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La cabra de Nubia

jesús Z Á R ATE M O R E N O

Natural de Málaga (20.09.1915) y fallecido en Bogotá (12.12.1967), su novela La


Cárcel lo hizo ganador póstumo del Premio Planeta 1972. Periodista de varios medios,
el cuento fue su dote especial, alcanzando a publicar cuatro volúmenes de ellos: No
todo es así, El viento en el rostro, El día de mi muerte y Un zapato en el jardín. Como
muestra de su especial talento narrativo se ha escogido este corto cuento que lleva el
sabor de las tierras santandereanas.

—Le doy diez pesos. que se le veía por aquellos contornos. Había
—Vale quince. Ni un centavo menos. llegado un momento antes, tirando de la ca-
—Diez pesos. bra, orgulloso de ser su dueño, exhibiéndola
—Quince. a los ojos de todos como un ejemplar nunca
—Podríamos partir la diferencia: doce y visto. Después de beber, dejó el vaso sobre el
medio. mostrador, sacó del bolsillo una moneda de
—No: quince. Es el único precio. cinco centavos y pagó.
El tendero se movía con langui-
El joven miró la cabra. Era un dez entre las sombras de la fonda. Recibió
precioso animal. A pesar de su cornamenta, la moneda, dando las gracias y se retiró a
tenia un aspecto inofensivo y unos ojos me- la penumbra del establecimiento, de donde
lancólicos, que daban lástima. había salido, a un sitio donde nadie lo veía y
desde donde él observaba muy bien a todos
—Doce y medio –volvió a decir–, dando los clientes.
una vuelta en torno de la cabra.
—No hay quién le dé más de lo que yo le
Consideraba que valía quince pero ofrezco– insistió el joven.
pensaba insistir en doce y medio hasta el úl- —Es una cabra de Nubia.
timo momento. Era una cabra magnifica. La —Podría ser una cabra del cielo. No vale
piel brillante, las ubres opulentas, todo de- más. ¡Doce cincuenta!.
nunciaba en ella la selección de la especie. —Bien… Es suya. Me ha convencido.
Necesito el dinero, y no hay más remedio.
—Doce cincuenta– dijo por tercera vez. Puede llevársela.
—Vale quince– repitió el otro, un hom-
bre tuerto, de largos bigotes. Ni un centavo El tuerto contó el dinero. Doce
222 menos. ¿Dónde consigue usted una cabra de billetes de un peso, y cinco monedas de diez
Nubia por ese precio? Si la vendo en eso, es centavos. Reviso los billetes minuciosamente,
porque necesito el dinero. Mi mujer va a te- uno a uno, mojándose los dedos con saliva
ner un hijo… ¿Entiende? Necesito el dinero. al repasar su valor y comprobar su autentici-
dad. Después los levantaba a la altura de los
Al hablar así el tuerto apuraba un ojos y lo examinaba al trasluz, sosteniéndolos
vaso de aguamiel. Era forastero, según había en el aire, con cómica desconfianza.
dicho; de todos modos, era la primera vez —Son legítimos– dijo el comprador.

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—No lo dudo –replicó el tuerto–. Pero Inmediatamente se despidieron. El


es mejor estar seguro. Hay muchos falsifica- joven echó una ojeada a la cabra. Estaba or-
dores. gulloso con la adquisición. Le parecía que ha-
—¿Podría hacerme un favor? bía engañado al vendedor. La cabra, sin duda, 223
—Con mucho gusto, si Dios quiere– valía mucho más del precio que había pagado
dijo el tuerto. por ella. “Mañana, a las tres”, volvió a decir al
—No puedo llevarme la cabra ahora. salir. Un momento después, en la carretera,
Vendré mañana a buscarla, en un camión. se sintió la marcha del motor del automóvil
Dejo su valor y mañana a las tres vendré a en que viajaba. El auto dejó al pasar una nube
llevarla. ¿En dónde vive usted? de polvo cuyas briznas invadieron la tienda,
—Aquí me encontrará. haciendo estornudar a la cabra.

