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larga lengua
y otras historias
Antonio Ferres
Colección: «Guernica» Director: Andrés Sorel
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de entre nuestros compañeros, que por diversos motivos: económicos, de situación
geográfica o discapacidades físicas, no tienen acceso a la literatura, o a bibliotecas
públicas. Pagamos religiosamente todos los cánones impuestos por derechos de
autor de diferentes soportes. Por ello, no consideramos que nuestro acto sea de
piratería, ni la apoyamos en ningún caso. Además, realizamos la siguiente…
RECOMENDACIÓN
y la siguiente…
PETICIÓN
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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua
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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua
Obra Publicada:
— La piqueta (1959)
— Destino Barcelona.
— Caminando por las Urdes (con Armando López Salinas). Seix-Barral, 1960.
— Tierra de Olivos. Seix-Barral, 1964.
— Con las manos vacías. Seix-Barral, 1964.
— Los vencidos. Ebro. París, 1965.
— Mirada sobre Madrid. Península, 1977.
— En el 2. ° hemisferio. Seix-Barral, 1970.
— Ocho, siete, seis. Barral Ed. 1970.
— Al regreso del Boyla. Casuz. Caracas, 1970.
— En los claros ojos de John. Ed. Centro, 1975.
Y en preparación:
Los años triunfales.
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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua
«Arte es más que arte, literatura es más que literatura. Las artes son formas
de expresión de la vida y de la experiencia humanas, y como tales registran los
cambios en la condición del hombre a lo largo de los tiempos. Pero arte y
literatura también son más que formas de expresión, y más que mero registro.
Al dar expresión de la realidad latente, y así traérnosla a la conciencia, hacen
totalmente real lo que era sólo potencial. Ellas crean la atmósfera cultural de
cada época. Y en virtud de esta función juegan un papel tan activo en el
desarrollo del hombre, como otras aparentemente más prácticas actividades
humanas, tales como ciencia, tecnología y política. La evolución de las formas
artísticas de expresión es una de las más importantes evidencias que tenemos
de los cambios en la conciencia del hombre y de los cambios en la estructura de
su mundo. Solamente cuando son observadas en términos de este aspecto dual
—el desarrollo de la conciencia y el desarrollo de la realidad que le corresponde
— las artes ganan su pleno significado humano».
Erich Kahler
(del prefacio de su libro
The Inward turn of Narrative)
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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua
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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua
...Puede que sean otros siglos, otras épocas, idus y calendas, vendimias y
bacanales, sécula seculórum amén. Recuerdo cómo olían pegajosamente a cera
y a esperma quemadas y a oscuridad y a polvo, las iglesias. Recuerdo los olores
igual que cuando tenía narices, y los colores igual que cuando tenía ojos.
Pero son sólo recuerdos, nada más que recuerdos cristalizados y a lo mejor
ya viejos. No oigo nada ni veo nada, aunque sé cómo era la luz y cómo son o
serán los vidrios en los que reposo. Parece que siento frío, lo mismo que cuando
tenía cuerpo. Tal vez esté frío el cristal que me sirva de base, o todo será pura
ilusión. También siento a ratos como cuando tenía brazos y piernas y ojos,
aunque de verdad no dispongo de esos órganos. No tengo órganos. Y no puedo
andar ni moverme. Estoy ciego en la oscuridad. Sin órganos estoy, pero existo.
No quiero entrar en filosofías.
Nunca debí dejarles aislarme, hacer y deshacer mi vida. A veces me
desmayo y vuelvo a despertar sintiendo picores infinitos, como si tuviera dedos
y piel, aunque no tengo nada sino esta función última de pensar sin descanso ni
verdadera esperanza.
...Puede, sin embargo, que alguien se encuentre a mi lado observándome,
pero no lo sé. No pasa nada jamás, nunca. Recuerdo largas temporadas de las
que yo había pensado lo mismo. Hago referencia a las épocas más
sedimentarias y sórdidas de la última dictadura, cuando me parecía que sólo
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difícil es distinguir las épocas, los días, las estaciones, los siglos, en esta
oscuridad en que vivo. Por eso es tan alentadora la memoria de las cosas y las
palabras.
Todo tengo que construirlo con regularidad y orden en mi blando cerebro
viviente. Tengo que construirlo con frases precisas, sin permitirme el lujo de
que fluyan rotas mis ideas en un abandono propio de los pensamientos de los
seres que tienen cuerpo.
Soy sólo una materia blanda, blanca y grisácea y sin propiedades de
locomoción, sin poder ocupar más espacio que el que me han designado los
médicos en un rincón del laboratorio. Tampoco sé cómo me alimentan, si es que
lo hace alguien. No me parece tener la cualidad de cambiar conmigo ninguna
substancia exterior, de transubstanciar nada, gracias sean dadas a mis dioses.
Sólo pienso. Lo creo así. Por eso mismo es tan real la memoria arrancando
de aquel pasillo, aunque se apoye en imágenes que poco a poco hayan ido
modificándose, adulterándose, corrompiéndose en mi interior. Y sé —
igualmente— que de aquel arranque de entonces puede estar originándose otro
muy diferente mundo, un mundo con policías y médicos invisibles como el de
los locos de siempre. Pero no es un sueño. No.
Está surgiendo el pasillo y cuando entreabro la puerta se ve la inmensa
claridad de la escalera, las encendidas y ligeras partículas de polvo navegando
en el aire, la maceta con una planta, más verde que ha sido nunca, en el rellano
blanco y largo, el pasamanos brillante —las cosas son también ahora más
brillantes que fueron— con el gran pomo o bola dorada abajo, que refleja la
concavidad, todo el hueco del mundo.
Sé que no es un verdadero sueño. La atmósfera no está tan endurecida y
densa como en los sueños. Todavía recuerdo cómo son los sueños. Ojalá
pudiera soñar más a menudo en lugar de desmayarme en la oscuridad, ojalá,
porque en los sueños que tenía antes de tarde en tarde, existía, existía yo
realmente, con brazos, piernas, sexo, cuerpo, existía por un mundo que en el
transcurso del sueño me parecía verdadero, un mundo cuya existencia no
problematizaba ni ponía en duda casi nunca mientras vivía en él.
Recuerdo el sueño último que tuve tras uno de mis contumaces desmayos.
Sentía mi sangre toda como poblada de insectos agitados y hambrientos
mientras llegaba yo a un mundo en el que había habitaciones abarrotadas, como
entre los evacuados de una guerra, llenas de gentes diversas y desconocidas.
Entre aquellas personas se encontraban tres mujeres bellas que se hablaban y
querían seguirme, como a Cristo y a otros profetas en los relatos bíblicos, me
deseaban, se ofrecían a mí, amorosamente. Yo tomaba a una de ellas de la suave
y caliente, febril, mano. Sentía en los míos sus luminosos ojos, mientras
caminábamos abriéndonos paso entre toda aquella aglomeración. Desde una
habitación pasábamos a otra igualmente llena de gente, y desde este cuarto a
otro también ocupado por una multitud. Jamás he sentido tan fuerte el ansia
insaciada de intimidad, el hallar una atmósfera apacible y solitaria al salir de
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época, que leen mi inmóvil vida con sus precisos aparatos y complicadas
máquinas. Se decidirán los sabios a ponerse esos dichosos órganos perdidos,
quizás serán mejores los próximos testículos que los anteriores fueron.
Espero y espero arrebatadamente. Lo malo es que hayan pasado siglos y ya
no valga ninguno de mis recuerdos, de mis aprendizajes dolorosos, de mis cajas
de ahorro de memoria, y que no existan la calle de Argumosa, los bulevares, los
pasillos y la casa. Porque... ¿cuánto tiempo de los astros o de los relojes duran
estos desmayos que padezco?
A veces —repito— se materializa el pasillo. Encuentro una imagen del
pasillo que me gustaría fuera petrificada y eterna, dura, escrita en una lengua
inmodificable. Y digo: «Yo avanzaba haciendo temblar el pasillo entero con mis
pasos». El tiempo imperfecto ayuda mucho a la eternidad. Pero también puedo
decir: «Haciendo temblar con mis pasos el pasillo entero avanzaba yo» y seguir:
«a la hora en que el último sol moría en las montañas etcétera etcétera». Y otras
cuantas combinaciones, poniendo o quitando los complementos directos e
indirectos delante o detrás, en el lugar donde me dé la gana. Me gustaría una
lengua menos flexible o quebradiza que la mía, más dura y conservadora en
esto de dar prioridad imperecedera a unas ideas sobre otras, a unos
complementos sobre otros. Me gustaría una lengua realmente fosilizada y
constante, donde las cosas importantes estuvieran en primer lugar y luego
vinieran las secundarias: una lengua que además permaneciera fija para
siempre. Quizás pueda conseguirla. Pero... ¿habrán cambiado los nombres? ¿se
dirán las cosas como antes se decían? ¿seguirá diciéndose lo que a mí me
ocurre, con las mismas palabras? ¿entendería lo que me pasa la nueva gente, la
que haya nacido y viva ahora fuera de mi cabeza?
Lo cierto es que se materializa casi todo aquel pasillo. Lo veo en el mismo
molde de escenas ya hechas en el que siempre veo las cosas de la memoria, y
aunque sé que todo es puro pensamiento siento llegar la sed. Me es lo mismo
que sea el reflejo de la sed antigua. Sé que no tengo boca, pero siento unas
ganas imperativas de beberme un vaso de agua, de correr —aunque sigo sin
pies— por el pasillo de mi memoria, hasta llegar al reluciente niquelado grifo
de la cocina, ganas de beber hasta saciarme, de dejar correr el chorro de agua
hasta mis entrañas. No puedo entenderme. Pienso, por un momento, que
aunque no tengo órganos, puede que la masa encefálica que soy esté
descuidadamente abandonada en el laboratorio, que esté secándose,
deshidratándose poco a poco mi cerebro y demás, lo único que poseo, y que
esta sequedad se traduzca en una sed inevitable, en un paladar inmenso de la
imaginación, árido, agrietado por la sequía, como le pasa o le pasaba a la tierra
sin riegos ni lluvias.
Hace falta, tal vez, no disponer de boca, temer temblorosamente la
desecación del cerebro, como yo temo, para sentir sed por primera vez en la
vida. ¿Estaré abandonado, olvidado por los sabios sobre la mesa del
laboratorio?
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No puedo creerlo. Sin duda que estoy rodeado de médicos: una cuadrilla
de sabios risueños, sin temor en los ojos, todos con batas o capas blancas. Sé que
van a conseguir comunicar conmigo, aunque yo siga aquí blando y gris,
aplastado sobre el vidrio. Por eso noto este pinchazo dentro de la masa de mi
vida. Ha sido una aguda punzada. Claro que ellos conocerán el punto exacto
donde llega la terminación del nervio desde los huesecillos del oído transmite la
corriente en la que quedan transformadas las vibraciones que llaman sonidos en
el mundo exterior. Empiezo a percibir murmullos, como entrecortadas y
jadeantes respiraciones. No veo a nadie, pero oigo una voz clara.
«¿Cómo está usted?»
«¿Yo?»
«Sí, usted. ¿Cómo se encuentra?»
«¿Cuándo van ustedes, los sabios, a meterme en un buen cuerpo humano?»
—les preguntaría de buena gana. Pero siento en seguida una nueva, dolorosa
punzada. Seguro que con la aguja en que termine el hilo conductor de alguno
de sus precisos aparatos han pinchado el punto justo donde en mi cerebro acaba
el nervio que desde los ojos transmite las imágenes de las cosas heridas por la
luz.
Veo a los médicos verdaderos, con sus capas blancas, como imágenes que
se despegaran, que salieran vivas y anunciadoras de una pantalla de televisión
en colores.
«Me encuentro bien, gracias» —digo, mientras ya siento una dolorosísima
punzada, que de seguro va a conectar mi zona emisora de palabras con los
auriculares que lleva puestos el doctor más viejo, el de la barba blanca y las
mejillas color de rosa. Es el gigante que distingo en el centro del rectángulo de
mi limitada visión. Resulta muy alto a mi lado, al lado de la forma aplastada de
la masa gris en que me localizo. Ahora me veo a mí mismo. Soy unos sesos
hundidos, pegados contra la superficie de la mesa de mármol, unos sesos
blandos con fibras y múltiples laberínticas revueltas, unos sesos que laten ahora
levemente. Noto mis latidos. Noto mis latidos como cuando tenía corazón. Mi
tamaño, mi talla, mi estatura son muy pequeños al lado del cuerpo de los
sabios. Veo al de la larga barba, altísimo él, con su gran cabeza inteligente
inclinada sobre mí, sonriendo él con sus finos rojizos tirantes labios que me
parece recordar de algún sueño antiguo, pero entrevisto el sabio, entonces, en el
sueño, con un gesto más cruel y entre el relámpago de la afilada hoja de un
cuchillo. Pero no tengo tiempo de recordar más sueños viejos, ni aun los más
terribles. Me refugio en la inmensa aséptica blancura del laboratorio: los tubos
fluorescentes y los redondos focos de luz como soles sobre nosotros, la mesa de
mármol limpísima, los brillantes baldosines blancos cubriendo las paredes, los
extraños aparatos con cables y circuitos de distintas coloraciones y con decenas
de contadores de corriente y de relojes que hacen medidas para mí
incomprensibles.
