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Camino a Moscú (La URSS Hoy, Capítulo I)

Alexandru Sahia – año 1934

publicado por Un vallekano en Rumanía

Alexandru Sahia nació el 9 de octubre de 1908 en Manastire, en la


provincia de Calarasi, y murió en 1937 en la capital rumana,
Bucarest. Fue un importante periodista comunista del periodo
interbélico, publicando en los principales diarios de la época.

Fue también un activo admirador de la Unión Soviética y militante del


Partido Comunista en la clandestinidad, escribiendo el primero de los
diarios de viajes al país de los soviets escritos por un rumano. En el
mismo describía las increíbles conquistas de la clase trabajadora en
aquel país, en 1934: "La URSS Hoy"

Alexandru Sahia moriría con tan solo 29 años a causa de una


tuberculosis mal tratada. En 1946, tras la llegada al gobierno tras las
primeras elecciones democráticas celebradas en Rumania de la
coalición democrática dirigida por el Partido Comunista, se le otorgó
el título de "héroe de la clase trabajadora".

A continuación, compartimos la traducción realizada para este blog


del primer capítulo del diario del viaje a la Unión Soviética en el año
1934 escrito por Alexandru Sahia.

LA URSS HOY (Capítulo 1) - CAMINO A MOSCÚ

(Estaciones – Tierra – Hombres)

En la estación de Varsovia caía una lluvia abundante. Era una lluvia


turbia de mañana de otoño. Daba la impresión de que debía estar
lloviendo en todas las estaciones del mundo.

Apoyé la maleta en una farola del andén y esperé el expreso de


Berlín. Junto a mí esperaban otros hombres y mujeres; parecían
tener todos cara de tranquilidad, mientras estaban casi todos
protegidos bajo paraguas negros. Innumerables veces me pregunté si
de verdad ese tren iba hacia Moscú.

Hasta ese momento no había salido apenas de mi país. Solo una vez,
hasta Jaffa, pero entonces viajaría en barco, entre marineros, a veces
en la cubierta y otras en la sala de máquinas, y no tuve necesidad de
cambiar de tren ni de cruzar fronteras. Fueron doce días en el mar,
atracando en todos los puertos, regresando en el mismo barco a
Constanta, sin ninguna complicación.

Mientras tanto, iban llegando otros trenes, de los cuales descendían


hacia la salida de la estación, en huida bárbara, oleadas de hombres.

El expreso de Moscú apareció ruidosamente a través de la cortina de


agua, mojado y con las ventanas empañadas. Se detuvo con
brusquedad, relajando los muelles y como resoplando por la nariz. El
público plurinacional entró aglomeradamente por la puerta,
amontonándose con los mozos y los maleteros.

En las estaciones los hombres parecen iguales en cualquier parte del


planeta…

Después todo se calmó. En el andén, frente a las ventanas del vagón,


se formó una fila de hombres que se despedían de los de dentro bajo
los paraguas empapados.

Los viajeros con destino Moscú fueron todos agrupados en el mismo


vagón. Nos presentamos unos a otros rápidamente. Había cuatro
belgas jóvenes, una chica de Argentina, cinco ingleses disfrazados de
viajeros de los pies a la cabeza y dos familias alemanas, bastante
numerosas, por cierto, que iban en busca de empleo a la Unión
Soviética.

En el vagón de los extranjeros, el nuestro, fueron subiendo y bajando


también algunos polacos en casi todas las estaciones por las que
pasamos.

El paisaje polaco me pareció muy pobre y estéril. Las casas de


madera salpicaban las colinas húmedas o se acercaban alineadas
hasta el margen de la vía del tren. Las pequeñas estaciones, con
jefes serios con capas de plástico, veían pasar fugazmente los trenes
veloces. Se quedaban rápidamente atrás, tiritando bajo las gotas frías
de la lluvia otoñal. De vez en cuando, los castillos de los latifundistas
elevaban sus torres insolentes, confirmando la historia de dominación
dictatorial.
*

De la estación de Varsovia partimos a las 10.

