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El colibrí con su

larga lengua
y otras historias

Antonio Ferres
Colección: «Guernica» Director: Andrés Sorel

Colección: «Guernica». N.° 10


Edita: ZERO, S.A. Artasamina, 12. Bilbao.
Distribuidor exclusivo: ZYX, S.A. Lérida, 80. Madrid-20
Portada de Ignacio Pérez Piño
© Zero, 1977
Madrid, Octubre de 1977
I.S.B.N.: 84-317-0419-5
Depósito Legal: M-3 1591-1977
Fotocomposición: M.T. San Lamberto, 9 - Madrid
Printed in Spain. Impreso en España por:
Gráficas Color. María Zayas, 15. Madrid
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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Nací en Madrid, un año manifiestamente surrealista, 1924. Mi edad me


permitió por tanto, ser niño grande, testigo silencioso de la guerra civil. Viví en
la capital sitiada primero y después ocupada por las tropas de Franco. Durante
la interminable posguerra pasé hambre —como tanta gente— y estudié la
carrera de Perito Industrial. Trabajé en un laboratorio y fui dedicándome de
más en más a la literatura. Pero mi vocación era muy anterior. Recuerdo, desde
luego, que todo lo que he hecho en la vida, desde mi más lejana infancia, ha
sido literatura. Si no me hubiera encontrado con las palabras, con la posibilidad
—sin duda, remota— de tratar de asumir el mundo, mediante montones de
viejas palabras, o con el deseo propio de cargar mis gritos de arbitrarios
significados, creo que hubiese sido yo un tipo bien distinto, dedicado por entero
a la nutrición y al amor sin grandes complicaciones. Pero seguramente que los
vertebrados somos, todos, seres literarios. Además, los humanos parecen
propensos a la literatura social, en sucesivas generaciones y tendencias, que se
alternan como las lluvias y las sequías.
Mi primera novela, La piqueta, fue publicada en 1959. Desde entonces
abandoné mi profesión técnica y me consagré, casi por entero, a escribir, a leer,
a estudiar, amén de otras actividades que pueden llamarse en su conjunto:
política. Viajé por España y el resto del mundo. Hice varios libros, algunos de
los cuales fueron publicados en la patria, mientras otros eran prohibidos por la
«contumaz» censura fascista. Cada vez llegaba yo más lejos en mis viajes, hasta
Francia, Dinamarca, Suecia, Finlandia, Checoslovaquia, México, URSS y los
Estados Unidos. Finalmente elegí un voluntario exilio, lejos de los dolores
inmediatos de España, pero en medio de una gran soledad.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

En 1967 recibí el nombramiento de Maestro en Letras Españolas (licenciado


en Letras) en la Universidad Veracruzana, en México. Y pasé a ser catedrático
en esa universidad. Tuve que enseñar, por ejemplo, Teoría literaria, cosa que me
obligó a leer como nunca antes. Durante dos años fui profesor en la República
Mexicana, en tiempos de revolución estudiantil e intelectual. Luego, desde 1970,
trabajé en el mismo oficio en Estados Unidos. La verdad es que nunca me
dieron tarjeta de residencia en este país, pese a mi categoría de profesor con
«tenure» (con cátedra o empleo fijo) en la universidad. He sido siempre en USA
un visitante. Cada año me he visto obligado a salir del ancho territorio y a
renovar mi visado, a aguardar largas colas entre los miles de emigrantes o
trabajadores temporeros que se acercan a aquellos dulces panales
norteamericanos. No obstante, todo este largo período de «visitador» en país
tan rico, no ha sido para mí mala experiencia, sobre todo porque son inevitables
las obvias comparaciones que el caso requiere.
Creo, por ejemplo, que hoy puedo decir —con cierto conocimiento de causa
— que es bastante más cómodo y menos peligroso pasear por las calles de
Moscú que por las de Nueva York o Cleveland. La única ventaja —desde luego
importante— que encuentro entre los Estados Unidos y la Unión Soviética,
reside en que en los Estados Unidos le es más fácil a un intelectual —americano
o no— conseguir pasaporte, un rápido visado para salir corriendo, como tal vez
proceda, para huir velozmente de tan dorado paraíso. Es lo que pienso.
En cuanto a El colibrí con su larga lengua, y otras historias, el libro que se
disponen ustedes a leer, he de confesar que fue escrito en la gran soledad del
exilio, y que el tema pudiera ser el exilio humano. Desde el exilio de ese cerebro
suelto, sin órganos, perdido en un desamparado espacio, un cerebro, tal vez
salpicado a la tierra por la metralla de un bombardeo enemigo, hasta el exilio y
soledad de los extraviados personajes, de las perdidas palabras e historias que
pueblan mi recuerdo y mi imaginación. Dada la interacción entre los relatos, me
atrevería a afirmar que el libro, leído en su conjunto, es una novela, o quizá no
lo sea, sólo cuentos, historias, cuyo personaje central viene a ser como siempre,
uno mismo, yo mismo.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Obra Publicada:

— La piqueta (1959)
— Destino Barcelona.
— Caminando por las Urdes (con Armando López Salinas). Seix-Barral, 1960.
— Tierra de Olivos. Seix-Barral, 1964.
— Con las manos vacías. Seix-Barral, 1964.
— Los vencidos. Ebro. París, 1965.
— Mirada sobre Madrid. Península, 1977.
— En el 2. ° hemisferio. Seix-Barral, 1970.
— Ocho, siete, seis. Barral Ed. 1970.
— Al regreso del Boyla. Casuz. Caracas, 1970.
— En los claros ojos de John. Ed. Centro, 1975.

Y en preparación:
Los años triunfales.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Por Antonio Ferres

«Arte es más que arte, literatura es más que literatura. Las artes son formas
de expresión de la vida y de la experiencia humanas, y como tales registran los
cambios en la condición del hombre a lo largo de los tiempos. Pero arte y
literatura también son más que formas de expresión, y más que mero registro.
Al dar expresión de la realidad latente, y así traérnosla a la conciencia, hacen
totalmente real lo que era sólo potencial. Ellas crean la atmósfera cultural de
cada época. Y en virtud de esta función juegan un papel tan activo en el
desarrollo del hombre, como otras aparentemente más prácticas actividades
humanas, tales como ciencia, tecnología y política. La evolución de las formas
artísticas de expresión es una de las más importantes evidencias que tenemos
de los cambios en la conciencia del hombre y de los cambios en la estructura de
su mundo. Solamente cuando son observadas en términos de este aspecto dual
—el desarrollo de la conciencia y el desarrollo de la realidad que le corresponde
— las artes ganan su pleno significado humano».

Erich Kahler
(del prefacio de su libro
The Inward turn of Narrative)

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

NOTA DE ANTONIO FERRES

Conociendo que el presente libro va a ser publicado en una colección


popular, me ha parecido bien encabezarlo con una cita optimista. He traducido
un fragmento literariamente optimista del libro de un gran crítico, porque me
parece oportuno que los lectores tengan presente el valor histórico y cultural de
la literatura, en estos días, cuando todo el mundo cree que la narrativa y la
poesía son cosas sin importancia.
También puede que la simple lectura del fragmento del libro de Erich
Kahler nos avise de la existencia de un pensamiento crítico que dice algo en
favor de la creación artística, un pensamiento crítico menos endeble que el que
predomina hoy en España después de 40 años de censuras, prohibiciones,
coacciones y exilio intelectual.

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HISTORIA DE LA CABEZA ENCANTADA

para Luisa, Ricardo,


Ángel y Shirley

...Puede que sean otros siglos, otras épocas, idus y calendas, vendimias y
bacanales, sécula seculórum amén. Recuerdo cómo olían pegajosamente a cera
y a esperma quemadas y a oscuridad y a polvo, las iglesias. Recuerdo los olores
igual que cuando tenía narices, y los colores igual que cuando tenía ojos.
Pero son sólo recuerdos, nada más que recuerdos cristalizados y a lo mejor
ya viejos. No oigo nada ni veo nada, aunque sé cómo era la luz y cómo son o
serán los vidrios en los que reposo. Parece que siento frío, lo mismo que cuando
tenía cuerpo. Tal vez esté frío el cristal que me sirva de base, o todo será pura
ilusión. También siento a ratos como cuando tenía brazos y piernas y ojos,
aunque de verdad no dispongo de esos órganos. No tengo órganos. Y no puedo
andar ni moverme. Estoy ciego en la oscuridad. Sin órganos estoy, pero existo.
No quiero entrar en filosofías.
Nunca debí dejarles aislarme, hacer y deshacer mi vida. A veces me
desmayo y vuelvo a despertar sintiendo picores infinitos, como si tuviera dedos
y piel, aunque no tengo nada sino esta función última de pensar sin descanso ni
verdadera esperanza.
...Puede, sin embargo, que alguien se encuentre a mi lado observándome,
pero no lo sé. No pasa nada jamás, nunca. Recuerdo largas temporadas de las
que yo había pensado lo mismo. Hago referencia a las épocas más
sedimentarias y sórdidas de la última dictadura, cuando me parecía que sólo

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

cambiaban las grandes carteleras de colores brillantes y asombrosos dibujos a la


puerta de los cines del barrio. Me acuerdo que llegué a decir que era un tiempo
vacío, desesperado y sin historia. Pero me reiría de aquella afirmación, si
tuviera garganta o algo con qué reír. Tengo ganas inmensas de reírme, eso es
todo.
Voy ciego por pasillos antiguos de mi casa de la calle de Argumosa, que a lo
mejor ya ni existen. Recorro los pasillos de punta a punta, hasta que, no
obstante, me duelen las piernas, como si las conservara aún, y siento duro el
lugar de mi sexo. Nada tiene certidumbre ni realidad. Deduzco que si los
médicos están a mi lado, podría ser que se encuentren haciendo algún
experimento, que hayan tocado —por ejemplo— con la varilla de vidrio en
determinado punto del cerebro, en cualquier banco gris de la memoria donde
guarde el dolor de piernas y la alegre erección del pene. O con varias varillas de
vidrio en cada uno de los varios puntos idóneos. ¿Sabrán dónde? Nada es
seguro ahora nunca. Si tuviera manos me lo agarraría fuertemente, con ambas,
y me pondría a aporrear las puertas. Golpearía con el pene las puertas de los
vecinos dormidos. Estaría así seguro de mi realidad.
¿Cuántas veces recorrí este pasillo y me asomé asustado a la escalera? Tenía
miedo de que viniera a buscarme la policía, y por eso entreabría con cuidado la
puerta del piso y me ponía a mirar. Hasta me asomaba al descansillo y al hueco
de la escalera y veía en proyección ortogonal —lo sé— la coronilla de la portera
y de la gente que había abajo. Todos vistos en forma parecida a como seré yo
ahora sobre la mesa. Mas ya no soy peligroso.
Voy viajando por el pasillo —montantes altos en los que se enredan
rescoldos de veranos antiquísimos, suelos brillantes de madera encerada que
acusan mis sigilosos pasos— pero voy viajando únicamente con la imaginación.
No caben engaños ni dudas ofensivas. Es ahora todo un mundo de
pensamientos, helado y abstracto y que sería terrible si no fuera por la memoria
que tengo de reír, si no fuera por mi grotesco aspecto de masa gris fibrosa
reposando sobre un vidrio de laboratorio o algo similar.
A simple vista no habrá gran diferencia con el cerebro de una vaca joven
semicongelada en el escaparate de una carnicería. Recuerdo aquella casquería
del bulevar: la portada de elegantes cristales negros bajo los que brillaban
enormes letras góticas y orlas de oro. Cuando estaban echados los cierres
metálicos, los domingos, apenas se distinguía la verdadera función del
comercio, como no fuera por el leve olor a muerto. Y podía leerse:
Expendeduría de Idiomas y Talentos. Me llaman aún siempre la atención las mil
posibilidades que encierran las palabras, y desde luego también la gracia que
tienen o tenían los expendedores, el pueblo castizo y todo eso tan traído y
llevado. Pero he de distinguir con suma precisión. Conozco niveles y sé que no
son sueños lo que tengo. Casi no sueño nada hace mucho tiempo. Todo parece
bastante correcto en mis ideas. No me atrevería de ninguna manera a llamar
lucidez a esta cualidad mía, sentida en plenas tinieblas. ¿Quién eso diría? Lo

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

difícil es distinguir las épocas, los días, las estaciones, los siglos, en esta
oscuridad en que vivo. Por eso es tan alentadora la memoria de las cosas y las
palabras.
Todo tengo que construirlo con regularidad y orden en mi blando cerebro
viviente. Tengo que construirlo con frases precisas, sin permitirme el lujo de
que fluyan rotas mis ideas en un abandono propio de los pensamientos de los
seres que tienen cuerpo.
Soy sólo una materia blanda, blanca y grisácea y sin propiedades de
locomoción, sin poder ocupar más espacio que el que me han designado los
médicos en un rincón del laboratorio. Tampoco sé cómo me alimentan, si es que
lo hace alguien. No me parece tener la cualidad de cambiar conmigo ninguna
substancia exterior, de transubstanciar nada, gracias sean dadas a mis dioses.
Sólo pienso. Lo creo así. Por eso mismo es tan real la memoria arrancando
de aquel pasillo, aunque se apoye en imágenes que poco a poco hayan ido
modificándose, adulterándose, corrompiéndose en mi interior. Y sé —
igualmente— que de aquel arranque de entonces puede estar originándose otro
muy diferente mundo, un mundo con policías y médicos invisibles como el de
los locos de siempre. Pero no es un sueño. No.
Está surgiendo el pasillo y cuando entreabro la puerta se ve la inmensa
claridad de la escalera, las encendidas y ligeras partículas de polvo navegando
en el aire, la maceta con una planta, más verde que ha sido nunca, en el rellano
blanco y largo, el pasamanos brillante —las cosas son también ahora más
brillantes que fueron— con el gran pomo o bola dorada abajo, que refleja la
concavidad, todo el hueco del mundo.
Sé que no es un verdadero sueño. La atmósfera no está tan endurecida y
densa como en los sueños. Todavía recuerdo cómo son los sueños. Ojalá
pudiera soñar más a menudo en lugar de desmayarme en la oscuridad, ojalá,
porque en los sueños que tenía antes de tarde en tarde, existía, existía yo
realmente, con brazos, piernas, sexo, cuerpo, existía por un mundo que en el
transcurso del sueño me parecía verdadero, un mundo cuya existencia no
problematizaba ni ponía en duda casi nunca mientras vivía en él.
Recuerdo el sueño último que tuve tras uno de mis contumaces desmayos.
Sentía mi sangre toda como poblada de insectos agitados y hambrientos
mientras llegaba yo a un mundo en el que había habitaciones abarrotadas, como
entre los evacuados de una guerra, llenas de gentes diversas y desconocidas.
Entre aquellas personas se encontraban tres mujeres bellas que se hablaban y
querían seguirme, como a Cristo y a otros profetas en los relatos bíblicos, me
deseaban, se ofrecían a mí, amorosamente. Yo tomaba a una de ellas de la suave
y caliente, febril, mano. Sentía en los míos sus luminosos ojos, mientras
caminábamos abriéndonos paso entre toda aquella aglomeración. Desde una
habitación pasábamos a otra igualmente llena de gente, y desde este cuarto a
otro también ocupado por una multitud. Jamás he sentido tan fuerte el ansia
insaciada de intimidad, el hallar una atmósfera apacible y solitaria al salir de

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

alguna de aquellas habitaciones, al atravesar alguno de aquellos infinitos


pasillos. Iba yo abrazado a la mujer. Con mis narices olía su cuello perfumado y
notaba la presión hirviente de su cuerpo en todo mi cuerpo. Tengo, en el sueño,
útiles todos mis órganos, y seguro que mi deseo de penetrar hondamente a la
mujer se hubiera satisfecho de haber encontrado un lugar apropiado, un lugar
tal como una cama vacía en un cuarto con la puerta cerrada, o tal vez un patio
solitario con el suelo de hierba, de losas o de arena. Pero no pude. Nunca lo
conseguí en un sueño que no puede repetirse ni continuarse. La hubiera
acostado casi violentamente y levantado el áspero vestido, mientras enlazaba su
lengua con la mía y golpeaba sus dientes contra los míos. La hubiera ido
abriendo, sintiendo temblar sus tibios muslos, y la hubiera ido penetrando,
introduciéndome yo en ella hasta sentir el placer y el pavor repentino de su
cuerpo, de sus ojos vueltos hacia el cielo, de sus carnosos ardientes labios, hasta
notar la mordiente succión de su vulva en la cabeza hundida de mi pene. Y la
hubiera regado hasta las entrañas, en un desmayo interminable, muy largo y
profundo. Pero jamás encontré un momento posible en el sueño, aunque
íbamos buscando de un sitio a otro, de una habitación atestada a otra, de un
frecuentado comedor a otro, mirando la mujer y yo a derecha e izquierda
ansiosamente. Sentía yo temblar los senos de la mujer debajo del lienzo del
vestido, los veía, y a veces rozaba con mis dedos y mis abiertas manos, pero no
encontrábamos un sitio deshabitado y propicio. Corríamos torpemente,
abrazados, tropezándose nuestras piernas al caminar. Atenazaba a ratos yo la
cintura de la mujer con mis brazos, pero teníamos que disimular al cruzarnos
con la gente, con las incontables personas que llenaban por completo todos los
rincones de aquel mundo soñado. Nada pudo ser.
Luego, siempre me acuerdo mucho de esa mujer, alta, esbelta, con un largo
cuello cubierto de pecas, me acuerdo de su amoroso y fragante cuerpo, más que
me acuerdo de mi propia madre.
Es mucho más desesperado el recuerdo del sueño porque sé que en verdad
soy yo un pensamiento vacío, producido por un cerebro aislado por los sabios.
Me los imagino a ellos estudiándome, rodeando con sus asépticas batas y
manos enguantadas mi masa gris. Insisto en que no debí consentir nunca que
me dejaran en este estado. Pero no puedo ni siquiera matarme porque no tengo
manos ni dientes, y he ido cobrando resignación. A lo mejor viene el día en que
los médicos y cirujanos me ponen cabeza —encantada o no— y ojos —lúcidos o
no— y lengua y dientes y saliva. De momento sigo recordando aquel pasillo de
mi casa por el que saldré corriendo cuando tenga pies.
Estoy probablemente en un mundo de ciencia muy desarrollada, blanco e
higiénico, tan cerebral como el mío propio. Me ayudarán, no cabe duda. Estoy
esperando a que me provean de órganos adecuados.
No debo estar solo. A lo mejor toda mi esperanza transcurre entre hombres
sapientísimos que miran con interés mi materia fibrosa, mis múltiples
circunvoluciones y hemisferios, todo el universo que encierro, hombres de otra

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

época, que leen mi inmóvil vida con sus precisos aparatos y complicadas
máquinas. Se decidirán los sabios a ponerse esos dichosos órganos perdidos,
quizás serán mejores los próximos testículos que los anteriores fueron.
Espero y espero arrebatadamente. Lo malo es que hayan pasado siglos y ya
no valga ninguno de mis recuerdos, de mis aprendizajes dolorosos, de mis cajas
de ahorro de memoria, y que no existan la calle de Argumosa, los bulevares, los
pasillos y la casa. Porque... ¿cuánto tiempo de los astros o de los relojes duran
estos desmayos que padezco?
A veces —repito— se materializa el pasillo. Encuentro una imagen del
pasillo que me gustaría fuera petrificada y eterna, dura, escrita en una lengua
inmodificable. Y digo: «Yo avanzaba haciendo temblar el pasillo entero con mis
pasos». El tiempo imperfecto ayuda mucho a la eternidad. Pero también puedo
decir: «Haciendo temblar con mis pasos el pasillo entero avanzaba yo» y seguir:
«a la hora en que el último sol moría en las montañas etcétera etcétera». Y otras
cuantas combinaciones, poniendo o quitando los complementos directos e
indirectos delante o detrás, en el lugar donde me dé la gana. Me gustaría una
lengua menos flexible o quebradiza que la mía, más dura y conservadora en
esto de dar prioridad imperecedera a unas ideas sobre otras, a unos
complementos sobre otros. Me gustaría una lengua realmente fosilizada y
constante, donde las cosas importantes estuvieran en primer lugar y luego
vinieran las secundarias: una lengua que además permaneciera fija para
siempre. Quizás pueda conseguirla. Pero... ¿habrán cambiado los nombres? ¿se
dirán las cosas como antes se decían? ¿seguirá diciéndose lo que a mí me
ocurre, con las mismas palabras? ¿entendería lo que me pasa la nueva gente, la
que haya nacido y viva ahora fuera de mi cabeza?
Lo cierto es que se materializa casi todo aquel pasillo. Lo veo en el mismo
molde de escenas ya hechas en el que siempre veo las cosas de la memoria, y
aunque sé que todo es puro pensamiento siento llegar la sed. Me es lo mismo
que sea el reflejo de la sed antigua. Sé que no tengo boca, pero siento unas
ganas imperativas de beberme un vaso de agua, de correr —aunque sigo sin
pies— por el pasillo de mi memoria, hasta llegar al reluciente niquelado grifo
de la cocina, ganas de beber hasta saciarme, de dejar correr el chorro de agua
hasta mis entrañas. No puedo entenderme. Pienso, por un momento, que
aunque no tengo órganos, puede que la masa encefálica que soy esté
descuidadamente abandonada en el laboratorio, que esté secándose,
deshidratándose poco a poco mi cerebro y demás, lo único que poseo, y que
esta sequedad se traduzca en una sed inevitable, en un paladar inmenso de la
imaginación, árido, agrietado por la sequía, como le pasa o le pasaba a la tierra
sin riegos ni lluvias.
Hace falta, tal vez, no disponer de boca, temer temblorosamente la
desecación del cerebro, como yo temo, para sentir sed por primera vez en la
vida. ¿Estaré abandonado, olvidado por los sabios sobre la mesa del
laboratorio?

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

No puedo creerlo. Sin duda que estoy rodeado de médicos: una cuadrilla
de sabios risueños, sin temor en los ojos, todos con batas o capas blancas. Sé que
van a conseguir comunicar conmigo, aunque yo siga aquí blando y gris,
aplastado sobre el vidrio. Por eso noto este pinchazo dentro de la masa de mi
vida. Ha sido una aguda punzada. Claro que ellos conocerán el punto exacto
donde llega la terminación del nervio desde los huesecillos del oído transmite la
corriente en la que quedan transformadas las vibraciones que llaman sonidos en
el mundo exterior. Empiezo a percibir murmullos, como entrecortadas y
jadeantes respiraciones. No veo a nadie, pero oigo una voz clara.
«¿Cómo está usted?»
«¿Yo?»
«Sí, usted. ¿Cómo se encuentra?»
«¿Cuándo van ustedes, los sabios, a meterme en un buen cuerpo humano?»
—les preguntaría de buena gana. Pero siento en seguida una nueva, dolorosa
punzada. Seguro que con la aguja en que termine el hilo conductor de alguno
de sus precisos aparatos han pinchado el punto justo donde en mi cerebro acaba
el nervio que desde los ojos transmite las imágenes de las cosas heridas por la
luz.
Veo a los médicos verdaderos, con sus capas blancas, como imágenes que
se despegaran, que salieran vivas y anunciadoras de una pantalla de televisión
en colores.
«Me encuentro bien, gracias» —digo, mientras ya siento una dolorosísima
punzada, que de seguro va a conectar mi zona emisora de palabras con los
auriculares que lleva puestos el doctor más viejo, el de la barba blanca y las
mejillas color de rosa. Es el gigante que distingo en el centro del rectángulo de
mi limitada visión. Resulta muy alto a mi lado, al lado de la forma aplastada de
la masa gris en que me localizo. Ahora me veo a mí mismo. Soy unos sesos
hundidos, pegados contra la superficie de la mesa de mármol, unos sesos
blandos con fibras y múltiples laberínticas revueltas, unos sesos que laten ahora
levemente. Noto mis latidos. Noto mis latidos como cuando tenía corazón. Mi
tamaño, mi talla, mi estatura son muy pequeños al lado del cuerpo de los
sabios. Veo al de la larga barba, altísimo él, con su gran cabeza inteligente
inclinada sobre mí, sonriendo él con sus finos rojizos tirantes labios que me
parece recordar de algún sueño antiguo, pero entrevisto el sabio, entonces, en el
sueño, con un gesto más cruel y entre el relámpago de la afilada hoja de un
cuchillo. Pero no tengo tiempo de recordar más sueños viejos, ni aun los más
terribles. Me refugio en la inmensa aséptica blancura del laboratorio: los tubos
fluorescentes y los redondos focos de luz como soles sobre nosotros, la mesa de
mármol limpísima, los brillantes baldosines blancos cubriendo las paredes, los
extraños aparatos con cables y circuitos de distintas coloraciones y con decenas
de contadores de corriente y de relojes que hacen medidas para mí
incomprensibles.
«Me encuentro realmente bien» —repito.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

«En su función la neurona actúa exactamente como la computadora, está


apagada o está encendida, no hay estados intermedios. Ahora hemos conectado
la microcorriente. Nada más que eso pasa» —dice el sabio de la barba blanca.
«A menudo tengo desmayos» —digo.
«Cuando apagamos la microcorriente, en las épocas de congelación, está
usted realmente muerto» —dice el sabio.

