenía tres hijos. Uno de
ellos, Judas Macabeo (Judas “el martillo”), comenzó una campaña guerrillera. Seguramente otros
ya habían adoptado esta estrategia anteriormente pero las tácticas de Judas Macabeo son las
descripciones más antiguas que tenemos de una guerrilla (por ejemplo, se escondían en los
montes y atacaban por sorpresa para luego huir). Josefo registró esta lucha con bastante detalle.
Después de tres años y medio de guerra sangrienta (la revuelta de los macabeos), finalmente
hubo una batalla campal en las orillas del Río Orontes, en la cual los judíos vencieron a los sirios
y volvieron a dedicar el templo en el año 164 a. C. Por primera vez, después de más de
cuatrocientos años, Israel se convirtió en una nación independiente.
Desde ese momento, ese período de tres años y medio quedó grabado en la mente de los
judíos, quienes lo enlazaron a su interpretación de las profecías de Daniel. En su mente, “tres
años y medio” era sinónimo de una época de pruebas severas, oposición y tribulación antes de
que Dios le devolviera a su pueblo el descanso.
Esto es lo que se dice aquí en Apocalipsis 12. La mujer huye al desierto y se enfrenta a un
período de prueba, oposición y tribulación por un tiempo limitado antes de que Dios mismo
venga y otorgue la liberación final. “Si no se acortaran esos días, nadie sobreviviría” (Mt. 24:22a).
Por ende, tanto para judíos como para cristianos, el término de tres años y medio se convirtió
en símbolo de un período de sufrimiento intenso (sin importar la duración del mismo) antes de
que Dios se manifieste a sí mismo con su poder de salvación. Por supuesto, cuando Juan escribió
este libro, la revuelta de los macabeos había pasado hacía más de dos siglos, pero el tema es que
los 1.260 días se habían tornado emblemáticos de cualquier período de sufrimiento severo. Juan
usa la expresión para referirse al período entero de sufrimiento entre la primera y la segunda
venida de Jesús. Es el tiempo durante el cual habrá sufrimiento, oposición, ataque y muerte. Pero
al final, el propio Dios entrará en escena para vindicar a su pueblo.
Mientras tanto, los eventos en el cielo reflejan los eventos en la Tierra (Ap. 12:7–9). El dragón
pelea contra seres angelicales y éstos le arrojan del cielo. Esto es equivalente a la enseñanza del
propio Jesús: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lc. 10:18). Con la llegada del
ministerio mesiánico, Satanás queda exiliado del cielo. Jesús dijo esto durante su ministerio, en
el momento en que los discípulos que Él nombró salieron a predicar el evangelio y vieron grandes
muestras de poder. Sus palabras están relacionadas con este contexto, a la vez que anticiparon
la cruz y la resurrección que se avecinaban. “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo”. De
igual manera, “Así fue expulsado el gran dragón, aquella serpiente antigua que se llama Diablo y
Satanás, y que engaña al mundo entero” (Ap. 12:9). El momento decisivo ya ocurrió; en principio,
él ha sido derrotado. Esto sucedió en la cruz, la resurrección y la exaltación de Jesús, en el
establecimiento del reino de Dios.
Este tema es muy central en las Escrituras. En Job, por ejemplo, Satanás se presenta ante Dios
junto con “los hijos de Dios”, otros seres angelicales. Pareciera que Satanás tiene acceso a Dios
en ese momento precisamente porque la obra redentora de Cristo aún no se ha completado.
Satanás es “el acusador de nuestros hermanos” (12:10): “Sabes, Dios, este tal Job dice que es fiel
a ti solo porque lo has cuidado muy bien. En realidad es un canalla. En su corazón te va a maldecir
directamente si tan solo le quitas algo de la protección que le has regalado”. Y así comienza el
drama del libro de Job.
Pero ahora Satanás ha sido echado del Cielo. El acusador de los hermanos y hermanas se fue.
¿Por qué? Hubo una guerra en el Cielo y le echaron de allí. La razón para su expulsión es el triunfo
de Cristo. Satanás ya no tiene base alguna para dichas acusaciones. ¿Por qué? Porque se ha
levantado un Redentor.
Esto se convierte en el fundamento del próximo paso en el argumento. Como veremos, el
tema central de los siguientes versículos, escritos en forma de poesía, es que el acusador de
nuestros hermanos ha sido arrojado del Cielo (vv. 10, 12).
Juan identifica los motivos de esta furia satánica (Ap. 12:10, 12–17)
La esfera de Satanás ahora está restringida y su tiempo se ha acortado (12:10, 12–13)
Después de que Satanás fuera arrojado a la Tierra (v. 9), Juan oyó “en el cielo un gran clamor:
‘Han llegado ya la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios; ha llegado ya la autoridad de su
Cristo’ ” (v. 10a). El reino ha llegado. Ya está aquí. Aún no está consumado, pero ya ha venido. Ha
comenzado. Una de las maneras en que se demuestra es que Satanás ha sido derrotado
contundentemente. O, si usamos la simbología de Apocalipsis 12:7–9, Satanás ha sido arrojado
del Cielo.
Ya no tiene ningún derecho de estar delante de Dios. No puede acusar ya a los hermanos,
“Porque ha sido expulsado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche
delante de nuestro Dios” (v. 10b). Ciertamente, Satanás ha estado obrando en la Tierra desde el
principio de la Creación; sin embargo, ahora su ámbito de influencia está limitado a la Tierra y ha
perdido el acceso a Dios que le permitía acusarnos directamente delante de Él.
De manera que Satanás vuelca toda su furia y su venganza sobre la mujer (es decir, sobre
nosotros, la comunidad mesiánica): “Cuando el dragón se vio arrojado a la Tierra, persiguió a la
mujer que había dado a luz al varón” (v. 13). Es precisamente por la restricción de su autoridad
que el diablo está airado en esta esfera limitada. Satanás no sólo es malvado; está frustrado,
molesto y ofendido. “El diablo, lleno de furor, ha descendido a vosotros, porque sabe que le
queda poco tiempo” (v. 12). Satanás está lleno de rabia, no porque sea espectacularmente fuerte,
sino porque sabe que ha sido derrotado, su fin se acerca, su ámbito y su alcance ha sido limitado;
¡está furioso! El sabe que, en principio, ya ha sido destruido.
Esta reacción es creíble en términos psicológicos porque ha sucedido muchas veces en la
historia. Por ejemplo, durante la Guerra del Golfo Pérsico, una vez llegaron los aliados con
250.000 tropas, toneladas de municiones y armas sofisticadas que superaban la capacidad de
Saddam Hussein, todo el mundo supo que el asunto se había acabado. No se sabía cuán
sangriento sería, ni qué contratiempos se enfrentarían, pero se había terminado. ¿Eso quería
decir que Saddam Hussein se iba a rendir? No, él mandó sus tropas a pelear y a miles de ellos les
mataron o capturaron. A la salida le dispararon a todos los pozos de petróleo de Kuwait. Saddam
tomó las acciones más vengativas cuando había quedado claro que ya había perdido. No fue algo
racional, pero su respuesta es bastante común entre los déspotas derrotados.
¿No fue esto lo que hizo Hitler en la Segunda Guerra Mundial? Desde 1944, los alemanes
estaban perdiendo terreno en el frente oriental. La presión de los rusos les costó mucho. Los
otros aliados habían vencido en África del Norte, aterrizaron en la bota de Italia y comenzaban a
subir por dicho país. Luego, en junio, el Día D, las tropas aterrizaron en las costas de Normandía.
Al cabo de tres días habían introducido 1,1 millones de tropas y toneladas de armamentos.
Cualquier persona pensante con un poco de conocimiento histórico podía ver que la guerra
estaba terminada y que Hitler sería vencido. En términos de recursos, cantidad de soldados,
dinero (lo que finalmente determina las guerras), energía y materiales, la guerra había acabado.
Ya no importaba quién ganara tal o cual batalla. Japón estaba produciendo aproximadamente
siete toneladas de acero al año; Alemania estaba recibiendo todos los bombardeos y no lograba
producir más de trece o catorce toneladas. Sólo Estados Unidos lograba producir entre cincuenta
y sesenta toneladas. Todos los números favorecían a los aliados. Era cuestión de tiempo. Hitler
estaba derrotado. Entonces, ¿se rindió? Eso es lo que la mayoría de sus generales hubiera querido
que hiciera, pero no lo hizo. Después de eso vino la Batalla de las Ardenas, el ataque a Berlín,
algunas de las peores peleas de la guerra. Hitler sabía que le quedaba poco tiempo, pero no se
rindió; simplemente le llenó de más furia.
Esa es la naturaleza de nuestra oposición. A Satanás se le ha reducido su esfera, su tiempo es
corto y está molesto. No puede atacar directamente a Jesús, por lo que intenta hacer el mayor
daño posible a su pueblo, a la mujer; es decir, a ti y a mí. Los problemas del pueblo de Cristo (los
hijos de la mujer) se levantan no porque Satanás sea demasiado fuerte, sino porque ha sido
vencido y va a rugir violentamente hasta el fin. Nuestro conflicto actual se encuentra dentro de
esta dimensión cósmica.

Además, el éxito de Satanás será limitado (12:13–17)


El ataque de Satanás contra el pueblo de Dios, así como las tácticas defensivas de Dios para
proteger a su pueblo, se describen mayormente en términos de eventos que sucedieron durante
los años en que Israel atravesó el desierto. “Pero a la mujer se le dieron las dos alas de la gran
águila, para que volara al desierto, al lugar donde sería sustentada” (v. 14a). Este lenguaje
probablemente surge de Éxodo 19:4: “Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé
sobre alas de águilas, y os he traído a mí”. Apocalipsis 13:14–17 también evoca mucha tipología
del éxodo. Dios mismo lleva a la mujer al desierto que menciona en el versículo 12:6.
Ella “sería sustentada durante un tiempo y tiempos y medio tiempo, lejos de la vista de la
serpiente” (v. 14b). Aquí lo volvemos a ver: un período de pruebas antes de la liberación final.
¿Significa esto que la mujer está realmente “lejos de la vista de la serpiente”? ¿No hay por qué
preocuparse entonces? No, la serpiente la está persiguiendo y trata de ahogarla arrojando “por
sus fauces agua como un río, para que la corriente la arrastrara” (v. 15). Esto seguramente es una
referencia al episodio en Éxodo 1 y 2 en el cual Satanás, a través del Faraón, trató de arrasar con
todo el linaje de la promesa al ordenar que se ahogara en el Río Nilo a todo hijo varón. Una vez
más, Satanás quiere destruir a la iglesia.
No obstante, Dios aún no ha terminado. “Pero la tierra ayudó a la mujer: abrió la boca y se
tragó el río que el dragón había arrojado por sus fauces” (Ap. 12:16). ¿Se rindió el diablo
entonces? No, se enfureció más: “Entonces el dragón se enfureció contra la mujer, y se fue a
hacer guerra contra el resto de sus descendientes, los cuales obedecen los mandamientos de
Dios y se mantienen fieles al testimonio de Jesús” (v. 17). Si seguimos leyendo el siguiente
capítulo (Ap. 13), descubriremos que Satanás tiene dos aliados importantes: el anticristo y el falso
profeta, uno de ellos conectado con el mar y el otro con la tierra.
El dominio de Satanás está limitado a la tierra y el mar (12:12), por lo cual, en Apocalipsis 13,
las bestias salen de la tierra y del mar, y junto con él forman un triunvirato nefasto: la trinidad
satánica compuesta por Satanás, la bestia de la tierra y la bestia del mar. Los próximos dos
capítulos explican cómo Satanás obra su oposición a través de estos dos aliados.
Los motivos de la furia de Satanás son claros: su esfera de acción ha sido reducida, su tiempo
acortado y su éxito limitado. Necesitamos entender el conflicto que la iglesia enfrenta
actualmente porque es nuestro. Es aquí que vivimos y nos movemos y somos.
Antes de continuar, vale la pena hacer una pausa para preguntarnos cómo va esta titánica
lucha entre Satanás y la iglesia. Aunque sabemos que al final, Cristo y su pueblo vencerán, ¿cuál
es el estado de la pelea en estos momentos? A través de la historia de la iglesia cristiana, han
surgido varias teorías para responder al siguiente interrogante: el mundo, ¿está mejorando o
empeorando? Estas teorías responden a grandes esquemas de escatología (la doctrina de las
cosas finales o últimas). En la época de los puritanos, la mayoría de estos pastores eran
posmilenialistas; creían que, eventualmente, la predicación del evangelio provocaría un período
de gloria y esplendor milenial antes del regreso del Señor. Los posmilenialistas creían que estaban
entrando en una era dorada de poder magnífico que transformaría la Tierra a medida que se
pregonaba el evangelio con nuevas fuerzas. Creían que, durante este período, Cristo en efecto
reinaría a través de su Palabra y de la iglesia y así se iniciaría una época de gloria y de gran alcance
misionero que llamaríamos el milenio. Al final, esto no sucedió.
En el año 1993, recuerdo haber leído The End of History and the Last Man (El Fin de la Historia
y el Último Hombre), un libro importante escrito por Francis Fukuyama. Su tesis en ese momento
(desde entonces la ha revisado) era que con la caída del muro de Berlín en 1989, se acabarían los
principales conflictos mundiales. Sostenía, en esencia, que la historia estaba llegando a su fin.
Su postura no era que el tiempo se había detenido literalmente sino que ya no surgirían más
conflictos mundiales grandes. La democracia liberal poco a poco vencería. Por unos cientos de
años podrían haber pequeñas riñas locales de alguna u otra índole, pero —según su teoría—
había poca posibilidad de otra guerra intercontinental o mundial. Las guerras grandes se habían
acabado, la democracia liberal había vencido y habíamos llegado al final de la historia. En cierto
sentido, esta postura es una versión secular del posmilenialismo: paz mundial, no mediante el
evangelio, sino a través de la democracia liberal. Recuerdo que al leer ese libro, pensé: “Mi
querido Fukuyama, o tienes razón tú o la tiene Jesús, pero no podéis estar ambos en lo correcto,
porque Jesús siempre dijo que habría guerras y rumores de guerras” (Mt. 24:6).
Por otro lado, en otras épocas de la historia de la iglesia, los cristianos han fijado su atención
sobre la declinación moral y cultural. Todo aparenta estar en deterioro. Hoy día atravesamos uno
de estos períodos en el mundo occidental (aunque no en todas partes del mundo). Las voces
pesimistas nos dicen que la cultura está en declive, que los estándares morales se están
desvaneciendo y la integridad está en peligro de extinción. Citamos a otro grupo de textos
bíblicos. En vez de decir: “Porque así como las aguas cubren los mares, así también se llenará la
tierra del conocimiento de la gloria del Señor” (Hab. 2:14; cf. Is. 11:9), relegamos esa idea al
nuevo Cielo y la nueva Tierra. Preferimos citar: “esos malvados embaucadores irán de mal en
peor, engañando y siendo engañados” (2 Ti. 3:13). El mundo va a empeorar. Sin embargo, el
contexto de este último versículo nos demuestra que Pablo no está pensando que cada
generación será peor que la anterior, sino que los malvados de cada generación empeorarán cada
día más.
Entonces, ¿cuál es la verdad? En esta batalla campal entre la iglesia de Jesucristo y la furia de
Satanás, ¿cómo va la lucha?
Una buena manera de considerar esta pregunta es pensar en la parábola de Jesús sobre el
trigo y la cizaña (Mt. 13:24–30):
Les refirió otra parábola, diciendo: «El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró
buena semilla en su campo; pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña
entre el trigo, y se fue. Cuando brotó la hierba y dio fruto, entonces apareció también la cizaña.
Fueron entonces los siervos del padre de familia y le dijeron: “Señor, ¿no sembraste
buena semilla en tu campo? ¿Cómo, pues, tiene cizaña?”
Él les dijo: “Un enemigo ha hecho esto”. Y los siervos le dijeron: “¿Quieres, pues, que
vayamos y la arranquemos?”
Él les dijo: “No, no sea que al arrancar la cizaña arranquéis también con ella el trigo.
Dejad crecer juntamente lo uno y lo otro hasta la siega, y al tiempo de la siega yo diré a
los segadores: ‘Recoged primero la cizaña y atadla en manojos para quemarla; pero
recoged el trigo en mi granero’».
Jesús reconoce que un enemigo ha hecho esto, pero insiste en que tanto el trigo como la cizaña
deben crecer hasta el final.
Podemos usar diferentes formas de calcular, pero con casi todas descubriremos que en los
últimos 150 años ha habido más obra misionera internacional y más conversiones a Cristo que
en los 1.800 años anteriores. El evangelio ha alcanzado más lugares y personas que nunca antes.
Por otro lado, ha habido más mártires cristianos en los últimos 150 años que en los 1.800 años
anteriores.
¿Qué sucederá en el siglo veintiuno? No soy profeta ni hijo de profeta, pero te diré lo que
sucederá si Jesús no vuelve antes: el mundo seguirá mejorando y empeorando a la vez. El
evangelio avanzará pero la oposición también. Los cristianos sembrarán la semilla del evangelio
y habrá momentos de avivamiento y bendición en distintos lugares, tiempos de siembra y de
siega en los cuales se juntarán millones de personas.
Habrá una gran congregación junto con una gran persecución, tal vez la peor persecución que
jamás hayamos enfrentado. Esto no sucederá todo a la misma vez y en un mismo lugar, pero el
Rey ha declarado: “Dejad crecer juntamente lo uno con lo otro hasta la siega”.
Habrá guerras y rumores de guerra, así que no os afanéis; el fin todavía no ha llegado (Mt.
24:6). Satanás está furioso y sabe que le queda poco tiempo. Es una tontería esperar que las
cosas mejoren o pensar que alcanzaremos la paz mundial si tan solo elegimos al presidente
correcto o la política adecuada. ¿Será que ya nadie lee historia? Este idealismo utópico es
exactamente lo que quería Woodrow Wilson después de la Primera Guerra Mundial; de ahí surge
la Liga de las Naciones. Su resultado fue la Segunda Guerra Mundial.
No me malentiendas. De ninguna manera estoy diciendo que no hay políticas buenas ni
malas, ni pienso que los cristianos no deban involucrarse en procesos que procuran la paz. Lo que
sí quiero sugerir es que una perspectiva ingenua e idealista de la historia y de la naturaleza
humana no es en lo absoluto bíblica. Peor aún, detrás de todas las faltas, fracasos y traiciones de
la naturaleza humana se encuentra la furia de Satanás, quien engaña a los pueblos del mundo.
Está lleno de rabia porque sabe que le queda poco tiempo.
Nuestras posturas escatológicas suelen verse limitadas por nuestra propia posición angosta
dentro de la historia. No tenemos la perspectiva más amplia. Sobre todo, no nos sometemos lo
suficiente a las enseñanzas explícitas del Señor Jesús: “Dejad crecer juntamente lo uno con lo
otro hasta la siega”.
Hemos discutido algunos de los motivos de la furia de Satanás y brevemente exploramos las
consecuencias. Ahora, por fin, llegamos a algunas buenas noticias.

Juan especifica cómo los cristianos vencen sobre esta furia satánica (Ap. 12:11)
Los versículos 10 y 11 se deben leer juntos porque el 10 presenta el marco crucial para el 11:
Luego oí en el cielo un gran clamor:
“Han llegado ya la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios;
ha llegado ya la autoridad de su Cristo.
Porque ha sido expulsado
el acusador de nuestros hermanos,
el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios.
Ellos lo han vencido
por medio de la sangre del Cordero
y por el mensaje del cual dieron testimonio;
no valoraron tanto su vida
como para evitar la muerte”.