«Me encuentro realmente bien» —repito.
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Tal vez sea posible saltar hasta el cuello, estirar mi materia elástica y
adquirir brazos de goma como un pulpo. Y ahogar al sabio con mis tentáculos.
Oírle gritar pidiendo socorro, mientras sus subordinados huyen despavoridos.
Me gustaría aplastar la cabeza del sabio de la barba contra la piedra de la mesa,
fracturarle el cráneo, hasta que sus sesos —cerebro, encéfalo y demás—
quedaran fuera, desamparados junto a los míos sobre un cristal del laboratorio.
«Ahora tal vez podamos entendernos» —le diría.
«Me da miedo saber que estoy muerto» —digo.
Nadie me oye. No puede ocurrir ya nada, absolutamente nada. Se han
esfumado mis sensaciones, de mi vista inteligente, todas las imágenes. Y
aunque blasfeme y blasfeme es como si nada hubiera yo dicho. Aunque miente
a la madre de los sabios. ¡Hijos de putaaaaaaaaaaaaa!
A ratos siento ahora otras agudísimas punzadas, dolor, zumbidos, como si
volaran cerca enjambres de insectos hambrientos. ¿Serán realmente insectos lo
que me sobrevuela? Tiemblan de miedo mis grandes sesos indefensos, solos,
como temblarían los sesos vivos de un gran mamut abandonados sobre una
piedra. La única imagen que veo aún de tarde en tarde es la gran fotografía o
estampa vieja, borrosa y sucia —cubierta de cagadas de moscas— del sabio de
la barba blanca, la estampa en la cuarteada pared llena de desconchones y
manchas verdinosas.
No hay nadie más en el laboratorio. De eso casi me alegro, me alegro de no
saberme manipulado, de que no estén hurgando mi cerebro, o encéfalo, o
médula, y a lo mejor me hagan concebir ilusiones, que me hagan por ejemplo
creer en la duplicidad, en la simetría y me engañe creyendo, pongamos, que hay
dos Cristos y que los hombres tienen cuatro ojos. Pero no. Están rotos los
blancos cristales esmerilados de las claraboyas del techo. Todo está en ruinas
aquí, como después de un devastador bombardeo enemigo.
Me han abandonado a mi suerte. Como he temido siempre, no me queda
sino esta función última de pensar, de quererme qué es lo que pasa dentro de
mí y qué es lo que pasa fuera, y si va a venir alguien alguna vez o en qué va a
quedar todo esto.
Hay que razonarlo todo. Estoy abandonado quién sabe desde hace cuanto
tiempo. Pero no puede ser que haya muerto tantas veces como dicen, que haya
sido recuerdo asimilado de otras vidas. Y si me crecieran ojos conocerían a todo
el mundo y saludaría a la gente en la calle o donde fuera. Lo cierto es que sigo
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Es una terrible y fascinante memoria que sin duda mi cerebro había estado
evitando, guardando avariciosamente hasta ahora mismo. Es un recuerdo de
verdad viejo que nunca debería confundir con la realidad presente ni con los
sueños. Quizás haya querido reproducirse dentro de mí en otra ocasión, pero lo
ha aplastado mi oscuridad.
Relampaguean en las aguas del río las detonaciones. El alto cielo está
cubierto de bandadas y columnas, de escuadrillas de lentos aeroplanos, de
bombarderos cargados hasta los topes de armas de muerte y destrucción. Y,
más abajo, entran en picado los stukas. Yo —y los otros hombres provistos de
encéfalos con idénticas memorias— estoy pegado, estamos pegados, a los
accidentes de la tierra agujereada de bombas y explosiones. El recuerdo es
asombrosamente verdadero y aterrador. Pero cada vez estoy menos seguro de
nada.
Veo metido a cada hombre en su agujero, como fecundado allí, en su hoyo,
en el hueco hecho a lo mejor por la picadura de una granada. Tal vez si los veo
es que existen aún, es que no han muerto ni desaparecido. Dudo.
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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua
Pero hay detalles que recuerdo con mucha precisión. Aunque todos los
puentes del río estaban destruidos, volados con dinamita, habíamos cruzado el
Ebro por 14 lugares diferentes. Es magnífica la certidumbre con que recuerdo el
mapa, proyectado ahora en mi mente tal vez por alguien, dibujado con cotas y
divisorias de agua y arbolillos dentro de mi memoria, como inyectado en lo
oscuro de mí por algún extraño y secreto artificio de propaganda enemiga.
Mirando el mapa retumban las explosiones y los zumbidos en picado de los
stukas. Casi es tan real como un sueño, pero con los datos más fríos y seguros.
Estoy yo allí, entre los otros hombres, aplastados en el suelo con los restos
de la Compañía de Ametralladoras —recuerdo los datos y la exacta dirección—
del 4o Batallón, 12a Brigada, 45a División, 5o Cuerpo del Ejército. Franco —
recuerdo también su cara pintada en las paredes— ha lanzado los aeroplanos,
los fiats y los stukas. Estoy aplastado en el suelo. Tengo que ver pasar así un día
entero. Un día con una luz cegadora interminable, que parecía que no fuera a
terminarse nunca. Y, después, tendré que avanzar por la noche, si no he muerto,
si no caigo en un definitivo desmayo, si no quedan salpicados, esparcidos mis
sesos. Siento hervir en lo oscuro todavía la masa de la tierra. «Arde el río como
un volcán» —oigo la voz de alguien, como la voz de un compañero a mi lado,
una voz del otro mundo. «Hay que aguantar todavía una eternidad» —digo.
Y sigo paralizado siempre, escuchando en esta ceguera zumbidos y
zumbidos. Pero razono que serán solamente recuerdos y recuerdos de
recuerdos. Nada es seguro ahora nunca, después de tanta inmovilidad y de
tantas experiencias científicas como quizás hayan hecho conmigo. Puede que
pudiera seguir siempre semimuerto o semicongelado, ofrecido como material
de consumo en cualquier Expendeduría de Idiomas y Talentos. Pero no me río.
No puedo reírme ni aún con la imaginación. Por de pronto está bastante
entendido por mí que soy esta masa encefálica olvidada en este laboratorio
perdido del mundo, un cerebro desamparado y expuesto a la putrefacción,
sobre el que vuelan enjambres de moscas. Las punzadas que siento no son
producidas por las agujas de ningún moderno aparato de investigación, sino
por las moscas, moscas voraces que apoyan las ventosas de sus patas en mi
superficie y que clavan en mí sus trompas chupadoras de substancias jugosas,
moscas gigantescas que me sorben y me devoran.
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De lejos veo tan bien como cuando era joven. Distingo desde la cama las
cúpulas grises del observatorio astronómico y del espaciado, y las altas copas
de los árboles del Parque, doradas durante el otoño. Se me mete por los ojos el
hormigueo amarillo de las hojas, como de mil canarios moviéndose. Lo que no
alcanzo a ver es dónde estén mis lentes.
Extiendo las manos hasta rozar esa mesita o lo que sea. Nada consigo.
Presiono con el dedo el primer pulsador, que va levantando, poco a poco, la
cabecera de la cama, mientras mantiene firme el espacio de las piernas, y en
seguida acciono el segundo botón del mando intrínseco, que va girando la cama
hacia la derecha y creo que elevándome los fríos pies de muerta.
Ni aun así llego.
Podría llamar al timbre, pero no quiero hacerlo. Ya he llamado 4 ó 5 ó no sé
si 6 ó más veces esta mañana. ¿Es ya por la tarde? Y no quiero que se enfaden y
me prohíban a lo mejor la sopa tan sabrosa que tiene pedacitos de especias que
dejo deshacerme en la boca. Ni quiero que me droguen con esa inyección o sabe
nadie dónde te drogan, y que se me sequen y quemen los labios. Y no haga así
nada más que dormir. Sin poder una pensar nada, ni recordar. Claro que es por
la tarde. Lo noto en la luz tan amarilla, casi ahora ya color de vino de moscatel
inundando los árboles lejanos del Parque. Además me acuerdo que hoy había
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esa crema para el almuerzo, esa crema espesa que me trae un olor parecido a las
croquetas de pescado, un olor de mi niñez en la cocina de la calle de Velarde, un
olor dulzón, amarillento también, como de azafrán. Digo que siento repicar el
olor como desde el almirez de cobre de la cocina. Es un olor que probablemente
viene hinchándoseme en la cabeza desde que lo sentí caer sobre mí y
clavárseme entre los ojos, como vertido desde el almirez o las jaulas colgadas y
yo creo que ya vacías, sin pájaros, pero trinando aún, yo niña. Es lo que más
risas les da a las enfermeras, oírme decir: «Cuando yo era niña».
Tiene poca gracia la cosa. Yo sin quejarme del sueño o de la ceguera. Y si les
digo que servidora era ya una mujer con hijos, en la guerra civil, y que he
vivido tanto gracias al tratamiento de enzimas soviéticas, no se ríen. Pero si les
digo «Yo era una niña» saltan a carcajadas. Como saltamontes, de aquellos de
alas azules y saliva amarilla, saltan. Como si una fuera tan vieja y tan distinta
que no pudiera contener en mi cuerpo la menor parte de aquella niña que fui.
Como si todo se hubiera ido sin dejar resuello. Y sin embargo, ¿dónde queda
algo de esa chiquilla si no es en mi cabeza, en mi arrugado vientre, en esos
recuerdos o pedazos de los olores de entonces?
Me dan ganas de descender hasta el suelo, y de gatear o arrastrarme hasta
llegar a la mesa donde creo que estén los lentes, o de llegar arrastrándome a la
mesa que hay más cerca de la venta. Pero más bien parece una ilusión y no me
es fácil moverme. Además es sólo para mirarme las manos, para ver si tengo las
uñas sucias otra vez. No me toca hasta mañana mirar la pantalla de la televisión
interior. Si es que mañana es realmente jueves, la fecha señalada en mi turno.
Así que me aguanto mientras se me representa la calle de Velarde, que iba
desde la calle de Fuencarral a una ahogada plaza que se llamaba del Dos de
Mayo. Me da miedo pero se me representa todo tal y como era. Yo estoy
también allí, con mi cabeza de ahora. Me veo en la escalera asustada de haber
vuelto. Todo el aire seco, incluso cuando estoy asomándome a la calle desde el
portal de mi casa, el aire seco y el viento seco de Madrid arrastrando chinas que
me hieren los ojos, la cara y las piernas desnudas. La casa ya tan vieja, con el
portalillo pequeño y sombrío lleno de esta sombra casi azul. Al otro lado del
portal está la escalera interior, los cuartos de la gente más pobre que nosotros.
La escalera de este lado también es de madera, pero comienza en dos pomos o
bolas doradas, amarillas, reflejando un lejano y frío sol invernal. Los pomos
incandescentes delante del chiscón de la portera. Brillan las bolas en la
penumbra, y descienden los pasamanos siempre encerados y pegajosos. Mi
descansillo de la escalera que siempre creía grande, claro y limpio, está ahora
silencioso, cada vez más oscuro, como los restos de un tiempo muerto. Tiro de
la cadena de la campanilla de mi puerta. Tiro casi a tientas y oigo cómo suena
dentro en un hueco terrible. Lo malo es que ya debe de ser muy tarde y debe de
estar apagada incluso la luz de la escalera. No veo ya nada, aunque sigo dando
tirones desesperadamente de la cadena de la campanilla. Ni siquiera entra
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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua
claridad por los ventanucos que dan al patio. Llamo y llamo, en medio de las
tinieblas, sin que nadie responda.
«Mierda» —digo.
«Qué gruñe usted tanto» —dice la compañera de la otra cama del cuarto.
Conozco su voz, aunque no la veo. Tal vez esté corrida la cortina o biombo de
plástico duro que sé que hay entre las dos cabeceras. Lo que es raro es no
distinguir absolutamente ninguna claridad, que se haya hecho de noche tan de
prisa. O será que se ha desbaratado el tiempo o mis ojos. Ni siquiera veo la luz
del piloto azul, la lucecita esa que sirve de guía.