Tal vez sea posible saltar hasta el cuello, estirar mi materia elástica y
adquirir brazos de goma como un pulpo. Y ahogar al sabio con mis tentáculos.
Oírle gritar pidiendo socorro, mientras sus subordinados huyen despavoridos.
Me gustaría aplastar la cabeza del sabio de la barba contra la piedra de la mesa,
fracturarle el cráneo, hasta que sus sesos —cerebro, encéfalo y demás—
quedaran fuera, desamparados junto a los míos sobre un cristal del laboratorio.
«Ahora tal vez podamos entendernos» —le diría.
«Me da miedo saber que estoy muerto» —digo.
Nadie me oye. No puede ocurrir ya nada, absolutamente nada. Se han
esfumado mis sensaciones, de mi vista inteligente, todas las imágenes. Y
aunque blasfeme y blasfeme es como si nada hubiera yo dicho. Aunque miente
a la madre de los sabios. ¡Hijos de putaaaaaaaaaaaaa!
A ratos siento ahora otras agudísimas punzadas, dolor, zumbidos, como si
volaran cerca enjambres de insectos hambrientos. ¿Serán realmente insectos lo
que me sobrevuela? Tiemblan de miedo mis grandes sesos indefensos, solos,
como temblarían los sesos vivos de un gran mamut abandonados sobre una
piedra. La única imagen que veo aún de tarde en tarde es la gran fotografía o
estampa vieja, borrosa y sucia —cubierta de cagadas de moscas— del sabio de
la barba blanca, la estampa en la cuarteada pared llena de desconchones y
manchas verdinosas.
No hay nadie más en el laboratorio. De eso casi me alegro, me alegro de no
saberme manipulado, de que no estén hurgando mi cerebro, o encéfalo, o
médula, y a lo mejor me hagan concebir ilusiones, que me hagan por ejemplo
creer en la duplicidad, en la simetría y me engañe creyendo, pongamos, que hay
dos Cristos y que los hombres tienen cuatro ojos. Pero no. Están rotos los
blancos cristales esmerilados de las claraboyas del techo. Todo está en ruinas
aquí, como después de un devastador bombardeo enemigo.
Me han abandonado a mi suerte. Como he temido siempre, no me queda
sino esta función última de pensar, de quererme qué es lo que pasa dentro de
mí y qué es lo que pasa fuera, y si va a venir alguien alguna vez o en qué va a
quedar todo esto.
Hay que razonarlo todo. Estoy abandonado quién sabe desde hace cuanto
tiempo. Pero no puede ser que haya muerto tantas veces como dicen, que haya
sido recuerdo asimilado de otras vidas. Y si me crecieran ojos conocerían a todo
el mundo y saludaría a la gente en la calle o donde fuera. Lo cierto es que sigo

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

existiendo después de los desmayos o que me resucitan para que vuelva a


sentirme de nuevo paralítico. Nada puedo hacer.
Noto el olor de los cadáveres, aunque no sé cuándo me han conectado los
nervios olfatorios. Hasta creo recordarme de cómo era el olor a muerto de la
casquería del bulevar, de la Expendeduría de Idiomas y Talentos en la que los
sesos de otros animales estaban a la venta. Pero insisto en que me fío ya poco
del recuerdo de los olores, y hasta voy perdiendo otra vez la visión exterior de
las cosas lejanas, separadas de mi masa, la memoria que me parecía tan reciente
de la fotografía del sabio, y de los aparatos, circuitos y derrumbes del
laboratorio. Sólo queda una gran blancura mate flotando sobre mí, como un
mortecino fulgor eterno en el cielo, sobre mis redondeados relieves, sobre mis
cerros limados por la erosión de los siglos, quedan canales secos y barrancos y
dunas.
Soy únicamente yo el universo viviente y temeroso. No es una exageración.
Tal vez limite al Norte con el reloj avisador parado en otra era geológica —aún
lo recuerdo— y con la mesa desgastada por el oficio, y al Sur con las vitrinas de
alto-vacío y las escaleras —por las que bajaron los sabios huyendo no sé de qué
— y las estufas, y al Este y al Oeste con más y más laberínticas ruinas, ruinas
interminables.
Se multiplican encima de mí los zumbidos. Zumbidos volando sobre mí,
como si estuviera pudriéndome vivo. Zumbidos que recuerdan otros zumbidos.
Llega así otra memoria: aviones ligeros que entran en picado, que giran, que
descienden, que se lanzan atacándome con furiosa rabia.
¿Existirá aún el río Ebro?

Es una terrible y fascinante memoria que sin duda mi cerebro había estado
evitando, guardando avariciosamente hasta ahora mismo. Es un recuerdo de
verdad viejo que nunca debería confundir con la realidad presente ni con los
sueños. Quizás haya querido reproducirse dentro de mí en otra ocasión, pero lo
ha aplastado mi oscuridad.
Relampaguean en las aguas del río las detonaciones. El alto cielo está
cubierto de bandadas y columnas, de escuadrillas de lentos aeroplanos, de
bombarderos cargados hasta los topes de armas de muerte y destrucción. Y,
más abajo, entran en picado los stukas. Yo —y los otros hombres provistos de
encéfalos con idénticas memorias— estoy pegado, estamos pegados, a los
accidentes de la tierra agujereada de bombas y explosiones. El recuerdo es
asombrosamente verdadero y aterrador. Pero cada vez estoy menos seguro de
nada.
Veo metido a cada hombre en su agujero, como fecundado allí, en su hoyo,
en el hueco hecho a lo mejor por la picadura de una granada. Tal vez si los veo
es que existen aún, es que no han muerto ni desaparecido. Dudo.

17
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Pero hay detalles que recuerdo con mucha precisión. Aunque todos los
puentes del río estaban destruidos, volados con dinamita, habíamos cruzado el
Ebro por 14 lugares diferentes. Es magnífica la certidumbre con que recuerdo el
mapa, proyectado ahora en mi mente tal vez por alguien, dibujado con cotas y
divisorias de agua y arbolillos dentro de mi memoria, como inyectado en lo
oscuro de mí por algún extraño y secreto artificio de propaganda enemiga.
Mirando el mapa retumban las explosiones y los zumbidos en picado de los
stukas. Casi es tan real como un sueño, pero con los datos más fríos y seguros.
Estoy yo allí, entre los otros hombres, aplastados en el suelo con los restos
de la Compañía de Ametralladoras —recuerdo los datos y la exacta dirección—
del 4o Batallón, 12a Brigada, 45a División, 5o Cuerpo del Ejército. Franco —
recuerdo también su cara pintada en las paredes— ha lanzado los aeroplanos,
los fiats y los stukas. Estoy aplastado en el suelo. Tengo que ver pasar así un día
entero. Un día con una luz cegadora interminable, que parecía que no fuera a
terminarse nunca. Y, después, tendré que avanzar por la noche, si no he muerto,
si no caigo en un definitivo desmayo, si no quedan salpicados, esparcidos mis
sesos. Siento hervir en lo oscuro todavía la masa de la tierra. «Arde el río como
un volcán» —oigo la voz de alguien, como la voz de un compañero a mi lado,
una voz del otro mundo. «Hay que aguantar todavía una eternidad» —digo.
Y sigo paralizado siempre, escuchando en esta ceguera zumbidos y
zumbidos. Pero razono que serán solamente recuerdos y recuerdos de
recuerdos. Nada es seguro ahora nunca, después de tanta inmovilidad y de
tantas experiencias científicas como quizás hayan hecho conmigo. Puede que
pudiera seguir siempre semimuerto o semicongelado, ofrecido como material
de consumo en cualquier Expendeduría de Idiomas y Talentos. Pero no me río.
No puedo reírme ni aún con la imaginación. Por de pronto está bastante
entendido por mí que soy esta masa encefálica olvidada en este laboratorio
perdido del mundo, un cerebro desamparado y expuesto a la putrefacción,
sobre el que vuelan enjambres de moscas. Las punzadas que siento no son
producidas por las agujas de ningún moderno aparato de investigación, sino
por las moscas, moscas voraces que apoyan las ventosas de sus patas en mi
superficie y que clavan en mí sus trompas chupadoras de substancias jugosas,
moscas gigantescas que me sorben y me devoran.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

EL VIEJO, LA NIÑA Y LOS «ALMACENES DE


MADRID-PARIS»

A Mónica y Daniel Gil

De lejos veo tan bien como cuando era joven. Distingo desde la cama las
cúpulas grises del observatorio astronómico y del espaciado, y las altas copas
de los árboles del Parque, doradas durante el otoño. Se me mete por los ojos el
hormigueo amarillo de las hojas, como de mil canarios moviéndose. Lo que no
alcanzo a ver es dónde estén mis lentes.
Extiendo las manos hasta rozar esa mesita o lo que sea. Nada consigo.
Presiono con el dedo el primer pulsador, que va levantando, poco a poco, la
cabecera de la cama, mientras mantiene firme el espacio de las piernas, y en
seguida acciono el segundo botón del mando intrínseco, que va girando la cama
hacia la derecha y creo que elevándome los fríos pies de muerta.
Ni aun así llego.
Podría llamar al timbre, pero no quiero hacerlo. Ya he llamado 4 ó 5 ó no sé
si 6 ó más veces esta mañana. ¿Es ya por la tarde? Y no quiero que se enfaden y
me prohíban a lo mejor la sopa tan sabrosa que tiene pedacitos de especias que
dejo deshacerme en la boca. Ni quiero que me droguen con esa inyección o sabe
nadie dónde te drogan, y que se me sequen y quemen los labios. Y no haga así
nada más que dormir. Sin poder una pensar nada, ni recordar. Claro que es por
la tarde. Lo noto en la luz tan amarilla, casi ahora ya color de vino de moscatel
inundando los árboles lejanos del Parque. Además me acuerdo que hoy había

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

esa crema para el almuerzo, esa crema espesa que me trae un olor parecido a las
croquetas de pescado, un olor de mi niñez en la cocina de la calle de Velarde, un
olor dulzón, amarillento también, como de azafrán. Digo que siento repicar el
olor como desde el almirez de cobre de la cocina. Es un olor que probablemente
viene hinchándoseme en la cabeza desde que lo sentí caer sobre mí y
clavárseme entre los ojos, como vertido desde el almirez o las jaulas colgadas y
yo creo que ya vacías, sin pájaros, pero trinando aún, yo niña. Es lo que más
risas les da a las enfermeras, oírme decir: «Cuando yo era niña».
Tiene poca gracia la cosa. Yo sin quejarme del sueño o de la ceguera. Y si les
digo que servidora era ya una mujer con hijos, en la guerra civil, y que he
vivido tanto gracias al tratamiento de enzimas soviéticas, no se ríen. Pero si les
digo «Yo era una niña» saltan a carcajadas. Como saltamontes, de aquellos de
alas azules y saliva amarilla, saltan. Como si una fuera tan vieja y tan distinta
que no pudiera contener en mi cuerpo la menor parte de aquella niña que fui.
Como si todo se hubiera ido sin dejar resuello. Y sin embargo, ¿dónde queda
algo de esa chiquilla si no es en mi cabeza, en mi arrugado vientre, en esos
recuerdos o pedazos de los olores de entonces?
Me dan ganas de descender hasta el suelo, y de gatear o arrastrarme hasta
llegar a la mesa donde creo que estén los lentes, o de llegar arrastrándome a la
mesa que hay más cerca de la venta. Pero más bien parece una ilusión y no me
es fácil moverme. Además es sólo para mirarme las manos, para ver si tengo las
uñas sucias otra vez. No me toca hasta mañana mirar la pantalla de la televisión
interior. Si es que mañana es realmente jueves, la fecha señalada en mi turno.
Así que me aguanto mientras se me representa la calle de Velarde, que iba
desde la calle de Fuencarral a una ahogada plaza que se llamaba del Dos de
Mayo. Me da miedo pero se me representa todo tal y como era. Yo estoy
también allí, con mi cabeza de ahora. Me veo en la escalera asustada de haber
vuelto. Todo el aire seco, incluso cuando estoy asomándome a la calle desde el
portal de mi casa, el aire seco y el viento seco de Madrid arrastrando chinas que
me hieren los ojos, la cara y las piernas desnudas. La casa ya tan vieja, con el
portalillo pequeño y sombrío lleno de esta sombra casi azul. Al otro lado del
portal está la escalera interior, los cuartos de la gente más pobre que nosotros.
La escalera de este lado también es de madera, pero comienza en dos pomos o
bolas doradas, amarillas, reflejando un lejano y frío sol invernal. Los pomos
incandescentes delante del chiscón de la portera. Brillan las bolas en la
penumbra, y descienden los pasamanos siempre encerados y pegajosos. Mi
descansillo de la escalera que siempre creía grande, claro y limpio, está ahora
silencioso, cada vez más oscuro, como los restos de un tiempo muerto. Tiro de
la cadena de la campanilla de mi puerta. Tiro casi a tientas y oigo cómo suena
dentro en un hueco terrible. Lo malo es que ya debe de ser muy tarde y debe de
estar apagada incluso la luz de la escalera. No veo ya nada, aunque sigo dando
tirones desesperadamente de la cadena de la campanilla. Ni siquiera entra

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

claridad por los ventanucos que dan al patio. Llamo y llamo, en medio de las
tinieblas, sin que nadie responda.
«Mierda» —digo.
«Qué gruñe usted tanto» —dice la compañera de la otra cama del cuarto.
Conozco su voz, aunque no la veo. Tal vez esté corrida la cortina o biombo de
plástico duro que sé que hay entre las dos cabeceras. Lo que es raro es no
distinguir absolutamente ninguna claridad, que se haya hecho de noche tan de
prisa. O será que se ha desbaratado el tiempo o mis ojos. Ni siquiera veo la luz
del piloto azul, la lucecita esa que sirve de guía.
«Qué hora será» —pregunto.
«Las tres o las cuatro».
«¿Cuándo irá a amanecer?»
«Qué más le da a usted» —dice la compañera, con paciencia.
Pero a lo mejor no es con paciencia sino con sorna o para ocultarme que
estoy quedándome ciega. Así es que creía que era verdaderamente por la noche,
y de pronto ya no estoy segura de que lo sea. Me extraña que por más que
vuelvo la cabeza a uno y otro lado no tropiece mi vista con la lucecita azul. Tal
vez ande estropeada, pero se me hace difícil creerlo. Lo más seguro es que no la
localice yo bien con mis movimientos torpes y con estos ojos tan gastados que
sin duda tengo, y sin tener mis lentes. Para terminar con esta duda apretaría el
botón que hace descender los pies de la cama. Tendría que apretar hasta que se
me cansara el dedo. Y luego me bajaría arrastrándome por el suelo hasta llegar
esta vez sí a la mesita, y tal vez pudiera incorporarme y alcanzar esos dichosos
lentes. Pero mi compañera oiría el zumbido del resorte eléctrico y hasta puede
me viera y llamara las enfermeras o que hasta viniera la médico de guardia o
alguna de las otras jefas. No me atrevo a intentarlo.
Aunque me gustaría. Por lo menos me alegraría llegar a la ventana y mirar
a las mujeres que suben y se apean de los incesantes vagones del ferrocarril de
cremallera, bajo los focos de luz solar. Mientras mi compañera resuelle tengo
que conformarme con seguir en la cama sin ver nada, en el centro de esta
especie de mareo. Lo más seguro es eso, que como tengo este mareo terrible por
eso no funcionan mis ojos para ver la luz azul.
Por dentro del mareo hay desde luego ojos de gentes y también estrellas
aquí y allá, como si yo anduviera vagando o flotando como una nube por en
medio de la noche, como cuando cerraba los ojos en un baile de aquellos con
hombres, después de beber unas copas de alcohol. Me acuerdo bien de la letra
de un chotis que explicaba lo que viene pasándome. Cantándolo por lo bajo, me
da risa. «Ay, ya, yay — qué cosa tan terrible — es el mareo — Te juro que te
miro y — no te veo».
«¿Canta usted?»
«No canto, lloro».
«Ya sé que fue usted escritora de la televisión en color» —dice.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

«Estuve propuesta para el premio Nobel, un premio que daban entonces los
machos» —digo.
«¡Qué tiempos!» —suspira soñolienta.
«Sí, gracias a las enzimas ya podemos vivir siglos» —digo.
Ya no escucha mis gracias. Noto en su respiración que está completamente
dormida, hundida en el sueño. Comienzan fuerte los ronquidos y luego se
acaban, y se produce un silencio cósmico. Parece que es un ciclo que durará
siempre, hasta que nos muramos las dos a un mismo tiempo, por pura
solidaridad femenina. Lo peor es que tengo dudas de si irá ganándome la
ceguera.
Creo que voy a accionar el resorte eléctrico, poco a poco, tratando de que
no se oiga continuamente el zumbido que podría despertar a mi compañera, si
está viva. A ver si cuando me baje no veo, a ver. Qué risa da esta lengua. A ver si
cuando me baje veo de llegar al menos a la ventana, a ver lo que veo desde allí...
Siempre que me asomo de golpe a un precipicio se me representa el balcón
de mi casa de la calle de Velarde, al que nunca podía asomarme porque mi
padre era un abogado importante. Ni tampoco me estaba permitido bajar a
jugar con los chicos a la plaza. Temo siempre que me asomo a un precipicio ver
a lo lejos la angosta Plaza del Dos de Mayo: un amasijo de polvo, los chicos y
chicas jugando, junto al arco de Monteleón y las estatuas blancas de los Héroes.
Ni siquiera podía yo entretenerme un minuto mirando a los chicos. Hasta los
días festivos, que no había colegio, me quedaba en casa con mi madre y la
sirvienta. O mi madre se iba a alguna visita.
Lo pienso todo mientras oigo respirar a la mujer de la otra cama. «Mi
madre no va a enterarse, ni menos mi papá» —le dije. «¿A dónde quieres ir?»
«Voy a llegarme hasta los Almacenes de Madrid-París». Tardó un rato en
decidirse. «Corre mucho y vuelve en seguida» —me rogó.
Sentía la misma inquietud que siento ahora mientras acciono el resorte y
pienso ardientemente en bajarme de la cama. Noto que cada vez es más fuerte
la pendiente en que estoy colocando mi cuerpo. Casi ya se desliza. Parece que
pudiera llegar reptando por el suelo, hasta los Almacenes de Madrid-París, calle
de San Bernardo abajo, Gran Vía, llegar a la sección de juguetes mecánicos. Casi
ya me escurro hacia el suelo. Tendré que arrastrarme en silencio. Noto como si
estuviera entre el polvo de la Plaza, entre gente que no conozco, ni conocía
entonces, chicos e incluso hombres —tantísimos hombres que había entonces
todavía en las calles y en todas partes— junto a aquellas grandes estatuas
blancas de mármol, de héroes con espadas levantadas también blancas y
terribles. Voy hacia allá, hacia los Almacenes, pegada a las sombras tan secas y
azuladas que proyectaban las casas.

Me veo aplastada y en seguida resbalando por los espejos de la entrada,


con el uniforme azul marino —botones de plata— del colegio de las monjas

22
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

francesas, las largas trenzas amarillas oscilando en mis hombros estrechos, y


mis ansiosos ojos que arden. Me veo entre inquietantes, hormigueantes figuras,
rostros fugaces de personas, bocas, dientes, labios mojados, que bajan o suben
las blancas escaleras de los Almacenes de Madrid-París, entre dorados brillos
maravillosos, nadando en una música de Albéniz, una música que se apaga
según desciendo hacia una cueva o bóveda inmensa y misteriosa, algo fría, con
mil muñecas de ojos parados vidriosos como imágenes de iglesia, y un gran
automóvil negro bruñido, al cual me acerco. O se enciende la música también
aquí abajo, y hace vibrar levemente los flecos y caireles de cristal de la gran
lámpara de araña (mayor que la que teníamos en el saloncito de casa, porque mi
padre era un importante abogado, ya lo he dicho) colgada encima, salpicando
de lucecitas de carrocería del coche. Abro la portezuela y puedo montarme.
Entro y cierro. Desde aquí, sentada al volante veo cómo, entre el vaivén de la
música, se asoman a ratos algunas personas, casi siempre algún niño asustado,
tenso, apretado por fuerza por la mano de su madre. Se asoman a las esquinas
de los pasillos entre las filas de juguetes. «Oh, Oh» —dicen, y siguen adelante,
como huyendo. Hay también unas cortinas rojas de terciopelo y caballos
petrificados, de cartón piedra, con las patas y las herraduras brillantes
levantadas. Es por uno de estos pasillos por donde viene hacia mí un señor
viejo, viejo pero de cara brillante, afeitadísima, que se hace de más en más
risueña y pálida, según se me acerca.
«¿Te gusta? Es un Hispano-Suiza».
«Sí».
«Es el coche más elegante, para la señorita más elegante».
Me callo y levanto los ojos mirando a los destellos de la lámpara de cristal.
Es un coche descubierto y no tiene el hombre que abrir la portezuela. Noto
revolotear blanca y suave su mano, que se posa sobre mis piernas. Queda ahí la
mano suelta, desprendida, que luego va entrando por debajo de mis anchas
faldas. La siento tibia encima de mi carne, abriéndome poco a poco los muslos,
con la presión creciente y ancha, temblorosa, de sus dedos, ya en mi sexo, ya
quieta otra vez allí, viva pero como parada y latiendo dócilmente, igual que un
gran miedo contenido y que puedo vencer sobreponiéndome y mirando a los
mil brillos de los cristales de la lámpara. O escucho el susurro cariñoso, largo y
tranquilizador de las palabras perdidas entre la enredadera de la música y el
temblor desamparado de la mano, de la mano cercenada, suelta, como de un
dios de estatua.

«Eh, ¿qué hace usted ahí, arrastrándose por el suelo?»


«¿Yo?» —vuelvo mi cabeza en medio de esta gran oscuridad— «Es un
ejercicio gimnástico. Bájese usted también si quiere de la cama, y echaremos una
carrera de gusanos» —digo.
«No me haga reír».