A lo largo del pasillo, en una ventana del vagón, con los ojos fijos
sobre la campiña, se hallaba una única persona. Los otros viajeros se
habían encerrado en sus compartimentos. Se trataba de una señora
joven, de silueta fina y delgada, vestida con un abrigo gris, pequeño
sombrero estampado con copos de nieve, y guantes de mosquetero.
Elizabeth Klewin, que así se llamaba, era pintora, católica y con un
gran cariño hacia Polonia. Se dirigía al pueblo, a casa de sus padres,
cargada con colores y paletas, para trabajar durante tres semanas.
Era una mujer ilustrada y al tanto de la literatura extranjera. Había
leído “El bosque de los ahorcados”, de Liviu Rebreanu, sabía que
Panait Istrati había traicionado la causa proletaria, y también que en
febrero de 1933 tuvo lugar la huelga de Grivita, donde habían sido
asesinados muchos trabajadores.

Bajó del tren en una pequeña estación de la campiña polaca, donde la


esperaba un joven alto, con botas rojas y gorra. Mientras el tren
permanecía en la estación, Elizabeth Klewin subió en una carreta
amarilla rural, al lado del joven alto polaco (puede que fuera su
hermano).

El tren salió hacia Rusia, hacia adelante, y atrás quedó la carreta


amarilla. Elizabeth agitó el brazo como una rama frágil, y después ya
no se vio nada más.

Permanecí junto a la ventana hasta la frontera. En el cristal


estallaban las gotas de lluvia empujadas por el viento. Sobre el
campo se extendía una capa gris.

En el pasillo aparecieron dos chavales rubios, con ropa de terciopelo.


Uno tenía una pizarrita en la que una mano experta había escrito el
alfabeto eslavo. Ellos también miraban por la ventana el campo
húmedo y extraño. Sus barbillas, tiernas y blancas, golpeaban
ligeramente, con el traqueteo del tren, la parte inferior del cristal.
Eran los hijos de la familia alemana que viajaba para buscar trabajo
en Rusia. Nos acercábamos a la frontera. Todavía quedaba media
hora. A las cinco estaríamos en Niegoroloe, primera estación
soviética.

En todos los vagones empezaron a circular oficiales polacos, soldados


con carabina al hombro. Miraban atentamente a todas partes y
seguían adelante, seguros de sí mismos, golpeándose las botas con
las espuelas. En toda Polonia se sentía un aire cuartelero, una
presencia de fuerza militar. En las calles de Varsovia te topabas a
cada paso con la policía a caballo, la policía en motocicleta, en
bicicleta o a pie.

El tren se detuvo en la última estación polaca. Se realizó el control de


equipaje y el de visados y pasaportes. La lluvia había parado
totalmente. Sobre lo alto del bosque se extendía una banda de un
rojo encendido. El verde de la vegetación, con un ligero amarilleo de
otoño, con el fondo del atardecer ensangrentado, te sobrecogía como
si se estuviera en la frontera entre dos mundos.

¡Qué simbolismo tienen las fronteras! Por ejemplo, la estación polaca


era pequeña y blanca como una miniatura. Un soldado polaco, con el
arma al hombro, miraba hacia adelante, hacia la tierra soviética. A
solo algunos metros se perfilaba la figura del soldado bolchevique,
joven también, puede que de unos 21 años. Ambos encontraban sus
miradas durante la hora de guardia –aunque la mirada de cada uno
se extraviaba, profundizando cuanto más lejos podía en el territorio
de la patria del otro, fuera a lo largo de la vía del tren, a través el
denso bosque, o hacia sus alturas. Ante los ojos de ambos guardias
se extendía una pequeña valla de alambre parecida a aquellas que
delimitan los arreglos florales: las fronteras.