«Qué hora será» —pregunto.
«Las tres o las cuatro».
«¿Cuándo irá a amanecer?»
«Qué más le da a usted» —dice la compañera, con paciencia.
Pero a lo mejor no es con paciencia sino con sorna o para ocultarme que
estoy quedándome ciega. Así es que creía que era verdaderamente por la noche,
y de pronto ya no estoy segura de que lo sea. Me extraña que por más que
vuelvo la cabeza a uno y otro lado no tropiece mi vista con la lucecita azul. Tal
vez ande estropeada, pero se me hace difícil creerlo. Lo más seguro es que no la
localice yo bien con mis movimientos torpes y con estos ojos tan gastados que
sin duda tengo, y sin tener mis lentes. Para terminar con esta duda apretaría el
botón que hace descender los pies de la cama. Tendría que apretar hasta que se
me cansara el dedo. Y luego me bajaría arrastrándome por el suelo hasta llegar
esta vez sí a la mesita, y tal vez pudiera incorporarme y alcanzar esos dichosos
lentes. Pero mi compañera oiría el zumbido del resorte eléctrico y hasta puede
me viera y llamara las enfermeras o que hasta viniera la médico de guardia o
alguna de las otras jefas. No me atrevo a intentarlo.
Aunque me gustaría. Por lo menos me alegraría llegar a la ventana y mirar
a las mujeres que suben y se apean de los incesantes vagones del ferrocarril de
cremallera, bajo los focos de luz solar. Mientras mi compañera resuelle tengo
que conformarme con seguir en la cama sin ver nada, en el centro de esta
especie de mareo. Lo más seguro es eso, que como tengo este mareo terrible por
eso no funcionan mis ojos para ver la luz azul.
Por dentro del mareo hay desde luego ojos de gentes y también estrellas
aquí y allá, como si yo anduviera vagando o flotando como una nube por en
medio de la noche, como cuando cerraba los ojos en un baile de aquellos con
hombres, después de beber unas copas de alcohol. Me acuerdo bien de la letra
de un chotis que explicaba lo que viene pasándome. Cantándolo por lo bajo, me
da risa. «Ay, ya, yay — qué cosa tan terrible — es el mareo — Te juro que te
miro y — no te veo».
«¿Canta usted?»
«No canto, lloro».
«Ya sé que fue usted escritora de la televisión en color» —dice.
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«Estuve propuesta para el premio Nobel, un premio que daban entonces los
machos» —digo.
«¡Qué tiempos!» —suspira soñolienta.
«Sí, gracias a las enzimas ya podemos vivir siglos» —digo.
Ya no escucha mis gracias. Noto en su respiración que está completamente
dormida, hundida en el sueño. Comienzan fuerte los ronquidos y luego se
acaban, y se produce un silencio cósmico. Parece que es un ciclo que durará
siempre, hasta que nos muramos las dos a un mismo tiempo, por pura
solidaridad femenina. Lo peor es que tengo dudas de si irá ganándome la
ceguera.
Creo que voy a accionar el resorte eléctrico, poco a poco, tratando de que
no se oiga continuamente el zumbido que podría despertar a mi compañera, si
está viva. A ver si cuando me baje no veo, a ver. Qué risa da esta lengua. A ver si
cuando me baje veo de llegar al menos a la ventana, a ver lo que veo desde allí...
Siempre que me asomo de golpe a un precipicio se me representa el balcón
de mi casa de la calle de Velarde, al que nunca podía asomarme porque mi
padre era un abogado importante. Ni tampoco me estaba permitido bajar a
jugar con los chicos a la plaza. Temo siempre que me asomo a un precipicio ver
a lo lejos la angosta Plaza del Dos de Mayo: un amasijo de polvo, los chicos y
chicas jugando, junto al arco de Monteleón y las estatuas blancas de los Héroes.
Ni siquiera podía yo entretenerme un minuto mirando a los chicos. Hasta los
días festivos, que no había colegio, me quedaba en casa con mi madre y la
sirvienta. O mi madre se iba a alguna visita.
Lo pienso todo mientras oigo respirar a la mujer de la otra cama. «Mi
madre no va a enterarse, ni menos mi papá» —le dije. «¿A dónde quieres ir?»
«Voy a llegarme hasta los Almacenes de Madrid-París». Tardó un rato en
decidirse. «Corre mucho y vuelve en seguida» —me rogó.
Sentía la misma inquietud que siento ahora mientras acciono el resorte y
pienso ardientemente en bajarme de la cama. Noto que cada vez es más fuerte
la pendiente en que estoy colocando mi cuerpo. Casi ya se desliza. Parece que
pudiera llegar reptando por el suelo, hasta los Almacenes de Madrid-París, calle
de San Bernardo abajo, Gran Vía, llegar a la sección de juguetes mecánicos. Casi
ya me escurro hacia el suelo. Tendré que arrastrarme en silencio. Noto como si
estuviera entre el polvo de la Plaza, entre gente que no conozco, ni conocía
entonces, chicos e incluso hombres —tantísimos hombres que había entonces
todavía en las calles y en todas partes— junto a aquellas grandes estatuas
blancas de mármol, de héroes con espadas levantadas también blancas y
terribles. Voy hacia allá, hacia los Almacenes, pegada a las sombras tan secas y
azuladas que proyectaban las casas.
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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua
«Ande, la espero aquí. A ver quién llega antes al sitio donde debe estar la
ventana».
«Mentira parece que tenga usted más de cien años. El siglo pasado
hubieran dicho que era usted una hembra dejada de la mano de Dios».
«Lo que es eso, no. Estaba pensando en un viejo verde que se aprovechó de
mí cuando era chica. Se puso a hurgarme por debajo de la falda».
«¿Ve lo que le digo? Ni siquiera se acuerda usted de por qué tuvieron que
eliminar a los machos».
«No dé tantas voces. Claro que me acuerdo. De cuando los limitaron, y de
cuando los declararon especie a extinguir».
«¿Querrá usted decirme que no eran tan nocivos como les enseñan ahora a
las niñas en la escuela, que lo eran?».
«Yo no he dicho eso, no tiene motivo de enfadarse. Bájese por fin de la cama
y echaremos esa carrera. Estoy aguardándola».
«Tendrá usted que decirme con su propia boca por qué tuvieron que
suprimirlos» —casi grita.
«Claro. Aquí estoy esperándola en la oscuridad, compañera» —digo
tratando de tranquilizarla con mi voz.
«Voy a bajarme aunque conseguirá usted que me castiguen a mí también si
me agarran».
Noto el zumbido eléctrico del resorte de su cama. De buena gana
aprovecharía para avanzar todavía un poco más adelante en medio de las
tinieblas, pero hasta prefiero conservar mi duda algunos instantes. A lo mejor es
que apenas tengo ya esperanzas de ver. Y prefiero esperar a mi compañera, que
de momento ella no se enfade. La siento arrastrarse y jadear maldiciendo, la
siento cada vez más cerca, aunque no la veo.
«Venga para acá. Ya sé lo que le pasa a usted, a usted lo que le da miedo es
que la dejen sin sopa o gacha de harina» —le digo.
«Claro que sí, ¿qué hay de malo en ello?» —gruñe, y noto que para de
avanzar.
«Nada de lo que tenga que avergonzarme. Voy a recitarle incluso la oración
de la gacha. Para que se anime en su arrastre voy a recitársela» —digo. Me callo
un segundo y noto que está escuchando.
«Venga» —dice.
Saco fuerzas, y sorbo el silencio, para recitar:
«Si la gacha está blanda blandórum, échale harina linórum. La meneas con
el tróquile tróquile, hasta que la gacha haga fófile, fófile».
«No puedo más» —gime—. «Y menos si me hace usted reír y se me escapan
las fuerzas».
La oigo resollar ya muy cerca, buscándome, pero no distingo su cuerpo.
Extiendo mi temblorosa mano en el vacío.
«¿Es todavía muy de noche?» —me decido a preguntar.
«¿A usted que más le da?»
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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua
«Por lo menos podría decirme hacia dónde está esa dichosa ventana».
«¿Qué?»
«Le pregunto que por qué lado cae la ventana».
Siento su aliento mojado y su olor, su respiración como el hipo cortante de
una de esas máquinas que sabemos que hay en el sótano del hospital o en
alguna parte escondida. Casi logro rozar su cuerpo con la punta de mis dedos.
«Contésteme» —digo.
«Yo tampoco sé hacia qué lado cae» —gime— «Lo malo ahora es que hemos
bajado bien de la cama, pero no sé cómo vamos a conseguir subirnos, de dónde
vamos a sacar las fuerzas necesarias».
Pienso que a lo mejor también ella debe de estar quedándose ciega. O tal
vez hayamos caído en una noche muy cerrada, pero las dos juntas. Incluso
siento un poco de alegría al saber que no estoy sola.
«Ya comprendo» —digo.
«No me gustaría que me pasara lo que a usted le pasa. No crea que me
fuera a gustar en absoluto quedarme ciega como usted» —gime, casi
rabiosamente.
«No me llore» —digo, y toco por fin su cuerpo con mi mano. Me reconforta
palpar su cuerpo, sentirme de pronto al lado de mi compañera, como dos niñas
juntas que juegan a todo esto de mentira. «No me llore, sólo quería que nos
asomáramos a la ventana, y ver llegar desde ahí a una de mis biznietas, la que
trabaja en la estación cósmica cerca de la Luna».
«Yo soy más joven, pero usted no sé a qué quiere vivir tanto, para andar
por el suelo con el culo al aire» —se apoya en mí, con un gemido cansado, sin
verdadero rencor.
«Servidora podría tener ya retataranietas, si no fuera por lo que sabemos»
—digo.
«La drogarán a usted otra vez. Usted sí que hace estas cosas para que la
sorprendan y la droguen».
«Es como estar mirando la televisión y dormirse».
«No lo es» —dice rabiosa— «Pero quiero que, mientras descansamos y
cobramos fuerzas para subir de nuevo al lecho, me cuente usted lo que escribía
cuando trabajaba para la televisión en color».
«Estábamos tratando de escribir en el grado cero del lenguaje, una
comunicación que llegara por igual a todos los humanos».
«No, eso no. Quiero que me cuente historias».
«Son historias».
«Empiece entonces» —dice nerviosa.
«La historia siguiente es sobre el uso de la cuchara, es una especificación
que vale para todos. Se agarra el rabo de la cuchara, que me diga el rabo no, no
hay que dejar que te pongan rabos, se agarra, digo, el mango de la cuchara, con
la mano derecha, exactamente colocando dicho mango sujeto entre los dedos
pulgar e índice, ayudados por el dedo central o corazón, no, corazón no. Pero
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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua
mejor numerar los dedos para evitar esas puñeteras palabras. Se levanta la
cuchara e imprimiéndole luego un movimiento de giro de 45 grados (No, ¡eso
no quiero que me lo cuente! —la oigo gritar)... He dicho que se levanta la
cuchara e imprimiéndole un giro de 45 grados se hace incidir la cazoleta o palita
cóncava sobre la superficie horizontal del líquido alimenticio contenido en el
plato, hasta inmersión, cuidando de dejar la parte cóncava hacia arriba (¡No! eso
no quiero que me lo cuente! —repite)... y hasta que la dicha cazoleta de la
susodicha cuchara quede llena y rebosante, o menos llena si así se prefiere,
procurando el usuario levantarla en vilo, cuidadosamente, conservándose la
horizontalidad (No, ¡eso no quiero que me lo cuente!)... digo conservándose la
horizontalidad y procurando además el usuario aguantarse la respiración (No,
¡eso no quiero que me lo cuente!)... hasta que el utensilio llegue a la altura de la
boca entreabierta que ha de tener ya los labios salientes, sobre los que se apoya,
succionando (¡No! ¡No! ¡No! ¡No!)... chupando, sorbiendo desde el interior de la
dicha boca del ser humano consumidor del susodicho líquido alimenticio más o
menos espeso llamado sopa».
«No, no, no quiero que me cuente esa historia» —la oigo gritar ronca, en
medio del Cosmos. Y me alegro inmensamente de tener una mujer, una solitaria
compañera a mi lado.
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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua
EL LEÓN
a Carlos Álvarez
Pienso que a ver si del cielo se decide a caer lumbre o nieve o algo.
«Voy a ponerme a contar mis sueños a la máquina grabadora» —digo.
«No sé qué le puedan importar a nadie sus sueños» —dice don Alejandro
asomando la cabeza detrás del biombo chino de delicados cabellos azules que
me esconde. Estoy sentado en la silla, con los pantalones caídos, recibiendo el
sol en los testículos. «¿Qué hace usted? ¿Se está masturbando?» —dice
escandalizado.