23
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

«Ande, la espero aquí. A ver quién llega antes al sitio donde debe estar la
ventana».
«Mentira parece que tenga usted más de cien años. El siglo pasado
hubieran dicho que era usted una hembra dejada de la mano de Dios».
«Lo que es eso, no. Estaba pensando en un viejo verde que se aprovechó de
mí cuando era chica. Se puso a hurgarme por debajo de la falda».
«¿Ve lo que le digo? Ni siquiera se acuerda usted de por qué tuvieron que
eliminar a los machos».
«No dé tantas voces. Claro que me acuerdo. De cuando los limitaron, y de
cuando los declararon especie a extinguir».
«¿Querrá usted decirme que no eran tan nocivos como les enseñan ahora a
las niñas en la escuela, que lo eran?».
«Yo no he dicho eso, no tiene motivo de enfadarse. Bájese por fin de la cama
y echaremos esa carrera. Estoy aguardándola».
«Tendrá usted que decirme con su propia boca por qué tuvieron que
suprimirlos» —casi grita.
«Claro. Aquí estoy esperándola en la oscuridad, compañera» —digo
tratando de tranquilizarla con mi voz.
«Voy a bajarme aunque conseguirá usted que me castiguen a mí también si
me agarran».
Noto el zumbido eléctrico del resorte de su cama. De buena gana
aprovecharía para avanzar todavía un poco más adelante en medio de las
tinieblas, pero hasta prefiero conservar mi duda algunos instantes. A lo mejor es
que apenas tengo ya esperanzas de ver. Y prefiero esperar a mi compañera, que
de momento ella no se enfade. La siento arrastrarse y jadear maldiciendo, la
siento cada vez más cerca, aunque no la veo.
«Venga para acá. Ya sé lo que le pasa a usted, a usted lo que le da miedo es
que la dejen sin sopa o gacha de harina» —le digo.
«Claro que sí, ¿qué hay de malo en ello?» —gruñe, y noto que para de
avanzar.
«Nada de lo que tenga que avergonzarme. Voy a recitarle incluso la oración
de la gacha. Para que se anime en su arrastre voy a recitársela» —digo. Me callo
un segundo y noto que está escuchando.
«Venga» —dice.
Saco fuerzas, y sorbo el silencio, para recitar:
«Si la gacha está blanda blandórum, échale harina linórum. La meneas con
el tróquile tróquile, hasta que la gacha haga fófile, fófile».
«No puedo más» —gime—. «Y menos si me hace usted reír y se me escapan
las fuerzas».
La oigo resollar ya muy cerca, buscándome, pero no distingo su cuerpo.
Extiendo mi temblorosa mano en el vacío.
«¿Es todavía muy de noche?» —me decido a preguntar.
«¿A usted que más le da?»

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

«Por lo menos podría decirme hacia dónde está esa dichosa ventana».
«¿Qué?»
«Le pregunto que por qué lado cae la ventana».
Siento su aliento mojado y su olor, su respiración como el hipo cortante de
una de esas máquinas que sabemos que hay en el sótano del hospital o en
alguna parte escondida. Casi logro rozar su cuerpo con la punta de mis dedos.
«Contésteme» —digo.
«Yo tampoco sé hacia qué lado cae» —gime— «Lo malo ahora es que hemos
bajado bien de la cama, pero no sé cómo vamos a conseguir subirnos, de dónde
vamos a sacar las fuerzas necesarias».
Pienso que a lo mejor también ella debe de estar quedándose ciega. O tal
vez hayamos caído en una noche muy cerrada, pero las dos juntas. Incluso
siento un poco de alegría al saber que no estoy sola.
«Ya comprendo» —digo.
«No me gustaría que me pasara lo que a usted le pasa. No crea que me
fuera a gustar en absoluto quedarme ciega como usted» —gime, casi
rabiosamente.
«No me llore» —digo, y toco por fin su cuerpo con mi mano. Me reconforta
palpar su cuerpo, sentirme de pronto al lado de mi compañera, como dos niñas
juntas que juegan a todo esto de mentira. «No me llore, sólo quería que nos
asomáramos a la ventana, y ver llegar desde ahí a una de mis biznietas, la que
trabaja en la estación cósmica cerca de la Luna».
«Yo soy más joven, pero usted no sé a qué quiere vivir tanto, para andar
por el suelo con el culo al aire» —se apoya en mí, con un gemido cansado, sin
verdadero rencor.
«Servidora podría tener ya retataranietas, si no fuera por lo que sabemos»
—digo.
«La drogarán a usted otra vez. Usted sí que hace estas cosas para que la
sorprendan y la droguen».
«Es como estar mirando la televisión y dormirse».
«No lo es» —dice rabiosa— «Pero quiero que, mientras descansamos y
cobramos fuerzas para subir de nuevo al lecho, me cuente usted lo que escribía
cuando trabajaba para la televisión en color».
«Estábamos tratando de escribir en el grado cero del lenguaje, una
comunicación que llegara por igual a todos los humanos».
«No, eso no. Quiero que me cuente historias».
«Son historias».
«Empiece entonces» —dice nerviosa.
«La historia siguiente es sobre el uso de la cuchara, es una especificación
que vale para todos. Se agarra el rabo de la cuchara, que me diga el rabo no, no
hay que dejar que te pongan rabos, se agarra, digo, el mango de la cuchara, con
la mano derecha, exactamente colocando dicho mango sujeto entre los dedos
pulgar e índice, ayudados por el dedo central o corazón, no, corazón no. Pero

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

mejor numerar los dedos para evitar esas puñeteras palabras. Se levanta la
cuchara e imprimiéndole luego un movimiento de giro de 45 grados (No, ¡eso
no quiero que me lo cuente! —la oigo gritar)... He dicho que se levanta la
cuchara e imprimiéndole un giro de 45 grados se hace incidir la cazoleta o palita
cóncava sobre la superficie horizontal del líquido alimenticio contenido en el
plato, hasta inmersión, cuidando de dejar la parte cóncava hacia arriba (¡No! eso
no quiero que me lo cuente! —repite)... y hasta que la dicha cazoleta de la
susodicha cuchara quede llena y rebosante, o menos llena si así se prefiere,
procurando el usuario levantarla en vilo, cuidadosamente, conservándose la
horizontalidad (No, ¡eso no quiero que me lo cuente!)... digo conservándose la
horizontalidad y procurando además el usuario aguantarse la respiración (No,
¡eso no quiero que me lo cuente!)... hasta que el utensilio llegue a la altura de la
boca entreabierta que ha de tener ya los labios salientes, sobre los que se apoya,
succionando (¡No! ¡No! ¡No! ¡No!)... chupando, sorbiendo desde el interior de la
dicha boca del ser humano consumidor del susodicho líquido alimenticio más o
menos espeso llamado sopa».
«No, no, no quiero que me cuente esa historia» —la oigo gritar ronca, en
medio del Cosmos. Y me alegro inmensamente de tener una mujer, una solitaria
compañera a mi lado.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

EL LEÓN

a Carlos Álvarez

Pienso que a ver si del cielo se decide a caer lumbre o nieve o algo.
«Voy a ponerme a contar mis sueños a la máquina grabadora» —digo.
«No sé qué le puedan importar a nadie sus sueños» —dice don Alejandro
asomando la cabeza detrás del biombo chino de delicados cabellos azules que
me esconde. Estoy sentado en la silla, con los pantalones caídos, recibiendo el
sol en los testículos. «¿Qué hace usted? ¿Se está masturbando?» —dice
escandalizado.
«No piense mal. Esto tiene su técnica. Tengo que taparme el izquierdo, que
de jóvenes llamábamos el Felipe, para que me dé el sol en el derecho. Baños
progresivos. Vea el cronómetro. Hoy diez minutos, por prescripción médica.
Mientras tanto voy a grabar mis nocturnos con la máquina» —digo.
«Todos se han levantado ya. La mayoría de las camas están vacías, don
Fernández. Termine pronto si quiere que lleguemos a la sala de televisores».
«Es un sueño erótico. Un sueño en el que yo disponía de alas, de auténticas
alas con plumas».
«Cállese. Por las mañanas cuando me despierto, noto siempre que se
prende una gran lámpara, estoy en el centro de un escenario y Dios y los
ángeles y demás, siguen, interesados, mi representación. Así no peco nunca».
«Será el sol lo que se prende cada mañana todavía».
«No se ría».

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

«No me río. ¿Qué? ¿Quiere oír a Vivaldi? ¿Le pongo la máquina mientras
me subo los pantalones?»
Aquí no hay tiempo para nada. En seguida se esconde el poco de sol que
entra detrás del biombo. Y se oyen los altavoces dándonos órdenes a los viejos:
«Los que puedan andar circulen todos en dirección a las salas de cine o hacia las
máquinas de juego. Desalojen rápidamente el dormitorio». Vamos empujados
por la corriente de personal, camino del vestíbulo. Caminamos ayudándonos
con nuestras garrotas, hasta donde están encendidas las flechas señalizadoras
de color azul, que dicen: «SOLOS. Pisos inferiores al 10». Y las flechas de luz
roja: «SOLAS. Pisos laterales superiores al 15». Y las flechas verdes esmeralda
«PAREJAS. Pisos entre el 15 y el 24 inclusive» que señalan hacia el cielo. Al
fondo del vestíbulo suben y bajan los grandes ascensores automáticos de los
que salen más y más viejos y viejas, renqueando o con los carritos de niqueladas
ruedas.
«Ya empiezan este curso otra vez las aglomeraciones, don Fernández.
Recuerde lo que ocurrió el mes pasado cuando empezaron los tumultos. Fue
cuando apareció el león que devoraba a la gente. Así desaparecieron muchos
asilados» —dice don Alejandro.
«Apareció el león y desapareció gente, qué risa» —digo—. «A ver si va
usted a creer todavía ese cuento de la fiera».
«Claro que lo creo».
«Voy a contarle el sueño en el que yo volaba realmente» —digo.
«¿Quién fue si no el león?»
«Los administradores. Sobrábamos viejos. Como el grupo de gente que
dicen que se perdió el jueves en los pisos de las confiterías...»
«No mienta, por Dios. Ni murmure de los administradores» —dice
mirando con miedo aquí y allá».
«Voy a contarle el sueño: Eran las mías unas alas pequeñas, pegadas a la
espalda como las de los pájaros, volaba yo por encima de la antigua ciudad».
«Por encima de las iglesias, don Fernández» —medio pregunta.
«Sí. A ratos mi vuelo era de ascensión, un vuelo sagrado hacia las nubes
blancas y húmedas, llenas de olor a lluvia entonces. Luego era ya el mío un
vuelo de descenso, rasante a mi pesar, un vuelo inevitable hacia la Tierra, un
vuelo que hacía temblar de emoción mi cuerpo desnudo, claro».
«Ah. Iba desnudo. Ve usted lo que le dije... En el sueño ese, seguro que no
se prendía esa lámpara, esa luz, y que no estaría Dios y los ángeles mirándole.
¿Verdad?».
«No. Pero no puedo negarle que yo tenía mucho miedo» —digo
condescendiente— «Miedo de que las personas o policías vieran mis partes
púdicas. Y me las tapaba yo con las manos. Recuerdo que llegaba volando a un
solar o campo amarillento. Miraba yo atemorizado a mi alrededor».
«Mientras no sueñe que se enciende esa luz, estará usted en un tris de pecar
y de sufrir las consecuencias».

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

«En el sueño recuerdo a una muchacha, menuda y morena, delicada


criatura de aterciopelados ojos y boca pequeña y roja. Vestía una falda amplia
que el viento aplastaba sobre sus delgados muslos. Estaba la chica apoyada en
una barda del solar, y levantaba los ojos y sonreía para recibirme».
«No siga, por Dios. Va a aparecer otra vez la fiera, o vete a saber» —dice sin
voz.
«En el sueño ese también había miedo, ya le he contado, y la muchachita
dejaba de reír. Yo veía un montón de viejos con ojos salidos de las órbitas,
temblando sus colgantes quijadas. Y había otros signos inquietantes, no se crea,
por ejemplo la frialdad plena que emanaban aquellas personas. Sin duda que
había sido puesto allí, al sol de ese campo, para que se cargaran de calor y
energía, para que aumentaran así su temperatura y arrancaran a vivir. Creo que
eran esas personas las que robaban el calor ambiente».
«Nosotros también somos viejos ¿es que no se da cuenta, don Fernández?
—dice— No vaya a creerse que usted y yo hemos rejuvenecido porque
hablemos ahora juntos».
«El caso es que acababa por vencer la sonrisa de la muchacha del sueño.
Abría ella las piernas y arqueaba un tanto la cintura cuando me veía aterrizar.
Levantaba la muchachita el pubis ofreciéndome el sexo caliente. Yo tenía aún
mucha vergüenza de que me vieran desnudo en ese trance, pero aterrizaba al
fin de golpe, como un ave inmemorial o antediluviana, creo yo, sabe. Encajaba
en la mujer mi pene, sin importarme nada más, y la penetraba en varios
empujones. Quedábamos abrazados y sacudiéndonos de placer en el
amarillento solar. Empujaba yo rabiosamente buscando el centro de la
muchacha. Gemía y suspiraba ella de placer. Recuerdo real y verdaderamente el
sabor de su lengua, los infinitos sabores y gritos, y recuerdo su saliva, su cara,
sus gestos ansiosos, como si se ahogara, y recuerdo la tibia y electrizada piel».
«Calle, por el amor de Dios. Me había dicho usted que era un sueño» —dice
angustiado.
«Y lo es, o lo fue. A veces me parece que no me queda más unión con la
vida que aquel fino hilillo de aire que salía de la boca de la muchacha, que todo
lo demás, la guerra, ¿se acuerda? y todo lo que está pasando aquí en el asilo, no
tiene la menor importancia» —digo.
«Ahora sí que no hay derecho a que hable usted como está hablando».
«A lo mejor es que me ha agarrado bien el sol en los testículos, que se me ha
fijado ahí toda la sangre» —digo, intentando alegrarle.
Vamos por el corredor principal, entre un rebullir de mucha gente: seres
indefensos, jadeantes, arrastrando los pies, deteniéndose para tomar aliento.
Veo que al final del corredor rueda con cuidado el auto de los enfermeros. Hoy
visten de azul celeste. Uno de ellos, de pie dentro del auto, habla por el altavoz:
«Disuélvanse. No formen grupos de más de dos personas. No se queden
recostados en cualquier muro, y sigan hacia sus destinos, por favor». Se cortan

29
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

los gritillos de la gente, se apagan un instante las palabras y quedamos callados,


viendo pasar el automóvil.
«Mírelos» —dice don Alejandro.
«Tenga usted piedad de mí y no me acuse. Ya le digo que hablo del sueño
que tuve porque me parece que es el hilo de aire que salía de la boca de aquella
muchacha lo único que me une a la vida».
«Pero era un sueño y usted vería borrosa a la gente, como se ve en los
sueños».
«Si no me acusa tendré que darle la razón» —digo.
«No voy a acusarle —dice indignado— Mire, —señala un objeto oculto en
su bolsillo— Tengo aquí una navaja, hasta tengo aquí una navaja para
defenderle por si viene el león... pero dígame si en ese sueño, como en todos, no
se borraba la cara y el cuerpo de esa muchacha, dígame si no le parece a usted
que lo único que queda es usted en el centro iluminado de un escenario y que le
están viendo desde arriba».
«Se explica usted muy bien, ya sé lo que quiere preguntarme —digo—
...pero, sabe, don Alejandro, a mí no me pasa eso».
«¿Por qué? ¿Porque no tiene conciencia?» —pregunta rabiosamente.
«Yo sólo creo en esa muchacha» —digo.
Y veo que él se echa un paso hacia atrás, y brilla en su mano el acero largo,
relampagueante, de la navaja. «Ha venido otra vez el león, ha venido otra vez el
león y va a matar a mucha gente» —dice, ahogándose al hablar, y se pone a
rezarme un rezo interminable que no entiendo, un murmullo que se pierde
entre el eco de los arrastrados pasos de los viejos y la blanca y fría luz del ancho
corredor.

30
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

EL CÍRCULO CELESTIAL
(Un grano de noche, de muerte y de vida
verdaderas)

a todos los que por odio a la tiranía


se suicidaron jóvenes. A. F.

(Dan ganas de matarse y de llorar al otro borde


del suicidio
ganas de ser ser un muerto que llora todavía
ganas de estar en una caja rodeado de aquellos
que te aman
y continuar llorando amarillo hediondo
llorando por las quietas mejillas apagadas
dan ganas de llorar desde el subsuelo de la muerte
y contagiar de lágrimas y muerte a quienes
contemplan tu cadáver
hasta que todos muertos en la alcoba callada
no haya más que un llorar de muertos congregados
un fluir de muchas lágrimas desde pestañas frías
un fluir en el silencio y en la quietud y la sombra
un fluir que repita dulcemente: asesinos.)

Felix Grande (de Blanco Spirituals)

31
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

No oscurece hoy nunca mientras siempre está el árbol hincado saliendo


crecido de la tierra patria que es roja mal que no les importe mientras ellos sean
los dueños absolutos y aunque nos guste relativamente algo pegajosa oscura
como sangre seca. Sigue el árbol mostrando las venas gruesas que son las raíces
comidas antes de hierbas parásitas muertas ya por la cíclica sequía. Y todo se
vuelve amarillo o blanco como en la Luna hoy que he decidido hacerlo. Y noto
el zumbido incesante de las escasas hojas enredadas entre el antiguo aire sucio,
silenciosamente separadas pocos palmos de mi cabeza llena de todos estos
pensamientos soñados que revolotean igual que los rápidos triangulares
murciélagos hambrientos lanzándose contra el brillante cielo atardecido,
campeando ellos por encima de donde siguen abajo las peladas raíces a flor de
tierra semejando quietas culebras grises. Los murciélagos por un lado y los
últimos oscuros pájaros por otro, gritando como niños que aguardan la comida
en la cola de Auxilio Social, mientras devoran insectos vivos. Hoy que he
decidido hacerlo, noto el cansado olor de la tierra. Pero todavía no hay estrellas
que aumenten sofocando como gas de cámara —camaradas— esta terrible
sensación de encontrarme caído en la eternidad. «Ja, Ja, Ja.— Estoy caído en la
eternidad». Da mucha risa romper el tono triste de la noche con una risotada así
como un grito que lo estremece todo a lo lejos, y a lo mejor alertar a un yo
patriótico centinela algún dormido interés por notar las cosas sin que me dé
miedo a percibirlas lúcidamente desde este constante centro vacío absurdo de la
eternidad total de la que nada va a escaparse ni en la que cabe la posibilidad
que penetre en ningún tiempo. Aquí sí que resultan estúpidos todos los
pasaportes. Sólo resuenan las especies de ecos y ruidos existentes. Da mucha
risa encontrarse en medio, caído e inerte, boca arriba como un pez ahogado en
el mero brillante corazón de esta dulce oscura noche fruto de secano y de
eternidad inacabada o lo que sea, sin poder adjudicarme más que este punto
grotescamente central y aterrador y que desde luego siempre me ha parecido
excesivo.
Hubiera preferido algún sitio más modesto y cómodo.
Lo digo y es como si me quedara vacío después de reír. Y noto que me
cuelgan los testículos desgarradoramente y que ya ni siquiera me consuela
volver al árbol después de algún tiempo de ilusiones a pie.
Sé bien lo que me pasa, porque todo está ya roto y todo está elegido. Es ya
tarde para recontarme lo que ya me sé como se sabe todo el mundo. Y tengo
otra vez que romper el tono triste de la noche, taladrando las palabras que
escribo dentro de mi cabeza de ajo, estremeciéndolo todo hasta hacerme
temblar dentro de este cuadro pintado, como perseguido por el consabido
grupo de niños que gritan a la puerta de Auxilio Social. «Señor pintor — de las
pinturas — tápese usted — las colgaduras». Desde luego que sería algo
auxiliador el árbol bordado en el cielo con hilos sutilísimos, transfigurado por el
arte para que no dé más miedo que da la vida entre nosotros españoles todos.
Temblando todos de pánico y tiritando tanto de frío, dando diente con diente,

32
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

que hasta podía resultar consolador o auxiliador el árbol escrito ahí pero aún
moviendo el pobre sus hojas, no moviéndolas por sí solo, sino auxiliado por el
viento que resulta de millones de movimientos sobre la Tierra, planeta del
sistema establecido —aparentemente estable— que también es resultado
incompleto de otros infinitos movimientos venidos de todas las edades y
distancias. Podría ser consolador el árbol susurrante y tibio, como vivo, con las
raíces como grandes dedos de la mano o pezuña de un dios verdadero clavados
en la tierra, suelo ahora casi negro rebotado desde el mioceno hasta todas las
edades tales como hoy y ayer y mañana por la mañana, entrando y saliendo
también muchas veces el árbol, clavándose y desclavándose en la amorosa
tierra, como si nada, o quién sabe tras cuantas eyaculaciones frustradas y
terroríficos intentos, el árbol sobreviviente.
Sería pura ilusión sucia como el arte, pero me gustaría poder decir, al
menos auxiliado socialmente por el arte, que estamos aquí caídos en el centro
de la eternidad, los dos juntos, el árbol y yo. De alguna manera así habría
ampliado mi centro hasta el árbol, como asociados ambos en la misma
petrificada asociación o partido político de víctimas.
Es una risa subversiva tambaleándose, una risa al instante gastada y
digerida por las bandadas de ruidos ya muertos que cruzan sin fin.
Sé que han desaparecido los pájaros y los murciélagos.
Estoy aquí solo, con mis manos. Apenas me las veo en la oscuridad, pero
monologo con ellas, porque sé que pueden ayudarme en mi decisión, buen
parroquiano de la España inventada que es y no es, pero que siempre cansa
desde los periódicos, desde las radios y desde la cara de los crédulos policías,
mientras me encojo bien jorobado hasta que el espinazo traza la curva de
ballesta que decía el poeta, y yo sintonizo, con una piedra de galena que llevo
escondida en el caracol de mi oído, dependiente de las lejanas radios llamadas
graciosamente independientes y que me hablan de los campos de trigo ideados
para matar el hambre muy lejos y de la libertad reclutada en otras lejanas
galaxias. Y acá está el campo de trigo, sembrado otro año triunfal más, otro
ajeno otoño de oro. Se aleja hasta la última línea anaranjada del horizonte por
donde fue el último fusilamiento del sol. Es muy cansado mirarlo. Y hay
millones de cosas vivas o asesinadas que no quiero volver a descubrir, pero que
ya descubrirán y están descubriendo otros hombres. Es seguro. Es el tronco
segurísimo del árbol lo que me interesa en mis condiciones, lo que se encuentra
apenas a tres pasos de mi cuerpo glorioso y grávido, en temblorosa y medio
húmeda proximidad, el árbol y yo.
Pegando a él mis ojos, distingo su artístico moho de colores: verdes, ocres y
con sangrantes tonalidades sobre la corteza. Noto la rugosa corteza vieja
renovada de pegajosa resina. También va a colaborar la rugosidad resinosa del
árbol y la flexibilidad joven de la rama a la que ate la soga.
Y quedarán marcadas mis originales líneas dactilares.

33
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Es iluminadora la certidumbre de que lo que yo ate ahora va a quedar


atado para siempre. Es iluminadora y grandiosa la certidumbre de que la fuerza
de la gravitación universal, la atracción de la Tierra, van a colaborar. Es
indispensable su aportación al acto subversivo, al hecho desde siempre
previsto. Ahora sí que da risa verdadera. Resulta magnífica la obvia certeza de
que muchísimas fuerzas del Universo van a coadyuvar infalibles sin que ni una
sola se subleve en sus cuarteles y falle a última hora. Todas las fuerzas del orden
complicadas en este prefabricado juicio sumarísimo. Y digo que mi confusa
muerte no puede ser nada más natural que será, algo que ya está aquí desde
antes de que ocurriera.

