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Ningún otro movimiento crítico ha ejercido posiblemente una influencia tan profunda y ha
ocupado una posición hegemónica tan duradera en los estudios literarios norteamericanos
como el denominado Nueva Crítica. Ningún otro ha estado tan identificado con el estudio
de la literatura que haya parecido durante un largo periodo de tiempo, y aún parezcan hoy
en día, aunque sea en menor medida, que sus modos y principios no son los de una
metodología crítica entre otras sino the natural and definitive conditions for criticism in
general (Cain 105).
Esta influyente escuela parte de las ideas acerca de la literatura y el análisis literario
expresadas a principios de la década de los años veinte por el poeta T.S. Eliot, los críticos
ingleses I.A. Richards y William Empson y los poetas norteamericanos John Crowe Ransom y
Allen Tate. El primero exige que la atención del crítico recaiga sobre la obra como estructura
autónoma y no sobre la biografía del escritor. Richards y su discípulo Empson subrayan el
significado múltiple de las palabras y de las relaciones que mantienen entre sí en el contexto
limitado de la obra literaria. En los escritos de Ransom y Tate ya se encuentran el
conservadurismo y la desconfianza hacia la ciencia que definirán a los nuevos críticos. Ambos
eran poetas fugitivos y agrarios del Southern Renaissance que denunciaba la ética
tecnológica, industrial y científica imperante que alienaba al ser humano y abogaba por una
vuelta a una sociedad rural más coherente enraizada en valores tradicionales.
Los nuevos críticos proclaman un método formal o formalista que reduce la labor del
estudioso al mejor examen posible de los elementos textuales y estructurales de la obra.
Cualquier otro aspecto es extrínseco y debe quedar fuera de su atención. Así, por ejemplo,
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no es asunto relevante de estudio la biografía del autor; la obra terminada es independiente
de su creador y poco o nada cuentan para su análisis e interpretación su intención o
intenciones de decir, comunicar o convencer de esto o aquello. El crítico debe cuidarse de
caer en lo que W.K. Wimsatt denominó la falacia intencional: The poem ... is detached from
its author at birth and goes about the world beyond his power to intend about it or control it
(Wimsatt 5). Las posibles intenciones del autor ni suelen estar disponibles ni son deseables
para la correcta apreciación crítica de la obra. Otro aspecto extrínseco irrelevante,
especialmente rebatido por Allen Tate, es el efecto o los efectos emocionales, psicológicos,
morales o de cualquier otro tipo que la obra literaria pudiera tener sobre el lector. La
función didáctico-afectiva de la literatura, su capacidad para instruir, conmover o persuadir,
no es parte de lo que define artística y estéticamente a una obra y, por tanto, no es tarea del
crítico. De serlo, se produciría otra falacia, otro gesto crítico que falsea la realidad estética
del objeto de estudio, la falacia afectiva. Por medio de ella, la Nueva Crítica pone en
entredicho cualquier concepción de la literatura como actividad cultural ligada a la sociedad
y a la historia, como práctica social vinculada a las circunstancias económicas, culturales,
ideológicas, etc.
Cleanth Brooks, así, desaprobaba la herejía didáctica a la que conducía el análisis ideológico
del marxismo y su inclinación a relacionar lo estético con lo político y social. Qué duda cabe,
por otro lado, que este rechazo de las dimensiones didáctica y afectiva lleva aparejada la
pretensión de que el lector se mantenga por encima de sus circunstancias sociohistóricas; la
obligación de que su lectura esté libre de condicionamientos individuales y sociales. La
Nueva Crítica soslaya la historicidad del texto y del lector. Da por sentado que el significado
y relevancia de una obra, una vez concedidos, son inmutables. El mismo texto significa lo
mismo para todos los lectores sin que incida en sus interpretaciones el contexto histórico,
social y cultural en el que cada uno de ellos lo lea. La obra literaria es inmediatamente
accesible.