«No piense mal. Esto tiene su técnica. Tengo que taparme el izquierdo, que
de jóvenes llamábamos el Felipe, para que me dé el sol en el derecho. Baños
progresivos. Vea el cronómetro. Hoy diez minutos, por prescripción médica.
Mientras tanto voy a grabar mis nocturnos con la máquina» —digo.
«Todos se han levantado ya. La mayoría de las camas están vacías, don
Fernández. Termine pronto si quiere que lleguemos a la sala de televisores».
«Es un sueño erótico. Un sueño en el que yo disponía de alas, de auténticas
alas con plumas».
«Cállese. Por las mañanas cuando me despierto, noto siempre que se
prende una gran lámpara, estoy en el centro de un escenario y Dios y los
ángeles y demás, siguen, interesados, mi representación. Así no peco nunca».
«Será el sol lo que se prende cada mañana todavía».
«No se ría».
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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua
«No me río. ¿Qué? ¿Quiere oír a Vivaldi? ¿Le pongo la máquina mientras
me subo los pantalones?»
Aquí no hay tiempo para nada. En seguida se esconde el poco de sol que
entra detrás del biombo. Y se oyen los altavoces dándonos órdenes a los viejos:
«Los que puedan andar circulen todos en dirección a las salas de cine o hacia las
máquinas de juego. Desalojen rápidamente el dormitorio». Vamos empujados
por la corriente de personal, camino del vestíbulo. Caminamos ayudándonos
con nuestras garrotas, hasta donde están encendidas las flechas señalizadoras
de color azul, que dicen: «SOLOS. Pisos inferiores al 10». Y las flechas de luz
roja: «SOLAS. Pisos laterales superiores al 15». Y las flechas verdes esmeralda
«PAREJAS. Pisos entre el 15 y el 24 inclusive» que señalan hacia el cielo. Al
fondo del vestíbulo suben y bajan los grandes ascensores automáticos de los
que salen más y más viejos y viejas, renqueando o con los carritos de niqueladas
ruedas.
«Ya empiezan este curso otra vez las aglomeraciones, don Fernández.
Recuerde lo que ocurrió el mes pasado cuando empezaron los tumultos. Fue
cuando apareció el león que devoraba a la gente. Así desaparecieron muchos
asilados» —dice don Alejandro.
«Apareció el león y desapareció gente, qué risa» —digo—. «A ver si va
usted a creer todavía ese cuento de la fiera».
«Claro que lo creo».
«Voy a contarle el sueño en el que yo volaba realmente» —digo.
«¿Quién fue si no el león?»
«Los administradores. Sobrábamos viejos. Como el grupo de gente que
dicen que se perdió el jueves en los pisos de las confiterías...»
«No mienta, por Dios. Ni murmure de los administradores» —dice
mirando con miedo aquí y allá».
«Voy a contarle el sueño: Eran las mías unas alas pequeñas, pegadas a la
espalda como las de los pájaros, volaba yo por encima de la antigua ciudad».
«Por encima de las iglesias, don Fernández» —medio pregunta.
«Sí. A ratos mi vuelo era de ascensión, un vuelo sagrado hacia las nubes
blancas y húmedas, llenas de olor a lluvia entonces. Luego era ya el mío un
vuelo de descenso, rasante a mi pesar, un vuelo inevitable hacia la Tierra, un
vuelo que hacía temblar de emoción mi cuerpo desnudo, claro».
«Ah. Iba desnudo. Ve usted lo que le dije... En el sueño ese, seguro que no
se prendía esa lámpara, esa luz, y que no estaría Dios y los ángeles mirándole.
¿Verdad?».
«No. Pero no puedo negarle que yo tenía mucho miedo» —digo
condescendiente— «Miedo de que las personas o policías vieran mis partes
púdicas. Y me las tapaba yo con las manos. Recuerdo que llegaba volando a un
solar o campo amarillento. Miraba yo atemorizado a mi alrededor».
«Mientras no sueñe que se enciende esa luz, estará usted en un tris de pecar
y de sufrir las consecuencias».
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EL CÍRCULO CELESTIAL
(Un grano de noche, de muerte y de vida
verdaderas)
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que hasta podía resultar consolador o auxiliador el árbol escrito ahí pero aún
moviendo el pobre sus hojas, no moviéndolas por sí solo, sino auxiliado por el
viento que resulta de millones de movimientos sobre la Tierra, planeta del
sistema establecido —aparentemente estable— que también es resultado
incompleto de otros infinitos movimientos venidos de todas las edades y
distancias. Podría ser consolador el árbol susurrante y tibio, como vivo, con las
raíces como grandes dedos de la mano o pezuña de un dios verdadero clavados
en la tierra, suelo ahora casi negro rebotado desde el mioceno hasta todas las
edades tales como hoy y ayer y mañana por la mañana, entrando y saliendo
también muchas veces el árbol, clavándose y desclavándose en la amorosa
tierra, como si nada, o quién sabe tras cuantas eyaculaciones frustradas y
terroríficos intentos, el árbol sobreviviente.
Sería pura ilusión sucia como el arte, pero me gustaría poder decir, al
menos auxiliado socialmente por el arte, que estamos aquí caídos en el centro
de la eternidad, los dos juntos, el árbol y yo. De alguna manera así habría
ampliado mi centro hasta el árbol, como asociados ambos en la misma
petrificada asociación o partido político de víctimas.
Es una risa subversiva tambaleándose, una risa al instante gastada y
digerida por las bandadas de ruidos ya muertos que cruzan sin fin.
Sé que han desaparecido los pájaros y los murciélagos.
Estoy aquí solo, con mis manos. Apenas me las veo en la oscuridad, pero
monologo con ellas, porque sé que pueden ayudarme en mi decisión, buen
parroquiano de la España inventada que es y no es, pero que siempre cansa
desde los periódicos, desde las radios y desde la cara de los crédulos policías,
mientras me encojo bien jorobado hasta que el espinazo traza la curva de
ballesta que decía el poeta, y yo sintonizo, con una piedra de galena que llevo
escondida en el caracol de mi oído, dependiente de las lejanas radios llamadas
graciosamente independientes y que me hablan de los campos de trigo ideados
para matar el hambre muy lejos y de la libertad reclutada en otras lejanas
galaxias. Y acá está el campo de trigo, sembrado otro año triunfal más, otro
ajeno otoño de oro. Se aleja hasta la última línea anaranjada del horizonte por
donde fue el último fusilamiento del sol. Es muy cansado mirarlo. Y hay
millones de cosas vivas o asesinadas que no quiero volver a descubrir, pero que
ya descubrirán y están descubriendo otros hombres. Es seguro. Es el tronco
segurísimo del árbol lo que me interesa en mis condiciones, lo que se encuentra
apenas a tres pasos de mi cuerpo glorioso y grávido, en temblorosa y medio
húmeda proximidad, el árbol y yo.
Pegando a él mis ojos, distingo su artístico moho de colores: verdes, ocres y
con sangrantes tonalidades sobre la corteza. Noto la rugosa corteza vieja
renovada de pegajosa resina. También va a colaborar la rugosidad resinosa del
árbol y la flexibilidad joven de la rama a la que ate la soga.
Y quedarán marcadas mis originales líneas dactilares.
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Antonio Ferres El colibrí con su larga lengua
Este es el árbol
del ahorcado.
Si bien se mira la muerte es cosa bien divertida así, cosa que hasta se puede
calcular con números. Puede que de saberlo hasta el Jefe de Estado riera, que
reventara muerto riendo en su pertinaz gobierno. Yo no seguiré por más años
aguantándolo dentro de esta insoportable memoria con la que estoy viéndolo
sin que varíe mi pupila podrida cruzada por el rosario de cifras que tengo tanta
habilidad en calcular de memoria. Se acoplan muy bien en mi vieja memoria de
estudiante todas nuestras declaraciones juradas en falso de lealtad exacta, igual
que esta serie o clase de operaciones matemáticas elementales, para las que ni
falta hace pensar. Sé que la masa de 70 kilogramos de mi cuerpo aún relleno de
vísceras tiene de sobra energía cinética acumulada al caer de la rama del árbol,
y que 70 dividido por 2 y multiplicado por el cuadrado de la velocidad v, que es
la raíz cuadrada de 2 por el valor de la gravedad g, aproximadamente 9,8, y
supuesto —claro— que sólo considere la altura h cuando descabalgue de la
rama (porque tengo que estar cabalgando airoso en la rama balanceante
mientras ato la cuerda) y entonces vendrá el golpe seco en mi cuello de toda la
Tierra y toda la eternidad coadyuvando, golpazo absorbido también en parte
por la viva elasticidad flexible de la rama del árbol, de mi compañero de esta
noche. Ha de venir el golpe consolador y seguro que como una forma de olvido
porque no puedo soportar más días sus sórdidas caras. Es un puro cansancio
que tengo la necesidad de arrancarme así, experimentalmente, como el que se
arranca una espina.
Voy trepando con bastante facilidad.
Únicamente dan ganas de dejarlo en suspenso, oyendo como se oyen
susurrar las hojas, dan ganas de interrumpir por un rato los preparativos,
teniendo como tengo tan segura la colaboración infalible de todas las fuerzas
cósmicas existentes y a las que han de subordinarse también, quieran que no,
todas las fuerzas sociales hasta la guardia civil, aunque tenga ese olor a cuartel
que tiene la gente de la guardia civil. Dan ganas de parar un instante. Desde
aquí arriba escudriño con los ojos entre la oscuridad y el susurro vegetal que me
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Los perros no comen muerto, y aún los oigo moler con los dientes.
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Dicen los maestros que los minerales están muertos y que las piedras y la
arena del río están muertas. Pero los perros hambrientos se habían comido los
pies del hombre colgado del árbol. Le llegaban muy cerca del suelo los pies e
iba cediendo poquito a poco la rama verde resinosa. Los perros hambrientos se
comieron los pies vivos del hombre muerto. Se comieron los pies que tenían
carne viva y nervios vivos y ternillas que se partían en la boca. Aún los oigo
moler. Es como si mascara y moliera yo mismamente llenándose me la boca de
sangre y de sabor a hombre. Los perros se pasaron toda la noche comiendo pies
de hombre, hasta llegar a las pantorrillas por la mañana.
Tuvieron eso sí que descalzar al ahorcado a mordiscos. Dejaron los perros
los zapatos casi intactos en el suelo, como si fueran a venir los Reyes Magos.
Ya hace tiempo, y todavía no era yo quien soy. Ni siquiera había empezado
este curioso peritaje que ahora estudio. Pero por eso odio más fuerte a los que lo
mataron, a los que me metieron ese ruido de moler pies de hombre dentro de la
cabeza. Es como si yo fuera niño entonces y dejara en seguida de serlo. Y no
obstante con los ojos cerrados recuerdo muy bien cómo eran los zapatos del
ahorcado, unos zapatos duros, grandes como barcos, color canela, como los que
nos daban a los chicos y a las chicas en la doctrina cuando nos aprendíamos de
carrerilla el credo y la salve. Puedo rezarlos ahora muy de prisa, sin respirar.
Me aguanto la respiración mientras rezo como una ametralladora, y se me
nubla la vista con la falta de aire y con las historias infantiles enterradas como
las raíces de una suntuosa naturaleza que se desarrolla desde que tengo uso
prohibido de razón, por dentro de mi alma, una naturaleza en la que crecen
seres como enanos falangistas de rostros brillantes con cuerpos azules
encamisados de pájaros o de vírgenes, y viven pululando santos y héroes sin
vientre que les dé hambre, y también viven gigantes inmensos de panzas
blancas redondas como molinos de viento. No había es la verdad ni una gotita
de aire cuando terminaba de rezar el credo y la salve, mirando yo al hombre
ahorcado. Me metí las manos en los bolsillos y cerré un tanto así los ojos. Veo al
hombre ahorcado, como lo vi: con la lengua fuera que le crece y crece y crece y
crece y crece hasta lamer las botas del Enano vestido de uniforme militar de
gala de fiesta mayor en el centro de un retablo enriquecido de retorcidas hojas
doradas y sinuosas columnas, cerca de donde sale la voz que repite que el
hombre ahorcado se mató a contraespaña, para hacer mal a la patria y dilatar la
pervivencia de algún demoníaco masónico absurdo rito, que se mató sin
respetar que él mismo estaba amnistiado, que su insignificante nombre había
salido en los periódicos junto al de otros muchos hombres y mujeres
amnistiados o indultados graciosamente y sin merecerlo. Escucho la voz que
sale del aparato de televisión que hay encima del retablo en el Casino del
pueblo. No hago el menor gesto de rechazo. «Todavía no han dado los
deportes» —dice alguien a mi lado. «Todavía no» —digo.