Este es el árbol
del ahorcado.

Si bien se mira la muerte es cosa bien divertida así, cosa que hasta se puede
calcular con números. Puede que de saberlo hasta el Jefe de Estado riera, que
reventara muerto riendo en su pertinaz gobierno. Yo no seguiré por más años
aguantándolo dentro de esta insoportable memoria con la que estoy viéndolo
sin que varíe mi pupila podrida cruzada por el rosario de cifras que tengo tanta
habilidad en calcular de memoria. Se acoplan muy bien en mi vieja memoria de
estudiante todas nuestras declaraciones juradas en falso de lealtad exacta, igual
que esta serie o clase de operaciones matemáticas elementales, para las que ni
falta hace pensar. Sé que la masa de 70 kilogramos de mi cuerpo aún relleno de
vísceras tiene de sobra energía cinética acumulada al caer de la rama del árbol,
y que 70 dividido por 2 y multiplicado por el cuadrado de la velocidad v, que es
la raíz cuadrada de 2 por el valor de la gravedad g, aproximadamente 9,8, y
supuesto —claro— que sólo considere la altura h cuando descabalgue de la
rama (porque tengo que estar cabalgando airoso en la rama balanceante
mientras ato la cuerda) y entonces vendrá el golpe seco en mi cuello de toda la
Tierra y toda la eternidad coadyuvando, golpazo absorbido también en parte
por la viva elasticidad flexible de la rama del árbol, de mi compañero de esta
noche. Ha de venir el golpe consolador y seguro que como una forma de olvido
porque no puedo soportar más días sus sórdidas caras. Es un puro cansancio
que tengo la necesidad de arrancarme así, experimentalmente, como el que se
arranca una espina.
Voy trepando con bastante facilidad.
Únicamente dan ganas de dejarlo en suspenso, oyendo como se oyen
susurrar las hojas, dan ganas de interrumpir por un rato los preparativos,
teniendo como tengo tan segura la colaboración infalible de todas las fuerzas
cósmicas existentes y a las que han de subordinarse también, quieran que no,
todas las fuerzas sociales hasta la guardia civil, aunque tenga ese olor a cuartel
que tiene la gente de la guardia civil. Dan ganas de parar un instante. Desde
aquí arriba escudriño con los ojos entre la oscuridad y el susurro vegetal que me

34
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

separa del aire. Miro hacia el fondo de la oscuridad. Podría retroceder


bajándome hasta la tierra, y hasta reconocer que tengo miedo. Pero no es un
miedo enorme. Ni tampoco tengo una fe enorme en que me alegre el revivir
brillante de las cosas bellas, de las hojas, de las gotas de agua o de los colores.
Podría bajar y pisar las hierbas medio secas y escuchar su ruido subiéndome
por la sangre como un consuelo, como un pequeño consuelo. Pero también es
como si todo hubiera ocurrido ya, como antes de las últimas condenas a muerte,
y de las penúltimas, y de las antepenúltimas. Así es que mirando al suelo, al
fondo de la noche, no veo ni una migaja de mito caído por el suelo o por el aire,
ni una miga de mito que yo pueda echarme a la boca. Miro al campo y siendo el
vaho de la noche en mis ojos, eso es todo, el aliento vacío de la noche helada y
cósmica sin nadie más que nosotros los hombres pensando y prohibiéndoles
pensar a los de las antiespañas lo cual daría otra vez risa si no fuera porque
entre tanto los hombres de orden quieren que nos lo creamos todo mientras
ellos hombrean y se lo comen y vuelven a hombrear otro poco, excrementado
en otro rincón, y vuelven a comérselo y a hombrear así sucesivamente. El caso
es que en el cielo empiezan a nacer fijas inmutables enrarecidas y vacías
estrellas de nuevo. Nada más que yo y la rama del árbol sobre la que cabalgo y
también, es natural, los ruidos, susurros y gritos de los insectos y demás
animales devorándose abajo a ras de tierra.
Me quedo derecho, montado tensamente, en equilibrio inestable.
«Silencio. Animales de todo el mundo... Parad en vuestra brutalidad» —
grito.
Y escucho cómo se detienen todos, cómo interrumpen su actividad de
devorar o de ser devorados, de estirar y encoger sus tripas. Pero en seguida
vuelven los mil rumores y quejidos, por la extensión total de la noche, como
suenan las tripas vacías.
«He dicho silencio. He dicho silencio y paz, asesinos».
Y vuelven a empezar. Es igual que los hombres gritando sus ripios sagrados
que estremecen haciéndome saltar de risa el bajo vientre. Tampoco los hombres
van a callar. Por eso da mucha risa, sí, romper el tono triste y solitario de la
noche presente. Y digo: «Oh estrellas — tan bellas».
Me saltan y bailan todas las vísceras del cuerpo y me las sujeto con los
puños. Para qué colocármelas artísticamente hablando en la pernera del
pantalón, si voy a descolgarme ya, cayendo, colgando ahorcado. Pesa esta noche
mi lengua de ídem. Entra y sale ya pronto mi lengua en el vacío como la de un
camaleón que vive de la nada. Se me traba.
«¿Por qué dirán que me mato?» —le pregunto al árbol.
Algunos dirán que me mato porque no quiero ver otra vez la guerra, el
fuego quemando los pueblos blancos y las fauces jadeantes de los hombres que
resoplan matándose. Pero yo sé que no habrá otra guerra, porque simplemente
esto de ahora es peor que cualquier guerra. Esto ya satisface a los que imponen
el orden o nos amnistían. No hace falta más para preservar su honor. Otros

35
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

pocos dirán que me mato para resucitar temprano. Y la verdad es que me


gustaría que no hubiera reloj despertador capaz de resucitarme. Lo pienso
cuando me encuentro todavía acá resollando despatarrado sobre la rama del
árbol. He terminado de hacer el nudo. «Ni tú sabes por qué me mato, árbol» —
le digo. «Te voy a encomendar solamente que me aguantes bien» —añado. Oigo
perros ladrar. Un griterío de perros que se extiende por todo lo hondo de la
noche. Ya sé así que voy a ahorcarme en propiedad ajena, en terrenos bien
guardados. Pero es precisamente el ladrido de los perros por toda la extensión
del horizonte lo que me hace pensar de nuevo que estoy —que estamos todos—
caído en el centro inacabable de la eternidad ésta de siempre. Lo que pasa es
que tengo cansancio de sus caras seculares, que tengo que olvidar la faz
eternamente vieja del Jefe, que me persigue por todas partes, grabada en todas
las estampas, la cara siempre arrugada y macilenta pero que nunca termina de
madurar en cadáver, llena de una agonía que se contagia a todos. «Cuando él
quiera morirse, el siglo que sea, ya nos habremos contagiado de su larga agonía
y muerto todos nosotros» —le digo al árbol—. «Tú ya estarás seco». Tengo que
olvidarme. He de olvidar las caras fascistas y los cuerpos fascistas durante este
siglo, mientras les haga falta, y a lo mejor en seguida comprensivas
indultadoras, tolerantes con los resentidos. Es como matarlos a todos de una
vez. Es como matarlos pero sin que se les muera la memoria, de manera que
ellos me tengan siempre presente. Por eso aún tengo la mala sangre o leche que
es suficiente para desear que quede en sus vidas algo mío en exclusiva, alguna
parte de mi identidad, de mi actual persona en esta soñada patria que hacen y
deshacen como quien recoge miserables cosechas de grano o garbanzo en
campo ajeno.
Se oyen ladrar más cerca los perros.
No me importa que ladren y se acerquen. Sé que sus dueños van a
recordarme para siempre, y que cuando entren en el escusado o caminen
hablando solos, no van a saber si soy un pensamiento o no, o si soy una cosa de
verdad.
No me entra comezón ninguna al oír los perros. No van a llegar a tiempo.
Con mala intención miro taimadamente los cortijos encalados que tiemblan
como tibios pedazos de luna, como si quisieran escapar de acá, pero que no van
a conseguirlo, que son todavía la Tierra. Miro hacia el relieve oscuro y cada vez
más próximo que forman los ladridos, donde los ladridos salpican desde la
noche. Y ansío rabiosamente que por la mañana temprano, con la luz del alba
primera descubra mi cuerpo suspendido un niño de pocos años, quizás una
niña algo asustadiza, para que por lo menos durante toda su larga vida sirvan
de testigos, para que se acuerden de que me vieron colgando por el cuello y con
los pies a dos palmos de la tierra patria.

Los perros no comen muerto, y aún los oigo moler con los dientes.

36
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Dicen los maestros que los minerales están muertos y que las piedras y la
arena del río están muertas. Pero los perros hambrientos se habían comido los
pies del hombre colgado del árbol. Le llegaban muy cerca del suelo los pies e
iba cediendo poquito a poco la rama verde resinosa. Los perros hambrientos se
comieron los pies vivos del hombre muerto. Se comieron los pies que tenían
carne viva y nervios vivos y ternillas que se partían en la boca. Aún los oigo
moler. Es como si mascara y moliera yo mismamente llenándose me la boca de
sangre y de sabor a hombre. Los perros se pasaron toda la noche comiendo pies
de hombre, hasta llegar a las pantorrillas por la mañana.
Tuvieron eso sí que descalzar al ahorcado a mordiscos. Dejaron los perros
los zapatos casi intactos en el suelo, como si fueran a venir los Reyes Magos.
Ya hace tiempo, y todavía no era yo quien soy. Ni siquiera había empezado
este curioso peritaje que ahora estudio. Pero por eso odio más fuerte a los que lo
mataron, a los que me metieron ese ruido de moler pies de hombre dentro de la
cabeza. Es como si yo fuera niño entonces y dejara en seguida de serlo. Y no
obstante con los ojos cerrados recuerdo muy bien cómo eran los zapatos del
ahorcado, unos zapatos duros, grandes como barcos, color canela, como los que
nos daban a los chicos y a las chicas en la doctrina cuando nos aprendíamos de
carrerilla el credo y la salve. Puedo rezarlos ahora muy de prisa, sin respirar.
Me aguanto la respiración mientras rezo como una ametralladora, y se me
nubla la vista con la falta de aire y con las historias infantiles enterradas como
las raíces de una suntuosa naturaleza que se desarrolla desde que tengo uso
prohibido de razón, por dentro de mi alma, una naturaleza en la que crecen
seres como enanos falangistas de rostros brillantes con cuerpos azules
encamisados de pájaros o de vírgenes, y viven pululando santos y héroes sin
vientre que les dé hambre, y también viven gigantes inmensos de panzas
blancas redondas como molinos de viento. No había es la verdad ni una gotita
de aire cuando terminaba de rezar el credo y la salve, mirando yo al hombre
ahorcado. Me metí las manos en los bolsillos y cerré un tanto así los ojos. Veo al
hombre ahorcado, como lo vi: con la lengua fuera que le crece y crece y crece y
crece y crece hasta lamer las botas del Enano vestido de uniforme militar de
gala de fiesta mayor en el centro de un retablo enriquecido de retorcidas hojas
doradas y sinuosas columnas, cerca de donde sale la voz que repite que el
hombre ahorcado se mató a contraespaña, para hacer mal a la patria y dilatar la
pervivencia de algún demoníaco masónico absurdo rito, que se mató sin
respetar que él mismo estaba amnistiado, que su insignificante nombre había
salido en los periódicos junto al de otros muchos hombres y mujeres
amnistiados o indultados graciosamente y sin merecerlo. Escucho la voz que
sale del aparato de televisión que hay encima del retablo en el Casino del
pueblo. No hago el menor gesto de rechazo. «Todavía no han dado los
deportes» —dice alguien a mi lado. «Todavía no» —digo.
Escuchando lo mismo a veces pierdo noción del tiempo igualito que pasa.
Pero he aprendido bien a no replicar palabra, aunque sé cómo tratarlos,

37
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

amnistiando también a algunos de ellos. Veo —quiero decir recuerdo o imagino


o invento— al hombre colgado mientras me falta el aire y voy y vengo en
vaivén, voy y vengo hasta la infancia remota y hasta esta puta prematura vejez
que padezco, vengo y voy desmayándome, y soy en seguida el hombre
ahorcado, un ahorcado intacto y completo al que le hayan crecido los pies y las
piernas igual que hojas nuevas de árbol.
Volvemos el ahorcado y yo, a vengarnos volvemos y para eso regresamos.
Así que me bajo del árbol y estoy vivo.
«Pero yo no soy el mártir del Japón que te gustaba ser a ti, difunto» —digo.
«Vuelves convertido en hombre amnistiado de esta época» —dice.
«Han cambiado muchos mis ideas sobre la forma de martirología para uso
de cualquier futura iglesia militante».
«¿Quieres decir del Partido?»
«Quiero decir de cualquier iglesia militante».
He aprendido mucho de la pobre muerte del ahorcado. Conmigo han
encontrado ellos la horma de su zapato. Ya lo verán. Vuelvo para liquidarlos.
Para eso me hizo Dios. Vuelvo para cargármelos, aunque en el fondo de mi
corazón, como les pasa a ellos, tampoco me gusta matar a nadie. No me
gustaría matar al polizonte que hay en la esquina, en un sitio tan estratégico. Y
por no matarle corro hasta más allá del árbol, de los faroles y del final del
pueblo. Corro atravesando los ensangrentados campos de trigo candeal, y sé
que doy la vuelta al mundo y regreso siempre por el otro lado.
Heme aquí.
«¿Todavía sigue el fascismo?» —le pregunto a un muchacho que hay en la
esquina.
«¿El fascismo?»
«Que quién manda» —medio vuelvo a preguntar.
«El Excelentísimo Señor» —dice.
«Estará ya muy viejo».
Traigo el arma en la mano. Y aunque me apeno por la cara asustada del
muchacho y pienso que podría yo huir esta vez en línea recta tangente a la
curvatura de la Tierra, sé que la rectitud es pura ilusión, es sólo el pretexto para
entrar de nuevo en otro segmento o arco de curva inmensa, y que yo mismo
terminaría regresando a donde estoy después de mucho tiempo. Y sé que
incluso aunque premeditada y pícaramente me alejara levantando los pies
nuevos de los campos de trigo, levitando, trazando en mi marcha de despegue
una ligera parábola ascendente, también acabaría por volver feroz y vengativo
al mismo sitio en que estamos caídos desde el principio el hombre muerto
asesinado, el grueso árbol y yo. «Acaso se muera Su Excelencia de muerte
natural y venga milagrosamente un tiempo lleno de alegría» —le digo al árbol.
Porque de seguro nos encontramos acá para siempre, en un perdurable círculo
celestial.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

No, no fueron unos perros cualesquiera los que se comieron las piernas del
hombre hasta las ingles. Seguro que eran perros hambrientos, escapados, de los
que dicen que tenía la policía de la dictadura portuguesa al otro lado de la raya.
Aquí no había de esos perros sino de los corrientes. Fue una noche con
bocanadas calurosas que subían de la tierra, como si todo el campo fuera ya el
horno de un tejar bien seco y quemado. El caso es que los perros descalzaron al
hombre y fueron comiéndole los pies y las piernas hasta llegar a las ingles por
la mañana. Una mañana con escalofríos por debajo de los delantales blancos,
cuando íbamos al colegio, y de pronto aquel sobresalto del ahorcado sin
piernas.
Yo lo conocía. Era yo muy chica, pero me acuerdo también del hombre vivo
y entero. Y además es mentira que estuviera amnistiado. «Fuera de aquí los
niños. No miren más esa indecencia. Se ha ahorcado por su culpa, porque él
estaba amnistiado» —dijo el guardia municipal bizco de tanto buscar los rojos.
Mentira que estuviera el hombre amnistiado, porque quién va a amnistiar por
ejemplo sus piernas. Me acuerdo de las piernas enteras de él, llenas de vellos
que yo notaba a través de la tela de los pantalones, cuando me cogía en brazos y
me subía encima y me atenazaba entre sus rodillas. Quién va a amnistiar las
manos y los pies de tantos muertos como andan sin pies ni brazos y hasta sin
cabeza por el mundo. Aunque estén enterrados, están todos incompletos y es
igual que si siguieran afuera. Desde los años de tanta gente en las cárceles y de
tanto miedo y gritos patrióticos, es como si estuviésemos de paso. Envejecen los
que mandan y los mandados, pero es lo mismo. Por eso me da gana de tener un
hijo, de dar a luz un hijo que tenga ya intacto dentro de mi cabeza, un hijo con
la forma del hombre, con las piernas suaves del hombre. Sobre todo deseo
ardientemente que no tenga —señores— aquella lengua negra y gorda de
ahorcado, sino una lengua roja y tibia como la del hombre, una lengua que le
bailaba en la boca al hablar, como un pájaro vivo.
«Mismo que ese pájaro que canta ya casi oscurecido en el árbol».

39
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

ESPACIARIO

a Ricardo Zamorano y los suyos

Le parecía que los oía de lejos. Sabía que detrás de la muralla de piedras
amontonadas estaban los presos. Amontonaban más y más rocas y tierra, pero
al otro lado, donde nadie podía verlos. Eran muchos hombres. También su papá
estaba ahí. Decía «papá» por el mucho tiempo que hacía que llevaban sin verse,
porque no la había visto desde un día de la infancia en el mes de julio del año
36. Si no, hubiera dicho «padre» como nombraban a los suyos algunos
muchachos más mayores. El sólo recordaba una cara blanda, como de cera, sin
facciones dibujadas claramente, y además recordaba el fuerte olor a tabaco
negro de las manos, de la boca y de todo el cuerpo.
Iba ahora caminando por la Isleta, calle arriba. Su madre a su lado iba
enfilando con los ojos vidriosos y con la brillante cara levantada, las siluetas
altas de los cuarteles, detrás de la tierra negra de volcán y de las desperdigadas
tuneras silvestres.
«Está ahí, ahí, ahí, ahí» —repetía el muchacho, pero sin hablarlo, en
silencio, por miedo a que su madre pudiera oírle. Luego pensó que lo estaba
pensando como si gritara por un micrófono. Todavía caminaba siempre
cohibido junto a su madre. Vio a otros chicos, que merodeaban alrededor de la
muralla. Le hubiera gustado verse entre ellos, burlándose a veces de los
centinelas —debido a que probablemente esos muchachos no eran hijos de
«rojos»— y mordiendo los tunos bravos, agrios y rojizos, escupiendo la saliva
como tinta colorada, al suelo. No quería creer que la radio decía que ya no había

40
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

guerra civil. Todas las personas —y hasta parecía que las cosas— estaban
siempre con las bocas abiertas, como a la espera de algo importante y tal vez
terrible. Se notaba en la pesadez del sol. Incluso todavía, a veces, sonaban las
sirenas, como si vinieran aviones o barcos a bombardear. Miró los cerros de la
Isleta y arriba las edificaciones, los castillos, mientras estaba junto a la madre,
aguardando al pie de la muralla, que los dejaran, por fin —después de muchos
años de incomunicación— pasar detrás, al otro lado. Le pareció un día igual
que otro hacía tres o cuatro años, cuando estuvieron aguardando horas y horas
a que saliera su papá, pero nunca salió.
Eran días y años repetidos, como los cromos con los que jugaba de más
chico, antes de la guerra. Se acordaba de algunos días en los que se había
asomado a la costa, tras las esponjosas rocas negras, por donde se abría el mar.
De lejos era calmo y llano, una lámina inmensa de luz. Prefirió cerrar los ojos y
verlo así, olvidarse de su constante agonía. Aunque de tarde en tarde oía una
gran salpicadura, como un hervor que saltara de pronto, algo vivo, terrible y
además malvado e interminable, algún principio de mal oculto, que respirara en
el fondo del océano.
«Todo anda empecatado y por eso hay guerras» —había dicho su madre.
Pero él no quería pensarlo. Por eso, con los ojos cerrados, volvió a imaginarse
un mar quieto. A lo lejos, en el azulado horizonte se veían islas insoladas,
blanquísimas, y cruzaban naves maravillosas de barrocos perfiles y soberbios
mascarones tallados en las proas. Era maravilloso y fantástico, pero le resultaba
conocido, igual que si lo hubiera visto o pensado antes. Se recreaba con la
superficie brillante, y allí mismo le parecía ver el cadáver —como un cuerpo
dormido— de una muchacha que flotaba en el agua. No le inquietaba lo más
mínimo, y sin embargo esta vez empezó a dolerle la cabeza. No podía saber
cuándo le había pasado antes igual.
Al principio su madre sólo movía los labios, pero luego las palabras fueron
cobrando voz. Las oyó —estaba oyéndolas— como algo muy absurdo y
antiguo, probablemente tan antiguo como aquella espera al pie de la muralla de
la Isleta.
«¿Te sientes mal? Qué mala cara tienes» —le dijo ella.
El sol caía a plomo sobre su cabeza, a la puerta del Campo de
Concentración. Entonces los soldados jóvenes estaban aprendiendo allí a
desfilar. Marchaban los soldados de un lado a otro, dirigidos por los sargentos.
Oía cómo marcaba el paso, el ritmo de la marcha. «Un, dos, un, dos, un, dos».
Aunque el sol le quemaba en los sesos le gustaba mirar las botas de los
soldados. Mirando las botas se dio cuenta de que él estaba descalzo. Se agachó
en el suelo y siguió mirándose más y más las piernas desnudas que no parecían
pertenecerle, los pies descalzos, entre las pepitas, jugo rojizo y saliva pisoteada
de los tunos silvestres, frutas que ni aun para matar su hambre valían.
«Has agarrado una terrible insolación» —oyó que decía su mamá, y luego
ya no oyó nada más.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Al instante corría un aire fresco, y se dio cuenta de que iba acostado en la


camilla de una ambulancia. Estaban abiertas todas las ventanillas, únicamente
las cortinas bajadas, igual que las guaguas a las que adelantaban por la calle.
Notaba que las guaguas se paraban o aminoraban su marcha. Cruzaba entonces
la ambulancia cerca del Parque de Santa Catalina. Hasta vio en el centro de la
Plaza las flores aquellas grandes rojas, que parecían de papel. Le aliviaba el
golpe fresco de la corriente de aire, porque sentía arder dentro el fuego de la
insolación. Aunque cerrara los ojos.

