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Hasta ese momento no había salido apenas de mi país. Solo una vez,
hasta Jaffa, pero entonces viajaría en barco, entre marineros, a veces
en la cubierta y otras en la sala de máquinas, y no tuve necesidad de
cambiar de tren ni de cruzar fronteras. Fueron doce días en el mar,
atracando en todos los puertos, regresando en el mismo barco a
Constanta, sin ninguna complicación.
A lo largo del pasillo, en una ventana del vagón, con los ojos fijos
sobre la campiña, se hallaba una única persona. Los otros viajeros se
habían encerrado en sus compartimentos. Se trataba de una señora
joven, de silueta fina y delgada, vestida con un abrigo gris, pequeño
sombrero estampado con copos de nieve, y guantes de mosquetero.
Elizabeth Klewin, que así se llamaba, era pintora, católica y con un
gran cariño hacia Polonia. Se dirigía al pueblo, a casa de sus padres,
cargada con colores y paletas, para trabajar durante tres semanas.
Era una mujer ilustrada y al tanto de la literatura extranjera. Había
leído “El bosque de los ahorcados”, de Liviu Rebreanu, sabía que
Panait Istrati había traicionado la causa proletaria, y también que en
febrero de 1933 tuvo lugar la huelga de Grivita, donde habían sido
asesinados muchos trabajadores.
Así son las fronteras, juegos, simples símbolos. Entre las dos vallas
pequeñas se encontraba la zona neutral. El tren salió despacio desde
la última estación polaca para pasarnos al otro lado… (estoy seguro
que solo con lo que sentía entonces, en el momento del paso de la
frontera, podría escribir un libro entero)…
De repente, del lado soviético, sobre la vía del tren se alzó un arco
enorme. En su centro colgaba una gran estrella roja con el escudo
comunista: la hoz y el martillo. Sobre el frontispicio del arco estaba
escrito: “proletarios de todo el mundo, uníos”. El tren nos deslizaba
lentamente bajo la cita de Marx.
Las formalidades fueron rápidas. Por todos los lados se veían jóvenes
de hasta 30 años. Resaltaba en todos una cortesía natural, una
amabilidad, que te asombraba. Tras el final del control de equipajes,
pudimos volver a subir al tren. Todos los vagones tenían camas. En
los de segunda y tercera clase había cuatro camas; en la primera
clase, solo dos. Mi billete era de tercera clase, por lo que viajaba en
el mismo vagón que una de las familias alemanas. Muy pronto, la
mujer del alemán empezó a preparar el dormitorio. Mientras tanto,
un miembro del personal del tren trajo cuatro colchones, sábanas y
almohadas limpias, todas en sacos sellados.
-¡No!
-¡Ah!, del camarada Stalin sí, pero como lo has llamado tú,
Vissarionovich, lo oigo ahora por vez primera.
-Vissarionovich es el apellido de su padre, zapatero del Caúcaso, y
nosotros los bolcheviques así le llamamos, Joseph Vissarionovich. Las
delegaciones de los koljós o de los trabajadores, todo el mundo le
dice así al querido y amado Joseph Vissarionovich. Igual al camarada
Kalinin, presidente de las repúblicas soviéticas: no nos referimos a él
salvo como Mihail Ivanovich, así nos hemos acostumbrado con el
tiempo.
-Así es, aquí las mujeres pueden ocupar cualquier función, si son
capaces de ello. Hay camaradas que dirigen fábricas con miles de
trabajadores, hay diputadas, presidentes de Koljoj, aviadoras. Nos
hemos liberado del todo y somos iguales a los hombres-, aclaró.
Todos los viajeros se agolparon en los pasillos del tren mirando con
ganas los primeros edificios de la capital soviética. Los bloques
nuevos se alineaban ordenados junto a las casas antiguas, coquetas y
verdes, dejando huecos para parques grandes y pequeños, siempre
llenos de niños.
Era el más novedoso espectáculo que había visto hasta ahora. Los
viandantes seguían por su camino, sin interesarse en él. Nosotros
permanecimos mirando como únicos espectadores.
-¿Quiénes?
-¡Los rusos!...