Escuchando lo mismo a veces pierdo noción del tiempo igualito que pasa.
Pero he aprendido bien a no replicar palabra, aunque sé cómo tratarlos,
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No, no fueron unos perros cualesquiera los que se comieron las piernas del
hombre hasta las ingles. Seguro que eran perros hambrientos, escapados, de los
que dicen que tenía la policía de la dictadura portuguesa al otro lado de la raya.
Aquí no había de esos perros sino de los corrientes. Fue una noche con
bocanadas calurosas que subían de la tierra, como si todo el campo fuera ya el
horno de un tejar bien seco y quemado. El caso es que los perros descalzaron al
hombre y fueron comiéndole los pies y las piernas hasta llegar a las ingles por
la mañana. Una mañana con escalofríos por debajo de los delantales blancos,
cuando íbamos al colegio, y de pronto aquel sobresalto del ahorcado sin
piernas.
Yo lo conocía. Era yo muy chica, pero me acuerdo también del hombre vivo
y entero. Y además es mentira que estuviera amnistiado. «Fuera de aquí los
niños. No miren más esa indecencia. Se ha ahorcado por su culpa, porque él
estaba amnistiado» —dijo el guardia municipal bizco de tanto buscar los rojos.
Mentira que estuviera el hombre amnistiado, porque quién va a amnistiar por
ejemplo sus piernas. Me acuerdo de las piernas enteras de él, llenas de vellos
que yo notaba a través de la tela de los pantalones, cuando me cogía en brazos y
me subía encima y me atenazaba entre sus rodillas. Quién va a amnistiar las
manos y los pies de tantos muertos como andan sin pies ni brazos y hasta sin
cabeza por el mundo. Aunque estén enterrados, están todos incompletos y es
igual que si siguieran afuera. Desde los años de tanta gente en las cárceles y de
tanto miedo y gritos patrióticos, es como si estuviésemos de paso. Envejecen los
que mandan y los mandados, pero es lo mismo. Por eso me da gana de tener un
hijo, de dar a luz un hijo que tenga ya intacto dentro de mi cabeza, un hijo con
la forma del hombre, con las piernas suaves del hombre. Sobre todo deseo
ardientemente que no tenga —señores— aquella lengua negra y gorda de
ahorcado, sino una lengua roja y tibia como la del hombre, una lengua que le
bailaba en la boca al hablar, como un pájaro vivo.
«Mismo que ese pájaro que canta ya casi oscurecido en el árbol».
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ESPACIARIO
Le parecía que los oía de lejos. Sabía que detrás de la muralla de piedras
amontonadas estaban los presos. Amontonaban más y más rocas y tierra, pero
al otro lado, donde nadie podía verlos. Eran muchos hombres. También su papá
estaba ahí. Decía «papá» por el mucho tiempo que hacía que llevaban sin verse,
porque no la había visto desde un día de la infancia en el mes de julio del año
36. Si no, hubiera dicho «padre» como nombraban a los suyos algunos
muchachos más mayores. El sólo recordaba una cara blanda, como de cera, sin
facciones dibujadas claramente, y además recordaba el fuerte olor a tabaco
negro de las manos, de la boca y de todo el cuerpo.
Iba ahora caminando por la Isleta, calle arriba. Su madre a su lado iba
enfilando con los ojos vidriosos y con la brillante cara levantada, las siluetas
altas de los cuarteles, detrás de la tierra negra de volcán y de las desperdigadas
tuneras silvestres.
«Está ahí, ahí, ahí, ahí» —repetía el muchacho, pero sin hablarlo, en
silencio, por miedo a que su madre pudiera oírle. Luego pensó que lo estaba
pensando como si gritara por un micrófono. Todavía caminaba siempre
cohibido junto a su madre. Vio a otros chicos, que merodeaban alrededor de la
muralla. Le hubiera gustado verse entre ellos, burlándose a veces de los
centinelas —debido a que probablemente esos muchachos no eran hijos de
«rojos»— y mordiendo los tunos bravos, agrios y rojizos, escupiendo la saliva
como tinta colorada, al suelo. No quería creer que la radio decía que ya no había
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guerra civil. Todas las personas —y hasta parecía que las cosas— estaban
siempre con las bocas abiertas, como a la espera de algo importante y tal vez
terrible. Se notaba en la pesadez del sol. Incluso todavía, a veces, sonaban las
sirenas, como si vinieran aviones o barcos a bombardear. Miró los cerros de la
Isleta y arriba las edificaciones, los castillos, mientras estaba junto a la madre,
aguardando al pie de la muralla, que los dejaran, por fin —después de muchos
años de incomunicación— pasar detrás, al otro lado. Le pareció un día igual
que otro hacía tres o cuatro años, cuando estuvieron aguardando horas y horas
a que saliera su papá, pero nunca salió.
Eran días y años repetidos, como los cromos con los que jugaba de más
chico, antes de la guerra. Se acordaba de algunos días en los que se había
asomado a la costa, tras las esponjosas rocas negras, por donde se abría el mar.
De lejos era calmo y llano, una lámina inmensa de luz. Prefirió cerrar los ojos y
verlo así, olvidarse de su constante agonía. Aunque de tarde en tarde oía una
gran salpicadura, como un hervor que saltara de pronto, algo vivo, terrible y
además malvado e interminable, algún principio de mal oculto, que respirara en
el fondo del océano.
«Todo anda empecatado y por eso hay guerras» —había dicho su madre.
Pero él no quería pensarlo. Por eso, con los ojos cerrados, volvió a imaginarse
un mar quieto. A lo lejos, en el azulado horizonte se veían islas insoladas,
blanquísimas, y cruzaban naves maravillosas de barrocos perfiles y soberbios
mascarones tallados en las proas. Era maravilloso y fantástico, pero le resultaba
conocido, igual que si lo hubiera visto o pensado antes. Se recreaba con la
superficie brillante, y allí mismo le parecía ver el cadáver —como un cuerpo
dormido— de una muchacha que flotaba en el agua. No le inquietaba lo más
mínimo, y sin embargo esta vez empezó a dolerle la cabeza. No podía saber
cuándo le había pasado antes igual.
Al principio su madre sólo movía los labios, pero luego las palabras fueron
cobrando voz. Las oyó —estaba oyéndolas— como algo muy absurdo y
antiguo, probablemente tan antiguo como aquella espera al pie de la muralla de
la Isleta.
«¿Te sientes mal? Qué mala cara tienes» —le dijo ella.
El sol caía a plomo sobre su cabeza, a la puerta del Campo de
Concentración. Entonces los soldados jóvenes estaban aprendiendo allí a
desfilar. Marchaban los soldados de un lado a otro, dirigidos por los sargentos.
Oía cómo marcaba el paso, el ritmo de la marcha. «Un, dos, un, dos, un, dos».
Aunque el sol le quemaba en los sesos le gustaba mirar las botas de los
soldados. Mirando las botas se dio cuenta de que él estaba descalzo. Se agachó
en el suelo y siguió mirándose más y más las piernas desnudas que no parecían
pertenecerle, los pies descalzos, entre las pepitas, jugo rojizo y saliva pisoteada
de los tunos silvestres, frutas que ni aun para matar su hambre valían.
«Has agarrado una terrible insolación» —oyó que decía su mamá, y luego
ya no oyó nada más.
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Era difícil hacerse idea exacta del tiempo transcurrido en el viaje, o del
tiempo por transcurrir. Sólo sabía que estaba allí, en la nave espacial. Ni
después de leer todos los contadores y relojes le era posible saber qué día era,
qué mes y qué año. Estaba él allí, en la nave espacial quieta, flotando
silenciosamente en el espacio, lejos de todas las cosas que imaginaba ausentes,
pero irrecordables, imposibles de arrancar de su memoria muerta. Seguía él
solo, dentro de la cabina, echado boca arriba en el asiento, casi acostado. Pensó
que era aquello como un gran agujero del tiempo, donde parecía no existir
ningún movimiento, nada más la luz fija o parpadeante de miles de estrellas, y
el fluir de su propia sangre. Pensó también que a lo mejor había despertado de
un largo sueño, en una época adelantada dentro de su viaje cósmico.
Para cerciorarse de la realidad, se levantó y fue a gatas —le hacía gracia
aquella expresión— hasta llegar al lucernario. Casi terminó reptando. «Como
un reptil» —pensó. Apoyó la cara, las manos y el cuerpo en el gran cristal y se
deslizó por la lisa superficie, como un caracol. Recordaba con alegría el nombre
de los animales. Pero no se acordaba de nada más. Así vio desde la ventanilla
aquella, el cuerpo de su compañera muerta. ¿Cuántos días llevaba mirando el
cadáver?
Mirando el cadáver se acordó de que lo peor fue sin duda tener que arrojar
al vacío el pequeño cuerpo de Liberta —se llamaba así ella— de Liberta muerta.
Además le venía (por el ripio) un gesto de risa a la cara, mientras observaba la
quietud absoluta del cielo y el cadáver flotando en el Cosmos. Era una risa
helada. Apenas cambiaba el cuerpo de posición con respecto a la nave. Creía él
recordar que durante un tiempo —tal vez la primera semana— flotaba el
cuerpo horizontalmente colocado, boca arriba también, por decirlo así, los pies
un poco bajos y la cabeza cada vez más levantada. Era terrible, y, entonces,
estuvo imaginando un mar quieto con el cuerpo de ella flotando dulcemente. A
lo lejos distinguía una imagen que le parecía muy familiar y gratificadora: un
azulado horizonte, islas blanquísimas y naves maravillosas de barrocos perfiles
y soberbios mascarones en las proas. ¿Por qué se veía a sí mismo como un niño
que mirara esa estampa o realidad hacía más de cien años, un niño mirando tal
vez el mar? Estuvo así un buen rato asomado al lucernario, la cara aplastada en
el cristal, intentando ver algo que no fuera la fría realidad del espacio.
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que su madre dijo: «Éntrate que vas a agarrar una insolación». Entonces no
podía parecerle irónico este aviso. Luego el cielo había ido nublándose
rápidamente. Miró el cielo nublado. Cruzó el patio y el zaguán y salió a la
puerta de la calle.
Sabía que el abuelo había muerto hacía pocos meses, pero no le importaba
en absoluto. No quería recordarlo. Se encontraba allí, en la acera caliente de la
que subía un fuego de horno. Veía el cielo esmerilado y turbio. No llovía en
muchos meses. Desde mayo —poco después del entierro del abuelo— no caía
una gota, y estaba en una tarde de setiembre a la hora de más calor y cuando en
medio del silencio se oía más vivo y constante el ruido del océano. Se pasó un
rato oyéndolo, y en seguida rompió a llover con fuerza sobre el suelo caliente,
como si hubieran estallado de golpe las nubes. Era una alegría. Chorreaban
sobre su cabeza y su cuerpo, y sentía su aroma excitante y extraño, el olor
siempre nuevo de la tormenta. Apenas se movió. Aguantó todavía un rato. Se
evaporaba el agua nada más caer sobre las piedras y el cemento ardiente de la
calle. Subían del suelo masas difusas de vapor que se deshacían en la sequedad
del aire. Lentamente se levantó él del suelo y despaciosamente se acercó al
portal y se refugió allí. A través de las nubes de vapor y del telón de la lluvia
miró hacia el comienzo de la calle, hacia donde cruzaban la fila incesante y
rápida de autos. Era una imagen exactamente inversa a la que veía, unos
segundos, entre las cortinillas de la ambulancia. Desde el otro lado, desde el
portal, alcanzó no obstante a distinguir a una muchacha empapada y con el
pelo revuelto por el aguacero. Estuvo él viéndola venir. Se refugió la muchacha
en el portal, riendo, sacudiéndose el agua como un perro. Durante unos
instantes no supo él distinguir todavía quién era ella. Pero en seguida le pareció
mentira no haberse dado cuenta antes de que era Carmen. «Tú también te has
mojado» —susurró ella, acercándose. Carmen de seguro sabía que la madre de
él estaba dentro, detrás de las frondosas plantas. Les parecía a los dos que
sentían a la madre dormir detrás de las macetas. Por eso iban andando de
puntillas hasta la otra esquina del portal. Se acercaron uno al otro, con las
manos abiertas, como si se vieran por primera vez. Por primera vez se tocaban,
torpemente. Se tocaban las caras temblorosas, los labios fríos y los cuerpos
como de pescados vivos. Estuvo él acariciándola, sintiéndola como una parte
nueva de la totalidad de un mundo inmenso e ignoto que todavía le quedaba
por descubrir. Era suyo, como el olor fuerte del mar y de la lluvia, aquel olor a
cuerpo mojado y trémulo de Carmen, el tacto de los muslos y las rodillas, y el
vientre pequeño terminado en el sexo que se contraía según lo alcanzaban las
manos. También notaba por primera vez el sudor de las ingles y el tacto áspero
de los escasos vellos. Notaba él una ola de felicidad, una sensación de alegría
terrible que nacía en aquel tacto y le penetraba a través de las yemas de los
dedos y las uñas. Y también temblaban de miedo. Aunque quizás fuera
después, cuando Carmen sólo llevaba puesto el traje de baño azul, en el cuarto
de arriba. Estaban echados en la oscuridad, atentos el uno al otro y al mismo
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Desde el lucernario, torciendo la cabeza, miró hacia el lado donde creía que
debía estar la Tierra. Estuvo imaginando el globo de la Tierra en la parte más
negra del Universo. El problema mayor era calcular las extrañas coordenadas
bajo las cuales veía los astros conocidos, las estrellas y constelaciones. Virgo, y
Arturo, tan luminoso. Creía, además, que no iba a valer el cálculo para nada. Lo
indispensable hubiera sido que le sacaran de aquella órbita, avisar fuera como
fuera. Si no lo conseguía podía ser que alguna vez regresara la nave a este
mismo punto o a otro similar. Pero daría ya igual. De modo que, para
cerciorarse de que existía el movimiento real, no le quedaba más remedio que
seguir mirando el cuerpo de Liberta, ver si se producía alguna deriva evidente
en la marcha del cadáver. Apenas había cambiado de posición, no obstante,
desde la última vez que lo miró. Si acaso tenía un poco más abiertas las piernas,
como si estuviera viva y tratara ella de incitarle sexualmente.