Era difícil hacerse idea exacta del tiempo transcurrido en el viaje, o del
tiempo por transcurrir. Sólo sabía que estaba allí, en la nave espacial. Ni
después de leer todos los contadores y relojes le era posible saber qué día era,
qué mes y qué año. Estaba él allí, en la nave espacial quieta, flotando
silenciosamente en el espacio, lejos de todas las cosas que imaginaba ausentes,
pero irrecordables, imposibles de arrancar de su memoria muerta. Seguía él
solo, dentro de la cabina, echado boca arriba en el asiento, casi acostado. Pensó
que era aquello como un gran agujero del tiempo, donde parecía no existir
ningún movimiento, nada más la luz fija o parpadeante de miles de estrellas, y
el fluir de su propia sangre. Pensó también que a lo mejor había despertado de
un largo sueño, en una época adelantada dentro de su viaje cósmico.
Para cerciorarse de la realidad, se levantó y fue a gatas —le hacía gracia
aquella expresión— hasta llegar al lucernario. Casi terminó reptando. «Como
un reptil» —pensó. Apoyó la cara, las manos y el cuerpo en el gran cristal y se
deslizó por la lisa superficie, como un caracol. Recordaba con alegría el nombre
de los animales. Pero no se acordaba de nada más. Así vio desde la ventanilla
aquella, el cuerpo de su compañera muerta. ¿Cuántos días llevaba mirando el
cadáver?
Mirando el cadáver se acordó de que lo peor fue sin duda tener que arrojar
al vacío el pequeño cuerpo de Liberta —se llamaba así ella— de Liberta muerta.
Además le venía (por el ripio) un gesto de risa a la cara, mientras observaba la
quietud absoluta del cielo y el cadáver flotando en el Cosmos. Era una risa
helada. Apenas cambiaba el cuerpo de posición con respecto a la nave. Creía él
recordar que durante un tiempo —tal vez la primera semana— flotaba el
cuerpo horizontalmente colocado, boca arriba también, por decirlo así, los pies
un poco bajos y la cabeza cada vez más levantada. Era terrible, y, entonces,
estuvo imaginando un mar quieto con el cuerpo de ella flotando dulcemente. A
lo lejos distinguía una imagen que le parecía muy familiar y gratificadora: un
azulado horizonte, islas blanquísimas y naves maravillosas de barrocos perfiles
y soberbios mascarones en las proas. ¿Por qué se veía a sí mismo como un niño
que mirara esa estampa o realidad hacía más de cien años, un niño mirando tal
vez el mar? Estuvo así un buen rato asomado al lucernario, la cara aplastada en
el cristal, intentando ver algo que no fuera la fría realidad del espacio.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Ya el cuerpo de Liberta había ido adquiriendo verticalidad. Lo veía en esa


posición, sin lugar a dudas. Estaba el cadáver de pie en el vacío,
acompañándole, incrustados probablemente ambos —Liberta y él— en una
terrible enorme órbita que no podía calcular falto como estaba de datos y sin
ayuda de las máquinas y mil laboratorios de la Tierra, pero una órbita —eso
también lo sabía— que existía única, con una determinada ecuación y fórmula.
Creía recordar que el último movimiento que allí tuvo alguna brusquedad
fue el de expulsión del cadáver. Había puesto el cuerpo en la cámara de
lanzamiento y a la vez que actuaba los resortes murmuró: «Estamos aquí,
caídos en la eternidad». Recordó que era una sentencia que Liberta y él siempre
decían en broma, montados ya en la nave. Pero también le pareció que había
dicho en muchas ocasiones idénticas palabras. Le parecía como una oración
gramatical pronunciada por alguien ya muerto. Y esto le hacía, no obstante, que
saltaran de sus ojos, lágrimas de risa. Además era curioso seguir viendo a
Liberta ahí en el espacio, de pie ella, era curioso saber que el movimiento y la
calma absoluta eran iguales allí. Con gran excitación se puso a calcular de
memoria que en la cabina queda alimento —incluyendo el inyectado por un
aparato que hacía penetrar las gotas una a una en su sangre— para un período
de tiempo de 50 años siderales. Se sentía más seguro después de tener algún
dato concreto. Le parecía estúpido no hacer ese cálculo. A lo mejor todavía cabía
alguna posibilidad de establecer contactos con la Tierra. Leyó los
radiogoniómetros. Le costaba trabajo hacerse una idea ni siquiera aproximada
de dónde estaba en qué parte objetiva del Cosmos. 50 años. O muy poco más,
tenía por delante.
Sintió un fuerte frenazo, y en seguida de nuevo el zarandeo, y los golpes
del viento sobre las cortinillas y sobre su cabeza, revolviéndole el cabello. Era
un contraste muy brusco en comparación con la quietud y limpio silencio de la
nave espacial. Estaban todavía al otro lado del Parque de Santa Catalina. Parecía
mentira que hubieran rodado tan corto trecho. Era también un gran contraste la
concreción exacta de este sitio, que tan bien conocía, y encontrarse perdido en el
espacio, dentro de aquel extraño vehículo. Miró los kioscos de periódico y la
larga calle de León y Castillo, la esquina gris que enfilaba hacia la casa de su
infancia, la casa siempre con el ruido del mar, y el pequeño patio abarrotado de
vegetales. Le gustaba y al mismo tiempo temía un mundo así de real. Llegaba
hasta su cabeza un gran escalofrío, y su mente se iba aclarando, cobrando
serenidad. Incluso se sintió como si fuese más mayor, de más edad, ya un
hombre que pasara casualmente junto a la casa de su niñez en el Puerto de la
Luz. Conoció la esquina de su calle, sin ninguna duda. Sentía que él debía estar
todavía allí, pero en cierto modo lo sentía como algo alejado, como se sabe de
un mundo antiguo en un libro.
Sabía que su madre seguía en la alcoba, detrás de las grandes macetas de
plantas verdes exuberantes —casi como árboles— del patio. Debía de estar
dormida, porque no hablaba. Recordó él que hacía ya un largo rato de siesta

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

que su madre dijo: «Éntrate que vas a agarrar una insolación». Entonces no
podía parecerle irónico este aviso. Luego el cielo había ido nublándose
rápidamente. Miró el cielo nublado. Cruzó el patio y el zaguán y salió a la
puerta de la calle.
Sabía que el abuelo había muerto hacía pocos meses, pero no le importaba
en absoluto. No quería recordarlo. Se encontraba allí, en la acera caliente de la
que subía un fuego de horno. Veía el cielo esmerilado y turbio. No llovía en
muchos meses. Desde mayo —poco después del entierro del abuelo— no caía
una gota, y estaba en una tarde de setiembre a la hora de más calor y cuando en
medio del silencio se oía más vivo y constante el ruido del océano. Se pasó un
rato oyéndolo, y en seguida rompió a llover con fuerza sobre el suelo caliente,
como si hubieran estallado de golpe las nubes. Era una alegría. Chorreaban
sobre su cabeza y su cuerpo, y sentía su aroma excitante y extraño, el olor
siempre nuevo de la tormenta. Apenas se movió. Aguantó todavía un rato. Se
evaporaba el agua nada más caer sobre las piedras y el cemento ardiente de la
calle. Subían del suelo masas difusas de vapor que se deshacían en la sequedad
del aire. Lentamente se levantó él del suelo y despaciosamente se acercó al
portal y se refugió allí. A través de las nubes de vapor y del telón de la lluvia
miró hacia el comienzo de la calle, hacia donde cruzaban la fila incesante y
rápida de autos. Era una imagen exactamente inversa a la que veía, unos
segundos, entre las cortinillas de la ambulancia. Desde el otro lado, desde el
portal, alcanzó no obstante a distinguir a una muchacha empapada y con el
pelo revuelto por el aguacero. Estuvo él viéndola venir. Se refugió la muchacha
en el portal, riendo, sacudiéndose el agua como un perro. Durante unos
instantes no supo él distinguir todavía quién era ella. Pero en seguida le pareció
mentira no haberse dado cuenta antes de que era Carmen. «Tú también te has
mojado» —susurró ella, acercándose. Carmen de seguro sabía que la madre de
él estaba dentro, detrás de las frondosas plantas. Les parecía a los dos que
sentían a la madre dormir detrás de las macetas. Por eso iban andando de
puntillas hasta la otra esquina del portal. Se acercaron uno al otro, con las
manos abiertas, como si se vieran por primera vez. Por primera vez se tocaban,
torpemente. Se tocaban las caras temblorosas, los labios fríos y los cuerpos
como de pescados vivos. Estuvo él acariciándola, sintiéndola como una parte
nueva de la totalidad de un mundo inmenso e ignoto que todavía le quedaba
por descubrir. Era suyo, como el olor fuerte del mar y de la lluvia, aquel olor a
cuerpo mojado y trémulo de Carmen, el tacto de los muslos y las rodillas, y el
vientre pequeño terminado en el sexo que se contraía según lo alcanzaban las
manos. También notaba por primera vez el sudor de las ingles y el tacto áspero
de los escasos vellos. Notaba él una ola de felicidad, una sensación de alegría
terrible que nacía en aquel tacto y le penetraba a través de las yemas de los
dedos y las uñas. Y también temblaban de miedo. Aunque quizás fuera
después, cuando Carmen sólo llevaba puesto el traje de baño azul, en el cuarto
de arriba. Estaban echados en la oscuridad, atentos el uno al otro y al mismo

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

tiempo a la noche, al fulgor jadeante de la marea. «Qué bien estoy». «Y yo».


Tenían miedo, pero brillaba por todo su sangre la alegría. Cada rincón del
cuerpo de ella le parecía ella entera. Se incorporó en la cama y sintió penetrar su
cabeza sudorosa y sus hombros en aquella oscuridad, en el mundo enorme y
maravilloso que los acogía y escondía del terror, en un aire tibio antiquísimo y a
la vez en eterno presente. «No te vayas nunca» —dijo él.
«¿Qué dice usted? Está muy inquieto».
Vio a un enfermero de traje blanco, que iba a su lado en la ambulancia,
sentado junto a la camilla. Ahora estaban herméticamente cerradas las
ventanillas de vidrio esmerilado, aunque —extrañamente— dentro hacía fresco.
Sin duda el rodaje era más suave, sin zarandeos. No se atrevía a calcular por
dónde irían ya en la larga calle, quizás llegando a Triana, o más allá, hacia
Vegueta. Sobre todo le extrañó no haber visto antes al enfermero, y, más que
nada, que le llamara de usted, tratamiento que nadie solía darle, sólo por su
edad sino porque últimamente andaba descalzo. Hasta el momento los ricos
habían tenido el monopolio de todo, de la cultura, de la patria, de la educación
y urbanidad, pero siempre la Historia había sido una lucha, económica hasta lo
más profundo del ser —recordó muy fuertemente esta expresión— una lucha
entre poseedores y desposeídos, señores y esclavos, patricios y ple... Se
descubrió pensando, con las mismas palabras de su padre, enajenado y
paradójicamente con una gran lucidez.
Estaba arrimando canastas llenas de piedras negras al otro lado de la
muralla, bajo un sol brillante que sin embargo apenas le quemaba. Se sentía
fuerte y seguro de sí mismo. Estaba allí, al otro lado de la muralla militar del
cerro de la Isleta, en aquel campo de tierra negra de picón plagado de tuneras
silvestres de fruto rojo y recorrido de cientos de conejos, en ese campo
prohibido que tanto envidiaban los chicos.
Levantó en alto una canasta llena, y la transportó al hombro hasta la otra
punta, donde bullían algunos compañeros, cerca de la figura erguida del
centinela. Llevaba, a pesar de todo, la cabeza levantada y la boca contraída en
un gesto duro pero hermoso. «¿Qué piensas del problema canario?» —le
preguntó otro preso, flaco y moreno. «Mal que se empeñen no podrán parar el
tiempo, nosotros somos también pueblo, y, donde quiera, la vida debe ser hecha
digna de ser vivida» —dijo, aunque escuchó su propia voz como si sonara
ampulosa y hueca. Oyó entonces los pasos del oficial, que venía acompañando a
aquel tipo altón que era jefe de Falange. «Oiga, Perdomo, ha tenido usted la
suerte de que le caiga una pena de muerte a la lotería» —se rió forzadamente.
No contestó él. Ni siquiera quería contraer un sólo nervio de la cara. «Eh,
Perdomo. Se ha pasado usted la vida jugándosela a las quinielas del frontón, a
los galgos y en todas las rifas de la isla, y ya ve» —repitió el falangista.
«Está usted muy inquieto» —volvió a decir el enfermero, que iba
elegantemente vestido con un traje blanco. Descubrió él que no era una bata
corriente lo que llevaba, sino un traje blanco abotonado hasta el cuello.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Desde el lucernario, torciendo la cabeza, miró hacia el lado donde creía que
debía estar la Tierra. Estuvo imaginando el globo de la Tierra en la parte más
negra del Universo. El problema mayor era calcular las extrañas coordenadas
bajo las cuales veía los astros conocidos, las estrellas y constelaciones. Virgo, y
Arturo, tan luminoso. Creía, además, que no iba a valer el cálculo para nada. Lo
indispensable hubiera sido que le sacaran de aquella órbita, avisar fuera como
fuera. Si no lo conseguía podía ser que alguna vez regresara la nave a este
mismo punto o a otro similar. Pero daría ya igual. De modo que, para
cerciorarse de que existía el movimiento real, no le quedaba más remedio que
seguir mirando el cuerpo de Liberta, ver si se producía alguna deriva evidente
en la marcha del cadáver. Apenas había cambiado de posición, no obstante,
desde la última vez que lo miró. Si acaso tenía un poco más abiertas las piernas,
como si estuviera viva y tratara ella de incitarle sexualmente.
Pensó que todo era asqueroso desde luego, y que no sabía por qué había de
emprenderla contra Liberta; de enfilar contra ella la rabia general, una ira sorda
que experimentaba él mientras miraba las brillantes estrellas y se sentía parte
inevitable de todo aquello. Sólo el pensamiento racional frenaba su odio y su
deseo agresivo de saltar también él al vacío en busca del cuerpo de Liberta.
Todavía funcionaban las baterías de iluminación interior de la nave y en los
termómetros vio que la temperatura ambiente era perfecta 19.4 grados C, y
también normal la temperatura de su organismo. Tal vez había envejecido más
de la cuenta pese a la adición de substancias revitalizadoras en los alimentos.
Accionó el sistema de espejos y se miró las canas y los pelos blancos del pecho.
Tampoco era como para alarmarse tanto de su envejecimiento. Iba muriéndose
poco a poco igual que todo el mundo. Pero le quedaba sin duda mucho tiempo
por delante. Más que otra cosa lo que le molestaba y a la vez le hacía reír de
rabia era comprobar que la nave espacial resultara un sitio tan inmóvil y con
tantas posibilidades de no llegar a ningún sitio jamás.
«¿Eh, me oyen? Estoy aquí» —gritó por los aparatos.
Nadie respondía. Desde luego que, como sentía un impulso violento y
malvado cada vez que miraba el cuerpo de Liberta, dejó él de observar por el
lucernario en aquella dirección. Le era sin embargo imposible arrancarse de la
imaginación la imagen de él mismo saltando al espacio, haciendo contorsiones
como un equilibrista y movimientos de nadador, para llegar al fin hasta Liberta,
tocarla, abrazar su cuerpo menudo, comenzar un baile en el vacío que
terminaba con la caída de pantalones de Liberta y con el tacto frío helado de su
endurecida carne como la piedra de una estatuilla. Persistía su agresión
incomprensible contra su compañera muerta. Se puso a trabajar un rato
incluyendo datos hipotéticos en las computadoras interiores y estudiando los
resultados de los cálculos casi instantáneos. Lanzaba de poco en poco la misma
llamada por todas las ondas alcanzables de la radio: «Eh, ¿me oyen? ¿No me

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

oyen?». Se echó a reír como loco por la radio. Nadie le hacía caso. Se puso a
pensar que no es que el viaje espacial suyo no fuera perfectísimo. A lo mejor
resultaba que había sido calculado por alguien para que quedara así, sin
retorno. Un viaje proyectado además para conocer en comportamiento en
soledad de una pareja humana que no camina, que no bebe, ni come, ni defeca
normalmente.
«Si hay alguna imperfección estará en la mente del que calculó unos datos
tan perfectos» —se le ocurrió vocear por la radio, entre carcajadas.
Tenía que calmarse, para poder trabajar con todos los aparatos que aún
respondían. La culpa de estar allí había sido nada más suya y no tenía por qué
echarle la culpa a nadie. Fallaban sólo algunas conexiones de su memoria.
Empezó a concentrarse en algún próximo pasado. Mientras trataba de recrearse
observando la maravillosa belleza del universo, las estrellas y galaxias
sorprendidas en su más asombrosa quietud aparente.
«Todavía se resiente su cerebro».
Ni aún comparándola con la absoluta quietud espacial de donde llegaba, le
parecía violenta la marcha de la ambulancia, que se deslizaba sin ruido pero
probablemente a gran velocidad. Le alegró reconocer primero el perfil y en
seguida el gesto amable y circunspecto del enfermero, del hombre del traje
blanco. «Todavía se resiente su cerebro» —repetía. Sonrió él agradecido. A
causa de las ventanillas esmeriladas no podía ver las calles, pero esta vez sí era
seguro que ya tenía que haber atravesado toda la alargada ciudad, desde el
Puerto de la Luz a Vegueta o más. Se puso a imaginar algún hospital militar al
otro lado del cementerio. Entonces le volvió la idea de que iban a fusilar a su
padre, quizás allí mismo, o en el mero Campo de Concentración de la Isleta, o
quién sabía si sobre la cubierta de algún oscuro barco en alta mar rumbo a la
Península, para arrojar el cadáver al agua y san se acabó. Le entraron ansias de
decirle algo al enfermero. Trataba él de incorporarse. A lo mejor debiera rogarle
al enfermero, pedirle que hiciera parar el vehículo y que le dejara apearse. El ya
estaba recuperado de la insolación. Se bajaría allí mismo, y echaría a correr por
la extendida ciudad, de vuelta otra vez al Puerto de la Luz, las mismas calles,
las mismas esquinas, los mismos cines. Correría desesperadamente —aunque
comprobó que no sólo iba descalzo sino desnudo de medio cuerpo para arriba
— correría vuelta la cara hacia el mar, sintiendo fuerte la brisa golpeándole los
ojos, oyendo hablar a su padre por debajo de la respiración del mar y de las
sirenas de partida de los barcos extranjeros inalcanzables. Imaginaba a su
padre, erguido, digno, con una sonrisa iluminada, diciendo: «Sólo gracias a
aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza» ¿Por qué? ¿Por qué tenía que
ser así? ¿Dónde había leído aquella frase a primera vista contradictoria? Quería
él encontrar alguna razón que le aclarase la sinrazón de aquel mundo doble. Lo
sentía como un sueño: la nave espacial y los aparatos no del todo extraños,
aquella fría lejanía de los astros. Una verdad contradictoria que le hacía crecer
como otro hombre, pensar con más lucidez y precisión. Miró al enfermero, que

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

no le hacía caso. Sentía otra vez el mareo. Aún quería sujetarse, asir la realidad
presente de la ambulancia en marcha, las ásperas telas o lona de la camilla a las
que se agarraba con ambas manos. Y pensó con más fuerza en su padre, el
hombre que iban a fusilar. Lo veía un instante entre los otros compañeros, y, al
fin caminando entre soldados con fusiles al hombro y caras hoscas y manchadas
de sombras.

«¿Me oye alguien? Me cago en todo» —dijo en alfabeto morse y en seguida


a todo reír. Durante un rato estuvo grabando sus risotadas, para que las
máquinas las lanzaran incesantemente al espacio, por si alguien las recogía a su
debido tiempo.
No miraba ya el cadáver de Liberta, porque le embargaba aquella pesada
sensación de culpa. Sin duda había discutido con Liberta, habían disputado
sobre un problema de horarios. Recordó que incluso la había golpeado. Se había
levantado él del asiento, haciendo un esfuerzo natatorio y había avanzado hasta
tropezar con el gesto altanero de ella. Luego, la vio retroceder temblando. Vio el
delicado y pequeño cuerpo conmovido entero por el llanto, por los infantiles
sollozos. Le dio a él pena cuando la vio caer al suelo. Era una escena
perturbada, perdida en alguna parte y hora. La veía —como recordaba los
maniquíes de la exposición del espaciario— el cuerpo derecho bajo la azulada
luz, los senos clavados en la tela del traje, senos hechos de una substancia dura
inorgánica capaz de resistir el ciclo de la vida y de la muerte. Un maniquí como
Liberta detrás del cristal de la gran vitrina con el fondo del mapa artificial del
cielo y los encendidos luceros. Desde luego que le parecía todo aquello un
efecto de la iluminación especial del recordado museo. Claro que habían tenido
enconadas discusiones, después de años y años de estancia en la nave. Sintió de
nuevo mucho odio contra los que habían ideado aquel largo viaje, quienes
quiera que fueran. Ocho años. Le vino de pronto aquel dato a la memoria.
Ocho. A lo mejor las cosas y los hechos seguían todavía programados y eran
resultado de algo previsto. Desde las primeras expediciones terrestres al espacio
los planes habían sido hechos y seguidos con absoluta exactitud, y también se
ordenó la vida cotidiana de los cosmonautas, las repetidas micciones, la forma
de eliminar las heces fecales y de poder accionar sexualmente en tales
estrechuras. Nadie sería por tanto responsable de ocho años de vida encajonada
en el blanco laboratorio. Nadie.
Se acercó a gatas a la máquina directora y observó el movimiento de los
ábacos que habían estado calculando Liberta y él acostados allí juntos. De una
ojeada se dio cuenta de que se aproximaban a la mínima distancia orbital y que
los contadores señalaban que la nave estaba siendo arrastrada, atraída desde la
Tierra.
Miró otra vez el perfil imperturbable del hombre del traje blanco. Observó
la forma semicilíndrica perfecta del techo de aquello que creía ambulancia, los

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

termómetros automáticos señalando 19.4 grados C en los dos extremos.