El entorno (v. 10) nos recuerda que lo que vemos es el triunfo de Cristo, la llegada de su reinado,
el nacimiento del reino del Mesías; y esto coincide con la destrucción de Satanás, su expulsión
del cielo y, en versículos subsiguientes, su naciente guerra contra los cristianos.
¿Qué deben hacer los cristianos al respecto? ¿Cómo logran los hijos de la mujer vencer esta
furia satánica? Se nos dicen tres cosas sobre estos creyentes:

Lo vencieron mediante (es decir, sobre la base de) la sangre del Cordero (Ap. 12:11a)
El gran acto de redención que los libró de sus pecados (1:5) y estableció su derecho a reinar como
sacerdotes y reyes (5:9) es además lo que les da autoridad sobre Satanás y les permite vencerlo
a él y a todas sus acusaciones (12:11). Satanás acusa a los cristianos día y noche. No sólo ataca
nuestra conciencia para hacernos sentir sucios, culpables, derrotados, destruidos, débiles y feos,
sino que hace algo peor. Su plan, desde el pasado, es acusarnos delante de Dios de día y de noche
con cargos que sabemos que no podemos justificar ante la majestuosa santidad de Dios.
¿Cómo responderemos? ¿Será nuestra defensa: “Oye, ¡yo no soy tan malo!”? Jamás
podremos vencer a Satanás de esa manera. Jamás. Lo que debemos decir es: “Satanás, soy peor
de lo que piensas, pero Dios me ama igualmente. Me ha aceptado por causa de la sangre del
Cordero”.
La preposición utilizada en el texto original es muy importante. La frase por medio de podría
sonar como si la “sangre del Cordero” fuera instrumental (por o a través de la sangre del Cordero),
pero en el original queda muy claro que lo vencieron sobre la base de “la sangre del Cordero”.
Dicha sangre es el fundamento de nuestra victoria, no meramente el medio en un sentido
mecánico.
Todas las bendiciones y los recursos cristianos están fundamentados sobre la sangre del
Cordero. Desde la perspectiva cristiana, todas las bendiciones y recursos que son nuestros en
Cristo se fundamentan en la sangre del Cordero; la muerte y resurrección de Jesús los aseguran.
¿Te encuentras aceptado delante de este Dios santo? Si es así, es por la sangre del Cordero.
¿Has recibido la bendición del Espíritu Santo? Él ha sido derramado por la sangre del Cordero.
¿Tienes la esperanza de una vida eterna consumada en la gloria? Fue asegurada por la sangre del
Cordero. ¿Disfrutas de la comunión de los santos, de hermanos y hermanas que aman a Cristo,
de la iglesia del Dios viviente, de un cuerpo nuevo, del cuerpo de Cristo sobre la Tierra? Todo esto
lo compró, aseguró y constituyó la sangre del Cordero. ¿Estás agradecido por las armas
espirituales que Pablo nos dice que usemos (Efesios)? El arsenal entero está a nuestra disposición
por la sangre del Cordero. ¿Podemos acercarnos a Dios en oración? Es por la sangre del Cordero.
¿Encontramos nuestra voluntad fortalecida por el Espíritu? Este beneficio incalculable fue
asegurado por la sangre del Cordero.
Cada onza de victoria sobre los principados y potestades de este siglo oscuro ha sido
asegurada por la sangre del Cordero.
Imagínate a dos judíos con apellidos tan notables como Pérez o López. Viven en la tierra de
Gosén casi un milenio y medio antes de Cristo. Es temprano en la noche, cerca del final de la
época de las diez plagas, y están hablando. El Sr. Pérez le dice al Sr. López: “Oye, López, ¿has
rociado los postes y dinteles de tu puerta con la sangre del cordero?”.
El Sr. López le responde: “Por supuesto que sí. Escuchaste lo que dijo Moisés, ¿no? El ángel
de la muerte pasará esta noche por la Tierra. Algunas de las plagas han afectado sólo a los
egipcios pero algunas han alcanzado a toda la Tierra. Moisés insistió en que esta plaga abarcaría
toda la tierra de Gosén, donde vivimos, además del resto de Egipto. El primogénito de las familias
y de los ganados morirá. La única excepción serán aquellas casas que estén marcadas con la
sangre del cordero, como Moisés ordenó”. Hace una pausa para luego añadir: “Esto me emociona
bastante, porque significa que nuestra redención se acerca. Claro que he matado al cordero. Mis
amigos y parientes están ya todos aquí y estamos preparados. He rociado la sangre del cordero
sobre los dos postes y el dintel. ¿Y tú, Sr. Pérez?”.
El Sr. Pérez rápidamente le contesta: “Pues, claro que he hecho lo mismo. Pero, hombre,
estoy muy preocupado. ¿Has visto las cosas que han sucedido aquí en los últimos meses? Ranas,
langostas, granizo, muerte. Ahora Moisés está hablando acerca de todos los primogénitos. Yo
sólo tengo un hijo; tú tienes tres. Yo amo a mi pequeño Carlitos y no quiero perderlo. La verdad
es que estoy aterrado. No podré dormir esta noche”.
Algo sorprendido, el Sr. López le pregunta a su amigo: “¿Por qué te preocupas? Dios mismo
ha prometido a través de su siervo Moisés que si marcas con sangre los dos postes y el dintel de
tu puerta, estarás a salvo. Tu hijo estará a salvo. Carlitos estará vivo por la mañana. Ya has puesto
la sangre en tus postes y tu dintel”.
“Bueno, en eso tienes razón. Yo sé que ya lo he hecho, pero igualmente tengo mucho miedo,”
replicó el Sr. Pérez.
Esa noche pasó el ángel de la muerte por toda esa tierra. ¿Quién perdió a su hijo? ¿El Sr.
López o el Sr. Pérez?
Desde luego que ninguno de los dos, porque la promesa no estaba basada en la intensidad
de su fe ni en el gozo que acompañara su obediencia. La promesa era para los que se escondieran
bajo la sangre del cordero.
Veámoslo de otra manera. ¿Alguna vez has tenido un día como el siguiente? Te levantas por
la mañana; está lloviendo, hace calor y el acondicionador de aire no funciona. Estás buscando un
par de calcetines limpios pero no logras encontrar dos iguales. Te golpeas el dedo del pie con el
clavo ese que sobresale de la pared hace tres años y que no has arreglado. Te cortas mientras te
afeitas. Bajas a desayunar y ese día tu esposa ha salido a reunirse con unos amigos y no preparó
nada. Ya con un poco de prisa, sales al coche y le das a la llave de contacto pero no arranca. Sabes
que debiste haber verificado la batería antes, cuando empezó a dar problemas, porque ahora
está completamente muerta. Llegas tarde al trabajo, donde tus compañeros están hablando mal
de ti, y luego el jefe te pregunta: “¿Acabaste el informe que me debes? Porque si no, tendrás que
trabajar hoy hasta tarde”. Todo el día se desarrolla con una serie de pequeños incidentes
frustrantes.
De pronto surge la oportunidad de hablar con algunos amigos no cristianos —un vecino,
alguien en la gasolinera, un compañero de trabajo— pero ya estás de tan mal humor que cuando
hacen alguna pregunta tonta sobre la religión, respondes bruscamente con una actitud
paternalista que les deja avergonzados e incómodos. Te sientes bastante culpable, pero ya está
hecho. Eventualmente llegas a la casa y tu esposa ha preparado un cocido asqueroso que a tus
hijos les encanta pero que tú detestas. No logras ser cortés con ella, ni ella contigo, y los niños
tampoco se están portando demasiado bien. Tu esposa quiere que hagas tareas de la casa,
mientras que tú sólo quieres ver el partido de fútbol.
Finalmente, es hora de dormir, después de tan largo día, y te pones a orar en plan: “Querido
Dios, este día ha estado fatal. No estoy muy orgulloso de mí mismo; francamente, estoy algo
avergonzado. Pero en realidad no tengo nada que decirte. Perdóname por no haberlo hecho
mejor. Perdona mi pecado. Bendice a todo el mundo. Hágase tu voluntad. En el nombre de Jesús,
Amén”.
Sin embargo, unos días más tarde te despiertas y te das cuenta de que el aire es muy
refrescante. Hace sol, las ventanas están abiertas y el aire fresco inunda la habitación mientras
los pajaritos cantan. Hueles algo maravilloso: “¡Panceta! ¡No me lo creo! ¿Cuál será el motivo de
la celebración?”. Te levantas lleno de energía y buscas tus calcetines limpios. Vas al baño,
silbando mientras te duchas, y luego pasas un buen tiempo de calidad con tu esposa. Después de
comer un delicioso desayuno, sales al coche, lo enciendes sin problema y llegas temprano al
trabajo. Todos allí te felicitan por tu inteligencia, laboriosidad y diligencia en tus labores. Tu jefe
te dice: “¡Me alegra verte hoy! ¿Sabes que vas a recibir un aumento? Has hecho un gran trabajo
con ese contrato”.
Ahora te encuentras con esa misma persona en la gasolinera y, sorprendentemente, el pobre
infeliz hace otra pregunta. Esta vez, sin embargo, respondes con sabiduría, tacto, gentileza,
comprensión, cortesía, perspicacia y amabilidad. El hombre promete ir contigo a la iglesia el
próximo domingo. ¡Quién lo iba a decir! Luego llegas a casa a disfrutar de una cena alegre con tu
familia. Los niños se portan de maravilla y sostienes una conversación íntima con tu esposa
mientras ambos limpian la cocina.
Finalmente, al final de ese día, te pones a orar, pero esta vez tu oración es algo como: “Eterno
e incomparable Dios, nos rendimos ante tu gloriosa presencia quebrantados y agradecidos.
Te bendecimos porque en tu infinita gracia y misericordia has derramado tu favor sobre
nosotros. No somos merecedores de la más mínima de tus muestras de misericordia…”. Y así
sigues un largo rato, con lenguaje teológico rebuscado. Le das gracias a Dios por todo lo que
sucedió en tu día y luego pasas a interceder por los misioneros en el mundo y por sus hijos y
nietos y primos. Después comienzas a orar por todas las personas de tu iglesia que se te ocurren
y meditas sobre los nombres de Cristo revelados en la Escritura. Pasa una hora y te vas a la cama,
durmiéndote al instante. De hecho, te quedas dormido… justificado.
¿En cuál de estas dos ocasiones has caído en la terrible trampa del paganismo? Dios nos
ayude, porque la triste realidad es que ambos acercamientos a Dios son una abominación. ¿Cómo
te atreves acercarte al trono de Dios basándote en la clase de día que has tenido, como si eso
fuera lo que nos da el acceso a la presencia del Dios soberano y santo? Con razón nos cuesta
tanto vencer al diablo. Esto es teología de obras. No tiene nada que ver con la gracia y la
suficiencia exclusiva de Cristo. Nada.
¿No entiendes que vencemos al acusador sobre la base de la sangre de Cristo? Nada más y
nada menos que esto. Así es que vencemos. Es la única manera de vencer, el único motivo de
nuestra aceptación delante de Dios. Es por eso que cada vez que nos alejamos de la cruz,
distorsionamos algo fundamental, no sólo de la doctrina, sino del discipulado más elemental, de
la perseverancia fiel, de la obediencia y de la guerra espiritual contra el enemigo de nuestras
almas. Si te apartas de la cruz, has perdido. Te han derrotado. Vencemos al acusador de nuestros
hermanos y hermanas, vencemos a nuestra conciencia, vencemos nuestro mal genio, vencemos
nuestros fracasos, nuestros deseos, nuestros temores y nuestra mezquindad, sobre la base de la
sangre del Cordero. Nos atrevemos a acercarnos a un Dios santo orando en el nombre de Jesús,
apelando a esa sangre.
No necesito otro argumento
Ni otro ruego más;
Me basta que Cristo murió
y que murió por mí.

Lo han vencido por medio de la palabra del testimonio de ellos (Ap. 12:11b)
En el capítulo inicial de la Biblia, Dios habla y los mundos nacen. Envía su palabra y ésta cumple
lo que Él le manda a hacer. Su mensaje supremo es el Verbo encarnado. Los siervos de la iglesia
gobiernan mediante la Palabra. En el mundo en general, la única arma ofensiva que tenemos
según el simbolismo de Efesios 6 es la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios. ¿Qué hacen
los cristianos al tratar de vencer al diablo en este mundo malvado? El diablo está obrando a través
de la política, la corrupción, los medios de comunicación, el Estado, el declive moral, el
secularismo, el pluralismo, los sistemas educativos y mucho más. ¿Cómo luchan los cristianos
contra esto? ¿Crean un partido político? ¿Hacen protestas frente a la Casa Blanca? ¿Envían cartas
al primer ministro? ¿Te puedes imaginar a Pablo creando una campaña de cartas para enviarle al
César?
No me malentendáis. Vivimos en una democracia, una forma de gobierno distinta a la de
Pablo, y nuestras responsabilidades cristianas en este contexto pueden implicar que pensemos
bien sobre cómo ser sal y luz en una sociedad corrupta y que corroe. No debemos aislarnos en
un pequeño círculo santo. Sin embargo, necesitamos reconocer, sin duda alguna, que lo que en
últimas transforma a la sociedad es el evangelio. Tenemos la responsabilidad de legislar
correctamente y aprobar leyes buenas; Dios ama la justicia y le pide cuentas a todas las naciones
en cuanto a ello. Hay que promover el bienestar de la ciudad. Por supuesto que somos
responsables de cuidar de los pobres. No obstante, a fin de cuentas, lo que transforma la sociedad
sigue siendo el evangelio.
¿Cómo avanza el evangelio? Por la palabra de nuestro testimonio: “[L]o han vencido por
medio de… la palabra del testimonio de ellos” (Ap. 12:11). Esto no significa que dieron su
testimonio muchas veces. Eso puede ser bueno hacerlo, pero no es lo que significa este versículo.
Se refiere a que los cristianos daban testimonio acerca de Cristo: testificaban de Cristo. Compartir
el evangelio, evangelizar, es la manera principal mediante la cual los cristianos testifican de Jesús.
No hay otra manera de hacer que corra el evangelio. No vamos a ver más conversiones si
amenazamos a las personas con espada. No se puede transformar la sociedad de ninguna otra
manera que mediante la proclamación del evangelio. Lo que es necesario es la promulgación y
promoción del evangelio. Y, sin embargo, muchos de nosotros jamás lo hemos compartido con
alguien en el último año o incluso en los últimos cinco. Los pastores también caen en esta trampa
y se retiran en un pequeño mundo en el que sólo hablan con otros cristianos. Nunca han
fomentado amistades fuera de ese círculo. No tienen a nadie con quien compartir el evangelio
de manera completa, honesta y generosa. No hablan del evangelio en la barbería porque tienen
miedo.
Vencemos a Satanás sobre la base de la sangre de la cruz y también mediante esta palabra
promulgada. Dios ha establecido que los hombres y las mujeres sean salvos por la locura del
mensaje proclamado.
No se trata simplemente de cómo sobrevivir a las acusaciones del Maligno. El tema es cómo
luchamos contra él. No lo hacemos con espadas, ni cruzadas ni disparándole a los malos. Lo
hacemos primeramente mediante la proclamación, una y otra vez, del evangelio. Así, el reino de
Dios avanza por el poder del Espíritu mediante el ministerio de la Palabra. Ni por un instante se
mitiga la importancia de las buenas obras y las implicaciones sociales del evangelio, pero éstas
son implicaciones del evangelio. Lo que se predica es el evangelio.
Por lo tanto, la única manera de ser derrotados en esta dimensión es quedarnos callados.
Nuestro silencio le garantiza una medida de victoria a Satanás.
¿Cuándo fue la última vez que le explicaste el evangelio a un no creyente individualmente o
a un grupo pequeño en un ambiente más o menos neutral, o incluso hostil? Así es que avanza el
evangelio. Sé que la conversión, en última instancia, es obra de Dios. Él puede arrasar con poder
sobre una población y atraer a miles a su reino en muy poco tiempo. Pero, normalmente, el Dios
de la Biblia utiliza ciertos medios. Ha establecido que el evangelio se propague mediante la locura
de la Palabra predicada y testificando de Cristo.
De manera que cuando observamos a nuestra cultura y vemos, por ejemplo, mayor polaridad
entre las cosmovisiones: una sección aferrándose a los residuos de la herencia judeo-cristiana y
otras radicalizándose cada vez más en el materialismo filosófico, en las religiones orientales o en
una antítesis secular dogmática del cristianismo, lo primero que debemos preguntarnos es:
¿Cómo evangelizamos a las personas que no nos caen bien? ¿Cómo evangelizamos fuera de
nuestra cultura? ¿Cómo cruzamos nuestras barreras para evangelizar a personas de los medios,
a los que viven al otro lado de la ciudad, a los inmigrantes o a los musulmanes? ¿Evangelizamos
sólo a las personas con quienes nos sentimos cómodos? Al fin y al cabo, vencemos al diablo
testificando de Cristo.

Lo vencieron despreciando su propia vida hasta la muerte (Ap. 12:11c)


Vencieron a Satanás simplemente porque estuvieron dispuestos a morir.
Los cristianos solían escribir libros sobre cómo morir bien. Oraban pidiéndole a Dios que en
sus últimas horas de vida, cuando ya estuvieran perdiendo su mente y el control (a pesar de ser
cristianos que amaban la autodisciplina), Él no les permitiera decir nada que le trajera vergüenza
a la cruz. ¿Has escuchado a algún cristiano orar así hoy día? Ahora la oración es más bien: “Dame
otra dosis de morfina para no tener que sufrir”.
“No valoraron tanto su vida como para evitar la muerte” (v. 11c). Esta perspectiva de la
muerte dista mucho de lo que impulsa a la mayoría en el mundo occidental. Supongamos que
perteneces al régimen oficial que se opone al apóstol Pablo y al Cristo que él predica. ¿Qué vas a
hacer con Pablo? ¿Matarlo? “Porque para mí el vivir es Cristo”, escribe Pablo, (es decir, vivir y
promover el evangelio) “y morir es ganancia” (Fil. 1:21). No suena como si la amenaza de muerte
fuera a amedrentarle. En Occidente hemos tenido tanta libertad que, a veces, no vemos lo que
nuestros hermanos en Cristo sufren en otros lugares. Las estadísticas más relevantes nos dicen
que, en los últimos diez años, cerca de 160.000 cristianos al año han muerto como mártires. Es
fácil de creer; en los últimos quince años aproximadamente, ha habido más de dos millones de
mártires en el sur de Sudán únicamente. Si se sigue martirizando a 160.000 cristianos al año,
significa que de todos los cristianos en el mundo hoy, uno de cada doscientos morirá como mártir.
Claro, los mártires no están bien distribuidos entre todas las congregaciones pero visualizarlo así
nos debe cambiar un poco la perspectiva. En Occidente, pocos de nosotros nos vemos obligados
a sufrir de esa manera, aunque sí hay muchas presiones culturales que recurren a la burla, a las
presiones laborales y otros medios similares para dejar a los cristianos callados e ineficientes.
Pero, en muchas partes del mundo, la fidelidad al evangelio de Jesucristo puede ser un asunto
de vida o muerte.
No obstante, hay un principio más amplio en juego: el llamado a los cristianos a morir a los
intereses propios. Todo cristiano debe morir a sí mismo. Debemos tomar nuestra cruz y seguir a
Cristo, y esto significa que, mediante un acto consciente de la voluntad y fortalecidos por el
Espíritu, elegimos morir diariamente a los intereses propios y promover los de Cristo.
Esto no es sólo una parte integral de lo que implica seguir a Jesús, sino que, además, es uno
de los tres pasos cruciales para vencer al diablo. El diablo sigue furioso porque sabe que le queda
poco tiempo. ¿Y los cristianos? “No valoraron tanto su vida como para evitar la muerte”. ¿Cómo
se puede detener a un grupo de personas que, mediante el sostén de la gracia de Dios, mueren
a sus propios intereses para servir al Dios vivo?