r e vi sta de s a n t a n d e r
la cabra de nubia

—Otro vaso de aguamiel– ordenó el bajo el puente, cerca de la fonda, se bañaban


tuerto cuando estuvo solo. varios chiquillos. Gritaban con vivo entu-
siasmo, pero el viento se llevaba sus palabras
El propietario emergió de la som- muy lejos; y hasta allí sólo llegaba el ceceo
bra, detrás del mostrador. Buscó un vaso y apagado de las voces. Los pájaros regresaban
lo enjuagó en una olla. Luego tomó un cu- a los aleros de la casa y penetraban en sus
charón y lo hundió en el barril burbujeante nidos, con precisión y seguridad de flechas
y llenó el vaso con el líquido fermentado. aladas.
Después de dejarlo sobre el mostrador volvió Tres hombres entraron en la tien-
a perderse en la sombra. da y pidieron cerveza. Uno de ellos ocupó
una silla y se dedicó a afinar la bandola que
—¿Quién es el que me ha comprado la llevaba. Sus dedos acariciaban las cuerdas de
cabra?– preguntó el tuerto. la bandola y de las tripas de cobre del instru-
mento surgían diversos sonidos, destempla-
Nadie contestó. dos unos, armoniosos otros, todos torpes e
imprecisos.
—¿Quién es?– insistió. Estaba aquí
conversando con usted, cuando yo llegué. —¡Hermoso animal!– dijo uno de los
Supongo que lo conocerá. recién llegados, mirando la cabra.

El ventero volvió a aparecer. Los otros la contemplaron y ala-


Mordía un terrón de azúcar. Al hablar, las baron la elástica finura de sus miembros.
palabras chirriaban en su boca, cuando los El tuerto levantó la soga con la que la tenía
dientes chocaban contra partículas de azúcar atada, tratando de atraerla. Pero la cabra se
retrasadas en la salivación calmosa. resistió y dio muestras de mal humor al verse
arrastrada por la fuerza.
—Es un loco– dijo.
—¿Cómo? —¿La vende?– preguntó el hombre que
—Un loco. había hablado antes.
—No lo parece. Es muy joven… —¡Veinte pesos!– respondió el tuerto.
—¿Los jóvenes no pueden ser locos? —Quince.
¡Qué criterio! —¿Quince pesos, una cabra de Nubia?
—No me dejó usted terminar. Iba a de- Ni pensarlo.
cir que es una desgracia que sea loco, siendo —¿Quién dijo que ese animalejo era de
tan joven. Pero… ¿De dónde saca usted que Nubia?
sea loco? —Se la compré al gobierno. Es de las
—Su padre era muy rico. El hombre más que importó el gobierno para mejorar las
rico de la provincia. Al morir le dejó todos razas criollas. Vale cuatro veces más, pero yo
sus bienes. Ahí donde usted lo ve ahora, bien la vendo porque necesito dinero. Mi mujer va
224 vestido, con camisas de seda, con automóvil, a dar a luz… ¿Entiende? Vale veinte pesos.
y todo, no tiene dónde caerse muerto. —Quince.
—Bueno. Ya que insiste, se la dejaré en
En ese momento se sintieron pasos quince. Es suya.
en la carretera. Era ya un poco tarde, el sol
se alejaba de la fonda rural, rodando por el El ventero lo miró, asombrado de
campo, como una bola de fuego. En el río, su audacia. Luego se hundió en la penum-