También se miró el pecho desnudo cubierto de vellos canosos, y los brazos y las
muñecas. En la muñeca izquierda se fijó en la chapa de reconocimiento en la
que se leía el número de Seguridad Social 510 56 0635 y su referencia:
«Originario - Isla Gran Canaria». «Todavía se resiente su cerebro. Sin embargo
creo que se habrá dado usted cuenta de que soy un paramédico del Foro, de la
Federación» —dijo el del traje blanco, hablando dulcemente.
«Claro».
«Todavía se resiente en los choques eléctricos, pero usted mismo los
autorizó».
«Recuerdo» —dijo él, mintiendo.
«Verá...» —dijo el hombre del traje blanco, y se incorporó un poco. Puso
una voz si cabía más dulce:
«Lenín Perdomo, han quedado suficientemente probados los hechos. Usted
mató a su compañera y luego arrojó el cadáver al otro lado de la lámina vítrea».
Se dio cuenta de que el sueño era el otro, aquel puerto, las sucias calles de
aquella ciudad con olor a alimentos en descomposición, a fritangas ácidas, a
bebidas alcohólicas y a sudor humano. El sueño eran las murallas de piedras
volcánicas y los hombres presos. Incluso aquel hombre que iba a morir con
aquella mirada digna, era mentira. Al otro lado del vehículo cilíndrico se abrió
una puerta que daba a una sala cuadrangular terriblemente blanca. Esto era lo
verdadero.
«Pase usted» —dijo el hombre del Foro.
Flotaba una lejana música indirecta y melosa. Se acordó entonces de Liberta
y del aparente temblor que le daba a ella la luz de la vitrina de la exposición
retrospectiva. Parecía que le hacían cosquillas y que se reía Liberta, sin parar.
Iba él explicándole en broma, con voz de falsete, la magnitud de la exposición:
«Ahí están los exvotos ofrecidos por los primeros cosmonautas, las sillas
ortopédicas voladoras, los bacines cósmicos de los millonarios, los primeros
automóviles extraterrestres y el milagro austral del primer presidente
evangelista de los Estados Unidos...» Se pegaba esa luz a la forma espesa del
cuerpo de Liberta e incendiaba su cabello y su rostro, formando un halo como
de estampa. Recordaba él las maquetas minuciosamente construidas de las
naves espaciales, los objetos cuidadosamente conservados y los muñecos, la
sonrisa de un maniquí tras otro, los maniquíes predispuestos detrás de los
cristales como en sucesivos escaparates de comercios, y, detrás, el mapa del
Cielo.
«Comprenderá usted que con esos datos el circuito jurídico no podía dar
otra solución que la que ha dado».
Se calló y pensó o dijo: «Imagino». Pero no se oyeron sus palabras. Notaba
que el mundo blanco era ya la establecida realidad, la que no quería admitir
contradicciones. «Imagino» —repitió en voz alta, aunque seguía notando esas

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

contradicciones, o irracionalidades que le hubiese gustado razonar si hubiera


tenido siete vidas por delante.
«El circuito ha comunicado orden de liquidación administrativa» —dijo el
otro.
«Entiendo».
«Podrá usted elegir, desde luego, la forma en que quiere que se
interrumpan sus funciones cerebrales» —aclaró en el colmo de la dulzura el
hombre del traje blanco.
«Me gustaría que disolvieran mi cerebro en alcohol etílico» —dijo Lenín
Perdomo, y conoció entonces, por primera vez, una sonrisa ciertamente
humana, casi brutal o alegre, en la cara del otro.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

LA MUJER DE LA CICATRIZ EN LA CARA

a Antonio Martínez Menchén


y a Andrés Sorel

La veo por primera vez en la vida, entre este raro temblor incesante del
suelo y la luz que retuerce las cosas hasta borrarlas del mundo. Descubro la
perturbada simetría de su cara. Pero no es sólo el insoportable temblor lo que
rompe su rostro. Ocurre además que la mujer tiene en la mejilla izquierda una
gran cicatriz que me parece hecha por el tajo de un cuchillo recién tallado.
No me importa en absoluto la honda marca rojiza cruzándole ese lado del
rostro de parte a parte. Apenas me inquieta. No hay nada extraño ni terrible en
esa marca. Ni descubro contradicción alguna entre el aspecto magnífico de la
mujer y la cicatriz misma. Desde luego nunca antes había yo visto a esta mujer.
Es imposible olvidarse de un encuentro así. No sólo la roja cicatriz, sino esa
personalidad tan lejana, como de otras regiones. Sé que, ahora —entre el
temblor— hay otros hombres y mujeres. Distingo los pequeños saltos y
movimientos de aves de sus cabezas. Avanzo hasta aplastarme un instante
contra el cuerpo alto, esbelto, erguido, de la mujer. Pero no se conmueve ella en
absoluto bajo el golpe seco de mi sexo y mi vientre a través de las ropas. Me
aparto. No parece posible estar soñando un mundo como el que entreveo al otro
lado del hielo endurecido: secos y pelados altos troncos de árboles con
brillantes diminutos soles ahorcados arriba, mientras continúa el temblor de la
tierra. Voy embriagado, pero sin miedo. Sigo entre esta masa templada de
cuerpos, brazos y piernas de gentes erguidas y serias. Miro en los reflejos

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

interiores del cristal de hielo, trozos, fragmentos poco concretos, pedazos


sangrantes, que a veces se integran hasta fundirse en otra mujer igual a la que
está silenciosa y palpitante a mi lado.
Es ella lo único que me importa. No me inquieta verdaderamente el mundo
que estoy soñando al otro lado del cristal: los brillantes soles prisioneros
colgados de los troncos y una gran zanja o barranco como el lecho de un
ahogado río o como si se hubiera abierto la tierra y las cuevas. Nada me
asombra demasiado. Todo lo que veo son cosas que he visto aparecer antes,
cosas seguras, una ciudad semejante —u opuesta— que ha tenido que existir,
que renacer, mientras observo a la mujer morena. De golpe me doy cuenta de
que estoy observándola largamente, aquí, ahora en la plataforma del autobús.
Me descubro en este mundo conocido y tedioso al que estoy volviendo, cada
segundo con más claridad en mis ojos. Lo que observo de la mujer no son
párpados, sino signos de párpados, signos de manos —ni siquiera remotas
huellas de manos marcadas sobre la pared de una cueva— signos de delgados
tobillos y largos muslos.
Son excitantes signos, pero no me satisfacen por completo. Tal vez la mujer
subiera al autobús en la parada anterior a la mía. Es imposible que venga de
más lejos, que viva en los apiñados sórdidos barrios que hay alrededor de la
calle de López de Hoyos, llenos de gritos y de rostros lívidos de gentes que se
aglomeran en el borde de las estrechas aceras o se asoman como animales
asustados e indefensos a las sucias bocacalles.
Necesito mucho acercarme de nuevo a la mujer y tocarla, pero no tengo
valor para hacerlo. Rodamos bajo el cielo oscuro del atardecer, entre hileras
lentas de autos y danzantes perfiles de casas. Noto que la mujer —una refinada
sonrisa en la parte cortada de su rostro— se abre paso entre los viajeros,
dirigiéndose ella a la salida. Tengo que seguirla. Inevitablemente tengo que
seguirla. Temo si no quedarme perdido y solo en este viaje, en este cerrado
espacio en absurdo movimiento, sin poder huir nunca. Voy detrás de ella por el
pasillo del autobús, como si detrás de nosotros se hiciera el vacío y no quedara
nada.
Miro a mi alrededor y la gente no parece sentir tanto frío. Meto mis manos
yertas en los bolsillos e la gabardina, mientras avanzo todavía por el pasillo del
autobús. He de retrasar el ansia, la premura de mis ligeros pasos.
Sí, es un mundo inevitable. Respiro —abiertas y temblorosas las aletas de
mi nariz— la sequedad del aire, el aire de la estepa, pero cargado de un humo
sofocante. Tengo que cambiarme de acera para disimilar mi persecución. Sin
embargo continuo rozando con mis ojos el perfil donde está la honda marca
rojiza —de tan obvia semejanza— que desencadena en mi corazón un sordo
deseo. Voy haciendo guiños incontrolados de alegría. Me es fácil darme cuenta
después de que los hago. Sé que en ocasiones aparecen en mí estos gestos
mientras imparto mis clases en la Facultad. Tengo que saber quién soy, que
cobrar conciencia de mi respetable profesión. Tengo que saberlo para poder

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

controlarme. Aunque ahora nada más que el ansia de alcanzar el rostro rajado
—la vulva rojiza de la cicatriz— imprime velocidad a mi marcha. Adelanto a
personas que ni siquiera me detengo a mirar. Voy [legado a las verjas duras y
frías del Museo. Hay un jardín entre lo oscuro, con estatuas blancas y árboles
deshojados. Miro hacia el jardín, tras los barrotes. Miro para separar mi deseo
del cuerpo de la mujer de la cicatriz. Hago huir mi mirada entre los árboles
invernales ahogados entre las edificaciones del Museo y las estatuas. He leído
cien veces el letrero que hay en el jardín: anuncia una reproducción
¿subterránea? de las cuevas y pinturas paleolíticas de Altamira. Lo estoy
repitiendo en mi corta memoria de profesor en celo. Es el anuncio lanzado atrás
decenas de miles de años lo que hace retemblar de risa mis tensas patas, como a
ciego bisonte perseguido, mugiendo roncamente entre los autos.
Desde el cielo está vaciándose toda la luz sobre la tierra. Está cayendo la
inmensa fulgurante claridad. Se vierte sin parar —como un derrumbamiento de
tierras ardiendo— esa luz, sobre las rocas, sobre el agua endurecida, sobre las
montañas vivas llenas de gritos de animales y de ecos de gritos de animales,
que quedan resonando para siempre. Hasta la muerte. «Porque todo morirá
menos yo. Yo no, no, no, no, no, no».
«Ella tampoco debe morir». Pero no quiero pensar ahora. No quiero pensar
en ella ni en nada ahora. Tengo que taparme los ojos con las manos. Tengo que
cerrar luego los ojos enrojecidos, cegados por la luz diurna. Ojos escapados del
fondo, de lo oscuro de la caverna. Ojos irritados por el trabajo junto al fuego,
por el polvo provocado al raspar con el buril de piedra las rugosas paredes, por
el humo de la derretida grasa viva del animal mezclada con la tierra, mezcla
que ha sido el comienzo de la caza verdadera. Ha comenzado la caza con esa
terrible ansia y concreto deseo. Yo lo quiero. Yo. He comenzado —yo, el hombre
que sabe— por apelmazar los colores, la grasa hirviente del animal vivo, la
materia, la sangre, sobre los salientes relieves de la pared de la cueva,
acariciando ya los relieves, ya formando pechos, piernas y redondos calientes
vientres de animales poseídos, animales vivos moviéndose por fuera,
temblando, respirando, amontonados en el angosto espacio oscuro de la
caverna. Palpitan los animales con la llama de la antorcha, jadean abriendo sus
narices y pretendiendo huir inútilmente. Ha comenzado así, como en un sueño
verdadero. «Son míos, toda su carne es nuestra» —rezo. Tengo los
cuasianimales, efigies vivas ya, en el comienzo del acto de la caza, en la caza
que la mujer que sabe acecha a mi lado. «Ya». Veo chispear su sonrisa entre las
llamas. «Ya van a ser nuestros» —dice ella con los ojos manchados de rojo
fuego. Veo el cuerpo de ella y su rostro construidos de trozos de rápidos reflejos
y cicatrices. Poseo palabras para nombrar los animales todos, todas sus partes y
movimientos. Palabras para cada trozo, cada palpitación, cada gesto sutil, y
conozco modos de verbos sin número, para expresar todos los deseos de cazar,
sospechas, todas las acciones desde todas las posturas —¿cómo puede uno
emplear el mismo verbo para mirar a una cierva o a un bisonte ciego, o para

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

gritar acostado en sueños o mientras cazas o en la ferocidad de la lucha?—


verbos para todas las horas, alabanzas, miedos, sobre todo los miles de miedo.
Sé todos los escorzos y formas, para señalarlos a los jóvenes o a los niños, que
todavía no pueden representar lo que ven, que no saben sino pintar lo que
piensan o temen. «Atención» —les decimos— «Atención». Pero han de
aprender a sentir lo verdadero todos los miembros del grupo. Por eso me dirijo
a la mujer que sabe, y le señalo la pintura casi terminada en la pared de la
cueva: «Mira aquí las bestias huecas, pero cuasi vivas. Están huecas como lo
está la llama. Nada arde en su corazón de gases, pero el fuego está por fuera
vivo y es verdadero» —le digo. «Mira ahí las bestias huecas y vivas que andan
buscando su carne». Así gritan ahora, están gritando todos los cazadores,
repitiéndolo, repitiéndolo, hasta quedar roncos. Y las montañas vivas, sobre las
que se vacía la luz del sol y las auroras boreales, tiemblan de gritos calientes. He
comenzado así yo antes que nadie la caza. Yo. Yo. Yo. Yo. He comenzado así...
...He comenzado así. Entienden ustedes, me refiero al artista o mago o
hechicero, la magia real. Sospechar que porque un pueblo no tiene una
tecnología o una industria desarrollada o mejor dicho extensiva, no posee un
lenguaje rico, me parece —con perdón— una estupidez. Pero, sí, hay que hablar
de la magia de la caza real, no como nebulosos orígenes sino como labor que
repetimos cada día en nuestras demarcaciones. Los pequeños espacios, los
techos bajísimos —casi hay que andar a gatas— la aglomeración de los
animales, que me diga, de las pinturas, nos indica que no se trata en modo
alguno de una decoración. Pero, ¿quiénes eran aquellos hombres, tan distintos a
los hombres del neolítico y a nosotros mismos? ¿O no? El hombre y la mujer
que saben la magia son dos más entre el grupo, entre la horda de cazadores
profesionales. Los artistas son allí, más que en ninguna otra ciudad, cazadores
que tienden la trampa de la magia saltando sobre un abismo que va del tiempo
—esa inmensa y fulgurante claridad y desnudez de fuego del mundo exterior—
¿o qué otra cosa es el tiempo? desde el tiempo, he dicho, al deseo... me
encuentro entonces siempre con los ojos de la chica que se sienta en la primera
fila y no puedo evitar su sonrisa, la sonrisa reflejo de mi locuacidad, ya lo sé...
Se trata, repito, de unos cazadores que anticipan lo deseado —ni más ni menos
— que sobre todo conocen cada parte, cada palpitación, cada gesto sutil de
animal, cada pedazo —imaginemos que jerárquicamente distribuido: cuello a ti
y entrañas calientes a mí— pero distribuido para sustento, para llenar el vacío
del estómago: el ansia de seguir viviendo en un mundo donde todo es concreto,
terrible y verdadero ¿O es de otra manera el mundo? Algo más terrible que el
más terrible sueño o pesadilla, dirán ustedes. Imagino —perdónenme— que ya
han leído ustedes ¿por qué casi nadie ha traído hoy el libro a clase? que nada
había menos simbólico que esta acción paleolítica de arte o caza que esta acción
objetiva, tan del mundo empírico, sensorial y concreta como un hecho más o
como el bocado de un agilciervo o ciegobisonte ¿O es el concepto que aparece
en los textos de lo que es simbólico, un concepto muy pobre? Ríanse si quieren.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

El hombre que ha deseado poseer ha poseído así, mágicamente, como el joven


que se guarda en el bolsillo la fotografía de su... Tina agitando al reír su ola
negra de pelo, claro que puedes venir al cubículo cuando quieras, mientras miro
tu frontalidad, pienso en tu frontalidad mostrada en esas ceñidas ropas, y
puedes echarte en la mesa abriendo lo que den de sí tus largas piernas
perfumadas... Repito que cabe preguntarse quiénes eran esos primitivos
cazadores y pintores, pero ya la pregunta debe de ir seguida de una actuación.
Yo. Yo. Tengo que mirar al cielo de nuevo con mis enrojecidos ojos, un
tremendo cielo que sigue abierto, fulgurante, escrito de gritos de animales
temblorosos de roja carne y apetitosas entrañas. Digo que tengo que mirar yo,
yo y los cazadores. No animales humanos paralizados mirando con estupor a la
muerte —me quedo mirando fijamente a un punto de la clase, a la cabeza del
más idiota de los muchachos y paseo mi mirada por todos los estudiantes— no
animales paralizados, sino nosotros. O yo, el cazador-mago. El cielo es la luz y
es la noche y abajo la cueva-ciudad habitada durante generaciones, tal vez no
por menos tiempo que las ciudades de los hombres considerados sedentarios,
ciudades-granjas o ciudades-cárceles. La de los cazadores es la primera ciudad
donde es posible caminar, aunque a ratos sea a gatas, caminar buscando una
trayectoria humana, sin miedo a encontrarse con algo más terrible que un leve
desorden... No me siguen ya, noto que no me siguen. Claro, permítanme
preguntarles. ¿Transcurridos milenios fueron solamente los cambios en la
domesticidad y el cultivo los que propiciaron la aparición de los hombres de las
realidades abstractas? ¿O no es todo convención...? Me refiero al concepto de
símbolo, claro...
...El cielo es la luz y es la noche y abajo esta ciudad por la que camino entre
coches, gentes que van y vienen que a veces me parecen ustedes, ustedes
mismos los estudiantes más viejos y más encumbrados. Pero, ¿qué fue de los
cazadores paleolíticos, de lo que ellos sabían sobre la vida y de lo que habían
aprendido a dominar y expresar? ¿Soy yo el único cazador buscando a esa
presa-mujer de otra tribu, en toda esta enorme ciudad llamada Madrid? No
tengo más remedio —sonriamos— que volver a la imagen de la tierra y de las
eras geológicas, que es una sucesión de imágenes. Probada la rapidez de una
glaciación, la terrible rapidez de una glaciación —pues es seguro que estamos
en el período más cálido de una era interglacial— sepan que en el estómago de
un mamut, no es un chiste político sino un tópico muy repetido —un mamut
encontrado casi intacto en estado de congelación— se hallaron hierbas,
vegetales correspondientes a otros climas más templados, como si se hubiera
comido las plantas tropicales del portal de una vivienda de ricos o de un
invernadero. La congelación pues que alcanzó al gigantesco elefante tuvo que
ser muy rápida, aterradoramente rápida. Quiero asustarles a ustedes. Imaginen
las lenguas inmensas de hielo avanzando brillantes, deslizándose, duras, más
concretas aún que los hombres de la primera ciudad —más concretas que los
cazadores o que yo mismo— aprisionadoras de toda la vida planetaria. No sólo

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

debe imaginar a todos los socialistas suecos corriendo hacia el Sur del mundo,
sino también nuestras particulares hispánicas glaciaciones —como cuando
alcanzaron al mamut y al hombre— nuestras glaciaciones a partir de las
perpetuas nieves y mordeduras glaciales de nuestras montañas —les permito si
quieren buscar algún símil político con tal que sea contra los asesinos fascistas
que quieren disfrazarse ahora— pero no voy a salirme del tema... decía de las
mordeduras glaciales de nuestras montañas, descendiendo como galopante
gangrena desde —por ejemplo— la Llaga del Fraile ¿no se ríen ante semejante
nombre realista o simbólico? ¿no piensan ya nunca en Franco? en la cordillera
central, invadiendo las llanuras, la estepa y las ciudades. Corred, corramos
todos hacia el Sur, más al sur, más al sur... cosa que me hace pensar que voy casi
tiritando de frío, mientras me cruzo con la gente que a lo mejor tiembla porque
siente avanzar, crecer, implacable, la hoz de hielo desde la mística Llaga del
Fraile —el antiguo glaciar ibérico— y mientras veo dos pequeñas monjas
lechosas, enlutadas, que adelantan ahora a la mujer de la cicatriz. La adelantan
y vuelven sus perfiles para mirarla. Noto los sendos gestos de las monjas, la
pareja de caras iguales, las expresiones de confidencia, como si quisiera avisar
urgentemente de mi persecución a la mujer que tiene la fascinante vulva en la
cara.

...He de disimular mejor. Además me da vergüenza, sobre todo porque ni la


mujer ni nadie sabe todavía quién soy, cuáles son mis verdaderos motivos e
intenciones. ¿Quién parezco? Va prefigurándose el enigma. Va surgiendo no sé
si más clara mi oculta personalidad, pero desde luego una risa en mis rostro y
en mi boca. Es una risa más fuerte que mi casi inventada ansia y el miedo que
quiero ahogar. Me tapo la boca con las manos, porque me da más gana de reír
mi pertinaz machismo que la charla que dirijo a mis invisibles estudiantes, la
charla que nadie escucha. Me da más risa verme reflejado en el cristal de algún
escaparate de la calle, mi imagen resbalando por un espejo, detrás de un
decorado lujoso y falso de muebles que quieren parecer antiguos y alfombras
con dibujos orientales. Me acuerdo reveladoramente de que estoy en Madrid, y
me viene a la memoria la letra de aquella canción popular al respecto: «Es el
chulo que castiga — del Portillo a la Arganzuela — porque no hay una chicuela
— que no quiera ser amiga...» —canto, casi en alta voz. Menos mal que todavía
estoy lejos de la mujer y acorto el paso más aún. Mientras tiemblo de frío me
conformo un rato con esta figuración del sexo saltando a la cara de ella, que —
poéticamente, lo digo riendo— transformo en la emoción del lento y rasante
vuelo de un pequeño pájaro oscuro de pico escarlata que se para en el rostro de
la mujer.
Me gusta repetir dentro de mí esta imagen, con la certidumbre de un
convicto: la prefloración de algún momento esplendoroso y aliviador, echado el
cuerpo de la estudiante ¿es ella Tina? sobre la estrecha mesa del despacho,

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

abierta de piernas, allí. Entraba una cortante y dura claridad por las rendijas de
la puerta y de las ventanas, cerradas por dentro para evitarnos sorpresas.
«Quédate así» —le dije. «Gozo mucho» —dijo ella. Pero aquello no me parece
nada concreto o real, nada que me lleve a la magia de tener algo verdadero y
sangrante o palpitando en mi mano, sino algo como un pensamiento repetido o
como las caras planas de los estudiantes, que se esfuman cada año y luego no
sabes a qué curso correspondieron. Está latiéndome todo el cuerpo fuertemente,
lo noto latir debajo de las ropas, cuando me meto las manos en el bolsillo de la
gabardina. Pero no es por el recuerdo de aquel amor devorado sobre la mesita
del despacho. Lo que me inquieta es la persecución de la mujer de la cicatriz.
Descubro también en el Paseo del Prado —ya estamos aquí— árboles de
otras latitudes. Sin duda que voy acostumbrándome al deseo, al crecimiento
cada vez más modificado y quizás grotesco del deseo. ¿Por qué es
verdaderamente una vulva abierta lo que ella tiene en la cara? ¿una vulva en
posición casi vertical? Me daría otra vez risa si no fuera porque sé que es
importante haber seguido a esta mujer, estar ahora persiguiéndola por las calles
vulgares de la ciudad. Sobre todo se me antoja que fue muy importante aquel
reprimido primer contacto carnal mío —me parece ahora algo que ocurrió hace
mucho tiempo, en un misterioso mundo que se abría de golpe ante mi vida—
cuando avancé en la plataforma del autobús, hasta aplastarme contra el cuerpo
alto, esbelto. Pasamos —lo recuerdo— así muchísimo tiempo. Ella no se apartó.
Pasamos así un tiempo imposible de medir con los relojes normales con que
medimos los hombres las cosas cotidianas y sin valor. Ella tuvo que sentir el
golpe, la presión contenida de mi pene y mi vientre. Luego estuvimos
deteniendo todos los movimientos de nuestros cuerpos, salvo las autónomas
contracciones y golpes de la sangre, como en los animales recién cazados y
vivos aún. Incluso ahora, de lejos, descubro la totalidad de las piernas ágiles de
la mujer, sus caderas, sus pechos. Vuela un instante su falda abierta,
desabrochados los botones del aterciopelado abrigo suave como la piel de los
muslos que me gustaría inmovilizar un instante entre mis manos. Veo aún,
evoco aún, el reflejo fragmentado en la ventanilla del autobús: las calientes
contracciones, la rojiza cicatriz y los pedazos dispersos de gestos integrándose
en la cara magnífica de la mujer. Noto aún el calor quieto y tibio de su cuerpo
sin vellos, desnudo y blanco —de seguro— debajo de sus íntimas delicadas
ropas. Pero al mismo tiempo me ahoga una inmensa ausencia, una ansiedad
terrible.
Es esa ansiedad y esa ausencia lo que me hace seguirla aún, mientras me
pregunto de dónde venía yo, de qué magnífica quietud de agua verde,
estancada, cuando me encontré a la mujer en el autobús municipal. Como un
cazador sé que toda mi persecución es el preámbulo de un gran acontecimiento,
toda la historia de mi persecución me parece un cifrado lenguaje que yo repito y
hablo, pero que es muy anterior a mí, un lenguaje como aprendido por otros
seres. Son palabras y signos que de veras no alcanzo a entender. ¿Hay en la

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

cueva del Castillo una pintura así? Una forma de escritura todavía no
descifrada hecha con puntos y rayas de color rojo ocre desteñido por el tiempo,
puntos o marcas de utensilios y dedos de hace miles de siglos, formando líneas
y figuras. Pero a lo mejor todo es una extravagancia mía, una chifladura de
profesor. Desde hace un poco tiempo —es la verdad— viene ocurriéndome
cosas extravagantes, desordenadas, dominándome sensaciones, que un policía
español llamaría, primero que nada, antifranquismo.
Sobre todo desde que Franco murió tengo estos repentes y me lanzo
desencajado a la calle. Son como sacudidas eléctricas, prontos que he de
controlar sea como sea, lo comprendo. No hay que hacerse demasiadas
ilusiones que esta gente que nos gobierna por que sí. Lo sé todo, pero cuando
me dan estas sacudidas tengo que echarme a la calle, a la limpidez luminosa y
dura de las calles por la mañana. A veces aún ando medio despierto, aún
duermen mis ojos un poco tiempo y voy despertándome en pedazos. Pienso
que también suele pasarles a mis estudiantes, por eso —tal vez— no traen los
libros a clase —ni el Hauser siquiera— y andan distraídos y se sientan con
desasosiego en el borde de las sillas. Es como si andando tanto entre jóvenes
tuviera yo el contagio de la juventud. Pero no voy a comprometerme así como
así.
Prefiero ir yo solo, aunque me acerque a las manifestaciones convocadas en
el centro de Madrid, que casi siempre son prohibidas por las autoridades. Me
agrupo entre los obreros o gente desconocida. Prefiero correr entre ellos, bajo la
claridad fría, desnuda, fulgurante, que cae por las mañanas sobre las calles,
como en las primeras épocas de la prehistoria del lejano paleolítico. «Canallas».
«Asesinos». «Fascistas». «Viva la libertad». «Viva la amnistía y la libertad para
todos los hombres» —grito. Creo que llevaba yo mucho tiempo esperando,
desde mi niñez, y que lanzándome ahora —tras la muerte del dictador— de esta
manera al mundo voy a tener la revelación más importante de mi vida, el
descubrimiento del asombroso desesperado origen nuestro, voy a saber del
silencio de la locura de los primeros hombres, los que todavía no tenían voz ni
palabras, la primera realidad de la huella de una mano abierta marcada por
alguien en la pared de una caverna, tal vez marcada con la más premeditada y
maligna idea, pero después perdida en la desamparada penumbra de los
tiempos.