Conclusión
Hay dos aplicaciones de muchísima importancia:

1) Analizar la cultura bíblicamente y teológicamente, no sólo sociológicamente y


psicológicamente
En cada generación debemos analizar nuestra situación desde la perspectiva de la Biblia y de la
teología. Ciertamente, no estoy diciendo que no tenemos nada que aprender acerca de la
sociedad mediante las otras disciplinas. Pero debemos entender que Apocalipsis 12 nos da un
análisis de los problemas y desafíos que enfrenta la iglesia y éste es más profundo que las
dimensiones sociológicas, demográficas e históricas a las cuales solemos recurrir primero. Claro
que necesitamos entender y manejar esas dimensiones también, pero Apocalipsis 12 profundiza
mucho más. Nos provee un análisis espiritual de un alcance cósmico y provee la respuesta
cristiana más fundamental. Martín Lutero lo entendió muy bien y nos enseñó a cantar:
Aun si están demonios mil
Prontos a devorarnos,
No temeremos, porque Dios
Sabrá aún prosperarnos.
Que muestre su vigor
Satán y su furor
Dañarnos no podrá;
Pues condenado es ya
Por la Palabra santa.

Y esa “Palabra santa” es la palabra del evangelio.

2) Usar las armas que Cristo ha provisto, armas cuyo fundamento es la muerte expiatoria de
Cristo
Éstas son las únicas armas efectivas que tenemos. Volver a la cruz y vencer al acusador de
nuestros hermanos. Testificar de Cristo incesantemente en todos los foros y vencer al acusador
de nuestros hermanos. Mantener la valentía y la integridad a la luz de la oposición porque la
muerte no puede amedrentar a los que siguen al Príncipe de la vida, y así vencer al acusador de
nuestros hermanos.
Otra canción titulada “El Reino de Nuestro Dios” intenta captar el mensaje de Apocalipsis 12:
El enemigo es temible;
Su furia aterradora.
Su arrogancia es detestable
Su boca sucia vilipendia
Al Hijo del Dios del cielo,
A los ángeles que envió,
A la simiente de la mujer:
El pueblo llamado de Dios.

Nuestro enemigo está vencido


Sabe que su tiempo es corto,
Y lejos de sentarse
En honra de corte divina,
Su condena es inminente
Como nubes que auguran tormenta,
Furia ciega que motiva
Su ataque sobre nos.

Fomentar la guerra es su placer


O la paz mediante engaño.
Procurando llenar
su guarida de muerte
De insurrectos. Repite
Su tenaz acusación
Para que dudemos del Señor;
Reparte tribulaciones
Hambre, plaga y espada.
Padre de toda muerte,
La mentira es su pasión;
Del pecado, obrero incansable:
Tentador que intentará
Engañar con seducción,
O perseguir hasta la muerte,
Retar de Dios la elección,
Negar del Espíritu el aliento.

Pero lo hemos vencido por la sangre del Cordero del propio Dios.
Callamos las acusaciones; en la muerte de Cristo estamos firmes.
El reino avanza mediante el evangelio que proclamamos.
La verdad que testificamos libera del temor y la vergüenza.
No huiremos del peligro, muerte u otra pérdida terrenal,
Pues día a día aprendemos el camino de la cruz: la muerte.
El diablo lucha con furia, con vara cruel e hiriente.
Mientras ensalzamos el triunfo del reino de nuestro Dios.

Oración:
No permitas, Señor, que nos acomodemos tanto en nuestra sociedad fácil e impaciente que
olvidemos que una de las dimensiones principales de la experiencia cristiana es la guerra, no
contra sangre ni carne, sino contra todas las huestes de oscuridad que están llenas de furia contra
nosotros. Señor, ayúdanos a ver al enemigo y emplear las soluciones, las armas y las respuestas
del evangelio, lo único que es suficiente en este conflicto. Haznos volver a la cruz, a una
proclamación fiel, gloriosa y agradecida del evangelio, a la muerte del yo para poder seguir al
Señor Jesucristo, quien murió y resucitó por nosotros.
Una vez más, Señor nuestro, te pedimos que nos ayudes a no pensar demasiado en el diablo
ya que, aunque es vil, furioso y cruel, es en principio un enemigo derrotado. Por eso te damos
gracias por el triunfo del Cordero. A la vez, te pedimos que tampoco nos olvidemos por completo
del enemigo, de manera que descuidemos nuestra protección. Protege nuestras mentes.
Aumenta nuestra disciplina. Fortalece nuestra capacidad de discernir que los temas
fundamentales de la iglesia local no son politiquería y no se trata de quién tiene más poder, ni de
quién es popular y quién no lo es, ni del color de la alfombra ni de quiénes están ofendidos. El
diablo es un león rugiente que busca a quién devorar, pero suele moverse con sutileza,
engañando —de ser posible— aun a los elegidos. Por lo tanto, no nos dejes caer en tentación,
mas líbranos del maligno. Porque tuyo es el reino y el poder y la gloria para siempre. Amén.
4

Un milagro lleno de sorpresas


(Jn. 11:1–53)
A su llegada, Jesús se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Betania
estaba cerca de Jerusalén, como a tres kilómetros de distancia, y muchos judíos habían ido a casa
de Marta y de María, a darles el pésame por la muerte de su hermano. Cuando Marta supo que
Jesús llegaba, fue a su encuentro; pero María se quedó en la casa.
—Señor —le dijo Marta a Jesús—, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero
yo sé que aun ahora Dios te dará todo lo que le pidas.
—Tu hermano resucitará —le dijo Jesús.
—Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día final —respondió Marta.
Entonces Jesús le dijo:
—Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí vivirá, aunque muera; y todo el que vive y cree
en mí no morirá jamás. ¿Crees esto?
—Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que había de venir al mundo.
JUAN 11:17–27

Con frecuencia Dios nos sorprende.


Moisés ciertamente lo sabía. Llevaba muchísimos años en una zona recóndita del desierto y
ya tenía ochenta años. Su familia —sus hijos y nietos— habían quedado olvidados y excluidos de
los propósitos de redención de la nación; él sufría un impedimento del habla y ahora era un
extraño en la corte de Egipto. Sin embargo, a sus ochenta años, Dios lo llamó para que sacara al
pueblo del pacto de la tierra de esclavitud y sirviera de mediador de un pacto que moldearía sus
vidas por los próximos milenios. Fue bastante inesperado, pero es que Dios es así.
Habacuc también lo sabía. Le parecía bien que Dios usara a las naciones malvadas para
castigar a otras que eran aún más perversas. El profeta podía entenderlo. Lo que le parecía
demasiado inconcebible era que Dios usara a las potencias paganas alrededor de Israel para
castigar al pueblo de Dios, el pueblo del pacto, el cual evidentemente sufría de menos males
sociales que Asiria o que Babilonia. Pero Dios suele sorprendernos.
Pablo lo sabía. Había orado por la sanidad de muchos y había visto la respuesta a algunas de
esas oraciones. Luego oró por su propio aguijón en la carne, tres veces en largas intercesiones, y
la única respuesta de Dios fue: “Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la
debilidad” (2 Co. 12:9). Al principio, a Pablo le pareció un poco insuficiente la repuesta y,
ciertamente, sorprendente.
Podríamos presentar muchos más testigos. Esta es una realidad que no debemos tomar a la
ligera: Dios suele sorprendernos. No se presta a ser domesticado por una teología reduccionista;
Él toma lo ordinario y lo convierte en algo asombroso. Es por eso que en muchos textos bíblicos
encontramos giros inesperados: uno cree que sabe hacia dónde se dirigen las palabras y de
pronto el texto cambia de dirección. ¿Alguien se imaginaba cómo acabaría la historia de Job? ¿O
cómo terminaría Habacuc?
Entre los escritores del Nuevo Testamento, uno de los que más utiliza el elemento sorpresa
es Juan. Como ya muchos nos hemos familiarizado con la Biblia, al menos superficialmente, a
veces pasamos por alto estos elementos inesperados. Ya no nos sorprenden porque hemos leído
el texto anteriormente. Por tanto, es importante pensar bien (tanto como se pueda) sobre cómo
los lectores originales hubieran entendido esos textos la primera vez que se leyeron en voz alta.
La mayoría de los capítulos del Evangelio de Juan conservan alguna nota sorpresiva, pero
ninguno más que Juan 11, el relato de la resurrección de Lázaro. Es el capítulo en el que Jesús
hace una afirmación extraordinaria: “Soy la resurrección y la vida” (v. 25). Para entender
correctamente esta expresión y sus implicaciones para nosotros hoy día, es mejor tomarse el
tiempo de observar su ubicación en medio del relato de una sorpresa progresiva.
Será conveniente dividir el texto en cuatro puntos, cada uno cargado de sorpresa.

Jesús recibe un ruego desesperado y demuestra su amor mediante la tardanza


(Juan 11:1–16)
El relato comienza con una petición de ayuda que hacen María y Marta a favor de su hermano
Lázaro. En el manuscrito original no había divisiones de capítulo, de manera que uno hubiera
leído corrido desde el final del capítulo 10, el cual presenta a Jesús en un lugar en particular.
Está en el “lugar donde Juan había estado bautizando antes” (v. 40). Esta referencia nos
remonta al capítulo 1, a un lugar que nuestras Biblias llaman Betania, pero que en realidad es
Batanea (Bhqanía; Bēthania). Batanea queda en el distrito de Galilea. Lázaro está enfermo en
Betania de Judea, a unos tres kilómetros de Jerusalén, justamente al otro lado del Monte de los
Olivos. La distancia entre ambos poblados es aproximadamente 180 kilómetros.
Evidentemente, Jesús amaba a esta familia. Las hermanas de Lázaro se refieren a éste como
“el que amas” (11:3), una expresión que nos da un vistazo a la amplia gama de relaciones
humanas que tuvo Jesús y de las que conocemos muy poco. Me parece, sin embargo, que un
elemento común entre las personas que fueron íntimas con Jesús es que suelen verse a sí
mismos, no como alguien que lo amó bien, sino como alguien especialmente amado por Él. Por
ende, Juan, el autor de este Evangelio, se refiere a sí mismo como “el discípulo a quien Jesús
amaba” (13:23; 21:7, 20; cf. 20:2). También Pablo, al referirse a Jesús en un pasaje sobre la
expiación, añade la frase “el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá. 2:20). Pablo ora
para que los efesios sean “plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la
anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento” (Ef. 3:18–19a). Aquellos que se acercan mucho a Jesús se ven a sí mismos
primordialmente como amados por Él más que como aquellos que le aman a Él.
A la misma vez, las hermanas seguramente estaban tratando de apelar a las emociones de
Jesús: “El que amas está enfermo” (Jn. 11:3). Lo invitan a demostrar su amor al hacer algo por
aliviar la enfermedad de su amigo.
Cuando Jesús oyó esto, dijo [a sus discípulos]: “Esta enfermedad no terminará en muerte,
sino que es para la gloria de Dios, para que por ella el Hijo de Dios sea glorificado” (v. 4). Claro
está, en cierto nivel esta enfermedad sí llevó a la muerte, pero no terminó en muerte, tal y como
Jesús lo articuló. La línea narrativa termina con la resurrección.
Pero tal vez Jesús se está refiriendo, no al final del evento en términos cronológicos, sino a su
propósito, su fin. Al fin y al cabo, el verdadero fin no es la muerte de Lázaro —ni siquiera su
resurrección— sino la demostración de la gloria de Dios de manera que el Hijo de Dios sea
glorificado por medio de ella. Como suele suceder en Juan, a los milagros de Jesús se les llama
“señales”: apuntan fuera de sí mismos a algo más. Son significativos. La primera señal, la
transformación del agua en vino, acaba con esta declaración: “Este principio de señales hizo Jesús
en Caná de Galilea, y manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron en Él” (2:11). De manera que
esta enfermedad también queda ubicada dentro de un patrón mayor en el cual Dios nuevamente
manifestará su gloria en Jesús. Antes de que termine este milagro, habrá servido para señalar
hacia la muerte y resurrección del propio Jesús.
Pero ya nos estamos adelantando demasiado (Juan a menudo hace lo mismo: le despierta el
apetito al lector con pequeñas pistas y expresiones sorpresivas que sólo se explican más adelante
en la narración). Juan ha establecido que Jesús amaba a Lázaro y que la enfermedad de Lázaro
tenía como “fin” la gloria de Dios mediante la glorificación de Jesús. Aún no ha quedado claro
cómo lo hará. Juan ahora regresa al amor de Jesús y nos dice que “Jesús amaba a Marta, a su
hermana y a Lázaro” (11:5). Una vez más, vemos esta relación cercana, de manera que podríamos
esperar que la próxima línea sea algo como: “Por el amor tan grande que les tenía, tan pronto
Jesús se enteró de la enfermedad de Lázaro, llamó a sus discípulos y corrió hacia el Sur con toda
prisa”. Sin embargo, lo que leemos es: “Cuando oyó, pues, que estaba enfermo, se quedó dos
días más en el lugar donde estaba”. ¿Qué clase de lógica es ésta? Jesús recibe un ruego
desesperado y demuestra su amor… ¡retrasándose! Esta línea de pensamiento es tan
sorprendente que la Nueva Versión Internacional traduce el versículo 6 de la siguiente manera:
“A pesar de eso, cuando oyó que Lázaro estaba enfermo, se quedó dos días más donde se
encontraba”. Sin embargo, la palabra correcta es “pues”; de hecho, el original es más fuerte aun.
Podría traducirse como: “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Por lo tanto, cuando
oyó que Lázaro estaba enfermo, se quedó dos días más donde se encontraba” (vv. 5–6). Al leerlo
inicialmente, el versículo 6 es casi un escándalo.
No obstante, la sorpresa no ha terminado. Juan nos dice que Jesús se queda dos días más
donde estaba y luego dice: “Volvamos a Judea” (v. 7). Recordad esos dos días; éstos nos preparan
para la próxima sorpresa. A los discípulos no les agrada en absoluto la idea de volver a Judea
porque allí, en el Sur, Jesús está más expuesto a la oposición violenta que en el Norte, en Galilea
(v. 8). Sin embargo, Jesús responde con una pequeña parábola:
—¿Acaso el día no tiene doce horas? —respondió Jesús—. El que anda de día no tropieza, porque
tiene la luz de este mundo. Pero el que anda de noche sí tropieza, porque no tiene luz.