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bra, porque no le gustaba ser testigo de los —No me refería a eso. Le preguntaba
negocios que se ventilaban en la tienda. Le por qué ha vendido la cabra dos veces, y en
bastaba vender, sin oír ni ser oído, ni meterse mis propios ojos. Es una porquería lo que
en los asuntos y discusiones de campesinos y usted ha hecho.
tratantes. Nunca salía del fondo del estable- —¿Le parece?– alegó el tuerto con cinis-
cimiento, ni siquiera para comer; su mujer mo.
decía que estaba abotagado por falta de sol —No quiero saber lo que va a pasar.
y ejercicio, y que un día iba a reventar como ¿Qué piensa hacer?
una vejiga. El de la cabra contó los billetes, —Nada.
esta vez sin dificultad, porque se trataba de —¿Cómo, nada? ¿Qué es eso de nada?
tres billetes nuevos de cinco pesos. No me gusta meterme en lo que no me im-
porta, pero el negocio se ha hecho en mi
—No puedo llevar hoy la cabra– dijo el casa. Si los gendarmes me preguntan se lo
nuevo comprador. Tendré que venir mañana diré todo.
por ella. Es muy tarde para llevármela, y no
tendría dónde dejarla esta noche. ¿Vive usted El tuerto tomó el vaso de aguamiel
aquí? y lo agotó de un sorbo. Se limpió los labios
—No: al otro lado del río. Pero no im- con un pañuelo rojo y chupó el cabo del ciga-
porta. Vendré mañana a las tres. rrillo.
—Para seguridad de todos –propuso el
hombre de la bandola– podría dejarla aquí —Ya es de noche– dijo.
mismo, en los corrales de la casa. —¡Qué noche ni que diablos! –gruñó
—De ninguna manera –gritó el vente- el ventero de mal humor–. Estoy hablando
ro desde la sombra.– Los corrales de la casa de otro problema. ¿Qué va a hacer mañana
están llenos, y a mi mujer no le gusta que cuando lleguen los compradores?
guarden animales en ellos, sin su consenti- —No estaré aquí.
miento… —Si yo lo dejo ir.
—Mañana a las tres estaré presente —No estaré aquí. Es todo lo que digo.
–dijo el comprador–. Ha hecho usted un —¿De dónde sacó la cabra? Porque a mí
buen negocio: lo felicito. Quince pesos son no me viene a decir que se la compró al go-
una buena suma. ¿Cómo se llama? bierno. Diga: ¿de dónde la sacó?
—Francisco Quintana, servidor. —Ya lo ha oído. La compré en la granja
—Gracias. ¡Mañana a las tres! del gobierno.
—Se la robó. Nadie me quita de la ca-
Los hombres se pusieron en mar- beza que se la robó. Desde que lo vi aparecer
cha. El tuerto sacó un cigarrillo, lo partió en me di cuenta de que era usted un cuatrero. Y
dos, y guardó uno de los cabos, encendiendo ahora la vende dos veces. ¿Qué va a hacer?
el otro. El ventero volvió a salir. Movía su —Podría arreglarlo todo muy bien, tra-
gordura con perezosa fatiga, y respiraba con yendo mañana otra cabra igual a ésta. Pero
dificultad, mordiendo un terroncillo de azú- los compradores me han tomado por un cre- 225
car. tino, y se han ido convencidos de que me han
estafado. Mañana a las tres, les van a crecer
—¿Qué ha hecho usted?– dijo el tendero. las narices… No les quedará más remedio
—Me hace daño fumar mucho –replicó que contarse sus penas.
el tuerto–. Partiendo los cigarrillos, fumo
menos. El ventero no sabía qué pensar.

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la cabra de nubia

Había conocido muchos pillos y vagabundos, gresó a la tienda, recibió el dinero y encendió
pero aquel se presentaba ante sus ojos como el cabo del cigarrillo que le quedaba. Por fin
un completo bribón. Y no obstante su recelo, se despidió, haciendo al propietario muchas
se sentía atraído por la simpatía y el descaro reverencias.
del cuatrero. Avanzó silbando, por la carretera,
muy despacio, como si no tuviese prisa en
—¿En dónde encontró la cabra?– pre- llegar al sitio a donde se dirigía. En el puente
guntó el ventero. se detuvo y escupió sobre el río. El ventero lo
—Al otro lado del río. veía, en el claroscuro de la noche incipiente,
—¿Entonces, reconoce que se la robó? reclinado sobre la baranda del puente; fu-
—No tanto. Yo venía hacia este lugar, y mando la colilla con tranquilidad meditativa.
ella estaba en la carretera, y balaba tristemen- Después lo perdió de vista. Mi-
te, muerta de hambre. Me sentí conmovido y nutos después llegó el bus y se detuvo un
la recogí. No la he robado. momento frente a la casa. Principiaba a llo-
—Eso está bien dicho. Pero no veo ver. La esposa del propietario, una gorda tan
cómo va a salir usted del trance. perezosa y grasienta como él, se bajó del bus;
—Todo resultará bien. Tengo buena y como al bajarse, antes de asentarse en la
suerte. ¿No le gustaría quedarse con la cabra? tierra, aquel siguió la marcha, la gorda rodó
Se la vendo. Muy barata. por la carretera, gimiendo. De la mochila
—No compro bienes robados. que llevaba rodaron la caer botellas de ron,
—Diez pesos es una ganga. paquetes de velas y barras de jabón. La mujer
—¿Qué haría yo con ella? Mi mujer tie- recogió las compras, en la oscuridad, y se
ne muchas cabras en el corral. No necesita- dirigió a la tienda, vociferando contra el con-
mos más de lo que tenemos. ductor del bus.
—Cómprela. Diez pesos: una ganga.
—Y mañana, ¿qué diría cuando vengan —He comprado una cabra– informó el
los otros? marido con notoria timidez.
—A usted no le importa. Usted no ha —¿Dónde está?
negociado con ellos, y es un hombre honrado —En el corral.
a quien todo el mundo conoce. —Voy a verla. ¿Cuánto costó?
—¿Diez pesos?– preguntó el ventero, —Diez pesos.
tentado por la oportunidad. —¿Diez pesos, una cabra?
—Eso. No hago rebaja. —Es de Nubia.
—Mi mujer tendrá un disgusto por ha- —¿De qué?
cer negocios en su ausencia. Está en el pueblo —De Nubia.
y no tardará en llegar. Es de muy mal genio, —¿Qué es eso?
sabe. —Así decía el que la vendió. Debe ser la
—No pasará nada. Ella estará contenta raza…
de haber comprado una cabra en tan buenas —Voy a verla.
226 condiciones.
Encendió una vela, se echó sobre
Lo convenció al fin. El ventero le la cabeza un papel encerado, y se dirigió al
indicó el sitio en donde debía dejar la cabra, corral, cruzando la carretera. Un momento
al otro lado de la carretera, en el corral, a después estalló en el corral una algarabía de
cien metros de la casa. El tuerto penetró allí y dicterios y lamentaciones. El ventero sudaba
amarró la cabra en una estaca, detrás de unos sin moverse, y sin comprender lo que pasa-
montones de paja. Luego muy contento re- ba. Veía la luz de la vela que se agitaba en el