Así son las fronteras, juegos, simples símbolos. Entre las dos vallas
pequeñas se encontraba la zona neutral. El tren salió despacio desde
la última estación polaca para pasarnos al otro lado… (estoy seguro
que solo con lo que sentía entonces, en el momento del paso de la
frontera, podría escribir un libro entero)…

De repente, del lado soviético, sobre la vía del tren se alzó un arco
enorme. En su centro colgaba una gran estrella roja con el escudo
comunista: la hoz y el martillo. Sobre el frontispicio del arco estaba
escrito: “proletarios de todo el mundo, uníos”. El tren nos deslizaba
lentamente bajo la cita de Marx.

Donde empezaba el territorio soviético había un pequeño cuartel,


probablemente un puesto fronterizo. Los soldados reposaban. ¡Los
primeros soldados bolcheviques!... Unos hacían gimnasia en los
aparatos, a la izquierda del cuartel; otros cantaban, y el resto bailaba
al estilo cosaco. Un inglés espigado, con figura seca, sacando la mitad
de su cuerpo por la ventana, miraba con los prismáticos emocionado.
Después de que ya no pudo ver más se dirigió hacia nosotros y dijo,
colocando los prismáticos en su cadera: “¿Han observado? ¡Todos
estaban gordos”!

El tren avanzó un poco más y se detuvo en Niegoreloe. Era una


estación moderna y que no tenía nada en común con ninguna otra
estación que hubiera visto hasta entonces.

Fuimos invitados a descender sin el equipaje, porque este iba a ser


descargado por el personal de la aduana. La sala en que entramos
era impresionante, tanto por su tamaño como por su decoración. En
las paredes de la izquierda, en dos grandiosos paneles, estaba
representado el trabajo de los koljós y de las fábricas. El mapa de la
Unión Soviética, de proporciones colosales, ocupaba enteramente la
pared del fondo, y alrededor de toda la sala estaban escritas en cinco
lenguas diferentes aquellas palabras de Marx: “Proletarios de todo el
mundo, uníos”.

Las formalidades fueron rápidas. Por todos los lados se veían jóvenes
de hasta 30 años. Resaltaba en todos una cortesía natural, una
amabilidad, que te asombraba. Tras el final del control de equipajes,
pudimos volver a subir al tren. Todos los vagones tenían camas. En
los de segunda y tercera clase había cuatro camas; en la primera
clase, solo dos. Mi billete era de tercera clase, por lo que viajaba en
el mismo vagón que una de las familias alemanas. Muy pronto, la
mujer del alemán empezó a preparar el dormitorio. Mientras tanto,
un miembro del personal del tren trajo cuatro colchones, sábanas y
almohadas limpias, todas en sacos sellados.

La familia alemana se durmió rápido. Los dos niños rubios estaban


vestidos con pijamas azules y acostados en la misma cama. Yo debía
dormir en la cama que estaba encima de ellos. Más tarde, cuando
entré en el compartimiento, encontré sobre la mesilla, bajo la luz de
una lamparilla rosa, la pizarra del niño con el alfabeto eslavo, junto al
libro “Urbanismo Soviético”, libro de Koganovich sobre la
reorganización socialista de las ciudades de la URSS.

Debía preparar la escalera para subir y hacer ruido. No tenía sueño,


así que cubrí a los niños mejor con la manta y salí de nuevo.
El pasillo estaba vació. Solo estaba encendida una bombilla, y las
otras se habían apagado. Pegué la frente a la ventana y me protegí
los ojos de la luz interior con las manos, para poder ver hacia fuera.
El tren corría siguiendo el ritmo de los ruidos uniformes que hacían
las ruedas. A causa del tamaño de los vagones tuve la impresión de
que debían estar muy cargados. Atravesamos bosques y pasamos por
pasos estrechos entre altas colinas. Cuando salíamos a campo abierto
la vista se hundía en la noche y la perspectiva se ahogaba en un mar
de oscuridad.