Jesús quiso decir que, al regresar al Sur, estaría cumpliendo la voluntad de Dios; estaría
caminando en la luz. Si uno camina en la luz, no puede tropezar. Uno no puede equivocarse al
seguir la voluntad de Dios. No hacer la voluntad de Dios es similar a caminar de noche, en la
oscuridad, cuando hay mucha más probabilidad de tropezar. Esta pequeña parábola hablaba
poderosamente en una cultura sin luz eléctrica: la noche realmente era muy oscura y el camino
intrínsecamente peligroso.
Pero ahora, después del retraso de dos días, Jesús dice: “Nuestro amigo Lázaro duerme, pero
voy a despertarle” (v. 11). En este momento declara que Lázaro no sólo está enfermo, sino que
ha muerto. ¿Cómo sabe esto? Es simplemente parte de su dependencia del Padre, quien le
provee con información sobrenatural. Él sabe cosas que los humanos normalmente no saben. No
había teléfono, radio ni satélite que hiciera posible la comunicación instantánea. Desde Batanea
en el Norte hasta Betania en el Sur hay casi 180 kilómetros, un viaje de tres o cuatro días a pie
para un hombre con buena condición física. De manera que Jesús recibe la noticia de la
enfermedad de Lázaro, espera dos días y luego decide salir una vez ya sabe que Lázaro ha muerto.
Sus discípulos malinterpretaron la metáfora del sueño: “—Señor —respondieron…—, si
duerme, es que va a recuperarse” (v. 12). Tal vez pensaban que ya se le había ido la fiebre. Pero
“Jesús les hablaba de la muerte de Lázaro” (v. 13a). “Por eso les dijo claramente: —Lázaro ha
muerto, y por causa de vosotros me alegro de no haber estado allí, para que creáis. Pero vamos
a verlo” (vv. 14–15). En otras palabras, su ausencia implicaba que Lázaro moriría; si Él hubiera
estado allí, seguramente le hubiera sanado mientras todavía estaba enfermo, precisamente
porque Jesús le amaba. En ese caso, el siguiente milagro narrado en este capítulo jamás hubiera
ocurrido. Su “fin” particular de traer gloria a Dios mediante la glorificación de Jesús jamás se
hubiera cumplido.
Aun así, ¿por qué el retraso? Esperó dos días. “A su llegada, Jesús se encontró con que Lázaro
llevaba ya cuatro días en el sepulcro” (v. 17). Marta entonces le dice a Jesús: “Señor, ya debe oler
mal, pues lleva cuatro días allí” (v. 39). Si Jesús hubiera salido hacia el Sur tan pronto recibió la
noticia de la enfermedad, Lázaro igualmente hubiera muerto antes de que Jesús llegara y éste
igualmente hubiera podido hacer el milagro. Claro, en ese caso, Lázaro habría estado muerto sólo
dos días, pero aun así, muerto es muerto. Si Jesús hubiera respondido inmediatamente, al menos
hubiera librado a María y a Marta de dos días de luto, ¿no es así? ¿Por qué retrasarse, entonces?
¿Por qué nos insiste Juan que el retraso de Jesús fue resultado de su amor por María, Marta y
Lázaro (vv. 5–6)?
El retraso está relacionado con algo que nos puede parecer bastante raro a los que venimos
de culturas occidentales pero que, en el primer siglo, se entendía perfectamente. De hecho,
todavía en gran parte del mundo occidental se hubiera entendido hasta hace cien o ciento
cincuenta años. Había una superstición judía que afirmaba que, al morir, el espíritu de la persona
merodeaba sobre ella por tres días antes de partir.
Después de ese tiempo ya no era posible la resurrección. Por lo tanto, hay un comentario
rabínico (Lev. Rab. 18:1) que explica que el alma flota sobre el cuerpo del difunto por los primeros
tres días “intentando volver a entrar en él, pero tan pronto ve cambiar su apariencia,” es decir,
tan pronto comienza a descomponerse, se aleja. Desde ese momento se entendía que la muerte
era irreversible.
Uno sospecha que la razón detrás de este tipo de supersticiones es bastante evidente para
cualquier cultura que no maneje los cuerpos como lo hacemos hoy día. Actualmente, cuando
alguien muere, el cuerpo es llevado al mortuorio y desaparece del público por uno o dos días. Lo
embalsaman, lo arreglan para hacerlo parecer tan natural como sea posible y después lo ponen
en un ataúd para que las personas lo vean. En el mundo occidental, son relativamente pocos los
que hoy día son enterrados sin antes ser embalsamados de alguna manera. No obstante, esto es
una innovación bastante reciente.
En 1919, mi abuelo murió en una casa pobre en Londres y lo expusieron sobre la mesa de la
cocina en un ataúd barato. La gente vino a verlo ese primer día y lo enterraron en las siguientes
veinticuatro horas. Esta práctica era bastante común. De hecho, hoy día, en gran parte del mundo
musulmán se exige que se haga así de rápido. Ciertamente, si se hacía rápidamente y sin una
atención médica competente, era muy posible declarar muerto a alguien que aún estaba vivo.
Tal vez el corazón del paciente estaba sólo fibrilando y no se sentía el pulso; quizás el paciente
apenas respiraba quedamente. Y después, cuando ya todos estaban congregados para el funeral
y cargaban el ataúd hasta el lugar de entierro, el paciente podría despertar y golpear la caja de
madera. En la literatura hay muchos de estos relatos. De hecho, en una ocasión estaba explicando
ese pasaje en Inglaterra y una señora mayor se me acercó al final y me dijo: “Eso es exactamente
lo que le sucedió a mi abuelo. Estábamos cargándolo sobre nuestros hombros hacia el
cementerio de la iglesia cuando le escuchamos golpear la madera desde dentro de la caja”.
Es comprensible, entonces, que se desarrollara una tradición que afirmaba que el espíritu se
queda por un rato cerca del cuerpo y una vez cambia el rostro —es decir, cuando comienza la
descomposición que hace imposible un revés— el espíritu entonces parte. No estoy sugiriendo
que Jesús creía en esta superstición particular. Pero si Él hubiera llegado dos días antes y hubiera
levantado a Lázaro de entre los muertos, algunos hubieran dicho: “Ya, claro. Sabemos de qué va
esto”.
De hecho, durante los primeros dos siglos de nuestra era, algunos curanderos astutos
manipulaban a la gente mediante la ambigüedad del momento preciso de la muerte. Por
ejemplo, Apolonio de Tiana resucitó a dos o tres personas y se decía que era un doctor con
poderes especiales que le permitían ver si aún quedaban signos vitales en la persona. Utilizaba
una pócima de vino, especias y otros ingredientes secretos para reanimar a las personas. Nadie
sabía si era una resurrección o una cura muy ingeniosa. Todavía hoy se puede leer el documento,
el cual ya ha sido traducido a lenguas modernas.
Sin embargo, al esperar esos dos días adicionales, el milagro de Jesús ocurrió el cuarto día
(este detalle se repite en el texto) después de la muerte, tanto que ya había comenzado la
descomposición. Ese es el punto central del versículo 39: Marta protesta cuando Jesús ordena
que se abra la tumba, porque “ya debe oler mal, pues lleva cuatro días allí”. El tema es que, a
estas alturas, no se podía dudar que Lázaro estaba muerto. Se había comenzado a descomponer.
No hubo embalsamamiento y, con el calor de la zona, la descomposición se aceleraba. El hombre
estaba verdaderamente muerto.
En esa época, cuando las personas adineradas envolvían el cadáver con telas perfumadas y
con aceites (como hizo José de Arimatea con Jesús), no era principalmente para embalsamar y
preservar el cuerpo. Era más bien para mitigar el olor. No eran perfumes de embalsamar, sino
aromas que disimulaban el hedor.
A fin de cuentas, Jesús demuestra su amor mediante su retraso porque garantiza que, al llegar
al lugar, no sólo está muerto Lázaro (que lo hubiera estado aun si Jesús hubiera salido
inmediatamente), sino que ha estado muerto tanto tiempo que, al hacer el milagro, es
profundamente significativo. Claro, mientras esperaban la llegada de Jesús, María y Marta no
sabían esto, pero Dios obra de maneras sorprendentes y, a veces, demuestra su amor mediante
una tardanza.
Los niños pequeños no entienden mucho el concepto del tiempo más allá del ahora. Es casi
imposible enseñarle a un niño de tres años el placer de la gratificación retrasada. Por eso es que
todos reconocemos que es el niño quien grita: “¡Ahora mismo!” porque quiere algo
inmediatamente, no en un futuro ambiguo e incierto. Tristemente, muchos de nosotros
actuamos como niños jóvenes e inmaduros en nuestra relación con Dios. Nosotros también
queremos unas bendiciones específicas ahora mismo. Sin embargo, Dios tiene una visión a largo
plazo y sabe que, a veces, el retraso es lo que más nos conviene. Pensad sobre este pasaje de
Romanos 5:3–5:
Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación
produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza; y la esperanza no nos defrauda,
porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos
fue dado.

Este pasaje da la impresión de que Pablo y Dios comparten la idea de que el desarrollo del
carácter, la perseverancia y la esperanza escatológica son más importantes que el mero alivio del
sufrimiento.
Este concepto está un tanto ausente de la cultura occidental. Esperamos que Dios
simplemente nos libere inmediatamente (¡o antes!) o que al menos nos dé una explicación. Pero
a Dios le interesa más fortalecer nuestro carácter que darnos explicaciones.
Hace unos años, un amigo mío que es pastor estaba en la puerta de su iglesia saludando a las
personas y una mujer le saludó y le dijo: “Pastor, ore por mí para que pueda tener más paciencia”.
Él le respondió: “Voy a orar para que el Señor te envíe una buena dosis de problemas”.
Ella dijo: “Eso es exactamente lo que no necesito. Ya tengo problemas. Lo que necesito es
paciencia”.
“Bueno, es que si quieres paciencia, oraré para que Dios te dé más problemas porque así es
que el Señor suele hacer las cosas”.
El sufrimiento produce perseverancia, lo cual produce el carácter. Dios suele usar este medio.
En 1978 llegué por primera vez a Chicago para unirme al claustro de profesores de Trinity
Evangelical Divinity School. En la primavera de 1979 ocurrió un evento muy notable en Trinity.
Aun en ese entonces, era un seminario de alrededor de mil estudiantes y, para evitar tener que
reajustar constantemente las fechas de los exámenes, teníamos una serie de normas bastante
firmes que regulaban cuándo se debían realizar dichos exámenes. Si el examen de una clase
estaba pautado para cierto momento y lugar, el estudiante sólo podía hacerlo en ese momento
y lugar, sin excepciones (a menos que sufriera la muerte o enfermedad de un pariente cercano o
algo de esa índole). Si alguien pensaba tener una razón suficientemente fuerte para cambiar la
hora o fecha del examen, tenía que negociarlo de antemano con el decano de estudiantes. Había
una lista de razones válidas y se les decía claramente a los estudiantes que no se harían
concesiones por otros motivos.
En la primavera de 1979, una pareja en particular estaba planificando salir temprano para un
compromiso, el fin de semana, a California. Era una cita en una iglesia que quería incorporar al
hombre a su equipo pastoral.
La iglesia quería que llegaran el viernes por la tarde para poder pasar un poco más de tiempo
con la congregación. Y, sin decirle a la iglesia que ellos tenían exámenes finales ese viernes por la
tarde, la pareja accedió a la petición. Sin decirle nada a la Administración de Trinity, compraron
sus billetes y luego se acercaron al decano de estudiantes. Seguramente pensaban que la compra
de su billete ejercería presión a su favor.
A Trinity no le convenció la supuesta urgencia de esta petición y el estudiante dijo:
—¿No os interesa realmente el ministerio? Vamos a salir a ministrar. Es un llamado a una
iglesia. Seguramente tiene prioridad.
—Pero conocías las reglas de antemano.
—Pero esto nos va a costar mucho dinero. No podemos cambiar estos billetes, porque son
especiales de fin de semana.
—Entendías las reglas antes de comprometerte. No nos preguntaste primero. Hiciste esto
sabiendo que estabas violentando las políticas del Seminario.
La pareja estaba muy molesta. Hablaron mal del seminario durante dos semanas, diciendo
que los profesores y la administración no eran más que académicos secos que no le daban
importancia al ministerio. Después de realizar el examen el viernes por la tarde, seguían
quejándose al entrar al Whitehorse Inn, un pequeño café. La radio estaba encendida y
escucharon la transmisión de un boletín informativo: se había estrellado un avión en el
aeropuerto de Chicago O’Hare y todos los pasajeros habían muerto. Fue el choque de Chicago de
1979, y era el vuelo que ellos habían reservado para California.
Para nada estoy sugiriendo que Dios libra a todos los cristianos de morir en accidentes de
avión. Por otro lado, el Señor está en el control de eso también. Le animé a esta pareja a
reflexionar un poco sobre su urgencia y pasión por hacer lo que querían sin importar los acuerdos
previos, sobre su impulso por ser tener éxito y salir adelante y sobre la amargura de su reacción.
Inevitablemente, el evento les hizo reflexionar un poco sobre los misterios de la providencia.
Dios es soberano y sabio. Es incondicionalmente bueno. Parte de la madurez cristiana es
entender que sus retrasos no son ni errores tontos ni caprichos. Él es digno de confianza y aun
sus tardanzas nos hacen crecer si respondemos correctamente a ellas.
Oh, santos temerosos, cobrad valor,
Las nubes que tanto os amedrentan
Llenas están de misericordia, y su amor
Lloverá bendición sobre vuestras cabezas.

No juzguéis al Señor con débil percepción,


Confiad en Su eterna gracia;
Detrás de una providencia sombría
Se esconde un rostro sonriente.

Sus propósitos maduran pronto,


Día tras día van floreciendo;
El capullo podría ser amargo,
Pero dulce será la flor.

La fe ciega errará,
En vano evalúa Su obra;
Dios es su propio intérprete,
Y Él lo hará evidente.

Hemos visto la primera sorpresa: Jesús recibe un ruego desesperado y demuestra su amor…
mediante la tardanza.

Jesús se enfrenta a una pérdida devastadora y consuela el luto dirigiendo la


atención a sí (Jn. 11:17–27)
“A su llegada, Jesús se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro” (v. 17). Ya
Juan está sentando las bases de este retraso de cuatro días. “Betania estaba cerca de Jerusalén,
como a tres kilómetros de distancia, y muchos judíos habían ido [de Jerusalén] a casa de Marta y
de María, a darles el pésame por la muerte de su hermano” (vv. 18–19). Estos judíos habían
venido de la ciudad a consolar a la familia de Lázaro, la cual vivía en la aldea pero disfrutaba de
una situación bastante acomodada. Tenían grandes cuentas de banco y muchos contactos. Esta
familia tenía suficiente dinero como para gastar un frasco entero de perfume en Jesús, aun
cuando dicho frasco costaba aproximadamente el sueldo de un año de un jornalero: tal vez entre
20.000 y 30.000 euros hoy día (12:1 y ss.). Por lo tanto, no debe sorprendernos que muchas
personas de la ciudad de Jerusalén vinieran a consolarles en su pérdida.
Cuando Marta se entera de que Jesús viene, sale sigilosamente de su casa para encontrarse
con Él en privado en el camino. De aquí surge el diálogo que comienza en el versículo 21: “Señor
—le dijo Marta a Jesús—, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”. Con toda
probabilidad, esto no fue un reproche. Probablemente no está diciendo: “Señor, es tu culpa. ¡Si
tan sólo hubieras estado aquí!”. Esto es una lectura demasiado severa. Es más probable que sea
un lamento que expresa su angustia al saber que pudo haber sido un resultado distinto. Si Jesús
hubiera estado allí, hubiera sanado a su hermano y Lázaro no hubiera muerto. Es un lamento de
quebranto, un “si tan sólo…”.
Luego pareciera que Marta se ha escuchado a sí misma y se da cuenta que suena como si le
estuviera echando la culpa a Jesús por la muerte de Lázaro. Por tanto, rápidamente añade: “Pero
yo sé que aun ahora Dios te dará todo lo que le pidas” (v. 22). Esto no significa que Marta ahora
comprende que ocurrirá una resurrección. El resto del relato nos demuestra que ella no se lo
espera (ver especialmente el 11:39). Es meramente un reconocimiento cortés del poder de Jesús.
No lo está culpando. Ella sabe que aun ahora, Jesús puede pedirle a su Padre y éste hará cosas
maravillosas a través de Él.
“Tu hermano resucitará —le dijo Jesús—” (v. 23). Marta es ortodoxa. Ella sabe, al igual que
los fariseos y los cristianos (aunque no los saduceos), que habrá una resurrección en el día final.
Por lo tanto, entiende que Jesús lo que dice es: “Lázaro está muerto, pero la muerte no tiene la
última palabra. Resucitara en el día final”. A esto responde: “Yo sé que resucitará en la
resurrección, en el día final” (v. 24). Ella no tiene expectativa alguna de que Jesús resucite a Lázaro
en estos momentos.
De repente, Jesús introduce un giro inesperado en la conversación y aleja el foco de la
atención de Lázaro y de Marta, lo aleja de la muerte de él y el luto de ella. Casi escandalosamente,
Él gira la atención hacia sí mismo: “Entonces Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida. El que
cree en mí vivirá, aunque muera; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás. ¿Crees esto?”
(vv. 25–26). De manera impresionante, Jesús desvía la atención de una creencia generalizada de
lo que sucede en el día final y la centra en sí mismo. No está ofreciendo el consuelo de decir: “Sí,
querida hermana; habrá una resurrección el día final”. Está diciendo: “Quiero que creas algo más
que eso. Yo soy la resurrección y la vida”. ¿Qué quiere decir con esto?
En realidad, Jesús está haciendo dos afirmaciones que se enlazan entre sí y luego las
interpreta:
1) “Yo soy la resurrección”: Donde haya muerte, Jesús resucita a las personas. Y luego la
explicación: “El que cree en mí vivirá, aunque muera” (v. 25). “El que cree en mí” (confía en Jesús),
volverá a la vida después de la muerte. La muerte no es la última palabra. El que muera vivirá.
Hay resurrección más allá de la muerte.
2) “Yo soy la vida”: Jesús da vida eterna. “Todo el que vive y cree en mí no morirá jamás”.
Uno adquiere la vida eterna ahora, y el creyente que gana esta vida eterna nunca morirá,
jamás perderá esa vida eterna. Esa vida continúa para siempre. Ese creyente podrá atravesar la
muerte física, pero Jesús es la vida y los que creen en Él no morirán jamás.
Sin embargo, la declaración de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida” no es del todo
evidente. Ciertamente, podemos entender que Él da resurrección y vida, pero ¿qué quiere decir
con que Él es resurrección y vida? Una ilustración nos podría ayudar. Los que tengan mejor
memoria podrán recordar la primera vez que apareció Kentucky Fried Chicken (KFC) en el
mercado. Dondequiera que uno miraba, encontraba a un hombre de pelo blanco y barba de chivo
blanca, en los anuncios publicitarios de la televisión, la radio y los carteles. Este señor aseguraba
que su pollo estaba hecho con una receta de once hierbas secretas y que estaba “para chuparse
los dedos”. El mercado se saturó de tal manera con esta publicidad que hubiera sido muy
concebible que el Coronel Sanders, con su famoso pollo frito, dijera: “Yo soy KFC.” Todo el mundo
hubiera entendido sus palabras. No estaría haciendo una declaración ontológica: “Soy un pollo
de Kentucky, frito o no. Cloc-cloc, cloc-cloc”. Todos sabrían que quiso decir algo como: “Estoy tan
identificado con KFC que sin mí no existe KFC. Por ahí hay imitaciones, sustitutos y anuncios
falsos, pero si realmente quieres ese pollo de Kentucky que está para chuparse los dedos,
necesitas mi pollo. Estoy identificado con este pollo y nadie más lo puede proveer. Yo soy
Kentucky Fried Chicken”.
Otro ejemplo: Charles de Gaulle dijo más de una vez “Yo soy el Estado”. En un nivel
ontológico, esta afirmación no tiene sentido alguno. Después de todo, de Gaulle ya no está y el
Estado de Francia sigue vivo. Pero en el período turbulento después de la tercera República, sólo
de Gaulle mantenía a la nación unida y evitaba que se deslizara hacia la anarquía o algo peor.
Por lo tanto es comprensible que un hombre con semejante ego dijera: “Yo soy el Estado” y
que quisiera decir: “Sin mí, en estos momentos, no existiría Francia”.
Lo que Jesús dice cuando afirma: “Yo soy la resurrección y la vida” es el mismo tipo de
aseveración, pero sin indicio alguno de arrogancia o bravuconería. Lo que hace no es una
afirmación ontológica. Lo que quiere decir es sencillamente que: “Soy el proveedor exclusivo de
la resurrección y la vida eterna, tanto es así que no existe resurrección ni vida sin mí”.
Por lo tanto, ahora Jesús está animando a Marta —quien estaba lista para confesar su fe en
la resurrección del día final— a creer algo más: no sólo que habrá una resurrección final en los
últimos tiempos, sino que el único que puede proveerla es el que dice: “Yo soy la resurrección y
la vida”. El único que puede proveer la vida eterna es este Jesús. Ésta es su afirmación. “Marta,
¿crees esto?”.
¡Imaginaos! En medio de su luto y su pérdida, estando en un pozo de desesperación, Jesús le
predica un sermón acerca de sí mismo. No le pregunta si ella cree que Él va a resucitar a su
hermano inmediatamente. Más bien le pregunta si la confianza que ella tiene en que habrá una
resurrección final podría extenderse a una fe profunda en el propio Jesús, quien es el que otorga
la vida eterna ahora y quien resucitará a los muertos en el día final. En otras palabras, le pregunta
si ella puede confiar en Él como la resurrección y la vida. Desvía la atención del dolor de ella a sus
propias afirmaciones trascendentes. Si ella responde de manera positiva, la resurrección de
Lázaro se convierte en una especie de parábola actuada sobre el poder de Jesús de otorgar la
vida. Y ella responde: “Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que había de
venir al mundo”.
Su respuesta impulsa el relato hacia el próximo paso, pues ella evidentemente cree que aquél
que es la resurrección y la vida sólo lo es en virtud del hecho de que es el Mesías. Ella aún no cree
que Él vaya a hacer algo por su hermano en este momento (cf. v. 39).
Sin embargo, esta conversación es impresionante. Jesús se enfrenta con una pérdida
devastadora y ofrece consuelo… dirigiendo la atención hacia sí mismo. De ninguna manera estoy
sugiriendo que al consolar a los enlutados no debamos sencillamente escuchar, llorar, tender la
mano, ayudar con las tareas o preparar una comida. Pero entre los verdaderos creyentes, el
mayor consuelo viene al enfocarse en Cristo. Ni siquiera son suficientes los puntos de nuestro
credo, aunque sí son importantes. Por ejemplo: “Verás de nuevo a tu hermano: habrá una
resurrección general al final de los tiempos”. Esto es cierto y Marta lo creía pero no le ayudó
mucho. Lo que Jesús hace es centrar sobre sí mismo la atención. Los creyentes entendemos que
esto es espectacularmente alentador y glorioso; otros interpretarán el método de Jesús como
egocéntrico y escandaloso.
Un amigo mío —otro pastor que conocí bien hace algunos años— me contó de un joven en
su congregación que fue rescatado de un trasfondo realmente turbulento. Al cabo de muy poco
tiempo (como mucho, unos meses), le diagnosticaron un melanoma agresivo que le dejó con sólo
unas semanas de vida. Su familia lo había rechazado y era un ex-adicto sin amigos fuera de este
grupo de cristianos que le había testificado y había visto su conversión. Cuando los cristianos
fueron a visitarle al hospital, estaban muy nerviosos, como es de esperarse. Pensaban: “¿Cómo
resistirá la fe de este chico ahora? Nada más convertirse le ataca un cáncer”. A medida que su
cuerpo comenzó a hincharse y su cara a desgastarse, el grupo iba con más y más temor y
confusión, hasta que entendieron que lo que el chico quería de ellos era que le leyeran Juan 11
y 1 Corintios 15, que oraran con él y le hablaran del amor de Cristo. En nuestras pérdidas más
profundas, necesitamos algo más que la amistad y que nos escuchen, aunque éstos sean
maravillosos. Necesitamos más que meros argumentos, aunque en algunos casos éstos nos
tranquilicen. Necesitamos la realidad del propio Dios, tal y como se ha revelado a nosotros de
manera definitiva y espectacular en la persona de su Hijo. Él va a exigirnos que centremos nuestra
atención en Él, tanto en esta vida como en la venidera.