No es posible saber cuántos siglos de resentimiento o de angustia se


queman en mí, me muerden de pronto, como sarna, después de una lentísima
espera. Estoy yo niño ¿qué año de mi vida? agazapado, temeroso pero
acechando, en un rincón oscuro del comedor de mi casa que huele a un ramo de
claveles viejos, apenas visibles sobre la gran mesa tan alta como yo. ¿Por qué
estoy temblando en la penumbra y sueño o temo a feroces animales que nunca
he visto? La presencia como de sangre negra y olorosa de los claveles es sólo un

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

momentáneo alivio. En seguida me gana otra vez el miedo, me atenaza la carne


y los huesos, el hueco doloroso del tuétano de los huesos de las piernas.
Estoy echado en las baldosas frías del suelo. Todo el mundo en que vivo
queda a la espera, indefenso por muchísimo tiempo y entre muchísima
angustia, y guarda siempre un misterio tembloroso e insondable. Es lo único
que sé. ¿O tal vez sé mucho más y nunca querré recordarlo? Hay entonces un
momento marcado, indeleble para siempre, escrito posiblemente por el temor
que tengo a que nunca vuelva a hacerse la luz, a que yo y todos los míos
hayamos naufragado para siempre en esta oscuridad. Puede que sea sólo eso,
pero de lo informe surge la huella real y sangrante de una palma abierta de
mano marcada en la pared. Nada misterioso o simbólico, sino de huella misma
de una mano verdadera. ¿Qué criatura de cinco dedos la marcó? No voy a
saberlo mientras dure esta oscuridad. No puedo recordar dónde he visto antes
la huella, tal vez —estudiado desde mi yo adulto— la viera marcada en la pared
sucia de un refugio antiaéreo, grabada por muchachos o gentes que quisieran
dar así constancia de su identidad y presencia efectiva, o tal vez la descubriera
otro día de la memoria cuando me despierto mojado en la cama, en medio de la
fiebre, reencontrándome en dos cuerpos sudorosos. ¿Es ella mi madre? ¿Soy
realmente yo la hecha de esa mujer rubia y nerviosa? ¿O soy una doble criatura
jadeante (niño-mujer) sin fuerzas para andar? ¿Es mi padre ese hombre gordo
que recorta fotografías de Adolfo Hitler y habla del arma secreta que tienen los
alemanes preparada?
Me pesan los ojos, los párpados, hasta caer en esta oscuridad, en este
presente tan verdadero —que hasta puedo verificarlo ahora, mientras persigo a
la mujer de la cicatriz en la cara— tan verdadero que lo siento encima, bien es
verdad que hecho sólo de palabras, pero ¿qué otra cosa tenemos? Siento aún los
ruidos del viento en el montante del pasillo, los temblores de gotas que
resuenan en la pila de la cocina, y otras sensaciones como manchas de ruidos
que no distingo de dónde vienen aunque empapan las paredes como la pintura,
o la mezcla de tierra y sangre y grasa de animales casi vivos, como la marca de
la palma sangrienta de la mano abierta. Oigo algún reloj que conozco, mi pulso
frío en las sienes, golpecitos que atraviesan indescifrables el nombre gracioso de
las cosas. ¿Qué temo mientras estoy de rodillas en el suelo de la habitación?
¿Dónde de veras estoy?
Siento frío, aunque las flores mustias dicen que debe de ser verano o
primavera. Pero ¿hay veranos y primaveras? Voy arrastrándome por el suelo
del comedor penumbroso y ya completamente oscuro, hasta llegar a la ventana,
hasta poner mi frente en el helado vidrio de la ventana, y noto que resbalan mis
lágrimas hasta rodar por dentro del cuello de mi camisa. Afuera se ven las casas
oscuras, tenebrosas, y la calle gris azulada que se extiende interminable.
¿Terminará en el mar? ¿Se desvanecerá en el mar atractivo o irresistible que voy
a ver alguna vez? Aún puedo leer —tal vez mucho después— el rótulo sobre el
escaparate de la almoneda: Viuda de Mao. Y adivinar el confuso montón de

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

objetos viejos y muertos, como podridos en lo hondo. La cara de una mujer se


asoma a la puerta de la tienda, como manchada de rayas y tajos de sombras.
¿Cómo es posible que este nombre, Mao, colocado sobre la puerta de una pobre
almoneda madrileña, cobre después tanta importancia en la historia de todos
nosotros? Quiero creer que se trata nada más de una mujer esperando la llegada
del fluido eléctrico que suministran sólo de noche a la ciudad. Todo debía
parecerme normal y lógico, pero me doy cuenta de que también para los
mayores es insoportable esta espera. Los espío desde la ventana. Poco a poco las
personas, como sombras, van parándose en la calle y quedan juntas en confuso
espanto, tal vez aguantándose como yo la respiración, sin atreverse a mirar
atrás como yo no me atrevo a mirar donde sé que sigue esa sucia huella de
mano.
Se agrupa la gente —los ojos asomando hacia el cielo negro— en los tristes
y muertos portales, y hasta, aguzando los ojos, descubro que el café modesto de
la esquina sigue repleto de cuerpos silenciosos. Sí, todo queda indefenso por
muchísimo tiempo y entre muchísima angustia. Hasta qué llega la luz de golpe.
Estalla la luz eléctrica con el vocerío de toda la ciudad, como si acabara
alguien de inventar la luz y la vieran por primera vez. Todo el mundo grita
durante un gran rato. No pienso que pueda existir ningún alivio mayor que
gritar, lanzar gritos hirientes haciendo retemblar los muros, las paredes duras,
la realidad concreta de los edificios y las calles.
Por eso voy a las manifestaciones, tengo que saltar hacia el exterior de la
vida buscando ese fogonazo de la luz, mirando a ese repetido cielo desde el que
está vaciándose la inmensa fulgurante claridad —que me sé tanto— sobre la
tierra. Aunque pase miedo, voy. Troto sin descanso de punta a punta las calles,
sin pararme ni un segundo. Sólo a ratos tengo la impresión —eso también es
cierto— de que van a caérseme los pantalones como de chico me pasaba, de que
se me van a bajar los pantalones en plena soñada carrera hasta trabárseme en
los tobillos. Pero se me pasa la impresión con sujetarme los pantalones por la
cintura, o me uno al grupo más compacto y organizado de gente —antes de que
los policías lancen las bombas de gases— y me oculto entre el bosque de los
sudorosos cuerpos tan vivos. Y todos nos ponemos a gritar. Y me parece que, de
verdad, muchos nos sentimos como niños.

Así es como viene hasta mí otra escena —se derrumba sobre mí— otra vez
ese gran comedor de mi casa. La mesa ovalada, la colgada lámpara de caireles
de cristal que suenan cuando cruza una corriente de aire seco y caliente desde la
ventana abierta. Hay una rayada claridad amarilla entre las celosías de la
persiana, y el olor de las especias ¿hierbabuena?. Mi padre sentado a la cabecera
y yo a su izquierda, y mi madre todavía un instante de pie —de puntillas—
terminando de colocar la sopera llena hasta el borde. Mi padre ¿oye lo que estoy
pensando de él? sirve primero a mi madre, que hace en seguida un gesto de

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

cansancio (igual a como la recuerdo muerta: contraída su boca y sus ojos medio
cerrados). La veo, parados todos los sonidos y palabras. Después se sirve él
mismo, copiosamente, y deja el cucharón con el rabo apuntando hacia mi mano
derecha, como si fuera mi padre quien me señalara con su dedo índice, como si
llegara al hueco donde estoy siempre escondiéndome quebrándose mi cuerpo
de miedo, robando yo traidoramente el espacio de alguien, de mi padre y de mi
madre. Sobre el mármol veteado del aparador está doblado el periódico que
viene hasta mis ojos con grandes titulares negros. Es mi padre quien habla,
hostil siempre, como si hablara contra mí, hinchando su cuello, y con voz como
si estuviera leyendo el periódico. «El hombre es portador de valores eternos» —
dice. Se engorda su pescuezo como un globo, se hincha, y entonces yo pienso —
no puedo evitarlo— pienso en algún hombrecillo portador-portando una
pesada maleta enorme, llena con esos valores eternos. Afirmo con la cabeza, sin
sonreírme apenas, ocultando mi miedo. Entorno los ojos para seguir
escuchando a través de los párpados y la fulguración casi sólida de la luz del
sol. «La patria es una unidad de destinos en lo universal» —dice mi padre, que
crece más y más sobre el tablero de la mesa. Ni siquiera podrá él mirar mi
sonrisa, vernos a mi madre y a mí sentados correctamente, como esclavos de
algo, en un gran reino, erguidos ligeramente los torsos, con gestos parados.
¿Recuerdo el bajo relieve de alguna estela funeraria? ¿Qué amalgama de
sangres anteriores a la historia reencarnaron en mi padre? ¿Y en mí? ¿Y en mi
madre? ¿Desde qué valores eternos o unidad de destinos habrá reencarnado él?
Me río. Me río solo, como un tonto. No hay modo de parar la contracción de mi
boca.
Aparece después disuelta la escena en esa enorme luz, naufragada la escena
en un aire seco, imposible de olvidar. Únicamente veo a mi padre hablando,
señalándome con el dedo índice correoso. Veo sus abollados ojos verdes, la cara
grande, aplastada de pronto. Se abalanza de golpe sobre mí, gritando
energuménico, su áspera erizada barba a medio crecer, sucia, contra mis
mejillas blandas de niño. Me pincha la barba. Noto el golpe del aliento del
tabaco negro, revuelto con mi miedo, cayéndole desde la boca, como mis ganas
incontenibles de vomitar. Y es así como veo incorporarse a mi madre, no desde
la mesa del comedor, sino desde su lecho de muerte, su tersa cara marfileña
ajena a los murmullos y rezos naciendo del cuarto próximo y de todos los
pasillos de la casa, atestados cuartos y pasillos con gentes desconocidas. La veo
incorporarse en el lecho del cuarto mortuorio helado, en el cuarto con las
ventanas abiertas para que amainara el calor de la calefacción junto al cadáver.
Y oigo la voz espectral y suave, casi indecisa, diciendo: «No puedes estar tan
distraído cuando te habla tu padre».

Son las cosas más concretas, ya lo veo, las que —al mismo tiempo— me
hacen reír. No paro de reír, incluso recordándolo, o recordando mis recuerdos.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Hasta me río solo, por en medio de la calle, mientras persigo a la mujer de la


vulva en la cara, en este acontecimiento puro de seguirla, de alcanzarla y
capturarla, capturarla porque intuyo que ella sabe más que yo y que podrá
ayudarme en la magia de conjurar y traer a mis manos los seres y las cosas más
vivas del mundo. No podría rebajarme a explicárselo mejor a los estudiantes de
mi clase.
...¿Entienden? Les he hablado de la eclosión de las formas —tierras, luces,
montañas, animales vivos— al emerger los ojos de la oscuridad. Nada más lejos
del tremendismo, del tremendismo de la lengua. ¿No es también la eclosión de
las formas, de las formas que los drogadictos llaman miméticas, la primera
abstracción? Tengo que empinarme, que asomarme desde mis párpados para
ver si son ustedes las mismas caras desbaratadas. ¿De qué curso son? No podré
cazar nunca a una muchacha verdadera. Se les oye a ustedes igualmente
sorberse las narices. Estamos pisando el mismo suelo, filtrando, respirando aire
del mismo espacio ¿comprenden? donde estuvieron las narices del hombre
paleolítico que andaba a la caza de algo vivo. Lo necesitaba mucho, porque
tenía hambre. ¿No sé si está claro? Imaginen: Todos ustedes habrán sentido una
vez al menos ese vértigo suicida que hace pensar que al matarse, sin darle desde
luego mayor importancia que cuando se toma un autobús municipal, va uno a
llegar a alguna parte donde alguien está esperándole, que tiene uno que llegar
así, matándose, resolver, así esta inerte ansia. No se escandalicen...
...Y piensen en cosas agradables si pueden. No supongan que estoy
haciendo propaganda del suicidio como de una marca de cigarrillos
americanos. Sólo se trata de un ansia que hay que vencer, de una angustia, de
un afán por salir de esta parálisis, ¿me explico?, de un ansia legítima y sana
también por salir de este rincón terrenal costumbrista donde nos meten. Así
empieza el deseo de sorprender las cosas concretas, la magia de la caza real,
repito. Tenemos que poseer esa concreción, esa realidad tangible, mediante una
magia. El lugar de la cita es un nivel vital donde realmente nos encontremos
con la realidad más real, por decirlo así. ¿Por qué no vamos a entender la
curación que supone este primitivo paso de la magia? Todo mi ímpetu y mi
audacia están en esta ansia mía de poseer algo más estable y concreto que lo
que tengo. Tengo que liberar mis manos agarrotadas que tiemblan, Tina, ¿eres
tú Tina, la estudiante? cuando acaricio tus pechos hasta arañarte. Por eso voy
detrás de esta otra mujer de la cicatriz. No es sólo un asunto del paleolítico. Sin
la vida, sin su savia, la tierra se queda en baldío. Escribiendo todos nosotros
sobre esta locura de mi caza obsesiva vamos a hacer un exorcismo. ¿O creen
ustedes que la imagen obliga a la desaparición del mundo? Es una imbecilidad
con la que quieren drogamos. No es ese mi camino. Vean, miren, escudriñen
con los ojos detrás de la gente, ¿qué encuentran sino la nada...? Veo los
automóviles, las pausas que son trozos de deseos, delante de los semáforos,
hombres que cruzan solemnemente la calle, sin fijarse ellos siquiera en la vulva
de la mujer en la cara. Veo todo eso. Pero no poseo ni siquiera esas cosas

62
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

fugaces. Quizás la ilusión del suicida hipotético que cree llegar a donde le
esperan, sea poder paralizar, detener, conseguir la repetición real, poseer sólo
para él, alguna cosa menos fugaz, algo que haga nido eterno en sus pobres
sesos, algo fijado paradójicamente en la muerte.
El suicidio o el asesinato. ¿Me entienden? ¿Qué palabras estará deseando
escuchar la perseguida mujer, antes de que yo la destruya? Pero no podemos
fijar tampoco nada con el suicidio o con la muerte, porque el estado menos fijo
de todos —observen, señores y señoritas, la rapidez con que se pudre un
cadáver sin refrigerar— sea precisamente estar —estudien la gracia del verbo
estar— muerto. Mas si no se aburren tanto como yo, volvamos a la vida y a ese
vehículo capaz de iniciar la magia. Yo he adelantado bastante en esta dirección.
Tengo pasión demostrada esta noche por seguir este juego. Como Dostoievski,
me he acostumbrado a jugarlo todo a una sola carta. Aunque ni sé el nombre de
pila de la mujer de la cicatriz. Pero me he aprendido bien en esta persecución
cada movimiento, cada escorzo, cada dimensión de su cuerpo. Puedo escribirle,
enviarle una carta en la que defina exactamente, en el sobre, la forma del
cuerpo, la longitud y anchura de la vulva plantada en la cara. Cualquier torpe
cartero encontraría a la mujer. La describiré, señalando todas sus partes, y
enviaré esa carta. Será un paso más para poseerla. Sin embargo no sé en verdad
qué voy a decirle. Lo mejor por tanto —estoy seguro de esto— sería que no
mediaran ni siquiera palabras, estas gastadas palabras que empleo. Lo mejor es
seguir acercándome entre lo oscuro, saltar sobre ella en el instante más propicio.

Veo danzar su largo cuerpo entre las difusas luces. Veo a la mujer caminar
decidida, sorteando troncos de árboles fríos sembrados entre el asfalto, y
apenas vislumbrando siluetas de gentes que pasan ajenas a nuestra marcha,
como ignorarían una violación brutal o un asesinato, algo terrible que ni
siquiera puede ocurrir. Juraría que la mujer ha vuelto la cara antes, pero no se
ha asustado. He sentido que sus ojos me atravesaban, como si mi cuerpo fuera
transparente y helado o yo no existiera. Se me hace de veras raro, porque voy
alegre, casi saltando de contento, como si oyera yo repicar campanas algún
lejano día festivo. Hago intenciones concretas de alcanzarla, pero ella no se da
por enterada, sólo vuelve a mirarme así, con esos ojos fríos. ¿Quién es esta
mujer que nada teme? ¿Esta mujer que no puedo matar? Me siento aún
arrastrado por las oscilaciones jóvenes de sus caderas, de sus largas piernas que
caminan seguras como si supieran hacia qué infinito se dirigen, cuando veo que
entra en el portal de una casa elegante.
«Eh, eh, eh, eh» —grito roncamente, con la garganta rota por el frío.
Hay lámparas encendidas y espejos: una dura iluminación blanca llenando
todo el cóncavo espacio, como prisionera la luz, estancada aquí para siempre.
Llego con tiempo de ver subir a la mujer por una breve escalinata de mármol

63
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

blanco, hasta la puerta del ascensor, donde un portero de librea azul le abre la
puerta, haciendo una reverencia como la que haría el chimpancé de un circo.
Desde la entrada estoy mirando el escenario: blancos escalones en división
áurea, luces de esmerilas lámparas, espejos a ambos lados que reflejan parejas
de molduras, guirnaldas y, viejísimas —olvidadas por mí y vueltas al
pensamiento— infinidad de quietas figuras rituales y alucinantes, formas
exactas repetidas a izquierda y derecha, a lo largo de este estancado espacio y
tiempo, idénticas simétricas cicatrices, formas emparejadas de alas de pájaros o
mariposas o grandes insectos petrificados y de hielo que —detenidos mis ojos—
veo transformarse en pies de mujer o en pechos opulentos o en desnudos
cuerpos también doblemente falseados y enigmáticos, sombras que —lo sé por
experiencia— nunca puedo poseer.
Por eso me quedo al acecho, apoyado en la jamba del portal. «Voy a
aguardar hasta tenerte» —digo, y me río, me río mucho rato, mientras mi risa
va quedándose rígida por el frío y la noche.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

EL EXILIO DEL PARQUE

a Raúl Hernández Viveros


y a todos mis amigos de
México.

Había terminado la guerra que destruyó el parque. Por todo lo que


abarcaba la mirada, kilómetros y kilómetros, sólo quedaban esqueletos de
árboles quemados, montones negros de carbón de leña en el suelo. Lo vi desde
los altos de la Moncloa, cogido de la mano de mi madre. «Acuérdate bien de
que estamos en los altos de la Moncloa, donde el cuadro de Goya de los
hombres pasados por las armas, y acuérdate de cómo han dejado el Parque del
Oeste, aquél bosque donde tú jugabas de chico». Me lo dijo ella el día que nos
íbamos a Huesca. Y luego cruzamos a Francia. Y en seguida a México. Me lo
dijo mi madre, entonces, y he tenido siempre presente esos dos parques, el
quemado y el de mi infancia, lleno de verdes árboles en medio de esta ciudad
tan seca.
«¡Viva la libertad y la España democrática!»
«¿Qué dicen ustedes?»
«Que viva la libertad y la España libre y democrática. Que todos los
exiliados pueden volver cuando gusten, por orden del Rey».
«¿Saben cómo es ahora el Parque del Oeste en Madrid? ¿Si es que existe
todavía?»
«El Parque del Oeste está repoblado y luce igual que entonces» —me
dijeron.

65
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Por eso he vuelto.


He vuelto y me he acercado a ver el Parque. He llegado corriendo y he
asomado los ojos desde los altos de la Moncloa. Se me empañaban los cristales
de las gafas y no lograba ver nada en claro. Por eso tuve que apretar el paso y
acercarme más y más. Todavía un poco más hasta llegar a la cresta de esa
pendiente. He deslizado mi vista desde la pendiente, ladera abajo, sintiendo un
gran ahogo, un vértigo indefinible. Creo que ha sido en el sitio exacto donde me
planté de niño con mi madre, para observar. «Hijos de la chingada» —me dan
ganas de decirles, como hablan los mexicanos. Me da gana de gritarlo, y siento
mucha rabia, un odio infinito contra todo el mundo. No, ya sé que nunca jamás
nadie va a poder regresar a aquél Parque del Oeste. Nadie va a poder volver. Ni
en cientos de años. Ni en miles de años seguramente. Me doy perfecta cuenta de
esto. No es verdad que el parque esté igual que era.
Me doy perfecta cuenta de que es otro parque, mientras bajo por la ladera y
en seguida subo por una senda entre árboles pequeños, árboles que no son nada
en comparación con el apretado y gigantesco bosque que entonces crecía acá.
Vuelvo cada día.
Entonces, durante mi infancia había aquí árboles inmensos y umbrías
veredas misteriosas que olían a heno y a tierra mojada. Estoy ya llegando al
cerro donde ahora hay unos bancos de madera. Veo a un viejo sentado en la
otra punta de uno de los bancos. No hay misterio ninguno en este sitio de
ahora, con arbustos raquíticos que aplasta el sol. Voy de prisa, aguantándome la
respiración, acercándome a donde se sienta el viejo. Tengo ganas de decirle a
alguien que miente quien diga que este parque es igual que el antiguo.
Me parece mentira que nadie proteste de cosas así. Además el espacio de
bosque era no cabe duda mucho más extenso, debía de seguir por la parte de la
ciudad donde ahora hay casas, edificios y edificios, ocupar alguno de esos
barrios comerciales. Los chicos corríamos entre arbustos, riachuelos y prados.
Recuerdo también que había cuevas profundas en las que sentíamos frío y
donde se oían nacer los manantiales. Nos perdíamos en el bosque persiguiendo
mariposas azules que ahora no he visto. No es éste el Parque del Oeste que yo
conocí y nadie se ha preocupado en revivirlo. Ni ganas tenían seguramente de
revivirlo, sólo de burlarse. Parece imposible que cuando dicen que está
repoblado y vuelto a la vida aquel Parque del Oeste, nadie se ponga a gritar y a
escupir la verdad.
«No sólo los árboles del antiguo Parque eran centenarios, sino que se
apretaban unos junto a otros hasta cubrir el cielo. Y había aquí arroyos con
cascadas, frondosos sauces y nogales y grutas con fuentes escondidas» —le digo
a voces al viejo que se sienta medio adormilado en la otra punta del banco.
«¿Está usted seguro de lo que dice? Yo casi tengo su edad y no me acuerdo
de que fuera así, tal vez un poco más grandes los árboles, pero nada más» —
dice.