A lo largo de la vía se mostraban pequeñas casas en las cuales


estaban encendidas minúsculas luces, que desde la ventana del tren,
por la velocidad, parecían cuentas de un collar dorado. Por las
carreteras que se dirigían a destinos desconocidos, podían verse
coches con faros encendidos. Se deslizaban por el terciopelo oscuro
como ojos embrujados. Se percibía el peso de la noche y como la
oscuridad había penetrado no solo en todos los rincones del tren, sino
también en el agua de los ríos, en las piedras del campo, en los
bosques de Rusia.

Debía de ser tarde; pero estaba decidido a esperar a que la mañana


me pillara en la ventana del vagón. Quería ver el amanecer, el
primero en las llanuras de Rusia. Muchas veces pasó junto a mí una
joven con ropa de piel, boina roja, y un pequeño farol sobre el pecho,
como un corazón. Era la jefa del tren.

-¿Por qué no duermes? – me preguntó cuando llegó a mi lado.

-Quiero ver al sol nacer – la respondí.

La chica sonrió y siguió adelante.

Todas las puertas de los compartimentos estaban cerradas. Fuera


parecían distinguirse los rastrojos, la gran extensión de matorrales, y
la silueta de los árboles a lo largo de la vía. En una estación en la que
nos detuvimos pude ver, con la ayuda de la iluminación, los retratos
de Lenin, Stalin, Vorosilov, Molotov o Koganovich, dibujados en tela,
a veces incluso a tamaño natural. La tela roja de las banderas
ondeaba con la brisa del otoño.

Se abrió la puerta de un compartimento. Apareció una cabeza de


mujer despeinada, con el cigarro entre los dientes, que me preguntó
dónde estábamos. No supe que responderla. Habíamos parado en
innumerables estaciones pero solo me acordaba de Minsk, la capital
de la Rusia blanca.

La cabeza despeinada cerró la puerta de nuevo.

Apareció de nuevo la chica que tenía un farol como corazón. Se puso


a mi lado y estuvimos mirando ambos por la ventana del vagón. La
luz del farol estorbaba y no podíamos ver apenas un metro más allá
de la vía. Entonces, se lo descolgó del pecho. Estuvimos uno junto al
otro, hombro con hombro. La mirada de esta muchacha, que no tenía
ni 24 años, seguía con ganas el rastro de la tierra soviética, que se
extendía sin fin, negra y arada por los tractores. Podía ser que sus
ojos hubieran estado así cientos de veces, escondidos tras el cristal,
observando los bosques, los blancos campos, las colinas de Rusia. Me
dijo, pegando su frente a la ventana:

-Mira, todas las nubes van desapareciendo, no has perdido la noche


inútilmente. Vas a ver el amanecer del sol bolchevique- Sonrió, se
colgó de nuevo el farol en la ropa, y continuó.

-De hecho, el sol, en esta región, no es tan interesante. En el norte


de Siberia, hacia Murmank, el sol está días enteros en el cielo sin que
anochezca. Allí se le ve girar describiendo un círculo. Ayer mismo leí
en “Pravda” que en una región ártica los paisanos extienden cuerdas
desde sus casas hasta la orilla del agua. Esto para que cuando tengan
tres meses de noche continua puedan llegar sin equivocarse hasta el
agua, agarrándose a la cuerda.

-¿Has ido alguna vez por allí?-, pregunté.

-No. Yo soy del Caúcaso, cerca de Tibilis. Soy de la región del


camarada Iosif Visarionovich

-¿Joseph Vissarionovich? Pregunté yo

-¡Sí! Joseph Vissarionovich, ¿No has oído hablar de él?

-¡No!

Los negros ojos de la jefa del tren me miraban con incredulidad.

-¡Cómo!, ¿tú no has escuchado hablar de Joseph Vissarionovich


Stalin?