Pensó que todo era asqueroso desde luego, y que no sabía por qué había de
emprenderla contra Liberta; de enfilar contra ella la rabia general, una ira sorda
que experimentaba él mientras miraba las brillantes estrellas y se sentía parte
inevitable de todo aquello. Sólo el pensamiento racional frenaba su odio y su
deseo agresivo de saltar también él al vacío en busca del cuerpo de Liberta.
Todavía funcionaban las baterías de iluminación interior de la nave y en los
termómetros vio que la temperatura ambiente era perfecta 19.4 grados C, y
también normal la temperatura de su organismo. Tal vez había envejecido más
de la cuenta pese a la adición de substancias revitalizadoras en los alimentos.
Accionó el sistema de espejos y se miró las canas y los pelos blancos del pecho.
Tampoco era como para alarmarse tanto de su envejecimiento. Iba muriéndose
poco a poco igual que todo el mundo. Pero le quedaba sin duda mucho tiempo
por delante. Más que otra cosa lo que le molestaba y a la vez le hacía reír de
rabia era comprobar que la nave espacial resultara un sitio tan inmóvil y con
tantas posibilidades de no llegar a ningún sitio jamás.
«¿Eh, me oyen? Estoy aquí» —gritó por los aparatos.
Nadie respondía. Desde luego que, como sentía un impulso violento y
malvado cada vez que miraba el cuerpo de Liberta, dejó él de observar por el
lucernario en aquella dirección. Le era sin embargo imposible arrancarse de la
imaginación la imagen de él mismo saltando al espacio, haciendo contorsiones
como un equilibrista y movimientos de nadador, para llegar al fin hasta Liberta,
tocarla, abrazar su cuerpo menudo, comenzar un baile en el vacío que
terminaba con la caída de pantalones de Liberta y con el tacto frío helado de su
endurecida carne como la piedra de una estatuilla. Persistía su agresión
incomprensible contra su compañera muerta. Se puso a trabajar un rato
incluyendo datos hipotéticos en las computadoras interiores y estudiando los
resultados de los cálculos casi instantáneos. Lanzaba de poco en poco la misma
llamada por todas las ondas alcanzables de la radio: «Eh, ¿me oyen? ¿No me
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oyen?». Se echó a reír como loco por la radio. Nadie le hacía caso. Se puso a
pensar que no es que el viaje espacial suyo no fuera perfectísimo. A lo mejor
resultaba que había sido calculado por alguien para que quedara así, sin
retorno. Un viaje proyectado además para conocer en comportamiento en
soledad de una pareja humana que no camina, que no bebe, ni come, ni defeca
normalmente.
«Si hay alguna imperfección estará en la mente del que calculó unos datos
tan perfectos» —se le ocurrió vocear por la radio, entre carcajadas.
Tenía que calmarse, para poder trabajar con todos los aparatos que aún
respondían. La culpa de estar allí había sido nada más suya y no tenía por qué
echarle la culpa a nadie. Fallaban sólo algunas conexiones de su memoria.
Empezó a concentrarse en algún próximo pasado. Mientras trataba de recrearse
observando la maravillosa belleza del universo, las estrellas y galaxias
sorprendidas en su más asombrosa quietud aparente.
«Todavía se resiente su cerebro».
Ni aún comparándola con la absoluta quietud espacial de donde llegaba, le
parecía violenta la marcha de la ambulancia, que se deslizaba sin ruido pero
probablemente a gran velocidad. Le alegró reconocer primero el perfil y en
seguida el gesto amable y circunspecto del enfermero, del hombre del traje
blanco. «Todavía se resiente su cerebro» —repetía. Sonrió él agradecido. A
causa de las ventanillas esmeriladas no podía ver las calles, pero esta vez sí era
seguro que ya tenía que haber atravesado toda la alargada ciudad, desde el
Puerto de la Luz a Vegueta o más. Se puso a imaginar algún hospital militar al
otro lado del cementerio. Entonces le volvió la idea de que iban a fusilar a su
padre, quizás allí mismo, o en el mero Campo de Concentración de la Isleta, o
quién sabía si sobre la cubierta de algún oscuro barco en alta mar rumbo a la
Península, para arrojar el cadáver al agua y san se acabó. Le entraron ansias de
decirle algo al enfermero. Trataba él de incorporarse. A lo mejor debiera rogarle
al enfermero, pedirle que hiciera parar el vehículo y que le dejara apearse. El ya
estaba recuperado de la insolación. Se bajaría allí mismo, y echaría a correr por
la extendida ciudad, de vuelta otra vez al Puerto de la Luz, las mismas calles,
las mismas esquinas, los mismos cines. Correría desesperadamente —aunque
comprobó que no sólo iba descalzo sino desnudo de medio cuerpo para arriba
— correría vuelta la cara hacia el mar, sintiendo fuerte la brisa golpeándole los
ojos, oyendo hablar a su padre por debajo de la respiración del mar y de las
sirenas de partida de los barcos extranjeros inalcanzables. Imaginaba a su
padre, erguido, digno, con una sonrisa iluminada, diciendo: «Sólo gracias a
aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza» ¿Por qué? ¿Por qué tenía que
ser así? ¿Dónde había leído aquella frase a primera vista contradictoria? Quería
él encontrar alguna razón que le aclarase la sinrazón de aquel mundo doble. Lo
sentía como un sueño: la nave espacial y los aparatos no del todo extraños,
aquella fría lejanía de los astros. Una verdad contradictoria que le hacía crecer
como otro hombre, pensar con más lucidez y precisión. Miró al enfermero, que
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no le hacía caso. Sentía otra vez el mareo. Aún quería sujetarse, asir la realidad
presente de la ambulancia en marcha, las ásperas telas o lona de la camilla a las
que se agarraba con ambas manos. Y pensó con más fuerza en su padre, el
hombre que iban a fusilar. Lo veía un instante entre los otros compañeros, y, al
fin caminando entre soldados con fusiles al hombro y caras hoscas y manchadas
de sombras.
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La veo por primera vez en la vida, entre este raro temblor incesante del
suelo y la luz que retuerce las cosas hasta borrarlas del mundo. Descubro la
perturbada simetría de su cara. Pero no es sólo el insoportable temblor lo que
rompe su rostro. Ocurre además que la mujer tiene en la mejilla izquierda una
gran cicatriz que me parece hecha por el tajo de un cuchillo recién tallado.
No me importa en absoluto la honda marca rojiza cruzándole ese lado del
rostro de parte a parte. Apenas me inquieta. No hay nada extraño ni terrible en
esa marca. Ni descubro contradicción alguna entre el aspecto magnífico de la
mujer y la cicatriz misma. Desde luego nunca antes había yo visto a esta mujer.
Es imposible olvidarse de un encuentro así. No sólo la roja cicatriz, sino esa
personalidad tan lejana, como de otras regiones. Sé que, ahora —entre el
temblor— hay otros hombres y mujeres. Distingo los pequeños saltos y
movimientos de aves de sus cabezas. Avanzo hasta aplastarme un instante
contra el cuerpo alto, esbelto, erguido, de la mujer. Pero no se conmueve ella en
absoluto bajo el golpe seco de mi sexo y mi vientre a través de las ropas. Me
aparto. No parece posible estar soñando un mundo como el que entreveo al otro
lado del hielo endurecido: secos y pelados altos troncos de árboles con
brillantes diminutos soles ahorcados arriba, mientras continúa el temblor de la
tierra. Voy embriagado, pero sin miedo. Sigo entre esta masa templada de
cuerpos, brazos y piernas de gentes erguidas y serias. Miro en los reflejos
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controlarme. Aunque ahora nada más que el ansia de alcanzar el rostro rajado
—la vulva rojiza de la cicatriz— imprime velocidad a mi marcha. Adelanto a
personas que ni siquiera me detengo a mirar. Voy [legado a las verjas duras y
frías del Museo. Hay un jardín entre lo oscuro, con estatuas blancas y árboles
deshojados. Miro hacia el jardín, tras los barrotes. Miro para separar mi deseo
del cuerpo de la mujer de la cicatriz. Hago huir mi mirada entre los árboles
invernales ahogados entre las edificaciones del Museo y las estatuas. He leído
cien veces el letrero que hay en el jardín: anuncia una reproducción
¿subterránea? de las cuevas y pinturas paleolíticas de Altamira. Lo estoy
repitiendo en mi corta memoria de profesor en celo. Es el anuncio lanzado atrás
decenas de miles de años lo que hace retemblar de risa mis tensas patas, como a
ciego bisonte perseguido, mugiendo roncamente entre los autos.
Desde el cielo está vaciándose toda la luz sobre la tierra. Está cayendo la
inmensa fulgurante claridad. Se vierte sin parar —como un derrumbamiento de
tierras ardiendo— esa luz, sobre las rocas, sobre el agua endurecida, sobre las
montañas vivas llenas de gritos de animales y de ecos de gritos de animales,
que quedan resonando para siempre. Hasta la muerte. «Porque todo morirá
menos yo. Yo no, no, no, no, no, no».
«Ella tampoco debe morir». Pero no quiero pensar ahora. No quiero pensar
en ella ni en nada ahora. Tengo que taparme los ojos con las manos. Tengo que
cerrar luego los ojos enrojecidos, cegados por la luz diurna. Ojos escapados del
fondo, de lo oscuro de la caverna. Ojos irritados por el trabajo junto al fuego,
por el polvo provocado al raspar con el buril de piedra las rugosas paredes, por
el humo de la derretida grasa viva del animal mezclada con la tierra, mezcla
que ha sido el comienzo de la caza verdadera. Ha comenzado la caza con esa
terrible ansia y concreto deseo. Yo lo quiero. Yo. He comenzado —yo, el hombre
que sabe— por apelmazar los colores, la grasa hirviente del animal vivo, la
materia, la sangre, sobre los salientes relieves de la pared de la cueva,
acariciando ya los relieves, ya formando pechos, piernas y redondos calientes
vientres de animales poseídos, animales vivos moviéndose por fuera,
temblando, respirando, amontonados en el angosto espacio oscuro de la
caverna. Palpitan los animales con la llama de la antorcha, jadean abriendo sus
narices y pretendiendo huir inútilmente. Ha comenzado así, como en un sueño
verdadero. «Son míos, toda su carne es nuestra» —rezo. Tengo los
cuasianimales, efigies vivas ya, en el comienzo del acto de la caza, en la caza
que la mujer que sabe acecha a mi lado. «Ya». Veo chispear su sonrisa entre las
llamas. «Ya van a ser nuestros» —dice ella con los ojos manchados de rojo
fuego. Veo el cuerpo de ella y su rostro construidos de trozos de rápidos reflejos
y cicatrices. Poseo palabras para nombrar los animales todos, todas sus partes y
movimientos. Palabras para cada trozo, cada palpitación, cada gesto sutil, y
conozco modos de verbos sin número, para expresar todos los deseos de cazar,
sospechas, todas las acciones desde todas las posturas —¿cómo puede uno
emplear el mismo verbo para mirar a una cierva o a un bisonte ciego, o para
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debe imaginar a todos los socialistas suecos corriendo hacia el Sur del mundo,
sino también nuestras particulares hispánicas glaciaciones —como cuando
alcanzaron al mamut y al hombre— nuestras glaciaciones a partir de las
perpetuas nieves y mordeduras glaciales de nuestras montañas —les permito si
quieren buscar algún símil político con tal que sea contra los asesinos fascistas
que quieren disfrazarse ahora— pero no voy a salirme del tema... decía de las
mordeduras glaciales de nuestras montañas, descendiendo como galopante
gangrena desde —por ejemplo— la Llaga del Fraile ¿no se ríen ante semejante
nombre realista o simbólico? ¿no piensan ya nunca en Franco? en la cordillera
central, invadiendo las llanuras, la estepa y las ciudades. Corred, corramos
todos hacia el Sur, más al sur, más al sur... cosa que me hace pensar que voy casi
tiritando de frío, mientras me cruzo con la gente que a lo mejor tiembla porque
siente avanzar, crecer, implacable, la hoz de hielo desde la mística Llaga del
Fraile —el antiguo glaciar ibérico— y mientras veo dos pequeñas monjas
lechosas, enlutadas, que adelantan ahora a la mujer de la cicatriz. La adelantan
y vuelven sus perfiles para mirarla. Noto los sendos gestos de las monjas, la
pareja de caras iguales, las expresiones de confidencia, como si quisiera avisar
urgentemente de mi persecución a la mujer que tiene la fascinante vulva en la
cara.