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aprisco, en una y otra dirección, y observaba Y además, tú has dado diez pesos al que se
como el viento arrastraba la llama, dándole la la robó. Es triste ser la mujer de un hombre
transparencia azulosa de un fuego fatuo. como tú. Trabaja uno todo el año, de día y
de noche, para que venga un ladrón y se robe
—¿Qué ha pasado?– preguntó cuando la las cabras en las propias narices del dueño.
mujer estuvo de regreso. Habrá que avisar mañana a la policía. ¿Cómo
—¡Imbécil!– gritó la mujer. era el ladrón?
—¿Quién? —Era tuerto, vestía de dril blanco y lle-
—¿Quién ha de ser? Tú, ¡imbécil! vaba bigotes largos, casposos.
—No entiendo. —¿Tuerto, dices?
—Ya comprenderás…imbécil. Has —¿Sí, por qué?
comprado una cabra que me pertenecía, y —En el bus iba un hombre tal como lo
después de que la has comprado, te la han describes y llevaba una cabra. No era tuerto.
vuelto a robar. En el corral falta una cabra. Debió fingir que le faltaba un ojo para que no
¡La mejor que tenía! lo reconocieran después…Subió a un kilóme-
—No buscarías bien, voy yo mismo… tro de aquí, y pagó doble pasaje, por él y por
—¿Tú, barrigón inútil, que ni siquiera la cabra; y como no había sitio, la puso sobre
sabes lo que tienes y lo que compras? Ya lo las rodillas como a una criatura…
había sospechado cuando me hablaste del —Y tú, desgraciada, te encuentras con
asunto. ¡Imbécil! ¿A quién se le ocurre com- tu propia cabra y no le echas mano al ladrón.
prar lo propio? ¿Cómo explicas eso?
—Yo no sabía que era mi cabra. ¿Cómo
Él principiaba a comprender. No iba a saberlo? Ni siquiera miré al animal.
dijo una palabra más. Se sentía abatido, do- Estoy ahíta de lidiar cabras. Y sobre todo,
blemente engañado por el desconocido. Y no no me hables así. El responsable de lo que ha
se atrevía a contarle a su mujer que aparte de pasado eres tú. Ni siquiera te diste cuenta de
lo que ella había descubierto, la cabra había que el cuatrero no era tuerto… ¡Qué inteli-
sido dos veces vendida en su presencia. gencia!
Esa noche, en el lecho, el ventero
pensaba en los caprichos de la vida. Recon- Él la oía murmurar, y las palabras
ciliado con su esposa, a quien había logrado de la esposa le daban una sensación de do-
explicar su inocencia y su buena fe, sentía liente inutilidad. Afuera llovía con extraña
muy cerca la respiración de la mujer, y el co- intensidad, y el agua de las acequias caía
pioso volumen de su opulencia carnal. desde el barranco sobre el río, con inquie-
tante violencia. El ventero trató de buscar un
—Oye –le dijo–. Hemos debido per- recurso para atraer el sueño, y al encontrarlo,
seguir al ladrón. No debía estar muy lejos no pudo dejar de sonreír en la oscuridad. Un
cuando tú llegaste… monótono rebaño de cabras holló los sende-
—Con esta noche no salen al campo ni ros aletargados de su mente, y contándolas
los perros. una a una, logró quedarse dormido, molido 227
—¿Tú crees que la cabra era de Nubia? el cuerpo por la fatiga, limpia el alma de todo
—Fuera lo que fuera, ya no la tenemos. rencor. ❖

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