-¡Ah!, del camarada Stalin sí, pero como lo has llamado tú,
Vissarionovich, lo oigo ahora por vez primera.
-Vissarionovich es el apellido de su padre, zapatero del Caúcaso, y
nosotros los bolcheviques así le llamamos, Joseph Vissarionovich. Las
delegaciones de los koljós o de los trabajadores, todo el mundo le
dice así al querido y amado Joseph Vissarionovich. Igual al camarada
Kalinin, presidente de las repúblicas soviéticas: no nos referimos a él
salvo como Mihail Ivanovich, así nos hemos acostumbrado con el
tiempo.

El tren paró en una estación más grande y mi acompañante


desapareció rápidamente.

Me maravilló esta chica. Libre, con total fe en sí misma, amistosa,


ganándose la vida desde joven. Se ganó mi respeto más sincero.

Al pasillo salió después la muchacha argentina, Luzana del Pió. La


jefa de tren volvió y le presenté a la argentina. Estábamos los tres
ante el hueco de la ventana. Luzana del Pió miraba con gran
curiosidad a la trabajadora soviética. Paseaba sus ojos por su ropa de
piel, por la boina roja o sobre el pequeño farol colgado sobre su
pecho.

-¿Usted es la cuidadora del tren?-, preguntó la americana en un ruso


horrible.

-No, soy la jefe de tren, respondió la chica soviética con claridad-.


Luzana del Pió la seguía mirando con curiosidad.

-Así es, aquí las mujeres pueden ocupar cualquier función, si son
capaces de ello. Hay camaradas que dirigen fábricas con miles de
trabajadores, hay diputadas, presidentes de Koljoj, aviadoras. Nos
hemos liberado del todo y somos iguales a los hombres-, aclaró.

Mientras tanto, fuera se entremezclaban el día y la noche. En el


horizonte, el cielo parecía romperse, enrojeciéndose. Entramos en un
bosque de hayas, con descampados grandes donde se veían
montones de madera, ordenados en líneas.

El campo se fue iluminando pausadamente y a lo lejos el sol apareció


como la mitad de una rueda de tractor al rojo vivo, hincada en la
tierra. Flechas de fuego eran lanzadas desde la espalda del arco en
ascuas, desgarrando el cielo. La campiña rusa se mostraba infinita a
los pies del sol. Allí donde las cuchillas de los tractores cortaron la
hierba con esperanza, la tierra se presentaba como en rebanadas
negras, ordenadas una junto a otra.
El sol se movía lentamente sobre la orilla del mundo, donde da la
impresión que daba paso al precipicio. Se elevaba poco a poco,
completando a cada momento su disco en formación.

En los pueblos más cercanos a la vía del tren se empezaban a ver


grupos de niños con mochilas a su espalda, dirigiéndose a la escuela.
Un caballo, que seguramente se había escapado de los establos del
Koljós, galopaba ágil con las crines iluminadas por los rayos del sol
sobre los campos cultivados. De hecho, desde el tren, a grandes
líneas, se podía leer un poco la vida en los koljós.

Veíamos hombres con sus botas, vacas en los patios de los


campesinos, el maíz amarillo por entre los tablones de los almacenes,
espaciados para que los pudiera secar el viento. Algunas iglesias ya
no tenían cruces, y en su vértice ondeaba una bandera roja. Era el
signo de que la iglesia había sido transformada en un centro cultural,
una escuela o en un simple almacén.

En muchos pueblos, sin embargo, las iglesias seguían manteniendo


su cruz.

En una de las estaciones encontramos a muchos campesinos y


campesinas, a niños con flores en las manos y a grupos de música
formados por los koljós, preparados para cantar a la primera señal.

Debía llegar desde Moscú un escritor que, según logré enterarme


después, era Solojov.

En los muros de las estaciones estaban colgados diferentes citas de


Lenin, Stalin, Molotov, o de otros de los principales líderes
bolcheviques. Grandes diagramas mostraban los logros alcanzados en
el sector de los transportes en los dos primeros planes quinquenales.
La mayoría de las estaciones eran nuevas o estaban en proceso de
construcción.