Jesús se enfrenta a la muerte implacable y manifiesta su soberanía sobre ella


mediante lágrimas e indignación (Jn. 11:28–44)
El tercer giro inesperado de este relato se manifiesta en el contexto de la conversación entre
Jesús y María, la hermana de Marta. Aparentemente, Marta volvió a su casa y le dijo a María que
el Maestro estaba cerca y quería verla (v. 29). María rápidamente se levantó y salió para
encontrarse con Jesús. Sin embargo, esta entrevista resultó un tanto distinta a la de Marta
porque, en esta ocasión, la multitud vio salir a María y supusieron que iba a la tumba a llorar. En
esa época, los patrones culturales del duelo eran muy distintos a los que tenemos actualmente.
Hoy se entiende adecuado llorar discretamente, secar las lágrimas y girar la cara, callados y
contenidos. Entramos a una funeraria y bajamos el volumen de nuestra voz, limitándonos a
susurrar. Incluso podríamos pensar que lo correcto es respetar la privacidad del pariente
enlutado y permitir que vaya a la tumba solo y en paz. Pero en muchas culturas del mundo,
incluyendo la cultura judía del primer siglo, eso sencillamente no era así. Expresaban su dolor con
llantos y gemidos fuertes, a menudo de forma comunal. Aún se puede ver algo parecido en
algunos grupos inmigrantes: en funerales musulmanes u ortodoxos griegos, por ejemplo. En el
primer siglo, no sólo lloraban los enlutados, sino que contrataban a plañideros para que lloraran
en los entierros y mantuvieran el lamento constante. De hecho, era costumbre que aun las
familias más pobres contrataran al menos dos flautistas y una llorona profesional (Mishná
Ketubbot 4:4).
Los flautistas tocaban cantos fúnebres en un tono menor para aumentar la solemnidad y
tristeza de la ocasión y la llorona profesional aumentaría el volumen cada vez que éste
disminuyera.
La familia de Lázaro no era pobre. Era una familia acomodada con mucho dinero. ¡Quién sabe
cuántos músicos contrataron! Definitivamente, había mucho ruido. Juan nos dice que cuando
vieron salir a María, pensaron que iba a la tumba, por lo cual pensaron que debían acompañarla
para darle el apoyo necesario.
De manera que una gran cantidad de personas de Jerusalén siguió a María, junto con las
personas más íntimas de la aldea de Betania. Pero María no fue a la tumba. Ella se dirigió hacia
el camino para encontrar a Jesús y se acerca a Él con las mismas palabras que Marta usó: “Señor,
si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Jn. 11:32).
Pero, en esta ocasión, la conversación tomó un giro muy diferente. ¡Quién sabe cómo hubiera
sido si la multitud no hubiera estado allí! Tal vez la conversación de Jesús con María hubiera
seguido la misma línea que el diálogo con Marta. Pero “al ver llorar a María y a los judíos que la
habían acompañado” (esto no era una procesión calmada con lágrimas silenciosas sino algo
verdaderamente ruidoso), “Jesús se turbó y se conmovió profundamente”. El texto original no se
debe traducir de esta manera. No me gusta mencionar dos errores de traducción en un solo
pasaje, pero esto sencillamente es una equivocación. Significa que se “indignó”, no que “se
conmovió profundamente”. Siempre que este verbo se aplica a seres humanos, implica
indignación. Es interesante que todas las versiones en alemán que he visto usen el término
correcto, mientras que todas las traducciones al inglés lo hacen mal. (Supongo que esto
demuestra que a menudo hay una tradición que controla incluso nuestras traducciones de la
Biblia.)
—¿Dónde lo han puesto? —preguntó.
—Ven a verlo, Señor —le respondieron. Jesús lloró (vv. 34–35).
El hecho de que Jesús llorara probablemente ha llevado a muchos a traducir el verbo
mencionado como “se conmovió profundamente”. Pero esto sencillamente no es lo que significa
el original. Jesús estaba indignado. ¿Por qué? Y ¿por qué lloró? ¿Por qué estas respuestas?
Parecen tan inesperadas…
Seguramente no fue porque se sentía impotente y frustrado. Se encontraba a meros minutos
de realizar uno de sus milagros más espectaculares. Tampoco es que se sentía obligado a hacer
un milagro (aunque algunos comentaristas han sugerido esta idea un poco extraña). Fue por esta
precisa razón que bajó a Betania. Tampoco es que sencillamente echa de menos a su amigo
Lázaro, como si las lágrimas de Jesús ante la pérdida de Lázaro fueran en esencia análogas a las
nuestras ante la pérdida de un ser querido. Es una insolencia intentar ponerse en el lugar de Jesús
pero, en la medida que sea posible, hazlo ahora. Si estás llorando porque tu amigo ha muerto, a
pesar de que sabes muy bien que lo vas a resucitar dentro de dos minutos, ¿cuán genuinas son
tus lágrimas?
Es importante seguir recordando el contexto. Jesús ve a todas estas personas llorando,
gimiendo y gritando al enfrentarse con la muerte implacable, y está indignado. Se siente
profundamente turbado emocionalmente, tanto es así que llora. Hay compasión en estas
lágrimas, pero también hay indignación. Jesús no está indignado porque ha perdido a un amigo
o por la muerte misma. La muerte es un enemigo muy feo que genera angustia incalculable e
interminable. Y para alguien que conozca bien la totalidad de la historia bíblica, la muerte en sí
es una marca del pecado.
¿Cómo entró la muerte a la raza humana? La muerte en sí es, en esencia, la insistencia de
Dios de ponerle límite al orgullo y la soberbia humana. Es la respuesta judicial de Dios a nuestra
rebelión retorcida. Ya sea que nos llegue a los cinco, a los diez, a los treinta, a los setenta o a los
ochenta años, la muerte llega y es implacable. Somos pecadores y moriremos, pero cada vez que
hay una muerte, todavía nos duele. Sigue siendo duro y sigue siendo feo. Y sigue siendo el
resultado del pecado.
En un principio Dios no hizo así la Creación. A Jesús le indigna toda esta situación. Le molesta
la muerte que ha ocasionado esta pérdida, el pecado que yace detrás de ella y la incredulidad
que se refleja en las reacciones de todos los demás. Hay indignación y hay dolor.
Los cristianos deberíamos adoptar una actitud similar hacia la muerte. Hay algunos círculos
cristianos que ven la muerte como una bendición tan grande que casi no se permite que lloremos
por ella. Cuando uno acaba de perder a un cónyuge o un padre o un hijo, siempre hay alguien
quien —con la mejor de las intenciones— se acerca, abraza a uno y dice: “Estar ausente del
cuerpo es estar presente con el Señor”. Podría ser un creyente maduro que ha rodeado a uno de
apoyo y comprensión y su cita bíblica parece una palabra del Señor. Sin embargo, también podría
venir de alguien que nunca ha experimentado la debilidad de un duelo terrible, en cuyo caso la
misma cita podría sonar como palabras vacías o incluso arrogancia espiritual. Uno en realidad
sólo tiene ganas de darle una patada. Claro, luego uno se siente culpable por querer patearlo
porque ha quedado mal. ¿Por qué se siente uno tan molesto?
La Biblia es brutalmente realista. Se atreve a reconocer a la muerte como el último enemigo.
La muerte es un enemigo, y puede ser bastante feroz. Si tomamos el punto de vista de la Creación
original de Dios, la muerte no es normal. Después de la caída, sí lo es, pero eso no es mucho decir.
Es un enemigo. Es fea. Destruye relaciones. Provoca temor. Es repugnante. Hay algo muy odioso
en la muerte. No debemos fingir que no es así. No obstante, la muerte no tiene la última palabra.
Es el último enemigo, pero aun más digno de temor es la segunda muerte. Gracias a Dios por un
Salvador que pudo afirmar: “Yo soy la resurrección y la vida”. Por lo tanto, cuando nos
enfrentamos a estos temas, debemos experimentar por un lado indignación y dolor y, por el otro,
fe y confianza.
La combinación adecuada de estos sentimientos forma una respuesta cristiana genuina a la
fealdad, el terror y la pérdida de la muerte. Comenzamos a entender y nos entristecemos, pero
no como los que no tienen esperanza.
Cuando Jesús miró a la multitud de dolientes, hubo indignación y hubo lágrimas. Las lágrimas
sin indignación se degeneran en mero sentimentalismo. La indignación sin lágrimas se endurece
hasta convertirse en arrogancia, irascibilidad malhumorada e incredulidad. Sin embargo, Jesús
reflejó ambas. Comenzó a manifestar su soberanía divina sobre la muerte… mediante lágrimas e
indignación.
“¡Miren cuánto lo quería! —dijeron los judíos—. Pero algunos de ellos comentaban: ‘Éste,
que le abrió los ojos al ciego, ¿no podría haber impedido que Lázaro muriera?’ ” (vv. 36–37). Los
judíos a la vez tenían y no tenían razón en cada una de sus respuestas.
Sí, Jesús amaba a Lázaro. Lo amaba tanto que volvió a Judea, donde el clima político era
mucho más peligroso que en el Norte. Fue una decisión fatídica que le llevaría a la cruz. No
obstante, la multitud se equivocó en esta observación porque sacaron su conclusión de las
lágrimas de Jesús, sin entender realmente esas lágrimas, como ya hemos visto.
Sí, Jesús pudo haber evitado que Lázaro muriera. Pero, por otro lado, no podía hacerlo si
quería cumplir la voluntad del Padre y hacer este milagro que manifestaría más poderosamente
la gloria del Padre en la glorificación de Jesús.
Reacciones superficiales sin un verdadero entendimiento.
“Conmovido una vez más, Jesús se acercó al sepulcro. Era una cueva cuya entrada estaba
tapada con una piedra” (v. 38). Aquí, la palabra “conmovido” es el mismo verbo que debería
traducirse como “indignado”: al acercarse a la tumba, Jesús de nuevo se encuentra francamente
indignado.
“—Quiten la piedra —ordenó Jesús” (v. 39a).
—Señor, ya debe oler mal, pues lleva cuatro días allí —objetó Marta, la hermana del difunto.
—¿No te dije que si crees verás la gloria de Dios? —le contestó Jesús (vv. 39b–40).
“Entonces quitaron la piedra” (v. 41a). En este momento, Jesús oró, pero Juan les recuerda a
sus lectores que esta oración de Jesús es pública y, por tanto, Jesús quiere que los demás
aprendan algo de la misma. Las oraciones públicas no sólo tienen a Dios como el receptor final,
sino que también las reciben las personas que están escuchando. Aunque sigue siendo una
oración a Dios, ésta tiene una función pedagógica, por lo cual Jesús formula su oración de la
siguiente manera:
“Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Ya sabía yo que siempre me escuchas, pero lo
dije por la gente que está aquí presente, para que crean que tú me enviaste”.
Dicho esto, gritó con todas sus fuerzas:
—¡Lázaro, sal fuera! —el muerto salió, con vendas en las manos y en los pies, y el rostro cubierto
con un sudario— Quítenle las vendas y dejen que se vaya —les dijo Jesús. (vv. 41b–44)

Hay quienes dicen que si Jesús no hubiera especificado el nombre “Lázaro”, se hubieran abierto
todas las tumbas de Jerusalén. En un nivel es una idea descabellada. En otro está muy acertada
porque, en el día final, es Jesús quien dirá: “¡Salid fuera!”. Y realmente saldrán. Mi padre se
levantará. Saldrá Adolfo Hitler y el amigo que perdí cuando tenía doce años. Algunos saldrán a la
resurrección de la vida y algunos a la resurrección de la muerte (Jn. 5:21–29). El que gritó:
“Lázaro, ¡sal fuera!”, volverá a gritar y las tumbas se abrirán.
El enfoque de la narración, entonces, se mantiene sobre Jesucristo, no sobre Lázaro. El
escritor no nos informa nada sobre lo que Lázaro experimentó durante esos cuatro días. Tampoco
nos dice cómo murió Lázaro (la segunda vez), pues éste resucitó en la misma forma corporal y
mortal que tenía antes de esta experiencia. Esto es muy distinto a la resurrección de Jesús.
Al igual que Lázaro, Jesús también resucitó de los muertos y su tumba quedó tan vacía como
la de Lázaro, pero Jesús resucitó (esto lo veremos en el próximo capítulo) con un cuerpo
totalmente transformado que no vería más la muerte, un cuerpo de resurrección adaptado
especialmente para las glorias del cielo nuevo y la tierra nueva, un cuerpo de resurrección que
presagia lo que todo el pueblo redimido de Cristo disfrutará algún día. Sencillamente no se dice
nada sobre cuánto sabía Lázaro. El silencio es asombroso, un silencio que el poeta inglés Alfred
Lord Tennyson resumió poderosamente en verso:
He ahí un hombre por Cristo resucitado
El resto ha quedado aún sin revelar;
Nada dijo el hombre; o algo selló
Los labios del Evangelista.

Lo que Juan sí nos dice es muchísimo más importante. Cristo manifestó su soberanía sobre la
muerte, atreviéndose a revertirla. Ahora bien, este evento no es una mera manifestación de
poder irresistible. Es algo más. Es la revelación de la soberanía de Jesús sobre la muerte dentro
del contexto de las lágrimas y la indignación. Este Señor Soberano, tan absolutamente poderoso,
tan impresionantemente sorpresivo, está involucrado personalmente en la redención de los
portadores de su imagen que se encuentran quebrantados y rebeldes.

Jesús se enfrenta a la muerte moral y espiritual y otorga vida mediante su


propia muerte (Jn. 11:45–53)
El complot para asesinar a Jesús contiene dos grandes sorpresas:
Primeramente, los líderes religiosos judíos planificaron la ejecución de Jesús para preservar
su lugar —el templo y la nación— y, sin embargo, al cabo de cuarenta años, los romanos
destruyeron a ambos.
Muchos judíos presenciaron este asombroso milagro de la resurrección de Lázaro y creyeron
en Jesús (v. 45), pero es difícil saber con certeza cuán genuina era su fe. Algunos de ellos, a pesar
de haber sido testigos del milagro, vieron una oportunidad de quedar bien con las autoridades
políticas y religiosas y sencillamente fueron a los fariseos para delatar a Jesús y contarles lo que
había sucedido.
“Entonces los jefes de los sacerdotes y los fariseos convocaron a una reunión del Consejo. —
¿Qué vamos a hacer? —dijeron—. Este hombre está haciendo muchas señales milagrosas” (v.
47). No podían negar la realidad de este milagro, pues Lázaro llevaba cuatro días en el sepulcro.
“Si le dejamos seguir así, todos van a creer en Él” (v. 48a) —es decir, creerán en Jesús como una
figura mesiánica—. Esto, a su vez, podría generar una revuelta política en contra de la
superpotencia regional, la cual resultaría en lo inevitable: “vendrán los romanos y acabarán con
nuestro lugar sagrado, e incluso con nuestra nación” (11:48b). La palabra traducida aquí como
“lugar sagrado” es maravillosamente ambigua: estas autoridades judías perderían su “lugar” o
“posición” de líderes al acabar como vasallos de la superpotencia; es decir, perderían su
influencia, autoridad, prestigio, honor, poder y dinero. Sin embargo, en esa época, “nuestro
lugar” también podía referirse al templo y por eso algunas versiones como la de Dios Habla Hoy
dicen: “las autoridades romanas vendrán y destruirán nuestro templo y nuestra nación”.
Caifás era el sumo sacerdote ese año (v. 49). En teoría, el sumo sacerdote debía servir como
tal durante toda la vida. Habían nombrado a Anás, pero las autoridades romanas lo echaron y,
en su lugar, pusieron a su sobrino o yerno Caifás (la relación entre ellos no está del todo clara).
Caifás era el sumo sacerdote durante ese fatídico año y habló diciendo: “¡Vosotros no sabéis nada
en absoluto!” (v. 49b). El lenguaje es peyorativo: “¡Pedazos de imbéciles ignorantes!”. De ninguna
manera utiliza un lenguaje diplomático. “No entendéis que os conviene más [a vosotros, el
verdadero centro de atención] que muera un solo hombre por el pueblo, y no que perezca toda
la nación” (v. 50). En otras palabras, “¿No os enteráis de lo que está sucediendo aquí? ¡Despertad!
Lo que necesitamos es un poco de política práctica, de conveniencia. Necesitamos eliminar a uno,
porque si no, la nación entera va a desaparecer, y nosotros juntamente con ella. ¿No lo veis? Lo
que hace falta es una operación astuta. Sacamos a este chaval y de una vez resolvemos el
problema y salvamos a nuestra nación”. De esta manera Caifás sacrificó la integridad judicial
sobre el altar de la conveniencia política.
Sin embargo, cuando Juan escribe este relato, ya él y sus lectores saben lo que sucedería
cuatro décadas más tarde. Los líderes religiosos recurrieron a una política oportunista y baja para
salvar a la nación de los efectos malignos que pensaban que Jesús provocaría. La realidad es que
la ejecución que ellos amañaron no salvó a la nación, pues Roma destruyó a Jerusalén en el año
70 d. C. Las autoridades lograron eliminar a Jesús; lo ejecutaron y la nación igualmente murió.
Este mismo Jesús había llorado al mirar la ciudad: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas
y apedreas a los que se te envían! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como reúne la gallina
a sus pollitos debajo de sus alas, pero no quisiste!” (Lc. 13:34).
Jesús murió —y la atroz sorpresa, la trágica ironía, es que la nación, de todas maneras,
pereció—. El año 70 d. C. ni siquiera fue el fin. Seis décadas más tarde, la revuelta de Bar Kochba
trajo de nuevo a los romanos (132–135 d. C.). Jerusalén quedó arrasada. Se le prohibió a todo
judío vivir en las cercanías de Jerusalén, so pena de muerte. Los líderes perdieron su lugar.
Pero hay una segunda sorpresa, una ironía más profunda. Seguramente Juan no la vio en el
momento, pero luego sí: refiriéndose a Caifás, escribe “Pero esto no lo dijo por su propia cuenta
sino que, como era sumo sacerdote ese año, profetizó que Jesús moriría por la nación judía, y no
sólo por esa nación sino también por los hijos de Dios que estaban dispersos, para congregarlos
y unificarlos. Así que desde ese día convinieron en quitarle la vida” (vv. 51–53). Juan no está
afirmando que Dios usó a Caifás como usó al burro de Balaam en el Antiguo Testamento (Nm.
22).
Dios le habló a Balaam a través de su asno. El burro, de manera milagrosa, habló, pero no
debemos pensar al leer ese relato que el burro estaba dando su opinión ponderada; fue
sencillamente un milagro. Sin embargo, aquí Caifás sí está dando su opinión bien considerada.
Juan nos está diciendo que, a medida que Caifás habla y desciende a la bajeza de la política de
conveniencia, Dios está hablando un mensaje más profundo de lo que el propio Caifás podía
conocer. Caifás habló de salvar la nación mediante la muerte de un hombre, pero habló más de
lo que sabía, porque un hombre sí murió, no sólo por la nación sino también para congregar al
pueblo de Dios de toda lengua, tribu, pueblo y nación en una nueva y única humanidad.
¿No es esto lo que encontramos en el capítulo anterior a éste (Jn. 10)? Jesús llama a sus ovejas
por su nombre, no sólo fuera del redil del judaísmo, sino de los otros rediles también: “Tengo
otras ovejas que no son de este redil, y también a ellas debo traerlas. Así ellas escucharán mi voz,
y habrá un solo rebaño y un solo pastor” (v. 16). Eso es lo que vemos aquí: Jesús moriría por la
nación judía, pero no sólo por esa nación sino además por los hijos esparcidos de Dios, para
atraerlos y hacer de ellos un solo pueblo.
Entremezclados con estas sorpresas irónicas encontramos varias capas de escándalo. A las
autoridades les parecía escandaloso que alguien como Jesús se creyera el Mesías prometido.
Ciertamente, no se hubieran concertado entre sí para matarlo si hubieran creído que era el
verdadero Mesías. En sus mentes, si lograban eliminarlo, demostrarían que Él no podía ser el
Mesías. ¡Imaginaos el escándalo que sería un Mesías crucificado! Ahora, el verdadero escándalo
es el retorcido plan político que ejecutan para lograr lo que consideraban “correcto”. El
verdadero escándalo es que, al crucificar a Jesús —por motivos totalmente corruptos— sirvieron
al plan providencial de Dios de sacrificar al Dios-hombre cuya muerte cumple el propósito divino
de redención (cf. Hch. 4:27–28). Más adelante, Pablo escribe: “nosotros predicamos a Cristo
crucificado”.
Este mensaje es motivo de tropiezo para los judíos y es locura para los gentiles, pero para los
que Dios ha llamado, lo mismo judíos que gentiles, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de
Dios. Pues la locura de Dios es más sabia que la sabiduría humana, y la debilidad de Dios es más
fuerte que la fuerza humana” (1 Co. 1:23–25).

