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JESUS ALEJANDRO MORADO IZAGUIRRE 2.

-C

Por entre unas matas,


seguido de perros,
no diré corría,
volaba un conejo.
De su madriguera
salió un compañero
y le dijo: «Tente
amigo, ¿qué es esto?».
«¿Qué ha de ser?», responde;
«sin aliento llego...;
dos pícaros galgos
me vienen siguiendo».
«Sí», replica el otro,
«por allí los veo,
pero no son galgos».
«¿Pues qué son?» «Podencos».
«¿Qué? ¿Podencos dices?
Sí, como mi abuelo.
Galgos y muy galgos;
bien vistos los tengo».
«Son podencos, vaya,
que no entiendes de eso».
«Son galgos, te digo».
«Digo que podencos».
En esta disputa
llegando los perros,
pillan descuidados
a mis dos conejos.
Los que por cuestiones
de poco momento
JESUS ALEJANDRO MORADO IZAGUIRRE 2.-C

dejan lo que importa,


llévense este ejemplo.

Cantaban los pájaros, era azul el cielo, era el sol dorado, se abrían las
flores, y el aura de la mañana llevaba al palacio del rey moro el
perfume de los jardines. Casilda estaba muy triste, y se asomó a la
ventana para distraer sus melancolías. Los jardines le parecieron
entonces tan bellos, que no pudo resistir a su encanto y bajo a pasear
su tristeza por sus olorosas enramadas.

Cuentan que el ángel de la compasión, en forma de hermosísima


mariposa, le salió al paso y encanto su corazón y sus ojos. La
mariposa volaba, volaba, volaba de flor en flor, y Casilda iba en pos
de ella sin conseguir alcanzarla. Mariposa y niña tropezaron con unos
recios muros, y la mariposa penetro por ellos, dejando allí inmóvil y
enamorada a la niña. Tras aquellos recios muros oyó Casilda
tristísimos lamentos, y entonces recordó que allí gemían,
hambrientos y cargados de cadenas, los míseros nazarenos, por
quienes en Castilla lloraban padres, hermanos, esposas, amadas.

Al decir estas palabras, le embargó la emoción, se le anudó la voz en


la garganta y rompió a sollozar fuertemente. Lolita se la quedó
mirando un buen rato, con ojos coléricos, el semblante pálido y las
cejas fruncidas; por último se levantó repentinamente y fue a
reunirse con sus amigas que estaban algo apartadas formando un
grupo. La vi agitar los brazos en medio de ellas narrando, al parecer,
el suceso con vehemencia, y observé que algunas lágrimas se
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desprendían de sus ojos, sin que por eso perdiesen la expresión dura
y sombría. Asunción permaneció sentada, con la cabeza baja y
ocultando el rostro entre las manos. En el grupo de Lolita hubo
acalorada deliberación. Las amigas se esforzaban en convencerla
para que otorgase su perdón a la culpable. Lolita se negaba a
ello con una mímica (lo único que yo percibía) altiva y violenta. Luisa
no cesaba de ir y venir consolando a su triste amiga y procurando
calmar a la otra.

El sol se había retirado ya del paseo, aunque anduviese todavía por


las ramas de los árboles y las fachadas de las casas. La estatua de
Apolo, que corona la fuente del centro, recibía su postrera caricia;
los lejanos palacios del paseo de Recoletos resplandecían en aquel
instante como si fuesen de plata. El salón estaba ya lleno de gente.

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