Tras esta defensa de la literatura como hecho estético, subyace el temor a que el texto
literario se conciba como un vehículo trasmisor de información, de ideas o pensamientos y
no como una obra de arte que presenta una estructura orgánica y unificada en la que cada
una de sus partes contribuye al efecto total. Sin embargo, esta totalidad coherente es el
resultado de complejas y conflictivas interrelaciones entre sus componentes. Uno de sus
conceptos favoritos es el de tensión que alude a las oposiciones que se establecen entre las
distintas partes del texto, entre los temas, las actitudes y el lenguaje figurado. El buen
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poema, que es el género privilegiado por los nuevos críticos porque es el que mejor se
acomoda a su modelo de análisis, posee una estructura dramática en que las posturas
antitéticas y los conflictos entre actitudes dispares logran reconciliarse en la unidad final. El
crítico y el lector, asegura Cleanth Brooks en The Well Wrought Urn (1947), tendrá por
aceptable aquel poema cuya actitud unificadora se confirma (Brooks 255). Algunos de los
términos recurrentes del vocabulario crítico de Brooks, el principal valedor de este modelo
interpretativo, son ambivalencia, ambigüedad, tensión, ironía y paradoja. Todos ellos rasgos
y recursos de una estructura compleja en la que se incardina el significado del poema. Para
Brooks el significado es parte indisoluble de la estructura de interacciones de la que emerge
y, así pues, comete una herejía, la herejía de la paráfrasis, quien reduce la interpretación a
resumir en unas pocas palabras dicho significado.
Esta labor de fijación y conservación de una tradición literaria debe considerarse parte de
sus misiones pedagógicas (Leitch 38), en especial, de su cometido de enseñar a leer e
interpretar textos literarios. Su modelo de interpretación, el close reading, con sus pautas
claras acerca de qué buscar y valorar en el texto, ha facilitado la tarea de la gran mayoría de
los profesores y alumnos en las clases de literatura. Y la sigue facilitando porque, aunque
actualmente se rechacen las líneas generales del marco conceptual que la rodea, la
metodología ideada y desarrollada por la Nueva Crítica aún mantiene buena parte de su
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influencia en lo que toca a las convenciones lectoras, a nuestras expectativas y nuestras
estrategias para esclarecer el texto literario, en particular, el poema lírico. Continúa en uso,
con frecuencia, la visión del poema como un drama en que una persona poética, un
hablante, con actitudes contradictorias, intenta entender y resolver el problema que le
preocupa. Aún esperamos atrapar, después de conciliar las previsibles dificultades y
ambigüedades del texto, su significado único. Todavía procuramos que todas las partes del
texto estén relacionadas entre sí formando una estructura coherente en el que ningún
elemento sobra. También, finalmente, se sigue, a veces, señalando la complejidad del
lenguaje como signo, si no de la calidad, sí al menos, de la literariedad, de la escritura
literaria frente a la no literaria. Un legado diverso que explica por qué, como dijimos al
principio, la Nueva Crítica ha conseguido, como ningún otro movimiento, sobrevivir de algún
modo a su declive y a su sustitución por otras teorías críticas a partir de la década de los
años sesenta.
El hecho es que su modelo interpretativo apenas mermó el éxito del propuesto por la Nueva
Crítica. Además de algún error oportunidad histórica, el que puede considerarse su
manifiesto, Critics and Criticism: Ancient and Modern, se publica en 1952, una década más
tarde de lo que hubiese sido preciso y, de otra parte, su escasa producción de crítica
práctica, es decir, de exégesis de textos individuales tan útiles para el aula y la publicación
profesional, a la escuela de Chicago le faltó principalmente, según señala Vincent Leitch
en American Literary Criticism from the Thirties to the Eighties, lo que a aquella le sobró: la
capacidad o habilidad para propagar sus ideas a través de antologías y libros de
textos (Leitch 80).