Conclusión
Juan 11 está repleto de sorpresas. Jesús recibe un ruego desesperado y demuestra su amor…
retrasándose (vv. 1–16). Jesús se enfrenta a una pérdida devastadora y consuela el dolor…
centrando la atención de todos en Él mismo (vv. 17–27). Jesús confronta a la muerte implacable
y manifiesta su soberanía sobre ella… mediante lágrimas e indignación (vv. 28–44). Jesús se
enfrenta a la muerte espiritual y moral y otorga vida… mediante su propia muerte (vv. 45–53). Y
entretejido en el Evangelio de Juan está el papel que juega este capítulo en acercar a Jesús a la
cruz y a la resurrección. Jesús viaja hacia al Sur, a Judea, para resucitar a su querido Lázaro y ese
viaje le ubica en Jerusalén durante la Semana de la Pasión, esos días que lo llevan al Gólgota, el
Lugar de la Calavera. Jesús muere y Lázaro vive —un precursor de la muerte sustitutiva que Él
sufre por los hijos dispersos de Dios—. Jesús resucita a Lázaro de entre los muertos en un acto
precursor de su propia resurrección: una resurrección más profunda, a una existencia nunca
antes experimentada, un nuevo modo de vida que supera lo que Lázaro vivió.
S. W. Gandy escribió un poema que se suele citar bastante y que resume mucho de lo que
hemos discutido:
Por la muerte, a la muerte derrotó;
Hecho pecado, al pecado derrocó;
Descendido a la tumba, a ésta destrozó,
Y a la muerte, al morir, mató.
5

Dudando de la resurrección de Jesús


(Jn. 20:24–31)
Tomás, al que apodaban el Gemelo, y que era uno de los doce, no estaba con los discípulos cuando
llegó Jesús. Así que los otros discípulos le dijeron:
—¡Hemos visto al Señor!
—Mientras no vea yo la marca de los clavos en sus manos, y meta mi dedo en las marcas y mi
mano en su costado, no lo creeré —repuso Tomás. Una semana más tarde estaban los discípulos
de nuevo en la casa, y Tomás estaba con ellos. Aunque las puertas estaban cerradas, Jesús entró
y, poniéndose en medio de ellos, los saludó. —¡La paz sea con vosotros! Luego le dijo a Tomás: —
Pon tu dedo aquí y mira mis manos. Acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo,
sino hombre de fe.
—¡Señor mío y Dios mío! —exclamó Tomás.
—Porque me has visto, has creído —le dijo Jesús—; dichosos los que no han visto y sin embargo
creen.
Jesús hizo muchas otras señales milagrosas en presencia de sus discípulos, las cuales no están
registradas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo
de Dios, y para que al creer en su nombre tengáis vida.
JUAN 20:24–31

La duda puede tener muchas razones de ser:


1) Para algunos, la duda se basa primordialmente en la ignorancia. Hace unos años serví en
una iglesia en Vancouver, Canadá. Esa iglesia tenía una buena cantidad de estudiantes
universitarios. Entre ellos había una joven llena de energía y de entusiasmo por Cristo, la cual un
día se me acercó y me dijo: “Un chico de la universidad me invitó a salir con él para hacerme unas
preguntas acerca de Jesús. ¿Crees que eso estaría bien?”.
“Peggy, Peggy —le dije— Ten cuidado. Tus motivos pueden ser muy buenos en un principio
pero nuestros corazones son engañosos y muy pronto podrías encontrarte comprometida
emocionalmente con un chico no creyente”. Ella afirmó enérgicamente que no había peligro
alguno. “No quiero comprometer nada —me dijo—. Sólo quiero hablarle de Jesús”. Tuvimos
varias conversaciones más sobre el tema, todas bastante parecidas y, al final, le dije, un poco
irritado: “¡Vale! Sal con el chico. Háblale de Jesús, y luego tráelo a verme”.
No pensé que me tomaría la palabra tan literalmente, pero al siguiente sábado por la noche
yo estaba en mi despacho como a las 22:30 cuando llamaron a mi puerta. Peggy entró contenta
arrastrando a su amigo Fred. Me dijo: “Hola. Este es Fred. Quiere conocerte”. Inmediatamente
me di cuenta que no era verdad. Por lo que yo podía percibir, la única razón por la cual él quería
verme era porque yo era un obstáculo en su camino hacia Peggy. Pero salimos a tomar algo en
un café que está abierto toda la noche.
Traté de conocerle mejor. Era un hombre de gran envergadura, jugaba fútbol en el equipo de
la universidad (¡fútbol norteamericano!). No sabía nada de la Biblia y era taciturno, directo y
lineal en su comunicación, mientras que Peggy era muy conversadora y solía desviarse por temas
tangenciales. Estuvimos allí hasta la 1:30 a. m. pero pensé que no había logrado mucho. Al sábado
siguiente por la noche, a la misma hora, escuché a alguien llamar a la puerta de nuevo y por ella
entraron Peggy y Fred. Habían ido a ver una película y ahora venían a verme a mí. Salimos hacia
el café. Esta vez, Fred tenía una lista de preguntas serias. Comenzamos a responderlas. Le sugerí
algunas lecturas y trabajamos juntos algunos pasajes bíblicos y enseñanzas. Volví a casa como a
las 2:00 a. m. Volvieron a venir al sábado siguiente. Él había terminado las lecturas que le había
asignado y tenía una nueva lista de preguntas. Esto sucedió todas las semanas durante trece
semanas. No tengo idea de cómo esto afectó mis sermones de los domingos en la mañana, pero,
al final de esas semanas, Fred dijo: “Vale. Quiero ser cristiano”.
Sí, Fred se casó con Peggy. Hoy día están en el campo misionero. Sin embargo, tengo que
admitir con toda franqueza que he visto a muy pocas personas convertirse al cristianismo de
manera tan directa y lineal. Aun así, el hecho de que esto suceda de vez en cuando demuestra
que, a veces, la duda y la incredulidad están relacionadas principalmente con la mera ignorancia
y la primera obligación para remediar la situación es la instrucción.
2) A veces la duda está basada en una decisión moral sistemática. Observa el siguiente pasaje
del libro El Fin y los Medios (Ends and Means) del famoso escritor y cínico social Aldous Huxley.
En este pasaje, Huxley trabaja unos temas que históricamente han llevado a muchas personas a
adoptar una filosofía de un mundo sin valor y sin sentido:
Para mí, como seguramente lo fue para la mayoría de mis contemporáneos, la filosofía de la falta
de sentido fue esencialmente un instrumento de liberación.

La liberación que deseábamos era, a la vez, de cierto sistema político-económico y de cierto


sistema de moralidad. Objetábamos la moral porque interfería con nuestra libertad sexual y
objetábamos el sistema político-económico porque era injusto. Los que apoyaban tales sistemas
sostenían que, en cierta medida, éstos representaban el sentido (según ellos, el significado
cristiano) del mundo. Había un método admirablemente simple de refutar a estas personas y, a
la misma vez, justificarnos a nosotros mismos en nuestra revuelta política y erótica: negar que el
mundo tuviera sentido alguno.

Un poco antes, en el mismo capítulo, Huxley confiesa que él adoptó esta postura por un tiempo.
Escribe que:
Puesto que, como muchos de mis contemporáneos, yo daba por sentado que [el mundo] no tenía
sentido alguno… tenía motivos para desear que el mundo no tuviera sentido; consecuentemente
supuse que no lo tenía y fui capaz, sin dificultad alguna, de hallar razones satisfactorias para
apoyar esta postura.

Al menos es honesto y la opinión es bastante común. He leído un párrafo parecido en los escritos
de Michel Foucault, por ejemplo. En estos casos, la duda se va convirtiendo en un escepticismo
sistemático fundamentado sobre decisiones morales y filosóficas.
3) A veces, la duda es un rito de paso, una función de la maduración. Este podría ser el caso
de los niños que nacen y se crían en familias cristianas. Posiblemente asisten a un colegio
cristiano. Al llegar a la universidad, estos jóvenes encuentran que sus ideas son atacadas a diestra
y siniestra, de manera que les toma un tiempo comprobar sus fundamentos. Puede que un
profesor de sociología le diga:
—Jaime, dices que eres cristiano. ¿Vienes de un hogar cristiano?
—Sí —le responde.
—¿Crees que la crianza que recibiste en tu hogar ha influido bastante en tu decisión de ser
cristiano?
—Por supuesto —responde nuestro querido Jaime.
—Piensa un momento en tu compañero Abdul, aquí sentado. Él se crio en un hogar
musulmán. ¿Crees que la crianza tan particular que ha recibido juega un papel importante en su
decisión de ser musulmán?
—Pues, supongo que sí.
—Entonces, si tú eres cristiano por causa de tu familia y Abdul es musulmán por causa de la
suya, ¿quién tiene el derecho de adjudicar entre estas dos posturas opuestas?
De repente y por todos los frentes posibles, la claridad que este joven cristiano alguna vez
tuvo se ve amenazada hasta convertirse en una dolorosa confusión. Posiblemente pase por un
período de duda, lucha, lectura, conversaciones, autoexamen, incluso desesperación, antes de
llegar a una postura estable al final del proceso. Es cierto que este mundo está quebrantado y
nos lanza muchas razones para no creer. Sin embargo, un tiempo de duda también puede ser, en
ocasiones, un proceso que Dios permite para que los cristianos jóvenes luchen y descubran
cuántas de sus creencias son meramente heredadas y cuántas son profundamente suyas.
4) A veces la duda no surge de una sistémica decisión moral y filosófica, sino de miles de
decisiones diminutas. Un hombre podría comenzar su vida de adulto con convicciones cristianas
sólidas, integridad, fidelidad, disciplinas de oración y de lectura bíblica y un testimonio bien
pensado. En algún momento, la lectura bíblica se torna árida; la oración se hace menos frecuente;
las presiones y las obligaciones laborales reducen la asistencia a la iglesia al mínimo. Una colega
encantadora de la oficina le muestra mucha empatía y parece comprender sus presiones mucho
mejor que su esposa. Años más tarde, se despierta un día en la cama con alguien con quien no
debió haberse acostado. Camina al baño, se mira en el espejo y murmura: “¡En realidad no creo
en toda esa basura religiosa!”.
¿Qué lo llevó hasta ese punto? No ha sido un problema filosófico bien ponderado y analizado
profundamente. Tampoco ha sido el descubrimiento de una nueva evidencia científica. Ni
siquiera ha sido una decisión de principios. Más bien, ha sido el resultado de miles de pequeñas
decisiones equivocadas. El efecto es el mismo: este hombre ahora duda sobre los cimientos de
la fe.
5) La duda también puede crecer alimentada por la falta de sueño. Si uno sigue desgastándose
constantemente, tarde o temprano comenzará a permitirse más y más cinismo, y la línea entre
el cinismo y la duda es muy fina. Claro, la cantidad de horas de sueño necesarias varía bastante
de una persona a otra; además, algunos llevan mejor el cansancio que otros. Sin embargo, si eres
de los que te pones antipático, cínico o lleno de dudas cuando no duermes bien, tienes la
obligación moral de procurar dormir lo suficiente. Somos seres integrales y complicados: nuestra
existencia física esta enlazada con nuestro bienestar espiritual, con nuestra perspectiva mental y
con nuestras relaciones con los demás, incluyendo nuestra relación con Dios. A veces, la decisión
más santa y justa que podemos tomar es la de dormir bien: no orar toda la noche, sino dormir.
No estoy negando que hay momentos para orar toda la noche; tan solo estoy insistiendo que, en
el curso normal de las cosas, la disciplina espiritual nos obliga a obtener el sueño que nuestro
cuerpo necesita.
6) La duda puede surgir a partir de una crisis profunda y existencial: la pérdida de un ser
querido, por ejemplo, el recuerdo de padres abusivos o algún otro sufrimiento intenso. Desde
luego, a veces esas experiencias impulsan al creyente a poner su confianza en la soberanía
providencial y en la bondad de Dios; pero, en otras ocasiones, los creyentes creen tener una fe
saludable hasta que sucede algo malo en sus vidas. De repente, nace la duda.
Estas seis causas de la duda no son las únicas, desde luego, hay muchas otras. ¿Por qué,
entonces, me he tomado el tiempo de enumerar estas seis? El tema es que al igual que las causas
de la duda son diversas, también lo son los remedios.
Por ejemplo, el remedio del sueño no ayudará a la persona cuya duda surgió de un abandono
de la moral; el remedio de la enseñanza para combatir la ignorancia no ayudara a aquél cuya
duda nació del cansancio.
Así, en el pasaje que estamos estudiando, no debemos pensar que Juan pretende proveernos
con una respuesta universal al problema de la duda. Aquí Juan se dirige a la duda específica de
Tomás, por lo cual es importante entender la naturaleza precisa de la duda de Tomás para no
esperar del pasaje algo que éste no puede ofrecer. Todos los tipos de duda que he mencionado
aparecen en algún lugar de la Biblia, pero en este pasaje vemos un tipo de duda en particular.
Debemos comenzar por recordar el contexto de este relato de Tomás. Jesús ha sido
crucificado. Francamente, ni sus propios discípulos esperaban este giro trágico de eventos. A
pesar de que Jesús había hablado frecuentemente sobre su inminente muerte y resurrección, sus
propios discípulos no lo habían entendido. Tal vez pensaron que estaba hablando
simbólicamente. El problema era que no tenían categoría alguna para un Mesías crucificado. Los
Mesías vencen, triunfan. De igual manera, no tenían expectativa alguna de que resucitara. La
evidencia más poderosa se encuentra en la postura que toman una vez Jesús está enterrado. No
están de fiesta en el aposento alto, dándose palmadas en la espalda unos a otros y exclamando:
“¡Estoy deseoso por que sea domingo ya!”. Más bien, se encuentran en una tristeza profunda
combinada con temor a que las autoridades judías les ataquen a ellos ahora.
Durante ese primer domingo de resurrección comienzan a surgir las apariciones del
resucitado. Jesús se le apareció a unas mujeres. Pedro y Juan habían visto la tumba vacía; Jesús
se le había aparecido a Pedro y luego a dos discípulos en el camino de Emaús.
Después, en esa primera noche del domingo, Jesús se apareció ante sus apóstoles —no a los
doce, porque Judas Iscariote se había suicidado y Tomás estaba ausente—. Veamos ahora el
relato en el texto. Puede ser útil dividirlo en tres pasos.

El grito de un escéptico decepcionado (Jn. 20:24–25)


El primer paso es el grito de un escéptico decepcionado:
Tomás, al que apodaban el Gemelo, y que era uno de los doce, no estaba con los discípulos cuando
llegó Jesús. Así que los otros discípulos le dijeron:
—¡Hemos visto al Señor!
—Mientras no vea yo la marca de los clavos en sus manos, y meta mi dedo en las marcas y mi
mano en su costado, no lo creeré —repuso Tomás.