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abierta de piernas, allí. Entraba una cortante y dura claridad por las rendijas de
la puerta y de las ventanas, cerradas por dentro para evitarnos sorpresas.
«Quédate así» —le dije. «Gozo mucho» —dijo ella. Pero aquello no me parece
nada concreto o real, nada que me lleve a la magia de tener algo verdadero y
sangrante o palpitando en mi mano, sino algo como un pensamiento repetido o
como las caras planas de los estudiantes, que se esfuman cada año y luego no
sabes a qué curso correspondieron. Está latiéndome todo el cuerpo fuertemente,
lo noto latir debajo de las ropas, cuando me meto las manos en el bolsillo de la
gabardina. Pero no es por el recuerdo de aquel amor devorado sobre la mesita
del despacho. Lo que me inquieta es la persecución de la mujer de la cicatriz.
Descubro también en el Paseo del Prado —ya estamos aquí— árboles de
otras latitudes. Sin duda que voy acostumbrándome al deseo, al crecimiento
cada vez más modificado y quizás grotesco del deseo. ¿Por qué es
verdaderamente una vulva abierta lo que ella tiene en la cara? ¿una vulva en
posición casi vertical? Me daría otra vez risa si no fuera porque sé que es
importante haber seguido a esta mujer, estar ahora persiguiéndola por las calles
vulgares de la ciudad. Sobre todo se me antoja que fue muy importante aquel
reprimido primer contacto carnal mío —me parece ahora algo que ocurrió hace
mucho tiempo, en un misterioso mundo que se abría de golpe ante mi vida—
cuando avancé en la plataforma del autobús, hasta aplastarme contra el cuerpo
alto, esbelto. Pasamos —lo recuerdo— así muchísimo tiempo. Ella no se apartó.
Pasamos así un tiempo imposible de medir con los relojes normales con que
medimos los hombres las cosas cotidianas y sin valor. Ella tuvo que sentir el
golpe, la presión contenida de mi pene y mi vientre. Luego estuvimos
deteniendo todos los movimientos de nuestros cuerpos, salvo las autónomas
contracciones y golpes de la sangre, como en los animales recién cazados y
vivos aún. Incluso ahora, de lejos, descubro la totalidad de las piernas ágiles de
la mujer, sus caderas, sus pechos. Vuela un instante su falda abierta,
desabrochados los botones del aterciopelado abrigo suave como la piel de los
muslos que me gustaría inmovilizar un instante entre mis manos. Veo aún,
evoco aún, el reflejo fragmentado en la ventanilla del autobús: las calientes
contracciones, la rojiza cicatriz y los pedazos dispersos de gestos integrándose
en la cara magnífica de la mujer. Noto aún el calor quieto y tibio de su cuerpo
sin vellos, desnudo y blanco —de seguro— debajo de sus íntimas delicadas
ropas. Pero al mismo tiempo me ahoga una inmensa ausencia, una ansiedad
terrible.
Es esa ansiedad y esa ausencia lo que me hace seguirla aún, mientras me
pregunto de dónde venía yo, de qué magnífica quietud de agua verde,
estancada, cuando me encontré a la mujer en el autobús municipal. Como un
cazador sé que toda mi persecución es el preámbulo de un gran acontecimiento,
toda la historia de mi persecución me parece un cifrado lenguaje que yo repito y
hablo, pero que es muy anterior a mí, un lenguaje como aprendido por otros
seres. Son palabras y signos que de veras no alcanzo a entender. ¿Hay en la
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cueva del Castillo una pintura así? Una forma de escritura todavía no
descifrada hecha con puntos y rayas de color rojo ocre desteñido por el tiempo,
puntos o marcas de utensilios y dedos de hace miles de siglos, formando líneas
y figuras. Pero a lo mejor todo es una extravagancia mía, una chifladura de
profesor. Desde hace un poco tiempo —es la verdad— viene ocurriéndome
cosas extravagantes, desordenadas, dominándome sensaciones, que un policía
español llamaría, primero que nada, antifranquismo.
Sobre todo desde que Franco murió tengo estos repentes y me lanzo
desencajado a la calle. Son como sacudidas eléctricas, prontos que he de
controlar sea como sea, lo comprendo. No hay que hacerse demasiadas
ilusiones que esta gente que nos gobierna por que sí. Lo sé todo, pero cuando
me dan estas sacudidas tengo que echarme a la calle, a la limpidez luminosa y
dura de las calles por la mañana. A veces aún ando medio despierto, aún
duermen mis ojos un poco tiempo y voy despertándome en pedazos. Pienso
que también suele pasarles a mis estudiantes, por eso —tal vez— no traen los
libros a clase —ni el Hauser siquiera— y andan distraídos y se sientan con
desasosiego en el borde de las sillas. Es como si andando tanto entre jóvenes
tuviera yo el contagio de la juventud. Pero no voy a comprometerme así como
así.
Prefiero ir yo solo, aunque me acerque a las manifestaciones convocadas en
el centro de Madrid, que casi siempre son prohibidas por las autoridades. Me
agrupo entre los obreros o gente desconocida. Prefiero correr entre ellos, bajo la
claridad fría, desnuda, fulgurante, que cae por las mañanas sobre las calles,
como en las primeras épocas de la prehistoria del lejano paleolítico. «Canallas».
«Asesinos». «Fascistas». «Viva la libertad». «Viva la amnistía y la libertad para
todos los hombres» —grito. Creo que llevaba yo mucho tiempo esperando,
desde mi niñez, y que lanzándome ahora —tras la muerte del dictador— de esta
manera al mundo voy a tener la revelación más importante de mi vida, el
descubrimiento del asombroso desesperado origen nuestro, voy a saber del
silencio de la locura de los primeros hombres, los que todavía no tenían voz ni
palabras, la primera realidad de la huella de una mano abierta marcada por
alguien en la pared de una caverna, tal vez marcada con la más premeditada y
maligna idea, pero después perdida en la desamparada penumbra de los
tiempos.
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Así es como viene hasta mí otra escena —se derrumba sobre mí— otra vez
ese gran comedor de mi casa. La mesa ovalada, la colgada lámpara de caireles
de cristal que suenan cuando cruza una corriente de aire seco y caliente desde la
ventana abierta. Hay una rayada claridad amarilla entre las celosías de la
persiana, y el olor de las especias ¿hierbabuena?. Mi padre sentado a la cabecera
y yo a su izquierda, y mi madre todavía un instante de pie —de puntillas—
terminando de colocar la sopera llena hasta el borde. Mi padre ¿oye lo que estoy
pensando de él? sirve primero a mi madre, que hace en seguida un gesto de
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cansancio (igual a como la recuerdo muerta: contraída su boca y sus ojos medio
cerrados). La veo, parados todos los sonidos y palabras. Después se sirve él
mismo, copiosamente, y deja el cucharón con el rabo apuntando hacia mi mano
derecha, como si fuera mi padre quien me señalara con su dedo índice, como si
llegara al hueco donde estoy siempre escondiéndome quebrándose mi cuerpo
de miedo, robando yo traidoramente el espacio de alguien, de mi padre y de mi
madre. Sobre el mármol veteado del aparador está doblado el periódico que
viene hasta mis ojos con grandes titulares negros. Es mi padre quien habla,
hostil siempre, como si hablara contra mí, hinchando su cuello, y con voz como
si estuviera leyendo el periódico. «El hombre es portador de valores eternos» —
dice. Se engorda su pescuezo como un globo, se hincha, y entonces yo pienso —
no puedo evitarlo— pienso en algún hombrecillo portador-portando una
pesada maleta enorme, llena con esos valores eternos. Afirmo con la cabeza, sin
sonreírme apenas, ocultando mi miedo. Entorno los ojos para seguir
escuchando a través de los párpados y la fulguración casi sólida de la luz del
sol. «La patria es una unidad de destinos en lo universal» —dice mi padre, que
crece más y más sobre el tablero de la mesa. Ni siquiera podrá él mirar mi
sonrisa, vernos a mi madre y a mí sentados correctamente, como esclavos de
algo, en un gran reino, erguidos ligeramente los torsos, con gestos parados.
¿Recuerdo el bajo relieve de alguna estela funeraria? ¿Qué amalgama de
sangres anteriores a la historia reencarnaron en mi padre? ¿Y en mí? ¿Y en mi
madre? ¿Desde qué valores eternos o unidad de destinos habrá reencarnado él?
Me río. Me río solo, como un tonto. No hay modo de parar la contracción de mi
boca.
Aparece después disuelta la escena en esa enorme luz, naufragada la escena
en un aire seco, imposible de olvidar. Únicamente veo a mi padre hablando,
señalándome con el dedo índice correoso. Veo sus abollados ojos verdes, la cara
grande, aplastada de pronto. Se abalanza de golpe sobre mí, gritando
energuménico, su áspera erizada barba a medio crecer, sucia, contra mis
mejillas blandas de niño. Me pincha la barba. Noto el golpe del aliento del
tabaco negro, revuelto con mi miedo, cayéndole desde la boca, como mis ganas
incontenibles de vomitar. Y es así como veo incorporarse a mi madre, no desde
la mesa del comedor, sino desde su lecho de muerte, su tersa cara marfileña
ajena a los murmullos y rezos naciendo del cuarto próximo y de todos los
pasillos de la casa, atestados cuartos y pasillos con gentes desconocidas. La veo
incorporarse en el lecho del cuarto mortuorio helado, en el cuarto con las
ventanas abiertas para que amainara el calor de la calefacción junto al cadáver.
Y oigo la voz espectral y suave, casi indecisa, diciendo: «No puedes estar tan
distraído cuando te habla tu padre».
Son las cosas más concretas, ya lo veo, las que —al mismo tiempo— me
hacen reír. No paro de reír, incluso recordándolo, o recordando mis recuerdos.
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fugaces. Quizás la ilusión del suicida hipotético que cree llegar a donde le
esperan, sea poder paralizar, detener, conseguir la repetición real, poseer sólo
para él, alguna cosa menos fugaz, algo que haga nido eterno en sus pobres
sesos, algo fijado paradójicamente en la muerte.
El suicidio o el asesinato. ¿Me entienden? ¿Qué palabras estará deseando
escuchar la perseguida mujer, antes de que yo la destruya? Pero no podemos
fijar tampoco nada con el suicidio o con la muerte, porque el estado menos fijo
de todos —observen, señores y señoritas, la rapidez con que se pudre un
cadáver sin refrigerar— sea precisamente estar —estudien la gracia del verbo
estar— muerto. Mas si no se aburren tanto como yo, volvamos a la vida y a ese
vehículo capaz de iniciar la magia. Yo he adelantado bastante en esta dirección.