Nos acercábamos a Moscú.

Se veía a lo lejos la difuminada silueta de la ciudad, el humo, las


chimeneas de las fábricas y las torres, las incontables torres de las
iglesias con cruces de oro, sobre las que se veían ondear las
banderas rojas. Largos trenes o simples balancines pasaban a nuestro
lado a su máxima velocidad. Nos encontramos con equipos de
obreros llevando toda clase de herramientas. Pasamos por debajo de
impresionantes puentes suspendidos. Las vías de tren se fueron
multiplicando conforme nos acercábamos, convirtiéndose en un gran
campo de raíles, a cuyos lados iba apareciendo la ciudad de Moscú.

Todos los viajeros se agolparon en los pasillos del tren mirando con
ganas los primeros edificios de la capital soviética. Los bloques
nuevos se alineaban ordenados junto a las casas antiguas, coquetas y
verdes, dejando huecos para parques grandes y pequeños, siempre
llenos de niños.

La estación de Moscú en la que acabamos el viaje era impresionante.


Una multitud inmensa corría por todas partes. Serían las 11.

Al final de la vía, de donde partían todos los trenes, se encontraban


los bustos de Lenin y Stalin grabados en la piedra.

En el andén nos esperaban los representantes de Intourist, con sus


coches al final de la escalera. El inglés alto y con los prismáticos en la
cadera me propuso ir andando. Acepté. Nos quedamos solos en las
escaleras de la estación. Hacía un sol cálido de otoño y la animación
de la calle nos asustó un poco.

Todo el mundo se apresuraba, iba hacia algún lugar que nosotros


desconocíamos. Nos imaginamos que el grupo de obreros iba hacia la
fábrica con su mono de trabajo, que la chica en manga corta y con la
raqueta en la mano se dirigía a la pista de tenis, las camionetas con
niños saldrían hacia el campo o puede que volvieran de la escuela.

Caminamos, no sin emoción, por este hormiguero de gente que corría


y corría, a veces en tranvía, otras con autobuses o trolebuses.

Frente a un quiosco de periódicos nos detuvimos.

Ambos con el mismo pensamiento, pedimos “Pravda” e “Izvestia”. Los


tomamos, los ojeamos, abrimos todas sus páginas, y al final, después
de haberlos doblado con cuidado, los metimos en nuestro bolsillo.

En la primera esquina de la calle nos paramos de nuevo. Se demolía


una iglesia. Una iglesia bastante grande, sin interés artístico alguno.
Dos torres habían caído ya hasta ese momento, y de la tercera solo
había desaparecido el tejado. Un equipo de obreros, subidos en el
cuerpo de la iglesia, trabajaba con dedicación. Utilizaban aparatos
eléctricos como los que rompen el asfalto de las calles. Trabajaban
con provecho; de cuando en cuando se escuchaban gritos cortos de
aviso, tras los que caían unos cuantos pedazos de muro,
precipitándose hacia el suelo, chocando contra el suelo con gran
estruendo.

Era el más novedoso espectáculo que había visto hasta ahora. Los
viandantes seguían por su camino, sin interesarse en él. Nosotros
permanecimos mirando como únicos espectadores.

El inglés me preguntó que religión profesaba. Tenía el rostro


sudoroso y parecía emocionado. Le respondí que, por nacimiento,
cristiano-ortodoxo.

-¡Como ellos!-, dijo él

-¿Quiénes?

-¡Los rusos!...

-Como los viejos rusos-, completé yo - porque los nuevos, ¡míreles


que hacen!

-Yo soy protestante-, añadió sin que yo le preguntara nada.

Mientras tanto nos fuimos adentrando un poco más en el corazón de


Moscú. El amistoso sol de los primeros días de septiembre hacía que
brillaran con fuerza las cruces de las torres de oro, sobre las que se
alzaban las banderas rojas ondeantes.

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