¿Qué tipo de duda es ésta? No es el escepticismo del materialista filosófico comprometido —es
decir, alguien que cree que lo único que existe es la materia, la energía, el espacio y el tiempo y
que los milagros son sencillamente imposibles—. Después de todo, Tomás era un judío devoto
del primer siglo. Creía en el Dios de la Biblia, el Dios de lo que hoy llamamos el Antiguo
Testamento, y ese Dios ciertamente hacía milagros de vez en cuando. Tampoco ha sucumbido
Tomás a la duda que surge de la degeneración moral o del cansancio.
Entonces, ¿qué tipo de duda es?
El contexto nos muestra que la duda de Tomás es el escepticismo de alguien que ha
atravesado por una estupenda desilusión religiosa y no quiere que le vuelvan a engañar. Tomás
había creído con pasión que Jesús era el Mesías prometido. Ahora esa fe había quedado viciada
por la crucifixión bárbara que había sufrido Jesús. El Maestro ya no estaba con ellos; había
muerto. No había manera de hacerle volver y no era noble hacerse ilusiones.
La duda de Tomás era de esas que quieren distinguir entre una fe genuina y mera ingenuidad,
el tipo de duda que ha sufrido una gran desilusión y quiere asegurarse de no volver a pasar por
un engaño.
Hace unos años hubo en California un pastor llamado Popoff, cuyo ministerio de sanidades
milagrosas tenía una costumbre que pronto atrajo el interés de los medios de comunicación.
Durante el servicio, decía cosas como: “El Señor me dice… el Señor me dice que hay una mujer
en el asiento J42 que tiene un fuerte dolor de espalda. Pase adelante y sea sana”. Y, justamente,
en el asiento J42 había una mujer con dolor de espalda. Algunos reporteros entrevistaron a estas
personas pero no consiguieron a nadie que admitiera estar en complicidad con el pastor o que
hubiera mediado algún truco.
Eventualmente, un equipo de la cadena de televisión ABC fue a uno de estos cultos con una
diminuta cámara de video y un receptor de frecuencias de radio. Se habían dado cuenta de que
Popoff tenía puesto un audífono en su oído y tenían sus sospechas. (Por qué un sanador
milagroso sufriría de problemas auditivos es otra pregunta que no pienso explorar.) Resulta ser
que cuando las personas entraban al gran auditorio, los acomodadores les animaban a llenar
unas tarjetitas con sus peticiones de oración. Uno de estos ayudantes era la esposa de Popoff.
Cuando alguien escribía en la tarjeta que tenía algún padecimiento serio, como un melanoma
agresivo, por ejemplo, o que le quedaban sólo unos meses de vida, se deshacían de la tarjeta.
Por el contrario, si alguien escribía que sufría de algo que podría ser en cierta medida
psicosomático —como el dolor de espalda, por ejemplo— la Sra. Popoff observaba dónde se
sentaba la persona y hacía una nota, como por ejemplo: “Mujer. J42. Dolor agudo de espalda”.
Luego, en medio del servicio, ella le transmitía por radio el mensaje a su esposo. Popoff recibía
la señal en el artefacto en su oído, que en realidad era un receptor de señal de radio. En efecto,
podría escuchar a su esposa decirle: “Cariño, tenemos una. Hay una mujer en el asiento J42 que
tiene un dolor fuerte en su espalda”. El público sólo escuchaba las palabras del propio Popoff
diciendo: “El Señor me dice… el Señor me dice que hay una mujer en el asiento J42 que sufre de
un fuerte dolor de espalda. Pase adelante y sea sana”.
En la televisión nacional, el equipo de la cadena ABC transmitió la escena desde la perspectiva
del público que llenaba el auditorio y luego la volvieron a presentar añadiéndole la señal de la
Sra. Popoff. Al menos por un tiempo, su ministerio perdió la credibilidad.
¿Por qué cuento esta historia? De ninguna manera estoy diciendo que Dios no puede hacer
un milagro de sanidad si quisiera hacerlo. Tampoco quiero afirmar que todos los ministros de
milagros y sanidades son charlatanes o estafadores. Decidí contar esta historia para señalar que,
seguramente, muchas de las miles de personas que fueron engañadas por Popoff eran cristianos
—cristianos que francamente eran un poco ingenuos—. Cayeron presa de la confabulación de
Popoff porque no supieron distinguir entre una fe genuina y una mera ingenuidad. Estaban tan
deseosos de creer en los milagros que, francamente, fueron insensatos y demasiado crédulos.
Tomás no quería pertenecer a ese grupo de los ingenuos. Por lo tanto, en este pasaje pidió la
prueba más personal y concreta que se le ocurrió, algo que demostraría que esta supuesta
aparición resucitada guardaba una continuidad física y genuina con el Jesús que fue enterrado.
Necesitaba evidencia convincente de que el Jesús que murió era el mismo que ahora se
presentaba ante ellos, aparentemente resucitado. Tomás no quiere ser engañado por, digamos,
un gemelo idéntico que apareció en un momento demasiado conveniente. Por eso dice:
“Mientras no vea yo la marca de los clavos en sus manos, y meta mi dedo en las marcas y mi
mano en su costado, no lo creeré” (v. 25).
Los romanos utilizaban tres métodos de ejecución y el más cruel de todos era, sin duda, la
crucifixión. Esta sentencia estaba reservada para los esclavos, traidores y despreciables. Ningún
ciudadano romano podía ser ejecutado mediante crucifixión a no ser que el propio emperador lo
aprobara. A la víctima se le amarraba o clavaba en una cruz.
De ahí se daba impulso con sus brazos y empujaba con sus piernas para mantener abierta la
cavidad del pecho y poder respirar. Pronto comenzaban los espasmos musculares y, finalmente,
la víctima colapsaba en agonía. Pero luego necesitaba respirar otra vez, así que volvía a
impulsarse con sus brazos y empujar con sus piernas y así comenzaba el ciclo. Podían pasar días
de esta manera hasta que eventualmente la persona moría sofocada. Si por alguna razón los
soldados querían acabar con la víctima más rápido (por ejemplo, si se acercaba un día sagrado y
era necesario bajar los cuerpos de la cruz y enterrarlos, como fue el caso de Jesús) rompían los
huesos de las espinillas de las víctimas. Así la persona ya no podía darse impulso con sus piernas
y se ahogaba más rápidamente.
Sin embargo, cuando se acercaron a Jesús, ya había muerto. En vez de romperle las piernas,
uno de los soldados enterró su lanza por debajo de sus costillas, perforando el pericardio y
provocando que fluyera sangre y agua de su costado. Todo esto significa que el cuerpo de Jesús,
el cual José de Arimatea puso cuidadosamente en el sepulcro, tenía unas heridas muy
particulares. Tomás lo sabía. Por esto fue que exigió ver y tocar no sólo las heridas en las manos
y los pies de Jesús, sino también la herida en su costado. Quería estar seguro —más allá de toda
posibilidad de ambigüedad, alucinación o artimañas— que este supuesto Jesús resucitado
guardaba la continuidad con el Jesús muerto que descendió al sepulcro. Sólo eso podría vencer
su duda y él insiste porque no quiere sucumbir a una mera ingenuidad.
Tal vez Tomás también exigió mucho porque se le hacía difícil imaginarse cómo el verdadero
Mesías podía haber sido sujeto a tanta vergüenza. La crucifixión no era sólo una agonía física,
sino que en la antigüedad se le relacionaba con la más horrenda degradación y vergüenza. Tomás
necesitaba una evidencia bastante extraordinaria para convencerle de que Jesús realmente era
el Mesías tan esperado y que ahora estaba vivo, resucitado y triunfante.
Aquí tenemos, pues, el grito de un escéptico decepcionado.

La adoración de un escéptico asombrado (Jn. 20:26–28)


El segundo paso es la adoración de un escéptico asombrado:
Una semana más tarde estaban los discípulos de nuevo en la casa, y Tomás estaba con ellos.
Aunque las puertas estaban cerradas, Jesús entró y, poniéndose en medio de ellos, los saludó. —
¡La paz sea con vosotros! Luego le dijo a Tomás: —Pon tu dedo aquí y mira mis manos. Acerca tu
mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino hombre de fe. —¡Señor mío y Dios mío!
—exclamó Tomás.

El texto nos dice que esta escena ocurre una semana más tarde, es decir, el segundo domingo
después de la resurrección. Las circunstancias son parecidas: los apóstoles están en una casa,
reunidos en una habitación a puerta cerrada. Al igual que lo hizo el primer domingo, Jesús de
repente apareció en medio de ellos. Que sepamos, esto es algo que nunca había hecho antes de
la resurrección. Otra vez, como lo hizo el primer domingo, Jesús les saluda con las mismas
palabras: “¡La paz sea con vosotros!”. En un nivel superficial, probablemente significa “¡Shalom!”,
el equivalente hebreo del “¡Salaam!” de los árabes hoy día. Sin embargo, la palabra Shalom suele
tener una connotación de bienestar total delante de Dios. En este contexto, la palabra podría
estar cargada de una expectativa escatológica: después de la muerte y resurrección de Jesús, los
hombres y las mujeres pueden disfrutar de la reconciliación final —la paz con el propio Dios— en
anticipación de la paz perfecta con Dios en el día final.
No obstante, lo que capta nuestra atención es lo que dice Jesús después de esto. Se dirige a
Tomás y, a pesar de no haber estado presente físicamente cuando Tomás lanzó su fuerte reto,
Jesús sabe cuál fue la evidencia que exigió el discípulo, por lo cual le dice: “Pon tu dedo aquí y
mira mis manos. Acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino hombre de
fe” (v. 27).
Y Tomás le dice: “¡Señor mío y Dios mío!” (v. 28).
Ésta es una confesión asombrosa. De cierta manera resalta, ya al final del libro, lo que el
evangelista Juan había afirmado en el primer versículo de su Evangelio: “En el principio era el
Verbo, y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios” (1:1). No debemos tomar muy a la ligera
esta confesión. Aquí podemos sondear las profundidades interpretativas, históricas y teológicas
de la frase antes de pasar a los últimos versículos del capítulo. Quisiera mencionar cuatro de estas
profundidades:
1) Me imagino que la mayoría de nosotros sabemos que a nuestros amigos Testigos de Jehová
se les haría difícil aceptar este versículo al pie de la letra. Ellos no creen que Jesús sea realmente
Dios; en el mejor de los casos, lo consideran un sub-dios. Por lo tanto, ellos ofrecen dos
interpretaciones muy distintas del versículo 28 para adaptarlo y darle un significado que sea
congruente con su concepto de la persona de Cristo. Sólo voy a mencionar una de estas dos
interpretaciones. Ellos afirman que lo que Tomás dijo, en una exclamación de sorpresa absoluta,
en efecto fue: “¡Mi Señor! ¡Dios mío!”.
Es difícil tomar en serio esta interpretación porque significaría que la primera respuesta de
Tomás al ver y tocar al Jesús resucitado fue una blasfemia. Cada cultura desarrolla sus propias
formas de vulgaridad, profanidad y blasfemia. Pero es impensable que un judío devoto como
Tomás profiriera con sus labios la palabra “Dios” como si fuera una exclamación profana. Peor
aún, si pudiéramos imaginarnos a Tomás blasfemando de esta manera, parecería que Jesús
consiente a la blasfemia porque en el siguiente versículo aprueba las palabras de Tomás. Sobre
todo, la pequeña palabra “y” impide esta interpretación. Aún si concediéramos que Tomás pudo
haber blasfemado usando la frase “¡Mi Señor! ¡Dios mío!” como expresión de susto o sorpresa,
sería ridículo pensarlo si lo que dijo fue “¡Señor mío y Dios mío!”.
No. Hay que leer este texto al pie de la letra. Tomás, un judío monoteísta del primer siglo, se
dirige al Jesús resucitado con la asombrosa confesión: “Señor mío y Dios mío”. Esto nos lleva al
segundo asunto que vamos a considerar.
2) Si leemos la confesión de Tomás en su contexto, la primera impresión es francamente
asombrosa. ¿Por qué confiesa tanto? Contrario a su escepticismo anterior, ahora él sabe que
Jesús ha regresado de entre los muertos. Ha visto las heridas y se ha convencido de que el Jesús
que tiene delante es el mismo Jesús que habían bajado de la cruz y puesto en el sepulcro. ¿Por
qué, entonces, no exclama simplemente: “Jesús, ¡estás vivo!” o incluso: “¡Ay! ¡Me equivoqué!”?
Por lo pronto nos preguntamos qué llevó a Tomás a esta conclusión tan abarcadora, que parece
ir más allá de lo que justifica el contexto inmediato.
Debemos ubicar a Tomás dentro del marco del relato completo del Evangelio de Juan. Ha
pasado una semana entera entre el versículo 25 y el 26. El versículo 26 especifica que Jesús se le
apareció a Tomás una semana después de que éste había expresado su duda. Uno podría
imaginarse fácilmente los pensamientos y reflexiones que ocuparon la mente y la imaginación de
Tomás durante esa semana: “Jesús… ¿vivo? ¡No puede ser! Pero los demás están tan seguros…
Tienen que estar equivocados… pero… ¿y si no lo están? ¿Será posible que Jesús realmente esté
vivo? ¿Qué significaría eso? No, no puede ser. Necesito evidencia. No puede estar vivo, es
imposible… pero, ¿y qué si es verdad?”.
En medio de esta lucha mental, debió haber recordado las palabras extrañas que Jesús había
pronunciado unos cuantos días antes, la noche que fue traicionado, condenado y crucificado.
Jesús le había dicho a uno de ellos, en presencia de todos, “¡Pero, Felipe! ¿Tanto tiempo llevo ya
entre vosotros, y todavía no me conoces? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn. 14:9).
Sin duda, para ese entonces, Tomás y los demás oyeron esto y lo percibieron como una más de
las frases enigmáticas de Jesús que ellos no entendían bien. Pero si Jesús realmente había
resucitado, ¿no habría que empezar a reflexionar sobre lo que esas alegaciones de Jesús
implicaban? “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. ¡Qué aseveración tan impresionante!
De hecho, el Evangelio de Juan contiene una colección de otras afirmaciones igualmente
asombrosas que profirió Jesús. Por ejemplo, Jesús insiste en que Dios le ha conferido el poder de
juzgar, “para que todos honren al Hijo como honran al Padre” (Jn. 5:23). En otra parte, Jesús
declara: “Antes que Abraham fuera, yo soy” (Jn. 8:58); otra vez: “Todo lo que el Padre hace,
también lo hace el Hijo igualmente” (Jn. 5:19). A primera vista, estas aseveraciones eran
estupendas. Después de la resurrección, Tomás se ve obligado a reflexionar sobre ellas de
manera más profunda de lo que lo había pensado antes.
Todo esto surge directamente de la narración textual del cuarto Evangelio. El Evangelio de
Juan provee la matriz narrativa en la cual se ubica la lucha mental de Tomás durante esa semana
que comenzó con su expresión de duda ante la resurrección de Jesús y terminó con su confesión:
“¡Señor mío y Dios mío!”. Pero hay dos contextos mayores que no debemos ignorar. El primero
de éstos es el cuerpo de los demás Evangelios canónicos. Tomás no sólo estuvo presente en los
incidentes narrados en el Evangelio de Juan sino también en otros eventos que sólo se
describieron en los Evangelios sinópticos. Permitidme mencionar uno de ellos. Podéis recordar
lo que sucede en Marcos 2 cuando Jesús estaba predicando en una casa llena de oidores ávidos.
A un hombre paralítico lo llevaron en una especie de camilla —algún tipo de cama o colchón—
porque cuatro amigos suyos querían que Jesús le sanara. Los que estaban escuchando a Jesús
trataron de ahuyentarlos: “¡Silencio! ¡Jesús está hablando! ¡Cállate! ¡Espera tu turno!”.
Desesperados por conseguir ayuda para su amigo paralítico, los cuatro hombres lo subieron al
techo plano (una construcción común en esa época), escucharon de dónde venía la voz de Jesús
y quitaron las tejas de encima del lugar donde Jesús estaba hablando. Luego bajaron a su amigo
paralítico y lo pusieron delante de Jesús. En cuanto a la multitud, si no querían abrirle espacio al
paralítico y a sus amigos por cortesía y compasión, ahora tuvieron que hacerlo para evitar que la
camilla les cayera sobre sus cabezas.
Jesús miró al paralítico y le dijo: “Tus pecados te son perdonados” (Mr. 2:5). Inmediatamente,
algunos de los teólogos judíos presentes se indignaron y comenzaron a murmurar unos con otros:
“¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?”. Esta pregunta, para ellos retórica, es
verdaderamente importante y merece una reflexión más profunda.
Hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial, Simon Wiesenthal estaba en un grupo de trabajo
en el horrendo campo de concentración de Auschwitz. Todos sus parientes habían sido
asesinados. Wiesenthal en ese entonces no sabía que, al cabo de unas cuantas semanas, los rusos
llegarían a ese campo y lo liberarían. Ese día, en particular, a Wiesenthal lo sacaron del grupo de
trabajo y lo encerraron en una habitación con un joven soldado alemán, de aproximadamente
diecinueve años de edad, que estaba seriamente herido y evidentemente moriría pronto. El joven
alemán había pedido hablar con un judío antes de morir y, dentro de la peculiar providencia de
Dios, fue a Wiesenthal a quien arrojaron en su habitación. El soldado alemán estaba
completamente aterrorizado ante su inminente muerte. Sabía que pronto se enfrentaría a Dios.
Conocía lo que los nazis le habían hecho a los judíos y también sabía algunas cosas que él mismo
les había hecho. Al verse cara a cara con la eternidad, el joven soldado le pidió perdón a
Wiesenthal como a un representante de su pueblo.
Wiesenthal agonizó se debatió en medio de todo su sufrimiento, ante la petición
desesperada. Su razonamiento, en esencia, era: Seguramente, sólo la parte ofendida tiene el
derecho a perdonar. ¿Cómo pueden los que no han sufrido perdonar en nombre de aquéllos que
sí han sido víctimas? La mayoría de las víctimas de los nazis fueron asesinadas, por lo cual
Wiesenthal argumentaba en su mente, ¿cómo pueden los vivos perdonar en nombre de los
muertos? ¡De manera que no hay perdón para los nazis! En esa pequeña habitación con el
soldado nazi a punto de morir, Wiesenthal razonó todo esto en su mente y luego, sin decir una
palabra, sencillamente se dio la vuelta y salió de la habitación. Después de que acabara la guerra,
Wiesenthal escribió su experiencia en un memorable librito titulado The Sunflower: On the
Possibilities and Limits of Forgiveness (El Girasol: De las Posibilidades y los Límites del Perdón).
Dedicó muchas páginas a su agonía interna mientras sopesaba la petición de este joven
soldado nazi. Envió su libro a muchos de los principales estudiosos de la ética alrededor del
mundo y les preguntó: “¿Estuvo bien mi razonamiento? ¿Actué correctamente?”.
Bueno, ¿qué pensáis? ¿Estuvo en lo correcto? Ciertamente no podemos negar su idea de que
sólo la parte ofendida tiene el derecho de perdonar. ¿Recordáis la ilustración que usé en el
capítulo 2 relacionada con el pasaje de Romanos 3:21–26? La misma ilustración habla
poderosamente sobre esta situación, así que os recordaré el punto principal. Supongamos que
un día vas de camino a tu casa y te atacan, te golpean, te violan y te dejan medio muerto en la
calle. Imagínate que al otro día voy a visitarte al hospital y que, por una absurda casualidad,
encontré a tus atacantes. Al llegar a verte, te digo: “¡Ánimo! Sé que te alegrarás cuando escuches
esto: He encontrado a tus atacantes y los he perdonado”. ¿Qué me dirías? Sospecho que saldrías
gritando enfurecido e indignado: “¿Quién te crees que eres? ¡Tú no eres el que está aquí
enyesado! ¡No fue a ti que violaron! ¡A ti no fue que le rompieron la mitad de sus huesos! ¿Qué
derecho tienes tú de perdonar a alguien por lo que me hicieron a mí?”.
Por supuesto, tendrías razón, igual que la tuvo Wiesenthal; sólo la parte ofendida puede
perdonar la ofensa. Sin embargo, hay un detalle adicional que Wiesenthal no incluyó en su
razonamiento, un detalle que la Biblia deja muy claro. ¿Recuerdas ese relato un poco crudo sobre
David, en el cual éste seduce a una joven casada mientras su esposo estaba en la guerra, luchando
las batallas de David? Lo mencioné en el segundo capítulo de este libro; quiero volver a él una
vez más. La mujer, Betsabé, descubrió pronto que estaba embarazada y se lo dijo al rey. Como
era el comandante en jefe, David se las arregló para que el joven marido volviera a casa,
supuestamente para traerle al rey un comunicado de parte de los comandantes en el frente de
batalla.
Supuso que el hombre, llamado Urías, iría a su casa y se acostaría con su esposa antes de
volver a la línea de batalla. No obstante, este joven ejemplar tenía tanta empatía con los demás
soldados que permanecieron en el frente de la batalla que ni siquiera se detuvo en su casa.
¿Cómo iba a disfrutar de los placeres del hogar mientras sus compañeros no podían? En ese
momento, David supo que la había liado. Envió a Urías de vuelta al frente con un mensaje secreto
para el comandante de su unidad. Éste debía organizar una escaramuza y, mediante una señal
secreta, ordenar la retirada a todos los soldados excepto a Urías el Heteo. Sucedió lo inevitable:
la unidad se retiró, el joven quedó solo en la refriega y murió. Después de una espera apenas
adecuada, David se casó con Betsabé y pensó que se había salido con la suya.
Sin embargo, Natán, el profeta, eventualmente confrontó a David. Podemos engañar a mucha
gente cuando pecamos, pero nunca a Dios. Según Hebreos 4:13, “Todo está al descubierto,
expuesto a los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuentas”. Dios sabía lo que David había
hecho y se lo comunicó a su profeta Natán, quien, a su vez, confrontó a David. No tengo tiempo
para contar todo lo que sucedió después de esa confrontación, pero uno de los salmos más
extraordinarios que jamás se escribió lo compuso David cuando se arrepintió con lágrimas
desesperadas de todo el pecado que había cometido. En ese cántico, el Salmo 51, David se dirige
a Dios y le dice: “Contra ti he pecado, sólo contra ti, y he hecho lo que es malo ante tus ojos” (Sal.
51:4).
Tras una lectura superficial de estas palabras, podríamos pensar que David está muy
equivocado, porque tal vez parece que ha pecado contra todo el mundo. Sin embargo, en un
nivel más profundo, lo que escribe David es perfectamente cierto. Lo que hace que algo sea
pecado, lo que lo hace verdaderamente atroz y repugnante, lo que lo hace digno de culpa, es que
el pecado es una ofensa contra Dios.
No debemos olvidar jamás que el primer mandamiento, según Jesús, es el de amar a Dios con
todo el corazón, el alma, la mente y las fuerzas. Por lo tanto, el primer pecado —primero tanto
en secuencia como en importancia— es no amar a Dios con todo el corazón y el alma y la mente
y las fuerzas. Es el pecado que cometemos cada vez que incurrimos en cualquier otro. En el nivel
más profundo, cada vez que pecamos, Dios es la parte más ofendida. Si hacemos trampa en
nuestros impuestos sobre la renta, Dios es el más ofendido. Si nos hinchamos de orgullo,
calumniamos, menospreciamos a algún colega o fomentamos la amargura, Dios es el más
ofendido. David entendía esto, por lo cual escribe: “Contra ti he pecado, sólo contra ti, y he hecho
lo que es malo ante tus ojos”. Es por eso que, al buscar que los demás nos perdonen, debemos
procurar el perdón de Dios, porque sin éste, no tenemos nada. Sí, tú y yo necesitamos
perdonarnos mutuamente. Sin embargo, en el análisis más profundo de lo que constituye el
pecado, sólo Dios lo puede perdonar.
Y en este relato, Jesús perdona los pecados del paralítico. Rápidamente la multitud se
pregunta: “¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?”.
Buena pregunta. Las palabras de Jesús deben ser el delirio de un megalómano que se cree
Dios, a menos que —¿será posible?— Jesús realmente sea Dios.
Tomás estuvo allí.
También es posible que en esa semana —entre el domingo en el que Tomás expresó su duda
y el domingo en el que Jesús volvió a aparecer dentro de una habitación cerrada— Tomás haya
recordado un contexto aún mayor. Tal vez su mente recorrió algunos pasajes del Antiguo
Testamento que de pronto adquirían un nuevo significado. Tomás seguramente conocía las
palabras que los cristianos recitamos hoy día en la época navideña: “Porque un niño nos es
nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro” (Is. 9:6).
Por un lado, el profeta Isaías escribió, más de setecientos años antes de Cristo: “Lo dilatado
de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino” (v. 7); pero
Isaías también dijo, en el mismo contexto: “y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios
Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (v. 6).
¿Cómo unimos todas estas piezas? Tomás tuvo una semana entera para meditar sobre este
asunto. Seguramente aún no podía encajar lo que luego se conoció como la doctrina de la
Trinidad. Pero había progresado suficiente en su entendimiento como para comprender que si
Jesús verdaderamente estaba vivo, esto era mucho más que una resurrección espectacular. Era
la visitación del Dios Todopoderoso.
3) Tal vez es lo único que podemos decir sobre las creencias de Tomás. No hay suficiente
evidencia que justifique afirmar que él ya había pensado también sobre lo que implicaba la
muerte de aquél que él confesó como “Señor” y “Dios”. ¡Y qué muerte fue aquélla! Crucificado,
condenado por el gobierno romano, colgado de un madero bajo la maldición de Dios y, sin
embargo, evidentemente vindicado mediante la resurrección. Aunque no sepamos con certeza
cuánto entendía Tomás en ese momento tan decisivo de su vida, estamos en terreno mucho más
sólido al reflexionar sobre lo que Juan el evangelista comprendía unas décadas más tarde al
escribir este libro. Juan ya ha anunciado que Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo (1:29). Ha comparado a Jesús con la serpiente colgada de una vara para la salvación del
pueblo de Dios después de su horrenda rebelión y de la maldición que cayó sobre ellos (3:14,
refiriéndose a Nm. 21). Comparó a Jesús con el pan: el grano muere para que las personas vivan,
porque de otra manera, si nada muere para proveerle vida a los seres humanos, éstos
necesariamente morirán.
Juan nos informa que, bajo la providencial mano de Dios, aun el sumo sacerdote Caifás habla
proféticamente. Con palabras cargadas de un significado que él mismo no podía entender, Caifás
afirma que Jesús debe morir para que el pueblo de Dios no perezca. El sumo sacerdote quería
una muerte en sustitución y lo que recibe es mucho más de lo que esperaba (11:49–51). Jesús es
un grano de trigo (12:23–24), el cual, si muere, se multiplica mediante la nueva vida que brota
de Él.
Así, cuando Juan escribe estas palabras de Tomás, “¡Señor mío y Dios mío!”, no puede evitar
ver que es una maravilla sobre otra maravilla. Dos mil años después, nosotros leemos las palabras
de Juan y podemos observar no sólo la noción alucinante de la encarnación —Dios convertido en
ser humano— sino el hecho asombroso de que este Dios-hombre se entregó a una muerte
sustitutiva, la muerte de un cordero redentor. Es impresionante contemplar al Dios de la Biblia
hecho hombre; pero es aún más asombroso verlo morir nuestra muerte, y luego ser vindicado en
la resurrección. Desde luego que no podían ser palabras menos efusivas: “¡Señor mío y Dios
mío!”. La confesión es escandalosa; la confesión es gloriosa.
Durante los últimos meses de la Primera Guerra Mundial, la más sangrienta y estúpida de
todas las guerras, surgieron una cantidad de poetas cuya obra reflexionaba sobre la misma. Uno
de los poetas menores de este grupo fue Edward Shillito. Aunque el cuerpo de su obra no se ha
distinguido mucho, su poema “Jesus of the Scars” (“El Jesús de las Cicatrices”) es inmortal. En dos
de las estrofas de ese poema, utiliza un lenguaje que alude a este momento en Juan 20 en el que
Jesús aparece en una habitación cerrada. Shillito escribe:
Si a puertas cerradas, tú te acercas,
Revela tan sólo tus manos, el costado tuyo.
Sabemos hoy lo que son las heridas, no temas:
Muéstranos tus heridas: conocemos la contraseña.
Los otros dioses eran fuertes; tú eras débil.
Ellos cabalgaron; tú tropezaste hacia tu trono.
Y a nuestras heridas, sólo hablan las heridas de Dios;
Y ningún dios tiene heridas, sino sólo tú.