Tengo pasión demostrada esta noche por seguir este juego. Como Dostoievski,
me he acostumbrado a jugarlo todo a una sola carta. Aunque ni sé el nombre de
pila de la mujer de la cicatriz. Pero me he aprendido bien en esta persecución
cada movimiento, cada escorzo, cada dimensión de su cuerpo. Puedo escribirle,
enviarle una carta en la que defina exactamente, en el sobre, la forma del
cuerpo, la longitud y anchura de la vulva plantada en la cara. Cualquier torpe
cartero encontraría a la mujer. La describiré, señalando todas sus partes, y
enviaré esa carta. Será un paso más para poseerla. Sin embargo no sé en verdad
qué voy a decirle. Lo mejor por tanto —estoy seguro de esto— sería que no
mediaran ni siquiera palabras, estas gastadas palabras que empleo. Lo mejor es
seguir acercándome entre lo oscuro, saltar sobre ella en el instante más propicio.
Veo danzar su largo cuerpo entre las difusas luces. Veo a la mujer caminar
decidida, sorteando troncos de árboles fríos sembrados entre el asfalto, y
apenas vislumbrando siluetas de gentes que pasan ajenas a nuestra marcha,
como ignorarían una violación brutal o un asesinato, algo terrible que ni
siquiera puede ocurrir. Juraría que la mujer ha vuelto la cara antes, pero no se
ha asustado. He sentido que sus ojos me atravesaban, como si mi cuerpo fuera
transparente y helado o yo no existiera. Se me hace de veras raro, porque voy
alegre, casi saltando de contento, como si oyera yo repicar campanas algún
lejano día festivo. Hago intenciones concretas de alcanzarla, pero ella no se da
por enterada, sólo vuelve a mirarme así, con esos ojos fríos. ¿Quién es esta
mujer que nada teme? ¿Esta mujer que no puedo matar? Me siento aún
arrastrado por las oscilaciones jóvenes de sus caderas, de sus largas piernas que
caminan seguras como si supieran hacia qué infinito se dirigen, cuando veo que
entra en el portal de una casa elegante.
«Eh, eh, eh, eh» —grito roncamente, con la garganta rota por el frío.
Hay lámparas encendidas y espejos: una dura iluminación blanca llenando
todo el cóncavo espacio, como prisionera la luz, estancada aquí para siempre.
Llego con tiempo de ver subir a la mujer por una breve escalinata de mármol
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blanco, hasta la puerta del ascensor, donde un portero de librea azul le abre la
puerta, haciendo una reverencia como la que haría el chimpancé de un circo.
Desde la entrada estoy mirando el escenario: blancos escalones en división
áurea, luces de esmerilas lámparas, espejos a ambos lados que reflejan parejas
de molduras, guirnaldas y, viejísimas —olvidadas por mí y vueltas al
pensamiento— infinidad de quietas figuras rituales y alucinantes, formas
exactas repetidas a izquierda y derecha, a lo largo de este estancado espacio y
tiempo, idénticas simétricas cicatrices, formas emparejadas de alas de pájaros o
mariposas o grandes insectos petrificados y de hielo que —detenidos mis ojos—
veo transformarse en pies de mujer o en pechos opulentos o en desnudos
cuerpos también doblemente falseados y enigmáticos, sombras que —lo sé por
experiencia— nunca puedo poseer.
Por eso me quedo al acecho, apoyado en la jamba del portal. «Voy a
aguardar hasta tenerte» —digo, y me río, me río mucho rato, mientras mi risa
va quedándose rígida por el frío y la noche.
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Miro el color verde quemado, y el rizo del aire, las hojas pequeñísimas,
alargadas e iguales de los sauces, cayendo las hojas sin caer, girando
verticalmente como hélices de juguete, mejor, recordándome al colibrí, los
pájaros mosca, que yo vi por primera vez en Kansas, claro, estos pájaros que no
parecen pájaros sino insectos de delicados colores. Recuerdo que la niña dijo:
«Me da miedo de que me vaya a sorber el colibrí con su lengua larga». Yo me
eché a reír, porque me imaginaba que lo único que tenía largo ese raro pájaro,
era el pico, largo y puntiagudo, pero después miré en el diccionario y me
percaté de que la niña sabía mucho más de lo que parecía saber. Y lo mismo el
perro. Siempre tengo la seguridad de que los animales saben mucho,
seguramente saben en qué nos hemos equivocado y en qué consiste nuestra
miseria o nuestra torpeza y olvido. Pero el caso es que en este momento no
merece la pena filosofar sobre el asunto. Estoy viendo las hojas idénticas,
amarillas o azules, verticalmente paradas en su caída, girando suspendidas en
el aire, girando con un zumbido como moscas, pero que son otra cosa, a lo
mejor son también pájaros amarillos.
Qué mierda de bello sigo viendo esto todavía. Esa es la cosa. Como si no
pasara el tiempo. Todavía como en la fotografía iluminada que es el retrato de
la niña jugando con el perro, al tiempo que me dan ganas de decir: «Deja ya al
pobre animal ese y éntrate a merendar». Lo veo así de bonito aunque ya sé la
verdad verdadera de todo este mundo, sus engaños y su casi infinita estupidez.
No sé por qué tuvimos que venirnos a morir aquí. O sí lo sé, y me lo callo por
ahora, no sea que me oiga alguien.
Cuando digo que no vamos a poder regresar a España, estoy pensando
justamente en la calle de Alfonso XII de Madrid, que bordea el parque del
Retiro, esa calle que creo que primero se llamó de Alfonso XII y luego gracias a
Dios de Reforma Agraria y luego otra vez gracias a Dios de Alfonso XII y luego
a lo mejor gracias a Dios con un poco de suerte, calle de la Revolución. Y estoy
refiriéndome a la casa donde yo vivía de estudiante, de cara todos los balcones
del edificio a las verjas del enjaulado parque que parecía revivir detrás de las
rejas susodichas en el verano y adormecerse y secarse en el invierno. Hasta que
un día Pedro —que era entonces mi novio y compañero en la carrera de Letras
— me dijo: «Vente al otro lado, detrás de la verja del Retiro y verás que desde
ahí la que está presa es la ciudad entera, presa por el fascismo». Y así lo vimos a
Madrid, y yo me eché a reír, a lanzar entre la verja pedazos de risa. Nos
reíamos, pero siempre lo veíamos todo así, aprisionado, lleno de ahogo, como
ahora estos paisajes de papel y la misma fotografía de la niña. Lo veíamos todo
encerrado y por eso nos marchamos de España. Y llegamos aquí. Aunque aquí
fuimos dándonos cuenta, poco a poco, de dónde habíamos ido a caer.
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Pero se volvió un momento, y, seguro que iba a decirle algo a la niña, pero
no se atrevió. Tampoco se atrevió a regalarle al perro, como otras veces le
regañaba. Me pareció que se le había hecho un gallo en la voz al intentar hablar.
El caso es que siguió dando un coarto paseo por el cuarto, tomando tragos y
empinando el codo de vez en cuando. Yo le miraba, y sentía pena de él y hasta
de mí misma. No miedo por la niña, sino por el pobre hombre que era Pedro. Lo
que no puedo soportar es que se matara así, tal y como lo hizo.
Si cierro los ojos noto que se me sube la sangre a la cabeza, una ola de rabia
o intolerancia contra Pedro. Claro que los cierro —ahora y siempre— deseando
que afuera no anochezca nunca jamás, los cierro casi con la seguridad de que
voy a abrirlos cuando quiera, aun en pleno día, en el saloncito, delante de la
ventana, pisando aún la alfombra de dibujos persas, regada muchas veces de
whisky. Y así distingo todavía a Pedro, andando de un lado a otro en
providencial equilibrio inestable. Lo veo, muy borracho y tambaleante, pero
más vivo que nunca, y también más alegres los dos, él y yo. Sin miedo por el
porvenir de la niña, que es más mayorcita y más sabia si cabe, pero que cada día
está más alejada de nosotros, hablando ella muchos ratos por teléfono con sus
amigos, en un inglés tan rápido que no puedo entender. «No bebas tanto, que te
vas a matar» —le digo todavía de tarde en tarde a Pedro. «Aguanto de puro
macho, igual que un chicano» —dice él riendo— «¿Te has enterado de lo de los
euforiómetros?». «¿Qué son euforiómetros?». «Aparatos para medir la alegría».
«¿La alegría?». «El Presidente de la Universidad ha comprado unos
euforiómetros rusos, para conectárselos a los profesores, y al profe que no dé un
valor suficientemente alto de contento, lo pondrán en la puta calle» —dice
reventando de risa, esparciendo un riego de alcohol. «Aquí no hay calles
verdaderas, Pedro» —le digo.
Por lo menos no son calles como las de allá, las que veo ahora. Hay
carreteras que parecen calles y se adentran entre los campos verdes de maíz. O
me parece que ya está amarillento el maíz, echando ese olor podrido que echa.
Insisto en que son cuadros pintados lo que veo, como el primitivo de la niña con
el perro color naranja. Distingo plantas y animales de colores brillantes y vivos,
sobre todo pájaros parados en los árboles, o revoloteando, pájaros azules, o
rojos cardenales, o esos que llaman picamaderas o carpinteros. Entrando por
alguna de estas pinturas, como puertas, podría yo llegar al cementerio, que sé
bien dónde está. Es un espacio verde. Aquí en América las tumbas son poca
cosa. También la tumba de Pedro es una piedra sin labrar y mucha hierba,
césped verde y bien recortado, como si hubiéramos por fin regresado al parque
del Retiro, en Madrid antes del fascismo.
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Desde que la niña se casó con un chicano de Arizona estoy todavía más
abandonada, y tengo más ganas de hablarle en voz alta a Pedro, de echarle en
cara su muerte. Estoy más sola y también se ha diluido un poco la admiración
que sentía por la niña. A lo mejor le tengo menos afición por verla casada con el
muchacho ese que dice «cuecer» en lugar de «cocer». Pero al mismo tiempo me
alegro de no verla ya como a un prodigio, como uno de esos niños sagrados o
reverendos niños que adora la gente sobre todo en el Estado de California y a la
sombra de los cuales los padres o tutores levantan una iglesia, muy frecuentada,
pese a los premios Nobeles americanos y a las visitas a los planetas. Al fin y al
cabo ni Pedro era religioso ni yo lo soy, y es mejor que la niña ande
normalmente aunque sea en este país, y más que nada de que puedan venir
pronto a sacarme de aquí, para pasar con ellos una temporada. Quizás sea
verdad por otro lado que mi hija tenga mucha inteligencia. Es a través de su
matrimonio, por esa mediación, como puedo conservar intacta las presencias,
los cuerpos vivos y tibios de mi hija y del muchacho, sobre todo la presencia de
los recuerdos, principalmente el recuerdo de la niña con sus ojos tan negros,
mirando al perro. Todo lo demás por aquí son sombras blancas de las
enfermeras que pasan. Eso creo. Y supongo que incluso no podría yo ir a
ninguna parte, aunque escapara. Al Norte del Cementerio siguen las inmensas
praderas, millas y millas. Si no localizo mal este punto, no existe ninguna
importante ciudad hasta llegar a Chicago. Es la segunda ciudad de Estados
Unidos, pero como son ya más de las 5 de la tarde, no habrá nadie en las calles
del centro. Ni un alma. Los rascacielos dorados aún en lo alto por un sol de
topacio. Los canales oscuros. Y calles y calles abandonadas, solitarias. De tarde
en tarde algún rato transeúnte, con cara de miedo, mirando de reojo a las
esquinas de los callejones, mirando así asustado, porque se mata mucho en
estas ricas ciudades, se mata, no porque seas rojo o republicano o masón, se
mata como podría una decir: «llueve» o «hace calor» o «hace mucho frío». Digo
palabras igual que si Pedro pudiera oírme. Repito cosas de las que hablábamos
él y yo. Tan sola estoy que casi me gusta reírme de Pedro. Con una mirada me
pego a su tumba del cementerio. Y me pongo a contarle canciones humorísticas
de nuestros tiempos.
«Rascayú / cuando mueras / qué harás tú?» «Los borrachos / en el
cementerio / juegan al mus / juegan al mus / Ay Mariluz / apaga luz / apaga
luz». Me río, pero me da mucha pena. No es pena tirando a vergüenza. No es
porque nadie pueda oír lo que canto, que hay aquí mucha libertad. Todo
puedes gritarlo en el silencio y vacío de estas latitudes. Hay tanta quietud, que
si miro el cuadro, otra vez, hasta puedo oír el palpitar del corazón de la niña.
No tengo un temperamento tranquilo como para poder quedarme en la
inmensa luz de esta tarde, quieta como una flor muy granada, marchita casi,
iguales a las que parece que hay aún en el jardín. Lo que quiero es que
velozmente, en seguida, vengan por mí, a buscarme, mi hija y el muchacho
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chicano, que vengan pronto, antes de que ese demonio de pájaro —el colibrí—
me sorba de verdad con su larga lengua.
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