66
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

«Viví muchos años en México, pero me acuerdo perfectamente de cómo era


el Parque del Oeste».
«Yo soy asturiano. Por mi tierra sí hay algunos bosques tan frondosos como
el que usted dice. A lo mejor se refiere usted a otra parte de España menos
seca».
«Estoy refiriéndome al bosque que había aquí, en este mismo sitio que
ahora pisamos usted y yo» —digo secamente.
Se calla mucho rato. Noto que se pone a disimular, con la cabeza ladeada,
como si estuviera distraído en alguna cosa. A ratos me parece que tiene
verdadero gesto de viejo. Durante unos minutos lo veo arañar con la garrota el
arenoso suelo amarillento, el mismo suelo que yo pisé de chico. Según está
sentado, abre las piernas, y traza rayas en la tierra que yo ocupé cerca de mi
madre. Este sí que es el mismo suelo que busca el calor de mis pies. Andaba yo
en cuclillas y la arena era igual. Esta arena. Eso sí que no hay quién me lo quite.
Y así sé de seguro que estoy en aquel sitio. Aquel lugar, pero desolado,
deshecho. Y yo mismo desolado, transmitiendo mi angustia hasta entonces. Iba
yo a gatas y agarrándome en la misma arena. El cielo, arriba, era como de agua,
agua entre tupidas ramas de gigantescos árboles que servían de refugio a miles
de pájaros. Los caminos amarillos tenían el mismo tacto de tierra en mis
rodillas. Me raspaban hasta hacerme sangre. Como las rayas que traza el viejo
hipócritamente con la garrota, sin mirarme a la cara. Serpenteaban los caminos
entre frondas de matorrales y arbustos y flores olorosas. Eran maravillosos
laberintos que nada se parecían a estas calles abiertas que cruzan entre las
mustias arboledas y las colinas desnudas de cielo inmenso y nubes desgarradas
huyendo siempre desesperadamente. Me parece que estamos aquí expuestos a
todas las miradas. Me parece que hasta podría mirarme mi madre desde lo alto,
podría clavar en mí sus ojos jóvenes, mientras a lo mejor yo me arrodillaba y me
dedicaba también a arañar el suelo con las manos, con las uñas heridas, como el
viejo con su garrota.
«Si ha vivido usted en México puede que se confunda con alguna de esa
selvas espesas del trópico» —dice él, sin moverse.
«Viejo cabrón fascista» —digo entre dientes, para que no me entienda, para
que no se dé cuenta tampoco de cómo le odio.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

EL COLIBRÍ CON SU LARGA LENGUA

a la niña Eva Porlan (para que


lea esta historia cuando sea mayor)
y a su perro llamado García
(que tiene cara de saber muy
bien dónde está el Infierno)

Digo que hay una siniestra belleza en estas grandes llanuras.


Que nadie imagine el Infierno como un lugar feo y sórdido, o lleno de
fuego, no. El Infierno es un sitio muy bello, que cuando lo visitas por primera
vez te mueve a decir: «Se está muy bien, sería magnífico pasar aquí quince días
o un par de meses o un año». Un sitio así de bonito, pero donde te ves
paralizada, obligada a vivir una eternidad. Por añadidura tengo mis motivos
para saberlo, estoy convencida de que el Infierno es esto, el Infierno son estas
praderas del medio-oeste de los Estados Unidos de América, aquí, donde ya se
ha consumido la gente. Se han consumido todos. No me cabe ninguna duda. Y
aquí voy a tener que quedarme para siempre, en este paisaje de maravilla, que a
ratos se diría ha sido pintado en papel.
La niña —sentada en el suelo del jardín— juega con el perro color naranja,
y todavía no hace ni pizca de frío, aunque corre un poco de viento que parece
rizarlo todo hasta el fondo, hasta donde se va la mirada de mis ojos. Es más que
una realidad tangible la impresión de algo olvidado, algo que alguna vez fue
nuevo y que sin duda no había yo descubierto hasta llegar a este nuevo mundo
del que ni el pobre Pedro ni yo misma vamos a regresar jamás definitivamente.

68
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Miro el color verde quemado, y el rizo del aire, las hojas pequeñísimas,
alargadas e iguales de los sauces, cayendo las hojas sin caer, girando
verticalmente como hélices de juguete, mejor, recordándome al colibrí, los
pájaros mosca, que yo vi por primera vez en Kansas, claro, estos pájaros que no
parecen pájaros sino insectos de delicados colores. Recuerdo que la niña dijo:
«Me da miedo de que me vaya a sorber el colibrí con su lengua larga». Yo me
eché a reír, porque me imaginaba que lo único que tenía largo ese raro pájaro,
era el pico, largo y puntiagudo, pero después miré en el diccionario y me
percaté de que la niña sabía mucho más de lo que parecía saber. Y lo mismo el
perro. Siempre tengo la seguridad de que los animales saben mucho,
seguramente saben en qué nos hemos equivocado y en qué consiste nuestra
miseria o nuestra torpeza y olvido. Pero el caso es que en este momento no
merece la pena filosofar sobre el asunto. Estoy viendo las hojas idénticas,
amarillas o azules, verticalmente paradas en su caída, girando suspendidas en
el aire, girando con un zumbido como moscas, pero que son otra cosa, a lo
mejor son también pájaros amarillos.
Qué mierda de bello sigo viendo esto todavía. Esa es la cosa. Como si no
pasara el tiempo. Todavía como en la fotografía iluminada que es el retrato de
la niña jugando con el perro, al tiempo que me dan ganas de decir: «Deja ya al
pobre animal ese y éntrate a merendar». Lo veo así de bonito aunque ya sé la
verdad verdadera de todo este mundo, sus engaños y su casi infinita estupidez.
No sé por qué tuvimos que venirnos a morir aquí. O sí lo sé, y me lo callo por
ahora, no sea que me oiga alguien.
Cuando digo que no vamos a poder regresar a España, estoy pensando
justamente en la calle de Alfonso XII de Madrid, que bordea el parque del
Retiro, esa calle que creo que primero se llamó de Alfonso XII y luego gracias a
Dios de Reforma Agraria y luego otra vez gracias a Dios de Alfonso XII y luego
a lo mejor gracias a Dios con un poco de suerte, calle de la Revolución. Y estoy
refiriéndome a la casa donde yo vivía de estudiante, de cara todos los balcones
del edificio a las verjas del enjaulado parque que parecía revivir detrás de las
rejas susodichas en el verano y adormecerse y secarse en el invierno. Hasta que
un día Pedro —que era entonces mi novio y compañero en la carrera de Letras
— me dijo: «Vente al otro lado, detrás de la verja del Retiro y verás que desde
ahí la que está presa es la ciudad entera, presa por el fascismo». Y así lo vimos a
Madrid, y yo me eché a reír, a lanzar entre la verja pedazos de risa. Nos
reíamos, pero siempre lo veíamos todo así, aprisionado, lleno de ahogo, como
ahora estos paisajes de papel y la misma fotografía de la niña. Lo veíamos todo
encerrado y por eso nos marchamos de España. Y llegamos aquí. Aunque aquí
fuimos dándonos cuenta, poco a poco, de dónde habíamos ido a caer.

Vuelvo la cabeza, siempre alocadamente, buscando a Pedro, con ganas de


preguntarle al Pedro de entonces: «¿Qué clase de régimen crees que

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

disfrutamos aquí en América?» al Pedro aquél que se asomaba conmigo a las


verjas del Retiro, entre el aire tan seco y tan cargado de miedos del fascismo.
Pero no puedo hablar ya a aquél Pedro ni a ninguna de las personas que yo
conocía en España. Si pudiera hablarles les diría que si de algo me alegro es de
que las leyes norteamericanas hayan prohibido la entrada de más españoles, así
no han caído ellos en este pozo sin fondo y no se han hecho como se hace la
gente aquí, no les ha pasado como a tanto italiano, griego, o quién sabe lo que
sean ya.
Tomo asiento, cansada, en la butaca. Me recuesto durante un rato, y es que
los pensamientos cansan mucho. Hasta el mismo descansar cansa a cualquiera
en este mundo tan satisfecho. Voy torciendo la cabeza hacia la izquierda. Por el
otro lado del saloncito, al fondo, surge la grisura compacta de la nueva
biblioteca de la Universidad, el paisaje espeso como una muralla por esa parte,
luego transformándose en árboles dorados y en la vaga laguna azul, la mancha
plana azulada y tranquila, con los patos y cisnes nadando como seres eternos,
sin miedo ellos a que todo se hiele de golpe, como ocurre cada año, y los metan
vivos en los estrechos refugios invernales. Sólo me da envidia de los patos
salvajes, si hubiera alguno todavía, de los que puedan huir. Aquí son muy
bruscos los cambios de temperatura y eso de la congelación de los lagos y ríos,
como todo, ocurre brutalmente, cuando menos te lo esperas. Parece sin
embargo ahora que nada vaya a cambiar nunca, que nada puede avanzar ni
retroceder tampoco, ni crecer o desmoronarse por más que yo grite. Es curioso.
Mirando una cosa tanto, parece una hasta olvidarse de que la está mirando. Se
olvida uno de esto e incluso de dónde ir que más valga, de en qué parte de la
Tierra no se habrá consumido la gente. Distingo muy bien el castillo inglés
imitación, con sus piedras falsamente viejas —eso tal vez lo salva— y sus
oscuras hiedras sujetas con grapas y clavos a los muros y a las murallas, al
estereotipado y falso castillo donde están los burócratas de las múltiples ramas
de la administración universitaria. Y descubro la alta torre, casi roja en el
paisaje, inflamada, donde sé que se encuentran restaurantes, hoteles, boleras,
cafeterías y salones alfombrados, con aparatos de televisión en color
funcionando sin descanso. También, quieto en la lejanía, está el edificio donde
esparcí mis palabras. Quiero decir que desparramé por allí casi inútilmente mis
ideas. El edificio mismo donde Pedro daba sus clases antes de que le entrara la
manía suicida de beber alcohol desenfrenadamente, antes de que me dijera un
día: «Voy a hacer que importen botellas de chinchón que es el aguardiente de
más grados en España». Veo el resol amarillo por el lado donde están ¿o
estaban? los aparcamientos de coches. A veces la memoria revuelve algunas
cosas —objetos, muebles, utensilios— que no sé dónde dejé olvidados, o
situaciones que no sé distinguir y separar —ni merece la pena en esta eternidad
— de las otras, de las que verdaderamente residen en el paisaje deshabitado y
sin gente ya, al acercarse la puesta del sol.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Me da miedo porque llega la voz de Pedro, mientras estoy distraída


mirando todavía a la niña que sigue jugando con ese perro color naranja. Oigo
las pisadas y las palabras de asombro de Pedro diciéndome: «Están quemando
viva a la población civil de Vietnam y querrás creer que en todo el mitin ni un
profesor se ha atrevido a mencionarlo siquiera, como evitan hablar del color de
una cosa aunque sea más negra que el betún, cuando hay presente un negro».
Lo dice, y se va hacia donde guardamos las botellas y los vasos. «No tienes por
qué emborracharte tú». Conozco muy bien en el silencio el ruido del cristal del
vaso o el gluglú de soledad de la botella de whisky. Se me viene el alma a los
pies. Ese ruido como de alguien que está ahogándose, o el zumbido de la radio
de onda corta, con la que en medio de este vacío del éter se pone Pedro a
saltarse el océano y a escuchar lo que dicen en París o lo que pasa según la voz
del locutor en nuestra amada patria. Lo de menos es que el tiempo pase muy
despacio o que pase rápidamente, por el contrario. Lo malo es que nunca pase,
que se quede ahí el tiempo y ese ruido de la botella, el tintineo de los vasos y el
zumbido del aparato de onda corta. Estoy yo sintiéndome como una pared en la
que rebotaran las pelotas del jaialai. Oigo las palabras en mis oídos, como un
eco, pero de más en más hostiles y torpes. Pedro y yo diciéndonos, contándonos
las cosas terribles que aquí —en esta grande y bella soledad— ocurren,
diciéndonoslas desgarradamente, como si no las echáramos en cara el uno al
otro, como si alguno de los dos tuviéramos la culpa de lo que hay. «No me
importa que los compañeros no hablen de nada, lo que me molesta es que las
chicas no puedan andar solas ni por los pasillos de las residencias, hoy han
violado a otra estudiante». «Ya lo sé». «Y nosotros tenemos una hija» —digo
rabiosamente. «Las despatarran entre varios y las violan, eso es todo lo que se
sabe» —dice Pedro, ya medio borracho. A ratos no hay manera de hablar con él.
No parece que diga las cosas en serio. Quiero decir que no parecía, claro,
aunque siga sin parecerme. Me da hasta asco y odio, cuando todavía siento que
suena su voz por acá, y su apestoso aliento a bebidas alcohólicas.

Me daba miedo y sobresaltos, entonces, porque pensaba que la niña podía


ponerse a crecer desesperadamente, hasta hacerse muchachita y hasta ser
violada y muerta después, de un navajazo en la garganta. Así la veía yo en los
fogonazos terribles y temblorosos de mi imaginación. Pero ahora no tengo esos
pánicos. Sólo conservo la rabia contra Pedro. Miro por la ventana y entorno los
párpados hasta que mi mirada atraviesa cortando la lenta helicoidal lluvia de
hojas de sauce, tan pequeñas y livianas. Noto que esta rizada claridad es como
si se hubieran helado ya los árboles, como cuando algunas veces en invierno se
cristaliza la nieve sobre las desmedradas ramas y parece mismamente todo este
campo un regalo de sal cristalizada recuerdo de unas insoladas salinas de
España, Torrevieja tal vez, u otra laguna o remoto paraje. No me da miedo,

71
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

porque no hay nadie. Únicamente el ruido de los aparatos automáticos abajo en


el sótano, como esa máquina que por unas monedas, por el mismo chorro echa
una taza de café o de té o chocolate o coca cola. Lo que veo desde aquí son sólo
cuadros pintados, muertos ante mis ojos, igual que la fotografía de la niña con
el perro, o esa otra pintura al fondo del saloncito, de dos viejos quietos,
sentados frente al aparato de televisión y junto a ellos una mancha vertical
blanca, como la bata de una enfermera o médico. Sobre todo no tengo miedo
porque la niña ya es grande. Ahora estoy segura de que ella es mujer, aunque la
verdad es que lo fue siempre, casi desde que pudo hablar en Kansas, y dijo
aquello del pájaro colibrí. No es que fuera una ocurrencia, como las tienen otros
niños, es que mi hija sabía ya mucho más de lo que las personas mayores
podíamos suponer que sabía.

Un día escuchaba la conversación —y digo conversación por llamarle de


alguna manera, a aquella forma de comunicar— que Pedro y yo teníamos.
Parecía no hacernos caso la niña, pero sus ojos chispeaban con una luz atroz.
Recuerdo que andaba Pedro tambaleándose, con el vaso medio lleno en la
mano. Hasta el olor del chinchón me daba entonces asco, y retrocedí unos
pasos, rápidamente. «Puedes correr la cortina, y poner la televisión» —le dije a
mi hija, aunque deseaba yo que no anocheciera nunca. Me volví, aguantándome
el enfado, para decirle a Pedro: «Sabes que cuando le pregunté a una chica de
mi clase si no preferiría que suprimieran los anuncios en los programas de
televisión, me dijo que no comprendía cómo entonces podríamos saber cuáles
eran los productos nuevos o los mejores en venta». El bebió todavía un par de
tragos del vaso, antes de contestar: «Son felices, desengáñate, además si se
sienten solos, pueden comprarse un pet...» En ese momento los ojos de la niña
me lo dijeron todo, tan llenos de sabiduría. Estoy segura de que era conmigo
con quien quería comunicar secretamente, que no con su padre borracho. Pero
todavía no habló ella. Sólo Pedro siguió perorando, con el vaso temblándole
entre las dos manos: «Pet no es solamente una palabra que sirve para designar a
cualquier animal casero... Ahora incluso están en moda las plantas pets. Y una
casa comercial ha lanzado al mercado la piedra-pet. Cada ciudadano solitario y
sobrio puede comprar su piedra-pet por la módica suma de diez dólares, y
adornarla con pequeños objetos especiales que se venden separadamente, y
podrá mimarla, desearla y hablarle en los ratos de aburrimiento...» —se
interrumpió por un momento, aunque parecía que estuviera dispuestos a seguir
y seguir hablando.
«Vosotros no entendéis nada de este país» —dijo, de pronto, pero
reposadamente, la niña, con una voz muy clara.
Sólo eso dijo, y se arrastró un trecho por el suelo, jugando con el perro, que
la miraba y daba saltos como si hubiera entendido.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Pero se volvió un momento, y, seguro que iba a decirle algo a la niña, pero
no se atrevió. Tampoco se atrevió a regalarle al perro, como otras veces le
regañaba. Me pareció que se le había hecho un gallo en la voz al intentar hablar.
El caso es que siguió dando un coarto paseo por el cuarto, tomando tragos y
empinando el codo de vez en cuando. Yo le miraba, y sentía pena de él y hasta
de mí misma. No miedo por la niña, sino por el pobre hombre que era Pedro. Lo
que no puedo soportar es que se matara así, tal y como lo hizo.

Si cierro los ojos noto que se me sube la sangre a la cabeza, una ola de rabia
o intolerancia contra Pedro. Claro que los cierro —ahora y siempre— deseando
que afuera no anochezca nunca jamás, los cierro casi con la seguridad de que
voy a abrirlos cuando quiera, aun en pleno día, en el saloncito, delante de la
ventana, pisando aún la alfombra de dibujos persas, regada muchas veces de
whisky. Y así distingo todavía a Pedro, andando de un lado a otro en
providencial equilibrio inestable. Lo veo, muy borracho y tambaleante, pero
más vivo que nunca, y también más alegres los dos, él y yo. Sin miedo por el
porvenir de la niña, que es más mayorcita y más sabia si cabe, pero que cada día
está más alejada de nosotros, hablando ella muchos ratos por teléfono con sus
amigos, en un inglés tan rápido que no puedo entender. «No bebas tanto, que te
vas a matar» —le digo todavía de tarde en tarde a Pedro. «Aguanto de puro
macho, igual que un chicano» —dice él riendo— «¿Te has enterado de lo de los
euforiómetros?». «¿Qué son euforiómetros?». «Aparatos para medir la alegría».
«¿La alegría?». «El Presidente de la Universidad ha comprado unos
euforiómetros rusos, para conectárselos a los profesores, y al profe que no dé un
valor suficientemente alto de contento, lo pondrán en la puta calle» —dice
reventando de risa, esparciendo un riego de alcohol. «Aquí no hay calles
verdaderas, Pedro» —le digo.

Por lo menos no son calles como las de allá, las que veo ahora. Hay
carreteras que parecen calles y se adentran entre los campos verdes de maíz. O
me parece que ya está amarillento el maíz, echando ese olor podrido que echa.
Insisto en que son cuadros pintados lo que veo, como el primitivo de la niña con
el perro color naranja. Distingo plantas y animales de colores brillantes y vivos,
sobre todo pájaros parados en los árboles, o revoloteando, pájaros azules, o
rojos cardenales, o esos que llaman picamaderas o carpinteros. Entrando por
alguna de estas pinturas, como puertas, podría yo llegar al cementerio, que sé
bien dónde está. Es un espacio verde. Aquí en América las tumbas son poca
cosa. También la tumba de Pedro es una piedra sin labrar y mucha hierba,
césped verde y bien recortado, como si hubiéramos por fin regresado al parque
del Retiro, en Madrid antes del fascismo.

73
Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Desde que la niña se casó con un chicano de Arizona estoy todavía más
abandonada, y tengo más ganas de hablarle en voz alta a Pedro, de echarle en
cara su muerte. Estoy más sola y también se ha diluido un poco la admiración
que sentía por la niña. A lo mejor le tengo menos afición por verla casada con el
muchacho ese que dice «cuecer» en lugar de «cocer». Pero al mismo tiempo me
alegro de no verla ya como a un prodigio, como uno de esos niños sagrados o
reverendos niños que adora la gente sobre todo en el Estado de California y a la
sombra de los cuales los padres o tutores levantan una iglesia, muy frecuentada,
pese a los premios Nobeles americanos y a las visitas a los planetas. Al fin y al
cabo ni Pedro era religioso ni yo lo soy, y es mejor que la niña ande
normalmente aunque sea en este país, y más que nada de que puedan venir
pronto a sacarme de aquí, para pasar con ellos una temporada. Quizás sea
verdad por otro lado que mi hija tenga mucha inteligencia. Es a través de su
matrimonio, por esa mediación, como puedo conservar intacta las presencias,
los cuerpos vivos y tibios de mi hija y del muchacho, sobre todo la presencia de
los recuerdos, principalmente el recuerdo de la niña con sus ojos tan negros,
mirando al perro. Todo lo demás por aquí son sombras blancas de las
enfermeras que pasan. Eso creo. Y supongo que incluso no podría yo ir a
ninguna parte, aunque escapara. Al Norte del Cementerio siguen las inmensas
praderas, millas y millas. Si no localizo mal este punto, no existe ninguna
importante ciudad hasta llegar a Chicago. Es la segunda ciudad de Estados
Unidos, pero como son ya más de las 5 de la tarde, no habrá nadie en las calles
del centro. Ni un alma. Los rascacielos dorados aún en lo alto por un sol de
topacio. Los canales oscuros. Y calles y calles abandonadas, solitarias. De tarde
en tarde algún rato transeúnte, con cara de miedo, mirando de reojo a las
esquinas de los callejones, mirando así asustado, porque se mata mucho en
estas ricas ciudades, se mata, no porque seas rojo o republicano o masón, se
mata como podría una decir: «llueve» o «hace calor» o «hace mucho frío». Digo
palabras igual que si Pedro pudiera oírme. Repito cosas de las que hablábamos
él y yo. Tan sola estoy que casi me gusta reírme de Pedro. Con una mirada me
pego a su tumba del cementerio. Y me pongo a contarle canciones humorísticas
de nuestros tiempos.
«Rascayú / cuando mueras / qué harás tú?» «Los borrachos / en el
cementerio / juegan al mus / juegan al mus / Ay Mariluz / apaga luz / apaga
luz». Me río, pero me da mucha pena. No es pena tirando a vergüenza. No es
porque nadie pueda oír lo que canto, que hay aquí mucha libertad. Todo
puedes gritarlo en el silencio y vacío de estas latitudes. Hay tanta quietud, que
si miro el cuadro, otra vez, hasta puedo oír el palpitar del corazón de la niña.
No tengo un temperamento tranquilo como para poder quedarme en la
inmensa luz de esta tarde, quieta como una flor muy granada, marchita casi,
iguales a las que parece que hay aún en el jardín. Lo que quiero es que
velozmente, en seguida, vengan por mí, a buscarme, mi hija y el muchacho

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

chicano, que vengan pronto, antes de que ese demonio de pájaro —el colibrí—
me sorba de verdad con su larga lengua.

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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua

Índice

NOTA DE ANTONIO FERRES.............................................................................9


HISTORIA DE LA CABEZA ENCANTADA...................................................10
EL VIEJO, LA NIÑA Y LOS «ALMACENES DE MADRID-PARIS».............19
EL LEÓN................................................................................................................27
EL CÍRCULO CELESTIAL (Un grano de noche, de muerte y de vida
verdaderas)....................................................................................................................31
ESPACIARIO.........................................................................................................40
LA MUJER DE LA CICATRIZ EN LA CARA..................................................51
EL EXILIO DEL PARQUE...................................................................................65
EL COLIBRÍ CON SU LARGA LENGUA.........................................................68

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