Juan, el evangelista, evidentemente comprendía todo esto.


4) También debemos reflexionar sobre la palabrita que se repite: “mi”. Tomas no dice:
“Nuestro Señor y nuestro Dios”, como si estuviera recitando un eslogan litúrgico. Su confesión es
intensamente personal: “¡Señor mío y Dios mío!”. Nunca es suficiente la mera confesión de una
verdad que es de dominio público. Hasta el diablo podría afirmar —si bien de mala gana— que
Jesús es Señor y Dios. Pero un verdadero hijo de Dios está haciendo algo más que una mera
declaración pública de una verdad también pública. El cristiano no está meramente afirmando
que Jesucristo es el Señor y Dios del universo sino que, en el sentido más íntimo, es el Señor y el
Dios suyo. La confesión es intensamente personal. Si no puedes proferir las palabras de esta
confesión con el mismo compromiso personal profundo, no has participado de Jesús y de la
salvación que fluye de su muerte y resurrección. Nuestra mente y nuestro corazón deben
confesar con asombro: “¡Señor mío y Dios mío!”.
He aquí las cuatro reflexiones que surgen de la adoración de este escéptico asombrado.

La función de un escéptico convertido (Jn. 20:29–31)


El tercer paso es la función de un escéptico convertido:
—Porque me has visto, has creído —le dijo Jesús—; dichosos los que no han visto y sin embargo
creen.
Jesús hizo muchas otras señales milagrosas en presencia de sus discípulos, las cuales
no están registradas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es
el Cristo, el Hijo de Dios, y para que al creer en su nombre tengáis vida.
Me imagino que el versículo 29 se malinterpreta muy a menudo. Hay quienes creen que Jesús
quiso decir que una fe que no se fundamente en señales —y quizás tampoco se basa en la
verdad— es una fe superior. Esto es una equivocación. Es como si Jesús estuviera diciendo: “Vale,
Tomás, ahora que me has visto, has creído. Está bien. Ya tienes fe. Pero debes entender que los
que creen en mí sin haber visto las señales que has visto tú tienen una fe superior; ellos sí que
son dichosos. Te perdiste esa bendición, Tomás, porque insististe en ver antes de creer. Tu fe es,
como mucho, una fe de segunda clase”.
Quiero ser enfático al decir que el versículo 29 no se puede interpretar de esa manera. La
razón por la cual malinterpretamos de esa forma este texto es que en gran parte de la cultura
occidental contemporánea, la palabra fe ha adquirido significados que en la Biblia nunca tiene.
En nuestro mundo, la palabra fe suele significar una de dos cosas. Primeramente puede funcionar
como sinónimo de religión; es decir, hay muchos tipos de “fe” (la fe cristiana o la fe musulmana,
por ejemplo) porque hay muchas “religiones”. En segundo lugar, lo más común es que se refiera
a “un compromiso o decisión religiosa, personal, subjetiva y privada”. En otras palabras, no tiene
nada que ver con realidades o hechos históricos. Es una decisión religiosa: personal, subjetiva y
privada. Tú tienes tu fe y yo tengo la mía, y es imposible juzgar las discrepancias entre tu fe y la
mía porque no hay datos objetivos que nos permitan hacer comparaciones inteligentes.
Ciertamente, sucede con frecuencia que algunas personas se sienten superiores porque creen
algo; tienen fe en algo que no tiene apoyo justificable. Esta comprensión de la fe se ejemplifica
bien en el libro de Dan Brown, The Da Vinci Code (El Código Da Vinci). En este libro, Sophie le dice
al héroe, Langdon: “Pero tú me dijiste que el Nuevo Testamento está basado en invenciones”.
Langdon le responde: “Sophie, todas las religiones del mundo están basadas en invenciones. Esa
es la estricta definición de lo que es la fe, la aceptación de lo que imaginamos verdadero pero no
podemos demostrar”. Ciertamente, algunos objetos de la fe bíblica —los asuntos que conocemos
mediante revelación— no pueden ser “demostrados” de ninguna manera, pero otros objetos de
la fe en la Biblia se revelan mediante la matriz de la historia.
En estos casos, tenemos acceso a las aseveraciones históricas por el mismo medio por el que
tenemos acceso a cualquier historia: el testimonio.
Pero si la palabra “fe” significa que no hay manera de verificar ninguno de los objetos de la
fe, si la fe significa que la fabricación de los objetos de la fe es parte de las reglas del juego,
entonces es fácil malinterpretar el versículo 29: que la fe que no tiene nada que la sostenga es
superior. ¡Que la fe superior es aquella que no exige evidencia! Que la mejor fe es la que no
pregunta si Jesús realmente resucitó de entre los muertos. Según esta interpretación, si crees
que resucitó, es suficiente; esa es la fe genuina que Dios bendice. La verdad es que he escuchado
a teólogos distinguidos decir que si se encontrara la tumba de Jesús con el cuerpo dentro y se
demostrara claramente que el cuerpo realmente es el de Jesús, su fe cristiana no se vería
afectada. Después de todo, dicen, Jesús ha resucitado en sus corazones.
El apóstol Pablo definitivamente no lo veía de esta manera. Al escribirle a los corintios,
argumenta que si Jesús no resucitó de los muertos y uno cree que sí ha resucitado, la fe en su
resurrección es inútil; no tiene valor alguno. En otras palabras, una de las cosas que valida la fe
es la veracidad de su objeto. Desde luego, la fe es algo más que creer en la verdad; después de
todo, los demonios creen que Jesús resucitó pero eso no les sirve de nada. No obstante, aunque
la fe que salva es algo más que meramente creer la verdad, nunca es menos que esto. Por eso la
Biblia nunca nos anima a creer en algo que no es cierto, o que podría no ser verdad. Por eso
también, en la Biblia, una de las maneras principales de fortalecer la fe es mediante la articulación
y defensa de la verdad.
Una vez hayamos eliminado cualquier interpretación falsa de Juan 20:29, el verdadero
significado del versículo se torna evidente. Juan une el versículo 29 a los versículos 30 y 31. El
flujo de pensamiento termina así: Juan informa que Jesús le dice a Tomás, en esencia: “Tomás,
has visto y has creído”.
Durante todo el Evangelio, Juan ha enseñado que es necesario creer en Jesús para obtener la
vida eterna. Muchos capítulos antes leímos: “Porque de tal manera amó Dios al mundo que dio
a su Hijo unigénito para que todo aquél que en Él cree… tenga vida eterna” (3:16), por lo cual es
maravilloso ver que Tomás ha creído en verdad. Pero Jesús sabe, como lo sabía Juan, que muchas
personas llegarían a creer en Jesús sin haberlo visto resucitado como pudo verlo Tomás. Jesús
iba a ascender y no iba a estar disponible físicamente hasta su regreso. Sin embargo, millones
creerían que Él había resucitado de entre los muertos. Nunca se les invitó a tocar las heridas
como a Tomás; nunca vieron al Jesús resucitado comer pescado en las playas de Galilea como los
siete discípulos que describe el capítulo 21 de Juan. ¿Sobre qué fundamento creerán entonces?
Jesús dice que los que no han visto y aun así creen son dichosos. ¿Por qué? ¿Por haber creído sin
evidencia alguna? No, por supuesto que no.
Juan inmediatamente pasa a decir que Jesús hizo muchas señales milagrosas y, desde luego,
no podían quedar todas escritas para nosotros. Pero éstas (las descritas en el Evangelio de Juan,
incluyendo la aparición ante Tomás) se han escrito para que las generaciones venideras que no
pudieron ver las señales —las que no podrán ver el cuerpo resucitado de Jesús en esta vida—
crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios y, para que creyendo, tengan vida en su nombre. Los
creyentes de las generaciones futuras tenemos acceso a los testimonios históricos del Jesús
resucitado mediante los documentos escritos que nos legó la primera generación. De esta
manera, Tomás se convierte en parte de esta cadena de evidencia, esta cadena de testigos. Él vio
y creyó y, mediante su testimonio y su confesión escrita en este libro, todavía habla y genera (por
la gracia de Dios) fe en las innumerables generaciones posteriores que han venido a compartir su
fe por su testimonio de la verdad. Como Tomás, y gracias a Tomás, ellos también creen, tienen
vida eterna y son bendecidos.
Tomás comienza como un escéptico; pasa a una adoración personal cuando la visita de Jesús
disipa sus dudas; y ahora funciona como parte de la cadena de testigos que proclaman la fe en el
Señor Jesús entre generaciones que todavía no habían nacido.
En Juan 21, después de haber traicionado terriblemente a Jesús, Pedro es restaurado por el
Salvador y pasa a servirle de manera útil por el resto de su vida. De igual manera, aquí, en Juan
20, Jesús restaura a Tomás después de su momento de duda dolorosa, le devuelve su fe y lo
capacita para ser un testigo útil y duradero de la verdad, de Aquél que es la verdad. Su confesión
y testimonio nos llegan en las palabras de las Sagradas Escrituras y, por la misericordia de Dios,
millones que jamás han visto al Jesús resucitado como lo vio Tomás han creído y son bendecidos.
Esta es la función del escéptico convertido.

Conclusión
Por supuesto que, en el sentido más profundo, no estaría bien terminar este capítulo hablando
de Tomás. A pesar de que estos versículos, en un nivel, ciertamente se enfocan en Tomás, desde
luego que, más allá de eso, tratan sobre el Jesús resucitado. De hecho, este relato se encuentra
en un libro que llamamos “Evangelio”. Para ser más precisos, es el Evangelio de Jesucristo según
Juan. Este evangelio, estas buenas noticias sobre Jesucristo según Mateo, Marcos, Lucas y Juan
está irreduciblemente atado a la persona y obra de Jesús, a su reino y su cruz, a su muerte y
resurrección. Y, a través de los tiempos, ya sea en la época bíblica o en la nuestra, dondequiera
que un hombre o una mujer cree verdaderamente que Jesús resucitó para ser Señor y Salvador,
completamente vindicado por su Padre celestial, la persona descubre que esto cambia todo. Ésta
es una de las grandes lecciones de todos los relatos de la resurrección:
Vinieron solas: las mujeres que le recordaban,
Cargadas de especias para ungir su cadáver.
Por calles oscuras, en llanto, de camino a honrarle:
A Aquél cuya muerte destrozó toda esperanza.
¿Por qué buscáis la vida entre estos sepulcros de piedra?
Él no está aquí. Se ha levantado, tal y como predijo.
Recordad cómo os habló en Galilea:
“El Hijo del Hombre debe morir y resucitar de los muertos”.

Ambos volvieron a casa, la viva imagen de pérdida y derrota,


Explicándole a un extraño el porqué de la melancolía:
De cómo Jesús antes de la cruz parecía ser Rey;
Ya todas las esperanzas yacían enterradas en esa tumba
“Cuán tardos sois para ver. ¿Acaso no debía ser así?
¿No creéis las palabras dichas por los profetas?
Cristo primero debía sufrir y luego entrar a la gloria”.
Luego quitó el velo de sus ojos al partir el pan.

Escuchó las palabras de ellos, mas no creía en una fe tan fácil


Que cambia la verdad por un suspiro sentimental.
A no ser que viera las marcas de los clavos en sus manos,
Y tocara su costado, no creería la mentira.
Entonces Jesús vino a ellos, aunque las puertas estaban cerradas:
“Echa fuera tu duda y mete la mano en mi costado.
Toca las heridas que los clavos dejaron en mis quebradas manos,
Y comprende que soy la resurrección y la vida”.

Años largos han pasado y aún tememos a la muerte;


Se roba a nuestros seres queridos, dejándonos destrozados.
Se burla de nuestros sueños y nos llama con su aliento gélido,
El terror final cuando el curso de la vida ha culminado.
Pero esto sé: mi Señor viajó ya por este camino,
Su cuerpo vestido de inmortalidad.
El aguijón del sepulcro ya no es, el poder del pecado destruido.
Sumida es la muerte en su poderosa victoria.

También podría gustarte